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Jane Austen Volumen 2

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Autor: Jane Austen Idioma: Español

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Jane Austen

Volumen 2

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MANSFIELD PARK

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Jane Austen

Mansfield Park(Volumen 2)

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Portada: afiche del filme «Mansfield Park», interpretadopor: Frances O’Connor (Fanny Price), Lindsay Duncan(Lady Bertram), Victoria Hamilton (María Bertram), JustineWaddell (Julia Bertram), Harold Pinter (Sir Thomas Bertram),Jhonny Lee Miller (Edmund Bertram), Alesandro Nivola(Henry Crawford)..., dirigido por Patricia Rozema.

Ilustraciones de los interiores por: C.E. Brock, JoanHassall (pp. 81, 157, 385) y Hugh Thompson (pp. 72, 297)

Edición y publicación virtual por Ediciones del Sur.Marzo, 2004.

Distribución gratuita.

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LA IMPORTANCIA de Fanny creció con la ausencia desus primas. Al convertirse, como entonces ocurrió,en la única jovencita presente en las veladas delsalón, en el único elemento de ese importante sec-tor de una familia, en el que hasta entonces habíaocupado un tan humilde tercer lugar, le fue impo-sible evitar que la mirasen más, pensaran más enella y la atendiesen mejor de lo que antes era ha-bitual; y el «¿dónde está Fanny?» se hizo preguntacorriente, hasta cuando nadie la requería por con-veniencia personal.

No sólo en el seno del hogar aumentó su valor,sino también en la rectoría. En aquella casa, en laque apenas había entrado un par de veces al añodesde la muerte de Mr. Norris, empezó a ser la visi-ta más deseada, la invitada de honor; y en los tristesy fangosos días de noviembre, una compañía másque aceptable para Mary Crawford. Las visitas, queempezaron por casualidad, continuaron a requeri-mientos de los de la casa. La señora Grant, que en

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realidad estaba muy interesada en proporcionaralgún aliciente a su hermana, pudo engañarse confacilidad, por gracia de la autosugestión, conven-ciéndose de que hacía a Fanny el más grande delos favores y le brindaba la mejor oportunidad deperfeccionar su trato social, al insistir en que menu-dearan sus visitas.

Un día, al dirigirse Fanny al pueblo con un reca-do de tía Norris, fue sorprendida por un aguace-ro junto a la rectoría; y al ser descubierta desdeuna ventana mientras buscaba protección bajo lasramas casi desnudas de un roble, ya fuera de supredio, viose obligada, aunque no sin ofrecer unadiscreta resistencia por su parte, a entrar en la casa.Se había negado a los ruegos de un atento criado;pero cuando salió el doctor Grant en persona conun paraguas, no tuvo más remedio que sentirseenormemente avergonzada y entrar lo más deprisaposible; y para la pobre miss Crawford, que preci-samente había estado contemplando la triste llu-via con gran desaliento, suspirando por el derrum-be de todo su plan de ejercicio físico para aquellamañana y de toda probabilidad de ver a una solacriatura humana fuera de los suyos durante lassiguientes veinticuatro horas, el ligero bullicio enla puerta de entrada y la vista de miss Price cho-rreando en el vestíbulo fue algo delicioso. El valorde un acontecimiento en un día lluvioso, en el cam-po, se le manifestó del modo más concluyente. Alinstante recobró su habitual animación y se pusoen actividad para ser útil a Fanny, descubriendoque se había mojado bastante más de lo que éstaquería reconocer al principio y procurándole ropaseca. Y Fanny, después de verse obligada a aceptar

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El doctor Granten persona

con un paraguas.

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todas esas atenciones, a dejar que la ayudaran ysirvieran señoras y criadas, viose también obliga-da, de vuelta a la planta baja, a permanecer en elsalón de los Grant por espacio de una hora mien-tras seguía lloviendo, prolongando así la bendi-ción que para Mary Crawford representaba teneralgo nuevo que mirar y en qué pensar, con lo quepudo levantar su ánimo hasta la hora de vestirsepara el almuerzo.

Las dos hermanas se mostraron tan atentas yamables con ella, que Fanny hubiera gozado conla visita de no creer que se apartaba de su cami-no, y de haber podido prever con certeza que elcielo se aclararía una vez transcurrida la hora, evi-tándole el bochorno de que sacasen el coche ylos caballos del doctor Grant para llevarla a casa,medida ésta con la que la habían amenazado. Encuanto a si en su casa pasaban pena debido a suprolongada ausencia con semejante tiempo, no te-nía necesidad de inquietarse lo más mínimo porello; pues como tan sólo sus dos tías estaban en-teradas de su salida, sabía muy bien que ni la unani la otra iban a preocuparse y que, cualquiera quefuese la choza en que tía Norris la supusiera gua-recida durante el chubasco, tía Bertram aceptaríacomo cosa indudable que su sobrina se hallabaen la tal choza.

Empezaba a escampar cuando Fanny, observan-do que había un arpa en la habitación, hizo algu-nas preguntas con referencia a la misma que pron-to condujeron a que quedasen de manifiesto susgrandes deseos de oírla tocar y a su confesión, queapenas pudieron llegar a creer, de que todavía nola había oído nunca desde que la habían traído a

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Mansfield. Para Fanny, esto parecía la cosa más na-tural y explicable. Apenas había estado en la rec-toría desde la llegada del instrumento... ni habíaexistido motivo para otra cosa; pero miss Crawford,recordando un antiguo deseo prontamente expre-sado sobre el particular, hubo de lamentar su grandescuido. Y enseguida, con el mejor deseo de com-placer, formuló las preguntas.

—¿Quiere que toque ahora para usted? ¿Quéprefiere escuchar?

Inmediatamente inició la ejecución de la piezaelegida, contenta de tener una nueva oyente, unaoyente que, además, parecía tan agradecida y ad-mirada de su ejecución y que demostraba no care-cer de gusto. Siguió tocando hasta que los ojosde Fanny, desviándose hacia la ventana ante el evi-dente despejo de la atmósfera, expresaron lo queella consideraba su deber.

—Otro cuarto de hora —dijo Mary—, y veremoscómo se presenta la cosa. No se vaya apenas co-mienza a levantarse el tiempo. Aquellas nubes sonamenazadoras.

—Pero ya pasaron —replicó Fanny—. Estuve ob-servándolas. Toda esa borrasca nos llega del sur.

—Venga del sur o del norte, yo conozco si unanube es negra cuando la veo; y usted no debe mar-charse mientras aparezca tan amenazadora. Ade-más, quiero tocar otra cosa aún para usted... unacomposición muy linda, la favorita de su primo Ed-mund. Tiene que quedarse y oír la pieza preferidade su primo.

Fanny comprendió que debía acceder; y aunqueno había esperado a que surgiera aquella alusiónpara pensar en Edmund, tal mención avivó en ella

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particularmente su recuerdo, y se lo imaginó sen-tado un día y otro en aquella habitación, acaso enel mismo sitio que ocupaba ahora ella, escuchandocon deleite constante su aire favorito ejecutado,según ella encontró, con técnica y expresión supe-riores; y aunque también a ella le pareció bellísimala composición y le complació que le gustara lomismo que le gustaba a él, sintió una más auténti-ca impaciencia por marcharse cuando terminó quela que había sentido antes; y al quedar esto evi-denciado le rogaron con tanta amabilidad que re-pitiera la visita, que entrara a saludarles siempreque pudiera durante sus paseos, que volviera paraescuchar de nuevo el arpa... que acabó por decirseque sería necesario hacerlo así, si en su casa noponían inconveniente.

Éste fue el origen de la especie de intimidadque se entabló entre ellas dentro de la primeraquincena que siguió a la partida de las hermanasBertram: intimidad principalmente derivada del de-seo de algo nuevo por parte de miss Crawford, yque era poco real en los sentimientos de Fanny.Ésta iba a verla cada dos o tres días. Era como unafascinación... no quedaba tranquila si no iba; y, sinembargo, no la quería, ni siquiera le gustaba comoamiga, ni sentía la menor gratitud porque la bus-cara, ahora, cuando no podía buscar a nadie más,ni hallaba en conversación más placer que el deuna eventual distracción, y aun, a veces, a costa desu criterio, cuando el motivo era bromear sobrepersonas o temas que ella deseaba ver respetados.Pero iba, a pesar de todo, y con frecuencia vaga-ban juntas durante más de media hora entre losarbustos de la señora Grant, ya que el tiempo era

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excepcionalmente benigno en aquella época delaño, e incluso se aventuraban a veces a sentarseen uno de los bancos, entonces relativamente des-abrigados, permaneciendo allí hasta que, en mediode una delicada exclamación de Fanny sobre loprolongado de aquel otoño, veíanse obligadas, antela súbita ráfaga de un aire frío que sacudía las últi-mas hojas amarillas todavía prendidas en sus ra-mas, a levantarse y pasear para entrar en calor.

—Es bonito, muy bonito —dijo Fanny, mirandoen derredor, un día en que se hallaban así sentadasen un banco—; cada vez que vuelvo a encontrarmeentre estos arbustos me sorprende más su desa-rrollo y belleza. Hace tres años, esto no era másque un seto vivo que crecía descuidadamente a lolargo de la margen superior del campo, y que nun-ca se creyó que fuese algo, o que pudiera conver-tirse en algo digno de tenerse en cuenta; y ahoraes un paseo del cual sería difícil decir si es másapreciable lo útil o lo decorativo. Y, acaso, dentrode otros tres años habremos olvidado... casi olvida-do lo que antes fue. ¡Qué cosa tan asombrosa, tanenormemente asombrosa, la acción del tiempo ylos cambios del pensamiento humano! —y siguien-do el curso de sus últimas ideas, poco despuésañadió—: Si alguna de las facultades de nuestranaturaleza puede considerarse más maravillosa quelas restantes, yo creo que es la memoria. Pareceque hay algo más claramente incomprensible en elpoder, en los fracasos, en las irregularidades de lamemoria, que en cualquier otro aspecto de nuestrainteligencia. ¡La memoria es a veces tan fiel, tanservicial, tan obediente y, otras, tan veleidosa, tanflaca... y otras aun, tan tiránica e ingobernable! So-

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mos, indudablemente, un milagro en todos los as-pectos; pero nuestra facultad de recordar y de olvi-dar me parece algo particularmente insondable.

Miss Crawford, impasible y distraída, no tuvonada que decir; y Fanny, comprendiéndolo así, vol-vió al tema que consideraba más interesante parasu interlocutora:

—Puede que parezca impertinente mi elogio,pero debo admirar el gusto que la señora Grantha puesto en todo esto. Hay una tan apacible sim-plicidad en el trazado y detalles de este paseo... ¡ylo ha conseguido sin demasiado esfuerzo!

—Sí —replicó Mary descuidadamente—, quedamuy bien para un lugar como éste. Una no piensaver grandes cosas aquí, y, entre nosotras, hasta quevine a Mansfield nunca había imaginado que unpárroco rural pudiera aspirar jamás a tener un pa-seo de arbustos, ni nada por el estilo.

—¡Me gusta ver cómo crecen y prosperan lassiemprevivas! —dijo Fanny como respuesta—. Eljardinero de mi tío dice siempre que esta tierra esmejor que la suya, y así parece, a juzgar por el de-sarrollo de los laureles y arbustos en general. ¡Y lasiempreviva! ¡Qué bonita, qué grata, qué maravillo-sa, la siempreviva! Cuando se piensa en esto... ¡quéasombrosa variedad, la de la naturaleza! Sabemosque en algunos parajes la variedad está en el árbolque muda sus hojas, pero esto no hace menos sor-prendente que el mismo suelo y el mismo sol nu-tran plantas diversas, que difieren en las reglas yleyes básicas de su existencia. Pensará usted quele estoy recitando una rapsodia; pero cuando meencuentro entre la naturaleza, en especial descan-sando, me entrego con gran facilidad a esta espe-

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cie de arrebatos admirativos. No puedo fijar la mi-rada en el más simple producto de la naturalezasin hallar motivo para una desbordada fantasía.

—Si quiere que le diga la verdad —replicó missCrawford—, creo que soy algo parecida al famosodux de la corte de Luis XIV, y puedo afirmar que noveo en este paseo de arbustos maravilla alguna queiguale a la de hallarme yo en él. Si alguien me hu-biera dicho un año atrás que éste sería mi hogar,que iba a pasar aquí un mes y otro mes, como ven-go haciendo, le aseguro que no lo hubiera creído.Ahora llevo ya aquí unos cinco meses... y es másaún: éstos constituyen los cinco meses más tran-quilos que he pasado en mi vida.

—Demasiado tranquilos para usted, supongo.—También yo hubiera pensado lo mismo, en teo-

ría, pero —y sus ojos se iluminaron mientras ha-blaba—, entre una cosa y otra, nunca había pasadoun verano tan feliz. Aunque —añadió con aire máspensativo y bajando la voz— no puede una saberadónde conducirá todo esto.

El corazón de Fanny aceleró sus latidos y sesintió tan incapaz de suponer como de pretendernada más. Mary, sin embargo, no tardó en prose-guir con renovada animación:

—Reconozco que me he acostumbrado a la vidaen el campo mejor de lo que hubiera supuesto ja-más. Hasta admito que pueda resultar agradablepasar en él medio año, si concurren determinadascircunstancias... Muy agradable, vaya que sí. Unacasa elegante, de tamaño moderado, en el centrodel propio mundo familiar; alternar continuamentecon unos y otros; dirigir la mejor sociedad de losalrededores; ser considerada, quizá, más idónea

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para ejercer esta autoridad que otras de mayor for-tuna, y desviarse del círculo cordial de esas diver-siones para tan sólo, y sin nada peor, un tête-à-têtecon la persona que una considera la más agradabledel mundo. No es nada espantoso ese cuadro, ¿ver-dad, Fanny? No hay por qué envidiar a la nueva se-ñora de Rushworth, aunque tenga una casa comoaquella.

—¡Envidiar a María! —fue todo cuanto Fanny seaventuró a decir.

—Vamos, vamos, sería muy poco bonito en no-sotras el mostrarnos severas con ella, pues esperoque le deberemos muchas horas alegres, esplendo-rosas, felices. Confío en que iremos todos con granfrecuencia a Sotherton otro año. Un casamientocomo el que ha hecho María Bertram es una lec-ción pública; pues el primer gusto de la esposa deMr. Rushworth ha de ser el de llenar la casa y darlos mejores bailes del país.

Fanny permaneció silenciosa y miss Crawfordvolvió a sumirse en sus pensamientos hasta que,al cabo de unos minutos, levantó de pronto la mira-da y dijo:

—¡Ah! Ahí le tenemos.No era, sin embargo, Mr. Rushworth, sino Ed-

mund quien apareció dirigiéndose hacia ellas encompañía de la señora Grant.

—Mi hermana con Mr. Bertram. No sabe ustedcuánto me alegro de que se haya ausentado Tom,dando así lugar a que Edmund sea de nuevo misterBertram1 . Cuando hay que distinguirlo anteponién-

1 Tratamiento reservado para el primogénito en las fami-lias inglesas, pero que se aplica al segundo hermano en ausen-cia de aquel. (N. del T.)

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dole el nombre de pila, eso de Mr. Edmund Bertramqueda tan formalista, tan lastimoso, tan de herma-no menor, que lo encuentro detestable.

—¡Qué distintos nuestros pareceres! —excla-mó Fanny—. Para mí, la expresión «Mr. Bertram» ¡estan fría y hueca, tan por entero desprovista de ca-lor y de carácter! Denota que se trata de un caba-llero, pero nada más. En cambio, en el nombre deEdmund hay nobleza. Es un nombre que habla deheroísmo y de gesta; nombre de reyes, príncipes ygrandes; y en él parece alentar el espíritu de la caba-llerosidad y los cálidos afectos.

—Le concedo que el nombre está bien en sí, yque lord Edmund o sir Edmund suena deliciosa-mente; pero húndalo bajo el frío, la aniquilación,de un mister, y entonces decir Mr. Edmund no serámás que decir Mr. John o Mr. Thomas. Bueno, ¿quéle parece si vamos a su encuentro y les desbarata-mos la mitad del sermón que nos tendrán prepara-do sobre el sentarse al aire libre en esta épocadel año, pues nos habremos puesto en pie sin dar-les tiempo a empezar?

Edmund se reunió con ellas particularmentecomplacido. Era la primera vez que las veía juntas,desde que entre ambas se había iniciado ese estre-chamiento de la amistad, de la cual él había oídohablar con gran satisfacción. Una amistad entre dosseres tan queridos para él era exactamente cuantohubiera podido desear; y para dar crédito al buencriterio del enamorado, conste que él no consi-deraba en modo alguno a Fanny como la única, nisiquiera la principal, beneficiada con aquella amis-tad.

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—Bueno —dijo miss Crawford—, ¿y no nos riñeusted por nuestra imprudencia? ¿Para qué creeusted que estábamos aquí sentadas, sino para quenos hablara de ello, y nos rogara y suplicara queno volviéramos a hacerlo nunca más?

—Acaso hubiera podido regañar —contestó Ed-mund—, si hubiera hallado aquí sentada, sola, a unade las dos; pero mientras hagan el mal juntas, pue-do tolerar muchas cosas.

—No pueden haber estado sentadas muchotiempo —observó la señora Grant—, porque cuan-do subí por mi pañolón las vi desde la ventana dela escalera, y estaban paseando.

—Y en realidad —añadió Edmund—, tenemoshoy un tiempo tan benigno que el sentarse porunos minutos casi no puede calificarse de impru-dencia. Y es que no siempre deberíamos juzgar eltiempo por el calendario. A veces podemos tomar-nos mayores libertades en noviembre que en mayo.

—¡A fe mía —exclamó miss Crawford—, que sonel par de buenos amigos más decepcionantes einsensatos que conocí jamás! ¡No hay manera dedarles ni un momento de inquietud! ¡No puedenimaginarse lo que hemos sufrido, el frío que he-mos llegado a padecer! Pero hace ya tiempo queconsidero a Mr. Bertram uno de los sujetos peordotados para que una consiga excitarle con cual-quier pequeña intriga contra el sentido común quepueda urdir una mujer. Pocas esperanzas puse enél, desde el primer momento; pero a ti, que eresmi hermana, mi propia hermana... a ti, creo que te-nía derecho a alarmarte un poco.

—No te hagas ilusiones, querida Mary. No hayla menor probabilidad de que consigas conmover-

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me. Estoy alarmada, pero por otra causa; y si yo pu-diera cambiar el tiempo, os hubiera enviado un vien-to del este bien afilado que no dejara de azotarosni un momento. Porque Roberto se ha empeñadoen dejar fuera algunas de mis plantas por ser lasnoches tan bonancibles, y bien sé yo cuál será elfin: que sobrevendrá un brusco cambio de tiempo,que nos traerá una repentina helada, cogiéndonosa todos (al menos a Roberto) de sorpresa, y me que-daré sin ellas. Y lo que es peor, la cocinera acabade decirme que el pavo, que yo tenía especial em-peño en no presentar hasta el domingo, porque séque mi marido disfrutaría mucho más comiéndoloese día, después de las fatigas del oficio, no aguan-tará más que hasta pasado mañana. Esto sí que sonverdaderos contratiempos, que me hacen pensarque el tiempo es de lo más impropio e inoportuno.

—¡Las delicias de ser ama de casa en una aldea!—dijo Mary, irónicamente—. Hazme una recomen-dación para tu jardinero y tu pollero.

—Verás, monina, hazme tú una recomendaciónpara el traslado del doctor Grant al decanato deWestminster o de San Pablo, y estaré tan orgullo-sa de tus jardineros y polleros como puedas estarlotú. Pero en Mansfield no tenemos gente de ésa.¿Qué quieres que le haga?

—¡Oh!, tú no puedes hacer más que lo que siem-pre has hecho: mortificarte muy a menudo, y noperder nunca el buen humor.

—Gracias; pero no es posible evitar esas peque-ñas molestias, dondequiera que vivamos. Cuandote hayas establecido en la capital y yo vaya a verte,apuesto a que te encontraré también metida en tusquebraderos de cabeza, a pesar del jardinero y del

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pollero, o quizás debido a los mismos. Su falta deinterés y de puntualidad, o sus cuentas exorbitan-tes y sus fraudes, te arrancarán amargas lamenta-ciones.

—Creo que voy a ser demasiado rica para tenerque lamentarme o sufrir por nada parecido. Unagran renta es la mejor receta para ser feliz, y nun-ca he oído hablar de otra que la aventaje. Desdeluego, con ella queda asegurada toda la parte defelicidad que dependan del pavo y el mirto.

—¿Piensa usted ser muy rica? —consideró Ed-mund poniendo una expresión que, a los ojos deFanny, tenía mucho de profunda significación.

—Desde luego. ¿Y usted no? ¿No lo pensamostodos?

—Yo no puedo proponerme nada que sea tanpor completo independiente del poder de mi vo-luntad. Por lo visto miss Crawford puede elegirsu grado de riqueza. Le bastará con fijar el núme-ro de miles al año que le convenga, y ya no cabe lamenor duda de que los obtendrá. Yo tan sólo mepropongo no ser pobre.

—A base de moderación y economía, y limitan-do sus necesidades a la medida de sus ingresos,y todo eso. Le comprendo; y es un plan muy pro-pio de una persona de su edad, que tiene unosmedios tan limitados y unos deudos tan indiferen-tes. ¿Qué ha de pretender usted, sino un pasar de-cente? No le queda mucho tiempo por delante; ysus parientes no están en situación de hacer nadapor usted o para mortificarle con el contraste desu propia riqueza e importancia... Sea pobre y hon-rado, de todos modos; pero no voy a envidiarle; ni

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estoy muy segura de respetarle siquiera. Respetomuchísimo más a los que son ricos y honrados.

—Su grado de respeto por la honradez, rica opobre, es precisamente algo que no puede inquie-tarme. Yo no tengo el propósito de ser pobre. Lapobreza es lo que he decidido combatir. La honra-dez, dentro de un nivel medio en cuanto a posibi-lidades económicas, es cuanto ansío que no des-precie usted.

—Pues la desprecio, si está menos alta de loque pudiera. Debo despreciar todo lo que se con-forma con la obscuridad cuando podría elevarse aun grado de distinción.

—Pero, ¿cómo puede elevarse? ¿Cómo podría,mi honradez al menos, alcanzar un grado superior?

Era ésta una pregunta no tan fácil de contestary suscitó un «¡oh!» algo prolongado en la linda mu-chacha, hasta que pudo añadir:

—Debería figurar en el Parlamento, o haber in-gresado en el Ejército hace diez años.

—Lo que es eso no viene ahora muy al caso; yen cuanto a lo de figurar en el Parlamento, creoque deberé esperar a que se convoque una asam-blea especial para la representación de los segun-dones con escasos medios de vida. No, miss Craw-ford —añadió en tono más serio—, existen distin-ciones que, si yo creyese que no he de tener pro-babilidad... absolutamente ninguna probabilidad oposibilidad de conseguir, me consideraría muy des-dichado; pero son de otra clase.

La significativa expresión de su mirada mien-tras esto decía, y la complicidad que parecía ha-ber en la actitud de Mary al contestar con algunade sus humorísticas salidas, fueron motivos de

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tristeza para la observación de Fanny; y sintiéndo-se ésta completamente incapaz de prestar a la se-ñora Grant la atención debida, pues a su lado ca-minaba ahora siguiendo a la pareja, había casidecidido volver a casa inmediatamente, y esperabatan sólo reunir el valor necesario para decirlo, cuan-do las campanadas del gran reloj de Mansfield Park,dando las tres, le hicieron darse cuenta de que,realmente, había estado ausente mucho más tiem-po de lo que acostumbraba, y la llevaron a consul-tarse previamente si debía o no marcharse en elacto, y cómo hacerlo para conseguirlo sin demo-rarse más. Con resuelta decisión inició su despe-dida; y al mismo tiempo Edmund empezó a recor-dar que su madre había preguntado por ella, y queél había acudido precisamente a la rectoría con elfin de recogerla.

Creció la prisa de Fanny; y se hubiera apresura-do a marcharse sola, sin esperar en absoluto quela acompañara Edmund; pero todos aceleraron lamarcha y la acompañaron hasta la casa, por la cualera preciso pasar. El doctor Grant se hallaba en elvestíbulo y, al detenerse todos para saludarle, Fan-ny dedujo por la actitud de Edmund que éste seproponía ir con ella. También él se estaba despi-diendo. No pudo por menos que estarle agradeci-da. En el momento de separarse, el doctor Grantinvitó a Edmund para el día siguiente a comer conél un cordero; y Fanny tuvo apenas tiempo de sen-tir cierta desazón por tal motivo, cuando la señoraGrant, como cayendo en la cuenta repentinamente,se volvió a ella y le rogó que les concediera tam-bién el gusto de su compañía. Era ésta una aten-ción tan nueva, un caso tan perfectamente insólito

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en el discurrir de la vida de Fanny, que ya no pudoquedar más sorprendida y azorada; y mientras bar-boteaba su profundo agradecimiento y su «aunque,de todos modos, creo que no estará en mi poderaceptar», miraba a Edmund en busca de opinión yayuda. Pero Edmund, encantado de que ella reci-biera tan feliz invitación, y adivinando con mediamirada y media frase que todo el reparo de la mu-chacha se limitaba a los obstáculos que pudieraponer su tía, pues no podía imaginarse que su ma-dre tuviera inconveniente en prescindir de Fanny,dio en consecuencia, de modo decidido, su francoconsejo en el sentido de que debía aceptar la in-vitación; y aunque Fanny no quería aventurarse, apesar de esta alentadora actitud, a un vuelo de in-dependencia tan audaz, se acordó enseguida que,de no darse aviso en contra, la señora Grant podíacontar con ella.

—¿Y saben ustedes qué tendremos para comer?—dijo la señora Grant, sonriendo—: pavo, y les ase-guro que un ejemplar estupendo; porque —y sevolvió a su esposo—, querido, la cocinera insisteen que el pavo habrá que aderezarlo mañana.

—Muy bien, muy bien —exclamó el doctorGrant—, tanto mejor; me alegro de saber que tie-nes algo tan bueno en casa. Pero yo diría que missPrice y Mr. Bertram se conformarán con lo que sea.Ninguno de nosotros desea conocer la minuta. Unareunión cordial y no una comida espléndida es loque esperamos. Un pavo, un ganso o una pierna decordero... o lo que tú y tu cocinera queráis dispo-ner.

Los dos primos marcharon juntos a su casa; y,excepto por lo que se refiere a los comentarios

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que se hicieron en los primeros momentos sobreeste convite, del cual Edmund habló con la máscálida satisfacción, considerándolo especialmentedeseable para ella como estrechamiento de la amis-tad que con tanta satisfacción veía él entablada, elpaseo fue silencioso; porque, agotado este tema,Edmund quedó pensativo y poco dispuesto a ini-ciar otro.

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—¿PERO por qué tenía que invitar a Fanny, la señoraGrant? —preguntábase lady Bertram—. ¿Cómo sele ocurrió invitar a Fanny? Fanny nunca come allí,bien lo sabéis, en ese plan. Yo no puedo prescindirde ella, y estoy segura de que ni ella misma deseair... Fanny, tú no quieres ir, ¿verdad?

—Si se lo preguntas así —protestó Edmund, im-pidiendo que hablara su prima—, Fanny va a decirque no, en el acto; pero yo estoy seguro, queridamadre, de que a ella le gustaría ir; y no veo razónalguna que la obligue a rehusar.

—No puedo explicarme cómo pudo ocurrírselea la señora Grant invitar a Fanny. Nunca había he-cho tal cosa. Solía invitar a tus hermanas de vez encuando, pero nunca a Fanny.

—Si no puede usted prescindir de mí... —dijoFanny con abnegación.

—Pero si mi padre estará a su lado toda la tarde.—Sin duda alguna.

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—¿Y si consultaras el caso con él, a ver lo queopina?

—Esto está bien pensado. Así lo haré, Edmund.En cuanto llegue, le preguntaré a sir Thomas si pue-do pasar sin ella.

—Como te parezca, mamá; pero yo me refería ala opinión de mi padre en cuanto a lo correcto deaceptar o no aceptar la invitación; y creo que le pa-recerá bien tratándose de la señora Grant, asícomo de Fanny, que siendo la primera invitación,se acepte.

—No sé. Se lo preguntaremos. Pero quedarámuy sorprendido de que a la señora Grant se lehaya ocurrido invitar a Fanny.

No había más que decir, o que pudiera ser di-cho con algún provecho, en tanto no se presentarasir Thomas; pero la cuestión, puesto que estabarelacionada con la mayor o menor comodidad deque ella pudiera disfrutar el siguiente día por latarde, se hizo tan predominante en la mente delady Bertram, que media hora después, al ver a sumarido que asomó un momento la cabeza al inte-rior al pasar por allí, mientras se dirigía del plan-tío a su habitación, lo hizo retroceder, cuando ha-bía ya casi cerrado la puerta, llamándole así:

—Thomas, atiende un momento; tengo algo quedecirte.

Su tono de apacible languidez —pues nuncase tomaba la molestia de levantar la voz—, se ha-cía siempre escuchar y atender; sir Thomas retro-cedió. Ella empezó a referirle el caso y Fanny sedeslizó inmediatamente fuera de la habitación; por-que escuchar, sabiéndose ella misma el tema decualquier discusión con su tío, era más de lo que

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sus nervios podían soportar. Estaba ansiosa, se dabacuenta... más ansiosa, quizás, de lo que hubiera de-bido estar, ya que... ¿qué importaba, en definitiva,si iba o se quedaba? Pero... si su tío estuviera lar-go rato considerando y sin decidirse, dando unasmiradas muy serias, y estas graves miradas se diri-gieran a ella, y, al fin, decidiera contra ella, proba-blemente no hubiera sido capaz de mostrarsedebidamente sumisa e indiferente. Entretanto supleito iba bien. Así se inició, por parte de lady Ber-tram:

—Tengo que decirte algo que te sorprenderá.La señora Grant ha invitado a Fanny a comer.

—Ya —dijo sir Thomas, como esperando máspara llegar a sorprenderse.

Edmund desea que vaya. Pero, ¿cómo voy a pres-cindir de ella?

—Llegará tarde —dijo sir Thomas, sacando elreloj—; pero, di: ¿cuál es la dificultad que queríasexponerme?

Edmund se vio obligado a hablar y llenar las la-gunas del relato de su madre. Lo contó todo, y ellasólo tuvo que añadir:

—¡Es tan raro! Porque la señora Grant jamás tuvola costumbre de invitarla.

—Pero, ¿no es muy natural? —observó Edmund—que la señora Grant quiera procurar a su hermanauna compañía tan agradable?

—Nada puede ser más natural —dijo sir Tho-mas, al cabo de una breve reflexión—, y aunque noexistiera tal hermana, para el caso, creo yo que nadapodría ser más natural. Que la señora Grant se mues-tre cortés con miss Price, la sobrina de lady Ber-tram, es algo que no necesita explicación. Lo úni-

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co que podría sorprenderme sería que ésta fuesela primera muestra de su cortesía. Fanny estuvomuy correcta al dar sólo una respuesta condicio-nal. Ello demuestra que siente como debe. Perocomo adivino que desea ir, puesto que la gentejoven gusta de hallarse reunida, no veo razón paranegarle este favor.

—Pero, ¿podré pasar sin ella, Thomas?—Sin duda alguna, creo yo.—Bien sabes que siempre prepara ella el té cuan-

do no está mi hermana.—Acaso sea posible convencer a tu hermana

para que pase el día con nosotros y yo estaré, des-de luego, en casa.

—Muy bien, pues; Fanny puede ir, Edmund.Las buenas nuevas pronto llegaron a ella. Ed-

mund llamó a la puerta de su habitación, de pasopara la suya.

—Bueno, Fanny, todo ha quedado felizmenteresuelto, y sin la menor vacilación por parte de tutío. No tuvo más que una opinión: debes ir.

—Gracias, estoy tan contenta... —fue la instinti-va reacción de Fanny, aunque cuando se hubo se-parado de él y cerrado la puerta, no pudo menosque decirse—: Y, sin embargo, ¿por qué he de es-tar contenta? ¿Acaso no estoy segura de ver u oíralgo que habrá de apenarme?

No obstante, a despecho de este convencimien-to, estaba contenta. Por intrascendente que la talinvitación pudiera aparecer a los ojos de otras per-sonas, constituía para ella algo nuevo e importan-te, pues excepto el día pasado en Sotherton, ape-nas si había comido nunca fuera; y aunque ahorairía sólo a una distancia de media milla, para re-

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unirse sólo con tres personas, no por esto dejabade ser una comida fuera de casa, y toda la serie depequeñas preocupaciones relacionadas con los pre-parativos constituían ya, de por sí, una diversión.Ella no tuvo la simpatía ni la ayuda de los que hu-bieran debido compartir sus sentimientos y orien-tar su gusto; pues lady Bertram jamás pensaba enser útil a nadie y tía Norris, cuando llegó al díasiguiente, respondiendo a una temprana llamada einvitación de sir Thomas, estaba de un pésimo hu-mor y parecía estar sólo dispuesta a aminorar elplacer de su sobrina, así presente como futuro, to-do lo posible.

—A fe mía, Fanny, que es grande la suerte quetienes; ¡encontrarte con tanta atención de una par-te y tanta condescendencia de la otra! Deberíasestarle agradecidísima a la señora Grant por haberpensado en ti, y a tu tía por permitir que vayas, ydeberías considerar todo esto como algo extraor-dinario; pues espero que te darás cuenta de queno existe verdadero motivo para que alternes deese modo en sociedad, ni siquiera para que vayasa comer invitada fuera de casa, y que es algo queno debes esperar que vaya a repetirse nunca. Nitampoco debes hacerte la ilusión de que esta in-vitación signifique ninguna fineza particular haciati; la fineza va dirigida a tu tío, tía y a mí. La señoraGrant considera que nos debe la cortesía de ha-certe algún caso, ya que de lo contrario nunca lehubiera pasado por la cabeza semejante idea, ypuedes estar completamente segura de que si tuprima Julia estuviera aquí, no te habrían invitadopara nada.

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Tía Norris había desvirtuado con tanto ingeniotoda la parte del favor atribuible a la señora Grant,que Fanny, viendo que se esperaba que dijera algo,pudo sólo expresar que estaba muy agradecida asu tía Bertram por avenirse a prescindir de ella, yque procuraría dejar la labor de la tarde para sutía dispuesta de modo que no hubiera lugar aecharla de menos.

—¡Oh, no lo dudes! Tu tía puede pasar muy biensin ti, de lo contrario no te hubiera dejado ir. Yoestaré aquí, de modo que puedes estar completa-mente tranquila por tu tía. Y espero que pases undía muy agradable y lo encuentres todo extraordi-nariamente delicioso. Pero he de observar que cincopersonas es el número de comensales más desas-troso que soñarse pueda para sentarse en torno auna mesa; y forzosamente ha de sorprenderme queuna dama tan elegante como la señora Grant no lohaya combinado mejor. ¡Y alrededor de esa enor-me mesa que tienen ellos, nada menos, tan ancha,que llena el comedor tan horriblemente! Si el doc-tor Grant se hubiera conformado con la mesa queyo dejé al abandonar la rectoría, como hubiera he-cho cualquier persona en sus cabales, en vez deponer esa otra suya tan absurda, que es más gran-de, positivamente mayor, que la del comedor deaquí, cuánto mejor, infinitamente mejor, hubierahecho, y cuánto, cuánto más se le respetaría. Por-que a la gente nunca se la respeta cuando se salede su esfera. No olvides esto, Fanny. ¡Y pensar quecinco, nada más que cinco, van a sentarse en tornoa aquella mesa! No obstante, yo diría que van a ser-vir comida para diez.

La señora Norris tomó aliento y prosiguió así:

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—La necedad y pretensión de la gente que sesale de su esfera para aparentar más de lo que es,me hace pensar en la oportunidad de insinuartealgo a propósito, ahora que vas a alternar en so-ciedad; he de rogarte y suplicarte que no hagasnada por destacar, y que no hables ni expreses tuopinión como si fueras una de tus primas... comosi fueras mi querida María, o Julia. Esto no queda-ría nada bien, créeme. Recuérdalo: dondequieraque estés, debes ser tú la más modesta y la última;y aunque Mary Crawford está como en su casa enla rectoría, tú no estás en el caso de ella. Y en cuan-to al regreso por la noche, debes aguardar hasta elmomento que Edmund considere oportuno. Dejaque sea él quien decida sobre este punto.

—Sí, señora; nunca se me hubiera ocurrido otracosa.

—Y si llegara a llover, cosa que me parece másque probable, pues en mi vida vi un tiempo que ame-nazara lluvia para la tarde de un modo tan inequí-voco, deberás arreglarte lo mejor que puedas, sinesperar que manden el coche por ti. Lo cierto esque yo no vuelvo a casa esta noche y, por lo tanto,el coche no saldrá por mi causa; así es que debesprevenirte por lo que pudiera ocurrir, y llevarte lonecesario para el caso.

Su sobrina consideró que era perfectamenterazonable. Tasaba su derecho a gozar de comodi-dades tan por bajo como pudiera hacerlo tía No-rris; y cuando, al cabo de un momento, sir Thomasdijo al tiempo que abría la puerta:

—Fanny, ¿a qué hora quieres que pase a reco-gerte el coche? —quedó hasta tal punto asombra-da, que le fue imposible pronunciar una palabra.

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—¡Querido Thomas! —exclamó tía Norris, rojade ira—. Fanny puede andar.

—¡Andar! —repitió sir Thomas, con la más incon-fundible dignidad y adentrándose más en la habi-tación—. ¡Mi sobrina acudir a pie a una invitación,en esta época del año...! ¿Te conviene a las cuatroy veinte?

—Sí, tío —contestó humildemente Fanny, sin-tiéndose casi tan culpable como un criminal antetía Norris; y no pudiendo soportar la violencia depermanecer junto a ella en lo que podía pareceruna situación triunfante, salió de la habitación si-guiendo a su tío, retardándose sólo lo suficientepara oír estas palabras, pronunciadas con airadaagitación:

—¡Completamente innecesario!... ¡Excesivamen-te amable! Aunque también va Edmund... Sí, claro,es por él. Recuerdo que estaba afónico el martespor la noche.

Pero esto no pudo engañar a Fanny. Se dabacuenta de que el coche se disponía para ella, sólopara ella; y la atención de su tío, a seguido de lastendenciosas consideraciones de su tía, le costóunas lágrimas de gratitud en cuanto estuvo sola.

El coche llegó al minuto de la hora fijada; alcabo de otro minuto bajó el caballero; y como ladama, en su escrupuloso temor de retrasarse, lle-vaba ya bastantes minutos sentada, aguardando,en el salón, sir Thomas pudo verles salir con todala puntualidad que sus correctos hábitos reque-rían.

—Ahora deja que te mire, Fanny —dijo Edmund,con la amable sonrisa de un hermano cariñoso—,y te diga lo mucho que me gustas; realmente, por

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lo que puedo juzgar con esta luz, estás muy linda.¿Qué te has puesto?

—El vestido nuevo que tu padre tuvo la bon-dad de regalarme para la boda de María. Esperoque no vista demasiado; pero pensé que debía po-nérmelo en cuanto pudiera, y que tal vez no se mepresentará otra ocasión en todo el invierno. Qui-siera que no me consideraras demasiado engala-nada.

—Una mujer nunca resulta demasiado engala-nada si viste toda de blanco. No, no veo nada ex-cesivo en tu atavío... nada que no sea perfectamen-te adecuado. Me parece muy bonito tu vestido. Megustan esos lunares satinados. ¿No tiene miss Craw-ford un vestido bastante parecido?

Al acercarse a la rectoría pasaron junto al esta-blo y la cochera.

—¡Hola! —dijo Edmund—. ¡Tenemos compañía!Aquí hay un coche. ¿Quién se habrá sumado a lareunión? —y bajando el cristal de la ventanilla paradistinguir mejor, añadió—: ¡Es el de Crawford... elbirlocho de Crawford, seguro! Ahí están sus doscriados empujándolo al lugar que ocupaba ante-riormente. Él estará aquí, desde luego. Esto sí quees una sorpresa, Fanny. Me alegraré mucho de verle.

No era ocasión, ni había tiempo, para que Fan-ny dijera cuánto diferían sus sentimientos; peroal pensar que había un personaje más, y nada me-nos como aquel, dispuesto a observarla, aumentóen gran manera el azoramiento con que llevó a cabola horrible ceremonia de entrar en el salón.

Y en el salón estaba, en efecto, Henry Crawford,que justamente había llegado con tiempo suficien-te para estar ahora ya preparado para la comida; y

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las sonrisas y la expresión complacida de los otrostres, que le rodeaban, mostraban la buena acogidaque se dispensaba a su repentina decisión de pa-sar con ellos unos días al término de su estanciaen Bath. El encuentro con Edmund fue muy cor-dial; y, exceptuando a Fanny, todos estaban satisfe-chos; y hasta para ella podía resultar en cierto modoventajosa su presencia, ya que todo aumento en elgrupo más bien había de favorecer su acariciadodeseo de que se le permitiera estar callada y pa-sar inadvertida. Pronto tuvo ocasión de comprobarque así era; pues si bien debía resignarse, segúnle indicaba su justo criterio y a despecho de losjuicios de tía Norris, a ser la primera dama en aque-lla ocasión y a que se la hiciera objeto de todaslas pequeñas atenciones pertinentes, se encontró,al sentarse a la mesa, con que predominaba unafeliz corriente de conversación en la que no se lerequirió que tomara parte para nada. Eran tantaslas cosas que había que contar entre hermano yhermana acerca de Bath, tantas entre los dos jóve-nes sobre caza, tanto sobre política entre Henry yel doctor Grant, y de todo y de todos entre Henryy la señora Grant, que a Fanny se le ofreció la mag-nífica perspectiva de sólo tener que escuchar ensilencio y de pasar un día muy agradable. Sin embar-go, no pudo halagar al recién llegado con la menormuestra de interés ante el proyecto de prolongarsu estancia en Mansfield y de llamar a sus monterosque le aguardaban en Norfolk, cosa que, sugeridapor el doctor Grant, recomendada por Edmund yacogida con caluroso entusiasmo por las dos her-manas, pronto se adueñó de su espíritu y parecióque deseaba que Fanny le animara también a re-

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solverse. Buscó la opinión de ésta con respecto ala probable continuación del buen tiempo, peroella se limitó a contestar con toda la brevedad eindiferencia que permitía la buena educación. Nopodía desear que se quedara, y mil veces hubierapreferido que no le hablase.

El recuerdo de sus dos primas ausentes, espe-cialmente de María, predominaba en su mente alver ahora a Henry, cuyo ánimo no aparecía altera-do, en cambio, por ningún recuerdo turbador. Aquíestaba de nuevo, en el mismo lugar donde todohabía sucedido y, a lo que parecía, tan dispuesto aquedarse y ser feliz sin las hermanas Bertram comosi no hubiese conocido un Mansfield distinto alde ahora. Fanny le oyó hablar de ellas de un modoindirecto, generalizado, hasta que fueron a reunir-se todos en el salón, donde Edmund entabló con-versación aparte con el doctor Grant sobre algúntema particular que parecía absorber por comple-to su atención, y la señora Grant se ocupó en dis-poner la mesa para el té: entonces Henry empezóa hablar más concretamente de las dos hermanas,dirigiéndose a Mary. Con sonrisa significativa, loque hizo que Fanny casi le odiara, dijo:

—De modo que Rushworth y su hermosa noviase hallan en Brighton, según tengo entendido...¡Hombre feliz!

—Sí, allí estuvieron... unos quince días, ¿verdad,Fanny? Y Julia se fue con ellos.

—Y Mr. Yates no estará lejos, supongo.—¡Mr. Yates! ¡Bah!, nada más hemos sabido de

míster Yates. No creo que se cuenten muchas co-sas suyas en la correspondencia que se recibe enMansfield Park, ¿no es así, Fanny? Me imagino que

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Julia sabe muy bien lo que le conviene y no haráperder el tiempo a su padre hablándole de Mr. Ya-tes.

—¡Pobre Rushworth, con sus cuarenta y dos par-lamentos! —prosiguió Crawford—. Nadie podrá olvi-darlos jamás. ¡Pobre muchacho! Me parece verleahora... atribulado, desesperado. Vaya, me sorpren-dería mucho que su dulce María llegara a desearalguna vez que le hiciera a ella cuarenta y dos par-lamentos —añadió, con momentánea seriedad—:ella es muy superior para un hombre como él... ex-cesivamente superior.

Después, cambiando de nuevo el tono para im-primirle un carácter de delicada galantería, y diri-giéndose a Fanny, dijo:

—Usted fue la mejor amiga de Mr. Rushworth.Su amabilidad y paciencia nunca podrán olvidarse;su infatigable paciencia al intentar que a él le fue-ra posible aprenderse su papel... en el intento dedotarle de un cerebro que la naturaleza le ha ne-gado... de combinar para él una inteligencia a basede la que a usted le sobra... Puede que él no ten-ga comprensión suficiente para apreciar su granamabilidad, pero me atrevo a afirmar que ésta fuemerecidamente estimada por todos los restanteselementos del grupo.

Fanny se ruborizó y permaneció callada.—¡Fue un sueño, un delicioso sueño! —excla-

mó Henry, reanudando el tema después de haberquedado unos momentos pensativo—. Siempre re-cordaré nuestras actividades teatrales con exquisi-to placer. ¡Era tanto el interés, el entusiasmo, lailusión que se había difundido entre todos! Todossentíamos lo mismo. Todos nos movíamos con gran

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actividad. Había trabajo, ilusión, afán, bullicio du-rante todas las horas del día... siempre había algu-na pequeña dificultad, alguna pequeña duda, al-gún pequeño problema que resolver. Jamás fui tanfeliz.

Con callada indignación, Fanny repitió para sí:«jamás fui tan feliz!... ¡Jamás tan feliz como cuandohacías lo que debieras saber que no tiene justifi-cación!... ¡Nunca tan feliz como cuando te estabascomportando tan cruel e ignominiosamente! ¡Oh,qué espíritu tan depravado!»

—Tuvimos mala suerte, miss Price —prosiguióél, bajando la voz para evitar que pudiera oírle Ed-mund, y sin sospechar en absoluto lo que ella sen-tía en aquellos momentos—, muy mala suerte, enverdad. Una semana más, sólo otra semana, nos hu-biera bastado. Creo que si hubiera estado en nues-tras manos la ordenación de los acontecimientos,si Mansfield Park hubiera poseído el gobierno delos vientos, sólo por espacio de una o dos sema-nas en torno al equinoccio, la cosa hubiera sidodiferente. No es que nosotros fuéramos a intentarque corriese algún grave riesgo durante la trave-sía, desencadenando un furioso temporal, sino quesólo hubiéramos recurrido a la persistencia de unviento contrario, o a una calma absoluta. Creo, missPrice, que también nosotros nos habríamos confor-mado con una semana de calma en el Atlántico, enesta estación.

Parecía decidido a conseguir una respuesta; yFanny, desviando el rostro, dijo con un tono másfirme del que solía emplear:

—Por lo que a mí respecta, caballero, no hubie-ra querido que su regreso se aplazara ni un solo

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día. Mi tío desaprobó todo aquello de un modotan absoluto a su llegada que, en mi opinión, lascosas se habían llevado ya demasiado lejos.

Hasta aquel momento, nunca le había contesta-do con tanta decisión a él ni tan airadamente a na-die; y cuando hubo terminado, quedó temblorosay se sonrojó ante su propio atrevimiento. Él que-dó sorprendido; pero después de observarla ensilencio por un instante, replicó empleando un tonomás reposado y grave, como obedeciendo sincera-mente a una conclusión a la que hubiera llegado,convencido por ella:

—Creo que tiene razón. Era algo más agradableque prudente. Empezábamos a alborotar demasiado.

Después, cambiando de conversación, hubieraquerido interesarla en otro tema cualquiera, peroella contestaba con tanta esquivez y desgana, quea él le fue imposible conseguir su propósito.

Miss Crawford, que había estado echando conti-nuas ojeadas al doctor Grant y a Edmund, observó:

—Esos caballeros deben de estar discutiendoalgún punto muy interesante.

—El más interesante del mundo —replicó suhermano—: el modo de hacer dinero, de convertiruna buena renta en otra mejor. El doctor Grant estádando instrucciones a Edmund para la vida queéste pronto ha de iniciar. Me enteré de que va aordenarse dentro de pocas semanas. De ello ha-blaron antes en el comedor. Me alegra saber queEdmund estará tan bien. Tendrá un bonito ingresopara criar patos y patas, y lo ganará sin gran esfuer-zo. He sabido que no bajará de setecientas librasal año. Setecientas libras anuales es algo estupen-do para un segundón; y como, naturalmente, segui-

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rá viviendo en su casa, podrá destinarlo todo parasatisfacer sus menus plaisirs; y un sermón por Pas-cua y otro por Navidad será, me imagino, la sumatotal de sus sacrificios.

Su hermana intentó bromear a despecho de sussentimientos diciendo:

—Nada me divierte tanto como la facilidad conque los hombres sitúan en la abundancia a los quetienen mucho menos que ellos. No pondrías tú carade pascuas, Henry, si tus menus plaisirs tuvieranque limitarse a setecientas libras anuales.

—Puede que no; pero tú sabes bien que todoeso es muy relativo. Los derechos de nacimiento yel hábito es lo que vale para centrar el caso. Ed-mund se ha situado indudablemente bien comosegundón, aunque lo sea de una casa baronial. Ala edad de veinticuatro o veinticinco años dispon-drá de setecientas libras anuales, sin que debahacer nada para ello.

Miss Crawford pudo haber dicho que algo ha-bría que hacer y sufrir para ello, lo cual no podíaconsiderar ella tan sencillo; pero se contuvo y lodejó pasar, procurando aparecer tranquila e indife-rente cuando los dos caballeros se unieron al gru-po poco después.

—Edmund —dijo Henry Crawford—, me propon-go venir a Mansfield para oírle predicar su primersermón. Vendré a propósito para alentar a un jo-ven principiante. ¿Para cuándo será eso? Miss Price,¿no se unirá usted conmigo para animar a su pri-mo? ¿No se compromete usted a escucharle conlos ojos puestos fijamente en él mientras dure elsermón, como yo pienso hacer, para no perder unasola de sus palabras, o a lo sumo bajando sólo un

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momento la mirada para anotar alguna frase singu-larmente bella? Iremos provistos de lápiz y cuarti-llas... ¿Cuándo será? Debe usted predicar en Mans-field, desde luego para que lady Bertram y sir Tho-mas puedan oírle.

—Procuraré librarme de usted, Crawford, en tan-to pueda —dijo Edmund—, pues lo más probablees que consiguiera usted desconcertarme, y meapenaría más que se lo propusiera usted que otrocualquiera.

«¿Es que no tendrá sensibilidad para apreciaresto? —pensó Fanny—. No, es incapaz de sentirnada de lo que debiera.»

Como ahora se hallaban todos reunidos y losprincipales conversadores se atraían mutuamente,Fanny pudo gozar de tranquilidad. Terminado elté se formó una mesa de whist (preparada en reali-dad para esparcimiento del doctor Grant por suatenta esposa, aunque se convino en no conside-rarlo así) y Mary se acogió al arpa, de modo queFanny no tuvo que hacer más que dedicarse a es-cuchar; y su tranquilidad ya no sufrió alteraciónen el resto de la velada, excepto en las ocasionesen que Mr. Crawford le hacía alguna pregunta yobservación, a las que se veía obligada a contestar.Miss Crawford estaba demasiado mortificada porlo que había ocurrido para que su humor pudieraadaptarse a otra cosa que no fuera la música. Conella se consolaba y recreaba a su amiga.

La seguridad de que Edmund iba a ordenarsetan pronto, cayó sobre ella como un golpe que es-tuvo suspendido en el aire y que hasta se tuvo porincierto y distante, y lo acusó con resquemor y mor-tificación. Estaba irritada contra él. Había creído

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que su influencia pesaba más. Había empezado apensar en él —se daba cuenta de ello— con granpreferencia, con intención casi decidida; pero aho-ra se encontraba con la frialdad de sus sentimien-tos. Era claro que él no podía estar animado deserias intenciones, ni la quería de veras, pues quese decidía por una situación a la que bien sabíaque ella no se sometería jamás. Ella aprendería aigualarle en indiferencia. En adelante admitiría susatenciones sin otro propósito que el de la diver-sión inmediata. Si él podía dominar así sus senti-mientos, no iba ella a sufrir con los propios.

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XXIV

HENRY CRAWFORD había ya resuelto a la mañana si-guiente pasar otra quincena en Mansfield; y en cuan-to hubo mandado por sus monteros y escrito unaslíneas de explicación a su almirante, diose la vuel-ta para mirar a su hermana mientras pegaba el se-llo en el sobre, y viendo que no había por allí nin-gún otro miembro de la familia, dijo, sonriendo:

—¿Y cómo te figuras que pienso divertirme,Mary, los días que no vaya de caza? Empiezo a serya demasiado viejo para salir más de tres veces porsemana; pero tengo un plan para los días interme-dios. ¿Adivinas en qué consiste?

—En pasear conmigo a pie y a caballo, segura-mente.

—No es esto exactamente, aunque me encantaráhacer ambas cosas; pero eso sería ejercicio para elcuerpo nada más, y debo cuidar de mi espíritu. Ade-más, eso sería en suma recreo y abandono, sin lasaludable aleación del trabajo, y a mí no me gusta

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comerme el pan de la holgazanería. No. Mi plan con-siste en hacer que Fanny Price se enamore de mí.

—¡Fanny Price! ¡Qué absurdo! No, no. Deberíasestar satisfecho con sus dos primas.

—No puedo estar satisfecho sin Fanny Price...sin abrir un pequeño boquete en el corazón de Fan-ny Price. Parece que no os habéis dado exacta cuen-ta del derecho que tiene a que se la admire. Ano-che, cuando entre nosotros estuvimos hablandode ella, me pareció que nadie había notado aquíde qué modo tan extraordinario ha mejorado suaspecto en el curso de las seis últimas semanas.Vosotros la veis todos los días, y por esto no osdais cuenta, pero yo te aseguro que se ha conver-tido en una criatura completamente distinta de loque era en otoño. Entonces era simplemente unamuchacha callada, modesta, aunque de aspectonada vulgar, pero ahora es francamente bonita. Yosolía pensar que no tenía figura ni un rostro atrac-tivo; pero en esa tez suave que ella posee, que tana menudo se tiñe de rubor, como sucedía ayer, haypositiva belleza; y después de haber observado susojos y su boca, no desespero de que sean capacesde mostrarse lo bastante expresivos, cuando ellatenga algo que expresar. Y además, su aire, su ma-nera, su tout ensemble... ¡ha mejorado de un modotan indescriptible! Por lo menos ha crecido dospulgadas desde octubre.

—¡Bah! ¡Bah! Esto es sólo porque no había nin-guna mujer alta con quien compararla, y porque sepuso un traje nuevo, y tú no la habías visto nuncatan bien vestida. Es exactamente la misma que enoctubre, créeme. Lo que ocurre es que no habíaen la reunión otra muchacha que pudiera atraerte,

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y tú siempre tienes que fijarte en alguna. Yo siem-pre la consideré bonita..., no cautivadoramente lin-da, pero «bastante bonita», según se dice corriente-mente...; una clase de belleza que se hace aprecia-ble a la larga. Sus ojos deberían ser más obscuros,pero es dulce su sonrisa; de todos modos, en cuan-to a ese maravilloso perfeccionamiento de su físi-co, puedes estar seguro de que todo se reduce aun modelo de traje más acertado y a que tú no te-nías a nadie más en quien fijarte; por lo tanto, sidecides cortejarla, nunca podrás convencerme deque sea en obsequio a su hermosura, ni de quetenga más base que tu frivolidad e insensatez.

Su hermano se limitó a contestar con una son-risa a esta acusación, y poco después dijo:

—No sé exactamente cómo tratar a Fanny. No lacomprendo. No puedo explicarme qué se proponíaayer. ¿Qué carácter tiene? ¿Es seria? ¿Es rara? ¿Esmojigata? ¿Por qué se apartaba y me miraba contanta severidad? Apenas pude conseguir que ha-blara. ¡En mi vida estuve tanto tiempo al lado deuna muchacha, procurando entretenerla, con tanmal resultado! ¡Nunca me había tropezado con nin-guna que me mirara de un modo tan serio! Procu-raré sacar de esto el mejor provecho. Sus miradasdecían: «No quiero enamorarme de ti, estoy resuel-ta a no enamorarme de ti», pero yo digo que seenamorará.

—¡Tonto presumido! ¡De modo que éste es suatractivo, a fin de cuentas! ¡Es esto, que veas queno te hace caso, lo que le da esa tez tan suave, yla convierte en mucho más alta, y la adorna con to-das esas gracias y encantos! He de desear que nola hagas realmente desgraciada; un «poco» de amor,

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acaso la anime y le haga algún bien; pero no qui-siera que te arrojaras a fondo, porque es una ex-celente criatura, como no las hay, y en extremosensible.

—Sólo puede durar quince días —replicó Hen-ry—, y si una quincena puede matarla, es que tie-ne una constitución que no hay nada que pudierasalvarla. No, no quiero hacerle ningún daño, ¡po-bre almita mía! Sólo quiero lograr que me mire consimpatía, que me sonría tanto como se ruboriza,que me guarde una silla a su lado dondequiera quenos encontremos y que se llene de alegría cuan-do yo la ocupe y me ponga a hablar con ella; quepiense lo mismo que yo, que se interese por todolo que poseo y por todo lo que me gusta, que tra-te de retenerme por más tiempo en Mansfield ysienta, cuando me vaya, que ya nunca más volveráa ser feliz. No deseo nada más.

—¡La moderación personificada! —exclamó Ma-ry—. Ahora ya no me cabe duda alguna. En fin, ten-drás bastantes ocasiones para aconsejarte a ti mis-mo, pues ahora nos reunimos muy a menudo.

Y sin otra amonestación, dejó a Fanny abando-nada a su destino; un destino que, de no estar elcorazón de Fanny guardado de un modo que MaryCrawford no podía sospechar, hubiese sido algomás duro de lo que merecía; pues aunque sin dudaexisten muchachas de dieciocho años tan incon-quistables (de lo contrario no se escribiría sobreellas) que resulta imposible enamorarlas contra subuen juicio aun poniendo en juego toda la presiónque el talento, el tacto, las atenciones y los hala-gos pueden ejercer, no me inclino en absoluto acreer que Fanny fuera una de ellas, o a pensar que

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con su natural propenso a la ternura, y con todoel buen gusto que formaba parte de su ser, hubie-se podido escapar con el corazón íntegro del ga-lanteo (aunque el asedio durase sólo quince días)de un hombre como Henry Crawford, no obstantetener que vencer la mala opinión previa que de éltenía, si no hubiera tenido ya su corazón deposi-tado en otra parte. Sin mengua de la gran seguri-dad que el amor por otro y el desprecio por él con-fería a la paz espiritual de Fanny, que Henry pre-tendía alterar, sus constantes atenciones (constan-tes, pero no importunas, y adecuadas cada vez mása la sensibilidad y delicadeza del carácter de ella)la obligaron muy pronto a mirarle con menos aver-sión que al principio. Ella no había olvidado el pasa-do en modo alguno, y le consideraba tan mal comosiempre; pero acusaba su influjo. Resultaba entre-tenido su trato, y sus modales habían mejoradotanto, eran tan corteses, tan severa e irreprochable-mente corteses, que era imposible no mostrarseatenta con él en correspondencia.

Muy pocos días bastaron para conseguir esto;y al término de esos días sobrevinieron unas cir-cunstancias que tendieron más bien a favorecersus propósitos de hacerse agradable a Fanny, yaque proporcionaron a ésta un grado de felicidadcomo para predisponer su ánimo a mostrarse com-placiente con todos. William, su hermano, el tier-namente querido hermano que tanto tiempo lleva-ba ausente, estaba de nuevo en Inglaterra. Teníauna carta suya, unas pocas líneas apresuradas y feli-ces, escritas cuando el buque enfilaba el Canal yenviadas a Portsmouth en el primer bote que par-tió del Antwerp, anclado en Spithead; y cuando

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Henry Crawford se presentó con el periódico enla mano, con el cual esperaba dar la primera noti-cia, la encontró temblorosa de gozo por el conte-nido de la carta, y escuchando con expresión ra-diante, llena de gratitud, la invitación amable quesu tío le estaba dictando como inmediata contes-tación.

Tan sólo el día anterior había quedado Craw-ford perfectamente enterado del caso, o había, dehecho, venido en conocimiento de que ella tuvie-ra tal hermano y que estuviera en tal barco; peroel interés que entonces se despertó en él había deser muy activo, ya que decidió, para cuando regre-sase a Londres, informarse sobre el probable re-greso del Antwerp del Mediterráneo, etc.; y la bue-na suerte que le aguardaba a la mañana siguiente,al proceder muy temprano a la lectura de la infor-mación de la Marina, parecía la recompensa a suingeniosidad, al saber hallar tales métodos parahacerse agradable a Fanny, como también a su aten-ción respetuosa con el almirante, su tío, al haberleído durante tantos años el periódico que se con-sideraba mejor informado sobre cuestiones nava-les. Resultó, no obstante, que había llegado dema-siado tarde. Todas aquellas deliciosas reaccionesdel primer momento, que él había tenido la espe-ranza de provocar, se habían dado ya. Pero su in-tención, la amabilidad de su intención, fue recono-cida y se agradeció; y muy afectuosas y expresivasfueron las muestras de gratitud, porque Fanny vioseelevada por encima de su habitual timidez a im-pulsos de su cariño por William.

El hermano entrañable llegaría pronto. No cabíadudar de que obtendría permiso enseguida, ya que

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aún no era más que guardia marina; y como suspadres, puesto que vivían en el mismo Portsmouth,ya le habrían visto y acaso le veían a diario, susinmediatas vacaciones debían con justicia, y sinvacilaciones, consagrarse a su hermana que eraquien más le había escrito en el curso de aquellossiete años, y a su tío, que había hecho el máximoen su favor y para su progreso. En efecto, su res-puesta a la contestación de Fanny, anunciando sullegada para una fecha muy próxima, se recibió enel plazo más breve; y apenas habían transcurridodiez días desde que Fanny se viera agitada conmotivo de haber sido invitada por primera vez acomer fuera de casa, cuando sintió otra excitaciónde naturaleza más elevada, vigilando desde el ves-tíbulo, desde el corredor, desde las escaleras, aten-ta al primer ruido del coche que había de traerle asu hermano.

Llegó felizmente cuando de ese modo le esta-ba ella aguardando; y al no existir ceremonia ni te-mor que pudiera retrasar el momento de encon-trarse, ella entró ya con él en la casa, y los prime-ros momentos de exquisita emoción no se vieronturbados ni tuvieron testigos, a no ser que fuéra-mos a considerar como tales a los criados, atarea-dos principalmente en abrir las puertas. Esto eraexactamente lo que sir Thomas y Edmund se ha-bían propuesto, cada uno por su lado, como se lodemostraron mutuamente al quedar de manifiestola vivacidad con que ambos aconsejaron a tía No-rris que permaneciera en donde estaba, en vez deprecipitarse al vestíbulo en cuanto el rumor de lallegada alcanzara sus oídos.

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William y Fanny no tardaron en presentarse; ysir Thomas tuvo el placer de recibir en su protegi-do a una persona muy diferente, por cierto, de laque él había equipado siete años atrás: a un jovende semblante franco, abierto y de modales natura-les, libres de afectación, pero correctos y respe-tuosos, de suerte que se honró considerándoleamigo.

Pasó algún tiempo antes de que Fanny pudierasobreponerse a la desbordante alegría de aquellahora formada por los treinta últimos minutos deespera y los otros treinta que siguieron de frui-ción; y hasta tuvo que pasar algún tiempo para quepudiera decirse que su felicidad la hacía feliz, paraque se desvaneciera la especie de desilusión in-evitable ante el cambio operado por el tiempoen el aspecto físico y pudiera ver en él al mismoWilliam de antes, y hablarle como había anheladosu corazón durante tantos años. Este momento,sin embargo, fue llegando paulatinamente, empuja-do por el cariño del muchacho, tan ferviente comoel de ella misma y mucho menos refrenado poruna sujeción a los convencionalismos sociales opor la timidez. Ella era el primer objeto de su afec-to, pero de un afecto que la vehemencia de su tem-peramento y su espíritu arrojado hacían que fuerapara él tan natural expresarlo como sentirlo. A lamañana siguiente pasearon juntos con verdaderogozo, y las mañanas sucesivas renovaron un tête-à-tête que sir Thomas no podía menos de observarcomplacido, aun antes de que Edmund se lo seña-lara.

Exceptuando los momentos de inefable delec-tación que, durante los últimos meses, le había

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proporcionado cualquiera de las marcadas o impre-vistas muestras de consideración de Edmund porella, jamás había sentido Fanny tanta felicidad comoen esas charlas libres de cortapisas y temores, deigual a igual con su hermano y amigo que le abríade par en par su corazón, exponiéndole todas susesperanzas, proyectos y afanes respecto de la bendi-ción de ese ascenso tan soñado, tan costosamentemerecido y tan justamente apreciado. No podíadarle noticias directas y minuciosas del padre, lamadre, los hermanos y hermanas, de los cuales tanpocas nuevas le llegaban, pero él se interesaba portodas las ventajas y todas las pequeñas molestiasde su permanencia en Mansfield, mostrándose deacuerdo en considerar a cada uno de los miem-bros de aquella familia según la opinión que ellaexpresaba sobre los mismos, o difiriendo a lo sumoen un juicio menos escrupuloso y una más decidi-da reacción de agravio contra tía Norris; con él, enfin, (y acaso era ésta la satisfacción más grata detodas ellas) todo lo malo y lo bueno de sus pri-meros tiempos podía desandarse otra vez, y todaslas penas y alegrías juntas rememorarse con la másdulce evocación. Ventaja ésta, fortalecedora delcariño, ante la cual hasta los lazos conyugales es-tán por debajo de los fraternales. Los hijos de unamisma familia, de la misma sangre, con los mismosprimeros hábitos y compañías, tienen en su poderciertos recursos de disfrute mutuo que ningunaunión ulterior les podrá proporcionar; y habrá deproducirse un desvío prolongado y antinatural, undivorcio que ningún ulterior enlace puede justifi-car, para que estos preciosos residuos de los afec-tos primeros queden totalmente desterrados. Con

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demasiada frecuencia, ¡ay!, sucede así. El amor fra-ternal, que lo es casi todo a veces, otras es peorque nada. Pero en William y Fanny Price era toda-vía un sentimiento en toda su plenitud y frescor,sin que se viera mermado por intereses contrapues-tos ni enfriado por otros afectos independientes,y que el tiempo y la ausencia sólo contribuían aaumentar.

Un afecto tan cariñoso tenía que encarecer aambos en la opinión de cuantos tenían corazónpara apreciar algo bueno. Henry Crawford quedótan impresionado como el que más. Apreciaba laefusiva, ruda ternura del joven marino que hacía aéste decir, mostrando con la mano tendida el pei-nado de Fanny:

—Pues sí, ya empieza a gustarme esa moda es-trafalaria, aunque al principio, cuando me dijeronque en Inglaterra se llevaban semejantes cosas, nopude creerlo; y cuando en Gibraltar, en casa delComisario, vi que se presentaban Mrs. Brown y lasotras señoras con el mismo aderezo, creí que sehabían vuelto locas; pero Fanny es capaz de hacerque me guste cualquier cosa.

Y Henry observaba, con viva admiración, el ru-bor que teñían las mejillas de Fanny, el brillo desus ojos, el profundo interés, la absorta atencióncon que escuchaba a su hermano cuando éste des-cribía alguno de los peligros inminentes o espanto-sas escenas que forzosamente se presentan duran-te un tan largo período en alta mar.

Era un cuadro que Henry Crawford tenía el sufi-ciente gusto moral para apreciar. Los encantos deFanny crecían... crecían hasta duplicarse; porque lasensibilidad que embellecía su expresión e ilumi-

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naba su rostro era ya un atractivo en sí. Él no pudoseguir dudando de la idoneidad del corazón deFanny. Tenía capacidad de sentimiento, de autén-tico sentimiento. ¡Valdría la pena ser amado poruna muchacha como aquella, excitar las primeraspasiones de su alma tierna y candorosa! El caso leinteresaba más de lo que había previsto. Una quin-cena no era suficiente. Su estancia en Mansfieldse hizo indefinida.

William era a menudo requerido por su tío paraque contara sus cosas. Sus relatos eran en sí ame-nos para sir Thomas, pero lo que éste principalmen-te buscaba al hacerle hablar era entender al narra-dor, conocer al joven muchacho por sus historias;y escuchaba sus claros, simples y arrebatados con-ceptos con plena satisfacción, al ver en ellos la prue-ba de unos buenos principios, conocimiento pro-fesional, energía, valor, jovialidad... todo, en fin, cuan-to merecía o prometía unos felices resultados. Aunsiendo tan joven, William había visto mucho ya. Ha-bía estado en el Mediterráneo, en las Antillas, enel Mediterráneo otra vez... Había bajado a tierracon frecuencia por concesión del capitán, y en elcurso de siete años había conocido toda la varie-dad de peligros que el mar y la guerra juntos pue-den ofrecer. Con tales méritos en su haber teníaderecho a que se le escuchara; y aunque tía No-rris tuviera a bien ajetrearse por la habitación ymolestar a todo el mundo preguntando por doshebras de hilo o por un botón de camisa usado,en medio del relato de su sobrino sobre un nau-fragio o una batalla, todos los demás escuchabanatentos; y ni siquiera lady Bertram podía oír tales

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horrores, sin conmoverse o sin levantar de vez encuando los ojos de su labor para decir:

—¡Dios mío! ¡Qué desagradable! ¡No entiendocómo hay quien sea capaz de embarcarse!

En Henry Crawford suscitaban toda clase de sen-timientos. Suspiraba por haber surcado los mares,y haber hecho, visto y padecido lo mismo. Tenía elcorazón ardiente, la imaginación exaltada y sentíaun gran respeto por aquel muchacho que, antesde los veinte, había pasado por tantas penalidadesfísicas y dado tales pruebas de valor. La gloria delheroísmo, de la utilidad, del esfuerzo, del sufri-miento, hacía que sus hábitos de abandono egoís-ta apareciesen en vergonzoso contraste; y hubieradeseado ser un William Price, distinguiéndose ylabrando su fortuna y personalidad de una mane-ra tan digna y con el mismo feliz entusiasmo queaquel muchacho, en vez de lo que era.

El deseo tenía más de impaciencia que de cons-tancia. Le despertó de sus sueños sobre oportuni-dades pasadas y del pesar que le producía el nohaberlas aprovechado, alguna pregunta de Edmundrelativa a sus planes de caza para el día siguiente;y encontró que era también buena cosa ser ya hom-bre de fortuna, con caballos y palafreneros a sudisposición. En un aspecto era todavía mejor, puesle proporcionaba el medio de brindar una atencióndonde quería que alguien se sintiera obligado. Consu viveza, valor y curiosidad por todo, William ex-presó su afición a la caza; y Crawford pudo ofre-cerle cabalgadura sin el menor inconveniente porsu parte, teniendo que salvar únicamente algunosreparos de sir Thomas, quien conocía mejor quesu sobrino el valor de semejante préstamo, y que

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disipar algunos temores de Fanny. Ésta temía porWilliam, en modo alguno convencida de que estu-viese preparado para gobernar a un brioso caballode los destinados a la caza del zorro en Inglate-rra, a pesar de cuanto él le pudiera contar de sumaestría adquirida en varios países en lo tocantea equitación, de las incursiones a caballo en quehabía tomado parte ascendiendo por escarpadosterrenos, de los caballos y mulos cerriles que ha-bía llegado a montar, o de las muchas veces quese había zafado de una tremenda caída poco me-nos que inevitable... Hasta que volvió sano y salvo,sin accidente ni descrédito, no pudo ella desecharsus temores ni sentir nada del agradecimiento queMr. Crawford había plenamente confiado suscitarbrindando su caballo. No obstante, cuando quedódemostrado que con ello William no había sufridoningún daño, pudo Fanny admitir que aquello ha-bía sido una fineza, e incluso recompensar al pro-pietario con una sonrisa cuando le fue devuelto elanimal, y acto seguido con la mayor cordialidad yde un modo que no admitía resistencia, Henry lopuso de nuevo a la entera disposición del mucha-cho mientras permaneciera en Northamp tonshire.

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DURANTE este período la frecuentación de las dosfamilias llegó casi a restablecerse por completo,aproximándose más a lo que había sido en el últi-mo otoño, de lo que cualquier miembro del anti-guo círculo íntimo había considerado probable. Elregreso de Henry Crawford y la llegada de WilliamPrice tuvieron mucha parte en ello, pero mucho sedebió también a la más que tolerancia de sir Tho-mas respecto de las sociables tentativas de la rec-toría. Su ánimo, libre ahora de los cuidados que leabrumaron al principio, tuvo ocasión de apreciarque los Grant y sus jóvenes huéspedes eran real-mente personas dignas de ser frecuentadas; y aun-que estaba muy por encima de lo que pudieran serplanes o maquinaciones con vistas al más ventajo-so compromiso matrimonial que pudiera preverse,según las posibilidades aparentes, de uno de losseres que él más quería, y, además, desdeñaba laingenuidad de considerarse sagaz en estas cues-tiones, no pudo menos de notar, en líneas genera-

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les e imprecisas, que Mr. Crawford distinguía untanto a su sobrina, ni acaso evitar (aunque incons-cientemente) la tendencia a dar un mayor asenti-miento a las invitaciones, por tal motivo.

Sin embargo, su pronta conformidad en asistira una comida en la rectoría cuando, al fin, decidie-ron aventurar la invitación general después de mu-cho debate y muchas dudas sobre si valdría la pena,«porque... ¡sir Thomas parecía tan mal predispuestoy lady Bertram era tan indolente!», se debió tansólo a su buena educación y a su buena voluntad,sin que Mr. Crawford tuviera nada que ver en ello,como no fuera en el sentido de que era uno másen el seno de un grupo agradable; ya que precisa-mente fue en el curso de esta visita cuando em-pezó a pensar que cualquiera de esas personas ha-bituadas a tal clase de fútiles observaciones hu-biera pensado que Henry Crawford era el admira-dor de Fanny Price.

En general se tuvo por agradable la reunión,compuesta, respectivamente de los que gustan dehablar y los que, en proporción acertada, gustande escuchar; y la comida en sí se caracterizó porel buen gusto y la abundancia, de acuerdo con elestilo propio de los Grant y también, en mucho,de acuerdo con los hábitos peculiares a todos, demodo que, lógicamente, no hubo motivo para quenadie se impresionara, excepto tía Norris, incapazde soportar pacientemente en ningún momento elespectáculo de la enorme mesa ni de las numero-sas fuentes colocadas encima, y que de continuose propuso acusar alguna molestia a causa del pasode los sirvientes por detrás de su silla, así comorenovar su manifiesta convicción de que, entre tan-

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tas fuentes, era imposible que más de una no es-tuviera fría.

En la velada se encontraron, según lo previstopor la señora Grant y su hermana, con que, una vezcubierta la mesa de whist, y lady Bertram no tardóen hallarse en la mesa de whist, quedaban bastan-tes elementos para un juego a la redonda; y comotodos se mostraron tan dispuestos a complacer alos demás como desprovistos de una especial pre-dilección por un juego determinado, como siem-pre ocurre en tales casos, se brindaron para la mesa«speculation» casi tan prestamente como para lade whist; y lady Bertram no tardó en hallarse en lacrítica situación de tener que elegir entre los dosjuegos, al ser consultada si prefería la mesa dewhist, o la otra. Dudaba. Por fortuna, tenía a manoa sir Thomas.

—¿Qué me aconsejas, Thomas, whist o «specula-tion»?... ¿qué puede resultarme más divertido?

Sir Thomas, después de reflexionar un momen-to, recomendó «speculation». Él era jugador de whist,y acaso presintió que no se divertiría mucho te-niéndola a ella de pareja.

—Muy bien —contestó ella, complacida—; en-tonces «speculation», por favor, señora Grant. Nolo conozco en absoluto, pero Fanny me enseñará.

Aquí terció Fanny, sin embargo, con sus vehe-mentes protestas alegando que lo ignoraba igual-mente, que nunca en la vida lo había jugado ni vis-to jugar; y lady Bertram volvió a sentirse indecisapor un momento, pero al asegurarle todos que nadahabía tan fácil, que era el más sencillo juego debaraja, y al adelantarse Henry Crawford para rogar-le con la mayor formalidad que le permitiera

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sentarse entre ella y miss Price para enseñar a lasdos, quedó así acordado; y sir Thomas, tía Norris,el doctor Grant y su esposa se sentaron a la mesade superior categoría y dignidad intelectual, mien-tras los otros seis, bajo la dirección de miss Craw-ford, se repartían en torno a la otra. Fue una mag-nífica combinación para Henry Crawford, que sehallaba junto a Fanny y ocupadísimo en manejarlas cartas de dos jugadores, además de las pro-pias; pues aunque Fanny dominaba ya a los tres mi-nutos las reglas del juego, él tuvo que seguir ins-pirándole las jugadas, incitando su astucia yendureciendo su corazón, lo cual, especialmenteteniendo a William por contrario, era labor que ofre-cía alguna dificultad; y en cuanto a lady Bertram,tuvo que seguir encargándose de su suerte y pres-tigio durante toda la velada, pues si al iniciarse eljuego la rapidez de Henry le ahorraba a la damahasta el trabajo de mirar sus cartas, tuvo que guiar-la en todo cuanto debía hacer con ellas hasta queterminó.

Él estaba de excelente humor, todo lo hacía confeliz desenvoltura, mostrándose superlativo en todasuerte de ocurrencias oportunas, rápidos recur-sos y atrevidas alusiones que pudieran hacer ho-nor al juego; y la mesa redonda ofrecía, en conjun-to, un contraste muy animado al lado de la rígidasobriedad y el ordenado silencio de la otra.

En dos ocasiones se había interesado sir Tho-mas por la diversión y los éxitos de su esposa, peroen vano; no había pausa lo bastante larga para eltiempo que su proceder mesurado requería; y muypoco pudo saberse de lo que le ocurría a la dama,hasta que la señora Grant, al finalizar el primer des-

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empate, tuvo ocasión de acercarse a ella y hacerleun cumplido.

—Espero que le agradará a usted el juego.—Oh, sí, querida. Muy entretenido, por cierto.

Un juego muy curioso. No entiendo nada de lo queocurre. Nunca llego a ver mis cartas; y Mr. Crawfordhace todo lo demás.

—Bertram —dijo Henry, un momento después,aprovechando cierta languidez en el desarrollo dela partida—, aún no le he contado lo que me suce-dió ayer al volver a casa.

Habían ido los dos de caza y, a la mitad de unabuena batida, a cierta distancia de Mansfield, des-cubrió Henry que su caballo había perdido una he-rradura, lo cual le obligó a abandonar el terreno yefectuar el regreso lo mejor que pudiera.

—Le conté que había perdido el camino cuan-do hube dejado atrás aquella antigua granja de lostejos, porque soy acérrimo enemigo de preguntar;pero no le he contado a usted que con mi habitualbuena suerte, pues nunca me equivoco sin salirganando, me encontré en buena hora en el mismí-simo lugar que tenía gran curiosidad de conocer.De pronto, al doblar el recodo de un suave decli-ve, me encontré en medio de una pequeña aldeasolitaria entre colinas de escasa elevación, anteun riachuelo que vadear, una iglesia levantada so-bre una especie de loma a mi derecha (iglesia queme pareció sorprendentemente grande y hermosapara el lugar) y sin una mansión señorial o medioseñorial por ninguna parte, excepto una (segura-mente la rectoría) a tiro de piedra de las citadasloma e iglesia. En una palabra, me encontré en Thorn-ton Lacey.

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—Parece algo así —dijo Edmund—; pero ¿quécamino siguió usted después de pasar por la gran-ja de Sewell?

—Yo no contesto esas preguntas insidiosas einoportunas; mas, a pesar de todas las preguntasque pudiera hacerme durante una hora, jamás po-dría demostrarme que aquello no era Thornton La-cey... porque lo era, con toda seguridad.

—¿Lo preguntó, entonces?—No, yo nunca pregunto, sino que le dije a un

hombre que estaba enderezando un seto que aque-llo era Thornton Lacey, y él estuvo de acuerdo.

—Tiene usted una buena memoria. Yo no re-cordaba haberle contado nunca ni la mitad de co-sas sobre el lugar.

Thornton Lacey era el nombre de la aldea don-de Edmund tendría en breve su beneficio eclesiás-tico como muy bien sabía miss Crawford; y el in-terés de ésta por una sota que tenía William cre-ció en el acto.

—Bien —prosiguió Edmund—, ¿y qué efecto leprodujo aquello? ¿Le gustó?

—Muchísimo. Es usted un hombre afortunado.Allí habrá trabajo para seis veranos al menos, antesde que la residencia sea habitable.

—No, no; no está tan mal como eso. Habrá quetrasladar el patio de la granja, no lo niego, pero noveo que haga falta nada más. La casa no es mala, enmodo alguno, y cuando haya desaparecido el pa-tio, tendrá accesos muy tolerables.

—Hay que hacer desaparecer por completo elcorral y planearlo de modo que quede fuera la tien-da del herrero. La casa tiene que cambiarse, demodo que se oriente al Este en vez del Norte...,

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quiero decir que la entrada y las principales habi-taciones deben estar en aquel lado, donde la vistaes realmente deliciosa; estoy seguro de que sepuede hacer. Y allí deberá estar el acceso, cruzan-do lo que ahora es jardín. Tiene usted que hacerun jardín nuevo en lo que ahora es parte traserade la casa, lo que le dará el mejor aspecto del mun-do con su declive hacia el sudeste. El terreno pa-rece hecho a propósito para plantarlo. Anduve acaballo unas cincuenta yardas sendero arriba, en-tre la iglesia y la casa, para observar en torno, yaprecié que reunía todas las condiciones. Nadamás fácil. Las praderas que existen más allá de loque será el jardín, así como lo que ahora lo es, quese extienden desde la callejuela donde yo estabahacia el nordeste, eso es, hasta la carretera princi-pal que atraviesa el pueblo, deben juntarse todas,desde luego; son muy bonitas esas praderas, pri-morosamente salpicadas de árboles. Supongo quepertenecen al beneficio eclesiástico; si no, debeusted comprarlas. Después, el riachuelo... Algo ha-brá que hacer con el riachuelo, pero no acabo dedecidir el qué. Tengo dos o tres ideas.

—También yo tengo dos o tres ideas —replicóEdmund—, y una de ellas es que muy poca cosade su plan para Thornton Lacey se pondrá jamásen práctica. Debo conformarme con bastante me-nos aparato y embellecimiento. Me parece que lacasa y posesiones pueden hacerse acogedoras yadquirir el aspecto de la residencia de un señorprescindiendo de todo gasto oneroso; esto ten-drá que bastarme y, espero, bastará a cuantos seinteresan por mí.

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Miss Crawford, algo recelosa y resentida porcierto tono de voz y cierta mirada a hurtadillasque subrayó la última esperanza por él expresada,puso precipitado término a sus tratos con WilliamPrice; y asegurándose la sota a un precio exorbi-tante, exclamó:

—¡Ea, voy a envidar el resto como una mujer va-liente! La fría prudencia no se ha hecho para mí. Yono he nacido para estar quieta sin hacer nada. Sipierdo la partida, no será porque no haya luchadopor hacerla mía.

Suya fue la partida, aunque no le pagó lo quehabía entregado para asegurársela. Siguió otra mano,y Crawford empezó de nuevo con el tema de Thorn-ton Lacey.

—Es posible que mi plan no sea el más acerta-do; no he tenido muchos minutos para formarlo.Pero usted debe hacer bastante allí. El sitio lo me-rece, y no quedará usted satisfecho si deja porhacer mucho de lo que se puede... Excúseme: se-ñora, no puede usted mirar sus cartas; así, déjelasechadas delante de usted... Pues sí, el sitio lo me-rece, Bertram. Habla usted de darle el aspecto deuna residencia señorial. Esto se conseguirá qui-tando el corral; pues, aparte tan horrible obstácu-lo, jamás vi una casa de ese tipo que tuviera en síun aire tan señorial, que tanto diera la impresiónde algo superior a una simple rectoría... muy porencima del presupuesto de unos centenares delibras al año. No es una amontonada colección dehabitaciones pequeñas y sencillas, con tantos teja-dos como ventanas; no está recluida en la compac-ta estrechez de esas granjas cuadradas; es una casasólida, espaciosa, con aspecto de gran mansión,

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que suscita en uno la suposición de que una ran-cia familia campesina ha vivido allí de generaciónen generación, a lo largo de un par de centuriaspor lo menos, y que el tren de vida que ahora selleva allí no baja de dos a tres mil libras anuales.

Mary Crawford escuchaba y Edmund se mostróde acuerdo con esto.

—Por lo tanto, un aspecto de residencia seño-rial no hay duda de que podrá dárselo usted, contal de que haga algo. Pero se presta a mucho más...Déjame ver, Mary: lady Bertram ofrece doce poresa reina; no, no, una docena es más de lo que vale.Lady Bertram no quería ofrecer una docena. Nohay más oferta. Sigan, sigan... Con algunas refor-mas parecidas a las que le he sugerido (yo no lepido precisamente que se base usted en mi plan,aunque, dicho sea de paso, dudo que nadie pue-da concebir otro mejor) le conferiría usted un carác-ter más arrogante. Podría elevarla a la categoría deauténtica mansión señorial. De ser simplemente laresidencia de un caballero puede convertirse, me-diante unas juiciosas reformas, en la residencia deun hombre ilustrado, de gusto, costumbres moder-nas y bien emparentado. Todo eso se le puede im-primir, adquiriendo la casa un sello tal que su due-ño sea considerado el mayor terrateniente de laparroquia por cualquier criatura humana que acier-te a pasar por el camino, especialmente teniendoen cuenta que no hay allí otra casa importante quepueda disputarle el puesto; circunstancia ésta, di-cho sea entre nosotros, que encarece el valor detales condiciones, en cuanto a privilegio e inde-pendencia, por encima de todo cálculo... Usted pien-sa como yo, sin duda —añadió, con voz más suave,

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dirigiéndose a Fanny—. ¿Estuvo usted alguna vezen el lugar?

Fanny contestó con una rápida negativa, y tratóde ocultar su interés por la cuestión concentran-do ávidamente su atención en las proposicionesde su hermano, que estaba regateando de lo lindopara embaucarla lo más posible; pero Crawford in-tervino así:

—No, no; no debe usted desprenderse de lareina. La ha comprado demasiado cara, y su herma-no no le ofrece ni la mitad de su valor. No, no, se-ñor; fuera manos, fuera manos. Su hermana no cedela reina. Está completamente resuelta. La partidaserá suya —volviéndose de nuevo a Fanny—, es in-dudable que será suya.

—Y Fanny preferiría que la ganase William —dijoEdmund, sonriendo al mirarla—. ¡Pobre Fanny! No lepermiten que se deje engañar, como ella quisiera.

—Mr. Bertram —dijo Mary, unos minutos des-pués—, usted sabe que Henry es un proyectistatan capacitado, que no le será posible remover nadaen Thornton Lacey sin aceptar su ayuda. ¡Piensetan sólo en lo útil que fue en Sotherton! Bástelerecordar las grandes cosas que allí se hicieron gra-cias a aquella visita en que todos le acompañamos,un cálido día de agosto, para recorrer los terrenosy ver cómo se alumbraba su genio. Allí fuimos, nosvolvimos a casa... ¡y no es para decir lo que allí sehizo!

Los ojos de Fanny se habían vuelto hacia Craw-ford por un instante, con expresión más que gra-ve, hasta de reproche; pero al tropezar con su mira-da, los retiró al instante. Con cierta intención, agitóél la cabeza mirando a su hermana y replicó, riendo:

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—No puedo decir que se hiciera gran cosa enSotherton; pero el día fue caluroso, y todos nosdedicamos a pasear, unos en pos de otros, des-orientados —tan pronto como pudo ampararse enel murmullo general, añadió en voz baja, hablandotan sólo a Fanny—: Sentiría que mis facultades deproyectista se juzgaran por lo de aquel día enSotherton. Ahora veo las cosas de un modo muydistinto. No piense usted en mí según lo que po-día parecer entonces.

Sotherton era palabra para atraer la atención detía Norris, y como precisamente disfrutaba en aquelinstante de la pausa feliz que le brindó el haberasegurado una baza entre sir Thomas, que llevabael juego, y ella, contra los difíciles contrincantesque eran el doctor Grant y su esposa, exclamó demuy buen humor:

—¡Sotherton! Vaya, aquello sí que es una fincapreciosa, y pasamos allí un magnífico día. William,la verdad es que no tienes buena suerte; pero lapróxima vez que vengas espero que mis queridosMr. y Mrs Rushworth estarán en su casa, y con se-guridad puedo responder que te recibirán los doscon gran simpatía. Tus primos no son de los queolvidan a sus parientes, y Mr. Rushworth es un hom-bre en extremo amable. Ahora se encuentran enBrighton, ¿sabes?, en una de las mejores casas deallí, como se lo permite la estupenda fortuna deMr. Rushworth. No sé exactamente la distancia quepuede haber, pero cuando regreses a Portsmouth,si no está muy lejos, deberías llegarte y presentar-les tus respetos; y yo podría, por tu mediación, en-viar un paquetito que deseo hacer llegar a tus pri-mas.

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—Sería para mí un gran placer, tía, pero Brightonestá casi por Beachey Head; y aunque tuviera po-sibilidad de ir tan lejos, no podría aspirar a vermebien acogido en un sitio tan elegante como aquel...yo, que no soy más que un pobre y estropajosoguardiamarina.

Tía Norris empezaba a asegurarle con vehemen-cia que podía contar con que se le recibiría conmucho agrado, cuando fue interrumpida por sir Tho-mas, que dijo con autoridad:

—No voy a aconsejarte que vayas a Brighton, Wi-lliam, pues confío que pronto tendréis otras opor-tunidades más convenientes para encontraros; peromis hijas tendrían mucho placer en ver a sus pri-mos en cualquier parte, y a Mr. Rushworth lo en-contrarás dispuesto a considerar a todos losparientes de nuestra parte como a los de la suyapropia.

—Preferiría encontrarlo de secretario particu-lar del Primer Lord, antes que nada —fue lo únicoque respondió William, en voz baja, sin intenciónde que le oyeran, y el tema quedó agotado.

Hasta entonces sir Thomas no había observadonada de particular en la conducta de Henry; peroal deshacerse la mesa de whist, una vez terminadoel segundo desempate, y dejar que el doctor Granty tía Norris discutieran su última jugada, se con-virtió en un mirón del otro grupo y notó que susobrina era objeto de atenciones, o más bien de-claraciones, de carácter bastante significativo.

Henry Crawford estaba en el primer arrebatode otro proyecto sobre Thornton Lacey y, comono lograse captar la atención de Edmund, lo deta-llaba a su hermosa vecina con expresión de gran

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formalidad. Su proyecto consistía en alquilar él lacasa para el próximo invierno, a fin de poder con-tar con un hogar propio en aquella vecindad; y noera únicamente para disponer de él durante la tem-porada de caza (como entonces le estaba diciendoa Fanny), aunque este aspecto pesaba también, cier-tamente, considerando que, a despecho de la granamabilidad del doctor Grant, era imposible insta-larse él y sus caballos donde ahora estaban sin es-torbar materialmente; pero su afición a aquellosalrededores no se fundaba en una diversión o unaestación del año; él había puesto su ilusión en con-tar allí con algo adonde poder acudir en todo tiem-po, un pequeño refugio a su disposición dondepasar todas las fiestas del año y poder continuar,mejorar y perfeccionar aquella íntima amistad conla familia de Mansfield Park que para él tenía cadadía más valor. Sir Thomas le oía sin ofenderse. Nohabía falta de respeto en las palabras del joven; yFanny las acogía de un modo tan digno y modes-to, tan sereno y poco incitante, que no encontrónada censurable en ella. Poco decía Fanny, asin-tiendo sólo de vez en cuando, y sin traslucir incli-nación alguna a tomar para sí la menor parte delcumplido, ni fomentar los entusiasmos del galánpor Northamptonshire. Al notar quién le observa-ba, Henry Crawford se dirigió a sir Thomas sin aban-donar el tema, empleando un tono más corriente,pero todavía con sentimiento:

—Deseo ser vecino de usted, sir Thomas, comoacaso me haya oído decir a Fanny. ¿Puedo contarcon su aquiescencia, y con que no influenciará asu hijo en contra de un tal inquilino?

Sir Thomas, inclinándose cortésmente, replicó:

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—Es el único modo en que no podría desearse estableciera usted como vecino permanente;pero espero y creo que Edmund ocupará su pro-pia casa en Thornton Lacey. ¿Digo demasiado, Ed-mund?

Edmund, al ser requerido, tuvo que enterarseprimero de qué se trataba; pero, una vez compren-dida la pregunta, contestó sin vacilar:

—Ciertamente, no tengo otra intención que lade residir allí. Pero aunque le rechace como inqui-lino, Crawford, venga usted como amigo. Conside-re la casa como medio suya todos los inviernos, yañadiremos las cuadras a su plan de mejoras, asícomo todas las mejoras que puedan ocurrírsele austed durante la primavera.

—Nosotros seremos los perjudicados —reanu-dó sir Thomas—. Al dejarnos Edmund, aunque sólosea para establecerse a ocho millas de aquí, seproducirá una poco grata reducción de nuestro cír-culo familiar; pero mucho más profundamente memortificaría si cualquiera de mis hijos pudiera con-tentarse haciendo menos. Es perfectamente natu-ral que usted no haya meditado mucho sobre elcaso, Mr. Crawford. Pero una parroquia tiene nece-sidades y exigencias que sólo puede conocer unclérigo que resida permanentemente en ella, y queningún substituto puede satisfacer en la mismamedida. Edmund podría, como se dice vulgarmen-te, hacer el trabajo de Thornton... esto es, podríaleer las plegarias y predicar, sin abandonar Mans-field Park; podría llegarse todos los domingos acaballo a una casa nominalmente habitada, y cum-plir con el servicio divino; podría ser el párroco deThornton Lacey cada séptimo día, por tres o cua-

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tro horas, si quisiera. Pero no, esto no le bastará.Sabe que la humanidad necesita más lecciones delas que puede contener un sermón semanal; y quesi no viviera entre sus feligreses y no demostraraser, con su constante interés, su bienhechor y ami-go, haría tan poco para el bien de ellos como parasu propio bien.

Mr. Crawford se inclinó, reconociendo las ra-zones de su interlocutor.

—Nuevamente repito —añadió sir Thomas—que Thornton Lacey es la única casa de la vecin-dad en la que no me agradaría tener a Mr. Craw-ford como ocupante.

Mr. Crawford se inclinó, para agradecer.—Es indudable —dijo Edmund— que mi padre

entiende las obligaciones de un párroco. Hemosde esperar que su hijo demuestre que las conocetambién.

Cualquiera fuese el efecto que la pequeña aren-ga de sir Thomas produjera realmente en HenryCrawford, lo cierto es que provocó cierta sensa-ción de angustia en otras dos personas, dos de susoyentes más atentas: Mary y Fanny. Una de ellas,como nunca había dado en pensar que ThorntonLacey iba a ser tan pronto y tan por completo laresidencia de Edmund, estaba considerando, bajala mirada, lo que representaría no verle todos losdías; y la otra, arrancada del grato mundo de fanta-sía a que se había abandonado unos momentos an-tes cediendo al poder descriptivo de su hermano,y no pudiendo ya, de acuerdo con el cuadro quese había formado de un Thornton futuro, excluirla iglesia, anular al clérigo y ver sólo la respetable,elegante modernizada y probable residencia de

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un hombre de fortuna independiente, iba conside-rando a sir Thomas, con decidida animadversión,como el destructor de todo aquello, y sufría aúnmás por la tolerancia que la condición y los moda-les del barón imponían, y por no atreverse a bus-car alivio en un solo intento, siquiera, de ridiculi-zar su causa.

Todo lo agradable de su juego especulativo es-taba listo por aquel día. Era llegado el momentode abandonar las cartas si habían de prevalecer lossermones; y se alegró de que fuera necesario po-ner punto final y de poder renovar su ánimo conun cambio de lugar y de vecino.

Los presentes se hallaban ahora, en su mayoría,reunidos irregularmente en torno al fuego, esperan-do el momento de dar la velada por definitivamenteterminada. William y Fanny eran los más separadosdel grupo. Se habían sentado los dos a la otra mesade juego abandonada, y allí estuvieron hablandomuy a gusto, sin pensar en los demás, hasta quealguien de los demás empezó a pensar en ellos.Henry Crawford fue el primero en orientar su sillaen aquella dirección, y permaneció observándolesen silencio por espacio de unos minutos, mientrasél, a su vez, era observado por sir Thomas, que es-taba charlando, de pie, con el doctor Grant.

—Esta noche se celebra la reunión —decía Wi-lliam—. De hallarme en Portsmouth, acaso hubieraasistido.

—Pero tú no desearías hallarte en Portsmouth,¿verdad, William?

—No, Fanny; te aseguro que no. Bastante mehartaré de Portsmouth y de bailar también, cuandono te tenga a mi lado. Y no sé qué podría buscar

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de nuevo en la fiesta, pues no encontraría pareja.Las jovencitas de Portsmouth arrugan la nariz antecualquiera que no tenga un empleo. Un guardiama-rina es como si no fuera nada. Y uno no es nada,desde luego. ¿Recuerdas a las Gregory? Se han con-vertido en unas chicas asombrosamente guapas,pero apenas se dignan dirigirme la palabra, porquea Luzy la corteja un teniente.

—¡Oh, qué vergonzoso, qué vergonzoso! Perono te preocupes por ello, William —y mientras estodecía, sus mejillas aparecían rojas de indignación—.No vale la pena tomarlo en consideración. No hayofensa directa para ti, eso no es más que lo expe-rimentado por todos los grandes almirantes en sutiempo, más o menos. Debes considerarlo así, hasde procurar acostumbrarte a ello como una másde las penalidades que todos los marinos debenafrontar como el mal tiempo y la vida dura, perocon la ventaja de que esto tendrá un fin, de quellegará el día en que no tendrás que soportar nadaparecido. Cuando seas teniente. Piensa sólo, Wi-lliam, en cuando seas teniente. ¡Qué poco te im-portarán esas tonterías!

—Empiezo a pensar que nunca llegaré a tenien-te, Fanny. Todos lo consiguen menos yo.

—¡Oh, querido William, no digas eso! No debesdesanimarte así. Nuestro tío no dice nada, peroestoy segura de que hará cuanto pueda para quealcances la graduación. Sabe, tanto como tú, la im-portancia que tiene.

Se interrumpió al descubrir a su tío mucho máscerca de lo que sospechaba, y ambos considera-ron necesario ponerse a hablar de otra cosa.

—¿Te gusta bailar, Fanny?

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—Sí, mucho; sólo que pronto me canso.—Me gustaría ir a un baile contigo y verte bai-

lar. ¿No hay nunca bailes en Northampton? Me gus-taría verte bailar... y bailar contigo, si tú quisieras,porque aquí nadie sabría quien soy, y me gustaríaser tu pareja una vez más. A menudo solíamos darunas vueltas juntos, ¿te acuerdas?, cuando en lacalle tocaba el organillo. Yo bailo bastante bien ami modo, pero aseguraría que tú lo haces mejor —yvolviéndose a su tío, que estaba ahora junto aellos—. ¿No es cierto, tío, que Fanny baila muy bien?

Fanny, consternada por tan inaudita pregunta,no sabía adónde mirar ni cómo prepararse para larespuesta. Era de esperar que algún reproche muygrave, o al menos la más fría expresión de indife-rencia, pondría en aprieto a su hermano y la deja-ría a ella totalmente anonadada. Mas, por el con-trario, en la contestación no hubo nada peor queesto:

—Siento hallarme en el caso de no poder con-testar la pregunta. Nunca he visto bailar a Fannydesde que era niña, pero confío en que los dosopinaremos que se luce como una verdadera damade salón cuando la veamos, y tal vez tengamos opor-tunidad de apreciarlo dentro de poco.

—Yo he tenido el placer de ver bailar a su her-mana, Mr. Price —dijo Henry Crawford, adelantán-dose—, y me comprometo a contestar cuantas pre-guntas quiera usted hacer sobre el particular. Perocreo —añadió, viendo a Fanny turbada—, que de-berá ser en otra ocasión. Está presente una perso-na a la que no gusta que se hable de miss Price.

Era bien cierto que había visto bailar a Fanny unavez, e igualmente cierto era que hubiese querido

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atestiguar ahora que ella se deslizaba con serena,grácil elegancia y un ritmo admirable; pero en reali-dad no podía recordar, por su vida, el papel que Fan-ny había hecho en el baile, y si habló fue más porquedaba por descontado que ella estuvo presente, queporque recordaba nada referente a ella.

Pasó, sin embargo, como un admirador de sumodo de bailar; y sir Thomas, en modo alguno eno-jado, prolongó la conversación sobre el baile engeneral, y tanto se distrajo describiendo los bai-les de la Antigua y escuchando lo que su sobrinopodía contar de los diferentes estilos de danzaque había observado por esos mundos, que cuan-do anunciaron su coche ni siquiera lo oyó, y hastaque tía Norris armó el consiguiente alboroto notuvo conocimiento de ello.

—Vamos, Fanny, ¿qué significa esto? Nos vamosya. ¿No ves que se marcha tu tía? ¡Pronto, pronto!No puedo sufrir esto de tener aguardando al vie-jo Wilcox. Tendrías que acordarte siempre del co-chero y de los caballos. Mi querido Thomas, había-mos dispuesto que el coche regresaría por ti, Ed-mund y William.

Sir Thomas no pudo disentir, por cuanto él mis-mo lo había dispuesto y comunicado previamentea su esposa y a su hermana; pero esto parecía haberloolvidado tía Norris, que quería hacerse la ilusiónde que era ella quien lo había dispuesto todo.

Para Fanny, la última impresión de la velada fuede contrariedad, porque el chal que Edmund sedisponía a tomar sin prisa de manos del criado paracolocarlo sobre sus hombros, le fue arrebatado porla mano más rápida de Henry, y ella se vio obligadaa agradecer a éste su más destacada atención.

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El chal fue puesto alrededor de sus hombrospor las rápidas manos de míster Crawford.

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XXVI

EL DESEO de William de ver bailar a su hermana pro-dujo en su tío una impresión más que momentá-nea. Al expresar sir Thomas la esperanza de queacaso se presentara una oportunidad, no lo hizopara no acordarse más de ello. Por el contrario, que-ría complacer a quien fuese que pudiera desearver bailar a Fanny, y dar gusto a la gente joven engeneral; y habiendo meditado el asunto y tomadosu resolución tranquilamente, con toda libertad,dio a conocer el resultado a la mañana siguiente,durante el desayuno, cuando, después de recor-dar y alabar lo que su sobrino había dicho, añadió:

—No quisiera, William, que abandonaras North-amptonshire sin esta satisfacción. Para mí sería unplacer veros bailar a los dos. Hablaste de los bai-les que puedan darse en Northampton. Tus primashabían asistido a ellos alguna vez. Pero ahora, porrazones diversas, no son lo que nos conviene. Se-ría excesivamente fatigoso para tu tía. Creo que

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no debemos pensar en un baile en Northampton.Organizar uno en casa sería más aconsejable; y si...

—¡Ah, querido Thomas! —le atajó tía Norris—.Ya sé lo que piensas. Ya sé lo que ibas a decir. Sinuestra querida Julia estuviera en casa, o nuestraqueridísima María en Sotherton, de modo que exis-tiera una razón, un motivo para una cosa así, te sen-tirías tentado a dar un baile en Mansfield para lagente joven. Sé que lo harías. Si ellas estuvieran encasa para adornar la fiesta, habría aquí baile estasmismas Navidades. Dale las gracias a tu tío, Wi-lliam; dale las gracias.

—Mis hijas —replicó sir Thomas, terciando gra-vemente— tienen sus diversiones en Brighton y,así lo espero, son muy felices; pero el baile quepienso dar en Mansfield será para sus primos. Depoder hallarnos todos reunidos, es indudable quesería más completa nuestra satisfacción, pero laausencia de unos no debe privar de distracción alos demás.

Tía Norris no pudo añadir una sola palabra. Viodecisión en la actitud de su cuñado y le fue pre-ciso guardar unos minutos de silencio para que lasorpresa y el enojo no desbordaran su compostu-ra. ¡Dar sir Thomas un baile en aquellas circunstan-cias! ¡Estando ausentes sus hijas, y sin consultarlaa ella! Sin embargo, pronto tuvo a mano el consue-lo. Ella tendría que ser el artífice de todo. A ladyBertram, desde luego, se le ahorrarla cuanto sig-nificase hacer, e incluso pensar, algo, y todo recae-ría sobre ella. Tendría que hacer los honores de lavelada; y esta reflexión pronto le devolvió el sufi-ciente buen humor para estar en condiciones de

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unirse a los otros, antes de que acabaran de ex-presar toda su dicha y gratitud.

Edmund, William y Fanny, cada uno a su modo,se mostraban tan gratamente complacidos, al ha-blar del baile prometido, como sir Thomas pudieradesear. Lo que en aquellos instantes sentía Ed-mund, era por cuenta de los otros dos. Nunca supadre había concedido un favor o mostrado unaatención tan a satisfacción suya.

Lady Bertram se mantuvo perfectamente impasi-ble y resignada, sin hacer objeción alguna. Sir Tho-mas se comprometió a ocasionarle muy pocas mo-lestias; y ella le aseguró que las molestias no laasustaban en absoluto... ya que, en realidad, no po-día imaginar que fuera a producirse ninguna.

Tía Norris se disponía a exponer sus sugeren-cias respecto de las salas que ella consideraba másapropiadas para el caso, pero se encontró con quetodo estaba ya previsto; y cuando quiso iniciar susconjeturas e insinuaciones acerca de la fecha, re-sultó que ya estaba fijada también. Sir Thomas sehabía entretenido en trazar un bosquejo muy com-pleto, y en cuanto ella se resignó a escuchar pací-ficamente pudo leer la lista de familias a invitar,de entre las cuales calculaba poder reunir, des-contando las bajas inevitables dada la premura dela noticia, el elemento joven suficiente para for-mar doce o catorce parejas; y, asimismo, pudo ex-poner las consideraciones que le habían inducidoa fijar el día 22 como fecha más conveniente. A Wi-lliam se le requería en Portsmourth el 24; por tan-to, el 22 sería el último día de su estancia entreellos; pero siendo tan pocos los días que faltaban,hubiera sido imprudente elegir una fecha más tem-

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prana. Tía Norris no tuvo más remedio que darsepor satisfecha a base de opinar lo mismo exacta-mente, y de afirmar que estuvo a punto de propo-ner también ella el 22 como fecha mil veces más apropósito que otra cualquiera.

El baile era ahora ya cuestión resuelta y, antesde anochecer, cosa conocida de todos los intere-sados. Con gran diligencia se enviaron las invita-ciones, y muchas damiselas se acostaron aquellanoche con la cabeza llena de felices preocupacio-nes, lo mismo que Fanny. Para ella, las preocupacio-nes fueron en algunos momentos algo casi al mar-gen de la felicidad; porque, joven e inexperta, conescasos medios de elección y sin la menor con-fianza en su propio gusto, el «cómo voy a vestir-me» se convirtió en un punto muy difícil y delica-do; y el casi único adorno que poseía —una cruzde ámbar muy bonita que William le había traídode Sicilia fue causa de su mayor apuro, pues notenía más que un trozo de cinta para sujetarlo; yaunque una vez ya había llevado la cruz de esemodo prendida, ¿sería ello admisible en tal oca-sión, al lado de los ricos atavíos con que suponíase presentarían las demás señoritas, Pero, ¡no lle-varla! William había querido comprarle también unacadena de oro, pero sus medios no alcanzaron; y,por lo tanto, si no se ponía la cruz podía lastimarsus sentimientos. Eran estas abrumadoras consi-deraciones, suficientes para desanimarla aun antela perspectiva de un baile organizado principal-mente para su satisfacción.

Entretanto se llevaban adelante los preparati-vos, y lady Bertram seguía sentada en su sofá sinque le produjeran la menor molestia. El ama de

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llaves le hacía alguna visita extraordinaria, y la don-cella trabajaba con bastante apresuramiento en laconfección de un vestido nuevo para ella. Sir Tho-mas daba órdenes, y tía Norris corría de aquí paraallá. Pero todo esto no la incomodaba a ella, pues,como había previsto, «todo aquello no podía, dehecho, acarrear molestia alguna».

Por aquel entonces estaba Edmund particular-mente abrumado por serias preocupaciones, conel ánimo profundamente ocupado en la considera-ción de dos importantes acontecimientos, ahora alalcance de la mano, que iban a fijar su destino enla vida: la ordenación y el matrimonio; aconteci-mientos de carácter tan grave como para hacer queel baile, que pronto sería seguido de uno de ellos,apareciese como cosa más insignificante a sus ojosque a los de cualquier otro miembro de la familia.El día 23 se trasladaría a casa de un amigo, cercade Peterborough, que se hallaba en la misma si-tuación que él, y ambos tenían que recibir órdenesdentro de la semana de Navidad. La mitad de sudestino se decidirla entonces, pero era muy pro-bable que la otra mitad no quedase tan llanamen-te resuelta. Sus deberes quedarían establecidos,pero la mujer que habría de compartir, y estimular,y recompensar esos deberes, puede que fuera to-davía inasequible. Conocía sus propias intencio-nes, pero no siempre estaba completamente segu-ro de conocer las de miss Crawford. Había puntosen los que no estaban totalmente de acuerdo, ha-bía momentos en que ella no parecía propicia; yaunque en el fondo confiaba en su afecto, tantocomo para estar resuelto (casi resuelto) a obligar-la a tomar una decisión en un plazo muy breve, tan

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pronto como se arreglaran los diversos asuntosque tenía para solucionar y supiera lo que podíaofrecerle, sentía no obstante muchas inquietudesy pasaba muchas horas dudando acerca del resul-tado. Su convicción de que ella le quería era a ve-ces muy fuerte; podía recordar una larga serie dedetalles alentadores, en la que ella aparecía tanperfecta por lo desinteresado de su afecto comoen todo lo demás. Pero otras veces la duda y eltemor se entremezclaban en sus esperanzas; y cuan-do pensaba en la reconocida falta de inclinaciónque ella sentía por la intimidad y el aislamiento,en su decidida preferencia por la vida de Londres,¿qué podía esperar sino una negativa terminante?A menos que fuera una aceptación que debiera im-plorarse y exigiera tales sacrificios de ocupación yestado por parte de él, que su conciencia habríade prohibírsela.

El resultado de todo dependía de una cuestión:¿Le amaba ella bastante para prescindir de lo quesolía considerar puntos esenciales? ¿Le amaba lobastante para dejar de considerar esenciales aque-llos puntos? Y esta cuestión, que él se estaba repi-tiendo continuamente a sí mismo, aunque las másde las veces era contestada con un «sí», obteníaotras un «no».

Miss Crawford iba a marcharse de Mansfielddentro de poco, y ante esta circunstancia el «no» yel «sí» habían alternado con gran frecuencia última-mente. Él había visto brillar sus ojos cuando hablabade la carta de una amiga querida que la reclamabaen Londres para pasar con ella una larga tempora-da, y de la amabilidad de Henry al comprometersea permanecer donde estaba hasta enero, a fin de

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poder acompañarla allá; la había oído hablar delplacer de tal viaje con una animación que era un«no» en todos los tonos. Pero esto ocurrió el pri-mer día en que así se acordó, en la primera explo-sión por la alegría recibida, cuando ante sí no te-nía más que las amistades a quienes iba a visitar.Después, la había oído expresarse de un modo dis-tinto, en otro tono... un tono más moderado. La habíaoído decir a la señora Grant que la dejaría con pena;que empezaba a creer que ni las amistades ni lasdiversiones que iba a buscar podrían compensarlade las que dejaba allí; y que, aunque comprendíaque debía ir, y sabía que lo pasaría bien una vez seencontrara en Londres, estaba ya deseando volverde nuevo a Mansfield. En todo esto... ¿no había un«sí»?

Con esta serie de cuestiones que sopesar, or-denar y coordinar, Edmund no podía, por su parte,pensar mucho en la velada que reclamaba la aten-ción del resto de la familia, ni esperarla con el mis-mo grado de fuerte interés. Aparte la alegría queproporcionase a sus primos, la velada no tenía paraél más valor del que pudiera tener otro motivo cual-quiera de reunión de las dos familias. En todo en-cuentro había esperanza de ver una confirmacióndel afecto de Mary Crawford; pero el torbellinode un salón de baile no era, acaso, especialmentefavorable al estímulo o expresión de sentimientosserios. Comprometerla pronto para los dos prime-ros bailes era el único recurso para su personalfelicidad que tenía en la mano y el único prepara-tivo para la fiesta en que pudo tomar parte, a pe-sar de cuanto ocurría a su alrededor, con referen-cia a la misma, desde la mañana hasta la noche.

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El 22, día del baile, era jueves; y el miércolespor la mañana, Fanny, que no había hallado todavíauna solución satisfactoria en cuanto a lo que debe-ría ponerse, decidió buscar consejo en las perso-nas más competentes y acudió a la señora Grant ya su hermana, cuyo reconocido buen gusto podríasin duda aplicarse a ella sin reproche; y como Ed-mund y William se habían ido a Northampton, y te-nía motivos para creer que Henry había salido tam-bién, bajó hasta la rectoría sin mucho temor de quele faltara ocasión para conferenciar aparte sobreaquel punto; y que la tal conferencia fuese reser-vada era para Fanny uno de los aspectos más im-portantes, ya que estaba más que medio aver-gonzada de su petición de ayuda.

Se encontró a unas yardas de la rectoría conMary Crawford, que precisamente acababa de salirpara visitarla; y como le pareció que su amiga, sibien se vio obligada a insistir en que estaba dis-puesta a entrar de nuevo en la casa, no deseabaperderse el paseo, le explicó en el acto lo que latraía allí y manifestó que, si tenía la amabilidad dedarle su opinión, podían hablar de ello lo mismofuera que dentro de la casa. Mary pareció agradeci-da por la atención y, al cabo de una breve reflexión,de un modo mucho más cordial que antes, rogó aFanny que entrara con ella, proponiéndole subir ala alcoba, donde podrían hablar tranquilamente sinmolestar al doctor Grant y a su esposa, que esta-ban en el salón. Era precisamente el plan que con-venía a Fanny; y rebosando ésta de gratitud portan pronta y amable atención, entraron, subieron ypronto estuvieron entregadas de lleno a la intere-sante cuestión. Miss Crawford, complacida por el

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Se encontró a unas yardas de la rectoría con Mary Crawford.

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requerimiento, le brindó cuanto había en ella debuen gusto y ponderación, lo simplificó todo consus sugerencias, y procuró que todo apareciesedelicioso con sus alentadoras palabras. Una vez re-suelto lo del traje en sus líneas generales, dijoMary:

—Pero, ¿qué se pondrá usted a modo de co-llar? ¿No piensa lucir la cruz de su hermano?

Y al tiempo que esto decía iba deshaciendo unpaquetito que Fanny ya había observado en sus ma-nos cuando se encontraron. Fanny confesó sus du-das y deseos al respecto: no sabía cómo ponersela cruz, ni cómo dejar de llevarla. La contestaciónque le dio Mary consistió en presentarle un joyeritoe invitarla a que escogiera entre las varias cadenasde oro y gargantillas que contenía. Aquel era el pa-quete de que iba provista miss Crawford, y tal elobjeto de su proyectada visita; y del modo másamable rogó entonces a Fanny que aceptara unapara la cruz y la guardara como recuerdo, dicien-do cuanto se le ocurrió para obviar los escrúpu-los que al principio hicieron retroceder a Fannycon expresión de horror ante el ofrecimiento.

—Ya ve usted que tengo una colección —le de-cía—... más del doble de las que uso y pienso usarjamás. No las ofrezco como nuevas. No le ofrezcomás que una gargantilla vieja. Debe usted perdo-narme la libertad y hacerme este favor.

Fanny se resistía aún, y de corazón. El obsequioera demasiado valioso. Pero Mary perseveraba, ar-guyendo con tal afectuosa seriedad a propósitode William, de la cruz, del baile y de ella misma,que al fin triunfó. Fanny se vio obligada a cederpara que no la tacharan de orgullosa, o displicen-

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te, o de cualquier otra mezquindad; y aceptandocon humilde renuencia la proposición, procedió aescoger. Buscaba y buscaba, ansiando descubrir laque tuviera menos valor; y al fin se decidió, al ima-ginarse que una de las gargantillas se le ponía antesus ojos con más frecuencia que las demás. Erade oro, primorosamente trabajada; y aunque Fannyhubiese preferido una cadenilla más larga y senci-lla por considerarla más apropiada al caso, supu-so, al fijarse en aquella, que elegía la que a missCrawford menos le interesaba conservar. Mary son-rió en muestra de completa aprobación, y se apre-suró a completar su obsequio colocándole la ca-denilla alrededor del cuello y haciéndole ver elbuen efecto que producía. Fanny no halló una solapalabra que objetar a su propiedad y, excepto loque restaba de sus escrúpulos, quedó en extremocomplacida con una adquisición tan a propósito.Acaso hubiera preferido agradecérsela a otra per-sona; pero esto era un sentimiento innoble. MaryCrawford se había anticipado a sus deseos conuna buena voluntad que la acreditaba como autén-tica amiga.

—Siempre que lleve esta gargantilla me acorda-ré de usted —dijo— y de su gran amabilidad.

—Tiene que acordarse también de alguien más,cuando lleve esta gargantilla —replicó miss Craw-ford—. Tiene que pensar en Henry, porque él fuequien la eligió en primer lugar. Me la regaló él, ycon la gargantilla le transfiero la obligación de re-cordar al donante original. Ha de ser un recuerdofamiliar. No habrá de acudir la hermana a su me-moria sin traerle consigo al hermano también.

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Fanny, llena de asombro y confusión, hubiesequerido devolver el presente en el acto. Aceptarlo que había sido el regalo de otra persona, de unhermano nada menos... ¡imposible! ¡No podía ser!Y con una impaciencia y una turbación que divir-tieron a su compañera, depositó de nuevo la gar-gantilla sobre el algodón y pareció resuelta, o biena tomar otra o a no aceptar ninguna. Miss Craw-ford pensó que jamás había visto una escrupulosi-dad más gentil.

—Pero, criatura —dijo, riendo— ¿qué es lo queteme? ¿Cree que Henry le reclamará la gargantillacomo mía, o se imagina que no pasa a ser de supertenencia honradamente? ¿O acaso se figura quese pondrá demasiado hueco cuando vea alrededorde su lindo cuello un adorno que con su dineroadquirió hace tres años, antes de que supiera queen el mundo existía ese cuello. O, tal vez —añadió,mirándola sutilmente—, ¿sospecha una confabula-ción entre nosotros, y que lo que ahora hago escon el conocimiento y por deseo de mi hermano?

Con el más intenso rubor, Fanny protestó con-tra tal pensamiento.

—Pues bien, entonces —replicó Mary con ma-yor seriedad, pero sin creerla en absoluto—, paraconvencerme de que no sospecha usted ningunaestratagema, y de que es usted tan digna de con-fianza como yo siempre la consideré, tome la gar-gantilla y no hable más de ello. Que sea un regalode mi hermano no ha de suscitar el menor incon-veniente en su decisión de aceptarla, pues le ase-guro que tampoco influye para nada en mi deci-sión de prescindir de ella. Continuamente me haceregalos de éstos. Son innumerables los presentes

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que de él tengo recibidos; tantos, que me resultatotalmente imposible hacer mucho caso, y a él acor-darse, ni de la mitad de ellos. En cuanto a esta gar-gantilla, creo que no la habré llevado ni media do-cena de veces. Es muy bonita, pero nunca me acuer-do de ella; y aunque yo le hubiera cedido con elmayor agrado otra cualquiera que usted hubieseelegido en mi joyero, ha dado la casualidad quese ha fijado usted en la misma que, de escoger yo,hubiera seleccionado antes que otra para verla enposesión de usted. No diga más en contra, se losuplico. Semejante bagatela no vale la pena de tan-tas palabras.

Fanny no se atrevió a oponer más resistencia,y de nuevo aceptó la gargantilla, renovando su agra-decimiento, aunque con menos satisfacción, puesen los ojos de Mary había una expresión que no lapodía satisfacer.

Era imposible que ella no hubiera notado elcambio de actitud de Henry Crawford. Hacía tiem-po que se había dado cuenta. Era evidente que tra-taba de agradarle... Era galante, era atento, era algode lo que había sido para sus primas; se proponía,según ella imaginaba, quitarle el sosiego engañán-dola como las había engañado a ellas. ¡Y acaso tu-viera alguna incumbencia en lo de la gargantilla!Ella no podía estar convencida de que no la tuvie-ra, pues Mary Crawford, complaciente como herma-na, era despreocupada como mujer y como amiga.

Reflexionando, dudando y sintiendo que la pose-sión de lo que tanto había anhelado no le procu-raba mucha satisfacción, volvía a casa, habiendocambiado más que disminuido sus preocupacio-nes desde su reciente paso por aquel sendero.

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XXVII

AL LLEGAR a casa, Fanny subió enseguida para deposi-tar aquella inesperada adquisición, ese bien dudosode la gargantilla, en alguna caja favorita del cuartodel este que contenía todos sus pequeños teso-ros; pero al abrir la puerta, cuál no sería su sorpre-sa al encontrar allí a su primo Edmund, escribien-do en su mesa. Aquel espectáculo, que nunca sele había ofrecido antes, resultó para ella tan ex-traordinario como grato.

—Fanny —dijo él al instante, abandonando elasiento y la pluma para ir a su encuentro con algoen la mano—, te ruego que me perdones por ha-llarme aquí. Acudí en tu busca, y después de aguar-dar un poco con la esperanza de verte llegar, hiceuso de tu tintero para exponer el motivo de mi vis-ta. Ahí encontrarás el comienzo de un billete diri-gido a ti; pero ahora puedo explicarte personal-mente mi intención, que es, simplemente, rogarteque aceptes esta pequeña bagatela, una cadenapara la cruz de William. Debía tenerla hace una se-

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mana, pero hubo un retraso debido a que mi her-mano no llegó a la ciudad hasta unos días más tar-de de lo que yo esperaba; y ahora acabo de reco-ger el paquetito en Northampton. Espero que lacadenilla te gustará, Fanny. Procuré tener en cuen-ta la simplicidad de tu gusto; aunque de todos mo-dos sé que apreciarás mis intenciones y lo conside-rarás, como así es, una prueba de cariño de uno detus más antiguos amigos.

Y apenas terminó estas palabras se alejó pre-cipitadamente, antes de que Fanny, abrumada pormil sensaciones de pena y de alegría, pudiese de-cir nada; pero espoleada por un imperioso deseo,gritó enseguida:

—¡Edmund, espera un momento... aguarda, porfavor!

El se dio vuelta.—No intentaré darte las gracias —prosiguió ella,

hablando con gran agitación—; mi gratitud está fue-ra de toda duda. Siento mucho más de lo que po-dría expresar. Tu bondad al acordarte de mí de estaforma, escapa a...

—Si esto es cuanto tienes que decirme, Fanny...—la atajó él, sonriendo y alejándose de nuevo.

—No, no, no es esto. Deseaba consultarte.Casi inconscientemente, ella había desenvuelto

el paquete que Edmund acababa de poner en susmanos; y al encontrarse ante una auténtica cadeni-lla de oro sin adornos, perfectamente sencilla, conel bello marco de un estuche de joyería, no pudoevitar un nuevo estallido de entusiasmo:

—¡Oh, ésta sí que es bonita! ¡Es lo más acerta-do, exactamente lo que deseaba! Es el único ador-no que siempre tuve el deseo de poseer. Combina-

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—¡Oh, ésta síque es bonita!

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ría perfectamente con la cruz. Deben llevarse jun-tas, y así será. Ha llegado, además, en un momentotan oportuno... ¡Oh, Edmund, no sabes tú con cuán-ta oportunidad!

—Querida Fanny, pones demasiado sentimien-to en estas cosas. Me hace muy feliz que te gustela cadenilla y que haya llegado a tiempo para ma-ñana; pero tu agradecimiento está muy fuera delugar. Créeme, no hay para mí en el mundo satis-facción mayor que la de contribuir a la tuya. Sí, conseguridad puedo afirmar que no existe para mí pla-cer más completo, más puro, más perfecto.

Ante tales expresiones de afecto, Fanny hubiesepodido permanecer una hora sin añadir una palabramás. Pero Edmund, después de aguardar un mo-mento, la obligó a que su pensamiento descendierade su vuelo por las regiones celestes, diciendo:

—Pero, ¿qué es lo que quieres consultarme?Se trataba de la gargantilla, que ahora ansiaba

devolver a toda costa, y esperaba que él aprobasesu proceder. Le contó la historia de su recientevisita... y entonces su embeleso hubo de tocar asu fin; porque Edmund quedó tan impresionadopor el relato, tan encantado por lo que Mary Craw-ford había hecho, tan complacido por aquella co-incidencia de conducta entre los dos, que Fannytuvo que reconocer el poder superior, sobre el espí-ritu de Edmund, de otro placer, aunque no fueratan perfecto. Pasaron algunos minutos antes de queFanny pudiera centrar la atención de su primo so-bre el plan expuesto, u obtener alguna respuesta asu demanda de opinión: él estaba sumido en unensueño de tiernas reflexiones, y sólo de vez encuando pronunciaba algunas frases de encomio;

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pero cuando despertó y entendió, se opuso congran decisión a lo que ella pretendía.

—¡Devolver la gargantilla! No, querida Fanny, deninguna manera. Esto la mortificaría cruelmente.Difícilmente puede haber una sensación más desa-gradable que la de encontrarnos en las manos, de-vuelto, lo que hemos entregado con una esperanzarazonable de contribuir con ello a la felicidad deun amigo. ¿Por qué privarla de una satisfacción dela que ha demostrado ser tan merecedora?

—Si fuera un objeto destinado a mí en primerlugar —dijo Fanny—, no hubiera pensado en de-volverlo; pero tratándose de un regalo de su her-mano, ¿no es justo suponer que ella preferiría nodesprenderse, ya que no lo preciso?

—Ella no ha de suponer que no lo precisas; o,al menos, que no lo aceptas. Y que en su origenfuera un regalo de su hermano no modifica en ab-soluto el estado de las cosas; pues si esto no impi-dió que ella te lo ofreciera y tú lo aceptaras, lógi-camente no puede ser obstáculo para que lo con-serves en tu poder. Sin duda, es más bonita que lamía y más apropiada para lucir en un salón de baile.

—No, no es más bonita, en modo alguno, den-tro de su estilo; y para lo que yo la quiero, no re-sulta ni la mitad de adecuada. La cadenilla jugaráincomparablemente mejor con la cruz de Williamque la gargantilla.

—Por una noche, Fanny, por una sola noche, siello representa un sacrificio, estoy seguro que, encuanto lo hayas reflexionado, harás este sacrificioantes que apenar a quien se ha presentado con tan-ta solicitud a solucionar tus problemas. Las aten-ciones de Mary para contigo han sido... no diré que

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mayores de las que tú justamente mereces (seríayo la última persona que pensara tal cosa), perohan sido invariables; y corresponder a ellas con loque tendría cierto aire de ingratitud, aunque séque jamás podría envolver este significado, es algoque no forma parte de tu modo de ser, me consta.Ponte mañana la gargantilla, así como te has com-prometido a hacer, y guarda la cadenilla, que nofue encargada expresamente para el baile, para otrasocasiones más corrientes. Éste es mi consejo. Noquisiera ver una sombra de frialdad entre las dospersonas cuya intimidad he venido observando conla mayor complacencia, y en cuyos caracteres haytanto de común, en cuanto a auténtica generosi-dad y delicadeza natural, que hace que las esca-sas diferencias, debidas principalmente a las res-pectivas posiciones, no puedan ser obstáculo ra-zonable que se oponga a una perfecta amistad.No quisiera que apareciese una sombra de frial-dad —repitió, bajando un poco la voz—, entre losdos seres que más quiero en el mundo.

Con estas últimas palabras desapareció, y allíquedó Fanny, haciendo esfuerzos para tranquili-zar su ánimo todo lo posible. Ella era uno de losdos seres que él más quería... Aquello debía soste-nerla. Pero la otra... ¡la primera! Nunca, hasta aquelmomento, le había oído hablar tan abiertamente; yaunque sus palabras no le descubrieron nada queella no hubiera notado ya desde hacía mucho tiem-po, fueron un golpe, porque hablaban de su convic-ción e intención. Estaba decidido: se casaría conMary Crawford. Fue un golpe, a pesar de que lovenía esperando desde largo tiempo; y no tuvo másremedio que repetirse una y otra vez que era ella

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una de las dos personas que él más quería, paraque estas palabras llegaran a producirle alguna im-presión. De poder creer que miss Crawford era dig-na de él, el caso sería... ¡oh, qué distinto sería!...¡cuánto más tolerable! Pero Edmund se engañabacon ella: le concedía méritos que no tenía; sus de-fectos eran los mismos de siempre, pero él ya nolos veía. Hasta que hubo vertido muchas lágrimaspor aquella decepción, no pudo Fanny dominar laagitación de su espíritu; y del abatimiento que si-guió sólo pudo rehacerse con fervientes plegariaspor la felicidad de él.

Era su intención, que al mismo tiempo conside-raba su deber, procurar sobreponerse a todo cuantofuera excesivo, a todo cuanto rozara el egoísmo,en su afecto por Edmund. Calificar o consideraraquello como una pérdida, un desengaño, sería unapresunción, para censurar la cual no encontrabaella palabras lo bastante enérgicas, que satisficie-ran su humildad. Pensar en él del modo que enMary estaba justificado, sería una locura. Para ella,Edmund no podía significar nada... nada para sermás querido de lo que pueda serlo un amigo. ¿Porqué tal idea se le había ocurrido, aunque sólo fue-ra para reprobarla y prohibírsela? No debía haberrozado siquiera los confines de su imaginación.Procuraría ser razonable, merecer el derecho dejuzgar la personalidad de miss Crawford y el privi-legio de dedicar a él una auténtica solicitud, conla mente sana y el corazón limpio.

Ella contaba en principio con todo el heroísmonecesario, y estaba resuelta a cumplir con su de-ber; pero como tenía también muchos de los senti-mientos inherentes a la juventud y al sexo, no va-

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yamos a asombramos demasiado si decimos que,después de hacerse todos esos buenos propósi-tos en cuanto a autodominio, cogió el pedazo depapel en que Edmund había empezado a escribirlecomo si se tratara de un tesoro que escapara a todaesperanza de ser alcanzado, leyó con la más tier-na emoción estas palabras: «Mi muy querida, Fanny:tienes que hacerme el favor de aceptar...» y lo guar-dó junto con la cadenilla, como la parte más pre-ciada del obsequio. Era la única cosa parecida auna carta que jamás había recibido de él; acaso nun-ca volvería a recibir otra; era, incluso, imposibleque jamás recibiera otra que le causara tanta sa-tisfacción, por el motivo y por la forma. Jamássurgieron de la pluma del más distinguido autor,dos líneas más apreciadas... nunca se vieron tanfelizmente recompensadas las pesquisas del bió-grafo más apasionado. Y es que el entusiasmo delamor femenino supera aún al de los biógrafos. Paraella, para la mujer, el manuscrito en sí, con inde-pendencia de lo que pueda expresar, es una ben-dición. ¡Nunca unos caracteres fueron perfiladospor ningún otro ser humano como aquellos quehabía producido la más corriente caligrafía de Ed-mund! Aquel modelo, a pesar del apresuramientocon que fue escrito, no tenía defectos; y era tanperfecta la fluidez de las primeras cuatro palabras,la combinación de «Mi muy querida Fanny», que lashubiera contemplado eternamente.

Una vez ordenados sus pensamientos y confor-tado su espíritu por aquella feliz mezcla de racio-cinio y debilidad, se halló en condiciones de bajara la hora de costumbre y reanudar su tarea habi-

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tual al lado de tía Bertram, haciéndole los cumpli-dos de costumbre sin aparente falta de ánimo.

Llegó el jueves, predestinado al gozo y a la ilu-sión; y empezó para Fanny con unas perspectivasmás agradables que las que esos días obstinados,ingobernables, suelen ofrecer; pues terminado eldesayuno se recibió un amistoso billete de Mr.Crawford para William, exponiendo que, como seveía obligado a marcharse a Londres a la mañanasiguiente para unos días, no había sabido prescin-dir de buscarse un compañero y, por lo tanto, es-peraba que si William se decidía a abandonarMansfield medio día antes de lo previsto, acepta-ría un puesto en su coche. Mr. Crawford se propo-nía llegar a la capital a la hora en que su tío acos-tumbraba hacer su última comida, y William queda-ba invitado a comer con él en casa del almirante.La proposición era muy agradable para el mismoWilliam, a quien ilusionaba la idea de hacer el viajeen un coche tirado por cuatro caballos y en com-pañía de un amigo tan jovial y simpático; y comole gustaba viajar con rapidez, al momento se pusoa expresar cuanto su imaginación pudo sugerirlepara subrayar su dicha y satisfacción. Y Fanny, pormotivo distinto, se puso contentísima; porque elplan primitivo era que William partiese de North-ampton en el correo a la noche siguiente, lo queno le hubiera permitido descansar ni una hora an-tes de coger el coche de Portsmouth; y aunque esteofrecimiento de Mr. Crawford le robaba muchashoras de su compañía, era demasiado feliz con lode que William se ahorraría las fatigas de tal viaje,para pensar en nada más. Sir Thomas lo aprobó porotra razón. La presentación de su sobrino al almi-

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rante Crawford podía ser útil. El almirante teníainfluencia, indudablemente. La comunicación fueacogida con gran alegría. El ánimo de Fanny se ali-mentó de ella durante media mañana, contribuyen-do en algo al aumento de su alegría el hecho deque se marchara también el mismo que la habíaescrito.

En cuanto al baile, ya tan próximo, eran dema-siadas las inquietudes, demasiados los temoresque la embargaban, para que sintiera ni la mitad dela ilusión que hubiera debido sentir, o que debíansuponer que sentía las muchas damiselas que aguar-daban el mismo acontecimiento con mayor tran-quilidad, pero sin que pudiera tener para ellas lanovedad, el interés, los motivos de personal satis-facción, en fin, toda una serie de circunstanciasque atribuirían a su caso. Miss Price, conocida sólode nombre por la mitad de los invitados, iba a ha-cer su primera aparición y tenía que ser miradacomo la reina de la fiesta. ¿Quién podía ser másfeliz que miss Price? Pero miss Price no se habíaformado para el oficio de presentarse; y de habersabido bajo qué aspecto era en general considera-do el baile, mucho hubiera disminuido su relativatranquilidad y aumentado el temor que ya teníade hacerlo mal y ser observada. Bailar sin que sefijaran mucho en ella y sin fatigarse excesivamente,tener fuerzas y parejas para media velada, bailarun poco con Edmund y no mucho con Harry, verdivertirse a William y poder mantenerse a distan-cia de tía Norris, era el máximo de su ambición yparecía abarcar sus más amplias posibilidades defelicidad. Como éstas eran sus más grandes espe-ranzas, no podían prevalecer en todo momento; y

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en el decurso de una larga mañana, empleada casitoda al lado de sus tías, estuvo a menudo bajo lainfluencia de presentimientos menos optimistas.William, decidido a que su último día fuera de di-versión completa, había salido a cazar agachadizas;Edmund se hallaba sin duda en la rectoría (ella te-nía sobrados motivos para suponerlo así); y ella,teniendo que soportar sola el malhumor de tía No-rris (que estaba furiosa porque el ama de gobier-no quería preparar la cena a su antojo) y a la queno podía eludir como, en cambio, podía el ama degobierno, acabó por pensar que todos los malesestaban relacionados con el baile; y cuando la man-daron a que se vistiera con una frase molesta, sedirigió a su alcoba tan mustiamente, y se sintió tanincapaz de divertirse como si se lo hubieran pro-hibido.

Mientras subía lentamente la escalera pensabaen el día anterior: alrededor de aquella misma horahabía vuelto de la rectoría y hallado a Edmund enel cuarto del este. «¡Si hoy le encontrase tambiénallí!», díjose, cediendo con gusto a la ilusión.

—Fanny —dijo en aquel momento una voz a sulado.

Dio un respingo y, al levantar los ojos, vio en elcorredor que acababa de alcanzar al mismísimo Ed-mund, al pie de otro tramo de escalera. Se dirigióhacia ella.

—Tienes aspecto de cansada, Fanny. Habrás dadoun paseo demasiado largo.

—No, ni siquiera he salido.—Entonces te has fatigado dentro de casa, lo

que es peor. Hubieras hecho mejor en salir.

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Fanny, que no gustaba de quejarse, halló másfácil no contestar; y aunque él la miraba con su ha-bitual ternura, ella creyó que pronto había cesadode pensar en su cansancio. No parecía estar muyanimado; algo que no tenía relación con Fanny de-bía marchar mal. Ambos siguieron escalera arriba,pues sus habitaciones estaban en el mismo pisosuperior.

—Vengo de casa del doctor Grant —dijo Ed-mund entonces—. Puedes adivinar lo que me traeaquí, Fanny —parecía tan convencido, que Fannysólo pudo pensar en algo que la ponía demasiadoenferma para que pudiera hablar de ello—. Desea-ba comprometer a Mary Crawford para los dos pri-meros bailes —fue la explicación que siguió y quedevolvió la vida a Fanny, capacitándola para, al verque él esperaba que hablase, articular algo pareci-do a una pregunta sobre el resultado.

—Sí —contestó él—, se ha comprometido a bai-larlos conmigo; pero —añadió, con una sonrisa untanto forzada—, dice que será la última vez quebailemos juntos. No lo dice en serio. Creo... espe-ro... estoy seguro de que no hablaba en serio; perohubiera preferido no escucharlo. Dice que nuncaha bailado con un clérigo, y que nunca lo hará. Loque es por mí, hubiera deseado que no hubiesebaile, justamente cuando... quiero decir, no estasemana, precisamente hoy... mañana voy a partir.

Fanny hizo un esfuerzo por hablar, y dijo:—Siento mucho que haya ocurrido algo que te

aflija. Hoy debería ser un día alegre. Así lo desea-ba tu padre.

—¡Ah, sí, sí! Y lo será. Todo acabará bien. Mi con-trariedad será pasajera. En realidad, no es que con-

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sidere el baile inoportuno. ¿Qué tiene que ver?Pero, Fanny —aquí la detuvo cogiendo su mano,para hablarle más bajo y con mucha gravedad—, túsabes lo que esto significa. Tú lo ves, y podrías de-cirme, acaso mejor que yo a ti, cómo y por qué es-toy contrariado. Deja que te hable un poco. Tú eresuna oyente bondadosa, y más que bondadosa. Mehan afligido sus modales de esta mañana, y no pue-do considerarlos bajo un prisma más favorable. Co-nozco sus condiciones para ser tan dulce e intacha-ble como tú misma, pero la influencia de las per-sonas de que antes estuvo rodeada hace que pa-rezca..., da a su conversación, a sus opiniones per-sonales, en ciertos momentos, un matiz de inco-rrección. No pensará mal, pero habla mal... habla asíen plan de travesura; y aunque sé que sólo es tra-vesura, me duele en el alma.

—Es efecto de la educación recibida —dijo Fan-ny, benévolamente. Edmund tuvo que mostrarse deacuerdo.

—¡Sí, aquellos tíos! Estropearon el más admira-ble espíritu. Porque a veces, Fanny, te lo confieso,parece que no son tan sólo sus modales; parececomo si hasta su espíritu estuviera contaminado.

A Fanny le pareció que esto era un llamamientoa su criterio, y por tanto, después de una brevereflexión, dijo:

—Si sólo me necesitas como oyente, Edmund,seré todo lo útil que pueda; pero no soy compe-tente como consejera. No me pidas a mí consejo.No sirvo para ello.

—Tienes razón, Fanny, al protestar contra taloficio, pero no debes temer. Es un tema sobre elcual nunca pediré consejo; es precisamente el tema

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sobre el cual nadie debería pedirlo nunca; y po-cos serán, me imagino, los que lo pidan, a no serque quieran ser influenciados contra su propia con-ciencia. Yo sólo quiero hablar contigo.

—Otra cosa, aún. Perdona la libertad..., pero tencuidado en cómo me hablas. No me cuentes ahoranada que después puedas sentir haberme dicho.Puede llegar el día...

—¡Queridísima Fanny! —exclamó Edmund, opri-miéndole la mano con sus labios, casi con el mis-mo calor que si hubiera sido la de Mary—. ¡Erestoda consideración! Pero no es necesaria en estecaso. Ese día nunca llegará. Lo que tú insinúas noocurrirá nunca. Empiezo a considerarlo como lomás improbable... las posibilidades van menguan-do; y aunque llegara a ser, nada habría que pudié-semos recordar, ni tú ni yo, con recelo, pues nun-ca he de avergonzarme de mis propios escrúpu-los; y si éstos desaparecieran, sería debido a unoscambios que vendrían a enaltecer sus virtudes encomparación con sus antiguos defectos. Tú eresel único ser sobre la tierra a quien podía decir loque he dicho; pero tú siempre supiste la opiniónque de ella tengo; tú puedes atestiguar, Fanny, quenunca fui ciego. ¡Cuántas veces hemos hablado desus pequeños errores! No debes temer..., casi heabandonado toda idea sería acerca de ella; perosería un zoquete, desde luego, si, cualquiera quesea mi destino, fuera capaz de pensar en tu volun-tad y simpatía sin la gratitud más sincera.

Edmund había dicho lo suficiente para conmo-ver una experiencia de dieciocho años; había di-cho lo bastante para brindar a Fanny unas emocio-nes más venturosas que las conocidas últimamen-

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te; y con un mayor brillo en la mirada pudo respon-der ella:

—Sí, Edmund, estoy convencida de que tú se-rías incapaz de otra cosa, aunque algunos, acaso,no lo fueran. No temo escuchar nada de lo que de-sees decirme. No te abstengas. Dime lo que quie-ras.

Se encontraban ahora en el segundo piso, y lapresencia de una sirvienta les impidió continuar laconversación. Para el bien presente de Fanny ha-bría terminado, quizás, en el momento más opor-tuno. Si él hubiera podido hablar durante otros cin-co minutos, nada impide creer que hubiera empeza-do a enumerar todos los defectos de miss Craw-ford y a expresar su desesperación. En cambio, deeste modo, se separaron, él, con miradas de agra-decido afecto y ella, con el corazón lleno de gra-tas impresiones. No había sentido nada parecidodesde hacía horas. Desde que la primera alegríapor la comunicación de Henry a William se habíadesvanecido, su ánimo había permanecido en unestado de desasosiego: sin hallar consuelo en de-rredor, ni esperanza en su fuero interno. Ahora todosonreía. La buena suerte de William volvió a su men-te, y le pareció que tenía más valor que al princi-pio. Además, el baile... ¡aquella velada de placer antesí! Ahora, sí que estaba animada, y empezó a ves-tirse con mucho del feliz aturdimiento que corres-ponde a un baile. Todo resultaba bien; no le des-agradó su propio aspecto; y cuando llegó al capí-tulo de las gargantillas su buena suerte le pareciócompleta, porque en la práctica, la que le había re-galado miss Crawford no pudo pasarla de ningúnmodo por la anilla de la cruz. Había decidido lle-

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varla por complacer a Edmund; pero era demasia-do gruesa para el caso. Por lo tanto, tendría queusar la de él. Y cuando, con deliciosa emoción, hubojuntado la cadenilla y la cruz, aquellos recuerdosde los dos seres más caros a su corazón, aquellasprendas carísimas hechas a su cuello, vio y perci-bió cuán saturadas estaban de William y de Ed-mund... y entonces pudo decidirse, sin que le cos-tara ningún esfuerzo a llevar también la garganti-lla de Mary Crawford.

Reconoció que era lo justo. También miss Craw-ford tenía un derecho; y puesto que ya no usurpa-ba ni se interponía a otros derechos más fuertes,al cariño más auténtico de otra persona, pudo ha-cer a Mary esta justicia hasta con placer. En reali-dad, la gargantilla hacía un magnífico efecto. Y Fan-ny abandonó su alcoba al fin, felizmente satisfe-cha de sí misma y de todo.

Tía Bertram se acordó de ella en esta ocasióncon un desvelo inusitado. Nada menos se le ocu-rrió, de pronto, que Fanny, al prepararse para unbaile, se alegraría de tener mejor asistencia quelas criadas del piso superior; y, una vez ella vesti-da, le mandó en efecto su doncella particular paraque la atendiera... aunque demasiado tarde, porsupuesto, para que le fuera de alguna utilidad. Laseñora Chapman llegó al ático precisamente cuan-do miss Price salía de su habitación completamen-te vestida, y sólo hubo necesidad de algunos cum-plidos; pero Fanny concedió a la atención tanta im-portancia como pudieran concederle la mismalady Bertram o la señora Chapman.

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XXVIII

SU TÍO y ambas tías estaban en el salón cuando Fan-ny bajó. Con gran interés la observó el primero, quevio con satisfacción la elegancia de su aspecto engeneral, así como su acentuado atractivo. La dis-tinción y propiedad de su vestido fue cuanto sepermitió alabar delante de ella, pero en cuanto Fan-ny abandonó de nuevo la habitación poco después,habló de su belleza con decidido elogio.

—Sí —dijo lady Bertram—, luce muy bien. Lemandé mi doncella.

—¡Que luce bien! Oh, claro —exclamó tía No-rris—; tiene motivos para lucir bien, con tantas ven-tajas; habiéndosela formado en el seno de estafamilia como se ha hecho, beneficiándose de losejemplares modales de sus primas. Piensa sólo,mi querido Thomas, en lo extraordinarias que hansido las ventajas que tú y yo hemos podido pro-porcionarle. El mismo traje que le has alabado esel propio regalo que generosamente le hiciste cuan-

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do la boda de nuestra querida María. ¿Qué hubie-ra sido de ella si no la hubiéramos acogido?

Sir Thomas no dijo más; pero cuando se senta-ron a la mesa, las miradas de los dos muchachosle dieron la seguridad de que el tema podría sertocado de nuevo discretamente cuando se retira-sen las señoras, con más éxito. Fanny notó que suaspecto merecía la aprobación de los presentes, yal notar que producía buen efecto lucía aun me-jor. Se sentía feliz por diversos motivos, y prontose sintió más feliz aún, pues al salir de la habita-ción siguiendo a sus tías, Edmund, que manteníaabierta la puerta, le dijo al pasar junto a él:

—Tendrás que bailar conmigo, Fanny; tienes quereservarme dos bailes... los que tú quieras, excep-to los primeros.

Ella no podía desear más. Ni casi había estadonunca tan cerca de la felicidad, en toda su vida. Laalegría que tiempo atrás apreciara en sus primasel día de un baile, ya no la sorprendía ahora. Consi-deró que, realmente, era algo encantador; y a conti-nuación se dedicó a ensayar sus pasos por el sa-lón en tanto pudo evitar que la observara tía No-rris, la cual estuvo al principio entregada por com-pleto a la tarea de arreglar de nuevo, o desbaratarmás bien, el magnífico fuego preparado por el ma-yordomo.

Transcurrió media hora que, en otras circuns-tancias, le hubiera parecido, cuando menos, lán-guida; pero en su ánimo prevalecía aún la felici-dad. Era sólo cuestión de pensar en su conversa-ción con Edmund. ¿Y qué importaba el desasosie-go de tía Norris? ¿Qué importaban los bostezosde lady Bertram?

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Los caballeros se reunieron con ellas; y pocodespués empezó a reinar como una grata expecta-ción ante la posible llegada de algún coche. Pare-cía haberse difundido una predisposición generala la alegría y el desenfado, todos estaban de piehablando y riendo, y cada momento tenía su encan-to y aportaba una ilusión. Fanny comprendía quebajo la jovialidad de Edmund tenía que haber lucha,pero era delicioso ver cómo triunfó su esfuerzo.

Cuando en realidad se oyó la llegada de los co-ches, cuando los invitados empezaron a presentar-se en realidad, la alegría de su corazón quedó muyamortiguada; la presencia de tantos extraños hizoque se replegara en sí misma; y, además de la gra-vedad y formalidad del primer gran círculo, quelos modales de sir Thomas y de lady Bertram nopodían contribuir a rebajar, se veía obligada de vezen cuando a soportar algo peor. Su tío la presenta-ba aquí y allá, poniéndola en el caso de tener quehablar, y hacer cortesías, y hablar de nuevo. Era unpesado deber y nunca se sometía a él sin mirar aWilliam, que se paseaba tranquilamente en últimotérmino, ansiando poder estar a su lado.

La entrada de los Grant y los Crawford fue unacoyuntura favorable. Pronto cedió el envaramien-to de la reunión ante su trato más democrático ysus mayores demostraciones de confianza. Formá-ronse pequeños grupos y todos se sintieron mása gusto. Fanny acusó la ventaja; y, al eludir las fa-tigas de la cortesía, hubiera sentido nuevamentela más completa dicha de haber podido evitar quesus ojos se posaran alternativamente, ya en Ed-mund, ya en Mary. Ésta estaba realmente encanta-dora... ¿y cuál no sería el resultado? Sus meditacio-

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nes quedaron interrumpidas al descubrir ante sí aMr. Crawford, y sus pensamientos se encauzaronen otro sentido al pedirle éste, casi al instante,que le reservara los dos primeros bailes. La felici-dad que sintió en aquel momento fue muy huma-na y diversa. Tener asegurada la pareja para el princi-pio era una ventaja de suma importancia, pues elmomento de iniciarse el baile se avecinaba a pa-sos agigantados; y ella estaba tan lejos de recono-cer sus propias prendas como para imaginarse que,de no haberla solicitado Henry, hubiese sido la últi-ma que habrían ido a buscar y sólo hubiera conse-guido pareja a través de una serie de pesquisas,alborotos y meditaciones, lo cual hubiera sido te-rrible; pero, al mismo tiempo, en el modo de hacerHenry la petición había cierta agudeza que a ellano le gustó; y, además, notó que echaba una ojea-da a su gargantilla... con una sonrisa (ella creyó veruna sonrisa) que la hizo enrojecer y sentirse des-venturada. Y aunque no hubo una segunda ojeadaque la inquietase, aunque la intención de Henryparecía entonces no ser otra que la de hacerse sen-cillamente agradable, ella no conseguía salir de suazoramiento, que aumentaba al pensar que él sedaba cuenta, ni pudo sosegarse hasta que él sealejó para hablar con algún invitado. Entonces con-siguió elevarse paulatinamente al grado de autén-tica satisfacción que le producía el tener pareja,una pareja voluntaria, asegurada antes de que elbaile diera comienzo.

Al pasar los reunidos al salón de baile, Fannyse encontró por primera vez junto a miss Crawford,cuyos ojos y sonrisas se dirigieron más inmediatae inequívocamente que los de su hermano a la gar-

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gantilla, y que empezaba a referirse al tema cuan-do Fanny, deseando abreviar, se apresuró a darleuna explicación sobre la gargantilla número dos...la auténtica cadenilla. Miss Crawford escuchaba, ytodos los cumplidos e insinuaciones que pensa-ba hacerle quedaron olvidados. Sólo una impre-sión la dominaba. Y demostrando que sus ojos, apesar del brillo que tenían unos momentos antes,podían brillar aun con más fulgor, exclamó convehemente satisfacción:

—¿Esto hizo... esto hizo Edmund? Esto reflejaexactamente su carácter. A nadie se le hubiera ocu-rrido. ¡No encuentro palabras para alabarlo!

Y miró en derredor, como impaciente por de-círselo a él. Pero no estaba cerca; en aquel momen-to acompañaba a unas señoras fuera del salón; ycomo llegara la señora Grant y las cogiese del bra-zo, llevando una a cada lado, siguieron al resto dela concurrencia.

Fanny tenía el corazón oprimido, pero no habíaocasión para ocuparse largo rato.... ni siquiera delos sentimientos de miss Crawford. Se hallaban enel salón de baile, sonaban los violines y en su áni-mo había una inquietud que le impedía concentrarsus pensamientos en cosas serias. Tenía que es-tar pendiente de los preparativos generales y fi-jarse en cómo había que hacer las cosas.

A los pocos minutos se le acercó sir Thomas yle preguntó si tenía el baile comprometido.

—Sí, tío, con Mr. Crawford —dijo Fanny.Ésta era exactamente la contestación que él de-

seaba escuchar. Mr. Crawford no se hallaba lejos;sir Thomas lo condujo hasta ella, al tiempo que ledecía algo que reveló a Fanny que era ella quien de-

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bía encabezar y abrir el baile... Una idea que jamásse le había ocurrido. Siempre, al pensar en las minu-cias del baile, había dado por descontado que Ed-mund lo abriría con miss Crawford; y su impresiónfue tan fuerte, que a pesar de que su tío decía locontrario, no pudo evitar una exclamación de sor-presa, una insinuación sobre su incapacidad, hastaun ruego de que la relevasen del compromiso. Quellegara a argumentar en contra de la opinión desir Thomas era prueba de lo extremo del caso; perofue tal su horror, a la primera insinuación, que has-ta pudo mirarle al rostro y expresarle su esperan-za de que podría arreglarse de otro modo. En vano,no obstante. Sir Thomas sonrió, trató de animarlay luego dijo con suficiente decisión y poniéndosedemasiado serio para que ella se atreviera a aven-turar otra palabra:

—Tiene que ser así, querida.Y al instante se vio conducida por Mr. Crawford

al extremo del salón, donde aguardaron a que sele juntaran las demás parejas, una tras otra, a me-dida que se formasen.

Apenas podía creerlo. ¡Ella colocada a la cabe-za de tantas damiselas elegantes! La distinción eraexcesiva. ¡La trataban como a sus primas! Y sus pen-samientos volaron hacia aquellas primas ausentescon el más auténtico y tierno pesar porque no esta-ban en casa y no podían ocupar su puesto en elsalón y participar de un placer que sería tan de-licioso para ellas... ¡Tantas veces como las había oídosuspirar por un baile en casa, como cifrando en élla mayor de las felicidades! ¡Y hallarse ausentescuando el baile se daba! ¡Y tener que abrir ella elbaile... y con Mr. Crawford, nada menos! Suponía

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que ellas no le envidiarían ahora tal distinción. Peroal recordar el estado de cosas en el pasado oto-ño, lo que cada cual había sido respecto de losotros cuando una vez se bailó en aquella casa, lapresente combinación era algo que pasaba casi delo que ella podía comprender.

El baile empezó. Constituyó más bien un ho-nor que una dicha para Fanny, al principio cuandomenos. Su pareja estaba de excelente humor e in-tentaba comunicárselo a ella; pero estaba dema-siado asustada para disfrutar mientras no pudiesesuponer que ya no la observaban. Joven, bonita eingenua, no cometía sin embargo una torpeza queno resultara una gracia, y pocas eran las personasque no estuvieran dispuestas a elogiarla. Era atrac-tiva, era modesta, era la sobrina de sir Thomas... ypronto corrió la voz de que era admirada por Mr.Crawford. Motivos suficientes para merecer el fa-vor general. El propio sir Thomas observaba cómose desenvolvía en la danza grandemente complaci-do; estaba orgulloso de su sobrina, y sin atribuirtodo su encanto personal a su trasplante a Mans-field, como al parecer hacía tía Norris, estaba satis-fecho de sí mismo por haberle proporcionado lodemás... la educación y los modales, que esto síle debía.

Mientras sir Thomas permanecía así de pie con-templando a su sobrina, era a su vez observadopor miss Crawford, que adivinaba buena parte desus pensamientos; y como, a pesar de todo lo queél la perjudicase con sus conceptos, prevalecía enella como un deseo general de acreditarse a susojos, aprovechó la oportunidad de pasar por sulado para decirle algo agradable sobre Fanny. El

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elogio fue caluroso, y él lo acogió como ella po-día desear, suscribiéndolo con todo el entusiasmoque consentían la discreción, la cortesía y la mesu-rada lentitud de su lenguaje; y, por cierto, aventa-jando en mucho a su esposa, que se mostró me-nos expresiva sobre el particular cuando, unos mo-mentos después, al descubrirla Mary muy cerca,sentada en un sofá, dio ésta media vuelta antesde empezar un baile para hacerle un cumplido res-pecto de lo encantadora que estaba Fanny.

—Sí, es verdad que está muy encantadora —fuela plácida respuesta de lady Bertram—. Mi donce-lla Chapman la ayudó a vestirse. Yo se la mandé.

En realidad, no es que no le causara satisfac-ción el hecho de que admirasen a Fanny; pero mu-cho más la conmovía su propia bondad de enviarlea la señora Chapman, hasta el punto de que no po-día quitárselo de la cabeza.

Miss Crawford conocía demasiado bien a la se-ñora Norris para que se le ocurriera complacerlaalabando a Fanny; para ella eligió una frase adecua-da al caso:

—¡Ah, señora, cuánto echamos de menos a nues-tra querida María Rushworth y a Julia esta noche!

Y tía Norris correspondió con todas las sonri-sas y palabras corteses para las que pudo hallartiempo en medio de tantas ocupaciones como sehabía buscado, tales como organizar mesas de jue-go, hacer insinuaciones a sir Thomas y procurar quetodas las acompañantas se trasladasen a un extre-mo más conveniente del salón.

Miss Crawford erró por completo el tiro, en cam-bio, en sus intenciones de complacer a la mismaFanny. Pretendía infundir a su corazoncito un aleteo

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de emoción y llenarla de gratas sensaciones al ha-cerla consciente de su propia importancia; y dan-do una interpretación errónea al rubor de Fanny,persistió en la misma idea cuando se dirigió a ellaal término de los dos primeros bailes y le dijo, conmirada significativa:

—¿Acaso usted podría decirme por qué mi her-mano se marcha mañana a Londres? Dice que tie-ne allí asuntos que resolver, pero no me dice cuá-les. ¡Es la primera vez que me niega su confianza!Pero esto es lo que nos ocurre a todas. A todasnos suplantan, tarde o temprano. Ahora, para infor-marme, tengo que acudir a usted. Por favor, ¿quéva a buscar Henry en Londres?

Fanny protestó, alegando su ignorancia, con todala energía que le permitió su turbación.

—Pues bien, entonces —replicó Mary, riendo—,debo suponer que va por el placer de acompañar asu hermano y hablar de usted durante el camino.

Fanny quedó confusa, pero con la confusión deldisgusto; mientras, Mary se asombró de que nosonriera y la consideró excesivamente inquieta ymuy rara, o cualquier cosa antes que insensible alas atenciones de su hermano. Fanny gozó muchoen el transcurso de la velada; pero las atencionesde Henry tuvieron muy poco que ver. Mucho máshubiera preferido no verse solicitada de nuevo porél tan pronto, así como hubiera deseado no verseobligada a sospechar que las preguntas que él ha-bía formulado previamente a tía Norris, relativas ala hora de la cena, tenían como único objetivo elasegurarse un puesto a su lado en aquella partede la velada. Pero no podía evitarlo. Forzosamentetenía que notar que él la hacía objeto de todas sus

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preferencias, aunque no podía decir que resultaraenfadoso, que hubiera indelicadeza ni jactancia ensus maneras; y a veces, cuando hablaba de William,no era en realidad desagradable, y mostraba unentusiasmo que le honraba. Pero, a pesar de todo,no contribuyeron esas atenciones de Henry a susatisfacción. Ella era feliz siempre que miraba aWilliam y veía lo muy a gusto que se estaba divir-tiendo, siempre que encontraba cinco minutos paradar con él una vuelta por el salón y podía escu-char lo que contaba de sus parejas; ella era feliz alsaberse admirada; y ella era feliz al tener todavíapor delante los dos bailes con Edmund durantecasi toda la velada, pues su mano veíase requeri-da con tanta asiduidad que su indefinido compro-miso con él seguía en continua perspectiva. Y has-ta fue feliz cuando los dos bailes tuvieron lugar;pero no porque de él se desprendiera alguna co-rriente de animación, ni debido a unas expresio-nes de tierna galantería como las que habían he-cho su felicidad por la mañana. Edmund tenía elánimo decaído, fatigado, y la felicidad de Fanny sefundaba ahora en el hecho de ser ella la personaamiga cerca de la cual pudiera hallar reposo.

—Estoy exhausto de cortesías —dijo él—. Heestado hablando incesantemente toda la noche,sin tener nada que decir. Pero en ti, Fanny, he dehallar reposo. No necesitarás que te hable. Permi-támonos el lujo del silencio.

Fanny casi prefirió abstenerse incluso de ex-presar su conformidad. Una lasitud que proveníaen gran parte, seguramente, de los mismos senti-mientos que él había confesado aquella mañana,merecía especialmente ser respetada, y ambos se

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comportaron a lo largo de sus dos bailes con tanformal sobriedad como para convencer a cualquierobservador de que sir Thomas no había criado unaesposa para su hijo menor.

La velada había procurado a Edmund poca sa-tisfacción. Mary Crawford se mostró muy alegre albailar con él, pero no era aquella alegría lo quepodía hacerle bien; antes abatió que levantó su áni-mo. Y después (porque se sintió impelido a buscarde nuevo) llegó a afligirse por completo con sumodo de hablar de la profesión que él estaba aho-ra a punto de abrazar. Habían hablado y habían per-manecido callados; él razonaba, ella ridiculizaba; yse habían separado al fin mutuamente ofendidos.Fanny, incapaz de reprimir por completo su impul-so de observarlos, había visto lo bastante para estarmedianamente satisfecha. Era salvaje sentirse fe-liz cuando Edmund estaba sufriendo; aun así, cier-ta felicidad le producía, y tenía que producirle, lamisma convicción de que él sufría.

Cuando hubieron terminado sus dos bailes conEdmund, sus deseos de seguir bailando y su re-sistencia habían tocado igualmente a su fin; ycomo sir Thomas la viera pasear, más que danzar,hacia el ocaso de sus fuerzas, sin aliento y conuna mano en el costado, ordenó que se sentaradefinitivamente. A partir de aquel momento, HenryCrawford permaneció sentado también.

—¡Pobre Fanny! —exclamó William, llegándosea su lado para estar un momento con ella y mane-jando el abanico de su pareja como para resucitar-la—. ¡Qué pronto se ha rendido! ¡Vamos, si el de-porte empieza justamente ahora! Espero que aún

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podremos resistir un par de horitas. ¿Cómo haspodido cansarte tan pronto?

—¡Tan pronto! Mi buen amigo —dijo sir Thomas,sacando el reloj con toda la prevención necesa-ria—, son las tres, y su hermana no está acostum-brada a esta clase de horario.

—Pues bien, entonces, Fanny, mañana no debe-rás levantarte antes de que yo parta. Duerme cuan-to puedas y no te preocupes por mí.

—¡Oh, William!—¡Cómo! ¿Pensabas estar levantada para la hora

de la despedida?—¡Oh, sí, tío! —exclamó Fanny, abandonando el

asiento con ansiedad para acercarse a sir Thomas—.Debo levantarme y desayunar con él. Será la últi-ma vez, ¿sabe usted?... la última mañana.

—Sería mejor que no lo hicieras. Tiene que ha-berse desayunado y estar a punto de marcha a lasnueve y media. Mr. Crawford: creo que vendrá us-ted a buscarle a las nueve y media, ¿no es cierto?

Sin embargo, Fanny mostraba un deseo dema-siado ferviente y había en sus ojos demasiadas lá-grimas para negarle aquella satisfacción; y la cosaterminó con un benévolo «bueno, bueno», que erauna autorización.

—Sí, a las nueve y media —dijo Crawford a Wi-lliam, al tiempo que éste se alejaba—; y seré pun-tual, porque allí no habrá hermana cariñosa que selevante por mí —y en tono más bajo, dirigiéndosea Fanny—: sólo habrá una casa desolada de dondehuir. Su hermano encontrará mañana mi conceptodel tiempo muy distinto del suyo.

Al cabo de una breve reflexión, sir Thomas rogóa Crawford que les acompañara en el desayuno por

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la mañana, en vez de tomarlo solo. También él, elpropio sir Thomas, asistiría. Y la prontitud con quesu invitación fue aceptada le convenció de que sussospechas, nacidas en gran parte de aquel baile,tenía que confesárselo, eran fundadas. Mr. Craw-ford estaba enamorado de Fanny. Y él preveía conagrado lo que había de suceder. Su sobrina, entre-tanto, no pudo agradecerle lo que acababa de ha-cer. Había esperado tener a William dedicado ex-clusivamente a ella, la última mañana. Hubiera sidouna complacencia inefable. Pero aunque sus de-seos se vieran desbaratados, no había ánimo dequeja en su interior. Por el contrario, estaba tanpoco acostumbrada a que consultaran su gusto, oa que las cosas salieran a la medida de sus deseos,que se sintió más propensa a maravillarse y congra-tularse por haber conseguido tanto, que a lamen-tar la contrariedad posterior.

Poco después, sir Thomas volvió a entrometer-se un poco en sus preferencias, al aconsejarle quefuera a acostarse inmediatamente. «Consejo» fuela palabra, pero era el consejo del poder absoluto,y ella no tuvo más remedio que levantarse y, conel adiós muy cordial de Henry, dirigirse mansamen-te a la puerta del salón, donde se detuvo, como«the Lady of Branxholm-Hall», un momento nada más,para contemplar el cuadro feliz y echar un últimovistazo a las cinco o seis incansables parejas queseguían todavía entregadas de lleno al ejercicio; ydespués, empezó a subir lentamente por la escale-ra principal, perseguida por la incesante danza, cam-pestre, agitada por esperanzas y temores, con unresabio entre dulce y amargo, fatigada y con lospies doloridos, desvelada e inquieta, pero sintien-

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do, a pesar de todo, que un baile era algo realmen-te delicioso.

Al mandarla así a la cama, puede que sir Tho-mas no pensara meramente en su salud. Acaso con-sideró que mister Crawford había permanecido yabastante rato sentado junto a ella, o quizás tuvie-ra la intención de recomendarla como esposa po-niendo de manifiesto su docilidad.

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XXIX

HABÍA terminado el baile. Pronto terminó el desayu-no también, sonó el último beso y William se fue.Mr. Crawford, conforme a su advertencia, había sidomuy puntual y el refrigerio fue breve y agradable.

Después que hubo contemplado a William has-ta el último instante, Fanny regresó a la salita don-de habían desayunado con el corazón afligido, paradolerse del triste cambio; y su tío tuvo la amabili-dad de dejarla allí llorar en paz, imaginando, acaso,que las sillas vacías de los dos muchachos fomen-taban por igual su tierna expansión, y que los fríosrestos de huesos de cerdo con mostaza en el pla-to de William se repartían los sentimientos de laniña con las cáscaras de huevo que quedaban enel de Henry Crawford. Ella lloraba por amor, comosu tío suponía; pero el amor que suscitaba su llan-to era fraternal, y no otro. William se había ido, yahora le parecía a ella que había desperdiciado lamitad del tiempo que duró su visita entre inquie-

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tudes ociosas y preocupaciones egoístas en rela-ción con él.

La índole de Fanny era tal, que no podía imagi-nar siquiera a tía Norris en la estrechez y tristezade su casita sin reprocharse alguna falta de aten-ción hacia ella la última vez que estuvieron jun-tas; mucho menos podía estar convencida de haberhecho, dicho y pensado acerca de William todo lodebido, durante una quincena completa.

Fue un día pesaroso, melancólico. Poco des-pués del almuerzo, Edmund se despidió por unasemana, montó en su caballo para Peterborough...y allí quedó ella, sin ninguno de sus más entraña-bles afectos. De la última noche no quedaban sinorecuerdos, que con nadie podía compartir. Habló atía Bertram... tenía que hablar del baile con alguien;pero su tía estaba tan poco enterada de lo quehabía pasado, y sentía tan poca curiosidad, que lacosa se convirtió en un trabajo pesado. Lady Ber-tram no estaba segura del vestido de nadie ni dellugar que nadie ocupó en la mesa, fuera del suyopropio. No podía recordar lo que le habían dichoacerca de una de las jóvenes Maddoxe, ni lo quelady Prescott había observado en Fanny; no podíaasegurar si el coronel Harrison se refería a Mr. Craw-ford o a William cuando dijo que era el joven másapuesto del salón; alguien le había susurrado algo...,pero se había olvidado de preguntar a sir Thomasqué podía ser. Y estas fueron sus frases más lar-gas y sus más claras informaciones. El resto nopasó de unos lánguidos «sí... sí... muy bien... ¿estotú?... ¿él?... esto no lo vi... no sabría distinguir al unodel otro». Aquello era desastroso. Tan sólo podíaconsiderarse mejor al lado de lo que hubieran sido

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las mordaces contestaciones de tía Norris; peroésta se había ido a su casa, con todas las jaleassobrantes para cuidar a una criada enferma, demodo que hubo paz y buen humor en el pequeñocírculo familiar, aunque no pudiera haber bullicioademás.

La velada resultó tan enfadosa como el restodel día.

—No llego a comprender lo que me pasa —dijolady Bertram—. Estoy de lo más torpe. Será debidoa que ayer me acosté tan tarde. Fanny, tienes quehacer algo para que no me duerma. Trae la baraja.Siento una torpeza enorme. No puedo trabajar.

Fanny trajo los naipes y estuvo jugando al cribba-ge con su tía hasta la hora de acostarse; y como sirThomas leyese para sí, pasaron dos horas sin queen la habitación se oyese más que los tanteos deljuego.

—Y con esto suman treinta y uno... cuatro enmano y ocho en el montón. A usted le toca repar-tir, tía; ¿lo hago por usted?

Fanny pensaba y volvía a pensar en el cambioque veinticuatro horas habían impreso a la habita-ción y a toda aquella parte de la casa. La noche ante-rior hubo esperanzas y sonrisas, movimiento y ani-mación, ruido y esplendor, en el salón, fuera delsalón y por todas partes. Ahora, todo era langui-dez y nada más que soledad.

Una noche de buen reposo mejoró sus ánimos.Al siguiente día pudo pensar en William con másalegría; y como la mañana le brindó la oportunidadde comentar la noche del jueves de un modo muyagradable con la señora Grant y miss Crawford, contodas las sublimaciones de la imaginación y todas

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las risas del divertimiento, tan esenciales en la evo-cación de un baile que ya pasó, pudo después, singran esfuerzo, reintegrar su mente a la cotidiananormalidad y conformarse fácilmente con la tran-quilidad de una plácida semana.

En realidad, formaban ahora el grupo más redu-cido que Fanny había visto allí a lo largo de un díaentero. Se había ausentado aquel de quien principal-mente dependían el gozo y la satisfacción de to-das las reuniones y comidas familiares. Pero esto,había que aprender a soportarlo. Pronto los deja-ría, de todos modos; y Fanny agradecía el podersentarse ahora con su tío en la misma habitación,escuchar su voz, sus preguntas, y hasta contestar-las sin verse atormentada por aquellos sentimien-tos que tan desgraciada la hicieron al principio.

—Echamos de menos a nuestros dos mucha-chos —fue el comentario que hizo sir Thomas, lomismo el primer día que el segundo, al formarseel pequeño círculo después de la comida; y en con-sideración a los ojos anegados en lágrimas de Fan-ny, nada más se añadió el primer día, excepto unbrindis a la salud de ambos; pero al día siguientela cosa se llevó un poco más lejos. William estabarecomendado y había que esperar su ascenso. Yhay motivos para suponer —agregó sir Thomas—,que en adelante sus visitas serán bastante frecuen-tes. En cuanto a Edmund, debemos acostumbramosa prescindir de él. Éste será el último invierno quenos pertenezca como hasta ahora.

—Sí —dijo lady Bertram—, pero yo desearía queno se fuera. Pienso que todos se nos van. Preferi-ría que se quedaran en casa.

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Este deseo se refería principalmente a Julia, queacababa de pedir permiso para trasladarse a Lon-dres con María; y como sir Thomas consideró quesería mejor para sus dos hijas conceder el permi-so, lady Bertram, aunque con su bondad no lo hu-biera impedido, se lamentaba del cambio que ellointroducía en el previsto regreso de Julia, que deotro modo se hubiera efectuado por entonces. Aesto siguió una buena cantidad de argumentos lle-nos de sentido por parte de sir Thomas, tendentesa reconciliar a su esposa con lo acordado. Todolo que unos padres considerados debieran sentirquedó expuesto para que ella se lo aplicara; y cuan-to una madre amorosa tiene que sentir al aumen-tar el goce de sus hijos fue atribuido a su natural.Lady Bertram mostróse de acuerdo con todo ellocon un plácido «sí»; y al cabo de un cuarto de horade muda reflexión, observó espontáneamente:

—Thomas, estuve pensando; y me alegro mu-cho de haber acogido a Fanny, como hicimos, puesahora que los otros se ausentaron tocamos las ven-tajas.

Sir Thomas mejoró en seguida esta «lisonja»,añadiendo:

—Muy cierto. Damos a Fanny una prueba de lobuena chica que la consideramos alabándola ensu presencia. Ahora es muy valiosa su compañía. Sinosotros pudimos favorecerla a ella, ahora es ellaindispensable para nosotros.

—Sí —dijo entonces lady Bertram—, y es un con-suelo pensar que ella no nos dejará nunca.

Sir Thomas hizo una pausa, sonrió a medias,miró a su sobrina, y después replicó gravemente:

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—Espero que no nos dejará nunca... hasta versesolicitada en otra casa que pueda brindarle, razona-blemente, una felicidad mayor que la hallada aquí.

—Y esto no es muy probable, Thomas. ¿Quiénpodría invitarla? A María le gustará mucho, sin duda,tenerla de vez en cuando en Sotherton, pero no sele ocurrirá pedirle que viva allí; y estoy segura deque aquí está mejor... y, además, yo no puedo pres-cindir de ella.

La semana que transcurría tan reposada y apa-ciblemente en la gran mansión de Mansfield, tuvoen la rectoría un signo muy distinto. A las dos jó-venes de las respectivas familias, cuando menos,les procuró unas sensaciones muy opuestas. Loque para Fanny era tranquilidad y consuelo, eratedio y enojo para Mary. Ello era debido en partea la diferencia de carácter y hábitos: una, tan fácilde contentar, la otra, tan poco acostumbrada a su-frir; pero aún más podía atribuirse a la diferenciade circunstancias. En algunos puntos de interés,las respectivas posiciones eran completamenteopuestas. Para el espíritu de Fanny, la ausencia deEdmund era en realidad, teniendo en cuenta moti-vo y tendencia, un alivio. Para Mary era dolorosapor muchos conceptos. Acusaba la falta de su com-pañía cada día y casi a todas horas, y la necesitabademasiado para sentir otra cosa que no fuese irri-tación al considerar el objeto de su viaje. No hu-biese podido Edmund planear nada más a propósi-to que aquella semana de ausencia para encarecersu importancia, al marcharse exactamente al mis-mo tiempo que su hermano, y que William Price,completando así aquella especie de deserción ge-neral de un círculo que estuvo antes tan animado.

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Ella lo acusaba agudamente. Ahora no eran más queun miserable trío, confinado en casa por una rachade lluvias y nevadas, sin nada que hacer y sin no-vedades que esperar. Indignada como estaba conEdmund por lo aferrado a sus ideas y porque pro-cedía, dentro de las mismas, desafiándola a ella (ytal había sido su indignación que, al separarse enel baile, apenas quedaron amigos), durante su au-sencia pensaba continuamente en él, sin poderloevitar, deteniéndose en considerar su valía y afec-to y suspirando otra vez por los encuentros casidiarios de los últimos tiempos. Su ausencia erainnecesariamente larga. Él no debió planear aquelviaje; no debió ausentarse del hogar por una se-mana, cuando su separación de Mansfield estabatan próxima. Después empezó a reprocharse las pro-pias faltas. Lamentaba haber hablado tan acalora-damente en su última conversación con él. Temíahaber usado algunas expresiones duras, desdeño-sas, al hablar del clero, y aquello no hubiera debidoocurrir; era de mala educación; no estaba bien. De-seaba de todo corazón no haber dicho tales pala-bras.

Su desazón no terminó con la semana. Aque-llos días fueron malos, pero más tuvo que sopor-tar aun cuando el calendario volvió el viernes sinque Edmund volviera; cuando el sábado llegó sinque Edmund llegara tampoco; y cuando, con moti-vo del breve contacto que el domingo pudo esta-blecer con la otra familia, se enteró de que Edmundhabía precisamente escrito a los suyos aplazandoel regreso, por haber prometido prolongar unosdías la estancia en casa de su amigo.

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Si ella había sentido hasta entonces impacien-cia y pesar, si deploró haber dicho ciertas cosas,temiendo que produjeran en él un efecto dema-siado fuerte, ahora lo sentía y lo temía diez vecesmás. Además, tenía ahora que luchar con otro sen-timiento totalmente nuevo para ella: los celos. Mr.Owen, el amigo de Edmund, tenía hermanas; podíaser que él las encontrara atractivas. Pero, en cual-quier caso, la prolongación de su ausencia en elmomento en que, de acuerdo con los planes pre-vistos, ella debía trasladarse a Londres, significabaalgo que se le hacía insoportable. De haber vueltoHenry, como había insinuado, al cabo de tres o cua-tro días, ella habría ya abandonado Mansfield. Sele hizo absolutamente necesario comunicarse conFanny y procurar saber algo más. No podía seguirviviendo en aquel aislamiento desventurado; y em-prendió el camino del Parque, arrostrando las di-ficultades del sendero que una semana antes hu-biera considerado impracticable, por si acaso po-día obtener alguna noticia ampliatoria, para oír,cuando menos, su nombre.

La primera media hora transcurrió inútilmente,porque Fanny y lady Bertram estaban juntas y entanto no pudiera disponer de Fanny para sí nadahabía que esperar. Pero, al fin, lady Bertram salióde la habitación, y entonces, casi inmediatamente,miss Crawford empezó así, regulando su voz lomejor que pudo:

—¿Y qué efecto le produce a usted la prolonga-da ausencia de su primo Edmund? Siendo la únicapersona joven de la casa, considero que es ustedla más perjudicada. Tiene que echarle de menos.¿Le sorprende que demore su regreso?

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—No sé —dijo Fanny con indecisión—. Sí, no esque lo esperase, precisamente.

—Acaso siempre tarde en volver más de lo quedice. Es lo que suelen hacer todos los jóvenes.

—Él no lo hizo la otra vez que fue a visitar aMr. Owen.

—La casa le habrá parecido más agradable, aho-ra. Él es un muchacho muy... muy simpático, y nopuedo evitar cierta tristeza por no verle antes demarcharme a Londres, como sin duda ocurrirá. Es-toy esperando que Henry llegue de un momento aotro, y en cuanto se presente ya nada podrá dete-nerme en Mansfield. Me hubiera gustado verle otravez, lo confieso. Pero tendrá usted que transmitir-le mis recuerdos. Sí, creo que han de ser recuer-dos. ¿No falta algo, miss Price, en nuestro idioma...algo entre recuerdos y... y cariño..., que se adapte ala especie de relación amistosa que hemos mante-nido? ¡Son tantos meses de trato! Pero los recuer-dos son suficientes para el caso. ¿Era larga su car-ta? ¿Cuenta mucho de lo que hace? ¿Son las diver-siones de las próximas Navidades lo que le retie-ne allí?

—Yo sólo conozco parte de la carta. Era parami tío. Pero creo que era muy corta; en realidad,estoy segura de que sólo contenía unas líneas. Loúnico que sé es que su amigo le pidió con graninsistencia que se quedara unos días más, y queél accedió. Pocos días más, o unos días más...; no lorecuerdo exactamente.

—¡Ah! Sí escribió a su padre...; pero yo penséque podía haberse dirigido a lady Bertram, o a us-ted. Ahora bien, si escribió a su padre no es de ex-trañar la concisión. ¿Quién le escribiría una plática

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a sir Thomas? Si le hubiese escrito a usted habríamás detalles. Le hubiera referido bailes y reunio-nes. Le hubiera enviado una descripción de todo yde todos. ¿Cuántas son las hermanas Owen?

—Tres, mayores.—¿Les gusta la música?—No lo sé en absoluto. Nunca me lo contaron.—Ésta es la primera pregunta, ¿sabe usted? —

dijo Mary, tratando de mostrarse alegre y despreo-cupada—, que hacen indefectiblemente todas lasmujeres que tocan, al referirse a otra. Pero es unagran bobada hacer preguntas acerca de jovencitas...,acerca de tres hermanas que acaban de convertir-se en mujeres; pues una sabe exactamente cómoson, sin que se lo digan: todas muy modosas y agra-dables, y una muy bonita. En cada familia hay unabeldad; es algo que no falla. Dos tocan el piano yuna el arpa; y todas cantan, o cantarían si hubieranaprendido, o cantan lo mejor que pueden por nohaber aprendido; o algo por el estilo.

—Yo no sé nada de las hermanas Owen —dijoFanny quedamente.

—Nada sabe y menos le importa, como se dicevulgarmente. Jamás habló nadie en un tono queexpresara más claramente la indiferencia. En reali-dad, ¿qué pueden importarle a una aquellas per-sonas a las que ni siquiera ha visto nunca? En fin,cuando su primo regrese encontrará un Mansfieldmuy tranquilo..., los más bulliciosos se habrán ido:su hermano, el mío y yo misma. No me gusta laidea de dejar a mi hermana, ahora que la fecha seaproxima. Sentirá que me vaya.

Fanny se vio obligada a decir algo.

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—No puede usted dudar que muchos la echa-rán de menos —manifestó—. Muchos, la echarán austed de menos.

Miss Crawford volvió hacia ella la mirada, comonecesitando oír o ver algo más, y luego dijo, rién-dose:

—¡Oh, sí! Lo mismo que se echa de menos unruido desagradable cuando cesa..., esto es, se notauna gran diferencia. Pero no estoy pescando; quie-ro decir, que no es necesario que me halague. Si,en realidad me echan de menos, bien se verá. Fácil-mente podrán encontrarme los que necesiten ver-me. No habrá que buscarme en ningún paraje in-cierto, o lejano, o inaccesible.

Fanny, después de esto, no consiguió hablar, ymiss Crawford se sintió defraudada; pues espera-ba escuchar algo agradable, una seguridad acercade su influjo, de labios de una persona que, se-gún ella creía, debía conocerlo; y volvió a nublarsesu humor.

—Volviendo a las hermanas Owen —dijo pocodespués—..., suponga que ve a una de ellas insta-lada en Thornton Lacey; ¿le gustaría? Cosas másextrañas se han visto. Yo diría que ellas lo inten-tan. Y hacen muy bien, pues para ellas sería unabonita colocación. No me asombro ni las censuroen absoluto. Es el deber de cada cual, hacer cuan-to se pueda en pro de uno mismo. Un hijo de sirThomas Bertram es alguien; además, ahora se en-contrará en su ambiente, entre los Owen. El padrede las muchachas es clérigo, el hermano es cléri-go..., en suma, todos son clérigos. O sea, que pue-den considerar a Edmund como cosa propia... Lespertenece, sin ningún género de dudas. No habla

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usted, Fanny... miss Price, no dice usted nada. Pero,vamos a ver, honradamente, ¿no cree que hay queesperar esto más que otra cosa?

—No —dijo Fanny, resueltamente—. No lo es-pero, en absoluto.

—¡En absoluto! —exclamó Mary con presteza—.Esto me sorprende. Pero, yo diría que usted sabede cierto... siempre he creído que está usted... aca-so no considera usted probable que se case si-quiera... al menos por ahora.

—No, no lo considero probable —dijo Fanny envoz baja, con la esperanza de no equivocarse ental suposición ni en el conocimiento de causa.

Su compañera le dirigió una aguda mirada; y co-brando nuevos ánimos por el rubor que tal miradaprovocó, acto seguido, dijo tan sólo:

—Es mejor para él.Y cambió de tema.

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XXX

MISS CRAWFORD se sintió muy aliviada con esta con-versación, y regresó a la rectoría con el ánimo deresistir casi otra semana en círculo tan reducido ycon el mismo mal tiempo, de haberse tenido quesometer a esta prueba; pero como aquella mismatarde volvió de Londres su hermano con su com-pleta, o más que completa, jovialidad habitual, notuvo ella necesidad de medir su resistencia. El he-cho de que él siguiera negándose a contarle porqué había ido a Londres fue tan sólo motivo dediversión. Un día antes, pudiera haberla irritadotal actitud, pero ahora resultaba una broma muychocante, que sólo daba lugar a la sospecha de queocultaba algo planeado como una grata sorpresapara ella. Y la sorpresa la tuvo el día siguiente. Henryhabía dicho que se llegaría tan sólo a saludar alos Bertram y que estaría de vuelta a los diez mi-nutos; pero llevaba ya más de una hora fuera; y cuan-do su hermana, que había estado esperándole para

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pasear juntos por el jardín, le encontró al fin a lavuelta del camino, le gritó, llena de impaciencia:

—¡Mi querido Henry! ¿Dónde pudiste estar me-tido todo este tiempo?

Él sólo pudo contestar que había estado depar-tiendo con lady Bertram y con Fanny.

—¡Charlando con ellas una hora y media! —ex-clamó Mary.

Pero esto no era más que el comienzo de la sor-presa.

—Sí, Mary —dijo él cogiéndola del brazo; y sepuso a pasear como sin saber dónde se hallaba—.No pude marcharme antes... ¡Fanny estaba tan deli-ciosa! Estoy completamente resuelto, Mary; midecisión está tomada. ¿Te sorprenderá? No; tienesque haberte dado cuenta de que estoy decidido acasarme con Fanny Price.

La sorpresa fue entonces completa; porque, adespecho de cuanto pudiera esperarse de él, nun-ca se había infiltrado en la imaginación de su her-mana la sospecha de que abrigara tales propósi-tos, y su semblante reflejó con tanta fidelidad elasombro que la invadía, que él se vio obligado arepetir lo dicho con más vehemencia y mayor for-malidad. Su determinación, una vez admitida, nofue mal acogida. En la sorpresa había incluso sa-tisfacción. El actual estado de ánimo de Mary, lallevaba a alegrarse de emparentar con la familia Ber-tram y a no ver con desagrado que su hermano secasara un poco por debajo de sus posibilidades.

—Sí, Mary —fue la concluyente afirmación deHenry—, he picado con todas las de la ley. Tú sa-bes con qué frívolas intenciones comencé; peroaquí acabaron. No son pocos, y de ello me enva-

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nezco, los progresos que he hecho en su corazón;pero el mío está completamente determinado.

—¡Feliz, feliz muchacha! —exclamó Mary, encuanto pudo hablar—. ¡Qué partido para ella! Queri-dísimo Henry, éste tenía que ser mi primer senti-miento; pero el segundo, que he de expresarte conla misma sinceridad, es que apruebo tu eleccióncon toda mi alma y que preveo tu felicidad tan cor-dialmente como la quiero y deseo. Tendrás unadeliciosa mujercita, toda gratitud y devoción. Exac-tamente lo que tú mereces. ¡Qué asombroso casa-miento para ella! La señora Norris habla con fre-cuencia de su buena suerte; ¿qué va a decir, aho-ra? ¡Será la delicia de toda la familia! Y entre susmiembros cuenta ella con algunos verdaderos ami-gos. ¡Cuánto se alegrarán! Pero cuéntamelo todo.Cuenta, y no acabes. ¿Cuándo empezaste a pensarseriamente en ella?

Nada podía haber más imposible que contestarsemejante pregunta, aunque nada pudiera ser másagradable que escucharla. «Cómo se había apode-rado de él la dulce plaga», no podía decirlo; y sindejar que acabara de expresar por tercera vez, conligera variación de palabras, la misma convicciónde su ignorancia, su hermana le interrumpió excla-mando, con ánimo de averiguar:

—¡Ah, querido Henry, y esto es lo que te llevóa Londres! ¡Era éste el asunto a resolver! Preferíasconsultar con el almirante antes de decidirte.

Pero esto lo negó él rotundamente. Conocíademasiado bien a su tío para consultarle sobre unproyecto matrimonial. El almirante odiaba el matri-monio y lo consideraba imperdonable en un jovenacaudalado e independiente.

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—Cuando conozca a Fanny —prosiguió Henry—,la querrá hasta la chochez. Es exactamente la mu-jer que puede disipar los prejuicios de un hom-bre como el almirante, porque es exactamente lamujer que él se figura que no existe en el mundo.Es la misma imposibilidad personificada, que éldescribiría... si tuviera, desde luego, suficiente de-licadeza de lenguaje para dar cuerpo a sus ideas;pero hasta que la cosa no esté completamente de-cidida... decidida de modo que no pueda dar lugara ninguna ingerencia, no habrá de saber nada delasunto. No, Mary; estás completamente equivoca-da. No has descubierto todavía el motivo de miviaje a Londres.

—Bueno, bueno, ya estoy satisfecha. Ahora yasé con quién está relacionado y no tengo la me-nor prisa por conocer lo demás. Fanny Price... ¡Ma-ravilloso! ¡Realmente maravilloso! ¡Que Mansfieldhubiera de influir tanto en..., que tú hubieras dehallar tu destino en Mansfield! Pero tienes mucharazón; no pudiste elegir mejor. Una muchacha me-jor no existe en el mundo, y a ti no te hace faltadinero; y en cuanto al parentesco, es más que bue-no. Los Bertram son, sin duda alguna, una de lasfamilias principales de esta región. Ella es sobrinade sir Thomas Bertram; cara al mundo, esto seríasuficiente. Pero sigue, sigue. Cuéntame más. ¿Cuá-les son tus planes? ¿Está ella enterada de su suer-te?

—No.—¿A qué esperas?—A que... a que se presente muy poco más que

una ocasión. Mary, ella no es como sus primas; perocreo que no la requeriré en vano.

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—¡Oh, no! Esto es imposible. Aunque fueras me-nos agradable... y suponiendo que ella no te quieraya (y acerca de esto, por otro lado, pocas dudasme caben), podrías estar seguro. La mansedumbrey gratitud naturales en ella la asegurarían comotuya en el acto. Estoy profundamente convencidade que ella no se casaría contigo sin amor: estoes, si en el mundo existe una muchacha capaz deno dejarse llevar por la ambición, he de suponerque es ella; pero pídele que te quiera y jamás ten-drá valor para negarse.

Tan pronto como la vehemencia de Mary pudoreposar en silencio, fue Henry tan feliz contándoledetalles como ella escuchándolos; y siguió unaconversación casi tan profundamente interesantepara ella como para él mismo, aunque, en realidad,él no tenía nada que contarle fuera de sus propiassensaciones, ni nada que detallarle excepto losencantos de Fanny. La hermosura del rostro y lafigura de Fanny, las graciosas actitudes y el buencorazón y ternura de su carácter fueron apasiona-damente amplificadas; esa ternura que constituyeuna parte tan esencial del valor de toda mujer, ajuicio del hombre, que aunque a veces ama a quienno la posee, nunca puede creer que carezca deella. En cuanto a Fanny, con razón podía él confiaren su carácter y alabarlo. Con frecuencia lo habíavisto sometido a prueba. ¿Es que existía alguienen la familia, exceptuando a Edmund, que de unau otra forma no la hubiera obligado de continuo aextremar su paciencia y su tolerancia? La intensi-dad de su corazón igualaba a su ternura? ¿Podíahaber algo más alentador para un hombre que as-piraba a su amor? Después, su inteligencia era, sin

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lugar a dudas, clara y pronta; y sus maneras eranel espejo de su propio espíritu, modesto y elegan-te. Pero esto no lo era aún todo. Henry Crawfordposeía una dosis excesiva de buen sentido parano apreciar el valor de los buenos principios enuna esposa, aunque era demasiado poco dado a laseria reflexión para conocerlos por sus propiosnombres. Pero cuando afirmaba que en Fanny ha-bía aquella firmeza y regularidad de conducta,aquel alto concepto del honor, aquella observan-cia del decoro que podía garantizar a cualquierhombre una seguridad plena en su rectitud e inte-gridad, no hacía más que expresar lo que le inspi-raba el conocimiento de que ella era persona de-vota y de arraigados principios.

—Podría confiar en ella total y absolutamente—dijo Henry—, y esto es lo que yo necesito.

Bien podía Mary congratularse de los proyec-tos de su hermano, creyendo, como creía, que se-mejante opinión sobre Fanny Price apenas excedíala realidad de sus merecimientos.

—Cuanto más pienso en ello —decía Mary—,más convencida quedo de tu cabal acierto; y aun-que nunca hubiera señalado a Fanny como la mu-chacha con mayores probabilidades de atraparte,ahora estoy persuadida de que es ella la indicadapara hacerte feliz. Tu perversa intención de aten-tar contra su tranquilidad ha dado lugar a un no-ble sentimiento. En él hallaréis ambos el consiguien-te bien.

—Estuve mal, muy mal, en mi intento de perjudi-car a semejante criatura; pero entonces no la cono-cía. Y ella no tendrá motivos para lamentarse de lahora en que se me ocurrió la idea. Voy a hacerla

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muy feliz, Mary..., más feliz de lo que ella haya sidonunca, y hasta de lo que haya visto que lo era cual-quiera. No me la llevaré de Northamptonshire. De-jaré Everingham y alquilaré una mansión por estosalrededores; tal vez en Stanwix Lorge. Daré Everin-gham en arriendo por siete años. Estoy seguro deencontrar un inquilino excelente, sólo con abrir laboca. Ahora mismo podría nombrar a tres perso-nas que darían lo que les pidiera y quedarían agra-decidas.

—¡Ah! —exclamó Mary—. ¡Establecidos en North-amptonshire! ¡Esto es delicioso! Así estaríamos to-dos reunidos.

Cuando lo hubo dicho se dio cuenta, y lamen-tó que se le hubiera escapado; pero no había por-qué azorarse, pues su hermano sólo veía en ella alsupuesto huésped de la rectoría de Mansfield, yreplicó nada más que para invitarla a su propia casafutura del modo más cariñoso y para reclamar suderecho preferente sobre ella.

—Tendrás que dedicarnos más de la mitad detu tiempo —dijo él—. No puedo admitir que losGrant tengan las mismas pretensiones sobre ti queFanny y que yo; porque los dos tendremos dere-chos sobre ti. ¡Fanny será para ti una hermana tanverdadera!

Mary tuvo que mostrarse agradecida y asegu-rar que le complacería, en general; pero ahora esta-ba completamente decidida a no ser huésped delhermano ni de la hermana por un número de me-ses mucho mayor.

—¿Repartiréis el año entre Londres y Northamp-tonshire?

—Sí.

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—Esto está bien; y en Londres, naturalmente abase de casa propia y nada de seguir con el almi-rante. Queridísimo Henry, será una ventaja librartedel almirante antes de que tus modales se estro-peen por el contagio de los suyos, antes de quecontraigas alguna de sus disparatadas ideas oaprendas a prolongar las sobremesas, como si enello estuviera la mayor felicidad de la vida. Tú note das cuenta de lo que vas a ganar, porque tu vene-ración por él te ha cegado; pero, en mi apreciación,el casarte pronto puede ser tu salvación. Si vieraque te ibas pareciendo al almirante en palabras ohechos, gesto o figura, me afligiría muchísimo.

—Bueno, bueno, en esto no estamos totalmen-te de acuerdo. El almirante tendrá sus defectos,pero es muy buena persona y para mí ha sido másque un padre. Pocos padres me hubieran dejadohacer mi voluntad ni la mitad de lo que él me loha permitido. No debes predisponer a Fanny con-tra él. Deseo que los dos se quieran mutuamente.

Mary se abstuvo de decir lo que sentía: que nopodían existir dos personas cuyos caracteres y mo-dales estuviesen más en desacuerdo. El tiempo seencargaría de demostrárselo; pero no pudo evitaresta reflexión acerca del almirante:

—Henry, tengo en tan alto concepto a Fanny Pri-ce, que si pudiera suponer que la futura señoraCrawford iba a contar con la mitad de los motivosque tuvo mi pobre y desventurada tía para aborre-cer al mismo nombre, yo impediría la boda, si pu-diera. Pero te conozco: sé que la mujer que tú amesserá la más feliz de las esposas, y que aun cuan-do cesaras de amarla, ella seguiría encontrando enti la liberalidad y la buena educación de un caballero.

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La imposibilidad de no hacer él cualquier cosapara asegurar la felicidad de Fanny Price, o de ce-sar de amar a Fanny Price, fue naturalmente, el ar-gumento de su elocuente réplica.

—Si la hubieras visto esta mañana, Mary —pro-siguió él—, atendiendo con aquella paciencia yaquella delicadeza inefables todas las exigenciasde la estupidez de su tía, trabajando con ella y paraella, bellamente coloreadas sus mejillas al incli-narse sobre la labor; volviendo después a su asien-to para terminar una nota que previamente se ha-bía comprometido a escribir por cuenta de esa es-túpida mujer; y todo eso con una gentileza tanespontánea... tanto, como si fuera la cosa más lógi-ca y natural que ella no pudiera disponer de unmomento para sí; peinada pulcramente, como siem-pre, con un pequeño rizo cayéndole hacia delantemientras escribía, y que sacudía de vez en cuandopara atrás; y en medio de todo esto aún me habla-ba a intervalos, o me escuchaba, como si le fueragrato prestar atención a lo que yo decía. Si la hu-bieras visto así, Mary, no hubieras supuesto la po-sibilidad de que algún día llegue a cesar su podersobre mi corazón.

—¡Queridísimo Henry! —exclamó Mary y aña-dió, después de una breve interrupción y sonrién-dole—: ¡Cuánto me alegro de verte tan enamora-do! Es algo que me encanta. Pero, ¿qué dirán Juliay la joven señora Rushworth?

—No me importa lo que digan ni lo que sien-tan. Ahora verán qué clase de mujer es la que pue-de cautivarme, la que puede cautivar a un hombrede buen sentido. Deseo que el descubrimientopueda hacerles algún bien. Y ahora verán a su pri-

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ma tratada como hubiera debido serlo; y deseoque se avergüencen sinceramente de lo abomina-ble de su actitud desatenta y desdeñosa. Se pon-drán furiosas —añadió, después de una breve pau-sa y en tono más frío—; María, la joven señora Rush-worth, se pondrá muy furiosa. Será una amarga píl-dora para ella... es decir, como otras píldoras amar-gas: un momento de mal sabor; después se traga yse olvida; pues no soy tan vanidoso como para ima-ginar que sus sentimientos han de ser más perdu-rables que los de otras mujeres, aunque fuera yoel causante de los mismos. Sí, Mary, mi Fanny habráde notar una diferencia, vaya que sí... cada día, cadahora que pase, notará una diferencia en el com-portamiento de cuantos se le aproximen; y será laconsumación de mi felicidad el saber que ello sedebe a mí, que soy yo quien reivindico para ella laimportancia que tan justamente le corresponde.Ahora está subordinada, desamparada., sin amigos,desdeñada, olvidada.

—Eso no, Henry; no de todos. No todos la tie-nen olvidada. Su primo Edmund nunca la olvida.

—¡Edmund! Es verdad, creo que (hablando entérminos generales) es cariñoso con ella; y tam-bién sir Thomas, a su modo... pero es al modo deun tío rico, superior, conceptuoso, arbitrario. ¿Quépueden hacer sir Thomas y Edmund juntos... quéhacen por la felicidad, el bienestar, la dignidad yel prestigio social de Fanny, comparado con lo queyo haré?

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XXXI

HENRY CRAWFORD estaba de nuevo en Mansfield a lamañana siguiente y a una hora más temprana de loque es propio en las visitas normales. Las damasde la casa se hallaban ambas en el comedor de losdesayunos y, afortunadamente para él, lady Ber-tram estaba a punto de salir. La encontró casi enla puerta, y como ella no estuviera en modo algu-no dispuesta a molestarse en vano, acabó de salirdespués de recibirle cortésmente, pronunciar unabreve frase relativa a que la esperaban y ordenarun «pasen aviso a sir Thomas», a un sirviente.

Henry se alegró muchísimo de que se fuera, seinclinó y esperó a que hubiera desaparecido; a con-tinuación, sin perder un momento, se volvió haciaFanny y, sacando unas cartas, dijo con alegre ex-presión:

—No tengo más remedio que quedarle eterna-mente agradecido a quien sea que me brinde taloportunidad de verla a usted a solas. Lo deseabamás de lo que puede usted llegar a imaginar. Sa-

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biendo, como yo sé, cuáles son sus sentimientosde hermana, apenas hubiese podido tolerar quenadie más en la casa compartiese con usted el pri-mer conocimiento de las noticias que le traigo. Esun hecho. Su hermano es ya teniente. Me cabe lainmensa satisfacción de felicitarla por el ascensode su hermano. Aquí están las cartas que lo anun-cian, llegadas hace un momento. Acaso le guste austed leerlas.

Fanny quedó sin habla, pero a él no le hacía fal-ta que hablase. Ver la expresión de sus ojos, la tras-mutación de su semblante, su creciente emoción,su mezcla de perplejidad, confusión y dicha, erasuficiente. Ella tomó las cartas que él le ofrecía.La primera era del almirante, informando en pocaspalabras a su sobrino de que había logrado su obje-tivo: el ascenso del joven Price; e incluyendo otrasdos cartas, una del secretario del Primer Lord a unamigo, a quien el almirante había encargado la ges-tión del asunto, y la otra, de dicho amigo para él,donde quedaba de manifiesto que el Primer Lordhabía tenido nada menos que un gran placer enatender la recomendación de sir Charles; que sirCharles estaba muy encantado de haber tenido oca-sión de demostrar al almirante Crawford la granconsideración en que le tenía, y que el cometidodesempeñado por Mr. William Price como segun-do teniente en la corbeta de Su Majestad «Thrush»había llenado de satisfacción a un extenso círculode gente importante.

Mientras sus manos temblaban al sostener es-tas cartas, corrían sus ojos de una a la otra y sehenchía su alma de emoción, Crawford prosiguió

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así, para expresar su interés por el acontecimien-to con sincero entusiasmo:

—No voy a hablarle de mi propia dicha, aun sien-do tan grande, porque sólo pienso en la que usteddebe sentir. En comparación con usted, ¿quién tie-ne derecho a sentirse feliz? Casi he llegado a re-procharme la prioridad en conocer lo que hubieradebido saber usted antes que nadie. Sin embargo,no he perdido un momento. Esta mañana llegó tar-de el correo; pero después no ha existido otromomento de retraso. No intentaré describirle loimpaciente, lo ansioso, lo frenético que me tuvoeste asunto... ¡la tremenda mortificación, el crueldesencanto que sufrí al no poder dejarlo resueltodurante mi estancia en Londres! Allí aguardé díatras día con la esperanza de conseguirlo, pues nadamás querido que lograr este objetivo podía rete-nerme en la capital. Pero, aunque mi tío compartiómi anhelo con todo el afecto e interés que yo hu-biera deseado, y se aprestó a ayudarme inmedia-tamente, surgieron dificultades motivadas por laausencia de un amigo y los compromisos de otro,y al fin me sentí incapaz de seguir aguardando has-ta que se resolvieran; y sabiendo que dejaba elasunto en tan buenas manos, el lunes partí, confian-do que no pasarían muchos correos sin que mesiguieran unas cartas como éstas. Mi tío, que esla mejor persona del mundo, se ha preocupado,como yo sabía que no podía dejar de hacerlo ha-biendo conocido a su hermano. Estaba encantadocon él. Ayer no me hubiera permitido decirle loencantado que quedó el almirante, ni repetirle lamitad siquiera de lo que dijo en su alabanza. Pre-ferí aplazarlo hasta que se demostrara que sus

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elogios eran los de un amigo, como ahora quedademostrado. Ahora puedo decir que ni siquiera yopodía aspirar a que William Price despertara un ma-yor interés, o que se viera acompañado de mejo-res deseos ni altas recomendaciones que las quele ha otorgado mi tío con toda espontaneidad, des-pués de la tarde que pasaron juntos.

—Entonces... ¿todo esto ha sido obra de usted?—exclamó Fanny—. ¡Dios mío! ¡Qué amable, quéamabilísimo! En realidad usted... ¿fue porque us-ted lo deseó? Ruego que me perdone, pero estoyaturdida. ¿De modo que el almirante Crawford losolicitó? ¿Cómo pudo ser...? Estoy perpleja.

Henry tuvo la gran satisfacción de hacérselomás inteligible, partiendo de un punto anterior ydeteniéndose muy especialmente en lo que él ha-bía hecho. Su último viaje a Londres lo había efec-tuado con el solo objeto de presentar a su herma-no en Hill Street, y convencer a su tío para que sevaliera de toda la influencia que pudiera tener paraconseguir el ascenso. Éste había sido su negocio.No lo había comunicado a nadie; no había susurra-do a nadie una sílaba sobre el particular, ni siquie-ra a Mary; mientras no tuvo el éxito asegurado, noquiso que nadie compartiera sus sentimientos. Peroéste había sido su negocio. Y hablaba con tal ve-hemencia de lo intenso que había sido su afán, yempleaba unas expresiones tan arrebatadas, abun-dando tanto en el más profundo interés, en el do-ble motivo, en los propósitos y anhelos que no cabíaexpresar, que Fanny no hubiese podido mostrarseinsensible ante aquella riada, de haberse halladoen condiciones de prestar atención; pero su cora-zón estaba tan colmado y sus sentidos tan pasma-

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dos aún, que no llegaba a enterarse más que deun modo imperfecto de cuanto le decía, inclusocuando se refería a William, y decía tan sólo, cuan-do Henry hacía una pausa:

—¡Qué amable, qué amabilísimo! ¡Oh, Mr. Craw-ford, le quedamos eternamente agradecidos! ¡MiWilliam, mi queridísimo William!

De pronto, se puso en pie de un salto y corrióhacia la puerta, exclamando:

—Voy al encuentro de mi tío. Mi tío debe sa-berlo cuanto antes.

Pero esto Henry no pudo permitirlo. La ocasiónera demasiado propicia, y sus ansias demasiadoimpacientes. Fue tras ella inmediatamente. «No debíairse, tenía que concederle cinco minutos más.» Yla tomó de la mano, y la condujo de nuevo a suasiento, y ya estaba a la mitad de la subsiguienteexplicación cuando ella se dio cuenta de por quéla había retenido, sin que hasta aquel momento lohubiera sospechado siquiera. No obstante, al com-prenderlo y ver que Henry pretendía hacerle creerque ella había despertado en su corazón unas sen-saciones que hasta entonces no había conocido, yque cuanto había hecho por William había que re-lacionarlo con su enorme e incomparable devo-ción por ella, se sintió en extremo disgustada y,por unos instantes, incapaz de hablar. Lo conside-ró todo como tontería, como simple frivolidad ygalanteo, con el único propósito de hallar un pasa-tiempo temporal; no pudo menos de sentirse inco-rrecta e indignamente tratada, de un modo que nomerecía; pero él y esta forma de proceder veníana ser una misma cosa, formando una sola pieza conlo que antes había tenido ella ocasión de ver; y

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ahora se abstendría de mostrarle ni la mitad deldisgusto que sentía, porque por otra parte le de-bía una gratitud que ninguna falta de delicadezapodía convertir en bagatela. Mientras el corazónle saltaba aún de alegría y reconocimiento por lode William, no podía acusar un grave resentimien-to por nada que tan sólo a ella la injuriase; y des-pués de haber retirado por dos veces la mano, ypor dos veces intentado en vano apartarse de él,púsose en pie y dijo, con gran agitación:

—No siga, Mr. Crawford, por favor. Le ruego queno continúe. Este modo de hablarme es muy des-agradable para mí. Debo irme. No puedo soportar-lo. Pero él seguía hablando, describiendo su afec-to, solicitando una correspondencia y, finalmente,con palabras tan claras que no podían tener másque un significado hasta para ella, le ofreció supersona, su nombre, su fortuna... todo, en fin; y aun-que seguía sin poder suponer que hablara en se-rio, apenas podía resistirlo. Él le exigía una con-testación.

—¡No, no, no! —exclamó ella, ocultando el ros-tro—. Todo esto es absurdo. No me torture. Nopuedo escucharle más. Su amabilidad en el casode William me obliga con usted más de lo que cabeexpresar con palabras; pero no quiero, no puedosoportar, no debo escuchar esas... No, no; no pien-se en mí. Aunque ya sé que no piensa en mí en rea-lidad. Sé muy bien que no hay nada de esto.

Acababa de soltarse de él y, en aquel precisoinstante, se oyó la voz de sir Thomas hablando aun criado camino de la habitación donde se encon-traban. No había tiempo para más argumentos o mássúplicas, aunque fuese una cruel necesidad sepa-

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—¡No, no, no! —exclamóella, ocultando el

rostro.

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rarse de ella en el momento en que, para el espíri-tu confiado y presuntuoso de Henry, parecía sertan sólo la modestia lo que se oponía en el cami-no de la felicidad perseguida. Fanny salió precipi-tadamente por una puerta opuesta a aquella pordonde iba a entrar sir Thomas; y estaba ya paseán-dose arriba y abajo de su cuarto del este en me-dio de la mayor confusión de sentimientos encon-trados, antes de que sir Thomas hubiera termina-do sus cortesías y excusas, o de que empezara aenterarse de las gratas nuevas que su visitante ve-nía a comunicarle.

Fanny estaba emocionada, preocupada, temblo-rosa por todo; agitada, feliz, angustiada, profunda-mente agradecida, sumamente irritada. ¡Era algoincreíble! ¡Él se había portado de un modo imper-donable, incomprensible! Pero eran tales sus hábi-tos, que no podía hacer nada sin mezclar un pocode maldad. Previamente la había hecho la más fe-liz de las criaturas humanas, y ahora la insultaba...No sabía qué pensar, cómo enjuiciarlo, cómo consi-derarlo. Hubiera preferido que no hablase en se-rio; y, sin embargo, ¿qué podía excusar la utiliza-ción de tales palabras y ofrecimientos, si era sólocon el propósito de burlarse?

Pero William era teniente. Esto era un hechosin lugar a dudas, y sin posible engaño. Fanny seproponía recordar, en adelante, sólo esto y olvidartodo lo demás. Era de creer que Mr. Crawford novolvería a hablarle de aquel modo; y en tal caso...¡cómo le apreciaría por su bondad con William!

Fanny decidió no alejarse de su cuarto del estehasta más allá de la meseta de la escalera princi-pal, en tanto no estuviera segura de que Mr. Craw-

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ford había abandonado la casa; pero en cuanto es-tuvo convencida de que había salido, bajó con im-paciencia para ir al encuentro de su tío y gozar dela alegría que éste sintiera tanto como de la pro-pia, así como de sus informes o conjeturas respec-to del probable destino de William. Sir Thomas es-taba tan contento como ella pudiera desear, y muyamable y comunicativo; y sostuvo con él una con-versación tan agradable acerca de su hermano, quellegó a sentirse como si nada hubiera ocurridoofensivo para ella, hasta que se enteró, hacia el fi-nal, de que Mr. Crawford se había comprometido avolver para comer con ellos aquel mismo día. Eraesta una noticia sumamente desagradable, puesaunque tal vez él no pensaría para nada en lo ocu-rrido, para ella sería muy penoso verle de nuevotan pronto.

Procuró resignarse lo mejor que pudo. Al acer-carse la hora de la comida se esforzó mucho ensentir y mostrarse como de costumbre; pero le re-sultó totalmente imposible no aparecer más tími-da y agobiada cuando el invitado entró en la habi-tación. Nunca hubiera supuesto que el mismo díade tener conocimiento del ascenso de William con-currieran unas circunstancias capaces de producir-le tantas impresiones desagradables.

Mr. Crawford no solamente estaba en la habita-ción: pronto estuvo junto a ella. Tenía que entre-garle un billetito de parte de su hermana. Fannyno tuvo el valor de mirarle, pero en su voz no ha-bía reticencia alusiva a su reciente desatino. Elladesdobló el papel, contenta de poder hacer algo,y con la satisfacción, al ponerse a leer, de notar queel tráfago de tía Norris, que también comía allí, le

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servía un poco de pantalla y así pasaba más inad-vertida.

«Mi querida Fanny..., pues ahora podré llamarla siem-pre así, para inmenso alivio de una lengua que ha esta-do tropezando con el miss Price durante, al menos,las seis últimas semanas: no puedo dejar partir a mihermano sin enviarle unas líneas para hacerle extensi-va mi felicitación y darle, con el mayor júbilo, mi con-sentimiento y aprobación. Adelante, mi querida Fanny,y sin miedo; no puede haber inconvenientes dignosde mención. Me he permitido suponer que la seguri-dad de mi consentimiento representará algo; así esque puede dedicarle esta tarde sus más dulces son-risas, y devolvérmelo más feliz incluso de lo que sefue.

Suya afectísima,M.C.»

No eran éstas expresiones que pudieran hacera Fanny ningún bien; pues aunque leyó la nota condemasiada precipitación y aturdimiento para for-mar un claro juicio de lo que Mary quería decir,era evidente que se proponía cumplimentarla porla inclinación de su hermano, y hasta aparentar quecreía formal la tal inclinación. Fanny no sabía quéhacer ni qué pensar. Había desdicha en la idea deque fuese formal; era algo que la llenaba de con-fusión e inquietud en todo caso. Se sentía morti-ficada cada vez que le hablaba Mr. Crawford, y lehablaba demasiado a menudo; y temía que en lavoz y en el gesto de Henry al dirigirse a ella hu-biese un algo muy distinto de cuando se dirigía alos demás. Para ella no hubo tranquilidad durantela comida de aquel día... Apenas probó nada; y cuan-do sir Thomas, de buen talante, observó que la ale-

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gría le quitaba el apetito, fue tal su vergüenza quehubiera querido hundirse bajo tierra, por temor ala interpretación de Mr. Crawford; pues aunquenada hubiese podido inducirla a volver sus ojoshacia la derecha, donde se sentaba Henry, notó quelos de él se volvían inmediatamente para mirarla.

Fanny estuvo más callada que nunca. Apenasintervino en la conversación, ni siquiera cuando eraWilliam el tema de la misma, pues su nombramien-to procedía también del lado derecho, y resultabaangustiosa esta relación.

Le pareció que lady Bertram tardaba más quenunca en abandonar la mesa, y empezaba a deses-perar de que llegara el fin de aquella situación cuan-do, por fin, se trasladaron a la salita y formaron lasseñoras grupo aparte. Entonces tuvo ocasión depensar libremente, mientras sus tías agotaban eltema del ascenso de William, comentándolo a sumanera.

Tía Norris parecía acusar tanta satisfacción porel ahorro que ello supondría para sir Thomas, comopor cualquier otro aspecto del caso. Ahora, Williamestaría en condiciones de mantenerse, lo que re-presentaría una gran ventaja para su tío, pues nose sabía lo que había llegado a costarle; y, desdeluego, también sería un alivio para ella, en cuantoa obsequios. Estaba muy contenta de haber dadoa William lo que le dio al partir. Muy contenta, porsupuesto, de haberlo podido hacer, sin sacrificiode orden material, precisamente en aquella oca-sión... de haber podido darle algo de alguna impor-tancia (esto es, para ella, teniendo en cuenta la li-mitación de sus medios), porque ahora todo po-dría serle de utilidad, ayudándole a equipar su ca-

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marote. Bien sabía ella que el muchacho tendríaque hacer algún gasto, que muchas cosas las ten-dría que comprar... aunque seguramente sus pa-dres le orientarían de modo que pudiera conse-guirlo todo muy barato; pero ella estaba muy con-tenta de haber aportado su óbolo para aquel fin...

—Me alegro de que le dieras algo importante—dijo lady Bertram, con la calma menos sospecho-sa—, pues yo sólo le di diez libras.

—¡Vaya! —exclamó tía Norris, enrojeciendo—.A fe que se habrá marchado con los bolsillos bienforrados... ¡y sin costarle nada el viaje hasta Lon-dres!

—Thomas me dijo que diez libras eran suficien-tes.

Tía Norris, no sintiéndose en absoluto inclina-da a discutir la suficiencia de esa cantidad, optópor desarrollar el tema partiendo de otro punto.

—Es asombroso —dijo— lo mucho que cues-tan los jóvenes a aquellos que les quieren..., ¡loque cuesta educarlos y darles un camino! Poco seimaginan ellos lo que representa, lo que sus pa-dres o sus tíos y tías tienen que gastar por ellosen el transcurso de un año. Mira, ahí tienes a loshijos de nuestra hermana: me atrevo a decir quenadie creería lo que todos ellos, en conjunto, cues-tan al año a sir Thomas, para no hablar de lo queyo hago por ellos.

—Es muy cierto, hermana, lo que dices. Pero...¡pobres criaturas!, ellos no pueden remediarlo; ytú sabes que eso significa muy poco para sir Tho-mas.

Fanny: espero que William no se olvide de michal si va a las Indias Orientales; y también le en-

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cargaré algo más que valga la pena tener. Me gus-taría que fuese a las Indias Orientales; así podríatraerme el chal. Me parece que tendré dos chales,Fanny.

Fanny, entretanto, hablando sólo cuando no po-día evitarlo, trataba ansiosamente de averiguar loque Mr. Crawford y su hermana se proponían. Todolo del mundo inducía a creer que no eran since-ros, excepto sus palabras y modo de proceder.Cuanto pudiera considerarse natural, probable,razonable, estaba en contra: así todos los hábitosy opiniones generales de los dos hermanos, comolos pocos merecimientos de ella misma. ¿Cómopodía ella provocar un sentimiento formal en unhombre que había conocido a tantas, tenido la ad-miración de tantas, y flirteado con tantas, infini-tamente superiores a ella; que parecía tan poco pro-penso a dejarse impresionar seriamente, hasta cuan-do alguien penaba por él; que se había mostradotan ligero, indiferente e insaciable en este aspec-to; que lo era todo para todos, y parecía no encon-trar a nadie indispensable para él? Y además, cómoera posible suponer que su hermana, con todassus elevadas y mundanas ideas sobre el matrimo-nio, iba a favorecer algo que tuviera un sentido for-mal por aquel lado? Nada podía ser menos natu-ral, tanto en el uno como en la otra. Fanny se aver-gonzó de haberlo puesto en duda siquiera. Cual-quier cosa era posible imaginar antes que una incli-nación sincera, o la aprobación de la misma, haciaella. De esto estaba plenamente convencida antesde que sir Thomas y Mr. Crawford se reunieran conellas. La dificultad estuvo en mantener tal convic-ción de un modo tan absoluto una vez Henry se

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hubo instalado allí; ya que por una o dos veces fijóen ella una mirada, como involuntariamente, queno supo clasificar entre las de significado corrien-te. En otro hombre cualquiera, al menos, ella hu-biera dicho que significaba algo muy serio, muyconcreto. No obstante, siguió tratando de creerque no pasaba de lo que él había expresado a me-nudo a sus primas y a otras cincuenta mujeres.

Pensó que él deseaba hablarle sin que le oye-ran los demás. Se imaginó que lo estaba intentan-do, a intervalos, durante toda la velada, siempre quesir Thomas salía de la habitación con tía Noms, ypuso mucho cuidado en evitar toda ocasión.

—Por fin —para la inquietud de Fanny resultóun por fin, aunque no era demasiado tarde— em-pezó él a hablar de marcharse; pero el consuelode aquella decisión quedó anulado al volverse actoseguido Henry hacia ella para decirle:

—¿No tiene que enviarle usted nada a Mary?¿No hay contestación a sus líneas? Quedará de-fraudada si no recibe nada de usted. Por favor, es-críbale, aunque sea una sola línea.

—¡Oh, sí, claro! —exclamó Fanny, levantándoseapresuradamente, con el apresuramiento del ago-bio y de las ganas de escabullirse—. Le escribiréenseguida.

Se dirigió, por tanto, a la mesa donde solía es-cribir por cuenta de su tía y preparó el material,sin saber ni remotamente qué iba a decir. Había leí-do la esquela de Mary una sola vez; y dar contes-tación a algo tan imperfectamente comprendidoconstituía un verdadero apuro. Nada práctica enesa clase de correspondencia a través de billetes,si le hubiera quedado tiempo para detenerse en

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escrúpulos y temores respecto del estilo, los hu-biera sentido en abundancia; pero era preciso es-cribir algo en el acto, y con un solo propósito deci-dido (el de no dar la impresión que meditaba algorealmente intencionado), escribió lo que sigue conmano temblorosa, reflejo de la inquietud de suespíritu:

«Le quedo muy agradecida, mi querida miss Crawford,por su amable felicitación, en cuanto se relaciona conmi queridísimo William. El resto de su nota, bien lo sé,no significa nada; de todos modos, soy yo tan infe-rior para una cosa de ésas, que espero querrá excu-sarme si le pido que no haga más caso del asunto.Conozco demasiado a su hermano para no compren-der sus prácticas; si él me comprendiera tan bien a mí,seguramente que se portaría de otro modo. No sé loque escribo, pero me haría usted un gran favor si novolviera a mencionar jamás este particular. Con gra-cias por haberme honrado con sus líneas, quedo, que-rida miss Crawford», etc., etc.

El final apenas era inteligible, debido a su cre-ciente pavor, pues notó que Mr. Crawford, so pre-texto de recoger la nota, se aproximaba a ella.

—No vaya a creer que vengo a darle prisa —dijoen voz baja, apreciando el pasmoso azoramientocon que ella puso fin al escrito—, no vaya a supo-ner que fuera éste mi propósito. No se apresure,se lo ruego.

—No, gracias. Ya he terminado, ahora mismo...al momento estará listo... le quedaré muy agrade-cida... si tiene la bondad de entregar esto a Mary.

Fanny sostenía el billete, y él tuvo que tomar-lo; y como ella se dirigió inmediatamente, y des-

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viando la mirada, a la chimenea para reunirse conlos demás, él no tuvo más remedio que marchar-se sin aguardar otro momento.

Fanny pensó que nunca había conocido un díatan lleno de impresiones, lo mismo de inquietudque de satisfacción; pero, afortunadamente, la satis-facción no era de las que mueren con el día, puestodos los días se renovaría el conocimiento delascenso de William, mientras que la inquietud, asílo esperaba, no volvería ya. No le cabía la menorduda de que su billete les parecería excesivamen-te mal escrito, que su lenguaje avergonzaría a unpárvulo, pues la zozobra no le había permitido arre-glarlo; pero al menos les convencería a los dos deque no la engañaban ni la complacían las atencio-nes de Mr. Crawford.

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XXXII

FANNY no había olvidado en modo alguno a Mr. Craw-ford cuando se despertó a la mañana siguiente;pero recordaba también el sentido de su contes-tación escrita y no se sentía menos optimista encuanto a sus efectos que la noche anterior. Contal de que Mr. Crawford quisiera marcharse... Ésteera su más ferviente deseo: que se fuera y se lle-vara a su hermana consigo, como estaba previsto,ya que por ello había vuelto a Mansfield. Y por quéno lo había hecho ya, era algo que ella no podíaexplicarse, pues lo cierto era que miss Crawfordno deseaba retrasar la partida. Fanny había espera-do, durante la visita del día anterior, que se citarala fecha; pero él sólo habló del viaje como de cosalejana.

Como había quedado tan satisfactoriamenteconvencida del efecto que producirían sus líneas,no pudo menos de asombrarse cuando, por casuali-dad, vio a Mr. Crawford dirigirse nuevamente a lacasa, y a una hora tan temprana como el día ante-

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rior. Su visita no tendría nada que ver con ella, peroharía todo lo posible para evitar su presencia; y comoen aquel momento se dirigía al piso superior, de-cidió permanecer arriba mientras durase la visita,a menos que la reclamasen; pero teniendo en cuen-ta que tía Norris estaba aún en la casa, parecía nohaber mucho peligro de verse requerida.

Permaneció algún tiempo sentada, llena de agi-tación, escuchando, temblando y temiendo a cadainstante que la llamara; pero como no oyese pa-sos acercarse al cuarto del este, fue recobrandogradualmente la tranquilidad, se sintió capaz deocuparse en algo y concibió la esperanza de queMr. Crawford hubiera acudido y se marchara sinobligarla a ella a saber nada de lo tratado.

Casi media hora había transcurrido y se sentíacada vez más segura cuando, de pronto, se oyó elruido progresivo de unos pasos que se acercaban...unos pasos fuertes, mesurados, insólitos en aque-lla parte de la casa. Eran de su tío. Los conocía tanbien como su voz; tanto como ésta la había hechotemblar en otro tiempo, la hacía ahora temblar denuevo el pensar que subía para hablarle, cualquie-ra que fuese el tema. Fue, en efecto, sir Thomasquien abrió la puerta, al tiempo que preguntaba siella estaba allí y si se podía entrar. El terror de susantiguas visitas ocasionales a aquella habitaciónpareció renovarse totalmente en Fanny, que tuvola sensación de que iba a examinarla nuevamentede francés e inglés.

Ella estuvo, no obstante, perfectamente atentacolocando una silla para él y procurando mostrar-se honrada con la visita; pero en su aturdimientono tuvo siquiera en cuenta las deficiencias del apo-

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sento hasta que él, deteniéndose en seco apenasacababa de entrar, dijo con gran extrañeza:

—¿Por qué no tienes hoy fuego en la chimenea?Las tierras estaban cubiertas de nieve y Fanny

se abrigaba con un chal. Vaciló, antes de contestar:—No tengo frío. Nunca permanezco aquí mu-

cho tiempo en esta época del año.—¿Pero tienes fuego, corrientemente?—No, tío.—¿Cómo se explica esto? Aquí tiene que haber

algún error. Yo tenía entendido que hacías uso deesta habitación a fin de que pudieras encontrar enella todas las comodidades. En tu dormitorio, yasé que no puede haber fuego. Aquí ha habido unenorme error que debe rectificarse. No es nadaconveniente para ti permanecer aquí sentada, aun-que sólo sea media hora al día, sin calefacción. Noeres fuerte. Estás helada. Tu tía no debe habersedado cuenta de esto.

Fanny hubiera preferido guardar silencio; peroal verse obligada a hablar, no pudo abstenerse, parahacer justicia a la tía que le era más querida, dedecir algo en que las palabras «tía Norris» fuerondistinguibles.

—Ya comprendo —dijo su tío, recordando y noqueriendo saber más—. Ya comprendo. Tu tía No-rris siempre abogó, y muy juiciosamente, porquese educara a la juventud sin concesiones innece-sarias; pero en todo debe haber moderación. Ellaes también muy severa consigo misma, lo cual tie-ne que influir, desde luego, en su opinión acercade las necesidades de los demás. Y en otro aspec-to, lo comprendo también perfectamente. Bien sécuales fueron siempre sus sentimientos. Su teoría

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—¿Por qué no tienes hoy fuego en la chimenea?

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era buena en sí, pero puede que en tu caso se hayallevado, y yo creo que se ha llevado, demasiadolejos. Me consta que a veces, en algunos puntos,se ha establecido injusta distinción; pero es de-masiado bueno el concepto en que te tengo, Fanny,para suponer que vayas a guardar jamás resenti-miento por ello. Tienes una comprensión que teimpedirá considerar las cosas sólo en parte, a juz-gar con parcialidad los resultados. Debes conside-rar el pasado, en todo su conjunto, tener en cuentatiempos, personas y probabilidades, y apreciarásque no eran menos amigos tuyos los que te edu-caban y preparaban para esa condición de medio-cridad que parecía ser tu destino. Aunque talesprecauciones pudieran resultar prácticamente in-necesarias, la intención era buena; y de esto pue-des estar segura: todas las ventajas de la opulen-cia las tendrás dobladas gracias a las pequeñasprivaciones y limitaciones que se te impusieron.Estoy seguro de que no defraudarás la opinión quede ti he formado, tratando siempre a tu tía Norriscon el respeto y la atención que se le debe. Perobasta de eso. Siéntate, querida. He de hablarte unosminutos, pero no quiero retenerte mucho tiempo.

Fanny obedeció, bajando los ojos y sonroján-dose. Después de una breve pausa, sir Thomas, pro-curando reprimir una sonrisa, prosiguió:

—Tal vez no estés enterada de que esta maña-na he tenido una visita. Poco tiempo llevaba en midespacho, después del desayuno, cuando introdu-jeron a Mr. Crawford. Acaso puedas conjeturar elmotivo de su embajada.

El sonrojo de Fanny aumentaba más y más; y sutío, notando que estaba aturdida hasta el punto

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de hacérsele imposible hablar, tanto como levantarlos ojos, desvió su propia mirada y, sin detenersemás, procedió a referir su entrevista con Mr. Craw-ford.

Mr. Crawford había venido a declararse enamo-rado de Fanny, hacer concretas proposiciones so-bre ella y pedir la autorización de su tío, que pare-cía estar en el lugar de sus padres; y lo había he-cho todo tan bien, mostrándose tan franco, tan li-beral, tan correcto, que sir Thomas, considerandoademás que sus propias réplicas y observacioneshabían sido muy del caso, tuvo sumo gusto en con-tar los pormenores de la conversación; y, lejos deadivinar lo que ocurría en el interior de su sobri-na, se figuraba que con semejantes detalles se de-leitaba ella mucho más que él mismo. Así es queestuvo hablando por espacio de varios minutos sinque Fanny osara interrumpirle. Apenas si alcanza-ba a desearlo. Era excesiva la turbación de su espí-ritu. Había cambiado de postura; y con la miradaestática, fija en una de las ventanas, escuchaba asu tío, llena de congoja y tribulación. Él calló unmomento, pero ella apenas había llegado a darsecuenta de la pausa cuando sir Thomas, poniéndo-se en pie, dijo:

—Y ahora, Fanny, desempeñada una parte de micometido y una vez tú enterada de que todo estose apoya sobre una base totalmente segura y sa-tisfactoria, voy a completarlo induciéndote a queme acompañes abajo, donde encontrarás a alguienmás digno de ser escuchado, aunque puedo pre-sumir de haber sido un interlocutor nada desde-ñable. Mr. Crawford, como tal vez hayas previsto,

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está todavía aquí. Se encuentra en mi despacho,con la esperanza de verte.

Al escuchar esto, puso Fanny una expresión,dio un respingo, lanzó un grito, que dejaron atóni-to a sir Thomas; pero, cuál no sería su asombro aloírla exclamar:

—¡Oh, no, tío! No puedo, de veras que no pue-do ir abajo, a su encuentro. Mr. Crawford debierasaber... tiene que saberlo; ayer le dije bastante paraque quedara convencido... ayer me habló de ello...y le dije sin rebozo que era un tema muy desagra-dable para mí, y que no estaba en mi poder corres-ponderle.

—No alcanzo a comprenderte —dijo sir Tho-mas, sentándose de nuevo—. ¡Que no puedes co-rresponderle! ¿Qué significa esto? Ya sé que te ha-bló ayer y, según tengo entendido, halló en ti todoel ánimo para seguir adelante que pudiera darleuna muchacha prudente. A mí me gustó mucho tucomportamiento durante la velada; fue prueba deuna discreción altamente recomendable. Pero aho-ra, cuando él ha hecho su declaración tan correctay honestamente... ¿cuáles pueden ser tus escrúpu-los, ahora?

—¡Se engaña usted, tío! —exclamó Fanny, impe-lida por la ansiedad del momento a decirle, hastaa su tío, que estaba en un error—. Está completa-mente equivocado. ¿Cómo ha podido Mr. Crawforddecir tal cosa? Yo no le di ánimos ayer. Al contra-rio, le dije... no puedo recordar las palabras exac-tas, pero estoy segura que le dije que no queríaescucharle, que era muy desagradable para mí portodos los conceptos, y que le rogaba que no vol-viera jamás a hablarme de aquel modo. Estoy se-

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gura de que le dije todo esto, y más; y más le hu-biera dicho aún de haber tenido la absoluta certe-za de que se proponía algo en serio; pero a mí nome gustaba... yo no podía... atribuir a sus palabrasun sentido más formal del que pudieran tener. Yocreí que, para él, todo eso quedaría en nada.

No pudo decir más; había quedado casi sinaliento.

—¿He de interpretar —dijo sir Thomas, rompien-do un corto silencio— que tienes la intención derechazar a Mr. Crawford?

—Sí, señor.—¿Le rechazas?—Sí, señor.—¡Rechazar a Mr. Crawford! ¿Con qué pretex-

to? ¿Por qué razón?—Yo... yo no puedo quererle bastante, tío, para

casarme con él.—¡Es muy extraño! —dijo sir Thomas, con me-

surado tono de disgusto—. Aquí hay algo que micomprensión no alcanza a descifrar. He aquí a unjoven enamorado de ti, poseedor de cuanto pue-de acreditar a un pretendiente: no sólo posiciónsocial, fortuna y personalidad, sino también unasimpatía poco corriente, un trato y una conversa-ción gratos a todo el mundo. Y no se trata de unconocido de hoy; hace bastante tiempo que le co-noces. Su hermana, además, es una íntima amiga; yél hizo por tu hermano aquello, lo cual me hizosuponer que habría de ser para ti recomendaciónsuficiente, de no existir otra. Quién sabe cuándohubiera sacado a William adelante con mi influen-cia. Él lo ha conseguido ya.

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—Sí —dijo Fanny con voz desfallecida, baja lamirada y enrojeciendo de nuevo; y se sintió casiavergonzada de sí misma, después del cuadro quehabía trazado su tío, por no gustarle Mr. Crawford.

—Tenías que darte cuenta —reanudó sir Tho-mas—, tenías que notar, de un tiempo para acá, cier-ta particularidad en la actitud de Mr. Crawford ha-cia ti. Esto no puede haberte cogido de sorpresa.No podían pasarte inadvertidas sus atenciones; yaunque siempre las recibiste dignamente (nada ten-go que reprocharte por este lado), jamás noté quete resultaran desagradables. Casi me inclino a creer,Fanny, que no conoces exactamente tus propiossentimientos.

—¡Oh, sí, tío! Sí que los conozco. Sus atencio-nes eran siempre... lo que no me gustaba.

Sir Thomas la miró más sorprendido aún.—Esto está fuera de mis alcances —dijo—. Esto

requiere una explicación. Joven como eres, sin ha-ber tratado apenas a ningún hombre, es casi impo-sible que tu corazón...

Se interrumpió y la miró fijamente. Vio en suslabios formado un no, aunque la palabra no llegóa articularse, pero su rostro se riñó de escarlata.Esto, sin embargo, en una muchacha tan modesta,podía ser muy compatible con la inocencia; y de-cidiendo al menos mostrarse satisfecho, añadiórápidamente:

—No, no; Ya sé que esto está fuera de toda du-da... que es completamente imposible. Bien, no haymás que decir.

Y nada dijo por espacio de unos minutos. Sepuso a meditar profundamente, mientras su sobri-na meditaba también, tratando de templarse y pre-

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pararse contra ulteriores interrogatorios. Hubierapreferido morir antes que confesar la verdad; y es-peraba, con un poco de reflexión, hallar la suficien-te fortaleza para no traicionarse.

—Aparte del interés que la elección de Mr. Craw-ford parece justificar —dijo sir Thomas, empezan-do de nuevo con gran serenidad—, el hecho de quedesee casarse tan pronto le acredita a mis ojos.Soy un defensor de los casamientos a tempranaedad, cuando existen medios adecuados, y me gus-taría que todos los hombres, disponiendo de in-gresos suficientes, fijaran su vida lo antes posiblea partir de los veinticuatro años. Tanto es así, queme apena pensar cuán poco probable es que mi hijomayor, tu primo Tom, se case pronto; pero, al pre-sente, me parece que el matrimonio no entra ensus cálculos ni pensamientos. Desearía verle másinclinado a establecerse —aquí echó una ojeada aFanny—. A Edmund, teniendo en cuenta sus ten-dencias y hábitos, lo considero mucho más propen-so a casarse joven que su hermano. Es indudableque él, según ha deducido últimamente, ha des-cubierto a la mujer en quien podría depositar suamor; lo cual, estoy convencido de ello, no le haocurrido a mi hijo mayor. ¿No es así? ¿Estás deacuerdo conmigo, querida?

—Sí, señor.Lo dijo débilmente, pero con tranquilidad, y sir

Thomas quedó aliviado por lo que a los primos serefería. Pero la desaparición de su alarma no sir-vió de nada a Fanny. Al confirmarse lo inexplicablede su actitud, aumentó el disgusto de su tío; éstese puso en pie y empezó a pasear por la habita-ción con un ceño que Fanny pudo imaginar, ya que

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no se atrevió a levantar la mirada, para decir pocodespués, con tono autoritario:

—¿Tienes alguna razón, criatura, para pensarmal del carácter de Mr. Crawford?

—No, señor.Hubiera querido añadir: «... pero de sus princi-

pios, sí que la tengo»; no obstante, le faltó el valorante la aterradora perspectiva de discutir, explicary, probablemente, no convencer. El mal conceptoen que le tenía se fundaba principalmente en ob-servaciones que, por consideración a sus primas,apenas podía atreverse a mencionar ante el padre.María y Julia, y especialmente María, estaban tanestrechamente ligadas al mal comportamiento deMr. Crawford, que Fanny no podía describir la per-sonalidad de éste sin traicionarlas. Ella había con-cebido la esperanza de que para un hombre comosu tío, tan sagaz, tan caballeroso, tan bueno, el sim-ple conocimiento de una decidida aversión por par-te de ella sería suficiente. Grande fue su pena alencontrarse con que no era así.

Sir Thomas se acercó a la mesa ante la que esta-ba ella sentada, temblando de angustia, y con acen-tuado tono de fría severidad dijo:

—Me doy cuenta de que es inútil hablar conti-go. Mejor hubiera sido poner fin a esta enojosaconferencia. No debemos tener aguardando pormás tiempo a Mr. Crawford. Por lo tanto, sólo aña-diré, considerando que es mi deber exponer miopinión sobre tu conducta, que has defraudadotodas mis esperanzas y que demuestras tener uncarácter completamente opuesto a lo que yo habíaimaginado. Pues yo tenía, Fanny, y supongo que micomportamiento lo habrá demostrado, una muy fa-

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vorable opinión de ti, desde que regresé a Inglate-rra. Te consideraba particularmente libre de ter-quedades, engreimientos y de toda propensión aese espíritu de independencia tan preponderanteen estos tiempos modernos, hasta entre las jóve-nes, y que en las jóvenes resulta más ofensivo ydesagradable que cualquier ofensa vulgar. Pero aho-ra me has demostrado que puedes ser voluntario-sa y egoísta, que puedes y quieres decidir por tucuenta, sin la menor consideración o deferenciahacia aquellos que tienen ciertamente algún dere-cho a guiarte... sin pedirles siquiera consejo. Tehas mostrado muy distinta de lo que yo había ima-ginado. Las ventajas o desventajas para tu familia...para tus padres, para tus hermanos y hermanas, pare-ce que ni por un momento te has detenido a consi-derarlas en esta ocasión. Lo mucho que ellos po-drían beneficiarse, lo mucho que ellos habrían dealegrarse de semejante colocación, nada significapara ti. Piensas sólo en ti misma; y sólo porque nosientes exactamente por míster Crawford lo queuna imaginación joven, exaltada, se figura que esindispensable para ser feliz, decides rechazarloen el acto, sin pedirte siquiera un poco de tiempopara considerarlo... sin dejar un poco más de mar-gen a la fría reflexión, a un concienzudo examende tus verdaderas inclinaciones... y, en un incon-cebible arrebato de insensatez, estás desechandouna oportunidad de casarte con un partido desea-ble, honroso, digno, como acaso nunca más se tevuelva a ofrecer. Aquí tienes a un hombre jovende buen sentido, con temperamento, carácter, mo-dales y fortuna, que te quiere de sobra y que pre-tende tu mano del modo más noble y desinteresa-

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do; y deja que te diga, Fanny, que acaso vivas otrosdieciocho años sin que te pretenda otro hombrecon la mitad del patrimonio de Mr. Crawford nicon la décima parte de sus cualidades. Contentole hubiera yo cedido cualquiera de mis propiashijas. María se casó dignamente; pero si Mr. Craw-ford me hubiera pedido la mano de Julia, se la hu-biera concedido con mayor y más profunda satis-facción de la que me ocupo al conceder la de Ma-ría a Mr. Rushworth —después de una breve pau-sa añadió—: Y me hubiera sorprendido muchísimoque alguna de mis hijas, al recibir una proposiciónde casamiento, en cualquier ocasión, y aun siendosólo la mitad de deseable que ésta, se hubieraopuesto de un modo inmediato y perentorio, y sintener la delicadeza de consultar mi opinión o micriterio, con una rotunda negativa. Me hubiera sor-prendido y me hubiera lastimado mucho tal pro-ceder. Lo hubiera considerado una grosera viola-ción del respeto y del deber. A ti no hay que apli-carte la misma regla. Tú no me debes la sumisiónde una hija. Pero, Fanny, si en tu corazón puedecaber la ingratitud...

Se interrumpió. Fanny sollozaba en aquellos mo-mentos tan amargamente que, a pesar de lo irrita-do que él estaba, no quiso insistir más sobre aquelpunto. Ella sentía que se le destrozaba el corazóncon aquella descripción del concepto que merecíaa su tío... ¡con aquellas acusaciones, tan duras, tanmúltiples, alzándose en tan espantosa progresión!Voluntariosa, obstinada, egoísta... y desagradecida.Todo eso la consideraba su tío. Ella había defrau-dado sus esperanzas, había destruido el buen con-cepto en que la tenía... ¿Qué sería de ella?

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—Lo siento mucho —dijo Fanny de un modoinarticulado, entre sollozos—; de veras que lo sien-to mucho.

—¡Lo sientes! Sí, espero que lo sientas; y segu-ramente tendrás motivo de lamentar, por muchotiempo, lo decidido este día.

—Si me fuera posible obrar de otro modo... —dijoella, haciendo otro gran esfuerzo—; pero estoy com-pletamente convencida de que nunca podría ha-cerle feliz, y de que yo misma me sentiría misera-ble.

Nuevo torrente de lágrimas; pero, a despechode esta nueva riada, y a despecho de la funestapalabra «miserable» que sirvió para provocarla, sirThomas empezó a pensar que acaso tuviera algunaparte en ello cierta tendencia conciliatoria, ciertoprincipio de rectificación, y a inferir que sería favo-rable la súplica personal del joven pretendiente.Sabía que Fanny era extremadamente tímida y ner-viosa, y se dijo que no era del todo improbableque su estado de ánimo fuese tal, que un poco detiempo, un poco de presión, un poco de pacien-cia..., una juiciosa mezcla de todo ello por partedel galán, pudiera producir los acostumbrados efec-tos. Si el caballero estuviera dispuesto a perseve-rar..., con tal que su amor fuera suficiente para lle-varle a perseverar... Sir Thomas empezaba a sentir-se nuevamente esperanzado. Y después de hacer-se estas reflexiones que confortaron su ánimo, dijo,empleando un tono convenientemente grave, peromenos colérico:

—Bueno, bueno criatura, enjuga tu llanto. Denada sirven estas lágrimas; nada pueden arreglar.Ahora, debes acompañarme abajo. Mr. Crawford lle-

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va ya demasiado tiempo esperando. Debes darletu respuesta personalmente: no puedes esperarque vaya a conformarse con menos; y sólo tú pue-des explicarle la razón de esa errónea interpreta-ción de tus sentimientos en que, desgraciadamentepara él, ha incurrido. Yo soy totalmente incapaz deello.

Pero Fanny mostró tal renuencia, tal aflicciónante la idea de acudir a su lado, que sir Thomas,después de considerarlo un poco, juzgó que seríamejor condescender. Sus esperanzas respecto dela proyectada entrevista sufrieron, por tanto, unaligera depresión; pero al mirar a su sobrina y verel estado de su ánimo y su rostro a consecuenciadel llanto vertido, pensó que había tanto a perdercomo a ganar con una inmediata entrevista. En con-secuencia, diciendo algunas palabras desprovistasde especial significación, marchóse él sólo, dejan-do a su pobre sobrina llorando por lo ocurrido,sumida en un mar de infelicidad.

En el ánimo de Fanny todo era desorden. El pa-sado, el presente, el futuro, todo se le aparecía terri-ble. Pero la cólera de su tío era lo que le causabala pena más honda. ¡Egoísta y desagradecida! ¡Queél la considerase así! Ya siempre sería desgracia-da. No tenía a nadie que se pusiera de su parte,que la aconsejara, que hablase por ella. Su únicoamigo estaba ausente. El hubiese podido aplacara su padre. Pero todos, quizás todos, la conside-rarían egoísta y desagradecida. Tendría que sopor-tar el reproche un día y otro; tendría que oírlo, overlo, o reconocer su existencia en cuanto se rela-cionase con ella. No pudo menos que sentir cier-to resentimiento contra Mr. Crawford; sin embar-

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go, ¡y si la amaba realmente, y era desgraciado tam-bién! Todo era un conjunto de desventuras.

Al cabo de un cuarto de hora, aproximadamen-te, volvió su tío; al verle, Fanny estuvo a punto dedesmayarse. Pero le dirigió la palabra apaciblemen-te, sin severidad, sin reproches, y ella revivió unpoco. Además, había también consuelo en sus pa-labras, tanto como en su tono, pues empezó di-ciendo:

—Mr. Crawford se ha ido; acaba de dejarnos.No es necesario repetir lo que ha ocurrido. No quie-ro agravar tu sentimiento, refiriéndote lo que hasentido él. Baste con decir que se ha conducidodel modo más noble y caballeroso, y me ha confir-mado en la favorabilísima opinión que me merecesu entendimiento, corazón y temple. Ante mi ex-posición de lo que tú estabas sufriendo, inmedia-tamente, y con la mayor delicadeza, abandonó supretensión de verte por el momento.

Aquí Fanny, que había alzado la mirada, la bajóde nuevo.

—Desde luego —prosiguió su tío—, como nopodías dejar de suponer, ha pedido hablar contigoa solas, aunque sólo sea por espacio de cinco mi-nutos; una petición muy natural, una aspiración de-masiado justa para no satisfacerla. Pero no se hafijado el momento; acaso mañana o cuando tu espí-ritu esté lo bastante sosegado. De momento, loúnico que debes hacer es tranquilizarte. Reprimeese llanto; sólo contribuye a agotarte. Si, como quie-ro suponer, deseas hacerme algún caso, no te aban-donarás a esas crisis emocionales, sino que pro-curarás razonar y mostrar una mayor entereza deánimo. Te aconsejo que salgas; el aire te hará bien.

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Date un paseo de una hora por los caminos enare-nados, entre los matorrales; nadie te estorbará allí,y será lo mejor para tomar el aire y hacer ejercicio.Y, Fanny —añadió, volviéndose otra vez por un mo-mento—, abajo no haré mención alguna de lo su-cedido; ni siquiera se lo contaré a tía Bertram. Noes ocasión de divulgar el contratiempo; no digas túnada tampoco.

Era ésta una orden para ser obedecida con lamayor alegría; era un proceder bondadoso que Fan-ny agradecía en el alma. ¡Ahorrarle los intermina-bles reproches de tía Norris! La dejó con el cora-zón inflamado de gratitud. Cualquier cosa podíaresultar más soportable que tales reproches. Nisiquiera la perspectiva de entrevistarse con Mr. Craw-ford podía abrumarla tanto.

Salió enseguida, como le había recomendadosu tío, y siguió al pie de la letra su consejo, hastadonde le fue posible: contuvo su llanto y con elmayor celo trató de apaciguar sus ánimos y forta-lecer su espíritu. Quería demostrar a sir Thomasque deseaba complacerle y ansiaba reconquistarsu favor; pues él le había dado otro poderoso mo-tivo para esforzarse, al ocultar a sus tías la totali-dad de aquel asunto. No despertar sospechas através de su aspecto o porte constituía ahora suobjetivo que valía la pena conseguir; y se sintiócapaz de casi cualquier cosa que la pusiera a sal-vo de tía Norris.

Quedó impresionada, profundamente impresio-nada, cuando, de vuelta de su paseo, lo primeroque vio al entrar en su cuarto del Este fue un mag-nífico fuego ardiendo, llameando en la chimenea.¡Tenía lumbre! Casi era demasiado. Que le hiciera

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semejante favor, justamente en aquellos momentos,provocaba en ella una gratitud hasta aflictiva. Semaravilló de que sir Thomas tuviera tiempo de acor-darse de aquella menudencia; pero no tardó enenterarse, por la espontánea información de unacriada que acudió para atizar el fuego, de que asísería todos los días. Sir Thomas había dado lasoportunas órdenes en tal sentido.

—¡Tendría que ser yo una fiera, realmente, parasentir ingratitud! —exclamó en un soliloquio—.¡Que el cielo me impida ser ingrata!

No vio más a su tío, ni a tía Norris, hasta quese reunieron para comer. La actitud de su tío conrespecto a ella fue lo más parecida posible a lonormal. Estaba segura de que él no pretendía mos-trarse nada distinto, y de que era sólo su propiaconciencia lo que la llevaba a imaginar que existíaalguna diferencia; pero su tía pronto empezó a mos-trarse belicosa con ella; y al constatar lo mucho ylo desagradablemente que la simple cuestión dehaber salido a pasear sin el permiso de su tía po-día apurarse, diose cuenta Fanny de cuán grandeera su razón al bendecir la bondad de sir Thomas,que le ahorraba las censuras de aquel mismo espí-ritu de reproche aplicado a una cuestión de ma-yor trascendencia.

—De haber sabido que salías, te hubiera encar-gado que te llegaras hasta mi casa con algunas ins-trucciones para Nanny —dijo tía Norris—; pero, alignorarlo, y aun representando para mí un gran in-conveniente, me he visto obligada a ir a hacerlo yomisma. Apenas disponía de tiempo para ello, y túpudiste ahorrarme la molestia sólo con que hubie-ras tenido la amabilidad de hacerme saber que sa-

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lías. A ti te hubiera dado lo mismo, supongo, pa-sear por el plantío de arbustos que llegarte a micasa.

—Recomendé a Fanny los arbustos, por ser ellugar más seco —terció sir Thomas.

—¡Oh! —exclamó tía Norris, quedando momentá-neamente cortada—; fue una gran amabilidad, Tho-mas; pero no sabes lo seco que es el camino quelleva a mi casa. Por ese lado, Fanny hubiera dadoun paseo igualmente saludable, con la ventaja dehacer algo útil y complacer a su tía. Suya es todala culpa. Cuando menos, podía decirme que iba asalir. Pero hay algo en Fanny... Ya lo he observadoen varias ocasiones: le gusta hacer las cosas a suantojo, no quiere que la guíen, va a pasear por sucuenta, siempre que puede; es evidente que hayen ella cierto espíritu de misterio, de independen-cia e insensatez, del cual le aconsejaría que se des-prendiese.

Sir Thomas pensó que, como reflexión generalsobre Fanny, nada podía ser más injusto, a pesarde que él mismo, aquel mismo día, había expresa-do los mismos conceptos; y procuró cambiar laconversación. Lo procuró repetidas veces antes deconseguirlo, porque tía Norris carecía del discer-nimiento necesario para notar, ni entonces ni nun-ca, hasta qué punto sir Thomas consideraba bien asu sobrina, o lo lejos que estaba de desear que seensalzaran los méritos de sus propias hijas a cos-ta de rebajar los de Fanny. Tía Norris estuvo ha-blando a Fanny y lamentando su paseo secreto has-ta la mitad de la comida.

Calló, sin embargo, al fin; y la velada se presen-tó con un cariz más apacible para Fanny y una ma-

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yor cordialidad de lo que ella hubiera podido es-perar después de aquella mañana tan tormentosa;pero, tenía, ante todo, la certeza de haber procedi-do rectamente, de que no la habían cegado sus pro-pias convicciones... De la pureza de sus intencio-nes podía responder. Y, en segundo lugar, alimen-taba la esperanza de que el disgusto de su tío ibacediendo, y cedería más aún cuando examinara elcaso con más ecuanimidad y reconociera, comoun hombre bueno debe reconocer, lo calamitoso eimperdonable, lo irremediable y vil que sería ca-sarse sin amor.

Cuando la entrevista que la amenazaba para lamañana siguiente hubiese terminado no podría me-nos de hacerse la ilusión de que el asunto habíaconcluido por fin; y de que, una vez lejos Mr. Craw-ford de Mansfield, todo quedaría pronto como sino se hubiera dado el caso. No quería, no podíacreer que lo que Mr. Crawford sintiera por ella leatormentase mucho tiempo; su espíritu no era deesa clase. Londres le curaría pronto. En Londresaprendería pronto a maravillarse de sus apasiona-miento, y le agradecería a ella su sano juicio, quele salvaba de las malas consecuencias.

Mientras Fanny estaba concibiendo estas espe-ranzas, a su tío, poco después del té, le reclama-ron fuera de la habitación; caso éste demasiadocorriente para que ella pudiera sorprenderse, y nisiquiera se acordó más de ello hasta que, a los diezminutos, reapareció el mayordomo y se dirigió di-rectamente hacia ella para decirle:

—Sir Thomas desea hablar con usted, señorita,en su despacho.

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Entonces se le ocurrió de qué podía tratarse;por su mente cruzó una sospecha que se llevó elcolor de sus mejillas. Pero se puso en pie inmedia-tamente, dispuesta a obedecer, cuando tía Norrisla llamó:

—¡Aguarda, aguarda, Fanny! ¿Qué te ocurre?¿Adónde vas? No te precipites así. Puedes estarsegura que no es a ti a quien llaman; es a mí, nolo dudes —mirando al mayordomo—; lo que pasaes que tienes mucho afán de colocarte delante detodo el mundo. ¿Para qué iba a necesitarte sir Tho-mas? Es a mí, Baddeley, a quien se refiere usted;voy al momento. El recado era para mí, Baddeley,estoy segura; sir Thomas me llama a mí, no a missPrice.

Pero Baddeley se mantuvo firme.—No, señora, es a miss Price; estoy seguro de

que es a miss Price.Y acompañó a sus palabras de una media sonri-

sa que quería decir: «No creo que usted sirvierapara el caso, en absoluto».

Tía Norris, muy contrariada, tuvo que calmarseantes de poder reanudar la labor; y Fanny, agitadapor la certeza de lo que la esperaba, salió para en-contrarse un minuto después, como había supues-to, a solas con Mr. Crawford.

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XXXIII

LA ENTREVISTA no fue tan corta ni tan decisiva comohabía previsto. El galán no se conformó tan fácil-mente. Estaba dispuesto a perseverar, tanto comopudiera desearlo sir Thomas. Tenía una vanidadque le llevaba decididamente, en primer lugar, acreer que ella le amaba, aunque tal vez sin saber-lo; y después, al verse finalmente obligado a reco-nocer que ella sabía cuáles eran sus propios sen-timientos, a estar convencido de que con el tiem-po podría lograr que esos sentimientos llegaran aser lo que él quería.

Estaba enamorado, muy enamorado; y era el suyoun amor que, al actuar sobre un espíritu vivo, ve-hemente, más ardiente que delicado, hacía que elcariño de Fanny le pareciese más importante porserle negado, y le llevó a la decisión de conseguirel triunfo, tanto como la felicidad, al obligarla aque le amase.

No desesperaría, no iba a desistir. Tenía bienfundados motivos para una firme constancia; la sa-

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bía poseedora de todas las virtudes que pudieranjustificar la más ardiente esperanza de hallar a sulado una perdurable felicidad; su misma conductade aquella ocasión, al poner de manifiesto el des-interés y delicadeza de su carácter (cualidades queél consideraba muy raras, desde luego), contribuíaa avivar sus deseos y a confirmarle en su decisión.No sabía que atacaba a un corazón ya comprometi-do. De eso, no tenía la menor sospecha. Más bienla consideraba una muchacha que no había nuncadetenido lo bastante su pensamiento en esas co-sas para estar en peligro; que de ello la había pro-tegido su juventud..., una juventud espiritual tanencantadora como la de su cuerpo; a quien la mo-destia había impedido entender el sentido de lasatenciones que él le prodigara, y que estaba toda-vía aturdida por lo repentino de unos requerimien-tos tan absolutamente inesperados, así como porla novedad de una situación que su fantasía nun-ca había llegado a soñar.

¿No se desprendía de ello, lógicamente, quecuando fuese comprendido habría de triunfar? Éllo creía a pies juntillas. Un amor como el suyo, enun hombre como él, podía contar con que, perse-verando, se vería correspondido, y a no muy largoplazo; y le entusiasmaba hasta tal punto la idea deobligarla a quererle en muy poco tiempo, que ape-nas se dolía de que no le quisiera ya. Tener quevencer una pequeña dificultad no era un mal paraHenry Crawford; era algo que más bien le espolea-ba. Ya había comprobado su actitud para ganar co-razones con excesiva facilidad. Ahora se hallabaante una situación nueva y excitante.

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Para Fanny, sin embargo, que demasiadas con-trariedades había conocido durante su vida paraver en ello el menor encanto, todo eso era ininte-ligible. Le veía empeñado en perseverar. Perocómo podía ser capaz, después de haberla oídoexpresarse en el lenguaje que ella se consideróobligada a emplear, no alcanzaba a comprenderlo.Le dijo que no le amaba, que no podía amarle, queestaba segura de que no le amaría jamás; que se-mejante cambio en sus sentimientos era totalmen-te imposible; que era una cuestión muy dolorosapara ella; que había de rogarle que nunca volviesea mencionarla, que la dejara marchar sin retenerlamás y considerase el asunto terminado para siem-pre. Y como él siguiera presionando, añadió que,en su opinión, tenían unos gustos tan opuestos,que hacían incompatible un mutuo afecto; y queno podían ser el uno para el otro debido al carác-ter, formación y hábitos respectivos. Todo esto lehabía dicho, con la buena fe de la sinceridad; perono bastó, pues acto seguido negó él que hubierala menor incompatibilidad de caracteres, ni nadaen sus gustos que les impidiera congeniar, y de-claró categóricamente que seguiría amándola y noabandonaría la esperanza.

Fanny conocía bien su propio sentir, pero nopodía juzgar el efecto que producía su modo deexpresarlo; su modo era irremediablemente suave,y no se daba cuenta de hasta qué punto dejabaoculta la firmeza de su propósito. Su apocamien-to, gratitud y dulzura hacían que toda expresiónde indiferencia pareciese casi un sacrificio de ab-negación... Parecía, al menos, que le diera a ella mis-ma tanta pena como a él. Mr. Crawford ya no era el

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Mr. Crawford que, como admirador clandestino,insidioso, traidor de María Bertram, se había gana-do su aborrecimiento; aquel cuya sola presenciase le había hecho insoportable; en quien ella nopodía creer que existiese una sola cualidad bue-na, y cuyos poderes, incluso el de resultar agrada-ble, ella apenas había reconocido. Ahora era el Mr.Crawford que se le dirigía con ardiente, desintere-sado amor; cuyos sentimientos se habían converti-do, al parecer, en cuanto pueda haber de noble yrecto; cuyos proyectos de felicidad se cifraban to-dos en un casamiento por amor; que estaba expre-sando lo mucho que apreciaba las virtudes que laadornaban y describía su afecto una y otra vez, de-mostrando, hasta dónde puede demostrarse conpalabras y, además, con el lenguaje, el tono y elespíritu de un hombre de talento, que la quería porsu dulzura y su bondad; y, para que nada faltara...¡era ahora el Mr. Crawford que había conseguidoel ascenso de William!

Existía un cambio, y existían unos favores queforzosamente habían de producir algún efecto. Ellahubiera podido desdeñarle con toda la dignidadde la virtud ofendida en los terrenos de Sothertono en el teatro de Mansfield Park; pero ahora se leacercaba con unos derechos que reclamaban untratamiento distinto. Tenía que mostrarse cortés ycompasiva. Debía considerarse honrada, y lo mis-mo pensando en ella que en su hermano, tenía quesentir una profunda gratitud. Efecto de todo ellofue un modo de expresarse tan doliente y turba-do, con unas palabras entremezcladas con su ne-gativa tan expresivas de gratitud y pesar, que, paraun temperamento fatuo y creído como el de Craw-

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ford, la autenticidad o al menos el grado de su in-diferencia podía muy bien ser discutible; de modoque no estuvo él tan falto de lógica como Fannyle consideró, en sus manifestaciones de que esta-ba dispuesto a perseverar sin desmayo, en vez demostrarse desengañado, y que pusieron término ala entrevista.

Sólo de mala gana se resignó Henry a separar-se de ella; pero al despedirse no había en su as-pecto el menor síntoma de desesperación que des-mintiera sus palabras, o que diera esperanzas aFanny de que sería más razonable de lo que se mos-traba.

Ella quedó enojada. No pudo evitar cierto re-sentimiento ante aquella perseverancia tan egoístay poco generosa. Ahí estaba de nuevo aquella fal-ta de delicadeza y consideración que anteriormen-te la había impresionado y ofendido. Ahí estabade nuevo algo de aquel mismo Mr. Crawford quehabía repudiado. ¡Cómo se evidenciaba una grose-ra falta de sensibilidad y humanitarismo cuandoquería satisfacer sus deseos! Y, ¡ah, cómo se nota-ba que nunca existieron unos principios para su-plir, como deber, lo que le faltaba de corazón! Aun-que ella tuviera el suyo tan desocupado... como aca-so debiera tenerlo, nunca hubiese podido Henryconquistarlo.

Así pensaba Fanny con absoluta sinceridad yserena tristeza en el curso de sus meditaciones,sentada ante aquella condescendencia y aquel lujoexcesivos de tener fuego en su cuarto del este,considerando el pasado y el presente, preguntán-dose qué iba a ocurrir ahora, en un estado de ner-viosa agitación que le impedía ver nada claro, ex-

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cepto la imposibilidad de poder llegar nunca, enningún caso, a querer a Crawford, y la felicidad detener el calor de un fuego ante el que poder sen-tarse y meditar.

Sir Thomas se vio obligado, o se obligó a sí mis-mo, a aguardar hasta la mañana para saber lo ocu-rrido entre los jóvenes. Entonces vio a Crawford,que le dio su referencia. La primera sensación fuede desencanto; había esperado algo mejor; habíacreído que una hora de súplicas por parte de unjoven como Henry Crawford tenía que producir uncambio mayor en una muchacha de carácter tan dó-cil como Fanny Price; pero halló inmediato consue-lo en los decididos propósitos y ansias de perse-verar del enamorado; y viendo tan confiado en eléxito al primer interesado, no tardó sir Thomas enconfiar también.

Por su parte no omitió cortesía, cumplimientoo amabilidad que pudiera ayudar al proyecto. Hon-ró la firmeza de Mr. Crawford, ensalzó a Fanny ypuso de manifiesto que aquellas relaciones se-guían siendo lo más deseable del mundo. En Mans-field Park, Mr. Crawford sería siempre bien recibi-do; no tenía más que consultar su propio juicio ysus sentimientos en cuanto a la frecuencia de lasvisitas, lo mismo ahora que para el futuro. En to-dos los familiares y amigos de su sobrina sólo po-día caber una opinión, un deseo, con referencia alcaso; la influencia de todos los que la querían ha-bía de inclinarla en aquel sentido.

Dijo cuanto podía dar aliento, Henry lo acogiócon agradecida satisfacción y los dos caballerosse separaron como los mejores amigos.

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Satisfecho de que la causa siguiera ahora uncurso tan propio y prometedor, sir Thomas resol-vió abstenerse de importunar más a su sobrina yde mostrar una clara ingerencia. Consideró que labenevolencia sería el mejor camino para influir ensu ánimo. Las súplicas procederían de un solo sec-tor. La abstención de la familia en un punto res-pecto del cual ella no podía dudar de los deseosque todos habían de sentir, sería el medio más se-guro de conseguir algún progreso. De acuerdo coneste principio, sir Thomas aprovechó la primeraocasión para decir a Fanny con indulgente grave-dad, a propósito para dominarla:

—Bueno, Fanny, he visto nuevamente a Mr. Craw-ford, y por él he sabido exactamente cómo estánlas cosas entre vosotros. Es el joven más extraordi-nario, y cualquiera que sea el resultado, debes dar-te cuenta de que has creado un afecto de carácternada corriente; aunque, por ser tú tan joven y te-ner poco conocimiento de la pasajera, variable, in-constante naturaleza del amor, como generalmen-te se da, no puede sorprenderte, como a mí, cuan-to hay de maravilloso en una perseverancia seme-jante contra el descorazonamiento. En su caso, todoes cuestión de sentimiento; él no pretende que sele reconozca ningún mérito por ello; acaso no ten-ga derecho a ninguno. No obstante, por haber ele-gido tan bien, su constancia tiene un carácter muyencomiable. De no haber sido tan intachable suelección, yo hubiera condenado su perseverancia.

—Desde luego —dijo Fanny—, siento muchoque Mr. Crawford continúe con... Ya sé que me haceun gran honor, y me considero inmerecidamente

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honrada; pero estoy tan convencida, y así se lo hedicho, de que jamás podré...

—Querida —la interrumpió sir Thomas—, no esocasión para esto. Conozco tan bien tus sentimien-tos como tú debes conocer mis deseos y mi pena.No hay más que decir ni que hacer. A partir de estemomento, el tema no habrá de renovarse entre no-sotros. No tendrás nada que temer, ni que preocu-parte por ello. No puedes suponerme capaz de in-tentar convencerte para que te cases contra tusinclinaciones. Tu felicidad y conveniencia es cuan-to tengo presente, y nada se te pide fuera de quesoportes los intentos de Mr. Crawford para con-vencerte de que esa felicidad y conveniencia noson incompatibles con las de él. Corre con su pro-pio riesgo. Tú pisas terreno seguro. He accedido aque te vea siempre que nos visite, lo mismo que sinada de eso hubiera ocurrido. Le verás, estandorodeada de todos nosotros, como antes, y procu-rando desechar todo recuerdo desagradable. Porotra parte, va a marcharse tan pronto de Northamp-tonshire, que ni siquiera este pequeño sacrificiose te pedirá muchas veces. El futuro puede ser muyincierto. Y ahora, querida Fanny, este asunto ha ter-minado entre nosotros.

La promesa de que él partía, fue lo único en quepudo pensar Fanny con gran satisfacción. Sin em-bargo, fue también sensible a las amables expre-siones de su tío y a su tono condescendiente; y alconsiderar cuán lejos estaba él de conocer toda laverdad, reconoció que no tenía derecho a asom-brarse de la línea de conducta que había adopta-do. De él, que había casado una hija con Mr. Rush-worth... ciertamente no cabía esperar románticas

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delicadezas. Ella tenía que cumplir con su deber,y confiar que el tiempo haría su deber más lleva-dero.

Aunque sólo contaba dieciocho años, no podíasuponer que el afecto de Mr. Crawford fuese a du-rar para siempre; no podía menos de imaginar queuna resuelta y constante indiferencia por su partetendría que acabar a la larga con las ilusiones delgalán. Cuanto tiempo concedía ella, en su fantasía,al predominio de las mismas, es ya otra cuestión.No sería correcto averiguar en una damisela la exac-ta estimación de sus propias gracias.

A despecho de su proyectado silencio, sir Tho-mas viose obligado a mencionar una vez más elasunto a su sobrina, a fin de prepararla brevemen-te sobre la notificación del mismo a sus tías; me-dida que él hubiera querido evitar todavía, peroque se hizo necesaria ante la total oposición deMr. Crawford a todo procedimiento secreto. Notenía él el menor propósito de ocultarlo a nadie.Era totalmente conocido en la rectoría, donde gus-taba de hablar sobre el futuro con sus dos herma-nas, y sería muy grato para él tener testigos de ex-cepción atentos al progreso de su conquista. Alenterarse de esto sir Thomas, comprendió la ne-cesidad de hacer partícipes del caso a su espo-sa y a su cuñada, sin dilación; aunque, por cuentade Fanny, casi temía tanto como ella el efecto quela comunicación produciría a tía Norris. Conside-raba fuera de lugar su erróneo aunque bien inten-cionado celo. Sir Thomas, en realidad, no estabapor entonces muy lejos de clasificar a tía Norriscomo una de esas personas bien intencionadas que

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están siempre cometiendo desaciertos y cosas muydesagradables.

Tía Norris, sin embargo, le quitó un peso de en-cima. Él hizo presión para que observara la indul-gencia y el silencio más estrictos hacia su sobrina;y ella no sólo lo prometió, sino que cumplió supromesa. Lo único que hizo fue mostrar su cre-ciente malquerencia. Estaba indignada, amargamen-te indignada; pero era mayor su indignación porhaber recibido Fanny semejante ofrecimiento, queporque lo hubiera rechazado. Era una injuria y unaafrenta para Julia, que hubiera debido ser la elegi-da de Mr. Crawford; y, con independencia de esto,estaba disgustada con Fanny porque había prescin-dido de ella; que ella hubiera querido desvirtuarla sensación de encumbramiento en la persona quesiempre había intentado humillar.

Sir Thomas le concedió en aquel caso un cré-dito de discreción mayor del que merecía; y Fannyhubiese llegado a bendecirlo por limitarse a mos-trarle su desagrado, sin obligarla a escucharlo.

Lady Bertram lo tomó de otro modo. Había sidouna belleza, y una belleza afortunada, toda su vida.Belleza y fortuna era cuanto excitaba su respeto.La noticia de que Fanny era requerida en matrimo-nio por un hombre rico, bastó para que ésta se ele-vara mucho en su opinión. Convencida por ello deque Fanny era muy bonita, cosa de la que había du-dado hasta entonces, y de que se casaría ventajo-samente, hasta sintió una especie de orgullo al lla-mar a su sobrina.

—Bueno, Fanny —dijo, tan pronto estuvieronsolas... y, por cierto, había conocido algo parecidoa la impaciencia por encontrarse a solas con ella; y

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su rostro, mientras hablaba, traslucía una extraor-dinaria animación—. Bueno, Fanny, esta mañana hetenido una sorpresa muy agradable. Debo hablartede ello una vez siquiera; le dije a Thomas que de-bía hablarte, aunque sólo fuera una vez... y, después,ya estaré satisfecha. Te felicito, mi querida sobri-na —y mirándola con satisfacción añadió—: ¡Hum...!Desde luego, somos una hermosa familia.

Fanny se ruborizó y, de momento, no supo quédecir; pero enseguida, con la esperanza de cogerlapor su punto flaco, contestó:

—Querida tía, usted no podía desear que hu-biese sido otra mi decisión, estoy segura. Ustedno puede desear que me case; porque me echaríade menos, ¿no es cierto? Sí, estoy segura de quesería demasiado lo que me echaría de menos, paradesear que me case.

—No, querida; no iba a pensar en lo que te echa-ría de menos cuando te sale al paso una proposi-ción como ésa. Podría muy bien prescindir de ti,si te casaras con un hombre de posición tan es-pléndida como la de Mr. Crawford. Y debes te-ner presente, Fanny, que es deber de toda mucha-cha aceptar un ofrecimiento tan excepcional comoéste.

Era acaso la única norma de conducta, el únicoconsejo que Fanny había recibido de su tía en elcurso de ocho años y medio. Esto la hizo callar.Comprendió lo inútil de una discusión. Si los sen-timientos de su tía estaban contra ella, nada po-día esperarse de una llamada a su entendimiento.Lady Bertram estaba muy locuaz.

—Algo quiero decirte, Fanny —prosiguió—: es-toy segura de que se enamoró de ti la noche del

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baile; estoy segura de que la cosa se enredó aque-lla noche. Tu aspecto era magnífico. Todo el mun-do lo dijo. Así lo dijo sir Thomas. Y ya sabes quedispusiste de la Chapman para que te ayudara avestir. Le diré a Thomas que estoy segura de quetodo viene de aquella noche.

Y siguiendo este curso de animados pensamien-tos, añadió poco después:

—Y algo más voy a decirte, Fanny... Es más de loque hice por María: la próxima vez que Pug tengacría te regalaré un cachorro.

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XXXIV

EDMUND había de enterarse de grandes cosas a suregreso. Muchas sorpresas le aguardaban. La pri-mera no fue la de menos interés: la presencia deHenry Crawford y su hermana, que paseaban porla carretera cuando él llegó en el coche. Había creí-do, teniendo en cuenta los propósitos de ellos,que se encontrarían muy lejos de allí. Había pro-longado su ausencia más de una quincena a pro-pósito, para eludir a Mary Crawford. Volvía a Mans-field con el ánimo dispuesto a alimentarse de re-cuerdos melancólicos y tiernas evocaciones, y seencontraba de pronto ante la linda muchacha enpersona, apoyada en el brazo de su hermano; y seveía, además, acogido con una bienvenida franca-mente amistosa por parte de la mujer en quien pen-saba unos momentos antes, considerándola a se-tenta millas de distancia y más lejos, mucho máslejos de él por sus inclinaciones de lo que cual-quier distancia pudiera expresar.

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La acogida que le dispensó no hubiera llegadoa soñarla de haber esperado encontrarla allí. Vol-viendo de cumplir un propósito como el que habíamotivado su ausencia, Edmund hubiera esperadocualquier cosa antes que una actitud de satisfac-ción y unas palabras de sentido puramente agrada-ble. Fue bastante para enardecer su corazón y ha-cer que llegara a casa en el estado más propiciopara apreciar todo el valor de las otras gratas sor-presas que le aguardaban.

Pronto quedó enterado del ascenso de William,con todos los detalles; y teniendo en su pecho aque-lla secreta provisión de optimismo para contribuira su alegría, halló en ello una fuente de gratísimassensaciones y sostenida animación durante la co-mida.

Después, cuando quedó a solas con su padre,supo la historia de Fanny; y entonces vino en co-nocimiento de todos los grandes acontecimientosde la última quincena y del actual estado de co-sas en Mansfield.

Fanny sospechó lo que ocurría. Tanto prolon-gaban su permanencia en el comedor, que tuvo laseguridad de que estaban hablando de ella; y cuan-do al fin el té los sacó de allí, y pensó que Edmundiba a verla otra vez, se sintió terriblemente culpa-ble. Edmund se aproximó a ella, se sentó a su lado,le cogió una mano y se la estrechó con cariño; yen aquel momento pensó Fanny que, de no ser porla ocupación y atenciones que el servicio del térequería, se hubiera traicionado dejándose arras-trar por la emoción a un exceso imperdonable.

Sin embargo, con aquella acción, Edmund no seproponía darle el estímulo y la incondicional apro-

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bación que ella dedujo de la misma. Sólo queríaexpresarle que se hacía partícipe de cuanto a ellapudiera interesar, y testimoniarle que lo que acaba-ban de decirle avivaba sus sentimientos afectivos.Él estaba, de hecho, enteramente del lado de supadre en aquella cuestión. Su sorpresa no fue tangrande como la de su padre, al enterarse de queella había rechazado a Crawford, porque, lejos desuponer que sintiera por él nada parecido a unapreferencia, siempre había creído más bien lo con-trario, y pudo imaginar perfectamente que el casola había cogido desprevenida; pero ni el propio sirThomas era más partidario que él de aquellas rela-ciones. A su juicio, ya no podía ser más recomen-dable aquel enlace; y mientras ensalzaba a Fannypor lo que había hecho dada su actual indiferen-cia, alabándola en unos términos bastante más en-tusiastas que los que sir Thomas hubiera podidosuscribir, esperaba muy de veras, lleno de confian-za, que al fin habría boda y que, unidos por un mu-tuo afecto, resultaría que sus caracteres eran tanexactamente adecuados el uno para el otro comoél empezaba seriamente a considerarlos. Crawfordhabía procedido con demasiada precipitación. Nole había dado a ella tiempo de sentirse atraída. Ha-bía comenzado al revés. No obstante, con las con-diciones que él poseía y con el buen natural deella, Edmund confiaba en que todo contribuiría auna feliz conclusión. Entretanto, bastante vio lomuy turbada que estaba Fanny para guardarse muybien de provocar nuevamente su inquietud con unasola palabra, una mirada o un ademán.

Crawford les visitó el día siguiente, y en aten-ción al regreso de Edmund, a sir Thomas le pare-

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ció más que natural invitarle a comer. Era, en reali-dad, un cumplimiento obligado. Henry aceptó, des-de luego, lo que proporcionó a Edmund una mag-nífica oportunidad para observar cómo adelantabacon Fanny y qué margen de confianza inmediatapodía deducir para sí de la actitud de ella; y fuetan poco, tan poquísimo (toda eventualidad, todaprobabilidad alentadora, se apoyaba tan sólo ensu turbación; de no existir motivo alguno de espe-ranza en su confusión, no cabría ponerla en nadamás), que casi estuvo dispuesto a maravillarse dela perseverancia de su amigo. Fanny lo merecía todo;la consideraba digna de cualquier extremo de pa-ciencia y de todo esfuerzo mental; pero pensó queél no se vería capaz de insistir cerca de mujer al-guna sin algo más para alentarle de lo que pudodescubrir en los ojos de su prima. Puso su mejorvoluntad en creer que Henry veía más claro que él;y ésta fue la conclusión más consoladora para suamigo a que pudo llegar, una vez observado todolo ocurrido antes, durante, y después de la comida.

Durante la velada se dieron algunas circunstan-cias que consideró más prometedoras. Cuando ély Crawford entraron en el salón, lady Bertram y Fan-ny estaban sentadas en silencio, dedicadas con tan-ta atención a la labor como si nada más hubierade importancia en el mundo. Edmund no pudo me-nos de notar la profunda calma que reinaba allí.

—No estuvimos tan calladas todo el rato —re-plicó su madre—. Fanny estuvo leyendo para mí, ysólo dejó el libro cuando les oyó llegar.

Y, en efecto, sobre la mesa había un libro queparecía acabado de cerrar: un tomo de Shakespeare.

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—A menudo me lee pasajes de esos libros —agre-gó lady Bertram—; y estaba a la mitad de un mag-nífico parlamento de ese personaje... ¿cómo se lla-ma, Fanny?... cuando oímos sus pasos.

Crawford tomó el volumen.—Concédame el placer de acabarle ese parla-

mento, señora —dijo—; lo encontraré enseguida.Y abriendo con cuidado el libro, dejando que

las hojas siguieran su propia inclinación, lo encon-tró... o se equivocó sólo en una o dos páginas, acer-tando lo bastante para satisfacer a lady Bertram, lacual aseguró, en cuanto le oyó nombrar al carde-nal Wolsey, que había dado con el mismísimo par-lamento en cuestión. Ni una mirada, ni un ofreci-miento de ayuda había brindado Fanny; ni pronun-ció una sílaba en pro o en contra. Concentraba todasu atención en la labor. Parecía haberse propuestono interesarse por nada más. Pero la afición podíamás en ella. No consiguió abstraer su mente ni cin-co minutos; se vio empujada a escuchar. Henry leíamagistralmente, y a ella le gustaba en extremo es-cuchar a un buen lector. A lectores buenos, sin em-bargo, estaba ya acostumbrada a escucharlos: sutío leía bien, sus primos todos... Edmund, muy bien;pero en el modo de leer de Henry Crawford habíauna variedad de matices excelentes, superior a loque jamás había tenido ocasión de conocer. El Rey,la Reina, Buckingham, Wolsey, todos fueron des-filando por turno; pues con el más feliz acierto, conlas mayores facultades para amoldarse y con la ma-yor intuición, siempre daba, a voluntad, con la me-jor escena o el menor parlamento de cada perso-naje; y lo mismo si se trataba de dignidad u orgu-llo, ternura o remordimiento, o lo que hubiere que

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expresar, sabía hacerlo con idéntica perfección. Ha-bía auténtico dramatismo. Su modo de actuar enescena enseñó primero a Fanny el placer que cabehallar en una representación, y su modo de leerhacía que evocase todo lo sentido al verle actuar;aunque acaso lo saboreaba ahora con mayor de-lectación, por ser cosa imprevista, al par que des-provista del mal efecto que en ella solía producirel espectáculo de Henry Crawford con María Ber-tram en el escenario.

Edmund observaba el progreso de su atención,y era divertido y grato para él ver cómo Fanny gra-dualmente descuidaba la labor que, al principio,parecía absorberla por entero; cómo le iba resba-lando de las manos mientras permanecía inmóvil,inclinada sobre la misma; y, finalmente, cómo sumirada, que tan empeñada pareció en evitarle du-rante todo el día, se volvía para fijarse en Crawford...para fijarse en él durante varios minutos, para fi-jarse en él, en fin, hasta que su atracción hizo vol-ver la de Henry hacia ella, y el libro se cerró, y que-dó roto el encanto. Entonces ella se recluyó otravez en sí misma, enrojeció y se puso a trabajar contanto afán como antes; pero aquello fue suficientepara dar ánimos a Edmund en cuanto a las proba-bilidades de su amigo; y al darle cordialmente lasgracias, creyó expresar también los íntimos senti-mientos de Fanny.

—Ésa debe de ser una de sus obras preferidas—dijo—; la lee como si la conociera muy bien.

—Creo que será mi preferida desde ahora —re-plicó Crawford—; pero no recuerdo haber tenidoen las manos un tomo de Shakespeare desde an-tes de cumplir los quince años. Vi representar una

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vez «Enrique VIII», o me habló de ello alguien quelo había representado... No recuerdo exactamentesi fue esto o aquello. Pero uno se familiariza conShakespeare sin saber cómo. Forma parte de la na-turaleza de todo inglés. Sus pensamientos y belle-zas están tan esparcidos que uno los respira pordoquier; se intima con él por instinto. No hay hom-bre con un poco de cerebro que se ponga a leer alazar un buen pasaje de cualquiera de sus obrassin entrar en el acto en la corriente de su signifi-cado.

—Sin duda está uno familiarizado con Shakes-peare, hasta cierto punto —dijo Edmund—, desdelos tiernos años. Sus célebres pasajes los cita todoel mundo; se encuentran en la mitad de los librosque leemos, y todos hablamos a lo Shakespeare,empleamos sus símiles y definiciones; pero de estoa darle su exacto sentimiento, como usted le dio,va mucha diferencia. Conocerle por fragmentos yfrases sueltas es bastante corriente; conocer suobra de cabo a rabo, tal vez no sea nada extraordi-nario; pero leerlo bien en voz alta denota un talen-to nada común.

—Caballero, me hace usted un gran honor —fuela contestación de Henry, que acompañó de unagrave reverencia burlesca.

Ambos caballeros echaron una ojeada a Fanny,para ver si le arrancaban una palabra de elogio, aun-que presintiendo ambos que no podía ser. Su elo-gio estuvo en su atención; podían contentarse conello.

Lady Bertram expresó su admiración, y no a me-dias:

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—Realmente, me parecía estar en el teatro —di-jo—. Lamento que mi esposo no estuviera presente.

Crawford quedó en extremo complacido. Si LadyBertram, con toda su incompetencia y languidez,pudo sentir así, la inferencia de lo que su sobrina,despierta e ilustrada, tuvo que sentir, era alenta-dora.

—Tiene usted grandes condiciones de actor,se lo aseguro, Mr. Crawford —agregó lady Bertram,poco después—; y he de decirle que estoy conven-cida de que, un día u otro, se arreglará usted unteatro en su casa de Norfolk.

—¿De veras, lo cree usted? —replicó él con pres-teza—. No, no; eso no será nunca. Está usted com-pletamente equivocada. ¡Nada de teatro en Evering-ham! ¡Oh, no!

Y miró a Fanny con expresiva sonrisa, que evi-dentemente quería significar: «Esa dama nunca ad-mitiría un teatro en Everingham».

Edmund lo vio todo, y vio a Fanny tan determi-nada a no verlo, como para darse perfecta cuentade que lo dicho por Henry bastaba para que ellaentendiera el exacto sentido de la protesta; y aque-lla rápida percepción de la galantería, aquella in-mediata comprensión de lo insinuado, le pare-ció algo más bien favorable que negativo.

La conversación se prolongó sobre el tema dela lectura en voz alta. Los dos jóvenes eran los úni-cos que hablaban, de pie, junto a la chimenea, co-mentando la corriente, demasiado corriente, faltade preparación; el total descuido de este aspectoen los sistemas ordinarios de enseñanza en lasescuelas para niños; el consiguientemente natural(aunque en algunos casos casi innatural) grado de

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ignorancia y torpeza en ciertos hombres, hasta enhombres sensibles e instruidos, al verse de pron-to en la precisión de leer en voz alta, como habíaocurrido en varios casos que les eran conocidos;citando ejemplos de dislates y omisiones, anali-zando las causas secundarias, la falta de educa-ción de la voz, de justeza en la entonación y la mo-dulación, de sutileza y discernimiento... debido todoa la causa principal: la falta, desde un principio, deestudio y hábito. Y Fanny escuchaba de nuevo congran interés.

—Hasta en mi carrera —dijo Edmund, sonrien-do— ¡qué poco se estudia el arte de leer! ¡Qué po-cas veces se consigue un estilo claro y una buenadicción! No obstante, más he de referirme al pasa-do que al presente. Ahora existe un amplio espíri-tu de superación; pero entre los que se ordenaronhace veinte, treinta o cuarenta años, en su mayoría,a juzgar por sus demostraciones, debían creer queleer era leer y predicar era predicar. Ahora es dis-tinto. Existe un criterio más justo sobre la cues-tión. Se considera que la claridad y la energía pue-den pesar en la predicación de las verdades mássólidas; además, se ha generalizado el espíritu deobservación y el buen gusto, existe un juicio críti-co más difundido que antaño; en cada congrega-ción ha aumentado la proporción de los que en-tienden un poco en la materia y están en condicio-nes de juzgar y criticar.

Edmund ya había practicado una vez el servicioreligioso desde su ordenación; y al quedar estode manifiesto, le dirigió Crawford una serie depreguntas relativas a sus impresiones y a su éxi-to; preguntas hechas, si bien con la viveza de un

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amistoso interés y una pronta curiosidad, sin ras-go alguno de aquel espíritu zumbón o tono de li-viandad que Edmund sabía lo ofensivo que era paraFanny, de modo que las contestó con sumo placer;y cuando Crawford consultó su opinión y dio lapropia acerca del modo más adecuado de recitarciertos pasajes del oficio, demostrando haber pen-sado antes en aquella cuestión, y haberlo hechocon discernimiento, Edmund sintió una satisfac-ción mucho mayor todavía. Éste era el camino parallegar al corazón de Fanny. A ella no se la conquis-taba con todo lo que la galantería, la agudeza y elbuen humor juntos pudieran hacer; o, al menos, nosería posible conquistarla con todo eso tan pronto,sin apoyo de sentimiento y sensibilidad, y serie-dad en las cuestiones serias.

—Nuestra liturgia —observó Crawford— poseebellezas que ni siquiera un estilo descuidado, ne-gligente, en la lectura puede destruir; pero contie-ne también redundancias y repeticiones que re-quieren una lectura correcta para no ser notadas.Por lo que a mí respecta, al menos, debo confesarque no siempre estoy lo atento que debiera —aquídirigió una breve mirada a Fanny—, que de cadaveinte veces, diecinueve me pongo a pensar encómo tal o cual plegaria debería leerse, y me danunos enormes deseos de leerla yo mismo. ¿Decíausted algo —preguntó ansiosamente, acercándosea Fanny y suavizando la voz; y como ella contesta-ra negativamente, añadió—: ¿Está segura de queno dijo algo? Vi un movimiento en sus labios. Mefiguré que acaso iba a decirme que debería estarmás atento, y no permitir que divagara mi pensa-miento. ¿No iba a decirme esto?

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—No, desde luego; conoce usted muy bien suobligación para que yo... aun suponiendo...

Se interrumpió; notó que se metía en un em-brollo y no hubo manera de que añadiese otra pala-bra, ni aun recurriendo a súplicas y esperas duran-te varios minutos. Entonces él volvió a coger el hilo,prosiguiendo como si no hubiera existido la dul-ce interrupción:

—Menos corriente es todavía escuchar un buensermón que una lectura de oraciones. Un sermónbueno en sí no es cosa rara. Más difícil es hablarbien que componer bien; es decir, las reglas y tru-cos de la composición son a menudo objeto deestudio. Un sermón absolutamente bueno, absolu-tamente bien dicho, es un verdadero deleite para elespíritu. Nunca he podido escuchar uno de ésossin el mayor respeto y admiración, y sin sentirmemás que medio decidido a ordenarme y predicaryo mismo. Hay algo en la elocuencia del púlpito,cuando hay realmente elocuencia, digno del másalto encomio y honor. El predicador que sabe con-mover e impresionar a una masa de oyentes tan he-terogénea, con tiempo y temas limitados, ya gasta-dos por su vulgarización; que sabe decir algo nue-vo o sorprendente, algo que cautive la atención,sin ofender el buen gusto ni herir los sentimien-tos de sus oyentes, es hombre al que, por sus pú-blicas funciones, nunca podría uno honrar comose merece. A mí me gustaría ser este hombre.

Edmund se rió.—Sí, me gustaría. En mi vida he escuchado a un

predicador notable sin sentir una especie de envi-dia. Pero yo necesitaría un auditorio de Londres.No podría predicar más que a gente educada... a

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los que fueran capaces de apreciar mi peroración.Y no sé si me gustaría predicar a menudo; de cuan-do en cuando... tal vez una o dos veces en la pri-mavera, después de ser esperado con ansiedad seisdomingos seguidos; pero no de modo constante.Si tuviera que hacerlo constantemente, no me re-sultaría.

Aquí, Fanny, que no podía menos de escuchar,agitó la cabeza involuntariamente, y en el acto setrasladó Crawford de nuevo a su lado para rogarleque le explicara el significado de su ademán; ycomo Edmund se diera cuenta, al ver que su ami-go corría la silla para sentarse junto a Fanny, deque iba a iniciarse un ataque a fondo, con empleode bien escogidas miradas y palabras a media voz,se deslizó con todo el disimulo posible hacia unrincón, les volvió la espalda y tomó un periódico,deseando sinceramente que la pequeña Fanny sedejara convencer y explicara su movimiento de ca-beza a satisfacción del ardiente enamorado; y for-malmente se propuso ahogar todo rumor de la con-versación bajo murmuraciones propias acerca deanuncios varios, como: «Maravillosa finca en el Surde Gales...» «A los Padres y Tutores...» y «Caballo deCaza perfectamente entrenado». Fanny, entretanto,enojada consigo misma por no haber permanecidotan inmóvil como callada, y sintiendo en el almaver las combinaciones de Edmund, intentaba, contodos los recursos de su natural modesto y dul-ce, rechazar a Henry y esquivar sus miradas tantocomo sus preguntas; y él, imperturbable, insistíaen las dos cosas.

—¿Qué significado tenía ese movimiento de ca-beza? —preguntaba—. ¿Qué quería expresar? Su

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desaprobación, me temo. Pero, ¿de qué? ¿Qué dijeyo que pudiera desagradarle? ¿Le pareció que ha-blaba de ese tema impropiamente, con ligereza ocon irreverencia? Dígame sólo si fue así. Dígameal menos si estuve mal. Me gustaría rectificar. Va-mos, vamos, se lo suplico; deje por un momento lalabor. ¿Qué significaba ese movimiento de cabeza?

En vano repetía ella una y otra vez:—Por favor, no insista usted... Por favor, Mr. Craw-

ford.Y en vano trataba de apartarse. Siempre en voz

baja, siempre con el mismo tono vehemente y lamisma proximidad, seguía él insistiendo con lasmismas preguntas. La agitación y el disgusto deFanny eran cada vez mayores.

—¿Cómo se atreve usted? —dijo—. Llega us-ted a asombrarme... me sorprende que sea ustedcapaz...

—¿Se asombra usted? —replicó él—. ¿Está sor-prendida? ¿Hay algo en mi ruego que usted no com-prenda? Voy a explicarle enseguida todo lo quehace que insista de ese modo, todo lo que haceque me interese por cuanto usted hace e insinúa,y excita ahora mi curiosidad. No permitiré que suasombro dure mucho tiempo.

Aun a pesar suyo, Fanny no pudo evitar una me-dia sonrisa; pero no dijo nada.

—Agitó usted la cabeza al confesar yo que nome gustaría comprometerme en las obligacionesde un clérigo para siempre, de un modo constante.Sí, ésta fue la palabra: constante... Es una palabraque no me asusta. La deletrearía, la leería, la escri-biría ante quien fuese. No veo nada alarmante en lapalabra. ¿Cree usted que debería alarmarme?

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—Tal vez —dijo Fanny, hablando al fin por abu-rrimiento—, tal vez pensé que era una lástima queno se conociera usted siempre tan bien como pa-reció que se conocía en aquel momento.

Crawford, encantado de haber conseguido quehablase como fuera, se propuso mantener el diálo-go en pie; y la pobre Fanny, que había esperadohacerle caer con aquel reproche extremo, vio contristeza que se había equivocado, y que sólo ha-bían pasado de un motivo de curiosidad y de unjuego de palabras a otro. Henry siempre encontra-ba algo para suplicar que le fuera explicado. La oca-sión era única. No se le había presentado otra igualdesde que la viera en el despacho de su tío; nin-guna otra se le ofrecería antes de abandonar Mans-field. Que lady Bertram estuviera sentada al otrolado de la mesa era una bagatela, pues siempre sela podía considerar medio dormida; y los anunciosque leía Edmund seguían siendo de primera utili-dad.

—Bien —dijo Crawford, al cabo de un conjun-to de rápidas preguntas y forzadas contestacio-nes—, soy más feliz de lo que era, porque ahoraentiendo con mayor claridad la opinión que tienede mí. Me considera usted inconstante... que confacilidad cedo al último capricho; que fácilmenteme entusiasmo... y fácilmente abandono. Teniendode mí esta opinión no es extraño que... Pero, ya severá. No es con protestas como he de intentar con-vencerla de que es injusta conmigo; no es dicién-dole que son firmes mis sentimientos. Mi conduc-ta hablará por mí... La ausencia, la distancia, el tiem-po hablarán por mí. Ellos le demostrarán que, enla medida que alguien pueda merecerla, yo la me-

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rezco a usted. Es usted infinitamente superior amis méritos; todo eso lo sé. Posee usted cualida-des que antes no había yo supuesto que existie-ran en tal grado en ninguna criatura humana. Tieneusted ciertos rasgos angélicos superiores a... nosolamente superiores a lo que uno ve, porque nun-ca se ven cosas así, sino superiores a lo que unopudiera imaginar. Pero aun siendo así no temo. Noes por igualdad de méritos por lo que cabe ganarsu corazón. Ni siquiera se debe pensar en ello.Aquel que mejor comprenda y honre sus virtudes,que la ame con más devoción, será quien más de-recho tendrá a ser correspondido. Sobre esta basese asienta mi confianza. Éste es el derecho queme asiste para merecerla, y se lo demostraré; y laconozco demasiado bien para, una vez convencidade que mi afecto es tal cual ahora le declaro, noabrigará la más ardiente esperanza. Sí, querida, dul-ce Fanny. Bueno... —viendo que ella se echaba paraatrás, incomodada—, perdóneme. Tal vez no tengaaún derecho. Pero, ¿de qué otro modo podré lla-marla? ¿Supone usted que la tengo de continuopresente en mi imaginación con otro nombre: No;es en mi «Fanny» en quien pienso todo el día y sue-ño toda la noche. Le ha conferido usted al nom-bre una tal realidad de dulzura, que nada podríadescribirla a usted con tanta fidelidad.

Fanny apenas hubiera podido resistir allí sen-tada por más tiempo, cuando menos sin intentarescabullirse, a despecho de la oposición excesiva-mente pública que preveía, de no haber llegado asus oídos el rumor del socorro que se aproxima-ba, aquel rumor que hacía rato esperaba y que, se-

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gún a ella le parecía, se retrasaba de un modo ex-traordinario.

La solemne procesión, encabezada por Baddeley,de la mesa del té, el jarro y el servicio de paste-les, hizo su aparición y la liberó de un penoso cau-tiverio de cuerpo y espíritu. Crawford se vio obli-gado a apartarse. Fanny recobró la libertad, debíaatarearse, estaba protegida.

A Edmund no le pesó verse de nuevo admitidoentre los que podían hablar y oír. Pero, aunque laconferencia le pareció muy larga y como al mirar aFanny, vio en ella más bien un rubor que enojo, seinclinó a creer que no pudo decirse y escucharsetanto sin algún provecho para el orador.

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XXXV

EDMUND había llegado a la conclusión de que corres-pondía por entero a Fanny decidir si entre ellosdebía mencionarse su posición con respecto a Craw-ford; y había resuelto que si no partía de ella la ini-ciativa, nunca aludiría él al asunto. Pero al cabo deun par de días de mutua reserva, su padre le indu-jo a cambiar de idea y a probar la eficacia de suinfluencia a favor de su amigo.

La fecha, y una fecha muy próxima, se había fi-jado ya para la partida de Crawford; y sir Thomaspensó que no sería de más hacer otro esfuerzo enpro del enamorado antes de que abandonara Mans-field, de modo que todas sus profesiones y pro-mesas de afecto inalterables contaran con un mí-nimo de esperanza para sostenerse lo más posi-ble.

Sir Thomas sentía el más cordial anhelo de queel carácter de Mr. Crawford fuese perfecto en esepunto. Deseaba que fuese un modelo de constan-

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cia, e imaginaba que el mejor medio de conseguir-lo sería no someterlo a una prueba demasiado larga.

A Edmund no le costó dejarse convencer paraque interviniera en la cuestión: anhelaba conocerlos sentimientos de Fanny. Ella solía consultarleen todas sus dificultades, y él la quería demasia-do para resignarse a que le negara ahora su con-fianza. Esperaba serle útil, estaba seguro de quele sería útil. ¿A quién más podía ella abrir su cora-zón? Aunque no necesitaba consejo, sin duda nece-sitaría el consuelo de la conversación. Fanny seapartaba de él, silenciosa y reservada; era un esta-do de cosas antinatural... una situación que él ha-bía de forzar, pudiendo además creer que esto eralo que ella más ansiaba.

—Hablaré con ella, padre; aprovecharé la prime-ra oportunidad para hablarle a solas —fue el re-sultado de tales consideraciones; y al informarlesir Thomas de que precisamente entonces estabaella paseando sola por los arbustos, fue inmedia-tamente a su encuentro.

—He venido a pasear contigo, Fanny —le dijo—.¿Me dejas? —añadió, tomándola del brazo—. Hacemucho tiempo que no hemos dado juntos un agra-dable paseo.

Fanny asintió más bien con la mirada que de pa-labra. Tenía el ánimo abatido.

—Pero, Fanny —agregó él a continuación—, paraque el paseo sea agradable, es preciso algo másque pisar juntos esta grava. Tienes que hablarme.Sé que algo te preocupa. Sé en qué estás pensan-do. No puedes suponer que no estoy enterado. ¿Esque todos me hablarán de ello menos la propia Fan-ny?

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Fanny, a la vez agitada y desalentada, replicó:—Si todos te hablaron ya de ello, nada queda-

rá que pueda contarte yo.—Respecto de los hechos, tal vez no; pero sí

de los sentimientos, Fanny. Nadie más que tú po-dría revelármelos. No pretendo obligarte, sin em-bargo. Si es que no lo deseas tú misma, ya he ter-minado. Imaginé que podía ser un alivio para ti.

—Me temo que pensemos de modo demasia-do distinto para que yo encuentre alivio hablandode lo que siento.

—¿Supones que pensamos diferente? No lo creoyo así. Me atrevería a decir que, si cotejáramos nues-tros respectivos puntos de vista, resultarían tancoincidentes como en todo solían ser. Concretan-do: considero la proposición de Crawford comola más ventajosa y deseable, de poder tú correspon-der a sus sentimientos; considero lo más naturalque toda tu familia desee que pudieras correspon-der a los mismos; pero siendo así que no puedes,has hecho exactamente lo que debías al rechazar-le. ¿Puede haber ahí alguna discrepancia entre no-sotros?

—¡Oh, no! Pero yo creía que me censurabas. Meimaginaba que estabas contra mí. ¡Qué gran con-suelo!

—Este consuelo pudiste tenerlo antes, Fanny,si lo hubieras buscado. Pero, ¿cómo pudiste supo-ner que estaba contra ti? ¿Cómo pudiste imaginarque fuese yo un defensor del matrimonio sin amor?Y aunque en general fuese un despreocupado res-pecto de esas cuestiones, ¿cómo pudiste imagi-narme así, siendo tu felicidad la que estaba en jue-go?

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—Tu padre me juzgó mal, y yo sabía que te ha-bía hablado.

—Hasta este momento, Fanny, creo que has he-cho perfectamente bien. Puedo lamentarlo, puedoestar sorprendido... Aunque esto apenas, porquesé que no has tenido tiempo siquiera de enamo-rarte; pero considero que has hecho perfectamen-te bien. ¿Es que cabe ponerlo en duda? Sería paranosotros ignominioso dudarlo. Tú no le amas; nadahubiese podido justificar que le aceptaras.

Habían pasado días y días sin que Fanny halla-ra un tan gran consuelo.

—Así de intachable ha sido tu conducta, y es-taban completamente equivocados los que desea-ban que obraras de otro modo. Pero el asunto notermina aquí. No es el de Crawford un afecto co-rriente; persevera con la esperanza de crear aque-lla estimación que antes no creó. Esto, bien lo sabe-mos, tiene que ser obra del tiempo. Pero —y aquísonrió afectuosamente—, deja que triunfe al fin,Fanny..., deja que triunfe al fin. Has demostrado tuintegridad y desinterés; demuestra ahora que eresagradecida y tierna de corazón. Entonces serás elmodelo de la mujer perfecta, para lo cual creí quehabías nacido.

—¡Oh, nunca, nunca, nunca! ¡Jamás conseguiráese triunfo!

Y esto lo dijo ella con una vehemencia que dejóatónito a Edmund e hizo que se ruborizara al acor-darse de sí misma, cuando vio la sorpresa de suprimo y le oyó replicar:

—Jamás! Fanny... ¡tan categórica y absoluta! Estono parece propio de ti, de tu modo de ser racio-nal.

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—Quiero decir —exclamó ella corrigiéndose,pesarosa— que creo que nunca, hasta donde cabeprever lo futuro... creo que nunca corresponderé asu estimación.

—He de esperar mejores resultados. Me constamás de lo que pueda constarle el propio Crawford,que el hombre que pretenda tu amor (estando túdebidamente enterada de sus intenciones), habráde desarrollar una muy ardua labor, pues ahí estántodos tus antiguos afectos y costumbres alinea-dos en orden de batalla; y antes de que consigaganar para sí tu corazón, tendrá que desprenderlode los lazos que le unen a una serie de motivoscircundantes, animados e inanimados, que se hanido reforzando a lo largo de tantos años, y que,de momento, han de resistirse considerablementea la sola idea de separación. Ya sé que la apren-sión de verte obligada a abandonar Mansfield re-forzará por algún tiempo tu ánimo contra él. Hu-biese preferido que él no se sintiera obligado adecirte lo que pretendía. Hubiera deseado que élte conociera tan bien como yo, Fanny. Dicho seaentre nosotros, creo que te habríamos ganado. Misconocimientos teóricos y los suyos prácticos, auna-dos, no hubiesen podido fallar. Tenía él que ajus-tarse a mis planes. No obstante, debo esperar queel tiempo, al demostrar (como firmemente creo queasí será) que es digno de ti por lo invariable de suafecto, le dará su recompensa. No puedo suponerque no tengas el deseo de amarle: el deseo natu-ral de la gratitud. Debes tener algún sentimientospor el estilo. Tienes que estar apenada por tu pro-pia indiferencia.

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—Somos tan dispares —dijo Fanny, eludiendouna respuesta directa—, somos tan dispares, tan-to, en todas nuestras inclinaciones y costumbres,que considero completamente imposible que jun-tos llegásemos nunca a ser ni siquiera mediana-mente felices, aun cuando pudiese quererle. Nun-ca existieron dos seres más opuestos. No tenemosun solo gusto en común. Seríamos desgraciados.

Te equivocas, Fanny. La diferencia no es tan gran-de. Hasta os parecéis bastante. Vuestros gustoscoinciden en más de un caso. Tenéis los mismosgustos en moral y en literatura. Ambos poseéis uncorazón ardiente y bondadosos sentimientos; y,Fanny, quien le haya oído leer a Shakespeare y tehaya visto escucharle la otra noche, ¿creerá queno podéis ser el uno para el otro? Te olvidas deti misma. Hay una marcada diferencia en vuestroscaracteres, lo admito: él es animado, tú eres seria;pero tanto mejor: su ánimo sostendrá el tuyo. Esen ti natural dejarte abatir con facilidad e imagi-nar las dificultades mayores de lo que son. Su jo-vialidad vendrá a neutralizar esa tendencia. Él nove dificultades en nada y su optimismo y alegríaserá un constante soporte para ti. Que en este as-pecto seáis diferentes, Fanny, no pesa lo más míni-mo contra vuestras posibilidades de mutua felici-dad. No te lo figures. Yo mismo estoy convencidode que es una circunstancia más bien favorable.Estoy persuadido de que es mejor que sean dife-rentes los caracteres; quiero decir, diferentes enla exteriorización del humor, en los hábitos, en lamayor o menor preferencia por reunirse en socie-dad, en la propensión a charlar o a estar callado, aestar serio o alegre. Cierto contraste en este as-

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pecto, de ello estoy plenamente convencido, con-tribuye a la felicidad conyugal. Excluyo los extre-mos, desde luego; y una coincidencia demasiadoexacta en todos esos puntos sería el camino másseguro para llegar a un extremo. Una oposición,suave y constante, es la mejor salvaguardia de losmodales y de la conducta.

Fácilmente pudo Fanny adivinar dónde tenía élpuesto ahora su pensamiento. El poder de MaryCrawford se manifestaba de nuevo con toda su pu-janza. Edmund hablaba de ella con satisfacción des-de su retorno al hogar. Aquello de esquivarla ha-bía terminado ya. Precisamente el día anterior ha-bía comido en la rectoría.

Después de darle ocasión de que se entregaraa tal dulces pensamientos por unos minutos, Fan-ny, considerando que a ella correspondía hacerlo,volvió al tema de Mr. Crawford y dijo:

—No es sólo por su genio por lo que le consi-dero inadecuado para mí... aunque, en este aspec-to, creo que la diferencia que nos separa es dema-siado grande, y más que demasiado. Su alegría meabruma con frecuencia. Pero hay algo en él querepudio más aún. Debo decirte, Edmund, que nopuedo aprobar su modo de ser. No le tengo enbuena consideración desde los ensayos de la co-media. Entonces le vi comportarse, según mi opi-nión, de un modo tan indecoroso y cruel (me per-mito hablar de ello ahora, porque todo pasó)... tanincorrecto con el pobre Mr. Rushworth, sin que alparecer le importase ponerle en evidencia y ofen-derle y dedicando a mi prima María unas atencio-nes que... en una palabra, recibí entonces una im-presión que nunca se me borrará.

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—Mi querida Fanny —replicó Edmund, sin ape-nas escucharla hasta el final—, no queramos, nin-guno de nosotros, que se nos juzgue por lo queparecíamos en aquel período de general locura. Laépoca del teatro casero, es la época que con másaversión puedo recordar. María se portó mal, Craw-ford se portó mal, todos juntos nos portamos mal;pero nadie tanto como yo. En comparación conmi-go, todos los demás tenían disculpa. Yo estuve ha-ciendo el loco, teniendo abiertos los ojos.

—Como simple espectadora, acaso vi más yode lo que tú pudiste ver; y creo que Mr. Rushworthestuvo a veces muy celoso.

—Muy posible. No es extraño. Nada podía sermás impropio que todo aquel tinglado. Me horro-riza pensar que María fuese capaz de secundarlo;pero si ello pudo presentarse, no debe sorprende-mos el resto.

—Tendría que estar yo muy equivocada si nofuese cierto que, antes de lo del teatro, creía Ju-lia que Mr. Crawford se dedicaba a ella.

—¿Julia! A alguien le oí decir que estaba ena-morado de Julia; pero nunca pude ver nada de eso.Sin embargo, Fanny, aunque espero hacer justicia alas buenas cualidades de mis hermanas consideromuy posible que desearan, una o las dos, atraersela admiración de Crawford, y que acaso mostrasental deseo de un modo más ostensible de lo queera prudente. Recuerdo muy bien que tenían unamarcada predilección por su compañía; y viéndoseasí alentado, un hombre como Crawford, gallardo,y puede que un poco irreflexivo, no es extraño quellegase a... No pudo haber nada muy profundo, puesestá claro que él no llevaba ninguna intención: su

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corazón estaba reservado para ti. Y debo decirteque esto ha hecho que ganara muchísimo en miopinión. Es algo que le honra grandemente; demues-tra la justa estima en que tiene la bendición de unhogar feliz y un puro afecto. Prueba que su tío nole ha echado a perder. Prueba, en fin, que él es exac-tamente lo que yo a menudo quería creer que era,y temía que no fuese.

—Tengo la convicción de que no piensa comodebiera sobre cosas serias.

—Di, mejor, que nunca ha pensado en cosas se-rias; creo que es éste el caso. ¿Cómo podría serde otro modo, con tal educación y tal consejero?Teniendo en cuenta lo pernicioso del ambienteque respiraron, ¿no es maravilloso que sean comoson? Estoy dispuesto a reconocer que, hasta aquí,Crawford se ha dejado guiar en exceso por sus sen-timientos. Por fortuna, esos sentimientos han sido,en general, buenos. Tú aportarás el resto. Desdeluego, no puede haber un hombre más afortunadoque él al enamorarse de semejante criatura..., deuna mujer que, firme como una roca en sus princi-pios, posee una suavidad de carácter tan ideal pararecomendarlos. Ha sabido elegir su pareja, vayaque sí, pero tú harás de él lo que te propongas.

—¡No me comprometería a desempeñar seme-jante cargo! —exclamó Fanny, con marcado acentode inhibición—... ¡semejante cometido de tan altaresponsabilidad!

—¡Cómo siempre, convencida de tu incapaci-dad para lo que sea! ¡Siempre imaginándolo tododemasiado importante para ti! Bien, si yo no pue-do persuadirte de que han de modificarse tus sen-timientos, confío que tú misma te persuadirás. Sin-

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ceramente confieso mi anhelo de que lo consigas.No es poco el interés que tengo en los progresosde Crawford. Por estar tan ligada a tu felicidad,Fanny, la suya reclama mis mejores votos. Ya vesque no puede ser pequeño mi interés por la bie-nandanza de Crawford.

Demasiado bien lo veía Fanny para tener nadaque decir, y ambos siguieron paseando unas cin-cuenta yardas, silenciosos y abstraídos. Edmundfue el primero en empezar de nuevo:

—Ayer quedé muy complacido al ver como ellahablaba de este asunto; quedé particularmente com-placido, porque no estaba seguro de que lo consi-derase todo bajo un punto de vista tan justo. Sa-bía que él estaba muy enamorado de ti, pero noobstante temía que ella no se tomara como mere-ce tu valía para que te quisiera su hermano, y quelamentase que él no se hubiera fijado con prefe-rencia en una mujer de abolengo o fortuna. Temíaque se manifestara en ella la influencia de esasmáximas mundanas que con demasiada frecuenciahabrá escuchado en su vida. Pero no fue así. Ha-bló de ti, Fanny, como debía. Desea este enlacetan ardientemente como tu tío o como yo mismo.Estuvimos hablando de ello largamente. Yo no hu-biera mencionado el asunto, aunque ansiaba cono-cer sus sentimientos; pero no llevaba aun cinco mi-nutos en la habitación cuando ella lo enfocó conaquella franqueza y aquella delicadeza que le sonpeculiares, con ese espíritu y esa sinceridad queen tan gran parte informan su mismo ser. La seño-ra Grant se rió de ella por su rapidez.

—Entonces... ¿estaba también presente la seño-ra Grant?

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—Sí; cuando llegué a casa, encontré juntas alas dos hermanas; y una vez hubimos empezado,ya no dejamos de hablar de ti, Fanny, hasta que en-traron Henry y el doctor Grant.

—Hace más de una semana que no he visto aMary Crawford.

—Sí; y ella lo lamenta, aunque reconoce queacaso haya sido mejor. La verás, sin embargo, an-tes de que se vaya. Está muy enfadada contigo, Fan-ny; debes estar preparada para eso. Ella dice queestá muy enfadada, pero ya puedes imaginar suenojo. Es el pesar y la desilusión de una hermanaque cree a su hermano con derecho a poseer cuan-to pueda desear, desde el primer instante. Estádolida, como tú lo estarías por William; pero te apre-cia y te quiere de todo corazón.

—Ya me figuraba que estaría muy enfadada con-migo.

—Queridísima Fanny —dijo Edmund, estrechan-do su brazo para atraerla hacia sí—, no vaya a ape-narte la idea de su enojo. Es un enfado más de pala-bra que de sentimiento. Su corazón se hizo para elamor y la ternura, no para el rencor. Me hubiesegustado que oyeras su tributo de alabanza; quehubieras podido ver la expresión de su rostro cuan-do dijo que tú debías ser la esposa de Henry. Ob-servé que al nombrarte decía siempre «Fanny», cosaque antes no solía hacer; y sonaba a fraternal cor-dialidad.

—Y la señora Grant... ¿qué decía?... ¿hablaba tam-bién?... ¿estuvo allí todo el rato?

—Sí, se mostró completamente de acuerdo consu hermana. La sorpresa ante tu negativa, Fanny,parece que fue inmensa. Que pudieras rechazar a

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un hombre como Henry Crawford, parece que esmás de lo que ellas pueden llegar a comprender.Dije por ti cuanto pude; pero, la verdad, tal comoellas consideran el caso, debes demostrarles queestás en tus cabales lo antes posible, mediante uncambio de actitud; nada más conseguirá satisfacer-las. Pero esto es coaccionarte. Ya he terminado;no te separes de mí.

—Yo hubiera creído —dijo Fanny, cerrando unapausa durante la cual se esforzó en concentrarse—,que toda mujer tenía que admitir la posibilidad deque un hombre no fuese aceptado, no fuese ama-do por otra mujer, por una al menos, por agradableque él sea para la generalidad. Aunque reúna to-das las perfecciones del mundo, creo que no de-bería dejarse sentado como indudable que un hom-bre tiene que ser aceptado por todas las mujeresque a él se le ocurra querer. Pero, aun suponién-dolo así, concediendo a Mr. Crawford todos losderechos que sus hermanas le atribuyen, ¿cómoiba a estar yo preparada para acogerle con algúnsentimiento de correspondencia a los suyos? Mecogió de sorpresa. Yo no había sospechado quesu modo de portarse conmigo anteriormente tu-viera algún significado; y es natural que yo no mehiciera el propósito de quererle, sólo porque ha-cía de mí un caso de ociosa distracción, al pare-cer, a falta de otra mejor. En tal ocasión hubierasido el colmo de la vanidad hacerme ilusiones res-pecto de Mr. Crawford. Estoy segura de que sushermanas, que tan alto lo valoran, lo hubieran con-siderado así, suponiendo que él nada les hubierainsinuado. ¿Cómo podía entonces sentir... sentirmeenamorada de él en el instante en que me dijo que

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él lo estaba de mí? ¿Cómo iba yo a tener un afec-to a su disposición, para el momento en que él lorequiriese? Sus hermanas deberían considerarmetan bien como a él. Cuanto más altos sus mereci-mientos, tanto más impropio de mí haber pensadosiquiera en él. Y... y... tenemos unas ideas muy dis-tintas sobre la naturaleza del sexo femenino, siellas pueden suponer a una mujer capaz de co-rresponder tan pronto a un afecto como el que ésteparece implicar.

—Mi querida, queridísima Fanny: ahora conoz-co la verdad. Sé que es ésta la verdad; y muy dig-nos de ti son estos sentimientos. Ya antes te loshabía atribuido. Pensé que sabía interpretarte. Hasdado ahora exactamente la misma explicación queyo aventuré por ti ante tu amiga y la señora Grant,y ambas quedaron más satisfechas, aunque tu ve-hemente amiga se resistió un poco más a aceptar-la debido a la fuerza de su cariño por Henry. Lesdije que tú eras la criatura humana en quien másdominaba la costumbre y menos la novedad; y queel mismo carácter de novedad en la declaraciónde Crawford era desfavorable para él; que por sertan nueva y reciente no podía favorecerle; que túno podías tolerar cosa alguna a la que no estuvie-ras acostumbrada... y otras muchas cosas con elmismo propósito, a fin de darles una idea de tunatural. Mary nos hizo reír con sus planes para es-timular a su hermano. Sugirió que habría que indu-cirle a perseverar con la esperanza de verse ama-do algún día, y de conseguir que sus declaracio-nes fueran acogidas más favorablemente al cabode unos diez años de matrimonio feliz.

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Fanny pudo con dificultad esbozar la sonrisaque aquí se esperaba de ella. Sus sentimientos es-taban revueltos. Temía haber hecho mal, hablandodemasiado, exagerando la cautela que había con-siderado necesaria... Guardándose de un peligropara exponerse a otro. Y que le repitieran las gra-cias de miss Crawford en aquel momento, y sobreaquel asunto, era un amargo agravante.

Edmund vio fatiga y angustia en su rostro, y enel acto resolvió abstenerse de toda insistencia yno volver a mencionar siquiera el nombre de Craw-ford, excepto en cuanto pudiera tener relación conlo que había de resultarle agradable a ella. Basán-dose en este principio, dijo poco después:

—Se marchan el lunes. Por lo tanto, puedes te-ner la seguridad de que verás a tu amiga, bien ma-ñana o el domingo. Realmente, se van el lunes; ¡ypensar que estuve en un tris de dejarme conven-cer para quedarme en Lessingby hasta ese mismodía! Casi lo había ya prometido. ¡Qué distinto hu-biera sido todo! Esos cinco o seis días más en Les-singby, quizás los hubiera sentido toda la vida.

—¿Tan a punto estuviste de quedarte allí?—Tanto. Me lo pedían con la más amable insis-

tencia, y casi había accedido. De haber recibidoalguna carta de Mansfield informándome de cómoseguíais por aquí, creo que me hubiera quedado,en efecto; pero nada sabía de lo sucedido aquí enel transcurso de una quincena, y me pareció quellevaba ya bastante tiempo ausente.

—¿Lo pasaste bien allí?—Sí; es decir, fue por culpa de mi estado de

ánimo si no lo pasé mejor. Eran todos muy agrada-bles. Dudo que ellos pensaran lo mismo de mí. Lle-

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vaba dentro una especie de desazón, de la que nopude librarme hasta que me encontré de nuevo enMansfield.

—Y las hermanas Owen... ¿te resultarían agrada-bles, verdad?

—Sí, mucho. Son unas muchachas simpáticas,animadas, desprovistas de afectación. Pero yo yano sirvo, Fanny, para departir con chicas corrien-tes. Esas jovencitas, con toda su alegría y natura-lidad, no pueden resultarle a un hombre acostum-brado al trato de mujeres sensibles. Son dos mo-dos distintos de ser. Tú y miss Crawford habéisconseguido que me vuelva demasiado exigente.

A pesar de todo, Fanny seguía aún abrumada ydecaída; bien claro lo decía su aspecto. Era prefe-rible no prolongar la conversación; y entendiéndo-lo así, Edmund la condujo, con la afable autoridadde un guardián privilegiado, al interior de la casa.

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EDMUND creía haberse enterado de cuanto Fanny pu-diera contar, o dejar entrever, acerca de sus senti-mientos, y quedó satisfecho. Como él había su-puesto antes, Crawford había procedido con de-masiada precipitación, y era preciso dejar que eltiempo se encargara de que ella se familiarizasecon la idea, primero, y le resultara después agrada-ble. Tendría que acostumbrarse a considerar queHenry la amaba, y entonces ya no estaría lejos decorresponderle con su afecto.

Dio a su padre esta opinión como resultadode la conversación sostenida, y recomendó quenada más le dijera a ella, que no se intentara coac-cionarla o persuadirla, sino que se dejara todo a laasiduidad de Crawford y a la reacción natural desu propio espíritu.

Sir Thomas prometió que así lo haría. Le pare-ció justa la apreciación de Edmund en cuanto alánimo de Fanny. Suponía que eran éstos los senti-mientos de ella, pero consideraba como una des-

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gracia que los tuviera; porque, menos inclinadoque su hijo a confiar en el futuro, no podía evitarel temor de que si era preciso conceder a Fannytanto tiempo para familiarizarse, no se decidiría aacoger favorablemente las declaraciones del ena-morado antes de que a éste se le acabasen los de-seos de hacerlas. Nada podía hacerse, sin embar-go, sino aceptar así las cosas con resignación yesperar lo mejor.

La prometida visita de «su amiga», como Edmundllamaba a miss Crawford, representaba una tremen-da amenaza para Fanny, y hacía que viviera en uncontinuo terror. Como hermana, tan parcial e irrita-da, y tan poco escrupulosa en el hablar, y por otrolado tan triunfante y segura... era por muchos con-ceptos un motivo de angustiosa alarma. Su des-contento, su agudeza y su felicidad era un con-junto espantoso que afrontar; y la confianza en queotras personas estarían presentes cuando se en-contraran era el único consuelo para Fanny anteaquella perspectiva. Se apartaba lo menos posiblede lady Bertram, no se acercaba a su cuarto deleste y no daba ningún paseo solitario por los ar-bustos como precaución, para evitar una súbita arre-metida.

Lo consiguió. Se hallaba a seguro en el come-dor para los desayunos con su tía, cuando llegómiss Crawford. Pasado el primer susto, y viendoque en la actitud y las palabras de Mary había unaexpresión mucho menos intencionada de lo quehabía esperado, Fanny empezó a concebir la espe-ranza de que no se vería en el caso de tener quesoportar nada peor que una media hora de mode-rada inquietud. Pero con esto esperaba demasia-

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do. Miss Crawford no era una esclava de la opor-tunidad. Estaba decidida a hablar con Fanny a so-las, y en consecuencia le dijo, sin esperar más quelo prudente, en voz baja:

—Necesito hablar unos minutos con usted, don-de sea.

Palabras que Fanny sintió correr por todo sucuerpo, en todos sus pulsos y en todos sus ner-vios. Negarse era imposible. Sus hábitos de pron-ta sumisión, por el contrario, la llevaron a ponerseen pie casi en el acto y a guiarla fuera de la habi-tación. Lo hizo con profundo disgusto, pero erainevitable.

Apenas llegaron al vestíbulo cesó toda conten-ción por parte de Mary Crawford. Agitó la cabezamirando a Fanny con sutil, aunque afectuosa, ex-presión de reproche, le cogió una mano y parecíadispuesta a empezar allí mismo, casi incapaz depoderlo evitar. Sin embargo, dijo tan solo:

—¡Perversa, más que perversa! No sé cuándo aca-baré de reñirla.

Y tuvo discreción bastante para reservarse lodemás hasta que pudieran estar seguras entre cua-tro paredes para ellas solas. Fanny, naturalmente,subió la escalera y condujo a su invitada hasta elaposento que ahora estaba siempre dispuesto con-fortablemente; no obstante, abrió la puerta con elcorazón afligido, sintiendo que la esperaba unaescena más angustiosa que cuantas habían tenidopor testigo aquel mismo lugar. Pero el ataque queiba a desencadenarse contra ella quedó al menosaplazado, gracias al súbito cambio de ideas en lamente de miss Crawford, gracias a la profunda im-

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presión de su espíritu al encontrarse de nuevo enel cuarto del este.

—¡Ah! —exclamó, con pronta animación—. ¿Es-toy otra vez aquí? ¡El cuarto del este! Sólo una vezhabía estado en esta habitación —y después deuna pausa para mirar en derredor y, a lo que pare-cía, rehacer mentalmente lo que había pasado allí,añadió—: sólo una vez. ¿Lo recuerda? Vine para en-sayar. Su primo vino también. Y ensayamos. Ustedera nuestro público y nuestro apuntador. Fue unensayo delicioso. Nunca lo olvidaré. Aquí estába-mos, precisamente en este lado de la habitación;aquí estaba su primo, aquí yo, aquí las sillas. ¡Ah!¿Por qué esas cosas no pueden durar siempre?

Afortunadamente para su compañera, no espera-ba contestación alguna. Tenía la mente totalmenteocupada por sus propios recuerdos. Estaba entre-gada a un ensueño de dulces evocaciones.

—¡La escena que ensayábamos era tan especial!El tema de la misma tan... tan... ¿cómo diría yo? Éltenía que hacerme la descripción del matrimonioy recomendármelo. Me parece verle ahora, procu-rando mostrarse tan formal y sosegado como co-rresponde a un Anhalt, a lo largo de sus dos ex-tensos parlamentos. «Cuando dos corazones afi-nes se encuentran en la vida matrimonial, puedellamarse al matrimonio vida feliz.» Me imagino que,por mucho tiempo que pase, jamás se me borrarála impresión que guardo de sus miradas y su vozal pronunciar esas palabras. ¡Fue curioso, muy cu-rioso, que nos correspondiera representar seme-jante escena! Si yo tuviera la facultad de poder re-cordar una sola semana de mi existencia, sería esasemana, la semana de los ensayos, la que recorda-

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ría. Diga usted lo que quiera, Fanny, habría de serésa, pues nunca, en ninguna otra, conocí una feli-cidad tan exquisita. ¡Ver como llegaba a doblegar-se su firme voluntad! ¡Fue algo tan delicioso queni se puede expresar! Pero, ¡ah!, al finalizar aquellatarde se acabó todo. Con la noche llegó su tío, enmala hora. ¡Pobre sir Thomas! ¿quién tenía deseosde verle?... Ahora bien, Fanny, no se imagine queme propongo hablar irrespetuosamente de sir Tho-mas, aunque es verdad que le odié por espacio debastantes semanas. No, ahora le hago justicia. Esexactamente cual debe ser el jefe de una familiacomo ésta. Nada, con toda sinceridad, que ahoracreo que les quiero a todos.

Y habiendo dicho esto, con un grado de ternu-ra y convicción como Fanny nunca había visto enella, y que ahora le pareció muy decoroso, se apar-tó un momento para serenarse.

—Me ha dado un pequeño arrebato al entrar eneste cuarto, como habrá notado —dijo a continua-ción, sonriendo con travesura—, pero ya pasó. Demodo que lo mejor será que nos sentemos y char-lemos amigablemente; pues para reñirla, Fanny, quees a lo que vine con decidida intención, no tengovalor cuando llega el momento —y abrazándola efu-sivamente, añadió—: ¡Mi buena y dulce Fanny! Cuan-do pienso que la veo por última vez hasta no sécuándo, me siento totalmente incapaz de hacer nadamás que quererla.

Fanny se emocionó. No había previsto nada deaquello, y sus sentimientos raras veces podían re-sistir la melancólica influencia de la palabra «últi-ma». Se puso a llorar como si quisiera a Mary másde lo que en realidad podía; y ésta, más suavizada

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[Fanny and Mary]—Ahora bien, Fanny...

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aún al verla tan impresionada, se apoyó en ella conternura y dijo:

—Me resulta odioso tener que dejarla. Dondevoy, no he de encontrar a nadie que sea ni la mi-tad de afectuoso. ¿Quién dice que no seremos her-manas? Yo sé que lo seremos. Siento que hemosnacido para ser familia; y estas lágrimas me con-vencen de que lo siente usted así también, Fanny.

Fanny salió de su marasmo y, contestando sóloen parte, dijo:

—Pero si usted sólo va de un grupo de amigosa otro. Se instalará en la casa de una amiga muyíntima.

—Sí, muy cierto, la señora Fraser ha sido mi ínti-ma amiga durante años. Pero no siento los meno-res deseos de estar con ella. Sólo puedo pensaren los amigos que dejo..., en mi excelente herma-na, en usted y en los Bertram en general. Hay en-tre ustedes mucho más corazón del que una sueleencontrar por esos mundos. Aquí me dan todos laimpresión de que se puede confiar en ustedes,cosa que, en el trato corriente, es totalmente des-conocida. Preferiría haber convenido con la señoraFraser que no iría a su casa hasta después de Pas-cua, época mucho mejor para el caso; pero ahoraya no puedo saltarme el compromiso. Y cuando ladeje a ella he de ir a casa de su hermana, lady Sto-maway, porque más bien era ésta, de las dos, miamiga íntima; pero no me he ocupado mucho deella en estos tres años últimos.

Después de este discurso, las dos muchachaspermanecieron silenciosas por espacio de unos mi-nutos, dejándose llevar de sus respectivos pensa-mientos..., meditando Fanny sobre las distintas cla-

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ses de amistad, Mary sobre algo de tendencia filo-sófica. Ésta fue la primera en romper el silencio:

—¡Qué perfectamente recuerdo mi decisión debuscarla aquí arriba, dispuesta a dar con el cuartodel este, sin tener la menor idea de dónde pudie-ra hallarse! ¡Qué bien recuerdo lo que iba pensan-do al venir, y el momento en que asomé la cabezay la vi a usted aquí, sentada a esta mesa trabajan-do, y después el asombro de su primo cuando abrióla puerta y se encontró aquí conmigo! No diga, queocurrírsele a su tío volver precisamente aquellatarde... jamás hubo en mi vida unos días como aque-llos!

De nuevo se abandonó a un breve arrebato deabstracción; cuando, sacudiéndolo de pronto, deeste modo acometió a su compañera:

—Vamos, Fanny; la veo a usted en un completoarrobamiento... pensando, espero, en alguien quesiempre piensa en usted. ¡Oh, si pudiera llevárme-la por algún tiempo a nuestro círculo de Londres,para que se diera cuenta de la impresión que cau-sa allí su poder sobre Henry! ¡Oh, las envidias yrencores de tantas y tantas docenas de fracasa-das...; el asombro, la incredulidad que habrá de sus-citar la noticia de lo que usted ha conseguido! Por-que, quede esto en secreto. Henry es como el hé-roe de un romance antiguo y llega a gloriarse desus cadenas. Tendría que venir a Londres para sa-ber apreciar su conquista. ¡Si viera cómo le corte-jan, y cómo a mí me cortejan por él! En realidad,sé muy bien que en casa de la señora Fraser no medispensarán una acogida ni la mitad de calurosa, aconsecuencia de los propósitos de mi hermano.Cuando sepa la verdad, lo más probable es que de-

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see que me vuelva a Northamptonshire. Porque elmarido de mi amiga, Mr. Fraser, tiene una hija, desu primera esposa, que es ya mayor y está rabiosapor casarse, y quería pescar a Henry. ¡Oh!, ha inten-tado conseguirlo por todos los medios. Permane-ciendo aquí, inocente y tranquila, no puede teneridea de la sensación que va usted a causar, de lacuriosidad que habrá por verla, del sinfín de pre-guntas que habré de contestar. La pobre MargaretFraser me acosará sin cesar, interesándose por susojos, y sus dientes, y la forma de su peinado, y quiénle hace el calzado. Preferiría que Margaret se hu-biera casado, para bien de mi pobre amiga; puesconsidero a los Fraser tan desgraciados, poco máso menos, como la mayoría de los matrimonios. Y,no obstante, fue un partido magnífico para Janet.Todos estábamos encantados. No podía hacer otracosa que aceptarle, pues él era rico y ella no teníanada; pero el hombre se muestra cada día más mal-humorado y exigente, y quiere que una mujer jo-ven, una linda y joven mujer de veinticinco años,sea tan seria como él. Y mi amiga no sabe manejar-lo bien; parece que no sabe cómo encauzar las co-sas para vivir lo mejor posible. Y hay entre ellosun espíritu de encono que, para no decir algo peor,es prueba de muy mala educación. En aquella casarecordaré con respeto los hábitos conyugales dela rectoría de Mansfield. Hasta el doctor Grantmuestra una absoluta confianza en mi hermana ytiene en cierta consideración sus puntos de vista,lo que hace que una note que hay un mutuo afec-to; pero entre los Fraser no verá nada de eso. Micorazón quedará en Mansfield para siempre, Fan-ny. Mi propia hermana como esposa, sir Thomas

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Bertram como marido, son mis modelos de perfec-ción. La pobre Janet se engañó lamentablemente;y, sin embargo, no es que obrase a la ligera; no seprecipitó al matrimonio irreflexivamente; no hubofalta de previsión. Se tomó tres días para reflexio-nar, y durante esos tres días pidió consejo a to-dos los parientes cuya opinión valiera la pena, yacudió en especial a mi difunta tía, cuyo conoci-miento del mundo hacía que su criterio fuese justa-mente reconocido por toda la gente joven relacio-nada con ella; y mi tía decidió a favor de la boda.Así es que parece que no hay nada que pueda ase-gurar una agradable vida matrimonial. Tanto nopuedo decir respecto de mi amiga Flora, que diocalabazas a un estupendo muchacho en el Blues,para unirse a ese horrendo de lord Stornaway, quetiene poco más o menos, Fanny, la inteligencia deMr. Rushworth, pero mucho peor aspecto y la ín-dole de un tunante. Yo tuve mis dudas entoncesen cuanto a lo acertado de su elección, pues él notiene siquiera el aire de un gentleman; pero ahoraestoy segura de que se equivocó. A propósito Flo-ra Ross se moría por Henry el primer invierno queapareció en sociedad. Pero si fuera a enumerarletodas las mujeres que yo sé que se han enamora-do de él, no acabaría nunca. Sólo usted, nada másusted, insensible Fanny, es capaz de pensar en élcon una especie de indiferencia. ¿Pero es, en rea-lidad, tan insensible como se muestra? No, no, yaveo que no.

Era, en efecto, tan intenso el rubor que en aque-llos momentos cubría el rostro de Fanny, como paraconvertir en certidumbre la sospecha de una men-te predispuesta.

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—¡Excelente criatura! No quiero atormentarla.Todo seguirá su curso. Pero, querida Fanny, debeusted reconocer que no estaba tan desprevenidacuando se le planteó la cuestión como se figurasu primo. A la fuerza tuvo que dar cabida a algu-nos pensamientos acerca de ello, a algunas supo-siciones en cuanto a lo que pudiera ser. Forzosa-mente había de notar que él trataba de complacer-la dedicándole cuantas atenciones podía. ¿No es-tuvo, en el baile, por entero consagrado a usted?Y aun antes del baile: ¡la gargantilla! ¡Oh!, la reci-bió usted apreciando su significado, tan a sabien-das como pudiera desearlo un corazón, lo recuer-do perfectamente.

—¿Quiere usted decir, entonces, que su herma-no sabía de antemano lo de la gargantilla? ¡Oh, missCrawford! Eso no fue leal.

—¡Sí lo sabía! Todo fue obra suya, idea suya.Me avergüenza decir que a mí no se me había ocu-rrido; pero me encantó intervenir a propuesta suya,en beneficio de los dos.

—No diré —replicó Fanny— que no sintiera al-gún temor en aquella ocasión, pues noté algo ensu mirada que me asustó; pero no al principio. Nadasospeché al principio... nada, en absoluto. Es estotan cierto como que ahora estoy sentada aquí. Yde haberlo sospechado, nada hubiese podido indu-cirme a aceptar el presente. En cuanto al compor-tamiento de su hermano, en efecto, noté algo es-pecial. Lo venía notando desde hacía poco tiempo,quizá dos o tres semanas; pero consideré que nosignificaba nada; interpreté simplemente que erasu modo habitual, y estaba tan lejos de suponercomo de desear que se hiciera algún pensamiento

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serio con relación a mí. Yo no fui, miss Crawford,una observadora poco atenta de lo que ocurría en-tre él y cierta persona de esta familia, durante elverano y el otoño pasados. Estuve callada, pero nociega. Y pude ver que Mr. Crawford se permitía ga-lanterías que no significaban nada.

—¡Ah! No puede negarlo. Se ha entregado devez en cuando a lamentables devaneos, importán-dole muy poco el estrago que puede causar en loscorazones femeninos. Muchas veces le he reñidopor ello; pero es su único defecto. Y he de decirque muy pocas jovencitas merecen que sus senti-mientos sean tenidos en cuenta. Por otra parte, Fan-ny, ¡qué gloria la de tener cautivo al hombre a quientantas niñas casaderas han lanzado el anzuelo, lade tenerlo una en su poder para ajustarle todaslas cuentas contraídas con nuestro sexo! ¡Oh!, es-toy segura de que no cabe en la idiosincrasia fe-menina rechazar semejante triunfo.

Fanny meneó la cabeza.—No puedo considerar bien a un hombre que

juega con los sentimientos de cualquier mujer; conello se causan a menudo sufrimientos mayores deque lo pueda suponer un observador circunstan-cial.

—No le defiendo: lo dejo por entero a mercedde usted; y cuando él la tenga en Everingham, nome importa que le predique tanto como quiera.Pero una cosa debe tener en cuenta: que su de-fecto, eso de gustarle que las chicas se enamorenun poco de él, no es ni la mitad de peligroso parala felicidad de una mujer que una propensión a ena-morarse él mismo, cosa a la que nunca tuvo afición.Y creo, seriamente y de verdad, que ha quedado

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prendado de usted como nunca lo estuvo de nin-guna; que la quiere con todo su corazón. Si huboalguna vez un hombre que amase para siempre auna mujer, creo que a Henry le ocurrirá lo mismocon usted.

Fanny no pudo evitar una débil sonrisa, peronada quiso decir.

—No recuerdo haber visto nunca a Henry tanfeliz —prosiguió Mary— como cuando hubo con-seguido el ascenso de su hermano.

Con esto acababa de lanzar un certero ataquesobre los sentimientos de Fanny.

—¡Ah, sí! ¡Qué amable, qué amabilidad la suya!—Me consta que hubo de poner en ello un gran

empeño, porque sé cuáles eran las piezas que te-nía que mover. Al almirante le disgusta tener quemolestarse y le irrita que le pidan favores; y haytantas peticiones de muchachos que atender, quede no intervenir una amistad y una energía muydecididas nada se consigue. ¡Qué feliz debe sen-tirse William! ¡Si pudiéramos verle!

El ánimo de Fanny se vio arrastrado al más an-gustioso de sus cambiantes estados. El recuerdode lo que hizo en favor de William era siempre elmás poderoso obstáculo para toda decisión con-tra Mr. Crawford; y quedó meditando sobre ellohasta que Mary, que se había limitado, primero, acontemplarla con satisfacción y, después, a mur-murar algo sin especial interés, reclamó de prontosu atención diciendo:

—Me pasaría aquí el día sentada charlando conusted, pero no debemos olvidar a las señoras deabajo; de modo que, adiós, mi querida, mi dilecta,mi excelente Fanny, pues aunque nominalmente

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nos separemos en el salón, aquí debo despedirmede usted en particular. Y me despido, anhelandouna feliz reunión y confiando que, cuando volva-mos a encontrarnos, será en unas circunstanciasque permitan a nuestros corazones abrirse sin unresto de reserva.

Un efusivo, muy efusivo, abrazo y cierta afecta-ción en el acento acompañaron estas palabras.

—Veré pronto a su primo en la capital; él diceque irá sin tardar mucho; y creo que sir Thomastambién, en el curso de la primavera; y a su primomayor, y a los Rushworath, y a Julia estoy segurade que les veré una y otra vez; a todos, menos austed. Dos favores he de pedirle, Fanny: uno, la co-rrespondencia. Tiene que escribirme, y el otro, quevisite con frecuencia a mi hermana y la consuelede que me haya marchado.

El primero, al menos, de esos favores, hubierapreferido Fanny que no se lo pidieran; pero le eraimposible rehusar la correspondencia; hasta le eraimposible no acceder con más prontitud de lo quesu propio criterio le aconsejaba. No cabía resis-tencia ante un afecto tan manifiesto. Su natural esta-ba especialmente dotado para apreciar un trato ca-riñoso; y por haberlo recibido hasta entonces enpocas veces, tanto más la impresionaba el de missCrawford. Además, sentía por ella gratitud por ha-ber hecho de aquel tête-à-tête algo mucho menospenoso de lo que sus temores le habían pronosti-cado.

Había pasado ya, y ella había escapado sin re-proche y sin pesquisas. Su secreto seguía siendosuyo; y mientras fuese así, se veía capaz de resig-narse a casi todo lo demás.

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Por la tarde hubo otra despedida. Henry Craw-ford acudió y estuvo un rato con ellos; y como elestado de ánimo de Fanny no fuera previamenteel más tenso, por unos momentos se enterneciósu corazón al verle allí, pues en realidad parecíasufrir. Muy distinto a su habitual modo de ser, ape-nas dijo nada. Era evidente que se sentía abruma-do; y Fanny tuvo que apiadarse de él, aunque conla esperanza de que no volviera hasta que fuera elmarido de otra mujer.

Cuando llegó el momento del adiós, si él le hu-biera cogido la mano, ella no se hubiera negado;sin embargo, nada dijo Henry, o nada que ella pu-diera oír; y cuando hubo salido de la habitación,quedó ella más contenta de que aquel rasgo deamistad no se hubiera manifestado.

Al día siguiente, los Crawford se habían ausen-tado de Mansfield.

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XXXVII

UNA VEZ ausente Mr. Crawford, el primer objetivode sir Thomas fue que se le echara de menos; yconcibió éste grandes esperanzas de que su so-brina encontrase un vacío en la pérdida de aque-llas atenciones que antes había considerado, o ima-ginado, como un mal. Ahora sabía lo que era tenerimportancia, lo había gustado en la forma más ha-lagadora; y él esperaba que la pérdida de aquellaadmiración, el hundirse otra vez en la nada, des-pertaría en el espíritu de Fanny unas muy saluda-bles añoranzas. La observaba con esta idea, peroapenas podía decir con qué provecho. Difícil se lehacía apreciar si había en su ánimo alguna muta-ción. Era ella siempre tan dulce y reservada quesus emociones escapaban de sir Thomas. No la com-prendía; de ello se daba perfecta cuenta. Y por tan-to acudió a Edmund para saber hasta qué puntola afectaba la actual situación y si era más o me-nos feliz que antes.

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Edmund no apreciaba en ella síntoma algunode pesar, y consideró a su padre un tanto irrazo-nable por suponer que tres o cuatro días bastasenpara ello.

Lo que principalmente sorprendía a Edmundera que su prima no echara de menos, de un modomás evidente, a la hermana de Henry, a la compa-ñera y amiga que tanto había significado para ella.Le extrañaba que Fanny hablara tan poco de ella ytan poco tuviera que decir, espontáneamente, encuanto a su pena por la separación.

¡Ay! Aquella hermana, aquella amiga y compa-ñera, era el principal tormento contra su tranquili-dad. Si ella hubiera podido considerar el destinode Mary tan desligado de Mansfield como estabadecidida a que lo fuera el de su hermano; si le hu-biera cabido la esperanza de que ella tardaría envolver tanto como muy inclinada estaba a creer quetardaría Henry, se le hubiera aligerado el corazón,sin duda. Pero cuanto más recordaba y observaba,tanto más profundo era su convencimiento de quetodo seguía ahora un curso más favorable que nun-ca para el casamiento de Edmund con miss Craw-ford. Por parte de él la inclinación era más fuerte;por la de ella, menos equívoca. Los prejuicios, losescrúpulos de Edmund basados en su integridad,parecían todos desechados..., nadie podía sabercómo; y las dudas y vacilaciones de Mary, motiva-das por su ambición, se habían igualmente supera-do, y también sin razón aparente. Sólo cabía impu-tarlo a un creciente afecto. Los buenos sentimien-tos de él y los malos de ella se rendían al amor, yeste amor tendría que unirlos. Él iría a Londres encuanto dejara resuelto algún asunto relativo a Thorn-

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ton Lacey..., quizá dentro de unos días. Hablaba desu viaje, le gustaba comentarlo; y una vez se re-uniera con ella... Fanny no podía dudar del resto.La aceptación por parte de Mary era tan seguracomo la declaración de Edmund; y, no obstante,prevalecían en aquella unos principios deplorablesque hacían el proyecto penosísimo para Fanny, in-dependientemente (ella creía que independiente-mente) de sus propios sentimientos.

En la misma conversación sostenida últimamen-te entre ambas, miss Crawford, a pesar de ciertasdemostraciones de ternura y de su mucha amabi-lidad personal, siguió siendo miss Crawford, si-guió mostrando una mente extraviada, y aturdida,y sin sospechar en absoluto que fuese así; ofusca-da, y figurándose que irradiaba luz. Podía amar aEdmund, pero no le merecía por ningún otro sen-timiento. Fanny apenas creía que pudiera unirlesun segundo sentimiento afín; y los sabios más ex-perimentados la perdonarían por considerar la po-sibilidad de un futuro mejoramiento de miss Craw-ford como una esperanza casi inútil, por creer quesi la influencia de Edmund, en aquella época deenamoramiento, de tan poco había servido para des-embrollar su juicio y centrar sus ideas, acabaría élpor rendirse y agotar toda su valía al lado de aque-lla esposa, en unos años de matrimonio.

La experiencia hubiese previsto algo mejor paracualquier pareja de las mismas circunstancias, y laimparcialidad no hubiera negado en miss Crawfordla participación de esa naturaleza común a todaslas mujeres que habría de llevarla a adoptar, comopropias, las opiniones del hombre que ella queríay respetaba. Pero como aquella era la convicción

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de Fanny, mucho sufría por tal motivo y nunca po-día hablar sin pena de miss Crawford.

Sir Thomas, entretanto, seguía con sus esperan-zas y sus observaciones, considerándose todavíacon derecho, dado su conocimiento de la natura-leza humana, a esperar que se le manifestara elefecto de la pérdida de influjo e importancia enel ánimo de su sobrina, y que las pasadas atencio-nes del enamorado produjeran en ella un regusto,un deseo de volver a gozarlas; mas, poco después,hubo que resignarse a no tener de momento unavisión completa y exacta de todo ello, ante la pers-pectiva de otra visita, cuya sola presencia había élde considerar que bastaría para sostener los áni-mos que tenía bajo observación. William había ob-tenido un permiso de diez días, que dedicaría aNorthamptonshire, y allí se dirigía, convertido enel más feliz de los tenientes por ser su ascensoel más reciente, para mostrar su felicidad y descri-bir su uniforme.

Llegó; y le hubiera encantado exhibir el unifor-me allí también, de no haberle impedido las crue-les ordenanzas usarlo fuera del servicio. De modoque el uniforme se quedó en Portsmouth, y Ed-mund conjeturó que antes de que Fanny tuvieraocasión de verlo, toda su lozanía, y toda la loza-nía de la ilusión de su poseedor, se habría marchi-tado. Se habría convertido en símbolo afrentoso;porque, ¿qué puede haber más impropio o indignoque el uniforme de un teniente que lleva de te-niente uno o dos años, y ve que otros ascienden acapitán antes que él? Así razonaba Edmund, hastaque su padre le hizo confidente de un proyectoque permitía considerar la probabilidad de que

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Fanny viera al segundo teniente del «H.M.S. Thrush»en la plenitud de su gloria.

El proyecto consistía en que ella acompañasea su hermano a la vuelta de éste a Portsmouth ypasara algún tiempo con sus familiares. Se le habíaocurrido a sir Thomas en una de sus graves medi-taciones, como una providencia justa y deseable;pero, antes de decidirse por completo, consultó asu hijo. Edmund lo consideró por todos lados, yno vio en ello sino un total acierto. La cosa era bue-na en sí, y no podía ser más oportuno el momento;además, no cabía duda de que sería en extremoagradable para Fanny. Esto bastó para que se de-terminara sir Thomas; y un decisivo: «Pues así sehará» cerró aquella etapa de la cuestión. Sir Tho-mas quedó no poco satisfecho, previendo unos be-neficios aparte y además de lo hablado con su hijo;pues su móvil principal al prepararle aquel viajetenía muy poco que ver con la conveniencia de queella viera a sus padres otra vez, y nada en absolu-to con la idea de procurarle una dicha. Deseaba,ciertamente, que fuera con gusto, pero no menosciertamente deseaba que llegara a estar francamen-te hastiada de su hogar antes de dar por termina-da allí su estancia; que un poco de abstinencia delos refinamientos y lujos de Mansfield Park la lle-vase a pensar más cuerdamente y la inclinara a jus-tipreciar el valor de aquel otro hogar más estable,e igualmente amable para ella, que se le había ofre-cido.

Era un plan curativo para el entendimiento desu sobrina, que él debía considerar actualmenteenfermo. Una permanencia de ocho o nueve añosen los lares de la riqueza y la abundancia habían

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desequilibrado algo su facultad de juzgar y com-parar. La casa de su padre, con toda probabilidad,le enseñaría a apreciar el valor de una buena renta; yconfiaba hacer de ella la mujer más sensata y felizpara toda la vida mediante el experimento ideado.

De haber sido Fanny nada más que un poco afi-cionada a los raptos, le hubiera dado uno muyfuerte cuando vino en conocimiento del proyecto;al ver que su tío le brindaba la ocasión de visitar asus padres y hermanos, de los que había permane-cido alejada casi la mitad de su vida; la ocasiónde volver por un par de meses al escenario de suinfancia, con William como protector y compañerode viaje, y la seguridad de continuar al lado de suhermano hasta el último instante de su permanen-cia en tierra. De no poder evitar alguna vez unaexplosión de júbilo, ésta tenía que producirse enaquella ocasión, pues era inmenso su gozo; peroera la suya una clase de felicidad reposada, pro-funda, íntima; y aun sin pecar nunca de habladora,más se inclinaba todavía a callar cuando sentía conmás fuerza. De momento pudo sólo agradecer yaceptar. Después, familiarizada ya con la alegre vi-sión tan de repente abierta ante sus ojos pudo ha-blar más ampliamente a William y a Edmund de loque sentía pero quedaban aún tiernas emocionesque era imposible vestir con palabras. El recuerdode sus antiguos goces y de lo que había sufridoal verse arrancada de los mismos volvió a ella conrenovada fuerza, y le parecía como si la vuelta alhogar paterno fuera a remediar cuantas penas ha-bían desde entonces atormentado su vida, apartede la separación. Verse de nuevo en el centro deaquel círculo, querida de todos, y hasta más que-

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rida por todos de lo que fuera jamás; sentir cariñosin temor ni limitación; sentirse igual a los que larodeasen; verse libre de cualquier alusión a losCrawford, estar a salvo de cualquier mirada quepudiera ella suponer un reproche a propósito delos mismos... Era éste un proyecto para ser sabo-reado con una intensidad que sólo a medias po-día traslucirse.

Y Edmund, además... Pasar dos meses alejadade él (y tal vez le permitiesen prolongar hasta tresmeses la ausencia), tenía que ser para ella un granbien. Con tierra por medio, sin el asedio de susmiradas y de sus bondades, a salvo de la perpetuatortura de estar leyendo en su corazón y de esfor-zarse en evitar sus confidencias, estaría en mejo-res condiciones para razonar más sensatamente;sería capaz de imaginárselo en Londres, arreglan-do allí todas sus cosas, sin sentirse tan desgracia-da. Lo que en Mansfield hubiera sido duro de so-portar, iba a convertirse en Portsmouth en una penaleve.

La única rémora estaba en la duda de si tía Ber-tram se conformaría a quedarse sin ella. A nadiemás era Fanny imprescindible; pero su tía acaso laechara de menos hasta tal punto, que no quería nipensarlo. Y esta parte de la cuestión fue, en efec-to, la más difícil de resolver por sir Thomas; y laque sólo él, y nadie más, hubiese podido solven-tar.

Pero él era quien mandaba en Mansfield Park.Cuando de veras había tomado una decisión so-bre cualquier medida a adoptar, conseguía siem-pre llevarla a efecto; también ahora, abundando enpalabras sobre el tema, explicando y subrayando

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el deber que tenía Fanny de ver a su familia algu-na vez, indujo a su mujer a que la dejara ir..., con-siguiéndolo, no obstante, más por sumisión quepor convicción; pues, fuera de que sir Thomas con-sideraba que Fanny debía ir, y por lo tanto teníaque ir, de muy poco más llegó a convencerse ladyBertram. En la plácida soledad de su trasalcoba, enel curso de sus imparciales meditaciones, sin lacoacción de los aturdidores argumentos de su ma-rido, no podía reconocer la necesidad de que Fan-ny fuese para nada cerca de un padre y una madreque tanto tiempo habían podido pasar sin aquellahija, cuando ella tanto la necesitaba. Y en cuanto ano echarla de menos, que durante la discusión delcaso con tía Norris fue el caballo de batalla, seopuso lady Bertram firmemente a admitir tal cosa.

Sir Thomas había apelado a su razón, a su con-ciencia, a su dignidad. Lo calificó de sacrificio, ycomo tal lo pidió a su bondad y abnegación. Perotía Norris quería persuadirla de que se podía muybien prescindir de Fanny (estando ella dispuesta adedicar a su hermana todo el tiempo que fuera pre-ciso) y, en fin, de que no podía en realidad necesi-tarla o echarla de menos.

—Puede que sea así —se limitó a responderlady Bertram—, y hasta diría que tienes mucha ra-zón; pero yo estoy segura de que voy a echarlamucho de menos.

El paso siguiente fue ponerse en comunicacióncon Portsmouth. Fanny escribió ofreciendo su vi-sita; y la contestación de su madre, aunque breve,fue tan cariñosa (en pocas líneas expresaba unatan espontánea y maternal alegría ante la perspec-tiva de volver a ver a su hija) que confirmó en Fan-

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ny todas sus previsiones de felicidad a su lado, yla convenció de que encontraría ahora a una tiernay cariñosa amiga en la «mamá» que, por cierto, an-tes nunca había mostrado por ella una muy nota-ble dilección pero fácilmente podía suponer queesto había sido culpa suya o fruto de su imagina-ción. Probablemente se había hecho extraña a suamor con la debilidad y displicencia de su carác-ter medroso, o había sido inmoderada al desearuna participación de cariño mayor de la que a unasola podía corresponder, entre tantos. Ahora, quehabía aprendido a hacerse útil y a reprimirse me-jor, y que su madre no estaría ya tan ocupada enlas incesantes tareas de una casa llena de criatu-ras, habría tiempo y gusto para toda grata sensa-ción, y ambas serían pronto lo que madre e hijadeben ser, una para con otra.

El plan hizo a William casi tan feliz como a suhermana. Para él sería el mayor placer tenerla a sulado hasta el momento de embarcar, y acaso la en-contraría aún allí al regreso de su primer crucero.Además, tenía grandes deseos de enseñarle el«Thrush» antes de que la nave abandonara el puer-to. Era el «Thrush», realmente, la mejor corbeta enservicio. También en el arsenal se habían introdu-cido varias mejoras que deseaba mostrarle.

No tuvo escrúpulos en añadir que tener a Fan-ny una temporada en casa sería una gran ventajapara todos.

—No sé a qué será debido —prosiguió—, peroen casa parece que hace falta alguien que tenga elesmero y el orden que tú pones en todas las co-sas. La casa está siempre revuelta. Tú harás quelas cosas vayan mejor, estoy seguro. Le dirás a nues-

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tra madre cómo debería estar todo, y serás útil aSusana, y enseñarás a Betsey, y harás que los mu-chachos te quieran y te obedezcan. ¡Qué bien yqué acogedor quedará todo!

Cuando llegó la contestación de la señora Pri-ce, vieron que les quedaban ya muy pocos días depermanencia en Mansfield; y parte de uno de es-tos días lo pasaron nuestros jóvenes viajeros lle-nos de alarma a propósito del viaje, porque cuan-do llegó el momento de hablar del modo de reali-zarlo, y tía Norris vio que toda su ansiedad porahorrar el dinero de su cuñado era en vano y que,a pesar de sus deseos e insinuaciones en favor deun medio de transporte menos caro por tratarsede Fanny, lo efectuarían en silla de posta; cuandovio que sir Thomas entregaba, en efecto, unos bi-lletes de banco a William para tal fin, se le ocurrióla idea de que en el carruaje habría sitio para unatercera persona, y sintió de pronto unos fuertesdeseos de ir con ellos... de acompañarles y visitara su pobre y querida hermana, la señora Price. Dioa conocer sus pensamientos: «tenía que decir» queestaba más que medio decidida a partir con sussobrinos; que sería para ella una gran satisfacción;que no había visto a su pobre y querida hermanadesde hacía más de veinte años; que sería un des-canso para los dos hermanos la compañía de unapersona respetable y de experiencia durante el via-je; y que no podía menos de pensar que su pobrey querida hermana la consideraría muy poco ama-ble si no aprovechaba aquella oportunidad para ira verla.

William y Fanny quedaron horrorizados ante se-mejante idea.

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Todo el encanto de su fascinante viaje queda-ba deshecho en un momento. Se miraron con mu-tua expresión de pesar. Un par de horas duró laincertidumbre. Nadie intervino para animarla ni paradisuadirla. Dejaron a tía Norris que resolviera porsí misma. La cosa acabó, para inmensa satisfacciónde sobrino y sobrina, al recordar que no era posi-ble prescindir de ella en Mansfield Park en aque-llos momentos; que era ella demasiado necesariaa sir Thomas y a lady Bertram para cargar con la res-ponsabilidad de dejarlos, ni que fuera una solasemana, y por lo tanto debía sacrificar, desde lue-go, cualquier otro placer al de serles útil.

En realidad, se le había ocurrido que, aunquenada le costaría el viaje hasta Portsmouth, difícil-mente podría evitarse los gastos de vuelta. De mo-do que dejó a su pobre y querida hermana aban-donada al desencanto de ver que ella desaprove-chaba semejante oportunidad, y así empezaron, aca-so, otros veinte años de separación.

Los planes de Edmund se vieron alterados poreste viaje a Portsmouth, esa ausencia de Fanny. Tam-bién él tuvo que sacrificarse por Mansfield Park,tanto como su tía. Según lo proyectado debía en-contrarse, por aquellas fechas, camino de Londres;pero no podía dejar a sus padres precisamentecuando los demás seres que mayor consuelo y ale-gría podían darles estaban todos ausentes; y conpesar, sentido pero no manifestado, aplazó poruna o dos semanas el viaje que había preparadocon la esperanza de que fijaría para siempre sufelicidad.

Habló de ello a Fanny. Le dijo que sabía tantoya, que debía saberlo todo. Fue, en substancia, otro

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discurso confidencial acerca de miss Crawford; ya Fanny le dolió tanto más porque se daba cuentade que era la última vez que el nombre de missCrawford se mencionaba entre los dos con algúnresto de libertad. Aun otra vez le hizo Edmundalusión a ella. Lady Bertram había estado diciendoa su sobrina, a última hora de la tarde, que le es-cribiera pronto y a menudo, prometiéndole que ellale correspondería puntualmente; y Edmund, en elmomento oportuno, añadió en un susurro:

—Y también yo te escribiré, Fanny, cuando ten-ga algo digno de contarte..., algo que supongo tegustará saber, y de lo que sin duda no te gustaríaenterarte tan pronto por otro conducto.

Si Fanny hubiese podido dudar del significadode aquellas palabras mientras le escuchaba, la vivailusión que observó en su rostro al levantar la mira-da hubiera desvanecido toda duda.

Debía armarse de valor para cuando llegaseaquella carta. ¡Que una carta de Edmund tuvieraque ser motivo de terror! Empezó a darse cuentade que no había pasado aún por todos los cam-bios de opinión y sentimiento que el transcursodel tiempo y la variación de circunstancias ocasio-nan en este mundo los cambios. Las vicisitudesdel espíritu humano no se habían agotado todavíaen ella.

¡Pobre Fanny! Aun partiendo con gusto e ilu-sión, sus últimas horas en Mansfield Park teníanque acarrearle infelicidad. Había en su corazón mu-cha tristeza al despedirse. Tuvo lágrimas para cadauna de las habitaciones de la casa, y muchas máspara cada uno de sus queridos moradores. No sa-bía arrancarse del lado de su tía, porque le consta-

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ba que iba a echarla de menos; besó la mano de sutío con mal reprimidos sollozos, porque le habíadisgustado; y en cuanto a Edmund, no pudo ellahablar, ni mirar, ni pensar, cuando a él se dirigiópor último; y no fue hasta después que todo hubopasado, cuando se dio cuenta de que él acababade darle el cariñoso adiós de un hermano.

Todo esto sucedió la noche anterior a la parti-da, pues el viaje debía emprenderse muy tempra-no a la mañana siguiente; y cuando los integrantesdel pequeño círculo familiar, aun disminuido, sereunieron en torno a la mesa del desayuno, de Wi-lliam y de Fanny se habló ya como suponiéndolesal término de la primera etapa.

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XXXVIII

LA NOVEDAD del viaje y la felicidad de estar junto aWilliam no tardaron en producir el natural efectoen el ánimo de Fanny, en cuanto Mansfield Parkhubo quedado atrás; y al término de la primera eta-pa, cuando tuvieron que abandonar el carruaje desir Thomas, pudo ella despedirse del viejo coche-ro y encargarle los pertinentes saludos con serenacordialidad.

La agradable conversación entre hermano y her-mana era sostenida sin solución de continuidad.Cualquier cosa era motivo de diversión para el ra-diante espíritu de William, que ponía de manifies-to su júbilo y buen humor en los intervalos de susconversaciones sobre temas más elevados, las cua-les acababan siempre, cuando no empezaban, conalabanzas al «Thrush», haciendo conjeturas sobreel posible destino que se le daría, planeando algu-na acción victoriosa contra una fuerza superiorque le daría ocasión, suponiendo «eliminado» alprimer teniente (y aquí William se mostraba muy

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poco compasivo respecto del primer teniente), ledaría ocasión, decíamos, de adelantar otro pasoen su carrera lo antes posible; o especulando so-bre las partes que le corresponderían del premio,que generosamente distribuiría entre los suyos,reservando sólo lo necesario para hacer cómoda yacogedora la pequeña villa donde pasaría con Fan-ny la edad madura hasta los últimos días de suvida.

Las cuestiones más inmediatas a Fanny, en cuan-to se relacionaba con Mr. Crawford, no intervinie-ron para nada en la conversación. William sabía loocurrido y de corazón lamentaba que los sentimien-tos de su hermana hubieran de ser tan fríos para elhombre a quien él debía considerar el primero delos genios humanos; pero estaba en la edad en queante todo cuenta el amor y no podía, por tanto, cen-surarla; y conociendo sus deseos al respecto, noquería afligirla con la más ligera alusión.

Ella tenía motivos para creer que Henry no lahabía olvidado aún. Repetidas veces había recibi-do noticias de su hermana durante las tres sema-nas transcurridas hasta que abandonaron Mansfield,y todas las cartas contenían unas líneas escritaspor él, vehementes y decididas como sus palabras.Era una correspondencia que a Fanny le resultabatan desagradable como había temido. El estilo deMary, vivo y afectuoso, era un mal de por sí, aunaparte de lo que Fanny se veía obligada a leer, sali-do de la pluma del hermano, pues Edmund no so-segaba hasta que ella le leía en voz alta lo esencialde cada escrito; y después tenía que escuchar lasadmiraciones que él prodigaba al lenguaje de Maryy a la intensidad de sus afectos. Había, en realidad,

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tanto de mensaje, de alusión, de reminiscencia...tanto de Mansfield en todas las cartas, que Fannyno podía menos de suponer que estaban escritasa propósito para que Edmund se enterase del con-tenido; y verse en el caso de tener que prestarsea aquellos fines, forzada a sostener una correspon-dencia que le traía las galanterías del hombre aquien no amaba y la obligaba a fomentar la pasiónadversa del hombre amado, era una cruel mortifi-cación. También en este aspecto le prometía algu-na ventaja su desplazamiento. Al no hallarse ya bajoel mismo techo que Edmund, confiaba que missCrawford no tendría para escribirle motivo de fuer-za suficiente que la compensara de la molestia, yque una vez en Portsmouth, la correspondenciairía menguando hasta extinguirse.

Haciéndose tales reflexiones, entre otras mil,Fanny proseguía su viaje felizmente y con satis-facción, y con toda la rapidez que racionalmentepodía esperarse en el fangoso mes de febrero. Atra-vesaron Oxford, pero sólo pudo echar una ojeadafugaz al colegio de Edmund, y no hicieron alto has-ta llegar a Newbury, donde una apetitosa comida,unido almuerzo y cena, coronó las satisfaccionesy fatigas de la jornada.

El nuevo día les vio partir a hora temprana; ysin percances ni demoras fueron avanzando conregularidad y alcanzaron los alrededores de Ports-mouth cuando en el cielo había aún bastante luzpara que Fanny, mirando en torno, pudiera maravi-llarse de los nuevos edificios. Cruzaron el puentelevadizo y penetraron en la ciudad; y empezaba tansólo a obscurecer cuando, a indicaciones de la po-tente voz de William, se internó el vehículo con su

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traqueteo por una estrecha calle, partiendo de HighStreet, para detenerse a la puerta de una modestacasa, actual domicilio de Mr. Price.

Fanny estaba llena de emoción e inquietud, deesperanza y recelo. Al momento de detenerse elcoche, una sirvienta de aspecto astroso, que al pa-recer les esperaba en la puerta, se adelantó másdispuesta a facilitar noticias que ayuda y ensegui-da empezó a decir.

—El «Thrush» ha salido del puerto, señorito, yuno de los oficiales estuvo aquí para...

Fue interrumpida por un muchacho alto y del-gado, de once años, que salió disparado del inte-rior de la casa, empujó a la muchacha a un lado y,mientras William cuidaba de abrir él mismo la por-tezuela, gritó:

—¡Llegas justo a tiempo! Llevamos media horaesperándote. El «Thrush» salió del puerto esta maña-na. Yo lo vi. Fue un espectáculo magnífico. Y creenque recibirá orden de zarpar dentro de un día odos. Mr. Campbell estuvo aquí a las cuatro y pregun-tó por ti. Tiene en el muelle uno de los botes del«Thrush» para volver al barco a las seis, y dijo queesperaba que llegarías a tiempo para ir con él.

Un par de miradas a Fanny, mientras William laayudaba a apearse, fue toda la espontánea aten-ción que le dedicó este hermanito; pero no se opu-so a que ella le diera un beso, aunque continuabapor entero entregado a la detallada descripciónde la salida del «Thrush» fuera del puerto, cosa porla cual tenía un muy legítimo derecho a interesar-se, pues en aquella nave iba a empezar, entoncesprecisamente, su carrera de marino.

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Un instante después, Fanny se encontró en elestrecho zaguán de la casa y en los brazos de sumadre, que salió a su encuentro con expresión deauténtico cariño en su rostro, cuyas facciones leeran a Fanny tanto más queridas por cuanto le re-cordaban las de tía Bertram; y allí acudieron tam-bién dos hermanas: Susan, una linda muchacha decatorce años, de bonito desarrollo, y Betsey, la másjoven de la familia, de unos cinco años; ambas con-tentas a su modo, de ver a Fanny, aunque sin la ven-taja de unos modales para recibirla. Pero no eranmodales lo que Fanny buscaba. Con tal que la qui-sieran se daría por satisfecha.

Acto seguido fue introducida en una salita, tanpequeña, que su primera impresión fue que se tra-taba de un cuarto de paso para otro mejor, y aguar-dó un momento a que la invitaran a seguir; pero alver que no había otra puerta y observar algunosdetalles indicativos de que allí estaba el salón, cen-tró su pensamiento, se recriminó a sí misma y sedolió de que los otros hubieran podido sospecharalgo en aquel sentido. Su madre, no obstante, noestaba ya junto a ella para tener ocasión de sos-pechar nada. Había vuelto a la puerta de la callepara dar la bienvenida a William.

—¡Oh, mi querido William! ¡Cuánto me alegra ver-te! Pero, ¿sabes lo del «Thrush»? Salió ya del puer-to, tres días antes de lo que podíamos llegar a ima-ginar; y no sé qué voy a hacer con las cosas de tuhermano Sam. Es imposible dejarlas listas a tiem-po; pues acaso llegue mañana la orden de zarpar.Me ha cogido totalmente desprevenida. Y tú, ade-más, tienes que ir enseguida a Spithead. Campbellestuvo aquí, lleno de inquietud al ver que no com-

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parecías; ¿y qué vamos a hacer, ahora? Yo que mehabía prometido una velada tan agradable junto avosotros, y ahora, de pronto, todo se me viene en-cima.

Su hijo contestó jovialmente que los contra-tiempos sirven siempre para conseguir despuésalgo mejor, y le quitó importancia al inconvenien-te que para él representaba verse obligado a mar-char tan pronto, con tanta precipitación.

—Desde luego, hubiese preferido que el «Thrush»permaneciera en el puerto, a fin de poder pasarunas horas agradables en vuestra compañía; perosiendo así que hay un bote en el muelle, mejorserá que me vaya enseguida, ya que no hay más re-medio. ¿Hacia qué lado de Spithead se encuentrael «Thrush»? «Junto al «Canopus»? Pero no importa.Fanny está en la salita; ¿por qué hemos de perma-necer nosotros en el corredor? Vamos, madre; ape-nas ha visto aún a su querida Fanny.

Ambos entraron; y la señora Price, después debesar otra vez a su hija cariñosamente y hacer al-gún comentario acerca de lo crecida que estaba,con solicitud muy natural empezó a condolersede las fatigas y necesidades de los dos viajeros.

—¡Pobres hijos míos! ¡Qué cansados debéis es-tar! Y ahora, ¿qué vais a tomar? Empezaba a creerque no ibais a llegar nunca. Hacía media hora queBetsey y yo estábamos pendientes de vuestra lle-gada. ¿Llevaréis muchas horas sin haber probadonada? ¿Y qué quisierais tomar ahora? Yo no sabíasi preferiríais algo de carne, o tan sólo una tazade té, después del viaje; de lo contrario hubiesetenido algo preparado. Y ahora temo que Campbellvuelva antes de que haya tiempo de asar una taja-

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da, y no tenemos ninguna carnicería cerca. Es muyincómodo no tener una carnicería en la misma ca-lle. Estábamos mucho mejor situados en la otracasa. Tal vez os apetezca un poco de té en cuan-to esté listo.

Ambos declararon que lo preferirían a cualquierotra cosa.

—Entonces, Betsey, querida, corre a la cocina ymira si Rebecca ha puesto el agua; y dile que trai-ga los cacharros para el té en cuanto pueda. Megustaría tener arreglada la campanilla; pero Betseyes una pequeña mensajera que siempre se tiene amano.

Betsey fue a cumplir el encargo con gran dili-gencia, orgullosa de mostrar sus habilidades antesu nueva y distinguida hermana.

—¡Dios mío! —prosiguió la ansiosa madre—. ¡Vayafuego triste tenemos! Y diría que estáis los dosmuertos de frío. Acerca más tu silla, querida. Nosé en qué estaría pensando Rebecca. Estoy segurade haberle dicho que trajera algo de carbón, hacemedia hora. Susan, tú debías cuidar del fuego.

—Yo estaba arriba, mamá, trasladando mis co-sas —replicó Susan, empleando un tono atrevido,de inhibición, que sobrecogió a Fanny—. Usted mis-ma acaba de decirme que mi hermana Fanny y yoocuparíamos la otra habitación; y no pude conse-guir que Rebecca me prestase la menor ayuda.

Ruidos diversos impidieron que se alargara ladiscusión. En primer lugar, entró el cochero recla-mando que se le abonara el importe del viaje; des-pués, hubo una disputa entre Sam y Rebecca sobrela forma de subir al piso el baúl de Fanny, que élquería manejar a su antojo; y, por último, entró Mr.

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Price, que fue precedido de su potente voz al lan-zar cierta exclamación para apartar a puntapiés, enel corredor, el maletín de su hijo y la sombrererade su hija, y reclamar una vela. Nadie, sin embargo,le procuró la vela y él entró en la salita a continua-ción.

Fanny, con alguna vacilación, se había puestoen pie para ir a su encuentro, pero volvió a sentar-se al notar que él no la distinguía en la obscuri-dad ni pensaba en ella. Estrechando afectuosamen-te la mano de su hijo, y hablando con vehemencia,empezó en el acto Mr. Price su discurso:

—¡Ah! Bienvenido, muchacho. Celebro verte denuevo. ¿Sabes las noticias? El «Thrush» salió delpuerto esta mañana. La cosa va en serio, ya lo ves.¡Voto a D..., llegas a punto crudo! Estuvo aquí eldoctor, preguntando por ti: un bote le aguarda enel muelle y marchará a Spithead a eso de las seis,de modo que lo mejor será que vayas con él. Estu-ve en casa de Turner por lo del matalotaje; todoquedará arreglado. No me extraña que mañana serecibiera la orden de zarpar; pero es imposible na-vegar con este viento, si habéis de hacer rumbo aloeste; y el capitán Walsh cree, precisamente, quetomaréis esta dirección, junto con el «Elephant».¡Voto a D..., ojalá podáis! Pero el viejo Scholey medecía ahora mismo que, según su parecer, primeroos harán acompañar al «Texel». Bueno, bueno: esta-mos dispuestos a lo que sea. Pero, ¡voto a D..., tehas perdido un maravilloso espectáculo al no es-tar aquí esta mañana para ver al «Thrush» salir delpuerto! Yo no me lo hubiera dejado perder ni pormil libras. El viejo Scholey vino corriendo a la horadel desayuno para decir que había soltado ama-

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rras y empezaba a deslizarse. Yo pegué un brincoy dando sólo un par de zancadas me planté en elmuelle. Si jamás existió una perfecta belleza flo-tante, ésta es el «Thrush»; y allí está, fondeando enSpithead, y no se encontraría un inglés que no lotomase por uno de los veintiocho. Esta tarde mepasé dos horas contemplándolo desde el terraplén.Está junto al «Endymion», entre éste y el «Cleopatra»,precisamente hacia el este de la chata de arbolar.

—¡Ah! —exclamó William—, ahí, ni más ni me-nos, es donde yo lo hubiera emplazado. Es el me-jor amarradero de Spithead. Pero tenemos aquí aFanny, padre —añadió, conduciéndole hacia don-de ella se encontraba—; está esto tan oscuro queno la has visto siquiera.

Reconociendo que se había olvidado por com-pleto de ella, Mr. Price saludó entonces a su hija;y después que le hubo dado un cordial abrazo,después de observar que se había hecho una mu-jer y que pronto necesitaría marido, pareció muyinclinado a olvidarla de nuevo.

Fanny volvió a sentarse, profundamente afligi-da por el lenguaje de su padre y por lo espirituo-so de su aliento; y él siguió hablando tan sólo asu hijo, y tan sólo del «Thrush», a pesar de que Wi-lliam, no obstante lo mucho que le interesaba eltema, intentó varias veces hacerle pensar en Fanny,en su larga ausencia y en su largo viaje.

Después de permanecer todavía algún tiempoa obscuras, llegó una vela; pero, como el té no apa-reciera aún, según los partes que Betsey traía dela cocina, no había muchas esperanzas de verlo apa-recer antes de una considerable espera, Williamdecidió ir a cambiarse de traje y hacer los prepara-

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tivos necesarios para embarcar, lo que le permiti-ría tomar después el té con tranquilidad.

Al salir él de la habitación, dos muchachos decara sonrosada, sucios y andrajosos, de unos ochoy nueve años de edad, entraron atropelladamente.Acababan de regresar de la escuela y venían impa-cientes por ver a su hermana y contar que el«Thrush» había salido del puerto. Eran Tom y Char-les. Charles había nacido después de la partida deFanny, pero de Tom había cuidado a menudo, ayu-dando a su madre, y ahora sentía un placer parti-cular al volverlo a ver. A los dos besó muy tierna-mente, pero a Tom quería retenerlo junto a ellapara reconstruir las facciones del bebé amado ypara hablarle de su preferencia infantil por ella.Sin embargo, Tom no estaba dispuesto a soportartal tratamiento. Llegaba a casa, no para estar quie-tecito y prestarse a que le hablaran, sino para co-rrer y hacer ruido; pronto se soltaron de Fanny losdos muchachos y se pusieron a jugar en la entra-da de la salita, dando portazos hasta que a ella ledolió la cabeza.

Ahora había visto ya a todos los que habitabanla casa. Quedaban aún dos hermanos entre ella ySusan, uno de los cuales era escribiente de unaoficina pública en Londres y el otro guardiamarinaa bordo de un buque que hacía el comercio conla India. Pero si bien había visto a todos los miem-bros de la familia, aún no había oído todo el ruidoque eran capaces de hacer. En el transcurso de otrocuarto de hora pudo escuchar bastantes más. Wi-lliam no tardó en llamar a su madre y a Rebeccadesde el descansillo del segundo piso. Estaba apu-rado porque no encontraba algo que había dejado

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allí. Se había extraviado una llave, Betsey fue acusa-da de haber cogido su sombrero nuevo, y se habíanolvidado por completo de la ligera, pero esencial,reforma que le habían prometido hacer en el cor-piño de su uniforme.

La señora Price, Rebecca, Betsey... todas subie-ron para defenderse, hablando todas a la vez, peroRebecca más alto que ninguna; y la cosa hubo dearreglarse, lo mejor posible, con toda precipitación,mientras William trataba en vano de mandar abajode nuevo a Betsey o de impedir, al menos que es-torbase donde estaba. Todo esto, como estabanabiertas casi todas las puertas de la casa, se oíamuy bien desde la salita, excepto cuando lo sofo-caba, a intervalos, el ruido más fuerte que hacíanSam, Tom y Charles persiguiéndose arriba y abajopor las escaleras, revolcándose y soltando gritos.

Fanny estaba aturdida. Lo reducido de la casay el poco grueso de las paredes le acercaban tan-to el ruido que, añadido a la fatiga del viaje y asus recientes impresiones, se le hacía poco me-nos que insoportable. Dentro de la salita, sin em-bargo, había aún bastante tranquilidad, pues ha-biendo desaparecido Susan con los demás, sóloquedaron allí Fanny y su padre; y éste sacó el pe-riódico, préstamo habitual de un vecino, para en-frascarse en su lectura sin acordarse, al parecer,que ella existiera. Sostenía la única vela disponi-ble entre él y el periódico, prescindiendo en abso-luto de que ella pudiera necesitar alguna luz;pero Fanny no tenía nada que hacer y se alegrabade tener aquella pantalla ante su dolorida cabeza,mientras permanecía allí sentada, triste y agotada,en angustiosa contemplación.

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Ya estaba en su casa. Pero, ¡ay!, no era aquel elhogar, no era aquella la acogida que... Se reprimió;no era razonable... ¿Qué derecho tenía a representaralgo importante para su familia? Ninguno..., ¡hacíatanto tiempo que se había alejado! Los asuntos deWilliam eran lo primero; siempre había sido así, yella le reconocía todos los derechos. Sin embar-go... ¡haberle dicho o preguntado tan poco acercade ella! ¡No hacerle siquiera una pregunta intere-sándose por Mansfield! Le daba pena que se olvi-daran de Mansfield; de los amigos que tanto ha-bían hecho... ¡de sus caros, carísimos amigos! Peroallí, un solo tema lo absorbía todo. Acaso debíaser así. El destino del «Thrush» tal vez justificabaahora un interés preeminente. En un par de díasse vería la diferencia. A la corbeta debía echarse laculpa. No obstante, pensó que en Mansfield no hu-biera sido así. No; en casa de tu tío se hubiera teni-do en consideración el momento y el tiempo opor-tunos, se hubiera mantenido el tema dentro de susjustos límites, con una moderación, una propie-dad y una atención para cada cual, al revés de loque allí ocurría.

La única interrupción que sufrieron esos pen-samientos en el curso de casi media hora, se de-bió a un súbito estallido de su padre, no muy a pro-pósito para sosegarlos. Al alcanzar los gritos y porra-zos en el pasillo una intensidad más extremadaque de ordinario, exclamó:

—¡El diablo se lleve a esos perrillos! ¡Qué ma-nera de cantar! ¡Hay que ver, y Sam grita más quetodos juntos! Este muchacho tiene condicionespara contramaestre. ¡Eh... a ver, tú... Sam! Para estesilbato si no quieres que vaya por ti.

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Esta amenaza fue tan palpablemente desprecia-da que, si bien antes de que transcurrieran cincominutos los tres muchachos irrumpieron juntosen la salita y se sentaron, Fanny sólo pudo atribuir-lo a que por el momento estaban en extremo can-sados, como parecían indicar sus rostros encendi-dos y jadeantes respiraciones; especialmente te-niendo en cuenta que todavía se coceaban unos aotros en las espinillas, para lanzar inmediatamen-te súbitos chillidos en las barbas de su mismo pa-dre.

Cuando de nuevo se abrió la puerta fue paraalgo más grato: para dar paso al servicio de té, queFanny había empezado casi a desconfiar que apare-ciese aquella noche. Susan, ayudada de una sirvien-ta, cuyo aspecto ínfimo hizo comprender a Fanny,con gran sorpresa, que la que antes había visto erala sirvienta principal, entró todo lo necesario parael refrigerio. Al tiempo que ponía la olla en la lum-bre, Susan miraba a su hermana, como indecisa en-tre la satisfacción triunfante de mostrar su activi-dad y utilidad y el temor de que considerase quese rebajaba con el desempeño de semejantes ofi-cios. Dijo que había estado en la cocina para darprisas a Sally y ayudarla a preparar las tostadas yextender la mantequilla sobre el pan, pues de locontrario no sabía cuando hubiesen tomado el té,y ella estaba segura de que su hermana necesita-ría tomar algo después del viaje.

Fanny quedó muy agradecida. No pudo menosde confesar que tomaría muy a gusto un poco deté, y Susan se puso a prepararlo inmediatamente,como complacida de disponerlo todo ella sola; ycon sólo algún que otro ruido innecesario y unos

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pocos intentos absurdos para que sus hermanitosguardaran mejor orden del que ella podía impo-ner, desempeñó muy bien su cometido. El espíritude Fanny quedó tan confortado como su cuerpo;su cabeza y su corazón pronto se sintieron alivia-dos con aquella oportuna amabilidad. Susan teníaun aire franco y sensible; era como William, y Fannytuvo la esperanza de que se mostraría, lo mismoque él, bien dispuesta y con buena voluntad haciaella.

A este punto más plácido había llegado el es-tado de cosas, cuando reapareció William seguidode cerca por su madre y Betsey. Él, con su comple-to uniforme de teniente, que daba realce a su es-tatura, seguridad y prestancia a sus movimientos,y con la más feliz de las sonrisas, adelantó directa-mente hacia Fanny, que abandonó su asiento, que-dó mirándole por un momento con muda admira-ción y después le echó los brazos al cuello paradesahogar, sollozando, sus encontradas emocio-nes de alegría y pesar.

Ansiosa porque no fueran a creer que estabatriste, pronto consiguió dominarse; y secándoselas lágrimas, pudo observar con detenimiento y ad-mirar una por una las llamativas prendas que cons-tituían el uniforme, mientras se renovaba su áni-mo al escuchar a su hermano, que con júbilo ex-presaba sus esperanzas de que todos los díastendría ocasión de pasar unas horas en tierra, an-tes de hacerse a la mar, y hasta de llevarla a Spitheadpara que viera la corbeta.

La siguiente barahúnda se produjo a la llegadade Mr. Campbell, médico del «Thrush», joven muyatento, que venía en busca de su amigo y para el

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...quedó mirándole por unmomento con muda

admiración...

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cual se encontró una silla con dificultad, y unataza y un plato mediante un rápido lavado a cargode Susan. Después de otro cuarto de hora de char-la formal entre los caballeros, de ruido en ruido yde alboroto en alboroto, hasta verse al fin hom-bres y niños en revuelto movimiento, llegó el mo-mento de la partida. Todo estaba dispuesto. Wi-lliam se despidió... y todos ellos salieron; porquelos tres muchachos, a despecho de los ruegos desu madre, decidieron acompañar a su hermano y aMr. Campbell hasta la salida, y Mr. Price fue al mis-mo tiempo a devolver el periódico a su vecino.

Algo parecido a la tranquilidad podía esperar-se entonces; y en efecto, en cuanto Rebecca se dejóconvencer para que se llevara el servicio de té, yla señora Price hubo dado unas vueltas en torno ala habitación buscando una manga de camisa, queBetsey sacó al fin de un cajón de la cocina, la pe-queña reunión compuesta por elementos del sexofemenino quedó bastante apaciguada; y la madre,después de lamentar una vez más que fuera impo-sible tener lo de Sam preparado a tiempo, quedólibre de otra ocupación para poder pensar en suhija mayor y en los amigos que acababa de dejar.Empezó a hacerle algunas preguntas, siendo unade las primeras:

—¿Cómo se arregla con el servicio mi hermanaBertram? ¿Tiene tan mala suerte como yo, que nopuedo conseguir una criada medianamente acep-table?

Este tema pronto apartó su mente de Northamp-tonshire y la fijó en sus propias dificultades do-mésticas; y el carácter imposible de todas las sir-vientas de Portsmouth, entre las cuales creía que

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las dos que tenía en casa eran las peores, llenópor completo su conversación. Los Bertram que-daron todos relegados al olvido, ocupada comoestaba en detallar los defectos de Rebecca, contraquien Susan tuvo también mucho que declarar, y lapequeña Betsey mucho más, y que parecía tan ab-solutamente desprovista de un solo aspecto reco-mendable, que Fanny no pudo menos de aventu-rar, prudentemente, la suposición de que su ma-dre se proponía despedirla en cuanto cumpliera elaño de servicio en la casa.

—¡El año! —exclamó la señora Price—. Te ase-guro que espero librarme de ella antes de que cum-pla el año, porque no le cae hasta noviembre. Hayuna crisis de sirvientas en Portsmouth, querida,que es un verdadero milagro pasar más de medioaño sin cambiar de chica. Yo ya no tengo esperan-zas de encontrar una definitiva; y si fuera a pres-cindir de Rebecca, sólo conseguiría algo peor. Y,sin embargo, no creo ser muy difícil de contentar;y te aseguro que aquí no tienen una carga nada pe-sada, pues siempre hay una muchacha auxiliar y amenudo hago yo misma la mitad del trabajo.

Fanny permanecía callada, pero no porque es-tuviera convencida de que no podía hallarse reme-dio para alguno de esos males. Mientras observa-ba a Betsey, no pudo menos de recordar particu-larmente a otra hermana, una muy linda pequeñina,que no era mucho más joven que la que ahora te-nía delante cuando ella marchó a Northamptonshire,y que había muerto poco años después. Recorda-ba que tenía un algo singularmente afable y tierno.Fanny, en aquellos tiempos de su infancia, la pre-fería a Susan; y cuando la noticia de su muerte lle-

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gó por fin a Mansfield, estuvo muy afligida duran-te algún tiempo. La presencia de Betsey trajo denuevo a su mente la imagen de la pequeña Mary,pero por nada del mundo hubiese querido apenara su madre con alguna alusión a aquel recuerdo.Mientras Fanny la observaba haciéndose estas con-sideraciones, Betsey, a corta distancia, sosteníaalgo en alto para llamar la atención de su mirada,al tiempo que procuraba ocultarlo a la de Susan.

—¿Qué tienes ahí, cariño? —le preguntó Fanny—.Ven aquí, enséñamelo.

Era un cuchillo de plata. De un brinco se pusoSusana en pie, reclamándolo como suyo y con laintención de quitárselo; pero la pequeña corrió enbusca de protección junto a su madre, y Susan pu-do sólo quejarse, lo que hizo con mucho calor ycon la evidente esperanza de interesar a Fanny ensu favor. Dijo que era muy triste que ella no pu-diese tener su cuchillo; porque el cuchillo era suyo;su hermanita Mary se lo había dejado a ella, en sulecho de muerte, y lo natural hubiera sido que selo dieran, para guardarlo con sus cosas, tiempo ha.Pero mamá no se lo permitía y siempre dejaba queBetsey lo cogiera; y al final resultaría que Betseylo echaría a perder y se apropiaría de él, a pesar deque mamá le había prometido que Betsey no lo ten-dría en sus manos.

Fanny tuvo una fuerte impresión de disgusto.Todo sentimiento de deber, honor y ternura fueagraviado con la perorata de su hermana y la répli-ca de su madre.

—Vamos, Susan —exclamaba la señora Price, entono de queja—, vamos, ¿cómo puedes ser tan re-gañona? Siempre estás riñendo por ese cuchillo.

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Quisiera que no fueras tan camorrista. ¡PobrecitaBetsey! ¡Qué regañona es Susan contigo! Pero túno debiste cogerlo, querida, cuando te mandé bus-car en el cajón. Ya sabes que te dije que no lo to-caras, porque Susan se pone tan pesada con esto...Tendré que esconderlo otra vez, Betsey. ¡PobrecitaMary, poco podía imaginar que sería una causa dediscordia cuando me lo dio a guardar, dos horastan sólo antes de morir! ¡Pobre almita! Apenas sela podía oír cuando me dijo tan gentilmente: «Quese quede Susan con mi cuchillo, mamá, cuando yoesté muerta y enterrada». ¡Pobre corazoncito! Esta-ba tan encariñada con él, Fanny, que lo quiso tenerjunto a sí en la cama, durante toda la enfermedad.Se lo regaló su buena madrina, la anciana señoradel almirante Maxwell, sólo seis semanas antes deque enfermara de muerte. ¡Pobre angelito mío! Enfin, la muerte se la llevó para evitarle mayores su-frimientos... Lo que es mi pequeña Betsey —acari-ciándola— no ha tenido la suerte de una madrinatan ventajosa. Tía Norris vive demasiado lejos paraacordarse de criaturitas como tú.

Fanny no traía por cierto más encargo de tía No-rris que un mensaje, para expresar su esperanzade que su ahijada fuese una buena niña y apren-diese en su libro. Por un instante se había escu-chado en el salón de Mansfield Park un ligero mur-mullo relativo al propósito de mandarle un librode oraciones; pero no se produjo un segundo mur-mullo reiterativo de tal intención. Tía Norris, noobstante, trajo de su casa un par de viejos devocio-narios de su esposo con esa idea; pero despuésde examinarlos se disipó su arrebato de generosi-dad. El uno resultó que tenía un tipo de letra de-

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masiado menudo para los ojos de una pequeña, yel otro, que era demasiado pesado para acarrearloFanny por esos mundos.

Fanny, cada vez más fatigada, aceptó agradeci-da la primera invitación que se le hizo para ir a acos-tarse; y antes de que Betsey terminara de llorar porhabérsele concedido permanecer levantada tan sólouna hora extraordinaria en honor de su hermana,había salido ya, dejándolo todo abajo otra vez enconfusa algarabía: pidiendo los muchachos quesotostado, reclamando a gritos el padre su ron conagua, y sin encontrar nadie a Rebecca, que nuncaestaba donde debía estar.

Nada había que pudiera levantar su ánimo en lareducida alcoba, pobremente amueblada, que ha-bría de compartir con Susan. Ciertamente, la estre-chez de las habitaciones del piso y de la planta, laangostura de la escalera y el corredor, la impre-sionaron más de lo que hubiese podido imaginar.Pronto aprendió a pensar con respeto en su pe-queño ático de Mansfield Park, debiendo recono-cer que era ésta una casa demasiado encogida paraque nadie se hallara a gusto en ella.

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XXXIX

SI HUBIESE podido sir Thomas ver cuáles eran los senti-mientos de su sobrina cuando ésta escribió la pri-mera carta a su tía, no hubiera desesperado; puesaunque una noche de buen reposo, la sonrientemañana, la esperanza de ver pronto a William denuevo y el estado relativamente tranquilo de la ca-sa, por haberse marchado Tom y Charles a la es-cuela, Sam a campar por sus respetos y su padre aregodearse con sus ocios consuetudinarios, lepermitieron expresarse en un tono más animadosobre el tema del hogar paterno, acusaba aun enaquel favorable momento la rémora de otros mu-chos inconvenientes que cuidó de ocultar en suescrito. De haber conocido su tío la mitad tan sólode las impresiones que ella recibiera antes de fi-nalizar la primera semana, hubiera pensado que mís-ter Crawford podía estar seguro de lograrla, y sehubiera felicitado de su propia sagacidad.

Antes de que terminara la semana fue todo des-ilusión. En primer lugar, William había partido. El

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«Thrush» había recibido la orden, el viento habíacambiado y él hubo de embarcar a los cuatro díasescasos de su llegada a Portsmouth; y durante esosdías sólo le vio dos veces, de un modo circuns-tancial y precipitado, por haber desembarcado enmisión de servicio. No había podido conversar li-bremente con él, ni pasear por las murallas, ni visi-tar el arsenal, ni ver el «Thrush»: nada de lo quehabían planeado, con la seguridad de llevarlo a ca-bo, fue posible realizar. Por aquel lado todo le ha-bía fallado, menos el afecto de William. Su últimopensamiento, al marchar, fue para ella. Ya en la ca-lle, retrocedió hasta la puerta para decir:

—Cuide de Fanny, madre. Es delicada y no estáhecha a pasar trabajos como nosotros. A usted laencomiendo: cuide de ella.

William se fue; y la casa donde la dejaba era(Fanny no podía ocultárselo a sí misma), en casi to-dos los aspectos, precisamente el reverso de loque ella pudiera desear. Era la mansión del ruido,del desorden y de la incorrección. Nadie ocupabael lugar que le correspondía, nada se hacía comoera debido. No podía respetar a sus padres comohabía esperado. La confianza en su padre nuncahabía sido grande; pero lo encontró más despreo-cupado de la familia, de hábitos peores y modalesmás groseros de lo que había previsto. No carecíade habilidad, pero sí de curiosidad y de conoci-mientos, aparte los de su profesión. No leía másque el periódico y el boletín de la Armada; no ha-blaba más que del arsenal, del puerto, de Spitheady del Motherbank; juraba y bebía, era sucio y bas-to. Ella no podía recordar nada parecido a la ter-nura en su modo de tratarla cuando niña. Sólo le

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había quedado una vaga impresión de aspereza ymal gusto; y ahora apenas si se había fijado en ella,excepto para hacerla objeto de una burda chuscada.

Mayor fue el desencanto en cuanto a su madre;de ella había esperado mucho, y apenas encontrónada. Todas las halagüeñas suposiciones de querepresentaría algo importante para ella pronto sevinieron al suelo. La señora Price no era adusta;pero en vez de ganarse su afecto y confianza y ha-cerse cada vez más querida, su hija nunca encon-traba en ella una ternura mayor que la que pudoapreciar el día de su llegada. Su instinto naturalquedó pronto satisfecho, y el afecto de la señoraPrice no tenía otro fundamento. Su corazón y sutiempo estaban ya totalmente ocupados; no teníahoras ni sentimientos libres que dedicar a Fanny.Sus hijas nunca habían representado mucho paraella. Estaba enamorada de sus hijos, especialmen-te de William; y Betsey fue la primera de las niñasque mereció su especial estimación. Para con éstaera indulgente hasta un extremo de imprudencia.William era su orgullo; Betsey su cariño; y John,Richard, Sam, Tom y Charles acaparaban el restode su solicitud maternal, alternándose sus inquie-tudes y satisfacciones. Éstos se repartían su cora-zón; su tiempo lo dedicaba principalmente a la casay a las criadas. Pasaba los días en una especie delento ajetreo... Siempre atareada, sin adelantar; siem-pre retrasada y lamentándolo, sin modificar susprocedimientos; deseando ser económica sin planni método; descontenta de las criadas, sin habili-dad para mejorarlas, y lo mismo al ayudarlas, queal reprenderlas, que al condescender, sin autori-dad alguna para granjearse su respeto.

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Comparándola con sus dos hermanas, la madrede Fanny se parecía mucho más a lady Bertram quea tía Norris. Era un ama de casa por necesidad, sinnada de la afición que tía Norris sentía por ello, ninada de su característica actividad. Su disposiciónnatural tendía a la indolencia y a la comodidad,como la de lady Bertram; y una vida semejante deopulencia y pasividad se hubiera ajustado muchomejor a sus aptitudes que no este mundo de es-fuerzos y abnegaciones en que la había colocadosu imprudente boda. Hubiera desempeñado el pa-pel de dama importante tan bien como lady Ber-tram, pero tía Norris hubiera sido una madre res-petable de nueve hijos con escasos ingresos.

Mucho de esto, Fanny no pudo menos que ad-vertirlo. Por escrúpulo no daba forma en su men-te a las palabras; pero tenía que notar, y notaba,que su madre era parcial e injusta, que era perso-na sucia, desaliñada, que no enseñaba ni domina-ba a sus hijos, cuya casa era el escenario del des-barajuste y la incomodidad de extremo a extremo,y que no tenía talento, ni conversación, ni afectopara ella, ni curiosidad por conocerla mejor, ni elmenor deseo de ser su amiga, ni la menor inclina-ción a estar en su compañía que pudiera aminoraren Fanny el efecto de tales impresiones.

Fanny sentía verdadera impaciencia por ser útily no dar la impresión de que estaba en un planosuperior al del hogar de sus padres, o en ciertomodo incapacitada o mal dispuesta, debido a sudistinta educación, a contribuir con su ayuda albienestar general y, en consecuencia, se puso a tra-bajar enseguida para Sam; y trabajando desde pri-mera a última hora del día, con perseverancia y gran

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presteza, consiguió adelantar tanto, que el mucha-cho pudo embarcar al fin con más de la mitad desu ropa blanca terminada. Fanny sintió una gransatisfacción al comprobar su utilidad, al tiempoque no podía concebir cómo se hubieran arregla-do sin ella.

Fanny más bien sintió que se fuera Sam, no obs-tante lo turbulento y abrumador que era, pues eratambién listo e inteligente y con gusto se presta-ba a que lo mandasen a cualquier recado por laciudad; y si bien desdeñaba las amonestacionesde Susan, que eran muy razonables en sí, pero in-oportunas y de una vehemencia impotente, empe-zaba a sentirse influido por los servicios y la sua-ve persuasión de Fanny; y ésta diose cuenta de queel mejor de los tres hermanos menores se habíaido al partir él, pues Tom y Charles estaban lejos,tan lejos al menos como pudiera justificarlo la dife-rencia de años que se llevaban con Sam, de esa edaden que la sensibilidad y la razón pueden sugerirmedios para ganarse amigos y procurar mostrarsemenos desagradables. Pronto desesperó de pro-ducirles la menor impresión; eran indomables, pesea cuantos medios habilidosos tuviera ella tiempoy humor de emplear. Todas las tardes, al regresode la escuela, se libraban de nuevo a sus juegosdesenfrenados por toda la casa; y Fanny no tardóen aprender a suspirar al aproximarse la media fies-ta de todos los sábados.

Otro tanto ocurría con Betsey, criatura mimada,impulsada a considerar al alfabeto su mayor ene-migo, a la que se consentía permanecer entre lascriadas a su antojo para incitarla después a quecontara todo lo malo que de ellas supiera, de modo

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que Fanny estaba casi tan a punto de perder la es-peranza de poder quererla como de poder ayudar-la. En cuanto al carácter de Susan, le inspiraba mu-chas dudas. Sus continuas discordias con su ma-dre, sus irreflexivas querellas con Tom y con Char-les y su impaciencia con Betsey eran tan desagra-dables para Fanny que, aun admitiendo que talesreacciones fuesen hasta cierto punto provocadas,temía que la disposición de quien podía llevarlastan adelante estuviera muy lejos de ser amistosa,o de procurarle alguna tranquilidad.

Tal era el hogar que había de distraerla de Mans-field e inducirla a pensar en Edmund con sentimien-tos más moderados. Por el contrario, no podía pen-sar en otra cosa que en Mansfield, en sus queri-dos habitantes, en sus felices costumbres. Todocuanto la envolvía en su actual residencia estabaen contraste con aquello. La elegancia, la correc-ción, el orden, la armonía y, acaso sobre todo, lapaz y tranquilidad de Mansfield, volvían ahora asu recuerdo a todas horas del día, ante la prepon-derancia de todo lo contrario en el hogar de Ports-mouth.

Vivir dentro de una constante algarabía era, parauna naturaleza y un temperamento delicados y ner-viosos como los de Fanny, un mal que ninguna aña-didura de elegancia o armonía hubiese llegado acompensar por entero. Ésta era la mayor desdicha.En Mansfield jamás se oían ruidos de contienda,ni voces levantadas, ni explosiones abruptas ni vio-lentas amenazas; todo seguía un curso regular, den-tro de un orden placentero; a cada cual se le re-conocía la importancia debida; se tenían en consi-deración los sentimientos de cada uno. Si podía

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suponerse que faltaba ternura, el buen sentido yla buena educación suplían aquella falta; y en cuan-to a las pequeñas irritaciones que introducía tíaNorris, eran breves, eran bagatelas, eran como unagota de agua en el océano, comparadas con el in-cesante tumulto de su actual residencia. Aquí to-dos eran escandalosos, todas las voces eran esten-tóreas (excepto, tal vez, la de su madre, que se pa-recía a la blanda monotonía de la de lady Bertram,sólo que perjudicada por el mal humor). Cualquiercosa que se necesitara se pedía a gritos, y las cria-das se excusaban a gritos desde la cocina. De con-tinuo se cerraban las puertas con estrépito, nuncaestaban las escaleras sin que alguien subiera o ba-jara por ellas, nada se hacía sin alboroto, nadie per-manecía sentado en reposo y nadie podía imponersilencio al hablar.

Al analizar las dos casas, tal como se le apare-cían antes de terminar la primera semana, Fanny es-tuvo tentada de aplicarles la célebre sentencia deldoctor Johnson sobre el matrimonio y el celibato,diciendo que, aunque Mansfield Park pudiera en-trañar alguna pena, Portsmouth no podía entrañarningún placer.

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XL

NO TENÍA Fanny poca razón al suponer que ahora nole llegarían las noticias de miss Crawford a un rit-mo tan acelerado como al iniciarse su correspon-dencia. La siguiente carta de Mary llegó despuésde un intervalo decididamente más largo que elanterior. Pero, en cambio, no acertó al suponer queaquella pausa representaría un gran alivio para ella.Se había producido en su espíritu otra extraña re-volución. Tuvo, realmente, una alegría al recibir lacarta. En su actual destierro de la buena sociedad,y alejada de todo aquello que solía interesarla, unacarta de alguien que pertenecía al grupo dondevivía su corazón, escrita con afectuosidad y ciertaelegancia, tenía que ser bien recibida. El argumen-to usual, alegando crecientes compromisos, servíade excusa por no haber escrito antes.

«Y ahora que he comenzado —decía a continuación—,no valdría la pena que usted lea mi carta, pues al piede la misma no irá ninguna pequeña dedicatoria deamor, no irán las tres o cuatro líneas apasionadas del

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más rendido H. C. del mundo, porque Henry se encuen-tra en Norfolk. Sus asuntos le llamaron a Everinghamhace diez días, o tal vez fingió que le llamaban, poraquello de viajar al mismo tiempo que usted lo hacía.Pero el caso es que allí está y, dicho sea de paso, suausencia puede explicar bastante la negligencia de suhermana en escribir, pues no ha habido ningún «Bue-no, Mary, ¿cuándo escribes a Fanny? ¿No es hora deque escribas a Fanny?» que me espoleara. Al fin, des-pués de varias tentativas para encontrarnos, he vistoa sus primas, «la querida Julia y la queridísima María».Ayer me encontraron en casa y estuvimos muy con-tentas de volvemos a ver. «Parecíamos muy conten-tas» de vernos, y realmente creo que nos alegramosun poco. Tuvimos un sinfín de cosas que contamos.¿Debo decirle qué cara puso la joven señora Rush-worth cuando se mencionó el nombre de Fanny? Nun-ca me he inclinado a creer que ella carezca de sere-nidad, pero demostró no tener la suficiente para susnecesidades de ayer. En el aspecto general, Julia erala que estaba más favorecida de las dos... al menosdespués que salió a relucir el nombre de usted. Ma-ría ya no se recuperó desde el momento en que ha-blé de «Fanny», y de igual modo que lo haría una her-mana. Pero se acerca el día en que la joven señoraRushworth podrá lucir bien; nos mandó tarjeta de in-vitación a su primera fiesta, para el día 28. Entoncesaparecerá en todo su esplendor, pues abre una delas mejoras casas de Wimpole Street. Yo estuve enella hace un par de años, cuando pertenecía a ladyLascelle, y la prefiero a casi todas las que conozcoen Londres; y de seguro que María tendrá entoncesla sensación de que —para decirlo con frase vulgar—ve recompensado su sacrificio. Henry no hubiera po-dido brindarle una casa semejante. Espero que lo ten-drá presente y se conformará, lo mejor que pueda,con ser la reina de un palacio, aunque el rey parezcamejor en segundo término. Por todo lo que me handicho y he conjeturado, el barón de Wildenheim con-tinúa dedicando sus atenciones a Julia, pero no sé que

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ella haga nada para fomentar en serio esas ilusiones.Un pobre barón no es buena pesca, y no creo quepueda serlo en este caso; pues, quítele usted sus ren-tas y no le queda nada al pobre barón. ¡Qué diferen-cia puede representar el cambio de una vocal! ¡Si susrentas fuesen al menos iguales a su declamación!2 .Su primo Edmund se mueve con lentitud, detenido talvez por obligaciones parroquiales. Puede que hayaalguna vieja en Thornton Lacey a quien convertir. Pre-fiero no considerarme descuidada por una joven.Adiós, mi querida, dulce, Fanny. Larga es esta carta deLondres. Contésteme con una suficiente para alegrarlos ojos de Henry, cuando vuelva, y envíeme una refe-rencia de los gallardos capitanes que usted desdeñapor él.»

Había en esta carta abundante material para lameditación, especialmente para desagradables medi-taciones; y no obstante, con todo el desasosiegoque proporcionaba la lectura, la ponía en contactocon los ausentes, le hablaba de personas y cosaspor las cuales nunca había sentido tanta curiosi-dad como ahora, y contenta hubiera estado de te-ner asegurada una carta como aquella todas lassemanas. La correspondencia con lady Bertram erasu único asunto de mayor interés.

En cuanto a las relaciones con que podía con-tar en Portsmouth, para distraerla de las deficien-cias de su hogar paterno, no había una sola familiadentro del círculo de amistades de sus padres quele causara la menor satisfacción; no veía a nadieen cuyo obsequio deseara vencer su propia reser-

2 Juego de palabras intraducibles, integrado por las vocesrent (renta) y rant declamación retumbante (N. T.)

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va y timidez. Los hombres todos le parecían ordi-narios, petulantes todas las mujeres, unos y otrasmal educados; y tan pocos motivos de satisfaccióndaba como recibía al serle presentados nuevos, lomismo que antiguos, conocidos.

Las jovencitas que al principio se acercaban aella con cierto respeto, en consideración a que ve-nía de la casa de un «barones», pronto se ofendíanpor lo que calificaban de «humos»; pues, como notocaba el piano ni llevaba lujosas pellizas, en cuan-to la habían observado mejor, no podían recono-cerle ningún derecho de superioridad.

El primer consuelo verdadero que tuvo Fanny,en compensación de los males del hogar; el prime-ro que su conciencia pudo aprobar por completo,y que le brindaba alguna perspectiva de estabili-dad, fue un más exacto conocimiento de Susan, yla esperanza de poder prestarle algún servicio. Su-san siempre se había mostrado amable para conella, pero el definido carácter de sus modales engeneral la había asombrado y alarmado, y hubo depasar al menos una quincena para que empezaraFanny a comprender una disposición tan diferentede la suya propia. Susan veía que muchas cosasiban torcidas en su casa y deseaba enderezarlas.Que una chiquilla de catorce años, guiada sólo porsu razón privada de apoyo, equivocase el métodocon que introducir la reforma, no era de extrañar;y Fanny se sintió pronto más dispuesta a admirarla inteligencia natural de quien, siendo tan joven,tenía una tan exacta visión de las cosas, que a cen-surar con mucha severidad los defectos de com-portamiento a que la conducía dicha cualidad.Susan no hacía más que obrar de acuerdo con las

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mismas verdades, y persiguiendo el mismo orden,que suscribía el criterio de la propia Fanny, peroque ésta, debido a su temperamento más condes-cendiente y resignado, no hubiera sido capaz dedefender. Susan procuraba ser útil donde Fannysólo hubiera podido retraerse y llorar. Y de queSusan prestaba una utilidad pudo Fanny darse cuen-ta; de que las cosas, aun con lo mal que marcha-ban, peor hubieran sido sin tal intervención, y deque lo mismo su madre que Betsey se veían fre-nadas en su tendencia a ciertos excesos de aban-dono y vulgaridad, ciertamente ofensivos.

En toda controversia con su madre, Susan lleva-ba siempre la ventaja a punto de razón, y nunca erade ver una terneza maternal para sobornarla. Elciego cariño, que tanto daño suscitaba a su alre-dedor, nunca lo había ella conocido. No existía gra-titud por unas ternuras pasadas o presentes, quela ayudara a soportar mejor las prodigadas con exce-so a los otros.

Todo esto se hizo gradualmente evidente, y Su-san fue apareciendo a los ojos de Fanny como unmotivo de respeto y compasión a la vez. Que, sinembargo, era incorrecto su proceder, muy incorrec-to a veces, sus recursos con frecuencia mal elegi-dos e inoportunos, y su actitud y lenguaje muy amenudo indefendibles, Fanny no podía dejar deapreciarlo; Pero empezó a abrigar la esperanza deque todo ello podría corregirse. Veía que Susan larespetaba y deseaba ganarse su buena opinión; yno obstante lo nuevo que era para Fanny cualquiercosa parecida al ejercicio de una autoridad, no obs-tante lo nuevo que era para ella imaginarse capazde guiar o enseñar a alguien, tomó la resolución

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de hacer a Susan eventuales insinuaciones y tratarde darle, en su beneficio, unas nociones más jus-tas del respeto que era debido a cada cual, asícomo de lo que sería en ella un proceder más dis-creto; cosas que la educación de Fanny, más favo-recida, había inculcado a su espíritu.

Su influencia o, por lo menos, su conocimientoy uso de ella, se originó mediante un acto de bon-dad para con Susan, el cual, después de muchasvacilaciones impuestas por sus escrúpulos de deli-cadeza, decidió llevar a cabo. Muy al principio sele había ocurrido que una pequeña suma de dine-ro podría, tal vez, restablecer para siempre la pazen la penosa cuestión del cuchillo de plata, quese disputaban ahora de continuo; y los caudalesque ella poseía (su tío le dio diez libras al partir),hacían que pudiera ser tan generosa como desea-ba. Pero estaba tan poco habituada a hacer favores,excepto a los pobres de solemnidad, era tan inex-perta en cuanto representase corregir males o con-ferir beneficios entre sus iguales, y estaba tan te-merosa de dar la sensación de que se elevaba aun plano de gran señora dentro de su hogar, quenecesitó algún tiempo para decidir si no sería unainconveniencia de su parte hacer tal regalo. Se de-cidió, sin embargo, al fin: compró para Betsey uncuchillo de plata, que fue aceptado con gran ilu-sión, pues la particularidad de ser nuevo le dabasobre el otro todas las ventajas que pudiera desear-se. Susan entró en plena posesión del suyo, Betseydeclaró lindamente que teniendo ahora uno mu-cho más bonito nunca pediría el de su hermana, yninguna queja fue elevada a su madre, igualmentesatisfecha, cosa que Fanny había considerado casi

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imposible. La acción respondió por completo: supri-mió totalmente un motivo de altercados domésti-cos y fue el medio de que Susan le abriera el cora-zón, brindándole así un nuevo objeto en que ponersu amor y su interés. Susan demostraba tener de-licadeza: satisfecha como estaba de gozar en pro-piedad de aquello por lo que estuvo luchando lomenos dos años, temía sin embargo que el juiciode su hermana le fuera adverso y que, en el fon-do, le hiciera el reproche de haber batallado hastael punto de hacer necesaria aquella adquisiciónpara la tranquilidad de la casa.

Su natural quedó de manifiesto. Reconocía susexcesivos recelos, se censuraba por haber puestotanto empeño en la contienda; y a partir de aquelmomento, Fanny, comprendiendo el valor de su bue-na disposición, y notando lo muy inclinada que esta-ba a consultar su opinión y someterse a su crite-rio, empezó de nuevo a sentir la bendición del efec-to y a concebir la esperanza de ser útil a un en-tendimiento tan necesitado de ayuda y tan mere-cedor de ella. Le dio consejos, consejos demasia-do justos para que pudiera oponerles resistenciauna mente sana; y los daba, además, con tanta sua-vidad y consideración, que no hubiesen podido irri-tar a un carácter imperfecto. Y tuvo la dicha de ob-servar con frecuencia sus buenos efectos. No es-peraba más quien, teniendo en cuenta lo obligadoy prudente que era mostrar sumisión y tolerancia,veía también, con perspicacia inspirada en una afi-nidad de sentimientos, todo lo que a menudo ha-bía de resultar intolerable para una jovencita comoSusan. De lo que más llegó pronto a maravillarsefue, no de que ciertas provocaciones hubiesen lle-

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vado a Susan a mostrarse irrespetuosa e intoleran-te a pesar de su buen criterio, sino de que ese buencriterio, ese magnífico sentido, pudieran existir enella; y de que, crecida en medio del abandono y elerror, tuviera unas ideas tan justas acerca de loque sería propio: ella, que no había tenido un pri-mo Edmund que dirigiera sus pensamientos o fija-ra sus principios.

La mayor intimidad así iniciada entre ellas fuepara ambas una ventaja principal. Permaneciendolas dos arriba, en su habitación, se ahorraban unabuena parte de los alborotos domésticos. Fannytenía paz y Susan aprendió a considerar que no erauna desgracia emplearse en algo con tranquilidad.Allí no tenían calefacción; pero esto era una priva-ción familiar, hasta para Fanny, y la sufría mejorporque le recordaba su cuarto del este. Era el úni-co punto de semejanza. En cuanto al espacio, luz,mobiliario y vista, nada de común había entre lasdos habitaciones; y a menudo exhalaba un suspi-ro recordando sus libros, cajas y demás alicientesde aquel rincón. Progresivamente, las dos jovenci-tas llegaron a pasar la mayor parte de todas lasmañanas en el piso alto, dedicándose sólo al princi-pio a hacer labores y charlar; pero después de unosdías el recuerdo de dichos libros se hizo tan inco-ercible y acuciante, que Fanny no tuvo más reme-dio que tratar de conseguir nuevamente algunos.No los había en casa de su padre; pero la riquezaes fastuosa y osada, y parte de la de Fanny hallósu campo de aplicación en una librería circulante.Se hizo suscriptora... asombrándose de ser algo inpropia persona, asombrándose de sus propios ac-tos en todos los sentidos. ¡Ser una arrendadora,

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una seleccionadora de libros! ¡Y proponerse el me-joramiento de alguien con su elección! Pero asíera. Susan nunca había leído nada, y Fanny ansiabahacerla partícipe de los primeros placeres que ellamisma había sentido, e inspirarle una afición porla biografía y la poesía, que era lo que hacía susdelicias.

Con esta ocupación esperaba, además, enterraralgunos recuerdos de Mansfield, que con dema-siada facilidad se adueñaban de su mente si ocu-paba tan sólo sus dedos. Por aquellos días espe-cialmente, esperaba que le sería provechoso dis-traer sus pensamientos de una persecución de Ed-mund en su viaje a Londres, para donde, según laautorizada información contenida en la última cartade su tía, sabía que había salido. No dudaba de loque iba a seguirse. La prometida notificación pen-día sobre su cabeza. Las llamadas del cartero porla vecindad empezaron a constituir un cotidianoterror; y si leyendo podía ahuyentar la idea, siquie-ra por espacio de media hora, algo ganaba con ello.

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XLI

HABÍA transcurrido una semana desde que supusie-ra a Edmund en Londres, y Fanny seguía sin sabernada de él. De este silencio cabía sacar tres con-secuencias, entre las cuales fluctuaba su menteque consideraba, por turnos, como más probablela una que las otras. O su viaje había quedado apla-zado de nuevo, o no había tenido aún ocasión dehablar a solas con Mary Crawford, o era demasia-do feliz para dedicarse a escribir cartas.

Por entonces, cuando Fanny llevaba unas cua-tro semanas ausente de Mansfield (este punto lotenía ella siempre presente y contaba todos losdías) y se disponía una mañana a subir como decostumbre al piso con Susan, las detuvo la llama-da de un visitante, al cual comprendieron que noles sería dable esquivar debido a la presteza conque Rebecca acudió a la puerta, obligación quesiempre le interesaba más que ninguna.

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Era la voz de un caballero; una voz que hizopalidecer a Fanny, al tiempo que Mr. Crawford en-traba en el recibidor.

El buen sentido de Fanny siempre respondíacuando de veras era requerido; de modo que fuecapaz de presentar a su madre al visitante y de jus-tificar que recordaba su nombre como el de «elamigo de William» aunque previamente no se hu-biera creído con valor para pronunciar una sílabaen tal momento. El saber que allí sólo era conoci-do como el amigo de William representaba paraella algún sostén. Después de la presentación, sinembargo, y una vez sentados todos de nuevo, elespanto que la acometió al preguntarse adóndepodría conducir tal visita fue abrumador, hasta elpunto de que creyó estar a punto de desmayarse.

Mientras se esforzaba por conservar el senti-do, Henry, que al principio se le había acercadocon el aire animado de siempre, desvió prudente yamablemente la mirada, dándole tiempo para re-cobrarse a la vez que se dedicaba por entero a lamadre, hablándole y prestándole su atención conla mayor cortesía y propiedad, y también con cier-to grado de intimidad, o cuando menos de inte-rés, resultando perfectos sus modales.

Los de la señora Price estaban también en sumejor punto. Estimulada ante semejante amigo desu hijo, regulada por el deseo de darle una favora-ble impresión, se mostraba desbordante de grati-tud, de auténtica gratitud maternal, y esto no po-día resultar desagradable. Dijo que Mr. Price habíasalido y lo lamentaba muchísimo. Fanny se habíarecobrado lo suficiente para decirse que ella nopodía lamentarlo; pues a sus muchos motivos de

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inquietud se añadía el muy grave de su vergüenzapor el hogar en que él la encontraba. Podía repro-charse esta debilidad, pero no había reproche quesirviera para el caso. Estaba avergonzada, y más lahubiera avergonzado aún su padre que todo lo de-más.

Hablaron de William, tema que nunca podía can-sar a la señora Price; y los elogios de Mr. Crawfordfueron tan entusiastas como pudiera desearlo has-ta el corazón de la misma madre. Ésta se decía queen su vida había conocido un hombre tan agrada-ble, y sólo se asombró de que, siendo tan impor-tante y agradable, no hubiese rendido viaje a Ports-mouth ni para visitar al almirante del puerto, ni alcomisario, ni siquiera con la intención de llegarsea la isla o ver el arsenal. Ninguna de todas esascosas, que ella siempre había considerado pruebade importancia, o modo de emplear la riqueza, lehabían traído a Portsmouth. Había llegado a últi-ma hora de la noche anterior, se proponía pasarallí un par de días, se hospedaba en el Crown, sehabía encontrado casualmente con uno o dos ofi-ciales de la marina conocidos, pero su viaje no obe-decía a ninguno de aquellos motivos.

Después que hubo facilitado toda esa informa-ción, consideró que no era irrazonable suponerque podía ya dirigir la mirada y la palabra a Fanny;y ella se sintió bastante capaz de tolerar lo uno ylo otro, y enterarse de que había pasado media horajunto a su hermana la víspera de su salida de Lon-dres; de que ella le enviaba sus más efusivas ex-presiones de afecto, pero no había tenido tiem-po de escribirle; de que él se consideró feliz depoder ver a Mary aunque sólo fuese media hora,

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habiendo permanecido escasamente veinticuatroen Londres, a su regreso de Norfolk y antes de par-tir de nuevo; de que Edmund se hallaba en la capi-tal, donde permanecería unos días, según teníaentendido; de que no le había saludado personal-mente, pero sabía que estaba bien y que había de-jado bien a todos en Mansfield; se enteró, en fin,de que Edmund almorzaría, lo mismo que el díaanterior, con los Fraser.

Fanny escuchó, impasible, hasta el último deta-lle mencionado; es más, le pareció un alivio parasu fatigado espíritu llegar a una certeza; y las pa-labras: «así, a estas horas, estará ya todo arregla-do» las dijo para sus adentros, sin traslucir más sig-no de emoción que un ligero rubor.

Después de hablar otro poco de Mansfield, temapor el cual el interés de Fanny era bien manifiesto,Crawford empezó a insinuar lo oportuno de un in-mediato paseo matinal.

—La mañana es deliciosa —dijo— y en esta es-tación del año las mañanas radiantes se conviertentan a menudo en desapacibles, que lo más pruden-te sería aprovecharla sin demora.

Pero, como esas insinuaciones no consiguie-ron nada, acto seguido procedió a recomendar sinambages ni rodeos a la señora Price y a sus hijasque dieran un paseo sin pérdida de tiempo. Enton-ces llegaron a un acuerdo. Resultó que la señoraPrice casi nunca se asomaba siquiera a la calle, ex-cepto los domingos; manifestó que raramente po-día, con tanta familia, disponer de un momento parasalir a pasear.

—En tal caso —sugirió Henry—, ¿no podría us-ted convencer a sus hijas para que aprovecharan

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este tiempo tan espléndido, y concederme el pla-cer de acompañarlas?

La señora Price se mostró muy agradecida y con-descendiente. Dijo que sus hijas vivían muy reclui-das, que Portsmouth era una ciudad muy aburriday casi nunca salían, y que le constaba que debíanhacer algunas compras y les gustaría mucho tenerocasión para ello.

La consecuencia fue que Fanny, por extraño quele pareciera... extraño, molesto y pesaroso, se en-contró a los diez minutos caminando en direccióna High Street, acompañada de Susan y de Henry Craw-ford.

Pronto vino a sumarse una nueva angustia a suangustia, una nueva confusión a su confusión; pues,apenas habían alcanzado High Street, se tropeza-ron con su padre, cuyo aspecto no era mejor porser sábado aquel día. El hombre se detuvo; y, a pe-sar de su facha poco distinguida, Fanny se vio obli-gada a presentarlo a Mr. Crawford. No podía elladudar de la clase de impresión que recibiría Henry;seguro que sentiría vergüenza y disgusto a la vez.Pronto se alejaría de ella, y dejaría de sentir la me-nor inclinación por semejante boda. Y no obstante,a pesar de lo mucho que había deseado un reme-dio para aquel mal, era éste una especie de reme-dio que resultaba casi peor que la enfermedad; ycreo yo que apenas se encontraría a una niña casa-dera en todo el Reino Unido que no prefiriese re-signarse con la desgracia de ser pretendida por unhombre inteligente, agradable, a verle ahuyentadopor la vulgaridad de sus parientes más próximos.

Mr. Crawford no pudo seguramente observar asu futuro suegro con la menor idea de tomarle por

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Fanny se vio obligadaa presentarlo.

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modelo en el arte de vestir; pero, según Fanny ins-tantáneamente, y con gran alivio, constató, su pa-dre se mostró como un hombre muy diferente, unMr. Price muy distinto en su comportamiento anteaquel forastero que le merecía el mayor respeto, alo que era en casa, en el seno de la familia. Ahora,sus modales, aunque no refinados, eran más quepasaderos: eran gratos, animados, varoniles; susexpresiones eran las de un padre afectuoso y deun hombre sensible; su costumbre de hablar envoz alta quedaba muy bien al aire libre de la víapública, y no se le oyó un solo juramento. Tal fuesu instintivo cumplido a las buenas maneras deMr. Crawford; y, cualesquiera que fuesen las con-secuencias, la inmediata sensación de Fanny fuemuchísimo más grata.

El resultado de las cortesías entre ambos ca-balleros fue el ofrecimiento que hizo Mr. Price deenseñar a Mr. Crawford el arsenal; invitación queHenry, deseoso de aceptar como un favor lo quecon tal intención se le brindaba (aunque había vis-to una y mil veces el arsenal), y con la esperanzade estar así más tiempo junto a Fanny, se mostrómuy dispuesto a aprovechar, agradecido, siempreque las señoritas Price no temieran fatigarse; ycomo, de un modo u otro, se averiguase, o se infi-riese, o al menos se las indujera a considerar queno sentían tal temor, decidieron ir todos al arse-nal; y de no haberlo evitado Mr. Crawford, Mr. Priceles hubiera llevado allá directamente, sin la menorconsideración a las compras que sus hijas debíanefectuar en High Street. No obstante, Henry cuidóde que se les concediera ir a las tiendas que pen-saban visitar, ya que para ello habían salido ex pro-

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feso; y ello no les retardó mucho, porque Fannyera tan incapaz de suscitar impaciencias o de ha-cerse esperar, que antes de que los caballeros, mien-tras permanecían a la puerta, pudieran hacer másque empezar a ocuparse de las últimas disposicio-nes navales, o establecer el número de navíos detres puentes entonces en activo, sus acompañan-tes estaban ya dispuestas a reanudar la marcha.

Terminadas las compras, emprendieron sin másrodeos el camino del arsenal; y el paseo se hubie-ra efectuado, en opinión de Mr. Crawford, de unmodo muy singular, de haberse dejado por enteroen manos de Mr. Price la conducción del grupo,pues diose cuenta de que no le importaba que lasdamiselas siguieran detrás sin alcanzarles, o in-tentándolo como pudieran, mientras ellos seguíanadelante con paso acelerado. Consiguió introdu-cir algunas mejoras ocasionales, aunque no delalcance deseado. No hubiera querido separarseen absoluto de ellas; y cuando, en cualquier cruceo aglomeración, Mr. Price no hacía más que gritar:«¡Aquí, muchachas, aquí! ¡Ven, Fan... Su... tened cui-dado..., estad a la mira!», él hubiera querido prestar-les su personal asistencia.

Una vez llegaron al arsenal, Henry empezó a fiaren la posibilidad de alguna conversación apartecon Fanny, al ver que se les juntaba un colega ha-ragán de Mr. Price que acudía a dar su cotidianovistazo al curso que seguían las cosas por allí, yque sin duda resultaría un compañero de charlamás interesante que él para el padre de las niñas;y, en efecto, al cabo de unos momentos, parecíanambos muy satisfechos paseando juntos de un ladopara otro y discutiendo asuntos de mutuo e in-

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agotable interés, mientras los jóvenes se sentabanen las cuadernas del astillero o hallaban asiento abordo de algún navío de las gradas de construc-ción, que todos fueron a ver. Fanny estaba, muy con-venientemente para él, necesitada de descanso.Crawford no hubiese podido desearla más fatiga-da o más dispuesta a sentarse; pero sí hubiera de-seado verse libre de la hermanita. Una chiquillaavispada de la edad de Susan, era la peor tercerapersona del mundo..., era exactamente lo contra-rio de lady Bertram... todo ojos y oídos. Ante ella,no había manera de enfocar la cuestión principal.Hubo de contentarse con mostrarse simpático encomún, dejar que Susan tuviera su parte de diver-sión y permitirse, de vez en cuando, una mirada ouna insinuación a Fanny, mejor enterada y más enel caso. De lo que más habló fue de Norfolk: habíapasado allí una temporada, y todo iba adquiriendouna mayor importancia gracias a sus actuales pro-yectos. Un hombre como él no podía venir de nin-gún lugar, de ningún medio social, sin traer consi-go algo divertido; sus viajes y sus relaciones, todoera aprovechable, y Susan se entretenía de un modototalmente nuevo para ella. Para Fanny, el relatocontenía algo más que la accidental amenidad delas reuniones a que él había asistido. Sus palabrasexplicaban el particular motivo, que mereció la apro-bación de Fanny, de su viaje a Norfolk, inusitadoen aquella época del año. Había ido realmente paraactivarse en cuestiones de interés, como la reno-vación de un arriendo, del cual dependía el bien-estar de una numerosa y (creía él) industriosa fa-milia. Había sospechado que su apoderado llevabaalgún asunto bajo mano, que intentaba predispo-

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nerle contra personas merecedoras de todo res-peto; y había determinado ir personalmente a in-vestigar a fondo la realidad del caso. Había ido, sudesplazamiento había sido más beneficioso aunde lo que había previsto, había sido útil a más per-sonas de las que comprendiera su plan inicial, yahora podía felicitarse por ello y sentía que al cum-plir un deber había asegurado una porción de gra-tas reminiscencias para su espíritu. Se había pre-sentado a varios arrendatarios que nunca había vis-to hasta entonces; había empezado a saber de laexistencia de chozas que, a pesar de hallarse den-tro de su misma propiedad, no conocía aún. Estoera hacer puntería, y buena puntería, sobre Fanny.Era un gusto oírle hablar tan decorosamente. Enesto se había portado como debía. ¡Ser el amigode los pobres y los oprimidos! Nada podía ser tangrato para ella; y estaba a punto de obsequiarlecon una mirada de aprobación, que él mismo seencargó de anular al añadir algo demasiado inten-cionado, relativo a su esperanza de tener prontouna asistencia, una persona amiga, una guía paratodos sus planes de utilidad o caritativos a de-sarrollar en Everingham; alguien que hiciera de Eve-ringham, y todo lo relacionado con este lugar, algomás querido aún de lo que siempre fuera.

Ella volvió la cabeza, deseando que él no si-guiera por aquel camino. Sentíase dispuesta a con-ceder que Henry tal vez tuviera mejores cualida-des de las que ella había supuesto. Empezaba aconsiderar la posibilidad de que al fin se convir-tiera en una buena persona; pero era y siempre se-ría totalmente incompatible con ella, y no debíapensar en ella.

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Henry diose cuenta de que ya había dicho bas-tante sobre Everingham, de que mejor sería cam-biar de tema, y volvió a Mansfield. No hubiese podi-do elegir mejor; era un tópico a propósito paraatraerse de nuevo la atención y la mirada de Fan-ny, casi al instante. Constituía para ella una autén-tica satisfacción oír hablar de Mansfield. Por llevarahora tanto tiempo separada de cuantos conocíanel lugar, la voz que lo mencionaba le pareció la deun verdadero amigo, dando lugar a sus vehemen-tes exclamaciones en alabanza de sus bellezas ydelicias; y con el honroso tributo que dedicó asus moradores, le brindó a ella la oportunidad desolazar su espíritu en el más encendido elogio,de hablar de su tío como del ser más inteligente ybueno, y de su tía atribuyéndole el más dulce delos dulces caracteres.

También él sentía un gran afecto por Mansfield;así lo decía. Miraba al porvenir con la esperanzade pasar mucho, muchísimo tiempo de su vida allí...siempre allí o en sus inmediaciones. En especialproyectaba pasar allí un verano y otoño muy feli-ces, aquel mismo año. Notaba que sería así; estabaseguro de ello: un verano y un otoño mil veces su-periores a los últimos; dentro de un medio igual-mente animado, entretenido, social, pero en unascircunstancias de indescriptible sublimidad.

—Mansfield, Sotherton, Thornton Lacey... —pro-siguió—; ¡qué sociedad abarcarán esas casas! Y aca-so pueda agregarse una cuarta, por San Miguel...Un pequeño pabellón de caza en esas inmediacio-nes de todos tan queridas... porque en cuanto acompartir Thornton Lacey, como una vez insinuaraEdmund Bertram, con buen humor, creo prever dos

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inconvenientes... dos inconvenientes auténticos,encantadores, insuperables, como objeción a eseplan.

Fanny calló por doble motivo; aunque, pasadala ocasión, lamentara no haberse esforzado porconocer una mitad de lo insinuado por Henry y nohaberle animado a decir algo más de su hermanaMary y de Edmund. Era un tema del cual debía acos-tumbrarse a hablar, y la debilidad de querer eludir-lo pronto sería en ella algo imperdonable.

Cuando Mr. Price y su amigo hubieron visto todolo que quisieron o tuvieron tiempo de ver, los de-más estaban dispuestos a regresar; y durante elpaseo de vuelta, Crawford consiguió un minutode charla privada con Fanny, a la que pudo decirque el único asunto que le traía a Portsmouth eraverla a ella; que había acudido por un par de díaspor ella y nada más que por ella, porque no podíasoportar una tan larga y absoluta separación. Estoapenó a Fanny, la apenó de veras; y no obstante, apesar de esto y de las otras dos o tres cosas quehubiera preferido que él no dijera, le consideróen total muy mejorado desde la última vez que lohabía visto. Era mucho más delicado, consideradoy atento para con los sentimientos de los demás,de lo que jamás se había mostrado en Mansfield;nunca le había parecido tan agradable... tan cercade resultarle agradable; su conducta respecto deMr. Price no podía ofender, y en el caso que hizode Susan había algo particularmente correcto y ama-ble. Decididamente, había mejorado. Fanny desea-ba que hubiese transcurrido ya el día siguiente,deseaba que él hubiese venido tan sólo por un día;

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pero no lo pasó tan mal como esperaba: ¡era tantoel placer de hablar de Mansfield!

Antes de separarse, ella tuvo que agradecerleotra bondad, y no pequeña. Su padre le pidió queles hiciera el honor de acompañarles en la comida,y Fanny tuvo sólo tiempo para un escalofrío de ho-rror antes de que él manifestara su imposibilidadde aceptar, por haber contraído un compromisocon anterioridad. Habíase comprometido ya paraaquel día y para el siguiente: tratábase de la invita-ción de un amigo que encontró en el Crown, y nopodía negarse; sin embargo, tendría el honor devisitarles de nuevo el día siguiente, etc. Y así sedespidieron, sintiendo Fanny una verdadera felici-dad por haberse salvado de tan terrible amenaza.

¡Tenerle allí, integrando semejante reunión fa-miliar en torno a la mesa durante la comida, hubie-ra sido horroroso! Los guisos de Rebecca, el servi-cio de Rebecca, el modo de comer de Betsey, sincontención y cogiéndolo todo a su antojo, era algoa lo que Fanny no estaba bastante hecha todavíapara que sus comidas pudieran ser a menudo to-lerables. Pero, ella era refinada tan sólo por delica-deza natural, mientras él se había educado en es-cuela de lujo y sibaritismo.

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XLII

EL DÍA siguiente, acababan los Price de salir para laiglesia cuando de nuevo apareció Mr. Crawford.No les alcanzó con el único objeto de saludarles,sino para juntarse a ellos; le pidieron que les acom-pañase a la capilla de la guarnición, que era exac-tamente lo que él quería, y allá fueron todos jun-tos.

Ahora podía verse a la familia en su aspecto fa-vorable. La naturaleza les había concedido una can-tidad de belleza nada despreciable, y el domingose encargaba siempre de vestirles con las galas desus más limpias epidermis y sus mejores trajes. Eldomingo siempre traía este consuelo a Fanny, y enesta ocasión era mayor que nunca. Su pobre madreno parecía tan indigna de ser hermana de lady Ber-tram como era capaz de parecer. Con frecuencia leoprimía a Fanny el corazón pensar en el contrasteque ofrecían la una respecto de la otra; pensar quedonde la naturaleza había puesto tan poca dife-rencia, las circunstancias hubieran puesto tanta, y

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que su madre, tan hermosa como lady Bertram yalgunos años más joven, tuviera una apariencia mu-cho más desgastada y mustia, tan desalentada, tandesaliñada, tan abandonada. Pero el domingo laconvertía en una muy apreciable y tolerable seño-ra Price, cuando salía a la calle con su bonita co-lección de criaturas, dándose un pequeño respiroal cabo de una semana de cuidados, sin descompo-nerse más que en el caso de ver a sus niños correrhacia un peligro o si Rebecca pasaba por su ladocon una flor en el sombrero.

En la capilla hubo de dividirse el grupo, peroMr. Crawford tuvo buen cuidado en no quedar se-parado de la fracción femenina; y a la salida conti-nuó todavía con ellos, agregándose al paseo fami-liar por la muralla.

La señora Price daba su paseo semanal por lamuralla todos los domingos con buen tiempo, alo largo de todo el año. Siempre iba allí directa-mente una vez terminada la función matinal, parano regresar a casa hasta la hora de comer. Era sulugar público: allí encontraba a sus conocidos, seenteraba de algunas noticias, hablaba de las malasque eran las criadas de Portsmouth y cobraba áni-mos para los seis días siguientes.

Allá se dirigieron, pues, sintiéndose Mr. Craw-ford muy feliz por considerarse especialmente en-cargado de atender a las niñas de Price; y poco tiem-po llevaban paseando cuando, sin que apenas sedieran cuenta... no hubiesen podido decir cómo...Fanny no podía creerlo, él se había situado ya en-tre las dos y había enlazado un brazo de cada unaa los suyos, sin que ella supiera evitarlo o ponertérmino a aquella situación. Esto la tuvo inquieta

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La señora Price ...sin descomponerse más que ... si Rebeccapasaba por su lado con una flor en el sombrero.

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durante un rato; no obstante, lo mismo el día queel espectáculo que se abría a sus ojos, brindabanencantos que no podían dejar de pesar en su áni-mo.

El día era singularmente delicioso. Era marzoen el calendario, pero era abril la templada atmós-fera, la suave y constante brisa, el radiante sol, queen ocasiones se nublaba por un minuto; y todoaparecía tan hermoso bajo el influjo de aquel cie-lo, persiguiéndose los juegos de sombras proyec-tadas sobre los barcos de Spithead y más allá, enla isla, con los matices siempre cambiantes del mar,entonces en su creciente, danzando jubiloso y que-brándose en la escollera con un rumor tan grato...;todo ello brindaba a Fanny una combinación deencantos tan maravillosa, que poco a poco llegócasi a olvidarse de las circunstancias en que le eradado gozarlos. Es más: de no haber tenido aquelbrazo en que apoyarse, pronto lo hubiera necesi-tado; pues carecía de fuerzas para vagar de aquelmodo durante dos horas, al darse el caso, comogeneralmente ocurría, tras una semana de inactivi-dad. Fanny empezaba a acusar el efecto de habersuspendido su ejercicio habitual y regular; habíaperdido fondo en cuanto a salud desde su llega-da a Portsmouth; y de no ser por Mr. Crawford yel magnífico tiempo, pronto se hubiera rendido enaquella ocasión.

El hechizo del día y del paisaje lo acusaba él lomismo que ella. A menudo se detenían obedecien-do a un mismo gusto y sentimiento, y se apoyabanen el muro durante unos minutos para mirar y ad-mirar; y considerando que él no era Edmund, nopudo menos Fanny de reconocer que era bastante

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sensible a los encantos de la naturaleza y muy hábilpara expresar su admiración. Ella se abandonabade vez en cuando a un dulce arrobamiento, circuns-tancia que él pudo aprovechar en alguna ocasiónpara mirarla al rostro; y el resultado de tales ob-servaciones fue la afirmación de que su rostro, aun-que tan cautivador como siempre, no aparecía tanlozano como debía estar. Ella dijo que se encon-traba muy bien, no gustándole que pudiera supo-nerse otra cosa; pero, en su apreciación de conjun-to, él quedó convencido de que su actual residen-cia no podía satisfacerla y, por lo tanto, no podíaser saludable para ella; y empezó a mostrar impa-ciencia por un pronto regreso de Fanny a Mans-field, donde la felicidad de ella, y la de él al verla,habría de ser mucho mayor.

—Lleva ya un mes aquí, ¿no es cierto?—No; no un mes completo. Mañana hará cuatro

semanas que abandoné Mansfield.—Es usted en extremo escrupulosa y honrada

en sus cuentas. A eso, yo lo llamaría un mes.—No se cumplirá hasta el martes al atardecer.—Y se trata de una visita de dos meses, ¿no es

cierto?—Sí. Mi tío habló de dos meses. Supongo que

no será menos.—¿Y cómo va a efectuar el regreso? ¿Quién ven-

drá a recogerla?—No lo sé. Todavía nada me ha comunicado

referente a esto mi tía. Acaso me quede más tiem-po. Puede que no convenga recogerme exactamen-te al término de los dos meses.

Tras una breve reflexión, Mr. Crawford replicó:

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—Conozco Mansfield, conozco sus costumbresy conozco sus defectos respeto a usted. Conoz-co el peligro de que la echen al olvido, hasta elpunto de sacrificar su bienestar a la imaginaria con-veniencia de un solo ser de la familia. Me doy cuen-ta de que pueden dejarla aquí semana tras semana,en tanto a sir Thomas no le sea posible disponer-lo todo para venir él mismo, o enviar a la sirvientade su cuñada, sin que ello envuelva la más leve al-teración del programa que pueda haber estableci-do para el trimestre siguiente. Esto no puede ser.Dos meses es mucho tiempo; seis semanas creoque bastarían. Hablo en consideración a la saludde su hermana —agregó, dirigiéndose a Susan—;pues opino que este confinamiento en Portsmouthno puede favorecerla. Ella necesita constante ejer-cicio y buen aire. Cuando usted la conozca tan biencomo yo, dudo que estará de acuerdo en que lees indispensable, y nunca debería permanecer tan-to tiempo alejada del aire puro y la libertad delcampo. Por lo tanto —hablando de nuevo a Fan-ny—, si nota que se siente peor y surge alguna di-ficultad para su vuelta a Mansfield... sin aguardar aque se cumplan los dos meses: a este extremo nodebe concederle la menor importancia; si se sien-te aunque sólo sea un poquitín más floja o abatidaque lo normal, sólo debe ponerlo en conocimien-to de mi hermana, insinuárselo tan solo: ella y yoacudiremos inmediatamente y la devolveremos aMansfield. Ya sabe usted la facilidad y el placercon que lo haríamos. No ignora la ilusión a queello daría lugar.

Fanny le dio las gracias, pero trató de tomarloa broma.

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—Lo digo muy en serio —replicó Henry—, comousted sabe perfectamente. Y espero que no ocul-tará usted cruelmente cualquier tendencia a unaindisposición. No, no hará usted eso... no podríahacerlo; pues tan sólo mientras diga usted posi-tivamente, en todas las cartas dirigidas a Mary, «sigobien», y yo sé que no puede usted decir ni escribiruna mentira, sólo mientras así lo haga considera-remos que no se resiente su salud.

Fanny le dio las gracias otra vez, pero estabaimpresionada y afligida hasta tal punto, que le fueimposible decir gran cosa, y ni siquiera estaba se-gura de lo que debía decir. Esto ocurrió hacia elfinal del paseo. Henry las acompañó hasta el últi-mo instante, sin dejarlas hasta que, ya en la puertade la casa, comprendió que iban a comer y se des-pidió pretextando que le esperaban en otra parte.

—Desearía verla menos fatigada —dijo, retenien-do todavía a Fanny cuando los demás ya habíanentrado—. Desearía dejarla con mejor salud. ¿Pue-do hacer algo por usted en Londres? Tengo me-dias intenciones de volver pronto a Norfolk. Noestoy satisfecho de Maddison. Estoy seguro deque todavía procura engañarme, si puede, e inten-ta poner a un primo suyo en cierto molino que yotengo destinado a otra persona. Tendré que ir yentenderme directamente con él. He de hacerlesaber que no me dejo embaucar en el sur de Eve-ringham más que en el norte; que en adelante seréyo el dueño de mi hacienda. Antes no fui bastan-te explícito con él. El daño que un hombre comoése hace en una heredad, tanto respecto a la famade su jefe como al bienestar de los pobres, es algoinconcebible. Casi estoy decidido a volver a Norfolk

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enseguida y arreglarlo todo de modo que no sepreste a más extravíos. Maddison es un individuointeligente; no me propongo desplazarlo, con talque él no intente desplazarme a mí; pero sería ton-to dejarme engañar por un hombre que no tienesobre mí ninguna autoridad, y peor que tonto de-jar que me introdujera allí a un sujeto desalmadoy opresor, en vez de un hombre honrado, a quienya di media palabra. ¿No sería peor que tonto?¿Debo ir? ¿Me lo aconseja usted?

—Se lo aconsejo. Usted sabe perfectamente loque está bien.

—Sí, cuando me da usted su opinión, siempresé lo que está bien. Su juicio es mi regla de con-ducta.

—Oh, no; no diga usted eso. Todos llevamosen nosotros mismos un guía mejor de lo que pue-da serlo otra persona. Adiós; deseo que tenga ma-ñana un buen viaje.

—¿No hay nada que pueda hacer por usted enLondres?

—Nada. Se lo agradezco muchísimo.—¿No tiene ningún encargo para nadie?—Mis afectuosos saludos para su hermana, se

lo ruego; y cuando vea a mi primo... a mi primo Ed-mund... desearía que tuviera la amabilidad de decir-le... que supongo no tardaré en recibir noticias su-yas.

—Pierda cuidado; y si se muestra perezoso onegligente, yo mismo le escribiré sus excusas...

No pudo decir más, pues Fanny dio a entenderque no estaba dispuesta a que la retuviera por mástiempo. Estrechó su mano, la miró y se fue. Él fuea entretener el tiempo como pudo durante las tres

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horas siguientes, con otras amistades, hasta queel mejor ágape que una fonda importante puedaofrecer estuvo dispuesto para deleite de los co-mensales; ella entró inmediatamente en busca desu comida, mucho más frugal.

Muy distinto era el carácter de sus respectivosmenús; y de haber tenido él conocimiento de lasmuchas privaciones, además de la del ejercicio,que ella padecía en casa de sus padres, se hubieramaravillado de que su aspecto no fuera mucho peorde lo que había advertido. Estaba tan poco hechaa los budines de Rebecca, a los gigotes de Rebec-ca, servidos a la mesa, como así ocurría, con aquelacompañamiento de platos medio limpios y cuchi-llos y tenedores ni medio limpios siquiera, que muya menudo se veía obligada a diferir su más gratacomida hasta que podía mandar por la tarde a sushermanos a comprar galletas y bollos. Habiéndosecriado en Mansfield, era ya muy tarde para curtir-se en Portsmouth; y aunque sir Thomas, de haberlosabido todo, hubiese podido considerar que susobrina se hallaba en el camino más prometedorpara rendirse, acosada por las necesidades delcuerpo tanto como por las del espíritu, a una másjusta apreciación de la buena compañía y buenafortuna de Mr. Crawford, probablemente hubieratemido llevar más lejos su experimento, a menosde exponer a Fanny a morir en la cura.

Fanny quedó abatida para todo el resto del día.Aunque estaba relativamente segura de que no vol-vería a ver a Mr. Crawford, no podía evitar aquellapostración. Era separarse de alguien que tenía elcarácter de persona amiga; y aunque, bajo un as-pecto, se alegraba de su partida, le parecía ahora

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como si la hubiese abandonado todo el mundo;era una especie de renovada separación de Mans-field; y no podía pensar que él regresaba a Londres,y con frecuencia departiría con Mary y Edmund,sin que la invadiera un sentimiento tan semejantea la envidia que se aborrecía a sí misma por darlecobijo.

Su melancolía no se vio aminorada por nada delo que ocurría a su alrededor. Un par de amigosde su padre pasaron allí la larga, interminable vela-da, como sucedía siempre que su padre no iba areunirse con ellos; y desde las seis hasta las nue-ve y media, el ruido y el grog se dieron casi sintregua. Sentíase muy abatida. La asombrosa mejoraque seguía imaginando en Henry era lo que máscerca estaba de proporcionarle algún consuelo den-tro la corriente de sus pensamientos. Al no teneren cuenta lo distinto del medio en que poco a pocole había visto, ni lo mucho que podía atribuirse aefecto de contraste, estaba completamente con-vencida de que ahora era mil veces más delicado yconsiderado para con los demás que antes. ¿Y siasí era en las cosas pequeñas, no había de serloen las grandes? Viéndole tan ansioso porque ellano se perjudicase en su salud y bienestar, tan sen-sible como ahora se mostraba, y en realidad pare-cía, ¿no podía justamente suponerse que no se-guiría mucho tiempo persistiendo en su empeñotan agobiante para ella?

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XLIII

SE PRESUMIÓ que Mr. Crawford habría iniciado su via-je de regreso a Londres, a la mañana siguiente, puesno volvieron a verle en casa de Mr. Price; y, dosdías después, ello fue para Fanny un hecho com-probado por la siguiente carta de Mary, que abrióy leyó por otro motivo con la más ansiosa curiosi-dad:

«Tengo que poner en su conocimiento, queridísimaFanny, que Henry ha estado en Portsmouth para ver-la a usted; que dio un paseo delicioso con usted porel arsenal el sábado pasado, y otro más digno de co-mentario aún el día siguiente, por la muralla, donde elaire balsámico, el centelleo del mar y las dulces mira-das y conversación se conjugaron en la más delicio-sa armonía y suscitaron emociones que provocan eléxtasis hasta al recordarlas. Ésta, según he podidodeducir, es la substancia de mi información. Él quiereque le escriba esta carta, pero no sé qué más puedocomunicarle fuera de la citada visita a Portsmouth yde los dos paseos mencionados, y que fue presen-tado a su familia de usted, en especial a una encan-

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tadora hermanita, deliciosa muchacha de quince años,que formó parte del grupo en el paseo por las mura-llas y recibió, supongo, su primera lección de amor.No tengo tiempo para escribirle muy largo; pero, ade-más, hacerlo estaría fuera de lugar, pues ésta es unasimple carta de negocios, pergeñada con el propósi-to de comunicarle una información necesaria, y queno podría aplazarse sin riesgo de grave daño. Queri-da, mi queridísima Fanny, si estuviera usted aquí ¡cuán-tas cosas le contaría! Podría escucharme hasta can-sarse, y aconsejarme hasta cansarse más aún; peroes imposible trasladar ni una centésima parte de lomucho que bulle en mi mente; así que me abstendrédel todo, dejando que adivine usted lo que guste. Notengo noticias para usted. Es usted bastante sagaz,desde luego; y estaría muy mal que la atormentase conlos nombres de la gente y la relación de las fiestasque ocupan mi tiempo. Debí mandarle un relato de laprimera recepción de su prima, la señora Rushworth;pero tuve pereza, y ahora pasó ya demasiado tiem-po; baste decir que todo fue exactamente como po-día desearse, de un tono que todas sus relacionespudieron atestiguar con agrado, y que el vestido y lasmaneras de ella la acreditaron por completo. Mi ami-ga, la señora Fraser, está loca por una casa como aque-lla, y tampoco a mí me disgustaría... Voy a trasladarmea casa de lady Stornaway después de Pascua; pareceque se siente muy animada, y muy feliz. Me imaginoque lord Stornaway es muy divertido y agradable enel seno del hogar, y no le considero tan mal parecidocomo antes... al menos, una ve cosas mucho peores.Al lado de su primo Edmund, no resulta, desde luego.¿Qué diré del héroe que acabo de mencionar? Si omi-tiera por entero su nombre, parecería sospechoso.Entonces, diré que le hemos visto dos o tres veces,y que a mis amigas de aquí les ha impresionado mu-cho, con su aspecto tan distinguido. La señora Fraser(no juzgue usted mal) dice que no conoce en Lon-dres más que a tres hombres que tengan tan buenapresencia, tan buena estatura y tan buen porte; y debo

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confesar que, cuando comió aquí el otro día, no ha-bía ninguno que pudiera compararse con él, y formá-bamos un grupo de dieciséis personas. Afortunada-mente, nadie puede basarse hoy en una diferenciade indumentaria para contar historias, pero..., pero...,pero... Suya afectísima.

»Casi me olvidaba (por culpa de Edmund, le tengoen la cabeza más de lo que me conviene) de algo muyimportante, que debo decirle de parte de Henry y dela mía propia: me refiero a lo de llevarla a usted de nue-vo a Northamptonshire. Mi querida criaturita, no vayaa permanecer en Portsmouth hasta perder su lindoaspecto. Esas perversas brisas del mar son la ruina dela salud y la belleza. Mi pobre tía siempre se sentíaperjudicada cuando se hallaba a una distancia inferiora las diez millas de la costa, cosa que el almirante nocreyó jamás, desde luego, pero que yo sé que es así.Estoy a disposición de usted y de Henry, con tal queme avisen con una hora de anticipación. Me gustaríael plan, y haríamos un pequeño rodeo para enseñarlea usted, de paso, Everingham, y acaso no le importa-ría a usted pasar por Londres y ver el interior de SanJorge, en Hannover Street. Sólo que, en tal ocasión,debería usted mantenerme separada de su primo Ed-mund: no me gustan las tentaciones. ¡Qué carta tanlarga! Una palabra más. Veo que Henry tiene cierta in-tención de volver a Norfolk para algún asunto queusted aprueba; pero esto no será posible hasta me-diada la próxima semana. Es decir, en todo caso nopodré prescindir de él hasta pasado el día 14, puesdamos una fiesta ese día, por la tarde. El valor de unhombre como Henry en tales ocasiones es algo queno puede usted concebir; de modo que debe ustedfiar en mi palabra si le digo que es inestimable. Verá alos Rushworth, y confieso que esto no me disgusta,pues siento alguna curiosidad; y creo que lo mismole ocurre a él, aunque no quiere reconocerlo.»

Era ésta una carta para ser devorada con avi-dez, para ser leída con detenimiento; para dar mu-

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cho pábulo a la reflexión y para dejar en el ánimouna incertidumbre mayor que nunca. La única cer-teza que podía deducirse de ella era que todavíanada decisivo había tenido lugar. Edmund no ha-bía hablado aún. Lo que miss Crawford sentía enrealidad; cómo se proponía obrar, u obraría, sin ocontra su propósito; si la importancia de Edmundpara ella era la misma que antes de la última sepa-ración; si, disminuida, era probable que disminu-yese más, o bien que se restableciera... eran moti-vos de conjeturas sin fin, temas para ser medita-dos durante aquel día y muchos días más sin lle-gar a ninguna conclusión. La idea que se imponíamás a menudo era que Mary, después de mostrar-se más fría y vacilante, a consecuencia de su vuel-ta a las costumbres londinenses, se daría cuentaal fin de que estaba demasiado encariñada con élpara no aceptarle. Trataría de ser más ambiciosa delo que el corazón le iba a permitir. Vacilaría, coac-cionaría, pondría condiciones, exigiría mucho, pero,finalmente, aceptaría. Esto era lo que con más fre-cuencia preveía Fanny. ¡Una casa en Londres! Eso,lo creía imposible. Sin embargo, no podía decirselo que miss Crawford no sería capaz de pedir. Laperspectiva era para su primo cada vez peor. Unamujer que podía hablar de él, refiriéndose sólo asu aspecto exterior... ¡qué cariño más indigno! Bus-car apoyo en los elogios de la señora Fraser! ¡Ella,que le había tratado con intimidad durante medioaño! Fanny se avergonzaba de ella. Los pasajes dela carta que se referían a Henry y a ella misma lahirieron, en comparación, escasamente. Que Henryvolviese a Norfolk antes o después del 14 no eraasunto que a ella le importase, desde luego, aun-

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que, considerándolo todo, pensó que él debía que-rer ir sin dilación. Que Mary Crawford tratara deasegurarse un encuentro entre él y María Rush-worth, era algo que entraba de lleno en su peorlínea de conducta, algo tremendamente indelica-do y censurable; pero esperaba que él no obraríaimpulsado por una curiosidad tan degradante. Élno reconocía tal impulso, y su hermana hubieradebido creerle dotado de mejores sentimientosque los de ella misma.

Fanny sintió aún más impaciencia que antes porrecibir otra carta de Londres, a continuación dehaber recibido ésta; y durante unos días la tuvotan inquieta todo ello, lo que había ocurrido y loque podía ocurrir, que sus habituales lecturas yconversaciones con Susan quedaron poco menosque suspendidas. No podía concentrar su atencióncomo hubiera deseado. Si Mr. Crawford se habíaacordado del mensaje que ella le diera para su pri-mo, creía probable, de lo más probable, que Edmundle escribiera en todo caso; nada más de acuerdocon su bondad habitual; y hasta que se hubo libra-do de esta idea, que poco a poco fue extinguién-dose al no llegar carta alguna en el curso de otrostres o cuatro días, vivió en un estado de extremainquietud y ansiedad.

Al fin se impuso algo parecido a la calma. Erapreciso dominar la impaciencia, y no permitir quela abatiera y la dejase inútil para todo. El tiempohizo algo, sus propios esfuerzos algo más, y asípudo reanudar sus atenciones a Susan, despertán-dose de nuevo el mismo interés por ellas.

Susan se estaba encariñando mucho con Fan-ny, y aunque sin nada de aquella temprana afición

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a los libros que tan fuerte había sido en ella, conuna disposición mucho menos inclinada a las ocu-paciones sedentarias, o al saber por el saber, eratan grande su deseo de no parecer ignorante que,unido a su fácil, clara comprensión de las cosas,la convertía en la más atenta, aprovechada y agrade-cida discípula. Fanny era su oráculo. Las explica-ciones y observaciones de Fanny eran el más im-portante complemento para cualquier ensayo o capí-tulo de historia. Lo que Fanny le contaba de épo-cas pretéritas quedaba más grabado en su menteque las páginas de Goldsmith; y hacía a su herma-na el obsequio de preferir su estilo al de cualquierautor impreso. Se notaba la falta de iniciación a lalectura desde los primeros años.

Sus conversaciones, sin embargo, no siempregiraban en torno a temas tan elevados como la mo-ral o la historia; otros tenían también su hora; yentre los de menor importancia, ninguno se repe-tía con tanta frecuencia ni tardaba tanto en ago-tarse como el de Mansfield Park: la descripciónde las personas, los modales, las diversiones y lascostumbres de Mansfield Park. Susan, con su gus-to innato por todo lo elegante y acomodado, es-cuchaba con avidez, y Fanny no podía por menosde concederse el gusto de extenderse sobre untema tan grato para ella. Esperaba que de ello noresultase ningún mal; aunque, al poco tiempo, lagran admiración de Susan por cuanto se hacía o sedecía en casa de su tío y su fervoroso anhelo deir a Northamptonshire, parecían casi condenar aFanny por excitar sentimientos que no podía sa-tisfacer.

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La pobre Susan reunía unas condiciones no mu-cho más a propósito para adaptarse a su hogar quelas de su hermana mayor; y como Fanny se iba dan-do exacta cuenta de esto, empezó a sentir quecuando llegase el momento de su propia libera-ción de Portsmouth, su dicha se vería no poco nu-blada por el hecho de dejar a Susan allí. Que unamuchacha tan susceptible de mejoramiento tuvie-ra que dejarse en tales manos era algo que la afli-gía más y más. Si ella llegara a disponer un día deun hogar para invitarla... ¡qué bendición! Y de ha-berle sido posible corresponder al amor de HenryCrawford, la probabilidad de que él estaría muylejos de oponerse a tal propósito hubiera contri-buido más que nada al aumento de su bienestar.Le consideraba realmente bonachón, e imaginabaque acogería un proyecto de aquella clase con elmayor agrado.

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XLIV

DE LOS dos meses, habían transcurrido casi sietesemanas cuando la carta esperada, la carta de Ed-mund, llegó a manos de Fanny. Al abrirla y ver suextensión, se dispuso a leer el minucioso detallede su felicidad y una profusión de amorosas ala-banzas dedicadas a la afortunada criatura que erala dueña de su destino. Éste era el contenido dela carta:

«Querida Fanny: Excúsame por no haberte escrito an-tes. Crawford me dijo que deseabas noticias mías,pero me resultó imposible escribirte desde Londresy me convencí de que comprenderías mi silencio. Dehaber podido mandarte unas pocas líneas felices, és-tas no se hubieran hecho esperar; pero en ningúnmomento tuve motivo para hacer nada parecido. Hevuelto a Mansfield en un estado de inseguridad ma-yor que cuando me fui. Mis esperanzas son muchomás débiles. Es probable que ya estés enterada detodo esto. Con el cariño que te tiene Mary, es lo másnatural que te haya contado lo bastante de sus senti-mientos para darte una regular idea de los míos. Ello

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no habrá de impedirme, sin embargo, comunicártelosyo mismo. En cuanto a lo de hacerte depositaria denuestras respectivas confidencias no ha de haber anta-gonismo. No hago preguntas. Hay algo consolador enla idea de que tenemos la misma amiga, y que cuales-quiera sean las divergencias de opinión que puedanexistir entre ella y yo, los dos estamos unidos en nues-tro cariño hacia ti. Será para mí un consuelo contartecómo están ahora las cosas, y cuáles son mis planesen la actualidad, si puede decirse que tengo algún plan.Regresé a Mansfield el pasado sábado. Estuve tres se-manas en Londres y la vi, para lo que es Londres, muy amenudo. Recibí de los Fraser cuantas atenciones po-día razonablemente esperar. Diría, en cambio, que nofui razonable al abrigar esperanzas de una frecuenta-ción tan constante como en Mansfield. Más me doliósu comportamiento, sin embargo, que la menor fre-cuencia de nuestras entrevistas. Si la hubiera ya vistoasí cuando partió de Mansfield, no hubiese tenido de-recho a quejarme; pero desde el primer momento laencontré cambiada. Al recibirme se mostró tan distin-ta a cuanto yo había esperado, que estuve casi deci-dido a marcharme de Londres inmediatamente. No esnecesario que me extienda en detalles. Tú conocesel punto flaco de su carácter y puedes imaginar lossentimientos y expresiones que fueron mi tortura.Estaba de muy buen humor y rodeada de aquellos queprestan a su espíritu, demasiado vivo, el apoyo de suinsano juicio. No me gusta la señora Fraser. Es unamujer insensible, vana, casada nada más que por con-veniencia y, aunque evidentemente infeliz en su ma-trimonio, no atribuye el desengaño a falta alguna debuen juicio o de carácter, o a la desproporción deedad, sino a que, después de todo, es menor su opu-lencia que la de algunas de sus amistades, en especialque la de su hermana, lady Stornaway, y es una parti-daria decidida de todo lo mercenario y ambicioso, contal que sea algo bastante mercenario y ambicioso. Con-sidero la intimidad de Mary con esas dos hermanascomo la mayor desgracia de su vida y de la mía. Hace

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años que la llevan extraviada. Si fuera posible apartar-la de ellas... Y a veces no desespero de conseguirlo,pues, a lo que parece, son ellas principalmente las quela tienen en gran aprecio; pero ella, en cambio, estoyseguro de que no las quiere como te quiere a ti. Cuan-do pienso en el gran afecto que por ti siente, y entodo lo que hay de sensato y recto en su conductacomo hermana, me parece una criatura muy diferen-te, capaz de todo lo noble, y me siento inclinado a cen-surarme por mi interpretación demasiado severa deun carácter juguetón. No puedo dejarla, Fanny. Es laúnica mujer del mundo en quien podría pensar con laintención de hacerla mi esposa. Si no creyera que sien-te por mí alguna inclinación, no diría yo esto, desdeluego; pero creo que sí la siente. Estoy convencidode que existe en ella una decidida preferencia. No ten-go celos de nadie en particular. Es de la influencia delmundo elegante, en su conjunto, de lo que estoy ce-loso. Son los hábitos de la opulencia lo que temo. Susideas no exceden de lo que su propia fortuna puedegarantizar, pero van más allá de lo que nuestras ren-tas, unidas, podrían consentir. Uno halla consuelo, sinembargo, hasta en esto. Podría soportar mejor el per-derla por no ser bastante rico, que por causa de miprofesión. Ello probaría tan sólo que su afecto nollega al sacrificio, cosa que, en realidad, casi no tengoderecho a pedirle; y si me rechaza, creo que éste seráel auténtico motivo. Sus prejuicios, estoy seguro, noson tan fuertes como antes. Aquí estoy vertiendo mispensamientos a medida que brotan de mi cerebro; aca-so sean a veces contradictorios, pero no por eso se-rán un reflejo menos fiel de mi ánimo. Una vez quehe empezado, es para mí un placer contarte todo loque siento. No la puedo dejar. Con los lazos que yaahora nos unen y los que, espero, nos unirán, dejara Mary Crawford sería renunciar a la intimidad de al-gunos de los seres que más quiero en el mundo, ex-cluirme a mí mismo de las casas y amistades a las que,en cualquier otro caso de aflicción, acudiría en bus-ca de consuelo. Debo considerar que la pérdida de

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Mary implicaría la pérdida de Henry y de Fanny. Si fue-ra cosa decidida, si ella me hubiera rechazado, espe-ro que sabría soportarlo y vería el modo de aflojarsu presa en mi corazón; y en el curso de unos pocosaños... Pero estoy escribiendo tonterías. Si me recha-zara, tendría que soportarlo; y mientras viva no po-dré dejar de pretenderla. Ésta es la verdad. El únicoproblema es ¿cómo? ¿Cuál será el medio más acerta-do? A veces pienso en volver a Londres después dePascua, y a veces resuelvo no hacer nada hasta queella vuelva a Mansfield. Aun ahora habla con ilusiónde venir a Mansfield para junio; pero junio está muylejos aún, y me parece que lo que haré será escribir-le. Estoy casi decidido a explicarme por carta. Llegarpronto a una certidumbre es lo que más importa. Miactual situación es tristemente enfadosa. Considerán-dolo bien, creo que una carta será el mejor medio paraexponerle mis razones. Por escrito, me veré capazde decir muchas cosas que no podía decirle de pala-bra, y ella tendrá tiempo de reflexionar antes de de-cidir su respuesta; y me asusta menos el resultadode una reflexión que un impulso repentino... Creo queme asusta menos. El mayor peligro para mí sería queconsultase a la señora Fraser, encontrándome yo le-jos, sin poder defender mi causa. Con una carta meexpongo al grave perjuicio de esa consulta; y dondeun criterio es algo deficiente en cuanto a lo de tomardecisiones acertadas, un consejero puede, en un mo-mento funesto, conducir a una determinación que aca-so después se tenga que lamentar. Tendré que pen-sarlo un poco mejor. Esta extensa carta, llena tan sólode preocupaciones mías, sería suficiente para fatigarhasta la amistad de una Fanny. La última vez que vi aHenry Crawford fue en la reunión de la señora Fraser.Cada vez me satisface más todo lo que veo y oigode él. No hay una sombra de vacilación. Está muy se-guro de sus intenciones y obra de acuerdo con suresolución: inestimable cualidad. No pude verle a él ya mi hermana mayor en la misma sala, sin recordar loque tú me dijiste una vez, y reconozco que no se

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encontraron como amigos. Noté una marcada frial-dad por parte de María. Vi que él retrocedía, sorprendi-do, y lamenté que la actual señora Rushworth conser-vara algún resentimiento por un antiguo y supuestodesaire inferido a la señorita Bertram. Desearás cono-cer mi opinión sobre el grado de felicidad de Maríacomo esposa. No hay apariencia de infelicidad. Espe-ro que se lleven ambos bastante bien. Comí dos ve-ces en Wimpole Street y hubiera podido hacerlo mása menudo, pero es fastidioso estar con Rushworthpara tratarle como hermano. Julia, parece que se di-vierte mucho en Londres. Yo poco disfruté allí, peromenos me divierto aquí; formamos un grupo que notiene nada de alegre. Es mucho lo que te echamos enfalta. Yo siento tu ausencia más de lo que soy capazde expresar. Mi madre te manda sus más cariñosasexpresiones y espera recibir pronto tus noticias. Ha-bla de ti casi a todas horas y a mí me apena tener quepreguntarme cuántas semanas tardará aún en gozarde tu compañía. Mi padre tiene la intención de reco-gerte él mismo, pero no será hasta después de Pas-cua, cuando le reclamen sus asuntos en Londres. Es-pero que seas dichosa en Portsmouth; pero eso nodebe convertirse en una visita de un año. Te necesi-to en casa, para contar con tu opinión acerca deThornton Lacey. Tengo pocos ánimos para llevar acabo grandes reformas, mientras no sepa si allí habráun ama de casa algún día. Me parece que, en definiti-va, le escribiré. Es cosa decidida que los Grant mar-chan para Bath; saldrán el lunes de Mansfield. Me ale-gro. No tengo humor suficiente para estar a gustocon nadie. Pero tu tía parece que se considera muydesafortunada por el hecho de que semejante infor-mación sobre las novedades de Mansfield salga demi pluma en vez de la suya. Siempre tuyo, queridísimaFanny.»

—Nunca más... no, nunca, jamás, volveré a de-sear que me llegue una carta —fue la secreta de-

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claración de Fanny, cuando hubo leído ésta—. ¿quépueden traerme, sino penas y desengaños? ¡Hastadespués de Pascua! ¿Cómo voy a soportarlo? ¡Y tíaBertram, la pobre, hablando de mí a todas horas!

Fanny reprimió como pudo la tendencia de esospensamientos, pero estuvo a medio minuto de darpábulo a la idea de que sir Thomas era muy pocoamable, tanto respecto de su tía como de ella mis-ma. En cuanto al tema principal de la carta, nadacontenía que pudiera calmar su irritación. Estabacasi exasperada en su disgusto e indignación conEdmund.

—Nada bueno puede salir de este aplazamien-to —decíase—. ¿Por qué no ha quedado ya resuel-to? Él está ciego y nada conseguirá abrirle los ojos...no, nada podrá abrírselos, después que ha tenidotanto tiempo la verdad ante sí, completamente envano. Se casará con ella, y será infeliz y desgracia-do. «¡Con el cariño que me tiene Mary!» No puedeser más absurdo. Ella no quiere a nadie más que así misma y a su hermano. ¡Que sus amigas «la lle-van extraviada hace años!» Lo más fácil es que ellalas haya descaminado. Acaso todas han estado per-virtiéndose unas a otras; pero si es cierto que elentusiasmo de las otras por ella es mucho másfuerte que el de ella por las otras, tanto menos pro-bable es que haya sido ella la perjudicada, excep-to por las adulaciones. «La única mujer del mundoen quien podría pensar con la intención de hacerlasu esposa.» Lo creo firmemente. Es un cariño quele dominará toda la vida. Tanto si ella le aceptacomo si le rechaza, su corazón está unido a ellapara, siempre. «Debo considerar que la pérdida deMary significaría para mí la pérdida de Henry y de

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Fanny.» ¡Edmund, tú no me conoces! ¡Nunca empa-rentarán las dos familias, si no estableces tú el pa-rentesco! ¡Oh!, escríbele, escríbele. Acaba de unavez. Pon término a esta incertidumbre. ¡Decídete,entrégate, condénate a ti mismo!

No obstante, tales sensaciones se acercabandemasiado al resentimiento para que guiaran pormucho tiempo los soliloquios de Fanny. Pronto es-tuvo más aplacada y triste. El tierno cariño de Ed-mund, sus expresiones amables, su trato confiden-cial, la impresionaban vivamente. Era demasiadobueno con todos. En resumen, se trataba de unacarta que no la cambiaría por el mundo entero ycuyo valor nunca apreciaría bastante. En esto aca-bó la cosa.

Todos los aficionados a escribir cartas sin te-ner mucho que contar, grupo que comprende unagran parte del mundo femenino al menos, conven-drán con lady Bertram en que estuvo de mala suer-te en lo de que un capítulo tan importante de lasactualidades de Mansfield, como la certeza delviaje de los Grant a Bath, se diera en un momentoen que ella no podía aprovecharlo; y reconoceránque hubo de ser muy mortificante para ella ver quecaía en la desagradecida pluma de su hijo, que lotrató con la mayor concisión posible al final de unaextensa carta, en vez de serle reservado a ella, quehubiera llenado con ese tema casi una página delas suyas. Pues aunque lady Bertram brillaba bas-tante en el ramo epistolar, ya que desde los pri-meros tiempos de casada, a falta de otra ocupa-ción y debido a la circunstancia de tener sir Tho-mas sus actividades en el Parlamento, se dedicó acultivar y sostener una correspondencia con sus

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amistades, y había creado para su uso un respeta-ble estilo amplificativo y copioso en lugares co-munes, de modo que le bastaba un tema insignifi-cante para desarrollarlo a placer..., sin embargo, leera indispensable tener algo sobre qué escribir,aun dirigiéndose a su sobrina; y estando tan cercade perder el provechoso venero de los síntomasgotosos en el doctor Grant y de las visitas matina-les de la señora Grant, fue muy duro para ella ver-se privada de uno de los últimos usos epistolaresa que hubiese podido destinarles.

No obstante, se le preparaba una pingüe com-pensación. La hora de la suerte llegó para lady Ber-tram. A los pocos días de recibir la carta de Ed-mund, Fanny tuvo una de su tía que empezaba así:

«Mi querida Fanny: Tomo la pluma para comunicarteuna noticia muy alarmante, que no dudo habrá de cau-sarte gran pesar.»

Esto era mucho mejor que tomar la pluma paraenterarla de todos los detalles del proyectado via-je de los Grant, pues la presente información erade una naturaleza que prometía a su misma plumaocupación para muchos días en lo sucesivo, ya quese trataba, nada menos, de que su hijo mayor sehallaba gravemente enfermo, de lo cual habían te-nido noticias por un propio pocas horas antes.

Tom había salido de Londres, con un grupo dejóvenes, para Newmarket, donde un decaimientodesatendido y unos excesos en la bebida le ha-bían producido fiebre; y cuando los demás se fue-ron, no pudiendo él seguirles, lo dejaron en casade uno de aquellos jóvenes, abandonado a las deli-cias de la enfermedad y la soledad, sin más asisten-

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cia que la de los criados. En vez de sentirse prontomejor, lo suficiente para seguir a sus amigos, seagravó considerablemente; y no pasaron muchosdías sin que se diera cuenta de que estaba tan en-fermo, que creyó oportuno, lo mismo que su médi-co, mandar aviso a Mansfield. Y lady Bertram, des-pués de relatar el caso en substancia, observaba:

«Esta angustiosa noticia, como supondrás, nos ha afec-tado en extremo, y no podemos evitar que nos inva-da una gran alarma y aprensión respecto del pobreenfermo, cuyo estado teme mi esposo que sea muycrítico. Edmund se ha brindado amablemente para ir acuidar a su hermano; pero con satisfacción puedoañadir que tu tío no me dejará en esta triste ocasión,lo que sería una prueba demasiado dura para mí. AEdmund le echaremos mucho de menos en nuestroreducido círculo; pero espero y confío que encontra-rá al pobre enfermo en un estado menos alarmantede lo que se ha temido, y que podrá traerle en brevea Mansfield, cosa que sir Thomas cree debería hacer-se, pues considera que sería lo mejor por todos losconceptos; y yo me hago la ilusión de que el pobrecillopaciente estará pronto en condiciones de soportarel traslado sin mucho inconveniente ni perjuicio. Ycomo no puedo dudar de que unes tu sentimiento alnuestro, querida Fanny, en esta triste circunstancia,volveré a escribirte muy pronto.»

El sentimiento de Fanny en tal ocasión era, des-de luego, más profundo y genuino que el estiloliterario de su tía. Por todos sentía verdadero pe-sar. Tom enfermo de gravedad, Edmund ausentepara cuidarle y el reducido y triste círculo fami-liar de Mansfield, eran preocupaciones que des-plazaban a todas las demás, o a casi todas. Sóloun pequeño resto de egoísmo pudo hallar en sí,

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nada más que para preguntarse si Edmund habríaescrito a miss Crawford antes de que se le pre-sentara aquel imperativo del deber; pero en ellano podía durar sentimiento alguno que no fuesepuramente solidario y desinteresadamente ansio-so ante la mala nueva. Su tía no se olvidó de ella:le escribió una y otra vez. En Mansfield se recibíanfrecuentes partes de Edmund, y esos partes setransmitían regularmente a Fanny, a través del mis-mo estilo difuso y la misma mezcla de suposicio-nes, esperanzas y temores, persiguiéndose y engen-drándose unos a otros al azar. Era como si jugaraa tener miedo. Los sufrimientos que lady Bertramno «veía» ejercían escaso dominio sobre su fanta-sía; y escribía muy cómodamente sobre inquietu-des, ansiedades y pobres enfermos, hasta que Tomfue efectivamente trasladado a Mansfield y pudoella, por sus propios ojos, contemplar lo alteradode su aspecto. Entonces, una carta que previamen-te había empezado para Fanny, fue terminada a tra-vés de un estilo muy distinto... de un lenguaje enel que había auténtico sentimiento y alarma; en-tonces, se expresó por escrito como lo hubierahecho de palabra.

«Acaba de llegar, querida Fanny, y lo han subido arri-ba; he quedado tan apabullada al verle, que no sé quéhacer. Estoy segura de que ha llegado muy grave. ¡Po-bre Tom! Me da mucha pena, y estoy muy asustada, lomismo que su padre. ¡Cuánto me gustaría que estu-vieras aquí para consolarme! Pero tu tío espera quemañana se encontrará mejor y dice que no debemosolvidar la fatiga que le habrá causado el viaje.»

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La auténtica solicitud que ahora había desper-tado en su pecho maternal, no se desvaneció ense-guida. La extremada impaciencia de Tom por sertrasladado a Mansfield y gozar los consuelos delhogar y la familia, de los que tan poco se acordaramientras no le faltó la salud, sin duda influyó enque se le llevara allí prematuramente, ya que vol-vió a un estado febril y más alarmante que nuncapor espacio de una semana. Todos se asustaronmuy de veras. Lady Bertram escribía sus cotidia-nos temores a su sobrina, de la que podía ahoradecirse que vivía de cartas, y pasaba todo el tiem-po entre la angustia que le producía la recibidahoy y la espera de la que habría de llegarle maña-na. Sin que le tuviera un particular afecto a su pri-mo mayor, su tierno corazón la llevaba a sentir queno podía prescindir de él; y la pureza de sus princi-pios agudizaban su compasión al considerar cuánpoco útil, cuán poco abnegada había sido (al pare-cer) su vida.

Susan fue su única compañera y confidente enésta, como en la mayoría de las ocasiones. Susanestaba siempre dispuesta a escuchar y a simpati-zar. Nadie más podía interesarse por un infortuniotan remoto como el de un enfermo en una familiaresidente a más de cien millas de distancia... Na-die, ni siquiera la señora Price, que se limitaba ahacer preguntas si veía a su hija con una carta enla mano, o la tranquila observación, de cuando encuando:

—Mi pobre hermana debe de estar muy atribu-lada.

Con una separación de tantos años y situadas,respectivamente, en un plano tan distinto, los la-

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zos de la sangre se habían convertido en poco másque nada. El mutuo afecto, en su origen tan repo-sado como el temperamento de una y otra, no eraya más que un simple nombre. La señora Price ha-cía tanto por lady Bertram como lady Bertram hu-biera hecho por la señora Price. Hubiesen podidodesaparecer tres o cuatro de los Price, lo mismoalgunos que todos, excepto Fanny y William, y ladyBertram no se hubiera preocupado mucho por eso;o tal vez hubiera escuchado de labios de su her-mana Norris la gazmoñería de que había sido unagran suerte y una bendición para su pobre herma-na Price tener una familia tan bien dotada parapasar a mejor vida.

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XLV

CUANDO llevaba alrededor de una semana en Mans-field, desapareció el peligro inmediato de Tom, ytanto se habló de su mejoría que su madre se tran-quilizó por completo; pues, acostumbrada a verleen aquel estado de gravedad y postración, sin quea sus oídos llegaran más que las noticias buenasy sin ir jamás con el pensamiento más allá de loque oía; sin la menor predisposición a la alarma nila menor aptitud para captar una insinuación, ladyBertram era la persona más a propósito para laspequeñas ficciones de los médicos. La fiebre ha-bía remitido; la fiebre había sido su mal; por lo tan-to, pronto estaría restablecido. Lady Bertram nopodía ser menos optimista, y Fanny compartió laseguridad de su tía hasta que recibió unas líneasde Edmund, escritas con el propósito de darle unaidea más clara sobre el estado de su hermano, ydarle a conocer las aprensiones de su padre y pro-pias, teniendo en cuenta lo que había dicho el médi-co respecto de ciertos síntomas de tisis que pare-

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cían apoderarse de su organismo al desaparecer lafiebre. Juzgaban oportuno no atormentar a lady Ber-tram con alarmas que, era de esperar, resultaríaninfundadas; pero no había razón para que Fannydesconociera la verdad: temían por sus pulmones.

Unas pocas líneas de Edmund le hicieron ver alpaciente y lo que era la habitación del enfermo bajouna luz más clara e intensa de lo que podían ofre-cerle todos los pliegos de lady Bertram. Difícilmen-te hubiera podido encontrarse en la casa otra per-sona que no pudiera describirlo, según su aprecia-ción personal, mejor que ella; otra persona que nofuera en ciertas ocasiones mas útil a su hijo. Ellano sabía hacer más que deslizarse quedamente ycontemplarle; pero cuando el enfermo estaba encondiciones de hablar, de que le hablaran o le le-yeran, Edmund era el preferido. Tía Norris le mor-tificaba con sus cuidados, y sir Thomas no sabíareducir el tono ni la voz al nivel de su extenua-ción e irritabilidad. Edmund lo era todo en todo.Al menos así quería considerarle Fanny, que notóque su estimación por él era más fuerte que nun-ca al saber cómo cuidaba, sostenía y animaba a suhermano enfermo. No era tan sólo la debilidad delreciente achaque lo que había que cuidar; tambiénhabía, según pudo ahora Fanny descubrir, nerviosmuy alterados que calmar y ánimos muy abatidosque levantar; e imaginaba que había, además, un es-píritu muy necesitado de un buen guía.

En la familia no había antecedentes de tisis, porlo que Fanny se inclinaba más a esperar que a te-mer por su primo..., excepto cuando pensaba enMary Crawford; porque Mary le daba la impresiónde ser la niña de la suerte, y para su egoísmo y

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vanidad sería una gran suerte que Edmund se con-virtiera en el único hijo varón.

Ni siquiera en el cuarto del enfermo era olvida-da la dichosa Mary. La carta de Edmund llevaba estaposdata:

«Sobre el asunto de mi interior, había ya empezadouna carta cuando hube de ausentarme por la enfer-medad de Tom; pero ahora he cambiado de idea, puestemo la influencia de sus amistades. Cuando Tom me-jore, iré yo mismo.»

Tal era el estado de cosas en Mansfield, y asícontinuó, sin modificarse apenas, hasta Pascua. Elrenglón que a veces añadía Edmund en las cartasde su madre, bastaba para tener al corriente a Fan-ny. La mejoría de Tom era de una lentitud alarmante.

Llegó Pascua... singularmente retrasada aquelaño, como Fanny había advertido con pesar en cuan-to se enteró de que no tendría oportunidad deabandonar Portsmouth hasta que hubiera transcu-rrido. Llegó la Pascua, y nada sabía aún de su re-greso... ni siquiera de su marcha a Londres, que de-bía preceder al regreso. Su tía expresaba a menu-do el deseo de tenerla a su lado; pero no llegabaaviso ni mensaje de su tío, del cual dependía todo.Suponía que no consideraba aún oportuno dejar asu hijo; pero era una cruel, una terrible demora paraella. Abril tocaba a su fin. Pronto se cumplirían tresmeses, en vez de dos, que se había alejado de to-dos ellos, y que venía pasando sus días como enuna condena, aunque les quería demasiado paradesear que lo interpretaran exactamente así. Sinembargo, ¿quién podía decir hasta cuándo no ha-bría ocasión para acordarse de ella o irla a buscar?

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Su impaciencia, su anhelo, sus ansias de estarcon ellos eran tales, que de continuo le traían ala memoria un par de líneas del «Tirocinium», deCowper: Con qué intenso deseo clama por su hogar,era frase que tenía siempre en los labios como lamás fiel descripción de un anhelo que no podíasuponer más vivo en el pecho de ningún escolar.

Cuando iba camino de Portsmouth, gustaba dellamarlo su hogar, se deleitaba diciendo que iba asu casa; esta expresión le había sido muy querida,y lo era aún, pero tenía que aplicarla a Mansfield.Aquel era ahora su hogar. Portsmouth era Portsmouth;Mansfield era el hogar. Así lo había establecidohacía tiempo, en el abandono de sus meditacionessecretas; y nada más consolador que hallar en sutía el mismo lenguaje: «No puedo menos de decir-te lo mucho que siento tu ausencia del hogar enestos momentos angustiosos, de verdadera prue-ba para mi espíritu. Confío y espero, y sinceramentedeseo, que nunca más vuelvas a estar tanto tiempoausente del hogar». Frases éstas que ya no podíanser más gratas para ella. Aun así, eran para sabo-rearlas en secreto. La delicadeza para con sus pa-dres hacía que pusiera mucho cuidado en no traslu-cir aquella preferencia por la casa de su tío. Siemprepensaba: «Cuando vuelva a Northamptonshire» o«cuando regrese a Mansfield, haré esto y aquello».Así fue durante largo tiempo; pero, al fin, el anhe-lo se hizo más intenso, desbordó toda precaucióny Fanny se sorprendió de pronto hablando de loque haría cuando volviese a casa, sin casi darsecuenta. Se lo reprochó interiormente, se puso co-lorada y quedó mirando al padre y a la madre, lle-na de temor. No hacía falta que se inquietara por

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eso. No dieron muestra de disgusto, ni siquierade que la habían oído. No sentían nada de celospor Mansfield. Tanto les daba que prefiriese estaraquí o allí.

Era triste para Fanny perderse todo el encantode la primavera. Antes, no sabía los placeres quele quedarían vedados si pasaba marzo y abril enuna ciudad. No sabía, antes, hasta qué punto la ha-bían deleitado el brote y el crecimiento de la ve-getación. ¡Cuánto había fortalecido, así su cuer-po como su espíritu, contemplar el progreso deesa estación que no puede, a pesar de sus velei-dades, dejar de ser cautivadora! ¡Y observar suscrecientes encantos, desde las primeras flores enlos rincones más cálidos del jardín de su tía, has-ta el verdecer en los plantíos de su tío y la gloriade sus bosques! Perderse tales placeres no erauna bagatela; verse privada de ellos por hallarserecluida en medio del ruido, gozando de aquel con-finamiento, de mal aire y malos olores en sustitu-ción de la libertad, la naturaleza, la fragancia y lavegetación, era infinitamente peor. Pero aún erandébiles estos estímulos de pesar comparados conel que le producía la convicción de que la echabande menos sus mejores amigos y en anhelo de serútil a los que la necesitaban.

De hallarse en casa hubiera podido prestar al-gún servicio a todos y cada uno de sus moradores.Tenía la seguridad de que hubiese sido útil a to-dos. A todos habría ahorrado algún esfuerzo, men-tal o manual; y aunque sólo fuera para sostener elánimo de su tía Bertram, preservándola de los ma-les de la soledad, o del mal todavía mayor de unacompañera inquieta, oficiosa, demasiado propicia

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a exagerar el peligro con objeto de encarecer suimportancia, habría sido una gran ventaja que ellaestuviera allí. Se complacía en imaginar cuánto hu-biese podido leer para su tía, cuánto hubiese po-dido hablarle, intentando al mismo tiempo hacerlecomprender el bien que sin duda representaba loque estaba ocurriendo, y preparar su ánimo para loque pudiera ocurrir. ¡Y cuántos viajes arriba y aba-jo de la escalera le hubiera ahorrado, y cuántosrecados le hubiera hecho!

A Fanny le causaba asombro que las hermanasde Tom pudieran continuar tranquilamente en Lon-dres, en aquellas circunstancias; a lo largo de unaenfermedad que, con distintas alternativas en cuan-to a gravedad, llevaba ya un proceso de varias se-manas de duración. Ellas podían volver a Mansfieldcuando quisieran; para ellas el viaje no entrañabaninguna dificultad, y Fanny no podía comprendercómo ambas permanecían ausentes. En caso de quea María Rushworth se le antojase que existían obli-gaciones incompatibles, no había duda de que Ju-lia podía abandonar Londres en el momento queella eligiera. A lo que parecía, según una de lascartas de tía Bertram, Julia había ofrecido volver sila necesitaban; pero esto fue todo. Era evidenteque prefería quedarse donde estaba.

Fanny se sintió inclinada a considerar la influen-cia de Londres muy contrapuesta a todos los no-bles afectos. Veía la prueba de ello en miss Craw-ford, tanto como en sus primas. El afecto de Marypor Edmund había sido noble, el aspecto más no-ble de sus sentimientos; en su amistad hacia lamisma Fanny no hubo, cuando menos, nada cen-surable. ¿Dónde quedaba ahora uno y otro senti-

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miento? Llevaba Fanny tanto tiempo sin recibir cartade ella, que tenía algún motivo para no hacer grancaso de una amistad que daba tan pocas señalesde vida. Llevaba varias semanas sin tener noticiasde miss Crawford ni de sus demás conocidos re-sidentes en la capital, excepto las que recibía através de Mansfield, y empezaba a sospechar quenunca llegaría a saber si Mr. Crawford había mar-chado de nuevo a Norfolk, mientras no se encon-trasen, y que nada más sabría de Mary aquella pri-mavera, cuando vino la siguiente carta a resucitarviejas sensaciones y crear algunas nuevas:

«Perdóneme, querida Fanny, tan pronto como pueda,por mi largo silencio, y muéstrese como si pudiera per-donarme en el acto. Ésta es mi humilde petición y miesperanza, pues es usted tan buena que estoy segu-ra de recibir mejor trato del que merezco, y le escri-bo ahora para suplicarle una inmediata contestación.Necesito saber cuál es el estado de cosas en Mans-field Park; y usted, sin duda alguna, está en perfectascondiciones de contármelo. Bruto tendría que serquien no se condoliera por la pena que les aflige; ypor lo que me han dicho, es muy poco probable queel pobre Tom Bertram llegue a restablecerse por com-pleto. Al principio, poco caso hice de su enfermedad.Le consideraba una de esas personas que se inquie-tan e inquietan a los demás por cualquier indisposi-ción sin importancia; y me preocupé más que nadapor los que debían cuidarle; pero ahora me han ase-gurado confidencialmente que se trata en realidadde algo grave, que los síntomas son de lo más alar-mante y que parte de la familia, por lo menos, está enel caso. De ser así, es seguro que usted está incluidaen esa parte de la familia, la de las personas con dis-cernimiento, y por lo tanto le ruego que me diga has-ta qué punto he sido bien informada. No hace faltaque le diga cuánto me alegraría si resultara que ha ha-

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bido algún error, pero la noticia me impresionó tantoque, lo confieso, todavía ahora me estremezco sinpoderlo evitar. Ver segada la vida de un joven tan mag-nífico, en la flor de la juventud, es algo tristísimo. Elpobre sir Thomas lo sentirá tremendamente. Yo mis-ma siento una gran inquietud ante el caso. ¡Fanny, Fan-ny: ya veo que se sonríe maliciosamente! Pero, por mihonor, jamás he sobornado a un médico, en mi vida.¡Pobre muchacho! Si es que ha de morir, habrá dos «po-bres muchachos» menos en el mundo; y con el ros-tro muy alto, y sin temblor en la voz, diría ante quienfuese que ni la riqueza ni la dignidad podían caer enmanos que más lo merecieran que las de Edmund. Fueuna loca precipitación la de las pasadas Navidades,pero el mal de unos pocos días puede borrarse enparte. El barniz y los dorados pueden ocultar muchosborrones. No habrá más pérdida que la del «Esquire»a continuación de su nombre. Con un afecto auténti-co como el mío, Fanny, se podría parar por alto muchomás. Escríbame a la vuelta de correo; juzgue de mi an-siedad, y no se burle de ella. Cuénteme toda la ver-dad, puesto que usted la sabe de fuente original. Yahora no se moleste en avergonzarse de mis senti-mientos ni de los suyos. Créame, no sólo son natu-rales; son filantrópicos y virtuosos. Dejo a su con-ciencia que examine si no combinaría mejor con to-das las posesiones de los Bertram un «sir Edmund»que cualquier otro «sir» imaginable. De haberse halla-do los Grant en casa no la hubiese molestado a us-ted; pero actualmente es usted la única a quien pue-do acudir para saber la verdad, pues a sus primas nolas tengo a mi alcance. La joven señora Rushworthha pasado la Pascua con los Aylmers, en Twickenham(como usted sabrá, sin duda), y todavía no ha vuelto;y Julia está con los primos que viven cerca de BedfordSquare, pero he olvidado el nombre y la calle. Sin em-bargo, aun pudiéndome dirigir a ellas, siempre la pre-feriría a usted, pues me ha llamado la atención quesean tan enemigas de interrumpir sus diversionescomo para cerrar los ojos a la verdad. Supongo que

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las vacaciones de Pascua de María Rushworth no sealargarán mucho ya; no hay duda de que habrán sidopara ella unas vacaciones completas: los Aylmers songente agradable y, teniendo ausente al marido, es in-dudable que se ha divertido. He de creer que ella mis-ma ha sido quien ha animado a Mr. Rushworth paraque fuera a Bath a recoger a su madre; pero ¿cómovan a congeniar ella y la suegra en la misma casa? AHenry no le tengo a mano, de modo que nada puedodecirle de su parte. ¿No cree usted que Edmund hu-biese venido a Londres hace tiempo, de no ser porla enfermedad de su hermano? Suya siempre,

MARY.»

»P.S. Había ya empezado a doblar la carta cuando lle-gó Henry; pero no me trae ninguna información queme evite mandársela. María Rushworth sabe que seteme una recaída; Henry la vio esta mañana y me diceque hoy vuelve la joven señora Rushworth a su casade Wimpole Street; la vieja ha llegado ya. Ahora novaya a intranquilizarse con raras suposiciones, por-que él había pasado unos cuantos días en Richmond.Lo hace así todas las primaveras. Tenga la seguridadde que no le importa nadie más que usted. En estemismo momento está loco por verla y preocupadotan sólo por hallar el medio de conseguirlo, y de con-seguir que sus gustos lo sean para usted. Para demos-trarlo repite, con más vehemencia, lo que le dijo enPortsmouth sobre lo de acompañarla a casa, y yo mesumo a él con toda mi alma. Querida Fanny, escríba-nos enseguida y díganos que acepta. Será magníficopara todos. Él y yo podemos alojamos en la rectoría,como usted sabe, y no causaremos la menor moles-tia a nuestros amigos de Mansfield Park. Sería real-mente grato verles de nuevo a todos, y un pequeñoaumento de personas con quien relacionarse podríaser de gran utilidad para ellos. En cuanto a usted serefiere, sin duda considera que es tanto lo que la ne-

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cesitan allí, que no puede en conciencia (con lo con-cienzuda que es usted) mantenerse alejada, tenien-do modo de acudir. No tengo tiempo ni paciencia paratransmitirle la mitad de los mensajes que Henry meda para usted; bástele saber que el móvil de ambosy cada uno de nosotros es un inalterable afecto.»

El disgusto de Fanny por casi todo el conteni-do de esta carta, unido a su extrema renuencia ajuntar, gracias a aquel viaje, a la autora con Edmund,la incapacitaban para juzgar imparcialmente si debíao no aceptar el ofrecimiento final. Para ella, particu-larmente, era de lo más tentador. Encontrarse, aca-so a los tres días, trasladada a Mansfield, era unaimagen que se le ofrecía como la mayor felicidad;pero hubiera representado un gran inconvenientedeber esa felicidad a unas personas en cuyos sen-timientos y conducta, especialmente ahora, veíaaspectos tan condenables: los sentimientos de lahermana, la conducta del hermano; la desalmadaambición de ella, la insensata vanidad de él. ¡Man-tener todavía la relación, acaso el flirteo, con laesposa de Rushworth! Se sintió abochornada. Ha-bía llegado a considerarle mejor. Afortunadamente,empero, no tuvo que seguir luchando, para deci-dirse, entre inclinaciones opuestas y dudosas no-ciones del deber; no era ocasión para determinar sidebía mantener separados o no a Edmund y a Mary.Podía acudir a una regla que lo resolvería todo. Sutemor de sir Thomas y el miedo a tomarse con éluna libertad, le hicieron ver en el acto, claramen-te, lo que debía hacer. Debía rechazar de plano laproposición. Si su tío quisiera, mandaría por ella; ysi Fanny ofreciera un regreso anticipado, sería porsu parte una presunción que casi nada podría jus-

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tificar. Dio las gracias a miss Crawford, pero conuna decidida negativa. Dijo que su tío, según ellatenía entendido, se proponía recogerla personal-mente; y que puesto que la enfermedad de Tomse había prolongado tantas semanas, sin que du-rante ese tiempo la considerasen a ella necesariaen absoluto, había de suponer que su regreso nosería bien acogido en aquel momento y que sinduda resultaría un estorbo.

Lo que le contó respecto del actual estado desu primo se ajustaba exactamente a lo que ella creíasobre el particular, y por lo tanto supuso Fannyque esta información llevaría al exaltado espíritude Mary a confiar en todo lo que estaba desean-do. Al parecer perdonaría a Edmund su condiciónde clérigo bajo ciertas condiciones de riqueza; yésta, sospechó Fanny, era toda la conquista sobreunos prejuicios, de la que Edmund estaba dispues-to a congratularse con tanta facilidad. Mary sólohabía aprendido a pensar que nada importa sinoel dinero.

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XLVI

COMO Fanny no podía dudar de que su negativa ha-bía de producir una verdadera decepción, estabacasi segura, conociendo el carácter de Mary, queinsistirían de nuevo; y aunque transcurrió una se-mana sin que le llegara una segunda carta, seguíaaún con la misma idea cuando la recibió.

Al tomarla en sus manos, pudo darse cuentaen el acto de que contenía muy poco texto y co-noció que sería como una carta urgente de nego-cios. El objeto de la misma era incuestionable. Yun par de segundos bastaron para sugerirle la pro-babilidad de que se trataba simplemente de notifi-carle que los dos, Mary y Henry, estarían en Ports-mouth aquel mismo día, y para sumirla en un marde agitación ante la duda sobre lo que debería ha-cer en tal caso. No obstante, si dos segundos pue-den rodearnos de dificultades, otro segundo pue-de dispersarlas; y antes de abrir la carta, la posibi-lidad de que Mr. y miss Crawford hubiesen recu-

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rrido a sir Thomas y obtenido su permiso empezóa tranquilizarla. La carta decía así:

«Un rumor de lo más escandaloso y perverso acabade llegar hasta mí; y le escribo, querida Fanny, paraprevenirla en el sentido de que no debe conceder aese rumor el menor crédito, en caso de que llegue apropalarse por todo el país. Esté segura de que hahabido alguna confusión; un par de días bastarán paradejar las cosas en su punto y, en todo caso, para de-mostrar que Henry es inocente y que, pese a una mo-mentánea étourderie, no piensa más que en usted. Nodiga una palabra de ello... no escuche nada, no supon-ga nada, no murmure nada; espere a que yo le escri-ba de nuevo. Estoy segura de que todas esas habla-durías se acallarán y nada se probará sino la necedadde Rushworth. Si se han ido, apostaría mi vida a quesólo se han ido a Mansfield, y Julia con ellos. Pero ¿porqué no nos permitió que fuéramos por usted? De-seo que no tenga que arrepentirse. Suya, etc.»

Fanny quedó perpleja. Como ningún rumor per-verso ni escandaloso había llegado a ella, le fueimposible entender gran parte de la extraña carta.Pudo tan sólo inferir que se refería a WimpoleStreet y a Mr. Crawford, y tan sólo conjeturar quealguna imprudencia de bulto se había cometidoen aquel sector, como para escandalizar a la so-ciedad y provocar, según temía miss Crawford, loscelos de la misma Fanny, si llegaba a enterarse.Mary no necesitaba preocuparse por ella. Fanny lolamentaba únicamente por las partes interesadasy por Mansfield, si hasta allí habían de llegar loscomentarios; pero esperaba que no fuese así. Silos Rushworth habían ido a Mansfield, según po-día inferirse de lo que Mary decía, no era fácil que

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les hubiera precedido nada desagradable o, al me-nos, que pudiera causar alguna impresión.

En cuanto a Mr. Crawford, Fanny esperaba queel caso serviría para que él mismo se diera cuentade sus disposiciones, para convencerle de que eraincapaz de mantener un efecto constante por nin-guna mujer del mundo, y avergonzarle de su insis-tencia en pretenderla a ella.

Era muy extraño. Fanny había empezado a creerque él la quería, realmente, y hasta a imaginar quecon un afecto algo mayor que lo corriente; y Mary,su hermana, aun insistía en que a él no le importa-ba ninguna otra mujer. Sin embargo, debió de ha-ber una marcada exhibición de atenciones dedica-das a María Rushworth, debió cometer alguna tre-menda indiscreción, pues Mary no era de las quepudieran dar importancia a una indiscreción venial.

Muy inquieta quedó Fanny; y así tendría quecontinuar hasta que Mary le escribiese otra vez.Le resultaba imposible borrar la carta de su pensa-miento, y no podía desahogarse hablando de ellaa ningún ser humano. No hacía falta que miss Craw-ford le recomendara el secreto con tanta insisten-cia; debió confiar en su buen sentido respecto delmiramiento que había de tener con su prima.

Llegó el siguiente día, sin que llegara una se-gunda carta. Fanny quedó defraudada. Durante todala mañana apenas si pudo pensar en otra cosa; perocuando por la tarde volvió su padre con el periódi-co, como de costumbre, estaba tan lejos de espe-rar que le fuera posible elucidar algo por aquelconducto que, por un momento, llegó incluso a ol-vidarse del asunto.

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Estaba sumida en otras cavilaciones. El recuer-do de su primera tarde en aquella habitación, desu padre con el periódico, se adueñó de su mente.No se precisaba ahora bujía alguna. El sol estabatodavía a una hora y media sobre el horizonte. Dio-se cuenta de que había pasado, realmente, tres me-ses allí. Y los rayos del sol, que entraban de llenoen la habitación, en vez de alegrarla, aumentabanaún su melancolía; pues la luz solar se le aparecíacomo algo totalmente distinto en la ciudad queen el campo. Aquí, su poder era tan sólo un res-plandor, un resplandor sofocante y enfermizo, quesólo servía para hacer resaltar las manchas y lassuciedad que de otro modo hubieran pasado in-advertidas. No había salud ni alegría en el sol dela ciudad. Fanny hallábase envuelta en una llamara-da de opresivo calor, en una nube de polvo movedi-zo; y su mirada podía sólo vagar de las paredes,manchadas por la marca que en ellas había ido de-jando la cabeza de su padre, a la mesa, cortada ymellada por sus hermanos, donde estaba la ban-deja del servicio de té, nunca completamente lim-pia, las tazas y los platos a medio secar, la leche,mezcla de grumos flotantes ligeramente azulados,y el pan con mantequilla, que por momento se vol-vía más grasiento aún de lo que había salido demanos de Rebecca. Su padre leía el periódico y sumadre se lamentaba como de costumbre, mientrasse preparaba el té, de lo raída que estaba la alfom-bra, y expresaba su deseo de que Rebecca la re-mendase. Y Fanny no despertó de su ensimisma-miento hasta que su padre le dirigió una fuertellamada, después de murmurar y reflexionar sobreun párrafo determinado.

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—¿Cuál es el nombre de tus primos casados,que viven en Londres? —preguntó.

Una breve reflexión le permitió responder:—Rushworth, padre.—¿Y no viven en Wimpole Street?—Sí, señor.—Entonces, el diablo anda metido entre ellos,

está visto. Ahí lo tienes —alargándole el periódi-co—; mucho bien te harán esos parientes distin-guidos. No sé qué pensará sir Thomas de esas co-sas; puede que sea de esos caballeros demasiadocortesanos y refinados para querer menos a suhija. Pero, ¡voto a...!, si fuera hija mía, le estaría dan-do con la correa hasta agotar mis fuerzas. Una bue-na paliza a los dos sería el mejor medio de preve-nir esas cosas.

Fanny leyó para sí que «con infinito pesar elperiódico debe comunicar al mundo un escándalomatrimonial en la familia de Mr. R, de WimpoleStreet; la bellísima señora de R., cuyo nombre ha-bía figurado no hace mucho en el capítulo de «bo-das», y que prometía convertirse en la figura quedaría el tono al mundo elegante, ha abandonadola casa de su esposo en compañía del conocido yseductor Mr. C., íntimo amigo y asociado de Mr.R., sin que se sepa, ni siquiera en la redacción deeste periódico, adónde se han dirigido.»

—Es un error, padre —dijo Fanny al instante—;tiene que ser un error... no puede ser verdad... serefería a otras personas.

Hablaba con el instintivo deseo de aplazar lavergüenza; hablaba con la resolución que brota dela desesperanza, porque decía lo que no creía, loque no podía creer. Fue el choque de la convic-

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ción ante la lectura. La verdad se precipitó sobreella; y después fue para ella misma motivo de asom-bro que hubiera sido capaz de hablar, o siquierade respirar, en aquellos momentos.

A Mr. Price le importaba muy poco la noticiapara convertirla en motivo de discusión.

—Puede que todo sea mentira —concedió—;pero hay tantas señoras distinguidas cargadas delíos hoy en día, que uno no se puede fiar de na-die.

—Desde luego, espero que no sea verdad —dijola señora Price con voz plañidera—; ¡sería tan es-pantoso! Si no le he dicho una vez a Rebecca lode la alfombra, se lo habré dicho lo menos cienveces: ¿no es verdad, Betsey? Y no le costaría másque diez minutos de trabajo.

El horror que se apoderó del ánimo de Fanny,al tener la convicción de que se había cometidoaquella falta y empezar a concebir algo de los sufri-mientos que acarrearía, difícilmente puede descri-birse. Al principio quedó sumida en una especiede estupefacción; pero a cada instante se precipi-taba en ella la percepción del horrible daño. Nopodía dudar; no se atrevía a abrigar la esperanzade que el suelto fuera falso. La carta de miss Craw-ford, cuyo texto había releído varias veces comopara recordar de memoria todos sus renglones,coincidía de un modo escalofriante con la notadel periódico. La vehemente defensa que Mary ha-cía de su hermano, su manifiesta esperanza de quese acallaran los rumores, su evidente inquietud, todose correspondía por entero con algo muy grave; ysi existía en el mundo una mujer de carácter defi-nido que pudiera considerar una bagatela aquel

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pecado de primera magnitud, que pudiera tratarde disculparlo y desear que quedara impune, Fan-ny podía contar con que miss Crawford era esamujer. Ahora se daba cuenta de su equivocaciónrespecto de quienes se habían ido. No se tratabade Mr. Rushworth y su esposa, sino de esta espo-sa y Mr. Crawford.

A Fanny le parecía que nunca, hasta ahora, ha-bía recibido una fuerte impresión. No podía sose-gar. Pasó la tarde sin un momento de respiro ensu aflicción; pasó la noche completamente desve-lada. No hacía más que pasar de sensaciones derepugnancia a estremecimientos de horror. El casoera tan espantoso, que hubo momentos en que sucorazón lo rechazaba como imposible, en que sedecía que no podía ser. Una mujer que llevaba tansólo seis meses de casada; un hombre que se con-fesaba enamorado, hasta comprometido con otra,siendo esta otra una pariente tan próxima de aque-lla; toda la familia, ambas familias, tan estrechamen-te unidas con múltiples lazos, tan amigas, tan ínti-mas... Era una mezcla de culpas demasiado horri-ble, una concentración de perversidad demasiadovil para que la naturaleza humana fuera capaz deella, no hallándose en un estado de completa bar-barie. Sin embargo, su juicio le decía que era así.La inconsistencia de los afectos de Henry, oscilan-do al dictado de su vanidad, la decidida inclina-ción de María y la insuficiencia de principios enambos, apuntaban la posibilidad; la carta de Marysellaba el hecho.

¿Cuál sería la consecuencia? ¿A quién no ofen-dería? ¿Qué designios no iba a alterar? ¿La paz dequien no quedaría truncada para siempre? La mis-

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ma Mary... Edmund... Pero acaso fuera peligroso calartan hondo. Fanny se ciñó, o intentó ceñirse, al as-pecto simple, indudable, de la desgracia familiarque habría de envolverlo todo, si, en efecto, habíaculpa comprobada y escándalo público. Los sufri-mientos de la madre, los del padre... Aquí detuvoFanny su pensamiento; los de Julia, los de Tom,los de Edmund... En este punto se detuvo más tiem-po aún. Eran los dos —sir Thomas y Edmund— alos que el caso afectaría más tremendamente. Lapaternal solicitud, el alto sentimiento del honor yel decoro de sir Thomas; la rectitud de principios,el carácter confiado y la genuina intensidad de sen-timientos de Edmund, hacían pensar a Fanny queapenas les sería posible conservar la vida y la ra-zón ante semejante ignominia; y le parecía que,por lo que únicamente a este mundo se refiere, elmayor bien para todos los consanguíneos de Ma-ría Rushworth sería una inmediata aniquilación.

Nada acaeció el día siguiente, ni al otro, queamortiguara el horror de Fanny. Dos correos pasa-ron sin traer refutación alguna, pública ni privada.No llegaba una segunda carta de miss Crawfordcon una explicación que desvirtuara el efecto dela anterior; no llegaba noticia alguna de Mansfield,aunque había pasado tiempo suficiente para quesu tía volviera a escribirle. Ello era un mal presa-gio. Fanny apenas conservaba una sombra de espe-ranza que aliviase su espíritu y quedó reducida aun estado de abatimiento, palidez y temblor quea ninguna madre afectuosa, excepto a la señoraPrice, le hubiera pasado inadvertido. Al tercer díapudo oírse en la puerta el aldabonazo de los tor-

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mentos y otra carta fue depositada en sus manos.Llevaba el matasellos de Londres y era de Edmund.

«Querida Fanny: Ya conoces nuestra presente des-gracia. ¡Que Dios te ayude a soportar tu parte! Lleva-mos aquí dos días, pero no hay nada que hacer. Nohemos podido dar con la pista. Puede que no conoz-cas el último golpe: la fuga de Julia. Se ha marchado aEscocia con Yates. Abandonó Londres pocas horasantes de llegar nosotros. En cualquier otro momentoesto nos hubiera parecido espantoso. Ahora nos pa-rece que no es nada; sin embargo, es una grave com-plicación. Mi padre no ha quedado deshecho. No ca-bía esperar más. Todavía es capaz de pensar y hacer;y te escribo, obedeciendo a su deseo, para propo-nerte que vuelvas a casa. Está impaciente porque vuel-vas allí a causa de mi madre. Yo estaré en Portsmoutha la mañana siguiente de recibir tú la presente, y es-pero encontrarte dispuesta para emprender el regre-so a Mansfield. Mi padre desea que invites a Susan paraque te acompañe por unos meses. Arréglalo comogustes; dile lo que consideres oportuno. Estoy segu-ro de que apreciarás esta prueba de cariño en talesmomentos. Haz justicia a su intención, aunque yo meexprese confusamente. Ya puedes imaginar mi esta-do actual. No tiene fin la desgracia que se ha desen-cadenado sobre nosotros. Llegaré temprano, en elcorreo. Tuyo», etc.

Jamás estuvo Fanny tan necesitada de un cor-dial consuelo. Nunca había conocido otro igual alque le brindaba aquella carta. ¡Mañana! ¡AbandonarPortsmouth mañana! Estaba, notaba que estaba, enpeligro de sentirse exquisitamente feliz, cuandotantos eran desgraciados. ¡Un mal que le procura-ba tanto bien! Temía acostumbrarse a ser insensi-ble a él. Marcharse tan pronto, enviada a buscar tanamablemente, reclamada como un consuelo y con

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libertad de llevarse a Susan, era en suma tal com-binación de favores, que inflamó su corazón y, porcierto espacio de tiempo, pareció alejar las penasy hacerla incapaz de compartir propiamente el do-lor, hasta el de aquellos que más tenía en el pen-samiento. La fuga de Julia sólo podía afectarla rela-tivamente poco. Le causó sorpresa y asombro; peroera algo que no podía apoderarse de ella, que nopodía detenerse en su mente. Tuvo que obligarsea reflexionarlo y reconoció que era terrible y cruel;pero con facilidad se distraía en medio de las an-siosas, urgentes, alegres ocupaciones relaciona-das con la cita que ella tenía para el día siguiente.

No hay nada como la actividad, una premiosa,indispensable actividad, para ahuyentar las penas.Una ocupación, aun siendo melancólica, puede disi-par la melancolía; y las ocupaciones de Fanny eranun compendio de ilusión. Tenía tanto que hacerque ni siquiera la horrible historia de María Rush-worth (confirmada ahora como cierta hasta el últi-mo extremo) la impresionaba como al principio. Notenía tiempo para estar triste. Esperaba estar encamino a las veinticuatro horas. Tenía que hablarcon sus padres, preparar a Susan, disponerlo todo.Las cuestiones a resolver se presentaban en inin-terrumpida sucesión; el día contaba apenas consuficientes horas. Por otra parte, la felicidad queella proporcionaba a los demás, felicidad muy pocoensombrecida por la funesta noticia que brevemen-te precedió a la restante información...; el jubilosoconsentimiento del padre y de la madre para queSusan la acompañara...; la general satisfacción queparecía acusarse ante la partida de ambas...; el éxta-

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sis de la propia Susan...: todo contribuía al soste-nimiento de su ánimo.

La aflicción de los Bertram fue poco sentidaen el hogar de sus padres. La señora Price hablóde su pobre hermana por espacio de unos minu-tos, pero la cuestión de cómo encontrar algo don-de meter la ropa de Susan, pues Rebecca había usa-do y destrozado todas las maletas, la preocupabamucho más. En cuanto a Susan, que se veía ines-peradamente complacida en el supremo anhe-lo de su corazón, y que no conocía personalmentea los que habían pecado ni a los que estaban pe-nando, si pudo evitar el constante desbordamien-to de su regocijo, era cuanto podía esperarse dela virtud humana a los catorce...

Como en realidad nada se dejó a la decisiónde la señora Price ni a los buenos oficios de Re-becca, todo se llevó a cabo racional y conveniente-mente, y las dos hermanas quedaron dispuestaspara salir al día siguiente. La ventaja de un largosueño que las preparase para el viaje que iban aemprender, no pudieron tenerla. El primo que via-jaba hacia ellas no podía menos de estar presenteen el espíritu de ambas, lleno el uno de felicidad,moviéndose el otro entre constantes alternativasy una indescriptible turbación.

Hacia las ocho de la mañana estaba Edmund enla casa. Sus primas le oyeron entrar, desde arriba,y Fanny bajó. La idea de que iba a verle enseguida,unida al conocimiento de lo que él debía sufrir,hizo retroceder sus primeros impulsos. ¡Tenerletan cerca, y tan afligido! Apenas podía dominar suemoción cuando entró en la salita. Edmund estabasolo y se dirigió a ella inmediatamente; y Fanny se

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sintió oprimida contra el corazón de su primo mien-tras escuchaba sólo estas palabras, apenas articu-ladas:

—¡Mi Fanny... mi única hermana... mi único con-suelo, ahora!

Ella no pudo decir nada, y tampoco él pudo aña-dir más durante unos minutos.

Edmund se apartó para serenarse, y cuando ha-bló de nuevo, aunque su voz vacilaba todavía, mos-traba en su actitud el deseo de dominarse y la re-solución de evitar toda ulterior alusión.

—¿Has desayunado ya? ¿Cuándo estarás dis-puesta? ¿Viene Susan? —fueron preguntas que sesucedieron rápidamente.

Su mayor deseo era partir cuanto antes. Tra-tándose de Mansfield, el tiempo era precioso; y suestado de ánimo hacía que sólo hallara consueloen el movimiento. Acordaron que avisaría para queel carruaje estuviera en la puerta media hora des-pués. Edmund había desayunado ya y declinó lainvitación de acompañarlas mientras ellas lo hacían.Dijo que daría un paseo por las murallas y volveríaa recogerlas con el coche... Se había marchado denuevo, contento de librarse hasta de Fanny.

Parecía muy enfermo; era evidente que sufríabajo las más violentas emociones, que estaba de-cidido a reprimir. Fanny comprendía que era así,pero era terrible para ella.

Llegó el coche y Edmund entró de nuevo en lacasa inmediatamente, con el tiempo justo para de-dicar unos minutos a la familia y ser testigo (aun-que nada vio) de la tranquilidad con que se sepa-raban las hermanas, y muy a punto para evitar quelas niñas se sentaran a la mesa del desayuno, la

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cual, gracias a una gran e inusitada actividad, esta-ba ya completamente dispuesta cuando Fanny empe-zó a alejarse en el coche.

Que su corazón quedó henchido de gozo y gra-titud al pasar las barreras de Portsmouth, y que enel rostro de Susan campeaban las más amplias son-risas, fácilmente puede concebirse. Sin embargo,como iba sentada delante y la protegía el ala desu sombrero, esas sonrisas no fueron vistas.

Parecía que iba a ser un viaje silencioso. Fannypercibía con frecuencia los profundos suspiros deEdmund. De haberse encontrado a solas con ellale hubiera abierto su corazón, a pesar de todas lasresoluciones; pero la presencia de Susan le conte-nía, y pronto no pudo soportar sus propios inten-tos de hablar sobre temas diversos.

Fanny le observaba con inagotable solicitud; ya veces, al tropezarse sus miradas, renovaba en éluna afectuosa sonrisa que la consolaba. Pero el pri-mer día de viaje transcurrió sin oírle una palabraacerca de los motivos que le deprimían. La maña-na siguiente dio ocasión para algo más. Un mo-mento antes de partir de Oxford, mientras Susan,tras los cristales, observaba con atención concen-trada a una numerosa familia que salía de la fon-da, los otros dos permanecían de pie junto al fue-go; y Edmund, particularmente impresionado porlo desmejorada que aparecía Fanny y atribuyéndo-lo, por ignorar los cotidianos perjuicios sufridosen casa de sus padres, en una proporción excesi-va... atribuyéndolo todo al reciente suceso, tomósu mano y le dijo en voz baja, pero con acento ex-presivo:

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—No me extraña... Tienes que sentirlo... tienesque sufrir. ¡Cómo se concibe que un hombre, des-pués de quererte, pueda abandonarte! Pero el tuyo...tu caso era reciente comparado con... ¡Fanny, con-sidera el mío!

La primera parte del viaje ocupó una larga jorna-da y los había dejado, casi extenuados, en Oxford;pero la segunda terminó mucho más temprano. Mu-cho antes de la hora habitual de la comida esta-ban en los alrededores de Mansfield, y al acercar-se al amado lugar los corazones de las dos her-manas desfallecieron un poco. Fanny empezaba atemer el encuentro con sus tías y con Tom, bajoaquella espantosa humillación; y Susan a sentir conalguna preocupación que sus mejores modales,todos sus conocimientos últimamente adquiridosacerca de las costumbres que imperaban allí, esta-ban a punto de ser puestos a prueba. Ante ella sur-gían visiones de buena y mala crianza, de antiguasvulgaridades y nuevos refinamientos; y mucho me-ditaba sobre tenedores de plata, servilletas y la-vamanos de cristal. Fanny acusaba a cada paso loque había cambiado el campo desde febrero; perocuando penetraron en el parque su percepción ysu placer culminaron en intensidad. Hacía tres me-ses, tres meses completos, que lo había abandona-do, y la diferencia correspondía a la que media en-tre el invierno y el verano. Su mirada descubría portodas partes céspedes y plantíos del verde mástierno; y los árboles, aunque no del todo vestidos,se mostraban en ese delicioso estado en que elperfeccionamiento de la belleza se presiente próxi-mo, y en que, aun cuando es ya mucho lo que seofrece a la vista, queda más todavía para la ima-

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ginación. Su gozo, empero, era sólo para ella. Ed-mund no podía compartirlo. Ella le miraba, pero élse reclinaba en el respaldo, sumido en una tristezamás honda que nunca y con los ojos cerrados,como si le abrumara presenciar la satisfacción dealguien y tuvieran que omitirse las deliciosas pers-pectivas hogareñas.

Esto hizo que Fanny se entristeciera de nuevo;y el conocimiento de lo que allí debía sufrirse re-vestía hasta la misma casa (moderna, aireada y biensituada como estaba) de un aspecto melancólico.

Una de las personas pertenecientes al grupode los que allí penaban les esperaba con una impa-ciencia como nunca había conocido hasta enton-ces. Apenas acababa Fanny de pasar ante los gra-ves criados, cuando lady Bertram, procedente delsalón, salió a su encuentro, no ya con paso indo-lente; y cayendo en sus brazos, dijo:

—¡Fanny, querida! Ahora tendré un consuelo.

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XLVII

LAS TRES personas que, de la familia, había en la casaformaban un grupo realmente triste, creyéndosecada una de ellas más desgraciada que las otrasdos. Sin embargo, tía Norris, por ser la más afectaa María, era en realidad la que más sufría. Maríaera su favorita, la más querida de todos; el casa-miento había sido obra suya, como ella misma cons-tantemente sentía y decía con tanto orgullo en elcorazón, y aquel funesto resultado la dejó prácti-camente anonadada.

Era una criatura transformada, callada, estupe-facta, indiferente a cuanto ocurría. La ventaja dequedarse con su hermana y su sobrino, con todala casa bajo su cuidado, la había desaprovechadopor completo; era incapaz de dirigir o mandar, yhasta de considerarse a sí misma útil para algo. Alacusar una auténtica aflicción, se habían entume-cido todas sus energías activas; y ni lady Bertramni el propio Tom habían recibido de ella la menorayuda o intento de ayuda. No hizo por ellos más

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de lo que cada uno de ellos hiciera por los otrosdos. Todos se habían sentido solitarios, abando-nados, desamparados por igual; y ahora, la llegadade los otros no hacía más que poner de relieve sumayor desventura. Su hermana y su sobrino sintie-ron alivio, pero no lo hubo para ella. Edmund fuecasi tan bien recibido por su hermano como Fannypor tía Bertram. Pero tía Norris, en vez de hallarconsuelo en la presencia de alguno de los dos, sesintió aún más irritada a la vista de la persona aquien, en la ceguera de su cólera, hubiese sidocapaz de acusar de espíritu maligno, culpable dela tragedia. Si Fanny hubiese aceptado a Henry Craw-ford, aquello no hubiera sucedido.

La presencia de Susan era, también, un agravio.Tía Norris no tuvo ánimos para dedicarle más queunas miradas de reprobación, pero la consideróuna espía, una intrusa, una sobrina indigente y todocuanto pudiera haber de más odioso. Su otra tíarecibió a Susan con suave amabilidad. Lady Bertrampudo no dedicarle mucho tiempo ni muchas pala-bras, pero apreciaba que, como hermana de Fanny,tenía unos derechos en Mansfield y se dispuso abesarla y a quererla; y Susan quedó más satisfecha,pues llegaba sabiendo perfectamente que de tíaNorris no podía esperarse sino mal humor; e ibatan bien provista de felicidad, contaba tanto, den-tro de aquella dicha suprema, la suerte de ahorrar-se otros muchos males que tenía por ciertos, quehubiera podido soportar una cantidad de indife-rencia mucho mayor de la que halló en los demás.

La dejaban mucho tiempo sola, dándole oca-sión de familiarizarse con la casa y sus alrededo-res como pudiera, y pasaba sus días felizmente

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haciéndolo así, mientras aquellos que en otro casola hubieran atendido permanecían encerrados uocupados, cada cual con la persona que, por en-tonces, dependía completamente de ellos en todolo que pudiera representar un consuelo: Edmund,tratando de enterrar sus sufrimientos en el esfuer-zo de aliviar los de su hermano; Fanny, consagradaa tía Bertram, volviendo a sus antiguos meneste-res con más que su antiguo celo y pensando quenunca podría hacer bastante por quien tanto pare-cía necesitarla.

Hablar del tremendo caso con Fanny, hablar ylamentarlo, era todo el consuelo de lady Bertram.Escucharla y conllevar sus penas, y brindarle la vozdel cariño y la simpatía en respuesta, era cuantoFanny podía hacer por ella. Intentar consolarla deotro modo era por demás ocioso. El caso no ad-mitía consuelo. Lady Bertram no tenía profundi-dad de pensamiento; pero, guiada por sir Thomas,juzgaba con acertado criterio todos los puntos im-portantes. Veía, por lo tanto, en toda su enormidadlo que había ocurrido; y no quería ella, ni preten-día que Fanny se lo aconsejara, quitarle importan-cia a la culpa y a la infamia.

Sus afecciones no eran agudas ni su espíritutenaz. Pasado algún tiempo, Fanny vio que no se-ría imposible encauzar sus pensamientos hacia otrostemas y resucitar algún interés por sus ocupacio-nes habituales; pero siempre que lady Bertram vol-vía sobre el caso, sólo podía verlo a una luz únicaque le mostraba la pérdida de una hija y un estig-ma imborrable.

Fanny se enteró por ella de todos los detallesque se habían traslucido ya. Su tía no era una na-

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rradora muy regular; pero con la ayuda de algunascartas de y para sir Thomas, más lo que ya sabía ylo que pudo racionalmente conjeturar, pronto es-tuvo en condiciones de comprender cuánto podíadesear respecto de las circunstancias inherentes ala historia.

La joven señora Rushworth había marchado aTwickenham para las fiestas de Pascua, invitadapor una familia con la que había intimado última-mente: una familia animada y placentera y, proba-blemente, de una moral y una discreción a propósi-to, ya que en aquella casa tenía entrada Mr. Craw-ford a todas horas. Que éste se encontraba en lascercanías de la misma localidad, era ya conocidode Fanny. Mr. Rushworth había marchado por en-tonces a Bath, para pasar unos días con su madrey traerla consigo a su regreso a Londres, y Maríaquedó con esos amigos sin cohibición alguna, sinla compañía de Julia siquiera, pues ésta se habíatrasladado dos o tres semanas atrás de WimpoleStreet a casa de unos parientes de sir Thomas; tras-lado que sus padres atribuían ahora a ciertas me-didas de conveniencia relacionadas con Mr. Yates.Muy poco después del regreso de los Rushwortha Wimpole Street, sir Thomas recibió una carta deun viejo e íntimo amigo de Londres, el cual, ha-biendo visto y oído una serie de cosas más quealarmantes por aquel lado, escribía a sir Thomasrecomendándole que se desplazara él mismo a lacapital y, poniendo a contribución su influenciacerca de su hija, acabase con una intimidad que es-taba ya dando lugar a comentarios desagradablesy, evidentemente, intranquilizaba a Mr. Rushworth.

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Sir Thomas se disponía a obrar según la carta,sin comunicar su contenido a nadie en Mansfield,cuando recibió otra, urgente, del mismo amigo, quele revelaba la situación en extremo desesperada aque se había llegado en la cuestión de los jóve-nes. La joven señora Rushworth había abandonadola casa de su esposo; Mr. Rushworth había acudi-do lleno de cólera y aflicción a él (Mr. Harding) enbusca de consejo; Mr. Harding temía que se hubie-ra cometido, al menos, alguna flagrante indiscre-ción. La doncella de la vieja señora Rushworth ame-nazaba de un modo alarmante. Él hacía cuanto es-taba a su alcance para aquietarlo todo, con la es-peranza de que volviese la esposa, pero veía susesfuerzos hasta tal punto contrarrestados en Wim-pole Street por la influencia de la madre de místerRushworth, que eran de temer las peores conse-cuencias.

Esta aterradora información no pudo ocultarsea la familia. Sir Thomas partió y Edmund quisoacompañarle. Los demás quedaron en un estadode calamitosa postración, inferior tan sólo al quesiguió al recibo de las sucesivas cartas de Londres.Todo era ya del dominio público, no había reme-dio. La sirvienta de la señora Rushworth, madre,tenía el escándalo en la mano y, sostenida por suseñora, no iba a callarse. Las dos damas, inclusodentro del corto lapso que estuvieron juntas, nohabían podido congeniar; y el rencor de la suegracontra la nuera podía, acaso, atribuirse tanto a lafalta personal de respeto con que fue tratada, comoa su sentimiento por su hijo.

Como quiera que fuese, no había forma de go-bernarla. Pero, aunque hubiera sido menos obsti-

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nada, o menos influyente en su hijo (el cual siem-pre se dejaba llevar del último que le hablaba, dela persona que podía cogerlo por su cuenta parahacerse con su voluntad), el caso hubiera sido igual-mente desesperado, pues la joven señora Rush-worth no reaparecía y todo llevaba a la conclusiónde que estaba oculta en alguna parte con Mr. Craw-ford, que se había marchado de casa de su tío, comopara un viaje, el mismo día que ella se ausentó dela suya.

Sir Thomas, no obstante, prolongó todavía unpoco su permanencia en Londres, con la esperanzade descubrir su paradero y arrancarla de una conti-nuada inmoralidad, aunque todo se había perdidopor el lado de la reputación.

Fanny podía apenas dejar de pensar en el ac-tual estado de sir Thomas. Sólo uno de sus hijosno constituía a la sazón para él una fuente de aflic-ción. Los males de Tom habían empeorado muchocon la impresión recibida por la conducta de suhermana; y su convalecencia había experimentadoun retroceso tal, que hasta lady Bertram se sorpren-dió ante la marcada diferencia y no dejaba de trans-mitir regularmente sus temores a su marido; y lahuida de Julia, golpe adicional que recibió sir Tho-mas a su llegada a Londres, aunque de momentoquedara amortiguado su efecto, tenía que ser, Fan-ny lo sabía, muy doloroso para él. Veía que lo era.Sus cartas expresaban cuánto lo deploraba. En cual-quier caso hubiera sido desagradable una alianzacon Yates; pero tramarla de aquel modo clandesti-no y elegir aquel momento para consumarla, mos-traba los sentimientos de Julia a una luz que nopodía ser más desfavorable y añadía los más se-

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rios agravantes a la locura de su elección. Sir Tho-mas lo calificaba de mala cosa, hecha de la peormanera y en el momento peor; y aunque Julia fue-ra más perdonable que María, en la misma propor-ción en que la locura lo es más que el vicio, su pa-dre no podía menos de considerar que el paso quehabía dado abría camino a las peores probabilida-des, en el sentido de un fin como el de su herma-na para lo futuro. Tal era su opinión en cuanto a lapendiente por la que ella se había lanzado.

Fanny compadecía de todo corazón a sir Tho-mas. No le quedaba más consuelo que el de Ed-mund. Sus otros hijos tenían que desgarrarle elcorazón. Fanny confiaba que el disgusto que ellamisma le causara, por diferenciarse sus razonamien-tos de los de tía Norris, habría desaparecido ya.Ella quedaba justificada. El propio Mr. Crawford laabsolvía plenamente por su conducta al rechazar-le; pero esto, aunque de capital importancia paraella, poco había de servirle de consuelo a sir Tho-mas. Los disgustos de su tío eran un tormento paraella; pero ¿qué podían su justificación, su gratitudo su cariño hacer por él? Su apoyo no podía estarmás que en Edmund.

Se equivocaba, sin embargo, al suponer que Ed-mund no era también motivo de aflicción para supadre en aquellos momentos. Era una pena de na-turaleza mucho menos aguda que la que le causa-ban los demás; pero sir Thomas consideraba la fe-licidad de su hijo en extremo comprometida porel delito de su hermana y de su amigo, que le obli-gaba a alejarse de la mujer a quien pretendiera conindudable afición y grandes posibilidades de éxi-to, y quien por todos los conceptos, excepto por

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el de tener un hermano tan ruin, hubiera represen-tado una alianza sumamente deseable. Sir Thomasdiose cuenta de lo mucho que Edmund tenía quesufrir por su cuenta, como añadidura a todo lo de-más, cuando estuvieron en Londres; había visto oconjeturado cuáles eran sus sentimientos; y te-niendo motivos para suponer que había tenido lu-gar una entrevista con miss Crawford, la cual sólohabía servido para aumentar las penas de Edmund,puso gran empeño, tanto por ésta como por lasotras razones, en que abandonara la capital y le en-cargó de recoger a Fanny para llevarla a casa, jun-to a su tía, con el propósito de beneficiarle y ali-viarle a él tanto como a los demás. Fanny no esta-ba en el secreto de los sentimientos de su tío,como sir Thomas no estaba en el secreto de la ín-dole de miss Crawford. Si a él le hubieran hechoconfidente de la conversación que ésta sostuvocon su hijo, no hubiera deseado que se casaran,aunque las veinte mil libras de ella fueran cuaren-ta mil.

Para Fanny no había duda de que Edmund que-daba para siempre apartado de miss Crawford; ysin embargo, en tanto no supo que él pensaba lomismo, no le bastó a Fanny su propia convicción.Creía que él pensaba así, pero necesitaba asegu-rarse de ello. De haber querido Edmund hablarleahora con la misma franqueza de antes, que a ve-ces había resultado excesiva para ella, hubiera sidoun gran consuelo. Pero esto, bien lo veía Fanny, nohabía que esperarlo. Le veía raras veces, y nuncasolo; probablemente evitaba encontrarse a solascon ella. ¿Qué podía inferirse de tal actitud? Quesu juicio sometía por entero su privativo e íntimo

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dolor a la parte de amargura que le correspondíaen aquella aflicción familiar; o bien que lo sentíacon demasiada agudeza para hacerlo objeto de lamenor confidencia. Éste debía ser el estado en quese hallaba. Se sometía, pero dentro de unas ago-nías que no admitían palabras. Mucho, mucho ha-bría de esperar hasta que el nombre de Mary vol-viera a salir de sus labios o se renovara aquel in-tercambio confidencial que antes existiera entreellos.

Y muy larga se le hizo la espera a Fanny. Habíanllegado a Mansfield en jueves y no fue hasta eldomingo por la tarde cuando Edmund empezó ahablarle del asunto. Era una lluviosa tarde de do-mingo, momento ideal como no existe otro para,si se tiene a mano a una persona amiga, sentir lanecesidad de abrir el corazón y contarlo todo. Ed-mund estaba sentado junto a ella. Nadie más habíaen la habitación, excepto lady Bertram, que des-pués de escuchar un emotivo sermón había llora-do hasta dormirse... Era imposible no hablar; y así,con sus habituales preámbulos, sin relación ape-nas con lo que iba a decir, y su habitual declara-ción de que si quería escucharle unos minutos,sería muy breve y nunca más volvería a abusar deaquel modo de su amabilidad (Fanny no había detemer una reincidencia: sería un tema rigurosamen-te prohibido), se entregó al lujo de relatar circuns-tancias y sensaciones de primordial interés paraél, a la persona de cuya afectuosa simpatía estabaplenamente convencido.

Fácil es imaginar cómo le escuchaba Fanny, conqué atención y curiosidad, con qué pena y qué gus-to, cómo observaba la alteración de su voz y con

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qué cuidado fijaba los ojos en cualquier parte, me-nos en él. El comienzo fue alarmante. Había visto aMary Crawford. Se le había invitado a verla. Habíarecibido un billete de lady Stornaway rogándole lavisita; e interpretando que ello quería significar laúltima, definitivamente la última entrevista con ellaen nombre de una amistad, y atribuyendo a Marytodos los sentimientos de vergüenza y desventu-ra que la hermana de Crawford hubiera debido co-nocer, a ella había acudido con el ánimo tan pro-penso a la ternura y la adhesión, que Fanny, lleva-da de sus temores, consideró por un momento im-posible que fuera aquella la última entrevista. Peroal avanzar él en su relato se disiparon esos temo-res. Ella le había recibido, dijo Edmund, con un sem-blante serio... sí, realmente serio... y hasta afligido;pero antes de que él fuera capaz de pronunciaruna frase inteligible, ella había ya enfocado el temade un modo que, lo confesaba, le había dejado per-plejo.

«Me enteré de que estaba usted en Londres»,me dijo. «Deseaba verle. Hablemos de este tristeasunto. ¿Hay algo que pueda igualarse a la locurade nuestros dos parientes?» Yo no pude contestar,pero creo que mi actitud habló por mí. Ella se sin-tió censurada. ¡Qué aguda es a veces su sensibili-dad! Entonces, con un aire y un tono más graves,añadió: «No pretendo defender a Henry a costa desu hermana». Así empezó; pero lo que dijo a con-tinuación, Fanny, no se presta... casi no se presta aque te lo repita. No recuerdo todas sus palabras.Ni me detendría en ellas si pudiera recordarlas. Ensubstancia, fueron la expresión de un gran berrin-che por la locura de los fugitivos. Reprochaba a su

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hermano la necedad de dejarse arrastrar por unamujer que siempre le tuvo sin cuidado, de haber-se prestado a lo que le haría perder a la mujer queadoraba; pero censuraba, aún más la insensatez deMaría por haber sacrificado su magnífica posición,sumergiéndose en un mundo de dificultades, conla ilusión de ser realmente amada por un hombreque ya mucho antes le había mostrado su indife-rencia. Figúrate cuál no sería mi impresión. Oír ala mujer a quien... ¡Calificarlo de locura nada más!¡Examinarlo todo con aquella complacencia, contanta ligereza, con tanta frialdad! ¡Nada de repug-nancia, ni horror, ni femineidad! ¿He de decir, aca-so, sin púdica aversión? Esto es lo que el mundoconsigue. ¿Pues dónde, Fanny, encontraríamos unamujer mejor dotada por la naturaleza? ¡Estropea-da, echada a perder!

Después de una breve reflexión, prosiguió conuna especie de calma desesperada.

—Te lo contaré todo y habré terminado parasiempre. Mary lo veía sólo como una locura, y unalocura infamada sólo por el escándalo. La falta deuna elemental discreción, de precaución; que élfuera a Richmond para todo el tiempo que ella es-tuvo en Twickenham; que ella pusiera su fama enmanos de una sirvienta... En una palabra, era el des-cubrimiento... ¡Oh, Fanny! ¡Era la falta de reserva, nola misma falta, lo que ella censuraba! Era la impru-dencia, que había llevado las cosas a un extremo,obligando a su hermano a abandonar sus proyec-tos más queridos para huir con ella.

Hizo una pausa.—¿Y qué —preguntó Fanny, creyéndose obliga-

da a expresar algo—, qué pudiste tú decir?

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—Nada, nada que resultara comprensible. Esta-ba como atontado. Ella continuó; empezó a hablarde ti... sí, entonces empezó a hablar de ti, lamen-tando, lo mejor que pudo, la pérdida de semejan-te... Sobre esto habló con mucho discernimiento.Pero es que a ti siempre te hizo justicia. «Henryse ha perdido una mujer», dijo, «como nunca vol-verá a encontrarla. Ella le habría sujetado; ella lehubiera hecho feliz para siempre». Fanny amadísima,espero que te cause más placer que dolor esta mira-da retrospectiva a lo que pudo haber sido... peroque ya jamás podrá ser. ¿No deseas que me calle?Si lo deseas, dímelo con una palabra, con una mi-rada, y habré terminado.

No hubo palabra ni mirada.—¡Alabado sea Dios! —suspiró Edmund—. To-

dos deseábamos averiguarlo, pero parece habersido un misericordioso designio de la Providenciaque el corazón que nunca conoció el engaño notenga que sufrir. Mary habló de ti con gran elogioy cálido afecto; sin embargo, aún en esto hubo unresabio... un rasgo de concesión al mal. Pues enmedio de sus encomios, se atrevió a exclamar: «¿Porqué no había de aceptarle? Ella tiene toda la culpa.¡La muy boba! Nunca se lo perdonaré. Si le hubieraaceptado, como debía, ahora estarían a punto decasarse, y Henry sería demasiado feliz y estaríademasiado atareado para desear otras cosas. Nose hubiera tomado la molestia de ponerse nueva-mente en tratos con la joven señora Rushworth.Todo hubiera terminado en un flirteo normal, es-tancado, en encuentros anuales en Sotherton y enEveringham». ¿Hubieras tú podido creer esto deella? Pero el encanto está roto. He abierto los ojos.

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—¡Es cruel! —dijo Fanny—. ¡Muy cruel! ¡En ta-les momentos permitirse bromear, hablar con lige-reza! ¡Y contigo! ¡Es una perfecta crueldad!

—¿Crueldad, dices? En esto discrepamos. No,su naturaleza no es cruel. No considero que sepropusiera herir mis sentimientos. El mal yace másadentro..., en su total ignorancia, en no tener si-quiera sospecha de tales sentimientos, en una per-versión de la mentalidad que hace que para ellasea natural tratar el caso como lo hizo. Habló, nimás ni menos, como de costumbre ha oído siem-pre hablar a los otros, como se imagina que habla-ría cualquiera. Sus defectos no son de fondo. Ellano querría por gusto afligir a nadie innecesaria-mente; y aunque acaso me engañe, no puedo me-nos que pensar que, por mí, por mis sentimientos,ella hubiera... Sus defectos hay que achacarlos afalta de principios, Fanny; a un embotamiento dela sensibilidad y a una mente corrompida, inficiona-da. Tal vez sea mejor para mí, ya que poco puedolamentar el haberla perdido. No es así, empero. Congusto me sometería al dolor más completo que pu-diera representar su pérdida, antes de tener quepensar de ella como pienso. Así se lo dije.

—¿Se lo dijiste?—Sí, esto fue lo que le dije al marcharme.—¿Cuánto tiempo estuvisteis hablando?—Veinticinco minutos. Sí, ella dijo a continua-

ción que todo lo que ahora se podía hacer era arre-glar un casamiento entre los dos. Hablaba de ello,Fanny, con una voz más firme de la que a mí mepuede salir.

Edmund se vio obligado a interrumpirse másde una vez en el curso de su relato.

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«Debemos convencer a Henry para que se casecon ella», me dijo; «cosa que, teniendo en cuentasu honor, más su propia certeza de que para siem-pre se ha quedado sin Fanny, no desespero de quese consiga. De Fanny tiene que prescindir. No creoque, ni siquiera él, pueda aspirar ahora a que lesonría el éxito con una muchacha del temple deFanny Price; y, por lo tanto, creo que no habremosde tropezar con ninguna dificultad insuperable. Miinfluencia, que no es poca, se empleará toda en talsentido; y una vez casados y convenientementeapoyada por su misma familia, que es gente res-petable, podrá recobrar su puesto en la sociedad,hasta cierto punto. En determinados círculos, yalo sabemos, nunca será admitida; pero dando bue-nos convites y grandes fiestas, no serán pocos losque se sientan satisfechos de tratarse con ella. Yhoy en día hay sin duda más liberalidad y candorpara estas cosas que en otros tiempos. Lo que yoaconsejo es que su padre se mantenga quieto. Nodeje usted que vaya a perjudicar su propia causacon injerencias. Convénzale de que lo mejor quepuede hacer es dejar que las cosas sigan su cur-so. Si mediante sus esfuerzos oficiosos induce aMaría a que deje a mi hermano, habrá muchas me-nos probabilidades de que Henry se case con ellaque si permanece a su lado. Yo sé cómo se le pue-de influir. Que tenga sir Thomas confianza en suhonor y compasión, y todo acabará bien; pero sise lleva a su hija, nos destruirá el mejor asidero.»

Después de repetir estas palabras de Mary, que-dó Edmund tan abatido que Fanny, contemplándo-le con silenciosa pero tierna compasión, casi la-

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mentó que se hubiera tocado aquel tema. Tardóbastante Edmund en poder continuar. Al fin dijo:

—Ahora, Fanny, pronto habré terminado. Te herepetido en substancia todo lo que ella me dijo.En cuanto me fue posible hablar, le repliqué queno había supuesto posible, dado mi estado de áni-mo al entrar en aquella casa, que pudiera ocurriralgo capaz de hacerme sufrir todavía más, pero queella se había encargado de abrirme una herida máshonda mediante cada una de sus frases; que, auncuando a lo largo de nuestro trato había yo acusa-do a menudo cierta divergencia en nuestras opi-niones, así como en alguna apreciación momentá-nea, nunca había llegado mi imaginación a conce-bir que la discrepancia pudiera ser tan enorme comoahora acababa ella de demostrar; que su modo detratar el horrendo crimen cometido por su herma-no y mi hermana (en cuál de los dos estaba la ma-yor perversión no pretendía yo decirlo)..., su modode hablar del crimen en sí, aplicándole todos losreproches menos el justo; considerando sus ma-las consecuencias sólo en el sentido de que ha-brían de ser afrontadas o arrostradas con un de-safío a la decencia y con impúdico descaro; y porúltimo, y sobre todo, recomendándonos una com-plicidad, un compromiso, una aquiescencia para lacontinuidad del pecado, en prenda a la eventuali-dad de un casamiento que, pensando como ahorapienso de su hermano, más bien debería impedirseque buscarse... Todo esto me convenció, muy do-lorosamente, de que nunca la había comprendidohasta entonces, y de que, en lo que atañe al espí-ritu, había sido en la mujer creada por mi imagina-ción, no en miss Crawford, en quien yo había sido

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capaz de soñar durante tantos meses. Le dije que,acaso, fuera para mí mejor así: había menos moti-vos que lamentar en el sacrificio de una amistad,unos sentimientos, unas ilusiones que, de todosmodos, hubiera tenido que arrancar ahora de mialma; y que, no obstante, debía y quería confesar-le que, de haber podido devolverla al lugar quesiempre había ocupado en mi imaginación, lo hu-biese preferido, con el consiguiente aumento demi dolor por la separación, porque así me habríaquedado el derecho a una ternura y una estima-ción por ella. He aquí lo que le dije, el extracto demi réplica; pero, como supondrás, no fue con lacalma y la mesura con que te lo he repetido. Ellaquedó asombrada, enormemente asombrada... másque asombrada. Vi cómo cambiaba su semblante.Se puso intensamente colorada. Creí ver una mez-cla de sentimientos diversos: una fuerte, aunquebreve lucha, medio deseo de rendirse a la verdad,medio sentido de la vergüenza. Pero el hábito... elhábito se impuso. De haber podido, se hubiera echa-do a reír. Fue una especie de risa su contestación:«Estupendo discurso, a fe mía. ¿Es un fragmentode su último sermón? A este paso pronto habráconvertido a todo el mundo en Mansfield y enThornton Lacey; y cuando vuelva a saber algo deusted, será porque se le cite como famoso predica-dor en alguna importante sociedad de metodistaso como misionero en tierras extrañas». Mary inten-taba hablar con despreocupación, pero no estabatan despreocupada como quería dar a entender.Yo sólo le dije en respuesta que, desde el fondode mi corazón, le deseaba felicidad y esperaba for-malmente que pronto aprendiera a pensar con más

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rectitud, y que no tuviera que deber el conoci-miento más preciado que se puede adquirir (el co-nocimiento de nosotros mismos y de nuestro de-ber) a las lecciones del sufrimiento; e inmediata-mente salí de la habitación. Me había alejado unospasos, Fanny, cuando oí que la puerta se abría de-trás de mí. «Mr. Bertram», dijo Mary. Me di vuelta.«Mr. Bertram», repitió, con una sonrisa; pero era unasonrisa que no casaba con la conversación que aca-bábamos de sostener... Una sonrisa atrevida, jugue-tona, que parecía invitar para subyugarme; al me-nos así me pareció. Resistí; el impulso del momen-to me llevó a resistir... y seguí adelante. Desdeentonces me he arrepentido algunas veces, por uninstante, de no haber vuelto atrás; pero sé que hicebien. ¡Y éste fue el fin de nuestras relaciones! ¡Yqué clase de relaciones han sido! ¡Cómo me dejéengañar! ¡Tanto me engañé en el hermano comoen la hermana! Te agradezco la paciencia, Fanny.Éste ha sido el mejor alivio para mí. Y ahora, se aca-bó esta conversación.

Y tanto creía Fanny en sus palabras, que por es-pacio de cinco minutos estuvo convencida de que,en efecto, se había terminado. Después, sin em-bargo, volvieron los comentarios sobre lo mismo,o algo parecido; y fue preciso, nada menos, quelady Bertram se desvelara por completo para quede verdad se pusiera término a aquella conversa-ción. Mientras esto no sucedió, continuaron ha-blando de Mary Crawford tan sólo, del gran afectoque le tenía a él, de los encantos que le había pres-tado la naturaleza, de lo excelente que hubierasido de haber caído a tiempo en buenas manos. Fan-ny, que ahora tenía libertad para hablar con fran-

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queza, consideró más que justificado añadir, a finde que él conociera el auténtico carácter de Mary,alguna insinuación sobre la influencia que el esta-do de salud de Tom podía suponerse que tendríaen ella para que deseara una completa reconcilia-ción. No era ésta una indirecta agradable. La hu-mana condición se resistió bastante a admitir talposibilidad. Hubiera sido mucho más grato supo-nerla más desinteresada en su afecto; pero la va-nidad de Edmund no era tan recia como para lu-char largo rato contra la razón. Se resignó a creerque la enfermedad de Tom había influido en ella,reservándose tan sólo el consolador pensamientode que, considerando la fuerte oposición ejercidapor unos hábitos contrarios, su afecto por él habíasido en realidad mayor del que podía esperarse, ypor él, precisamente, había estado más cerca deobrar bien. Fanny pensaba exactamente lo mismo;y ambos estuvieron igualmente de acuerdo en cuan-to al perdurable efecto, la indeleble impresión quesemejante desengaño había de producir en el es-píritu de Edmund. Sin duda el tiempo mitigaríaun tanto sus sufrimientos, pero no dejaba de serun caso del cual nunca llegaría a consolarse porcompleto; y en cuanto a encontrar un día otra mu-jer que lograra..., era algo que no podía mencionar-se, en absoluto, sino con indignación. La amistadde Fanny era su único refugio.

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XLVIII

QUE SE espacien otras plumas en la descripción deinfamias y desventuras. La mía abandona en cuantopuede esos odiosos temas, impaciente por devol-ver a todos aquellos que no estén en gran falta undiscreto bienestar, y por terminar con todos losdemás.

Mi Fanny, por supuesto, tengo la satisfacciónde poder afirmar que por entonces había de sen-tirse feliz, a pesar de todo. Tenía que ser una cria-tura dichosa a pesar de lo que sufriera, o creyesesufrir, por la aflicción de los que la rodeaban. Po-seía manantiales de gozo que imponían su curso.Había vuelto a Mansfield Park, era útil, era querida,estaba a salvo de Mr. Crawford; y cuando regresósir Thomas, de él recibió cuantas pruebas podíadarle, dentro del melancólico estado de ánimo enque se hallaba, de su perfecta aprobación y cre-ciente consideración; y con lo feliz que todo estotenía que hacerla, aun sin nada de ello hubiera sido

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feliz, porque Edmund no era ya la incauta víctimade miss Crawford.

Cierto es que el propio Edmund estaba muy le-jos de sentirse feliz. Sufría a causa del desengañoy la añoranza, doliéndose de que las cosas fueranasí y suspirando porque fueran como no podríanser jamás. Fanny lo comprendía, y le pesaba; peroera un pesar tan fundado en la satisfacción, contal tendencia a una paz espiritual y tan en armoníacon las más gratas sensaciones, que no pocos sehubieran considerado dichosos de poder cambiarpor él sus mayores alegrías.

Sir Thomas, pobre sir Thomas... Era padre, y, cons-ciente de los errores de su propia conducta comopadre, era a quien más se le alargaría el sufrimien-to. Comprendía que no hubiera debido autorizaraquella boda; que los sentimientos de su hija leeran bastante conocidos para incurrir en culpa alautorizarla; que al hacerlo había sacrificado la rec-titud a la conveniencia y se había dejado gobernarpor móviles egoístas y mundanos prejuicios. Eranéstas reflexiones que requerían algún tiempo parasuavizarse; pero el tiempo lo consigue casi todo.Y aunque poco consuelo podría recibir del ladode María Rushworth para el disgusto que le habíacausado, había de hallar en sus otros hijos un con-suelo mayor de lo que jamás supusiera. El casa-miento de Julia se convirtió en algo menos deses-perado de lo que él había considerado al princi-pio. Ella se humilló, con el deseo de ser perdona-da; y Mr. Yates, anhelando realmente verse acogi-do en el seno de la familia, se mostró dispuesto arespetarle y dejarse guiar por él. No era un perso-naje muy sólido, pero había esperanza de que se

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volviera menos vano..., de que resultara al menostolerablemente doméstico y manso; y de todosmodos fue consolador el descubrimiento de quesus bienes eran bastantes más y sus deudas mu-chas menos de lo que se temiera, y el hecho deque le tratase y consultase como al amigo más dig-no de confianza. También hallaba consuelo en suhijo Tom, que iba recuperando gradualmente la sa-lud sin recobrar la despreocupación y el egoísmode sus pasadas costumbres. Había mejorado mu-chísimo gracias a su enfermedad. Había sufridoy aprendido a pensar: dos ventajas que antes nun-ca conociera; y como el reproche de que se hicie-ra objeto a sí mismo lo provocara el deplorablesuceso de Wimpole Street, del cual se considera-ba cómplice por las peligrosas intimidades a quehabía dado lugar con su injustificable teatro case-ro, produjo en su espíritu una impresión que, con-tando él veintiséis años y no estando falto de buensentido ni buenas compañías, hubo de ser dura-ble en sus beneficiosos efectos. Se convirtió en loque debía ser: útil a su padre, formal y sensato, ydejó de vivir simplemente para sí.

Esto era realmente consolador. Y tan prontocomo sir Thomas pudo confiar en tales motivosde optimismo, empezó Edmund a contribuir a latranquilidad de su padre mejorando en el únicoaspecto en que, también él, le había causado pesar:mejorando su estado de ánimo. Después de pasar-se el verano paseando por aquellos alrededores ysentándose a la sombra de los árboles en compa-ñía de Fanny, hasta tal punto había conseguido consus razonamientos infundir resignación a su es-

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píritu, que volvió a ser un Edmund más que pasable-mente jovial.

Éstas eran las circunstancias y las esperanzasque iban contribuyendo paulatinamente al aliviode sir Thomas, amortiguando su pena por lo perdi-do y reconciliándole en parte consigo mismo; aun-que la zozobra que le producía la convicción desus propios errores en la educación de sus hijasno podría nunca anularla por completo.

Demasiado tarde se daba cuenta de cuán desfa-vorable tiene que ser para la formación de la juven-tud el trato sumamente contradictorio que Maríay Julia habían siempre conocido en casa, dondelos excesivos halagos e indulgencias de su tía ha-bían contrastado de continuo con la severidad desu padre. Ahora veía lo equivocado que estuvo alesperar que los errores de tía Norris podría élcontrarrestarlos haciendo todo lo contrario; clara-mente veía que no había hecho más que aumentarel mal, al acostumbrar a sus hijas a reprimirse ensu presencia, de modo que nunca pudo saber cómoeran en realidad, mandándolas para todo lo quefueran indulgencias a la persona que sólo habíapodido atraérselas por la ceguera de su pasión ycon sus excesivos elogios.

En esto había obrado con lamentable desacier-to; pero, a pesar de todo, sir Thomas empezaba aconsiderar que no fue éste el mayor error en suplan educativo. Era indudable que se había pres-cindido de algo esencial, pues de lo contrario eltiempo se hubiera encargado de anular las malasconsecuencias de aquel aspecto. Temía que se hu-bieran descuidado unos principios, unos princi-pios básicos... que nunca se les hubiera enseñado

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debidamente a sus hijas a dominar las inclinacio-nes e impulsos de sus temperamentos, medianteese sentido del deber que por sí solo puede bas-tar. Se las instruyó en la teoría de la religión, perosin acostumbrarlas a practicarla en la vida cotidia-na. El distinguirse por su elegancia y educación(legítimo anhelo de su juventud), no pudo ejerceren ellas una influencia útil en aquel sentido, unefecto moral en su espíritu. Quiso que fueran bue-nas, pero sus cuidados se habían dirigido a la in-teligencia y a los modales, no a las inclinaciones;y en cuanto a humildad y abnegación, temía quenunca hubiesen escuchado de unos labios que esasvirtudes pudieran servirles de algo.

Con amargura deploraba una deficiencia quecasi no comprendía cómo había sido posible. Tris-temente reconocía que, a pesar de lo mucho quele había costado y preocupado darles una educa-ción completa y cara, había educado a sus hijas sinque supieran nada de sus deberes esenciales, ysin que él conociera sus respectivos caracteres ytemperamentos.

El arrebatado espíritu y las fuertes pasionesde María, en especial, era algo que sólo llegó aconocer a través de sus tristes efectos. No hubomanera de persuadirla para que dejara a Mr. Craw-ford. Esperaba casarse con él, y juntos continuaronhasta que hubo de convencerse de que era vanasu esperanza, y hasta que el desengaño y el infor-tunio, consecuencia de esta convicción, la pusie-ron de un humor tan pésimo y le hicieron sentirpor él algo tan parecido al aborrecimiento, que porun tiempo fueron ellos mismos su mutuo castigo,hasta producirse una voluntaria separación.

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María, al vivir con Henry, sólo había consegui-do que éste le reprochara el haber arruinado sufelicidad con Fanny; y al dejarle no se llevó másconsuelo que el de haberlos separado. ¿Qué mise-ria podría superar a la de semejante espíritu enuna situación semejante?

Mr. Rushworth no tuvo inconveniente en facili-tar un divorcio; y así terminó un matrimonio cuyascircunstancias, ya al contraerse, hacían prever queun final más venturoso sólo podría ser efecto dela buena suerte, no de la lógica. María le había des-preciado y amaba a otro; y él se daba perfecta cuen-ta de que era así. Las indignidades de la estupidezy los desengaños de una pasión egoísta no pue-den inspirar mucha piedad. El castigo sucedió asu conducta, como un castigo más grave sucedióal más grave delito de su esposa. Rushworth que-dó desligado del compromiso, para sentirse mortifi-cado e infeliz hasta que otra linda damisela pudie-ra atraerlo de nuevo al matrimonio, predisponién-dole a un segundo ensayo más afortunado, era deesperar, que el primero; si habían de engañarle, quele engañaran al menos con buen humor y buenasuerte. Pero María tuvo que recluirse con senti-mientos mucho más graves en un retiro obligadopor el reproche de la sociedad, que no podría darlugar a una segunda primavera para sus ilusionesni su condición.

Dónde habría que colocarla fue tema de las mástristes y graves consultas. Tía Norris, cuyo afectoparecía aumentar con los desméritos de su sobri-na, hubiese querido verla acogida en el hogar, apo-yada por todos. Sir Thomas no quería oír hablar deello; y el enojo de tía Norris contra Fanny fue tan-

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to mayor, por considerar que el motivo estaba enque ella residía allí. Se empeñaba en atribuir losescrúpulos de su cuñado a la presencia de Fanny,aunque sir Thomas le aseguró con toda solemni-dad que, de no haber existido allí jovencita algu-na, ni otra gente joven de uno u otro sexo bajo sututela, que pudiera correr un peligro con la com-pañía o verse perjudicada por la índole de María,en ningún caso hubiera él inferido a la vecindadun insulto tan mayúsculo como el de suponer quele mirarían la cara a su hija. Como tal, como hija(esperaba que hija penitente), habría de protegerla,de procurarle todo bienestar y alentarla con todoslos estímulos a obrar bien, dentro de lo que per-mitían sus posiciones relativas; pero no podía irmás lejos que eso. María había destruido su pro-pia reputación, y él no quería, con un vano intentode restablecer lo que jamás podría restablecerse,prestarse a sancionar el vicio o, buscando amino-rar sus calamidades, ser en todo caso cómplice deque se arrastrase a la familia de otro hombre alinfortunio que él mismo había conocido.

La cosa acabó en la resolución de tía Norris deabandonar Mansfield para consagrarse a su des-venturada María, y en disponer para las dos una resi-dencia en otro paraje, remoto y escondido, donde,encerradas juntas y casi sin mas compañía, sin afec-to por un lado y sin juicio por el otro, puede razo-nablemente suponerse que sus respectivos carac-teres acabaron por ser su mutuo castigo. El trasla-do de tía Norris a otra parte fue el gran consuelocomplementario en la vida de sir Thomas. La opi-nión que de ella tenía había ido perdiendo alturadesde su regreso de Antigua. En todos los tratos

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que había tenido con ella desde entonces, en sucotidiano intercambio de ideas, en cuestiones deimportancia o en la simple conversación, había ellaido perdiendo terreno, con regularidad, en su esti-mación, convenciéndole de que, o el paso del tiem-po la había favorecido muy poco, o él había valo-rado en demasía su buen juicio y soportado sucarácter con asombrosa paciencia. Llegó a consti-tuir para él una constante rémora, tanto más enfa-dosa por cuanto parecía no haber posibilidad deque cesara sino con la vida; le parecía una partede sí mismo que habría de soportar para siempre.Verse libre de ella era, por lo tanto, una felicidadtan grande que, de no haber dejado tras de sí mo-tivos de amarga recordación, hubiera podido sur-gir el peligro de qué sir Thomas se sintiera tenta-do casi a celebrar un mal que le procuraba seme-jante bien.

Nadie la echó de menos en Mansfield. Nuncafue capaz de conquistarse siquiera el afecto delos que más quería; y desde la fuga de María sehabía agriado tanto su carácter que su presenciaera un tormento para todos. Ni siquiera Fanny tuvolágrimas para tía Norris..., ni siquiera cuando par-tió para siempre.

Si Julia escapó del desastre mejor que María,fue debido, hasta cierto punto, a una favorable di-ferencia de índole y circunstancias, pero muchomás a que no fue tanto la mimada de aquella mis-ma tía, a que fue menos adulada y maleada por ella.Su belleza y merecimientos se mantuvieron siem-pre en segundo término. De siempre se había acos-tumbrado a considerarse a sí misma un poco infe-rior a María. Su carácter era por naturaleza más sua-

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ve que el de su hermana; sus sentimientos, aun-que vivos, eran más gobernables; y la educaciónrecibida no le había conferido a ella un grado tanpernicioso de engreimiento.

Esto había hecho que soportara tanto mejor eldesengaño de Henry Crawford. Pasada la primeraamargura que le produjo la convicción de que eradesdeñada, consiguió relativamente pronto estaren condiciones de no pensar más en él; y cuandoel trato se renovó en Londres, y la frecuentaciónde la casa de Mr. Rushworth se convirtió en obje-tivo de Mr. Crawford, ella tuvo el acierto de salir-se de allí y elegir aquel momento para dedicar unosdías a sus otros amigos de la capital, a fin de guar-darse contra el peligro de sentirse de nuevo exce-sivamente atraída. Éste fue el motivo de su trasla-do a casa de sus primos. La conveniencia de Mr.Yates nada tuvo que ver con ello. Julia había acep-tado sus atenciones durante algún tiempo, peroestaba muy lejos de pensar en aceptarle algún día;y de no haberse producido el estallido que provo-có la conducta de su hermana, lo que aumentó sutemor al padre y al hogar, pues imaginó que antelo ocurrido se ejercería sobre ella una mayor se-veridad y sujeción, y le hizo tomar la precipitadadecisión de escapar a tales horrores a todo ries-go, es probable que Mr. Yates nunca hubiera con-seguido su propósito. No se había fugado llevadade sentimientos peores que los de una alarma egoís-ta. Le pareció que era lo único que podía hacer. Eldelito de María había dado lugar al desatino deJulia.

Henry Crawford, estropeado por una emancipa-ción prematura y malos ejemplos domésticos, abu-

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só demasiado tiempo de los frívolos caprichos deuna vanidad atroz. Una vez, su misma vanidad lehabía puesto, por una coyuntura imprevista e in-merecida, en el camino de la felicidad. De haberseconformado con la conquista del cariño de aque-lla tierna doncella, de haber puesto el suficienteentusiasmo para vencer la resistencia, para ganarsecon su proceder la estimación y la ternura de Fan-ny Price, hubiera tenido de su parte todas las pro-babilidades de éxito y felicidad. Su afecto habíaya conseguido algo. La influencia de ella sobre élle había ya dado a él alguna influencia sobre ella.De haber merecido más, no cabe la menor dudaque más hubiera obtenido, en especial una vez ce-lebrado aquel matrimonio que había de represen-tar para él una gran ayuda, al comprender Fannyque debía sojuzgar su primera inclinación, y al dar-le ocasión de verla muy a menudo. De haber per-severado, y noblemente, Fanny hubiera sido su re-compensa, una recompensa que se le hubiera ofre-cido muy voluntariosamente, dentro de un pruden-te plazo a partir del casamiento de Edmund conMary. De haber obrado como se proponía, y comosabía que era su deber, marchando para Everinghama su regreso de Portsmouth, hubiera decidido lafelicidad de su destino. Pero se le hizo presiónpara que se quedase, para que asistiera a la fiestade la señora Fraser; se quedó por el halago a suvanidad, y porque allí se encontraría con la jovenseñora Rushworth. Curiosidad y vanidad se dieroncita, y la tentación del placer inmediato fue dema-siado fuerte para un espíritu no acostumbrado asacrificar nada al deber. Decidió aplazar su viaje aNorfolk, resolvió que una carta serviría para el caso,

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o que el caso carecía en sí de importancia, y se que-dó. Vio a la hermosa señora Rushworth, fue recibi-do por ella con una frialdad que hubiera debidoparecerle repulsiva y establecer para siempre unaaparente indiferencia entre los dos; pero se sintiómortificado, no pudo soportar eso de verse recha-zado por la mujer cuyas sonrisas habían estadotan por completo rendidas a sus órdenes; debíaesforzarse en dominar tan orgullosa exhibición deresentimiento; no era más que enojo a causa deFanny; tenía que sacar ventaja de ello y hacer de laseñora Rushworth otra vez aquella María Bertram,en cuanto al modo de tratarle.

Con este espíritu inició el ataque, y con opti-mista perseverancia pronto hubo restablecido laespecie de trato familiar, de galantería, de flirteo,que era a lo que se limitaba su propósito; pero altriunfar sobre la discreción que, aun fundada enla cólera, hubiese podido salvarles a los dos, que-dó sometido a la fuerza de unos sentimientos másimpetuosos en ella de lo que había supuesto. Ma-ría le amaba: sin rebozo ponía de manifiesto quelas atenciones que él le dedicaba tendiendo a re-tractarse, no la satisfacían. Él quedó aprisionadoen las redes de su propia vanidad, sirviendo deexcusa el amor tan poco como imaginarse pueda,y sin la menor inconstancia de pensamiento res-pecto a Fanny. Ocultar a ésta y a los Bertram lo queocurría fue su principal objeto. El secreto no po-día ser más importante para la fama de María de loque él lo consideraba para la suya propia. A su re-greso de Richmond, le hubiera gustado no ver yamás a la señora Rushworth. Todo lo que siguiófue el resultado de la imprudencia de ella; y si con

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ella huyó al fin, fue porque no pudo evitarlo, sus-pirando por Fanny, hasta en aquel momento, perosuspirando por ella mucho más cuando todo el es-cándalo de la intriga se hubo acallado, habiéndolebastado unos pocos meses para aprender, por lafuerza del contraste, a valorar todavía más alto sudulzura de carácter, pureza de pensamiento y ex-celencia de principios.

La condenación, la pública condenación de unafalta, aunque afectase en una justa medida tam-bién a «él», no es, ya lo sabemos, una de las pro-tecciones que la sociedad procura a la virtud. Loscastigos de este mundo son menos eficientes delo que pudiera desearse; pero aun prescindiendode que más tarde fuera llamado a un juicio mássevero, muy bien podemos suponer que, tratándo-se de un hombre de la sensibilidad de Henry Craw-ford, éste iba haciendo acopio de buenas provisio-nes de desazón y pesar, desazón que a veces ha-bría de llevarle a reprocharse su propia conducta,pesar que a menudo se convertiría en desespera-ción, por haber correspondido en aquella forma ala hospitalidad, destruido la paz familiar, perdidosu mejor, más digno y querido círculo de amista-des, y haberse jugado de aquel modo el cariño dela mujer que había amado, no sin razón, tan since-ra como apasionadamente.

Después de lo pasado, tan propio para lastimare indisponer a las dos familias, la continuación delos Betram y los Grant en tan estrecha vecindadhubiera sido algo en extremo violento; pero la au-sencia de los últimos, prolongada adrede duranteunos meses, se resolvió muy felizmente con la ne-cesidad o, al menos, la posibilidad de un traslado

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definitivo. Mr. Grant, gracias a una recomendaciónsobre cuya eficacia había casi dejado de hacerseilusiones, logró una canonjía en Westminster, locual, al proporcionar la ocasión de abandonar Mans-field, una excusa para residir en Londres y un au-mento de ingresos para hacer frente a los gastosdel cambio, fue tan bien acogido por los que seiban como por los que se quedaban.

La señora Grant, que había nacido para querery sentirse querida, hubo de alejarse con cierta nos-talgia del escenario y las personas a que estabaacostumbrada; pero esa misma disposición feliztenía que proporcionarle, en cualquier parte y encualquier medio de relación plurales motivos degozo y esparcimiento; y otra vez tendría una casaque poder ofrecer a Mary. Mary se había ya cansa-do bastante de sus amigos, de vanidades, ambicio-nes, amor y desengaños en el transcurso del últi-mo medio año, para sentir ahora la necesidad delverdadero cariño que hallaría en el corazón de suhermana, y de la serena tranquilidad de sus cos-tumbres. Vivieron juntas; y cuando el doctor Grantfue llevado a una apoplejía y a la muerte por la im-plantación de tres comidas extraordinarias a la se-mana, ellas continuaron viviendo en común; por-que Mary, aunque perfectamente resuelta a no ena-morarse nunca más de un segundón, tardaba enhallar entre los partidos más convincentes o entrelos vanos presuntos herederos que estaban a lasórdenes de su belleza y de sus veinte mil librasalguno que pudiera satisfacer el mejor gusto queella había adquirido en Mansfield, alguno cuyo ca-rácter y hábitos pudieran justificar la esperanzade una felicidad doméstica como la que allí había

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aprendido a amar, o que consiguiera quitarle sufi-cientemente a Edmund de la cabeza.

Edmund la aventajaba mucho a este respecto.No tuvo que esperar y desear, huérfano de afec-tos, un objeto digno de substituirla a ella en sucorazón. Apenas dejó de suspirar por Mary Craw-ford y de expresar a Fanny lo imposible que erapara él volver a encontrar una mujer como aquella,empezó ya a preguntarse si un tipo muy distintode mujer no podría convenirle tanto, o acaso mu-cho más; si la propia Fanny no estaba convirtién-dose en algo tan querido, tan importante para él,en todas sus sonrisas y en todos sus aspectos,como antes lo fuera Mary Crawford; y si no habríade ser posible lanzarse a la esperanzada empresade persuadirla de que el profundo y fraternal afec-to que sentía por él sería base suficiente sobre laque cimentar su amor de esposa.

A propósito me abstengo de citar fechas en estaocasión, dejando a cada cual en libertad de fijar-las a su gusto, convencida de que la cura de pa-siones irremediables y la transferencia de insusti-tuibles amores tienen que variar mucho, en cuantoa tiempo, según las personas. Únicamente ruegoque todo el mundo crea que exactamente en elmomento en que fue muy natural que así ocurriera,y no una semana antes, Edmund dejó de pensar enMary y se sintió tan impaciente por casarse conFanny como la propia Fanny pudiera desear.

Con la estimación que, ciertamente, de tantotiempo le tenía, una estimación fundada en los máscaros merecimientos de la inocencia y el desam-paro, y completada por todos los incentivos de unacreciente perfección, ¿podía haber algo más natu-

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ral que el cambio en él operado? Amándola, guián-dola, protegiéndola como siempre hiciera desdecuando ella contaba diez años; habiendo en tanimportante proporción contribuido a una forma-ción de su espíritu con sus desvelos; dependien-do de sus atenciones todo el bienestar que ellasintiera, lo que constituía para él un objetivo delmás vivo y primordial interés, objetivo más queri-do que ninguno de los que pudiera tener en Mans-field, por lo mismo que le convertía en algo tanimportante para ella... ¿qué podía añadirse ya, comono fuera que debía aprender a preferir unos clarosy dulces ojos a unos negros y chispeantes? Y es-tando siempre con ella, siempre hablando confi-dencialmente, y hallándose sus sentimientos justa-mente en ese favorable estado que sucede a unreciente desengaño, esos dulces ojos claros nopodían tardar mucho en conseguir la supremacía.

Una vez emprendido, y dándose cuenta de queasí lo hacía, este camino en pos de la felicidad,nada hubo por el lado de la prudencia que pudie-ra detenerle o retrasar su marcha... ninguna dudaen cuanto a los merecimientos de ella, ningún te-mor en cuanto a gustos opuestos, ni nada de es-forzarse en bosquejar nuevas esperanzas de feli-cidad basándose en una disparidad de caracteres.El espíritu, la disposición, las opiniones y los hábi-tos de Fanny no requerían encubrimientos, ni queuno se hiciera vanas ilusiones en el presente, nituviera que fiar en un futuro mejoramiento. Hastaen el rigor de su reciente obcecación, había él reco-nocido la superioridad espiritual de Fanny. ¡Cuálno sería ahora su apreciación de la misma! Ella era,desde luego, demasiado para lo que él merecía.

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Pero como nadie se figura nunca estar aspirandoa más de lo que merece, Edmund se puso a perse-guir muy formal y resueltamente aquel favor, y nohubo de pasar mucho tiempo sin que ella le alen-tara. Aun con lo tímida, prudente y recelosa queella era, resultaba imposible que una ternura comola que guardaba en su corazón no diera lugar, aveces, a las más firmes esperanzas de éxito, aun-que quedara para más tarde el revelarle toda la ma-ravillosa y sorprendente verdad. Su felicidad al sa-berse amado desde hacía tanto tiempo por un co-razón como aquel, debió de ser lo bastante gran-de para que podamos estar seguros de que hizouso de un lenguaje tan arrebatado como se quierapara expresársela a ella o a sí mismo; debieron deser unos momentos de inefable felicidad. Pero tam-bién la felicidad sentida por la otra parte fue delas que no caben en los límites de una descrip-ción. Que nadie presuma de saber traducir los sen-timientos de una mujer joven al obtener la seguri-dad de un amor para el que apenas se atreviera aguardar una esperanza.

Descubiertas sus mutuas inclinaciones, no sur-gió ninguna dificultad a continuación, no hubo in-conveniente alguno de carácter económico ni porparte de los padres. Era un enlace que los deseosde sir Thomas hasta habían prevenido. Harto deparentescos ambiciosos e interesados, apreciandocada vez más los auténticos valores morales y espi-rituales, y deseoso, sobre todo, de sujetar con lamayor seguridad cuanto le quedaba de felicidaddoméstica, había considerado con sincera satisfac-ción la más que eventual posibilidad de que losdos jóvenes hallaran en la fusión de sus corazo-

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nes el mutuo consuelo de sus respectivos desen-gaños. El jubiloso consentimiento que dio a la pe-tición de Edmund, la conciencia de haber realiza-do una gran adquisición al asegurarse a Fanny comohija, contrastaban no poco con sus antiguos pre-juicios sobre el particular, cuando se debatió elasunto de la adopción de la pobre niña...; uno deesos contrastes que el tiempo siempre estableceentre los planes y las obras de los mortales paraexperiencia de los mismos y diversión del prójimo.

Fanny era sin duda la hija que necesitaba. Subondad caritativa había producido un caudal deinigualable consuelo para él mismo. Su liberalidadse veía recompensada con creces, y la nobleza quesiempre había guiado sus intenciones respecto deella lo merecía. Pudo haberle dado una niñez másfeliz; pero fue sólo un error de criterio lo que lehabía hecho aparecer siempre tan severo, evitandoque ella empezara antes a quererle; y ahora, cono-ciéndose bien uno a otro, su mutuo afecto era muyfuerte. Después de establecerla en Thornton Laceyatendiendo con cariño a todo lo necesario para subienestar, su objetivo de casi todos los días habíapasado a ser el de trasladarse allí para verla, o parallevársela consigo.

El cariño egoísta que le profesaba lady Bertramdesde hacía tanto tiempo, hacía que ésta no pu-diera aceptar con gusto la separación. No había hijoni sobrina cuya felicidad pudiera hacerle desearla boda. Pero la separación fue posible porque allíestaba Susan para sustituir a su hermana. Susan seconvirtió en la sobrina de turno, encantada de serlo,estando tan capacitada para el caso por la vivezade su espíritu y su afición a la actividad, como Fan-

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El jubiloso consentimiento que dioa la petición de Edmund...

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ny lo fuera por la dulzura de su carácter y sus pro-fundos sentimientos de gratitud. Nunca pudo pres-cindirse de Susan. Primero como consuelo paraFanny, después como auxiliar y por último comosustituta, se había establecido en Mansfield contodas las apariencias de que su permanencia allíiba a ser igualmente por tiempo indefinido. Su ca-rácter menos apocado y su temple más recio ha-cían que allí todo fuese fácil para ella. Dotada desagacidad para comprender rápidamente el carác-ter de aquellos que debía tratar, y sin timidez na-tural que le impidiera expresar cualquier deseoimportante, no tardó en hacerse simpática y útil atodos; y después de la partida de Fanny la sucediócon tan feliz acierto en el desempeño de sus fun-ciones para procurar un constante bienestar a sutía, que a lo mejor se convirtiera gradualmente enla más querida de las dos. En la utilidad de Susan,en la excelencia de Fanny, en la invariable buenaconducta y creciente gloria de William y en la ge-neral felicidad y prosperidad de los demás miem-bros de la familia, que mutuamente se ayudaban aprogresar, acreditando así la protección y el apoyoque él les prestaba, sir Thomas veía motivos, cons-tantemente repetidos motivos de satisfacción porlo que había hecho por todos ellos, motivos que lehacían reconocer las ventajas del esfuerzo y la dis-ciplina en los primeros años, y veía también entodo ello el sentido de haber nacido para luchary sufrir.

Con tan auténticas virtudes y tan auténticoamor, sin carecer además de amigos ni de fortu-na, la felicidad de los primos casados ha de pare-cernos tan segura como pueda serlo la felicidad

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terrena. Igualmente formados en el amor a la vidafamiliar, y amantes de los goces de la vida en elcampo, hicieron de su casa el hogar del cariño y elbienestar; y para completar el venturoso cuadro, laadquisición del beneficio eclesiástico de Mans-field, a la muerte del doctor Grant, se realizó jus-tamente cuando llevaban de casados tiempo bas-tante para que empezaran a necesitar un aumentode ingresos y a considerar un inconveniente la dis-tancia que les separaba de la casa paterna.

Con tal motivo se trasladaron a Mansfield; y larectoría aquella, a la que, mientras perteneció tan-to al uno como al otro de sus anteriores propie-tarios, nunca había podido Fanny aproximarse sinuna sensación penosa de cohibición y temor, seconvirtió pronto en algo tan querido a su corazóny tan perfectamente grato a sus ojos, como desdemucho antes lo fuera todo lo demás dentro delpaisaje que se extendía bajo la protección de Mans-field Park.