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“LOS TIEMPOS DE EDUARDO VÍCTOR HAEDO” (CONFERENCIA) Sábado, 26 de febrero - Azotea de Haedo – Maldonado – Punta del Este Por Gaston Goyret NUESTRO RUMBO Quiénes integramos la “Asociación Patriada por la Historia” somos un grupo de hombres y mujeres preocupados por la historia viva, por la memoria colectiva de los pueblos, de sus tradiciones, de su cultura original, de la historia de los hombres y mujeres que han dejado en nosotros una profunda huella. Para que Uds. puedan comprender mejor cual es nuestro rumbo, y entender la tarea que asumimos - la lógica de nuestra patriada por la historia, voy a hacer previamente unas breves reflexiones sobre como concebimos esta tarea y que espero no caigan como demasiado herméticas o sofisticadas El drama histórico de los hombres no es nuevo en el mundo. Los hombres y mujeres hacen la historia pero no saben la historia que hacen. No podemos saber la historia que hacemos. Pero podemos aprender de la historia, concebir a la Historia, recordando a Cicerón, como magistra vitae, maestra de la vida. Y aún más, concebir la forma en que vamos a protagonizarla y relacionarnos con ella, como acto de voluntad que determina una dirección. No nos estamos refiriendo entonces, únicamente, a la historia de los historiadores, a una suma de actualidades momentáneas que se agrupan en narrativas o relatos sobre los hechos del pasado, sino también de un actuar y un ser actuado, por donde fluye el presente, que retoma el pasado, para relanzarse hacia un nuevo futuro. Un futuro que es anticipado por nuestro pasado, que entonces, se nos vuelve presente. Y esto no implica que el pasado triunfe sobre el presente y sobre el futuro, todo lo 1

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“LOS TIEMPOS DE EDUARDO VÍCTOR HAEDO”

(CONFERENCIA)

Sábado, 26 de febrero - Azotea de Haedo – Maldonado – Punta del Este

Por Gaston Goyret

NUESTRO RUMBO

Quiénes integramos la “Asociación Patriada por la Historia” somos un grupo de hombres y mujeres preocupados por la historia viva, por la memoria colectiva de los pueblos, de sus tradiciones, de su cultura original, de la historia de los hombres y mujeres que han dejado en nosotros una profunda huella.

Para que Uds. puedan comprender mejor cual es nuestro rumbo, y entender la tarea que asumimos - la lógica de nuestra patriada por la historia, voy a hacer previamente unas breves reflexiones sobre como concebimos esta tarea y que espero no caigan como demasiado herméticas o sofisticadas

El drama histórico de los hombres no es nuevo en el mundo. Los hombres y mujeres hacen la historia pero no saben la historia que hacen.

No podemos saber la historia que hacemos. Pero podemos aprender de la historia, concebir a la Historia, recordando a Cicerón, como magistra vitae, maestra de la vida. Y aún más, concebir la forma en que vamos a protagonizarla y relacionarnos con ella, como acto de voluntad que determina una dirección. No nos estamos refiriendo entonces, únicamente, a la historia de los historiadores, a una suma de actualidades momentáneas que se agrupan en narrativas o relatos sobre los hechos del pasado, sino también de un actuar y un ser actuado, por donde fluye el presente, que retoma el pasado, para relanzarse hacia un nuevo futuro. Un futuro que es anticipado por nuestro pasado, que entonces, se nos vuelve presente. Y esto no implica que el pasado triunfe sobre el presente y sobre el futuro, todo lo contrario, sino que es para liberarnos de la carga de lo que ya se ha vivido y pensado, para intentar no equivocarnos, tomar nuevos rumbos o lanzarnos hacia nuevas aventuras históricas. Insertarnos en la historia desde la historia significa recuperar la verdad de la posibilidad primordial y hacerla nuestra como potencial. Aquella posibilidad primordial que se encuentra en nuestros orígenes, que es lo que dura, lo que permanece en uno mismo, en un pueblo, en nuestro mundo y es la herencia del significado histórico que preserva lo que ha sido dado al inicio y que será cierto en nuestro futuro.

Gran parte de los pensadores contemporáneos consideran que nos encontramos hoy en un mundo en transición, del fin de lo que llamamos modernidad y de los inicios de algo que llamamos, por ahora, post-modernidad. En América Latina ya estamos asistiendo a las celebraciones por los doscientos años de nuestras luchas emancipadoras. Esto significará repensarnos y hacer balances. Significará interrogarnos acerca de nuestra historia y de dar cuenta de nuestros logros y nuestros fracasos. Mientras tanto el mundo sigue andando. Asistiremos a una encrucijada de tiempos, donde seremos espectadores,

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y también protagonistas, de como se desmoronan principios y valores, estados e instituciones.

Tal vez, llegado sea el momento de recapturar el origen de la existencia histórico-espiritual de nuestros pueblos latinoamericanos, con el objetivo de transformarla en una nueva aventura histórica. Esto solo será posible por medio de una acción anticipadora que se rebele contra las rutinas mentales del presente. Esto significa, ciertamente, afirmarse en una concepción heroica de la historia que nos demanda una acción basada en lo que hay de verdadero y original en nuestra tradición y nuestra propia cultura, recuperando de este modo, los orígenes y autenticidad de nuestro propio ser.

Y esto es, nada más y nada menos, lo que estamos intentando hacer los que integramos esta asociación que hemos bautizado con el nombre de “Patriada por la Historia”.

Por todo eso, en el día de hoy, hablaremos de una concepción heroica de la historia, de esa posibilidad primordial que encontramos en nuestros orígenes, y lo haremos a través de la peripecia vital de Don Eduardo Víctor Haedo.

Nuestro método, sin ser demasiado original, pretende estar a la altura del personaje, tan multifacético, tan dionisíaco, tan proteico, tan pictórico.

Sé que a don Eduardo le gustaban los muralistas y sus murales. Hagamos, pues , un mural, un poco apremiados por el reloj, con una pincelada un tanto nerviosa; impresionista en la perspectiva; de la que debemos tomar alguna distancia para ver el conjunto; viajando, a su vez, por el espacio y el tiempo, de forma existencial; sin sujetarnos a cronologías o a caminos rectos,

Comencemos, entonces, sin importar, por ahora, el éxito que tendremos en la empresa.

Ω

Empecemos observando que su hija, Beatriz Haedo de Llambí, brinda testimonio de su vida, en un libro fascinante, y nos ofrece, desde el primer instante, una de las claves para la compresión del personaje:

“Sin embargo-escribe Beatriz Haedo-, no me siento solo testigo de esas actuaciones [las de su padre], sino también partícipe, en todo sentido de la palabra. Pude hacerlo porque tuve desde muy joven la pasión por la política, porque asumí como propia la causa de mi padre, y compartí los valores que atesoraba la centenaria tradición de la divisa blanca en el Uruguay. Entre esos valores estaba el sentido americanista de la Patria Grande y la inquietud por el destino común de los pueblos hermanos. Ello permitiría, décadas después, que pudiera comprender la causa que abrazó mi marido Benito LLambí, y que también hundía sus raíces en una historia secular, del otro lado del Río de la Plata.”

Valores, tradición y comprensión histórica. La idea de una Patria Grande recuperada como posibilidad primordial de la centenaria tradición de la divisa blanca que nos ayuda a comprender cómo se entrelaza el destino común de nuestros pueblos hermanos. Considero relevante hacer un breve repaso histórico para fundamentar esta idea -aunque para eso deba resumir en unos párrafos una saga que ya lleva más de 170 años de historia-, de manera que ayude a comprender, la actuación de Eduardo Víctor Haedo, con respecto a los hechos históricos de los que fue partícipe y también formidable antagonista:

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Antes de la uruguayidad, de la argentinidad, de la chilenidad, existían hombres y mujeres, que por alguna razón, se llamaban a sí mismos patriotas.

Entre ellos -los orientales- destacamos en primer lugar, a Don José Artigas. Su pensamiento y acción estuvo desde el comienzo del proceso emancipador. Su ideario otorgaba importancia decisiva a la lucha continental de los americanos del Sud. Decía: “Todo estuvo siempre en mi mano, pero el interés de América era el mío”. En carta a Domingo French, Artigas comenta el bando de Sarratea que lo declara traidor: “¡Yo soy declarado traidor a la Patria! Compañero ese insulto es a todos. La Libertad de América es y será siempre el objeto de mi anhelo”.

Por si quedara alguna duda de su dilatado concepto de patria, tomemos como ejemplo, entre muchos otros, el bando dirigido al Cabildo de Corrientes desde Purificación:

“Acabo de saber oficialmente el triunfo que han conseguido en Chile las armas de la Patria, contra el poder de los tiranos. Me es muy satisfactorio anunciar a vuestra señoría, este suceso, para que sea celebrado en esa Provincia, como se ha verificado en las demás. Yo celebraría que este triunfo sirviese de ejemplar para dirigir con eficacia nuestros empeños contra los que hoy intentan nuestra subyugación, y en el Oriente se hiciesen igualmente respetables las armas de la Patria y se repitiesen las glorias que supieron adquirir por su energía y virtudes”.

Se refería a la batalla de Chacabuco, victoria obtenida sobre las fuerzas realistas por San Martín y Bernardo O’Higgins el 12 de Febrero 1817.

Treinta años más tarde cuando España comienza a preparar -concentrando efectivos en el puerto de Santander- la reconquista del Perú, desde Lima se enviaron notas dirigidas a todas las repúblicas sudamericanas solicitando la solidaridad de los hermanos del continente.

A través de su canciller, Villademoros, con fecha 5 de febrero de 1847, Don Manuel Oribe contestará, con el mismo sentido americanista de defensa continental, de neto cuño artiguista:

“...Por su parte, el gobierno de S.E. el Presidente, no correspondería a sus ardorosos sentimientos americanos, si pudiese un solo momento mirar con indiferencia el atentado que se prepara torpemente contra la libertad e independencia de las repúblicas sudamericanas. Así es que, uniendo el suyo al grito de todo el continente, declara sin hesitación que mirará como injuria y ofensa propia la que en este caso se infiriese a cualquiera de las repúblicas de Sud-América: que pondrá en acción, todos sus esfuerzos y recursos para combatir la odiosa invasión y que estará pronto a correr con ellas, a dondequiera que los haga necesario el peligro común”.

El diplomático e historiador Mateo Magariños de Mello llamará a esta formidable respuesta: Doctrina Oribe

Desde su gobierno, instalado en el Cerrito, Don Manuel Oribe mantiene en jaque a los poderes imperiales mancomunados, crea un órgano de prensa para rebatir las calumnias de las fuerzas imperialistas y sus aliados. Su nombre: El Defensor de la Independencia Americana.

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Un siglo más tarde cuando un grupo de jóvenes blancos, seguidores de Luis Alberto de Herrera, promueve la colocación de un busto de Oribe frente a la cede partidaria de la Plaza Matriz, éste es quién señala la leyenda que debe llevar: Independencia, Nacionalidad y Americanismo

Como explicaba Alberto Methol Ferré:

La vida de Herrera “abarca el ciclo de un país plenamente satisfecho de sí, próspero, liberal y extraño a América Latina. El nacionalismo de Herrera fue estructuralmente uruguayo, aunque con una dimensión de nostalgia de solidaridad con el añejo tronco hispanoamericano. Esto le cualifica, le distingue de la tónica dominante propia de un cosmopolitismo portuario. Aunque Herrera es también un fruto de la balcanización coagulada, mantuvo fidelidad y orgullo de ser iberoamericano”

En el discurso pronunciado en la Convención del Partido Nacional el 25 de febrero de 1944 Herrera señala:

“Si en lo doméstico estamos junto a la regeneración nacional, ufanos de ser sus obreros a la par de otros, en lo continental somos resueltamente americanistas, como siempre lo fuimos. Pero para nosotros no es americanismo y, sí, mal disfrazado imperialismo, la prepotencia del poderoso que a título de hermandad,…se cruza, quieras que no, en la vía de los débiles, haciéndole crujir los huesos, si así se cuadra…..Para nosotros ¡eso es cualquier cosa menos americanismo! En cambio, es del bueno, lo define auténticamente –sin armas, igualitario y fraterno- aquel histórico brindis de Guayaquil en que, al despedirse, levantaron las copas y confundieron su grandeza Bolívar y San Martín: “¡Por una sola nación americana, COMPUESTA DE MUCHAS FAMILIAS”

En otro discurso, pronunciado el 27 de noviembre de 1942, Herrera define el alcance de su americanismo, cuya forma, aclara, no difiere del Libertador Simón Bolívar:

“Porque somos artiguistas, no subordinamos a la conveniencia de terceros, sean quienes fueren, el interés fundamental del país. Porque hemos nacido a este lado de los mares sentimos a fondo el americanismo; pero entendido al modo bolivariano, o sea, sin sacrificar en un ápice nuestra filiación ibérica y latina. Consorcio de patrias iguales, sin abdicación ante ninguna”.

(Según el diccionario de la RAE, la palabra “consorcio” tiene tres acepciones: 1: Participación y comunión de una misma suerte con uno o con varios. 2. Unión o compañía de los que viven juntos. Se aplica principalmente a la sociedad conyugal. 3. Condominio entre hermanos, tal que atribuye a los comuneros cierto derecho a acrecer.)

Wilson Ferreira Aldunate es uno de los que mejor ha interpretado la perfecta compatibilidad del amor que se debe al país, con el sentimiento de pertenencia a un ámbito histórico-cultural mayor. El 10 de Julio de 1987, pronuncia un discurso en el salón de actos de Banco Central al cierre del seminario sobre “Nacionalismo y liberalismo” que organizara el Centro de Estudios para la Democracia Uruguaya (CELADU), en el cual desarrolla sus pensamiento al respecto y realiza un elogio de Luis Alberto de Herrera:

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Decía Wilson:

“¿Cómo esta gente tan afirmada en esta defensa de su Patria Chica concilia esto con la integración?

Y sí, no solamente lo concilia sino que cree que una cosa va inexorablemente unida con la otra. En su origen América Latina exhibe más nítidamente que Europa el espacio cultural común. Viene luego la dispersión, y estamos ahora en la etapa que a algunos sorprende por su intensidad, que es grande, de recomposición de la unidad.

Lo que queremos es reconstruir aquel núcleo originario, y ello hace que todo nacionalismo uruguayo, argentino, boliviano, brasileño, sea necesariamente latinoamericano.

No hay modo de ser patriota de patria chica si no se es simultáneamente y por eso mismo, patriota de la Gran Patria Común Latinoamericana.

Quizás los uruguayos fuimos los últimos en entenderlo en América Latina. Los uruguayos y los argentinos. Nos vanagloriábamos. Pasábamos el aviso cada vez que nos presentaban a alguien diciendo: “mire que nosotros somos diferentes a los demás, allá no hay indios”- cosa que además es mentira – “nuestra población es totalmente europea”. Tuvieron que llegar tiempos duros para que por la vía de las solidaridades nos reencontráramos con el viejo tronco.

En Europa, el problema es un poco diferente, en cuanto lo que Europa tiene que hacer es trascender sus viejos nacionalismos. Debe construir una unidad supranacional. Nosotros, en cambio, lo que tenemos que hacer es ahondar nuestro nacionalismo para reconocernos en América Latina.

Los nacionalismos de encierro, los nacionalismos de aldea, no es que sean malos, es que no son nacionalismos. El nacionalismo cobra sentido solamente en función de la universalidad que realiza”.

Y remata, Wilson, con un elogio que bien podría ser adjudicado, a la primera espada de Herrera, Don Eduardo Víctor Haedo:

“Hubo entre nosotros quienes, a mitad de camino entre los viejos sueños y las realidades de hoy, conservaron en las circunstancias más adversas, el sentido iberoamericano de nuestras raíces comunes, de las solidaridades cordiales, de la fidelidad a la memoria, y los uruguayos que están aquí presentes saben que estoy pensando en Luis Alberto de Herrera, quien hizo como nadie el esfuerzo de acompasar esos cuatro valores esenciales que son nuestra común medida. El amor de Herrera por la patria chica le hizo el político nacionalista más latinoamericano de todos los nuestros en este siglo.”

Su hijo Juan Raúl Ferreira, a un año de la muerte del caudillo, escribe un artículo en “la Democracia” titulado “Wilson y la Patria Grande” donde explica que este discurso puede ser considerado su testamento ideológico, ya que es el último que hace con ese tenor. Al final de su artículo, con acento emotivo, da cuenta de los deseos finales de su padre:

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“Ha transcurrido un año, aunque parezca mentira y los recuerdos emergen a borbotones. Aquella calma de papá durante las últimas semanas, cuando ya se le iba la vida, aquella sonrisa serena era la sonrisa de la victoria. Porque él sabía que había triunfado y que seguiría triunfando después de la muerte. Era la tranquila certeza de que sus banderas ganarían la batalla definitiva, que sus ideales remozados y prolongados, en su entrañable juventud partidaria, alumbrarían el camino hacia una patria feliz, dentro de una América Latina solidaria y unida”

Todas estas referencias, a lo dicho y sostenido, por los máximos prohombres del Partido Nacional, y aún antes de él –un poco largas para quiénes las escuchan pero breves teniendo en cuenta que abarcan doscientos años de afirmación histórica, nacional y partidaria– fueron a todos los efectos de demostrar que el hispanoamericanismo de Don Eduardo Víctor Haedo, encuentra su razón de ser en la Historia misma de su querida divisa, desde sus orígenes hasta la actualidad, manteniéndose, fiel y consecuente, a lo largo de toda su vida, a ese numen primordial que defendieron a capa y espada, -y a costa de los más grandes sacrificios- los principales exponentes de su Partido, y en particular, al caudillo a quién sirvió y que fue su maestro: el Dr. Luis Alberto de Herrera

Si fue más notorio en él, que en otros, se debe también a que supo enriquecer y defender ese hispanoamericanismo, no solo desde la atalaya de una historia partidaria, sino también desde un manifiesto estético y cultural, que recoge distintos aportes, y en particular uno que trascendió las fronteras partidarias: el ideario cultural y americanista de ese gran aristócrata del corazón que fue Don José Enrique Rodó, maestro de juventudes. Como Carlos Quijano, que con apenas 19 años presidió el “Centro Ariel”; como Arturo Ardao, príncipe de intelectuales; Eugenio Petit Muñoz, Justino Zavala Muniz y tantos otros de su generación; Eduardo Víctor Haedo abrazo ese ideario desde su adolescencia, en su querida Mercedes, que le reveló, uno de sus maestros, el dramaturgo Ernesto Herrera, fallecido a temprana edad, docente que supo dejar en sus alumnos y en otras personas -testigos de sus magisterio-, una profunda huella.

No voy a abundar en este aspecto, tan importante.

Visitando la Azotea de Haedo, cualquiera puede apreciar las múltiples referencias a José Enrique Rodó que aquí se encuentran, en los frescos y murales dentro y fuera de las edificaciones. Por otra parte, en este mismo mes la Sociedad Rodoniana, que integran los queridos amigos Ramiro Podetti y Hugo Manini, han dado cuenta, en una muy importante conferencia realizada en este mismo lugar, de la influencia de Rodó en Don Eduardo Víctor Haedo de forma mucho más elocuente de lo que yo jamás pudiera hacer o intentar. No obstante, me gustaría leerles un breve texto, al que Don Arturo Ardao califica como el Testamento Americanista de Rodó, que escribiera poco antes de su muerte en Palermo, y que resume magistralmente, en pocas, pero apasionadas líneas, ese ideario que tanto influyó en aquella notable generación:

Dice Rodó en su “Camino de Paros”:

“Si se me preguntara cuál es, en la presente hora, la consigna que nos viene desde lo alto, si una voluntad juvenil se me dirigiera para que le indicase la obra en que podría ser su acción más fecunda, su esfuerzo más prometedor de gloria y de bien, contestaría: Formar el sentimiento hispanoamericano; propender a arraigar en la conciencia de nuestros pueblos la idea de América nuestra, como fuerza común, como alma indivisible, como patria única. Todo el porvenir esta virtualmente en esa obra. Y todo

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lo que en la interpretación de nuestro pasado, al descifrar la historia y difundirla; en las orientaciones del presente, política internacional, espíritu de la educación, tienda de alguna manera a contrariar esa obra, o retardar su definitivo cumplimiento, será error y germen de males; todo lo que tienda a favorecerla y avivarla, será infalible y eficiente verdad.”

Leyendo estás líneas y conociendo por lo vivió, luchó y proyectó ¿quién puede dudar que Eduardo Víctor Haedo no haya sido fiel a todos sus maestros?

Pero como bien nos explicaba Alberto Methol Ferré, que conocía a fondo el pensamiento de Rodó:

“El Ariel es simplísimo, es solamente alguien que señala un horizonte, de una historia que hay que rescatar, que hay que reinventar, que hay que redescubrir, que hay que hacer fértil. Hay que hacer “Zollverein”, uniones aduaneras para una gran unión política. En el Ariel solo pone exigencias, no tiene aún la madurez de relatarnos qué diablos es el Círculo Histórico Cultural de América Latina. Rodó está tanteando, aprendiéndolo apenas. Hoy sabemos infinitamente más que él de toda esa historia latinoamericana, porque él desencadenó ese movimiento que fue creciendo en forma incesante. Él señaló el horizonte y se murió allí. Una especie de Braudel futurista de la historia a largo plazo”.

LA UNIVERSIDAD SUDAMERICANA

O sea, Rodó señaló el horizonte que futuras generaciones se ocuparían de alcanzar y conquistar, con proyectos, planificación ejecutiva y realizaciones concretas. Fiel a ese mandato y en ocasión de haber sido designado Ministro de Instrucción Pública, en el año 1936, Eduardo Víctor Haedo promovió unos cursos sudamericanos de vacaciones que se realizaron por primera vez en el verano de 1938 y que contó con la presencia de la tres grandes poetisas de América Latina, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral y Alfosina Storni, constituyéndose en un suceso cultural y mediático de la época. Los cursos de verano tenían un objetivo ulterior de mayor envergadura -explícitamente enunciado- la creación de la Universidad Sudamericana, una institución de carácter supranacional que asegurara el intercambio y la cooperación académica de todos los países sudamericanos, para que se constituyera en un centro de irradiación intelectual a escala continental. Como relata, Beatriz Haedo en su libro de memorias, “la Universidad lo desveló, recorrió Sudamérica sembrando la idea, y la imaginaba como parte de una gran movilización cultural”. Su alejamiento del Ministerio, que ocupó por tan poco tiempo, impidió que este gran proyecto se concretara, y los ministros que le sucedieron no mostraron el menor interés en continuar con el ambicioso plan.

El tiempo toma su venganza. Setenta años más tarde, lo que pudo llegar a ser una iniciativa de avanzada, que honrara y beneficiara directamente a nuestro país, hoy es un emprendimiento que está llevando a cabo la República Federativa del Brasil, bajo su financiamiento y control.

La idea de la creación de una Universidad Latinoamericana (UNILA) es presentada por Brasil, por primera vez, en el sexto Encuentro Internacional del Foro Universitario del MERCOSUR (FOMERCO) en el mes de junio de 2007. Cinco meses después el proyecto de creación se lanza oficialmente ante la trigésimo tercera Reunión de

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Ministros de Educación del MERCOSUR, encargándose Brasil de su puesta en marcha. El Ministerio de Educación del Brasil presenta al presidente Luiz Ignacio Lula Da Silva, un proyecto de ley que con su aprobación es enviado al Parlamento brasileño para su estudio y sanción. Tras un intenso debate de 18 meses en la cámara de Diputados, pasa al Senado donde se aprueba por inmensa mayoría. Finalmente, en enero de 2010 el presidente brasileño estampa su firma a la ley que crea la Universidad Federal de Integración Latinoamericana (Unila) cuya ubicación queda establecida en la ciudad de Foz de Iguazú, Estado de Paraná, o sea en la estratégica Triple Frontera, con un financiamiento presupuestal inicial aproximado de 77 millones de dólares, proyectándose para un estimado de más de 10.000 alumnos y 500 profesores. Siendo un emprendimiento brasileño, tiene la particularidad que el 50% de la dotación del alumnado debe ser necesariamente de ese origen y el otro 50% correspondería a los demás países integrantes del MERCOSUR, pero con el tiempo se haría extensivo al resto de los países latinoamericanos.

No sabemos si la creación de UNILA recogió algún eco del proyecto de Don Eduardo Víctor Haedo. Si alguien recordó, en ese encuentro de Ministros de Educación del MERCOSUR del año 2007, que un ministro uruguayo de hace siete décadas concibió una iniciativa parecida.

No nos apenemos… a Don Eduardo Víctor no le importaría. En el libro de visitas de la Azotea, el poeta oriental Osiris Rodríguez Castillo estampa un poema cuyos últimos versos dicen:

“Polvo se hará mi guitarra, mi memoria… cerrazón, mi nombre puede que muera, mi copla…puede que no.”

LAS BASES

El hispanoamericanismo, su indeclinable amor a la patria chica, la histórica lucha de su vieja divisa partidaria contra los imperios, fueron sus armas y coraza cuando tuvo Haedo que enfrentar, junto a don Luis Alberto de Herrera, el oscuro propósito del gobierno de la época -presionado por el imperialismo- de imponer un sistema de bases aeronavales en nuestro territorio, que hubiera significado tener un Gibraltar rioplatense, o una nueva Guantánamo criolla, nada menos que instalado -aquí cerquita nomás- en el Sauce, de lo que apenas pasado el tiempo, sería nuestro principal balneario y fuente de riqueza turística.

Hablar de las bases, es hablar de la lucha denodada que enfrentó el Partido Nacional Herrerista, prácticamente en soledad, salvo la honrosa excepción de Don Carlos Quijano que desde las columnas de “Marcha” lanzó sus anatemas. Pero el peso de ese desigual combate fue sostenido desde el Senado, por la espada indoblegable de Eduardo Víctor Haedo. Por partida doble la intentona: en noviembre 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, y luego, más tarde cuando rebrotó la intención en 1944. En la segunda ocasión, sin tiempo para prepararse a interpelar, ya que las obras para la construcción de las bases se había iniciado en secreto, Don Eduardo enfrentó a dos ministros de estado, y un parlamento mayoritariamente en contra, en una maratónica jornada, desde las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana siguiente. Además, desde la presidencia de Senado, se hallaba el anterior ministro interpelado -el muy bien preparado para los mandados por los poderosos- Dr. Alberto Guani. Las dos intentonas fracasaron,

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estrellados ante los muros de dignidad y coraje que levantaron juntos, Herrera y Haedo, salvando al país de tener que soportar esa llaga purulenta, que hubiera envenenado nuestras relaciones con los hermanos argentinos e hipotecado torpemente el destino turístico de nuestro país,… y quién sabe que otros desastres más. Muchos no lo supieron comprender, enceguecidos por las pasiones que desató la contienda mundial. Haedo describe de forma magistral en su “Herrera, caudillo oriental” el clima que se vivía en nuestra pequeña aldea durante el lapso que duró –al decir de Herrera– “el festín de leones a dos mil leguas de distancia”:

Cuenta Haedo:

“Los bandos se definían, pasionalmente, no por ideas o programas, sino por juicios vehementes, las más de las veces rencorosos y casi siempre insensatos, sobre los protagonistas y partidarios de una y otra posición. Los reticentes aparecían como si pertenecieran a otro país o hubieran vivido apartados del escenario nacional sacudido por propagandas en las que todo sudaba represalias e intolerancia. Se agregaba a eso la inveterada propensión de los países pequeños de convertir en propios los problemas internacionales dando muchas veces la sensación de que donde tronaba el cañón no era en las zonas lejanas sino en el centro de la República, y confundir la miseria y el atraso económico con ruinas de batallas libradas unas veces por demócratas contra fascistas, otras por comunistas contra nacionalistas. No sin cierta sonrisa nos tocó ver levantarse en multitudinarias ceremonias, con aire de coronación, las efigies de Stalin, Roosevelt y Churchill y ver a los mismos descenderlas más tarde con ira de herederos defraudados”.

La oposición a las bases de Estados Unidos en nuestro país, la defensa inclaudicable de los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, le valió numerosos admiradores y amigos a lo largo de América Latina, y muy especialmente en Argentina, contra quién realmente estaban dirigidas esas bases imperiales.

Uno de esos amigos y admiradores, Arturo Jauretche, describe -con esa elegancia canchera y beligerante de su pluma- esta memorable época de afirmación y lucha, que catapultaron a Haedo como campeón de aquellos principios:

“La presión imperialista de uno y otro bando era tremenda. Había que mantenerse en sus trece y denunciar la insolente orden foránea y la disciplinada subordinación de los cipayos. Releo los debates en que la voz de Haedo alcanzó niveles de excepción y me emociona recordar aquellos tiempos de rompe y raja… En estos días en que la expresión “Patria Grande” ha dejado de ser un concepto iniciático para convertirse en bandera concreta de multitudes de carne y hueso, la figura de Eduardo Víctor Haedo se erige en una guía más en el camino que nos falta recorrer.”

Los orientales no deberíamos escatimar elogios a quiénes evitaron tantos males para la República. El espíritu de facción mezquina a ciertos hombres el elogio que debería corresponderles cuando se sabe que tuvieron razón, y salvaron al país. Quisiera ensayar, entonces, un elogio, que se me vino a la mente, sabiendo con sana envidia que Eduardo Víctor Haedo y su familia tuvieron el honor de ofrecer una cena -en su casa de la calle Colonia- al ministro de cultura de Francia, premio Nobel de literatura, heroico combatiente de la República Española. Cuando un canalla de los que nunca faltan, trató de cebarse contra el Gral. Charles De Gaulle, André Malraux hizo que una multitud se pusiera de pie cuando le espetó al miserable: “¡El hombre que, en el terrible sopor de nuestro país, mantuvo el honor de Francia como un sueño invencible!

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Eduardo Víctor Haedo fue a Herrera lo que André Malraux fue a De Gaulle: Ambos, en el terrible sopor que se abatía sobre nuestro país, mantuvieron el honor y la integridad de nuestra Patria, como un sueño invencible.

LOS PODEROSOS, LAS POETISAS, EL ARTE Y EL CHE

André Malraux fue apenas una de las tantas personalidades, con las que Eduardo Víctor Haedo, mantuvo contacto. A lo largo de su trayectoria política, conoció a figuras como Krushev, Golda Meir, Fidel Castro, Sukarno, Harold MacMillan, el Mariscal Tito, Jawarhal Nehru, Dwight Eisenhower, Francisco Franco, todos protagonistas de los hechos más relevantes del siglo XX. Trabó amistad con máximos exponentes de la literatura como Pablo Neruda, y Ortega y Gasset . De muchas de ellas se enriqueció a lo largo del tiempo, cultivando una firme amistad personal como con Arturo Frondizi, Siles Suazo, Juan Domingo Perón, el Mariscal Estigarribia, el propio Luis Alberto de Herrera, sin poder agotar una larga lista. Algunas fueron intensas amistades como la que tuvo con el pintor Bernaldo del Quirós, o el historiador José María Rosa. Toda una pléyade de artistas visitaron, comieron y pernoctaron –algunos, diríamos, excesivamente- en estas edificaciones, pero también supo sacarles el jugo como corresponde; así lo atestiguan lo muros y paredes y jardines de la Azotea. Escritores y artistas, políticos y científicos frecuentaron su mesa y su “conversatorio”. La lista es demasiado larga, inabarcable.

Beatriz, afirma en su libro que las tres poetisas representaron un vínculo muy especial para él: Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni y Gabriel Mistral. Cuentan que, cuando asumió como Presidente del Colegiado en 1961, Haedo era bastante informal con los asuntos del Protocolo. Trabajaba de la mañana a la noche, a veces hasta la madrugada, pero en la tarde gustaba tomar una siesta en un sillón de su despacho, y lo hacía con camisa y corbata pero en calzoncillos. A veces ocurría que venía algún embajador a presentar credenciales, y los secretarios se desesperaban porque llegaba la hora y el presidente se encontraba en paños menores. Sin embargo, el día que recibió a Juana de Ibarborou, en el Palacio Estévez, hizo tender la alfombra roja, formar a la guardia y la esperó vestido de frac. Veinte años antes, Alfonsina Storni le había obsequiado su retrato con esta poética y significativa dedicatoria: “Un ministro que tiene piedad de las musas merece el bien del Olimpo.”

Eduardo Víctor Haedo no fue poeta, pero vivió y escribió poéticamente. Esto se hace evidente en su inclinación por la belleza de las cosas, de las palabras, del diálogo enriquecedor, de su amor por los paisajes que conoció en su niñez en su Soriano natal, que tan expresivamente se refleja en sus pinturas. Aquí tenemos un amigo, oriundo de Soriano que conserva un cuadro de Haedo titulado: La casa de los Marfetán.

El poeta argentino Eduardo Carrol dejó unos versos que iluminan sobre lo que Haedo quiso hacer con la pintura, pero que también esclarecen sobre el significado heroico y épico de la historia que quiso protagonizar y comunicar a los demás:

Territorio en color de la llanura

abierto corazón en llamarada

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donde vuelcas la historia en pincelada

de poncho y de puñal en la cintura

El grito de la raza te procura

horizontes de oscura caballada

Y regresas al gaucho en su jornada

de fiebre, de malón y de locura

Te levantas con huellas de la tierra

desde el fondo de un tiempo detenido

para volver fronteras y clarines

Pintas tu libertad, andas tu guerra

y dejas el silencio florecido

de cascos, de guitarras, de fortines.

Pero su pintura es, también, reflejo de su prosa. Y cuando escribe sobre aquellos personajes que le merecían admiración, esa prosa alcanza tonalidades épicas. Cualquiera que haya leído su Herrera, caudillo oriental puede entender a qué me refiero.

Quiero leerles, un fragmento de ese extraordinario libro -claro ejemplo de lo que afirmo- que no se refiere -curiosamente- al caudillo del título, sino a un personaje tanto más polémico, encarnación del llamado “hombre nuevo”, elevado a la categoría de dios laico por todas las fuerzas revolucionarias que han actuado en América Latina en el último medio siglo. Escribió Haedo:

“El Che Guevara presidió la delegación de Cuba, a la Conferencia de Punta del Este en agosto de 1961, siendo yo presidente del Consejo Nacional de Gobierno. En las cordiales entrevistas que entonces mantuvimos en mi casa de La Azotea, me comunicó su concepción de la lucha planteada entre el capitalismo y el pueblo. El carácter universal que daba a ese encuentro y su resolución de definirlo por la violencia, me impresionó. La fe que demostraba, la pasión limpia y generosa que lo animaba, transmitida con sencillez de expresión y ausencia de vanidad, conmovían. Bien se advertía que no se preparó para seductor de muchedumbres. Su magnanimidad le daba sentido religioso, grandeza de cruzado. Para el interlocutor pasaban a segundo plano las posibilidades de ejecutar plan tan grandioso. La fascinación que producía tenía su origen en una especie de iluminación, que transformaba en sonrisa sus seriedades, y en solemnes sus silencios. Me pareció entonces, y me sigue pareciendo, ahora, un Loyola al revés. Por su despego de todo lo material y transitorio, su decisión de aniquilar al enemigo, la serena potencia de su brío, el temple denodado, a lo español. Conocía al

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detalle la historia de los pueblos rioplatenses. Me sorprendí al verlo detenerse ante las estatuas de Saravia y de Herrera que hay en el parque. Cortésmente insinué un comentario. Me detuvo de inmediato: “Ud. no se imagina, presidente, cómo los conozco. De los dos sé mucho. En Córdoba, el padre de un compañero que no había estado nunca aquí tenía una especie de museo con artículos y fotos de las guerras civiles del Uruguay, recortadas de la revista porteña "Caras y Caretas" y de diarios argentinos. A menudo me leía y comentaba aquellos sucesos. Saravia lo entusiasmaba. Lástima, agregaba, que no venció... lo mataron como la reacción mata a los héroes, de cualquier modo. Yo, adolescente, le decía: Por eso hay que matarla primero y que no quede ni semilla. Estaba en Montevideo cuando Herrera hizo un mitin al regreso de su campaña en 1950. Me quedó grabada su estampa y lo que más me sorprendió fue cómo se hacía entender por las masas. Parecía que ignoraba o despreciaba todos los recursos oratorios". “-No habrán sido ilusos-", le dije. Contestó: "Eran guerrilleros de alma. Los dos son más útiles muertos que vivos a la causa de la liberación".

“Saravia, Herrera, el Che, guerrilleros de alma, más útiles muertos que vivos a la causa de la liberación. Esta identificación impresionante, hecha por el héroe de las juventudes revolucionarias de América, da, a la nuevas generaciones la perspectiva adecuada para descubrir en el Che, en Herrera, en Saravia, en Artigas, la ascendencia de sus idealidades generosas, el rumbo cierto de una revolución auténticamente americana.”

Mi maestro, Alberto Methol Ferré, que fue secretario y amigo de Eduardo Víctor Haedo -hombre de profundas convicciones religiosas- afirmaba, con una especie argumento teológico-antropológico, que desde Caín y Abel, las relaciones humanas están teñidas de sangre:

“El otro es mi hermano, pero también puede ser mi enemigo”. “La historia es efectivamente una lucha de poderes (que implican siempre determinados valores), una dialéctica diversificada, multiforme, de amigo-enemigo, donde el amor al enemigo es la crítica del enemigo, desde la amistad que hay en el enemigo, para destruirlo como enemigo y salvarlo como amigo. ¡Y en uno mismo habita el enemigo! Esta dialéctica está en la médula del Evangelio. Toda otra actitud, aun bajo rostros espiritualistas o idealistas, conduce al maniqueísmo. Con desastrosas consecuencias pastorales y políticas”.

Estas palabras de Alberto Methol, me llevan a pensar que Don Eduardo Víctor Haedo, pudo ser un magnífico ejemplo de esa capacidad de recuperación del enemigo desde lo mejor que hay en él. Empezar por reconocer que el potencial enemigo lo motiva una “idealidad generosa”, puede ser el comienzo una colaboración posible, con el consiguiente auto reconocimiento de los mutuos errores que provocan desgracias a los pueblos que solo desean vivir en paz.

¡Tan lejos estaba don Eduardo, de ese espíritu maniqueo con que se quiso “desagraviar al mate”, el día que el “Che” Guevara se tomó unos amargos en la Azotea de Haedo!

BENITO LLAMBÍ

Me parece ineludible hablar un poco de una persona, que fue uno de los grandes amigos de Don Eduardo Víctor Haedo y que leer sus propias memorias me causó una profunda

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impresión. Fue no solo su amigo, fue su apoyo, y además su yerno. Me refiero obviamente a Benito Llambí. Militar primero, hombre de confianza de Juan Domingo Perón, cambió su uniforme militar por la librea del diplomático. Ministro de Interior del último gobierno del Gral. Perón, fue artífice de su regreso. Cuando se hizo necesario hacer un cambio de ministros, Perón aclaró que el único que no iba a cambiar era a Benito Llambí, porque era milico -por eso se entendían mejor- y porque era hombre de diálogo. Rara cualidad en los hombres que eligen la carrera de las armas.

Lo veo en una foto sentado en Consejo de Ministros a la izquierda del Presidente Perón. Ese lugar solo se reserva para el hombre de más extrema confianza, ya que se encuentra ubicado en el flanco más débil del líder, al alcance de su corazón para matarlo, con la mano derecha, mientras el líder solo tiene la mano izquierda para defenderse.

Hablar entonces de Beníto Llambí ameritaría otras conferencias. Solo me voy a referir a un acontecimiento de su vida, que me impresionó vivamente. La carta que le dirige a la inicua Junta Militar que desgobernara a la Argentina y la condujera a la humillante derrota en la Guerra de la Malvinas, publicada un 28 de junio de 1982, ocasionando su arresto por dos meses en Campos de Mayo. Su comienzo es lapidario:

“No hemos sido derrotados; han capitulado algunos mandos débiles de espíritu y de espada, sin vocación heroica, ante el asombro de nuestro pueblo y de los pueblos que habían abierto un generoso crédito de confianza a nuestra causa. Pero su capitulación no es la capitulación de los argentinos. No nos han vencido. No nos vencerán jamás.”

“Estos capituladores han rifado el heroísmo de nuestros pilotos que asombraron al mundo; el de nuestros soldados de mar y tierra que se batieron como los mejores, de los tantos de nuestra historia.”

Percibo que Benito Llambí expresa la impotencia y el orgullo herido del hombre que tuvo formación militar, y que no puede ser llamado al servicio, debido a sus años, para luchar como él quisiera por su Patria. Solo puede seguir las acciones de guerra como lo haría cualquier civil, desde su casa, por la pantalla de televisión, observando como los pilotos argentinos, que califica de “genialmente heroicos”, se jugaban la vida contra una potencia militar del primer mundo que contaba con la complicidad y el apoyo tecnológico del siempre omnipresente imperio del norte.

Continúa:

“Los argentinos, hasta ahora, éramos un pueblo, que acertado o equivocado, sabíamos morir. Estos mandos de la derrota han rifado esta tradición de gloria nacional a la carta de una capitulación ignominiosa.”

“Nosotros los latinoamericanos y especialmente los argentinos, no podemos olvidar la actitud de los Estados Unidos y su abierta traición a los ideales panamericanos en función de asegurar su imperio económico contra todos los pueblos del mundo.”

Y concluye su carta con esta notable afirmación:

“Hay que comenzar de nuevo. No para rehacer nuestra historia, que con derrotas y victorias nos enorgullece, sino para asegurar su continuidad hasta culminar con nuestra meta más que nunca inevitable: los Estados Unidos de Latinoamérica,

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señalada por los libertadores San Martín y Bolívar desde antes de su victoria sobre los ejércitos coloniales del viejo imperio español.”

No me extrañaría que Benito Llambí se hubiera inspirado en este pasaje del libro de Don Eduardo Víctor Haedo donde Luis Alberto de Herrera llega a la misma conclusión:

“Nuestras patrias, agregaba, son subsistentes en sí, el imperialismo logrará lo que solos no pudimos hacer: unificar América Latina para resistirle. Los hechos, como fatalidades, vienen trazando nuestro destino común. Por eso respondo a quiénes me preguntan qué es lo que hay que hacer frente al avance de los poderosos dentro de nuestra insuficiencia: luchar, no ceder, atentos a lo que quieran los pueblos. Los pueblos, y por lo tanto la historia que son sus actos, no retroceden”. -Y poniendo optimismo en el deleite de su sonrisa, a la vez que alisaba su bigote encanecido, remachaba- “tiempos duros pero maravillosos”.

FINAL

En este punto dejo de pintar este mural. Lo reconozco inconcluso. Me hubiera gustado hablar mucho más del hombre que genialmente se construyó a sí mismo desde la pobreza –hijo natural en tiempos que esa condición no facilitaba las cosas- que con su inteligencia y tenacidad logró alcanzar los más altos puestos en la carrera de los honores. Hubiera querido hablar más del artista, del historiador que fue, del orador, de su pensamiento profundo, mucho más de su obra de gobierno, de su productiva labor parlamentaria. Mi compromiso pasa por seguir pintando, reflexionando sobre el personaje, aprendiendo de él. También otros más avezados que yo podrán pintar su propios murales. Allá afuera hay un mural de Glauco Capozzoli, que representa la parábola de Rodó “La respuesta de Leuconoe”. La pintura se ha ido desvaneciendo, los rostros apenas se reconocen. El artista creyó que la pintura que utilizó iba a resistir al tiempo, pero se equivocó. No fue la pericia del artista, sino los ingredientes. Yo no tengo la pericia de ese artista, pero mi mural está hecho de palabras que puestas en un papel, en un archivo de texto, o arrojadas al ciberespacio, tal vez tengan una certeza mayor de supervivencia. Confío que en alguno de esos ignorados lugares del tiempo, por fin, alguien las leerá.

De Octavio Paz:

Soy hombre: duro pocoy es enorme la noche.Pero miro hacia arriba:las estrellas escriben.

Sin entender comprendo:también soy escritura

y en este mismo instantealguien me deletrea.

Que sea, entonces, este simple mural de palabras, la ofrenda de nuestro homenaje a Eduardo Victor Haedo, pero también a Benito Llambí y a Beatriz Haedo, quienes han hecho de sus propias vidas -ellos sí- auténticas obras de arte. ♦

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