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LAS LAS BIENAVENTURANZAS BIENAVENTURANZAS Explicadas por la Sierva de Dios Madre María Inés Teresa Arias del Santísimo Sacramento Misionera Clarisa

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Tomado de los escritos de la Venerable Madre María Inés Teresa Arias. Manera de vivir las Bienaventuranzas dejadas por Jesús Rey y Señor del Universo, para que las vivamos de una manera práctica y sencilla.

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LAS LAS

BIENAVENTURANZASBIENAVENTURANZAS

Explicadas por la

Sierva de Dios

Madre María Inés Teresa Arias

del Santísimo Sacramento

Misionera Clarisa

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LAS BIENAVENTURANZAS

Mateo 5, 3-9

Algunas bienaventuranzas

explicadas por la Sierva de Dios

María Inés-Teresa Arias Espinosa

Fundadora de las Misioneras Clarisas

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados

los mansos, porque ellos poseerán en herencia la

tierra. Bienaventurados los que lloran, porque

ellos serán consolados. Bienaventurados los que

tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos se-

rán saciados. Bienaventurados los misericordio-

sos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bien-

aventurados los limpios de corazón, porque ellos

verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan

por la paz, porque ellos serán llamados hijos de

Dios» (Mateo 5, 3-9).

Para entrelazar bien los eslabones de las bienaventuran-zas, debemos dejar que el Espíritu Santo solde, por decir así, según yo lo siento, un eslabón con el otro, para poder vivir a lo divino, sobrepasando todo lo terrestre, para lle-gar a las alturas donde se encuentra Dios. Él es el todo mi-sericordia, y de esas aguas vivas nosotros todos debemos beber, para ser misericordiosos en pensamientos, pala-bras y obras.

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«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de

ellos es el Reino de los cielos»

Si el pobre de espíritu es, según yo les quiero explicar, el primero en gozar las riquezas de Dios, es porque de ellas ya se ha desprendido totalmente; ha dejado todo lo terreno, no quiere poseer, como Cristo nos enseñó, sino a tener lo meramente indispensable, y sabe a tiempo despojarse de

todo aquello que no le sirve de momento o no lo necesita.

Pero quien se ha despojado de lo material, trabaja des-pués incansablemente por despojarse de lo inmaterial, de lo espiritual, de todo aquello que ha llegado a ser como una riqueza de su espíritu, incluyendo en esto hasta las caricias

de su Dios.

Y así con este empuje del anhelo de llegar a poseer y practicar todas las bienaventuranzas, los santos han empe-zado por esta primera; despojo de todo lo exterior y despo-jo de todo lo interior, para sacrificárselo a Dios. ¿Y tendrá esto recompensa? Nada menos que el Reino de los cielos, y gozarlo ya, en medio de las penalidades de la vida terres-

tre.

No entendamos que el despojarnos de todo quiere decir hacer poco caso de ello; Dios hizo la hermosa naturaleza, los animales, las flores, los campos, las montañas, para nuestro recreo, ya que en todo esto, el alma enamorada de su Dios, a él encuentra en todo esto; y el mismo Jesús se gozaba y bendecía a su Padre al contemplar aunque fuera una pequeñísima flor del campo, admirando, en su peque-ñez, todo aquello de que estaba formada; y así en todas las cosas. Se goza tanto a Dios cuando se viaja y se van descu-briendo tantas hermosuras en lo grande como montañas y mares, como en lo pequeñito; todo obra de sus divinas ma-

nos.

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«Bienaventurados los mansos, porque poseerán en

herencia la tierra»

Qué hermoso es encontrar una persona mansa, a una ami-ga, o a un amigo, etc.; se ve en ellos esa posesión de la tie-rra de su corazón, porque han llegado a dominar todo lo que es terreno; han llegado a dominar su propio yo en obsequio a su Dios, y como una ayuda a los que lo circundan. Porque, qué terrible cosa es una persona iracunda, cuando se ve en sus ojos el odio del que pueda estar llena, o el espíritu de venganza, o el deseo de ofuscar los bienes intelectuales de los demás. Qué lejos está esta alma de haber llegado ya a

gozar de los bienes de la segunda bienaventuranza.

Pero, qué bien, qué tranquilamente se vive con una per-sona en la cual la mansedumbre la hace luminosa, que es alma pacífica y pacificadora. Una persona intrigante no pue-de vivir tranquila, y el demonio la azuza, para hacer desgra-

ciada con ella a otras almas incautas.

Es pacífico, sí, quien ha puesto a disposición del Espíritu Santo el apetito irascible, siendo el don de fortaleza que lo sostiene, ayuda, para no dejar que el apetito irascible ex-plote. También para lograr vivir en esta segunda bienaven-turanza, se necesita mucha oración, grande espíritu de sa-crificio, lo cual hace que se convierta en dulzura, en el al-

ma que ha sabido vencerse.

Dios es la bondad infinita; de ella deriva nuestra propia bondad y quien es bueno, perdona, ama, olvida el agravio, y reza el Padre Nuestro, la grandiosa oración dominical (la oración del Señor) con dulce alegría, porque en su corazón no puede anidarse el rencor, que es propio e hijo de los

condenados solamente.

Los mansos poseen entonces primero la tierra de su cora-zón; ese campo de acción en donde se libran tantas bata-llas, en donde las malas pasiones combatidas por la recta

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razón, quedan sojuzgadas, ofrendando al Dios de los ejérci-tos todos los trofeos de su victoria; victoria que ha ganado, porque «el Señor mi Dios, adiestra mis manos para la guerra

y mis dedos para el combate» (Salmo 144, 1).

Cuando los mansos entran en posesión plena de esta tie-rra; cuando ya, a fuerza de espada, de valor, de abnegación, ha quedado el campo por suyo, recuerda aquellos días acia-gos en que, por no haber puesto toda su confianza en Dios y en la protección de María, y por no haber empuñado a tiem-po las armas de la abnegación, del sacrificio voluntario, de la caridad fraterna, se dejó vencer por el enemigo, quien la de-

rrumbó por tierra, manando sangre por sus heridas.

Pero, a la vez que es doloroso este recuerdo, ¡cómo le es útil! Ya se convenció por propia experiencia lo que puede por sí mismo; la humildad en adelante es su alimento coti-diano. ¡Ha hecho tan tristes experiencias! Y además, ha sa-bido sacar de ahí, de su abyección, un dulce sabor que en-golosina su alma; porque, conociéndose, ha subido hasta el conocimiento de Dios y de estos dos conocimientos han bro-tado dos grandes y profundos sentimientos: un amor de Dios alimentado de inmensa confianza y un tranquilo desprecio

de sí mismo, alimentado de alegre humildad.

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán

consolados»

Cuando las lágrimas brotan de un corazón desgarrado por el arrepentimiento de sus propios pecados, entonces, esas lágrimas, el dulce Jesús las recoge como brillantes; son para él más preciosas y más hermosas que las estrellas del cielo; las recoge y las guarda en su corazón amante, y da de mu-chas maneras a esa alma que así se duele de las ofensas co-metidas, pruebas de su perdón, haciéndole gustar toda la dicha que experimentó el hijo prodigo cuando se sintió per-

donado, acariciado, besado por su padre.

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Y si las lágrimas brotan del dolor filial de ver a Dios me-nospreciado, ultrajado, horriblemente ofendido por sus ene-migos, por sus amigos y si esa pena le despedaza el corazón, pena que él sólo puede ver y valorizar; ¡oh! entonces, ¡cuán divinamente consuela y recompensa el dulce Jesús, que no

se deja vencer en generosidad!

Sí, los que lloran porque Dios es ofendido, porque aún después de 20 siglos no es conocido por millones de gentes y que aun por aquellos que han recibido el bautismo, la fe, recibida por la misma fe, ha muerto en ellos, o por falta de enseñanza, o por falta de oración; almas egoístas que, so-bre todo cuando se sienten «que de nada necesitan», se han olvidado de él, que todo se los ha dado; como su yo está sa-tisfecho, no le hace sufrir ni llorar, aunque sea interiormen-te, ver las desgracias ajenas, los crímenes que, en estos tiempos, se suceden sin cesar y que son grande ofensa de

Dios, ya que por un solo pecado se abrió el infierno.

Somos misioneros, y cuánto nos debería doler ver así ul-trajada la Sabiduría divina, su exquisita ternura hacia el pe-cador. Veamos cómo es diariamente nuestra oración misio-nera, veamos si nos preocupa de verdad la conversión de esos millones de almas que viven en las tinieblas; nos goza-mos en el ultraje, para reparar con él el que a mí me infie-ren, para consolarlo a él, y con mi amor amortiguar, siquie-

ra un poco, el desamor de tantos y tantos.

El amor siempre consuela a buenos y a malos, y estos se pueden convertir al sentir que tienen un corazón que los sa-be compadecer y si es posible, hasta tenderles la mano para levantarlos del fango en donde están sumergidos; en cierta forma es lo que hacen nuestras hermanas hablando con los encarcelados, con los que sufren, ya sea persecución por la justicia, o porque la justicia divina ha herido a esta o aque-lla alma, ya sea porque se ha servido de ella como víctima, porque la quiere purificar en esta vida para que no tenga

que pasar por el purgatorio.

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«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de

justicia, porque ellos serán saciados»

De esa justicia por la que queremos parecernos al buen Dios; de esa justicia que nos hace sentir nostalgia del cielo por no saberlo tan ofendido, pero no de esa justicia que tanto se predica para los demás, y sobre la cual no se tiene ninguna consideración; que se deja sufrir a alguien porque

el yo no me permite intervenir con mi oración, mi sacrificio.

El alma privilegiada que ve a su Dios en la clarísima luz de la contemplación, no olvida a ningún ser compuesto de alma y cuerpo, aunque lejanísimo, para acercarlos a él, pa-ra llevarlos al pie de la cruz bendita y purificarlos allí con la sangre redentora de quien dio hasta la última gota por sal-varnos. Su radio de acción se extiende sobre el mundo ente-

ro.

Así han sido los santos; han sentido la necesidad que les empuja a buscar al que llora para consolarlo; pero sobre to-do, como ya lo hemos dicho, para consolar a Jesús, conso-lando y amando a los demás. Esto es lo que hace la armonía en una comunidad, en las familias, ya que el alma que así llora y busca la justicia en sí misma, solo tiene para los de-más delicadezas, caridad, amor; y todo esto la tranquiliza enormemente, porque de la contemplación ha sacado su al-

ma este amor invencible hacia todo lo que es de Dios.

Esta hartura se las concede Dios, en ese regocijo íntimo del corazón, cuando sabe de estupendas conversiones, cuando ve que el Reino de Dios se va extendiendo en el mundo, cuando las almas que le están confiadas o que viven cerca de ella avanzan en la perfección. Es entonces tan in-tenso su gozo, que se siente grandemente indemnizada de

las penas que sufre.

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«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos

alcanzaran misericordia»

Esta bienaventuranza, según yo, está muy ligada con la anterior; ya casi diría lo mismo sobre ella, ya que es el fue-go de la caridad, de su amor, por ser divino, empieza por desbordarse para colmar abundantemente lo que está vacío. Con su amor lleva a las almas la luz inaccesible que ha to-mado, en la contemplación, del corazón mismo de Dios y qué otra cosa ha querido el corazón adorable de Jesús, sino

que ese fuego prenda y encienda todos los corazones.

Y nosotros, ¿cómo somos misericordiosos? ¿Vemos con amor a las almas pecadoras para que, por nuestro sacrificio, nuestra oración, ellas se acerquen a Dios y tengan la dicha y la paz de vivir en su gracia? ¿Aprovechamos todas las cir-cunstancias para hablar a quienes se nos acercan de esta

infinita misericordia?

El alma misericordiosa se asemeja un tanto a la luz, que la baña con sus rayos; y no se mancha, al contrario, sale de allí más límpida y radiante, porque ha obrado un acto de misericordia, aun cuando aquella alma a la que se ha acer-

cado sea un lodazal de pecados graves.

Qué gloria para Jesús el rescatar una alma para él. ¡Le hemos costado tanto! Es la más grande gloria que le pode-mos dar en la tierra, ya que él dejó su cielo con el fin de

rescatar al hombre caído y abrirle las puertas al cielo.

No seamos tacaños, hijos. El tiempo es corto; la eterni-dad sin fin. Sólo este tiempo tenemos para darle gloria. Que él nos conceda llegar a la muerte pudiendo decir como san Pablo: «He continuado mi carrera, he conservado la fe, no me resta sino recibir la corona que el justo Juez me ha de

dar» (II Timoteo 4, 7-8).

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«Bienaventurados los limpios de corazón, porque

ellos verán a Dios»

¿Puede haber promesa más dulce y consoladora que la promesa de ver a Dios? Y no sólo en una visión rápida, sino el contemplarlo eternamente y gozarlo en su gloria, con un gozo inefable que no tiene nada que ver con los gozos, por dulcísimos y puros que podamos disfrutar en la tierra. Y, ¿a costa de qué? Solamente de tener el corazón limpio; limpio de todo pecado (el sacramento de la reconciliación tiene este poder sobrenatural) sino también de toda imperfec-

ción.

Fuera de nuestro corazón, un deseo malsano, un deseo de venganza, un sentimiento de odio. El alma limpia cumple aquello que nos dice el Evangelio: si tus ojos fueran senci-llos, todo tu cuerpo será luminoso (cfr. Lucas 11, 34). Las ventanas por donde irradia el alma pura, la suavidad que la invade, son sus ojos, de los que transciende la integridad de su vida, la pureza, no solo corporal, sino también espiritual, como es la del corazón que, en sus acciones todas, sólo bus-

ca el dar gusto al Amado.

En el corazón limpio no existen las bajezas; es como un espejo en el que mira a Dios y, viéndolo, quisiera ser exac-tamente como él y esta figura llevarla a todos los demás. ¿Quién, viendo a Dios mismo, no se enamorará de él? ¿Cabría el egoísmo en un alma que ha visto interiormente a Dios, que su imagen la ve reflejada en todas las cosas que contempla y que le basta introducirse en su propio corazón para encontrar allí a quien tanto desea imitar? Sí, dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios en el tiempo y

en la eternidad feliz.

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«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán

llamados hijos de Dios»

Hijos de Dios son llamados los pacíficos. Quien es pacífico y pacificador es un poderoso elemento en una comunidad y en la familia. Ser pacífico es no entrometerse jamás en lo que no le toca; no preguntar ni querer saber nada, que no la lleve a más amar a Dios; no decir nunca a los demás lo que se rumora en los ambientes; procurar, cuanto esté de su parte, porque todos sus hermanos se amen tiernamente entre sí, no diciendo jamás a uno, lo que el otro haya podi-do decir, que sea capaz de entibiar las mutuas relaciones de

fraternal cariño.

La persona amante de la paz cumple exactamente con sus deberes; desempeña su trabajo con gran exactitud y ca-riño, pues sabe que del cumplimiento fiel de los trabajos que se le confíen, depende, en gran parte, el bienestar de su familia y de su comunidad y que en esto consiste precisa-mente la mayor prueba de amor que podemos dar a Dios Nuestro Señor. «El que me ama guarda mis mandamien-tos» (Juan 14, 15). «¿Quién es mi Madre y mis hermanos? El que hace la voluntad de mi Padre, ese es mi Madre, y mis

hermanos» (Mateo 12, 48-50).

De la persona pacífica se desprende como una aureola de luz que, irradiando del fondo de su alma, toda tranquila y serena, se refleja en sus actos todos, haciéndolos a los ojos

de las demás atractivos, amables, imitables.

Cf. Carta Colectiva, 16 abril 1980;

Cf. Estudios y meditaciones ff. 655-658.

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Notas biográficas

La Sierva de Dios Madre María Inés Teresa Arias del Santísi-mo Sacramento (Manuela de Jesús Arias Espinosa en el siglo), nació en Ixtlán del Río, Nayarit el 7 de julio de 1904 y murió

en olor de santidad el 22 de julio de 1981, en Roma-Italia.

Fundó la Congregación de las Misioneras Clarisas del Santí-simo Sacramento de derecho pontificio que nació en la Igle-

sia, el 22 de junio de 1951 en Cuernavaca, Morelos.

La Sierva de Dios fundó también las Vanguardias Clarisas

(Misioneros laicos) y los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal.

El carisma es Misionero, con un estilo de vida contemplati-vo-activo, vivido en un espíritu: misionero, eucarístico, sa-

cerdotal y mariano; en alegría, sencillez y confianza.

Después de su muerte, se constituyó el Grupo Sacerdotal «Madre Inés». Sacerdotes diocesanos y religiosos que siendo fieles a sus propios carismas, han encontrado en la espiritua-lidad de Madre María Inés un medio para fomentar y acrecen-

tar su propia espiritualidad.

El proceso de canonización de Madre María Inés se inició el 31 de octubre de 1992. Se ruega a quienes ob-tengan gracias por intercesión de la «Sierva de Dios», se

sirvan comunicarlas a:

Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento:

Cuernavaca (777) 318-58-44

Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal:

Monterrey (81) 83-76-36-04

Grupo Sacerdotal «Madre Inés»:

México D.F. (55) 55-77-21-29

[email protected]

www.misionerasclarisas.com