lutero y la reforma presentacion unidad 4

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MARTÍN LUTERO Y LA REFORMA DE LA IGLESIA UNIDAD 4 LA IGLESIA COMO UNA COMUNIDAD DE SANTOS Y PECADORES PROFESOR: DAVID BRONDOS PRESENTACIÓN DE LA UNIDAD

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MARTÍN LUTERO Y

LA REFORMA DE LA IGLESIA

UNIDAD 4

LA IGLESIA COMO UNA COMUNIDAD

DE SANTOS Y PECADORES

PROFESOR: DAVID BRONDOS

PRESENTACIÓN DE LA UNIDAD

Martín Lutero y la Reforma de la Iglesia Unidad 4: La iglesia como una comunidad de santos y pecadores

Página | 2 Seminario Luterano Augsburgo

Poco más de tres años después de la publicación de

sus 95 tesis en 1517, Martín Lutero fue excomulgado de

la Iglesia Católica Romana por el Papa León X. Según la

doctrina Católica Romana, la excomunión significaba que

Lutero ya no formaba parte de la iglesia cristiana, sino

que caía bajo la condenación de Dios como hereje. Varios

meses antes de su excomunión, Lutero había recibido

una bula papal, o sea, un documento oficial del Papa

romano, en el que se le decía que tenía 60 días para

retractarse de sus errores y quemar sus libros que

contenían esos errores (García-Villosalada 1:489-92;

Exsurge Domine).

Entre otras cosas, se le condenó a Lutero por cuestionar que el papa sea el

sucesor de Pedro, a quien Cristo mismo instituyó como su vicario sobre las

iglesias del mundo entero. También se le acusó de atacar a la Santa Iglesia

Romana, fundada por los apóstoles como madre y maestra de todos los fieles,

de torcer las Escrituras, de romper con la paz y la unidad, de afirmar que se

debe dar la Santa Cena en ambas especies a todos los fieles, y de poner en

duda la autoridad del papa sobre todos los demás cristianos para perdonar

pecados.

Para entender las razones principales por la ruptura entre Lutero y la

Iglesia Católica Romana, no tenemos que hacer más que examinar con

cuidado este mismo documento. Como refleja esta bula, según el concepto

católico, la iglesia es una estructura jerárquica

fundada por Cristo. El que representa a Cristo como

cabeza de esta estructura es el papa, el vicario de

Cristo y sucesor de San Pedro, quien fue designado

por Jesús como el que debía dirigir la iglesia. Lo que

se requiere de todos los fieles es prestarle obediencia,

que según la bula es “la fuente y el origen de todas

las virtudes,” pues cualquiera que se niegue a

obedecer ha caído de la fe. El que tiene la autoridad

para definir quiénes forman o no parte de la

verdadera iglesia es el papa; por eso, es él quien

excomulgó a Lutero. Esto significa que lo que

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determina si uno es un cristiano o no es si se somete al papa como vicario de

Cristo; en otras palabras, la sumisión al papa es la característica definitiva

para distinguir entre los que son salvos como miembros de la verdadera iglesia

y los que no lo son.

Relacionada con esta idea hay otras, algunas de las cuales hemos visto

previamente. La autoridad para distinguir interpretaciones correctas de la

Biblia de interpretaciones erróneas le pertenece solamente a la iglesia, bajo el

papa. Asimismo, la autoridad

para perdonar pecados le

corresponde al papa, quien

delega esa autoridad al clero de

la iglesia que ha sido debida-

mente ordenado por él y que se

mantiene sumiso a él. La iglesia

tiene el derecho de darles a los

fieles sólo el pan en la Santa

Cena y no el vino, reservando el

vino exclusivamente para el

clero en base a la distinción

entre jerarquía y pueblo establecida por Cristo mismo. Asimismo, afirmar que

no se puede cuestionar al papa y la iglesia bajo él implica que el papa es

infalible, y también que la iglesia es “santa” porque goza de una santidad

excepcional y única en la tierra.

Para Lutero, esta doctrina de la iglesia no sólo iba en contra de la Biblia

sino que resultaba profundamente opresiva. En gran parte, como vimos en la

primera clase, esto se debe a que se pone al papa en lugar de Cristo, pues si el

papa es el vicario de Cristo y los que estamos en la tierra no tenemos otro

acceso a Cristo sino por medio del papa y sus representantes, en realidad se

pierde la distinción entre el papa y Cristo; de esta manera,

la palabra de Cristo y la palabra de papa resultan ser la

misma.

Según Lutero, lo que define si uno es miembro de la

iglesia o no, no es su relación con el papa, sino solamente

su relación con Dios, pues el papa no es Dios. Y como

vimos en la clase pasada, esta relación se define por medio

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de la fe: fe en Dios como nuestro Padre, fe en su Hijo Jesucristo, y fe en su

Palabra. Esto lleva a otra manera muy distinta de entender la iglesia: la iglesia

está compuesta por todos los que tienen fe en Dios y en su Hijo Jesucristo

como su Salvador. Es a él a quien debemos obedecer: no a la iglesia ni al papa

ni al clero, sino sólo a Jesucristo nuestro Señor. Por eso, en la tradición

luterana, más tarde se llegó a hablar de la verdadera iglesia como invisible:

esta doctrina enfatiza que el que define quiénes son y no son miembros de la

iglesia no es un ser humano como el papa, sino sólo Dios, quien es el único

que puede ver los corazones humanos.

Si la iglesia no es una estructura

jerárquica sino una comunidad

compuesta por todos los que tienen fe,

como enseña Lutero, eso significa que

todos somos iguales ante Dios, pues la

fe es la misma en cada creyente. Por lo

tanto, no hay superiores ni inferiores,

ni rangos jerárquicos, pues todos

estamos por igual bajo la única cabeza

de Jesucristo. Y si todos estamos bajo

Jesucristo y su palabra, todos tenemos la misma autoridad. Todos podemos

hablar por él y servir como sus representantes en relación a los demás. El

creyente más humilde puede hablar por Dios y representar a Cristo ante otros

tanto como el ministro ordenado o el mismo papa.

Pero al mismo tiempo, si los demás hablan por Dios y representan a Cristo

en relación a cada creyente, entonces cada creyente también tiene que

escuchar a los demás y hacerles caso para escuchar a Dios y a Cristo. Por lo

tanto, en esta comunidad de iguales, todos juzgan y todos son juzgados. Pero

esto lo hacen bajo la autoridad de Cristo, buscando ser fieles a su Palabra

guiados por el Espíritu Santo.

Esta es la idea detrás de la doctrina luterana del sacerdocio de todos los

fieles, la cual tomó Lutero de 1 Pedro 2:9 y Apocalipsis 1:6 y 5:10. El

sacerdote es un mediador, alguien que representa a Dios ante la gente y a la

vez representa a la gente ante Dios. Para Lutero, esto es algo que hacen todos

los creyentes. Todos hablamos por Dios en relación a los demás si lo que

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decimos está basado en su Palabra y es fiel a ella. Al mismo tiempo, todos en

amor intercedemos a Dios por los demás.

Eso significa que, delante de Dios, la oración del creyente más humilde vale

lo mismo que la oración de un ministro, un obispo, o el mismo papa. Según

Lutero, ¿por qué vamos a pagar a un sacerdote o algún

otro miembro del clero para que ore por nosotros, si ante

Dios nuestra oración hecha en fe vale exactamente lo

mismo que la de ellos? De la misma manera, la palabra

del creyente más humilde vale lo mismo que la palabra de

un ministro, un obispo, o el mismo papa, siempre y

cuando es fiel a la Palabra de Dios. Por eso, en la tradición

luterana, no se usa la palabra “sacerdote” como título para

referirse a los ministros de culto, pues todos somos

sacerdotes.

Todo esto se ve en la reacción que tuvo Lutero ante la excomunión dictada

por el papa. Lutero la quemó, ya que la misma bula decía que había que

quemar los libros de él, y luego

escribió: “del mismo modo que

ellos me excomulgan en nombre

de su sacrílega herejía, así yo,

por mi parte, los excomulgo en

nombre de la santa verdad de

Dios. Cristo Juez verá cuál de las

dos excomuniones es válida ante

él. Amén” (García-Villosalada

1:515).

Aquí se ve lo que acabamos de decir: cualquier cristiano, incluyendo el

mismo Lutero, tiene la misma autoridad de hablar por Dios que los demás,

incluyendo el mismo papa. El papa no tiene mayor autoridad para excomulgar

que los demás creyentes. El que es juez sobre todos no es el papa, sino Cristo,

y Cristo es el único que puede determinar quién es fiel o no a su Palabra y

quién se comporta de acuerdo a la verdad, o quién está dentro de la iglesia y

quién no. La iglesia está definida, no por la sumisión y obediencia a algún ser

humano, sino por la sumisión y obediencia de todos a Cristo y su Palabra.

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Por supuesto, esto también significa que ninguno es infalible dentro de la

iglesia. Lutero insiste en que todos los creyentes somos pecadores. El pecado

sigue morando en todos nosotros, tanto a nivel individual como a nivel

comunitario y estructural. Eso incluye a los líderes de la iglesia como el papa y

todo el clero, que pecan diariamente igual que todos los demás creyentes y

están muy lejos de la perfección y la santidad.

Pero al mismo tiempo que todos son

pecadores, por la gracia de Dios, todos

los creyentes también son santos. Esto

no se debe a nada que ellos mismos

hayan hecho ni tiene que ver con la

posición que ocupan en la iglesia. No son

santos porque hayan vivido una vida

santa, pues todos son pecadores. Más

bien, son santos únicamente por su fe,

pues por esa fe Cristo llega a morar en

cada creyente y así les comunica su

santidad. La santidad que todos los

creyentes poseen, entonces, no es suya ni tiene origen en ellos mismos, sino

que es la santidad de Cristo que reciben como un don gratuito de Dios en su

gracia.

Esto significa también que dentro de la iglesia, ninguno es más santo que

otro, porque la santidad que todos poseen es la misma, la santidad de Cristo.

Lutero diría no sólo que no hay cristianos más santos que otros, sino también

que no hay cristianos más pecadores que otros, porque todos son igualmente

pecadores. Esto es porque lo que nos hace pecadores no es lo que hacemos o

no hacemos, sino el pecado que aún mora en el corazón de todos por igual, por

lo cual ninguno vive plenamente en conformidad con la voluntad de Dios.

En otras palabras, todos los creyentes son tan santos y tan pecadores como

todos los demás—nadie es más santo y menos pecador que los demás, así

como nadie es más pecador y menos santo que los demás. Por eso, en la

tradición luterana, se ha rechazado la práctica de beatificar y canonizar a

algunos cristianos como santos, pues todos somos santos por igual debido a la

santidad de Cristo que tenemos por la fe, y todos somos pecadores por igual

que dependemos por completo de la gracia y misericordia de Dios.

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De todo lo anterior, queda claro que el concepto de iglesia que tenía Lutero

era fundamentalmente diferente al concepto que se tenía en la Iglesia Católica

Romana. Mientras en la doctrina católica, la iglesia es una estructura

jerárquica fundada por Cristo, para Lutero la iglesia es una comunidad de

creyentes que son a la vez santos y pecadores. De hecho, cuando Lutero

tradujo la Biblia al alemán, en lugar de usar la palabra alemana Kirche para

traducir la palabra griega ecclesia, de la cual viene

la palabra “iglesia” en español, Lutero usó la

palabra alemana Gemeinde, que significa

“comunidad.” No quiso usar la palabra Kirche o

ecclesia porque eso podría comunicar la idea de que

Cristo había fundado una institución jerárquica,

como la Iglesia Romana.

Por ejemplo, al traducir los versículos que

aparecen al final del capítulo 5 de la Epístola de San

Pablo a los Efesios, en lugar de afirmar que Cristo

es la cabeza de la iglesia y que amó a la iglesia y se

entregó por ella, Lutero puso que Cristo es la cabeza de la comunidad y que

amó a la comunidad y se entregó por ella. Fiel a la tradición cristiana, Lutero

seguía afirmando que la iglesia es una, santa, católica y apostólica, pero

entendió estos conceptos de manera distinta: la iglesia es una porque todos

comparten la misma fe en Jesucristo. Asimismo, es santa, no por méritos

propios, sino porque participa en la santidad de Jesucristo por fe. Es católica

porque está en todas partes y porque su unidad está basada, no en la

uniformidad, sino más bien en la diversidad. Y es apostólica, no porque sea

una estructura fundada sobre los apóstoles, sino porque todos los miembros

de la comunidad comparten la misma fe que proclamaron y enseñaron los

apóstoles.

Si lo que define la iglesia es la fe de sus

miembros en Jesucristo, la iglesia sólo

puede existir donde se proclama el

evangelio, pues no puede haber fe si no hay

evangelio. Sin embargo, es importante

recordar lo que es el evangelio. Para Lutero,

el evangelio es la proclamación de la gracia

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salvadora de Dios, que recibe, perdona y transforma a los pecadores en

Jesucristo. Como vimos en la clase pasada, la proclamación del evangelio

necesita ir acompañada de la proclamación de la ley, pues la ley nos muestra

que somos pecadores y que no podemos salvarnos a nosotros mismos. El

comprender esto nos lleva a buscar la salvación, no en nosotros mismos, sino

sólo en Dios, de manera que llegamos a depender en todo momento de nuestra

vida únicamente de la gracia de Dios y no de nuestros propios méritos o

capacidades.

Una de las imágenes que le gustaba a Lutero para

hablar de la ley y el evangelio es la de la persona

enferma y el médico. Según esta imagen, por medio

de la ley, Dios nos muestra que estamos enfermos,

sujetos al pecado que está en nosotros como una

enfermedad. Luego, en el evangelio, nos muestra el

remedio, ofreciéndonos a su Hijo Jesucristo como

médico para que nos sane. La fe consiste en confiar

en Jesús como el que nos puede curar: así como la

persona enferma que confía en su médico sigue todas

las instrucciones y prescripciones que le da, así nosotros, al aceptar a Cristo

como nuestro médico, queremos seguirle en todo lo que nos dice por su

Palabra.

Sin embargo, para Lutero, el proceso de ser sanados y salvados no termina

en esta vida, pues mientras sigamos en este mundo, no llegaremos nunca a

estar libres de la enfermedad del pecado. Eso sólo ocurrirá en la resurrección.

Por eso, necesitamos seguir acudiendo constan-

temente a nuestro buen médico, recibiendo su palabra

de gracia, perdón y aceptación a la vez que vamos

siendo transformados por él. En su amor, Cristo nos

ha dado los medios de gracia para asegurarnos y

recordarnos de su gracia y perdón y para fortalecernos

en nuestra fe; estos medios de gracia son el Santo

Bautismo y la Santa Cena. Para Lutero, entonces, la

iglesia existe dondequiera que se proclame el evangelio

y se administren los sacramentos a los creyentes de

acuerdo a la voluntad de Jesucristo.

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Para Lutero, esto no ocurre sólo en alguna iglesia o denominación en

particular, como por ejemplo la iglesia que posteriormente llegó a ser conocida

como la iglesia luterana. El evangelio no es posesión exclusiva de ninguna

iglesia o grupo de cristianos. Por esta razón, en la tradición luterana, se

considera a todos los creyentes en Cristo como miembros de la iglesia,

independientemente de su iglesia y denominación. Esto se muestra en el

hecho de que los luteranos aceptan como válido el bautismo administrado en

las demás iglesias cristianas, sean católicas o evangélicas, y también en el

hecho de que la gran mayoría de luteranos permiten que personas de

cualquier otra iglesia comulguen en la Iglesia Luterana al celebrarse la Santa

Cena o Comunión.

Esta idea también se refleja en

el hecho de que, en la tradición

luterana, siempre se ha hablado

en términos de la reforma de la

iglesia. Lutero no fundó una

nueva iglesia. Más bien, propuso y

llevó a cabo una reforma de la

única iglesia de Cristo. Algunos

estuvieron de acuerdo con su

propuesta de reforma, y otros la

rechazaron; pero los que acep-

taron la reforma no conformaron una nueva iglesia, sino que se mantuvieron

en continuidad con la única iglesia fundada por Jesucristo. Por la misma

razón, Lutero hablaba de la cautividad de la iglesia bajo Roma; lo que hacía

falta no era destruir o rechazar la iglesia para iniciar otra, sino poner fin a la

opresión de los creyentes por parte de los que habían tomado cautiva a la

iglesia de Cristo, que es una sola. Por eso, lejos de querer dividir la iglesia o

romper con su unidad, lo que pretendía Lutero era restaurar la unidad en base

a lo que realmente hace que la iglesia sea una: es el evangelio lo que le da a la

iglesia su unidad, no la sumisión a un hombre como jerarca.

Al rechazar el concepto de iglesia como una estructura jerárquica y poner

en su lugar el concepto de una comunidad de iguales, Lutero no pretendía que

la iglesia dejara de tener estructuras ni que desapareciera la distinción entre

los que dirigen en la iglesia como ministros y los demás creyentes. Sin duda,

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Lutero afirma que todos los creyentes en principio gozan de la misma

autoridad dentro de la iglesia. Sin embargo, siguiendo la enseñanza de San

Pablo, insiste que hay una variedad de llamados o vocaciones entre los

creyentes. Como afirma San Pablo en el capítulo 12 de su Primera Epístola a

los Corintios, todos tienen dones diferentes dados por el Espíritu de Dios para

servir a los demás, y por lo tanto todos son llamados a realizar diferentes

tareas a favor de los demás, no sólo dentro de la iglesia sino también en el

mundo.

En base a esta idea, Lutero enseña

que cualquier actividad a la que los

creyentes se dediquen en la vida es

una vocación divina, siempre y cuando

ayude a otros. Oficios como ser

zapatero, policía, abogada, minero,

doctor o inclusive barrendero

representan diferentes vocaciones,

pues son maneras de servir al prójimo

en sus necesidades.

Todas estas vocaciones son buenas y necesarias, de modo que ninguna es

de mayor importancia que otra, igual como dentro del cuerpo humano, todos

los diferentes miembros son importantes y necesarios. De hecho, Lutero

insiste que el ama de casa que cría niños y lava pañales en el hogar está

ejerciendo una vocación tan digna como el ministro dentro de la iglesia o el

mismo papa, pues ella también está sirviendo a otros y otras con las

habilidades que Dios le ha dado.

Todo esto aplica también dentro de la iglesia. Por ejemplo, la autoridad para

perdonar pecados, proclamar el evangelio, o impartir los sacramentos

pertenece a todos los fieles por igual. Sin embargo, si todos se dedicaran a

hacer estas cosas, habría desorden en la iglesia, y esto llevaría a conflictos y

confusión, lo cual pondría en peligro la proclamación del evangelio y la

edificación mutua de los creyentes. El desorden es tan opresivo como la

estructura jerárquica, pues, como insiste Paolo Freire, no hay que confundir

libertinaje con libertad, ni autoritarismo con autoridad (Freire 86). Necesita

haber tanto orden como autoridad dentro de una comunidad si va a haber

libertad y bienestar para todos y todas. Sin embargo, todos dentro de la iglesia

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comparten juntos la responsabilidad de supervisar tanto la manera en que se

establece y mantiene el orden como la manera en que se ejerce la autoridad

otorgada por Dios mediante la comunidad.

Por eso, la congregación debe designar

como pastores y pastoras a personas que

hayan mostrado tener una vocación

especial para ejercer el ministerio pastoral

y que cuenten con la preparación

necesaria para hacerlo. En la tradición

luterana, se habla de los ministros como

“pastores” o “pastoras,” y no como “sacer-

dotes” ni “padres,” porque se considera a

todos los creyentes como sacerdotes, y

porque la palabra “padre” responde a una visión jerárquica de la iglesia en la

que unos están sobre otros como los padres están sobre los hijos. Por la

misma razón, a diferencia de algunas otras iglesias, en la tradición luterana

los pastores no dicen “Mi hijo” o “Mi hija” al dirigirse a algún miembro de la

iglesia, ni tampoco se acostumbra habla de la iglesia como “nuestra madre.”

Igual como los pastores de ovejas que cuidan a sus rebaños, los pastores y

pastoras son llamados a servir a los fieles, alimentándolos con la Palabra de

Dios y los sacramentos y dándoles el cuidado espiritual que necesitan.

De esta manera, aunque la vocación pastoral es de suma importancia, es

una vocación entre muchas otras. Es una forma más de servir a los demás con

los dones que uno tiene. Asimismo, la persona que cumple con el ministerio

pastoral no es superior a los demás; simplemente tiene una forma distinta y

especial de servir a los demás, quienes son sus iguales pero tienen una

vocación distinta que él o ella.

Este es el mismo principio detrás de la

inclusión de las mujeres en el ministerio

pastoral cristiano. En algunas iglesias, se

rechaza la ordenación de mujeres al ministerio

pastoral, argumentando entre otras cosas que

Cristo fue varón, igual que los apóstoles, y por

lo tanto sólo los varones pueden servir como

representantes de Cristo. La idea de la iglesia

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como una comunidad de iguales, así como la doctrina del sacerdocio de todos

los fieles—incluyendo a las mujeres, por supuesto—nos permiten entender que

las mujeres tienen la misma autoridad dentro de la iglesia como los varones.

En la iglesia se bautiza a hombres y mujeres por igual, y eso significa que no

hay distinción entre ellos en cuanto a su participación dentro de la iglesia.

Tener la misma autoridad significa tener los mismos derechos como las

mismas responsabilidades. Por eso, excluir a las mujeres de ciertas tareas y

responsabilidades sólo en virtud de su género iría en contra de la forma en que

se entiende la iglesia en la tradición luterana en base al evangelio.

Al decir que todos están bajo la misma

autoridad de Cristo como su cabeza, hay que

recordar que la forma principal en la que Cristo

nos habla es a través de su Palabra. Por eso,

dentro de la tradición luterana, se aceptan las

Sagradas Escrituras como norma de toda

doctrina y práctica. Todo se juzga en base a esa

Palabra, y nadie está por encima de ella. Todos

usan esa Palabra para juzgar las acciones de los

demás, así como todos se someten a esa Palabra

para que sus acciones sean juzgadas por los

demás. Todos rinden cuentas a los demás: los

pastores y líderes rinden cuentas entre sí y ante

la congregación por lo que hacen, y todos los

miembros también rinden cuentas ante los líderes y los demás miembros por

su participación y comportamiento dentro de la comunidad.

Así, en última instancia, el pastor y los líderes no están por encima de la

congregación como sus jefes; pero tampoco está la congregación o el consejo

de la iglesia por encima del pastor o sus líderes como su jefe. Más bien, todos

se someten unos a otros, buscando juntos discernir la voluntad de Dios,

recordando que todos están bajo Cristo como única cabeza y que finalmente es

a él a quien hay que rendir cuentas. No hay otro “jefe” en la iglesia que Cristo,

quien habla por medio de todos y todas y no solamente por medio de los

pastores o líderes, aun cuando éstos tengan un llamado para proclamar su

Palabra ante los demás de una manera especial.

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La idea de que todos están bajo las Sagradas

Escrituras como la norma de todo lo que se dice y se

hace en la iglesia también lleva a los luteranos a

cuestionar la afirmación de algunos cristianos de haber

recibido revelaciones especiales de Dios. En la época de

Lutero, había predicadores y líderes que afirmaban que

Dios les había hablado de una forma directa, para luego

insistir que los demás debían someterse a ellos o

obedecer lo que les decían. Aunque no descartaba por

completo la idea de revelaciones especiales, Lutero

insistía que la única revelación que debe contar con

autoridad dentro de la iglesia es la que Dios ha comunicado a todos y todas

por igual por medio de su Palabra.

En ese sentido, así como en la tradición luterana no se acepta que sólo

algunos sean sacerdotes sobre los demás en la iglesia sino que se afirma que

todas y todos son sacerdotes, tampoco se acepta que sólo algunos sean

profetas o apóstoles sobre los demás en la iglesia hoy día. Más bien, todos los

creyentes por igual son profetas y apóstoles, ya que por medio de Jesucristo y

su Palabra, todos y todas han recibido la misma palabra de revelación como

profetas, y todos y todas son enviados a compartir esa palabra con los demás

como mensajeros o apóstoles de Jesús. Sin duda, en tiempos bíblicos, había

profetas y apóstoles que cumplían con un ministerio especial; pero así como

ningún otro escrito cristiano contemporáneo puede tener hoy la misma

autoridad que los escritos de los apóstoles y profetas de los tiempos bíblicos,

tampoco puede haber apóstoles y profetas hoy con la misma autoridad que los

que vivieron y trabajaron en aquella época de la

historia, que es única e irrepetible.

En fin, en base a lo que hemos visto en esta clase,

podemos identificar una cuarta característica de la

religión opresiva: esto se da cuando se entiende la

iglesia como una estructura jerárquica donde

algunos son más santos o superiores a los demás, en

lugar de entender la iglesia como una comunidad de

iguales en la que todas y todos sin distinción son tan

santos y tan pecadores que los demás.

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Por supuesto, estructuras jerárquicas y autoritarias que oprimen a otros

pueden darse en cualquier iglesia, sea católica, protestante, o evangélica.

Aunque sin duda debe haber autoridad, dentro de la iglesia toda autoridad

está bajo otra autoridad, porque entre todos los fieles se comparte la misma

autoridad y porque todos se someten unos a otros y a Cristo mismo como su

cabeza.

Según esta manera de pensar,

la autoridad en la iglesia está

repartida, de modo que las

autoridades elegidas por los

miembros de la comunidad

deben responder ante ellos, pues

los miembros también tienen

autoridad sobre las autoridades

que eligen. Sólo se delegan

funciones y responsabilidades

según las diversas vocaciones

que el Espíritu Santo ha

repartido entre los miembros de

su cuerpo. Pero esto no significa que nadie sea superior o inferior en la iglesia,

pues todos son uno en Cristo Jesús. Lo que define la iglesia no es la sumisión

a alguna autoridad humana, sino la fe en Cristo; por eso, dondequiera que se

predique el evangelio y se administren los sacramentos como medios de gracia,

ahí está la iglesia.