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Don Juan de Dios de Mora Los templarios. Tomo I 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

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Don Juan de Dios de Mora

Los templarios. Tomo I

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

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Don Juan de Dios de Mora

Los templarios. Tomo I Novela original Capítulo I El suplicio de la gota de agua Era una noche fría y lóbrega de uno de los últimos años del siglo XIII. Toda la creación yacía sumergida en silencio, tinieblas y sueño, como si los resortes de la vida y del Universo se hubiesen paralizado. Entre las negras brumas de esta noche de invierno, se divisaban, en la cumbre de un alto y fragoso monte, dos masas imponentes, dos monstruos de fantásticos contornos, dos gigantes de piedra, que frente a frente parecían contemplarse silenciosos y amenazadores. Eran dos vastos edificios, colocado el uno a muy corta distancia del otro. El primero era un castillo de los más fuertes e inexpugnables; el segundo era una iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Ambos edificios pertenecían a la poderosa, acatada y temida orden de los caballeros Templarios. A la falda septentrional del monte, entre peñascos y maleza, se elevaba una torre solitaria, carcomida, ruinosa y cuyos muros de verdinegros colores atestiguaban su edad caduca. En lo más alto de aquella torre había una campana; en lo más profundo había un subterráneo. La campana servía para comunicarse al aire libre, con la iglesia y el castillo; el subterráneo servía para el mismo objeto, si bien de una, manera invisible y misteriosa. Sólo turbaba el espacio el murmurar monótono y eterno de un caudaloso arroyo que corría poco distante del solitario torreón, y los lúgubres chirridos de la lechuza y el búho, que, como los genios de las tinieblas y de las ruinas, agitaban en torno de la torre sus crujientes alas, produciendo un ruido semejante al choque de huesosos esqueletos que surcasen el espacio. Quien hubiese mirado atentamente a una ventanilla practicada, en el muro del salón principal de la torre, habría podido notar las oscilaciones de una luz, que brillaba a intervalos, según que se interponía o desaparecía entre la ventana y la luz una sombra que vagaba por el aposento. Un silencio verdaderamente sepulcral reinaba en el interior de la misteriosa torre. Todo era oscuridad y silencio, excepto en aquella estancia por donde se paseaba el único habitante que, al parecer, existía en aquella mansión. En su centro, pendiente de una cadena de hierro, veíase una lámpara que esparcía en torno la moribunda luz que ya hemos divisado.

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El salón, cuya techumbre estaba escaqueada de púrpura y oro, entapizado el pavimento con una alfombra oriental, y adornado con ricos y bien labrados sitiales de nogal con remates dorados, presentaba un aspecto muy diferente en su interior del que pudiera esperarse, a juzgar por la apariencia ruinosa y desvencijada de aquel caduco edificio. En la semioscuridad que inundaba el aposento, pues que la luz espirante sólo esparcía alguna débil claridad en un círculo muy limitado, confundiendo en sombras los extremos del espacioso salón, se destacaba vigorosamente una figura blanca y una fisonomía enérgica que hubiera podido servir de estudio a un gran pintor. Era una cabeza digna de Rembrandt, el genio trágico de la pintura. Figúrese el lector un hombre de estatura mediana, pero fornido y vigoroso como un atleta; un rostro de color cetrino, facciones muy pronunciadas, y una barba, espesa y encrespada como un matorral, larga hasta la cintura y negra corno el azabache. Una enorme y profunda cicatriz le atravesaba desde la frente y la ceja hasta la mejilla izquierda, donde se perdía entre su aborrascada barba. Excusado parece decir que era tuerto del ojo izquierdo, y que, por lo tanto, su aspecto era fiero y disforme. Sus cabellos eran espesos, ásperos y entrecanos en la parte posterior de la cabeza, mientras que la superior estaba completamente calva, y sólo dos mechones de pelo venían a caer a los lados, de su frente nebulosa, ceñuda y surcada de arrugas transversales, signo de dureza, de crueldad y de pasiones mezquinas, no de la meditación ni del estudio. Su andar era rápido y firme, y sus precipitados e impacientes paseos por el salón pudieran compararse a los del tigre encerrado en una jaula. Era, en fin, una de esas figuras sombrías de tragedia, de revolución o de venganza, una de esas cabezas de sayón o de verdugo, uno de esos hombres cuyo aspecto impresiona fuertemente, y que, una vez vistos, aun cuando sea a la luz de un relámpago, jamás se olvidan. Vestía el hábito blanco de la orden del Templo de Salomón, y en su pecho lucía la cruz roja, señal de que era caballero profeso. Llamábase Matías Rafael Castiglione, era calabrés de nación y había merecido la más ilimitada confianza del maestro provincial de Castilla y de algunos comendadores, que le habían encargado en varias ocasiones tenebrosos manejos y confiádole algunos de esos secretos terribles que con frecuencia suelen ser el alma de ciertas sociedades o corporaciones cuando, como la orden del Templo, encuentran toda su fuerza y prestigio en sus misteriosas ceremonias, en sus reuniones ocultas y en su presencia universal. Los caballeros Templarios estaban en todas partes, como Dios, invisibles y presentes, según les convenía. Respecto al bueno de Castiglione, debemos añadir que era el genio malo de la orden, el espíritu de ingeniosa y lenta tortura, el demonio de las venganzas misteriosas. Largo rato continuo en sus paseos, hasta que de pronto se detuvo. La campana del reloj de la torre repitió doce veces su tañido, que se dilató en el espacio como la voz sollozante de un moribundo. Sin duda tiene algo de solemne ese momento en que decimos. ¡Es la media noche! Si es cierto que en ese instante comienza el reinado de los espíritus, infernales, de seguro debía empezar entonces la vida y el contento para el horrible italiano.

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Y a la verdad, aquella hora produjo en él un efecto maravilloso. Inmediatamente encendió una lamparilla, y, cargado de un cesto, salió rápidamente del espacioso salón por una puerta que se abrió en el mismo muro de la estancia; pero una puerta, no de madera, sino cuyos tableros estaban formados de piedras de sillería. En seguida bajó una escalera de caracol estrecha, desgastada y húmeda. Al fin de aquella escalera había una habitación inmensa, dividida en tres piezas, cada una de las cuales estaba iluminada por una gran lámpara. Debe advertirse que no había aceite, ni luz ardiendo, sino que las lámparas contenían un líquido fosfórico y luminoso que en medio de las tinieblas producía una viva claridad. Aquella prodigiosa mixtura era la misma que usaban los romanos en sus enterramientos o panteones subterráneos. En nuestros días se han descubierto algunos de estos vasos pasmosos, cuyo líquido apenas se había consumido algunas líneas después de miles de años. A la puerta de la primera pieza veíase atado con una cadena un formidable león de erizadas guedejas, al cual arrojó Castiglione grandes trozos de carne, que el terrible animal devoró con ansia. Luego el disforme caballero comenzó a acariciar a la fiera, que azotaba su roja y luciente piel con su enarcada cola, en señal de cariño y agradecimiento. El león estaba perfectamente domesticado, se entiende para Castiglione solamente, pues que otro cualquiera habría sido al punto víctima de sus robustas y sanguinarias garras. El ojo único del espantoso italiano chispeaba feroz y jubiloso al contemplar1a actitud fiera, la encendida boca, el vahoso aliento y los ojos centelleantes del temible animal. Y por cierto que aquella horrible simpatía entre el hombre y la fiera, aquella especie de entre dos seres fuertes y feroces, aquella calva frente, aquella barba negra, aquel hábito blanco; el rojo león, la pálida luz, el subterráneo y la solitaria noche, todo esto formaba un grupo horrible, fantástico, espeluznador. Por fin Matías Rafael Castiglione pasó adelante. ¡Quién podrá describir las maravillosas riquezas, los espléndidos tesoros que aquel apartado recinto contenía! En cada una de las espaciosas salas veíanse alrededor de los muros hileras de grandes vasos de bronce en forma de cáliz, todos llenos de oro, de plata y de piedras y joyas de valor. Igualmente se veían lujosos paramentos, mantas de seda de color de púrpura y sillas de montar ricamente bordadas de estriberas de plata y espuelas de oro; puñales, dagas, cimitarras, sables y espadas con suntuosas esmaltadas de diamantes, todo lo cual estaba colocado sobre la pared con admirable simetría, formando vistosos pabellones, caprichosas figuras y labores del más exquisito gusto. Pero lo que más llamaba la atención en la última pieza era una multitud de figuras extrañas de animales, construidas de oro macizo y colocadas en nichos semejantes a los casilleros de un armario que revestían las paredes. En muchos de aquellos compartimientos había también guardadas con inmensa profusión ricas telas de brocado de ora, de sirgo y damasco de los más bellos dibujos y espléndidos colores. Tanto, arriba como abajo en los muros de la última sala, a manera de zócalo y cornisa, veíanse dos hileras de nichos, dentro de cada uno de los cuales había representado, ¡cosa rara! un gato de gran tamaño y ejecutado con prodigiosa perfección; mas las tales figuras no eran menos estimables por la materia que por el arte, pues que todas estaban hechas de luciente oro.

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He aquí la razón por qué el vulgo acusaba a los Templarios de idólatras, porque decían adoraban la figura de un gato. También, muchos escritores, teniendo en cuenta las extrañas y espantosas figuras esculpidas en sus iglesias, les imputaron doctrinas gnósticas; y habiendo descubierto entre ellos varios grados de iniciación, se ha pretendido ver en esta orden el origen de las logias masónicas. El que tenga la paciencia, de seguirnos vera más adelante hasta qué punto eran o no fundadas semejantes acusaciones en el proceso más ruidoso de los siglos medios, tan fecundos, sin embargo, en procesos, pues hasta los mismos animales no estuvieron exentos de la jurisdicción de Themis. El lector habrá reconocido fácilmente que nos encontramos en el lugar donde los opulentos Templarios tenían guardados sus inmensos tesoros; y si no era aquel su único escondite, podemos asegurar que, por lo menos, allí estaba el depósito más considerable de las riquezas de la orden en Castilla. Y en verdad que no era fácil atinar con aquellas habitaciones subterráneas, cuya entrada guardaba el rey de las fieras y en cuyo recinto habitaba el formidable tuerto. Este, cerrando la puerta, que era también un lienzo de pared que se movía por medio de ingeniosos resortes, desembocó en una extensa galería, a cuyo frente apareció una puerta de bronce. Sobre la portada veían se pintados con vivísimos colores trofeos y símbolos que hacían erizarse los cabellos. Constituían aquel horrible pabellón dos sables cruzados, un manto imperial, una cabaña, una corona, dos calaveras y una figura espantosa con cabellera de sierpes y cabeza de dragón. Aquella cabeza era el bafomet, que en la ideografía masónica de los Templarios significaba el mal principio o el genio del mal. A la temblorosa luz de la lamparilla del italiano, aquellas culebras parecían retorcerse, aquella boca de dragón parecía abrirse, y parecía que aquellos ojos feroces brillaban de júbilo y que las peladas calaveras, con sus cavidades vacías, lanzaban carcajadas llenas de un sarcasmo horrible. Castiglione miró todo esto, y su disforme semblante se cubrió de una palidez mortal. Sin duda alguna aquella habitación encerraba terribles misterios o recuerdos espantosos para el italiano, supuesto que, sin volver atrás la cara, cerró su ojo único y se precipitó desatentado por aquellos sótanos interminables y lóbregos. Después de haber bajado otra escalera estrechísima y que se sumergía en las entrañas de la tierra a una profundidad prodigiosa, se detuvo en un largo callejón. Allí permaneció inmóvil y de pie como una estatua durante mucho tiempo. La luz apenas ardía en aquella atmósfera estancada, y no se oía más que un ruido acompasado, lento y monótono, como una gota de agua que se estrellase sobre un cuerpo duro. Aquel ruido era la única palpitación de vida que interrumpía aquel silencio de muerte en aquella fría, lúgubre y solitaria mansión, tan distante del rumoroso y vívido estruendo que cubre la superficie de la tierra. De repente se oyó un suspiro tristísimo que se dilató en mil ondulaciones por las tinieblas, cual si por allí vagase el ángel de los dolores. El italiano salió de su meditación y se dirigió rápidamente hacia el punto donde había sonado la dolorosa exclamación. -¿Por qué te quejas? -preguntó Matías con una ironía cruel-. ¿No hemos sido bastante piadosos contigo dejándote la vida?

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Nadie respondió; solamente sonó un nuevo suspiro más doliente, más lúgubre, más desgarrador aún que el primero. Castiglione se había detenido delante de un edificio tan extraño como espantoso. Figúrese el lector un inmenso círculo que se hacía al fin del callejón. Aquella extensa explanada estaba rodeada de muros sólidos y macizos. Contiguo a la muralla se levantaba una perforación en toda la altura de la bóveda y pared, que eran de una elevación considerable. Aquella perforación era una celdita, que, superpuesta a la muralla, se levantaba allí, formando un cubo de prodigiosa altura, pero que seguramente no excedía de tres pies su longitud y latitud. Aquello era verdaderamente una alacena, un nicho, una tumba de piedra dentro de un panteón subterráneo, como la doble cubierta de plomo y de madera de un ataúd que contiene los restos de algún mortal célebre. Solamente que aquellos restos eran vivos. Por la parte exterior y a la altura de un hombre sentado se veía una ventanilla con una tupida reja de fuertes barrotes de hierro. Aquella era la única comunicación del ser vivo que allí se encontraba; por aquella pequeña abertura, si se nos permite la expresión, respiraba gota a gota el aire suficiente para no morir, el aire bastante para prolongar el horroroso martirio de su existencia. En vano el Creador del mundo hacía que todas las mañanas el refulgente carro de la aurora anunciase a los mortales el movimiento y el júbilo y el estruendo de la vida. Ni los cantares de las zagalas, ni los trinos de las aves, ni el soplo de los vientos, ni el murmurar de los arroyos, ni el perfume de las flores, ni los rayos del sol penetraban jamás en aquella, espantosa mansión de tinieblas y de lágrimas. Ni ruido, ni luz, ni movimiento, ni nada que se asemejase al mundo de los vivos se experimentaba allí. Todo era silencio, soledad y horror. Aquel aire mefítico sólo guardaba dolorosos ayes, y alguna que otra vez solían oírse los pasos del horrible carcelero o los rugidos del amarrado león, que se dilataban retumbando por aquellas tenebrosas concavidades. Castiglione sacó del cesto un pedazo de pan y un trozo de carne, y colocándolos en la reja, dijo: -Toma, y come. La luz que llevaba el disforme caballero hirió de lleno en la ventanilla. ¡Gran Dios! ¡Qué doloroso espectáculo! Al través de la reja veíase una cabellera greñuda y más blanca que la nieve. Un rostro pálido y triste asomó a la abertura y una mano descarnada cogió con ansia el esperado alimento. Nunca en humano semblante ha aparecido una palidez más intensa que la que cubría el rostro del prisionero. Sus ojos, cargados de largas cejas, tenían una expresión inexplicable de tristeza, de ternura y de odio, como si en el alma de aquel desdichado batallasen juntas la resignación más evangélica y la desesperación más diabólica. Y en verdad que era preciso estar dotado de una bondad más que humana para no acusar al cielo de cruel en tan espantoso infortunio. El emparedado solía mezclar con frecuencia,

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los lamentos de su amargura y las oraciones de su fe religiosa con sus recuerdos mundanos y con las blasfemias terribles de su desesperación. ¡Cuánta nobleza y dignidad podía leerse en el semblante de aquel hombre! Su vejez era anticipada por las privaciones y amarguras de la vida más bien que por el peso de los años. En torno de aquel inmundo tugurio se esparcía un olor repugnante. Castiglione se alejó con paso lento y aire distraído. La luz se fue extinguiendo por grados en aquel subterráneo. Todo volvió a quedar sumergido en el más profundo silencio, que tan solamente era interrumpido por los sollozos del emparedado y por un ruido confuso, lento, extraño, casi imperceptible, pero acompasado, constante, eterno. Una gota de agua caía a intervalos medidos sobre la cabeza del infeliz condenado al más cruel de todos los suplicios. Nunca ha podido encontrarse un símbolo, una forma, una expresión tan elocuente como repugnante del valor del tiempo y de la constancia. El prisionero tenía la parte superior del cráneo desnuda de cabellos y en extremo dolorida por el continuo choque de la gota de agua. Acaso parezca a primera vista que era insignificante este suplicio; pero, si atentamente se considera, se comprenderá que nunca el demonio de la tortura debió sonreír con más júbilo que cuando se ocurriera a los mortales castigar a sus hermanos con una agonía, cuya hiel inagotable se saboreaba gota a gota. Al inventar este suplicio, se inventó la manera de eternizar las ansias de la muerte. Es verdad que los reos sucumbían después de mucho tiempo; pero sucumbían con el cráneo podrido y entre dolores espantosos. El anciano que se encontraba en la solitaria torre de los Templarios era una de esas organizaciones privilegiadas, uno de esos hombres extraordinarios que al vigor intelectual reúnen la energía del carácter y la fuerza del cuerpo. No obstante, algunas veces le abandonaba su razón y se entregaba a los más extraños delirios, y comenzaba a rugir de dolor y de ira. Esto, al parecer, sucedía a impulsos de algún recuerdo más doloroso todavía que los que cotidianamente le atormentaban. Entre las nubes hay nubarrones, así como también entre las estrellas hay luceros. Tanto en el bien como en el mal, tanto en la dicha como en el tormento, el alma humana ve siempre un más allá, un abismo más profundo que todos los abismos, un cielo más alto que todos los cielos. El mundo sin límites de lo infinito es la verdadera patria del hombre. El Templario consideraba loco al infeliz condenado, porque en sus furiosos arrebatos demandaba al cielo la fuerza suficiente para desmoronar los muros de su tumba. Y con ademán delirante comenzaba a sacudir fuertemente los hierros de la reja, hasta que, jadeando y maldiciendo su impotencia, caía en el fangoso piso de aquella especie de ataúd infecto.

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Jamás la esperanza le había abandonado, y siempre aguardaba que de un momento a otro llegase el de su libertad. Esta fe tan viva en el porvenir le había dado fuerza sobrehumana para resistir sus desdichas. Dios ha permitido que el que cree y espera sea más fuerte que el que no abriga fe ni esperanza. Pero con una gran actividad intelectual, sepultada entre tinieblas, no podía hacer otra cosa sino entregarse a sus delirios. La vida sólo se completa con el espectáculo del Universo, causa ocasional, aura fecundante que hace florecer la verdad con toda su plenitud en los espacios luminosos del pensamiento. -¡No! ¡No! -exclamaba-. No es un sueño, no es un delirio... Yo he visto en esta noche interminable, yo he visto aparecer una figura blanca con una luz en la mano; me ha hablado, me ha prometido la libertad... ¡Oh! ¡La libertad!... Mientras que el triste prisionero deliraba con esta mágica palabra, el feroz Castiglione se dirigía a su aposento por el mismo camino que antes le hemos visto llegar adonde gemía el emparedado. Ya hemos hecho notar que cuando Castiglione pasó por la puerta, sobre la cual se veía la monstruosa cabeza del bafomet, se alejó de aquel sitio con rápida planta y ademán temeroso. Ahora, cuando de nuevo volvió a pasar por allí, exhaló un terrible grito, que resonó siniestramente en aquel 1úgubre sótano. El Templario permaneció inmóvil, apoyado contra el muro, lívido el semblante y con todas las muestras del más helado terror, que se retrataba en su mirada atónita. La misteriosa puerta acababa de abrirse, dando paso a una figura vestida con un hábito blanco. Su aspecto era extraño, pasmoso, sobrenatural. Llevaba los ojos fijos al frente, el andar firme y recto, y en toda su actitud se revelaba una especie de extático arrobamiento. Pero lo que más llamaba la atención era que el misterioso fantasma llevaba en la mano derecha su misma mano izquierda, que, al parecer, le habían cortado por la muñeca mucho tiempo hacía. A lo menos así podía creerse, a juzgar por el tronco del brazo izquierdo, que llevaba descubierto y horriblemente mutilado. Verdaderamente era terrible el espectáculo que presentaba aquella mano separada del tronco y cuyos dedos estaban rígidos y extremadamente apartados unos de otros. Aquella mano parecía señalar a Castiglione, como la víctima a su verdugo. El calabrés, helado de terror, murmuró con voz desfallecida: -¡Aún vive!... ¡No! ¡No!... Es que ha salido de las profundidades del infierno para maldecirme... ¿El infierno?... ¡Locura y mentira!

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Y el italiano se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus lúgubres pensamientos, y prorrumpió en una carcajada febril, procurando tranquilizarse; pero, a pesar suyo, el remordimiento le roía las entrañas y la temerosa fantasía le presentaba delante mil horrendas visiones. El blanco fantasma se perdió en la lobreguez del subterráneo, mientras que el estupor tenía como encadenado a Castiglione. Al cabo de mucho tiempo, el Templario se alejó de allí con paso lento y vacilante. Luego, nada más se oyó, sino aquel ruido acompasado, como el de una péndola, ruido terrible, que servía para marcar el tiempo en aquel mundo de tinieblas, donde yacía el triste emparedado. Cada gota de agua apagaba un latido de su corazón. Capítulo II Donde se ve que los fantasmas hablan con notable discreción Hemos dicho que el castillo situado en la cumbre del monte tenía comunicaciones subterráneas con la misteriosa torre habitada por el disforme cuanto feroz italiano. En este castillo solía residir gran parte del año el maestre provincial de la orden de los Templarios en Castilla. Cuando el maestre no habitaba en aquel castillo, no por eso dejaba éste de estar completamente guarnecido y pertrechado con arreglo a todos los recursos militares que en la época se conocían, pues debe tenerse entendido que jamás milicia alguna ha demostrado tanto valor y destreza en las armas, como la orden de los Caballeros Templarios. Frecuentemente en las casas o encomiendas de los caballeros del Templo se acostumbraba a admitir algunos otros caballeros que, según la expresión de la regla, iban a servir de por tiempo, llevando sus armas y caballos y todo lo demás necesario para prestar convenientemente sus servicios. Estos agregados estaban en un todo sujetos a las órdenes de los maestres y comendadores, y vivían como los caballeros profesos hasta tanto que, concluido su empeño volvían otra vez a sus tierras y castillos como señores particulares. Además de estos hidalgos, que en Aragón llamaban infanzones, había en las casas de los Templarios otra clase de soldados, que servían como de escuderos o pajes. Era condición precisa que los tales soldados vistiesen el hábito negro, a diferencia de los caballeros profesos, que le usaban blanco y con el distintivo de la cruz roja, campeando sobre el pecho. Por lo demás, la orden abastecía de todo lo necesario a estos servidores que entre los Templarios se denominaban armigueros y también armigazos.

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La noche se encontraba ya muy avanzada. Ni una estrella brillaba en el firmamento, encapotado por negros nubarrones, que pesaban sobre la tierra como una losa de mármol negro sobre una tumba. Corría un viento frío que a cada instante traía en sus alas el rumor de algunos truenos lejanos. De vez en cuando la luz fosfórica y azulada de los relámpagos hendía los espacios. A este pálido fulgor, los centinelas que se hallaban en la plataforma del castillo vislumbraban el monte, la torre y la iglesia, como fantásticos edificios que su imaginación les pintase en sueños. Después todo volvía a quedar sumergido en las más profundas tinieblas. Aquella noche, ya muy tarde, habían regresado todos los caballeros de la Encomienda después de haber hecho algunas correrías por tierra de moros, con los cuales acababan de tener un encuentro asaz encarnizado. Así, pues, todos los caballeros estaban recogidos en sus lechos y entregados al descanso, del cual harto necesitaban. Solamente velaban en el castillo el comendador, las varias centinelas que recorrían los muros y el vigía de la torre principal. Envuelto en su manto, empuñada su pica, paseándose por la plataforma y murmurando una oración se hallaba un joven armiguero contemplando el formidable a la par que magnífico espectáculo, que la tempestad rugiente le ofrecía. De repente el centinela quedose inmóvil. En el extremo opuesto de la plataforma distinguió un hombre, que con precipitado paso se le acercaba. El centinela requirió su pica, y con marcial acento preguntó: -¿Quién va? -¿No me conoces? ¡Fortún! -Querido Jimeno, vengo a buscarte para que te convenzas de que digo verdad. -A fe que eres testarudo como buen aragonés. ¿Todavía estás en tus trece? -Y lo estoy con mucha razón. -Pero ¿querrás hacerme creer en visiones? -Yo no quiero que creas sino a tus propios ojos. -Solamente a ese testimonio irrecusable pudiera yo dar crédito. -Pues en ese caso, muy pronto has de creer en el fantasma blanco. -¿Qué quieres decir?

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-Digo que esta misma noche has de ver la aparición como yo la he visto. -¿En dónde? -Hará cosa de una hora, que yo me encontraba en el patio del castillo, cuando de pronto distinguí a lo lejos la figura blanca, que cruzaba rápida como una exhalación. -Y tú ¿qué hiciste? -¿Qué había de hacer? Santiguarme y rezar un Paternoster y un Ave María. -¿Y estás seguro de que no es un antojo de tu imaginación? -¡Cuerpo de Cristo! ¿Me tomas acaso por una dueña? Ya sabes que en más de una ocasión me han cosido el pellejo agujereado por las lanzas de los moros, y que en llegándoseme a atufar el ventisquero, soy muy capaz de enristrar con una legión de demonios, si es que se atreven a ponerse delante de mí en los momentos en que me toma la ira. - ¡Cáspita! Cualquiera que te oyese pensaría que eres un Bernardo del Carpio, según te muestras alentado y brioso en las palabras. -Y en los hechos, -gritó colérico Fortún. Jimeno, que era un mozo muy vivaracho, de mucho ingenio y un sí es no es zumbón, se le rió en las barbas a su compañero, dándole matraca acerca de su credulidad y superstición, que le hacía tener por cosa averiguada e innegable la existencia de los fantasmas. No poco mohíno escuchaba Fortún los donaires de su amigo el picaresco Jimeno, quien, a la cuenta, tenía muy malas tragaderas para esto de creer en aparecidos. Era, además, Jimeno de muy buena índole, muy sabido, y se preciaba de hacer las mejores y mas tiernas trovas que jamás cantaron escuderos y pajecillos. A mayor abundamiento, nuestro joven tenía la habilidad de cantar sus endechas con inimitable gracia y expresión, acompañándose con su bandolín, instrumento que sabía tañer como el más pintado trovador de Provenza. Apenas rayaba el mancebo en los diecisiete años: pero era alto como un roble, encendido como una rosa, valiente como un Orlando, alegre y jovial como unas carnestolendas, decidor y travieso como estudiante en vacaciones y apuesto y bien ceñido como mantenedor en justas. El joven armiguero era huérfano, o, por mejor decir, jamás había conocido a los que le dieron el ser. De niño, nunca había reclinado su blonda cabellera en el regazo maternal; nunca los amorosos labios de una madre habían enjugado las lágrimas que corrían de sus lindos ojos negros. Ya hombre, tampoco había gustado las caricias de un hermano, ni habían resonado en su oído los sabios consejos de un padre, que, como luciente faro, suelen servirnos de guía y norte en el mar proceloso de la vida.

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-Así es que el mancebo, en medio de su jovialidad y gracias casi infantiles, solía alguna vez entristecerse al pensar en su destino adverso, que le había arrojado en este mundo desde las tinieblas de un origen desconocido. El cielo le había negado hasta lo que concede a las fieras y a las aves del bosque, las cuales, ya en sus guaridas, ya en sus nidos, rugen de gozo y trillan de alegría al reconocer a sus padres. La leona amamanta a sus cachorros, y el águila altanera con amoroso pico lleva el apetecido alimento a sus polluelos, que aletean de júbilo y gratitud. Pero al infeliz Jimeno lo había criado una cabra en una choza de pastores, quienes lo habían recogido por caridad al verlo expuesto a la clemencia divina dentro de una cesta, pendiente de un árbol, junto a un camino. ¡Pobre niño abandonado! Tres años hacía que lo habían recibido en la encomienda en calidad de armiguero, y ya en más de una ocasión había mostrado en las morunas lides incomparable bravura, por lo cual era muy estimado de todos los caballeros, y más particularmente del comendador don Diego de Guzmán. Por fortuna el gallardo trovador (así le llamaban sus compañeros) se hallaba ahora en esa edad deliciosa, en ese período encantador, en esa aurora brillante de la vida, en que el espíritu juvenil sólo descubre en el horizonte nacarados celajes o radiosas nubes de azul, de oro y de púrpura. Así, pues, los pensamientos de dolor pasaban por el alma de Jimeno ligeros y fugitivos, como los bajeles por la superficie de los mares. Muy pronto volvía a recobrar su jovialidad nativa, encontrando un alivio a sus pesares, ya en el espectáculo de la naturaleza, fuente inagotable de dulcísimas emociones, ya pulsando el bandolín y entonando los armoniosos cantares que él mismo componía. Jimeno era poeta y había recibido del cielo las más bellas flores que existen sobre la tierra, la imaginación y el sentimiento, flores ¡ay! cuyo aroma es con frecuencia funesto para el mismo que lo posee. Los trinos de las aves canoras suelen servir de gula a las mortíferas saetas del cazador. Con los ligeros apuntes biográficos que preceden, ya comprenderá fácilmente el lector la inmensa superioridad de Jimeno sobre su compañero Fortún, hombre de buena índole, de valor temerario y cristiano viejo, pero de inteligencia ruda y nada cultivada, en tanto que el trovador hurtaba a las fatigas militares todo el tiempo que le era posible, sin menoscabo de sus deberes, para entregarse a la lectura de los poetas lemosinos y de las obras de Aristóteles, filósofo que, en la edad media, puede decirse que casi reinó despóticamente en las escuelas. -Vamos, hombre, no te enfades, -dijo, por último, Jimeno-; pero ya ves que nada de extraño tendría el que, si hoy has ido a la aldea, esta noche veas fantasmas y aun candiles. Y Jimeno prorrumpió en una estrepitosa carcajada. -Anda al diablo que te entienda, -murmuró Fortún amostazado. -Pues es muy fácil entenderme. -¿Qué tiene que ver la aldea con las visiones?

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-Tiene más estrecha relación de lo que te imaginas. Como es natural, hoy habrás visto a la Majuelo, que, según otras veces te he oído decir, tiene un mosto resucitador, y yo he observado que siempre que vas a la aldea, por la noche tienes visiones, lo cual me prueba que son los humos de tu embriaguez los que tú tomas por aparecidos de carne y hueso. ¡Ira de Dios! Que ya estás cansado y asaz importuno con tus incrédulas agudezas, y que parece que te empeñas en desconocer mi gran capacidad para comer y beber. Aun cuando yo apurase todas las tinajas de la Majuelo, yo te juro y te conjuro que no por eso había de ver ni candiles ni fantasmas, y que ni aun siquiera mis pies habían de dar un mal paso. Pero no perdamos tiempo, pues esta noche me he propuesto convencerte de la verdad de mis noticias, y el corazón me dice que tú, que tienes más magín que yo, has de descubrir por este medio grandes cosas. El acento de gravedad y convicción, que revelaban las palabras de Fortún, no pudo menos de impresionar vivamente el ánimo de Jimeno, quien presintió que en aquella aventura se le habían de hacer grandes revelaciones. De pronto se vio acosado por una curiosidad impaciente y calenturienta, y se le hacía tarde el profundizar aquel misterio, que hasta entonces había tenido por vano ensueño de la simplicidad de su compañero. Luego dijo el trovador: -Pero si ya esta noche ha aparecido la sombra, ¿cómo quieres que volvamos a verla? -Me parece haberte dicho, y si no te lo digo ahora, que muchas noches el fantasma aparece dos veces. -El caso es que yo no puedo separarme de aquí. -Muy pronto va a dar la una, y entonces serás relevado. -¡Oh! Ya estoy impaciente porque llegue la hora del relevo. ¡Hace una noche horrorosa! -Y un frío insoportable. -La tempestad va en aumento. -¡Jesús, María y José!, -exclamó santiguándose Fortún, a quien acababa de deslumbrar un tremendo y súbito relámpago. Durante algunos minutos los dos religiosos armigueros permanecieron mudos, contemplando el cielo, encapotado por negros nubarrones, que en mil caprichosas y fantásticas figuras arremolinaba el huracán por la vaga región de los espacios. Al cabo Fortún dijo: -¿Conque me prometes venir luego?

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-¿Adónde? -Al segundo patio, junto al huerto, por cuya puerta es muy probable que vuelva a aparecer la sombra después de la una. -Pues bien; te prometo ir, pero antes quisiera que me respondieses a lo que voy a preguntarte. -Pues pregunta. -¿Tú le has hablado al fantasma alguna vez? -¡Jesús! ¡Pues no faltaba más! No me he metido nunca en esos ruidos. -Y la aparición, ¿no te ha dicho nada? -Pues qué, ¿hablan los duendes? -Déjate de simplezas. ¿Es posible que creas que los espíritus se aparecen así? Lo creo hasta el punto de jurarlo. ¿Y tú? -Yo, supuesto que tú tan de veras lo afirmas, creo en la aparición, pero niego que sea un ser sobrenatural. -Pues entonces, ¿quién quieres que sea? -Un hombre. -Me parece que tiene el semblante de mujer. -Pues bien, en ese caso ya ves que tengo razón. -Sin embargo, lleva un hábito blanco con la cruz roja sobre el lado izquierdo, y esto me pone en dudas, es decir, que aumenta la probabilidad de que sea un hombre o un espíritu, que toma la figura de caballero Templario. -Vamos, no seas impertinente; la cuestión es que ese fantasma no puede menos de ser una persona humana. -Pues en ese caso es muda; porque yo una noche, haciendo la señal de la cruz, me aventuré a preguntarle que me dijese de parte de Dios quién era, y siguió su camino, haciendo oídos de mercader, sin mirarme tan siquiera. En esto se oyeron pasos en la escalera de la torre. -Ahora van a relevarte. ¡Adiós! Ya sabes en dónde te aguardo.

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-Pues descuida, que luego iré yo a buscarte. Fortún desapareció rápidamente, y pocos momentos después, el trovador fue relevado de su centinela y se encaminó al punto en donde Fortún le aguardaba. La casa de aquella Encomienda era de una extensión considerable, supuesto que no tan sólo era un castillo, sino también un convento que contenía en su recinto numerosas celdas para caballeros y armigazos, hermosos picaderos, amplias caballerizas, bien surtidas armerías, fructíferas huertas y amenos jardines. El sitio por donde, según Fortún, solía aparecer el fantasma, era uno de los lugares más apartados y solitarios de aquel edificio. Sin embargo, el trovador no vaciló un instante para ir en busca de su compañero. Como ya la noche estaba muy avanzada, todo yacía sumergido en el más profundo silencio y soledad, cuyo pavor aumentaban el relámpago, el trueno y la lluvia, que caía a torrentes. Al llegar Jimeno al segundo patio, descubrió en lontananza tres bultos negros, uno de los cuales le salió al encuentro. El trovador reconoció al fin a Fortún, a quien preguntó: -¿Quiénes son esos hombres? -Dos de nuestros compañeros, Alfonso y Beltrán -¿Y para qué les has hecho venir? -¿Quieres que te diga la verdad? Estoy ya tan cansado de ver todas las noches al fantasma y que luego me digan que deliro, que he determinado el salir de una vez de dudas, para lo cual os he llamado a todos a ver si ahora, que se juntan ocho ojos, miran y ven lo mismo que todas las noches están viendo mis ojos pecadores, porque si más tiempo continúo, de esta manera, estoy seguro de perder el seso. Aquí llegaba el atortolado Fortún, cuando se le reunieron Alfonso y Beltrán. -¿Has visto el convite que nos ha hecho nuestro ínclito Fortún? -dijo Alfonso, a quien llamaban el Estudiante, porque primero había pensado seguir la carrera de la Iglesia. -Nos ha convidado para ver un duende,-añadió Beltrán. -Es un espectáculo como otro cualquiera, -dijo Fortún. -Y mucho mejor que cualquiera otro,-observó el trovador. -Pero noto que nos estamos mojando como unos imbéciles.

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-Pues vámonos al huerto. -No lo creo muy acertado, pues quien se mete debajo de hoja, dos veces se moja. -Pues nos iremos al dintel de la puerta. -Eso me parece más conveniente por muchos motivos. -¿Y cuáles son? -Además de no mojarnos, tendremos así mayores probabilidades de ver al fantasma, supuesto que tiene que pasar muy cerca de este sitio. ¿Te lo ha mandado a decir? -Es su camino acostumbrado. -Tú te vas a volver loco con el fantasma. -No piensa en otra cosa. -Y al fin no será más que un antojo de su imaginación. -Pues, mirad, mirad... ¿Y ahora?... ¿Qué decís? -¡Santos cielos! -¡Qué horror! -¡Quién lo pensara! A estas exclamaciones siguió el más completo estupor de parte de aquellos jóvenes incrédulos. Fortún, aunque tenía mucho miedo, casi lo daba por bien empleado, y hasta miraba al fantasma blanco con cierta expresión de gratitud, porque parecía haber escuchado sus votos, acudiendo a aquel sitio para confundir y aterrar a sus compañeros. Sin duda alguna el amor propio de Fortún se hallaba excesivamente halagado por el triunfo que la aparición le proporcionaba, saliendo en las altas horas de aquella noche tempestuosa, precisamente en el momento mismo en que sus compañeros con más empeño y con más apariencia de razón le tachaban de visionario. La impresión que la blanca figura produjo en los cuatro armigueros fue inexplicable. Contra su costumbre, el fantasma, a cierta distancia, permaneció inmóvil y clavó sus ojos con extraordinaria tenacidad sobre el gallardo Jimeno. Este, por su parte, no dejaba de

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contemplar con extrañeza, y hasta con terror a aquel ser misterioso que, al parecer, le miraba con particular interés y preferencia. Algún tanto recobrados los armigueros de su primera turbación, notaron que la blanca figura extendió su brazo derecho, y con un ademán solemne hizo seña a Jimeno de que le siguiese o se le acercase. -¿Has visto? -dijo Beltrán. -¡Pardiez! -exclamó Alfonso-. ¡La aparición te llama! -¡A ti, Jimeno! -exclamó Fortún-. ¿No te lo decía yo? ¡Mis presentimientos se han realizado! El trovador se hallaba en un estado difícil de explicar, pero muy fácil de concebir. Una curiosidad calenturienta, una simpatía misteriosa, una fuerza de atracción irresistible se había apoderado del gallardo Jimeno al contemplar aquella figura melancólica y extraña. Diríase que aquel ser extraordinario, quebrantando la losa de su tumba, se había escapado de la negra región de la muerte para presentarse a los mortales en el silencio de la oscura noche, arrastrando su blanca y lúgubre mortaja. Por tres veces el misterioso personaje repitió su llamamiento con un ademán soberanamente imperioso. En seguida la blanca figura comenzó a andar hacia un extremo del huerto, poblado de frondosos altos árboles. El trovador trató de seguir al fantasma con valerosa resolución; empero sus compañeros intentaron oponerse a su designio. Jimeno los rechazó, diciendo: -Yo he de seguir a ese ser misterioso sin que nada pueda contrariar mi propósito; aun cuando supiera que mil veces había de perder mil vidas que tuviera. Ora sea una emanación de los infiernos, ora sea un perfume del paraíso, ángel o demonio, yo quiero que ese ser me manifieste el negro arcano de su existencia y de su aparición en estos lugares; yo le hablaré, yo le arrancaré su mortaja y le escupiré en la frente o me prosternaré en su presencia, según mi entendimiento descubra que es un genio del mal o del bien; y supuesto que él me llama, allá voy. -¡Oh temeridad! -¡Serás aniquilado por el fuego celeste! -¿Quién sabe? ¡Dejadlo que vaya! Nada pudo contener al bizarro trovador, que firmemente había resuelto profundizar aquel enigma.

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Y como para decidir al intrépido joven, en aquel momento se oyó entre la espesura una voz extraña que dijo: -¡Jimeno! ¡Jimeno, ven y nada temas! Durante algunos momentos, estas palabras, pronunciadas por una voz que no parecía de este mundo, fueron repetidas por el eco, que las dilató en el espacio como un lúgubre quejido. Todos sintieron erizarse sus cabellos al oír aquel metal de voz tan lastimero y tan desusado en el mundo de los vivos. El pálido miedo, cuya imaginación es tan viva y fecunda, pintaba en aquel instante a los cuatro armigueros mil fantásticos terrores. El mismo Jimeno, tan esforzado y resuelto poco antes, se sintió desfallecer al escuchar el extraño y melancólico acento del fantasma. Los jóvenes guardaban un silencio sepulcral, sin atreverse a respirar siquiera. Segunda vez resonó la voz, diciendo: -¡Hijo misterioso de un amor desgraciado! ¿Rehusarás seguirme para saber de quién has recibido la vida? Tú, a quien el cielo ha prodigado los dones sublimes de la inteligencia humana; tú, cisne divino; tierno cantor a quien inspiran las musas; valeroso paladín, a quien teme el agareno, ¿te atreverás a temblar en mi presencia? ¿No te causará rubor tu cobardía? ¿Así renunciarás a saber tu origen y el empleo que debes hacer de tu vida, milagrosamente salvada en tu niñez y protegida en tu juventud por la fuerza omnipotente e invisible del destino? ¡Óyeme! Durante muchos años, un genio amigo y protector ha velado sobre ti, esperando el momento de esclarecer tus dudas con la luminosa antorcha de una gran revelación, que tengo el deber de hacerte. Si tienes miedo, ocúltate en donde jamás los hombres te vean, o ensangrienta tu débil brazo en tu propio y ruin corazón; pero si eres brioso y alentado, como la fama te pregona, sígueme y sabrás las maravillas y prodigios de tu infausto nacimiento. Dijo la blanca figura, y silenciosa, e inmóvil permaneció frente por frente de los cuatro armigueros, que creían que aquel razonamiento había sonado debajo de tierra. ¡Tan extraño era el timbre de la voz que lo había pronunciado! -¡Sí! ¡Sí! Yo te seguiré aun cuando sea a la región de las sombras, -dijo el trovador. -¡Qué vas a hacer! -exclamaron sus compañeros deteniéndole. -¡Apartaos! En este momento la vida brota a torrentes de mi corazón, una fuerza desconocida anima todo mi ser, cada músculo de mi cuerpo tiene el aliento de cien titanes, me parece que escucho la voz de mi destino que me habla por la boca de esa misteriosa aparición, y cuando el destino nos empuja con su mano de hierro por sus oscuras vías, es inútil toda resistencia. Tú, quien quiera que seas, guíame. ¡Ya te sigo!

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-Ven y nada temas. ¡Voy a hacerte grandes revelaciones. La blanca figura comenzó a caminar por lo más sombrío del huerto. Jimeno, abandonando el dintel de la puerta, en donde con sus compañeros había buscado un refugio contra la tempestad, se precipitó en seguimiento del fantasma, en tanto que los tres armigueros permanecían mudos de estupor e inmóviles como estatuas. Transcurridos algunos momentos, los tres penetraron en aquel recinto aguijados por la curiosidad y por el deseo de proteger a su amigo. Pero a nadie encontraron. Parecía que la tierra se había tragado a la siniestra figura y al temerario Jimeno. Los tres jóvenes entonces entablaron el diálogo siguiente, que muy pronto fue interrumpido de la manera más extraordinaria y terrible. -¿Habéis oído qué lenguaje tan sublime usa el fantasma blanco? -Me da muy mala espina que un fantasma sea tan discreto. -¿Y por qué? -Porque con esas palabras tan melosas acaso le hayan tendido un lazo peligroso a nuestro compañero. -Pero ¿en dónde se habrán metido? -¡Pobre Jimeno! ¿Le habrán asesinado tal vez? ¿Quién sabe? -Quizás el enemigo malo se le habrá llevado al infierno en cuerpo y alma, -murmuró el supersticioso Fortún. -Vamos a recorrer todo el huerto para ver si le encontramos. -Sí, sí; no debemos abandonarle en esta ocasión. -¡Vamos! ¡Vamos! Ya se disponían los jóvenes armigueros a empezar su investigación, cuando súbito brilló un relámpago formidable, un ronco trueno conmovió el cielo y la tierra, y un aire inflamado sopló en torno de los mancebos, que cayeron al suelo desvanecidos. Al día siguiente se notaban en las tapias del jardín y en algunos árboles abrasados los estragos de una centella.

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Capítulo III La mar serena comienza a agitarse A una media legua distante de la Encomienda de los Templarios se elevaba un monasterio en un apacible valle. Junto al convento se veían algunas casas que formaban una reducida aldea. La mayor parte de sus habitantes era de los empleados y dependientes del rico y suntuoso convento de monjas de Nuestra Señora de la Luz. Este convento era fundación del distinguido linaje de los Gómez de Lara, señores de todo aquel territorio y de la villa en la que se levantaba un fuerte castillo, donde habitaba a la sazón el último vástago de la ilustre familia que acabamos de mencionar. El castillo estaba situado junto al convento, como un esforzado guerrero que se brindase a proteger a las vírgenes del Señor. Don Guillén Gómez de Lara, así se llamaba el actual señor del castillo, era un mancebo que aún no contaba cuatro lustros. Contra la costumbre de la época y a diferencia de todos sus parientes, nuestro joven estaba dotado de una condición en extremo apacible, y hasta entonces no había dado muestras de un espíritu belicoso y aventurero, si bien en cambio se había dedicado al estudio con un ardor y una constancia no común en su edad y mucho menos en su clase. Los nobles de Castilla en aquella época entendían más de cintarazos que de letras. Difícilmente pudiera encontrarse una figura más varonilmente hermosa que la de don Guillén Gómez de Lara. Una abundante y negra cabellera coronaba su altiva cabeza; sus tersas mejillas brillaban con el fuego de la juventud, sus labios de rosa, entreabiertos por una sonrisa de candor, dejaban entrever una dentadura perfecta y blanquísima, y, en sus negros y vívidos ojos se reflejaba su alma rica de ternura y de inocencia. Apenas el bozo comenzaba a sombrear su rostro. Era de estatura más bien alta, de ancha espalda, de relevado pecho, de gallardo porte y dotado de fuerza; incomparable. En aquella organización se encerraba una inteligencia de primer orden, un corazón ardiente y, sobre todo, una voluntad de hierro, la voluntad que es lo que verdaderamente constituye la personalidad humana. Parecía que la naturaleza se había complacido en producir un hombre en toda la plenitud de la idea. Todas las dotes, todas las cualidades, mil diversas aptitudes se encontraban en el privilegiado mancebo. De ordinario compartía su tiempo entre el estudio y la caza; pues, según máxima del señor Gil de Antúnez, nada es más conveniente a la salud que ejercitar el cuerpo y el alma, teniendo en un armonioso grado de desarrollo todas nuestras facultades. Era el señor Gil Antúnez capellán del castillo y del convento de Nuestra Señora de la Luz, al mismo tiempo que hacía los oficios de cura de almas en la reducida aldea. Y ciertamente que el buen Antúnez cumplía con su ministerio de la manera más digna, con toda la discreción de un anciano, con la sabiduría de una inteligencia eminente y cultivada y con la caridad más evangélica, joya la más preciosa que puede adornar el manto del sacerdote.

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Habiendo muerto los padres de don Guillén cuando éste aún era muy niño, quedose al cuidado y dirección del señor Gil Antúnez, quien había seguido su carrera bajo la protección de la casa de Lara. Era el buen capellán hijo de un antiguo servidor de don Nuño, abuelo de don Guillén y padre de don Manuel, con el cual se había criado desde niño el señor Antúnez. Bajo muy funestos auspicios vino al mundo don Guillén Gómez de Lara, pues su nacimiento costó la vida a su madre doña Elvira de Carvajal. Su esposo don Manuel, vivamente afligido por tan dolorosa pérdida, cayó en la más profunda, melancolía, abandonó la corte y retirose a aquel solitario castillo para llorar a la mujer amada, cuya vida la implacable muerte había segado en la flor de sus años. En vano el buen Gil Antúnez trataba de consolar a su amigo y señor en la aflicción inmensa, que le devoraba. Cinco años después, don Manuel Gómez de Lara descendió al sepulcro, dejando a su tierno hijo encomendado al afecto y sabiduría del buen sacerdote. Este desde entonces se dedicó con toda su alma a cumplir religiosamente la sagrada y noble misión que se le había confiado y que además era tan digna de su ministerio. Gil Antúnez dio a su educando un condiscípulo de la misma edad y que le acompañaba siempre, tanto en sus juegos infantiles como en sus lecciones, y que, más adelante, fue el paje de confianza que tenía, don Guillén, el cual profesaba el afecto de un amigo a su servidor. Era éste hijo de una hermana de Gil Antúnez y se llamaba Álvaro del Olmo. Ya más entrados en años, casi todas las tardes solían salir a caza los dos mancebos, los cuales llevaban su halconero, supuesto que daban la preferencia a la volatería. Era esa hora misteriosa del crepúsculo, en que el espíritu se remonta a otras regiones con un sentimiento inexplicable de melancólica ternura. El sol poniente doraba con sus últimos rayos las altas copas de las encinas del bosque, al trasluz de cuyos frondosos ramos veíase el encendido disco del astro central como un luciente y dorado globo cubierto por encajes de verdura. A la entrada de la aldea, en la encrucijada de dos caminos y junto a un manso arroyuelo, que dulce y sonoramente murmuraba, veíase sobre un tosco pedestal, formado por cinco gradas, una elevada cruz de piedra. Cerca de aquel piadoso monumento, y sobre un repecho, levantábanse los muros de una casa que a la sazón se hallaba no poco destruida y desmantelada, si bien daba muestras de que en lo antiguo había sido habitación suntuosa de gente principal. Era la portada de piedra berroqueña, y en el frontis veíase esculpido un escudo de armas. A uno y otro lado de la puerta se veían altos poyos de mármol e incrustadas en la pared gruesas manillas de hierro, que fácilmente podía adivinarse servían para amarrar los caballos. Desde la puerta, en las paredes fronteras de un espacioso atrio, se distinguían numerosos trofeos de caza, que consistían en cabezas de jabalíes, de ciervos y de lobos; señal evidente de que los moradores de aquella mansión habían sido muy dados a los ejercicios venatorios.

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Pero lo que más llamaba la atención era un nicho ricamente labrado y sito a la derecha de la fachada y en torno del cual pendían varios votos y milagros, que atestiguaban la piadosa devoción de los sencillos habitantes de la aldea, hacia Nuestra Señora de la Luz, cuya efigie, espléndidamente vestida y alhajada, veíase dentro del nicho, que cubría un tejadillo. En el bosque cercano a la aldea, y junto a unos setos, veíase un caballero que pie a tierra tenía del diestro a su caballo. Pendiente del arzón delantero traía una hermosa garza real, que, a juzgar por las señas, había cazado el caballero con su gerifalte, que ahora lo traía encapirotado sobre el puño izquierdo, cubierto con su guante de gamuza. El cazador esparcía en torno sus miradas, como si aguardase a alguna persona. Entretanto, a larga distancia y por el camino adelante hacia la aldea, veíanse caminar dos jinetes a buen paso y que iban en conversación muy tirada. El primero de ellos era un mozo de gallarda presencia, y montaba un soberbio potro andaluz, negro como la noche y que manejaba con notable maestría. El segundo representaba alguna más edad, y era un joven de mediana estatura, mofletudo y encendido como un fraile jerónimo. Su semblante risueño y su salud robusta, revelaban al hombre que sigue el curso natural de la vida sin calentarse los cascos por meterse en honduras, ni dársele un ardite por todos los filósofos y filosofías habidas y por haber. Nuestro personaje, sin leer a Hipócrates y mucho menos a Raspaill (esto último le hubiera sido imposible absolutamente), había encontrado un excelente e infalible secreto para dormir de un tirón doce de las veinticuatro horas del día. Este secreto consistía en que desde que el sol aparecía en el oriente hasta que se hundía en el ocaso era testigo de las fatigas de nuestro caballero, ya cazando con venablo ciervos y jabalíes, ya corriendo liebres a caballo y con galgos, o ya cogiendo garzas con halcones y gerifaltes. Igualmente había encontrado otro secreto para estar siempre encendido como un madroño y alegre como unas sonajas, y consistía en echarse entre pecho y espalda buenos tragos de lo más añejo para remojar los trozos de ciervo y jabalí, que devoraba con singular apetito y que sabía aderezar con tomillo y jengibre de una manera tentadora, aun para un muerto. Según todas las trazas, este personaje tenía el oficio de halconero en la casa de algún señor principal de aquellos contornos. Iba montado sobre una jaca de color castaño, con un lucero en la frente, fina, y limpia de cuartillas, de ancho pecho y de redonda grupa. A tiro de ballesta denotaba aquel animal vigor y ligereza suma. -¿Conque por fin es cosa resuelta, Pedro? -preguntaba el caballero, que iba un poco delante. -Sí, señor; siempre que vuesa merced fuese servido de no desamparar a este pobre pecador; pues aunque Mari-Ruiz es la más garrida doncella de la aldea, al menos para mi

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gusto, con todo yo no me enamoro tan ciegamente que vaya por ello a dar desazón a mi señor natural... Pero si vuesa merced bien lo considera, verá que no hay inconveniente en que Pedro Fernández se case y que cuide con el mismo, y aun con mayor esmero que antes, de vuestros halcones, neblíes y sabuesos. Mi padre sirvió al vuestro, que Dios perdone, y yo le sucedí en el mismo oficio, y así... -¿Tú también quieres perpetuar tu oficio de halconero? -Me lo ha quitado vuesa merced de la lengua. ¿Qué otra herencia podré dejarle a mis hijos, sino que sean buenos halconeros y diestros cazadores para que sirvan bien a vuestros hijos? -Sin duda, tus intenciones son muy laudables; pero yo, por mi parte he resuelto no casarme nunca. -¡Es posible, señor! ¿Y qué ha motivado el que vuesa merced abrace semejante resolución? -No tengo otra causa, sino la ausencia absoluta de todo deseo. Mi alma permanece tranquila como la superficie del lago que no riza el menor soplo de las auras. Pero esta tranquilidad solamente se refiere a los afectos personales, es decir, hacia personas determinadas. Y no es porque haya en mi corazón indiferencia ni frialdad; al contrario, todas las criaturas me interesan vivamente. La naturaleza, el universo se refleja en mi alma como sobre un límpido espejo, y yo percibo a torrentes y resumo en mí mismo con maravillosa energía el sentimiento grande y sublime de la vida universal. Las estrellas del cielo, las aves del aire, las plantas de la tierra, montes, valles, cascadas, todo me causa emociones divinas e inexplicables. Yo contemplo el mundo con ojos gozosos como Adán contemplaba al paraíso en el primer momento de su existencia. ¡El amor es todo! No es el espíritu que fríamente conoce, ni tampoco la materia que tan solamente siente; el amor es el espíritu que piensa y el espíritu que quiere, unidos por un lazo tan eficaz como misterioso en la plenitud de una identidad suprema e inexplicable. El joven filósofo se detuvo y permaneció algunos minutos con los ojos elevados al cielo y como absorto en una vaga meditación. Luego continuó: -Sin duda alguna el amor es la verdadera existencia; pero el amor puede amarse en sí mismo y en sí misma también puede conocerse la verdad. Yo hasta, ahora no he amado más que ideas. Ninguna mujer ha hecho aún latir mi corazón. Yo amo la humanidad, la virtud, la gloria, la ciencia; pero no he amado ni encontrado todavía ningún hombre idealmente virtuoso, ni célebre, ni sabio. Comprendo con mi entendimiento la ternura y la belleza de la mujer, creación divina y fecunda. Yo concibo perfecciones ideales en todo lo que puedo conocer, y siento en mí una facultad de concepción que es como la cúpula del entendimiento humano; facultad moral, facultad inteligente, facultad de amor o de

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aspiración, que me hace ver todas las cosas no como son, sino como deben ser... ¿Y quién se atreverá a acusarme de que no conozco los sublimes arrobamientos del amor? El alma de sí misma enamorada como inteligente y amante ¿no es agitada y conmovida en la íntima actividad de su recóndito santuario más dulcemente y con mayor pureza que por las groseras sensaciones del mundo exterior?... Por lo demás, buen Pedro, es preciso que entiendas que el alma puede amar a las creaciones y conquistas de su propia actividad, aun antes de exteriorizarlas. -No digo que no. -¿Comprendes bien lo que yo quiero decirte? -Me parece que sí, señor. A mí me sucede cada jueves y cada viernes el experimentar como un trasluzón de esa especie de amor y de alegría de pecho adentro; no me explico bien, es una alegría de cabeza. ¿No es así, señor? -Perfectamente, Pedro. Y cuándo experimentas esa alegría? -Siempre que voy de caza y se me ocurre una estratagema nueva, es decir, completamente inventada por mi caletre. Y aunque no la ponga en práctica, no por eso dejo de alegrarme y de decir para mi coleto: «Por más astucias que tenga un animal, siempre vence una persona». Y cuando pienso que yo soy una persona, me gozo en mí mismo, la tierra me parece chica, y miro al cielo. -No es eso exactamente lo que he dicho; pero al fin veo que me has comprendido más de lo que yo esperaba... ¡El alma en su santuario misterioso e íntimo es donde aparece más grande! -exclamó don Guillén, como absorto en sus profundos pensamientos. -¡Qué bien dice el señor Gil Antúnez, que es un santo varón, al decir que vuesa merced es un pozo de ciencia! Yo, señor, por mi parte, soy un porro, que no sirvo más que para tratar con fieras y cuidar perros y halcones; pero así en confuso y como por un ensueño, yo barrunto que con la edad le han de venir a vuesa merced otros pensamientos acerca de eso de querer a las mujeres. A mí me sucedía lo mismo cuando era más muchacho. Es verdad que algunas veces me daba así una tristeza y una turbación, que yo mismo no lo puedo explicar. Esto me sucedía más particularmente cuando, en el rigor del verano, iba persiguiendo una pieza, y ya fatigado y molido buscaba la sombra de algunos árboles, a la orilla de un arroyo. Entonces sentía un gozo tan grande, que me hincaba de rodillas y me ponía a rezar, y sin poder remediarlo se me saltaban las lágrimas. Yo tenía necesidad de querer a alguien; pero como no tenía padre ni madre y estaba tan solo en este mundo... En fin, Dios me perdone; pero muchas veces miraba con envidia a los pajarillos, que en la copa de un árbol piaban dulcemente cuando su madre venía a traerles la comida. Ellos aleteaban y abrían los picos, y me parecía como que se besaban contentos en su nido, nada más que porque había padres, hijos y hermanos. Y cuando en estos momentos de murria me saltaba alguna cierva con su cervatillo, no tenía valor para matarla, porque decía: este pobre animalito se va a quedar sin madre. Yo en aquellos momentos sentía que el corazón se me quería salir por la boca de angustia y de pena, y así, cuando llegaban estas horas, me parecía que allá a lo lejos, en el sitio más delicioso del bosque, veía a una mujer con sus

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hermosos cabellos negros tendidos sobre la espalda, vestida de blanco, y que, llorando de compasión hacia mí, extendía sus brazos para consolarme en mis horas de cansancio, después de las fatigas de un día de caza. El semblante de Pedro, de ordinario risueño, tomó una expresión notablemente sentimental, que cuadraba muy bien con la sencillez de su traje y modales. Don Guillén Gómez de Lara contemplaba con extrañeza a su halconero. Siempre le había tenido por una naturaleza ruda y poco espiritualista; pero entonces comprendió que hay una fuente de ternura inagotable que, sin libros ni estudios, brota al espectáculo de la naturaleza llena de vida y de amor, y que las aves y las fieras enseñan a los hijos de las montañas a conocerse a sí mismos, o, por decirlo mejor, a sentir dentro de su propia alma, el alma que vivifica al universo. -Un día, -continuó Pedro Fernández-, encontré en la fuente a Mari Ruiz. Yo venía ahogado de calor, y ella voluntariamente se me anticipó, diciéndome: « ¡Pobre Pedro! ¡Qué fatigado vienes! Toma y bebe agua de mi cántaro, que estará más fresca. Yo la miré con agradecimiento, y después de haber saciado mi sed, no me atrevía a separar mis ojos de ella. Aquel día había yo cazado un nido de mirlos, se lo regalé y se puso tan contenta. Al separarnos le dije: «Adiós, María. El cielo te pague tu buena voluntad para conmigo». Ella se puso muy colorada, y se despidió con una amable sonrisa, después de haber estado entretenida en acariciar a un pequeño sabueso, cachorrillo que había sacado por la primera vez al campo. El perro la siguió retozando, y por más que yo lo llamaba, no quería volver. Entonces ella me dijo: «¿Me lo quieres regalar?» Yo le respondí: Con mucho gusto, María; cuídalo bien y acuérdate de mí. Desde entonces casi todas las tardes encontraba a María en la fuente, y cuando yo algún día me tardaba, aun cuando estuviese media legua distante, el perro fiel iba a anunciarme que mi amada me estaba ya aguardando junto a los chopos de la fuente... Así han pasado tres años, y aun cuando yo la quería más que a las niñas de mis ojos, con todo y con eso, no había pensado nunca en casarme; pero ahora no puedo quitarme de la cabeza este pensamiento, pues no hay cosa como los años para que los hombres cambien. Por eso le decía a vuesa merced que algún día pensará de otra manera. -Por ahora, a lo menos, estoy muy distante de pensar en tal cosa. -Lo comprendo, señor. Al tiempo se le ha de dar lo que es suyo, y no hay cosa mejor para vivir contento como es seguir buenamente los consejos de aquello que tengamos sobre el corazón, siempre que a nadie pueda causarle mal. -¡Muy bien dicho! Ahora bien, ¿quién es la doncella con quien pretendes casarte? -Señor, es Mari Ruiz, la moza más garrida de la aldea. -¿De quién es hija? De Fernán Ruiz, el rentero más rico de los heredamientos de vuestra casa. Es un hombre honrado a carta cabal, cristiano viejo, labrador asaz inteligente, y que en sus mocedades nadie le sobrepujaba para esto de domar un potro cerril, para tirar a la barra o para jugar un partido de pelota.

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-Y ya esta tarde no la verás, ¿eh? -Ya hace unos días que no la veo, porque está en el convento de Nuestra Señora de la Luz. -¿Acaso tratan de que sea monja? -No, señor; sino que allí tiene una hermana profesa, y ha ido a cuidarla, porque parece que está muy malita. ¡Dios quiera aliviarla pronto! La noche con su séquito de sombras iba avanzando a pasos de gigante. Ya se encontraban amo y mozo muy cerca de la aldea, cuando ambos, por un movimiento simultáneo, detuvieron el paso de sus cabalgaduras y se pusieron a escuchar. -¿Has oído? -preguntó el caballero. -¡Cáspita! ¡Ruido de espadas! -Y lamentos de una mujer. -¡Qué diablos de aventura! -¿Le habrán atacado a Álvaro del Olmo? -Otras cosas puede haber más lejos. -Efectivamente, ya debíamos haberlo encontrado. -La garza que perseguía su gerifalte debió caer por estos contornos. -Vamos a ver qué es ello. -El ruido suena hacia la casa de los Vargas. El lector recordará sin duda la casa que hemos mencionado, que estaba fuera de la aldea, y que a un lado de la puerta tenía una imagen de Nuestra Señora, colocada en un nicho. La oscuridad iba aumentando por grados, y las campanas del convento comenzaban a tocar las oraciones. Los dos jinetes precipitáronse espada en mano hacia el sitio donde sonaba la pendencia, y con no poca admiración descubrieron dos hombres a caballo que peleaban encarnizadamente; pero que, a fuer de bien nacidos, no hablaban una palabra. El uno de los contendientes presentaba un aspecto extraño, pues parecía un fantasma negro y blanco. Iba vestido con un cumplido sayo negro, y con su brazo izquierdo sujetaba difícilmente a una

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mujer vestida con un cándido brial y que pugnaba con extraordinaria tenacidad por desasirse del violento raptor. Este con la diestra mano paraba los repetidos golpes que le asestaba su contrario, el cual ponía todo su empeño en cerrarle el paso, de manera que al robador de doncellas no le quedaba otro recurso que huir hacia la aldea, cosa que por lo visto no le convenía. Ambos combatientes estaban a caballo y se defendían con igual destreza y fortuna. En esto llegaron don Guillén y su halconero tan sorprendidos como ajenos de la causa que podía motivar aquella pendencia. -¡Paz, caballeros! -exclamó el de Lara. -¡No, no es posible que haya paz entre nosotros! -respondió uno de los dos adversarios-. Don Guillén, ayúdame a libertar a esa doncella... ¡Estoy herido! -¡Álvaro! -exclamó don Guillén-. ¿Tú por aquí? Bien me lo daba el corazón que te hallabas en algún peligro. Estas breves palabras se cruzaron rápidamente; pero sin que dejasen de reñir los dos contrarios. El hombre del sayo negro comprendió que con los recién llegados su derrota sería segura, por cuya razón trató de ponerse en salvo, arremetiendo con no vista presteza y con valeroso ímpetu hacia los tres enemigos. De este encuentro cayó mal parado el buen Álvaro del Olmo, que ya también se hallaba algún tanto debilitado por la sangre que había vertido. Pedro Fernández acudió en socorro de Álvaro, mientras que don Guillén Gómez de Lara, metiendo espuelas a su poderoso alazán, se precipitó a una frenética carrera en seguimiento del misterioso caballero. Desde luego era muy fácil de notar el obstinado empeño del raptor en no ser conocido, y tal vez por esta misma razón despertáronse aún más vivos deseos en don Guillén de alcanzar y conocer al fugitivo. La blanca luna comenzaba a levantarse en el azul del cielo, derramando su misteriosa luz en la campiña. A sus reflejos pálidos veíanse galopar dos corceles que parecían la personificación de los vientos. De vez en cuando se escuchaba un grito lastimero, que venía a servir de nuevo estímulo a don Guillén para perseguir al incógnito. De repente una figura blanca saltó en el suelo y se dirigió como a refugiarse hacia el caballo que montaba don Guillén. Este detúvose al punto para proteger a la doncella, que acababa de desasirse de los brazos de su raptor. -¡Amparadme, caballero! -exclamó la hermosa virgen toda trémula y confusa por los esfuerzos que acababa de hacer para libertarse de su enemigo.

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-Descuidad, bella señora, que antes que vos fuerais ofendida la muerte habría paralizado mi brazo protector. Y así diciendo, el de Lara asió a la doncella y la colocó en su caballo. Por muy breves instantes que en esto tardaron, cuando volvieron a mirar por el camino adelante, ya, no divisaron al misterioso caballero, cual si la tierra se lo hubiese tragado. Acaeció que el raptor, no pudiendo contener a la hermosa joven, detúvose algún tanto como si vacilase entre volver a recobrar su preciosa fugitiva o alejarse sin ser conocido. Esta última consideración debió de ser decisiva en su ánimo, supuesto que, apretando los acicates a su trotón, desapareció rápido como un relámpago. Don Guillén se creía víctima de un sueño, pero de un sueño encantador. Cuando menos lo pensaba encontrose el héroe principal de una aventura romancesca, habiendo hecho la casualidad que él fuese el libertador de una gentil y apuesta doncella que le miraba con la efusión del agradecimiento, con el abandono de la soledad, con la ternura del amor. -¿Me permitiréis, señora, que os pregunte quién es ese caballero? Según lo poco que puedo deducir de lo que he visto, paréceme que os llevaba contra vuestra voluntad. -Sin duda alguna, señor don Guillén. -¡Ah! ¿conocéis mi nombre? -¿Y quién no lo conoce en esta comarca? -Soy muy dichoso, señora, de que así sea por vuestra parte; por la mía, siento deciros, hermosa doncella, que no tengo el honor de conoceros. -No lo extrañó, a pesar de vivir en vuestra misma aldea. -¡Es posible! -Sí, señor, en la casa de los Vargas, donde está la imagen de Nuestra Señora de la Luz. -¡En la casa de los Vargas! ¿Acaso pertenecéis a esa familia? -Sí, señor don Guillén. -Parece que esa casa ha estado mucho tiempo deshabitada. -Así es la verdad. -En ese caso, señora, ya no extraño el crimen de no conoceros. Supongo que no hará mucho tiempo que habitáis en la aldea.

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-En efecto, aún no hace tres meses que mi madre trasladó su domicilio. -¡Tres meses! ¡Tanto tiempo! ¡Cuán desgraciado he sido en no haberos conocido antes! -Vivimos muy retiradas. -Yo también casi siempre estoy de caza o estudiando en mi castillo. Estas son las dos ocupaciones de mi vida. -Ocupaciones muy propias de un caballero... Sin embargo, algunas personas que tienen el mismo género de vida que vos, me han conocido mucho antes, -dijo la joven con cierta coquetería. -¿Y quién? -preguntó don Guillén frunciendo las cejas. -Es muy fácil de adivinar. -¿Tal vez Álvaro del Olmo? -Justamente. Don Guillén Gómez de Lara estaba dotado de un carácter soberanamente altivo; así es que trató de dominarse para no dar a entender los verdaderos sentimientos que la doncella le había inspirado. -Efectivamente, -dijo el mancebo-, recuerdo que mi amigo Álvaro me ha hablado de una dama que le había inspirado amor... Es posible que hablase de vos... ¿Es cierto que él es vuestro amante? -No, señor, don Guillén; no he dicho yo tanto. -Creí haber entendido... -Me he limitado solamente a decir la verdad, y es que vuestro amigo me conoce. -¿Y cómo esta noche estaba peleando con vuestro raptor? -Todo ha sido obra de la casualidad... Y por cierto que se apareció en un momento muy oportuno para mí, y que por su generosa conducta le debo la gratitud más indeleble. -Mi amigo, señora, es un cumplido caballero, -dijo don Guillén con cierta complacencia. Sin embargo, en el acento del joven un observador profundo habría podido leer un no sé qué de amargura y despecho. Después de algunos minutos de silencio, el de Lara volvió a preguntar:

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-Pero ¿no me diréis, señora, quién es ese mal caballero que por fuerza pretendía arrebataros? -¡Ay! -exclamó la doncella-, me cansa horror solamente el pensar en ese hombre odioso... Y cuidado que yo no soy nada tímida;-añadió la encantadora joven haciendo un precioso remilgo. -Ya he visto que en esta ocasión os habéis conducido con una serenidad de ánimo que yo no esperaba. Cuando os vi saltar del caballo ligera como una cervatilla, temblé por vos, temí que os hubieseis hecho algún daño. -Yo aguardé a que mi raptor estuviese descuidado; y como confiaba en vuestra protección, no vacilé un instante en llevar a cabo mi proyecto, y ya habéis visto que me salió a medida de mi deseo. Me arrojé al suelo de pronto, y felizmente caí de pies. Yo estaba además segura de que ese hombre no os aguardaría. Él debe conoceros, y sin duda alguna temía que vos le conocieseis. -¡Cosa más extraña! ¿Y vos no le conocéis? -Le conozco por el aire del cuerpo; pero nunca le he visto el rostro. ¿No observasteis que lo llevaba cubierto con un antifaz? -Yo solamente he podido distinguir un bulto negro; pero en cuanto a vos, supongo que no será esta la primera vez que lo habéis visto. -Así es la verdad; lo he visto varias veces junto a la cruz de piedra, que está cerca de la aldea, en la encrucijada de los caminos. -¿Acaso os daba citas? -No, por cierto. -De cualquier modo, quiero decir que le veláis, porque tal era vuestro deseo. -Porque no podía evitarlo. Yo tengo la devoción de salir todas las noches al toque de oraciones a encender los faroles de la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Luz. Pues bien, muchas noches lo encontraba allí y me requería de amores. -¡Infame! -Yo no podía menos de mirar con horror a aquel misterioso personaje, cuyo rostro jamás he podido ver completamente. -¿Y vos cómo no salíais acompañada?

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-No quería decirle nada a mi madre por no afligirla... ¡y como las dos vivimos solas!... ¡Cuántas desgracias han caído sobre mi familia! -He oído, en efecto, referir terribles historias de la casa de los Vargas. -Ese hombre extraordinario, de cuyas manos me habéis libertado, había conseguido despertar mi curiosidad más vehemente, supuesto que anoche me dijo que tenía, que hablarme de mi padre... Habéis de saber, don Guillén, que yo he sido muy desgraciada, y que no he tenido la dicha de conocer a mi padre, calumniado y perseguido cruelmente por sus enemigos. Es imposible que nadie haya querido a su padre, sin conocerlo, tanto como yo... -Pero ¿acaso vive? -Según todas las trazas, parece que no ha muerto; aunque por tal lo he llorado yo mucho tiempo, así como también mi madre. Ese hombre, pues, me prometió decirme en dónde se encontraba mi padre, y habiéndole yo hecho ciertas preguntas acerca de varios pormenores de mi familia, me he convencido de que, en efecto, conoce mi historia aún más a fondo que yo misma... Y he aquí la verdadera causa de que yo no haya esquivado su encuentro, y porque además nunca creí que sus intenciones fuesen tan pérfidas y viles, como las ha manifestado esta noche. Repito que yo más bien estaba deseosa de que llegase la hora en que el incógnito solía estar al pie de la cruz, para que me refiriese todo cuanto me había prometido acerca del paradero de mi padre, tan querido como llorado. Pero esta noche no dejó de sorprenderme el verlo a caballo, cuando siempre había venido a pie y con un ademán modesto y tímido, aunque siempre extraño y misterioso. Yo me dirigía, según tengo de costumbre, a encender los faroles de Nuestra Señora, cuando de repente me sentí violentamente asida por la cintura. A pesar de que os he dicho que no soy nada tímida, fue tan grande, sin embargo, la impresión que recibí de sorpresa y de terror, que ni aun tuve fuerzas para exhalar un grito y mucho menos para impedir que aquel hombre infernal con su mano de hierro me colocase en su cabalgadura. Ya se disponía mi raptor a partir, cuando súbito apareció vuestro amigo, tomando mi defensa. -Tal vez lo habría estado observando todo. -Es muy probable; pues muchas veces lo he visto entre unos setos poco distantes de la cruz, en donde, al parecer, os estaba aguardando a vos y a vuestro halconero. -Con frecuencia suele suceder como vos decís, especialmente cuando alguna pieza ya muy tarde vuela hacia la aldea, supuesto que el que la persigue no quiere volver a desandar lo andado. -Lo demás ya lo sabéis, y sin vuestra oportuna llegada, no sé qué hubiera sido de mí. -Soy muy dichoso, señora, por haber contribuido en algo a vuestra libertad. -¡Oh! Y yo bendigo mil veces el susto que he pasado, porque... ¡Cuán hermosa noche hace! -exclamó de pronto la joven, casi sonrojada de haber dicho demasiado, dejándose

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dominar por la amorosa fascinación que en ella ejercían los negros y brillantes ojos del agraciado mancebo. Ambos jóvenes olvidaron completamente al hombre misterioso, y durante algún tiempo permanecieron silenciosos y extasiados contemplándose mutuamente. -¡Cuan hermosa era la doncella! La rosa y la azucena se dividían por igual el imperio de aquel rostro divino; en sus negros ojos brillaba la pasión con todos sus incendios, y su talle flexible y delicado semejábase a la palma de Delos, temblorosa al suave impulso de los céfiros. Nunca Fidias ni Praxiteles ni Timantes en sus divinos sueños de artistas vislumbraron un rostro tan perfecto ni una expresión más seductora. Las brisas de la noche jugaban con su rica y perfumada cabellera, formando graciosas ondas de bruñido ébano sobre la airosa espalda de nieve, y en su linda boca, que respiraba amores, brillaban el coral y las perlas. Elvira, tal era su nombre, encubría bajo el finísimo cendal el cándido seno, agitado blandamente torneado por la mano de las Gracias. Los ojos codiciosos del mancebo se fijaban imprudentes sobre el blanco y celoso brial, débil muro que resistía a las ansiosas miradas; pero que no bastaba a detener el pensamiento, que traspasa la seda, como al través del cristal penetran los rayos del sol. Mariposa de espléndidos matices y rapidísimo vuelo y la imaginación se lanza al espacio brillante de las ilusiones y contempla mil bellezas que pinta a su deseo y adora a su gusto; pero incauta se precipita en la llama que la devora. La soledad con sus misterios, la noche con sus tinieblas, la hermosura con sus encantos, la juventud con sus ardores, todo despertaba, en don Guillén emociones tan enérgicas como desconocidas. Añadíase a esto el vértigo delicioso de una rápida carrera, el dulce calor del brazo de Elvira asida al caballero y el irresistible magnetismo de sus recíprocas miradas, en las que cada cual bebía a torrentes el filtro calenturiento del amor. Don Guillén Gómez de Lara detuvo de repente su caballo, contempló por algunos instantes a la encantadora Elvira, después alzó sus ojos al cielo, exhaló un profundo suspiro, y por último puso al paso su alazán. Sin duda alguna el mancebo trató de dilatar algún tanto el momento de una separación dolorosa. Cuando llegasen a la aldea, su ventura se desvanecería como un sueño. -¡Cuánto os amo! -dijo don Guillén de pronto y como fuera, de sí. La hermosa Elvira, cubierto el rostro de amable rubor, bajos los ojos, palpitante el pecho, permaneció silenciosa. Don Guillén suspiró.

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Después de algunos momentos dijo con voz muy conmovida: -¿Me perdonaréis la libertad de haceros una pregunta? Elvira inclinó la cabeza afirmativamente. -Decís que conocéis a mi amigo... ¿Amáis a Álvaro? -No. -¿Pues no decís que él os ama? -No he dicho tal, sino que me conoce; y aun cuando me amase, no se deduce por eso que yo le ame. En esto llegaron a las inmediaciones de la aldea y les salieron al encuentro Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este se hallaba herido, aunque levemente, en un brazo. Todos se dirigieron hacia la pequeña población, y el enamorado Álvaro no apartaba ni un instante los ojos de la gentil doncella, que le había inspirado la pasión más volcánica. Sin embargo, don Guillén tuvo tiempo y ocasión, sin que su amigo lo notase, de hacer a Elvira esta pregunta en voz muy baja: -¿Pudiera yo tener la dicha de hablaros mañana? -Tal vez. -Desearía que fuese muy tarde, a media noche, por ejemplo. ¿Será fácil? -No es imposible. ¿Y por dónde?... -Estad a media noche en la puerta del jardín. Don Guillén clavó una mirada fascinadora en Elvira, una mirada de agradecimiento, de amor, de felicidad por la esperanza de verse a la noche siguiente. En esto se detuvieron todos delante de la casa de los Vargas, en cuyo patio encontraron a una anciana llorando amargamente. Elvira se precipitó en sus brazos, exclamando: -¡Madre mía! -¡Hija de mi alma! ¡Qué dolor me has hecho pasar! He llorado por tu ausencia, te lloraba perdida y he rezado a la Virgen para que te protegiera y me concediese la dicha de estrecharte entre mis brazos. ¡Hija mía, ven, ven acá!... ¡Sagrada Virgen! ¡Gracias por tu bondad infinita!

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La joven y la anciana se estrecharon, formando un tierno grupo en que el maternal amor y el respeto filial se ostentaban reunidos por un abrazo cariñoso. Los circunstantes presenciaban esta escena con tanta mayor emoción, cuanto que ninguno de ellos tenía padres. ¡Los tres eran huérfanos! Elvira refirió brevemente a su anciana madre el peligro que había corrido y la manera como había sido defendida y salvada, por aquellos caballeros. La tierna madre, llorando de alegría, les dio las gracias por su generosa conducta, y les ofreció la hospitalidad, tan pobre de conveniencias como rica de afecto, que le era dado brindarles. Desde aquel mismo momento miró con el más entrañable cariño a los protectores de Elvira, y hubiera sido capaz hasta de ser su esclava. ¿Qué no hará una madre por el que le restituye el tesoro de su ternura? Los caballeros rehusaron, y en el semblante de la anciana se pintó el más profundo respeto al saber que el libertador de su hija era don Guillén Gómez de Lara, el opulento señor de muchas villas y castillos. Igualmente cuando la joven dio las señas del hombre misterioso que había tratado de robarla aquella noche, la infeliz anciana se estremeció de terror como el que en los horrores de una pesadilla se siente caer en un abismo sin fondo. -¡Oh! -murmuró-. ¡Siempre ese hombre infernal! ¡El enemigo implacable de los Vargas!... De repente la anciana se detuvo y guardó silencio, como una persona que teme decir imprudentemente palabras o secretos que la comprometan. -Todos comprendieron que alguna terrible historia de odio y de venganza debía encerrarse en aquella noble familia, a la sazón reducida a la oscuridad y a la miseria. Nuestros caballeros, a fuer de discretos y corteses, respetaron aquel silencio, despidiéronse de la anciana y de su hija, y en seguida se encaminaron al castillo en donde ya les aguardaba el señor Gil Antúnez, impaciente y cuidadoso. Aquella noche, mientras que su escudero le ayudaba a desnudarse, don Guillén pensaba en la belleza de Elvira, en su ternura, en sus desgracias, y sentía derretirse su alma en el fuego de un amor infinito. Pero luego volvió a recordar que al despedirse, la joven había dirigido una sonrisa al buen Álvaro del Olmo, que por defenderla había sido herido. ¿Era gratitud? ¿Era amor? El recuerdo de aquella sonrisa, que en los labios de la hermosa brilló como un rayo de la luz del cielo, derramaba en el alma de don Guillén todas las torturas del infierno. Álvaro era su compañero, su amigo, casi un hermano, y a pesar de todo esto, aquella noche, durante la cena, ni le había dirigido la palabra, y ni aun siquiera se había informado de la gravedad de su herida. Don Guillén, hasta entonces siempre tranquilo, siempre dulce y cariñoso, no podía menos de reprocharse su dureza. Aquella noche, abismado en la deliciosa

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contemplación de la encantadora Elvira, había creído entrever un paraíso; pero ¡ay! al primer pensamiento de amor acompañaba también el primer pensamiento de odio. ¡Miserable naturaleza humana! Don Guillén, siguiendo la costumbre de una inteligencia cultivada y en alto grado propensa a razonárselo todo, trataba de descifrarse los misterios que había levantado en su corazón la sola presencia de una muchacha. ¿Qué soplo mágico, qué misterioso encanto, qué fuerza sobrenatural poseía aquella débil criatura para arrojar tantas y tan negras nubes en el cielo poco antes sereno y límpido de su existencia? Pero don Guillén se atormentaba en vano. El joven sabía raciocinar; pero sólo conocía la vida humana bajo este punto de vista exclusivo. A su entendimiento se escapaba esa encarnación misteriosa, tan bellamente simbolizada en el cristianismo, ese lazo que une el espíritu y la materia, la idea y el sentimiento, el ser y la existencia, de donde surge la vida en toda su plenitud de pensamiento y de acción. Don Guillén no veía la medalla más que por el anverso. Ahora comenzaba a navegar por el mar tempestuoso de las pasiones. Durante largo rato el joven permaneció silencioso, pensativo y ceñudo. Al fin exclamó con un acento terrible: -¡Eso es! ¡Maldito sea mi amigo! ¡E1 amor es lo más divino que existe sobre la tierra! No es el amor lo que emponzoña mi alma... ¡Son los celos! Si mi amigo no existiera, ¡cuán feliz sería yo esta noche! Álvaro es la mancha de ese brillante sol que hoy ha querido Dios revelarme... ¡Hoy es el gran día de mi vida! ¿Cuándo se extinguirá su recuerdo?... ¡Cuán hermosa es!... Por un beso de su boca, padecería yo siglos de torturas... ¡Oh Dios potente! ¿Qué es lo que pasa por mí? ¿Qué fuerza tan inmensa es la que conmueve todo mi ser? Hasta ahora yo había vivido dentro de mí mismo, mi alma no buscaba el poseer nada fuera de ella, y ahora se arroja frenética en las alas de su deseo... ¡El deseo! He aquí la palabra, he aquí el verdadero nombre de esa fuerza que yo desconocía, de esa aspiración que hierve en mi pecho y me arrebata a otras regiones. El deseo, como un relámpago en la oscura noche, ha esclarecido todos los abismos de mi existencia. Desde hoy la nave ha desplegado sus velas; mares desconocidos, nuevos horizontes se presentan a mi vista... ¡Señor de las tempestades, yo te imploro! El aposento estaba pálidamente iluminado por una lamparilla de plata que ardía sobre una mesa situada junto al lecho donde estaba sentado el hermoso caballero. En la mesa veíanse muchos volúmenes que aquella noche, contra la costumbre del mancebo, no habían sido hojeados. Verdaderamente era un espectáculo interesante aquel joven en las altas horas de la noche, inquieto y caviloso, afligido y feliz a un mismo tiempo, según pensaba en Elvira o en Álvaro; pero esta doble faz de su pensamiento era casi simultánea. No existe la luz sin las tinieblas. Largo rato permaneció don Guillén reclinado sobre las almohadas, apoyado el bello rostro en su mano derecha, desmelenado, pálido y lloroso. Las lágrimas, como la lengua, sirven para expresar las cosas más diametralmente opuestas. La lujosa colgadura, que sirve

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lo mismo para festejar al vencedor de ayer y a su contrario, vencedor hoy: he aquí lo que son las lágrimas. ¡Así es el hombre! A las más grandes alegrías, como a la tristeza, las festeja y recibe también con llanto. La lamparilla destellaba una luz moribunda hasta que, por último, llegó a extinguirse completamente. Entonces el aposento quedose sumergido en la oscuridad. El joven experimentaba un vértigo sofocante; su sangre inflamada circulaba por sus venas como plomo derretido; sentía que se ahogaba; las tinieblas le oprimían como un manto de piedra. Levantose y abrió una ventana que daba al campo y desde donde se descubría la solitaria casa de Elvira. El astro de la noche comenzaba a ocultarse en Occidente, y a sus rayos moribundos contempló el triste mancebo las solitarias campiñas. Todo yacía en plácido reposo. Es verdad que se escuchaban algunos ruidos; pero ¿cuándo la voz de los vientos cesa de conducir en sus alas esos vagos rumores, símbolos del espíritu de vida que recorre el universo? Las brisas de la noche remedaban mil perdidos acentos entre los cipreses de la huerta del monasterio de Nuestra Señora de la Luz: de vez en cuando se oía el chirrido de la lechuza que penetraba a chupar el aceite de la lámpara del claustro, y la corneja repetía a intervalos sus lúgubres lamentos. Y allá a lo lejos se escuchaban los ladridos de los perros, las cencerras de las yeguas, el murmurar de un caudaloso arroyo y veíanse brillar las luces y hogueras de algunas alquerías y ganaderos. Aquel espectáculo solemne de la tranquila noche, la moribunda luna, las melancólicas estrellas, tanto plácido murmurio, tanta vida serena y apacible, como ostentaba la naturaleza bajo mil formas distintas, todo esto impresionó fuertemente el ánimo de don Guillén. Le parecía que aquella noche todos los objetos le impresionaban de un modo singular, con una fuerza desconocida, encontrando en ellos un lenguaje simbólico, una armonía misteriosa y sublime, un cántico celestial, un himno sin fin, un concierto majestuoso y opulento de melodías que hasta entonces nunca había escuchado. El joven en aquel momento estaba verdaderamente hermoso. Su levantado pecho palpitaba de entusiasmo, y en sus negros ojos brillaba el sagrado fuego de la inteligencia y del sentimiento, la inspiración. -¡Salve, argentada luna! -exclamó de pronto extendiendo sus brazos al cielo-. Yo te saludo, astro solitario, desde mi triste morada. ¡Oh! Nunca hasta ahora he comprendido en tan alto grado el encanto delicioso, la emoción divina, la voluntad inefable en que baña mi alma tu tímida luz, casta diosa de los bosques. ¡Si yo pudiera volar a ti y reclinar mi ardiente cabeza sobre tu cándido seno! El joven permaneció extático largo tiempo contemplando la bóveda estelante. ¿De dónde procedían estas nuevas aspiraciones que con tanta fuerza sentía y que con tanto afán procuraba descifrarse?

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-¡Amor! -prorrumpió saliendo de su arrobamiento-. ¡Amor! ¡Amor! Me parece que sobre tus alas de oro y armiño me elevo rápidamente a las esferas etéreas, y que mi espíritu, surcando los espacios luminosos, encuentra nuevas vías de actividad entre mil torrentes de inefables delicias... Pero ¡ay! ¿Por qué son así los hijos de la tierra? ¿Por qué la estrella ardiente, inmortal y volátil de mi ser se encuentra encerrada en una caja quebradiza, inmunda y perecedera? ¿Por qué la revelación del amor eterno y divino nos ha de ser dada en una mujer frágil y acaso indigna? ¿No ha de haber bien sin mal? ¿Es preciso medir lo inmenso con una mezquina pértiga? ¿Por qué ver un océano sin orillas y no poder tragar más que una gota de agua? ¡Miseria! ¡Miseria! ¡Siempre luz y tinieblas!... ¡Oh, Dios mío! ¡Qué turbación tan profunda! ¡Cuánta hirviente lava encierra mi pecho! Hoy comienzan las luchas, las ansiedades, los deseos vehementes, la dicha profunda a la par que turbulenta y desgarradora, los celos, la ponzoña del odio, el fuego del amor. ¡Ah! ¡Todas las pasiones, todos los vientos desencadenados, todos los huracanes de la juventud! ¡Adiós para siempre, tranquilas noches de hermosos sueños, dulces días de reposo, recreos inocentes, sencillas emociones, adiós!... La paz huyó de mi corazón para nunca más volver... ¡Huyó para siempre, para siempre, para siempre!... Después de algunos momentos de profunda meditación, el joven tomó una actitud erguida, osada, como provocando al destino, una actitud de luchador en los juegos de Olimpia. -¿Y bien? -dijo-. ¿Qué importa? Pensar, sentir, amar, aborrecer... ¡Esto es vivir!... ¡Que se desaten los lazos de mi entorpecimiento letárgico... Ella ha sido para mí como la vara de Moisés, que hizo brotase un manantial de la peña... ¡Corran, pues las fuentes de la vida tanto tiempo cegadas! ¡Que bramen los huracanes! ¡Que reluzcan los relámpagos!... ¡Que rujan los truenos! ¡Nunca las ondas del mar saben elevarse a los astros sino en el furor de las tempestades!... Don Guillén, después de fijar una última mirada en la casa de Elvira, cerró la ventana y se dirigió a su lecho. Capítulo IV La cita ¿Quién puebla los bosques de napeas y silvanos, los aires de sílfidas y genios y los mares de ondinas y nereidas? ¿Quién da sonrisa a la aurora y melancolía al crepúsculo? ¿Quién da formas, vida y colores al mundo seductor de las ilusiones? ¿Quién a su vez extiende el velo brillante de la ilusión sobre la creación entera? ¿Quién posee ese soplo mágico que infunde realidad a las ideas y sentimientos a lo insensible? ¿Quién sabe fabricar ese espejo encantado, en el cual se mira la imagen pura de todas las cosas sin mezcla de imperfección? ¿Quién ha sabido encontrar ese cielo jamás oscurecido por la noche y coronado por un sol que nunca sale, nunca se pone y que brilla eternamente? ¡Amor! Tú eres la verdadera fuerza del hombre, y solamente con los resplandores de tu divina hoguera

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es como pueden contemplarse las maravillas de la creación. ¡Amor! ¡Amor! Tu soplo fecundo es el que esparce sobre el universo mil sublimes melodías, mil deliciosos aromas que regocijan al alma como a las flores el rocío. ¿Quién entenderá la eterna conversación de la tierra con el cielo, si tu dulce llama no ilumina su inteligencia? ¡Amor! Tú eres inteligente, tu eres sensible tu eres creador. Aun en la misma estación de los hielos, tú sabes sembrar las más bellas flores de la primavera sobre los pasos de la mujer querida. ¡Con cuánta impaciencia aguardaba don Guillén el delicioso instante de ver a la encantadora Elvira! Era la media noche. Todo en la aldea yacía en el más profundo silencio. Un hombre cuidadosamente rebozado se dirigía hacia la puerta del jardín de la casa de los Vargas. Apenas llegó al sitio que hemos indicado, tendió una mirada escrutadora en torno suyo, y después comenzó a llamar muy suavemente en el postigo del jardín. Nadie le respondió. Algo impaciente adoptó el partido de dar algunos paseos, rondando las tapias del jardín de Elvira. Súbito detúvose y fijó sus ojos atentamente en un punto, como si hubiese divisado algún objeto que le inspirase la más viva atención. Habla creído ver dos bultos cruzar por delante de sus ojos. La noche estaba hermosa y serena, la luna brillaba en el cielo en toda la plenitud de su plácido esplendor. Solamente el viento que corría era un poco frío; pero la claridad de la luna hacía fácil cualquiera investigación que se intentase. El gallardo mancebo se encaminó resueltamente hacia el punto en donde le había parecido ver los dos bultos; pero, con grande admiración suya, a nadie descubrió. Todas sus investigaciones fueron inútiles hasta que, por último, vino a convenir consigo mismo en que se había engañado. Don Guillén volvió inmediatamente a la puerta del jardín, centro sobre que gravitaba y norte de su esperanza. Volvió a llamar con el mismo recato que antes. ¡Oh! ¡Cuán bello es ese momento en que el apuesto galán aguarda ver a la hermosura que adora! ¡Cuán dulcemente palpita su corazón! ¡Cuán suavemente las alas del amor agitan su cabellera! Mil nacaradas tropas de placeres, como cándidos celajes, vuelan en torno de su frente, mil nuevos sentimientos agitan con delicia su corazón. Don Guillén había visto mil veces las pintorescas cercanías de la aldea en las hermosas noches de Mayo, cuando los ruiseñores cantan, cuando las luciérnagas brillan, cuando sonríen las praderas, cuando las pintadas flores exhalan sus perfumes. Pero nunca había experimentado lo que sentía ahora en los mismos sitios, en una noche de Diciembre. ¿Qué nueva fuerza había aparecido en su ser? ¿Por qué ahora veía nuevas bellezas en todos los objetos? Porque miraba al trasluz del mágico lente que el amor ponía delante de sus ojos.

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El joven creyó escuchar unos pasos ligeros que cada vez más se aproximaban a la puerta. Luego oyó una voz suave y misteriosa que dijo: -¿Sois vos, don Guillén? -Señora mía, yo soy, que aguardo con impaciencia el veros. -Tened la bondad de ir por la reja. -¿Y en dónde está? -Siguiendo las tapias del jardín, a mano izquierda la encontraréis. -Allá voy. El mancebo se dirigió rápidamente al punto de signado, en donde ya encontró a la encantadora doncella envuelta en un capotillo de terciopelo negro, que hacía resaltar maravillosamente la blancura de aquel rostro seductor, que venía a iluminar un débil rayo de luna. Durante algunos momentos, ambos jóvenes permanecieron silenciosos y absortos en una mutua contemplación. -¡Cuán feliz soy en volver a veros! -exclamó don Guillén-. Nunca creí que fuese tanta mi dicha. Todo el día he estado pensando en este momento venturoso. -Yo también me he acordado mucho de vos. -¡Cuánto os lo agradezco!... Yo venía esta noche temblando, no sea que alguna desgracia os hubiese ocurrido, supuesto que vuestra familia es perseguida por enemigos poderosos. ¿No habéis visto hoy a nadie? -No, don Guillén. -Según dijo vuestra madre, el hombre misterioso que ayer pensaba robaros, es enemigo implacable de los Vargas, de lo cual se deduce que vuestra madre debe conocerlo. -Sin duda que es así. -¿Sabéis que me devora la más viva curiosidad por saber quién es ese hombre? He dicho mal, no es la curiosidad, es el deseo de poder prevenir sus asechanzas; pues si él continuara, en sus proyectos, creo que ha de costarle muy caro. -¡Cuánto goza, mi alma, con la idea de que vos sois mi protector!...

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-Capaz de dar por vos hasta la última gota de sangre. -¡Oh, don Guillén! ¡Cuán feliz soy! -Solamente desearía saber cuál era el intento de ese hombre malvado, al pretender arrebataros de casa.... ¿Es posible que ese hombre sea capaz de teneros odio? -Mi madre dice que es el enemigo de mi familia; pero... La joven se detuvo y permaneció algunos minutos con la faz encendida y los ojos bajos. -¿Qué queríais decir, señora mía? -Nada... Me parece que mi madre se equivoca. -¿Respecto a qué? -Respecto a creer que el hombre del sayo negro me tenga odio. -Ya lo he dicho yo también... Me parece imposible que a nadie podáis inspirar odio; aun cuando ese fuese un tigre... Además, recuerdo me habéis dicho que algunas veces os ha requerido de amores, ¿no es verdad? -Sí, don Guillén. Elvira temblaba como la hoja en el árbol. ¿Era a impulsos de la divina emoción de un amor volcánico? ¿Era que tal vez guardaba algún terrible recuerdo del hombre misterioso? La verdad es que este personaje, cuyo rostro apenas había ella vislumbrado, le inspiraba sentimientos desconocidos. Elvira, en presencia de su raptor, se sentía turbada y afligida, pero al mismo tiempo fascinada y temerosa, como la paloma en presencia del milano. Hay en el alma de la mujer una facultad divina y poderosa que hace en ella lo mismo que la inteligencia hace en el hombre. Lo que éste conoce con vaguedad, la mujer lo presiente con extraordinaria energía, con la seguridad infalible de un profeta. Hablamos de los presentimientos, y nos atrevemos a asegurar que en aquel instante eran muy negros y terribles los que agitaban el corazón de Elvira. No podía pensar en su raptor sin estremecerse, como el que, caminando por una pradera florida, ve de repente saltar de entre sus pies una verdinegra sierpe, que se desliza, silbando y crujiendo sus flexibles anillos. Pero muy pronto la presencia de su amante disipaba en ella todos los negros fantasmas de su imaginación, como se disipan las nieblas a los rayos solares. -¿Y no salvéis quién sea ese hombre singular? -preguntó don Guillén, que con tenacidad insistía en averiguar quién fuese el raptor de su adorada.

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-¡Oh! Ignoro quién pueda ser. Todo lo que mi madre me ha dicho es que ese hombre aborrece mortalmente a mi familia, que es muy rico y poderoso, que dispone de grandes medios para sus venganzas, y por último, que es un infame, a pesar de la orden que profesa. -Pues qué, ¿no es seglar? -No, señor; es religioso. Don Guillén hizo un gesto muy marcado de admiración. Sin dada alguna aquella noticia causó en él gran sorpresa. El joven quedose asaz pensativo, y desde aquel instante concibió el proyecto de averiguar a todo trance quién fuese aquel personaje, que se ponía en su camino, envuelto en el misterio y con una actitud amenazadora. Formada esta resolución irrevocable, pensó en entregarse con toda su alma al placer de hablar de su amor con la encantadora doncella. Ésta parecía algún tanto inquieta y afligida. Don Guillén lo notó fácilmente. ¿Qué se oculta a los ojos perspicaces de quien de veras ama? -¿Qué tenéis, hermosa señora, que me parece leo en vuestros ojos síntomas de pesar, cuando en este momento es poco un corazón para tanta y tan inefable ventura? -¡Ah don Guillén! Parece que el cielo envía envuelta siempre la dicha con penas. ¡No hay rosas sin espinas! -¿Pues qué os sucede, señora? -Que como si no bastasen las pruebas crueles por que ha pasado mi pobre madre, la Providencia ha querido aumentar ahora sus padecimientos y los míos. Con el susto que anoche le causó mi corta ausencia, han tomado sus temores un carácter más sombrío, y como que ya los años son muchos y las fuerzas pocas, conozco que cada día le hace una impresión más funesta cualquier acontecimiento contrario. Desde anoche la estoy viendo sufrir y llorar, y, no obstante, aun cuando yo quisiera estorbarlo, no puedo impedir ni evitar el encontrarme dichosa. -¡Misterios del corazón! -murmuró don Guillén en voz baja y conmovida. -Tal vez ahora mismo la fiebre esté abrasando su venerable frente; pero yo os había prometido salir a hablaros esta noche, y no podía faltar a esta palabra... ¡Ah don Guillén! Si no hubieseis venido, yo habría muerto de dolor, porque... Yo os amo, gallardo caballero, con todo el fuego de mi corazón... Al llegar aquí, la voz argentina de la joven estaba trémula, su seno palpitaba, sus tersas mejillas se cubrieron de un ardiente carmín, y sus hermosos ojos, humedecidos por una lágrima de ternura, se fijaron con timidez sobre el rostro varonilmente bello del amartelado galán, que, arrebatado de su entusiasmo amoroso, prorrumpió:

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-¡Criatura angelical! Yo no sé qué espíritu de bendición agita sus alas de oro en torno mío, cuando mis ojos se encuentran con los tuyos. Al contemplarte, hermosa mía, conozco que mis pies se desprenden del cieno de la tierra, y que, fijas mis miradas en tu imagen circuida de soles esplendorosos, creo ver en ti, dulce criatura, el compendio y cifra de todos los cielos. ¡Mujer divina! ¡Tú no sabes lo que vales ni lo que puedes! ¿Hay por ventura sobre la tierra algún poder semejante al tuyo? ¿Quién conmoverá mi corazón y encadenará mi voluntad como una mirada de tus ojos o una sonrisa de tus labios? Hasta tu mismo nombre, Elvira encantadora, hasta tu nombre parece designado por el destino para que yo le adore. Una Elvira me dio la existencia, que yo consagro gustoso a otra Elvira. -¿Qué queréis decir? -Mi madre se llamaba doña Elvira de Carvajal. ¡Triste de mí! El cielo quiso que yo no la conociera... ¡Cuán cruel es causar la muerte a quien nos da la vida!... Hasta esta circunstancia de llamarte así, parece que me impone el deber de aumentar hacia ti mi idolatría, si el aumentarla fuese posible. -¡Qué inexplicable ventura! ¡Cielos! ¿Por qué habéis permitido que yo viva tanto tiempo sin experimentar lo que ahora experimenta mi corazón y que mi lengua no alcanza a expresar?... Cuando el viento gemía en el bosque, cuando las nubes se apiñaban en el cielo, cuando veía cruzar las aves despavoridas que iban a guarecerse en sus nidos de la próxima tempestad, cuando desde mi ventana oía el eco lejano de los sencillos cantares de los pastores, cuando contemplaba el día moribundo en brazos de las primeras sombras de la noche, ¡ah, don Guillén! no podéis figuraros qué emoción tan profunda me causaba todo esto. Mi corazón palpitaba violentamente, mis ojos se deshacían en lágrimas, y allí en el bosque sombrío y entre los misterios del crepúsculo, yo descubría la imagen de un gallardo caballero, una imagen que se os parecía y que con melancólica frente suspiraba tal vez por mi amor... Yo entonces lloraba, porque mi corazón estaba muerto para la dicha real, porque mi ilusión no era una verdad, porque el mundo vacío no me ofrecía ningún deseo, ningún placer, ninguna emoción comparable a la que ahora siente mi pecho... ¡Oh Dios mío! Ahora ya puedes llamar a tu criatura hacia tu seno, porque ahora yo he gustado la dicha de la tierra, he vivido, he amado. -¡Elvira mía! ¿Es verdad que tú me adoras? ¿Podré estar seguro de que jamás me olvidarás?... -¡Nunca! ¡Oh! ¡Nunca! Yo te amo, sí, yo te amo. -¡Dios mío! ¡Y dirán que ya el paraíso no está en la tierra! -Yo conozco que debería ser menos franca, según lo exigen los usos establecidos; pero ¿se encuentra siempre la verdad en las fórmulas del mundo? Ya que con tanta fuerza experimentamos el santo sentimiento de un amor puro, entreguémonos con confianza a las emociones de nuestro corazón, que nos dice la verdad, que de seguro conoce que tu amor y el mío es sincero.

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Y así diciendo, la encantadora Elvira al través de la reja abandonaba su linda mano al gentil caballero, que la cubría de besos apasionados y de lágrimas de felicidad, de esas lágrimas que el amor arranca en ciertos instantes deliciosos, en que parece que Dios derrama sobre sus criaturas los inagotables tesoros de su ternura infinita. En aquel momento, los dos venturosos amantes habían olvidado el mezquino planeta en que habitan los hombres, y en alas de su amor se remontaban a esas regiones desconocidas, a las cuales sube el espíritu de aquellos elegidos de entre los mortales que atraviesan el piélago undoso de la vida en los cariñosos brazos del amor fiel y nunca desmentido del amor puro, generoso, desinteresado. Pero ¡ay! Siempre junto a un placer hay un dolor, siempre en el apacible valle se descubre una roca descarnada, siempre en el florido prado se oculta una serpiente venenosa. Don Guillén contemplaba extasiado a la hermosa Elvira; pero de vez en cuando en lo más intimo de su pensamiento se levantaba una sospecha, como una negra nube en el azul purísimo de un hermoso cielo de primavera. ¿Qué motivos tenía don Guillén para dudar del amor de Elvira? Ninguna razón tenía, es verdad; pero si él dudaba, si se afligía, si sospechaba, ciertamente que no era porque él lo desease. A pesar suyo, de vez en cuando, en el momento más dichoso, divisaba la faz ceñuda y sombría de la desconfianza en medio de los mágicos horizontes que su amor apasionado le pintaba. ¿Tal vez amaba Elvira por ambición al señor de Alconetar? Si éste hubiese sido un simple caballero, ¿pudiera haberse lisonjeado de inspirar a la joven la misma volcánica pasión que ahora sentía o que afectaba sentir? Tales eran los pensamientos que, tímidos, confusos e indecisos, se asomaban alguna vez a la mente del señor de Alconetar; pero éste los rechazaba con horror. Acaso la inquietud de Gómez de Lara pudiera atribuirse a la expresión extraña de astucia y de voluptuosidad que algunas veces revelaban los ojos incitantes de la agraciada Elvira. Pero estas llamaradas de un corazón ardiente y sediento de goces pasaban, rápidas como relámpagos, y otra vez el pudor y la tímida ternura volvían a aparecer en los bellos ojos de la joven con todo su encanto virginal. Mientras que don Guillén y Elvira se entregaban a sus amorosos delirios, tres hombres se ocultaban entre unas encinas que formaban un bosque poco distante de las tapias del jardín de la casa nombrada de los Vargas. El uno de ellos parecía como el jefe, según podía deducirse de las muestras de respeto y consideración que le daban los otros dos, quienes, al parecer, eran esclavos moros. El jefe

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de estos personajes era de mediana estatura, de color cetrino, de luenga barba y de una actitud altanera, que denotaba el hábito de mandar y ser obedecido. Traía calzadas unas grandes espuelas que hacía resonar a cada paso que daba, espada de rica empuñadura, y pendiente del cuello un cuerno de caza, primorosamente embutido de plata, que resaltaba sobre su ropilla de terciopelo negro guarnecida de finas pieles. El caballero decía: -¿Habéis visto a don Guillén? -Sí, señor; cuando salió del castillo lo fuimos siguiendo hasta que se detuvo en las tapias del jardín de doña Elvira. -¡Ira de Dios! -El tal don Guillén, -continuó uno de los esclavos-, debe tener una vista como un águila, porque, a pesar de ser de noche, tengo para mí que nos descubrió, supuesto que, abandonando el postigo del jardín, se dirigió hacia donde nosotros nos hallábamos y comenzó a examinar a su alrededor con un cuidado y atención, que harto bien denotaba que nos había columbrado... -¿Y por fin os descubrió? -preguntó con vivacidad el caballero. -Nosotros tuvimos la buena ocurrencia de escondernos en un barranco rodeado de árboles, y allí nos aplastamos como gazapos. A no haberlo hecho así, sin duda alguna nos hubiera descubierto. -Y después ¿no dio muestras de desconfianza? -Al contrario; según pudimos deducir, él se convenció de que sus temores habían sido infundados, y con todas las señas de un hombre perfectamente tranquilo, volvió a situarse en la puerta del jardín... -¿Y ella ha salido a hablarle? -preguntó vivamente el desconocido. -Doña Elvira salió a los muy breves instantes. -¿Le abrió tal vez la puerta? -preguntó el jefe con voz trémula. -No, señor. Por lo visto, le diría que fuese a una reja que hay en el jardín al final de la tapia, pues que luego que los dos cambiaron algunas palabras por el postigo, don Guillén se dirigió a la reja que ha dicho, en donde ahora se encuentran los dos hablando. -Si queréis verlos, señor,-dijo el esclavo que hasta entonces había guardado silencio-, no tenéis sino dar algunos pasos hacia el camino, y desde allí se descubre la ventana... ¡Venid, señor, venid!

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Había en la entonación de aquel esclavo alguna cosa de irónico, de cruel, de complacencia satánica. -¡Venid, señor, -repetía-, venid. -No, no quiero verlos, -repuso el caballero con acento sordo e iracundo. -Y ahora, ¿qué hemos de hacer? -preguntó el otro esclavo. -Traedlo a mi presencia. -¿Vivo? -O muerto. -¿Y si se defiende? -¡Cobardes! Vais dos contra uno, a quien debéis acometer a traición, y todavía preguntáis: ¿Y si se defiende? -Bueno es preverlo todo. -Ya os lo he dicho. Nada más tenéis que prever sino que pongáis a mi disposición a ese hombre odioso. Os advierto que será mucho mejor para mis planes que lo traigáis prisionero. Solamente en el caso, poco posible, de que, le sea fácil escaparse, debéis asesinarlo. ¿Lo entendéis? Preferiré tenerlo vivo. -Descuidad, señor, que se hará todo a medida de vuestro deseo. -Ya sabéis que si es así, jamás habréis conocido mi prodigalidad tan en alto grado como en esta ocasión. ¡Marchad! -¿Y en dónde nos aguardáis? -Detrás de los setos que están próximos a la cruz. Allí también nos espera Jacinto con los caballos. -¡Que no tardéis! -Descuidad, señor. El caballero se dirigió hacia el punto que había designado, y los esclavos moros fueron a cumplir las terribles órdenes que habían recibido de aquel misterioso personaje. Don Guillén se había olvidado completamente de los dos bultos que había creído distinguir cuando se hallaba junto a la puerta del jardín de Elvira. Nada es más cierto que aquello de que «con las glorias se olvidan las memorias». ¡Cuán frecuentemente los

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mortales se duermen descuidados a la orilla del precipicio ¡ay! sin acordarse de que luego al despertar han de ser víctimas de la realidad mas espantosa! Pocos momentos después de haberse separado los esclavos de su señor, óyese el ruido de un encarnizado combate junto a las tapias del jardín de Elvira. Capítulo V Revelaciones La centella que descendió del cielo en el instante mismo en que los tres armigueros trataban de seguir a su amigo para protegerle, caso que de ello tuviese necesidad, produjo en los jóvenes una impresión de terror inexplicable. Todos creyeron que el cielo mismo se oponía cualquiera investigación que acerca del blanco fantasma se intentase, y que su curiosidad era castigada por la mano del Criador, por el formidable poderío de la tempestad desencadenada. Aquel ser misterioso condujo a Jimeno por varias y espesas calles de árboles, hasta que llegaron a uno de los ángulos más retirados del huerto de la Encomienda. Allí había una puerta planchada de hierro. El blanco fantasma hizo una seña a Jimeno de que aguardase. En seguida sacó una llave, abrió la puerta, y asiendo fuertemente del brazo al aturdido trovador, lo arrastró consigo dentro de aquella tenebrosa estancia. Había allí multitud de arneses, de armas, de paramentos y, en fin, toda clase de pertrechos militares conocidos en la época. Jimeno seguía al fantasma lleno de terror. Después que atravesaron una larga serie de habitaciones, el fantasma se detuvo y abrió una puerta que estaba en el suelo. En seguida comenzaron a bajar por una estrecha escalera que conducía al subterráneo, que hemos dicho antes comunicaba con la solitaria torre donde habitaba el italiano. Así como el destino empuja a los mortales por sus tenebrosas vías, del mismo modo el fantasma arrastraba en pos de sí a Jimeno. Este, resistiéndose con toda su fuerza, se detuvo, diciendo: -¿Adónde queréis conducirme? ¿Qué exigís de mí? Yo no os seguiré más lejos... Os lo digo formalmente... ¡No pasaré de aquí!

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-Justamente mi pensamiento, era detenernos en este sitio. -Pues bien, decid. -Voy a hablarte de tus padres. -¡Ah! ¡Nunca los he conocido! -Acaso pronto los conozcas. -¡Viven! ¡Oh, Dios! Decid, decid. -No me interrumpas, Jimeno, si bien te exijo que prestes gran atención a lo que voy a revelarte. -Cuando me habláis de mis padres, tan llorados de mí como desconocidos, es un deber sagrado para mí el escucharos. -Y cuando me hayas oído, también será un deber tuyo el vengarlos. -¡Cómo! ¿Han muerto? -Te contaré su historia. -La misteriosa figura condujo de la mano a Jimeno a un pequeño altar que había en el subterráneo. Era una efigie de Nuestra Señora de la Concepción, delante de la cual ardía una lámpara como una pálida estrella en medio de la noche sombría. Allí el fantasma dio comienzo a su narración de esta manera: -Tu padre era un caballero perteneciente a una de las más distinguidas familias de España, tanto por su nobleza cuanto por sus extensos dominios y por los heroicos hechos de sus ascendientes. Después de haber combatido contra los moros de Andalucía, donde ganó reputación de valiente guerrero y diestro caudillo, contrajo matrimonio con una hermosísima dama, cuyo amor se había esforzado en merecer por sus hazañosos hechos. Ella, orgullosa y feliz por el mérito y la gloria de su amante, pronunció con religioso arrebato el sagrado juramento de su eterno amor... El misterioso personaje exhaló un profundo suspiro y pareció como oprimido por dolorosos recuerdos. Luego continuó: -Tu padre fue muy querido y honrado por el rey don Alfonso el Sabio, el cual no solamente estimaba sus dotes de guerrero, sino también sus conocimientos en astronomía, y ayudó mucho al rey en la composición de las famosas tablas Alfonsinas...

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-¿Y el nombre de mi padre? -preguntó Jimeno. -Se llamaba don Gonzalo Pérez Sarmiento. Ahora bien; éste, a diferencia del rey, no tenía fe en la astrología judiciaria, y se chanceaba con don Alfonso acerca de ciertos pronósticos fatales que decían se notaban en el horóscopo de tu padre. ¡Ay! ¡Cuánto la experiencia acreditó después que el rey don Alfonso con harta razón merecía el título de sabio! «Gonzalo, -decía el monarca-, has nacido bajo la influencia de Mercurio y de Júpiter, planetas que te prometen la elocuencia y la fortuna; pero en cambio Marte es funesto para ti en los castillos y en las plazas. Al aire libre serás un guerrero afortunado; pero en el recinto de una muralla perderás siempre. También la luna te es maléfica, y la inconstancia de la suerte algún día te hará sentir sus tiros». Jimeno escuchaba este razonamiento con la expresión del más profundo estupor. -Nada era más cierto, -continuó la blanca figura-, nada más cierto que las palabras del rey sabio, del Salomón de nuestra España. Tu padre efectivamente se hallaba dotado de un candor de niño, de una sencillez de paloma, de una buena fe a toda prueba. Ningún hombre más inútil que don Gonzalo para el disimulo, para las intrigas palaciegas, para los negocios difíciles, tortuosos, subterráneos. Su generosa naturaleza rechazaba la vulgaridad y la hipocresía. Como el águila, miraba al sol frente a frente; como el geómetra, creía siempre que para llegar a un punto, el camino más pronto y seguro era la línea recta. En cambio, ningún paladín peleaba en el campo con más bravura, ningún sabio hablaba con más claridad, ningún corazón se entregaba con más entusiasmo a todo sentimiento noble y grande. Don Gonzalo tenía una sed insaciable de luz, de verdad, de franqueza. El rey don Alfonso era de mucha más edad que tu padre, por cuya razón éste tributaba a sus años el más profundo respeto, a más de la veneración que le inspiraban la soberanía, la ciencia y el carácter de don Alfonso, quien había manifestado a su joven amigo que, según las investigaciones astrológicas, sus desgracias deberían empezar desde la edad de treinta y cinco años en adelante. Don Gonzalo se reía, pero jamás predicción alguna se cumplió con más exactitud. -¿Qué funesto augurio deja de cumplirse? -murmuró Jimeno. -Tu padre tenía un íntimo amigo que era el reverso de la medalla la antítesis más completa de don Gonzalo, y acaso por esta misma razón eran amigos, pues la amistad necesita simpatías y contrastes. Tanto como el uno era alegre, elocuente y expansivo, era el otro triste, taciturno y reservado. Todo en don Gonzalo era confianza y generoso abandono, cortés franqueza y valor caballeresco. En su amigo, todo era suspicacia, frialdad y previsión. El amigo de tu padre cifraba toda la ciencia humana en que ningún acontecimiento le causara sorpresa. Esta era su verdadera manía. Todo quería preverlo, todo pretendía adivinarlo; quería que su inteligencia fuese el compás de los acontecimientos; deseaba medir, pesar, detener o alejar a su gusto la engañosa perspectiva del porvenir. Aun cuando aquel hombre ostentaba mucha sangre fría y gran serenidad de juicio, no por eso dejaban de albergarse en su corazón todas las pasiones y todos los vicios. Había en aquel hombre una vitalidad tan extraordinaria como funesta. Todas sus fuerzas, todas sus facultades, toda su vida la encaminaba al mal. El desdeñoso desprecio que

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guardaba para todos los hombres era fácil de leer en sus largas y pobladas cejas, constantemente fruncidas. La hidrópica sed de oro devoraba su corazón como el fuego devora, las secas mieses en el estío. El sol de su inteligencia se agitaba frecuentemente en una atmósfera de inmundos pensamientos de deleites, que le ofuscaban y envolvían en una nube de impureza. La hoguera de la ira y del rencor ardía continuamente en su pecho vengativo. La embriaguez y la glotonería eran los ídolos que adoraba en secreto. El gozo y la sonrisa de los demás causaban en él tristeza y llanto. Aquel hombre era un nido de víboras cubierto de azucenas y jazmines. La vil y astuta hipocresía le había dado sus más inocentes apariencias, y bajo su manto de cándido armiño encubría todos los gusanos, todas las podredumbres, todas las ponzoñas de la maldad humana. Cocodrilo con llanto de niño, sirena con voz de mujer, tigre con piel de cordero, Matías Rafael Castiglione reunía a sus instintos maléficos la bravura del león y la prudencia de la serpiente. Era el genio del mal en toda su diabólica extensión. -¡Y ese hombre era el amigo de mi padre! -exclamó Jimeno sin poder contenerse. -Sí, ese infame calabrés supo engañar a don Gonzalo, que le amaba con todo su corazón. Después de algunos años recibió una herida que le hizo perder el ojo izquierdo y que añadió la más repugnante deformidad a su rostro, de suyo fiero y ceñido. Desde entonces parece que se aumentaron sus malas inclinaciones. ¡Cuán cierto es que muchas veces un defecto personal influye poderosamente en el interior del hombre! -Decid, decid, estoy impaciente por saber la conducta de Castiglione para con mi padre. -Don Gonzalo Pérez Sarmiento se fió siempre del odioso Templario, al cual daba entrada en su casa con la franqueza propia de un amigo. La madre estaba dotada, como ya te he dicho, de singular hermosura, y el pérfido italiano concibió por ella la pasión más desenfrenada. Doña Beatriz de Vargas, que así se llamaba tu madre, se apercibió, por último, de las inicuas miras de Castiglione, quien tuvo el atrevimiento de declararle su impuro amor. Doña Beatriz rechazó con indignación al falso amigo de su esposo. ¡Matías, arrepentido de su imprudencia, fingió haber hecho aquella declaración tan solamente por probar de qué modo era recibido. Aunque esta explicación fuese tan poco diestra, sin embargo, tal fue la naturalidad e ingenio que desplegó Castiglione, que al fin la sencilla dama acabó por darle crédito. Temiendo que la esposa de su amigo hablase a éste de tan espinoso asunto, resolvió participarle él mismo aquel paso que había dado, lo cual hizo en tono jovial y chanceándose con don Gonzalo, haciéndole creer que había tratado de divertirse, observando el efecto que aquella declaración hacía en su esposa. -Parece increíble que mi padre tomase con indiferencia semejantes chanzas. -Si en su interior sentía otra cosa, no lo manifestó al menos. Lo cierto del caso fue que ambos esposos continuaron dispensando la misma confianza a Castiglione, el cual cada día parecía más digno de ella, según se manifestaba tierno, obsequioso y comedido para con don Gonzalo y su esposa. En resolución, andando el tiempo, tu padre no podía soportar la ausencia del Templario, a quien las ocupaciones y el servicio de su orden distraían muchas veces de asistir con frecuencia a casa de don Gonzalo. Éste se lamentaba del disgusto que la

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causaba tal separación, y, por lo tanto, resolvió tomar las medidas oportunas para vivir con su amigo en la mayor intimidad posible y gozar de su compañía continuamente. -¡Padre mío! ¡Corazón generoso y confiado!... Yo te reconozco por mi padre... ¿Qué importa que faltara la astucia, si te sobraba la virtud? -¡Infeliz don Gonzalo! -exclamó con acento dolorido el misterioso personaje-. Como la serpiente fascina al pajarillo que destina para su alimento, así el pérfido amigo fascinaba a tu padre, a quien trataba de deshonrar. -¿Y consiguió su objeto? -¡Ay! ¿Qué pensamiento criminal deja de convertirse en crimen? ¿Qué idea maléfica no se convierte en hecho? Parece que el soplo del infierno fecundiza en el cerebro humano todo mal pensamiento. Hay un no se qué de inexorable en las malas tentaciones, que rara vez dejan de ser obras. Todo contribuye en este mísero mundo a que el mal se practique, y en cambio todo parece contribuir a que el bien encuentre insuperables obstáculos. ¡Cuán fácil y dispuesta es la naturaleza humana para obrar mal! ¡Cuánto esfuerzo heroico necesita para practicar el bien! Por eso es tan estrecha la senda de la virtud; por eso es tan ancho el camino del crimen. -¡Verdad tan dolorosa como necesaria! -murmuró Jimeno profundamente pensativo. -Ya sabes que es costumbre entre los Templarios que admitan en sus conventos a algunos caballeros casados, los cuales vivan honestamente y poniendo a disposición del común de la orden los bienes que posean y en adelante adquieran ambos cónyuges, dejando el esposo por su fallecimiento la mitad de su hacienda a la viuda para que subsista hasta su muerte, en cuyo caso los Templarios entran posesión de esta otra parte de los bienes. -Eso generalmente lo verifican los esposos que tienen hijos. -Sí; pero en aquella época tus padres aún no habían tenido sucesión. Así, pues, don Gonzalo entró en la Encomienda, y pasaba sus días siempre acompañado de su pérfido amigo. Pero muchas veces tenían que separarse para ir a desempeñar las comisiones que les encargaba el maestre o para salir a la guerra continua con los moros. El villano Castiglione aprovechaba todos los momentos que podía para visitar a la esposa de don Gonzalo, con la cual, no obstante, guardaba las más atentas consideraciones. Precisamente pocos días después que don Gonzalo entrara en la casa de los Templarios, conoció su esposa que se hallaba en cinta, circunstancia que no dejó de mortificar a tu padre, si bien acerca de este sentimiento guardó para con su amigo la más absoluta reserva, lamentando en secreto su determinación, que ahora calificaba de precipitada. Poco tiempo después doña Beatriz de Vargas dio a luz un hermoso niño... ¡Aquel niño eras tú! -¿Pues entonces cómo?... Jimeno se detuvo sonrojado.

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-Te comprendo, -dijo el fantasma-, te comprendo. ¡Ay, hijo mío! ¡Cuán desgraciado has sido desde que naciste! El misterioso personaje clavó en el trovador una mirada de infinita ternura. Después de algunos momentos continuó: -Castiglione, como ya te he indicado, es el hombre no solamente más malvado, sino también el más astuto que existe sobre la tierra. Ese calabrés en todo es extraordinario. Es incapaz de amor y de amistad, porque su alma sólo se nutre de odio y de venganza. Su corazón es frío como una losa para los afectos íntimos, dulces y tiernos. Creería una debilidad enamorarse como el resto de los hombres. En cambio abriga en su pecho todos los frenéticos furores de la impureza, y por otra parte, su orgullo es tan poderoso, tan inmenso, tan satánico, que perdería mil vidas que tuviese antes que renunciar a la realización de cualquier proyecto en que su amor propio se hubiese interesado. Él no amaba de doña Beatriz sino la hermosura exterior; todas sus cualidades íntimas, todas sus virtudes, eran para él objeto de mofa. Había resuelto deshonrar a su amigo, y las mismas Furias del infierno parece que le iluminaron con sus sanguinarias teas. Una sola afección, un solo deseo, un afán exclusivo y enérgico, es el móvil más poderoso de todas las acciones de Castiglione, es a saber: la ambición de ocupar altos puestos en la Orden y de que ésta sea por todos temida y acatada. Nunca se mueve su voluntad con más energía y gozo que cuando se trata del esplendor y poderío de los Templarios. Estos son sus deseos más vehementes, sus sueños dorados, sus únicos amores. Castiglione ha proporcionado a su Orden las más cuantiosas herencias, y la que ahora trataba de adquirir no era de las menos importantes. Don Gonzalo Pérez Sarmiento poseía dilatadísimos dominios, y el italiano se había propuesto adquirirlos para su Orden, sin renunciar por eso a su propósito de gozar de la belleza de doña Beatriz de Vargas. Para conseguir su doble intento meditó el medio más inicuo. ¿Qué hizo? -Fue a buscar a don Gonzalo con el semblante demudado y triste, diciéndole después de mil rodeos: «Amigo mío, muy malas nuevas tengo que darte: una sospecha que hace mucho tiempo había brotado en mi corazón se ha confirmado hoy. Prepárate, querido Gonzalo, prepárate a recibir el golpe más doloroso que la suerte cruel pudiera asestarte... Tu esposa es infiel, el fruto de su crimen lo lleva en sus entrañas». -¡Ruin amigo! Aun cuando sean ciertas, esas cosas no se dicen. -Son muy diversas las opiniones del mundo. Aturdido tu buen padre con semejante revelación, cayó como herido de un rayo en los brazos de Castiglione. Desgraciadamente este mismo pensamiento de infidelidad en su esposa se le había ocurrido también a don Gonzalo; pero éste había sepultado en el más negro abismo de su conciencia semejante pensamiento, habiendo conseguido ocultarlo aun a los propios ojos de sus mismas sospechas. -¿Y quién había podido infundirselas, siendo mi madre tan virtuosa como decís?

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-¡Ay, hijo mío! Así como algunas veces suelen soplar vientos mortíferos que llevan la peste y la desolación por todas partes donde pasan, sin que se sepa de qué punto desconocido del globo salen los ponzoñosos miasmas, así también pensamientos crueles y desgarradores suelen levantarse en el alma humana, sin que ninguna causa palpable haya pedido sugerirlos, a no ser el invisible soplo del infierno... Acaso tu padre miraba con extrañeza una cosa que, sin embargo, era muy natural. ¿Quién sabe? Esto no pasa de ser una suposición mía... -¿El qué? Decid, decid. El fantasma, después de algunos momentos en que pareció coordinar sus ideas y recuerdos, continuó: -Acaso don Gonzalo se sorprendió de que después de seis años de matrimonio, su esposa estuviese próxima a darle un hijo precisamente en la época en que doña Beatriz se había quedado más libre en su casa, adonde rara vez iba a visitarla tu padre. Además, el corazón humano tiene tantas propensiones a la duda, a las sospechas, a la desconfianza... ¿Qué amante, por feliz que se considere, no ha dudado en algún momento del cariño de su amada? ¿Quién, por joven e inocente que sea, no ha derramado una lágrima, no ha abrigado una duda, no se ha visto devorado por las sospechas, esos buitres carniceros que desgarran sin compasión las fibras más íntimas y delicadas del corazón humano? ¡Amor puro! ¡Amor infinito! ¡Voluntad sin hastío! ¡Cariño sin temor de mudanza! ¡Ah! No eres más que un bello ensueño sobre la tierra, que cuando más extiende su mágico poder a revelarnos como al través de una dorada niebla la luz brillante de otro mundo mejor... ¡Ternura ideal! El hombre puede comprenderte, puede desearte; pero ¡ay! no te puede encontrar. Es un pensamiento, pero nunca una realidad... sobre la tierra. El misterioso personaje exhaló un profundísimo suspiro, en tanto que el joven trovador le contemplaba, inundados los ojos en lágrimas y palpitante el pecho, como si su espíritu gigante se afligiese de que el incógnito hubiese pintado al mundo ideal como irrealizable, ese mundo de divinas aspiraciones que el trovador lleva siempre consigo en su mente y en su pecho, y que es la única verdad, la realidad por excelencia. Jimeno, sin embargo, conocía, a pesar suyo, que mediaba un tránsito inmenso, un abismo insondable, una limitación dolorosa desde el cielo de las ideas hasta las mezquinas realidades de la tierra. Muchas veces el trovador en sus endechas había dejado escapar esa ansiedad sublime, esa tristeza majestuosa del genio que, fijos los ojos en las estrellas, busca allí su verdadera patria. El alma del poeta es una sed insaciable. Tan sólo el océano de lo infinito puede satisfacerla. -Ahora bien, -continuó el desconocido-; Castiglione volvió a despertar las sospechas que ya dormían en el corazón de tu padre, al modo que se levantan de entre la hierba las venenosas serpientes que oyen aproximarse al campesino. Después de los primeros momentos de turbación y amargura, siguieron naturalmente los raptos de furor y el deseo de venganza. El feroz italiano experimentaba un gozo infernal al ver que había atraído a don Gonzalo al punto que él deseaba y le convenía para sus inicuos planes...

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-Pero ¿efectivamente era infiel doña Beatriz? preguntó Jimeno muy conmovido. -Aquella noche salieron de la Encomienda recatadamente dos hombres y se encaminaron al pueblo donde habitaba doña Beatriz de Vargas, y estuvieron rondando la casa y los balcones de la habitación en que dormía la dama. Pocos momentos después de que los dos amigos se hallaran en observación, vieron abrirse la puerta y aparecer un hombre, el cual ató una escala al barandal de piedra del balcón y se deslizó con gran cautela. Al poner el pie en la solitaria calle, un puñal dirigido por un brazo de bronce se clavó en el pecho del adúltero... -¡Oh Dios! ¿Es posible? ¡Mi madre criminal!... ¡Desgraciada! -En seguida don Gonzalo, furioso como un león herido, subió por la escala, se precipitó en el aposento de su esposa, descorrió las cortinas del lecho y la encontró durmiendo tranquilamente. Indignado de ver aquel reposo del crimen, el ofendido caballero se lanzó furioso a la dama para clavar su puñal en aquel hermoso y pérfido seno. Castiglione al mismo tiempo acababa también de subir por la escala, después de haber desfigurado con mil heridas transversales el rostro del adúltero asesinado por don Gonzalo. En seguida el Templario arrojó el cadáver al profundo cauce de un arroyo que por allí pasaba cercano. En el momento en que el esposo asestaba a doña Beatriz una furiosa puñalada, apareció Castiglione deteniendo a su amigo y ostentándose a los ojos de la dama como su libertador. -¡Infame hipócrita! -exclamó Jimeno. -Pero temiendo, o aparentando temer los arrebatos de don Gonzalo, Castiglione mandó a tres esclavos suyos que apartasen a la dama de la vista del caballero, que, fatigado de tan crueles emociones, se arrojó llorando en los brazos de su fiel amigo Castiglione. -¡Qué fascinación tan funesta!... Mi padre infeliz estrechaba entre sus brazos a la serpiente que le mordía. ¡Maldito calabrés! ¡Maldito! -repetía sin cesar el trovador apretando los puños. -Los servidores del italiano, que ya tenían sus instrucciones secretas, condujeron a doña Beatriz a la solitaria torre en que ahora habita... El misterioso personaje guardó silencio y parecía como absorto en sus pensamientos. -¡Oh Dios!-exclamó al fin-. ¡Qué recuerdos! ¡Cómo vuelan los años!... Jimeno se aventuró a preguntar: -¿Y cuál fue la suerte de mi madre en la torre?

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El fantasma se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus recuerdos. Y recobrando el sentimiento de la realidad y clavando en Jimeno una mirada cariñosa, respondió: -Algunos días después del encierro de doña Beatriz naciste tú, desdichado trovador, y fuiste expuesto a la clemencia de los transeúntes en un árbol del camino, poco distante de la Encomienda. ¡Y gracias que no cebaron los hombres su furor en ti, criatura inocente!... Castiglione mandó a su esclavo de más confianza que te arrojase desde lo alto de una roca... -¡Rayos del cielo! -El cielo mismo parece que se empeñó en salvarte. El esclavo no quiso cumplir las órdenes de su señor, y te abandonó, como ya te he dicho, a la Providencia divina. -¡Oh Dios del cielo y de la tierra! ¡Cuán grande es tu poder! -Andando el tiempo, tu madre supo tu paradero, y desde entonces nunca ha faltado una persona amiga que ha velado por ti y que desde lejos, y sin que tú te apercibas de ello, ha seguido todos tus pasos. -¡Conque Castiglione puede decirse que es mi asesino! -Y el de tus padres. -¡Ira de Dios! ¿Y quién había de pensarlo? ¡Siempre me ha tratado con un cariño particular! -Yo también me he apercibido de esa circunstancia. ¡Oh vías misteriosas del destino! Lo que llaman la fuerza de las cosas y de los acontecimientos, la mano de Dios, te ha conducido al lado de tu mayor enemigo del verdugo de toda tu familia; del verdugo que no te conoce y para el cual se acerca la hora de la expiación, norte del mundo moral. -Pero decidme, ¿qué fue de mi madre? ¿Vive? ¡Tened piedad de mi febril impaciencia! -¡Ay, hijo mío! Castiglione llevó a cabo su doble pensamiento con una exactitud y una fortuna maravillosas... En aquel tiempo se trataba de la elección del nuevo maestre de los Templarios en Castilla, a consecuencia de haber muerto repentinamente don Gómez García, y al cual sin duda alguna envenenó Castiglione, quien, además de su destreza y de su instinto de intriga, poseía en alto grado la habilidad de falsificar o imitar todas las letras que veía. Así, pues, con el objeto de perder a su amigo fingió unas cartas escritas por don Gonzalo, de las cuales se deducía que éste había sido el autor de la muerte de don Gómez. -¡Dios mío! ¡Ese hombre es un demonio! ¡Jamás el crimen se ha ostentado con tanta osadía y bajo tantas diversas formas en una criatura!

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-Oye hasta el fin y juzgarás. Castiglione hizo que las susodichas cartas llegasen por un medio indirecto a manos de los amigos y deudos del difunto maestre, de lo cual resultó que, celebrado capítulo, la Orden condenó a muerte al inocente don Gonzalo. -¡Qué horror! -Entonces fue cuando más que nunca se puso de manifiesto la infernal astucia del italiano. Después de la sentencia, por él mismo provocada, se declaró protector de su amigo, consiguiendo, por su influencia entre los principales caballeros de la Orden, que dejasen a don Gonzalo a merced de Castiglione, en consideración a la amistad que le había antes ligado con el traidor y asesino. -¡Jamás hubiera creído que una Orden tan poderosa como la del Templo hubiese usado de tanto rigor con un tan noble caballero! ¡Entregarlo a su más encarnizado enemigo! -En efecto, más rigor fue entregarlo a Castiglione que al verdugo para que lo degollase; pero la Orden tenía muchas razones para proceder con severidad extremada. -¡Razones! -Razones de interés propio, hijo mío, que son las leyes supremas para casi todos los hombres. El italiano había hecho también conocer a sus correligionarios que Pérez Sarmiento, pesaroso de haberse adherido y hermanado con los Templarios, según su regla, trataba ahora de anular sus compromisos y de retirar la cuantiosa hacienda que por este medio debería adquirir la Orden. Ahora bien; el italiano prometió que el Templo, no sólo adquiriría la hacienda de don Gonzalo, sino también la parte correspondiente a doña Beatriz, todo lo cual se verificaría sin pérdida de tiempo, es decir, sin aguardar el fallecimiento de la esposa de don Gonzalo. -¿Y cuál era el proyecto de Castiglione al declararse así el protector de mis padres? -¡Escucha y admírate! A don Gonzalo le hizo creer que su esposa había muerto, mientras que la infeliz gemía encerrada a disposición de ese monstruo, afrenta del género humano. Una tarde se presentó a doña Beatriz con el semblante dolorido; y habiéndole manifestado la terrible sentencia de la Orden, a consecuencia del crimen de su esposo y los buenos oficios que les había prestado, la triste dama acabó por darle entero crédito y por no dudar ni por un instante que su mejor amigo era Castiglione. Cuando éste consiguió que todos los bienes de don Gonzalo Pérez Sarmiento y su esposa perteneciesen a la Orden de los Templarios, entonces fue cuando naturalmente pensó en llevar a cabo la segunda parte de su proyecto inicuo. Pintando a tu padre con los más negros colores, recordó a doña Beatriz la injusticia y atrocidad de su esposo la noche en que trató de asesinarla, lo cual, -dijo-, «habría verificado, si yo no me hubiese interpuesto». -¿Y lo creyó mi madre? -La infeliz señora no podía menos de reconocer la verdad de las palabras de Castiglione y se afligía amargamente de la cruel ofensa que le había hecho su esposo, dudando de su

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virtud. Por bondadosa que fuese la dama, vivamente resentida como lo estaba por esta conducta, dejó escapar algunas quejas muy justas contra don Gonzalo. Castiglione entonces aprovechó aquella disposición de ánimo para infundir a tu madre despegó y aversión hacia su esposo. -¡Oh fatalidad! Las apariencias estaban en contra de mi infeliz padre, en cuanto al envenenamiento del maestre. -La triste doña Beatriz no pudo menos de manifestar respeto y ternura hacia don Gonzalo, a quien tan ardientemente amaba, por más que a sus ojos se hubiese cambiado de la manera más dolorosa. Irritado el vil Castiglione del inextinguible afecto que doña Beatriz profesaba a su engañado amigo, le hizo una proposición que tu madre rechazó indignada; pero el italiano comprendió cuánto la ternura y el ruego pueden sobre el ánimo de la mujer, que cede frecuentemente a las lágrimas, y que suele salir victoriosa de las amenazas y de los puñales. Castiglione, pues, con su diabólica astucia afectó el más amoroso rendimiento, y recurrió para triunfar, no a la violencia, sino que invocó los crueles padecimientos, las ansiedades, las amarguras, los celos que había sufrido por el amor ardiente que le había inspirado doña Beatriz... ¿Qué no hará una dama cuando llega a creer que verdaderamente es idolatrada? La mujer, aun cuando no ame, nunca quiere ceder su hermosura sino al amor. ¡Ah! Muy hermoso es el amar, pero no es menos grato el pensar que uno es amado... En resolución, después de algunos meses, doña Beatriz, conmovida por la enérgica pasión de Castiglione, se mostró propicia a sus deseos... El trovador exhaló un profundo suspiro al saber la debilidad de su madre, a quien nunca había conocido, pero a la cual no por eso amaba menos. La blanca figura contemplaba en silencio el hermoso semblante del poeta, en cuyas facciones movibles y expresivas se reflejaban todos sus nobles sentimientos con la misma transparencia que se ven las aljofaradas arenas en el fondo de un cristalino arroyuelo. Sin duda alguna, al leer en aquel corazón tan tierno y tan noble, el incógnito experimentaba un sentimiento de gozo y de cariño hacia el trovador. Éste exclamó después de algunos minutos de silencio: -¡Madre mía! ¡Cuán frágil es el corazón humano!... ¿Conque ella fue dos veces criminal? -No, hijo mío, sólo fue débil para Castiglione. -¿Pues no decís que mi padre dio muerte a su ofensor, que bajaba por una escala del aposento de su esposa? ¿Quién era aquel hombre? ¡Cuánto siento que mi padre tuviese razón para estar quejoso de la que me dio el ser!

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-¡Ay, Jimeno! Aquella terrible noche todavía tu madre era inocente y pura como la luz del sol. -¡Cómo! ¿Es posible? -Como te lo estoy diciendo. El desgraciado que murió bajo el celoso puñal de tu padre, nunca le había ofendido. Era un esclavo de Castiglione, al cual éste había seducido diciéndole que convenía para ciertos proyectos suyos, que se ocultase en el aposento de doña Beatriz, y que aquella noche, cuando dieran las doce, se dejase caer por una escala que el mismo Castiglione le había entregado, después de ofrecerle por este servicio una enorme suma. Con la esperanza de tan rico premio, el rudo servidor se prestó gustoso a una intriga de la cual estaba muy lejos de sospechar que había de ser la víctima. Doña Beatriz ignoraba que aquel hombre estuviese en su aposento, y tranquila y sin recelos se había recogido en su lecho, entregándose con confianza al sosegado sueño de la virtud. Pero a la manera que el navegante, después de contemplar el cielo azul y serena la mar, se entrega al descanso sin temer los embates de la tempestad desencadenada que interrumpe su sueño, del mismo modo la triste doña Beatriz, al despertarse, encontró a su esposo con el sangriento puñal en la mano, que la amenazaba de muerte llamándola adúltera, y que sin duda la habría asesinado en sus raptos de furor, a no haberse interpuesto el pérfido Castiglione... -¡Maldad inaudita! -exclamó fuera de sí el joven armiguero-. ¡Oh! ¿Quién había de creer que tan negra era capaz de ocultar las acciones de gran hipocresía era capaz de ocultar las acciones de los hombres?... ¡Oh Dios de las venganzas! Yo juro por mi alma que la sangre aborrecida de ese hombre, aborto del infierno, ha de apagar la sed insaciable de mi justo furor. -¡Cuánto me place oírte, noble Jimeno!... Pero todo cuanto te he referido, con ser tan horrible, parecerá débil y pálido a tus ojos, cuando escuches lo que más adelante hizo el feroz italiano. -¡Ira de Dios! ¿Hizo más? ¿Qué más pudo hacer? -Como ya te he dicho, tu madre gemía en una prisión en la cual, sin embargo, Castiglione le proporcionaba todas las comodidades que puede disfrutar una persona reclusa. Así pasaron tres años, una eternidad para la desdichada doña Beatriz... Siento decírtelo; pero en esta ocasión solemne nada debo ocultarte... En todo este tiempo tu madre recibía con frecuencia las visitas del italiano, el cual le hizo creer que tú habías muerto, así como también tu padre. Sola y abandonada en este mundo, joven, hermosa, nacida para el amor y los placeres, casi llegó a enamorarse de Castiglione, única persona con la cual se comunicaba. Al cabo de este tiempo, doña Beatriz sintió que abrigaba en su serio el fruto de sus amores con el verdugo de su esposo, y que ella creía, su libertador y su más apasionado amante. Jimeno exhaló un profundo suspiro y murmuró: -¡Oh fragilidad de la naturaleza humana!

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El misterioso personaje continuó como si no hubiese oído la dolorosa exclamación de Jimeno. -Pero ¿por ventura cabe el amor en los pechos de tigre? Si alguna vez el ardor brutal de un ciego apetito se apodera de ellos, pasa después como un vértigo y otra vez vuelven a renacer los feroces instintos de sangre y de odio, llegando hasta el extremo de mirar con encono aun a los mismos objetos en que por algunos instantes han cifrado su calenturiento y bárbaro deleite. Así sucedió al feroz Castiglione, quien, habiendo satisfecho su orgullo satánico y sus deseos criminales, ya sólo anhelaba deshacerse de aquella dama que por largo tiempo le había hecho padecer y había humillado su amor propio. Además, su carácter iracundo y su ambición desmedida le habían granjeado entre los Templarios numerosos enemigos, que miraban con envidia su influencia y privanza para con el maestre, y que espiaban con ansia la ocasión de desacreditarle. Y como en su vida privada, siempre que a observación se sujetase, era cosa facilísima hallar motivos de reprobación y de castigo, el astuto Castiglione se apercibió de que sus enemigos por todas partes le estrechaban, y no dudó que su pérdida sería inevitable, si por acaso llegaba a descubrirse la profanación que había hecho de la regla y de la torre del Templo, ocultando en ella a una dama con la cual sostenía ilícita correspondencia. Por otra parte, si daba libertad a doña Beatriz, ésta, que sólo sabía de su lamentable historia lo que él había querido que supiese, podía averiguar la verdad de sus infames maquinaciones para introducir la desconfianza y la discordia en un matrimonio hasta entonces modelo envidiable de ternura conyugal, en cuyo caso Castiglione tenía muchísimo que temer, mas aún que si descubriesen a doña Beatriz en la torre. Así, pues, el italiano, cuya conciencia, ya avezada al crimen, estaba encallecida, resolvió deshacerse de doña Beatriz por medio del puñal. -¡Dios mío! ¡Qué horror! -Nada pudo detenerle. Ni la consideración de un ser hermoso, débil, inofensivo y abandonado; ni el recuerdo de su antigua pasión; ni las desgracias que había acumulado sobre aquella mujer más infortunada que criminal; y, por último, ni el pensamiento terrible de que iba a ser, no el asesino de la esposa de un amigo villanamente engañado, sino el verdugo de su propio hijo, que doña Beatriz llevaba en sus entrañas... Era una noche tempestuosa; el trueno bramaba, el relámpago lucía, la lluvia se desgajaba a torrentes. Diríase que el cielo y la tierra lanzaban un rugido de horror al contemplar la acción inicua del bárbaro e insensible Castiglione. Habitaba doña Beatriz en el lóbrego aposento del bafomet... -¿Y qué significa eso? -¿No has visto esas figuras con cabellera de sierpes, que están esculpidas en ciertos parajes de las Encomiendas? -Sí, las he visto, y en verdad que siempre he deseado hallar la explicación de ese extraño símbolo.

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-Además de que en todos los edificios de los Templarios se ven esculpidas estas figuras, las veneran también en secreto con extrañas ceremonias en una habitación subterránea. -¿Y no me diréis por fin qué significa esa escultura? -Creo que represente para los Templarios una deidad misteriosa y siniestra. Decía, pues, que doña Beatriz habitaba en un aposento subterráneo, cuyos muebles consistían en un lecho suntuoso, algunos sitiales y un arcón de oloroso cedro. En una alcoba, cuyas puertas son de bronce, había un nicho cubierto con un negro velo. En aquel nicho, colocado sobre un ara, se tributaba, adoración a la espantosa escultura que simboliza el genio del mal, del que seguramente es Castiglione una representación todavía más completa. Entre aquella efigie diabólica y el infernal italiano parecía existir cierta semejanza, una simpatía horrible. Doña Beatriz, ya acostumbrada a estas lúgubres imágenes, estaba reclinada en un sitial, con la cabeza apoyada en una mano, lánguida y hermosa, y fijos los tristes ojos en la puerta por donde solía aparecer su pérfido amante. El aposento estaba iluminado por una lámpara, y a pesar de hallarse tan retirado, se escuchaba allí el formidable fragor de la tormenta. Nunca como en aquella ocasión la infeliz señora había experimentado con más vehemencia el deseo de ver a Castiglione, pues el eco de la tempestad y el aislamiento en que se encontraba, la hacían estremecerse de terror. -¡Madre mía! -murmuraba el trovador con los ojos inundados de lágrimas. El misterioso personaje continuó: -Ábrese de repente la puerta, aparece el italiano, y la dama lanza un grito de jubilosa sorpresa, y corre desalada hacia su amante, como vuela el pajarillo a la encina protectora contra la tempestad que amenaza. Pero ¡ay! en vez del consuelo que esperaba, sólo encuentra al brutal asesino que se precipita sobre ella como un tigre carnicero y le da de puñaladas. La triste doña Beatriz arroja un grito espantoso y fija en Castiglione sus ojos atónitos de terror, de angustia y de ira. En aquel instante un súbito pensamiento, como el relámpago que hiende los espacios, iluminó su mente. Pensó en que el autor de todas sus desdichas había sido aquel monstruo, que había acabado por hacerse amar de ella. En la horrible lucha que trabaron, doña Beatriz asió con mano convulsa el brazo homicida de Castiglione; pero éste, furioso de aquella resistencia, arroja el puñal, pone mano a su tajante espada y, ciego de cólera, asesta una cuchillada a la hermosa cabeza de la dama, que, a falta de otro escudo y por un movimiento indeliberado, quiso parar el golpe con su brazo, y ¡qué horror! le separó la mano de la muñeca. -¡Infame!... Por piedad os suplico que acabéis pronto... ¡Ah pérfido Castiglione! -El asesino salió de la lúgubre estancia, dejando a la desdichada doña Beatriz inundada en su sangre. El feroz italiano había conseguido su objeto de deshacerse de doña Beatriz y de adquirir para la Orden sus cuantiosos bienes. -¿Y mi padre efectivamente murió?

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-¡Ah! ¡Qué lamentable historia!... Ya te he dicho que tu padre era la franqueza misma; pero por lo tanto que era honrado, sabía como ninguno guardar un secreto, cuando empeñaba su palabra de hacerlo así. Castiglione había averiguado que don Gonzalo poseía ciertos manuscritos que un caballero, al partir para Jerusalén, le había confiado para que se los guardase hasta su regreso. En aquellos manuscritos se contenía la descripción de un sitio en el cual había guardados inmensos tesoros, y como la más vil codicia devoraba a Castiglione, éste se había propuesto a todo trance apoderarse de aquellos papeles que podían servirle de guía para saciar su sed de riquezas... -¿Oís?-preguntó Jimeno aturdido interrumpiendo la narración del fantasma. -¡Oh! ¡Ya ha amanecido! -Suenan voces. -Parece que se aproximan. -¿Vendrán aquí? -Sin duda alguna vienen a buscarnos, y si nos encontrasen tendríamos muchísimo que temer. -¡Ah! Los he reconocido por la voz. ¡Son mis compañeros! -Justamente es lo mismo que yo había creído. Los armigueros, cobardes y supersticiosos durante la noche y la tempestad, ahora con la luz del día vienen a buscarte porque acaso temen te haya sucedido alguna desgracia. -¡Pobrecillos! ¡Me quieren tanto! -Pues es preciso evitar el que nos vean. -Creo que nada tenemos que temer, si son ellos. -¡Ay de ellos si llegan a verme a la luz del día! Jimeno clavó una mirada de extrañeza y hasta de terror en el fantasma. Tal fue el acento de sombría amenaza y de reconcentrada crueldad con que el incógnito pronunció sus últimas palabras. Entretanto las voces se aumentaban, el ruido crecía, y se hubiera dicho que un ejército se acercaba, a juzgar por el rumor de los pasos y de las armas. -¡Retiraos! -exclamó el trovador-; retiraos, si es que hay peligro en que nos sorprendan en este sitio. -¿Y por dónde quieres que me retire? -preguntó el fantasma con una sonrisa glacial-. ¿Deseas acaso que les salga al encuentro? -¡Dios mío! ¡Qué angustia!

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-No te apures, Jimeno. -Yo si tiemblo es por vos. El incógnito hizo un ademán con el que indicó al trovador que guardase silencio y escuchase. En efecto, llegaron a sus oídos las palabras siguientes: -A Jimeno seguramente lo han asesinado. -¡Malditos sean los fantasmas! -Es preciso acabar de una vez con ellos. -No hay que perder tiempo en exorcizar toda la casa. Jimeno escuchaba todo esto atónito de terror, pues los Templarios se aproximaban y el fantasma le tenía asido del brazo, oprimiéndoselo con la misma fuerza que un torniquete. Ya sonaban los pasos en el subterráneo circular donde se hallaban nuestros interlocutores. La lámpara que ardía delante de la Virgen chisporroteaba con esas últimas convulsiones de una luz que va a extinguirse y que parecen simbolizar la lucha de la vida contra la muerte. Un tropel de Templarios y armigueros se precipitó en aquel recinto con las espadas desnudas y gritando: -¡Por aquí deben estar! -¡Venid! -exclamó el fantasma asiendo fuertemente del brazo a Jimeno. -¿Adónde? ¡Oh! Soltadme, que me apretáis como con unas tenazas. El misterioso personaje desapareció con Jimeno por una pequeña puerta que estaba junto a la imagen de Nuestra Señora. Capítulo VI Hados y lados hacen dichosos y desdichados

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A consecuencia de la desaparición de Elvira, cuya ausencia, aunque momentánea, causó grande susto y pesar a su anciana madre, ésta recibió al siguiente día una sirvienta para que las acompañase y evitar que nunca más la gentil doncella saliese sola. ¡De cuán pequeños principios suelen algunas veces nacer las más grandes catástrofes! La nueva criada era una mujer que frisaba en los cincuenta años, de nariz muy pronunciada, de color cetrino, de ojos negros y penetrantes, de alta estatura y de constitución huesosa, que revelaba gran fuerza muscular; si bien era cenceña y descarnada. Una falsa sonrisa animaba casi constantemente sus labios pálidos y delgados, dejando entrever en su disforme boca unos dientes tan desmedidos como amarillentos. A pesar de que un observador experimentado habría podido notar al punto que bajo aquella ruda organización se encerraba un alma perversa y una astucia infernal, con todo, a primera vista y a la generalidad de las gentes habría seducido un cierto aire de candor y de bondad, a que daba una apariencia más devota su traje modesto y su porte reservado y humilde. Consistía, pues, su atavío en un hábito de estameña de color pardo con mangas perdidas, a que daban el nombre de monjiles. Una toca de beatilla, especie de lienzo poco tupido y muy delgado, cubría su cabeza y daba a su figura el mismo empaque y aspecto de una monja recoleta, si bien era taimada y murmuradora como una dueña, astuta como una raposa, narradora de cuentos amorosos y picantes, y dotada, en fin, de todas las aviesas inclinaciones y sutiles habilidades de la más refinada Celestina. Era avarienta como un Iscariote y sabía a las mil maravillas encubrir todas sus macandades con cierto aire morlaco y santurrón. Quien hubiese visto a Plácida, este era su nombre, con los ojos bajos y con las manos cruzadas sobre el pecho, pasando sin cesar las gordas cuentas de su rosario, sin duda que la habría tenido por la viva personificación de la virtud. Plácida hacía mucho tiempo que habitaba en la aldea cercana a la villa de Alconetar, en la provincia de Extremadura, donde tenían varias Encomiendas y heredades los Templarios. La mayor parte del día lo pasaba la dueña en el convento de Nuestra Señora de la Luz, y era muy bien acogida y agasajada por las monjas, entre las cuales había algunas que le profesaban una adhesión sin límites. Por lo demás, Plácida habitaba sola en una humilde casita, haciendo una vida muy devota y ejemplar, por lo que era citada entre las sencillas gentes de la aldea como un modelo de mansedumbre, de caridad y de modestia. Jamás la vil hipocresía se había sabido engalanar con más discretos disfraces que los que usaba aquella mujer infernal. La anciana madre de Elvira, sencilla y bondadosa como lo era, creyó que ninguna persona podía convenirle tanto para acompañarlas y asistirlas como aquella honrada mujer que, con su vida edificante, se hacía respetar de todos los vecinos. Plácida, como todas las gentes de su jaez, era por extremo callejera y curiosa; así es que desde que por la mañana muy temprano iba a oír la misa de alba del convento, no volvía a su casa hasta ya muy entrado el día. Todo este tiempo lo empleaba, ya en el locutorio con

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las monjas, contando milagros y anécdotas de todos los santos y santas de la corte celestial, o ya con las honradas y parlanchinas comadres de la aldea, comentando a su placer todas las noticias de guerra con los moros, de casamientos, de riñas y desafíos, entierros y bautismos que se verificaban en veinte leguas a la redonda. Por la tarde, a la hora en que las monjas rezaban vísperas, se volvía otra vez al convento, en donde permanecía hasta las oraciones; por manera que la mayor parte de su vida la pasaba en la iglesia, con lo cual su reputación de santa iba cada vez más en aumento. Ya hemos oído decir a Elvira que sólo hacía tres meses que su madre residía en la aldea, en la antigua casa de los Vargas, que por mucho tiempo había estado deshabitada, siendo un objeto de terror para todos los habitantes de la comarca, a causa de las extrañas consejas de duendes, aparecidos y terribles sucesos que se contaban de aquella maldita vivienda. Ahora bien; cuando la anciana y su hija aparecieron de golpe y zumbido en la aldea habitando en la casa de los Vargas, fue indecible la sorpresa de todos los vecinos, quienes por lo menos juzgaron que aquellas dos mujeres, es decir, la madre y la hija, eran sin la menor duda espíritus del Averno, que habían tomado la figura femenina. Desde luego se comprende que noticia de tal importancia no podía tardar en ser escrupulosamente trasmitida a las venerandas madres del convento. Sucedió, pues, que toda la comunidad se puso en el estado más violento de alarma al saber que había gentes tan desalmadas, que se atrevían a vivir en aquella casa maldita. Pero este asombro subió de punto cuando averiguaron que los nuevos habitantes de la casa de los Vargas eran dos mujeres, una de las cuales estaba dotada de la más peregrina hermosura. Entonces fue cuando, tanto las vecinas como las monjas y la beata, comenzaron a hacerse lenguas y a comentar aquel acontecimiento de mil maneras diversas y a cual más absurdas. La buena de Plácida, no menos curiosa que todas las demás, pero más impaciente que ninguna por averiguar quiénes fuesen las recién venidas a la aldea, tomó la determinación de irse en derechura a la casa y ver y hablar por sí misma a las misteriosas habitantes. Para llevar a cabo su propósito se fue, ya anochecido, al sitio donde estaba la efigie de Nuestra Señora de la Luz y arrodillose allí con todas las muestras de la devoción más fervorosa. Cuando la agraciada Elvira se encaminó, según su devota costumbre, a encender el farol a la Virgen, se encontró allí con aquella especie de monja profundamente recogida en su oración y como arrebatada en un extático arrobamiento. En vano la doncella la saludó, le dirigió la palabra y la contempló durante algún tiempo, sorprendida y asustada de aquella inmovilidad cadavérica. Ya la joven comenzaba a sentir un verdadero espanto y a creer que aquello era una aparición del otro mundo, cuando la astuta y curiosa dueña comenzó a suspirar y a fingir como si le hubiese acometido un desmayo. Al punto acudió la compasiva Elvira a sostener a la desconocida enferma, la cual se apresuró a estrecharle la mano en señal de agradecimiento. Pocos minutos después aparentó Plácida volver en su acuerdo, si bien dando a entender que se hallaba muy débil y fatigada.

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La joven le instó para que penetrase en su casa, donde podía tomar algún alimento para restablecer sus fuerzas perdidas. Plácida aceptó inmediatamente este ofrecimiento, pues que, como ella de antemano había imaginado, le proporcionaba la mejor ocasión de entrar en la misteriosa casa y conocer a fondo a sus habitantes. Todo le salió a medida de su deseo, y habiendo Elvira referido a su madre la manera como había encontrado a la dueña, la compasiva anciana elogió el buen corazón de su amada hija, a la cual dio orden de que regalase a aquella mujer hasta que algún tanto se recobrara de su desvanecimiento. Mientras que la graciosa Elvira fue a sacar de una alhacena algunas conservas y una copa de vino generoso, la astuta dueña entabló conversación con la sencilla Fidela, así se llamaba la madre de Elvira, y fue tal la astucia con que supo insinuarse en el corazón de la noble señora, que ésta no dejaba de admirar tanta virtud, unida a tanta discreción y amenidad como desplegaba su ingenio. Desde aquel día no pasaba uno sin que Plácida fuese a visitar a sus nuevas conocidas, y éstas, por su parte, la recibían con agrado, tanto porque la dueña sabía granjearse con singular destreza las voluntades, cuanto porque doña Fidela y su hija, no tenían comunicación con nadie en la reducida aldea; y en el sexo hermoso ya se sabe que el hablar alguna que otra vez de lo que pasa en el mundo es una necesidad imperiosa e imprescindible, y nosotros nos guardaríamos muy bien de criticar antes por el contrario, alabaremos tanto como ésta preciosa cualidad se merece. Es preciso confesarlo, a despecho de los hombres, tan orgullosos y engreídos de sus eminentes cualidades; pero el don de la palabra, dígase lo que se quiera, debe buscarse en la encantadora mitad del género humano. Y si no, ¿qué hombre, por sesudo y formal que sea, no da al traste con toda su gravedad cuando ante sus ojos contempla uno de esos preciosos círculos compuestos de graciosas niñas que, movibles e inquietas como mariposas, charlan, ríen y cuchichean? ¿Qué elocuente orador no cede la palabra velis nolis a unos labios tan espeditos como purpúreos? ¿Que filósofo, aunque sea flemático y abstruso como un alemán, no arrincona al punto la filosofía como la cosa más inútil en medio del delicioso guirigay de una reunión de niñas encantadoras? ¿Quién será el temerario que no se dé por convencido de sus razones melodiosamente articuladas? ¿Cuál será tan descortés que se atreva a rectificar alguna seductora mentira que se escape a una rosada y diminuta boca? Si pues la elocuencia sirve para convencer y persuadir, y hemos demostrado que ninguno se atreve a contrariar las palabras de las hermosas, quede asentado, sin contradicción alguna, que la verdadera oratoria pertenece en toda su extensión a los frescos labios femeninos; en la inteligencia de que, si no concedemos el charlador privilegio a nuestras prójimas, ellas se lo tomarán mal que nos pese, y nos regalarán por añadidura unos de esos preciosos vestidos que sólo ellas saben cortar a la perfección sin valerse de tijeras. La garrulísima Plácida enteró a las buenas religiosas de todo lo que había husmeado acerca de doña Fidela y su hermosa hija. Es más; a fin de que algunas monjas conocidas suyas pudiesen a su sabor contemplar a las nuevas vecinas de la aldea, la entremetida dueña

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no descansó hasta conseguir llevarlas al convento para hacer una visita a aquellas monjas que más particularmente eran amigas de Plácida. Ahora bien; el lector recordará que la noche en que Elvira había citado a su hermoso amante para hablar por la reja del jardín, don Guillén fue acometido por dos hombres que habían estado observando todos sus pasos. El valeroso mancebo se defendió con extraordinaria bizarría y bravura de sus agresores, y como éstos eran gente pagada y más propia para dar el golpe como asesinos que para lidiar como caballeros, resultó que el combate duró el tiempo suficiente para poner en alarma a todos los vecinos de la aldea, que acudieron presurosos al socorro de su señor; pero más particularmente se distinguieron Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este último, más que otro alguno, se halló pronto para favorecer a su amigo y señor don Guillén de Lara. El infeliz Álvaro, con toda la desgarradora amargura de los celos y con la infalible perspicacia del amor, había adivinado aquella noche que su amigo era su rival ahora, y había seguido a lo lejos todos sus pasos desde que don Guillén saliera del castillo. Álvaro se había ocultalo junto a las tapias del jardín de Elvira, y las lágrimas se agolparon a sus ojos cuando vio que su amigo se entregaba en el silencio de la noche a las sabrosas pláticas de amor, precisamente con la misma joven a quien él tan ciegamente idolatraba. Fijos los turbios ojos en el blanco disco de la luna, el desconsolado Álvaro lamentaba su cruel destino al ver que la amistad le había arrebatado las santas e inefables delicias del amor. Súbito oyó ruido de espadas y voces de enojo y de combate, y al punto comprendió que su amigo y rival a un mismo tiempo era acometido. Ni un instante vaciló en volar a su defensa. Don Guillén se avergonzó, en vista de semejante conducta, de los pensamientos de indiferencia y hasta de aversión que había abrigado hacia Álvaro la noche antecedente. Como don Guillén fue acometido de la manera más brusca y repentina, y a traición por añadidura, había recibido una herida en la espalda, de la cual manaba abundantemente la sangre, cuya pérdida por momentos debilitaba sus fuerzas. Y aunque el mancebo se había defendido con temeraria bizarría, sin el auxilio de Álvaro es seguro que no habría podido librarse de la muerte o de caer en manos de sus perseguidores. Afortunadamente uno de los que primero llegaron fue el halconero Pedro Fernández, quien hirió mortalmente a un de los asesinos, en tanto que su compañero huyó despavorido y renegando de su mala fortuna por no haber podido cumplir las órdenes de su altivo señor. A haber dejado a Fernández seguir los impulsos de su ira, de seguro que habría rematado al enemigo de don Guillén; pero éste, que advirtió su homicida intento, le detuvo manifestándole que era para él de suma importancia averiguar quiénes fuesen aquellos hombres, y por orden de quién le habían acometido, supuesto que por su traje revelaban ser

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esclavos africanos; en vista de lo cual, era fácil deducir que ellos personalmente no tenían interés en asesinarle o prenderlo. Esta observación detuvo al halconero, el cual se apoderó de su enemigo y lo condujo al castillo, donde lo puso a buen recaudo. Con el ardor de la pelea y la oscuridad de la noche, don Guillén, como suele suceder en casos tales, no había notado que se hallaba gravemente herido. Encaminábase, pues, acompañado de Álvaro, hacia su castillo, cuando de pronto se desmayó en los brazos de Olmo, a tiempo que el buen Gil Antúnez y el mayordomo de las monjas acudían, atraídos del rumor de la pendencia. Precisamente don Guillén se desmayó a la puerta de la casa del mayordomo, el cual era sobrino político de Gil Antúnez y cuñado de Álvaro del Olmo, quien tenía dos hermanas, una de las cuales era esposa del mencionado mayordomo. Este al punto llamó a su mujer, y por estar más cerca que de ninguna otra parte, entraron en la casa a don Guillén, para el cual aderezaron el mejor aposento, e inmediatamente enviaron a llamar a Isaac, que tenía por sobrenombre Estigio Momo, médico hebreo que, según la usanza de aquellos tiempos, habitaba en el castillo a sueldo de don Guillén. Al día siguiente claro está que en toda la aldea no se hablaba de otra cosa que de la trágica aventura del señor de Alconetar, y desde luego se comprende que las buenas religiosas no dejaban de tomarse interés por su joven patrono, al cual la comunidad debía singular gratitud por sus numerosos e importantes beneficios. Y aun cuando el sentimiento dominante de la comunidad era el de la más sincera aflicción, con todo, no dejaba de existir en algunas monjas el más vivo sentimiento de curiosidad, particularmente en la madre tornera, que, por la índole de su ministerio, estaba más en comunicación con el siglo, y se hallaba mucho más expuesta que las demás religiosas a contraer el defecto de ser por extremo amiga de saber e inquirir todo lo que en la aldea acontecía. El lector podrá juzgar de la exactitud de nuestro aserto en vista y presencia del siguiente diálogo que, a fuer de fieles y concienzudos narradores, vamos a transcribir sin que falte un tilde. -¡Ay Jesús, hermana Plácida! ¿Qué me cuenta vuesa merced de la tragedia ocurrida esta noche pasada? -¿Qué quiere vuesa merced que le cuente, sino lo que ya todo el mundo sabe? -¿Y qué sabe todo el mundo?... ¡Nosotras aquí encerradas!... -La cosa es bien sencilla. -¡A ver! ¿Bien sencilla decís, cuando ha estado a punto de morir nuestro buen señor?

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-No digo que eso no sea grave; pero lo que yo he querido manifestar es que nada hay de extraordinario en que un galán que está hablando con su dama sea acometido por sus enemigos. -¿Y creéis que eso está bien hecho? ¡Una joven hablando con un hermoso caballero en las altas horas de la noche! ¡Ahí es un grano de anís! ¿No veis que eso es abominable? ¡Ay Jesús! ¡Cómo está el mundo! -Debéis advertir que hablaban por una reja y que doña Elvira es tan bella como virtuosa. -Todo eso está muy bien, y Dios me libre de pensar lo contrario; pero el caso es que tales cosas siempre son dignas de reprobación, porque el enemigo malo nunca descansa y siempre las está urdiendo, y añascando todo lo posible por sembrar tentaciones y malos pensamientos... Y dos jóvenes de distinto sexo... hablando a tales horas... Vamos, hermana Plácida, yo digo que el señor Gil Antúnez tiene muchísima razón cuando dice: «Que entre santa y santo pared de cal y canto». -Todo eso está muy bien dicho; pero no es aplicable al caso presente. -¡Vaya! Quien quita la ocasión quita el peligro. -Entonces sería preciso suprimir los amantes. -Mejor estaría el mundo. -Pero duraría muy poco. -¿Sabéis que os encuentro hoy muy indulgente? -Es que yo estoy muy bien informada del suceso. -Pues vamos, decid, y no seáis tan reservada. -Digo que no hay culpa por parte de los amantes, porque ellos de la manera más inocente y admitida, estaban hablando por la reja del jardín, y no es justo hacerle un cargo a doña Elvira porque a dos malhechores se les pusiese en la cabeza acometer a don Guillén, acaso para robarle. La madre tornera, al oír a Plácida hablar en tales términos, dejó escapar una redomada sonrisa. -¡Malhechores! -exclamó-. ¿De dónde habéis venido para contarnos eso? -Os he dicho la verdad, y fácilmente se comprende que no puede ser otra cosa. -Parece que la niña ha tenido la culpa de la tal aventura.

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-¡Doña Elvira! ¿Y cómo ni por qué? ¿No veis que eso es un absurdo? -¡Un absurdo! Pues yo no veo nada más natural, si es que no me han engañado, porque como la gente habla tanto en estas ocasiones, y hay tan diversos pareceres... En fin, su alma en su palma; ya voy yo viendo que ciertas cosas nunca pueden averiguarse de raíz... Considere vuesa merced que a mí me han dicho que doña Elvira tenía otro amante, el cual, devorado por los celos, acometió a don Guillén -Perdonad, reverenda madre; pero han sido dos los que han acometido al señor de Lara. -Sí, ya lo sé, hermana Plácida; lo sé muy bien todo, tal como ha sucedido. La dueña creyó oír en estas palabras una reconvención de falta de exactitud en su relato, lo cual hirió profundamente su amor propio, supuesto que Plácida tenía siempre la pretensión de no ceder a nadie en cuanto a la autenticidad de sus noticias; y bajo este concepto era tan susceptible, que habría sido capaz de disputarle su infalibilidad al Papa. Así, pues, la dueña, al verse de tal modo contrariada por la madre tornera, se mordió los labios hasta hacerse sangre. Tan profundo fue su despecho. -Pues si todo lo sabéis según y conforme sucedió, no acierto a comprender cómo os atrevéis a decir que un rival ha sido el ofensor de don Guillén... Si es que sabéis algunas circunstancias más que yo ignoro, hágame vuesa merced la gracia de referírmelas, -dijo Plácida con cierto retintín. -Dicen, en efecto, que dos hombres trataron de asesinar al amante de doña Elvira. -Ya veis que más bien merecen el nombre de asesinos o ladrones que el de rivales. -Es que podían ser enviados por una tercera persona, que sea el verdadero rival de don Guillén. -¡De veras! ¡Ah! Puede ser muy bien... ¡No había yo caído en eso! -Y así diciendo, la dueña se puso espantosamente pálida y permaneció algunos momentos profundamente pensativa. Luego dijo: -Verdaderamente, reverenda madre, que voy creyendo que vuesa merced está al cabo y finiquito de este suceso, con muchos más datos y anotaciones que está vuestra humilde servidora. La madre tornera cayó en el lazo que le tendió la astuta Plácida con su delicada adulación. Queremos decir que, seducida la monja por la vanagloria de saber las

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particularidades del suceso más a fondo que la misma Plácida, se dispuso a relatar todo cuanto sabía, y aun quizás algo de lo que ella inventara sin apercibirse de ello. -Pues, sí, señora Plácida, nosotras lo sabemos todito. Dicen que doña Elvira tiene un amante misterioso, que a la cuenta es persona de mucho valimiento y poderío, y al cual han visto los vecinos muchas veces oculto entre los setos que están cerca de la fuente a la salida de la aldea... Y aun se añade que la tal niña atiende demasiado las amorosas quejas del encubierto galán, quien de continuo parece que está rondando las tapias del jardín de la casa de los Vargas... En fin, hermana Plácida, en tales asuntos y en circunstancias tales, las malas lenguas se aguzan y ensañan tal vez contra los más inocentes... ¡Oh! El enemigo malo nunca descansa para sacar fruto. Plácida escuchaba este relato con una atención creciente y con una ansiedad, que no se habría ocultado a otros ojos más perspicaces que los de la madre tornera. -¿Y sabéis quién sea el misterioso amante de doña Elvira? La dueña, a pesar de toda su astucia, no pudo evitar el dar a esta pregunta un acento marcado de interés y de importancia. -¡Vaya si lo sé! -exclamó la tornera haciendo un remilgo. -Decid, decid. -Cuidado que esto es cosa muy reservada. -Podéis fiaros de mi discreción. -Pues bien, cuento con ella. Se dice que es el rey. -¡De veras! -exclamó Plácida respirando, como si su corazón se hubiese descargado de un enorme peso. -Sin la menor duda. El amante de doña Elvira es nada menos que don Sancho IV de Castilla. La dueña tuvo que hacer un esfuerzo heroico para no soltar una estrepitosa carcajada. Nadie mejor que ella sabía quién era el misterioso amante de Elvira. -¿Y cómo el rey se encuentra en estos contornos? Había oído decir que se hallaba en Alcalá de Henares. -Pues falsa completamente esa noticia. El rey se encuentra a la sazón habitando cerca de aquí. -¿En dónde?

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-En la Baylía de los Templarios. -¿Y estáis segura de que no os han engañado, madre tornera? -Segurísima. Además, que hay pruebas irrecusables de que todo es tal como os lo estoy diciendo. -¡Pruebas! ¿Y cuáles son? -Una de ellas es que se ha conseguido aprisionar a uno de los que acometieron a don Guillén, y según se dice es un esclavo del Temple. -¡Válgame Dios! ¡y cómo se descubren las cosas más ocultas! Plácida quiso dar a esta exclamación un acento de naturalidad que su semblante desmentía. Estaba pálida como la muerte. -Ya veis, -continuó la tornera-, que esta circunstancia no deja la menor duda de que el rey y no otro es el amante de Elvira, supuesto que don Sancho habita actualmente en la Baylía. -Efectivamente, madre tornera, veo que estáis muy enterada de todo... Yo no sabía más que lo que se dice por ahí. ¡Quién había de pensar que el rey de Castilla se había enamorado de una dama que vive tan oscuramente en esta aldea! -Pues para mí es cosa averiguada que los tales amores son muy antiguos, porque así lo indica el misterio con que viven esas señoras. ¿No opináis lo mismo que yo? -Desde luego. La cosa es clara... Pero es lo más particular que doña Fidela se ha mostrado muy bondadosa para conmigo, y ciertamente que extraño que me haya dicho otra cosa muy distinta, y que yo, francamente, lo había creído al pie de la letra. Hasta la misma doña Elvira, con la cual he estado hablando, me ha asegurado que los que acometieron a don Guillén eran unos ladrones. -Y ellas ¿qué han de decir? No hay que fiarse de nadie. ¡El mundo está muy malo! -Pues yo no creo que esas damas me engañen. -Sabe Dios quiénes serán. -Sean quienes fuesen. Yo tengo, para no dudar de ellas, razones muy poderosas. -¿Y cuáles son? -En primer lugar, que ellas parecen damas de muy alta alcurnia, y no veo que tengan ningún interés en engañar al señor de Lara; y en segundo lugar, que a mí no me irían a decir

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una cosa de que muy pronto yo podré cerciorarme, supuesto que desde hoy mismo estoy al servicio de doña Fidela. -Es posible! -Van cierto como os lo estoy diciendo. -Pues entonces, podréis darnos muy buenas noticias. Además que nosotras también averiguaremos algo por medio del señor Gil Antúnez, porque así que don Guillén se restablezca es natural que interrogue a ese prisionero... -Sin duda alguna, -interrumpió Plácida bastante azorada. Luego de pronto cortó la conversación diciendo: -¡Ay, madre tornera! ¡Cuánto me he detenido! ¡Jesús! Ya es cerca de mediodía... Vuesa merced tiene una voz, de sirena, que me hace insensible el trascurso del tiempo. Me estaría con mucho gusto hablando mil años con vuesa merced; pero mi nueva obligación me llama... ¡Cómo ha de ser! Quédese vuesa merced con Dios, hasta otra vista. -Hasta mañana. ¿Sí? -Si Dios quiere. Plácida desapareció muy preocupada. Seguramente le daba muy mala espina aquello del interrogatorio del prisionero que había hecho Pedro Fernández. Como desde luego se comprende, esta circunstancia podía promover algunas revelaciones funestas para Plácida, a juzgar por sus muestras de alarma, y turbación. El precedente diálogo ha podido poner al lector en los antecedentes de la situación respectiva de los dos amantes. Plácida corrió al castillo para informarse del estado de don Guillén, encargo que le había hecho Elvira. El señor de Alconetar había sido trasladado a su feudal habitación después que Isaac le hizo la primera cura. Las hermanas de Álvaro profesaban a su señor un afecto entrañable y un respeto y adhesión sin límites. El mayordomo y su esposa no hubieran querido que su señor saliese de su casa; pero al fin consintieron en que fuese trasladado al castillo, cuando aseguró el médico que en esta traslación no había ningún grave peligro.

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Álvaro del Olmo, según ya hemos indicado, tenía otra hermana soltera, y por cierto dotada de maravillosa belleza. Así como la tímida violeta oculta sus melancólicos matices y su fragancia suavísima en lo más apartado del valle, y solamente las brisas murmuradoras y embriagadas de sus perfumes denuncian a la modesta flor que se esconde sabiamente junto a la margen del manso arroyuelo, del mismo modo la modesta virgen, cuyo dulcísimo nombre recordaba la casta pureza de la azucena vivía retirada en la humilde habitación de su hermana primogénita. La encantadora Blanca, tal era su nombre, era muy poco conocida en el reducido ámbito de la aldea. Tímida cual la esbelta cervatilla y ruborizada como la encendida rosa de Mayo, sintió que las lágrimas se agolpaban a sus ojos cuando vio pálido y ensangrentado al hermoso caballero, al opulento señor feudal, al amigo y compañero de infancia de su hermano Álvaro. Blanca, toda azorada y trémula, preparó las hilas y las vendas para curar al herido. Durante la cura, la pudorosa Blanca estaba alumbrando con una lamparilla de plata; y fue tal la impresión que aquel espectáculo causó en su alma tierna y sensible, que una mortal palidez se difundió por su bello semblante, las lágrimas corrían de sus hermosos ojos, la luz cayó de su mano, y la tímida doncella habría caído desmayada, a no haber acudido a sostenerla los circunstantes. ¿Era que su timidez virginal no podía sufrir la ingrata impresión de aquella escena cruenta? ¿O tal su emoción habría sido menos enérgica y dolorosa, si se hubiese tratado de otro que don Guillén? ¿Acaso en el fondo de su corazón amaba la sensible Blanca al gentil caballero? Más adelante sabremos a qué atenernos respecto a este incidente. Plácida, desde el castillo, se dirigió a su casa, situada a la salida de la aldea. Apenas penetró en la humilde vivienda, salió a recibirla un personaje de muy mala catadura, y que indudablemente había dado una cita a la vieja, la cual, lejos de sorprenderse, manifestó por el contrario que sabía que era esperada. -¡Cuanto siento, señor, haberos hecho aguardar demasiado! -Hace poco que he venido; pero vamos al caso: ¿qué se dice por ahí de la aventura de anoche? -¡Ay, señor! ¡se dicen tantas cosas! -Pero... ¿ha sospechado alguien?... -Oíd, señor, y juzgad.

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Y Plácida refirió al incógnito la conversación que había tenido con la madre tornera. -¿Luego sospechan que Elvira tiene otro amante? -Sí, señor. -¿Y sabes si el esclavo ha muerto? -Le tienen prisionero. Según he oído decir, don Guillén impidió a su halconero que diese muerte al esclavo, a fin de interrogarle acerca de la persona que le había enviado para que cometiese un asesinato. El desconocido palideció espantosamente. -Es necesario que ese hombre muera antes de que le interroguen, dijo al fin el misterioso personaje. -Me parece, señor, que eso no es muy fácil. -¿No pudieras tú penetrar en la prisión? -Tal vez. -¡De veras! -Haré lo posible. -Si tal llegas a conseguir, te doy mil doblas de oro. Los ojos de la vieja centellearon de codicia. -Os juro que entraré en la prisión, -dijo. -Pues entonces, toma. Y esto diciendo, el desconocido entregó a Plácida un pomo de cristal. -Ese pomo contiene uno de los venenos más activos, -añadió el misterioso caballero-. Si puedes penetrar donde se halla el esclavo y regalarle vino o en cualquier manjar... -Ya veré yo el modo de suministrarle una buena dosis. -Pues cuanto más pronto, mejor. -No creo que todavía corra mucha prisa, porque don Guillén se encuentra en muy mal estado para hacer interrogatorios, y además el prisionero está muy mal herido.

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-Pues bien, a tu cuidado dejo este negocio; pero a otra cosa. ¿Has entrado ya al servicio de Fidela? -Ya sabéis que anoche dormí por primera vez en su casa. -Sí; pero yo había entendido que solamente anoche te quedarías allí, a causa de la indisposición de doña Fidela. -Así lo habíamos convenido; pero hoy nos hemos ajustado, y permaneceré allí de día y de noche. La hermosa doña Elvira me ha tomado mucho cariño, y se complace sobremanera con los cuentecillos que le refiero. -¿Y qué clase de persona es la esposa de don Rodrigo de Vargas? -Es una santa señora. Desde el punto en que la vi por la primera vez, cuando me fingí desmayada, me convencí hasta la evidencia de que es la mujer más buena que he conocido. -¿Y crees que yo podré conseguir mis intentos? -Antes lo dudaba; pero desde hoy he mudado de opinión por varias razones. -¿Pueden saberse? -La primera y principal es que yo me encuentro día y noche a su lado y ejerzo sobre ella grande ascendiente, y además, señor, me parece que la niña es más alegre y fogosa de lo que a primera vista puede juzgarse; de modo que no creo imposible que vos consigáis vuestros deseos. -¡Ah, Plácida! yo pondré tesoros a tu disposición, con tal que doña Elvira preste oídos a mis amorosas quejas. ¿No le has dicho nada todavía? -Aún no lo he creído oportuno. -Pues te ruego que no dilates el presentarme a ella. He creído conveniente que me precedan algunos dones. Toma, y entrégale esto a doña Elvira de mi parte. Y el desconocido entregó a la vieja unas arracadas de oro finísimo y guarnecidas de piedras preciosas. -A fe que tenéis una manera espléndida de anunciaros, -dijo Plácida, que no pudo resistir a la tentación de mirar y remirar las magníficas joyas. ¡Qué arracadas tan buenas! Nunca las vi tales, ni en tamaño ni en hechura... ¡Esto es digno de una reina! -Y doña Elvira es la reina de mi pensamiento. -Sin duda debéis de ser un poderoso señor.

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-Por lo menos, tengo mucho oro, muchas piedras de inestimable valor y riquísimas alhajas. -Si continuáis haciendo regalos de esta manera, os aseguro que adelantaréis mucho camino. -¿Cuándo nos volveremos a ver? -El domingo, que viene. -Convendrá que nos veamos por la noche. -A la hora que os plazca. El desconocido entregó una bolsa bien repleta a la vieja, que se apoderó de ella como un gato de una sardina. -¡El cielo os premie vuestra generosidad, noble caballero! -exclamó Plácida con una gozosa sonrisa que puso de manifiesto sus dientes amarillentos y podridos. La vieja tomó dos llaves que había sobre un arcón, entregando una de ellas al caballero, le dijo: -Aunque la casa está en las afueras de la aldea y aquí no pasa nadie, conviene, sin embargo, que siempre hagamos lo mismo que hoy. Si yo viniese primero, os aguardaré, y del mismo modo vos tendréis la bondad de esperarme, si por acaso vinieseis antes que yo; pero es preciso que no os dejéis olvidada la llave, a fin de que no tengáis necesidad de aguardarme al aire libre, donde, además de estar incómodo, pudiera veros alguna vecina curiosa. El caballero inclinó la cabeza en señal de asentimiento a todo lo que había dicho la gárrula vieja, y enseguida se despidió diciendo: -Hasta el domingo, y cuidado que me traigas buenas noticias. -Estoy segura de que así será. -Que no olvides tampoco lo del prisionero. -Descuidad, señor. El desconocido salió de la casa y se encaminó hacia la Encomienda. Pocos momentos después salió la maldita vieja y se dirigió a casa de doña Fidela, que estaba muy lejos de pensar que abrigaba en su seno a la serpiente que había de seducir a Elvira, porque ¡ay! es muy cierto que «hados y lados hacen dichosos y desdichados».

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Capítulo VII Lo vivo y lo pintado Hay una fuerza interior en el hombre que le conduce al mundo ideal con irresistible encanto, con inevitable energía. En este mundo delicioso se realizan todas las ilusiones al soplo mágico de la imaginación y del deseo, que, como hermanos cariñosos, caminan siempre juntos. Los corazones gastados llaman a esto inexperiencia o candidez. Los hombres positivos califican los divinos vuelos del entusiasmo de tontería o locura. Las mujeres y los poetas, entre quienes ciertamente no hay enemistad, convienen en dar a estos ensueños de oro el nombre vago, pero brillante, de ilusiones. En nada, sin embargo, existe más diferencia. Las ilusiones son como las fisonomías: cada uno tiene la suya. Ahora bien; si es verdad que, generalmente hablando, todas las cualidades intelectuales están más desarrolladas en el hombre, afirmaremos desde luego que en el dilatado y florido campo de la ilusión las excursiones del hombre son más atrevidas, más enérgicas, más insaciables, más brillantes acaso que las de los tímidos corazones femeninos. Nunca la elegante góndola se engolfa en alta mar como el altivo navío que se complace en desafiar y vencer a las ondas embravecidas. Como el águila ansiosa de luz se arroja hacia el disco fulgurante del sol, del mismo modo el rey de la creación se precipita en el imperio sin límites de lo infinito, de lo absoluto, de lo ideal, de lo que en la tierra no existe sino dentro de su pensamiento. Amorosa tortolilla que bate sus trémulas alas en torno del nido amado exhalando tiernos y melancólicos arrullos, la mujer pasea por la esmaltada pradera a la margen del cristalino arroyuelo, mirando cruzar incesantemente la bella sombra del mancebo amado. La esencia de la mujer es el sentimiento. El rasgo característico del hombre es la inteligencia. Ella limita su mundo al mundo visible, a los objetos que la impresionan, a lo concreto, a lo palpable que afecta sus sentidos y que excita la sensibilidad de su alma. Ante la pode rosa deidad que llaman ciencia ofrece el hombre sus eternos sacrificios; la mujer constantemente se prosterna ante las aras del amor.

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La una ama la hermosura y el placer; el otro apetece realizar lo que juzga bueno, verdadero y bello. La mujer ama lo que ve; el hombre se enamora de lo que piensa. Y he aquí la razón por qué la mujer es frágil y el hombre fuerte. Flor que se mece a todos los vientos, misterioso cristal que refleja todos los colores, paloma de nítido plumaje, en cuyo enhiesto cuello vense a cada momento mil vistosos cambiantes, la mujer es víctima inevitable de la inconstancia de sus emociones producidas por los objetos, en tanto que el hombre permanece más fiel a las resoluciones interiores de su conciencia, resoluciones no arrojadas por el lago movible de las cosas, sino dirigidas al puerto de un designio por la estrella fija de los pensamientos. Por eso la mujer es el símbolo y cifra del sentimiento bajo todas sus modificaciones. Por eso el hombre aspira con mayor vehemencia a la realización de lo ideal, porque la fuerza de su pensamiento le hace romper el muro de lo relativo y lo palpable para buscar lo absoluto y lo invisible. Ejemplo de esta verdad fueron Elvira y don Guillén, cuyos amores nos hemos propuesto dar a conocer, supuesto que esta primera pasión influyó de una manera enérgica y decisiva en el ánimo y carácter del mancebo. El verdadero horóscopo del hombre no está en el día en que nace, sino en el momento en que por primera vez su espíritu y su corazón se abren a esas emociones intensas que arrastran y envuelven al ser humano en un flagrante torbellino. El signo, la estrella, el hado del hombre se decide y determina en ese instante solemne en que un poder extraño, en que una fuerza desconocida revela al corazón nuevas aspiraciones y deseos insaciables y tumultuosos, a la manera que se levantan embravecidas o se amansan humildes las olas del océano, los huracanes o los céfiros, las negras tempestades o las rosadas auroras, cuando con su vara mágica la triforme Hécate, poderosa reina de la noche, infunde a los elementos el furor o la calma, el silencio o el ruido. Los primeros albores de la razón fijan para siempre, si así puede decirse, la temperatura, el calor y la luz de la atmósfera de la existencia. Donde nace nuestro primer amor, donde brota el primer pensamiento, la revelación primera de la fuerza que piensa y ama, allí es donde verdaderamente existe nuestra patria, aquel día es el verdadero aniversario de nuestro nacimiento, pues que desde entonces comienza nuestra existencia. Si aquel día es nebuloso, ¡ay del mísero mortal que tan aciagamente es lanzado al océano de la vida! Los vientos del norte marchitarán las flores de su alma y estrellarán su frágil barquilla contra las rocas. Por el contrario, si el hombre bajo un cielo azul y sereno se arroja con jubilosa audacia y con ansiedad sublime por los espléndidos y floridos campos de la esperanza, el recuerdo de aquel día brillante jamás se extinguirá, de su memoria; la alas de nácar y oro de su fe y de sus ilusiones ahuyentarán en torno suyo con plácido vuelo la negra turba de los desengaños

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y los desalientos, que, como crueles bandoleros, le asaltarán en su camino para robarle los tesoros inestimables de su entusiasmo, los encantos indescribibles de su juventud, el contento, la delicia, el generoso afán de una vida de fuego, de ese fuero divino, antorcha santa de los cielos, faro refulgente y seguro que nos guía al través de los escollos hacia la virtud, la verdad y la belleza. Don Guillén, naturaleza ardiente y apasionada, se entregaba ahora a su amor embellecido con la brillante aureola de todas sus esperanzas de oro, de sus aspiraciones de ternura, de la felicidad que durante mucho tiempo sólo había presentido y vislumbrado, como entre sueños. El gallardo caballero gastaba todas las fuerzas de su corazón y de su espíritu en acumular a manos llenas sobre la hermosísima Elvira todos los nobles sentimientos, todas las perfecciones de la virgen de sus sueños, toda la ternura de la mujer enamorada. De noche, de día, con la apacible sonrisa del alba, con los gratos misterios del crepúsculo de la tarde, a todas horas, la imagen bella de su amada Elvira se presentaba a los ojos del caballero, tierna, sensible, inteligente y rendida por completo a su albedrío. Ya se la figuraba en el silencio de la noche paseando a la luz de la luna, por el ameno jardín, pensando en él con inefable felicidad; ya dulcemente entregada a las delicias del sueño, murmurando con cariñosa sonrisa el nombre de su amado; ora con las manos cruzadas sobre el cándido seno le parecía verla elevar al cielo tierna y fervorosa plegaria; ora le escuchaba exhalar blandos suspiros de amor, porque pronto llegase el venturoso día en que ante el altar pronunciasen ambos el solemne juramento de inextinguible ternura. Pero a todas las gratas ilusiones de su amante y hermoso desvarío, don Guillén no le prestaba otro móvil, por parte de Elvira, sino la adhesión mas sincera, el amor más platónico en toda su divina abstracción, con toda la fuerza virginal. ¡Y estos plácidos y amorosos devaneos agradaban tanto al hermoso mancebo! ¡Cuántas delicias inefables vislumbraba su espíritu en esta atmósfera límpida y refulgente de hermosos delirios! ¡De cuán divino éxtasis se impregna el espíritu del hombre, cuando en las alas de un amor puro se eleva al cielo de las ilusiones que, como una lluvia fulgurante de estrellas, envuelven y recrean al pensamiento! Don Guillén se imaginaba que todos los tesoros y coronas de la tierra no bastarían a arrebatarle la ternura de la hermosa Elvira. Antes la creería capaz de morir mil veces que ser infiel a su amor. ¡Y es tan grata la idea de un amor correspondido! El hermoso caballero derramaba dulces lágrimas al pensar que nada en el universo podía volcar la estatua de la fe que había colocado en Elvira como en un santuario; que ningún huracán, que ningún contrario viento era capaz de tronchar la flor lozana y aromosa de sus bellas esperanzas.

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Entre tanto que tan deliciosamente soñaba don Guillén, la encantadora Elvira también le consagraba sus recuerdos en el apacible retiro de su modesta morada. Pero ¡cuán diversos eran los giros de estas dos organizaciones igualmente apasionadas! ¡Cuán diametralmente opuestas sus manifestaciones! Para Elvira no había un hombre más hermoso, ni más valiente, ni mas apuesto y ricamente engalanado que el opulento señor feudal don Guillén de Lara. Ella se fijaba con placer en el recuerdo agradable de aquella noche en que fue libertada por su amante de los brazos de su raptor, y recordaba con delicia los venturosos momentos en que, asida al brazo del caballero, volaban sobre el rápido corcel como envueltos en una perfumada nube de oro y azul y vislumbrando en el espacio mil nacaradas imágenes de amor y felicidad. La dulce presión del brazo del mancebo, su mirada vívida y ardiente, su maravillosa hermosura, su lenguaje apasionado, todo esto había despertado en el pecho de la joven emociones tan desconocidas como profundas e irresistibles. Exhalaba tiernos suspiros, palpitaba su corazón con precipitada energía, sus ojos brillaban con un fuego calenturiento, y sentía circular por sus venas plomo derretido. ¡Qué cambio tan extraordinario y radical se había verificado en todo su ser! La pasión la devoraba con todos sus ardores. El amor, además de que en su alma había hecho brotar la fuente del sentimiento hasta entonces adormecido, había también despertado en la joven deseos desconocidos, que se levantaban más y más enérgicos con la presencia del gallardo Lara. El amor de Elvira, poco más o menos, era como la generalidad de las mujeres, para las cuales el amor se diferencia muy poco de la hermosura y el placer. Queremos decir que la doncella no se fijaba en las relevantes e íntimas prendas que adornaban a don Guillén. Es verdad que no había tenido tiempo de conocerlas y apreciarlas debidamente; pero, aun así y todo, nos aventuramos a afirmar que habría sucedido lo mismo. La joven no paraba mientes en que don Guillén fuese sabio, compasivo, generoso, leal, sencillo, pundonoroso, franco, diligente, magnánimo, amigo de la verdad, puro de costumbres, guiado siempre por nobles y rectas intenciones, esclavo del deber, amante de su patria, y sobre todo, religioso sin fanatismo, honrado sin hipocresía, esforzado sin alardes ni bravatas, y accesible y familiar sin bajeza para con sus vasallos. Para saber todo esto, para juzgar bien al gallardo caballero, era preciso ver su conducta en los actos íntimos de la vida privada; o si las ocasiones faltaban para que el joven manifestase sus excelentes calidades, se necesitaba poseer la bastante inteligencia para leer en el interior de su alma. Así, pues, Elvira no conocía ni por consiguiente, podía estimar a don Guillén bajo el verdadero punto de vista que realmente son estimables los hombres, es decir, por su virtud y su talento. Elvira no se fijaba más que en lo que hería sus sentidos. Que don Guillén era un poderoso señor feudal, ella lo sabía por ser cosa pública y notoria. Que era hermoso como ningún mortal de los que hasta entonces había visto, sus ojos se lo decían sin género alguno de duda. Que esta incomparable belleza varonil la había enloquecido, su corazón devorado

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por desconocida llama se lo decía a voces. Y por último, que las ardientes y amorosas miradas del mancebo ejercían sobre ella una fascinación irresistible, no podía dudarlo al sentirse arrastrada hacia su amante por un impulso magnético, incontrastable y hasta superior a su voluntad, que por otra parte estaba muy lejos de ser por ella contrariado. No obstante la impresión profunda que don Guillén había causado en la encantadora Elvira, es preciso convenir en que la joven experimentaba algunos vehementes deseos con cierta generalidad, y que no se limitaban a la particular complacencia que pudiesen causarle los atractivos de Lara. Lo que ahora experimentaba era un deseo tan inexplicable como vehemente, una ansiedad calenturienta, pero mezclada de cierto placer y goce, cuando sus ojos se fijaban en algún hermoso mancebo; era, en fin, la voz de la naturaleza,: el rugido de las pasiones que tumultuosas gritaban dentro de su pecho, hasta entonces puro y límpido como el azul del cielo en una alborada de Mayo. La causa ocasional de este sesgo que habían tomado sus sentimientos, fue en primer lugar aquella inolvidable carrera que en la soledad de la noche había dado amorosamente abrazada con su hermoso amante. En segundo lugar, el mancebo había despertado en la joven mil sensaciones de fuego la noche en que le habló por la ventana del jardín, cuando de la manera más apasionada estampaba ardientes besos en la nevada mano de la gentil doncella. Después de aquella cita todos los sentimientos de Elvira se habían cambiado completamente, como si la nueva revelación de aquellas emociones hubiese arrojado su espíritu de la región tranquila y apacible de esa santa ignorancia, que los mortales llaman inocencia, al océano borrascoso de los deseos hidrópicos y de las pasiones inflamadas. Y a todo esto debe agregarse otra circunstancia que manifiesta hasta qué punto la flor de la inocencia es delicada y fácil de marchitarse ¡ay! para nunca recobrar su aroma y lozanía. El maléfico influjo de la infame, Plácida había emponzoñado con su podrido aliento el alma de Elvira, cuyo carácter violento y fogoso era capaz de precipitarse en el mayor desenfreno de las pasiones. Sólo faltaba una mano que impeliese a la joven, y la maldita vieja se encargó de esta misión tentadora y satánica. Habían trascurrido algunos días después de la funesta aventura del señor de Alconetar. La noche, aunque fría, estaba estrellada y serena. La luna más hermosa del año, la luna de Enero, iluminaba la celeste bóveda con todo el magnífico esplendor de sus argentados rayos, que penetraban como una sonrisa del cielo por la ventana del aposento del enamorado don Guillén. Este a la sazón devoraba su inquietud en el lecho del dolor. Su faz estaba pálida, pero siempre hermosa, expresiva e interesante. El rostro del mancebo pudiera compararse ahora, no al refulgente sol que ostenta su carro chispeante al mediodía, sino a la melancólica expresión de la moribunda luz del crepúsculo de la tarde. Allí, en aquel aposento opacamente iluminado, con la calenturienta actividad que en los corazones juveniles infunde el aislamiento, con las mil nacaradas imágenes que el aura fecundante de los amores había hecho brotar en su mente, con los deliciosos proyectos y

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doradas ilusiones de un amor casto y puro como la sonrisa de los ángeles, allí don Guillén no podía apartar ni un momento de sus ojos la encantadora figura de Elvira, que tal vez lloraba con amargo desconsuelo al pensar en su desgraciado amante herido y moribundo. ¡Ay! ¡cuánto la imaginación engaña y fascina a los mortales, pintando al alma enamorada el mundo seductor que ella desea y que a su gusto se finge! Vaporosa nube de oro y azul, la impalpable cuanto bella ilusión ¡ay Dios! ¿por qué no es más que un delirio? Entre tanto que con ternura tan íntima recordaba a su amada el gallardo caballero, abriose la puerta de la estancia, y apareció una doncella más hermosa que la luz del alba. Iba vestida de blanco, y ostentaba su rubia cabellera de cándidas rosas. Era esbelto su talle y majestuosa su estatura. El tímido pudor brillaba en su frente de marfil y en sus mejillas de clavel. Una granada entreabierta era su boca, que parecía hecha tan sólo para proferir palabras de modestia y de dulzura. En sus hermosos ojos azules brillaba el dulce fuego de esa angelical ternura que cautiva el corazón tan agradable como irresistiblemente. En toda su persona resaltaban las amables y púdicas gracias, la tranquila inocencia, la encantadora timidez de la mujer y el santo candor virginal. Su divino semblante ostentaba una expresión indefinible de melancolía que hacía respirar una atmósfera purísima de elevados y purísimos sentimientos, que conducían al espíritu a la región apacible donde habitan el tierno gozo y las deliciosas lágrimas, como si en medio de la felicidad el Eterno hubiese querido recordar su pequeñez a los mortales por una tristeza sublime, punto misterioso en donde se confunde en una unidad lo que el hombre tiene de cielo y lo que tiene de tierra. Muy difícil es dar una idea siquiera aproximada de la hermosura de Blanca; pero al fin no sería imposible. Mas ¿quién será capaz de pintar lo que verdaderamente constituye la belleza, la expresión, el reflejo de las calidades íntimas que adornaban a la tímida virgen? Aquella beldad maravillosa no decía nada a los sentidos. Diríase que sólo estaba revestida de formas visibles, lo bastante para revelar a los mortales en toda su pureza el amor y la ternura, la abnegación y la caridad, la inocencia, la humildad, la modestia, la resignación, todas las perfecciones en fin de esa creación divina, y fecunda que se llama mujer. Blanca no impresionaba a los que la veían como una hermosura que sólo perciben los ojos, sino como un pensamiento. No la compararemos ni a los moribundos rayos de la plateada luna que se reflejan trémulos y alterados sobre las aguas del sereno río; ni al alegre y variado concierto de las pintadas aves, cuando el cielo abre la hermosa puerta de diamante y oro por donde todas las mañanas se anticipa al sol la risueña aurora vestida con su refulgente manto de escarlata, y se arroja al espacio en alas de las brisas matinales, sembrando de encendidas rosas su camino aéreo; ni a la vívida y fecunda primavera, que todos los años vuelve y pasa veloz conducida, por los plácidos céfiros, esparciendo con pródiga mano flores, aromas, danzas, sonrisas, placeres y amores; no la compararemos a nada de esto. Sólo nos limitaremos a decir que la presencia de Blanca inspiraba la misma impresión múltiple, tierna, y magnífica, que inspiran todos estos bellos instantes de la naturaleza.

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La joven creyó al principio que don Guillén dormía, y se aproximó con lento paso, llevando una taza de plata cuyo contenido era una bebida refrigerante sabiamente preparada por el médico Isaac. El herido dirigió a la joven una sonrisa, y alargó su mano a la taza, apurando con ansia deliciosa la bienhechora pócima. Blanca miraba al caballero, más hermoso e interesante que nunca por la palidez que le cubría, con una emoción que la doncella en vano se esforzaba por ocultar. ¡Ay! Su hermano Álvaro había dispuesto que Blanca, tan solícita y cariñosa para cuidar a los enfermos, fuese al castillo en esta ocasión para asistir con el más tierno desvelo a don Guillén de Lara. Pero la herida del mancebo la trasladó éste de una manera más cruel al corazón de la tímida doncella. Don Guillén no pudo menos de apercibirse de la impresión que causaba a la candorosa virgen, que en su cándida inocencia no poseía los recursos de una mujer experimentada para ocultar sus sentimientos. Eran éstos además tan santos, tan puros, tan sublimes, que la doncella habría creído un sacrilegio el hacer esfuerzos por ocultarlos. El joven, sin embargo, mientras que Blanca estaba en su presencia, experimentaba un sentimiento inexplicable de adhesión y ternura hacia la graciosa doncella. Lara sentía la fascinación de la belleza, de la cual no es dado al hombre sustraerse, por más que la considere con admiración contemplativa en vez de apasionada, inclinación. Lo que en tal caso sucedía a don Guillén, era que todas las emociones que le inspiraba la divina Blanca, se convertían en favor de su amada Elvira, sobre la cual acumulaba todos los sentimientos de su corazón, todos los bellos pensamientos de su alma, todos los hermosos sueños de su fantasía, a la manera que el artista desea acumular sobre su obra todas las perfecciones. Mientras que don Guillén permanecía tan enamorado y tan fiel a la beldad que le había inspirado el primer amor, Elvira tenía sus pensamientos fijos en el horizonte embriagador de ardientes y desconocidos deseos, que Plácida, como tentadora serpiente, había sabido pintarle e infundirle con lengua tan pérfida como seductora. El día en que la astuta dueña estuvo en el castillo para informarse de la salud de don Guillén, había visto junto a su lecho a la hermosísima Blanca con ademán dolorido y semejante al ángel de la compasión y de los santos amores. La infame vieja dilató sus labios con una sonrisa del infierno, y al punto corrió, enajenada de diabólico gozo, a participar esta nueva a la fogosa Elvira, en cuyo corazón supo verter toda la ponzoña de los celos y toda la hiel del orgullo ofendido. La cobarde y maliciosa calumnia le prestó sus más vivos colores y sus más engañosas apariencias para cubrir su iniquidad y mentira con el vestido de la justicia y la verdad. Se ha dicho que «vindicta gaudet foemina», que la mujer se goza en su venganza, y nada es más seguro para matar su amor que herir su vanidad. Nosotros, que nos preciamos de galantes y comprendemos como el que más la misión tierna y sublime de ese hermoso ser nacido para el amor y las lágrimas, estamos muy lejos de creer que esto suceda siempre; pero por desgracia, en la presente ocasión no podemos menos de afirmar que Elvira

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experimentó una aversión extraordinaria hacia el hermoso y entendido Lara, víctima inocente de una calumnia infame. Nadie hay en el mundo que sea capaz de odiar tanto a una hermosura como otra mujer hermosa. Elvira había visto algunas veces a Blanca, y no había podido menos de admirarse de tan singular belleza; y cuando supo, según le dijeron, que aquella era su rival, comprendió desde luego, muy a pesar de su amor propio, que su causa estaba perdida, porque era imposible que don Guillén no diese a Blanca la preferencia. A esta manera de pensar se unían por otra parte pérfidas sugestiones de Plácida, que había sabido introducir, no solamente la discordia entre los dos amantes, sino que también había infundido en el corazón de Elvira deseos desconocidos y hasta criminales. Elvira era una organización de fuego, una imaginación voluptuosa, una mujer atrevida y vehemente, que acaso hubiera podido ser buena y dichosa, si en la senda de sus castos amores no hubiese arrojado el destino a aquella astuta serpiente bajo la figura de mujer y con el nombre de Plácida. ¡Cuánto un pensamiento roedor, un sentimiento de odio, una sed insaciable de criminales placeres, cambia y modifica al ser humano! Ahora la encantadora e inocente Elvira de otros tiempos se hallaba completamente trasformada. En su corazón se albergaba, un orgullo indómito y ansioso de venganza. En sus labios se dibujaba una sonrisa inexplicable, y en sus ojos brillaba un ardor satánico. Plácida la contemplaba con infernal complacencia, como el demonio de la tentación contempla a los mortales cuando ya extienden los pies sobre las resbaladizas pendientes del crimen. -¡Cuánto me agradan las gustosas aventuras que me habéis referido! exclamaba Elvira. -¡Ay, hermosa niña! ¡Quién pudiera contar con vuestros años y vuestra belleza! ¡Cuán feliz podíais ser! Si yo me hallara en vuestro lugar, la vida no sería para mí sino un tejido de interminables placeres. -Sí, sí, tenéis mucha razón, Plácida; yo no puedo menos de dar crédito a vuestra experiencia. -Creedme, hermosa Elvira, el verdadero amor es el placer: lo demás son delirios de nuestra fantasía. -¡Ah! Yo no había comprendido nunca el amor tal como me lo habéis explicado... Jamás me canso de oír la deliciosa historia, que tantas veces me habéis referido, de aquellos amantes que en un hermoso día de primavera, en un bosquecillo de arrayanes, junto a una cristalina fuente rodeada de frondosos olmos y en medio de una apacible y no interrumpida soledad, se entregaban, gustosos a la sabrosa lectura de un libro de amor... -Es uno de los cuentos más bonitos que he aprendido. La historia de la princesa Desideria y del guerrero Flagicio les gusta mucho a todos los jóvenes.

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Elvira se levantó como asaltada de un súbito recuerdo, y comenzó a pasearse por la estancia con inequívocas señales de impaciencia. Luego, dirigiéndose a Plácida, preguntó: -¿Estás segura de que me ama ese desconocido? -¿Y quién se atreverá a dudar de la pasión que por vos le devora? -¡Me habéis referido de él tantas magnificencias!... -Y todo es la pura verdad. No conozco un hombre ni más rico, ni más generoso, ni más valiente. -¿Y quién es? -Perdonad, señora mía; pero no puedo disponer de ese secreto. -Debe de ser algún alto personaje. -Tan alto, que os habéis de admirar cuando sepáis su nombre. -¿Y a qué hora vendrá? -Después de la media noche. -Ya poco debe tardar. -¿Estáis dispuesta a oír sus amorosas quejas? -¡Oh! Sí... Veremos. -¿Oís?... Me parece que ha sonado un preludio en un laúd. -¿Es esa la señal? -Sí, señora. -¡Ay! ¡Qué ansiedad! -Voy a abrir la puerta falsa del jardín... Vuestra madre está profundamente dormida... Nada tenemos que temer... Pronto vais a ser la más dichosa de las mujeres. Elvira se hallaba palpitante de placer, de angustia, de deseo, de curiosidad, de amor.

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A los pocos momentos volvió Plácida, acompañada de un caballero, que con el ademán más apasionado se arrojó a los pies de la hermosa y conturbada joven. Precisamente a la misma hora en que esta escena tenía lugar en la casa de los Vargas, el enamorado don Guillén, calenturiento, postrado en su lecho, casi moribundo, pensaba con una ternura infinita en su amada, a la cual embellecía con todas las galas de su imaginación brillante, de su corazón sensible, de su amor ideal y puro como el de los ángeles. ¡Cuán dolorosa diferencia existe entre la ilusión y la realidad, entre lo vivo y lo pintado! Capítulo VIII Un aforismo de Hipócrates Poco distante de Alconetar, y en el fondo de un valle, levantaba al cielo sus añosos troncos una espesa selva, a donde nunca había conseguido extender su imperio el rey de los astros que distribuye los días a nuestro globo. La soledad y las sombras reinaban en aquel recinto, del cual se referían en la comarca mil temerosas consejas. No cantaban allí los ruiseñores, ni el plácido favonio llevaba sobre sus alas fugitivas el eco melodioso de los cantares de las enamoradas zagalas, ni el sencillo y supersticioso pastor conducía allí su ganado. Tiene también la naturaleza expresiones trágicas y sublimes. Así como hay alboradas que sonríen a las praderas engalanadas de flores, hay también horrorosos abismos, torrentes bramadores y peñascosas cimas cubiertas de negras nubes que, melancólicas, despiden llanto de lluvias, o que enfurecidas prorrumpen en tempestades. Más allá del bosque sombrío que hemos mencionado, se levantaba un altísimo y enriscado monte, en cuya cima veíanse las ruinas de una ermita. El sol en el ocaso destellaba un brillo tan melancólico como las solitarias ruinas sobre las cuales derramaba sus últimos resplandores. No se respiraba en aquel lugar esa melancolía deliciosa que baña el alma en celestial ternura en la soledad de los campos a la hora del crepúsculo, y que parece que al caer el rocío de la tarde despierta también en el espíritu una tristeza sublime y una dulce e irresistible propensión al llanto. Las lágrimas son el rocío de un alma enamorada y afligida. Experimentábase, en aquel sitio agreste y lleno de salvaje rudeza una emoción indecible que oprimía el corazón como con la losa de un sepulcro. Era la que allí se sentía tristeza profunda, pero era la tristeza del terror.

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Por una estrecha y tortuosa senda subía a pie, y no sin fatiga, un hermoso joven, cuyo semblante daba muestras de dolor y de cansancio. Ya comenzaba a oscurecer cuando el mancebo arribó a la cumbre y se encaminó a las solitarias ruinas. Allí, como el genio de la soledad, sentado sobre una piedra y con la mejilla apoyada en una mano, estaba un hombre que era sin duda caballero del Templo de Salomón, a juzgar por el hábito blanco que vestía y la cruz roja que campeaba en su pecho. El recién llegado saludó respetuosamente al Templario, que le manifestó la mayor ternura, si bien un observador atento habría podido notar que el freile trataba al joven con cierta reserva. Diríase que se esforzaba por ocultar el vivo interés que el mancebo le inspiraba. -Creí que ya no venías, -dijo el Templario. -No he tardado mucho, me parece. -Lo bastante para que dudase de tu palabra. -Lo que yo prometo lo cumplo. Sólo la muerte habría podido impedirme venir aquí hoy. Sonriose el Templario. -Además, -añadió el joven-, ¿la cita no era al anochecer? Ya estoy aquí, y a fe que he sudado como nunca en mi vida subiendo por estos riscos. -Vamos, dejémonos ya de disculpas. Eres un valiente caballero y un buen hijo. El joven suspiró. -Ahora, -continuó el Templario-, vamos a lo que importa. -Decid, decid. -Siéntate aquí, junto a mí... ¡Muy bien! Estaba impaciente por hablarte, para que me dijeses si por último el otro día averiguaron algo en la Encomienda. Dime todo cuanto sobre esto hayas sabido. -Voy a obedeceros puntualmente. Después que me dejasteis a la margen del arroyo que pasa cerca de la torre donde habita Castiglione, me encaminé rápidamente a la Encomienda, y siguiendo vuestros consejos, y haciendo uso de la llave que me habíais dado, penetré por el postigo de la huerta. -Y no te vieron, ¿eh? -Felizmente a la sazón se hallaban todos ocupados en buscarme por los subterráneos, adonde creían que el fantasma me había conducido para asesinarme.

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El Templario no pudo contener una sonrisa. -Continúa, Jimeno, continúa. -Yo me dirigí hacia el punto en que mayor ruido sonaba, y la sorpresa de los caballeros y armigueros fue extraordinaria cuando me vieron sano y salvo aparecer por donde ellos menos podían imaginar. Me preguntaron cuál había sido la causa de que mis compañeros se hubiesen alarmado y de mi desaparición por aquellos sitios... -¿Y qué les respondiste? -preguntó vivamente el Templario. -Les dije que todo había sido pura ilusión de Fortún y de los demás compañeros, que se habían empeñado en hacerme creer que un fantasma aparecía todas las noches por aquellos parajes. -«¿Y cómo Fortún dice que te vio desaparecer con el fantasma blanco? ¿En dónde has estado hasta ahora?» -me preguntó el comendador; porque habéis de saber que toda la casa se había puesto en movimiento, y caballeros y armigazos habían acudido, sin faltar uno, para la empresa de libertarme de vuestras manos; y como iba diciendo, hasta el mismo don Diego de Guzmán venía a la cabeza de los caballeros. Cuando el comendador me preguntó que adónde había estado hasta entonces, se me ocurrió una respuesta que creo muy feliz. -¿Qué le dijiste? -Que todos se habían equivocado respecto a creer que a mí me llevase ningún fantasma ni duende ni cosa por el estilo; y que en cuanto a no haber aparecido antes, había sido la causa el que la centella pasó tan cerca de mí, que caí desmayado al pie de un árbol, y que al volver en mi acuerdo, escuchando gran rumor hacia aquella parte, me había encaminado allí y encontrádome con todo aquel tumulto. -Efectivamente, Jimeno, es preciso convenir en que hallaste una explicación muy plausible. -Fortún y los demás armigueros se quedaron con tanta boca abierta, y me miraban con ojos incrédulos, y trataron de hacerme algunas objeciones, reconviniéndome porque intentaba negar lo que ellos mismos habían visto sin que pudiesen abrigar la menor duda. -¿Y te descubrieron por fin? Podías haberles hecho seña... -Me pareció más oportuno no hacerles partícipes de mi secreto, porque no es la discreción la dote que más campa en ellos, y por lo tanto resolví afectar la más completa indiferencia, sosteniendo con imperturbable sangre fría lo que ya había dicho al comendador. Afortunadamente don Diego de Guzmán parecía más dispuesto a dar crédito a mis palabras que a las de mis compañeros, por lo cual se convenció de que el miedo y la superstición habían sido la causa de toda aquella barahúnda que los armigueros habían movido en la Encomienda.

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-¿Y el comendador no tenía noticia de la tradición que se conserva en la baylía desde tiempo inmemorial, de que un duende se aparece todas las noches? -Efectivamente, eso se dice en la Encomienda, pero yo ignoro si el comendador lo sabe; lo cierto es que se dio por convencido de mis razones, nos mandó retirar a nuestros aposentos, y todo volvió a quedar en la misma tranquilidad y sosiego que de costumbre. -Muy bien, Jimeno: en esta ocasión he visto que te has portado con mucho ingenio y astucia, y esto es cabalmente lo que necesitamos para llevar a feliz cima nuestra peligrosa empresa. -Yo estaba temblando, -repuso Jimeno- de que volvieseis a la Encomienda por los ocultos caminos que vos sabéis, porque si tal sucedía, es muy posible que os hubiese amenazado algún peligro. -¿Por qué? -Porque os habrían disparado un flechazo en el momento que os hubiesen vuelto a ver. El Templario se encogió de hombros con desdeñosa indiferencia, como si quisiese dar a entender que estaba a cubierto de toda agresión, es decir, que era invulnerable. No dejó esta circunstancia de llamar vivamente la atención del trovador; pero ya éste se había acostumbrado a mirar a aquel personaje como a un ser sobrenatural. -Yo he tenido mis razones para no ir a la Encomienda durante algunas noches, porque has de saber, Jimeno, que he hecho un viaje desde la última vez que nos vimos, y esta fue la causa de haberte dado la cita para esta noche y en este sitio. Por lo demás, es muy conveniente a mis planes el que nadie se haya enterado de nuestra entrevista en el subterráneo de la baylía. Ahora bien, ya es tiempo de que tratemos del asunto para que te he llamado. La otra noche me prometiste solemnemente vengar a tus padres de la perfidia y crueldad que con ellos había ejercido el infame Castiglione. -Pero ¡ay! también me exigisteis que no atentase contra la vida de ese ruin italiano, y os puedo asegurar, señor, que he necesitado todo el dominio que un hombre puede ejercer sobre sí, para no haberle atravesado el corazón al verdugo de mi familia. Creedme, señor, nunca como en la ocasión presente me ha sido tan sensible y difícil el cumplir una palabra que haya empeñado. -¿Y no comprendes que yo deseo aún más vivamente que tú mismo el que nuestra venganza sea tan grande, tan terrible, tan cruel como Castiglione merece? -Francamente, no lo comprendo. -¿Tal vez porque te he prohibido derramarla sangre de ese hombre, aborto del infierno? -Precisamente por eso mismo.

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-Ya lo sospechaba yo; pero cuando te explique el móvil que para obrar así me impulsa, estoy seguro de que has de darme la razón. -Deseara penetrar ese enigma. -Para eso te he llamado. -Señor, estoy dispuesto a obedeceros ciegamente. Yo no sé qué misteriosa fascinación ejercéis sobre mi espíritu, que conozco me es imposible el dejar de seguir vuestros consejos, por más que tenga que combatir conmigo mismo para no entregarme sin freno al odio inmenso que abriga mi corazón hacia ese hombre criminal y autor de todas mis desdichas. ¡Oh Dios de las venganzas! La sangre hierve en mis venas, y mi pensamiento enloquece y se extravía cuando recuerdo que Castiglione fue el seductor de mi madre y traidor para con su más fiel amigo, el caballero noble y leal que era mi padre... Si ese maldito italiano no hubiera existido, ¡cuán feliz sería yo a estas horas! Yo, que tan ardientemente ambiciono la aureola brillante de la gloria; que daría sin vacilar la mitad de mis años de vida por ser un héroe en los combates, por ser un genio en las letras, por impedir a la muerte que extendiese sobre mi nombre el tenebroso velo del olvido, por hacerme inmortal en fin; yo ¡rayos del cielo! me encuentro ahora sin padres, despreciado de todo el mundo, envilecido, pobre y oscuro... ¿No es verdad que esto es muy cruel, señor? ¿No es verdad que esto está clamando venganza contra el villano Castiglione? ¡Él, solamente él, ha sido el origen de tantas amarguras como han emponzoñado mi corazón desde que era niño! -¿Conque tanto le aborreces? -¡Oh! Desearía tener a mi arbitrio el darle mil vidas, para saciar con mil muertes la hidrópica sed de mi venganza. Y así diciendo, el bello rostro del trovador, inflamado en ira, brillaba como la espada de fuego de un ángel de exterminio. El Templario por su parte contemplaba silencioso al mancebo; pero su fisonomía, poco antes de una expresión dulce y cariñosa, se había vuelto tan espantosamente amenazadora y sombría, que no era posible mirarla sin terror. Después de algunos momentos de un lúgubre silencio, el Templario exclamó: -¡Bien, hijo mío! Reconozco con un placer inexplicable que todas las desventuras que el cielo ha llovido sobre ti no han bastado para amortiguar el noble brío de tu sangre generosa. La ardiente sed de gloria que abrasa tu pecho me demuestra la elevación de tu carácter, porque solamente las almas grandes abrigan esos altos sentimientos de disputar a la muerte su poderío. La inmortalidad es la sublime aspiración de todos los hombres que llevan en su frente un sello de la elección divina. Si un destino cruel ha hecho insaciable al corazón humano, sólo la inmensidad de una fama eterna es capaz de llenar este vacío que pregona la alteza de nuestro origen y que nos levanta a las regiones etéreas. Una fama gloriosa por

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acciones grandes y buenas es en esta vida, a la vez que la recompensa, la imagen anticipada de la gloria inmortal que en los cielos reserva el Criador a sus criaturas más predilectas. -¿Tal vez porque pensáis de ese modo me prohibís que me vengue del infame Castiglione? ¡Ah, señor, confieso que no soy tan virtuoso como vos! El Templario bajó los ojos sonrojado al oír hablar este modo al trovador que revelaba una bondad angelical y una sencillez encantadora. Aquella naturaleza virgen no sabía disimular ni sus nobles pensamientos ni sus sentimientos menos dignos. Ansiaba con vehemencia vengarse de su enemigo y por nada en el mundo habría renunciado a su deseo, que solamente se hubiera atrevido a ocultar en el caso de que esto le conviniese para dar el golpe más seguro, para que Castiglione no se escapase de su furor. Jimeno, aun cuando estaba dotado de los más ricos dones de la naturaleza, tenía, como todo hombre, sus pasiones, sus debilidades y sus rencores. Pero el trovador era capaz de todo, menos de ser vil e hipócrita. -Bien sabe el cielo, -añadió el joven-, que me place mucho oír vuestras sabias y generosas palabras, porque me infunden soberano aliento para buscar y adquirir una fama inmortal: pero conozco que no podré perdonar a Castiglione, aunque vos me lo exijáis. -Yo no te prohíbo la venganza, -dijo el Templario con voz sorda. -¿Pues no decís?... -Te he dicho, y te lo repito, que no quiero que derrames la sangre de Castiglione. -¿Pues entonces?... -Esto no se opone a que te vengues. -¿Y cómo? -Concediéndole la vida. Las fuiras vengadoras, desmadejada su cabellera de sierpes y con feroz sonrisa, me han aconsejado el horrendo martirio que merece un hombre tan inicuo. ¡La muerte! ¿Qué es la muerte? Sería hacerle un beneficio... Yo contemplo la vida de ese maldito italiano como un bálsamo precioso que quiero saborear gota a gota; sería una insensatez apurar el licor de un solo trago. ¡Demonio de las venganzas! Tú has escuchado mis votos, porque me has infundido el pensamiento de una calamidad peor que la muerte, que pueda desear al infame. ¡Que viva; pero que viva errante y padeciendo todo género de desdichas! Él es orgulloso, que sea humilde. Él es avaro, que sea robado. Él es valiente, que desfallezca de terror. ¡Aterrado! ¿Comprendes tú todo el valor de esta palabra? ¡Ah! Tu alma joven y cándida no puede adivinar que nada hay más espantoso para un malvado que los eternos terrores de su conciencia. Que pida su pan como un mendigo; que viva perseguido de los hombres como una alimaña carnicera; que su vigilia esté rodeada de angustias; que su sueño sea interrumpido por negras visiones... ¡Oh! Así sucederá, siempre que tú quieras ayudarme.

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-En cuerpo y alma. -Será preciso que despleguemos grande astucia, -dijo el Templario después de algunos momentos de reflexión. -Yo haré todo cuanto me mandéis. -Te advierto que la menor imprudencia, pudiera perdernos. -Seré astuto como una serpiente. -Castiglione, aunque es tuerto, ve más que un Argos. -¿Me permitís que os haga una pregunta, señor? -Pregunta lo que quieras. -¿Hace mucho tiempo que habitáis en este sitio? -Hace quince años. -¡Es posible! -No creo que esto tenga nada de maravilloso. -Pues yo lo extraño muchísimo. -¿Y en qué se funda tu extrañeza? -¿No es Castiglione uno de los hombres más astutos que hay debajo del cielo? -Sin duda alguna. -En ese caso, ¿cómo, habitando tan cerca de Alconetar, no ha descubierto vuestra morada? -Aquí vivo en seguridad, porque de este recinto se cuentan en el país mil tradiciones portentosas. -Perdonad, señor; pero yo no acierto a comprender la relación que existe entre las patrañas que se cuentan de este sitio y vuestra seguridad. -Pues yo creo que es muy fácil de comprender... -Supongo, -interrumpió vivamente Jimeno-, que Castiglione no es un cobarde. -Ya te he dicho que es muy valiente; pero es también muy supersticioso.

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-Que no se atrevan los campesinos a pisar estos contornos, me lo explico muy bien, a causa de su rudeza lo mismo a un hombre del temple de Castiglione. -¡Ah, hijo mío! Los criminales son siempre supersticiosos. El rudo e inocente pastor presenta en último caso su pecho a cualquier peligro con el alma serena; pero aquel cuya conciencia culpable está siempre aterrorizada por los gritos horribles de sus propios remordimientos, mira con espanto la muerte, y hasta en medio del día ve cruzar ante sus ojos espectros vengadores. -Yo no he oído nunca hablar de esos portentos que decís... -Te he dicho y te repito que es una historia maravillosa en extremo la que se refiere de esta ermita. El trovador no pudo resistir a la tentación de saber aquella historia milagrosa. -Mucho me holgaría de oírla, -dijo. -No tengo ningún inconveniente en referírtela. -Os suplico.... -Seré muy breve, porque debemos aprovechar el tiempo, aunque no quiero dejar de complacerte. -Es tan grande mi afición a esta clase de historias... -Ya sabemos que eres trovador, -dijo sonriéndose con benevolencia el Templario. Jimeno estaba impaciente por oír el relato prometido. Durante algunos momentos el misterioso personaje permaneció silencioso. Al fin dijo de esta manera: -Diz que antiguamente habitaba en esta ermita un santo solitario que con áspera penitencia pretendía ganar el cielo. Una noche de Diciembre oyó que llamaban a la puerta con extraordinaria tenacidad. El frío era intenso y la noche estaba muy tempestuosa. Muchos años hacía que ningún viviente había visitado al ermitaño, por cuya razón no sabía qué pensar de aquel insólito llamamiento. -¿Si sería el diablo? -pensó el trovador. -Salió a abrir el ermitaño, creyendo que algún caminante se habría extraviado por estas breñas, y que ganaría una buena obra que Dios le acordaría en el cielo, ofreciendo hospitalidad al peregrino. Grande fue la sorpresa del ermitaño cuando, en vez de un

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viajante, se halló con una hermosísima joven, cuyos deliciosos atractivos aumentaba más y más el doloroso llanto que vertía. La doncella, tímida y temblando de frío, arrodillose a los pies del ermitaño, y con sentido acento y con irresistibles lágrimas le rogó que la amparase y le diese abrigo aquella noche. Manifestó alguna repugnancia el cenobita en recibir a la doncella bajo su mismo techo; pero al fin cedió, vivamente impresionado por tan peregrina hermosura y por tan cruel aislamiento. El ermitaño procuró agasajarlo mejor que le fue posible a la graciosa viajera, a quien no dejaba de prodigar palabras de consuelo, prometiéndole que al día siguiente la acompañaría hasta la población más inmediata. -¡Dios libre al ermitaño de malas tentaciones! -La joven le dijo que caminando hacia Cáceres su padre y hermano, fueron de repente asaltados por unos bandidos que dieron muerte a su hermano y a su padre. -¿Y cómo la perdonaron a ella? -Diz que logró escaparse, gracias a la velocidad de su hacanea y a la diligencia de un criado que le sirvió de guía para libertarla de los ladrones. Llegados al pie de esta montaña al ponerse el sol, y habiendo divisado la ermita, determinaron refugiarse aquí para pasar la noche, que se presentaba en extremo fría y lluviosa. -¿Y qué fue del criado? -Favorecido por las sombras de la noche, y ardiendo en impureza, trató de abusar de la hermosura y debilidad de su afligida señora, la cual, indigna de tanta avilantez, defendió valerosamente el más bello adorno de la hermosura. -¿Sabéis que, en efecto, es gustosa la conseja? -Luchando contra su ruin enemigo, a la luz de los relámpagos la afligida joven vio un horrible precipicio a espaldas del villano y licencioso mancebo, puesta su confianza en el cielo que le mostraba el peligro, se defendió vigorosamente de su adversario, a quien dio un fuerte empellón para librarse de su violencia. Extendió el mozo los brazos, lanzó una maldición, y cayó de espaldas en el profundo abismo, que le sirvió de sepultura. -A la verdad que ese es un rasgo magnífico de honor y valentía, por parte de la hermosa dama. -Mientras que ella refería su historia al ermitaño, éste la devoraba con sus ojos, y pensaba para sí que no dejaba el criado de tener disculpa por su intentado crimen. Cada mirada de la joven penetraba el corazón del ermitaño como un dardo ponzoñoso. No le era posible sustraerse de aquella emoción calenturienta, y cuanto más el solitario la miraba, más y más activo era el veneno que bebía en aquellos hermosos y brillantes ojos, a la manera que el hidrópico experimenta una sed tanto más abrasadora, cuanto más bebe. El ermitaño cedió a la hermosa su humilde lecho, y ella no parecía insensible a las cariñosas atenciones de aquel hombre, que sentía devorado su pecho por una llama tan intensa, como grande había sido su alejamiento del mundo.

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-¿Sabéis, señor, que me interesa, vuestra historia? ¡Es todo un poema! Es verdad que vos sabéis narrar de una manera admirable. El narrador se inclinó agradeciendo este elogio, y continuó: -Rendida de cansancio, retirose al lecho la hermosa peregrina; pero el ermitaño no podía conciliar el sueño con las voluptuosas imágenes que le pintaba su ardiente fantasía y con los tumultuosos sentimientos que la presencia de aquella mujer encantadora había despertado en su corazón. -¡Adiós, vida eremítica! -exclamó Jimeno. -Aguijado el cenobita por el frenesí que le perturbaba, no pudo contenerse en ir a contemplar a la hermosa dormida, cuyo seno medio desnudo palpitaba blandamente. Una niebla humeante cubre los del ermitaño; todos sus miembros se agitan trémulos; una embriaguez inexplicable se apodera de todo su ser, y cae desfallecido a la cabecera de la joven, exhalando ardientes y profundos suspiros. Despiértase la hermosa, y en vez de rechazarlo indignada, le sonríe con agradable y voluptuoso gesto. De pronto el ermitaño lanza un aullido terrible, una espesa nube de humo cubre este recinto, espárcese en torno un olor insoportable de azufre, la ermita se derrumba con horrísono estrépito, y el solitario comprende que en lugar de una mujer de sobrehumana hermosura, ha abrazado a una serpiente negra y brillante como el plumaje del cuervo, con alas de dragón y con ojos enrojecidos y ardientes como el fuego del infierno. -¡Qué historia tan maravillosa! -exclamó el trovador. -Envuelto en sus negras y crujientes alas llevose la horrible serpiente al ermitaño por los aires. Muchos años hace que en esta comarca se refiere esta historia, y nadie habrá que se atreva a poner en duda lo que acabas de oír. Es una verdad incontestable para las gentes de estos contornos que el demonio, bajo la figura de una hermosísima mujer, quiso tentar la virtud del santo cenobita, que en un instante perdió el fruto de largos años de áspera penitencia. -Es una de esas historias maravillosas que el vulgo supersticioso suele inventar y creer; pero que no dejan por eso de tener un sentido profundo. Además, las leyendas tradicionales que corren de boca en boca entre los pueblos, ostentan tanta frescura, lozanía e imaginación, que hacen olvidar muchos de sus defectos. ¡He aquí un buen asunto para hacer algunas trovas! El poeta se había entusiasmado con la milagrosa historia que el Templario le había referido. -Otro mérito tienen además estas consejas, y es que a esta causa he debido el vivir en esta arruinada mansión sin que nadie haya venido a interrumpirme. -¿Y no os ausentáis nunca de este sitio?

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-Con mucha frecuencia. Creo haberte dicho que hace pocos días he hecho un viaje. El trovador contemplaba al misterioso personaje con una extrañeza siempre creciente. Y a la verdad que no le faltaba razón a Jimeno. Notábase en el Templario un aire tan singular, que no podía menos de llamar vivamente la atención. Eran sus facciones hermosas, muy marcadas y simétricas, y sin ser alta su estatura, no dejaba de mostrar su cuerpo cierta gallardía y porte distinguido. La expresión de su fisonomía era profundamente melancólica y pensativa, y algunas veces en sus labios brillaba una sonrisa de ironía, de reserva, de desdén y de amargura. Pero lo que no podía menos de causar una impresión inexplicable, era el timbre de su voz, dulce, suave, argentino, y que contrastaba singularmente con sus palabras, casi siempre llenas de odio, de venganza y de varonil esfuerzo. Al oír hablar a aquel hombre con un acento tan melodioso y con un furor tan reconcentrado, hubiera podido comparársele a un arpa eolia en que se tocase un himno guerrero. -Ahora bien, amigo mío, -dijo el Templario después de algunos momentos de meditación-; es preciso que durante muchas noches nos veamos para llevar a cabo nuestro propósito. -¡En este sitio! -No siempre nos veremos aquí. -Me será imposible venir muy a menudo a este monte. Ya sabéis que no soy dueño de mi voluntad. Ahora estoy temblando de que el comendador emprenda alguna expedición contra los moros, pues corren algunas voces de que de nuevo va a encenderse la guerra... -Entonces quiere decir que dilataremos nuestro proyecto. -Al contrario, por no diferirlo, sería capaz de escaparme de la Encomienda. -En cualquiera ocasión que te suceda algún lance desagradable, ya sabes que aquí tienes un asilo seguro, a donde a nadie se le ocurrirá el perseguirte. Pero en ninguna manera quiero ni nos conviene el que salgas de la Encomienda. -Y yo ¿de qué puedo serviros allí? Desde que me habéis hecho tan funestas revelaciones, aborrezco de muerte a los Templarios. -Haces mal, Jimeno.

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-Si ellos me han admitido en la baylía, y si me han dispensado alguna consideración, también los he servido con mi sangre. -Y en tu niñez, ¿quién te amparó sino el comendador que precedió a don Diego de Guzmán? -Yo no he tenido más padres que unos infelices pastores que me acogieron en su cabaña. Durante muchos años me he considerado hijo de mi propio aliento, y a nadie tengo nada que agradecer sino al anciano pastor que me adoptó por hijo, haciendo que una cabra fuese mi nodriza. -Te engañas, hijo mío. Es cierto que unos pastores te encontraron dentro de una cesta pendiente de un árbol, a una legua de distancia de la Encomienda; pero cabalmente al mismo tiempo acertó a pasar por allí el comendador que había entonces, don Martín Núñez, acompañado de otros caballeros, y habiendo interrogado a los campesinos, éstos le refirieron el extraño hallazgo que la casualidad acababa de ofrecerles. Entonces el comendador rogoles que no te abandonasen, y para hacer más eficaces sus ruegos les entregó una bolsa llena de oro, exigiéndoles las señas del lugar en que habitaban y recomendándoles tu crianza, que desde aquel punto corría por su cuenta. Hecho este ofrecimiento de pagar todos los cuidados que te prodigasen, don Martín Núñez mandó al pastor más anciano que de tiempo en tiempo viniese a la baylía para traerle noticias de la inocente criatura, a quien en su terrible abandono había tomado bajo su protección. -Yo ignoraba eso completamente. -Yo he querido manifestártelo para que comprendas que entre los Templarios, como en todas corporaciones numerosas, hay de todo, bueno y malo. La acción que contigo hizo don Martín Núñez no puede negarse que fue digna de mi noble caballero, y eso que también la vil calumnia se cebó en el comendador, afeando e interpretando siniestramente aquel acto tan desinteresado y caritativo. Hasta los mismos pastores llegaron a contagiarse de las hablillas que circulaban, suponiendo que eras hijo del virtuoso don Martín Núñez. -¡Oh noble, caballero! ¡Cuán desgraciado he sido en no haber alcanzado a conocer a mi generoso bienhechor! -¿Conoces ahora que debes estar agradecido a los Templarios? -Solamente conozco que debo inmensa gratitud a uno de ellos. -No pararon aquí para contigo todas las bondades de don Martín Núñez. -Pues ¿qué hizo? -A su muerte rogó a un hermano suyo que continuase velando sobre ti; pero por tu desgracia, el hermano del comendador murió a poco en una encarnizada batalla que dieron los Templarios contra los moros. Luego viviste oscuro y afligido, guardando ganado, hasta que fuiste admitido de armiguero en la Encomienda. Si el comendador o su hermano no

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hubiesen muerto, seguramente tu suerte habría sido muy otra. Tres años hace que algunas personas se han interesado por ti, y aun cuando hubieran podido sacarte de tu estado, al saber que habías sido recibido en la Encomienda han considerado oportuno que permanezcas de armiguero. -¿Y quiénes son esas personas? -A su tiempo lo sabrás, si te haces digno de saberlo. -¿Y qué es preciso hacer? -Ser tan prudente como debe serlo una persona que merezca se le confíen importantísimos secretos. El trovador hizo un ademán que quería decir: -Descuidad, que ya veréis cómo soy un hombre capaz de merecer vuestra confianza. -Ahora bien, -continuó el Templario-; yo conozco muy a fondo a Castiglione, y me atrevo a decir que veo su alma como debajo de las corrientes se ven las guijas. Ya te he dicho en otra ocasión que tiene una verdadera manía, cual es la de preverlo, todo, y es preciso convenir en que no existe debajo de la capa del cielo un hombre que le iguale ni que se le asemeje siquiera en astucia. -Entonces, es un enemigo formidable. -No se puede negar que es así. -¿Y cómo luchar con semejante hombre? -Con sus mismas armas. -¿Qué queréis decir? -Quiero decir que si él es previsor, debemos combatirle con la previsión; si él es astuto, que le aventajemos en astucia; si él es intrigante, que lo envolvamos en nuestras intrigas. Y, créeme, Jimeno, yo que le conozco, te aseguro que nada le será más doloroso e insoportable que el ser vencido de esta manera. -Eso es exactamente el similia similibus de Hipócrates. Las cosas semejantes se curan con las semejantes. -Perfectamente. Eso para nuestro propósito equivale a «herir por los mismos filos». Castiglione es muy ambicioso, y el mayor tormento que podemos darle es destruirle todos sus planes de ambición. Además, yo por experiencia sé otra manera de atormentarle, y tengo la seguridad de que con los medios de que yo me valgo le anticipo las torturas que debe padecer un condenado.

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Y esto diciendo, el Templario se reía con un júbilo feroz. -¿Y qué haréis para mortificarle de una manera tan cruel como decís? -Seguir al pie de la letra el sistema de ese autor que tú has citado... -Es el principio de un aforismo que dice... -Puedes excusar tus citas, pues yo no entiendo más idioma que el castellano. No en balde se dice que en poco tiempo te has hecho muy letrado; y a la verdad que me place mucho el ver que tanto adelantes en tus estudios, sobre toda ponderación admirables, si se atiende a las condiciones en que te encuentras. Ahora bien, Castiglione te tiene mucho afecto; acaso eres la única persona a quien no aborrece ese corazón de hiena, y es preciso sacar partido de esta circunstancia. Por esto te decía que era conveniente permanecieses en la Encomienda. Ya llegó la ocasión de que desplegues tu astucia y tu valor para luchar con ese hombre tan valeroso y tan astuto. ¿No pudieras hacer que te trasladasen a la torre donde habita el italiano? -Lo encuentro muy difícil. -Será una desgracia, si esto no se consigue. -Prometo intentarlo con todas mis fuerzas. El Templario permaneció algún tiempo sumergido en una meditación profunda. Cuando después salió de su distracción, viendo que ya las estrellas tachonaban el firmamento, hizo un ademán de impaciencia y, no sin algún sobresalto dijo: -¡Es muy tarde! ¡Y yo que esta noche debía ir!... pero... escucha, Jimeno, mañana en la noche es indispensable que nos veamos. -¿En dónde? -En las márgenes del arroyo que pasa cerca de la torre en que habita Castiglione. -¿A qué hora? -A media noche. Por lo demás, te encargo y te repito una y otra vez que respetes la vida de nuestro enemigo, porque ya comprenderás mañana el modo que tengo de atormentarle. -Pues adiós, señor, y os suplico que no vayáis a la Encomienda, porque si allí penetraseis, en el estado de alarma en que se encuentran los incrédulos armigueros, tengo para mí que os pudiera suceder algún funesto lance.

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-Descuida, que ya se hará todo según conviene. ¡Oh! ¡El día de la venganza se acerca! ¡La venganza será tanto más terrible cuanto más prolongada! -Sí, sí, le combatiremos con sus mismas armas, -repuso Jimeno. -Él a muchos ha hecho víctimas de su astucia y de su crueldad. ¡Seamos, pues, nosotros más crueles y más astutos! Capítulo IX De cómo el señor de Alconetar se encuentra de repente muy favorecido del rey Después que el rey don Alfonso X de Castilla había merecido justamente el renombre de sabio, repartiendo su tiempo entre los estudios y los negocios, componiendo versos de una estructura facilísima y de mérito muy notable atendida la época, y dando su nombre a las tablas astronómicas que bajo su protectora colaboración redactaban los astrónomos árabes y judíos de Toledo, tuvo la debilidad de dejarse seducir por el título que le fue ofrecido de emperador de Alemania, y que se obstinó en conservar hasta el momento en que fue excomulgado por el arzobispo de Sevilla. Tales sueños de ambición fueron en demasía funestos para la España, que no tan sólo tuvo que soportar excesivos y ruinosos gastos, sino que también, desatendiendo al enemigo de casa por poner la mira en una prosperidad lejana e incierta, se vio acometida enérgicamente por los moros, que poco antes se limitaban a defender y conservar a duras penas su territorio. Ya en la Península ibérica habían caído para nunca más levantarse los antiguos Estados musulmanes. Los prósperos y gloriosos días de Abderrahamán y de Almanzor habían sido eclipsados por la memorable batalla de las Navas de Tolosa y por las gloriosas conquistas del santo y valiente rey Fernando. A tantas victorias de la cruz sobre la media luna había resistido, sin embargo, el hermoso reino de Granada, destinado a sobrevivir todavía dos siglos. Mohamet-ben-Alhamar fue el afortunado fundador del reino cuya capital era para los musulmanes una nueva Damasco, que entre limoneros y palmenil veíase acariciada a porfía por el Darro y el Genil, escuchando sus plácidos murmurios como la hermosa dama escucha sonriendo los blandos suspiros de dos galanes que a la vez la requieren de amores. Ben-Alhamar reunía a las cualidades de un ilustre guerrero una prudencia consumada, un genio organizador y una afición apasionada a la artes y a las letras. Hizo prosperar a Granada, conservando la paz, dando impulso a la agricultura y distribuyendo premios a los que le presentasen los más hermosos caballos, la seda de mejor calidad, las armas de más fino temple, los tejidos mejor fabricados.

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Entre tanto los cristianos iban cada día conquistando más territorio, tanto en la parte oriental de la Península como en el Mediodía. Alfonso el Sabio intimó a Ben-Alhamar que le prestase ayuda para la conquista de Jerez y de Niebla, postrer asilo de los almohades. Quiso al pronto resistir el moro el prestar su cooperación contra sus mismos correligionarios; pero el estado de vasallaje en que le tenía el rey cristiano y los tratados precedentes, le impidieron de todo punto el excusarse. Muy a su pesar peleaba el príncipe árabe contra sus correligionarios, y en sus accesos de impotente ira exclamaba: «¡Cuán insoportable sería esta vida de miserias si no existiese la esperanza!» Más adelante sobrevinieron nuevos motivos de disgusto, y para la España cristiana se encapotó terriblemente el horizonte, pues que la amenazaba una tercera invasión como la de los almorávides y la de los almohades, cuyo poder en el África habían heredado los meirinidas. Viéndose por todas partes acosado, Ben-Alhamar mandó embajadores a Marruecos para implorar el auxilio de los meirinidas contra las armas cristianas. En esto sorprendió la muerte al rey de Granada, y le sucedió su hijo Mohamet II, que, igual a su padre en valor y prudencia, comenzó su reinado bajo los más felices auspicios. A medida que los musulmanes perdían más terreno, se aumentaba considerablemente la población en el reino granadino, y Mohamet se empeñó en que los que se refugiaban a sus Estados desde la sabia Córdoba y la industriosa Valencia nada tuviesen que echar de menos en su hermosa ciudad, recibiendo con favor y agasajo a cuantos hombres instruidos albergaba la opulenta y culta Andalucía. Nuevos disturbios y rebeliones suscitadas por los cristianos entre los mismos musulmanes obligaron a Mohamet a renovar las instancias que ya su padre había hecho a los meirinidas, y esta vez el rey de Marruecos acudió al llamamiento del granadino, quien le prometió darle a Algeciras y a Tarifa. Con tan poderosas fuerzas sometieron a algunos walíes rebeldes, y ambos monarcas convinieron después en trasladar la guerra al territorio de los cristianos. Así, pues, el rey de Marruecos se encaminó hacia Sevilla y Mohamet hacia Córdoba. Entonces los míseros cristianos vieron con espanto renovarse los calamitosos días de Muza y de Tarif. Por todas partes los mahometanos paseaban victoriosos el estandarte de la media luna. Talaban los campos, traspasaban sin obstáculos las fronteras, conquistaban ciudades y degollaban sin piedad a los vencidos. Los valerosos hijos de Pelayo velan con dolor el peligro inminente de perder las fértiles regiones cuya conquista había costado siglos regados con torrentes de sangre. Alfonso el Sabio se hallaba a la sazón en Italia ocupándose en manejos para ceñirse la corona imperial, en tanto que los musulmanes derrotaban a sus soldados y quitaban la vida a Sancho, infante de Aragón y arzobispo de Toledo.

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Vuela el espanto por todas partes, pregona la fama los triunfos del infiel, los ancianos elevan sus ojos al cielo, los jóvenes robustos buscan en vano quien los lleve al combate, y lágrimas de ira y de vergüenza empañan las miradas del guerrero. No obstante, los españoles hicieron el último esfuerzo, que, por grande y heroico, no podía ser inútil. Las resoluciones generosas, aun cuando tengan un éxito desgraciado, atestiguan por lo menos que, si hay mala ventura, no es por cobardía. En las grandes circunstancias, los hombres, lo mismo que los pueblos, son siempre grandes. Pero parece que la España más particularmente desdeña la medianía de las proezas. O calla y sufre, o se levanta y conmueve al mundo. Esto no es una opinión, es una verdad histórica. El hijo de Alfonso, Sancho IV, que con razón mereció ser apellidado el Bravo, supo dirigir tan bien la defensa, y con tan extraordinaria bizarría desafió los peligros y prodigó su sangre y sus hazañas, admirando a los más valientes, que el rey de Marruecos se vio al fin obligado a volverse al África, y la España se vio libre de esta tercera invasión, gracias al raro esfuerzo de sus hijos capitaneados por el valeroso don Sancho. Creyendo Alfonso el Sabio que su hermano Federico había favorecido la fuga de la reina Yolanda, de Blanca de Francia y de sus hijos desheredados los príncipes de la Cerda, le hizo dar garrote. Indignado don Sancho de tales excesos, se rebeló contra su padre, y en la asamblea del clero, de la nobleza y del estado llano, le declaró depuesto, si bien se contentó con tomar para sí el título de regente. Alfonso, indignado a su vez, solicitó la alianza del rey de Marruecos, que volvió a España a la cabeza de un lucido ejército. Entonces don Sancho se vio en gran peligro, asediado en Córdoba, excomulgado por el Papa y desheredado por su padre. En tan críticas circunstancias don Sancho imploró el auxilio del rey de Granada, quien al punto se le manifestó propicio; pero no tuvo que hacer uso de los ofrecimientos de Mohamet a causa de la muerte de Alfonso, que puso término a estas diferencias. Las últimas disposiciones de Alfonso X sumergieron a Castilla en un intrincado laberinto de bandos, desórdenes y guerras. Había dejado por herederos a los príncipes de la Cerda; y si bien éstos eran hijos de don Fernando, primogénito de don Alfonso, también es cierto que don Sancho, después de la muerte de su hermano, había libertado a la España del yugo de los meirinidas. No obstante que don Sancho contaba numerosos parciales, costole mucho trabajo el consolidar su trono.

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Las facciones de los Haros y Laras destrozaron el reino, y a mayor abundamiento el infante don Juan se sublevó contra su hermano don Sancho. Pero al fin el rey consiguió varias victorias sobre los parciales de los príncipes de la Cerda y del infante don Juan, haciendo que muchos se refugiasen en Granada implorando el auxilio de Mohamet. Hecha esta reseña histórica, sólo nos resta añadir que una vez hallándose en España el rey de Marruecos, que había venido a solicitud del difunto Alfonso, determinó hacer la guerra a los cristianos en compañía del rey de Granada. Pero Mohamet en secreto lamentaba el verse arrastrado a hacer la guerra a don Sancho, al cual se le había manifestado como amigo dispuesto a auxiliarle durante la guerra que sostuvo con su padre don Alfonso. El rey de Castilla a la sazón se ocupaba en levantar un ejército capaz de resistir a las fuerzas reunidas de los reyes de Granada y de Marruecos. Desde Alcalá de Henares, don Sancho se había adelantado hasta la baylía de Alconetar, con el fin de hallarse más próximo al enemigo, si éste se aventuraba a traspasar las fronteras. Hallábase el rey muy agasajado en la baylía por el comendador don Diego de Guzmán. El comendador era un cumplido caballero, muy celoso de la gloria y prerrogativas de su orden, dotado de un valor a toda prueba y de excelente índole; si bien por esta misma razón tenía un defecto que le incapacitaba en muchas ocasiones para el mando, siendo víctima de las maquinaciones de los hombres astutos y perversos. Para mandar no es preciso confundirse con los malvados; pero es indispensable ser cautos como la serpiente, sin perjuicio de ser cándidos como la paloma. El comendador de Alconetar, aunque de ánimo sencillo, carecía de esa prudente sagacidad que hace a los hombres circunspectos y aptos para el dominio, sin que degeneren en hipócritas y sin perder nada de su grandeza. Habiendo sabido don Sancho el Bravo el peligroso estado en que se encontraba un tan noble y poderoso caballero como lo era don Guillén Gómez de Lara, tuvo el rey la bondad de visitar al herido en su mismo castillo de Alconetar, cuya honra agradeció mucho el joven amante de Elvira. Dio el monarca este paso, tanto porque estimaba sobremanera a los buenos caballeros, cuanto porque acaso pensaba utilizar los servicios de don Guillén. Este, a mayor abundamiento, era muy estimado del comendador don Diego de Guzmán, quien casi todas las tardes iba a visitarlo, y le había hablado al rey muy ventajosamente de su joven amigo.

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En un suntuoso aposento de la hospedería de la Encomienda se hallaban el rey de Castilla, el comendador Guzmán, algunos caballeros Templarios y una hermosa dama acompañada de sus doncellas. La dama tenía por nombre doña María, y era madre de un hermoso niño que estaba junto a ella. Parecía que la naturaleza se había complacido en prodigar dotes de belleza y gracia al niño, al cual el rey acariciaba con risueño gesto. Uno de los caballeros Templarios hizo disimuladamente una seña al comendador. Pocos momentos después don Diego de Guzmán, salió con un pretexto de la estancia, y fue a reunirse con el que le había hecho seña de que le aguardaba. -Perdonad, don Diego, que os haya hecho abandonar por un instante la compañía de su alteza dijo el disforme caballero con redomada sonrisa. -He creído que cuando me habéis llamado en tal ocasión, tenéis sin duda que hablarme de algún negocio de importancia. -Como que tengo la fortuna de ser uno de vuestros más queridos amigos, he creído que me encuentro en el deber de daros un buen consejo en cambio de la confianza que siempre me habéis dispensado. -Decid, Castiglione, decid. -¿No recordáis lo que me babéis dicho respecto, a don Guillén Gómez de Lara? -En este instante no recuerdo... -Si no tuviera incontestables pruebas del afecto, que me profesáis, os digo que me había de causar envidia el profundo cariño que tenéis al joven señor de Alconetar; pero afortunadamente la amistad no es tan exclusiva como el amor, porque si así fuese, os aseguro que había de mirar con envidia a don Guillén. -Vos y él sois mis únicos, mis verdaderos amigos. -Pues bien, yo vengo a hablaros en favor del joven Lara. -¿Cómo así? -¿No recordáis que me dijisteis que habíais hablado al rey muy favorablemente del señor de Alconetar? -Así es la verdad.

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-¿No es cierto también que el rey ha pensado en el señor de Alconetar para enviarlo de embajador a Granada? -Y yo he sido acaso el que más ha influido para disponer el ánimo de don Sancho a que envío de embajador a don Guillén, y aún recuerdo que estando nosotros dos paseando por la huerta se nos ocurrió la idea de que nadie era tan a propósito para llevar el mensaje del rey como el señor de Alconetar. -Por lo mismo que se me ocurrió pronunciar su nombre con ese motivo, puedo considerarme hasta cierto punto como el autor de su nombramiento, si es que al fin su alteza ha consentido en que don Guillén vaya a Granada. -Es cosa resuelta. -Así se dice. -Y así se hará, supuesto que mañana partirá don Guillén en compañía de mi cuñada, -dijo el comendador. -Pero ¿sabe ya don Guillén la misión que se le confía? -De un momento a otro se la comunicará el rey. -¿Luego no habéis hablado con el señor de Alconetar respecto a este asunto? -No por cierto. -Pues me parece que habéis hecho mal en no prevenirlo, porque sería lamentable que después de vuestros buenos oficios, no quisiese don Guillén aceptar la embajada. -Yo no creo que tenga inconveniente. -¿Quién sabe? -De todas maneras, nosotros hemos cumplido con los deberes que nos imponen la amistad y el honor. El rey, departiendo conmigo del estado de estos reinos, me había dicho: «Comendador, pensad en un caballero a propósito para llevar un mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos; y supuesto que vuestra cuitada va a reunirse con su esposo, puede acompañarla el mismo embajador que vos elijáis». -Sin duda don Sancho se ha manifestado con vos en extremo bondadoso. -Pues bien, hablando con vos acerca de lo que el rey me había dicho, y recorriendo en nuestra memoria los nombres de los caballeros más idóneos para desempeñar esta comisión, me recordasteis a don Guillén, y al punto reconocí que ninguno era más a propósito para el caso. Como embajador, reúne las más relevantes prendas, por su nobleza calificada, por su elocuencia, por sus conocimientos poco comunes, por su carácter

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simpático y hasta por su varonil hermosura; y para acompañar a doña María, ninguno puede encontrarse que más confianza me inspire que don Guillén, supuesto que es uno de mis queridos amigos. Por otra parte, yo he querido aprovechar esta ocasión para presentar al rey a un joven caballero que puede dar a su patria muchos días de gloria. -Estoy seguro de que así sucederá, siempre que el rey sepa utilizar sus buenas disposiciones; pero volviendo a nuestro propósito, debo deciros que estoy conforme con vos en todo cuanto decís respecto a que habéis cumplido con la amistad y el honor, prestando buenos oficios al señor de Alconetar. Ahora bien, ¿os será indiferente que don Guillén acepte o no la embajada? -Y esto diciendo, Castiglione clavó en el comendador su ojo único y penetrante como un puñal. Don Diego miró a Castiglione con extrañeza. -¿No es don es don Guillén vuestro mejor amigo? -insistió el italiano. -Quiero a ese joven como un padre a un hijo. -Pues bien, en ese caso debéis procurar que no sea víctima del fuego devorador de las pasiones de la edad primera. -¿Qué queréis decir? -¿A qué causa habéis atribuido la herida que recibió don Guillén? -No puedo atribuirla sino a lo que todo el mundo dice, incluso el mismo señor de Alconetar. -¿Y qué dice todo el mundo? -Que dos ladrones trataron de asesinarle. -Pues todo el mundo, incluso el señor de Alconetar, dice una cosa por otra. -¡Castiglione! -Como lo estáis oyendo. -¿Sabéis vos?... -Sé que don Guillén está perdidamente enamorado, y que recibió la herida que le ha tenido postrado tanto tiempo en un desafío con su rival. -¡Es posible!

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-Nada hay más cierto; pero ya os hablaré más despacio de la dama y de los amoríos de don Guillén; por ahora me parece que debemos hacer que a todo trance acepte la embajada que el rey piensa encomendarle, porque de esta manera tal vez se consiga que el infeliz mancebo olvide a una mujer indigna, que le engaña villanamente. Y el italiano exhaló un profundo suspiro, como dando a entender que lamentaba amargamente la desgracia del señor de Alconetar. El comendador hizo la pregunta sacramental: -¿Y quién es ella? -Una joven que habita en la aldea, y que, según he oído decir, es muy casquivana. -¿Es alguna labradora? -No, señor; pero de cualquier modo, es una mujer que no es digna de que don Guillén piense en ella, cuanto más de ser su esposa, que tales son los deseos de la niña. -A fe que siento que nuestro amigo esté apasionado de una mujer vulgar. -¡Qué queréis! El amor es ciego y niño. -¿Y creéis que será capaz don Guillén de renunciar a la honra que le dispensa el rey por no alejarse de su amada? -Tanto lo creo, que ésta precisamente ha sido la causa que me ha movido a llamaros. -¿Y qué hemos de hacer si se resiste? -Yo imagino que acaso no se resistirá a partir si vos le habláis antes de lo mucho que el rey le estima, encareciéndole que es muy honorífica la distinción que le dispensa nombrándole su embajador. Mi objeto al llamaros la atención sobre este particular no ha sido otro sino impedir que nuestro joven amigo cometa la indiscreción de escuchar con poco interés las palabras de don Sancho. -A fe que eso me disgustaría sobremanera. -Lo mejor es que antes de que entre en la cámara del rey le salgáis al encuentro y lo prevengáis acerca de la misión que don Sancho piensa confiarle. -Decís muy bien, Castiglione; eso es lo mejor que puede hacerse para evitar que don Guillén rehúse los favores del rey. -Favores obtenidos por vuestra amistosa mediación.

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-Esa es precisamente la causa de que yo sienta que don Guillén se manifieste poco agradecido al rey, porque éste ha formado un gran concepto de nuestro joven amigo, gracias a los elogios que yo le he prodigado, y que lealmente creo que merece. -Ya debe tardar muy poco. -Vamos a salirle al encuentro. Los dos Templarios encamináronse hacia la puerta de la Encomienda; pero en el atrio vieron dos magníficos trotones que pertenecían al señor de Alconetar y a su amigo inseparable Álvaro del Olmo. También, se encontraba allí el halconero Pedro Fernández, departiendo largamente con algunos armigueros. -Mientras nosotros nos hemos estado paseando por la huerta, ha llegado don Guillén, -dijo el comendador. -¡Ira de Dios! -murmuró Castiglione. -Tal vez el rey no le habrá recibido todavía. -Vamos a verlo. ¡Vamos! Ambos caballeros dirigiéronse rápidamente al aposento en donde se hallaba el rey. Dos aspirantes se hallaban de centinela en la puerta de la antecámara. El comendador les preguntó: -¿Ha entrado el señor de Alconetar? -En este mismo momento. El comendador y Castiglione cambiaron una mirada. Pero debemos advertir que la mirada de don Diego fue simplemente de disgusto, en tanto que en el ojo único del feroz Castiglione había brillado un resplandor siniestro como los reflejos del hacha del verdugo. Los dos Templarios se detuvieron, no atreviéndose a interrumpir la audiencia que el rey concedía en aquel momento al joven señor de Alconetar. Esta audiencia, sin embargo, no tenía un carácter de rigorosa reserva, supuesto que en la cámara real se hallaba la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán cuando entró don Guillén Gómez de Lara.

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Don Sancho recibió al mancebo con suma benevolencia, informándose cariñosamente del estado de su salud y felicitándole por su completo restablecimiento. El joven, agradecido a tanta honra como le dispensaba el rey, dijo: -Señor, casi me alegro de haberme visto postrado en el lecho del dolor, porque a esta circunstancia he debido la dicha de que ya se haya dignado visitarme en mi castillo. -Yo estimo en mucho a los buenos caballeros, y vos, don Guillén, sois uno de los que mejor merecen este título en Castilla. -Señor, yo agradezco con toda mi alma la bondadosa acogida que V. A. me ha dispensado sin yo merecerla. Hasta ahora nada he hecho, nada he podido hacer tampoco a causa de mi extremada juventud; pero desde hoy en adelante, señor, no pasará un solo día sin que yo no lo consagre al servicio de V. A. -Y yo aceptaré muy gustoso los servicios de un tan cumplido caballero. -Mi deseo más vehemente es que lleguen ocasiones en que poder mostrar a vuestra alteza la lealtad que arde en mi pecho para servir a mi rey. -Pues ha llegado la ocasión que tanto deseáis. -¡Es posible! ¿Qué puedo yo hacer en servicio de vuestra alteza? -Quiero que vayáis a Granada para que llevéis de mi parte a Mohamet-Ben-Alhamar una importante embajada. -Gracias, señor, gracias, porque tan pronto y tan bien ha adivinado vuestra alteza mis deseos más ardientes. Y esto diciendo, el gallardo caballero se arrojó a los pies del rey, gozoso y agradecido. -Alzad, don Guillén, alzad, -dijo don Sancho con apacible gesto. -¿Y cuándo debo partir, señor? -Con tal de que sea pronto, a vuestra elección dejo el día. -Mañana mismo, si place a vuestra alteza. Don Guillén paseó en torno suyo una mirada que el rey comprendió perfectamente. Hallábanse en la estancia dos ancianos caballeros, la hermosa doña María con su hijo, y una dueña que estaba inmóvil y de pie a cierta distancia respetuosa.

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Ahora bien, el señor de Alconetar había juzgado que el rey no le manifestaría el objeto de la embajada en presencia de aquellos testigos. Don Sancho, según hemos indicado, leyó lo que pasaba en la mente del caballero. -El objeto de la embajada, -dijo el rey-, no es ni puede ser un secreto, porque toda la España sabe que el rey de Marruecos vino a hacerme la guerra; pero habiendo muerto mi buen padre, el rey moro entró con su ejército en Granada, donde Mohamet, aunque era mi aliado, ha concedido al rey de Marruecos la entrada y la permanencia con agasajos tales, que ya no puedo dudar que ambos de consuno piensan hacerme la guerra. Ya hace mucho tiempo que abrigo tales temores; el rey de Marruecos continúa demasiado en Granada; yo no puedo intentar ninguna empresa ni vivir tranquilo, porque constantemente estoy viendo la morisma próxima a precipitarse sobre mi reino; y en tal estado, he resuelto salir de una vez de la incertidumbre. -Comprendo, señor. Vuestra alteza quiere saber si los reyes de Marruecos y de Granada deben ser considerados como amigos o como enemigos. -Justamente. -¿Y en qué términos deberé formular mi embajada? -En los más enérgicos. -¡Que me place! -exclamó el altivo señor de Alconetar. Después de algunos momentos de reflexión, el discreto mancebo añadió: -Sin embargo, yo estimaré a vuestra alteza se digne manifestarme una fórmula exacta de su pensamiento; pues en tal ocasión mi único deseo debe ser interpretar fielmente las intenciones de vuestra alteza. Don Sancho escuchó estas palabras en extremo complacido, porque eran una prueba de la acertada elección que había hecho al nombrar embajador a don Guillén de Lara. Al fin el rey, con altivo ademán y con voz vibrante, dijo: -Señor de Alconetar, diréis de mi parte a los reyes de Granada y de Marruecos, que en una mano tengo el pan y en otra el palo. Que elijan, pues, entre la paz y la guerra. Esta es mi voluntad, y podéis repetir estas mismas palabras. -Descuidad, señor, que así lo haré. -Todavía tengo que haceros otro encargo. -Mandad y seréis obedecido.

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-Deberéis elegir una buena porción de jinetes bien armados para que os sirvan de escolta. -En mi calidad de embajador, me parece que con mis escuderos podré llegar a Granada con seguridad... -No se trata de vuestra seguridad, -interrumpió el rey-. A la vez que mi embajador, seréis el caballero encargado de velar por esta ilustre dama, que es la esposa de uno de mis guerreros más leales y valientes. -Gracias, señor, gracias por vuestra benevolencia, -dijo a este tiempo doña María, conmovida y gozosa por las alabanzas que el rey había tributado a su esposo. El señor de Alconetar saludó respetuosamente a la noble matrona. -Doña María,-dijo el rey-, es cuñada de vuestro amigo el comendador. -Yo me considero muy dichoso en acompañar y servir a la digna esposa del ilustre caballero don Alonso Pérez de Guzmán, -dijo Gómez de Lara. -¿Tenéis un amigo de confianza? -preguntó el rey. -Tengo un amigo que es más bien un hermano. -¿Se llama Álvaro del Olmo? -Sí, señor. -Ya tengo noticia de la buena amistad que os profesáis entre ambos. -¿Quiere vuestra alteza que llame a mi amigo? Cabalmente está en la antecámara. -Ahora no; pero antes de marcharos quiero que vengáis los dos a verme. -Está muy bien. -Sólo tengo que advertiros que llevéis en vuestra compañía a vuestro amigo Álvaro del Olmo, a fin de que siga escoltando a doña María desde Granada a Tarifa. Esto será en el caso de que la respuesta de los reyes moros exija que inmediatamente vengáis a darme cuenta del resultado de vuestra embajada; pero si fuesen pacíficas las disposiciones de los infieles, podéis continuar acompañando a doña María hasta dejarla en Tarifa. Con esto el rey don Sancho dio por terminada aquella audiencia. El señor de Alconetar salió de la cámara real, prometiendo volver al día siguiente, que era el prefijado para la partida. En la antecámara se reunió con su amigo Álvaro del Olmo.

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También se encontraban allí el comendador y Castiglione, los cuales cambiaron entre sí estas palabras: -¿Si nos habrá dejado airosos en presencia del rey? -dijo el comendador. -Ahora es ocasión de saberlo, -dijo Castiglione en voz alta y empujando a don Diego hacia el señor de Alconetar. Y el feroz calabrés añadió para su sayo: -¡Ay de ti si no has aceptado la embajada! Aproximáronse los dos Templarios a don Guillén, y cuando éste les manifestó que estaba dispuesto a partir al día siguiente, ambos cambiaron una mirada de júbilo, bien que impulsados por móviles muy diversos. Capítulo X Donde se habla del esclavo prisionero Larga había sido la convalecencia de don Guillén Gómez de Lara a causa de la herida que recibió en la noche, para él inolvidable, en que por la reja del jardín había jurado eterno amor a la hermosa Elvira. Durante su dolencia, en vano don Guillén había intentado adquirir acerca de su amada esas noticias llenas de pormenores que tanto satisfacen, que tanto se comentan y que con tanto afán procuran adquirir los amantes. Al doliente caballero le fue preciso contentarse con las poco satisfactorias noticias que vagamente le llevaba Plácida, quien, como ya sabemos, tenía sumo interés en desbaratar aquellos amores que con tanta pasión y ternura, y al parecer tan indestructiblemente, habían tenido principio. A los primeros días no dejaba de ir a visitar al enfermo la redomada dueña, la cual llevaba y traía noticias más a propósito para disgustar e indisponer a los amantes que para alentarlos. Después de su convalecencia, don Guillén había tenido muy pocas ocasiones de ver a su amada Elvira, y siempre que había conseguido verla, había sido acompañada de su madre, cuando iban a la iglesia. El señor de Alconetar hubiera podido muy bien entrar en casa de doña Fidela, no sólo porque ésta le conocía y le estaba agradecida desde la noche en que libertó a Elvira de los brazos de su raptor, sino también prevalido de la soberana dominación que allí ejercía como

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señor feudal de aquella comarca, pues también las tierras de la Encomienda habían pertenecido en lo antiguo al linaje de los Gómez de Lara, hasta que un ascendiente de don Guillén hizo donación de cuantiosos terrenos a la Orden del Temple. Pero el joven se había abstenido de prevalerse en ningún concepto de su posición elevada, y aun podemos asegurar que ni siquiera tal cosa se le había ocurrido. El gallardo caballero se hallaba entonces en esos bellos momentos de la vida en que una expansión generosa arrastra al corazón humano hacia otro ser hermoso y querido, sin que el amante vuelva la vista sobre su propio espíritu, y abandonándose a la deliciosa espontaneidad de su adoración sin límites, sin reserva, amor puro, amor primero, amor desinteresado que todos sienten una vez en la vida, al penetrar en la región, a la vez árida y encantada, serena y tempestuosa de las pasiones. Pero don Guillén guardaba su amor en lo más íntimo de su corazón como en un santuario, con ese misterio propio de los sentimientos ardientes y profundos. Este amor platónico y la tierna juventud del señor de Alconetar, hicieron que se contentase con ver a Elvira de lejos, en su ventana, en la iglesia, en la calle, si bien en todas partes cambiaba con ella miradas de fuego. Una sola vez le había pedido una cita, y la joven se excusó manifestando que no quería que por su causa se expusiese a nuevos peligros, supuesto que enemigos encubiertos lo perseguían; y que, además, su madre cerraba la puerta de su aposento, de modo que, aun cuando ella quisiera, no podía salir a hablarle a deshora. Las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz tocaban a las oraciones, cuando don Guillén Gómez de Lara llegaba a su castillo después de su entrevista con el rey. Inmediatamente el joven se dirigió a su aposento, escribió un billete y llamó a Pedro Fernández. -¿Qué mandáis, señor? -Al punto lleva este billete a doña Elvira. -¿Aguardo contestación? -No te vengas sin ella. El fiel servidor fue a cumplir las órdenes de su amo, y justamente encontró a la vieja Plácida que salía de la casa de los Vargas. -¿Adónde va la señora Plácida? -Buenas noches, Pedro.

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-Me alegro mucho de encontraros. -¿Por qué? -Porque traigo un billete para doña Elvira. -¿Y qué tengo yo que ver con eso? -Vamos, no se haga vuesa merced la mosquita muerta. -Es que luego doña Fidela, si llega a enterarse, me reñirá, y con muchísima razón. -Vos sois demasiado diestra para que doña Fidela llegue a sorprenderos. -En fin, dadme la carta. -Hela aquí. La vieja tomó entonces el billete y continuó su camino. -¡Pardiez! ¿Adónde vais? -preguntó el halconero atajando el paso a Plácida. -Voy a un negocio asaz importante. -Es que a mí me urge sobremanera llevarme ahora mismo la contestación. -Pues ahora no puedo volver a entrar en casa sin inspirar sospechas. -Fingid algún pretexto. -¡Eso es! Vos todo lo componéis con mentiras, y el mentir es uno de los pecados que Dios menos perdona. -Pues bien, no echéis mentiras, -dijo con mucha sorna el halconero. -Os digo, Pedro, que ahora no me es posible volver a casa. Además, que lo primero es lo primero, -dijo la vieja elevando sus ojos al cielo con expresión devota. -Y lo segundo es lo segundo. -Y vos sois un bellaco. -Pero, señora Plácida, -dijo el halconero haciéndole una caroca, -tened en cuenta que mi señor se marcha mañana, y que es muy natural que antes quiera ver la hermosa doña Elvira. -¡Que se marcha mañana! -exclamó la vieja sorprendida.

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-Sí, señora. -¿Y adónde? -Eso es lo que no puedo deciros, señora Plácida, y a fe mía que lo siento. La vieja, tal vez con la intención de sonsacar al halconero, dijo después de algunos minutos de reflexión: -Pues aun cuando se vaya el señor de Alconetar ahora mismo, no me es posible complaceros. Antes que los señores de la tierra es el Señor del cielo, -¿Quién ha dicho lo contrario? -interrumpió el buen Pedro Fernández. -¿Pues no oís la campana del convento? -¿Y qué tiene que ver la campana con la contestación que yo aguardo? -¡A ver! Están tocando al rosario, y han dado ya el tercero y último toque. -Vamos, señora Plácida, os ruego que no seáis tan escrupulosa. Además, que mañana podéis rezar dos partes de rosario y recuperar lo perdido. La astuta vieja desde luego estaba dispuesta a satisfacer la exigencia del halconero; pero entraba en su cálculo el venderle caro aquel favor, a fin de captarse su voluntad y confianza. Sin duda el lector no habrá olvidado que Plácida tenía interés en conservar relaciones amistosas con Pedro Fernández, que podía servirle de mucho para introducirla en el calabozo del esclavo prisionero. Así, pues, la vieja comenzó a manifestarse blanda a la petición del halconero diciendo: -¡Cómo ha de ser! Hoy por ti, mañana por mí. -Eso es, acaso mañana podré yo prestaros algún servicio. -No digo que no, Pedro; pero... En fin, voy a arriesgarlo todo por serviros. -Por servir a mi buen señor. -¡A tu buen señor! -exclamó la vieja lanzando una mirada de víbora. -Veo que todavía le tenéis ojeriza por la aventura de vuestro hijo. -Una madre nunca perdona.

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-Eso es según y conforme. Además, no tenéis en cuenta que vuestro hijo era... -¡No lo digáis por Dios! -exclamó Plácida con extraordinaria energía. -Bueno, callaré; pero no digáis que mi señor es malo. -Una madre siempre llora la muerte de su hijo... -Pero no tenéis en cuenta que mi señor os regaló una buena suma, y que os ha dispensado muchos beneficios después de aquel penoso lance. -Sí, sí, lo conozco todo, Pedro. ¡Soy una ingrata! ¡Yo debía besar la tierra que pisa don Guillén! ¡Dios me perdone las injustas quejas que algunas veces se me escapan contra un señor tan bueno y tan dadivoso! -Eso tampoco tiene nada de extraño, porque el dolor saca de quicio a las almas; pero no perdamos tiempo, y hacedme el favor de entregar pronto esa carta a doña Elvira. -Voy al instante, -dijo la vieja poniendo fin a sus lloriqueos y encaminándose hacia la casa de los Vargas. Cuando ya estuvo en el umbral, volviose y preguntó: -Amigo Pedro, ¿no me diréis qué milagro es ese? -¿Cuál? -El de la repentina marcha de don Guillén. -¿Y qué queréis que yo os diga? -La causa de tan extraordinario suceso. -No creo que sea cosa tan inusitada que un noble caballero emprenda un viaje. -Como Guillén nunca ha salido de la aldea... -Alguna vez había de llegar la ocasión. -Lo que yo digo es que aquí hay algún, misterio. -Lo ignoro. Todo lo que yo sé está reducido a que, habiendo ido don Guillén esta tarde a la Encomienda de los Templarios, ha vuelto al anochecer diciendo que se hagan los preparativos de su viaje para mañana. -¡Ha ido a la Encomienda!

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-Sí, señora. -Entonces, ¿habrá estado hablando con el rey? -Mano a mano. -Dicen que el rey quiere mucho a don Guillén, ¿no es verdad? -A las pruebas me remito. ¿Os parece que el rey va tan aína a visitar a cualquiera, como ha visitado a mi señor cuando estaba herido? -Efectivamente, se conoce que el rey tiene en mucho a don Guillén... Es verdad que es un señor tan bueno... que todo se lo merece... Voy al punto a entregarle a doña Elvira la carta... ¡Cuánto se alegrará mi señora! Y la gárrula vieja, con más celeridad que la que sus años prometían, comenzó a caminar por el atrio de la antigua y suntuosa casa. -Pícara bruja, -murmuró el halconero mientras se paseaba esperando la respuesta de doña Elvira. Entretanto el señor de Alconetar, después de haber dado sus órdenes terminantes para que al punto se hiciesen los preparativos de su partida, llamó a su amigo Álvaro y le preguntó: -¿Tienes ahí la llave del calabozo? -Nunca la dejo, sino cuando se la doy a Pedro para que vaya a cuidar del herido. -¿Y qué piensas tú de este lance? -Pienso... que las mujeres son muy pérfidas. Y Álvaro del Olmo exhaló un profundo suspiro. -Pero Elvira no me engaña, -dijo el señor de Alconetar. ¡Ojalá que así sea! -¿Crees acaso?... -Creo que hay motivos para tener recelos -¿Y cuáles son esos motivos?

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-No tengo más razones que las que tú mismo sabes. Yo creo firmemente que doña Elvira no tiene participación alguna en el triste lance que te ha sucedido; pero tampoco puedo creer que ella ignore quiénes eran los que te acometieron. -Soy de la misma opinión, -dijo don Guillén. -¿Y no te lo dirá ella? -Tampoco podrá, porque... ¿No te he dicho lo que ella me refirió acerca del misterioso personaje que trató de arrebatarla aquella noche?... -Sí, me dijiste que era un enemigo encubierto de la familia de los Vargas, y que doña Elvira casi no le conocía sino por el aire del cuerpo, en atención a que nunca le había visto el rostro: -Veo que te acuerdas perfectamente. ¿Y qué piensas tú de lo que me dijo doña Elvira? Álvaro guardó silencio durante algunos minutos, porque estaba profundamente conmovido al pensar en la hermosa hija de doña Fidela. El lector no habrá olvidado que el triste Álvaro adoraba en silencio a Elvira, y que sufría doblemente al considerar que aquella mujer tan querida, no sólo amaba a otro hombre, sino que acaso también lo engañaba. -Si he de decirte la verdad, amigo mío, debo aconsejarte que desconfíes de doña Elvira, porque repito que es imposible que ella no conozca a tu rival... -¡A mi rival! -interrumpió el fogoso Lara. -Ni por un instante debes poner en duda que tienes un rival muy temible, y que éste, o por mejor decir, sus emisarios fueron los que intentaron darte la muerte. -Pero doña Elvira ignora el nombre y condición del que la persigue. -Pues eso es lo que yo dudo. -¿Luego crees que ella me engaña? -Sí, -dijo resueltamente Álvaro-, después de algunos momentos de reflexión. -Bien, bien, dejemos eso, -dijo el señor de Alconetar con los ojos centelleantes de furor y pálido como la muerte. Álvaro se encogió de hombros y dijo para sí: -¡Cuán amarga es la verdad!

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El señor de Alconetar, llevado de su pasión, sentía en el alma que le hablasen desfavorablemente de la hermosa Elvira, a quien adoraba con locura. -¿Lo has visto hoy? -preguntó luego don Guillén mudando de conversación. -Sí. -¿No está más aliviado? -Nada de eso. -¡Oh! -exclamó el señor de Alconetar con acento reconcentrado por la ira-. ¡Tener que ausentarme ahora! -No te aflijas, porque al fin todo se descubre con el tiempo. -Yo estoy seguro de que ella me ama y de que es incapaz de engañarme; pero la fiebre de la impaciencia me devora por satisfacer la vehemente curiosidad que ha despertado en mi alma el consabido lance. -Tu ausencia, o por mejor decir, la nuestra, no será muy larga. Tal vez cuando regresemos lo sepamos todo. -Ahora es cuando quiero saberlo. Y así diciendo, el señor de Alconetar tomó una lamparilla, y salió del aposento, seguido de Álvaro. Ceñudos y silenciosos caminaron ambos jóvenes durante largo rato; atravesaron un extenso patio; subieron una escalera, y llegaron por último a una galería en donde estaba la estancia del halconero, a cuya entrada veíase una multitud de alcándaras. Era el aposento de Pedro Fernández alegre y ventilado, y en aquella galería había otras viviendas de la misma extensión y condiciones. Los caballeros detuviéronse en la habitación contigua a la del halconero. Don Guillén hizo una seña a su amigo, que inmediatamente abrió la puerta. El aposento estaba opacamente iluminado por una lámpara de hierro que pendía de la bóveda. Pero cuando nuestros caballeros penetraron en la estancia, inundose con el vivo resplandor de la luz que llevaba don Guillén, y descubrieron a un hombre reclinado en un cómodo lecho.

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El resto del mueblaje consistía en algunos sitiales de encina y una mesa sobre la cual se veían algunos frascos. El rostro del que yacía en el lecho era disforme, repugnante y de color cetrino. Aquel hombre pertenecía a la raza moruna y a la condición de esclavo, a juzgar por la marca que llevaba en la frente; pero por las prendas de su traje no habían podido venir en conocimiento de quién fuese su dueño. Sobre este punto habían hecho muchas conjeturas los dos mancebos; pero ninguna de ellas resolvía satisfactoriamente sus dudas. En efecto, aunque a don Guillén se le había ocurrido que aquel hombre tal vez pertenecía a la casa del Templo, en donde solía haber muchos esclavos moros, no tenía al fin ninguna razón decisiva para afirmarlo, supuesto que el tal prisionero no llevaba el traje que acostumbraban los esclavos del Templo. Por otra parte, era absurdo suponer que nadie que dependiese de los caballeros Templarios se mezclase en aventuras galantes, ni que por lo tanto hubiese interés en que asesinasen al señor de Alconetar, amigo y aliado constante de los Templarios. Además, era muy frecuente en aquella época que muchos señores particulares tuviesen esclavos moros, y por lo tanto don Guillén creyó, no sin fundamento, que aquel esclavo pertenecía a algún otro caballero, que tal vez estuviese enamorado de la hermosa Elvira. Los dos mancebos aproximáronse al lecho en que yacía el herido y lo contemplaron atentamente. A la sazón parecía hallarse un poco aletargado; pero al ruido de los pasos, de los caballeros y a la impresión que le causó la proximidad de la luz, abrió súbitamente los ojos y los clavó con espanto en los recién llegados. Quiso hacer un movimiento para incorporarse; pero inmediatamente la más dolorosa agonía se pintó en su rostro, y se llevó ambas manos al sitio de la herida, por la cual se le escapaba la respiración, cubriendo muy a menudo de sangre espumosa los blancos vendajes. Al fin el herido se tranquilizó algún tanto y permaneció con los ojos fijos en el señor de Alconetar. El esfuerzo que había hecho anteriormente para llevarse las manos al pecho, parecía haberle causado una impresión en extremo dolorosa. Toda la vitalidad del herido estaba reasumida en su mirada. Sus labios pálidos y delgados dejaban escapar una respiración entrecortada y ronca, y todo su aspecto anunciaba que había sido víctima de una impresión profunda de terror, cuyas señales y estragos aún se veían escritos en su pálido semblante.

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-¿Me oyes hablar? -preguntó el señor de Alconetar. El herido abrió los labios, y sólo pudo oírse que aumentaba el estertor de su pecho. -¿Sabes escribir? -preguntó Gómez de Lara después de algunos momentos. Álvaro observó tímidamente: -Un esclavo... -¡Ah! -exclamó el amante de Elvira con acento dolorido-. ¡Tienes razón!... ¡Sería una casualidad prodigiosa! Los ojos espantados del herido vagaron a un lado y otro, y al mismo tiempo un movimiento de cabeza, casi imperceptible, indicó a don Guillén que en efecto el prisionero no sabía escribir. Es verdad que aun cuando hubiese sabido, de nada podía servirle, supuesto que estaba materialmente imposibilitado de trazar una letra. El señor de Alconetar se desesperaba al considerar que serían inútiles todos sus esfuerzos por saber el nombre de su rival, que a mayor abundamiento era moralmente su asesino. -Es imposible por ahora averiguar nada, -dijo Álvaro. -Pero yo tengo que partir precisamente mañana... ¡Ira de Dios! Y don Guillén crispó los puños y dio una patada sobre el pavimento, que conmovió la estancia. Hallábase Álvaro a los pies del lecho, mirando alternativamente a su amigo y al esclavo; el señor de Alconetar estaba a la cabecera del herido, y éste continuaba con los ojos siempre fijos en el amante de Elvira. Así permanecieron largo rato. Las ondulaciones de las luces, que de vez en cuando agitaba el viento, esparcían sobre aquella, escena un no sé qué de fantástico y lúgubre. De repente se agrandaban y se movían en la pared las sombras de los dos caballeros, a la par que las lívidas facciones del esclavo se alteraban también y se aumentaban o se disminuían, ya retratando la dulce sonrisa del ángel, ya la satánica expresión de un condenado, ora un júbilo inmenso, ora una desesperación sin límites; y todo esto sucedía, o parecía suceder, según el vario impulso del viento que agitaba las luces, alterando sin cesar sus trémulos reflejos. Al fin don Guillén intentó de nuevo preguntar al esclavo, a pesar de todos los obstáculos que encontraba. -¿Fuisteis mandados para asesinarme?

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-Sí -respondió el herido con un leve movimiento de cabeza, y que parecía causarle agudísimos dolores a juzgar por la expresión de su semblante. -Ahora verás cómo adelantamos algún terreno, -dijo gozoso el señor de Alconetar volviéndose a su amigo. -Veamos, -dijo Álvaro-; supuesto que afirma y niega, puede sacarse partido de esta circunstancia, interrogándole del modo que últimamente lo has hecho. El señor de Alconetar, dirigiéndose al herido, preguntó: -¿Vive de aquí muy distante tu señor? -No, -repuso el esclavo con un ligero ademán. -¿Sabes si ama a doña Elvira? El esclavo se encogió de hombros, como diciendo: -Lo ignoro. -¿Es de mucha edad? El esclavo no hizo movimiento alguno; sus ojos se iban inyectando, y cada vez respiraba con mayor dificultad. Según ya hemos indicado, el halconero había herido al esclavo en el momento en que éste menos esperaba que don Guillén fuese auxiliado, y por lo tanto el herido experimentó una emoción de sorpresa inexplicable. La sorpresa produjo el terror, y el terror produjo el mutismo del esclavo, que tanta y tan amarga desesperación había causado en el ánimo del señor de Alconetar. -¿No puedes darme más señas? -preguntó. El esclavo continuó en la más completa inmovilidad. -¿No me respondes? -insistió furioso Gómez de Lara-. Dame una señal, dime una palabra por la que yo pueda vertir en conocimiento de quién es tu señor... ¡Ah! No me ocultes, esclavo, no me ocultes donde habita mi rival. Yo te daré tesoros, si me ayudas a descubrir este secreto. ¿No me escuchas? ¡Maldito moro! Y el señor de Alconetar, fuera de sí de impaciencia y de ira, trabó del brazo al infeliz esclavo, que se estremeció convulsivamente, y exhalaba roncos aullidos que daban harto a entender el dolor inmenso que le causaba don Guillén con sus bruscas sacudidas.

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-Respóndeme, esclavo, responde por piedad, y te daré todo cuanto poseo, -insistía el señor de Alconetar con una agitación febril y creciente hasta el delirio. En este momento se abrió la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales se aproximó a don Guillén, diciendo: -¿Qué hacéis, señor? Gómez de Lara volvió el rostro, y encontrose con Estigio Momo y con Pedro Fernández. -¡Dejad a ese hombre! -gritó el médico-. ¿No veis que está espirando? -¡Se morirá! -exclamó el señor de Alconetar palideciendo. -Es muy posible. Por Dios te ruego, Isaac, que salves la vida de este esclavo. -Nada podré hacer de provecho, si vos no me dais antes palabra de no molestar al enfermo empeño mi palabra de honor. Además, que mañana mismo partiré de aquí, por cuya razón no me será posible quebrantar mi propósito; pero antes de abandonar este castillo, hubiera dado cuanto poseo porque este esclavo me dijese quién es su señor, mi rival, el que le mandó que me asesinase. -Tened paciencia, señor, si no queréis para siempre renunciar a la esperanza de hacer esas averiguaciones. -Sólo te exijo a mi vez que salves la vida de este hombre. -Veremos, -dijo el médico frunciendo las cejas y examinando atentamente al herido. Después de algunos minutos de minuciosa observación, el médico, dirigiéndose a don Guillén, dijo: -Señor, permitidme os diga que habéis cometido una imprudencia imperdonable al interrogar al enfermo del modo brusco que lo habéis hecho... Antes respiraba trabajosamente, pero ahora... -¿Qué sucede? -Acabo de notar un síntoma funesto. La respiración difícil se ha convertido en la espantosa aululación que ahora escucháis... ¡Por vida de Jacob! En efecto, era horrible el estado en que se hallaba el herido. Había cerrado completamente los ojos; sus facciones se habían desencajado, y roncos aullidos salían de su pecho con angustia horrorosa.

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-Pero lo que más me extraña, -dijo don Guillén-, es que haya perdido el habla por una herida en el pecho. -Pues nada tiene eso de extraño, -repuso Estigio Momo-. La herida ha sido muy penetrante, y ha interesado los gruesos troncos arteriales; y a consecuencia del terror, no sólo en el momento de ser herido, sino después, al ver muy a menudo que de la herida se escapa a torrentes una sangre rutilante y espumosa, es muy posible y aun frecuente que sobrevenga un mutismo accidental, como ha sucedido en este caso. -¿Y ese mutismo no cesará? Inventa un medio cualquiera de que este hombre se encuentre en posibilidad de responder a mis preguntas; consigue esto, y después, Isaac, pídeme tesoros, exígeme lo que más te plazca, y yo te lo concederé. Los ojos del judío brillaron de codicia. -Vámonos de aquí, señor, y dejadme hacer, pues todavía quizás se consiga salvar al herido. -¡Quizás! ¿Luego lo pones en duda? -Ya os he dicho que la aululación es un síntoma funesto, porque en tales casos anuncia siempre un fin desastroso. Y el médico se dirigió hacia la puerta diciendo: -Salgamos de aquí. Los circunstantes siguieron a Isaac, que fue a preparar una poción para el herido. En la puerta se aventuró el halconero a decir a don Guillén: -Señor, ya he cumplido vuestro encargo. -¿Te han dado contestación? -Aquí está. Y el halconero entregó un billete a su señor, el cual inmediatamente leyó: -«A media noche os aguardo por la reja del jardín». No decía más la breve epístola de doña Elvira. El señor de Alconetar se encaminó luego, en compañía de Álvaro, al aposento del señor Gil Antúnez, para darle cuenta de la honrosa misión que el rey le había confiado.

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Capítulo XI Despedida Era la media noche. Un hombre cuidadosamente rebozado se deslizó a lo largo de la acera de la casa de los Vargas. Aquel misterioso personaje no venía del castillo, sino de hacia la cruz de piedra que estaba más allá de la fuente, a la salida de la aldea. El embozado se detuvo en la dicha casa, y comenzó a llamar a la puerta muy recatadamente. -¿Quién es? -dijo una voz -Abre, Fidela. Inmediatamente se abrió la puerta, penetró el incógnito, doña Fidela volvió a cerrar, y luego ambos se encaminaron a un aposento del piso bajo, en el cual había una luz de antemano preparada. Doña Fidela invitó al recién llegado a que tomase asiento. -No me es posible detenerme, -dijo el incógnito-. Pues en ese caso, señor, -dijo doña Fidela, acentuando de una manera particular la palabra señor-; en ese caso os referiré muy brevemente lo que ha sucedido. Antes de continuar, advertiremos a nuestros lectores que el misterioso personaje y doña Fidela recibían mutuamente noticias de tres en tres meses por medio de un fiel criado que se llamaba Millán, y que era el portador del dinero destinado a la subsistencia de doña Fidela y su hija. Hecha esta breve explicación, se comprenderá fácilmente el diálogo que entablaron doña Fidela y el desconocido. -¿Por qué le has dicho a Millán que deseabas hablarme? ¿Ha sucedido algo de nuevo? -Mucho y malo. -¿Qué es ello?

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-¡Ay, señor! Es una gran desgracia... Perdonad, señor, que os haya mandado llamar; pero aun cuando siento mucho que os molestéis, era imposible que a nadie sino a vos le confiase lo que ha sucedido. -¿Ni aun a tu mismo esposo? -Ya comprenderéis que mi buen Millán me inspira la mayor confianza; pero como pudiera suceder que vos no quisierais que nadie tuviese noticia del lance... -Pero ¿qué ha sucedido? Habla pronto. -Señor, todo está reducido a que... Castiglione está enamorado de doña Elvira. -¡Castiglione! -exclamó el caballero levantándose como si una víbora le hubiese mordido. Después de algunos momentos, durante los cuales el caballero dio algunos paseos por la estancia con ademán iracundo, se detuvo delante de doña Fidela y preguntó con cierto aire de duda: -¿Y estás convencida de la verdad de lo que dices? -Oíd, señor, y juzgad. Y doña Fidela comenzó a referir al desconocido todo cuanto ya saben nuestros lectores respecto a la aventura del rapto y de la oportuna y generosa intervención del señor de Alconetar. -Enhorabuena, -dijo el incógnito-; pero de lo que me has dicho no se deduce que ese caballero sea Castiglione. -Pues yo estoy segura de ello. -¿Y en qué te fundas para creerlo así? -En primer lugar, ya sabéis que Castiglione perseguía a Elvira cuando vivíamos en Jaraicejo. ¡Maldita la hora en que Millán y yo tratamos con él la compra de la casa! -Que era de mi pertenencia, -interrumpió el incógnito suspirando. -¿Sabéis que la orden del Templo comete unas injusticias que claman al cielo? ¡Algún día pagarán los Templarios los desafueros y despojos!... -No culpes a los Templarios, a lo menos respecto a lo que han hecho conmigo y con don Gonzalo, sino a ese infame calabrés, que es un aborto del infierno. -Y que me parece que os perseguirá hasta en vuestros hijos.

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-Por desgracia Elvira tiene unos instintos tan perversos... No somos dueños de elegir hijos ni padres... ¡Paciencia! Y el incógnito exhaló un profundo suspiro y sus ojos se arrasaron en lágrimas. Después de algunos momentos de reflexión añadió: -¿Luego de nada han servido nuestras precauciones de que traslades aquí tu domicilio? -Francamente, señor, si he de deciros la verdad, yo me temía lo que al fin ha llegado a suceder, porque era poco menos que imposible que ese demonio de hombre no descubriese nuestro paradero habitando tan cerca de la baylía. -Pues precisamente porque habitabais tan cerca, tenía yo la seguridad de que era más difícil que acertase a descubriros. Yo sabía de antemano que nunca él acostumbraba venir a la aldea, y por lo tanto haría sus pesquisas en Jaraicejo; pero en ningún modo era natural se le ocurriese que habitabais en Alconetar. -No niego, señor, que así parecía natural; pero desgraciadamente no ha sucedido así. -Porque vosotras no habréis obedecido estrictamente mis órdenes. -No digáis tal, señor, -repuso doña Fidela con acento dolorido. ¿Por qué dejabas a Elvira que fuese a encender la luz a la imagen de Nuestra Señora? -¡Ah, señor! Me rogaba con tanta ternura que la dejase cumplir esta devoción, que se me hacía muy raro no complacerla. -He ahí cómo tu debilidad nos ha perdido, -dijo con viveza el caballero-. ¿De qué han servido todos mis desvelos por ocultaros a los ojos de todo el mundo? Yo os había colocado en las más favorables condiciones para conseguir cumplidamente mis intentos; pero vuestra poca circunspección ha venido a desbaratar todos mis planes. La madre de Elvira, o al menos la que por tal era reputada, inclinó la cabeza sufriendo con resignación la severa reprimenda del incógnito, el cual insistió con una exaltación creciente: -Cuando le pedí a mi hermano que me cediese esta casa, tuve en cuenta las funestas tradiciones que de ella se conservan en estos contornos, y si hubierais sabido aprovecharos de esta circunstancia, rodeadas de misterio, no consintiendo que nadie hubiese visto el rostro de Elvira, yo os aseguro que nunca hubiera llegado a suceder lo que me has referido... ¡Ah! ¡Cuán infausta es mi suerte! ¡El cielo se complace en castigarme!... Tú sabes, Fidela, tú sabes qué horrible arcano se encierra en el amor de ese hombre hacia Elvira... Mi alma se abruma de dolor bajo el peso de este pensamiento sombrío... ¡Qué

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horror! ¿Y Dios permitirá este crimen tan espantoso? No... no... ¡Dios del cielo y de la tierra, tened misericordia de ellos!... Y el desconocido, que se hallaba en una agitación verdaderamente febril, comenzó a pasearse por la estancia con ademán desatentado. Luego de pronto se detuvo diciendo: -Pero ¿estás segura, Fidela de mi alma, de que era Castiglione el que intentó arrebatar a Elvira? -Segurísima, -repuso lacónicamente doña Fidela. -¿Y te ha dicho Elvira que llevaba cubierto el rostro con un antifaz? -Sí, señor, y esa es una de las pruebas que tengo para no dudar que el raptor de Elvira era Castiglione. -¡Dios mío!... ¡Y sabiéndolo todo! -¿Acaso él sabe?... -Cuando estabais en Jaraicejo le escribí una carta manifestándole el horrible misterio que se encerraba entre esas dos criaturas... -¡Y aún la persigue! ¡Qué hombre tan malvado! ¿No retrocedería ni aun delante de un incesto?.. -¡Qué horror! ¡Qué horror! Durante algunos momentos, el caballero y doña Fidela permanecieron silenciosos y como abatidos por el dolor más profundo. -Es preciso a todo trance evitar que Castiglione vea a Elvira, -dijo al fin el incógnito. -Para tratar de eso deseaba yo tener esta entrevista. -Pues bien, yo te avisaré por medio de Millán cuándo y adónde conviene que os trasladéis. -Debo deciros también que si al principio Elvira parecía muy enamorada del señor de Alconetar, no sucede ahora lo mismo. -¡Qué necia y qué caprichosa! -Sin embargo, por lo que he podido juzgar, el señor de Alconetar la sigue amando con la misma vehemencia. ¿Qué os parecen estos amores?

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-Perfectamente. -¿Según eso, no debo contrariarlos? -En ningún modo. -¿Tenéis buenas noticias del señor de Alconetar? -En extremo favorables. En esta comarca he conocido tres jóvenes dignos de la mayor estimación y alabanza. Los tres se reúnen con mucha frecuencia para departir discretamente de letras y de armas, y el señor de Alconetar no tiene inconveniente alguno en reunirse con los otros dos, a pesar de ser muy desiguales en condición y fortuna. -Supongo que uno de ellos sea el generoso Álvaro del Olmo. -No te has equivocado. -¿Y cuál es el otro de los tres amigos? -Un armiguero de la baylía. -¡Ah! ¿Jimeno? Es un lindo mozo y que sabe hacer muy buenas trovas y villancicos. -Los tres son muy amigos y muy letrados. El señor de Alconetar estima y favorece mucho a Álvaro y a Jimeno, aunque ambos sean de un rango inferior, y esto me prueba que don Guillén Gómez de Lara es asaz discreto y de condición generosa. -Sin duda alguna, y por nuestra parte le debemos estar muy agradecidos, pues ya os he contado lo que hizo en favor de Elvira la noche en que Castiglione trató de arrebatarla. -En verdad te digo, querida Fidela, que me holgaría mucho de ver que el señor de Alconetar era esposo de Elvira. -Pues si ella quiere, creo que no habría cosa más fácil. Todavía el caballero y doña Fidela continuaron algunos minutos departiendo de diferentes asuntos, hasta que por último se despidieron, quedando el desconocido en avisar a la madre de Elvira cuándo habían de mudarse de la casa de los Vargas. Entretanto el señor de Alconetar había salido de su castillo para dirigirse a la reja del jardín de Elvira. Ya hacía largo rato que el enamorado mancebo se paseaba a lo largo de las tapias sin oír ruido ni señal alguna que le indicase la presencia de su amada.

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En efecto, Elvira permanecía en su habitación entreteniéndose con la astuta Plácida, que de ordinario solía divertir a su joven señora narrándole gustosas consejas de aventuras galantes; dado que aquella noche conversaban entre sí de esta manera: -¿Y qué pensáis hacer? -preguntaba Plácida. -A fe que estoy dudosa. -¿Y sobre qué dudáis? -No sé cómo recibir a don Guillén. -¿Qué os dice vuestro corazón? -Dos cosas contrarias. -¿Cómo así? -Mi corazón le aborrece, si recuerdo lo que vos me habéis contado respecto a que él y Blanca están en inteligencia; pero mi corazón le adora al recordar su valor y al pensar en su hermosura. ¿Qué me aconsejáis? -¡Válgame la Virgen de la Luz! -exclamó la vieja-. Qué niñas estas tan raras! Cuando yo era muchacha se amaba o se aborrecía separadamente; pero punca se encontraba un corazón que, como el vuestro, abrigase a la vez amor y odio. Sin embargo, cualesquiera que sean vuestros sentimientos hacia, don Guillén, yo os aconsejaré siempre que a todo trance procuréis ser la señora de Alconetar. Si en efecto amáis a don Guillén, seréis dichosa, y si le aborrecéis, tampoco seréis desgraciada, supuesto que tendréis castillos y lugares y vasallos y galas. Los ojos de Elvira brillaron como carbunclos. -¿Qué os parece mi consejo? -añadió la vieja. -¡Excelente! -Y en el caso de que hubieseis recibido alguna ofensa del señor de Alconetar, también pudierais vengarla muy cumplidamente viviendo los dos bajo un mismo techo. -Sí, sí, tenéis razón, -dijo Elvira con voz ronca. Después de algunos momentos, la joven añadió: -Ya se habrá recogido mi madre. -No hace mucho rato que aún tenía luz.

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-No parece sino que piensa dormirse esta noche más tarde que de costumbre. -Voy a ver, -dijo Plácida, saliendo recatadamente del aposento. Doña Fidela sabía que todas las noches Elvira y Plácida, se entretenían algún tiempo en agradable e inocente conversación; a lo menos así lo creía la buena señora, que miraba en la astuta vieja el modelo de todas las virtudes, y en esta creencia la madre de Elvira, temerosa de que notasen que no estaba en su aposento, había dejado la luz en el sitio acostumbrado para que se irradiase por debajo de la puerta, en la cual había echado la llave, a fin de dar a entender que se hallaba rezando sus oraciones, mientras que asistía a la entrevista que hemos referido y que tuvo lugar en una habitación del piso bajo. Doña Fidela, una vez terminada su conferencia con el desconocido, regresó a su estancia procurando hacer el menor ruido posible y en seguida se recogió en su lecho. -Vuestra madre y mi señora ha apagado ya la luz, -dijo Plácida, entrando de puntillas. -Pues entonces ahora mismo voy al jardín. -Y yo os acompañaré, si os place. -Desde luego. Ya don Guillén desesperaba de que saliese doña Elvira cuando oyó abrirse la puerta de la reja. Gozoso como el náufrago que besa la tierra deseada, aproximose el enamorado caballero adonde ya le aguardaba la hermosa y pérfida joven: -¡Elvira de mi alma! -exclamó con toda la efusión de su amor apasionado-.¡Gracias a Dios que te veo en este sitio, en las horas tranquilas de la noche, aquí, sin testigos, donde podré repetirte mil y mil veces que mi alma te adora! -¡Ah, don Guillén! -exclamó la joven-. ¡Cuán dolorosa impresión me ha causado la funesta noticia de vuestra próxima ausencia! Y la pérfida Elvira comenzó a sollozar con tanta amargura, que nadie hubiese creído sino que en aquel momento estaba inconsolable. -¡Cuán lo he padecido por no poder hablarte con frecuencia!... Y esta noche creí que ya no tendría el placer inmenso de verte... -Mi madre se ha recogido esta noche muy tarde, y por esta razón no he podido bajar más pronto. -¡Ya estás aquí! ¡Cuán feliz soy!

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-¡Qué tormento tan cruel es la separación! -Pensemos ahora en la dicha suprema de que estamos los dos juntos. -¡Ojalá que fuese para siempre! -dijo Elvira con la habilidad propia del bello sexo. -A mi regreso... -Sucederá como hasta ahora. -Yo te juro por mi nombre que si tú me amas, no sucederá lo mismo que hasta ahora, pues entonces habitarás constantemente en el castillo de Alconetar. Una llamarada de júbilo inmenso brilló en los ojos de Elvira. Las palabras que don Guillén acababa de pronunciar equivalían a una solemne promesa de casamiento. La joven se manifestó tan enamorada como afligida por la ausencia de su amante. Después de las más tiernas protestas de amor, el señor de Alconetar se aventuró a preguntar a la pérfida Elvira: -¿No puedes, amada mía, suministrarme ningún dato para que yo venga en conocimiento de quién es la persona que desea mi muerte? -¡Dios mío! ¡Qué recuerdos tan crueles! ¿Por qué habéis querido en este instante traerme a la memoria aquel suceso? dijo la hermosa joven con tono de dulce reconvención y con voz entrecortada por el llanto. El enamorado mancebo dijo tímidamente: -Es tan natural mi deseo... -Sí, sí, tenéis razón. ¡Y bien! ¿Qué puedo yo deciros? Vos sabéis muy bien que ignoro completamente el nombre de mi raptor, y que hasta desconozco sus facciones... Yo he creído lo que naturalmente vos habréis también pensado. -¿Y qué habéis creído? -preguntó con viveza el caballero. -Abrigo la convicción de que la misma persona que trató de arrebatarme es la que envió a los asesinos. -¡Ah! -exclamó el caballero vivamente contrariado; pues al principio abrigó esperanzas de que Elvira le hiciese alguna revelación-. ¡Ah! ¡Será preciso resignarse a vivir con el tormento insufrible de la curiosidad no satisfecha!

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-¿Quién sabe? -dijo Elvira con su acento más melodioso-. ¡Tal vez cuando menos se espere, descifraréis este enigma! Por ahora, básteos saber que vos no podéis tener rivales, y creo que debéis estar satisfecho... con mi amor, con mi amor profundo y eterno. -¡Es verdad! -exclamó el señor de Alconetar arrebatado de su pasión-. ¡Es verdad! ¿Qué me importan todos los enemigos del mundo con tal que tú me prometas, Elvira de mi alma, corresponder tiernamente al amor que te profeso? ¡Hablando de nuestro amor daremos al olvido todos los pensamientos penosos que perturban nuestra mente! Durante largo rato los dos amantes permanecieron embebidos en mil dulces coloquios. ¡Cuánta sonrisa! ¡Cuánta mirada de fuego velada por una lágrima de ternura! ¡Cuánto suspiro profundo! ¡Cuánto juramento de fidelidad eterna! Sonrisas y miradas, suspiros y juramentos que brotaban de lo más íntimo de un corazón generoso y apasionado, y que nunca podía soñar que otro corazón corrompido y pérfido se había de complacer en engalanar sus mezquinos y ruines sentimientos con los colores y apariencias de las santas emociones de un amor puro. -¡Ah, don Guillén! -exclamaba Elvira-. ¡Cuán triste voy a quedarme en tanto que estés ausente! Antes, a lo menos, aunque no nos hablásemos, te veía con frecuencia, y el verte era para mí una felicidad inefable; pero ahora... ¡Qué horroroso vacío rodeará mi existencia! -Yo siento mucho también el ausentarme, amada de mi corazón; pero acaso el mismo amor que te profeso ha sido la causa de que yo acepte con gusto la misión que el rey me ha confiado. -¡Cómo! ¡Me amas y te ausentas por causa de este mismo amor! -Sí, Elvira idolatrado, porque te adoro me ausento. Nunca, hasta ahora me había humillado el pensar que mi nombre no era repetido con admiración por todas las gentes. La ciencia había satisfecho todas mis aspiraciones. La gloria no se había presentado a mis ojos con el brillante atractivo que ahora se presenta. Ahora moriría gustoso en el campo de batalla, si al morir podía esperar que mi amada repitiese mi nombre con respeto y llorando, como se pronuncian los nombres de los valientes que mueren por la patria. Tú, Elvira encantadora, mujer querida de mi corazón, tú has sido la que ha inspirado a mi alma el generoso ardor de la gloria. Yo quisiera merecerte, yo quisiera hacerme digno de ti, conquistando laureles y poderío, laureles que yo ceñiría a tu frente, y poderío que pondría a tus plantas. -Yo te amo por ti mismo. -Y yo en ti amo la gloria y todas las virtudes. -Mi alma no necesita verte rodeado de gloria para adorarte hasta morir.

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-Pero mi amor necesita el prestigio brillante de la fama para atreverse a decir: «Adoro a Elvira». -Y mi corazón desfallece de angustia al pensar: «Mi amado está ausente». Al fin los gratos albores de la mañana comenzaron a sonreír en el cielo. -¡Ah! -exclamó el señor de Alconetar-. ¡Ya se acerca el día! -¡Día funesto! -A mi vuelta seremos felices. -Yo entretanto moriré de dolor. ¡Adiós, Elvira de mi alma, adiós y piensa en mí! -¿Adónde vas, Guillén adorado? Espera un momento, espera por piedad. Todavía no amanece, no te vayas tan pronto... -El rey me espera muy de mañana, y todavía tengo que hacer muchos preparativos... Deja, señora mía, que estampe un beso en tu mano y ... me voy. -¡Amado mío! -¡Oh felicidad! -¿Y no me enviarás noticias tuyas? -Siempre que pueda. -¡Acuérdate de mí! -¡No me olvides! -Primero caerán las estrellas del cielo, -dijo la desleal Elvira. -¡Amor mío! ¡Adiós! -¡Adiós! ¡Adiós! Muchas veces se despidieron, ella cerraba la puerta de la reja y él se alejaba; pero otras tantas veces, ella volvía a asomarse y él retrocedía para decirle trémulo de amor: -¡Adiós, Elvira de mi alma!

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Al fin el señor de Alconetar, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, consiguió alejarse de la magnética ventana. -¿Quién podía creer que las amorosas palabras de Elvira no estaban dictadas por el amor más puro, ideal y desinteresado? ¡Cuántas decepciones aguardaban al noble y enamorado mancebo, que penetraba ahora por el pórtico grandioso de la vida, lleno de ilusiones, sediento de gloria y remontándose en las alas de un amor santo hasta el cielo purísimo de una ventura infinita e inefable! En la distracción en que aquella noche se hallaba el mancebo, no advirtió que mientras estaba hablando con doña Elvira, un hombre pasó a lo lejos, procurando reconocerle. Aquel hombre era el mismo que hemos visto departir con doña Fidela, y al cual, hasta ahora, sólo conocemos con el nombre de «fantasma, blanco», según le llamaba el trovador Jimeno, que había tenido con él más de una entrevista. Al día siguiente, el señor de Alconetar partió para Granada, después de haberse despedido del rey, que también aquel mismo día salió de la Encomienda para Alcalá de Henares. Capítulo XII Que trata de lo que verá el que lo leyere La primavera extendía por todas partes su manto de flores. ¡Magnífico espectáculo presentaba la hermosa ciudad bañada por los primeros rayos del luminar del día! Un espléndido dosel de fuego cubría la encanecida frente de Sierra Nevada, cuyos elevados picos cubiertos de hielo parecían amenazadores Titanes vestidos con bruñidas armaduras, que despedían mil fulgurantes destellos. Diríase que aquella sierra estaba formada de gigantescos diamantes. Un océano de luz plácida y purpúrea, como las rosas del valle, se desgajaba por los declives de la montaña, derramando mil mágicos reflejos y tornasoles sobre esa creación de hadas, sobre esa fantasía realizada en piedra por los genios de Las Mil y una Noches, sobre esa encantadora mansión, semejante al palacio encantado de Aladdín, que se llama Alhambra. En los preciosos surtidores, que formaban mil bellos dibujos en el aire; en los bosquecillos de laureles y naranjos, en los elegantes kioskos, en la rica y deliciosa llanura de la vega, ¡qué efecto tan delicioso e indescriptible producían los primeros albores de la mañana!

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Y a todo esto, que lisonjeaba la vista de una manera que no es dado expresar al pincel de la poesía, a pesar de su magia creadora, a todo esto se unía el perfume embriagador de las flores, el cántico suavísimo de las aves y el apacible murmurar de los dos ríos, que parecían entonar un dúo de gratitud al omnipotente creador de sus perennes manantiales. A vista de estos bellísimos cuadros de la naturaleza es cuando el alma humana siente toda la plenitud de su existencia. En tales momentos, allí, en aquellos sitios, copias del paraíso terrenal, en la estación de las flores, es cuando y donde los amantes se abrasan en ese fuego divino que se llama amor. Allí los valientes guerreros y las hermosas doncellas de Granada iban en las frescas mañanas de Abril y Mayo a dar esos paseos encantadores poblados de espléndidas imágenes, que conmueven el corazón profundamente y que halagan la fantasía, pero que no pueden explicarse, que no tienen nombre en la tierra, y cuyo recuerdo, grato y doloroso a la vez, dura tanto como la primera impresión de amor, tanto como la vida. Aquella mañana salían por la puerta de Elvira dos muy galanes caballeros que oprimían dos magníficos caballos, que parecían hijos del rayo y del viento, según eran de alentados y veloces. Ambos jinetes se encaminaron hacia el sitio llamado el Soto de Roma. Los desconocidos iban departiendo con mucha animación, si bien en voz tan baja, que harto daban a entender que se trataba de cosas muy importantes y secretas. Cuando llegaron a lo más espeso y solitario del soto, echaron pie a tierra, y tomaron la actitud de personas que aguardan el momento de una cita. Ambos personajes eran jóvenes como de treinta años de edad, y en sus modales y vestido manifestaban la más elevada alcurnia, si bien la fisonomía de uno de ellos era harto repugnante. Su color cetrino, sus cejas juntas y en extremo pobladas, sus ojos grandes, feroces y sanguinolentos, y su falsa sonrisa, que dejaba entrever unos dientes blancos y disformes como los de un chacal, daban a aquel hombre una expresión siniestra pero inteligente y astuta. -Señor don Nuño, es preciso desplegar todos los recursos, porque de otro modo fracasarán nuestros planes, -decía el cejijunto. -Vuestro hermano con razón merece el título de Bravo. A la cabeza de sus gentes ha peleado como un león, y ha logrado quebrantar nuestras fuerzas de manera que, a no habernos retirado a Granada, acaso el hacha del verdugo habría separado ya nuestras cabezas. -¡Maldito Sancho! La fortuna se ha empeñado en favorecerle. -Y él se ha empeñado en aprovechar cumplidamente todos los favores de la fortuna. -El comendador de Alconetar está ahora en grande intimidad con el rey. -¡Don Diego Pérez de Guzmán!

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-Justamente. Nuestro más cruel enemigo es ahora el que merece grande confianza y estimación a don Sancho. -A decir verdad, don Diego no es nuestro enemigo. -Si no es nuestro enemigo personal, él ha sido por lo menos el que ha desbaratado todos nuestros planes. ¡Malditos de Dios sean los Templarios! -De todo hay en la viña del Señor. También Castiglione es Templario, y puede ser nuestro auxiliar más poderoso. -No lo niego, -repuso el infante asaz meditabundo. Después de algunos momentos añadió: -Ya veremos el medio de sacar partido de su amistad. ¿Y en dónde está el rey? -preguntó don Nuño de Lara. -En la baylía de Alconetar. -De modo que esos infames Templarios se encuentran en disposición de hacer que no volvamos a Castilla en mucho tiempo. -Es muy doloroso decirlo; pero así es la verdad. -¿Y sabéis todas esas noticias por un conducto fidedigno? -De tal manera es cierto lo que acabo de deciros, que vos mismo podéis convenceros por vuestros propios ojos. Y así diciendo, el infante don Juan entregó a don Nuño una carta que este último leyó con muestras de ira y despecho. -Sin duda alguna el buen Lope García nos sirve con fidelidad, -dijo al fin don Nuño, devolviendo la carta al infante. Después de algunos minutos de silencio, don Nuño continuó: -Ahora comprendo el motivo que habéis tenido para dar este paseo, que al principio creí me lo habíais propuesto sólo con el intento de solazarnos por estos amenos parajes. -Yo nunca madrugo sin que graves motivos me lo aconsejen. -La carta en verdad está escrita con suma discreción.

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-Aun cuando hubiera caído en manos de nuestros enemigos, no habrían podido sacar nada en limpio. -Yo me he hecho tan desconfiado, que todo el mundo me parece que trata de engañarme, -dijo don Nuño clavando una mirada aguda como un puñal, en el infante-. ¿Estáis seguro de que Lope os servirá lealmente? -Tan seguro, que el hacerlo así entra en su propio interés, y cuando los hombres obran por su conveniencia propia, hay bastantes razones para contar con su lealtad y discreción. El hombre es el ser más malo que Dios ha criado. ¡Amistad! Es un delirio. ¡Amor! Es una mentira. ¡Deber! Ridiculeces y trampantojos... No os canséis en buscar nada de esto en el mundo, porque no son más que sueños de insensatos. Los hombres usan de más buena fe y despliegan mucha más inteligencia para practicar el mal que el bien. Además, tengo, como ya os he dicho, otra razón para fiarnos de Lope García, porque éste ha recibido de mi hermano una ofensa cruel. -Como Lope ha sido criado de vuestro padre y siempre ha merecido la confianza de don Sancho... -No importa eso para que García le aborrezca de muerte. -El rey le ha armado caballero, y acaso le sirva bien por gratitud. -Al contrario, lo que ha hecho ha sido despertar su ambición dando alas a su enemigo para que algún día pueda satisfacer su sed de venganza, porque no hay cosa más cierta que aquello de «cría cuervos, y te sacarán los ojos». -¿Y sabe don Sancho que Lope es su enemigo? -Afortunadamente lo ignora. -Entonces está calentando la serpiente en su seno. -Por lo mismo su mordedura será más ponzoñosa y mortal, porque daños previstos fácilmente se remedian; pero asechanzas ocultas e inesperadas, al más astuto le desconciertan y aturden, añadiendo al peligro el más inevitable y cruel de todos los terrores, el terror de la sorpresa. -Por Santiago de Compostela que discurrís como un verdadero endiablado. A fe mía que muy pocos han de aventajaros para esto de embrollar y dirigir una intriga cortesana. -El infante dio las gracias a don Nuño por tales cumplimientos con una sonrisa infernal. -¿Y cuál es la afrenta que ha recibido Lope de vuestro hermano, puede saberse? -La que más cruelmente suele herir el corazón de un hombre.

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-¿Se ha casado Lope García? -No; pero estaba enamorado de una noble doncella a quien ha seducido el rey. -¡Malas hembras! ¡Qué ojos tan delicados tienen! -¿Qué queréis decir? -Que son muy pocas las que no se dejan deslumbrar por el brillo de una corona. -¿Y eso os sorprende? ¿Hay cosa más natural? -dijo el infante con indiferencia. -Pues francamente os digo que me gusta poquísimo eso que os parece tan natural. -Pues no creí, don Nuño, que fueseis tan cándido. -Ahora bien, según dice la carta, debemos venir a este sitio por espacio de tres días. -Lope es muy circunspecto y sabe tomar sus medidas con notable discreción. Por eso no me ha escrito las muchas cosas de importancia que dice tiene que manifestarme. -A fe mía que tiene razón. Lo escrito siempre parece; pero las palabras vuelan. -Esa es una gran sentencia para conspiradores, amigo don Nuño. -¿Y a quién habrá elegido Lope por mensajero? -Yo no lo sé a punto fijo; pero naturalmente habrá echado mano de mi esclavo moro. -¡Oh! ¡Ben-Ayub es un grande hombre! ¿Sabe García el paradero de vuestro africano? -Si Lope no sabe dónde está Ayub, éste sabe muy bien dónde encontrará a Lope, porque aquella terrible noche en que estuvimos a punto de caer en manos de don Diego de Guzmán y de sus Templarios, que Dios confunda, previendo que por cualquier incidente podía acontecer, como en efecto aconteció, el que nos separásemos bruscamente, le dije: «Mira, Ben-Ayub, si yo me veo obligado a emprender la fuga, tú puedes quedarte sin peligro y prestarme servicios de mucha importancia, siguiendo sin cesar a Lope García, a quien siempre encontrarás en la corte de don Sancho. Y al decirle esto le entregué mi anillo para que Lope no recelase y comprendiese por esta señal que Ayub es mi esclavo de toda confianza. -¡Qué noche tan terrible fue aquella del castillo de Alcántara! -Como no aguardábamos ser acometidos... -Si los Templarios hubieran sabido las salidas secretas del castillo, fenecemos allí de seguro.

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-Afortunadamente las tinieblas nos favorecieron y, sobre todo, la prodigiosa distancia a que desembocan los subterráneos. -No nos libramos de mala. -Ved lo que son las cosas. Entonces creímos que fue una desgracia el que no se hallasen allí nuestros servidores, y ahora es preciso convenir que esta circunstancia nos ha sido muy útil, supuesto que de este modo Ayub habrá podido entenderse con Lope. -Entonces es posible que mi escudero Ordoño haya corrido la misma suerte de Ayub. Los dos habían ido aquella noche a Valencia de Alcántara. -Es verdad. Ayub fue a entregar algunas cartas mías para los príncipes de la Cerda. -Y Ordoño llevaba el encargo de que hiciese venir al castillo al caballero de la Muerte. -¡Ira de Dios! Todos nuestros proyectos salieron vanos con la inesperada acometida de don Diego de Guzmán. -El caballero de la Muerte hubiera podido servir a nuestra causa de una manera maravillosa. -Es un campeón terrible. -Hasta su mismo escudo de armas inspira terror. -¿Por qué? -Porque lleva pintada la descarnada figura de la muerte, armada con su guadaña y fijos sus pies de esqueleto sobre un montón de calaveras. Todo esto en campo negro produce un efecto aterrador; y de aquí sin duda el misterioso paladín ha tomado su lúgubre y espantoso nombre del Caballero de la Muerte. -Muchos dicen que esa terrible divisa es un emblema de los estragos que hace su espada en los combates. Yo lo he visto una vez, y en verdad que causa espanto sólo el verlo con su estatura de gigante, con su negra armadura y con su horroroso escudo. Yo lo conozco bastante íntimamente, -dijo el infante, que hasta entonces había parecido afectar que no conocía al terrible y misterioso paladín. -¿Sabéis cómo se llama? -preguntó con viveza don Nuño. -Yo creo que no hay en España nadie que sepa su nombre. -Deseara saber su historia, que sin duda debe ser muy extraordinaria.

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-Os diré todo cuanto he podido averiguar... Pero... Oíd... Me parece que suenan pisadas de caballos... -No os habéis equivocado... ¡Mirad! Dos jinetes moros se dirigen precisamente hacia este sitio. -¿Serán los emisarios de Lope García? -Yo no alcanzo a conocerlos desde aquí. Nuestros caballeros montaron a caballo y se apercibieron por lo que pudiese ocurrir; pues aun cuando se habían refugiado a Granada y usaban el traje e idioma de los moros, no era, sin embargo, imposible que don Sancho, averiguando su paradero, se pusiese de acuerdo con Mohamet para que éste le entregase a sus más terribles enemigos. Ya estaban muy cerca los dos jinetes, y todavía ni don Juan ni su compañero habían podido conocerlos, por lo que ambos cristianos se pusieron en gran cuidado, al ver que los desconocidos hacia ellos se dirigían con paso tan seguro, como si de antemano supiesen que allí les estaban aguardando. -A fe que han sido vuesas mercedes puntuales, -dijo uno de los recién llegados, en el cual al punto reconoció don Nuño a su escudero Ordoño. -¡Ayub! -exclamó el infante-. ¡Bien me daba el corazón que tú serías el portador de las buenas nuevas que me anuncia Lope. -¡Mi querido señor!... ¿Conque habéis recibido la carta? -Dos días hace que se me presentó un mercader judío con la epístola de Lope García. Yo quise preguntarle para que me dijese el conducto por donde aquel escrito había llegado a sus manos; pero cuando menos acordé, el hebreo ya había desaparecido de mi presencia. -¡Leal Benjamín! -exclamó el esclavo-. Habéis de saber, señor, que yo abrigaba grandes temores de que esa carta no llegase a vuestras manos, pues no puede uno fiarse de nadie. Pero la casualidad vino a servirme encontrándome, cuando menos lo pensaba, con un mi amigo, que es mercader en Granada, hacia cuyo punto me dijo que se dirigía de vuelta de cierto viaje que había hecho para ver a su hermana mayor que, próxima a morir, deseaba verlo... Fue el caso que yo aproveché esta ocasión para enviaros la carta de Lope, y aun así y todo, el buen García no se atrevió a deciros todo lo que en vuestra contra se trama en la corte del rey don Sancho. -¿Saben por ventura que estamos en Granada? -El rey, si no lo sabe, lo sospecha al menos. -¿Y qué te dijo el Caballero de la Muerte? -preguntó don Nuño a su escudero.

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-Señor, siento decíroslo, porque no fue muy grata su respuesta. -Habla pronto, -dijo don Nuño palideciendo. -Supuesto que lo mandáis, voy a obedeceros, señor. Me dijo que nunca desenvainaría su espada en favor de súbditos rebeldes; añadiendo que vos erais un buen caballero, a pesar de que os tachó de carácter arrebatado, orgulloso y tenaz; pero respecto al infante me dijo... Ordoño se detuvo como si fuese para él muy penoso el revelar lo que acerca de don Juan le había dicho el Caballero de la Muerte. Don Nuño dirigió al infante una mirada, como si le consultase el partido que debía tomar, esto es, si debía insistir o no en que Ordoño hiciese aquella revelación, no muy agradable, según todas las señas. Ordoño, habla, -dijo el infante. -Señor... En fin, me dijo que vos erais un mal caballero y un traidor, y que tan sólo sentía el que vuestra infame astucia lograse seducir a algunos buenos caballeros, a quienes arrastráis en vuestras maquinaciones. Os dio el nombre de cruel y de segundo Caín, porque intentabais dar muerte a vuestro hermano... -¿Y mi hermano no me habría quitado la vida, si yo hubiese caído en su poder? -Eso mismo le respondí yo; pero el Caballero de la Muerte dice que don Sancho no trataba de dar muerte a su hermano, sino de castigar a un súbdito rebelde... -En fin, -interrumpió don Nuño, viendo que aquellas inútiles palabras sólo servían para agriar los ánimos-; en fin, la cuestión sólo se reduce a que no podemos contar con la ayuda del misterioso campeón... -¡Ah! -exclamó Ayub con acento dolorido-. No es lo peor que el Caballero de la Muerte no quiera prestarnos auxilio, sino que tal vez se ponga de parte del rey don Sancho... Pero ¡hágase la voluntad del grande Alá! En haciendo nosotros todo cuanto esté a nuestro alcance por libertarnos de nuestros enemigos, no nos quedará después ningún duelo, aunque nos sucedan las más terribles desgracias. -Bien, bien, dejemos eso y vamos al caso. ¿Qué noticias traéis? ¿Qué piensa hacer el rey de Castilla que pueda redundar en nuestro daño? -Lope García me ha dicho que el rey don Sancho, desembarazado por ahora de los rebeldes que le acometían dentro de su mismo reino, trata de emprender la guerra contra los moros y obligar al rey de Marruecos a que se restituya al África... Una sonora carcajada del infante y de don Nuño interrumpió el razonamiento del moro. Ambos caballeros reputaban temeraria y hasta impracticable la empresa de arrojar de España al poderoso rey de Marruecos.

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-A fe, querido Ayub, que nunca podía esperar me trajeses mejores nuevas, -dijo el infante. -¡Es posible, señor! -Justamente, si tal intenta mi hermano, esa guerra será el medio de que otra vez tornemos a Castilla, aliándonos con el rey de Marruecos, quien está muy dispuesto a favorecer nuestras pretensiones. -Permitidme, señor don Juan, que en eso no confíe yo tanto como vos. Convengo en que para nuestra causa nada habría más favorable, sino el que se comenzase la guerra entre don Sancho y el rey de Marruecos; pero precisamente lo que yo más dudo es que el moro admita nuestra alianza, y a fe que si la rechaza, podemos desde ahora darnos por vencidos, abandonando por ahora la esperanza de tornar a Castilla. -En cuanto a eso, don Nuño, no debéis dudar ni un instante. El rey de Marruecos es mi amigo personal, y puedo estar seguro de que aceptará gustoso nuestra alianza. -Si así es, desde luego las nuevas de Ayub nos son muy favorables. -¿Y qué se dice de mí en Castilla? -preguntó el infante a Ordoño. -Señor, si he de hablaros con franqueza, no os dan muy buena fama. Don Nuño hizo una señal a su escudero para que hablase con reserva a fin de no ofender al infante. Este lo advirtió, y volviéndose a don Nuño, le dijo: -No creáis que yo pueda ofenderme de lo que de mí se diga, por repugnante o falso que sea. Por la demás, tengo un grande interés en averiguar los mil absurdos que se cuentan en público de cosas que muy pocos saben en secreto. Así, yo puedo arreglar más sabiamente el plan de mi conducta, y, creedme, don Nuño, no siempre se presentan ocasiones oportunas para averiguar con exactitud lo que de nosotros se piensa, porque nadie se atreve a hablarnos de cosas que de cerca nos atañen, creyendo que han de causarnos enojo. Don Nuño se encogió de hombros, haciendo un movimiento, con el cual dio a entender a su escudero que hablase lo que quisiere. El infante, dirigiéndose a Ordoño de nuevo, preguntó: -Vamos, ¿qué se dice de mí en Castilla? ¿Tiene muchos parciales don Sancho? ¿Nuestra causa tiene muchos adeptos? ¿Mi nombre goza de aura popular? -Señor, respecto a esta última rebelión, todos los ánimos parecen más inclinados a la causa del rey, y aun cuando los Haros y los Laras cuentan con muchos amigos y parciales, todavía la generalidad de los ricoshomes y hombres buenos parece estar en favor de vuestro hermano don Sancho, a quien además protegen las órdenes de caballería, particularmente la de los Templarios. Por lo que toca a vuestro nombre, el hecho vuestro, y que más dura y se

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recuerda en Castilla, es aquel que llevasteis a cabo en tiempo de vuestro padre don Alfonso, cuando, para arrancar a su obediencia a la ciudad de Zamora, cogisteis a un hijo de la alcaidesa del alcázar, y presentándole a su padre, que desde la fortaleza miraba a su hijo maniatado, le intimasteis se rindiese, lo cual al punto conseguisteis con semejante arbitrio. Un rayo que se hubiese desplomado sobre la cabeza del infante le habría aterrado menos que aquella noticia inesperada. Palideció espantosamente, crispáronse sus puños de furor, e hizo un ademán como para acometer al triste escudero, culpable sólo de haber dicho la verdad. -¡Infames! ¿Se acuerdan ahora de eso? ¡Vive Dios, que día ha de venir en que, tornando a Castilla, he de cebarme en la sangre de mi hermano y de su corte ruin, que siempre dice: «¡Viva quien vence!» ¿No decían antes que yo era un héroe? -Señor, -repuso Ordoño-, me habéis exigido que os diga francamente la verdad, y yo no he podido dejar de obedeceros. Perdonad si mis razones os han afligido; pero la culpa no es mía, que lo es de vuestro sino, o de la pública maledicencia. -Bien está, dejemos eso, y vamos a otra cosa. -Decid, señor, que mi gusto será el complaceros. -¿Qué disposiciones ha tomado el rey para declarar la guerra a los reyes de Granada y de Marruecos? -En cuanto a eso, señor, podrá responderos más cumplidamente que yo vuestro servidor Ayub, a quien se le alcanza más de esto de intrigas cortesanas. Por otra parte, yo no he tratado de lleno en estas cosas, que han sido principalmente dirigidas por Ayub y Lope García. El infante interrogó con un gesto a su esclavo, el cual respondió: -El rey don Sancho trata ahora de hacerse, o aliado fiel de los reyes moros, o su enemigo irreconciliable. Para llevar a cabo su propósito, según me ha dicho Lope García, intenta enviar un mensaje, o acaso ya lo ha enviado, ofreciendo a los moros, o su amistad más sincera, o una guerra de exterminio. -¡Ira de Dios, cuánto camina el rey! -exclamó el infante con despecho. -¿Lo veis, señor don Juan? ¿Comprendéis ahora que no es tan difícil el que los reyes moros, en esta alternativa, opten por la paz y alianza con que les brinda vuestro hermano? -En ese caso... -En ese caso, -interrumpió don Nuño-, es muy posible que el mismo Mohamet, o vuestro mismo amigo el rey de Marruecos, nos entregue maniatados al rey de Castilla.

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-Lúgubre estáis, don Nuño, en vuestras opiniones. -Que si no tienen mucho de halagüeño, les sobra de probable. El infante permaneció algunos momentos profundamente pensativo, como si las reflexiones de don Nuño hubiesen hecho grande impresión en su ánimo. Pero muy pronto levantó la cabeza como si hubiese encontrado un medio eficaz para salir airoso de tantos atolladeros. -¿En dónde está el rey don Sancho? -preguntó. -Todavía permanece en la bailía de Alconetar, -repuso Ayub. -¿Y no habéis podido averiguar quién sea el mensajero que mi hermano ha enviado o piensa enviar a los reyes moros? -Parece que ha sido cosa muy oculta la elección de ese embajador, si es que se ha verificado. -Según eso, ¿se duda de que aún haya venido a Granada el embajador? -Cuando nosotros abandonamos las inmediaciones de Alconetar, nadie sabia aún quién fuese el designado para este mensaje. Sin embargo, allí se hablaba de un caballero que estaba muy en privanza con el rey, y no es difícil que este mancebo haya sido el elegido para esta importante embajada. -¿Sabéis su nombre? -preguntó Lara. -No, señor. -Cerca de Alconetar, -murmuraba don Nuño-, es imposible que no sea él... Y volviéndose a Ayub, preguntó: -¿Y conoces personalmente a ese caballero? -Tampoco le conozco, -respondió el esclavo. -Yo lo he visto una vez salir de la bailía, -dijo Ordoño-, y oí decir a los armigueros que estaban en la puerta que aquel joven caballero era muy estimado del rey. -¿Qué señas tiene? -preguntó don Nuño. -Es de estatura más bien alta, apuesto y galán por extremo; el semblante hermosísimo, pero un poco pálido; cabellos negros y brillantes, nariz aguileña, y tan joven, que apenas habrá cumplido veinte años.

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Don Nuño guardó silencio; pero hizo un ademán que equivalía a decir: -Estoy seguro de no haberme equivocado. Ayub, acercándose al infante don Juan, le dijo: -Habéis de saber, señor, que don Diego de Guzmán pensaba aprovechar la ocasión de enviar a su cuñada doña María con la escolta del embajador. -¡De veras! -exclamó gozoso el infante-. ¿Conque podemos ver en Granada a la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán? ¡Ah, buen Ayub! ¡Cien doblas zaenes te mando en albricias de tan agradable nueva! -Ya sabía yo, mi querido señor, que esta noticia os interesaba mucho, porque recuerdo el año pasado cuánto os hizo penar esa hermosa dama... -Sí, sí, tal vez ahora se me muestre menos esquiva; tal vez ahora, en la hermosa ciudad de Granada, en la estación de las flores, y acaso conmovida por mi constancia. ¡Tal vez consiga realizar mis deseos! Y en los ojos del infante brilló una llamarada, no de amor, sino de impureza. Luego preguntó: -¿Y adónde se dirige la hermosa doña María? -A Tarifa, donde está su esposo de alcaide. -Pero entonces no podrá acompañarla hasta allí la escolta del mensajero. -Quiere decir que la acompañará hasta Granada. Por lo demás, yo ignoro completamente las órdenes que tendrá el embajador. Nuestros cuatro personajes, después de haber resuelto hacer todo lo posible porque estallase la guerra, como favorable a sus intentos, se encaminaron hacia Granada. Capítulo XIII En una mano el pan y en la otra el palo Apenas el infante don Juan y sus compañeros habían salido del soto de Roma, cuando vieron encaminarse hacia la puerta de Elvira una lucidísima cuadrilla de jinetes cristianos.

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Los moros, que por acaso vieron cruzar a los apuestos jinetes, y aun los que observaban en las atalayas, imaginaron sin duda que aquella tropa se encaminaba a la ciudad para proponer algún desafío o alguna otra empresa de armas de las que en aquella época solían intentar los campeones de la Cruz y los defensores del Corán, entre los cuales reinaba, a la par que un odio invencible, cierta respetuosa cortesía, como si ambas naciones se estimasen por su heroica bravura. El infante don Juan y sus compañeros participaron de la curiosidad general que despertaba la aparición de aquellos cristianos paladines. Y aun cuando todos cuatro iban en traje moro, no por eso dejaban (a lo menos don Nuño y su escudero) de ser cristianos viejos, y deseaban saber la causa que por aquellos sitios traía a sus compatriotas, y hasta maldecían su mala estrella, que a esta sazón les obligaba a cubrir su linaje y su creencia con el aborrecido hábito de los infieles. En cuanto al infante, debemos manifestar que sólo curiosidad experimentaba, más bien que confusión ni vergüenza, por verse vestido con el traje musulmán. El hermano del rey don Sancho era descreído y de condición aviesa y maligna. Llevaba la atención de todos el que parecía caudillo de aquel pequeño escuadrón, a cuyo frente caminaba sobre un trotón overo y vestida una resplandeciente armadura que parecía hecha de bruñida plata, sobre la cual reverberaban los rayos del sol de la mañana, mientras que a merced de los céfiros se mecían las bellas plumas de colores que adornan su dorado yelmo. Pero de todos los que atentamente miraban la lucida cabalgata, nadie pudo atinar tan pronto con la causa y designio que a la oriental Granada la conducía como el infante don Juan y sus compañeros, quienes al punto adivinaron que aquellos cristianos eran los embajadores del rey don Sancho el Bravo de Castilla. Y si todavía esta suposición no hubiese parecido harto fundada, la habrían confirmado de todo punto dos personas que a los lados del capitán caminaban departiendo cariñosamente y contemplando con gozosa admiración los encantadores paisajes y la rica pompa de su vegetación lozana, que por todas partes ofrecía a sus ojos atónitos el mágico recinto de la deliciosa y celebrada vega. Eran las personas que acompañaban al caudillo una dama y un hermoso niño que casi llegaba al dintel de la adolescencia. La dama se hallaba en todo el floreciente esplendor de la edad, pues de seguro no llegaba a los treinta y dos años, y su belleza era extraordinaria, reuniendo a los delicados encantos y atractivos de la edad primera, las formas majestuosas y la grave hermosura de la matrona. Iba la dama cabalgando con gracia sin igual sobre una hacanea más blanca que la nieve y enjaezada con maravillosa riqueza. Inútil es encarecer cuánto y cuán agradablemente cautivaba los ojos aquella peregrina beldad con su traje y apostura de amazona. La bella señora no apartaba un punto sus ojos del precioso y vivaracho niño, que le sonreía con toda la ternura filial, si bien algunas veces la dama palidecía por temor de que

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le ocurriese alguna desgracia a su hijo, novel jinete, pero que traveseaba sobre una jaca negra y avispada, echándola de consumado caballista. A retaguardia de la lucida escolta iban varias dueñas, pajes y mozos de mulas que, según todas las trazas, pertenecían a la servidumbre de la hermosa dama. Llegada esta cabalgata a la puerta de Elvira, el que parecía capitán se hizo anunciar como embajador del rey don Sancho de Castilla. La hermosa dama, el gracioso niño, casi todos los caballeros y el resto del acompañamiento se dirigieron a una de las principales posadas o kanes de la ciudad, mientras que el joven embajador, acompañado de otro caballero, fue conducido por la espaciosa y célebre plaza de Vivarambla, y subiendo a una pequeña colina, penetraron en el suntuoso y reciente alcázar de los reyes moros. Aun cuando todavía no hacía muchos años se había erigido en el suelo de Granada este edificio portentoso, maravilla del mundo, con todo, la fama de su magnificencia se había extendido ya entre los cristianos, ora porque muchos de éstos habían tenido ocasión de penetrar en la opulenta ciudad de las mil torres, ora porque en aquella época era muy frecuente el caer cautivos en la guerra o en las conquistas, por cuya razón los cristianos que lograban evadirse de su penosa cautividad tornaban luego a sus tierras, contando la magia oriental de aquella creación del arte, fabulosamente magnífica y deslumbradora. Sabedor el hijo de Ben-Alhamar de que el arrogante monarca castellano enviaba a su corte un embajador, quiso recibirle de manera que dejase atónitos a sus compatriotas cuando les refiriese las maravillas que había visto. Así, pues, mandó que condujesen al gallardo cristiano por los sitios más pintorescos, agradables y magníficos de aquella suntuosa morada. A la puerta del alcázar hicieron detener al caballero que acompañaba al embajador, permitiendo que sólo éste, atendido su carácter, penetrase en el recinto, a la sazón habitado por dos poderosos monarcas, el de Granada y el de Marruecos. Los conductores del caudillo cristiano le hicieron atravesar extensas calles de rosales florecidos, de cándidas y aromosas azucenas, de heroicos laureles, de perfumados limoneros y de mirtos siempre verdes. Frescas estancias en cuyas soberbias techumbres de maderas preciosas se notaban vistosos escaques de mil colores; fuentes de mármoles exquisitos y de aguas perfumadas; ajimeces en cuyos caprichosos recortes se revelaba la rica fantasía oriental; suntuosos divanes de color de púrpura bordados de oro; pebeteros que exhalaban los más preciados aromas del Oriente; muros adornados con preciosos arabescos de estuco, cuyas caprichosas labores se veían desempeñadas con toda la perfección y delicadeza de un nielado; todo esto llamó vivamente la atención del cristiano, que atravesando el patio de la Alberca, y siguiendo la margen del estanque, llegó muy pronto a la torre de Comares, donde le hicieron entrar en la sala denominada de los Embajadores

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Contra lo que podían esperar el cristiano y los que le conducían, no hallaron en la sala todavía al rey Mohamet, porque se había suscitado una duda acerca de cuál de los dos monarcas había de recibir al embajador. En esto llegó un moro para informarse con más pormenores de a quién iba dirigido el mensaje. -A ambos monarcas debo manifestar la voluntad de mi rey y señor don Sancho el Bravo de Castilla. El embajador pronunció estas palabras con ese tono de valor sereno que tan característico es en los españoles. Mientras que fueron a dar aviso a los reyes, el caballero cristiano púsose a examinar muy detenidamente la suntuosa habitación destinada a recibir a los embajadores. El cristiano contemplaba con un verdadero éxtasis las ricas y caprichosas labores que ornaban la techumbre, cuando de pronto sintió que una pesada mano se posaba sobre sus hombros. Rápido como el pensamiento volvió la cabeza el cristiano, y hallose frente a frente con un caballero Zegrí. -¿Cómo has osado poner la mano sobre mí para llamarme? ¿Por ventura no tienes lengua? -dijo con altivez el gallardo caballero. El moro, al ver aquel ademán, quedose algo turbado, como si le aterrasen las centellas que lanzaban los ojos negros y vívidos del guerrero cristiano. La altivez de éste hirió tan en demasía el orgullo del moro, que con mal reprimida saña contestó: -¡Vive Alá, nazareno, que me has de pagar tu desacato! Mi intención era solamente departir contigo un rato acerca de tu religión y de las cosas de tu país; pero una vez que tan altivo te muestras en tus palabras, ya veremos si en tus hechos hay tanta bravura como aparentar pretendes. -Podías haberme llamado de un modo más atento y menos brusco. ¿Qué querías preguntarme? -Siempre os había tenido a vosotros los cristianos por hombres de poco seso y en demasía ignorantes y supersticiosos; pero ahora me convenzo de que a vuestra poca cultura añadís una vana arrogancia que inútilmente queréis llamar valor. -Aún no ha mucho los cristianos os escarmentaron, haciendo que el fundador del reino de Granada, el padre de tu rey actual, fuese acompañando al santo conquistador de Sevilla, habiéndose obligado a pelear contra sus mismos compatriotas. Y si es que habéis echado en olvido las duras lecciones de Alarcos y de las Navas, muy pronto tendréis ocasión de no dudar del heroico esfuerzo de los cristianos.

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-A fe que con la lengua defiendes bien tu causa; pero eso es lo único que sabéis vosotros los cristianos. Dices que los míos han peleado contra los mismos moros; también muchas veces han peleado cristianos contra cristianos; conque en eso nada tenéis que echarnos en cara. Ahora son otros tiempos, y ya veremos si prevalecen las armas que defienden al sagrado Korán, o las que sostienen la más absurda de las religiones, que quiere hacer creer que María fue madre de Cristo y que a pesar de todo esto conservó su virginal pureza. ¡Vive Alá que es donoso el tal misterio! Y así diciendo, el Zegrí prorrumpió en una estrepitosa carcajada, haciendo befa y escarnio de lo más sublime y bello que encierra el cristianismo, la celestial alianza de la ternura de una madre y del candor purísimo de una Virgen. El cristiano caballero, que así oyó escarnecer el sagrado nombre de la Virgen María, de la cual era muy devoto, sintió subírsele al rostro toda su sangre, y ardiendo en ira, exclamó sin mirar el grave riesgo a que se exponía: -¡Perro infiel! ¡Blasfemo y villano! ¿Cómo te atreves a poner tu lengua inmunda sobre la Virgen sin mancilla? Y el valeroso cristiano, con su manopla de acero, dio un terrible bofetón sobre la boca del moro, que comenzó a manar sangre. Furioso el Zegrí, dio algunos pasos atrás, y poniendo mano a su corvo alfanje, se dispuso a vengar su afrenta con la muerte de su ofensor. Muchos de los más nobles caballeros de Granada se paseaban a la sazón por la sala de Embajadores, atraídos por la curiosidad de saber el mensaje y conocer al mensajero. Allí ostentaban sus ricas y brillantes galas los nobles Abencerrajes, modelos de valor y de cortesía, y que tiempo adelante habían de ser víctimas de la más infame calumnia y de la más atroz venganza; los Alabeces, oriundos de los Almohades; los Almoradíes, deudos muy cercanos de Ben-Alhamar, fundador del reino de Granada; los Gomeles, los Mazas y Zegríes, descendientes de los reyes de Córdoba, entre cuyos varios linajes existían sordas rivalidades que algún día habían de ser el origen de la ruina y pérdida de la ciudad de Boabdil. Pero por más que entre ellos hubiese algunas rencillas y aun enconados odios, propios de las tribus árabes, con todo, convenían en mirar a los cristianos como a enemigos comunes. La sangre hervía en sus venas al ver a un cristiano en el recinto de la Alhambra, y todos los que se hallaban presentes, sin distinción de linajes, acudieron en socorro del afrentado Zegrí. ¡Terrible situación la del embajador cristiano! El ofendido moro le acometía con su corvo alfanje, mientras que un numeroso grupo le cercaba con todas las muestras de ayudar a su compatriota.

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El cristiano comprendió que allí se encontraba en el caso de hacer valeroso alarde de su esfuerzo, tanto por su honra propia como por la del rey que le enviaba y la de la nación a que pertenecía. Desenvainando su tajante espada de Toledo, el embajador apercibiose a la defensa con temeraria osadía. Una muerte inevitable le amenazaba; pero en aquella ocasión no se trataba ya de defender la vida, sino de morir con honra. Sin duda alguna el bravo campeón hubiera sucumbido al número de sus adversarios, si en aquel momento no hubiesen aparecido en la sala dos personas cuya presencia fue tan favorable para el cristiano como aterradora para los moros, quienes todos a una, y llenos de confusión, gritaron: -¡El rey! ¡El rey! Ambos monarcas, en efecto, penetraron en la suntuosa estancia, y maravillados del cuadro que ante sus ojos se ofrecía, Mohamet preguntó: -¿Qué es esto? ¿Así los caballeros de mi corte reciben a los que llegan con el sagrado seguro de embajadores? ¡Vive, Alá que yo castigaré vuestra descortesía! Todos los circunstantes guardaron el más profundo silencio para no aumentar el enojo del monarca. El Zegrí, sin embargo del aturdimiento que naturalmente le produjo la repentina aparición de Mohamet, permaneció frente a frente a su enemigo, amenazándole con su desnudo alfanje. Mohamet, comprendiendo que no era conveniente manifestar en aquel momento toda la severidad de que él hubiera querido hacer uso, dio amable gesto a su rostro, y dirigiose a ambos contendientes, diciendo con voz reconciliadora: -¡Paz, caballeros! El Zegrí al punto entregó su alfanje al rey; empero el cristiano no parecía tan dispuesto a seguir el ejemplo de su adversario. -Nazareno, -dijo Mohamet-, te ruego que me entregues tu espada. No es una orden cuyo cumplimiento te exijo; es un favor que te pide el rey de Granada. Yo recibiré tu acero como el regalo de un valiente. Prendado el embajador de este lenguaje tan digno como cortesano, entregó sin resistencia su espada a Mohamet. Esta circunstancia favoreció extraordinariamente los proyectos del embajador, pues uno de los principales encargos que llevaba era entregar secretamente al rey de Granada una carta de don Sancho. El embajador, pues, al entregar su espada, dio también a Mohamet la carta, y cambió con él algunas palabras en idioma árabe.

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Todo esto se verificó con la rapidez del rayo; pero no obstante, al escuchar Mohamet las palabras del embajador, la más espantosa palidez cubrió su semblante. Esta turbación se desvaneció bien pronto, cuando el rey, paseando una mirada escrutadora en torno suyo, se apercibió de que nadie había podido observar la rápida escena que acabamos de bosquejar. En seguida Mohamet, perfectamente tranquilo, tomó asiento en compañía del rey de Marruecos, y ambos se dispusieron a escuchar la embajada del rey de Castilla. El cristiano caballero dirigiose a ambos monarcas, y con acento de altivez, que cuadraba muy bien a sus facciones varoniles, dijo: -El poderoso don Sancho IV de Castilla, cognominado el Bravo por sus hazañas, me envía para que os haga saber su soberana voluntad. Sus palabras son muy breves, pero en cambio muy significativas... -Decid, -interrumpió el rey de Marruecos de mal talante, porque no podía soportar la arrogancia del mensajero. -Rey de Granada, rey de Marruecos: sabed que mi rey y señor tiene para vosotros en una mano el pan en la otra el palo. Todos los que se hallaban presentes no pudieron menos de admirarse al oír aquella notable embajada, cuyo tono amenazador anunciaba que muy pronto la guerra había de comenzar más encarnizada que nunca. Mohamet clavó sus ojos en el embajador con aire de inteligencia, en tanto que el rey de Marruecos, bramando de ira, respondió: -Pues dile a tu rey que nosotros tenemos para é1 en una mano el acero y en la otra el yago. Anda y llévale esa respuesta. El embajador inclinó ligeramente la cabeza y salió. Capítulo XIV De la respuesta que secretamente dio el rey de Granada al embajador del rey de Castilla El infante don Juan y don Nuño de Lara se encaminaron sin perder tiempo al kan donde había ido a hospedarse la hermosa doña María. Esta noble señora, como ya en otro lugar hemos indicado, había sido solicitada por el infante, cuya innoble pasión había rechazado ella con toda la dignidad de su carácter. Pero la discreta dama, tanto por no alarmar a su esposo cuanto por consideración a la alta cuna de su amante, había guardado el más profundo secreto, limitándose a evitar las ocasiones en que don Juan pudiese hablarle de sus amorosos devaneos.

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La prudente señora, por otra parte, no tenía motivos del infante sino de gratitud y respeto, pues que hasta entonces don Juan siempre la había tratado con la más delicada cortesía, por más que sus pretensiones fuesen demasiado atrevidas en el mismo hecho de ser doña María, no sólo una dama recomendable por su hermosura y decoro, sino, a mayor abundamiento, la esposa de uno de los más cumplidos caballeros de Castilla. Creyó doña María que con el tiempo el infante desistiría de aquel propósito, que nunca podía calificar sino como un antojo del príncipe, y así continuó invariable en el sistema de dulces repulsas con que una dama discreta sabe enfrenar aun a los más osados. Una venerable dueña se presentó en el aposento de doña María, anunciando que dos caballeros moros demandaban el favor de hablarle. No sin alguna sorpresa recibió la damna esta noticia; pero al fin, entre confusa y curiosa, concedió el permiso que se le demandaba. Pocos momentos después aparecieron en la estancia los dos caballeros anunciados. -¡Hermosa doña María! -exclamó el infante besando galantemente la mano de la dama, -¿quién me había de decir que en el penoso destierro en que me hallo había de tener la dicha de veros? -Ciertamente, señor don Juan, que yo tampoco podía figurarme que me aguardaba semejante visita. -Yo sentiré mucho que tal vez hayamos venido a interrumpir vuestras horas de reposo, -dijo don Nuño. -Nada de eso, caballeros. Yo tengo particular complacencia en que os encontréis buenos y salvos de los peligros que os amenazaban en Castilla. -¿Se sabe allí por ventura que nos hemos refugiado a Granada? -Yo por lo menos lo ignoraba de todo punto. -¿Acaso no habíais pensado en vuestros amigos? -preguntó el infante con tono de dulce reconvención. -Sí, he sabido con satisfacción que lograsteis escaparos del castillo de Alcántara, que fue tomado por las tropas del rey. -Gracias a vuestro cuñado don Diego de Guzmán, que nos atacó con un valor irresistible. Allí nos tocó perder. -Esas son alternativas muy comunes en los tiempos de asonadas y revueltas. -¿Y me permitiréis, señor, que os pregunte cuál es vuestro objeto al venir a Granada?

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-Sabed, señor, que yo me dirijo a Tarifa a unirme con mi esposo, y he aprovechado la ocasión de venir escoltada hasta aquí por los hombres de armas del embajador de vuestro hermano. -¿Y desde aquí hasta Tarifa vais sin acompañamiento? -Iré solamente acompañada de toda mi servidumbre. -Pues ¿y el embajador? -Tal vez se vuelva al punto a Alconetar, en donde creo que el rey cristiano aguarda la respuesta de su mensaje al rey moro. -¿Sabéis si en efecto el rey permanecerá en Extremadura hasta el regreso de su embajador? -Es posible que don Sancho no abandone la raya de Portugal, con cuyo rey parece que iba a tener una conferencia en Valencia de Alcántara. Don Juan pareció en extremo sorprendido de esta noticia. -El rey de Castilla y el de Portugal tan unidos -exclamó al fin. -Así es la verdad. Parece que entre ambos monarcas existe ahora la mejor armonía. Mientras que el infante don Juan y don Nuño de Lara departían con la hermosa dama, el embajador salió de la estancia suntuosa en donde había sido recibido, y Mohamet le otorgó el favor de que visitase los principales departamentos de su maravilloso palacio. El rey de Marruecos, como ya sabemos, aceptó la guerra que el rey de Castilla ni buscaba ni huía. El marroquí, pues, se retiró a un aposento, en donde se ocupó de sus proyectos, llenos de encono y de ambición. Mohamet, por el contrario, quiso agasajar al cristiano de tal manera, que él mismo le acompañó algún tiempo en la excursión que el enviado hizo en los mágicos recintos de la Alhambra. Allí el gallardo cristiano se creía bajo el imperio de un sueño encantador. Nunca su imaginación, por más que con sus alas de oro y fuego había intentado más de una vez el traspasar los fuertes muros de la opulenta Granada y del famoso palacio, nunca, repetimos, su imaginación había llegado a soñar las maravillas que ahora veía palpablemente. Era tanto más profunda la impresión que el cristiano recibía, cuanto era mayor el contraste que aquel espectáculo formaba con todo lo que hasta entonces había visto. La arquitectura gótica que hizo brotar el cristianismo, impregnada de una melancolía sublime y de una oscuridad misteriosa, parecía querer representar las selvas sombrías y sagradas de los germanos. En las majestuosas penumbras de los templos cristianos diríase que se

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ocultaban como entre místicas nubes de incienso todos los misterios sublimes de la ESENCIA DIVINA. Estas formas severas y grandiosas, a que se hallaba habituado el mensajero, eran en extremo distintas, o por mejor decir, opuestas a las de la arquitectura morisca, y más principalmente cuando se trataba de una casa de recreo, de un palacio de filigrana, de una mansión de encantadoras, semejante a aquellas que la discreta Scheherazada, para prolongar su existencia, describía al sultán Schahriar. Los palacios y castillos de los reyes cristianos nunca podían compararse con los de los moros. Había en aquellos, por más que alguna vez no careciesen de magnificencia, y hermosura, un cierto sello de grandeza y severidad al mismo tiempo que de belicosa rudeza, que el genio del feudalismo escribía en piedra bajo mil diversas formas, y sin abandonar nunca los escudos de armas, especie de rótulos guerreros que sólo el Blasón sabe explicar. Muy embebido se hallaba el cristiano en la contemplación de aquella maravillosa morada, si bien permanecieron ocultas a sus ojos muchas de sus bellezas tan admirables como recónditas. Las costumbres y pasiones exaltadas de los musulmanes, entre las que sobresalen más particularmente los celos y la desconfianza, no permitieron al cristiano que viese los retretes encantadores donde el rey moro tenía recatadas sus bellezas. Así, pues, no pudo examinar la sala denominada del Tocador de la reina, en la torre de Comares, desde donde se dominaba toda la Alhambra, el Generalife y la deliciosa vega. Allí, en las hermosas tardes de verano, acudían la reina y sus damas a respirar las frescas y perfumadas brisas de los vecinos cármenes y a recrear sus ojos con el magnífico espectáculo de la fértil vega y de los dos ríos que le prestan jugo y lozanía: allí las bellas moras se entregaban en las tranquilas horas del crepúsculo a los plácidos y amorosos devaneos de una imaginación juvenil y de un corazón apasionado: desde allí también solían contemplar a sus amantes cuando escaramuceaban en la vega con los campeones cristianos: allí el caballero moro ostentaba en su lanza el pendoncillo y las divisas que su amada le regalaba como un poderoso talismán que le infundía generoso aliento. Aparte de las habitaciones interiores, el cristiano pudo recorrer anchurosos patios embaldosados de lucientes mármoles y acotados por galerías y columnatas que sostenían arcos prodigiosamente enriquecidos de menudas labores, sutiles como el pensamiento, y entre las que se leían inscripciones árabes. También nuestro caballero recorrió los mágicos jardines de la Alhambra, donde los limoneros, los rosales y la albahaca y multitud de flores y arbustos odoríferos embriagaban el ambiente con sus perfumes, celestial ambrosía de la primavera. Después que el embajador cristiano quedó atónito de ver tantas maravillas y riquezas, que no pueden caber en breve explicación, salió de los jardines, y lo condujeron a los más suntuosos aposentos, incrustados de azulejos de vivos colores, que rivalizaban con los de las ricas techumbres de cedro, escaqueadas de oro y azul. Entre todas estas magníficas estancias, llamaban más particularmente la atención la sala denominada de Justicia, la de

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las dos Hermanas, y la que después llamaron de los Abencerrajes, porque entonces estos caballeros, tan valientes como pundonorosos, estaban muy ajenos de pensar que, andando el tiempo, su sangre había de enturbiar la cristalina fuente que en medio de aquel aposento agradablemente murmuraba. El joven caballero no pudo menos de admirar sobre todas las cosas que hasta entonces había visto el suntuoso recinto conocido aún con el nombre del Patio de los Leones. Llámase así por la fuente que hay en el centro, cuyas copas de alabastro están sostenidas por doce leones de mármol. Dícese que el arquitecto árabe quiso imitar en esta fuente la piscina de Salomón, o el mar de bronce sostenido por doce bueyes y fabricado para que sirviese de lavatorio a los sacerdotes de la antigua ley. Mohamet, que no sin orgullo había acompañado al embajador, y acaso se lisonjeaba con la idea de que el rey de Castilla envidiase sus riquezas y su Alhambra, cuando de ello le hablase el cristiano, dijo en este sitio a los servidores que le acompañaban: Retiraos. Obedecieron los suyos, y entonces se quedaron solos el rey de Granada y el embajador de Castilla. -Nazareno, -dijo Mohamet-, aprovechemos los instantes, que son preciosos. -Puedes decir lo que quieras. Mientras que tú te ocupabas en ver mis jardines he tenido ocasión de leer la carta que me entregaste, sin que nadie me haya visto. -Yo te sorprendí leyéndola. -Quiero decir que ninguno me ha visto que pueda apercibirse de lo que se trata, ni mucho menos participárselo al rey de Marruecos. -¿Y crees que él no sospeche nada? -Estoy seguro de que está muy ajeno de lo que deseamos tu señor y yo. Sin embargo, es preciso guardar la más absoluta reserva, porque de lo contrario todo se habría perdido. -Pero ¿acaso tú no tienes voluntad propia? Sonrojose el rey moro. Después de algunos minutos de profunda reflexión, dijo con cierto acento de altivez:

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-Sabe, nazareno, que yo siempre obro por mi propio impulso; pero el tener una voluntad enérgica en nada se opone a que algunas veces (y esta es una de ellas) sea indispensable guardar el más profundo secreto. -Convengo en ello; pero si el rey de Marruecos sospechase que tú estabas en inteligencia con el rey don Sancho, ¿qué harías? Al dirigir esta pregunta, el cristiano clavó una mirada escrutadora en el rey. Este respondió: -Negaría absolutamente que yo estaba de acuerdo con el monarca cristiano. -¿Y siendo cierto?... -No lo es, nazareno, -repuso vivamente Mohamet-. No es cierto que yo esté en inteligencia con don Sancho: todo se reduce a que éste me ha enviado una carta, con cuyo contenido yo puedo no estar conforme. El embajador conoció que no debía insistir más, pues que ya había conseguido su objeto principal, que era conocer la grande importancia que Mohamet daba al secreto en este asunto y en tales circunstancias. Después de algunos momentos de reflexión, el cristiano preguntó: -Y bien, ¿qué respuesta me das para el rey mi señor? -Dile que estoy dispuesto a hacer alianza con él y a no romper jamás lo que pactemos. Por lo demás, asegúrale de que en todo favoreceré sus intentos, que no son otros que los míos, pues la presencia del rey de Marruecos me es también muy enojosa, y nada hay que yo desee con más anhelo que su partida. -Convendrá, oh poderoso Mohamet, que me satisfagas a esta observación, que no deja de ser muy importante. -Di cuanto quieras. -Supuesto que el rey de Marruecos me ha dado una respuesta tan arrogante y ha aceptado la guerra, don Sancho de Castilla, mi rey y señor, no puede menos de considerar rotas las hostilidades. Ahora bien, ¿qué harán tus soldados si don Sancho acomete al rey de Marruecos? -¿Qué quieres que hagan? ¡Permanecerán pasivos! -¡Pasivos! -exclamó el embajador estupefacto. -¿Qué te extraña?

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-¿No temes que en ese caso el rey de Marruecos llegue a conocer el verdadero móvil de tu conducta? Si quieres guardar secreto, será imposible, pues que te verás obligado a pelear en compañía de las tropas marroquíes. -Pues no lo haré -Y si no lo haces así, ¿qué responderás a los musulmanes cuando te pregunte por el motivo de tu inacción? Todo al fin tendrá que descubrirse. Mohamet pareció fuertemente impresionado por las poderosas razones emitidas por el embajador. Caviloso y perplejo el rey de Granada, no sabía qué resolver en este lance, supuesto que cualquiera de los caminos que a su resolución se ofrecían, estaban muy erizados de inconvenientes. El cristiano, viendo esta confusión, le dijo: -¿A qué aguardas? ¿En qué te detienes? ¿No eres tú por ventura rey soberano de Granada? Abuz-Yusuf es un huésped incómodo y peligroso. Después que entró en España, ha vivido al parecer contigo en muy buena inteligencia; pero yo quiero arrancarte la venda de los ojos, para que veas con claridad los riesgos que te amenazan. Los que ven desapasionados tu conducta, comprenden hasta qué punto es tu índole generosa y buena; empero también lamentan tu excesiva confianza, que puede costarte el trono y aun la vida. Abuz-Yusuf es ambicioso, de carácter turbulento, amigo de la guerra, valiente y experimentado caudillo. Al llegar aquí, el cristiano se detuvo y fijó una mirada investigadora en el monarca granadino, que estaba pálido de despecho, ya, porque creyese que debía recelar del rey de Marruecos, o ya (y esto es más probable) porque le mortificasen las alabanzas tributadas a aquel por el embajador, el cual continuó de esta manera: -Pues bien, cuando los príncipes cristianos vieron que, después de terminada la anterior guerra, el rey de Marruecos se retiró a tu ciudad, y supieron que está habitando tu real palacio y compartiendo tus honores y riquezas, todos temieron con harta razón que sobreviniese en tu reino algún penoso incidente... No quiero insistir más; porque sin duda alguna a tu buen ingenio se le alcanzará mucho más de lo que yo pudiera decirte. ¿Es posible, Mohamet, que en la soledad de tu aposento haya ocurrido alguna vez todo cuanto muy por encima acabo de indicarte? Abre los ojos, rey de Granada, y comprende y mira que te encuentras al borde de un precipicio. Quedose el monarca en extremo confuso y pensativo al escuchar semejante razonamiento. -Bien conoció el cristiano el efecto de sus palabras, que no dejaban de ser sinceras y con harto fundamento pronunciadas. Así, pues, se esforzó por hacer que Mohamet tomase

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alguna enérgica resolución conveniente a la vez para el hijo de Ben-Alhamar y para el monarca cristiano. -Supuesto que al fin ha de saberse, ¿por qué no tomas tu resolución para que el rey de Marruecos se ausente de Granada? ¡Ah! ¡Eso es imposible! -exclamó el moro con acento dolorido. -¿Y por qué? ¿No puedes tú hasta ordenarle que inmediatamente salga de tu territorio? ¿Acaso sus soldados te lo impedirán? Conoce, Mohamet, conoce ahora que el rey de Marruecos es el verdadero rey de Granada. ¡Tú no eres más que su prisionero! Efectivamente, nada exageraba el cristiano, pues que el rey de Marruecos, con su carácter dominante y arrebatado, había adquirido o pretendía adquirir grande ascendiente sobre el ánimo de Mohamet. Era éste un hombre de condición apacible, de educación muy esmerada, amigo y protector de las letras, cortés, agasajador y valeroso. Es cierto que su exquisita urbanidad le hacía parecer de ánimo descaecido y de voluntad poco enérgica; empero, como la experiencia acreditó, no convenía abusar de su bondad sin exponerse a la terrible explosión de los caracteres generalmente pacíficos, cuya ira es tanto más temible cuanto ha sido mayor su benevolencia. Mohamet, después de algunos momentos de meditación, sacudió ligeramente la cabeza con un movimiento nervioso, y se limitó a decir con tono solemne: -Yo no quiero la guerra, y no la liaré; pero tampoco quiero ser traidor, y no lo seré... En fin, retírate, y dile a tu señor que muy pronto recibirá, un mensajero con letras mías. -Está, bien, rey de Granada. ¡Dios te guarde! Disponíase el cristiano a partir, cuando Mohamet le detuvo, diciendo: -Toma mi cimitarra en cambio de tu espada, que la conservaré como un recuerdo tuyo. El cristiano aceptó con reconocimiento aquel arma refulgente y magnífica, cuya empuñadura, toda de oro y marfil, era de inestimable precio. -Yo te prometo, Mohamet, que en todo tiempo, sabré servirme de este arma de una manera digna de ti, que me la das, y de mí, que la recibo. Si antes era de un rey, no por eso ahora dejará de pertenecer a un caballero. -Con gusto escuchaba el moro la caballeresca arrogancia del cristiano. -Te aconsejo, -dijo al fin el rey-, que al punto abandones la ciudad, porque muy en breve acaso esté convertida en un campo de batalla. -Pero ¿qué piensas hacer? Convendría que mi rey lo supiese.

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-Buen embajador ha elegido tu príncipe en tu persona. -Yo me intereso por saber... -Pues anda y no quieras saber más. Te repito que, si no estás mal con la vida, te ausentes al punto con los tuyos. ¡Alá te guarde! Estas palabras fueron pronunciadas por Mohamet con un acento tan solemne, que el cristiano comprendió que no debía despreciar este aviso. Capítulo XV El milano y la paloma Al llegar a la puerta del palacio, el embajador encontró a su compañero, que ya le aguardaba impaciente y receloso. Ambos se dirigieron al kan donde habitaba la hermosa doña María, que a la sazón se hallaba departiendo con el infante don Juan y con don Nuño de Lara. La sorpresa de este último fue inexplicable al reconocer al mensajero, que se hallaba muy ajeno de encontrar en Granada a don Nuño, que era su deudo muy cercano. -¿No lo decía yo? Cuando Ordoño me dio las señas del embajador, que era un caballero de las inmediaciones de la bailía de Alconetar, dije para mi sayo: ¿si será mi sobrino don Guillén? ¡Válgame Dios, y qué hermoso mancebo te has hecho en pocos años!... Solamente te encuentro un poco pálido... Antes tenías muy buenos colores. ¿Estás enamorado? Y así diciendo, don Nuño tendió cariñosamente los brazos a su sobrino. Mucho se holgó el bizarro mancebo de encontrar sano y salvo a su tío, cuya suerte ignoraba después del completo triunfo que habían obtenido las armas de don Sancho sobre los rebeldes, capitaneados por el infante don Juan. En breves razones don Guillén informó a don Nuño de cómo la casualidad de haber ido el rey a morar algunos días a la Encomienda de Alconetar había sido la causa de que don Sancho lo eligiese de mensajero para hacer saber su voluntad a los monarcas musulmanes. -Señora, -añadió el joven, dirigiéndose a doña María-, con harto pesar mío os anuncio que no podéis tomar aquí ningún descanso. -¿Pues qué sucede? -Acaso a vosotros pueda importaros lo que voy a deciros, -añadió don Guillén, volviéndose hacia don Nuño y el infante.

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-Decid, decid. -Yo he dispuesto, partir al punto de Granada sin la menor dilación, porque es muy posible que dentro de breves instantes se halle convertida esta ciudad en un campo de batalla. -¡Es posible! -Así me lo ha asegurado quien tiene muchos motivos para saberlo. -¡Hijo mío! -exclamó la dama estremeciéndose de terror. -No hay tiempo que perder, señora. -Al punto voy a dar mis órdenes para partir. Grande sorpresa causó esta alarmante noticia en todos los presentes; pero con más particularidad en la desdichada madre, que en todas partes veía peligros para su amado hijo. Inmediatamente doña María salió de la estancia para dar las órdenes a las gentes de su servidumbre, a fin de que dispusiesen todo lo necesario para su pronta partida. -¿Y adónde te diriges con tu escolta? -preguntó don Nuño. -A Tarifa, señor, -repuso don Guillén. -El cielo os libre de algún mal tropiezo. -Yo pienso acompañar a doña María por las sendas más extraviadas, porque mi gente es poca, y ya desde este momento deben considerarse rotas las hostilidades entre moros y cristianos. -¿Y crees que efectivamente haya peligro en esta ciudad? -Para vosotros tal vez no. Ese hábito que vestís acaso os ponga a cubierto de toda agresión, al menos entre los musulmanes. Don Guillén pronunció estas palabras con un cierto acento en que pudo leerse una reconvención. En efecto, ni para don Nuño era muy decoroso, ni menos para el infante, el usar el traje de los enemigos más implacables, no sólo de su patria, sino también de su Dios. El joven embajador hizo una profunda reverencia al infante, y volviéndose a don Nuño, le abrazó tiernamente, y se despidió seguido de su inseparable y cariñoso amigo Álvaro del Olmo.

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Pocos momentos después la pequeña partida de los cristianos con su capitán al frente se hallaba formada en la puerta del kan donde habitaba doña María. Entretanto el infante y don Nuño no dejaban de comentar la terrible noticia que les había dado don Guillén. -¿Y qué resolución pensáis tomar? -preguntó la dama. El infante se detuvo algunos minutos, pero al fin respondió: -Señora, vacilo entre varios intentos, y a la verdad que no sé qué partido adoptar en tan críticas circunstancias. -Tal vez convendría, -dijo don Nuño-, que nos marchásemos a Aragón o a Portugal; siempre es mejor vivir entre cristianos que no entre estos perros. -No me parece mal consejo; yo, por mi parte, preferiría mejor a Portugal. -¿Y si por ventura nos sucede allí algún percance? ¿No habéis oído que ambos monarcas, el de Portugal y el de Castilla, están muy unidos? -También Mohamet trata de ser aliado de mi hermano. En todas partes es fácil que haya espías y traidores; pero el rey don Dionís es amigo particular mío, es además un cumplido caballero, y nada importa que esté en buena inteligencia con don Sancho para que también se muestre con nosotros atento y hospitalario. -Efectivamente, señor, yo así lo creo, -dijo doña María-. Don Dionís es un dechado de nobleza, y jamás puede abrigar en su pecho una traición. -Señora, -repuso galantemente don Nuño-, desde luego me doy por vencido al escuchar vuestra opinión, y mucho más recordando que don Dionís de Portugal es pariente de vuestro esposo, mi noble amigo don Alonso Pérez; y a fe que si el monarca portugués se asemeja algo, por poco que sea, a vuestro esposo, que debe de ser un espejo de caballería. -Mucho os agradezco, señor don Nuño, la alta opinión que de mi amado esposo y señor tenéis; opinión que yo creo bien merecida, y que es una de las cosas que causan mi felicidad, porque una dama participa en cierta manera del mérito y la gloria de su esposo. Y así diciendo, los ojos de la hermosa y noble matrona brillaban de entusiasmo y de ternura. El infante se esforzaba por aparecer tranquilo y ocultar su sonrojo, porque en su interior no podía menos de reconocer la incontestable superioridad del esposo de la mujer a quien amaba, pero con un amor rastrero. Afectaba no tomar parte en esta conversación, ocupándose en acariciar al travieso niño, que, lleno de la vivacidad y gracia de sus infantiles años, jugueteaba con don Juan y

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examinaba con cierta familiaridad su traje morisco y la rica empuñadura de su cimitarra damasquina. Ya se disponía la noble señora a partir, y se hallaba despidiéndose del infante y de don Nuño, cuando súbito presentose un paje, diciendo: -Señora, mucho siento interrumpiros, pero ha llegado un escudero de don Diego de Guzmán, que con mucha urgencia desea hablaros. -Que entre al punto. El escudero entró todo cubierto de polvo y en traje de camino. -¡Señora mía! permitidme que bese vuestras manos, -dijo el recién llegado inclinándose respetuosamente. -¡Alfonso! ¿Qué traes de bueno por aquí? -Señora, en vano he procurado alcanzaros en el camino, por más que he espoleado sin compasión a mi cuartago morcillo y corredor más que un galgo. Mi señor don Diego de Guzmán me envía a vos para que os entregue esta carta. Y así diciendo, el llamado Alfonso sacó de una bolsita de cuero la epístola, que puso en manos de doña María. -Si vuesa merced me lo permite, yo desearía partir al punto, señora. -¿No aguardas la contestación? -Parece que no tenéis nada que contestar, según me dijo mi señor don Diego de Guzmán. -¿Y adónde caminas con tanta diligencia? -A Córdoba, señora, y después a Montalbán, a Palma y a Sevilla, adonde necesito ir a toda priesa para entregar ciertos pliegos a los comendadores y alcaides de las bailías y castillos. -Supuesto que tanta es la presura con que vienes, parte cuando quieras, y Dios te lleve con bien al término de tu viaje. -Mil gracias, señora, y os deseo la misma buena suerte. Rápido como un relámpago despidiose el armiguero, dejando a todos confusos y cavilosos, y haciendo mil suposiciones y comentarios acerca de aquella carta y de aquellos pliegos que con tanta urgencia debían comunicarse a los Templarios de Andalucía.

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Desde luego se comprende que era un absurdo el darle el mismo origen y causa a la epístola que a los pliegos, pues naturalmente debían tratar de cosas harto diversas. La discreta señora, conociendo de cuánta importancia puede ser algunas veces la lectura de un papel, contúvose en presencia de aquellos caballeros, por más que su impaciencia fuese grandísima e irresistible su curiosidad. Al fin la dama demostró que lo era, no siendo dueña de aguardar por más tiempo a leer la carta de su cuñado. Pedida la venia de los circunstantes, púsose a leer, resuelta a no demostrar por su semblante ni por ningún otro signo exterior nada que pudiese dar luz a los presentes acerca del contenido de la epístola, en el caso de que tratase de asuntos reservados. A medida que doña María adelantaba en su lectura, la más espantosa palidez íbase difundiendo por su bello semblante, hasta que, por último, dejó caer la carta y un prolongado sollozo agitó su delicado seno. Todos los presentes se miraron confusos y aterrados, imaginando que muy crueles nuevas debía contener aquella malaventurada epístola. El infante don Juan, mas que ningún otro, anhelaba vivamente profundizar aquel enigma, no tanto por la ternura y compasión que le inspirase la dama, cuanto por el interés que tenía en averiguar los sucesos de Castilla, sucesos que sabía utilizar maravillosamente, relacionándolos con sus intereses propios y con sus cortesanas intrigas. -Señora, -preguntó afectando un tono patético-, ¿no os dignaréis manifestarnos el motivo del súbito pesar que os aqueja, trasmitido sin duda por esa carta, en hora menguada venida? Doña María sólo podía responder con sollozos. Cuando la hermosa dama comenzó a dar tales muestras de desconsuelo, el agraciado niño precipitose en brazos de su madre, besándola con sin igual ternura, como si el rapaz quisiese enjugar con sus rosados labios las lágrimas maternales. -¡Madre mía! ¿Por qué lloras? ¡Ah! ¿No me escuchas? ¿Qué pena te aflige, estando yo contigo? Vamos, no llores, porque si no... me vas a hacer llorar a mí también. Y esto diciendo, el amable niño mimaba y acariciaba a su tierna madre, a la vez sonriéndose y llorando. -¡Hijo de mi alma! -exclamó la dama estrechando a su hijo con un arrebato tan tierno y apasionado, que casi rayaba en religioso. Los ojos de la triste madre en aquel momento revelaban a la vez una ternura infinita, un dolor inmenso y una ferviente plegaria. ¡Oh emoción divina del augusto carácter maternal! Sólo el santo fuego de este amor purísimo puede comunicar a una mirada una expresión tan múltiple como inefable. Todos contemplaban enternecidos esta escena tan patética como sencilla y frecuente.

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El infante, sin embargo, no olvidaba su negocio, pues para aquel corazón corrompido y abyecto nada significaban los sentimientos nobles y delicados. Así es que, aguijado por la curiosidad más bien que por ninguna otra causa, volvió a preguntar: -Pero ¿qué mala nueva habéis recibido? ¿Acaso... no puede saberse? -¡Ah señor! -exclamó la dolorida dama-. Bien mirado, no es la que me aqueja ninguna tan grande y espantosa desgracia, que sea del todo irremediable; pero sin duda alguna, para el corazón de una madre es la más cruel de todas. -¿Pues qué sucede? -¿Tiene algo que ver con vuestro hijo esa noticia fatal? -¡Ay, señores! Conozco, no que es una debilidad, sino que de tal la reputaréis vosotros, cuando os diga el motivo de mi aflicción. Ya ha tenido lugar la entrevista de que os he hablado entre el rey de Castilla y el de Portugal; y como el comendador don Diego de Guzmán es deudo muy cercano de don Dionís, éste, muy prendado de las gracias de mi hijo, al cual tiene mucho afecto, porque nos dispensó la honra de ser su padrino, ha manifestado los más vivos deseos de llevarse a su ahijado para educarle en la corte de Portugal. No es esta la primera vez que el monarca ha tenido la bondad de mostrarse tan en extremo propicio para con nosotros, habiéndole escrito a mi esposo en varias ocasiones acerca de este mismo asunto pero se había ido dilatando de día en día el enviar a mi hijo, a causa de sus pocos años. Ya comprenderéis, señores, que por una parte esta exigencia de don Dionís nos es sumamente lisonjera y honorífica; pero por otra es también en extremo dolorosa. Nunca hasta hoy he conocido lo cruel de esta separación, pues debéis saber que lo que la carta me anuncia es que mi hijo debe partir al punto para Portugal; y no hay remedio, porque don Diego de Guzmán ha ofrecido a su ilustre pariente que su ahijado esta vez no dejará de ser enviado a su corte. -¡Madre mía! -exclamó el adolescente-. Mucho siento dejarte; pero los hombres deben acostumbrarse a vivir lejos de las personas que bien quieren, cuando su honor se lo manda. ¿No ha vivido mi padre mucho tiempo ausente de nosotros en Tarifa? Pues bien: del mismo modo, madre mía, yo tendré valor bastante para soportar esta separación cruel; pero ya que así lo quiere mi padrino, a quien yo mucho deseo servir, aceptemos con resignación esta ausencia, que ahora parece un contratiempo, pero que algún día podrá sernos útil a todos. Vos, no te aflijas, querida madre: yo deseo ardientemente hacerme digno del favor del rey de Portugal, y ser armado caballero, para que mi espada brille en los combates siempre vencedora y leal, como es costumbre entre los Guzmanes... Aunque niño, me encuentro ya en los umbrales de la adolescencia, y muchos de mi edad ya han acompañado a sus padres en las batallas... No te rías de mis fieros... No parece sino que ignoras cuán bien sé manejar un caballo y una espada. ¿No es verdad que ya soy un hombre? ¡Como que pronto, en el mes que viene, voy a cumplir trece años! Ya levanto a pulso una lanza cogida por el cuento, y estoy más crecido que todos mis compañeros... ¿No te acuerdas que a mi primo Manrique le aventajo en estatura más de medio palmo?¡Y eso que él es dos años mayor que yo!

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Y así diciendo, el tierno joven se ponía de puntillas y tomaba una actitud guerrera, pero con una gracia y sencillez encantadoras. La noble matrona escuchaba con una complacencia que sólo las madres pueden comprender el generoso ardimiento y los gérmenes de virtud y de heroísmo que encerraba en su seno aquella flor lozana que tan sazonados frutos prometía. De repente un brillo siniestro iluminó los ojos del infante. Acababa en aquel momento de concebir un proyecto horrible. El mismo Satanás con su inmunda boca sopló en torno de la frente del malvado e infundió en su espíritu un pensamiento infernal. El pérfido y cobarde disimulo prestó a los pálidos labios del infante su sonrisa más seductora, haciéndole decir con meloso acento: -Señora, supuesto que, como hemos dicho hace poco, estamos resueltos a salir al punto de Granada y buscar un asilo en la corte de Portugal, desde ahora nos ofrecemos a conducir allá bueno y salvo a vuestro hijo, cuyas gracias tanto interés me inspiran, y... -Y yo os digo que iré muy contento en vuestra compañía, señor don Juan, -interrumpió batiendo palmas de gozo el joven don Pedro de Guzmán. -Efectivamente, es una casualidad providencial que nos hayamos encontrado en esta ciudad, -dijo doña María. -Si os parece que podéis contar con nuestra sincera adhesión, -dijo don Nuño-, desde luego estamos dispuestos a partir para Portugal hoy mismo; y yo, señora, os juro por lo más sagrado que nunca tendréis que arrepentiros de haber puesto en nosotros toda vuestra confianza. La infeliz señora dio crédito a las protestas que también le hizo el infante don Juan acerca de la seguridad de su hijo, por la cual decía estaba dispuesto a sacrificar su vida. En brevísimos instantes doña María salió de Granada para Tarifa, después de haberse despedido muy tiernamente de su amado hijo, a quien había encomendado a la nobleza y lealtad de aquellos dos caballeros. La desdichada madre no podía soñar siquiera que un infante de Castilla procediese para con ella con la misma crueldad que el carnívoro milano persigue a la cándida paloma. Capítulo XVI El caballero de la muerte

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Nos hallamos en la cumbre del monte donde tenía su morada el misterioso personaje a quien hasta ahora sólo conocemos con el nombre de «fantasma blanco», a causa de que usaba el hábito de la orden del Templo. Sin duda el lector recordará que en aquel sitio convinieron el Templario y el trovador en tener algunas entrevistas para concertar los medios de llevar a cabo sus planes de venganza respecto a Castiglione. El Templario, sentado junto a las ruinas de la ermita, que iluminaban los rayos del sol poniente, contemplaba con una expresión de inefable ternura al joven armiguero. -Y bien, -preguntó éste-, ¿qué teníais que decirme? -Quiero que, desde mañana tengáis prevenidos algunos instrumentos en la bailía de Alconetar, de modo que te sea fácil sacarlos del lugar en que los tengas ocultos. ¿Puedes tú llenar este encargo? -Perfectamente. -Pues bien, mañana compras una palanqueta y un pico, y los ocultarás en la huerta o en algún otro lugar en que dichos instrumentos estén a mano. -Descuidad, señor, que seréis obedecido. El trovador permaneció algunos momentos cabizbajo y meditabundo. Al fin se atrevió a preguntar: -¿Y no me queréis decir para qué servirán esos instrumentos? -Para libertar al más desgraciado de los hombres, que hace más de quince años que gime emparedado. -¡Emparedado! -En el subterráneo de la torre donde habita Castiglione. -¡Qué horror! ¿Y quién es ese hombre? -Ya te lo diré a su tiempo. -¿Me permitiréis que os haga una pregunta? -Di lo que quieras. -¿Cómo no habéis intentado libertar a ese hombre mucho tiempo antes?

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-Porque hace muy pocos meses que he sabido que allí gemía ese desgraciado. -Yo no hubiera podido retardar ni un solo instante la libertad de ese infeliz prisionero. -Yo no sufro reconvenciones de nadie, -dijo gravemente el Templario. -Señor... perdonad... -Sin embargo, te diré la causa de no haberlo sacado de su horrorosa prisión al día siguiente de haber descubierto que se hallaba emparedado en el subterráneo. Jimeno redobló su atención para escuchar las palabras del misterioso personaje, que continuó: -En primer lugar, era preciso valerse de otras personas, para que, aprovechando las últimas horas de la noche, hundiesen el muro que encierra al prisionero, y no me era posible encontrar hombres de toda mi confianza. En segundo lugar, yo no había conocido hasta hace muy pocos días que el infeliz emparedado es una de las personas a quienes tú y yo debemos tratar con la mayor ternura y con el más profundo respeto. -¡Es posible! -No pasará mucho tiempo sin que te convenzas de la verdad de lo que acabo de manifestarte. De todas maneras, yo pensaba en sacar al triste emparedado de la tumba anticipada en que le ha sumido la crueldad de Castiglione; pero ahora que conozco personalmente a la víctima, es un deber sagrado el que me obliga a salvarle o a morir en la demanda. El trovador tuvo necesidad de hacer un esfuerzo heroico sobre sí mismo para no dirigir un torrente de preguntas al misterioso Templario; pero al fin logró dominarse y sólo se limitó a decir: -En verdad, señor, que no acierto a comprender cómo habéis llegado a averiguar que se hallaba ese prisionero en el subterráneo de la torre. -Sin duda que te parecerá extraño, y con mucha razón, que yo haya sorprendido semejante secreto. El misterioso Templario exhaló un profundo suspiro, como si un doloroso recuerdo le atormentase. Luego continuó con voz dulce y triste: -Has de saber, amado Jimeno, que una causa tan poderosa como lamentable me obligó hace pocos meses a penetrar por el subterráneo para subir al aposento de Castiglione y dejarle una carta, en la cual le comunicaba que la mujer de quien estaba enamorado era su hija.

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-¡Su hija! -repitió el trovador lleno de asombro. -Sí, Jimeno, -respondió el Templario asiendo al joven convulsivamente del brazo; -ese hombre es un aborto del infierno; pero... dejemos ahora este nuevo crimen de Castiglione. Baste decirte que, habiendo penetrado en el subterráneo a las altas horas de la noche, divisé al infame verdugo de tu familia que se encaminaba lentamente hacia el extremo del tenebroso recinto, donde había un tugurio y una rejilla. Castiglione con áspera voz llamó al infeliz que allí gemía enterrado vivo, y le dejó colgado de la reja un cesto con algunas provisiones. Apenas el bárbaro carcelero hubo desaparecido, salí yo de mi escondite y le anuncié al triste emparedado que muy pronto sonaría la hora de su libertad. -¿Y no le preguntasteis quién era? -No me importaba saber su nombre, a lo menos así lo creía. Sólo pensé que allí gemía un desgraciado que necesitaba mi auxilio, e inmediatamente traté de buscar los medios de sacarlo de aquella prisión inmunda y horrorosa. Por otra parte, aquella noche no me sobraba el tiempo para entretenerme en preguntas inútiles. Así, pues, me alejé rápidamente para poner mi carta en sitio donde pudiese verla Castiglione. -Lo más extraño del caso es que vos hayáis podido entrar en los subterráneos de la torre del Tesoro, -dijo el trovador mirando fijamente al Templario. Sin duda en la mirada de Jimeno pudo leerse algo de incredulidad ofensiva al misterioso personaje, que dijo con voz desdeñosa: -¿Por ventura no me has visto penetrar en la casa de la Encomienda? -Sí, señor; pero los subterráneos de la Encomienda no están guardados como los de la torre del Tesoro. Además, -continuó el armiguero-, se dice que, sólo Castiglione, el comendador y el maestre de Castilla son los únicos que saben las entradas y salidas subterráneas de las minas de la torre. -Y añade a todo eso, -dijo con mucha calma el Templario-, añade a todo eso que un formidable león guarda la entrada del sitio donde están las joyas de más estima. Jimeno clavó una mirada de admiración en el Templario. -¿Y os habéis atrevido a pasar por esos sitios? -preguntó. -Cualquiera que pasase por allí sería despedazado por el fiero león; pero Castiglione y yo podemos pasar a todas horas impunemente. -¿Acaso habéis domesticado a la fiera? -Me hace caricias y me lame las manos como si fuese un perro.

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-Señor, -dijo el armiguero estupefacto-, cada vez me convenzo más y más de que sois un hombre extraordinario, y que para vos no hay nada imposible. ¿Quién ha podido revelaros las entradas secretas de la torre del Tesoro, y cómo habéis conseguido amansar la fiereza del león? -Hace muchos años que yo vivía muy familiarmente con Castiglione, habiendo consentido más de una vez que yo le acompañase por los dilatados tránsitos de los subterráneos de la torre. ¡Ay de mí! ¡Cómo vuelan los años!... En una noche memorable quiso la divina Providencia que yo encontrase el secreto de la puerta del subterráneo... -Pero ¿quién sois? -preguntó de pronto Jimeno. -¡Algún día lo sabrás! -¡Tened piedad de mí! ¿Acaso sois mi padre? El corazón me dice... -El corazón te engaña, -interrumpió el Templario, haciendo un gran esfuerzo sobre sí mismo. El armiguero suspiró tristemente, como si se viese obligado a desechar de su alma un hermoso pensamiento. El misterioso personaje anudó su interrumpido relato Por lo demás, -dijo-, he logrado amansar al león haciéndole caricias y llevándole por espacio de muchos días grandes trozos de carne fresca de cordero. Ahora bien; tú eres el único hombre de quien me fío para que me ayude a libertar al infeliz emparedado. ¿Estás dispuesto a servirme en esta noble empresa? -Estoy dispuesto a serviros en cuerpo y alma. -Pues te repito que en el día de mañana compre las herramientas necesarias para llevar a cabo nuestro intento. Y así diciendo, el Templario entregó al trovador una bolsa bien repleta de oro. -No necesito dinero para comprar los instrumentos que me habéis dicho, -repuso con cierta altivez el trovador. -Haz lo que mejor te parezca, -dijo el Templario guardando su oro-. No hemos de reñir por cosas de tan poca importancia. -¿Y en dónde nos hemos de ver? -Yo iré a buscarte a la Encomienda. -¿Cuándo?

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-No te puedo decir ni el día ni la hora, porque yo mismo ignoro todavía el momento en que será posible y conveniente dar el golpe; mas descuida, que yo sabré buscarte cuando te necesite. -¡Oh! -exclamó el armiguero-. ¡Con cuánta impaciencia espero el día en que el malvado Castiglione comience a sentir el peso de nuestra implacable venganza. -Puedes estar seguro de que serán tales y tan crueles sus torturas, que le valiera más no haber nacido; pero mientras llegue la hora... ¡Sigilo y astucia! El sol ya se ocultaba en Occidente, y el trovador necesitaba estar en la Encomienda a una hora fija para no hacer falta a su servicio, por cuya razón el armiguero despidiose del Templario y encaminose rápidamente hacia Alconetar. Apenas el trovador había desaparecido por la senda que conducía al valle, cuando súbito salió de entre las ruinas un personaje envuelto en un cumplido sayo negro. Aquel hombre, de extraordinaria estatura, se adelantó hacia el fantasma blanco lenta y misteriosamente. El Templario le miraba atónito. -¡Si fuera él! -exclamó aterrado. El aparecido le contestó con una carcajada. -A fe, -dijo-, que sois en demasía cándidos, vosotros que habéis jurado venganza a un hombre cruel y astuto. -Pero... ¿Quién sois? -Me alegro mucho de saber que estáis tan dispuestos a satisfacer vuestro encono en Castiglione. -¡Vos le conocéis! -Como a mí mismo. Los ojos del Templario lanzaron un brillo siniestro y desenvainó el puñal, que llevaba debajo del manto. -Vamos, venerable cenobita, ¿pensáis ahora en cometer un homicidio? Y esto diciendo, el encubierto personaje no quitaba ojo al Templario, en cuyo movimiento se había notado harto claramente su intención de acometer al importuno, el

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cual, sin embargo, no parecía inquietarse demasiado por la actitud hostil del habitante de las ruinas. -Deben de estar de acuerdo vuestras palabras con vuestros hechos. -¿Qué queréis decir? -Que aconsejáis la astucia, y luego sois muy poco cauto para ocultar vuestros deseos de asesinarme. Vamos, dejad ese puñal, pacífico ermitaño. -¿Habéis oído?... -Todo, todo.. -¡Ira de Dios! ¡Toma, insensato! Y el Templario descargó una furiosa puñalada en el pecho del misterioso personaje, que, impasible o inmóvil, comenzó a reírse de una manera satánica. El incógnito llevaba debajo del sayo su armadura, contra la cual rebotó el puñal como contra una peña. -¿Por quién me habéis tomado? -preguntó riendo el semigigante. -¡Oh!... ¡Este... no es él!... Ni su voz, ni su estatura... Perdonad, caballero... Me he dejado arrebatar con sobrada ligereza de un movimiento de furor... -Estáis perdonado; pero no puedo menos de reconveniros por vuestra poca prudencia, que, según parece, sólo la tenéis en la lengua, mas no en las acciones. ¿Qué hubiera sido de vuestro rencor si por ventura yo hubiese sido Castiglione? De un solo golpe, a no venir él, como yo, armado, habríais concluido con el más delicioso de los placeres para un corazón que odia, el placer de la venganza. -¡Oh! -exclamó el fantasma blanco-, dadme vuestra mano, caballero, porque nosotros debemos ser amigos; vuestra alma está templada como la mía. ¡Cuán bien se conoce que vos sabéis aborrecer! -No os engañáis, y para mayor satisfacción vuestra, os digo que aborrezco precisamente a la misma persona que vos, al infame Castiglione. -¡De veras! -Ya veis que no es posible sino que nos entendamos perfectamente, por la misma razón de que vuestro implacable enemigo lo es también mío. -Desde luego podéis contar con toda mi adhesión.

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-Y yo os la ofrezco con toda sinceridad. -Pero desearía que me dijeseis quién sois. -Un extranjero. -Según vuestro acento, parecéis italiano. -Justamente. -¿Y de qué parte de Italia sois, puede saberse? -De Calabria. -¡Compatriota de Castiglione! -Por mi desdicha. -Vuestra historia debe de ser muy interesante. -Muy lamentable. -¿Y cómo os encontráis en este sitio? -Porque mi ángel malo me ha conducido a él. -Enigmático y lúgubre estáis. -Mi venida aquí esta noche había sido con un objeto muy distinto; pero la conversación que os he escuchado ha vuelto a despertar en mi pecho todos los rencores que ya el tiempo había adormecido. No parece sino que vuestro aliento, que respira venganza, ha infundido en mi corazón la misma sed insaciable que os devora. -Sentaos, caballero, -dijo el Templario. -Seguiré vuestro consejo. El Templario se puso a examinar más de cerca y con mayor detenimiento al extraño personaje que le había causado una impresión profunda. De pronto el Templario exclamó: -¡Ah! Ya os conozco, al menos de reputación. -No es extraño, soy más conocido en Castilla que en mi patria. -Como usáis una divisa tan singular...

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-Y tan terrible al mismo tiempo... -Sin duda. ¿Y cuál era vuestro objeto al venir aquí? ¿Acaso me buscabais? A fe que ha sido grande vuestra osadía, porque muy pocos se atreven a penetrar en este recinto, del cual se cuentan en esta comarca las cosas más estupendas. -Ya comprenderéis que yo me encuentro por cima de las preocupaciones del vulgo, y que no es fácil que yo crea en tales hablillas. -Lo comprendo muy bien, caballero. -Por lo demás, es cierto que os buscaba, si bien me hallaba muy distante de encontrarme con un enemigo de Castiglione, que equivale a decir, con un amigo mío. -¿Y en qué puedo yo complaceros? -Ya en nada de lo que antes pensaba consultaros. -¿Cómo así? -Sin embargo, no por eso he perdido el viaje. Podré ayudaros mucho. -¿Para qué? -Para llevar a cabo vuestra venganza, -dijo el caballero en voz muy baja. -No he entendido bien lo que habéis dicho. -Es preciso usar de muchas precauciones. -En efecto, todas las medidas que puedan tomarse parecen pocas y suelen ser insuficientes. -Como en esta ocasión ha sido inútil vuestra prudencia, estando el joven que se ha marchado en este sitio, en donde probablemente creíais que nadie podía escucharos. -Tenéis mucha razón, y no acabo de admirarme de tan extraña coincidencia. -Ahora os lo explicaré todo. Y el caballero se levantó y comenzó a escudriñar en torno suyo con una minuciosidad notable. El Templario también le imitó, y cuando ambos se hubieron convencido de que nadie podía escucharlos, el caballero del sayo negro dijo.

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-¿No creéis que si vosotros hubieseis hecho lo mismo que acabamos de hacer, nadie habría sorprendido vuestro coloquio? -Sin duda alguna, caballero. Es preciso convenir en que sois mucho más prudente que yo he sido esta noche. -Ahora bien, deseáis saber por qué causa me encuentro en este apartado recinto, y voy a complaceros. -Me holgaré mucho de escuchar vuestra historia. El caballero, exhalando un profundísimo suspiro, comenzó su relato de la siguiente manera: -Hubo un tiempo en que mi vida se deslizaba tranquila y apacible como el manso arroyuelo que serpentea entre las flores, como la serena alborada de un hermoso día de primavera. ¡Ay! ¡No puedo recordar aquella edad dichosa sin que la más cruel amargura destroce mi corazón. Yo entonces era inocente como la cándida paloma y feliz como nuestros primeros padres en el paraíso antes de su fatal caída. También por mi desdicha, también yo caí desde la luminosa altura de una conciencia tranquila al horroroso abismo de crímenes sin cuento. Yo creía en Dios, en la virtud, en la amistad, en el amor, en la gloria, en todo lo grande, generoso y sublime que existe sobre la tierra. ¡Oh, delicioso aroma de la brillante flor de la juventud! Abriste tu hermoso cáliz al fúlgido sol de la mañana; pero a la tarde soplaron los rudos aquilones y caíste tronchada en el cieno. Mis ilusiones más queridas, ¡ay! fueron arrancadas de mi alma como las amarillentas hojas de los árboles que arrebata el ronco vendaval en las sombrías tardes del otoño. En aquel tiempo feliz, casi todas mis nobles aspiraciones podían satisfacerse, porque estaban a mi disposición todos los medios materiales con que entre los hombres se realizan muchos de nuestros deseos, porque ni aun la generosidad ni el afán de hacer el bien sirven de nada sin las condiciones necesarias, sin las riquezas. Villas y castillos que poseía mi padre habían dado en la Calabria una grande importancia a mi familia, que era de las más distinguidas del país. Mi buen padre, conociendo la generosa índole de mi corazón y el fondo de ternura y de compasión que yo abrigaba para todos los desgraciados, no quiso nunca escasearme los medios para que espléndidamente pudiese satisfacer mis instintos de prodigalidad, que eran grandes y nobles, porque se dirigían a enjugar las lágrimas del infortunio. -¡Ah! Si el hombre puede considerar las riquezas como un bien, es tan solamente porque le proporcionan la inefable dicha de ser útil a sus semejantes, repartiendo con mano benéfica lo que le ha dado el constante dispensador de todos los beneficios para que, como sabio y fiel depositario de ellos, sepa repartirlos discretamente. -No digo yo por mi parte que siempre hiciese noble uso de mis riquezas; alguna vez me dejé seducir por las fascinaciones del mundo y por las apariencias frecuentemente engañosas de muchas personas que sólo debían a su propia culpa su estado lamentable... Así pasaron los primeros años de mi juventud, hasta que, aguijado por un vehementísimo deseo de correr tierras, pedí permiso a mi buen padre para que consintiese en que me ausentase de mi patria. La fama gloriosa de los paladines de Castilla había llegado hasta

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Italia, y yo ardía en deseos de ilustrar mi nombre peleando contra los moros, enemigos de nuestra religión. Quince años estuve ausente, y cuando volví, nadie en mi patria me conocía. Entonces experimenté todas las angustias de la pobreza y de la oscuridad, yo, que estaba acostumbrado al brillo de las riquezas y a los lisonjeros homenajes de la gloria. -¿Y cómo así? ¿Qué se hicieron vuestras villas y castillos? -Ahí es donde entra la perfidia y villanía de Castiglione. Este hombre infernal estaba entonces en una casa de Templarios inmediata al castillo donde habitualmente residía mi anciano padre... ¡Oh! Es tan cruel la pena que se apodera de mi alma siempre que recuerdo tan lamentable tragedia, que el llanto se agolpa a mis ojos y quisiera arrancarme la memoria. Baste deciros en dos palabras que Castiglione, valiéndose de unas cartas fingidas con infernal astucia, hizo creer a mi padre que yo había muerto, y consiguió, por último, que todos los bienes que de derecho me pertenecían pasasen a la orden de los Templarios. -¡Qué infamia! Ese es su crimen habitual, la codicia le devora; pero, cosa extraña, es la codicia en favor de su orden. ¿Y qué acaeció cuando volvisteis a vuestro país? -¿Qué había de suceder? Mi fisonomía había variado tan notablemente y mi estatura se había acrecentado de una manera tan prodigiosa, que yo mismo no podía menos de reconocer la dificultad de que me tuviesen por el mismo que quince años antes había partido del techo paterno. En resolución, debo deciros que cuantas instancias practiqué para que me restituyesen todos mis bienes fueron inútiles. -¡Qué horrible injusticia! -Sumido en la pobreza y llena el alma de hiel por la infamia de los hombres, me dejé arrastrar por mis pasiones turbulentas, pensando hallar ¡desdichado! la tranquilidad que me faltaba arrojándome a cierraojos por la rápida pendiente de todos los vicios. El caballero suspiró profundamente, como si un doloroso recuerdo torturase su corazón. Luego continuó después de algunos momentos de silencio: -¡Ay! Desde entonces datan todas mis aflicciones, mis crímenes, mis remordimientos. Un destino cruel e implacable pesa sobre mí... -Pero ¿es posible que nada pudieseis alcanzar de los Templarios? ¿Tan apegados estaban a las riquezas, que ni una compensación siquiera ofrecieron de algún modo a vuestros sufrimientos? -Eso habría sido confesar que ellos me habían despojado de mis bienes, y los Templarios, o por mejor decir, el villano Castiglione sabía muy bien lo que tenía que hacer para no comprometer a la orden y para que su ruin codicia produjese en mi espíritu altanero todas las angustias de la pobreza y de la desesperación. Inútilmente demandé a los Templarios ante los tribunales...

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-¡Inútilmente, decís! ¿No pudisteis probar su injusticia? -Al contrario, estuve a punto de ser degollado por impostor. -¡Qué horror! ¿Es posible? -Los Templarios presentaron un testamento de mi padre, por el cual éste dejaba a la orden todos sus bienes. -¡Una falsificación! -Nada de eso; el testamento era válido, y estaba en realidad dictado por mi difunto padre. -¿Pues cómo? -Ya os he dicho que Castiglione había hecho creer a mi padre que yo había muerto, cuya noticia supo confirmar por medio de unas cartas supuestas. De este modo mi padre cayó en el lazo que le habían tendido, dejando a su fallecimiento todos sus bienes a los Templarios... Pero lo que sin duda os causará tanta admiración como horror es saber que mi padre murió envenenado por Castiglione, el cual, impaciente por adquirir tantas riquezas, o acaso temeroso de que yo volviese a mi país inesperadamente, se aventuró a cometer tan espantoso crimen. Todo esto lo supe yo después de algunos años por un antiguo criado de mi padre, que había tenido la debilidad de consentir en administrar el tósigo al autor de mis días. Por orden de Castiglione yo fui encarcelado en una solitaria torre; y como ya existían entre ellos, es decir, entre ese infame asesino y el criado de mi casa horribles vínculos de complicidad, el antiguo servidor fue quien mereció la confianza de Castiglione para que fuese mi carcelero. Este, sin embargo, no estaba dotado del temple ferozmente incontrastable que distingue a ese tuerto infernal, y acosado por los remordimientos, deseaba lavar algún tanto su crimen, dando la libertad al hijo de su buen señor, ya que a éste lo había envenenado. Castiglione abrigaba hacia mí los mismos proyectos, y me preparaba un fin idéntico al de mi anciano padre. -Si yo no conociera a ese maldito calabrés, creería que me exagerabais su maldad inaudita. -Para llevar a cabo su odioso intento, contaba también con la cooperación de mi carcelero; mas esta vez no fueron secundados sus deseos criminales. Una noche el antiguo servidor de mi familia me abrió la puerta de mi prisión, manifestándome que, si quería salvarme de una muerte segura, no debía de perder tiempo en ausentarme de Italia. Él mismo también se ofreció a acompañarme, pues no me ocultó que su peligro no era menos inminente si se quedaba. Entonces me resolví a adoptar la fuga que, como único puerto de salvación, se me ofrecía. Aquella misma noche partimos para España, y durante algunos años aquel hombre arrepentido me sirvió con lealtad extraordinaria. Yo, sin embargo, ignoré por mucho tiempo cuál había sido su conducta para con mi familia. Ambos nos pusimos al servicio de los reyes de Castilla, y en un encuentro con los moros, mi servidor fue herido mortalmente. Sobre mi mismo caballo lo retiré del sitio del combate, y procuró

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por todos los medios posibles restituirlo a la vida. Todo fue inútil. Pocos momentos antes de morir me entregó un manuscrito cerrado y sellado, el cual me suplicó que no leyese hasta después que él dejase de existir. Yo se lo prometí solemnemente. Cuando mi criado hubo muerto, abrí el manuscrito, y en él hallé trazada muy por menudo la triste historia que acabo de relataros muy por encima. El misterioso caballero guardó silencio, y hondos suspiros salían de su pecho, demostrando cuánta era su angustia al recordar sus desdichas. Atentamente había escuchado el Templario aquella narración, y no dejaba de admirarse de la coincidencia que acababa de proporcionarle un nuevo auxiliar para sus venganzas; pero sobre el gozo que este descubrimiento le había causado, estaba el deseo vehemente de saber el motivo que había conducido a aquel lugar al gigantesco paladín. Así, pues, el Templario se resolvió a preguntarle: -Recuerdo me habéis manifestado que el objeto de vuestra venida era consultarme sobre cierto punto... Y añadisteis después: «Mi ángel malo me ha conducido aquí». ¿Por qué habéis dicho eso? ¿puede saberse? El caballero se sonrió tristemente. -¡Ay! -exclamó-. Después de tantas desventuras, yo me entregué a todos los vicios para adormecer mis pesares, como el desdichado que busca en el opio un calmante a sus dolencias. Yo también he cometido grandes crímenes, arrastrado, más bien que por mi mala índole, por la impetuosidad de mi carácter y por las contrariedades de mi vida, que habían exasperado mi corazón. Hace algún tiempo que habito en estos contornos, y habiendo oído decir que en este monte moraba un santo ermitaño, hice mi peregrinación con intento de confesarle todas mis grandes culpas y pedirle consejo en mis tribulaciones, para calmar algún tanto los roedores e implacables remordimientos de mi conciencia. ¡Cuánto me engañaba! Ya sabéis todo lo que ha sucedido. En vez de encontrar un alma tranquila y llena de caridad, ¡ay de mí! sólo he hallado un espíritu turbulento y un corazón desgarrado, y, como el mío, también sediento de venganza. Yo he experimentado lo mismo que experimentaría un hombre que después de un largo camino, y cuando, ya moribundo de fatiga, creyese arribar al término de su viaje, soñando descansar en blando lecho de mullidas plumas, ¡ay! se reclinase en un punzante y áspero zarzal... ¿No creéis que tenía razón al decir que el infierno me había guiado a este sitio, en el cual pensaba beber las aguas tranquilas de la sosegada paz que tanto anhela mi espíritu agitado? Y esto diciendo, el atlético personaje prorrumpió en una carcajada hueca, irónica, sombría como la noche, amarga como la cicuta y más terriblemente dolorosa que el más desconsolado llanto. El Templario bajó los ojos y sintió escandecerse sus mejillas, como si se avergonzase de la mentida opinión de santidad que le daban por aquellos contornos. Al fin dijo:

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-Confieso que me pesa muchísimo el que tal desengaño hayáis sufrido, cuando la casualidad ha hecho que sorprendáis los secretos de un corazón herido y que sólo respira sangre y venganza en este solitario lugar, en que exclusivamente debería entregarse a la santa tristeza de la penitencia. Pero ya que no me sea posible daros los consuelos de un confesor, de un varón justo, consuelos de que yo mismo también necesito, a lo menos os ruego que me digáis vuestras amarguras, para cuyo alivio acaso pueda seros útil, siquiera como amigo. El gigantesco paladín estrechó con agradecimiento la mano del Templario y continuó: -Yo vivía en las montañas de León, en un pequeño, pero delicioso heredamiento, de que el rey me había hecho gracia por mis servicios. A la sazón los reyes cristianos habían ajustado treguas con los moros, y yo había ido a solazarme en la caza en compañía de varios otros caballeros, mis amigos y camaradas. Estos sucesivamente me fueron abandonando, unos para arreglar sus negocios, y otros para visitar a sus familias en sus respectivas provincias, deseando todos aprovechar el tiempo de descanso, que proporcionaban las ajustadas treguas. Yo entonces caí en una melancolía profunda, viéndome privado de mis alegres camaradas. Sólo me acompañaban en mi retirada vivienda una hija del arrendador de mis tierras, que hacía poco había muerto, y mi escudero, joven fiel y valeroso y natural del mismo reino de León. Era la joven Isabel tímida como una gacela, bella como la luz de la aurora y modesta como una sensitiva. Sucedió lo que no podía menos de suceder, que mi escudero se enamoró apasionadamente de la hermosa muchacha. Yo ignoraba esto completamente; pero, por mi desdicha, también me enamoré con frenesí de la graciosa Isabel, y este ha sido el principal origen de todas las amarguras que ahora padezco: porque fácilmente se soportan las privaciones de la mala fortuna; pero ¡ay! no sucede lo mismo con los remordimientos... -¿Acaso es un crimen amar? -No digo yo eso, si bien muchas veces el amor es causa de grandes crímenes. -También con frecuencia es origen de virtudes. -Eso es conforme; pero, por desgracia, en esta ocasión mi amor a Isabel fue causa de un atentado horroroso. Una tarde paseábame por el huerto, cuando entre una calle de frondosos tilos divisé a la joven, hermosa y lozana como las ninfas de la primavera. La misma naturaleza parecía convidar con sus encantos a las delicias del amor. Los rosales estaban floridos, el ambiente embriagado de perfumes, y las aves cantaban al caer el sol, revoloteando en torno de dos altos cipreses que había junto a la alberca. Lo que en aquellos momentos pasó en todo mi ser es uno de esos misterios de nuestro corazón, que el hombre puede sentir, pero que no le es dado conocer ni explicar. Parece imposible que ejerza una influencia tan íntima y profunda en el espíritu del hombre la presencia de una mujer seductora. Aquella celeste aparición inundó mi alma de una ternura infinita; pero muy en breve se convirtió en furor inexplicable, cuando, aproximándome a Isabel, ésta me rechazó, escuchando con desprecio mis amorosas palabras. Yo furioso la así por los brazos; ella comenzó a gritar, y de repente apareció mi escudero, quien se atrevió a darme una bofetada.

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Este insulto, unido al rencor ponzoñoso que en mí producía la idea de que mi escudero era amado por Isabel, me sacó fuera de mí, y con frenética rabia me precipité sobre él, clavándole mi puñal en su pecho y atravesándole el corazón... Isabel, cuando se vio libre de mis brazos, huyó despavorida, buscando un asilo en las alquerías inmediatas... -¿Luego ella no presenció vuestra lucha? -No, y en verdad que fue terrible... ¡Ay! ¡Cuán breves son los momentos que separan la inocencia del crimen! ¡Cuán fácilmente se traza en una vida la sangrienta línea que separa los días tranquilos de las noches tempestuosas!... Yo intenté ocultar mi crimen, y cargando con el cuerpo de mi escudero, salí por un postigo al campo, e inquieto y desatentado corrí por montes y breñas, hasta que la negra noche, acompañada de una horrible tempestad, me sorprendió caminando con el cadáver. El pálido fulgor de un relámpago me hizo descubrir un hondo precipicio; yo me detuve, y en medio del horror y de la soledad, que me rodeaban, traté de arrojar en lo profundo el cadáver del escudero. Pero ¡cosa extraña!... ¡no puedo recordarlo sin estremecerme!... El caballero se detuvo algunos momentos, como si el terror le impidiese continuar su relato. Luego, exhalando un profundo suspiro, prosiguió: -Por más esfuerzos que hacía para desasirme del cadáver, me fue imposible separar sus manos, que había cruzado en torno de mi garganta. -¡Pero aún estaba vivo! -Probablemente en las últimas crispaciones de su agonía, el escudero cruzó las manos fuertemente sobre mi cuello. Su último pensamiento sin duda alguna fue ahogarme, porque acaso su postrer temor fue el que yo triunfase de la resistencia de su amada. En resolución, saqué mi puña1 y corté uno de los brazos del cadáver, único medio que hallé de desatar el horrible nudo que me oprimía. Pareciome que se estremeció violentamente aquel cuerpo exánime; pero, sin embargo, tuve valor para arrojarlo con ímpetu sobre el precipicio. En aquel mismo instante lució un pálido y trémulo relámpago, y un trueno formidable bramó roncamente en el espacio. Luego desde el fondo del espantable abismo salió una voz cavernosa que hizo erizarse mis cabellos y heló toda la sangre de mis venas. -¡Qué horror! ¿Y qué dijo la voz misteriosa? -Articuló estas palabras terribles: «Cinco años te he servido lealmente, y has sido injusto y cruel conmigo. ¡Permita Dios que durante cinco años padezcas los más horribles tormentos, y que temas a cada instante que la tierra va a faltar a tus pies y que el firmamento va a desplomarse sobre tu cabeza! ¡Que la maldición del cielo caiga sobre ti, miserable asesino, y que al fin de este plazo el infierno te abra sus puertas!» -dijo la voz, y la soledad espantosa que me cercaba, y el silencio aterrador que siguió a estas palabras formidables, me dejaron petrificado de horror.

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El caballero guardó silencio, exhalando profundos sollozos, mientras que el Templario no podía volver de la admiración que le causaba el relato del incógnito. -¿Y hace mucho tiempo que os acaeció esa aventura? -preguntó el Templario. -Mañana mismo hace tres años... ¡Oh! Yo no sé qué voz secreta me dice que al cabo de los cinco años que prefijaron aquellas terribles palabras, ha de sucederme alguna desgracia inevitable. -Tal vez fue una alucinación de vuestros sentidos; sin duda creísteis oír palabras que nadie pudo haber pronunciado. -No, no, no... ¡Ay! ¡Ojalá fuera como decís! -Debéis esforzaros por alejar de vuestra mente tales recuerdos. -A mi pesar están siempre lúgubres y sombríos sentados en mi memoria. -Seguid mi consejo, no penséis en semejante cosa. -Enseñadme antes a no pensar. El caballero suspiró profundamente. El Templario comenzó a creer que su interlocutor padecía algunos raptos de demencia. Y efectivamente, sus palabras y ademanes daban harto motivo para pensarlo y creerlo así. Durante largo rato los dos personajes guardaron el más absoluto silencio, y ambos parecían sumergidos en honda meditación. -Ahora comprenderéis, -dijo al fin el caballero-, cuán grandes son mis pesares, y que la desgracia me persigue en todo. Mi espíritu, agitado por negras visiones, necesitaba esta noche palabras de paz y de consuelo. Yo venía con la esperanza de oírlas de vuestra boca en este apartado y solitario recinto. Cuando llegué esta tarde di voces y os busqué por todas partes; pero a nadie vi ni nadie me respondió. Ya hacía tres noches que el grato sueño, regalo de los mortales, no había posado sobre mis sienes calenturientas su mano perezosa. Rendido de cansancio al llegar a esta eminencia, y suponiendo que pronto volveríais, me oculté en estas ruinas, y por último mis fatigados miembros se rindieron a una especie de letargo muy semejante al delirio. Pero ¡desdichado de mí! aun entre sueños me perseguían mil lúgubres pensamientos. Acordeme de Castiglione, o, por mejor decir, se me apareció su figura espantosa, que con una risa infernal contaba el oro arrebatado a mi padre, y me miraba pobre y errante... Y luego mi escudero oprimía con sus brazos mi garganta, y me oprimía como una serpiente enroscada, y quería hablar, y mi lengua se resistía, y la fatiga se aumentaba, y creí ahogarme... Oigo palabras cerca de mí; apenas doy crédito a mis oídos; escucho vuestra conversación; el pasmo me hace creer que estoy en el otro mundo; nombráis a Castiglione, causa primitiva de todas mis desgracias; la sangre hierve en mis venas, y el espíritu de las venganzas derrama en mi corazón todos los furores del infierno, a

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la vez que los obstinados remordimientos me clavan sin cesar sus ponzoñosas espinas. ¡Maldición! ¡Maldición! En vano busco consuelos; inútilmente procuro reclinarme en la margen florida del arroyo cristalino; el mar espumoso me sale al encuentro y amenaza sepultarme en sus ondas embravecidas... ¡Y bien! Ya estoy harto de luchar. ¡Ira de Dios!... ¡No! No más terrores, nada de debilidad; que salgan mil maldiciones de mil abismos... ¡Ya no me espantarán! Sí, estoy condenado, lo sé, no me importa; pero quiero condenarme apurando la deliciosa copa de un placer infernal; quiero embriagarme, como los réprobos, con el placer de la venganza. Y así diciendo, el gigantesco paladín rechinaba los dientes de cólera y prorrumpía en espantosas blasfemias. Diríase que un verdadero acceso de demencia le había acometido. Súbito, como asaltado de una idea repentina, levantose disponiéndose a partir. -¿Os marcháis? -preguntó el Templario. -Ahora mismo. -¿Y no volveréis? -Sí, sí, debemos vernos a menudo, supuesto que sois enemigo de Castiglione... Tomad, y poned esto en sitio donde ese infame calabrés pueda verlo. Y el atleta sacó una cajita y se la entregó al Templario, no sin vacilar algún tanto. En seguida el caballero se alejó rápidamente de las ruinas, y encaminándose al pie del monte adonde había dejado su caballo, negro como la noche, cabalgó en él, y desapareció veloz como un torbellino. El Templario quedose mudo del estupor, si bien aguijado por la más viva curiosidad, volvió muy pronto en sí para ver el contenido de la pequeña caja que el misterioso caballero le había entregado. Aquel personaje era el Caballero de la Muerte, de quien ya se ha hecho mención en esta verídica historia. Capítulo XVII Planes de ambición Notábase grande agitación en la casa de la Encomienda de Alconetar. Todos los caballeros manifestaban en sus semblantes indicios nada equívocos de inquietud y de tristeza. El comendador aquel mismo día había recibido la nueva de la muerte de don Sancho Ibáñez, maestre de la orden de los Templarios en Castilla.

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En la iglesia consagrada a Nuestra Señora de la Concepción celebrose una fúnebre ceremonia en honor del finado maestre, asistiendo el comendador, varios ricoshomes y muchos caballeros, así seglares como Templarios. Terminadas, las preces y responsos que en tales casos acostumbraban a rezar en todos los templos de la orden, el comendador anunció a sus caballeros que dentro de tres días tendría lugar el capítulo que debía celebrarse entre todos los caballeros dependientes de aquella bailía, con objeto de conferenciar y ponerse de acuerdo acerca de la persona que hubiera de elegirse para el honroso e importante cargo de maestre provincial de Castilla. Después de estos capítulos parciales que se celebraban en las diferentes bailías, era cuando se verificaba el capítulo general, en que definitivamente quedaba elegido el maestre. Desde luego se comprenderá que en aquella ocasión no dejaría de asistir a la fúnebre ceremonia Matías Rafael Castiglione, personaje que entre los suyos gozaba de no poca importancia. Pudo notarse que, al salir de la iglesia, un hombre de extraña catadura acercose al italiano y le entregó una carta, después de haber cambiado con él algunas palabras. En seguida el misterioso emisario traspuso el monte y se encaminó hacia la torre en que ordinariamente habitaba Castiglione. Ben-Ayub; pues éste era el portador de la mencionada epístola, ocultose entre unos árboles, y allí permaneció largo rato, hasta que, por último, vio aparecer al terrible italiano. Saliole al encuentro, y ambos penetraban poco después en el sombrío recinto de la antigua torre. Cuando el Templario estuvo en su aposento, cerró cuidadosamente la puerta. Según todas las trazas, la conferencia que iba a tener con el moro era de grande importancia. -¿Estamos seguros de que nadie pueda oírnos? -preguntó Ayub. Castiglione hizo una señal afirmativa. -¿Habéis leído la carta? -volvió a preguntar el africano. -No la he leído del todo. Aguarda. El calabrés sacó la epístola y se paso a leerla con mucho detenimiento. A medida que el italiano adelantaba en la lectura, su rostro brillaba con una expresión de inmenso júbilo. Terminada su tarea, volvió a guardar la carta, diciendo: -¡Está muy bien! -¿Y os decidís a seguir los consejos de mi señor? -Desde luego. -El infante puede seros muy útil en esta ocasión.

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-¿Y cómo don Juan ha sabido tan pronto la muerte del maestre? Hoy hace nueve días que falleció. -Ha habido, sin embargo, tiempo bastante para que semejante noticia haya llegado hasta nosotros. -Yo, lo digo con franqueza, deseo ser el sucesor de don Sancho Ibáñez; pero la cuestión aquí es encontrar los medios convenientes para conseguir el objeto. -¿Cuándo se celebrará el capítulo? -Antes de treinta días. -¿Y qué dificultades encontráis? -Muchísimas. Prescindiendo del corto plazo de que podemos disponer para plantear bien nuestro negocio, tocamos el mal de que el infante no puede ayudarme en nada para esta empresa. -¿Y en qué se funda esa opinión? -En que solamente los Templarios de Castilla pueden elegir a su maestre provincial, si bien puede servir de mucho la recomendación del Sumo Pontífice, a cuya aprobación se sujeta el elegido. -¿Luego los caballeros eligen al maestre? -Sin duda. El maestre general, que reside en Jerusalén, remite al Papa el resultado del capítulo para que apruebe el acto en favor del elegido. Esto se hace de algunos años a esta parte, en muestra de una justa y debida deferencia hacia la cabeza de la Iglesia Católica. Pero en los primitivos tiempos de nuestra orden todo se limitaba a que el maestre general aprobase el resultado de la elección hecha por los caballeros de la provincia. -Pero no me negaréis que el infante tendrá el influjo suficiente para obtener del Papa la aprobación que decís; y me apoyo más principalmente en esta creencia, por la razón de que el rey don Sancho fue excomulgado por el Pontífice cuando aquel se rebeló abiertamente contra su padre don Alonso. -Todo eso es muy cierto; pero no me negarás que de nada podrán servirme ni la recomendación del Papa, ni la aprobación del maestre, ínterin yo no cuente con salir elegido en el capítulo provincial. -Pero también, si salís elegido y no tenéis apoyo ni en Jerusalén ni en Roma, quiere decir que nada habréis adelantado.

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-Lo confieso francamente, si bien es verdad que rarísima vez deshacen ni el maestre ni el Papa la elección hecha por los caballeros. -Sin embargo, pueden deshacerla. -No lo niego. -En cuyo caso, quiere decir que la mejor manera de arreglar este negocio es que os encarguéis vos de que los caballeros os elijan, y que el infante se encargue de que la elección sea aprobada. ¿No es esto? -Justamente. -Vos contáis con grandes recursos. No en vano sois procurador de esta bailía, y además depositario de grandes riquezas de la orden. Por otra parte, vuestro celo en favor del aumento y prosperidad del Templo es bien conocido en Castilla; así que me parece os será fácil obtener lo que pretendéis. -¿Tú me aseguras que puedo contar con el apoyo del infante don Juan? -Os dará cuantas seguridades podáis apetecer; pero en cambio es preciso que vos también prometáis solemnemente prestarle otro servicio. -¿Cuál? -Ayudarle con vuestros caballeros para apoderarse por fuerza del lugar de Monforte, dádiva que le hizo su padre don Alonso, y que después le arrebató don Sancho. ¿Que decís? -Que no es posible que yo le preste semejante servicio. Pronunció Castiglione estas palabras con un acento tal de resolución, que Ayub comprendió desde luego que no conseguiría su propósito. No obstante, se aventuró a preguntar: -¿Y por qué no pudierais complacer a mi señor en lo que os pide? -Porque los caballeros Templarios, siempre que desenvainan su espada, es en favor de la religión y de la patria; pero nunca para ser indigno instrumento de rencillas particulares. Ayub quedose estupefacto oyendo hablar en tales términos a Castiglione, quien en esta ocasión manifestaba hasta qué punto era intensa su adhesión a los Templarios. Entiéndase, sin embargo, que aquel lenguaje no era el de la dignidad, sino el del orgullo. La única afección de Castiglione era la que profesaba a los Templarios, no a este o a aquel caballero en particular, sino colectivamente a la institución, a la orden entera. Y al hablar en los términos que acababa de hacerlo, no era impulsado por el sentimiento del deber, sino por la soberbia de que un caballero Templario no se rebajase a los ojos del mundo. He aquí la

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diferencia entre el orgullo y la dignidad; la una es horror a la vileza, el otro es amor propio; la una es un deber, el otro es un vicio. -¿Y estáis resuelto a llevar a cabo lo que decís? ¿No prestaréis auxilio al infante? -preguntó el africano. -Por medio de los caballeros, no. Esto, además de manchar el lustre de la orden, sería una imprudencia imperdonable, porque nos malquistaríamos con el rey. -Y vos ¿no aborrecíais a don Sancho? -Y lo aborrezco todavía. Nadie mejor que tú lo sabe. -¿Pues entonces?... -Lo cortés no quita lo valiente. Para todo hay remedio. -Mi señor me manda deciros que olvidéis vuestros antiguos resentimientos, pues que en esta ocasión os conviene sobremanera caminar unidos. -Francamente, lo creo así, por más que me haya ofendido el infante don Juan. Nada más cierto que aquello de que los lobos no se muerden, lo cual quiere decir que los malvados, aun cuando alguna vez se contraríen atendiendo a sus particulares intereses, no por ello guardan rencor, y siempre están dispuestos a unirse cuando su conveniencia mutua se lo aconseja; en lugar que el hombre honrado jamás transige con los perversos, aun cuando personalmente no le hayan ofendido. El resentimiento que mediaba entre aquellos dos hombres, a cual más ruin y malvado, traía su origen desde la muerte de don Gómez García, antecesor en el maestrazgo provincial de Castilla de don Sancho Ibáñez, que acababa de fallecer. Sin duda recordará el lector que Castiglione fingió una carta escrita por su desgraciado amigo don Gonzalo Pérez Sarmiento, el cual aparecía como autor del envenenamiento del maestre don Gómez García. Ahora bien; en la tenebrosa intriga tramada contra el maestre víctima del tósigo, Castiglione y el infante don Juan habían estado perfectamente de acuerdo; el uno deseando, como siempre, ser maestre de los Templarios, y el otro ansioso de riquezas. El calabrés Castiglione, el moro Ayub y el infante don Juan se habían confabulado para llevar a cima su inicuo proyecto. El esclavo africano aguardaba una magnífica recompensa, y por ella se ofreció a confeccionar un veneno sutilísimo y cuyos efectos no fuesen fácilmente conocidos.

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Castiglione, soñando en la dignidad de maestre, que con tanta ansiedad ambicionaba su corazón, obligose a suministrar a don Gómez la ponzoña. Y el infante prometió su protección y ayuda a Castiglione, mediante la oferta que éste le hizo de darle participación en un riquísimo tesoro. Para realizar este proyecto, el moro Ayub contaba con sus profundos conocimientos en botánica y toxicología. Castiglione contaba con la confianza y familiaridad que le dispensaba el maestre, por cuya razón le era fácil suministrar el veneno. En cuanto a las riquezas que sin peligro alguno podía dar al infante, tomaba en cuenta el manuscrito cuya posesión había resuelto adquirir a todo trance, porque en él se contenía la descripción de un sitio en que había ocultos inmensos tesoros. Y por último, el infante contaba con la protección y cariño de su padre el rey don Alonso, cariño que a la sazón se había aumentado, o por mejor decir, reconcentrado en don Juan, atento que el rey había llegado hasta el extremo de maldecir a su hijo don Sancho, que se le había rebelado en guerra abierta, disputándole la corona, por cuya causa el Papa lanzó sobre don Sancho los rayos de la excomunión. Pero nada hay más débil e incierto que los cálculos humanos, sobre todo cuando se dirigen hacia el crimen. Ayub confeccionó su brebaje; pero no recibió la magnífica recompensa que esperaba. El calabrés suministró la muerte al desdichado don Gómez García; pero no consiguió la suspirada dignidad de maestre. Los Templarios eligieron en lugar de Castiglione a don Sancho Ibáñez; y aun cuando así no hubiera sucedido, el infante habría sido completamente inútil al italiano, supuesto que la influencia de aquel se desvaneció como el humo. Joven don Juan a la sazón, no tenía aún bastante influjo personal para hacerse oír y respetar en Roma, donde era en sumo grado respetada la voz de su padre don Alonso. Este murió casi al mismo tiempo que don Gómez García, por lo cual el infante nada pudo influir en la elección del nuevo maestre de los Templarios. Ya comenzaba a despuntar en el infante aquel carácter ambicioso, intrigante y cruel que con tan negros colores nos ha trasmitido la historia, y a la sazón no era solamente aquella tenebrosa empresa la que traía entre manos. A la vez que los infantes de la Cerda, disputaba el trono a su hermano don Sancho. Para llevar a cabo sus ambiciosos planes, manifestó a Castiglione que le suministrase algo de las riquezas ofrecidas, pues en ninguna otra ocasión podían serle más necesarias y oportunas para levantar gentes de armas. Como era natural, negose el italiano, tanto por el despecho que le había causado ver sus más bellas esperanzas completamente desvanecidas respecto al maestrazgo, cuanto por otra contrariedad no menos dolorosa que había experimentado en sus infernales cábalas.

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Hablamos del manuscrito que poseía en calidad de depósito el malaventurado don Gonzalo Pérez Sarmiento. Castiglione no pudo saber dónde se ocultaba aquel inestimable documento, que equivalía a grandes riquezas. Hechas estas explicaciones, por más que ligeramente y de pasada, el lector comprenderá el estado de las cosas y el origen de la enemiga que había mediado entre aquellas dos naturalezas, cuya perversidad establecía entre ambas el vínculo de una horrible simpatía, fraternidad odiosa, interrumpida por largo tiempo, desde que Castiglione se negó a socorrer con dinero al cómplice de un crimen entre todos cometido, pero cuyo fruto ninguno recogiera. -Ahora no será como en otro tiempo, -dijo Ayub-; el triunfo sería seguro, siempre que aceptaseis las proposiciones de don Juan. -No estoy lejos de esa opinión. -¿Y estáis resuelto a no aceptar la oferta de mi señor? -Don Juan quiere recuperar el lugar de Monforte. ¿No es eso? -Justamente. -Pues bien: en dándole los medios necesarios para que se apodere de su antigua posesión, no tendrá nada más que pedir. -Ni desear; pero es el caso que los medios que necesita mi señor consisten en hombres de armas. -Yo pondré a su disposición sumas considerables para armar gente que le conquiste a Monforte. Esto es exactamente lo que desea don Juan, y de esta manera uno y otro conseguiremos nuestro objeto sin el menor inconveniente. -Me parece que es muy posible se conforme el infante con el medio que acabáis de proponerme. -En esto se abrió la puerta y apareció un gallardo mancebo, quien no pudo menos de palidecer espantosamente cuando se halló en presencia del italiano. El recién llegado era un armiguero de la Encomienda que llevaba un recado del comendador. -¿Qué traes, Jimeno? -preguntó Castiglione con una amabilidad que solamente usaba con el joven trovador. -Don Diego de Guzmán me envía para deciros que vayáis al punto a la Encomienda.

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-Ahora acabo de venir. -En efecto, el comendador juzgaba que estabais allí todavía. -Pues dile que al punto voy. -Creo que es asunto muy urgente. Jimeno desapareció lanzando una mirada indescriptible al italiano. Este le siguió a los pocos momentos. Capítulo XVIII La señorita Amalia Molay Matías Rafael Castiglione comprendió al punto que algún negocio de grande importancia había dado motivo a que le llamase el comendador. Y como las circunstancias en que la orden se encontraba en Castilla eran tan críticas, sospechó si alguna nueva noticia habría llegado, que fuese de un interés general para los Templarios. Apenas llegó a la Encomienda, encontró grandísima o inesperada novedad, ocurrida durante su breve ausencia a la torre en que habitualmente residía. En los patios veíase multitud de apuestos caballeros, de pajes y de corceles de batalla. Por todas partes notábase el rumor y el bullicio que se advierte siempre en una casa invadida por numerosos huéspedes. No sin sorpresa observó el calabrés que todos los caballeros que encontraba al paso hablaban un idioma extraño. Un armiguero avisó al comendador de que allí se hallaba Castiglione. En cada Encomienda o casa de Templarios había un caballero que desempeñaba el cargo de procurador, el cual cuidaba de la provisión de paños, monturas, armas y vituallas que consumían los caballeros y armigazos. Castiglione desempeñaba el susodicho empleo en la bailía de Alconetar. Don Diego de Guzmán salió al encuentro del procurador. -¿Qué sucede? -preguntó éste. -No creí que tan pronto os hubieseis marchado.

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-Ni yo imaginara nunca que tan pronto me necesitaseis. Ya estoy aquí a vuestras órdenes. -Es indispensable que dispongáis todo lo necesario para regalar espléndidamente a la lucida tropa que por acá tenemos. -¿Son caballeros Templarios por ventura? -Algunos hermanos nuestros vienen en esta cabalgata: el resto son caballeros particulares. -Me han parecido de diversas naciones. -Algunos son alemanes; pero los más son franceses, que vienen acompañando al ilustre caballero monsieur Federico Molay. -¡Ah! ¡Ilustre apellido por vida mía! ¿Acaso ese caballero es deudo de nuestro gran maestre? -Es hermano de monsieur Santiago Molay, maestra general de nuestra orden. -¿Y adónde camina nuestro huésped? Según he entendido, se dirige a Jerusalén para ver a su hermano, que hace muchos años abandonó la Francia. Pero no perdáis tiempo, Castiglione; disponed un banquete que sea digno de tan ilustres huéspedes. -Descuidad, don Diego, que todo se liará según y como conviene a su regalo y nuestro decoro. -Os advierto que hagáis preparar la mesa en los aposentos exteriores, es decir, en la hospedería. -¿Qué decís? -Ante todo es preciso cumplir rigurosamente con la observancia de nuestra regla. Ya sabéis que no pueden penetrar mujeres en el recinto interior de nuestros claustros. -En efecto, nuestra regla lo prohíbe severamente. -Monsieur Federico trae en su compañía, a una joven encantadora, hija suya, que tiene por nombre Amalia. -Me alegro mucho de saberlo, para dar a nuestro banquete algunos de esos toques delicados que sólo las señoras saben comprender y apreciar.

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-Por esa misma razón os lo he manifestado así. ¡Adiós! El comendador tornó a la sala de recibimiento, en donde estaban Mr. Federico, su hermosa hija y varios caballeros de su comitiva. Excusado parece decir que los opulentos Templarios obsequiaron de una manera verdaderamente suntuosa a sus nobles huéspedes. Como era natural, el comendador, Castiglione y algunos otros Templarios respetables por su edad y nacimiento hicieron los honores de la casa y de la mesa con suma discreción y cortesanía. Ya era bien entrada la noche cuando todos se retiraron a sus respectivos aposentos. Verdaderamente que era encantadora la joven Amalia. Nada más expresivo que sus ojos garzos y serenos como el límpido azul de los cielos en un hermoso día de primavera. Su cuello, de suavísimos contornos, era blanco y erguido como el de un cisne. Tenía las cejas altas y perfectamente arqueadas; su nariz, de extraordinaria pureza, se adelantaba formando ese recto perfil propio de la belleza griega, y sus labios coralinos describían una línea ondulosa, en la cual podía leerse un sentimiento de dignidad, de melancolía y desdén a un mismo tiempo. Aquella graciosa cabeza estaba engalanada por una abundante cabellera de color castaño que caía en flotantes rizos sobre sus hombros, idealmente modelados. Como una mariposa de espléndidos matices se ostenta radiante en el cáliz aromoso de una flor, así brillaba una magnífica piocha de diamantes entre sus sedosos y perfumados cabellos. Un traje de chamelote de aguas, flordelisado de oro y ceñido por un cinturón de seda azul, hacía resaltar su estatura gentil y su talle esbelto. Brillaba en sus ojos la ternura, la tristeza en su sonrisa, la discreción en sus palabras y en todos sus ademanes algo de orgullo. Nadie podía contemplar a la ilustre doncella sin experimentar el despótico prestigio, la magia irresistible de su belleza incomparable. Varios armigueros vestidos de lujo habían servido aquella noche a la mesa, y por consiguiente habían tenido ocasión de admirar la peregrina belleza de la señorita Amalia Molay. Uno de estos armigueros había sido Jimeno, el hermoso e infortunado trovador. ¿Quién podrá pintar lo que sintió el mancebo al contemplar aquella mujer tan favorecida por la naturaleza? Las miradas de la hermosa fueron flechas agudísimas que traspasaron su corazón indefenso. ¡Desdichado Jimeno! Aquel día memorable fue el que decidió de tu destino. Un azar presentó a aquella mujer delante de sus ojos; pero esta circunstancia, al parecer insignificante, encendió en su corazón la hoguera de un amor inextinguible, mostró a su alma nuevos y desconocidos horizontes, trastornó los resortes de su vida, cambió la esencia de su ser, y mil y mil torrentes con ímpetu bramador se desencadenaron dentro de su pecho.

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Todo yacía en silencio y soledad. La blanca luna brillaba en el cielo, seguida de su innumerable coro de estrellas. ¿Qué suave rumor es el que turba el augusto silencio de la noche? ¿Es el suspiro de las brisas entre las flores? ¿Son tal vez los murmurios sollozantes de la cristalina fuente? ¿Son los trinos armoniosos del ruiseñor enamorado? ¡Ay! No... Es el eco melancólico del laúd del poeta, que exhala en el silencio de la noche el primer suspiro de su amor. El triste Jimeno, en el patio exterior de la casa de la Encomienda, al pie de las rejas del aposento de Amalia, entonaba a media voz una canción de amores. Pulsaba el laúd tan suavemente, con tan recatada timidez por temor de ser oído de sus compañeros, que aquella encantada música resonaba a lo lejos dulcísima y vaga, como una melodía desprendida de las regiones etéreas. El trovador cantaba, o mejor decir, suspiraba la letra siguiente: Perdido en la noche oscura De interminable dolor, Caminaba a la ventura El mísero trovador. Y sufriendo Las cadenas Y las penas Del vivir, Triste aguarda En su desvelo El consuelo De morir. De temor y espanto lleno Al cielo implora piedad, Y responde el ronco trueno Con su voz de tempestad. Mas de pronto Sollozante Brisa errante Murmuró, Y una estrella En su camino Ya el destino Le mostró. ¿Qué luz nueva y seductora Sus pupilas viene a herir? ¿Son los rayos de la aurora Que comienza a sonreír?

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Son los ojos Brilladores En que amores Pudo ver. Que es sin duda Cielo breve Que conmueve La mujer... Aquí llegaba el nocturno cantor, cuando súbito se detuvo, como si hubiera oído algún rumor, o como si le hubiese asaltado algún recuerdo. Inmediatamente Jimeno se dispuso a ir a la huerta, donde tenía preparados los instrumentos y armas que necesitaba para la expedición que debía verificar aquella noche. Cuando ya el amartelado trovador dirigía a la ventana del aposento de la hermosa francesa la última mirada de despedida, experimentó un placer inexplicable. Detrás de la reja había sonado un suspiro, y el mancebo no dudó que la bella Amalia había escuchado su amorosa cántiga. Como se arroja el ciervo herido a las frescas aguas del cristalino arroyuelo, del mismo modo, fuera de sí el armigazo, se encaminó velozmente a colocarse debajo de la reja de Amalia, tal vez aguardando en su amorosa locura alguna muestra de gratitud o de cariño. De pronto Jimeno volvió su rostro con ademán de profunda sorpresa. El armiguero había sentido posarse sobre su hombro una pesada mano. -¿Es así, -preguntó el recién llegado-, es así como yo debía encontrarte? -Perdonad, señor; pero los acontecimientos imprevistos. -Para los hombres de un carácter enérgico y de una voluntad firme no hay acontecimientos imprevistos, -interrumpió vivamente el recién llegado. -Yo no creí que fuese tan tarde... -Desesperado de aguardarte, y temiendo que algún otro motivo de más importancia te habría impedido concurrir a la cita, determiné venir a buscarte, muy ajeno de encontrarte en este sitio y en tal ocupación distraído. Y el Templario señalaba al laúd que en la mano tenía el trovador. -¡Sígueme! -añadió el Templario de las ruinas con voz severa. Jimeno obedeció lleno de confusión y sobresalto.

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Capítulo XIX ¡Ya es tarde! Es la medianoche. Nos hallamos en el subterráneo de la torre donde se ocultaban los tesoros de los caballeros Templarios en Castilla. En el lóbrego recinto circular que ya en otra ocasión hemos procurado describir, se estaba verificando a la sazón una escena desgarradora. Un hombre vestido de blanco y con una lamparilla en la mano, estaba de pie ante la rejilla que servía de respiradero al ataúd de piedra en que vivía muriendo y muerto para todo el mundo el mísero viviente, víctima de la más negra y refinada crueldad. Nunca ha podido escucharse un diálogo en que contrastasen más rudamente la fuerza y la debilidad, el crimen y la virtud, la cólera y la resignación. Allí, en aquel lugar recóndito y solitario, como en el último confín del mundo, se encontraban luchando frente a frente la fuerza que viene de Dios y la fuerza que viene del demonio. A veces la víctima es capaz de burlarse de todos los temores con que pretende abrumarla su verdugo. Es verdad que esto sucede sólo cuando la víctima ve en la muerte su único consuelo. -Sí, -decía el emparedado-; sí, los tengo en mi poder; pero nunca, nunca tu codicia se verá satisfecha. -Yo te dejaré libre, si accedes a mis deseos, -repuso Castiglione. -Calla, serpiente; ya no volverás a seducirme. -¿Dudas acaso de mis palabras? -¿Por ventura se le puede dar crédito a Luzbel? -¡Ira de Dios! Yo derribaré esta pared que te separa de mí; examinaré piedra por piedra tu infame y hediondo tugurio, y por último seré dueño de lo que ya es inútil para ti, de ese manuscrito, origen de tu desgracia y de mi furor. -Te cansarás inútilmente. ¿No recuerdas que al encerrarme aquí me examinaste también minuciosamente? Mucho te has ensangrentado contra mí; pero yo te desafío: no me vencerás. ¿Pensabas acaso que las muestras de dolor que me dabas por mi suerte pudieran seducirte? Tarde, muy tarde conocí la iniquidad de tu corazón; pero después que ya supe tus intentos, a lo menos parte de ellos, adiviné también la causa por que no me habías

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asesinado. Esta piedad, inaudita e incomprensible para mí durante mucho tiempo, la comprendí al fin con maravillosa evidencia. -Veamos. ¿Y cuál ha sido la causa de esa piedad que no mereces? Y al hacer esta pregunta, Castiglione, se sonreía. -Tú quieres el manuscrito: por obtenerlo me has concedido una vida más cruel que mil muertes; pero yo sufriría gustoso mil muertes tan crueles como mi vida, por tal de que tus intentos te saliesen vanos. -Pues veremos si sucede así. -¡Oh! No lo dudes. Castiglione fijó su ojo de cíclope en el emparedado con una expresión tan horriblemente feroz, que habría infundido espanto al hombre más temerario. Por fortuna no hay temeridad mayor que la que inspira la desesperación, y el infeliz prisionero era tan temerario como lo puede ser un hombre que ha llegado a perder hasta el último resquicio de esperanza. Así, pues, mientras que Castiglione daba muestras del más ardiente furor, el infeliz emparedado le contemplaba con una sonrisa insultante. Fuera de sí el italiano se abalanzó a una palanca que había dejado en el suelo, y que a prevención había llevado aquella noche. En seguida comenzó su trabajo de derribar la hilada de piedras que cubrían el frente del miserable tugurio. Ardua empresa parecía para un hombre solo el intentar siquiera conmover aquellos enormes sillares. Pero el soberbio calabrés estaba dotado de una fuerza titánica y de una voluntad de hierro. A cada rudo empuje de sus musculosos brazos se conmovía profundamente el sólido muro. De vez en cuando se oía un doloroso gemido que lanzaba el mísero emparedado. El bárbaro verdugo no tenía en cuenta que lastimaba cruelmente al infeliz anciano, quien, por último, se acurrucó en un ángulo del cubículo, procurando resguardarse lo mejor que le era posible del daño que le causaba el desplome de las piedras. Entretanto el fiero calabrés repetía sus golpes ciclópeos, sin cuidarse siquiera de que allí se encontraba un débil y moribundo anciano. Al fin descarnó completamente el yeso que unía el primero de los sillares, y con el auxilio de la férrea palanca, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, Castiglione consiguió derribar la piedra. Sucesivamente fue repitiendo esta operación hasta dejar franca la salida de aquella especie de ataúd, colocado perpendicularmente. Entonces el italiano asió al prisionero y lo sacó de aquel nicho, arrojándolo sobre el terroso pavimento del subterráneo. El primer movimiento de Castiglione fue maniatar al emparedado; pero cuando advirtió que éste se desplomó en el suelo como una cosa sin vida, consideró inútil su propósito. El infeliz anciano apenas podía sostenerse. Después de tantos años de tan horrible reclusión, sus músculos se hallaban contraídos.

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Dícese que en Italia, cuando dominaron a este país aquellos gobernantes que la historia conoce con el nombre de tiranos, era frecuente encontrar en los muros de los calabozos algunos esqueletos en la actitud de un hombre sentado con las mejillas apoyadas en la palma de la mano. Así morían aquellos desgraciados. Tales prisiones hacían tomar a los prisioneros aquella actitud de desconsuelo, como si allí, en aquella estéril y hedionda cavidad, los hubiesen concebido las peñas inertes. Aun cuando vivo, pero muy semejante a un esqueleto, tal era también el ademán que tenía el triste emparedado a quien Castiglione dejara arrimado contra el muro. El prisionero era un enemigo muy débil e inofensivo para el formidable tuerto. Y aun cuando así no fuese, toda fuga le estaba cerrada. El hombre más listo y fuerte no pudiera escapar de allí sin ser víctima del fiero león que amarrado a la cadena guardaba la entrada del subterráneo. Con la luz en la mano, el feroz Castiglione escudriñaba el inmundo chiribitil, que exhalaba un olor en extremo nauseabundo y un aire tan mefítico, que hacía oscilar a la luz violentamente. Apartó los escombros con mano ansiosa; examinó piedra por piedra con ojos hidrópicos; sacudió algunos andrajos con la curiosidad de un naturalista que observa objetos microscópicos; husmeó, rastreó, rebuscó hasta las últimas rendijas y escondrijos con la astucia y ligereza de un raposo. ¡Trabajo inútil! Mientras que Castiglione se desesperaba practicando sus estériles investigaciones, el emparedado, sobre cuyo rostro escuálido iba a caer de tiempo en tiempo un rayo de luz, contemplaba a su enemigo con una expresión siniestra e inexplicable de ira, de júbilo y rencor. De pronto, cansado y mohíno de su tarea, Castiglione volviose hacia el prisionero, y al sorprender en su fisonomía aquel regocijo infernal, sintió que la ira le devoraba las entrañas. -¿En dónde, -gritó con voz de trueno-, en dónde tienes los manuscritos? -Ya te he dicho que al principio sospeché que tu crueldad no tenía otro origen que satisfacer tu codicia por medio de esos papeles que con tanta ansia buscas... -¿En dónde están? -interrumpió el italiano, azul de ira. El prisionero continuó con la misma calma: -Te iba diciendo que, sospechando tus intenciones, tomé mis medidas para evitar que tales documentos cayesen en tus manos... Después me he convencido hasta la evidencia de que mis sospechas eran harto bien fundadas, y... te lo digo, villano Castiglione, no, no

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caerán en tu poder esos manuscritos que valen un inmenso tesoro. ¿Lo oyes? Un tesoro de inestimable riqueza. ¡Ah! ¡Y no lo tendrás! La cólera hizo que durante algunos minutos el italiano permaneciese inmóvil y silencioso, pero con una expresión tan ceñuda, que causaba espanto. Por último, se conoció que hacía un grande esfuerzo sobre sí mismo, y, logrando dominarse, dijo con acento en que procuraba manifestar bondadosas disposiciones: -Vamos, no seas avieso, yo te lo suplico. Mira que así nunca verás el término de tu desgraciada suerte. -Ni tú tampoco tocarás el término de tus deseos. -Bien, lo confieso francamente. Conozco tu carácter enérgico, y estoy muy convencido de que serías capaz de arrostrarlo todo por tal de dejarme derrotado y quedar tú vencedor. ¿No es así?... Pero yo no quiero que te perjudiques; yo deseo tu bien, y en tu mano está el que todo se acabe entre nosotros, que podamos entendernos, vuelvas a gozar de la vida, del aire, de la libertad. Yo deseo que esto se verifique, te lo digo en verdad; lo deseo tan ardientemente como tú mismo pudieras desearlo... Vamos, conoce tus verdaderos intereses, procura vivir, no seas rencoroso, cede a mis súplicas, dime en dónde están esos manuscritos. Guardó silencio Castiglione. Nunca la astucia, la perfidia y la crueldad han encontrado acento más engañoso, palabras más insinuantes intenciones más torcidas. Harto bien conoció el mísero anciano que la serpiente trataba de ocultarse entre frescas flores a la orilla del arroyuelo; que el tigre intentaba cubrirse con la piel del cordero; que aquellas palabras melosas eran voz de sirena, llanto de cocodrilo. Clavó el prisionero sus ojos vidriosos en el disforme y fiero rostro de Castiglione, y así lo estuvo contemplando largo rato con sonrisa irónica, una sonrisa en que hubieran podido leerse mil maldiciones. Al fin el anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo: -La inocente víctima de tu astucia infernal es ahora más astuta que su infame verdugo. ¿Piensas acaso que no leo en tu frente de sayón tus intenciones diabólicas? Después de haberte conocido a fondo, ¿imaginas tal vez que podrás seducirme de nuevo? ¡Me prometes la vida! ¿Y a qué precio? En cambio de hacerte poderoso, intensamente opulento, más aún que el mismo rey de Castilla. Esto me pides, esto pudiera yo darte, si tú lo merecieras... Porque ese tesoro es mío, siempre que haya dejado de existir la persona que me dio a guardar esos manuscritos...

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-Esa persona ya debe de haber muerto. -Para el caso es igual. -¿Qué quieres decir? -Que de todas maneras, nunca sería tuyo el tesoro. El único medio para conseguir tanta riqueza ha estado en tu mano, y lo has malogrado miserablemente. -¡En mi mano! -Sí, Castiglione. -Yo he hecho cuanto he podido; por tal de conseguir mi objeto, ni aun el crimen me ha arredrado. -¿Te crees muy previsor? -Nada puede sucederme que me sorprenda. -Y para adquirir este tesoro, has puesto en práctica toda tu astucia y toda tu crueldad, ¿no es cierto? -Y toda mi previsión. -En verdad que eres muy corto de vista. -¿Por qué? -Dices que para conseguir tu intento no has omitido nada, y que ni el crimen te ha hecho retroceder... ¡Es mucha verdad! Pero ¿no conoces que has elegido el camino peor para realizar tu propósito? Tú habrías recibido de mi mano esos papeles por cuya adquisición tanto te afanas, y los habrías recibido con mano pura, con tu conciencia tranquila, sin necesidad de haberte manchado con horrendos crímenes, sin haber necesitado otra cosa que continuar siendo mi amigo sincero, franco, leal, como yo lo era tuyo... ¡Ah! Para conseguir tus intentos, fuerza es que lo confieses, Castiglione, has elegido el peor camino, porque has elegido las vías tenebrosas, porque has contado con la mentira, porque has implorado al crimen en tu ayuda, porque te preciabas de astuto, porque me juzgabas sencillo y que, por lo tanto, sería juguete de tus cábalas. Tú creías que todo lo habías urdido a pedir de boca, que todo lo habías medido y pesado con esa astucia de que estás dotado, con la reserva, con la previsión de que tanto te envaneces. ¡Insensato! Tú no habías previsto que a la sencillez del corazón, que a la nobleza de sentimientos va unida la rectitud de la inteligencia y la indómita pujanza de una voluntad que tiene conciencia de que obra justamente. ¿Y sabes por qué no lo habías previsto? Porque eres previsor. Al oír tal razonamiento, Castiglione prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

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-¡Pues me gusta el enigma! -exclamó-. ¡Conque el previsor es precisamente el que no puede prever! ¡A fe que es donosa la idea! ¿Te has propuesto entretenerme con trabalenguas? A lo que imagino, tan prolongada reclusión ha servido maravillosamente para avivarte el ingenio. ¡Me alegro mucho, señor don Gonzalo! Y así diciendo, el inicuo Castiglione hacía irrisorios saludos al desdichado prisionero, que escuchaba impasible las burlas de su verdugo. -Te digo, -insistió el anciano-, te digo que para preverlo todo es preciso antes ser capaz de saberlo todo, y el entendimiento del hombre es muy limitado. La fuerza que te arrastra en tu previsión, a más de humana, y por consiguiente restringida, es también despreciable y digna de castigo, porque la diriges hacia el crimen, porque la alejas del bien, porque la empleas en practicar el mal. Por cima de tu fuerza de mala ley hay otra fuerza superior y divina, que por esta misma razón no cabe ni puede caber en el estrecho límite de tus pensamientos mundanales. El hombre se lo finge todo a su imagen y semejanza; por su corazón juzga y mide el ajeno; y si esta necesidad es la gloria más pura y el goce más vivo de las almas grandes, que todo lo ven a su propia altura, también este es el castigo de los corazones ruines y egoístas, que en todo no ven más que a sí mismos. Se creen fuertes y sabios, y son ciegos y débiles, porque no tienen el valor de hacer un esfuerzo de voluntad para condenar severamente sus pasiones y vivificar el germen del bien que duerme en el interior de todos los mortales, aun a pesar suyo. Toda tu previsión está reducida a conjeturar lo que otros hombres pueden hacer y pensar y prever, en cuyo caso tú podrás luchar con ellos con armas de la misma especie, y unas veces serás vencido y otras vencedor, pues aun en armas de la misma fábrica cabe que unas salgan de mejor temple que otras. Pero, por lo mismo que tu previsión es de esta especie, tu no podrás vencer sino a hombres astutos y previsores, es decir, a tus semejantes. Cuando en tu camino se presente un hombre honrado, sabio y enérgico, cesará toda tu magia; todas tus facultades quedarán reducidas a la impotencia, y no hacer otra cosa que desaciertos. Porque entonces estará frente a frente la fuerza verdadera del hombre contra aquella otra fuerza del hombre que tiene algo de Luzbel; cuando la virtud es heroica, no la vence jamás el crimen, por atrevido que sea; cuando lucha la fuerza divina contra la fuerza diabólica, la victoria no es dudosa para el bien; el poder del cielo, que es la libre aspiración del hombre hacia lo bueno, arrojará una y mil veces a los abismos al poder del infierno. A cada día, a cada hora, a cada instante se está repitiendo la batalla de los ángeles, la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la virtud y el crimen. Tú tienes la energía del infierno; pero no habías previsto la energía incomparablemente más poderosa de la virtud. He aquí lo que tú no habías visto en el corazón de los hombres honrados, porque tu corazón está encallecido en la perversidad... -¡Qué lastima, -interrumpió Castiglione con burlona sonrisa-, qué lastima que no fueras predicador! Desde luego te digo que habías de convertir a muchos pícaros idólatras... Y todo eso me lo deberías a mí, desagradecido. Estás cubierto de andrajos; tienes la barba luenga, encanecida y aborrascada; ostentas un rostro larguirucho y macilento, en fin, estás dotado de una facha eremítica y ascética, y pudieras pasar sin contradicción por una vera efigies de San Pablo o de San Jerónimo... Te lo repito, ¡qué buenas homilías se pierde el mundo con no oírte!... ¡Lástima grande! Y Castiglione se reía cada vez más estrepitosamente.

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Aquellas carcajadas, que se dilataban huecas y sonoras por el lúgubre ámbito del subterráneo, la actitud fiera y a la vez horriblemente sardónica de Castiglione, la melancólica y venerable figura del anciano; tan insultante crueldad de una parte, tanto infortunio y resignación de otra; la hora, el sitio, la escena iluminada por la oscilante luz de la lamparilla, todo esto formaba un cuadro repugnante, tristísimo, indescribible. Aunque exasperado por tan crueles burlas, el mísero anciano ahogó un suspiro, y se esforzó por aparecer sereno e impasible, como si intentase demostrar a su adversario la superioridad y firmeza de su carácter. Como si nada hubiese oído, continuó su interrumpido razonamiento: -Sí, Castiglione, te lo repito una y mil veces: has obrado, no sólo como un hombre ruin y criminal, sino, lo que es peor para tu vanidad, has procedido también de la manera más estúpida para conseguir tus intentos. Porque era sencillo y generoso, me creías débil y cándido, y creíste que te sería fácil por los medios más infames hacerte dueño de incalculables riquezas. Tú tienes el orgullo de no equivocarte nunca en tus criminales cábalas; pero conmigo te has engañado, pese a tu orgullo de demonio. -¡Me he engañado! -exclamó Castiglione riéndose-. ¡Es donosa la idea! ¿Quieres ahora echarla también conmigo de soberbio? ¡Miserable! ¿Te atreves a compararte conmigo? Inteligencia ruin y mezquina, pobre diablo, estúpido topo, ¿quién sino yo sedujo a tu esposa, os arrebató vuestros bienes y te engañó como a un chiquillo? Aguijado por su amor propio, que creía herido, Castiglione tuvo la horrible crueldad, el cinismo espantoso de referir al desdichado prisionero todo lo que ya sabe el lector, respecto a la triste historia de doña Beatriz, a quien, por último, había seducido el pérfido italiano. -Sí, sí, -añadió-; en esta misma torre yo gocé de su belleza, y aquella esposa que para ti era un tesoro de amor y de ternura, aun cuando te engañaba y se burlaba de tu cariño, fue para mí no más que un objeto de risa y pasatiempo. ¡Dominarme una mujer! ¡A mí, a Castiglione! ¡Qué delirio! Eso se queda bueno para los imbéciles maridos como vos, señor don Gonzalo Pérez Sarmiento. Estas palabras fueron acompañadas de una risa satánica. Luego añadió: -Y yo, yo mismo la asesiné hallándose encinta. ¿Te convences ahora de que eres un pobre diablo? ¿Conoces ahora que no me he equivocado tampoco respecto a ti? Porque te he deshonrado, te he engañado, te he emparedado. ¿A qué, pues, viene ese necio orgullo? ¿Quieres hacer conmigo alarde de soberbia? ¡Conmigo! Ni el mismo Luzbel se atreviera a tanto; y si lo intentara, quedaría vencido. Palideció, o por mejor decir, de pálido que estaba el infeliz don Gonzalo, se puso lívido al escuchar tales palabras.

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-Todo eso lo había yo adivinado, -respondió-. Nada de eso me sorprende lo más mínimo. Esto fue pronunciado con una calma que dejó atónito a Castiglione, quien había creído desconcertar con tales revelaciones a su adversario; pero éste se había propuesto no abdicar un punto de la firmeza de su carácter en presencia de su cruel tirano. No obstante, fuerza es decir que las orgullosas palabras de Castiglione le habían mortificado de la manera más cruel y dolorosa. Por su parte, el calabrés se mordió los labios hasta hacerse sangre, cuando vio la impasibilidad de su enemigo, impasibilidad con que él no contaba, y que por completo dejaba vencido y derrotado a su orgullo satánico. Durante largo rato reinó en el subterráneo un silencio sepulcral. Al fin Castiglione lo rompió diciendo: -Con tu charla inoportuna nos hemos alejado extraordinariamente de nuestro objeto. -Pues yo no te he dicho todo cuanto quería decirte... -Ni es necesario. Sólo te exijo que me respondas categóricamente a lo que voy a preguntarte. ¿Quieres hacerlo así? -Pregunta. -¿En dónde están los manuscritos que te he pedido? -No están aquí. -¿Quieres entregármelos? -No. -¿Lo haces por vengarte? ¡Tú, tan virtuoso! ¿Me guardas rencor? -Desprecio. -Haces bien, a lo menos en fingirlo así; pero vamos al caso. ¿Por qué no quieres entregarme el manuscrito? -Porque no debo. -Pues yo lo quiero. -Pues veremos quién puede más.

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-¿Sí? En ese caso, el tesoro será mío, supuesto que yo podré más. -¡De veras! ¿Y por qué? -Porque te atravesaré el corazón con mi puñal, si rehúsas obedecerme. -Esas palabras pintan bastante bien tu ruindad y cobardía. -¿Quieres explicármelo? -La explicación es muy sencilla. Tú eres cruel, y piensas que todo cede a la crueldad; eres cobarde, le temes a la muerte, y piensas que en amenazando con matar, el triunfo es seguro. -¡Muy bien! ¡Muy bien explicado! Pero se me ocurre una dificultad a que no sé yo cómo responderás. -¿Y es? -Que siendo dueño de tu vida, he cuidado por muchos años de que no te mueras. -Lo has hecho así, en primer lugar, porque me martirizabas más cruelmente prolongándome una vida tan horrible; y en segundo, porque jamás te ha abandonado la esperanza de que te entregue algún día el manuscrito que tanto ambicionas. -Pues bien; lo has acertado, y ahora te prometo dejarte ir libre, si consientes en decirme dónde está ese tesoro. -Si tal hiciera, me asesinabas al punto. Mientras guarde mi secreto, guardo mi vida. -¿Lo crees así? -preguntó Castiglione con voz reconcentrada por el furor. -Estoy seguro. El rostro del italiano se ponía cada vez más ceñudo. Nada le mortificaba tanto como el que leyesen sus íntimos pensamientos. -¿Tanto apego le tienes a la vida? -preguntó. -Si no tuviera esperanza, preferiría mil veces la muerte a la existencia que tu ruindad me concede. -¡Esperanza! ¿Es posible que tengas esperanza? -Cada día mayor.

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-¿Y qué esperas? -Vengarme un día. -¡Tú vengarte! ¡Ah, diablo predicador! ¿No abominabas de la venganza, hipócrita? -En ciertos casos, la venganza es justicia. -¡Bah! ¿Conque de buena gana me atravesabas el corazón? ¿No es verdad? He ahí una cosa que la creo naturalísima. -Me guardaría, muy bien. -¡Diablo! ¿Pues qué harías? Hazte cuenta que esto no es más que una suposición... Ya ves que he destruido tu chiribitil... Vamos, si te vieses libre, completamente dueño de ti mismo, ¿qué harías? -No creas que es una suposición; estoy íntimamente convencido de que será una realidad algún día. -¿Estás en ti? -Si yo no creyera en esto, no creería en la justicia de Dios, ni en esos misteriosos presentimientos que suele enviar al corazón de los mortales, y que nos consuelan como a las flores el rocío. -Veamos. ¿Y qué presientes? -Que algún día te he de ver en un cadalso público, sirviendo de espectáculo a la multitud y expiando de un modo tan afrentoso todas las afrentas que has hecho. Estas palabras hicieron, al parecer, grande impresión en el ánimo de Castiglione, quien en vano procuró ocultar el estremecimiento nervioso que recorrió todo su cuerpo. -¿Es posible que tal creas? -dijo. -Con la misma fe que creo en Dios. -Yo destruiré tu creencia, -repuso Castiglione acariciando la hoja de su puñal-; yo te probaré cuánto te equivocas al creer que vivirás, sólo porque guardas con tesón ese manuscrito... -En cuanto a eso, yo te probaré que saldrás vencido... No, no te lo daré. -Ni yo tampoco lo quiero. ¡Conmigo bravatas! ¡En un cadalso!... ¡Presentimientos!... ¿Quieres hacerme creer en las locas visiones de tu cerebro? ¡Echarla de profeta! Vamos a

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ver si tus presentimientos te anuncian lo que va a sucederte esta noche... ¿No me respondes, adivino? -¿Quieres atemorizarme con la muerte? ¿Piensas que no conozco tus ardides? ¡No, no, el tesoro no será tuyo! Y el emparedado comenzó a reírse, clavando insultantes miradas en su adversario. Fuera de sí Castiglione, se precipitó sobre el mísero don Gonzalo, y clavó su puñal una y otra vez en el pecho del infeliz prisionero, que extendió sus brazos y cayó bañado en su sangre sobre el terroso pavimento, y fijando una mirada tristísima hacia un punto del subterráneo. No parecía sino que el herido aguardaba algún auxilio en tan angustiosos instantes, algún auxilio que había de venir de aquel punto misterioso, en que tan tenazmente clavaba sus ojos el triste don Gonzalo. Súbito Castiglione lanzó un grito de horror y se precipitó en una frenética carrera. Por el extremo opuesto apareció el fantasma blanco, que llevaba en la mano la armazón huesosa, el esqueleto, por decirlo así, de otra mano. -¡Ah! ¿Sois vos? -murmuró don Gonzalo con voz moribunda. -¿No os anuncié que vendría esta noche?... Pero... ¡Cielos!... ¡Qué miro! ¡Estáis bañado en vuestra propia sangre! ¡Dios mío! ¿Quién creyera que el día designado para vuestra libertad había de sucederos tamaña desgracia? -¡Fatalidad terrible! -exclamó el triste anciano. La blanca figura se arrojó sobre el desdichado prisionero, y comenzó a besar su rostro venerable con tan tierna efusión, con tales muestras de dolor y desconsuelo, que no parecía sino que intentaba infundirle la vida que se le escapaba por las anchas heridas abiertas por el bárbaro puñal de Castiglione. Otro personaje contemplaba esta escena con profundo enternecimiento. Aquel personaje llevaba vestido el hábito de los Templarios, con la diferencia de que el manto era negro, según lo usaban los armigueros, a quienes estaba prohibido llevar el manto blanco y la cruz roja. -¡Jimeno! -exclamó la blanca figura-. ¡He aquí a tu padre! ¡Gonzalo! ¡He aquí a tu hijo! -¡Hijo de mi alma! -¡Padre de mi corazón! El trovador se abrazó, llorando amargamente, al desdichado y moribundo anciano.

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-¡Gracias, Dios mío, -exclamó el Joven-, gracias porque me habéis concedido la dicha de conocer a mi padre!... ¡Ay! ¡En qué momento tan cruel he llegado a conoceros, padre y señor mío!... ¿Es posible, Dios del cielo y de la tierra, es posible que sólo me hayáis concedido ver espirar a mi amado padre? ¡Oh! En el momento en que veníamos a daros libertad... -¡Ya es tarde! -murmuró el anciano con apagado acento. -¡Ya es tarde! -repitió la blanca figura con voz sombría. -¡Por mi culpa ha sido tarde! -exclamó el trovador con angustia indefinible-. ¡Malditas trovas!... ¡Funesto augurio!... ¡Al nacer mi amor va a espirar mi padre! Este pensamiento destrozaba de la manera más cruel el corazón de Jimeno. -¡Saquémoslo de aquí! -dijo el Templario. -Si, sí, hagamos todo lo posible por salvarlo, -añadió el triste trovador. Enseguida ambos se perdieron en las tinieblas del subterráneo, conduciendo al infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento. Capítulo XX El sueño del criminal Apenas se terminó la espléndida cena que en la bailía de Alconetar había dispuesto el comendador, Castiglione fue a recogerse a su solitaria torre, misterioso refugio que nunca abandonaba, a no ser que gravísimas circunstancias le obligasen a ello. Las razones aparentes que el italiano tenía para seguir esta conducta era la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba, a causa de estarle encomendada la custodia de la mayor parte de las riquezas y tesoros que en Castilla poseían los Templarios. El empeño de Castiglione en irse aquella noche a dormir a la torre traía su origen principal del deseo que abrigaba de departir largamente con un huésped que se albergaba en la solitaria mansión. Fácilmente recordará el lector que este huésped no era otro que el esclavo Ayub, el servidor y agente de todas las maquinaciones del infante don Juan. Empero antes de hablar con Ayub Castiglione se había dirigido al subterráneo con la resolución irrevocable de intentarlo todo, a fin de obligar a su prisionero a que le entregase el precioso manuscrito, objeto de sus más ardientes deseos, y cuya adquisición en aquella coyuntura era para él de la más trascendental importancia, como que con aquellos

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anhelados tesoros podía comprar la ayuda del infante y disponer las cosas de modo que sin ningún género de duda se llegasen a realizar sus planes ambiciosos. El maestrazgo de la orden de los Templarios en Castilla era el sueño dorado de Castiglione. Más que rey, más que emperador, deseaba ser maestre de su orden, tanto por lo honorífico de esta dignidad cuanto porque habiéndose propuesto obtenerla, no estaba en su carácter el cejar de su propósito. El calabrés estaba dotado de una voluntad de hierro. Como ya sabemos, aquella misma noche estaban citados Jimeno y el Templario a la margen del arroyo que pasaba cerca de la torre. Jimeno se había detenido algún tiempo cantando al pie de la reja de la encantadora Amalia Molay, olvidando el universo entero. El triste trovador había recibido aquella noche una impresión profunda, que jamás se olvida, que aparece hasta entre las sombras del postrimer instante, la impresión de un amor primero. Corta fue la dilación del joven en asistir a la cita, cuyo recuerdo le hizo suspender súbitamente su serenata. Pero aquella detención, aunque breve, fue lo bastante larga para causarle serios sinsabores. Ya hemos visto en qué estado de desorden y turbación se alejó Castiglione del subterráneo, teatro de un nuevo crimen. Insensato, aterrado, roído por los remordimientos, llegó a su estancia, donde se dejó caer en un sitial junto a una mesa, apoyando en ambas manos su frente calenturienta. Trascurrido algún tiempo, y experimentando con indecible energía la necesidad de movimiento, se levantó como impelido por un resorte, y comenzó a pasearse por el aposento con la misma rapidez y ademán desatentado que el tigre se pasea por su jaula. Súbito quedose parado delante de la mesa, con los cabellos erizados, con la boca entreabierta, los ojos inyectados en sangre, lívido como un difunto e inmóvil como si hubiese echado raíces en el pavimento. Indudablemente algún extraño objeto había llamado la atención de Castiglione, a juzgar por la intensidad de su mirada, fija tenazmente en la mesa que delante de sí tenía. Sobre la mesa veíase una pequeña caja abierta. En el interior de la tapa había un retrato que representaba un anciano de venerable aspecto. Aquella era la misma caja que el Caballero de la Muerte le había entregado al Templario en las ruinas de la ermita. -¡El conde Arnaldo! -exclamó Castiglione pálido y trémulo.

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No cabe en humana lengua expresar el terror que experimentaba el italiano. Aquel hombre a sangre fría era incrédulo, valeroso e inteligente. Pero el crimen puede hacerlo todo, menos desentenderse de los roedores remordimientos. Es verdad que las circunstancias extraordinarias que rodeaban a Castiglione infundieran pavor en el corazón más temerario. Así es que un horror supersticioso helaba la sangre de sus venas. ¿Quién había puesto aquel retrato encima de aquella mesa? La venerable figura del conde Arnaldo, después de largos años, se le aparecía en las altas horas de la noche, en su aposento solitario, y en el instante mismo en que acababa de cometer otro asesinato también en la persona de otro anciano débil e indefenso. Llamó Castiglione al esclavo que constantemente velaba en la antecámara de su dormitorio. Presentose el esclavo, diciendo todo aturdido, en vista del acento desentonado con que su amo le llamara: -¿Qué mandáis, señor? -¿Quién ha entrado aquí? -preguntó Castiglione con voz de trueno. -¡Aquí!... Nadie, señor. -No me engañes, villano, -repuso el calabrés fijando una mirada de víbora sobre su servidor. -Yo no he visto a nadie... os lo juro... -¿Tú conoces de quién es este retrato? El esclavo fijó en él sus ojos atónitos. -No, señor, -dijo-. En mi vida he visto ni aun a quien se le parezca. Tales fueron las muestras de asombro que daba el esclavo al contemplar la caja y al escuchar las palabras de su señor, que éste se convenció de que realmente el esclavo nada sabía de la terrible significación que para él tenía aquella caja colocada sobre su mesa. El italiano, pues, mandó retirarse a su esclavo. Cuando Castiglione se hubo quedado solo se entregó a las más profundas reflexiones; pero de ellas solamente resultaban las hipótesis más absurdas. -¿Quién es ese fantasma?-murmuraba-. ¡Es un espíritu del Averno! Constantemente me persigue; por donde quiera se me aparece. ¡Ira de Dios! ¿Es posible que existan espíritus?

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¡Es claro! ¿Quién, sino un espíritu infernal, ha podido traer aquí la efigie del conde Arnaldo?... Súbito Castiglione tomó la caja y la arrojó por la pequeña ventana enrejada con gruesos barrotes que daba al campo. El calabrés sintió que sus cabellos se erizaban de horror. Le pareció haber oído que, al golpe que la caja hizo al caer, había respondido un lúgubre lamento. Durante algunos minutos Castiglione se paseó por su estancia como un insensato, prorrumpiendo en rugidos de furor. Al fin, quebrantado de fatiga y rodeado de negras visiones, se dejó caer en su lecho. Entretanto el esclavo, viendo el estado de desorden y delirio en que su señor se encontraba, corrió a llamar a Ben-Ayub, que dormía en un aposento inmediato. El servidor había tenido ocasión de oír que Ayub era muy docto en la ciencia de Avicena. Así, pues, creyó que nadie mejor que el moro podía favorecer en aquellas circunstancias a Castiglione. Ayub se hallaba profundamente dormido, por cuya razón tardó bastante tiempo en encontrarse dispuesto para seguir al esclavo hasta la estancia del calabrés, donde ambos penetraron con paso recatado y silencioso. En la antecámara detúvose Ayub, mientras que el esclavo avanzó hasta el lecho de Castiglione, al cual vio sumergido en un letárgico sueño. -Ya está más sosegado, -volvió diciendo el esclavo del calabrés. -Déjame que vaya a verlo. -Señor, os ruego que no le despertéis. -Descuida. Ayub se adelantó de puntillas hasta el lecho de Castiglione. Allí permaneció largo rato, contemplando al dormido con la atención más minuciosa. Luego volvió a incorporarse con el esclavo que impaciente le aguardaba. -Yo no veo, -dijo Ayub-, qué motivo hayas tenido para alarmarte y despertarme... -¡Ay, señor!... No digáis eso... -Pues tu señor duerme como un lirón. -Mejor diríais que se ha quedado completamente desvanecido. -Su respiración es igual y tranquila. Ningún síntoma he encontrado que pueda confirmar tu escandalosa inquietud.

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-Muy pronto os convenceréis de que tengo muchísima razón. ¡Si supierais las cosas extraordinarias que hace durante su sueño! -¿Pues qué hace? -Lo que voy a deciros no sucede todas las noches; pero no deja de suceder con bastante frecuencia. -Al caso, habla pronto. -Muchas veces he visto a mi señor que en el silencio de la noche se levanta, se dirige a aquel armario, lo abre con mucho tiento, saca un pequeño Crucifijo, y comienza a murmurar algunas palabras con aire consternado y dolorido acento. -¡Cosa más rara! ¡Castiglione aterrado por un Crucifijo! -exclamó Ayub en extremo admirado. -Luego de pronto arroja el Crucifijo y prorrumpe en hondos y tristísimos sollozos. -¡Castiglione! -exclamó el moro cada vez más asombrado. -¿Estás en ti? -Es tan cierto como lo digo, señor. -¡Es posible! ¿Y él nota si tú lo estás mirando? -No, señor. Lo más singular es que todo esto lo hace profundamente dormido. -¡De veras! He ahí un síntoma que indica grande perturbación en las funciones vitales. ¡Dormir profundamente y obrar como si estuviera despierto!... Pero sin duda este sonambulismo es debido a causas morales... Dime, por tu vida, dime todo cuanto hace y dice. -¡Ay, señor! Dice y hace las cosas más extraordinarias y terribles... Pero vedle ahí: ya sale... ¡Bien me lo temía yo que esta noche iba a soñar! Efectivamente, Castiglione apareció en la estancia, pálido como un difunto y con los ojos abiertos, pero con la expresión de mortuorio reposo propia de un sonámbulo. Dirigiose el calabrés a la mesa y tomó la lamparilla. -Es extraño, -exclamó Ayub-. ¿Para qué le puede servir la luz? -Nunca permite que me lleve la luz de este aposento. -¡Pobre hombre! -murmuró el médico-. ¡Tan pusilánime, y yo le creía un varón fuerte!

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Castiglione se dirigió al referido armario, y pocos momentos después el esclavo y Ayub le vieron sacar una efigie de Jesucristo enclavado en la cruz, y comenzó a besarla con un aire tal de contrición, que cualquiera lo hubiese creído un santísimo anacoreta. A la verdad que era sobre toda ponderación extraño el ver al feroz, al insensible, al siempre cruel y pérfido italiano practicar aquel acto a la vez de religiosidad y arrepentimiento. Ben-Ayub, que, según todos los datos que nos ofrece la exactísima crónica que seguimos en nuestra no menos verídica narración, tanto creía en el Corán como en la Biblia, no dejaba de admirarse de los vanos terrores del calabrés, terrores que el moro calificaba de absurdos y supersticiosos. -Aunque tiene los ojos abiertos, no ve una gota, -dijo el esclavo. -¿Y qué querrán decir esos ademanes extraños? -¿No oís cómo murmura algunas palabras entre dientes? -Escuchemos. Castiglione había dejado la lamparilla en el suelo, y con ambas manos estrechaba el Crucifijo con ademán fervoroso y repitiendo sin cesar: -¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Madre mía!... ¡Cuando era niño!... Ninguna noche me entregaba al sueño sin haber rezado mis oraciones... ¡Cristo! ¡Cristo!... ¡Qué horror! ¡Qué horror!... ¡No perdona! No, no, no... Y al pronunciar estas frases incoherentes, Castiglione se sonreía de una manera imposible de describir. Luego el sonámbulo se encaminó hacía la mesa, en donde colocó el Crucifijo y la lamparilla. El inmenso armario quedó abierto, y atrajo por un instante las curiosas miradas de Ayub; pero cuando ya pensaba satisfacer su curiosidad examinando el interior del armario, el moro desistió de su intento por no perder de vista un instante a Castiglione, cuyas palabras y estos le interesaban sobremanera. -¡A fe mía que esto es singular! ¿No ves cómo se frota las manos? El esclavo respondió: -Yo le he visto en otras ocasiones hacer lo mismo durante largo rato. -Parece que imita la acción de una persona que se lava las manos.

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-Y mientras, dice palabras espantosas. -Escucha... Ya habla... Oigamos lo que dice. Ayub y el esclavo quedáronse pendientes de los labios de Castiglione, que con un acento sepulcral, extraño, indescriptible, murmuraba: -¡Espíritus infernales!... ¡Y tú, blanco y aterrador fantasma!.... ¡Y vosotros, espantosos recuerdos que tomáis la figura de ponzoñosas sierpes!... ¿Por qué eternamente os ponéis delante de mis ojos? ¡Si no fuerais más que espíritus! Acaso no os temería; pero no... Además de vuestra ciencia infernal, os veo, me habláis, me perseguís, me ahogáis, me ahogáis como dogales inhumanos que oprimiesen mi garganta... La duda... la duda... No me queda ni aun me queda el consuelo de dudar de lo que siento..¡La duda!... Este abismo para el resto de los mortales, sería para mi un blando lecho de plumas, una pradera de flores... ¡El lecho! Yo no puedo.... Castiglione se detuvo, y durante algunos momentos permaneció mudo e inmóvil. Luego volvió otra vez a murmurar palabras tan suavemente, que apenas eran inteligibles. El calabrés había tomado una actitud suplicante. Súbito prorrumpió en una amarga sonrisa. La expresión de su semblante era a un mismo tiempo feroz y tristísima. -No perdona, -murmuraba-, no perdona, no perdona... Lo que importa es ser maestre... ¡Un tesoro perdido! ¡Maldito Gonzalo!... Ya no se burlará por más tiempo... Con este ya se va aumentando el número... Nos lavaremos las manos... ¡Que no se conozca la sangre! ¿Quién demonios había de pensar que un cuerpo tan extenuado contuviera tanta sangre?... ¡Secreto! ¡Secreto! ¡Ay! Lo peor de todo es que yo no puedo ignorarlo... ¿Quién puede deshacer lo hecho?... ¡Maestre!... Castiglione guardó silencio durante un buen espacio de tiempo. Entretanto Ayub experimentaba el vivísimo deseo de examinar lo que contenía el inmenso armario que estaba en la estancia de Castiglione, y que éste se había dejado abierto. Según podía divisarse a la pálida luz de la lamparilla, el armario contenía en sus diferentes departamentos papeles, vasijas, armas, bridas y algunas espuelas de oro. Por más que el esclavo quiso disuadir al emisario de don Juan de su propósito, no pudo aquel conseguirlo. Ayub se encaminó de puntillas hacia el armario, objeto de su vehementísima curiosidad. Precisamente en el mismo momento que Ayub creyó satisfacer su anhelo, Castiglione comenzó a decir:

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-¡Maestre!... Yo no lo envenené... El moro... El infante... ¡Yo quiero! ¡Yo quiero ser maestre! El sentido terrible de estas palabras resonó en el corazón de Ayub, en cuyo semblante se reflejó, como en un espejo, una palidez mortuoria, la misma palidez del sonámbulo. El moro, pues, se detuvo, y espantadores recuerdos y remordimientos crueles turbaron su corazón. Súbito un rumor confuso oyose cerca del armario, cuyo misterioso recinto parecía servir de habitación a los espíritus infernales que, bajo la figura de anfisbenas, se complacen en torturar a los condenados. Ayub fijó sus ojos atónitos en dos serpientes, sobre cuyas espaldas de oro, salpicadas de manchas azules, reverberaba la oscilante luz de la lamparilla. Aquellos animales, los más terribles y antipáticos para el hombre, atravesaron la estancia lanzando de sus bocas horrendas silbidos pavorosos. Al mismo tiempo que tuvo lugar la tan repugnante aparición de los reptiles, Castiglione gritaba: -¡El fantasma! ¡El fantasma blanco!... Ya suena, ya viene, ya está ahí... ¡Huyamos!... ¡Al lecho!... ¡Al lecho! El calabrés tomó el Crucifijo, lo colocó en el mismo sitio de donde lo había tomado antes, y cerró el armario precipitadamente. En seguida se retiró a su alcoba y volvió a colocarse en su lecho, dejando atónitos a Ayub y al esclavo. Luego pudo oírse al desdichado Castiglione, que como entre sueños murmuraba: -¡No perdona!... ¡Dios no perdona! Esta idea terrible era la que causaba todo su desconsuelo y desesperación. Perder la esperanza es entrar en el infierno. Diríase que el infeliz Castiglione, torturado por los remordimientos, no podía ver que el ángel de su guarda permanecía a alguna distancia del lecho con la faz entristecida, y que en vano procuraba murmurar en su oído esta palabra «arrepentimiento», esta palabra que encierra un dolor tan amargo al principio como después el consuelo es inefable. El negro pavor, la ira impotente, la tenacidad incorregible, el sueño perturbado eran los que velaban en torno del lecho del criminal.

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Capítulo XXI Traición La risueña aurora con su guirnalda de encendidas rosas y con su manto brillante de fuego se ostentaba en el espacio abriendo las puertas del día. Las auras matinales llevaban en sus alas veloces mil y mil rumores alegres y belicosos. Gritería de soldados, estruendo de clarines, relincho de caballos resonaban por todas partes. Un numeroso ejército se acampaba delante de los muros de Tarifa. En medio del campamento se levantaba una tienda suntuosa. En aquella tienda habitaba el rey de Marruecos Aben-Jacob. El rey acababa de hacer la zalá u oración de la mañana, cuando lo avisaron que un caballero español quería hablarle. Aquel caballero era el infante don Juan, a quien recibió el rey con muestras de benevolencia y regocijo. -¿Has enviado el mensaje? -preguntó el rey. -Sí, repuso don Juan. -¿Quién ha sido el mensajero? -Tu fiel servidor Abenzayde. -¿Y qué dice don Alonso? -Todavía no ha vuelto Abenzayde con la respuesta. -¿Sabes que no me fío de tu compañero? -¿Quién? -Ese... don Nuño Gómez de Lara. -Don Nuño es de los nuestros. -Más valla que así fuese; pero, por más que me asegures, yo te digo que me inspira desconfianza. -Y por qué? -Puso ayer muy mala cara cuando se enteró de nuestro proyecto. -Podrá suceder muy bien que no le agrade mucho; pero no por eso hay motivo para creer que nos haga la guerra. A más de que tampoco puede perjudicarnos en nada, todo en la

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ocasión presente está reducido a que don Nuño difiere de nuestra opinión, cosa que sucede con harta frecuencia aun entre los mejores amigos. El rey hizo un gesto de incredulidad. -¿Y tardará mucho Abenzayde? -preguntó. -Le aguardo de un momento a otro. Súbito oyose fuera de la tienda una terrible gritería. El rey preguntó a algunos de sus oficiales la causa de aquel extraño ruido. -Has de saber, señor, que los nuestros han cogido en la tienda inmediata a una hechicera. -¡Una hechicera! -exclamó el infante. -Así dicen nuestros soldados. -No sea alguna espía...- murmuró don Juan. -Quizás tengas razón, -repuso Aben-Jacob. Y volviéndose a los suyos, añadió: -Que traigan al punto a la hechicera. Pocos momentos después una porción de soldados penetró en la tienda real, llevando, o por mejor decir, arrastrando a una anciana que inútilmente imploraba piedad para que no la maltratasen con insultos y golpes. El rey mandó que la soltasen; pero la infeliz llevaba los vestidos destrozados y todo el rostro cubierto de sangre. Los bárbaros soldados marroquíes, juzgándola hechicera, habían desplegado la crueldad más irritante contra aquel ser mísero y débil. -Trazas de bruja tiene la vieja, -murmuró don Juan. -¡Hola! ¿Quién eres? -preguntó el rey. -Señor, tened compasión de mí; yo imploro vuestro favor, supuesto que sois cristiano. Y la vieja se abrazó a las rodillas del infante, que pareció asaz sorprendido. Aben-Jacob, cuyo carácter era en extremo suspicaz, clavó una mirada escrutadora en el infante. -Esta mujer es cristiana, -dijo-; tú la debes conocer.

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-Jamás la he visto, -respondió don Juan. -Vos tal vez no recordaréis haberme visto, señor, -dijo la anciana-; pero yo os conozco muy bien: vos erais muy amigo de mi señor, y os he visto muchas veces en su casa, cuando todos estábamos en Castilla. -¿Y quién es tu señor? -Don Alonso Pérez de Guzmán. -¿Pues no dicen que eres una hechicera? -Eso dicen vuestros soldados, señor; pero... ¡Dios mío! ¡Yo que intentaba hacer una buena obra!... ¿Quién había de pensar que Dios no había de querer ayudarme?... ¡Pobre doña María! ¡Qué angustias para una madre!... -¡Esta mujer está loca! ¿En dónde habéis cogido a esta vieja? -preguntó el rey a los suyos. -Señor, -respondió un moro-, esta hechicera atravesó el campamento esta mañana muy temprano, cuando era apenas de día. Yo la vi entre las sombras del crepúsculo; pero tuve una disputa con mis con mis compañeros, los cuales me aseguraron que ellos nada habían visto. Por mí parte yo no podía dudar del testimonio de mis ojos, y sostuve con calor que había distinguido cruzar un bulto; mas como estaba de guardia, no me fue posible separarme de mi puesto, según lo deseaba, para convencerme de que no me había engañado. Apenas fuimos relevados por la nueva guardia, fuime a buscar a mi hermano Alí, a quien encontré muy preocupado, diciéndome que no podía detenerse, y que iba a averiguar quién era una figura de mujer que había visto pasar ligera como una sombra. Yo impuse a mi hermano de lo que acababa de sucederme, y ambos emprendimos buscar a la mágica, a la cual descubrimos a los pocos pasos que hubimos andado. En el camino se nos reunieron todos estos compañeros, y la hemos seguido hasta verla entrar en la tienda contigua a ésta. -¡En mi tienda! -exclamó el infante. -Sí, en la tuya, -respondió el moro volviéndose hacia don Juan. -¿Y qué hacía allí? -preguntó el rey. -En la tienda de este nazareno hay un rapaz que estaba durmiendo profundamente, -continuó el moro señalando al infante-. Nosotros quisimos saber qué causa conducía a esta vieja a tales sitios y en tal hora, y entonces observamos que, después de explorar con una mirada el interior de la tienda, se resolvió a penetrar en ella y se dirigió muy pausadamente adonde dormía el niño, a quien comenzó a llamar en voz muy baja. Luego, viendo que no despertaba, principió a murmurar palabras cuyo sentido no podíamos comprender, y al mismo tiempo le frotaba la frente al rapaz, que continuaba siempre sumergido en el más

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profundo sueño. Al ver tal escena, señor, ya no pudimos contenernos por más tiempo; pues a pesar de que nada entendíamos de su charla, bien se nos alcanzaba que estaba ejerciendo sus maleficios en el joven que habita en la tienda de tu amigo. Entonces, llenos de indignación, nos precipitamos sobre la bruja, y, como has visto, la hemos conducido a tu presencia, señor. A pesar de que en aquella época era muy frecuente entre los cristianos el hablar o entender el árabe, con todo, la pobre anciana se quedó sin comprender la mayor parte de aquel razonamiento. En esto se oyó un ruido no menor que cuando traían a la vieja. -Dejadme pasar, -gritaba una voz en la puerta de la tienda. Pocos momentos después un rapaz ya crecido se precipitó en la tienda, exclamando con singular expresión de júbilo: -¡Constanza! ¡Constanza querida! La vieja corrió desalada hacia el niño, y ambos se estrecharon con sin igual ternura. -¡Hijo de mi alma!... ¡Ah, señor don Pedro! Seguidme, seguidme, y vamos pronto a consolar a vuestra pobre madre. Y la anciana olvidaba sus golpes y sus heridas, besando la frente pura y tersa del jovencito. -Vamos, vamos pronto a Tarifa, -decía la buena vieja sonriendo dulcemente, y sin reparar siquiera en el sitio en que se encontraba y en los sayones que la rodeaban. -¿Adónde vais, insensatos? -dijo con voz de trueno el infante, apartando bruscamente a aquellos dos seres igualmente débiles e inofensivos, el uno por su extremada juventud y el otro por su vejez. Sin embargo, en aquel tierno niño, cuyo aliento prematuro denunciaba su generosa sangre, produjo tal indignación la conducta del infante, que encendido en ira el bello rostro, exclamó con un brío muy superior a sus años: -A fe, señor don Juan, que habéis cometido una acción indigna de un caballero, maltratando así a la pobre Constanza. -No os enojéis, señor don Pedro, -dijo la anciana con voz dulcísima y procurando ocultar su turbación; -eso no ha sido nada, no merece la pena de que os incomodéis con estos nobles y buenos señores. -¡Infames! -decía el rapaz indignado-. ¡Pobre Constanza! Mira cómo te han puesto... ¡Tienes todo el rostro inundado en sangre!

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Y el joven don Pedro amenazaba al infante porque tan brutalmente había tratado a la anciana. Esta, a pesar de los golpes recibidos y del lamentable estado en que se hallaba, no cesaba de implorar el auxilio de don Juan. -Señor, -decía-, señor... ¿Es posible que no sepáis de lo que se trata?... Vos deberíais impedirlo, porque siempre mis señores os han profesado la más sincera amistad. -¿Pues de qué se trata? -Alto y poderoso señor, -dijo la anciana aproximándose al infante-, mi señora doña María sabe ya que los moros, estos nobles señores, intentan dar la muerte a don Pedro, si su padre el gobernador de Tarifa no les entrega la plaza... -¡Hola! ¿Conque doña María ha recibido ya la nueva? -dijo el infante con feroz sonrisa. -Lo sabe desde ayer. -¡Desde ayer! ¿Estás en ti? -Sí, señor, no tengáis la menor duda. -¡Pues si el mensajero no hará mucho tiempo que ha llegado a Tarifa! -¡El mensajero! -Sí, un moro a quien llaman Abenzayde. -Señor, yo no sé nada de eso. -No podéis haberlo sabido por otro conducto. -La prueba es que a media noche he conseguido salir de Tarifa con gravísimo riesgo... -¿Pues quién ha podido deciros?... -Un noble caballero español, un buen cristiano. -¡Un caballero español! -Sin duda. -¿Sabes su nombre? -Don Nuño Gómez de Lara. -¡Don Nuño! ¡Ah, traidor!

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-¿No te lo dije? Y ahora, ¿te convences? -dijo Aben-Jacob en tono de reconvención. Tanto la exclamación del infante como las palabras del rey de Marruecos fueron pronunciadas en arábigo, por cuya razón pasaron sin ser comprendidas por la triste anciana, que dijo: -Yo, señor, he venido a salvar a mi querido señor don Pedro, al hijo único de mi señora doña María, que a estas horas se halla inconsolable. -¿Y oíste lo que dijo don Nuño a tu señora? -preguntó el infante, procurando disimular su indignación. -Sí, señor, todo lo oí, como que me hallaba presente, es decir, en la antecámara... Cuando entró don Nuño diciendo que deseaba hablar a doña María, yo misma le conduje hasta el aposento de mi señora. Pocos instantes después acudí a los gritos y lloros de la triste dama, y entonces supe la causa, a la verdad muy justa, de su terrible aflicción. Don Nuño había manifestado a doña María el cruel intento del rey moro. El niño escuchaba este rápido diálogo con expresión tan ceñuda, que parecía haber comprendido la inicua trama de que había sido blanco. Súbito exclamó: -¡Vamos!... Sígueme, Constanza, yo te acompañaré a Tarifa... ¡Oh! ¡Si yo hubiese sabido que nos hallábamos tan cerca!... ¿Cómo no había de haber ido más pronto a abrazar a mis queridos padres?... Pero al fin, gracias a Dios, dentro de brevísimo tiempo tendré la dicha de verlos... ¡Sígueme! ¡Sígueme! Y esto diciendo, el rapaz sin más ceremonias se dirigió hacia la puerta, arrastrando en pos de sí a la buena Constanza. -¿Adónde vais? -¡Toma! ¿Pues no lo habéis oído? ¡A Tarifa! -Allí no iréis, sino conmigo, -repuso el infante. -Quiere decir que nos seguiréis también. Así cumpliréis como caballero con la palabra que empeñasteis a mi buena madre de conducirme a su poder bueno y salvo. -Es el caso que hoy no puede ser esa. Pues ved cómo será, porque lo que es yo no me separo ya de Constanza; quiero volver a mi antigua vida; ya estoy cansado de vivir con vos, que me tratáis duramente, y de sobra hemos tenido tiempo, desde que salimos de Granada, para reunirnos con mi querida madre. Y el rapaz, volviéndose a la anciana, añadió:

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-¡Si vieras, querida Constanza, cómo te he echado de menos! Todas las noches he tenido que dormirme sin que nadie me ayudase a rezar mis oraciones de costumbre... ¿Pues y los cuentos? ¡Ay, Constanza! No puedes figurarte qué cuesta arriba se me ha hecho acostumbrarme a dormir sin que antes me contasen historias por el estilo de las que tú me contabas... Desde hoy volveremos a nuestras antiguas costumbres, y me referirás el cuento de El caballero del cisne... y el de La princesa de los enanos... y el de El castillo de las siete serpientes... y el de Las siete ninfas del lago... ¿No es verdad? ¡Ay, qué alegría! -Querido señor... Vamos, no hay tiempo que perder. El infante trabó fuertemente del brazo al aturdido mozalbete. -¡Soltadme, vive Dios! -Dejadnos volver a Tarifa, nobles señores, -dijo la anciana con acento suplicante. -Vos permaneceréis aquí hasta que yo lo mande. -No, no. -Sí, sí. Furioso el rapaz al verse detenido, asentó una terrible bofetada al infante. Este, fuera de sí, dio con el puño un desaforado golpe al aturdido adolescente, que cayó en tierra casi privado de sentido. En seguida lo maniataron, maltratándole cruelmente sin compasión a su juventud y belleza. ¿Quién podrá pintar la angustia, la desolación, el martirio espantoso que esta escena cruel produjo en el ánimo de la infeliz Constanza? Ella había sido la nodriza de doña María y el aya del joven don Pedro, a quien la pobre vieja profesaba un cariño verdaderamente maternal. -¡Por la Virgen Santísima! ¡Por el amor de Dios, señores moros, tened piedad de mi joven señor!... Él es un inocente, no os ha ofendido en nada, es un pobre niño que desea ver a sus queridos padres.. ¿Hay cosa más natural?... Matadme a mí, si queréis, matadme; pero dejadlo a él.. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿No habrá compasión? ¡Pobre niño!... ¿No oís sus roncos gemidos? ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Ay, qué dolor de hijo! Y la anciana, postrada de hinojos, llorando amargamente, cruzadas las convulsas manos sobre su pecho, con una actitud tan dolorida como suplicante, se arrastraba a los pies de aquellos hombres crueles. Parecía la imagen viva de la desolación. Cansados los moros, así como el infante, de tanto lamento importuno, maniataron también a la vieja, y la

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condujeron en compañía de don Pedro a la tienda inmediata a la del rey. Allí los encerraron, poniendo una buena guardia que los custodiase, por lo que pudiese sobrevenir. -¡Demonio de bruja! -exclamó el infante cuando se hubieron llevado a los prisioneros. -¡Vaya una vieja alborotadora! -dijo Aben-Jacob-. Por Alá que me ha dejado la cabeza zumbando; la estantigua gritaba como una loca. ¿Y será mágica? -Creo que tiene sus puntas y ribetes de hechicera... Pero ¿has visto el rapaz? Estos Guzmanes son unas viborillas. ¡El atrevido! ¿Pues no me ha dado un bofetón? Al llegar aquí se abrió la puerta y apareció un moro que, según todas las trazas, acababa de llegar al campamento. -¡Vive el grande Alá que ya te aguardaba con impaciencia! -exclamó el rey. -¿Qué hay de nuevo? -preguntó el infante con curiosidad. -Llegué a Tarifa, señor; me hice anunciar como un mensajero del rey de Marruecos, y al punto me fueron franqueadas las puertas. Luego, según costumbre, vendáronme los ojos y me condujeron a la presencia del alcaide... ¡Altivo es el cristiano por vida mía! -Ya se amansará su altivez, -interrumpió el infante con la feroz arrogancia propia de su carácter. Abenzayde continuó: -Yo le dije lacónicamente mi embajada: «Si no entregas a Tarifa hoy, mañana podrás ver desde el adarve degollar a tu hijo». Te digo la verdad, Aben Jacob, que yo aguardaba aterrar a don Alonso con semejantes palabras; pero ¡cuánto me había engañado! Por espacio de algunos minutos, es cierto que nada pudo contestarme. Sin duda estaba muy lejos de imaginar que tal mensaje le enviabas. A pesar de todo, pasados los primeros momentos de su sorpresa, apareció tranquilo y sereno, como si de la cosa más trivial se tratase. -¿Y qué respondió? -Sin demostrar flaqueza, sin palidecer siquiera, con actitud majestuosa y con voz entera me dijo: «No te mando colgar de una almena, porque eres enviado, y aunque podía muy bien quebrantar el seguro que como mensajero se te debe, supuesto que vosotros violáis todas las leyes divinas y humanas, con todo eso, Abenzayde, cumple a mi honor obrar como cristiano, caballero y español. En algo se han de diferenciar los nobles y los valientes de los malvados y cobardes. Dile de mi parte a Aben-Jacob que muchas veces en defensa de mi Dios, de mi patria y de mi rey he derramado mi sangre con prodigalidad, y pues que mi hijo es sangre mía, no me he de mostrar ahora avaro de ella. Para mí será la gloria, para él será la ignominia. Por lo demás, yo bien conozco de quién ha salido ese plan inicuo, porque no es la primera vez que ya se ha usado de ese innoble ardid para conquistar una

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plaza. Dígalo, si no, la alcaidesa del alcázar de Zamora en tiempo del rey don Alonso. Ahora la iniquidad es mucho más horrible todavía, pues mi amada esposa había fiado al honor de un caballero la vida de su hijo. Dile, pues, a don Juan que estaba reservado a un infante de Castilla el violar, no sólo la humanidad y la justicia, sino también la amistad, el honor y la confianza. Retírate de mi presencia, y a los que te envían repíteles fielmente mis palabras». Así dijo el cristiano; volvieron a vendarme los ojos, salí del alcázar, pusiéronme en las puertas de la ciudad, y en derechura he venido a darte cuenta de mi embajada. Calló Abenzayde. Aben-Jacob guardó también silencio largo rato, como si la narración del mensajero le hubiese conmovido hasta el extremo de hacerle vacilar en su resolución primera. El infante se mordió los labios hasta hacerse sangre, y la vergüenza, el despecho y el furor batallaban encarnizadamente dentro de su corazón pérfido y rencoroso. En aquel momento avisaron a don Juan de que un cristiano deseaba hablarle. Salió el infante de la tienda del rey, y presentose a sus ojos un joven paje que montaba un soberbio caballo. -¿Qué tenéis que decirme? -preguntó don Juan. -Mi encargo está reducido a entregaros esta carta. Y esto diciendo, el paje puso en manos del infante un billete. Don Juan rompió el sello y se puso a leer con avidez. Cuando hubo terminado su lectura, los ojos del infante brillaron con un júbilo infernal. -Decidle que estaré en el sitio que me indica. -Está muy bien. Adiós, señor. El infante guardó cuidadosamente la carta. El paje partió al galope. Capítulo XXII Los dos amigos Don Nuño Gómez de Lara era ni más ni menos que un hidalgo del siglo XIII. Queremos decir que a la nobleza de su alcurnia y numerosos dominios y señoríos reunía un valor

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extraordinario y las pasiones enérgicas del clima y temperamento de los españoles. Era aquella época fecunda en facciones y revueltas. Aún no se había extinguido la lucha entre el trono y la nobleza, aquella lucha terrible que más adelante llevaron hasta el último trance Luis XI en Francia, Juan II en Portugal y don Pedro I en Castilla. Los reyes, apoyados en el pueblo, deseaban demoler el edificio feudal, que cercenaba las regalías de la corona, perjudicando a la unidad del gobierno y manteniendo en pie una clase rebelde, altiva, poderosa e igual al mismo rey en sus respectivas jurisdicciones y señoríos. Mas cuando las fuerzas populares crecieron hasta el punto de ser ya sospechosas a los reyes, éstos se echaron entonces en brazos de la nobleza, que sepultó la libertad castellana en los campos de Villalar. Con la dinastía austríaca comenzó una reacción acaso providencial, porque resumió en sus manos el poder bastante para ahogar en Lepanto la barbarie que habría traído la conquistadora Turquía a la Europa; reacción tal vez funestísima, porque por espacio de siglos dejó a la España como a la mujer de Loth, inmóvil, convertida en una estatua de piedra. En la época de nuestra verídica historia aún no se habían olvidado, o, por mejor decir, no se habían extinguido las parcialidades de los infantes de la Cerda, ni las disensiones entre los Haros y Laras, que desgarraron a Castilla, del mismo modo que en tiempo de don Alonso el Noble había sucedido entre los Laras y Castros. Arrastrado por su parentela y también por sus miras ambiciosas, don Nuño había tomado una parte muy activa en las revueltas de aquel tiempo, llegando a ser uno de los principales rebeldes que seguían la parcialidad del infante don Juan, siempre inconstante, desleal y turbulento, que antes había abandonado a su padre por su hermano y después abandonó a su hermano por su padre. Don Nuño, sin embargo, no estaba dotado de mala índole. Así es que no podía llevar en paciencia la última resolución tomada por el infante. Poco antes de la derrota que los rebeldes sufrieran en el castillo de Alcántara, había recobrado don Juan la libertad de la prisión en que le tenía su hermano don Sancho en Alfaro, a consecuencia de la muerte del señor de Vizcaya, cuyo cómplice había sido el infante. Ni el juramento que entonces hiciera de mantenerse fiel, ni las benévolas disposiciones que hacia él manifestara el rey, lograron detenerle en la senda tenebrosa de sus intrigas, como la tela de Penélope, interminables. Alborotose de nuevo, y fue vencido nuevamente; dirigiose a Portugal, y el rey Don Dionís le mandó abandonar su reino por consideración a don Sancho. Refugiose en Granada, y ya sabemos que pensaba reunirse a Abuz-Yusuf, después que el rey de Castilla había brindado indiferentemente con la paz o con la guerra a los reyes moros de Granada y de Marruecos. Abuz-Yusuf eligió la guerra. Mohamet, luego que el marroquí abandonó la ciudad, se puso de acuerdo con don Sancho, optando por la paz.

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Grande era el conflicto en que a la sazón se hallaba la España, invadida por el poderoso ejército de Abaz-Yusuf. Pero concertados Mohamet y don Sancho, se disponían a combatir contra el común enemigo. El infante don Juan y muchos de sus partidarios se unieron al rey de Marruecos. Felizmente ocurrió entonces la muerte de Abuz-Yusuf, con lo que Granada y Castilla quedaron libres del gran peligro que les amenazaba. El sucesor de Abuz-Yusuf llamó inmediatamente a Marruecos al ejército de España. Pero el infante, que en sus cábalas no contó con que la muerte podía destruir sus proyectos, quedó expuesto más que nunca a la rigorosa persecución de su hermano y a la justa enemistad de Mohamet, a quien villanamente había engañado y vendido. Retirose, pues, a Tánger, y allí ofreció sus servicios al nuevo rey de Marruecos Aben-Jacob, que al fin también se determinó a encender la guerra contra el rey de Castilla. Aben-Jacob recibió al infante con grande honor y cortesía, y le envió con su primo Amir al frente de cinco mil jinetes, con los cuales pasaron el Estrecho y pusieron cerco sobre Tarifa. Vanamente trataron de comprar la lealtad del alcaide cristiano, ofreciéndole tesoros, si entregaba la plaza. La vil propuesta fue desechada con indignación. Después atacaron la villa con todos los artificios que en aquella época el arte de la guerra les ofrecía, y que el rencor implacable y su firme propósito pudieron sugerirles; mas los moros fueron rechazados esforzadamente por los castellanos. Dejaron pasar muchos días, creciendo a cada instante el peligro de los sitiados. Amir y don Juan advierten al alcaide el desamparo en que le dejan los suyos, y pretenden atemorizarlo con los socorros que ellos pueden recibir de hombres y bastimentos. Le proponen, que pues había despreciado las riquezas que le daban, si él compartía con ellos sus tesoros, levantarían el asedio. El héroe Guzmán dio esta respuesta sublime: -Los buenos caballeros ni compran ni venden la victoria. Furiosos los moros, se aprestan nuevamente al combate, intentan un asalto, los cristianos pelean como leones, y los sarracenos se retiran escarmentados, contando entre sus muertos al caudillo Amir. Mas no por esto desisten de su resolución irrevocable. Aben-Jacob se había empeñado en que Tarifa fuese suya, y pocos días después del último combate, el campo de los moros recibe un gran refuerzo de soldados, a cuya cabeza viene Aben-Jacob en persona.

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Entonces el infante recurre a una traza que sólo pudo infundir en su corazón el mismo Satanás. Desde que salió de Granada llevaba siempre consigo al niño Guzmán. Ya sabemos que la hermosa doña María había entregado su hijo al infante para que lo condujese a Portugal, y allí se lo entregase a su deudo el rey don Dionís. La triste señora ignoraba que el infante había sido lanzado de Portugal, y que le estaba prohibido volver a aquel reino. También hemos indicado en otro lugar que las gracias de doña María habían infundido a don Juan una pasión abrasadora. Pero la discreta dama había rechazado siempre las indignas proposiciones del infante, si bien con el decoro y la conveniencia que exigía el alto nacimiento de aquel hombre malvado. A los ojos de la dama, el inicuo pasaba solamente por desafortunado en sus empresas, y muchas veces en su corazón se había lamentado de la enemiga que mediaba entre los dos hermanos. Nunca doña María pudo sospechar que existiesen tales monstruos de maldad entre los hombres. Por su parte don Juan había disimulado profundamente la ira y el rencor que le causaran las repulsas de la noble matrona. Pero había jurado vengarse, y ya desde Granada había empezado su obra de horrible iniquidad. Al principio sólo había pensado tener en rehenes al hijo para obtener criminales favores de la madre. Ahora el despecho le tenía fuera de sí, y deseoso de quebrantar la entereza de don Alonso Pérez de Guzmán, comunicó al rey de Marruecos su proyecto espantoso. Aben-Jacob lo aprobó con entusiasmo, pues no sólo anhelaba conquistar la villa, sino también tomar venganza de la muerte de su primo Amir.

Entonces resolvieron enviar al héroe el atroz mensaje que ya hemos referido.

Antes que Abenzayde comunicase a don Alonso la cruel alternativa en que su mala estrella le había puesto, ya había sabido doña María la horrible extensión de su desgracia. Don Nuño Gómez de Lara, dado que turbulento y nada estrecho de conciencia, no era tampoco tan inicuo, que no reprobase tan atroz atentado. Así, pues, aunque recatándose de su amigo el infante, voló a dar aviso a la dama, ya para ver si ella encontraba algún remedio a su angustia, ya para probar que él no tomaba parte alguna en crimen tan horrendo.

La noche comenzaba a extender sus sombras.

Un caballero armado de todas armas y jinete sobre un poderoso caballo atravesó la línea del campamento.

Apenas habría caminado media milla, cuando se detuvo a la entrada de un bosque de encinas situado en una pequeña eminencia. Desde allí se descubría la extensa superficie del mar. Sin duda que la hora convidaba a tiernas meditaciones; el sitio estaba solitario y el paisaje era bello y majestuoso. Empero nuestro personaje no parecía dar mucha importancia al magnífico espectáculo que la naturaleza presentaba en aquellos momentos. Ni el bosque, ni el mar, ni el cielo llamaban su atención.

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El caballero echó pie a tierra, y tomó la actitud de una persona que aguarda el instante prefijado para una cita.

Ya comenzaba a impacientarse, cuando sonó el ruido de algunos pasos.

El que aguardaba vio detenerse a alguna distancia tres personas. Eran éstas dos caballeros y una dama.

Doña María cambió algunas palabras con los que la acompañaban, y en seguida echó pie a tierra, hizo una seña a los suyos para que se alejasen algún tanto, y se dirigió hacia el infante.

Frente a frente permanecieron durante algunos minutos, sin atreverse ninguno de los dos a romper el silencio.

La dama estaba trémula como la hoja en el árbol y pálida como la muerte.

El caballero contemplaba a su víctima como el avaro a su tesoro, como el tigre a su presa.

-¿Quién había de pensar que nos habíamos de ver en este sitio, y que vos habíais de ser la causa de mi dolor inmenso?

-Ciertamente, señora, que nunca creí llegase este caso.

-Ni he sido yo la que ha hecho que llegue.

-Ni yo tampoco.

La triste madre fijó una mirada imposible de describir en el infame caballero. Aquella mirada de odio, sin embargo, espiró en una sonrisa.

-Pues entonces, señor don Juan, yo espero que todo al fin podrá arreglarse.

-¿Habéis encontrado algún medio?

-Vos sois tan generoso, que no dudo lo aceptaréis.

-Señora...

-Sí, don Juan, vos sois de carácter impetuoso y de voluntad firme; pero estoy segura de que vuestro corazón es compasivo y generoso.

-Veamos el medio.

-Yo tengo inmensos tesoros que serán vuestros, es decir, que pondré en vuestras manos para que se los entreguéis al rey Aben-Jacob.

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-El moro no quiere otra cosa sino la plaza.

-¿Pues no quisieron no ha mucho que mi esposo les diese sus riquezas?

-También hace poco tiempo que el desgraciado Amir le ofreció grandes tesoros en vez de pedírselos.

-Pero debéis conocer el carácter de don Alonso.

-En ese caso, ya sabéis que él será el verdugo de su hijo.

La dama estuvo a punto de desplomarse en tierra.

-Yo misma, señor, que he venido a buscaros para haceros esta proposición, me vería obligada a huir de la presencia y del furor de mi esposo, si a saber llegase que me he rebajado (así lo llamaría él) hasta el punto de ofrecer dinero a los moros. Pero si me he atrevido a dar este paso, ha sido confiada en vuestra cortesía, que no dejará de prestar ayuda a una dama afligida tan cruelmente como yo me veo. Vos sois un noble caballero, lleváis espuela de oro, vuestro padre era un rey, y nadie me convencerá de que vos, infante de Castilla, me dejaréis abandonada en tan doloroso trance. ¡Ay, señor! Supuesto que el rey moro tanto os estima, ¿no podíais hacer que mi querido Pedro fuese rescatado? Ofrecedle oro, señor, no tengáis cuidado; yo podré hartar su codicia... ¡Ah!... ¿No me respondéis?

-Ya es tarde, doña María.

-¡Ya es tarde!... ¿Y no lo intentaréis siquiera? Ved, señor, que de rodillas os lo pido... ¡Tened compasión de mí! Haréis una obra de caridad, y yo... os bendeciré, sí, os bendeciré como al libertador de mi hijo... ¡Ay, señor don Juan! ¿No haréis por mí este favor?

El infante guardaba profundo silencio.

Su rostro daba muestras de haberse conmovido algún tanto, y contemplaba a la dama, cuya hermosura se aumentaba con su dolor. ¿Qué duro pecho no se ablandara al ver tanta desventura pintada en rostro tan divino?

-Levantaos, señora, -dijo el infante con un acento que revelaba el más inmenso júbilo.

Levantose doña María, abriendo su corazón a la esperanza, como las flores abren sus corolas al beso de las brisas.

-¡Ah, señor don Juan! Yo os viviré constantemente agradecida; ahora comprendo que era verdad lo que en otro tiempo me decíais acerca del cariño que yo os había inspirado... Decid, señor, decid lo que debo hacer.

-En vuestra mano está el salvar a vuestro hijo, hermosa doña María.

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-¡Qué felicidad! ¿Al fin podréis conseguirlo?

-Yo no, señora, vos sois quien lo ha de conseguir... Ya sabéis que nada es más cierto que lo que acabáis de decirme... Siempre os he profesado el más ardiente amor...

Don Juan se detuvo, clavando sus ojos en la triste dama.

Durante largo rato los dos guardaron silencio. Al fin doña María sintió encendérsele el rostro de ira, de dolor, de vergüenza. Nada era comparable con la angustia de su alma en aquellos momentos; pero una santa indignación le prestó fuerza bastante para contener las lágrimas que se agolpaban a sus ojos.

-¡Sois el más infame de los hombres! -dijo la dama, y llena de tristeza y de amargura se alejó.

Y cuando el infante vio que en compañía de los dos caballeros desapareció rápidamente doña María, se mesó la barba y los cabellos en señal de desesperación.

-¡Cuán insensato he sido! ¡La he dejado ir!

El demonio le había inspirado un nuevo crimen, o por mejor decir, el pesar de no haberlo cometido.

Los dos caballeros que acompañaban a doña María no eran otros que el señor de Alconetar y su inseparable amigo Álvaro del Olmo, a quienes la ilustre dama había suplicado que la escoltasen hasta el lugar en que tuvo la cita con el infante.

Álvaro del Olmo, sin participarlo a su altivo compañero, había mandado que secretamente les fuesen siguiendo a lo lejos los hombres de armas que habían acompañado a don Guillén desde Alconetar. Esta medida fue muy acertada, pues que todo se debía temer de un hombre tan malvado como el infante, el cual desde luego podía pensar en apoderarse también de la hermosa cuanto infeliz doña María.

Ya hemos tenido ocasión de observar que el infante pensó en ello desde el punto en que creyó que la esposa de Guzmán había ido solamente acompañada por dos caballeros.

Por su parte don Juan no había creído conveniente, puesto que se le ocurrió de antemano, el llevar a cima semejante proyecto, en atención a que lo juzgaba impracticable o muy peligroso; pues desde luego imaginaba que la esposa del alcaide no dejaría de venir muy bien escoltada.

Doña María y los caballeros caminaban silenciosos, y aun cuando la hermosa alcaidesa no les había manifestado los pormenores de su designio al ir aquella noche a las cercanías del campamento de los infieles, con todo, bien se les alcanzaba a los generosos mancebos que el éxito de la empresa había sido muy poco satisfactorio para la triste dama. No obstante, el señor de Alconetar y su amigo respetaron el silencio de doña María, y ni siquiera le dirigieron una pregunta que pudiera parecer indiscreta.

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La dama y los caballeros llegaron todavía en las primeras horas de la noche a los muros de Tarifa. En las inmediaciones de la puerta les salió al encuentro el jefe de la guardia, que de antemano se había puesto de acuerdo con doña María para favorecer su salida de la plaza.

Habiendo reconocido el jefe a los recién llegados, los dejó pasar sin dificultad alguna, así como también a los que llegaron algún tiempo después, que eran los hombres de armas del señor de Alconetar. La triste dama entró por una puerta secreta en el alcázar, después de haberse despedido de los dos caballeros, a los cuales dio las gracias en los términos más cariñosos.

Inmediatamente los dos jóvenes se encaminaron a la puerta principal del alcázar, a fin de presentarse a don Alonso, y que este no pudiese advertir que habían estado ausentes de Tarifa; pues el alcaide había cobrado mucha afición a don Guillén y a su amigo, y ningún día dejaban de verse. Por otra parte, nuestros jóvenes caballeros abrigaban razones muy poderosas para no dejar de presentarse a don Alonso Pérez, el cual en varias ocasiones había encomendado al señor de Alconetar y a su amigo difíciles y honrosos encargos militares. Esta distinción por parte del alcaide les imponía el deber imprescindible de no faltar a ninguno de los continuos lances que tenían lugar durante el cerco de la plaza. Además, en casos tales todas las fuerzas se utilizan, y desde los más tiernos jóvenes hasta los ancianos casi decrépitos se veían obligados a prestar algún servicio, conforme con sus años y aptitudes. Ahora bien, atendidas las circunstancias, el señor de Alconetar y su amigo habían tenido necesidad de asistir como guerreros a los puntos designados por el alcaide.

Aquella noche el infortunado cuanto valiente caudillo se hallaba celebrando un consejo con los capitanes más ancianos de la guarnición, a fin de determinar si convenía o no hacer una salida de la plaza para acometer de improviso a los infieles.

Por esta razón, ni don Guillén Gómez de Lara ni su amigo pudieron ver a don Alonso; pero su lugarteniente les manifestó que el alcaide había preguntado por ellos, y que en la distribución del servicio de aquella noche se había contado con los hombres de armas del señor de Alconetar para que después de la hora de prima guardasen una de las puertas de la ciudad.

Afortunadamente aún no había llegado la hora en que debía comenzar el servicio de las gentes de don Guillén, y por lo tanto ni habían podido notar su ausencia, ni mucho menos pensar que esquivaba las ocasiones de servir a su patria.

Los dos caballeros, seguidos de sus gentes de armas, volaron al sitio que se les había designado.

Era cerca de la media noche, y todo yacía sumergido en silencio y tinieblas, cuando los dos amigos se hallaban guardando la puerta de la ciudad y departiendo con voz recatada de sus amigos ausentes y de su patria.

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También se habían reunido con nuestros mancebos algunos jefes de los puestos y guardias próximas. Hablose allí del consejo que se estaba celebrando, y vertiéronse opiniones diversas. Unos juzgaban que lo más acertado sería permanecer a todo trance en la plaza; los más fogosos pensaban que era más digno de la valentía española el salir del recinto de las murallas y acometer a los enemigos en su mismo campamento; y por último, todos convenían en la necesidad de enviar mensajeros al rey de Castilla para que, enterado del conflicto en que se hallaban, les enviase el ansiado socorro.

Al fin cesaron las pláticas, y sólo quedaron don Guillén y su amigo con las lanzas empuñadas y paseándose por las inmediaciones de la puerta, que daba al campo y frente por frente de la tienda de Aben-Jacob.

El señor de Alconetar recordaba en aquellos momentos a su hermosa, cuanto adorada Elvira, que era la luz de sus ojos y el alma de su alma.

El amor apasionado es el compañero inseparable de la gloria inmarcesible.

El señor de Alconetar, soñando con los laureles del guerrero para ceñirlos a la frente de la virgen de sus amores, exclamó dirigiéndose de pronto a su compañero:

-¡A fe que sería una hazaña de las más gloriosas! -¿Qué quieres decir? -Estoy pensando en que a mí podía estarme reservada la gloria de hacer pagar muy cara su audacia a los infieles. -¿Cómo así? -Mira el silencio y la calma que reinan ahora en el campo enemigo. Ya solamente se distingue alguna que otra hoguera moribunda; y la noche está oscura y convida a llevar a cabo la empresa difícil que ha concebido mi mente. -Veamos qué es ello. -Todos los caballeros que se encuentran en Tarifa desean salvar al tierno hijo de don Alonso de la muerte cruel con que el bárbaro enemigo le amenaza; y en último caso, ya que esto no sea posible, al menos que tampoco sea estéril el inmenso sacrificio que al fin don Alonso está resuelto a hacer, antes que entregar la plaza a los infieles. -A la verdad que sería muy doloroso que el buen alcaide perdiese la plaza después de haber sacrificado a su hijo. -A lo menos, el hijo de Guzmán será vengado, y quiero que mi brazo sea el que tome esta venganza. He aquí, Álvaro, lo que deseaba decirte.

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-¿Y es posible, amigo mío, que hayas pensado en llevar tú solo a feliz cima tan temerario intento? -Escúchame y verás cómo no es temeraria mi empresa. En un lugar oculto dejo mi caballo, y con precaución me adelanto hasta la tienda de Aben-Jacob, donde me será fácil penetrar a favor de las tinieblas; y degollando al rey de Marruecos, mañana podemos hacer una salida de la plaza, y el triunfo será seguro, porque los enemigos estarán aterrorizados con la nueva de la muerte de su monarca. Y aun cuando yo no consiguiera privar al rey moro de la vida, al menos podré llevar a cabo una empresa gloriosa para un hombre solo, y de la cual tal vez depende la salvación de la plaza. -¿Qué piensas hacer? -Atravesar el campamento moro, encaminarme a Castilla, dar parte al rey de mi embajada... -¿No le enviaste una carta a don Sancho, cuando salimos de Granada? -interrumpió Álvaro. -En aquella carta le comunicaba las respuestas que habían dado los reyes moros; pero ¿quién sabe si el buen Martín Galindo habrá llegado bueno y salvo a Castilla? Además, yo podré decirle al rey de palabra muchas cosas que no era discreto confiar a una carta. -No lo niego; pero el resultado principal de la embajada ya lo sabe el rey, por cuya razón no veo la necesidad de que te expongas al peligro de una muerte poco menos que inevitable, sin más causa ni motivo que manifestarle al rey el éxito de su mensaje, que ya sustancialmente lo sabe don Sancho. -Es que mi pensamiento no es sólo el hablarle al rey de lo que en secreto me dijo en la Alhambra Mohamet, sino anunciarle al mismo tiempo los sucesos que han tenido lugar en Tarifa, manifestándole que urge socorrer la plaza. -¡Oh! ¡Si tú pudieras llevar esa noticia!... ¡A fe que sería un hecho glorioso!... Cabalmente, según tengo entendido, los capitanes más experimentados de entre todos los de la guarnición se ocupan en este momento de la necesidad de hacer una salida, no sólo por escarmentar al enemigo, sino principalmente porque, a favor del tumulto de la pelea, será fácil que puedan atravesar el campamento de los moros algunos jinetes cristianos que ya estarán designados, a fin de que lleven al rey la triste nueva de lo que acaece en Tarifa. -Yo creo que don Sancho debe saber el estrecho cerco que Aben-Jacob ha puesto sobre esta plaza, porque es imposible que después de seis meses que llevamos de sitio no haya tenido el rey noticias del intento de los infieles; pero también imagino que ignorando nuestro monarca la iniquidad del infante, no habrá creído necesario enviar socorro, confiado en la entereza y bravura del alcaide. Efectivamente, el señor de Alconetar y sus hombres de armas llevaban cerca de siete meses de residencia en Tarifa, pues que a los pocos días de haber llegado a la plaza

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escoltando a la esposa del alcaide, había tenido lugar la aparición de los infieles, cerrando todos los pasos para que no pudiesen los cristianos dar aviso a los suyos, ni menos recibir auxilios de hombres o bastimentos. -Seguramente, -dijo Álvaro-, cuando el rey no ha enviado socorro, será porque no le habrá sido posible disponer de hombres de armas; pero en ningún modo puede creerse que el rey no sepa el cerco de Tarifa, porque a lo menos los pueblos comarcanos y que están situados en esta costa, no habrán dejado de sufrir las crueldades y vejaciones de los infieles; de modo que a punto fijo puede asegurarse que las nuevas de esta invasión han llegado hasta Castilla. -Pero habrán llegado de manera que a estas horas el rey no sabrá pormenores del asedio, ni tampoco la horrible iniquidad que medita su hermano el infante, supuesto que don Alonso no ha podido enviar mensajeros a don Sancho. -Sin duda tienes razón. -Pues bien; yo, que merecí el honor de que el rey me eligiese para llevar su mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos, yo quiero ahora probar que soy digno de la predilección de don Sancho, llevándole noticias de lo que por esta tierra sucede, y contribuyendo de este modo a que se salve la plaza, ya que por desdicha tal vez no pueda evitarse la muerte del niño Guzmán. Álvaro del Olmo guardó silencio, no atreviéndose a contrariar el intento de su amigo por lo que tenía de heroico, ni osando tampoco aprobarlo por lo que tenía de peligroso. -¿No te parece, -insistió Gómez de Lara-, que sería un hecho por demás hazañoso y digno de mí, el atravesar el campamento enemigo, degollar al rey de Marruecos y llevar a Castilla las nuevas que ninguno hasta ahora ha podido llevar de Tarifa? Álvaro del Olmo, reconociendo el noble brío del valeroso caballero, exclamó lleno de júbilo: -¡Querido amigo, bien se conoce que tienes un gran corazón, supuesto que tales hazañas intentas! Pero ¿cuándo, querido Guillén, cuándo has notado en mi flaqueza, para que tú solo quieras emprender tal hazaña sin contar conmigo? ¡Nunca creí que me hicieses tan grande ofensa! -No, querido Álvaro, yo no te ofendo por querer que permanezcas aquí, mientras que yo me lanzo a empresa tan peligrosa. -Por lo mismo yo quiero acompañarte. -Por lo mismo yo quiero que me sobrevivas. -¿Qué haré yo si tú mueres?

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-Escucha, querido amigo: si mi destino adverso hubiese decretado que yo pierda la vida en el peligroso lance que intento, ruégote que, si te es posible, adquieras mi cuerpo, y haz que lo sepulten al lado de mis mayores en el castillo de Alconetar; y si por desdicha mía permite el cielo que mi cadáver quede insepulto en el campo moro, toma esta trenza de cabellos que mi adorada Elvira me envió cuando yo estaba herido, y entrégasela, diciéndole que nunca sus hermosos cabellos se apartaron de mi corazón, y que si he desafiado tantos riesgos, ha sido solamente impulsado por el santo fuego de su amor y por hacerme con mis acciones gloriosas más y más digno de sus amantes miradas... Y dile también que al exhalar el último suspiro mi última palabra fue su nombre. Esto diciendo, el señor de Alconetar entregó a su amigo una trenza de cabellos primorosamente sujeta por un torzal de seda azul. Álvaro, no queriendo aceptar aquella fúnebre comisión, dijo: -Guarda tu trenza, querido Guillén, y no pienses que he de consentir en que mi suerte sea distinta de la tuya. Desde niños hemos vivido juntos, y juntos también quiero que nos sorprenda la muerte. ¡Yo no me separaré ni un instante de ti, querido amigo! Y Álvaro echó los brazos al cuello de Gómez de Lara, que también cariñosamente lo estrechó contra su seno.

-¡Oh noble abnegación de la amistad! El infeliz Álvaro procuraba ocultar a todo trance la angustia inmensa que oprimía su alma. Ya sabemos que el sobrino de Gil Antúnez estaba también enamorado de Elvira, y al recordar que ésta amaba a don Guillén, el infeliz Olmo sufría torturas inexplicables; pero las devoraba en silencio, por no afligir a su amigo.

-Yo no quisiera, Álvaro, que por mi causa te expusieses al peligro de una muerte segura...

-De una muerte gloriosa. ¿Acaso piensas que yo no tengo también ambición de renombre? Además, que si vamos los dos juntos, será más fácil que salgamos con nuestra empresa adelante.

-Yo acepto tu compañía, Álvaro, porque tú eres digno de mi amistad.

Los dos mancebos mandaron a uno de sus servidores que al punto les llevase sus caballos, que los tenían allí cerca en el mismo puesto de la guardia.

Luego se encaminaron rápidamente al alcázar, a tiempo en que aún estaban reunidos los experimentados capitanes que había convocado a consejo el héroe Guzmán. Este, sabido el nombre de los que a tales horas le buscaban, mandó que inmediatamente fuesen introducidos en la sala del consejo.

Los jóvenes saludaron respetuosamente a los ancianos guerreros, y dirigiéndose al noble alcaide, el señor de Alconetar dijo:

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-Ilustre don Alonso, perdonad si venimos a interrumpir vuestros cuidados por salvar la honra de nuestra fe y de nuestra patria; pero confío, valientes capitanes, en que nos escucharéis sin enojo, supuesto que nosotros también venimos estimulados, por el deseo de hacer alguna cosa en favor de nuestra patria querida. No juzguéis temeridad lo que es fruto de madura reflexión, que también en almas juveniles puede caber razonable discurso. Hemos tenido ocasión de reconocer las avenidas del campo enemigo, y hemos visto con gozosa sorpresa que hay un lugar a propósito para pasar sin grande riesgo por entre los reales de los infieles. Si nos dais licencia, nosotros nos atrevemos, no solamente a pasar más allá del campamento moro y llevar las nuevas al rey de Castilla de lo que en Tarifa acaece, sino que también de camino pudiéramos intentar la salvación de vuestro tierno hijo, o al menos su venganza, degollando sin piedad a todos los que encontremos al paso.

El noble alcaide y todos los guerreros que se hallaban en su compañía escucharon con júbilo el razonamiento del valeroso Gómez de Lara.

-¡Cuán grande gozo es para mí, -exclamó don Alonso Pérez-, contemplar que hay en Tarifa tan buenos caballeros que, movidos por la honra de la patria, se anticipan a ejecutar nuestros mandatos y deseos! Habéis de saber, esforzados paladines, que en este momento mismo estábamos pensando en quiénes serían a propósito para llevar a cima la misma empresa gloriosa que vosotros por vuestra propia voluntad habéis venido a proponernos. Si antes os estimaba, nobles caballeros, ahora os admiro, y si pertenecieseis al vulgo de los soldados, yo os ofrecería riquísimos premios; mas ya que os movéis por el solo amor de la patria y de la gloria, yo me contento con deciros: Partid, amigos de mi alma, partid, y que el cielo os ayude en vuestro empeño generoso -dijo el noble alcaide; y, enternecido, abrazó a los dos mancebos.

Todos los capitanes que contemplaban esta escena se sintieron conmovidos por el amor de la patria y por la virtud de los héroes.

-Nosotros, -dijo el señor de Alconetar dirigiéndose a Guzmán-, nosotros no queremos otra recompensa que la estimación de los buenos caballeros.

-Las nobles palabras que nos habéis dirigido, señor alcaide, son para nosotros la gloria cumplida, -añadió Álvaro con el acento della más viva gratitud.

Los dos jóvenes salieron de aquel recinto, después de haber estrechado la mano de todos los guerreros que allí se encontraban, y que hacían ardientes votos porque los dos fieles amigos llevasen a cabo felizmente su arriesgada empresa.

Salen por fin de la plaza, atraviesan los fosos, y a favor de las tinieblas avanzan hacia el campo enemigo.

Llegan hasta escuchar la respiración de los infieles, que dormían descuidados.

-Los dos amigos cambian algunas palabras con recatado acento.

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-Convendría, -dijo Lara-, que echásemos pie a tierra y nos introdujésemos en la tienda de algún jefe enemigo. ¡Tengo sed de sangre!

-Espera, -repuso Álvaro deteniéndose y mirando en torno suyo, como si buscase lugar adecuado para su intento.

Después de algunos minutos de observación, el sobrino de Antúnez dijo:

-Por este lado, a la izquierda, hay un bosque cuya espesura podrá favorecer nuestra marcha. Aquí y entre aquellas encinas, podremos dejar los caballos. Espérame aquí un momento.

Y, Álvaro dejó los caballos en lugar seguro, y tomando bien las señas del sitio, fue a incorporarse con su amigo.

Habiendo logrado no encontrar ninguna de las guardias avanzadas, penetraron hasta la tienda de Ismael, guerrero de agigantada estatura, y que dormía sobra cojines, teniendo al lado su corva cimitarra. Un negro estaba atravesado a la entrada de la tienda y también estaba sepultado en profundo sueño.

-Entra en la tienda inmediata, -dijo el señor de Alconetar-, y degüella todo cuanto encuentres al paso, mientras que yo hago lo mismo.

Los dos se estrechan las manos, cada cual se dirige a una tienda, y para el caso de algún contratiempo se dan por punto de reunión el sitio donde han dejado sus corceles.

Como en la oscura noche el león hambriento se precipita en el redil, del mismo modo el valeroso Lara penetra en la tienda de Ismael y degüella rápidamente al esclavo que guardaba la puerta.

En seguida se dirige hacia donde estaba Ismael, a tiempo que, abría los ojos atónitos; pero no tuvo más lugar que el necesario para ver la sangre de su esclavo y la espada del fiero campeón que, brillante y rápida como un relámpago, se hunde tres veces en su pecho.

Murió Ismael como en el terror de una pesadilla, medio despierto, medio durmiendo. La espada del cristiano cortó de un solo golpe su sueño, su terror y su vida.

Gómez de Lara se apodera de la cimitarra de Ismael, y pasa a la tienda contigua, y divisa el blanco alquicel de un moro que salía desatentado. Era el árabe Al-Asshari, que, huyendo de la espada de Álvaro, se encontró con la muerte que le dio el señor de Alconetar. ¿Quién puede oponerse al destino?

Al-Asshari lanzó un grito y cayó inundado en su sangre. Por encima del cadáver salta otro guerrero hacia el cual don Guillén asestaba su espada, cuando reconoció a su amigo.

-¡Huyamos! -exclamó Álvaro.

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-¡Tan pronto!

-A cuatro he quitado la vida en esta tienda; pero ese que salía, y a quien diste muerte, nos ha descubierto gritando... Mira, algunas sombras se distinguen al incierto resplandor de aquella hoguera moribunda... La prudencia no está reñida con la valentía. ¡Sígueme!

-Todavía no.

-Querido amigo, no seas temerario, y piensa que la patria aún necesita de nuestros servicios. ¿Qué ganaremos con sucumbir ahora en desigual combate? ¡Acuérdate de que somos portadores de un mensaje de importancia!

El señor de Alconetar guardó silencio y se dejó conducir por su amigo.

Las sombras que antes habían divisado en torno de la hoguera casi extinguida eran algunos soldados que se despertaron al grito de Al-Asshari; pero como estaban soñolientos en demasía, volvieron otra vez a recostarse sobre la hierba, juzgando que algún compañero pretendía burlarlos, haciendo que se alarmasen con aquel grito lastimoso.

Entretanto los dos amigos caminaban libres y seguros hacia el sitio donde tenían los caballos.

El alba comenzaba a sonreír en el cielo cuando ya los dos caballeros habían logrado abrirse paso por entre los infieles. Ambos iban más gozosos que los pajarillos que con sus arpadas lenguas comenzaban a entonar el saludo al nuevo día.

De repente por una de las encrucijadas del bosque apareció una pequeña partida de moros a caballo, que llevaban antecogidos algunos bueyes y corderos, y que sin duda habían arrebatado a los míseros labradores de la comarca.

-¡Eh, deteneos! -gritó una voz imperiosa.

Los dos amigos clavaron los acicates a sus corceles, y con rapidez increíble se internaron por lo más espeso de la selva.

Por su desdicha encontraron un arroyo cuyo cauce era muy profundo y peñascoso. El señor de Alconetar consigue salvar el obstáculo, y se escapa de los moros que los perseguían con bulliciosa algazara; pero Álvaro no fue tan afortunado.

Gómez de Lara creía que su amigo le iba siguiendo, y en esta inteligencia clavaba sin compasión las espuelas a su corcel. Al fin, no escuchando el galope del caballo de Olmo, se detuvo, y tornando la cabeza, lanzó un grito de horrible angustia. Al saltar el arroyo, caballo y caballero habían caído en la margen opuesta, de modo que los infieles habían tenido tiempo de aproximarse al desdichado Álvaro, el cual a pie sostenía un desigual combate con seis moros Gómez de Lara, rugiendo de ira, volvió las riendas y se lanzó en defensa de su caro amigo.

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El valeroso Álvaro había dado ya muerte a dos moros; pero no había podido menos de sucumbir al número de los contrarios. El que parecía jefe de aquella partida había derribado de un golpe en la cabeza al triste Álvaro, que, con la vista turbada por la sangre que manaba de su frente, vaciló algunos instantes como un hombre beodo, y al fin se desplomó en tierra. Al caer el cuerpo membrudo, resonó la armadura como cruje el tronco del cedro gigante que cae tronchado al impulso de la segur del leñador. El bárbaro moro tenía ya levantada en alto su corva cimitarra para degollar al triste Álvaro; pero en este mismo momento llega el fiero Gómez de Lara y se precipita con ímpetu sobre el moro, por cuyo semblante se difunde la última palidez de la muerte.

Capítulo XXIII

La madre

¡Oh! ¡Quién pudiera pintar el noble brío y la marcial belleza del invencible paladín! En aquel momento Gómez de Lara estaba poseído del genio de Marte, de la inspiración del valor, inspiración sugerida por el santo sentimiento de la amistad. Sus golpes son seguros, su fuerza titánica, su bravura irresistible.

Los tres infieles que restaban, asombrados de la pujanza del guerrero, apelaron a la fuga para salvarse.

Entonces Gómez de Lara echó pie a tierra y limpió la sangre del pálido y hermoso rostro de su amigo.

-¡Aún vive! -murmuró.

El señor de Alconetar paseó en torno suyo una mirada de mortal inquietud, como si temiera la aparición de nuevos perseguidores. En efecto, no era infundado el temor de Gómez de Lara, pues los que poco antes habían huido no dejarían de llevar la alarma al campamento de Aben-Jacob.

Al considerar el lamentable estado de su amigo, los negros ojos de Lara se empañaron de lágrimas.

Luego, con mucho tiento, con mucho cuidado, con la misma ternura de una madre para con su hijo, el señor de Alconetar colocó a su amigo sobre la delantera de la silla de su caballo. En seguida Lara cabalgó, sujetando entre sus brazos al amigo de su corazón, al compañero de su infancia.

Ya el sol brillaba en el Oriente, esparciendo sobre la tierra júbilo y vida, y a lo lejos se escuchaban los instrumentos bélicos de los infieles.

El valeroso paladín, lleno de tristeza, clavó los acicates al noble bruto y partió al galope.

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Encerrado en su aposento el triste alcaide se entregaba a su dolor, y como varón esforzado procuraba ocultar su angustia a la esposa y a los servidores.

De pronto llamaron a la puerta.

Don Alonso, con semblante casi risueño, salió a abrir, imaginando que acaso sería alguno de sus capitanes.

Al ver a su esposa, el valeroso alcaide frunció el ceño; pero fue para disimular mejor la grande tristeza que rodeaba su alma como una noche de tempestad en el desierto.

-¡Infeliz! -pensó-. ¡Suframos en paciencia sus lloros!

Y volviéndose hacia la desolada esposa, preguntó:

-¿Qué queréis, doña María? -¡Y me lo preguntáis, señor! Reinó un prolongado silencio. -Amado esposo y señor, -dijo al fin la triste madre-, ¿no me permitiréis que os pregunte lo que pensáis hacer? -¿Y no pudierais excusar esa pregunta? -¡Ah! Tenéis mucha razón... Debía acordarme que vuestra alma es de hierro, y que en vuestro feroz orgullo seréis capaz de sacrificar bárbaramente a vuestro tierno hijo... ¿No es así, señor? -No es así, señora; y sin embargo, será así. -¿Cómo? -No es el orgullo, es el deber lo que me hace sacrificar a mi hijo. -¡Qué horror! ¿Y tenéis entrañas? -Tengo patria y tengo honor. -Considerad... ¿En qué peligra la patria? ¿No podéis entregar la villa, salvar a vuestro hijo y conquistar después cien ciudades? ¿Quién, amado esposo y señor, quién se atreverá a echaros en cara vuestra conducta? El más noble, el más valiente, el más cumplido caballero, en semejante caso no vacilaría un momento en salvar a su hijo. ¡Ah! ¿Seréis capaz de permitir que a nuestra vista degüellen ¡ay! a nuestro hijo esos infames sayones?

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-¿Y queréis que yo me iguale con ellos, transigiendo con su infamia?... Decidme, doña María, apelo a vuestra misma sentencia, vos misma vais a dar el fallo en esta causa; en esta ocasión conoceré si verdaderamente me amáis, porque supongo que no podréis estimar a vuestro esposo, si llega a deshonrarse por un acto de culpable debilidad. Mi religión, mi patria, mi rey me imponen la obligación, tal vez dura y terrible, lo confieso, pero obligación al fin, de tratar como enemigos a los moros y defender la villa encomendada a mi custodia. -Pero esa obligación no se entiende sacrificando a vuestro hijo. -Eso, señora, es decir que las obligaciones cesan desde el punto en que su cumplimiento comienza a ser penoso. -Vuestro deber como padre es defender a vuestro hijo, a un niño inocente y abandonado de todos. -¡Ay, señora! Antes que padre soy hombre... -¡Hombre! -interrumpió indignada la afligida madre-. ¡Hombre! ¡Cuán hinchados de orgullo estáis con la prerrogativa de hombres! Mejor diríais que sois fieras, y aun peores; pues a lo menos las fieras defienden a sus pequeñuelos. -Ellas no conocen a Dios ni tienen patria. -¿Y manda Dios que los padres asesinen a sus hijos? -¡Señora! Pero os perdono vuestras palabras... ¿Es posible que no comprendáis que demasiado comprendo vuestro dolor? El valiente don Alonso dirigiose a la puerta, la cerró cuidadosamente, y en el camino se enjugó dos lágrimas que abrasaron sus mejillas. Luego se volvió y dijo: -Esposa mía, no seas injusta, no vengas a desgarrar mi pecho con tus quejas importunas... ¿Piensas acaso que yo también no padezco? ¡Has llegado a imaginar que mis entrañas no se parten con tamaña desventura? ¿Qué piensas que hacía yo retirado en lo más oculto de mi aposento? ¡Ay, esposa mía! Delante de mis guerreros no me es permitido derramar una lágrima siquiera, don Alonso de Guzmán no dará motivo a ningún viviente para que lo tache de flaqueza, cuando se trata de cumplir el más sagrado de los deberes... Aquí estaba, te lo digo ahora que nadie puede oírnos, amada esposa, aquí estaba llorando, llorando mi desdicha. ¡Si tú pudieras comprender cuántas angustias han destrozado mi corazón de padre! ¡Si tú supieras cuán terrible cosa es tener el alma inundada de dolor y no poder siquiera exhalar una queja ni un gemido!... ¡Ah! Entonces, yo estoy seguro de que me tendrías compasión y llorarías sobre mi seno, siempre que no fueras la más cruel y egoísta de las mujeres. -¡Esposo mío! -murmuró doña María exhalando sollozos profundos.

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Y la desolada madre extendió los brazos al esposo, y reclinó la cabeza sobre el hombro del afligido padre, y lloró sobre su seno. Y así permanecieron largo rato unidos en su dolor y confundiendo sus lágrimas, como otras veces habían confundido sus sonrisas al recrearse gozosos en el tierno y hermoso niño, que en torno de ellos jugueteaba. -¡Oh, Dios mío! -exclamó al fin doña María-. ¡Grande ha sido nuestra desventura! La adversidad nos ha asaltado de repente como ladrón oculto en la orilla del camino... En este instante llamaron a la puerta. -Señora, -dijo don Alonso con voz rápida-, os ruego que procuréis ocultar vuestra pena delante de mis soldados. Segunda vez llamaron con tal precipitación, que los esposos cambiaron una mirada imposible de describir. -¡Ah! -exclamó doña María-, tal vez nos traigan alguna buena noticia. -Tal vez. Don Alonso, después de dar a su rostro una expresión de completa calma, se dirigió a abrir la puerta. -¡Amados señores míos! -exclamó una voz doliente y entrecortada por sollozos. -¡Constanza! -¿De dónde vienes? -Del campo de los moros. -¿Qué nuevas traes? -¿Y mi hijo? La anciana venía pálida como la muerte, y ostentando todavía en su rostro y en sus brazos las señales del cruel tratamiento que le habían dado los moros. Constanza, pues, refirió a sus amos la dolorosa escena de que había sido testigo en la tienda de Aben-Jacob. Doña María prorrumpió en tristísimo llanto.

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El alcaide permanecía impasible, al parecer, pero no fue dueño de ocultar la palidez mortuaria que se difundió por su semblante. La fiel nodriza había ocultado a su señora el atrevido, el insensato proyecto que había concebido de ir al campo de los enemigos para libertar o ver al menos a su joven señor; pero doña María adivinó al punto el origen de la desaparición de Constanza. -Ahora sólo me resta deciros,-añadió la anciana-, que me han dado libertad para que os anuncie este mensaje. -Habla, di pronto. -Si al salir el sol no habéis resuelto entregar la villa, don Pedro infaliblemente será degollado. Doña María lanzó un grito desgarrador. Don Alonso ahogó un rugido de rabia. Y la nodriza permaneció silenciosa y como aterrada por las palabras que ella misma acababa de pronunciar. Antes de que doña María saliese de su estupor, el alcaide salió de la estancia. Tal vez quiso evitarse la amargura de oír las quejas de su esposa; tal vez salió a dar alguna orden importante a sus soldados. Cuando hubo salido el alcaide, la fiel Constanza se aproximo a su señora, y con acento dulce y dolorido le dijo: -Aún no os lo he manifestado todo. -¡Hay más!

-Parece que vos habéis hablado esta noche con el infante.

-Sí. -Pues en seguida don Juan fue a buscarme y me dio un recado para que a vos sola os lo manifestase. El rostro de doña María se encendió de ira y de vergüenza. -¿Qué te dijo? -Que aún es tiempo de que se salve don Pedro, si queréis ir a ver a don Juan esta noche... Dice que se le olvidó manifestaros una cosa...

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-Bastante me ha dicho ya el infame. -¿Por qué no vais? -¡Infeliz! ¿Tú no adivinas un crimen horrendo oculto detrás de esas palabras? -¡Es posible! -Estoy segura de ello. He ahí la causa por qué me alejé tan repentinamente de su presencia. Si me detengo algunos instantes más, no sólo nos arrebataría a nuestro hijo, sino que también habría intentado mancillar mi honor y el de mi esposo. -Me parece que tenéis razón, señora, -respondió Constanza meneando tristemente la cabeza. Y luego preguntó: -¿No os acompañaba nadie? -¿Querías que hubiera ido sola? Llevé en mí compañía a don Guillén Gómez de Lara y a su amigo Álvaro del Olmo. -¡Ah! ¡Si hubieseis llevado una buena escolta!... Tal vez... Estoy segura de que sí... ¡No hay duda! -¿Qué estás ahí murmurando? -Si hubieseis llevado con vos algunos valientes, habríais salvado a vuestro hijo. -¿Estás en ti? -Digo la verdad. Bastaba que algunos de los vuestros se hubieran precipitado sobre el infante y le hubiesen aprisionado mientras que hablaba con vos, y... era asunto concluido. No había sino haberle traído prisionero a Tarifa, y después decirle: «Señor mío, ahora se han vuelto las tornas: os mandaremos poner maniatado sobre el adarve, y si los moros quieren matar a don Pedro, los cristianos darán muerte a don Juan». ¡Oh! ¡Si esto aún pudiera hacerse!... La cabeza del uno habría guardado la del otro. Calló Constanza. Es indecible el efecto que estas palabras causaron en el ánimo de la desolada doña María. Experimentó una cosa parecida a lo que experimentaría un hijo a quien se le convenciese de que su padre había sido enterrado sin haber fallecido realmente, sino a consecuencia de haberse creído así por hallarse en un estado cataléptico.

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Durante largo rato doña María continuó silenciosa e inmóvil, pero con una expresión espantosa de fría desesperación. Diríase que se maldecía a sí misma por no habérsele ocurrido aquella idea, tan practicable a juicio de Constanza. -¡Oh! ¡no es posible! -exclamó por último-; no era posible haber realizado semejante proyecto... Estábamos a muy corta distancia del campo, y el infame don Juan ni siquiera se apeó de su caballo... Al menor movimiento que hubiese advertido, le habría sido muy fácil el escaparse, y entonces era cerrar completamente las puertas de la esperanza, y... ¡triste de mí! cuando yo fui a hablarle, aún esperaba todavía. -¿Dudáis de la posibilidad de mi proyecto? -¡Ay, Constanza! No me hables de ese plan, que juzgo imposible, y quiero creerlo así... Me asesina el pensar lo contrario. Además, aun cuando fuese una cosa segura y hacedera, él es un infante de Castilla, hermano del rey... Él es dueño de ser la ignominia de su sangre real; pero ¡nosotros! Para intentar semejante infamia era preciso ser tan villanos como él... En fin, no hablemos más de eso, Constanza, porque me vuelvo loca. De repente doña María advirtió que su amada nodriza, de pálida que estaba, se había puesto lívida, y acudió en su socorro. Ya era tiempo. La infeliz anciana, a no ser por el auxilio de su señora, se habría desplomado en el suelo. Constanza, fatigada de cansancio, desfallecida de hambre y atormentada por el mal tratamiento de los moros y por el desconsuelo que helaba su corazón, se hallaba a punto de sucumbir víctima de sus padecimientos físicos y morales. Doña María llamó a sus gentes y se apresuraron a prestar socorro a aquella pobre mujer, modelo de adhesión y fidelidad para con sus señores. La triste madre no pudo gustar en toda la noche las delicias del sueño, y no podía resolverse a creer que fuese cierta e irremediable su desgracia. ¡Oh prodigios de la esperanza, cuyo encanto mágico sólo puede extinguirse con la vida! Imaginábase que todas aquellas amenazas las hacían con el intento sólo de intimidar a su esposo, a fin de que cediese ante exigencias tan crueles, entregando la villa a sus enemigos. Y se aferró a este pensamiento con la misma tenacidad que el náufrago se aferra a la combatida tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación. Entretanto el mísero alcaide, en la torre más alta que daba al campo de los agarenos, contemplaba el cielo azul tachonado de estrellas, testigos de su dolor. Y fijaba sus ojos tristes en el recinto donde se encontraba el hijo de sus entrañas, único vástago de su linaje, es decir, que don Alonso no había tenido hasta entonces más hijo que al infeliz don Pedro. Y el triste padre lloraba recatándose de los suyos y depositando sus lágrimas en el oscuro seno de la melancólica noche.

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Y rendido de fatiga y de tristeza, el inexorable sueño, que pudo ser bienhechor en aquel instante, cerró sus llorosos párpados. Pero su sueño fue interrumpido por negras visiones. Le parecía ver a su amado hijo delante de los muros de Tarifa, y que su tronco palpitaba sobre la tierra inundada con su sangre, y que su cabeza, separada de los hombros, fijaba en él una mirada de reconvención por su inexorable dureza. Ya comenzaba a sonreírse el alba en el Oriente, cuando el triste alcaide despertó despavorido y lanzando gritos horrendos. Y habiéndose tranquilizado algún tanto, asomose al adarve para mirar al campamento de los moros, y allá a lo lejos divisó un jinete que a todo el galopar de su caballo dirigíase a Tarifa. Detúvose el jinete delante de los muros, y detrás venían las huestes agarenas, levantando hasta el cielo polvorosa nube. Era el intento de los moros dar el asalto que había de decidir de la suerte de la ciudad sitiada. Don Alonso reconoció fácilmente al jinete, quien, poniéndose a distancia en que pudiera ser oído, le saludó respetuosamente y le dijo: -Alcaide de Tarifa, el alto y poderoso rey Aben-Jacob, mi señor, me envía a ti para que te anuncie su soberana voluntad, y es que, deseoso de usar contigo de misericordia, te repite por última vez que aún estás a tiempo de salvar a tu hijo, si te resuelves a entregar la villa. De lo contrario, te advierte que ahora sin remedio será ejecutada la sentencia a vista de los muros de Tarifa. Hecha esta notificación, nada me resta por decirte sino que aun después de yo haberme alejado estarás a tiempo de resolverte, hasta tanto que oigas el tercer toque de los atabales y clarines. A esta señal verás correr la sangre de tu hijo. Ahora, -añadió Abenzayde-, aguardo tu respuesta. Al oír tal mensaje, las lágrimas vinieron a los ojos del triste padre, en cuyo corazón trabaron horrorosa lucha el deber y la naturaleza; empero con ánimo esforzado el alcaide procuró dominar su dolor, mostrándose entero contra la iniquidad de los hombres y el rigor de la fortuna. -No engendré yo hijo, -prorrumpió-, para que fuese contra mi patria, sino contra todos los enemigos de ella. Si don Juan y Aben-Jacob le diesen muerte, a mí darán gloria, a mi hijo verdadera vida, y ellos se mancharán con eterna infamia en el mundo y condenación eterna en el infierno. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo, si acaso le falta arma para completar, su atrocidad y cobardía. Y diciendo esto, sacó el cuchillo que llevaba a la cintura, le arrojó al campo y se retiró al castillo.

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Apenas el triste don Alonso había entrado en su aposento, después de haber hecho un esfuerzo tan sobrehumano, cuando se abrió la puerta y apareció la pálida figura de la desolada esposa. Largo rato permanecieron ambos inmóviles y lúgubres como estatuas sepulcrales. Súbito levantaron la cabeza y se estremecieron. Acababa de sonar el segando toque en el campo moro. Cuando otra vez sonasen los atabales y clarines, la última esperanza habría desaparecido como nave que se pierde en los dilatados horizontes del anchuroso mar. -¡Señor! Señor! -exclamó la dama retorciendo de dolor sus manos-. ¿Qué pensáis hacer? Mirad que dentro de poco ya no nos quedará ningún remedio. ¡Es un pobre niño! -Haceos cuenta, señora, que era un gallardo mancebo, y que conforme a su linaje ha muerto en la batalla, peleando como bueno. -¡Ha muerto asesinado! -Esa muerte es honrosa para él y para mí. -¡Es vuestro hijo! -¿Y por ventura los padres no están en la obligación de dar sus hijos a su patria? Recordad, señora, cuántas madres habrán perdido sus hijos en los asaltos que nos han dado los moros. ¿Queréis que digan que exijo de los demás lo que no soy capaz de hacer yo mismo? Doña María no dejó de reconocer la eficacia de esta razón poderosa; así es que durante algunos minutos guardó silencio. Pero al cabo su cabeza se agitó con un ligero estremecimiento, como si una voz más poderosa que todas las razones del mundo hablase muy alto dentro de su corazón. -¡Mi hijo! -exclamó al fin-; yo no tengo nada que ver con eso; todas vuestras razones no sirven sino para matar al hijo de mis entrañas. Os lo repito, señor, yo nada tengo que ver con eso; que mueran los guerreros, que se entregue la plaza; pero que me entreguen a mi hijo. Don Alonso fijó una mirada severa en su esposa; pero al ver la expresión de dolor y amargura que nublaba su semblante, el esforzado guerrero no pudo menos de murmurar:

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-¡Infeliz! ¡Cuánto más no le hubiese valido ser estéril, que no concebir un hijo para verle morir tan desastrosamente! -¿Qué decís, señor? ¿Qué resolvéis? -Cumplir con mi honor. -¡El honor!... Ese honor es una blasfemia. -¡Señora! ¿Qué haríais si un caballero os propusiese faltar a vuestro deber de esposa? -Mi honor... -Permitidme, señora, que dude de vuestro honor; creo que seríais digna de mí, en tanto que no se tratase de vuestro hijo, pues por él seríais capaz de sacrificar vuestra honra y la mía. -¡Caballero! ¿Habéis podido creer?... -Nada creo, señora, sino que reflexionéis en lo que haríais en semejante caso. La dama comprendió hasta qué punto era justa la observación de su esposo, quien parecía haber adivinado la escena que el día anterior había tenido lugar entre el infante y doña María. Ésta permaneció largo rato sumida en la más honda aflicción y murmurando entre sollozos: -¡Hijo mío, Pedro! ¡Pedro, hijo mío! ¡Ojalá me fuese dado morir en tu lugar! ¡Pedro, hijo mío! ¡Hijo mío, Pedro! Súbito la triste madre lanzó un grito desgarrador. La señal se había repetido por la tercera vez. Los dos esposos en aquel momento se abrazaron estrechamente, y el uno lloraba sobre el seno del otro. La carne se despegaba de sus huesos, y sus lenguas atadas por el dolor, no encontraron ni una palabra siquiera. La angustia de su alma era tan inexplicable, que no cabía en palabras. Sólo prolongados gemidos, como un eco lejano, podían dar una idea, aunque pálida de su angustia terrible. En esto oyose aunque fuera del aposento grande algazara. Don Alonso se desprendió rápidamente de los brazos de su esposa, y al punto encaminose al adarve. Informado el caballero de la causa de aquel alboroto, supo que era producido por la indignación de los cristianos que desde los muros de Tarifa habían sido testigos de la muerte cruel dada al niño Guzmán. El alcaide dijo a los suyos con notable entereza: -Creí que los enemigos entraban en la ciudad.

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Don Alonso volviose a acompañar a su esposa, y acaso también para desahogar algún tanto su pena, que con gran trabajo podía disimularla en aquellos momentos delante de los suyos, a los cuales no quería dar muestras de flaqueza. Viendo el noble alcaide el abatimiento de doña María, que casi desfallecida se hallaba reclinada en un sitial, con el rostro cubierto con ambas manos, como si temiese que la luz del día insultase su dolor, dijo: -Amada esposa mía, no te aflijas fuera de término; la vida no es más que el camino de la muerte... -¡Mi hijo! -sollozó la madre. -Ya que Dios ha querido probarnos en el crisol de la adversidad, suframos con paciencia y resignación este doloroso golpe. Abraham no vaciló un instante en sacrificar a su hijo... -Sí, -interrumpió vivamente doña María con acento de desesperación-, sí; pero a Abraham le envió Dios un ángel que le detuviera el brazo. -Pero al fin, el triste padre obedeció... Yo también he cumplido con lo que debo a mi Dios y a mi patria. -¡Ojalá que no existiesen deberes ni patria! ¡Ojalá no hubieseis admitido este cargo de alcaide, que tan funesto ha venido a sernos! ¡Ojalá que nunca vuestra ambición de gloria, de esa gloria cruel y sanguinaria del guerrero, os hubiera hecho salir de nuestro castillo, en donde vivíamos tan felices! -No me atravieses el corazón con tus palabras, esposa mía; procura consolarte respetando la voluntad de Dios, y no quieras aumentar la cicuta de mi aflicción. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, y como días de jornalero son sus días. Como el ave ha nacido para volar, así el hombre ha nacido para las penalidades. Partamos la carga y será menos pesada, que los esposos que han partido sus alegrías deben también compartir su congoja en la hora de la tribulación. A estas palabras, la esposa procuró reprimir el llanto de la madre. Capítulo XXIV Conversación en la fuente Don Guillén y su inseparable amigo llegaron a la casa de los Templarios en Sevilla sin otro contratiempo que la herida que Álvaro del Olmo había recibido en la frente. Cuando Gómez de Lara se hubo alejado de los moros y creyó que nada podía ya temer de ellos, se detuvo en la margen de un arroyuelo, examinó minuciosamente la herida de su amigo, y reconoció que no era peligrosa, por más que le hubiese causado un desvanecimiento que le

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duró largo rato; pero al fin el aire fresco y salutífero de la mañana le hizo recobrar fácilmente el uso de sus sentidos. El señor de Alconetar lavó la herida a su amigo, y después se la vendó hábil y cariñosamente. Por fortuna, el caballo de Álvaro, que era muy querencioso, había seguido la rápida carrera del corcel de Gómez de Lara, de modo que, como el herido se hallaba en disposición de montar a caballo, pudieron continuar su marcha con mayor celeridad. En la casa de la Encomienda de Sevilla descansaron dos días, hasta que Álvaro se halló completamente restablecido. Luego emprendieron su marcha hacia Castilla, y llegaron, por último, a Alcalá de Henares, en donde a la sazón se hallaba el rey don Sancho. El señor de Alconetar dio cuenta al rey muy por extenso de su embajada, así como también del estado en que a la sazón se encontraba el infeliz alcaide de Tarifa. Inmediatamente el rey trató de enviar socorro a los sitiados, y manifestó a los dos jóvenes caballeros que se daba por muy bien servido de ellos, aunque las noticias que le habían llevado fuesen para él en extremo dolorosas. También don Sancho mandó a los mancebos que se alojasen en su propio alcázar, dándoles inequívocas muestras de su afecto; pero entonces don Guillén Gómez de Lara pidió al rey muy encarecidamente que le permitiese abandonar la corte por algunos días para ir a visitar su castillo, habitado a la sazón por la hermosa Blanca y por el buen Gil Antúnez, a quien tanto Gómez de Lara como Álvaro profesaban un afecto verdaderamente filial. El rey no tuvo inconveniente alguno en conceder el permiso que le pedían los caballeros; antes por el contrario, manifestó que se holgaba mucho de esta circunstancia, que le ahorraba el trabajo de enviar un mensajero al comendador de Alconetar. En efecto, el rey entregó a Gómez de Lara una epístola para que la pusiese en manos de don Diego de Guzmán. Los dos amigos despidiéronse del bondadoso monarca, y en seguida partieron para el castillo de Alconetar. Pocos días después, a la hora en que aparece la primera estrella, caminaban por las inmediaciones de la bailía de Alconetar dos caballeros muy embebidos en sus pensamientos. Ambos contemplaban los lugares de su país natal, sitios consagrados por mil y mil recuerdos de la infancia. -¡Pronto hará un año que salimos de aquí! -exclamó Gómez de Lara. -¡Y en ese año, cuántas mudanzas pueden haber ocurrido! -exclamó Álvaro del Olmo. ¡Elvira mía! -murmuró el señor de Alconetar. -¡Elvira quiere a mi amigo! -pensó Álvaro-. ¡Ah! ¿Quién sabe? Las mujeres... Y ambos jóvenes suspiraron a la vez, el uno de amor y el otro de amargura. En esto llegaron a la Encomienda, y desde luego se comprende el júbilo indecible que experimentaría el comendador Guzmán, al ver, cuando menos lo esperaba, al señor de Alconetar, al cual profesaba el afecto más entrañable.

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Pero muy pronto el júbilo del buen comendador trocose en ira y pena, cuando supo la horrible alter nativa en que se hallaba su hermano al tiempo de partir los dos mancebos de Tarifa. En la epístola que llevaba el señor de Alconetar manifestaba el rey a don Diego que, si le era posible, enviase al punto algunos caballeros a Sevilla, para que allí se reuniesen con las gentes de armas que mandaba Hernando de Olea, a fin de que todos juntos marchasen cuanto antes a socorrer a los sitiados. Con la velocidad del rayo, don Diego de Guzmán aquella misma noche dio las órdenes necesarias para que todos los caballeros de su Encomienda se dispusiesen a la partida.

Gómez de Lara y Olmo despidiéronse con mucho amor y sentimiento del buen comendador, y en seguida se dirigieron al castillo pero no parecía sino que cada uno de los dos amigos se esforzaba por ocultar al otro el vehemente deseo de lanzar al galope su caballo, como si cada cual temiese ofender a su amigo, demostrando impaciencia por llegar a la aldea.

Nuestros caballeros a la sazón llevaban su mente fija en un mismo pensamiento, es decir, que ambos recordaban la aventura del rapto de Elvira, así como también la noche en que el señor de Alconetar estuvo a pique de ser asesinado. Igualmente ambos abrigaban la bien fundada esperanza de que, ya restablecido completamente el prisionero, se hallaría en estado de responder a las preguntas que se le dirigiesen.

-¿Y quién será el infante que intentó arrebatar a la hermosa Elvira? -dijo don Guillén, que no podía continuar más tiempo sin hablar de su amada.

-En vano he agotado todo mi discurso por dar en ello.

-Te aseguro que respecto a esto me devora la más viva curiosidad.

-Dentro de poco podremos satisfacerla.

-Estaba pensando en lo mismo.

-Ya estará completamente restablecido el esclavo.

-Cabalmente. En ese hombre se funda toda nuestra esperanza de descifrar el enigma.

-Pues acortemos la distancia, y así más pronto cesará nuestra impaciencia.

-Tienes mucha razón. ¡Al galope!

Pocos momentos después, nuestros caballeros se hallaban en el castillo de la aldea de Alconetar.

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El señor Gil Antúnez, la encantadora Blanca y el Pedro Fernández salieron a recibir a los recién llegados con todas las muestras del más acendrado afecto.

La enamorada doncella sintió palpitar su casto seno al ver al gallardo Lara, cuya adorada imagen nunca se apartaba de su memoria. Dos lágrimas de gozo y de amor se agolparon a sus hermosos ojos, y una sonrisa de ángel, la sonrisa de la felicidad, entreabrió sus labios de clavel.

El viejo Antúnez estrechó en sus brazos a los dos jóvenes con la efusión de su cariño verdaderamente paternal.

Atentos nuestros galanes a satisfacer cuanto antes sus deseos más vehementes, apenas pasaron los primeros momentos de aquellas mutuas protestas de cariño, cuando don Guillén, dirigiéndose a su halconero, preguntó:

-Vamos, Pedro. ¿Y tu prisionero?

-Señor... -murmuró Fernández.

-¡Ay, don Guillén! -exclamó Gil Antúnez con triste acento.

-¿Qué ha sucedido?

-¡Una gran desgracia! -exclamó el halconero.

El anciano Antúnez tornó la actitud de un hombre que se dispone a hacer una larga narración.

-Habéis de saber, -dijo-, que después de vuestra partida...

-Perdonad, señor Antúnez; pero, si gustáis, luego podéis referirme la desgracia acaecida, porque ahora en verdad os aseguro que estoy impaciente por ver al prisionero.

El viejo Antúnez y el buen Fernández, al oír estas palabras, cambiaron una mirada de inexplicable angustia.

-Vamos, vamos a interrogar al preso -añadió Álvaro del Olmo, no menos impaciente que don Guillén.

-Pero, señor... ¡Sacad vuestra espada y atravesadme el corazón!

-¿Estás en ti?

-Yo he tenido la culpa de todo, -continuó el halconero con voz en extremo dolorida-. ¡Perdonadme, señor!

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-¿Te han robado los gerifaltes? ¿Se han perdido mis sabuesos? ¿O por ventura has atravesado impensadamente con una flecha mi potro ruano?...

-No es nada de eso, señor.

-Pues bien, sea lo que fuere, estás perdonado... Pero aligera, y guíanos adonde está el prisionero... ¿Está ya mejor?... Ahora que me acuerdo, ¿qué es de Isaac?

-Como siempre, habita en su chiribitil, haciendo experimentos, examinando plantas y disecando animales, -respondió el señor Antúnez.

-Ahora estará durmiendo, porque no hace otra cosa desde que amanece hasta que anochece, -dijo el halconero-. Parece un murciélago, según le teme a la luz del día, y duerme como un lirón... Ya pronto se levantará, porque él de noche es cuando registra sus librotes o se entretiene en cavilar, estrujando hierbas o inventando jarabes.

El halconero, que le tenía alguna ojeriza, porque siempre que estaba enfermo le recetaba purgantes, se había complacido en hablar de las extravagancias de Estigio Momo.

-Habrá cuidado con mucho esmero a nuestro cautivo, ¿no es verdad?... Yo se lo encargué así muy eficazmente, porque la vida de ese hombre es para mí de un precio inestimable.

-Señor, -murmuró Fernández temblando-, el prisionero... ¡Válgame Dios!... Fue que...

-¡Rayos del cielo! Acaba, que ya estás en extremo pesado. -Ya no le veréis más... -¿Ha muerto por ventura? -No, señor. -¿Pues entonces?.. -¡Se ha escapado! -exclamó el rollizo Pedro Fernández, haciendo pucheros de la manera más trágica. Nada podía darse más ridículo que el aspecto del halconero lloriqueando, y nadie hubiera podido contemplarlo sin desternillarse de risa. Desde luego se supone que todo el que se hubiera reído habría debido ser indiferente a aquella fatal revelación. Por desgracia, nuestros caballeros no era posible que oyesen con indiferencia semejante noticia.

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Así es que un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo de Alconetar, no los habría aterrado tanto como el ver desvanecida su esperanza de satisfacer la curiosidad que les devoraba. Durante largo rato ambos jóvenes permanecieron mudos de furor. El primer movimiento de don Guillén fue atravesar con su espada al desventurado halconero, y es seguro que por lo menos habría sufrido la más tremenda paliza que jamás señor feudal diera a su siervo, a no haber interpuesto sus canas y autoridad el respetable Gil Antúnez. Y hasta el pacífico y bondadoso Álvaro del Olmo, a no temer disgustar a su buen tío, habría dado de la mejor gana del mundo una buena mano de torniscones al halconero para castigar su incuria imperdonable. Cuando ya don Guillén logró tranquilizarse algún tanto, preguntó: -¿Y cómo ha logrado ese hombre evadirse del castillo? ¿De qué sirven mis hombres de armas? ¿Para qué se han hecho los altos muros y los puentes levadizos? ¿Es esta la vigilancia que se usa en mi fortaleza? ¿Así se cumplen mis órdenes? ¿No te dije, villano y ruin perrero, que cuidases con toda eficacia y pusieses a buen recaudo al que intentó asesinarme? ¡Ira de Dios! Que merecías que los lobos te comiesen después que mis halcones te hubiesen sacado los ojos... Toda esta retahíla, que a manera de torbellino salía por la boca del iracundo mancebo, produjo en el desdichado Pedro Fernández una confusión extraordinaria, un terror pánico que le obligó a guarecerse entre el señor Antúnez y su graciosa sobrina. -Señor, procurad no afligiros por cosa que ya no tiene remedio, y tened en cuenta que vuestro enojo puede ser perjudicial a vuestra salud, que Dios conserve. Además, el buen Pedro ha sido engañado de la manera más inesperada, y harto castigado que da con el pesar que le ha causado su falta de precaución, debida, más bien que a descuido, a su índole sencilla y nada maliciosa. ¡Perdonadlo, señor! Pronunció Blanca estas palabras con tan irresistible acento de dulce persuasión, que don Guillén no pudo menos de deponer sus iras en presencia de aquella intervención suplicante, cariñosa y razonable. ¡He aquí el efecto de la belleza y la ternura! La mujer es el placido céfiro ante cuyo apacible rumor se da por vencido el tronante huracán de la ira en el corazón del hombre. Sin embargo, los dos mancebos se afligieron notablemente por la desaparición del prisionero, del cual esperaban obtener noticias acerca del encubierto amante de Elvira. -¿Y cómo ha logrado ese hombre escaparse? -volvió a preguntar don Guillén después de un largo rato de silencio.

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-Señor, -respondió Pedro Fernández-, la dueña que servía a doña Elvira tuvo la culpa de todo. -¡De veras! -exclamó Álvaro lleno de admiración. -¿Luego estaban en inteligencia? -preguntó Lara palideciendo espantosamente. El halconero se detuvo algunos instantes, como si no hubiese comprendido la anterior pregunta. -¿Qué decís, señor? -¿Estaba la dueña de acuerdo con el prisionero? Responde pronto, Fernández. -No, señor; si por poco no la mata... Don Guillén respiró y sintiose resucitar. Había temido que la fuga se hubiese verificado por industria de Plácida, en cuyo caso ésta no podía menos de estar de acuerdo con Elvira, quien tal vez tendría empeño en que Lara no averiguase nada concerniente a su rival. -Poco tiempo después de vuestra partida, -continuó el halconero-, se presentó aquí la señora Plácida, lamentándose de que no había podido venir en muchos días por estar enferma. Pues, señor, ya recordaréis que cuando estabais recién herido, todas las mañanas venía la dueña, y como era tan curiosa y amiga de saber y husmear, me hizo varias veces que la guiase adonde estaba el prisionero, porque decía que deseaba verle para darle a su señora las señas del que trató de asesinaros. Pues bien, como iba diciendo, una mañana vino muy temprano, después de oír misa, y me manifestó que acababa de saber grandes cosas relativas a doña Fidela y su hija, quienes se habían ausentado de la aldea sin darle aviso a Plácida, y por esto creo que estaba muy resentida... -¡Qué estás diciendo! -exclamó fuera de sí el señor de Alconetar. -La verdad, señor... ¡Virgen Santa de la Luz! ¿Por qué me miráis así? -¿No están en la aldea doña Fidela y su hija? -No, señor. Los dos jóvenes cambiaron una mirada, y por último ambos fueron dueños de reprimir la explosión de su cólera y de su amargura, gracias a la presencia del señor Gil Antúnez y su sobrina. -Continúa, Pedro, continúa tu narración, -dijo al fin el señor de Alconetar con voz reconcentrada por la ira, que procuraba ocultar en vano. -Pues, señor, -continuó el halconero-, como iba diciendo, la dueña estaba o parecía estar muy enojada, porque la madre y la hija se habían marchado sin despedirse de ella...

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-¿Pues no estaba Plácida en casa de doña Fidela? -interrumpió vivamente Álvaro. -Sí, señor; pero la dueña había pedido licencia por tres o cuatro días a sus señoras para ir a Jaraicejo a ver una comadre suya que estaba muy malita y que la dejaba por heredera. La señora Plácida, llena de agradecimiento por esta obra de caridad, quería tener el gusto de asistir en los últimos momentos a su comadre para convencerse de que sin duda ninguna se quedaba muy bien muerta; pero Dios quiso que la comadre no se muriese, y que además Plácida no encontrara a sus señoras cuando volvió a la aldea... -Vamos al caso, y suprime circunstancias inútiles. -Ya se marchaba la dueña, después de haberme entretenido más de una hora con sus chinchorrerías, cuando me preguntó por nuestro cautivo. Yo le respondí que ya estaba mejor, y que había recobrado completamente el seso y el habla. ¡Ay! -exclamó la vieja-; pues entonces quisiera volver a verlo. ¡Sabe Dios quién será! ¡Vaya! ¡Vaya unos misterios que hay en todas estas cosas de los amores de doña Elvira! En fin, señor, Plácida comenzó a darle a la taravilla, y me dijo que deseaba mucho hablar al preso, para ver si podía rastrear algo acerca de la inesperada desaparición de su señora. Yo no tuve inconveniente en acceder a este deseo, curioso también por mi parte de oír lo que ella averiguaba. Pero ¡ay señor! todo en este mundo padece por donde más peca. Esta es una verdad como un Evangelio, y yo se la oí decir muchas veces a mi padre, que de Dios goce... -Ahorra palabras, Pedro, que ya me cansas, -interrumpió don Guillén. -Esto no tiene duda, -continuó el cachazudo halconero-. Y en prueba de que es tal como digo, hasta los animales nos lo demuestran. El neblí más atrevido, por la misma razón es también el más zahareño; y el caballo más voluntario y fogoso está por lo mismo más expuesto a ser víctima de su generosa índole. El otro día en la caballeriza estuvo en nada que no se lastimó de los pechos el potro ruano al saltar la valla que le separaba de la jaca pizarreña. ¿Y cuál fue la causa? La extraordinaria viveza del potro, que bufa, brinca, piafa y corvetea con sólo sentir un mosquito. Y el otro día por poco atravieso con una flecha a León, el mejor sabueso de toda la jauría; pero también el más inquieto y vivaz cuando descubre la pieza. Pues, señor, la vieja Plácida, por ser tan curiosa, pagó bien cara su curiosidad. Mientras que yo fui a dar de comer a los perros, que hacían un ruido infernal, ella se quedó hablando con el prisionero, que le puso malísima cara. El picaronazo abrigaba las más ruines intenciones... -¡Ira de Dios! Acaba pronto tu cuento, si no quieres que te mande colgar de una almena. -Amado señor, -repuso todo turbado el halconero-, yo no sé contar las cosas así de sopetón, porque me parece que de este modo nadie puede enterarse convenientemente; pero, en fin, voy a hacer un esfuerzo... He aquí en dos palabras lo que sucedió: cuando volví, me encontré atada a la vieja, que parecía un Lucifer...¡Ay señor! ¡Si la hubierais visto! De seguro os echáis a reír, ni más ni menos que le sucedió al hijo de mi padre... Plácida estaba desnuda y junto a ella estaban los vestidos del prisionero, el cual con el traje de la vieja atravesó el patio del castillo sin que nadie reparase en él. La vieja entonces me

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refirió cómo el villano asesino, apenas yo salí de la estancia, la había acometido y obligado a despojarse de sus vestidos, con los cuales disfrazose el esclavo, después de dejar a la señora Plácida maniatada y puesto un pañuelo a manera de mordaza para impedirle que gritase... -¿Y por qué no perseguiste al prisionero? -Inmediatamente, señor, salí acompañado de varios hombres de armas, tomamos todos los caminos y senderos; mas todo fue inútil, pues no parecía sino que la tierra se había tragado al infame asesino... En fin, señor... -¡Calla! Tan malandrín eres tú como el fugitivo. ¡A quién se le ocurre abandonar al preso y dejarlo solo con una vieja, para que hiciese lo que al fin hizo! -Como los perros ladraban tanto... y todavía no les había dado de almorzar... y me da una lástima cuando aúllan... -Sólo eres bueno para tratar con animales. -Señor, confieso que esa es la verdad. Todos tenemos una hora de tontos, y yo la tuve aquel día. -Yo creo que eres un imbécil a todas horas. -Me parece que no va vuesa merced muy descaminado. Eso mismo se me ha ocurrido ya, algunas veces. Los hombres se aturrullan a la mejor ocasión, y no dan pie con bolo. En medio de su furor, ambos jóvenes tuvieron que hacer un esfuerzo heroico para no reírse de la simplicidad con sus puntas de socarronería del halconero. Después de algunos momentos, don Guillén preguntó: -¿Y Plácida está en la aldea? -Yo no lo sé a punto fijo, porque ya hace muchos días que no la he visto.

-No sirves para nada.

-Pero, señor... ¡Por la Virgen de la Luz!... Yo no sé qué se ha hecho de la vieja... Si yo fuera profeta, lo adivinaría. ¡Es una calamidad!

-¡Retírate de mi presencia!

El halconero no aguardó a que le repitiesen esta indicación, y diose por muy contento de haber salido tan bien librado.

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El señor Gil Antúnez y su sobrina dejaron solos a los dos jóvenes, conociendo que éstos deseaban departir con libertad acerca del funesto lance de la evasión del prisionero, evasión que había contrariado y desvanecido de la manera más dolorosa las bien fundadas esperanzas de nuestros caballeros.

Pocos momentos después, el señor de Alconetar y su inseparable amigo salían del castillo, y recorrieron inútilmente la aldea en busca de la cotarrera Plácida.

Cansados de sus pesquisas, que ningún resultado les prometían, encamináronse hacia la fuente rodeada de chopos, que en otra ocasión hemos dicho estaba a la salida de la aldea, poco distante de una cruz situada enfrente de la casa de los Vargas. Los dos amigos sentáronse detrás de unos setos, departiendo sin cesar acerca de las hablillas que corrían por la aldea respecto a la susodicha casa de los Vargas y a sus misteriosas habitantes. Igualmente se lamentaban de la fuga del prisionero y de la desaparición de Elvira.

No bien se hubieron colocado en aquel sitio, los dos jóvenes oyeron el ruido de pasos que se acercaban.

Pocos minutos después descubrieron dos zagalas que hicieron alto en la fuente para llenar sus cántaros.

Al principio miraron este incidente con bastante indiferencia; pero muy pronto se convencieron de que la conversación de las jóvenes podía interesarles demasiado.

-Oye, Menga, -decía una de las zagalas-, ¿sabes que me da temor venir tan tarde a la fuente?

-¿Y por qué, Maruja?

-¿No sabes lo que se cuenta por el lugar?

-Yo estoy todito el día en el cercado, y no vengo hasta la noche... ¡Qué buena vida te llevas! Tú pasas toda la tarde asomada a las bardas del corral haciendo señas a Antón... ¿Y cuándo te casas?

-A la otoñada, cuando engorda el ganado.

-Y Antón también engorda entonces, porque en los inviernos se pone como una nutra.

-En el verano se pone flacucho. ¡Como pasa tantas calores! Pero el Agosto que viene, ya lo cuidaré yo mejor.

-Y le va soplando la fortuna.

-Mucho que sí; ya tiene cuatro verracos, un tinado, un pajar, un cercado, y con el buey de su padre y la vaca de su tía, ya reúne una yunta, y otra que nos da mi padre, ya son dos, y poquito a poco se va lejos.

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-Para estar del todo aviados, una borrica es lo que os hace falta.

-¿Para qué?

-Para acarrear el hato.

-¡Bah! La falta de la burra, yo la puedo suplir muy bien, que gracias a Dios no soy renga para llevarle todos los días la comida.

-No había yo caído en ello. A más que Catalna te puede prestar su rucha mohína.

-Hoy he visto a Catalna. ¡Qué amarilleja está! Tiene la cara pajiza como la flor de la gayomba.

-Dicen que le ha dado por comer yeso.

-Antón barrunta que está opilada.

-Pues si no se mejora, pronto las lía, y la pobreta jipa y se aperrea tanto, que la desazón se la come.

-Con eso se quita de penas, si Dios se la lleva cuanto más pronto al descansadero.

-¡Oiga! Parece que le tienes alguna ojeriza.

Todavía recuerdo las rabietas que con ella me hizo pasar Antón. La boquirrubia se quedaba mirándolo en misa, y no creo que se le antojaba ningún tiesto. ¡Y a mí me daban unos soponcios! Vamos, un día estuvo en un tris que no le arrancara las greñas.

-Pero vamos a tu decir: ¿Por qué temes llegar a la fuente de noche? ¿Qué cosas son las que se cuentan por el lugar? Me has abierto las ganas de saber. ¡Qué sólo está este sitio! No se ve un bicho viviente. Años pasados Bras Palomino me asombraba con decirme que había duendes en aquella casa frontera. ¿Sería verdad?

-¡Vaya! Desde pequeñuela he oído contarlo así.

-¿Y las señoras que el año pasado se vinieron a habitar en esa casa? Ya hace tiempo que no las veo.

-Pero ¿tú no sabes nada?

-¡Yo! Nada he oído.

-Pues cabalmente de esas señoras iba a hablarte.

-Cuenta, Maruja, cuenta.

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-Mi cántaro ya está lleno; pon el tuyo, y mientras se llena, te contaré grandes cosas.

-Vamos, ya está. Desembucha pronto.

-Has de saber que ya hace algunos meses que se ausentaron de la aldea las señoras que habitaban en esa casa; pero, Menga de mi alma, son tan estupendas las cosas que de ellas se dicen... Vamos, si en este mundo no hay como vivir para ver. ¡Quién la creyera de unas señoras tan encopetadas!

-Pues oye, Maruja, a mí me parecían muy buenas, porque eran muy llanas. La madre y la hija vivían muy retiradas, y allí puedes ver una prueba de su cristiandad; mira cómo ahora no están encendidos los faroles de Nuestra Señora de la Luz. La niña era muy devota y muy bonita.

-Y también muy amiga de amoríos. -Eso nada tiene de particular. Ahora recuerdo que decían que el señor del castillo se había enamorado de la niña... -Es mucha verdad; pero yo creo que don Guillén es el que menos parte ha tenido en la torta. Yo no sé cómo un señor tan rico y tan galán se ha enamorado de una damisela de tan poco seso. -No digas tal, que a mí me parecía muy bien. Es verdad que la vi muy pocas veces; pero un día, no lo olvidaré nunca, doña Elvira me dejó asombrada con su belleza. En aquel entonces iba todas las mañanas a misa de alba, y cuando ella entraba en la iglesia, parecía que la llenaba de claridad. -Pero los domingos y días de fiesta se adornaba con muchas galas, y se ponía tan presumida, que no miraba a nadie. -Como era tan niña... -Pues para otras cosas sabía más que una vieja. -¿Y por qué dices que ha engañado a don Guillén? -No soy yo quien lo dice; pero así lo han asegurado varios mozos de la aldea, que han visto entrar a deshora un hombre por la puerta del jardín de doña Elvira. -Sería el señor del castillo. -Don Guillén estaba entonces herido muy malamente. -¿Luego ella tenía otro amante?

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-Sin duda alguna; y se dice que la señora Plácida hacía el oficio de echacuervos. -¡Parece mentira! ¡Quién lo dijera! -El diablo es muy sutil, y siempre está añascando que la estopa se ponga junto al fuego. -¿Y cómo se sabe que doña Elvira haya sido tan liviana? -Si me guardas el secreto, yo te lo contaré todo. -¿No soy yo de fiar? ¡Pues me gusta! -No te enfades, que esto es un decir. Has de saber que la señora Plácida fue a pedirle a la Majuelo, la tabernera, que le diese unas bayitas de laurel o de enebro, y ambas a dos estuvieron cuchicheando mucho rato, y a la postre le pidió también simiente de mastuerzo y otras cosas que yo no entendí; pero de todo ello, lo que pude sacar es que la señora Plácida se dio por muy bien servida de la Majuelo, a quien le entregó algunas monedas. Como la Majuelo es de la parentela de mi Antón, muchos días me voy a hacer calceta a su casa, y aquella tarde tuvo ocasión de ver y oír todo lo que acabo de contarte. -¡Jesús, amiga, que me dejas lela! -Si vieras, después de todo esto... yo me quedé con un reconcomio por saber a fondo lo que aquello quería decir, que mil veces estuve tentada por preguntarle a la tabernera para que me refiriese todo aquel lío; pero ella, sospechando que yo habría oído algo, por más que me hice la desentendida, me llamó aparte, sacó un jarro de moscatel, y cuando ya se puso contentilla, me lo dijo todo, todito, en confianza. -¡Yo me hago cruces! ¿Quién había de pensar que tan jovencita y tan hermosa?... ¡Y una dama de tan alto copete! -Ahí verás, hija mía. No es todo oro lo que reluce, que a veces la gente pobre sabe mejor guardarse. -¡Y parecía tan inocente! -Esas mosquitas muertas, así a la chita callando, son peores que las muy habladoras y rabisalseras. ¿Qué te parece? ¿Quién había de creer que tan niña como era y tan recatada como parecía, guardara ya en su seno el fruto?... Vamos, ni más ni menos que te lo digo, doña Elvira tendrá dentro de poco quien sea para ella lo mismo que ella es para su madre. -¡Pobre señora! -Anda, hija mía, que no merece tanta compasión... ¡Ay! ¡Ay! ¡Jesús! -exclamó de pronto la empedernida zagala-. ¡Jesús sea en mi ayuda! -¿Qué sucede?

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-¡Sígueme! ¡Sígueme! Y la atortolada aldeana, que había puesto en el borde del pilón su cántaro, lo derribó en el suelo, haciéndose estrepitosamente menudos tiestos. -¡Buena hacienda has hecho, Maruja! -Corramos de aquí, Menga. -¿Has perdido el seso? -¿No has oído? ¡El duende! ¡El duende! Súbito Menga exhaló un agudísimo grito, abandonó su cántaro, y también, como su amiga, pareció en extremo asustada. El caso fue que el desdichado don Guillén no pudo contenerse por más tiempo, y lanzó una horrorosa blasfemia, después que el triste Álvaro había exhalado un doloroso y profundísimo gemido. Las zagalas, creyendo que se les había aparecido el duende de la casa de los Vargas, huyeron despavoridas, sin comprender cuán cruelmente habían herido con su conversación dos amantes corazones. Capítulo XXV La segunda heroicidad del alcaide de Tarifa

Al inmenso dolor que como una losa sepulcral oprimía el alma del alcaide, siguió bien pronto la sed de sangre de sus enemigos. Hasta entonces no se había atrevido a hacer ninguna salida, porque además de ser escasa la guarnición, había llegado a disminuirse más todavía con los obstinados asaltos de los moros. Por otra parte, no era prudente salir a la campaña sin tener fuerza bastante para custodiar la plaza. Pero en aquel memorable día, el alcaide resolvió hacer pagar muy cara a sus enemigos la horrible atrocidad que cometieran.

Por toda la ciudad cundían el espanto y el furor a la vez, cuando los cristianos supieron la trágica muerte del desgraciado niño. Desde los adarves denostaban furiosamente los españoles a los africanos, y a grandes voces pedían al alcaide salir al campo para saciar en la pelea su hidrópica sed de venganza.

Ya repuesto de su turbación, don Alonso Pérez de Guzmán apareció de repente sobre los muros con el rostro centelleante de furor como un ángel de exterminio.

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-¡Españoles! -gritó-. Hoy demostraremos a esos infames que la sangre de la inocencia clama al cielo; rayos del cielo serán hoy vuestras espadas. ¡Al combate!

Seis meses hacía que duraba el asedio, y en vano los españoles habían pedido socorro.

Con heroico valor y constancia habían resistido a las armas de los agarenos. Aquella era la primera salida que intentaban los cristianos. Los moros también por su parte se preparaban al asalto, furiosos de la tenaz resistencia del héroe Guzmán.

Aben-Jacob había resuelto a todo trance apoderarse de Tarifa.

Súbito clamoreo se levanta por los aires, y rumor de armas, de caballos e instrumentos bélicos hierve y resuena por los confines de los campos.

Desde las torres de la ciudad prorrumpen los cristianos en gritos de júbilo. Cual rápido torrente se desgaja del monte al valle, así lucidos escuadrones de caballeros cristianos se precipitan sobre los moros.

El sol brillaba suspendido en la mitad del cielo. Al través de una polvorosa nube descúbrense los mantos blancos y las rojas cruces de los caballeros Templarios.

-¡El socorro! -exclaman los de Tarifa llorando de gozo.

El alcaide reconoce a su hermano. El comendador don Diego de Guzmán es el caudillo de los caballeros del Templo, que hacen horrible carnicería en el ejército de Aben-Jacob. Apresúranse también a salir los de la plaza, y cogidos los moros, como suele decirse, entre la espada y la pared, llevan lo peor de la batalla, y huyen despavoridos.

Don Juan y Aben-Jacob se retiraron con ignominia, porque siempre los crueles son cobardes.

El pérfido infante a la sazón tenía en sus manos el hilo de muchas tramas. Pero todas sus maquinaciones habían salido fallidas, como si un genio enemigo se complaciese en mortificarle con una y otra derrota. Ya sabemos el proyecto que abrigaba don Juan respecto a la elección del maestre de los Templarios, y las proposiciones que de su parte había hecho Ayub a Castiglione.

El ejército enviado por don Sancho a socorrer la plaza se componía de mil y quinientas lanzas al mando del valiente caballero Hernando de Olea, y de trescientos caballeros Templarios bajo la conducta del comendador don Diego de Guzmán. Ciertamente que este; ejército era muy inferior en número al de los infieles, pero en cambio a los cristianos les sobraba la bravura. Los caballeros del Templo, que a la fe religiosa reunían el belicoso entusiasmo, ostentaban siempre un valor fabuloso en los combates. El Templario jamás retrocedía. Cuándo empuñaba la lanza o esgrimía la espada, era para alcanzar la victoria o la muerte.

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Los cristianos recibieron gozos en Tarifa a los que en su socorro había enviado el rey don Sancho. Pero aquel regocijo estaba dolorosamente contrabalanceado por la tragedia lamentable que había tenido lugar delante de los muros de la plaza.

La fama con sus cien bocas incansables fue repitiendo por toda España aquel hazañoso hecho, y llegó hasta los oídos del rey, que a la sazón se hallaba enfermo en Alcalá de Henares.

Muchos caballeros, parientes y amigos partían de toda España ex profeso para dar al ilustre alcaide el parabién y pésame de su hazaña, a la vez tan brillante como dolorosa. Aquel suceso causó grande ruido, y atrajo sobre don Alonso el respeto y la admiración de todas las gentes.

Empero Guzmán, en medio de tantas felicitaciones, se hallaba triste, y en medio de tan grande acompañamiento se encontraba solo, como piedra abandonada en el desierto. Doña María, también inconsolable, no había querido salir de su aposento desde el día de la muerte de su hijo.

Don Diego procuraba consolar a su hermano y a su cuñada, y para distraerla algún tanto le propuso celebrar un convite, al cual asistieron varias nobles matronas y muchos caballeros. Sentados ya todos a la mesa, avisaron a don Alonso que había llegado un mensajero del rey. Hízole entrar el alcaide, y portador del mensaje, al ver a don Alonso, se prosternó en tierra, se descubrió con respeto y saludó casi con adoración al héroe castellano. ¡Noble privilegio de la virtud y de la gloria!

Levantó con bondad el alcaide al mensajero y le preguntó:

-¿Podéis decir vuestro mensaje en presencia de estas damas y caballeros?

Y don Alonso se disponía a salir, caso de que se tratase de algún asunto reservado.

-Señor alcaide, el rey me envía a vos solamente con el objeto de que os entregue esta carta. Y aun me atrevo a añadir que su contenido es público y notorio en la corte del rey don Sancho.

Diciendo así, el mensajero entregó la epístola al alcaide, que leyó:

«Primo don Alonso Pérez de Guzmán: Hemos sabido lo que por servirnos habéis hecho en defender esa villa de Tarifa de los moros, que os han tenido cercado seis meses, y os han puesto en la mayor estrechura y congoja; y principalmente hemos sabido y estimado en mucho lo que habéis hecho de dar vuestra sangre y ofrecer vuestro hijo primogénito por mi servicio, y el de Dios delante, y por vuestra honra. En lo uno imitasteis a Abraham, que por servir a Dios lo daba su hijo en sacrificio, y en lo otro quisisteis semejar a la buena sangre de donde venís. Por lo cual merecéis ser llamado el BUENO, y yo así os llamo, y vos así os llamaréis de aquí en adelante, porque justo es que el que hace la bondad tenga nombre de BUENO y no quede sin galardón de su buena obra; porque si a los que hacen mal les quitan su hacienda, a vos, que tan gran ejemplo de lealtad habéis mostrado y habéis dado a mis

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caballeros y a los de todo el mundo, razón es que con mercedes mías quede memoria de las buenas obras y hazañas vuestras. Y venid vos luego a verme, porque si no estuviera tan postrado como me tiene mi enfermedad, nadie me hubiera impedido que yo no hubiese ido a socorreros; mas vos haréis conmigo lo que yo no he podido hacer con vos, que es veniros vos luego a mí, porque quiero hacer en vos mercedes que sean semejantes a vuestros servicios. -A la vuestra buena mujer nos encomendamos la mía y yo, y Dios sea con vosotros-. De Alcalá de Henares a dos de Enero. Era de 1333 años. -EL REY».

Al concluir su lectura, las lágrimas se rodaban de los ojos del héroe; pero aquel llanto ahora estaba mezclado de gozo, porque a los nobles corazones les place que se reconozca por los hombres los grandes sacrificios que cuesta el ser héroes. No buscan los buenos por recompensa el oro. Después de la aprobación de su conciencia en el interior, la gloria es el bien extrínseco que puede satisfacerles algún tanto, porque la gloria no es cosa que la tributan las manos, sino que la dan las almas, ofreciendo a los héroes admiración y respeto.

No quiso don Alonso dilatar un instante los deseos del rey. Al punto salió de Tarifa, acompañado de su esposa y del comendador don Diego y de muchos deudos y amigos. El viaje de don Alonso puede con razón decirse que fue una marcha triunfal. Por todas partes salían las gentes a recibirle y aclamarle en los caminos; le hacían honrosos recibimientos en las ciudades; señalábanle con el dedo por las calles, los caballeros se lo presentaban a sus hijos como un modelo que debían imitar, y hasta las tímidas y recatadas doncellas pedían permiso a sus padres para ir a ver al insigne Guzmán.

Cuando llegó a Alcalá, salió a recibirle toda la corte a gran distancia por mandado del rey.

Don Sancho, como hemos dicho, se hallaba a la sazón postrado en su lecho, por lo que no pudo salir al encuentro del noble alcaide.

Al recibirlo el rey delante de un numeroso concurso, se volvió a los caballeros y donceles que estaban presentes, y les dijo:

-Aprended, caballeros, aprended a sacar labores de bondad; aquí tenéis el dechado.

A estas palabras de favor y de gracia añadió el rey mercedes y privilegios magníficos, y entonces fue cuando le hizo donación para sí y sus descendientes de toda la tierra que costea la Andalucía entre las desembocaduras del Guadalquivir y Guadalete.

En aquellos mismos instantes acaeció un suceso que probó maravillosamente hasta qué punto era noble y elevada el alma de don Alonso, que con tanta razón había merecido el renombre de Bueno.

Varios caballeros, amigos de don Alonso y deudos de su desolada esposa, aparecieron pálidos de ira en la cámara del rey, en tanto que en la parte de afuera sonaban sin cesar desaforados gritos, que indicaban algún sanguinario intento.

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Todos los circunstantes miráronse consternados, no sabiendo a qué atribuir tan súbita mudanza de los himnos de triunfo en voces de ignominia y vituperio.

-¡Muera el infame! ¡Muera! Muera!

-¿Qué sucede? -preguntó el monarca dirigiéndose a los recién llegados.

-Señor, -repuso el de más edad de los caballeros-; habiendo salido al encuentro del ínclito don Alonso, que está presente, para felicitarle por la ilustre hazaña con que ha sabido sublimar su nombre, nos dirigimos hacia la parte de Carmona, por donde debía pasar el noble alcaide de Tarifa. Cuando llegamos allá, supimos que ya don Alonso nos llevaba dos jornadas de delantera. Apresurámonos a encontrarle, cuando he aquí que al día siguiente, ya el sol traspuesto, vimos cruzar por un camino a un caballero seguido de un esclavo africano. El caballero pareció querer recatar el rostro de nuestras miradas; empero, a pesar de sus precauciones, uno de nuestros compañeros consiguió reconocerle. Por grande que fuese nuestra sorpresa, tratamos de disimularla, y, dividiéndonos en dos partidas, logramos cortarle el camino, sorprenderle y aprisionarlo. Y en verdad afirmo a vuestra alteza que en el mismo punto habría dejado de existir, según nuestra indignación, a no haber tenido en cuenta que al fin era vuestro hermano; pero hemos querido traéroslo para que vuestra alteza disponga lo que más le plazca. En este momento acabamos de llegar...

El narrador fue interrumpido por un coro de voces que estalló gritando:

-¡Muera! ¡Muera!

Cada vez más se aproximaba el ruido, hasta que súbito apareció en la cámara real un hombre pálido y desencajado, que fue a colocarse tras el lecho del rey, diciendo con voz trémula y suplicante:

-¡Asilo! ¡Perdón! ¡Perdón!

El rey hizo un movimiento como si hubiese visto brotar del pavimento una víbora, y todos los circunstantes pusieron mano a las espadas con la irrevocable resolución de dar muerte al perseguido.

Al mismo tiempo una multitud furiosa apareció en la puerta con las espadas desnudas. Igualmente entre la turba iban algunas mujeres del pueblo gritando:

-¡Al asesino! ¡Al asesino! ¡Ese es el que arrebata a las madres sus pequeñuelos y los sacrifica bárbaramente! ¡Muera! ¡Muera!

Debemos advertir que las mujeres eran las que más encarnizadas se mostraban contra el fugitivo, lo que era muy natural, pues sólo ellas podían comprender hasta qué punto habían sido crueles las angustias de la infeliz doña María.

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El mismo rey se hallaba a la vez embargado por la sorpresa y la indignación, y no parecía muy dispuesto a proteger al intruso, antes por el contrario, era fácil leer la sentencia de muerte del infante en los ojos del monarca.

Don Alonso se puso espantosamente pálido al ver al asesino de su amado hijo, víctima inocente del más atroz atentado. El alcaide, como todos los demás que se hallaban presentes, sacó la espada con actitud amenazadora; empero luego hizo un ademán como si procurase dominar su rencor, tornando a envainar su acero.

Un caballero joven quiso asir al infante y sacarlo de la cámara real, en donde había encontrado un asilo contra la muerte segura que le amenazaba. Sin duda alguna el infante no podía evitar su perdición desde el momento en que diese un paso fuera de la cámara, lugar sagrado que fue respetado por todas las espadas, a pesar de hallarse desnudas y en manos que se agitaban convulsivamente de cólera y rencor.

El inicuo don Juan se hallaba ahora a merced de sus enemigos, sin encontrar siquiera ni una palabra de consuelo, ni una mirada de simpatía. Todos le abandonaban como si estuviera tocado de la peste, aversión bien merecida por sus negras iniquidades. El ruin caballero, sin embargo, se hallaba en una situación tan crítica, que inspiraba compasión profunda.

El noble alcaide no pudo menos de conmoverse cuando vio al infante en tan inminente peligro dirigir en torno suyo una mirada de desconsuelo, implorando una protección que nadie le habría concedido sin creerla un sacrilegio.

Don Alonso, interponiéndose entre el infante y el joven que a viva fuerza pretendía sacar de la cámara, dijo:

-Dejad que Dios le castigue, porque solamente la divina justicia tendrá poder bastante para castigar debidamente crímenes tan horrendos. Por nuestra parte, démosle ejemplo para que vea cómo se portan los buenos caballeros, perdonando a los que les ofenden sin que jamás le hayan dado motivo alguno de disgusto. Respetemos, pues, su persona, porque es hermano de nuestro rey.

-Bien dicho, hermano mío, -dijo un caballero Templario que se hallaba en la cámara, y en el cual fácilmente habrán reconocido nuestros lectores al comendador don Diego Pérez de Guzmán. Éste saludó a su hermano con una expresión en que a la vez se revelaba fraternal ternura y religioso respeto.

Tienen tal poder las acciones generosas, que aquellos mismos que pocos momentos antes ansiaban enfurecidos la muerte de don Juan, sintieron en aquel acto el mágico prestigio de la virtud, e irresistiblemente fueron arrastrados a imitar el noble ejemplo del héroe Guzmán.

Los caballeros, deudos de doña María que tan implacable encono abrigaban hacia el infante, conocieron que su rencor flaqueaba y se deshacía como se derrite la nieve a los rayos del sol. La virtud es la voluntad de Dios ejecutada libremente por el hombre. ¡Cuán

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inmenso en su poder! A los vívidos rayos de la virtud, ninguna inteligencia permanece oscura, ningún corazón deja de presentir que puede elevarse hasta el cielo.

Capítulo XXVI

La rueda de la fortuna

Retrocedamos un poco en nuestra historia.

El rey don Sancho era de carácter noble y generoso, y en más de una ocasión había perdonado magnánimamente a su hermano, que sin cesar fomentaba en el reino asonadas y conjuraciones. Pero en el caso presente había sido tanta su indignación, que sin duda alguna le habría mandado quitar la vida, al no ser por el rasgo asombroso de incomparable generosidad que tuvo el alcaide de Tarifa, generosidad, que conmovió profundamente el ánimo del monarca e hizo descender la clemencia a su corazón, por lo que dejó a don Alonso la gloria de que fuese el libertador del mismo que le había ofendido de la manera más cruel o inicua.

Toda la multitud gritaba entusiasmada:

-¡Loor eterno a los héroes! ¡Gloria a los buenos!

-Verdaderamente que merece don Alonso llamarse el Bueno, -decían los caballeros que habían aprisionado al infante para que expiase su crimen, que había llenado de horror a toda España.

El infante cayó sobre su rostro, humillándose a los pies del héroe que como un ángel custodio le protegía, aborreciendo al crimen y cubriendo al criminal con el radioso manto de la virtud y la gloria.

Don Alonso levantó a don Juan, y pidiendo permiso al rey para retirarse, salió de la cámara sirviendo de egida a su mismo ofensor, a quien luego le facilitó los medios de fugarse y sustraerse al rencor universal que inspiraba.

Por las galerías, por los patios, por las calles se apartaban las gentes con respeto, dejando libre el paso al virtuoso caballero. Y a tal punto llegaba la veneración que le tenían, que nadie se atrevió a insultar al inicuo infante mientras que fue acompañado del ilustre Guzmán. Cuando éste hubo salido de la real cámara, don Sancho, volviéndose a los caballeros que le acompañaban, dijo:

-En verdad que me ha dejado atónito don Alonso y que ha dado hoy un ejemplo que admirará a los futuros siglos. ¿No encontráis que esta segunda heroicidad es mayor aún que la que hizo en Tarifa?

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Cuando el terrible Castiglione, arrebatado de cólera y terror, arrojó el retrato del conde Arnaldo por la ventana, oyose al pie del muro un doloroso gemido. El misterioso Templario había colocado en el aposento de Castiglione la caja que en las ruinas de la ermita le había entregado el caballero de la Muerte. El blanco fantasma conocía perfectamente todas las entradas y salidas de la torre, a la vez que sabía muy a fondo las costumbres de sus habitantes; por lo cual le fue muy fácil introducirse en la estancia del italiano a hora en que nadie lo advirtiese. El Templario y Jimeno sacaron en sus brazos al triste emparedado, cruelmente herido, habiendo buscado una oculta salida que desembocaba no muy lejos de la torre. Luego sentáronse en una peña para descansar y vendar la herida de don Gonzalo, que por instantes se desangraba, perdiendo el aliento vital. En este tiempo fue cuando Castiglione arrojó la caja, que casualmente fue a herir el rostro del moribundo anciano, que exhaló un prolongado gemido.

El Templario se arrojó sobre aquel objeto, y examinándolo, reconoció la caja que contenía el retrato del conde Arnaldo; y explicándose todo lo que podía haber sucedido, guardó cuidadosamente aquella prenda, como si presintiese que tiempo adelante había de servirle de mucho el conservarla.

No sin algún trabajo condujeron el Templario y el trovador a don Gonzalo hasta unas chozas de pastores, desde donde, provistos de bagajes, se encaminaron a la villa de Jaraicejo, en cuyas inmediaciones aguardaron al día siguiente que se hiciese de noche. Ya las tinieblas envolvían al mundo sumergido en sueño, cuando nuestros tres personajes penetraron en la villa. Detúvose la cabalgata delante de una casa cuya fachada, algún tanto suntuosa, atendido el lugar, era de piedra berroqueña, y sobre cuya puerta se divisaba un escudo de armas. El Templario sacó un silbato, y aplicándolo a su boca, hizo salir tres puntos agudos, prolongados y en diverso tono.

Inmediatamente y como por encanto abriose la puerta.

El Templario exhaló un profundísimo suspiro... Diríase que el aspecto de aquella casa despertaba en su alma tristes recuerdos de mejores días.

Un anciano de barba y cabellos blancos como la nieve, pero cuyos miembros aún conservaban agilidad y robustez, fue el que salió a abrir, saludando al Templario con cariño y respeto.

-Querido Millán, -dijo el Templario-, mucho me huelgo de hallarte bueno y salvo.

-Yo también, señor.

El llamado Millán se detuvo, como un hombre que se reporta a tiempo para no cometer una indiscreción revelando un nombre que, por lo visto, el Templario tenía interés en recatar. El fantasma blanco, pues, hizo una seña que al punto fue comprendida por el buen viejo.

Apenas entraron en el patio, el trovador y el Templario descendieron de sus cabalgaduras y se aproximaron a don Gonzalo, a quien bajaron de su caballería, en donde

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había venido colocado entro dos haldas de paja, y se dispusieron a conducirlo al interior de la misteriosa casa.

-Cierra la puerta, Millán.

Obedeció el anciano, y en seguida fue a llevar las cabalgaduras a la caballeriza; mas impidióselo el Templario, diciendo:

-Luego puedes cuidar de las caballerías; ahora lo que importa es que vayas delante y alumbres, porque este buen caballero se encuentra en muy mal estado, y ante todas cosas necesita descansar.

Provisto de su linterna, Millán comenzó a caminar delante, y subiendo la escalera principal, condujeron a don Gonzalo a un aposento ricamente amueblado y en el cual se veía un suntuoso lecho.

Millán encendió otra luz que dejó sobre una mesa, y al punto volvió a salir para aderezar la cena a los recién llegados.

Entretanto Jimeno y el Templario colocaron a don Gonzalo en el lecho. Tales eran el cansancio y la debilidad del infeliz caballero, que al punto quedose dormido, no sin fijar antes una mirada sublime de gratitud y contento sobre el armiguero y el Templario.

Volvió a entrar Millán y preguntó:

-¿En dónde queréis que os sirva la cena?

-En la cocina. ¿Tienes buena lumbre?

-Media encina arde en el hogar.

-La noche está muy fría.

-Y a fe, señor, que habéis llegado a muy buena hora... ¡Oíd!

Un ronco trueno retumbó en aquel instante.

-Os habéis escapado, -añadió Millán-, de una furiosa tormenta.

-¡El bálsamo! -exclamó el Templario.

Millán le miró con extrañeza.

Entonces el caballero se dirigió al lecho, destapó a don Gonzalo y mostró a Millán los andrajosos vestidos de aquel, todos empapados en sangre.

El viejo servidor desapareció rápidamente, haciendo un gesto que quería decir:

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-Entiendo.

Pocos instantes después volvió Millán con una vasija llena de un bálsamo oloroso y con una buena porción de hilas.

Inmediatamente entre los tres curaron a don Gonzalo, quien durante esta operación apenas dio señales de sentirla.

Cuando Millán se aproximó con la luz y pudo examinar de cerca el rostro de don Gonzalo Pérez Sarmiento, es imposible describir la expresión de asombro que se pintó en el semblante del anciano escudero. No parecía sino que un espectro del otro mundo se había presentado ante sus ojos.

-¡Dios mío! -exclamó con extraordinaria energía.

-¿Es él?

-Sí, Millán.

-¡Es posible!

-¿No lo estás viendo?

-¡Infeliz! ¡Cuán demudado está! ¡Cuánto estrago hacen los años!

-Más estragos hacen las desdichas.

-¡Amado señor de mi alma!

Y Millán hizo un movimiento como para precipitarse sobre don Gonzalo y estrecharle contra su corazón.

-Detente, Millán, -dijo el Templario-. Está herido y cansado, y necesita reposo. Cualquiera recuerdo de lo pasado pudiera asesinarlo en este momento. Se halla muy débil, hasta el extremo de que no ha conocido la casa en que se encuentra.

-¡Pobre señor!

-Mañana le hablarás.

-Sí, sí, tenéis razón. ¡Dios quiera aliviarlo!... Dejémosle que duerma, y vamos a disponer la cena.

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-Eso es lo que más importa.

Poco tiempo después el Templario y Jimeno se hallaban en la cocina delante de una mesa cubierta con sencillez, aunque con limpieza. Formaban el cuerpo principal de ataque tres platos, esto es, una soberbia perdiz, un rollizo pollo y una dilatada cazuela que contenía adorable porción de delicadas truchas. Todo esto exhala a un olorcillo asaz lisonjero para los caminantes. El inteligente Millán tampoco había olvidado poner sobre la mesa dos panzudas botellas de rico clarete de Cazalla. Escanciábales el viejo servidor con actitud respetuosa, mientras que Jimeno y el Templario despachaban su cena con tanto apetito como silencio.

Terminada su refacción, ambos caminantes se retiraron a sus respectivos aposentos.

El trovador aquella noche se entregó a las más extrañas reflexiones, y ciertamente que su situación era tan complicada como extraordinaria. Un tumulto de ideas y sentimientos encontrados se agitaba en su corazón y en su mente. A la vez que había conseguido la dicha de encontrar a su padre, por quien tanto tiempo había suspirado, el triste poeta había recibido también una herida que deja en el corazón calma dichosa a la par que inquietud inexplicable. Experimentaba ese fuego glacial, ese placer doloroso, esa risueña tristeza que se llama amor, caos monstruoso de ilusiones encantadoras, flor de matices espléndidos que encierra en su cáliz mortal ponzoña.

Jimeno en vano procuraba apartar de su mente el recuerdo y la imagen de la bella Amalia Molay, que, acompañada de su padre, se había quedado en la Encomienda de Alconetar. El amor y la ternura filial habían brotado en un mismo instante dentro del pecho del trovador. Perdido se hallaba en estos pensamientos, cuando se abrió la puerta de su estancia y apareció el Templario.

-Apenas es de día. ¡Cuánto madrugáis! -exclamó Jimeno.

-Es necesario, hijo mío.

-Yo no he dormido nada en toda la noche.

-Poco más o menos me ha sucedido lo mismo.

-¿Habéis visto a mi padre?

-Duerme tranquilamente.

-¡Padre de mi alma! Ya que Dios ha querido que conozca y estreche entre mis brazos al que me dio el ser, juro no separarme ni un momento de su lado.

Al decir esto, el trovador pareció inmutarse. Diríase que se apresuraba a hacer aquel juramento para obligarse a sí mismo a permanecer en aquella misteriosa casa. Esta resolución no dejaba de serle costosa, supuesto que así renunciaba a ver a la encantadora Amalia, que se había enseñoreado de su corazón.

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-No es posible por ahora, Jimeno, que permanezcas al lado de tu padre. En este mismo momento debes disponerte a partir a la Encomienda, a fin de que no te echen de menos. Si Castiglione comprendiese lo que ha sucedido, en ninguna parte estaríamos seguros.

-¿Y cómo lo ha de comprender? Es de todo punto imposible ni aun que sospeche que mi padre vive.

-¿Estás en ti? En el momento en que baje al subterráneo, verá que ha desaparecido el cadáver...

-¡Ira de Dios! Cuando pienso en la infamia de ese maldito italiano... ¡Oh! Pero lo que es ahora no quedará útil para cometer más villanías.

Y los ojos del poeta lanzaron un brillo siniestro.

El Templario clavó una mirada severa en el joven, como si le desagradasen en demasía aquellas disposiciones hostiles. -¿Es así como un hombre de honor cumple sus palabras? -¿Qué queréis decir? -preguntó con altivez Jimeno, que comenzaba a impacientarse de aquel aire de superioridad que se tomaba el Templario. -Digo que has empeñado tu palabra de no atentar contra la vida de Castiglione. -¿Y pensáis que yo puedo vivir sin pensar en matarlo? -Solo pienso que estás en la obligación de cumplir tu palabra empeñada con juramento. -Mas yo no puedo menos de recordar sus innumerables infamias, y la última de todas, la de asesinar a un pobre anciano, desvalido, prisionero... -Y que además, -interrumpió el Templario-, ha estado sufriendo durante muchos años un suplicio horrible, el suplicio de la gota de agua... -¡Oh! Nunca, nunca seré tan villano, que deje a mi padre sin venganza de sus afrentas. -¿Y digo yo lo contrario? -¿Pues entonces?... -Te has olvidado completamente de lo que me prometiste... -Señor, -interrumpió el poeta algo amostazado-; yo no sé quién sois; pero por lo que os habéis dignado hacer, tengo motivos para deducir que sois amigo de mi familia.

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-Y no te has equivocado. -Pues bien; en ese caso, no comprendo cómo ahora deseáis que el infame Castiglione continúe impunemente en sus maldades. Es verdad que yo os prometí no atentar contra su vida; pero entonces yo ignoraba hasta qué punto de inaudita crueldad había llevado su encarnizamiento contra mi padre, a quien encuentro por la primera vez anciano, moribundo y revolcándose en su sangre, vertida por la mano de ese odioso Castiglione... -¡Y bien! ¿Te contentarás con atravesarle el corazón? Jimeno clavó una profunda mirada sobre el Templario. -Ahora, -dijo-, me parece que os comprendo. Efectivamente, conozco que para él la muerte debería ser un beneficio, y sobre todo... ¡Es tan rápido el morir! Yo necesito que Castiglione, como mi padre, saboree gota a gota la hiel de todas las angustias de la muerte sin abandonar la vida... ¡Venganza, y venganza cruel, lenta como la suya!

-¡Muy bien! Ahora nos entendemos perfectamente, -dijo el Templario estrechando la mano del trovador. Este comprendió que en materias de odio y de venganza era un pobre diablo en comparación de aquel personaje singular, cuya conducta era tan extraña como misteriosa.

¿Quién podía ser aquel Templario? ¿Pertenecería realmente a la orden del Templo de Salomón? ¿Tal vez se cubría con aquel hábito para ocultar mejor sus intentos o disfrazar su persona? Ciertamente que no era fácil atinar con una respuesta satisfactoria a ninguna de estas preguntas, que a sí mismo se dirigía sin cesar Jimeno. Su curiosidad era vehementísima; pero, por más que aguzaba su ingenio, nada podía sacar en limpio. Por otra parte, el misterioso caballero era tan reservado y ejercía un influjo tan poderoso sobre el joven armiguero, que éste con frecuencia bajaba los ojos delante del Templario, que también poseía a las mil maravillas el arte de permanecer inaccesible, por más que fuesen sumamente diplomáticos los rodeos que usaba el poeta para averiguar el origen y condición del fantasma blanco, según habían convenido en llamarle los armigueros de la bailía de Alconetar. Pero el buen Jimeno de plegaba en vano toda su diplomacia. -¿Sabes en dónde te encuentras? -preguntó el Templario. -En una casa de Jaraicejo. -Esta casa es tuya. -¡De veras! -En ese mismo sitio que ahora ocupas fue en donde tu padre hirió a su esposa creyéndola infiel: mira el balcón por donde penetraron Castiglione y tu padre el anciano Millán, que anoche nos sirvió la cena, es un antiguo servidor de tu familia...

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-¿Pues no me habéis dicho que todos los bienes de mi familia pertenecen a los Templarios? -Así es la verdad, gracias a la felonía de Castiglione; pero esta casa fue algunos años después vendida por los Templarios y comprada por Millán, el cual desde entonces habita constantemente en ella. Ahora bien; desde hoy ya eres un noble caballero; mas debes tener en cuenta que, para recuperar tus bienes de que te han despojado, es indispensable conservar la vida de Castiglione, el cual tendrá que responder ante los tribunales... -¡Ah, noble caballero! ¿Con qué podré yo pagar la tierna solicitud que me dispensáis? -Por ahora sólo quiero que guardes la más absoluta reserva, pues todos mis planes serían desbaratados a la menor indiscreción que cometieses. ¿Te convences por fin de cuánto nos conviene el prolongar la vida de ese infame calabrés? Y eso que no te digo otras mil razones que tengo, aparte de mi venganza, para desear que viva. -Os prometo seguir fielmente todas vuestras instrucciones. -Inmediatamente debes partir a la Encomienda de Alconetar. Jimeno se ruborizó como una doncella al pensar en la hermosa Amalia. Nada hay más tímido que el amor primero, sentimiento purísimo que guarda el alma como un precioso tesoro, que nos acompaña en la vida como un ángel protector, y que hasta en la hora de la muerte nos sonríe con dulzura como una deidad cariñosa. -¿Y he de abandonar a mi padre? -preguntó tímidamente Jimeno. -Es indispensable; pero podrás visitarlo a menudo, supuesto que Jaraicejo no está muy distante de la Encomienda. El Templario dejó al trovador y encaminose a la estancia de don Gonzalo Pérez Sarmiento. Este se hallaba en muy buen estado. Diríase que la luz, el aire y el mullido lecho en que a la sazón descansaba, le habían hecho rejuvenecer súbitamente. Tal era la expresión vivida de sus ojos y de su semblante, en el cual, sin embargo, no era difícil leer un sentimiento de profunda tristeza que le había inspirado el aposento en que se encontraba. Al despertar don Gonzalo había reconocido los muebles, el lecho, la figura de la habitación en que tantas veces su alma se había derretido en celestial ternura en el seno de la amistad, del amor, de la felicidad que en este valle de lágrimas está al alcance de los míseros mortales. Don Gonzalo había tenido necesidad de hacer un grande esfuerzo para volver al sentimiento de la realidad. Cuando despertó, en esos primeros instantes en que ni se duerme ni se vela, creyó que vivía como siempre y que dormía y se despertaba como en otro tiempo y en el mismo sitio. Todas las negras y espantosas imágenes de su horrible cautiverio, de su cruel suplicio, desaparecieron durante algunos minutos, no conservando otro recuerdo sino el que deja una horrorosa pesadilla. Ese estado inexplicable de confusión, tinta media entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, caos informe de ideas y sentimientos, conduce al espíritu a una especie de limbo intelectual en que nada se define, en que todo se

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confunde, en que no hay luz ni tinieblas; fantasmagoría indecisa de recuerdos que cruzan revoloteando, imágenes sin contornos, contornos sin imágenes, sombras del pasado, tinieblas del presente, crepúsculo, en fin, de sensación y de vida. Tal fue la situación en que por algunos momentos se encontró don Gonzalo. Imaginábase que aquel era el día siguiente a la última noche feliz que había pasado en compañía de su amante esposa, y que aquel paréntesis de dieciocho años se había deslizado en una noche durante la fascinación de un ensueño. Cuando apareció el Templario en la estancia del caballero, acababa éste de sacudir el mágico influjo de aquel aéreo misterioso velo de alucinaciones que había hecho oscilar la luz de su espíritu, como la vahosa nube oscurece y hace que tiemblen alterados y desfallecidos los rayos del sol. Largo rato estuvieron hablando el Templario y don Gonzalo. Y a la verdad que fue misteriosa y recatada la conferencia que tuvieron, pues que el Templario había cerrado muy cuidadosamente la puerta. Entretanto Jimeno ya se había levantado y se hallaba dispuesto a partir de Jaraicejo. Solamente aguardaba que el Templario saliese del aposento de don Gonzalo, porque Jimeno juzgaba con fundamento que no se le había de imponer la dura condición de marcharse sin despedirse de su padre amado. Por fin, el caballero del Templo salió de la estancia y fue a dar aviso al trovador de que su padre le aguardaba. Jimeno no entró, sino se precipitó en el aposento. El anciano comenzó a sonreírse extendiendo los brazos a su hijo. Este, con los ojos bañados en lágrimas, abrazó a su padre. -¿Cómo estáis, señor? -preguntó Jimeno. -¡Oh! Muy bien, hijo mío, muy bien. Durante algunos minutos ambos guardaron silencio. Al fin don Gonzalo exhaló un profundo suspiro. -¡Cuánto siento, hijo mío, que tengas necesidad de ausentarte! -Yo desearía permanecer aquí. -No es posible, por desgracia. -En ese caso yo vendré a visitaros frecuentemente.

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-Pero con precaución, hijo mío. -Descuidad, señor. -No temo por mí, sino por el peligro que tú pudieras correr. Ahora bien, hijo mío, es necesario que yo te comunique un secreto importantísimo, y, por lo que pueda suceder, no quiero dilatarlo. Ya he sabido las penalidades que han afligido tu existencia; pero felizmente hoy ya se ha aclarado para ti el misterio de tu origen. Eres un noble caballero, y la gloria y la fortuna te aguardan. -Puedo aseguraros, padre mío y señor, que yo procuraré hacerme digno de vuestro nombre. -No lo dudo, querido Jimeno. El cielo, además, ha querido concederte las más brillantes cualidades; algún día tu nombre resonará en el mundo con gloria... ¡Ah! Yo no te veré entonces, hijo mío, porque mi vida se acerca a su fin... -Querido padre, os ruego que desechéis de vos tan lúgubres pensamientos. Es verdad que habéis padecido mucho, y que vuestra salud se encuentra muy quebrantada; pero ahora podéis gozar larga serie de días bonancibles, y el cielo os concederá la dicha que para siempre creísteis haber perdido. -¡Cuán feliz sería yo si el cielo escuchase tus votos!... De cualquier manera que sea, no puedo prescindir de hacerte una importante revelación, y te ruego que me escuches muy atentamente. -Ya escucho, padre. -He sabido que no ignoras la triste historia de tu familia. También recordarás que en gran parte el origen de mis desgracias ha sido la noticia que yo mismo comuniqué a Castiglione acerca de ciertos papeles que me dejó en depósito un amigo mío al partir para Jerusalén. -De todo eso tengo noticia. -A este amigo, que ciertamente fue uno de los hombres más sabios de su tiempo, había yo tenido la dicha de prestarle un gran servicio, libertándole en cierta ocasión de la muerte que le amenazaba a consecuencia de que algunos enemigos suyos habían logrado malquistarle con el rey don Alonso. Yo deshice la calumnia, y desde entonces estrechose más todavía nuestra antigua amistad. Ahora bien; mi amigo, al partir para la Palestina, empeñose en que yo fuese depositario de los papeles referidos, en los cuales se contenía la relación del sitio en que había sido ocultada una gran suma de dinero. Yo no tuve inconveniente en aceptar el depósito de aquellos papeles que mi amigo me confiaba, atendiendo a que era muy fácil se le extraviasen durante la penosa y larga peregrinación que iba a emprender. Por lo demás, quedamos convenidos en que, si pasados diez años no volvía a demandarme su depósito, era señal infalible de que la muerte le había impedido

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regresar a España. Ya han pasado veinte años y por consiguiente, me asiste el derecho de disponer de la inmensa riqueza oculta en un monte de la sierra de Granada. -¿Y cómo habéis salvado el manuscrito? -Una inspiración del cielo hizo que no cayese en manos del pérfido Castiglione. Cuando en mal hora pensé retirarme al Templo en calidad de hermano casado, según la costumbre de la orden, hice mi testamento, dejando la mitad de mi hacienda a los caballeros Templarios; pero como no me era lícito disponer de un tesoro que no me pertenecía, traté de ocultar los papeles, poniéndolos a buen recaudo, a fin de entregárselos a su dueño cuando me los demandase. A no haber sido por esta circunstancia, estas riquezas habrían ido a parar a manos de los Templarios, del mismo modo que consiguieron la posesión de mi hacienda. -¿Y en dónde ocultasteis esos papeles? -En esta misma habitación. -¡Aquí! -exclamó admirado Jimeno. -Precisamente detrás del respaldo de mi lecho. -¿Y estáis seguro de que no habrán desaparecido? -Creo que no habrá sido fácil que hayan atinado con el escondite. -Me parece que tal vez... -Pronto hemos de saberlo, -interrumpió, don Gonzalo haciendo un esfuerzo para incorporarse en la cama; pero encontrose tan débil, que se vio obligado a tomar la misma posición en que antes estaba. -No es preciso que os levantéis, -dijo el trovador. -En efecto, hijo mío, aun cuando el espíritu está fuerte y despejado, el cuerpo está débil y enfermo... Puedes hacer una cosa: aparta el lecho y saldremos de dudas. -Comprendo perfectamente. El vigoroso mancebo retiró el lecho de manera que entre éste y la pared quedó un espacio como de una vara. Jimeno púsose a examinar muy cuidadosamente todo aquel lienzo del muro de la habitación; empero la pared presentaba una superficie tan lisa e igual por todas partes, que en ningún punto aparecían vestigios de que allí se hubiese practicado hueco alguno. -En verdad, señor, -dijo el joven-, que es imposible atinar con el sitio que decís, a juzgar por la apariencia.

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Sonriose el anciano. -Saca la espada. Jimeno miró a su padre con extrañeza. -¿Qué vais a hacer? -Saca la espada y lo verás. El joven obedeció. Don Gonzalo tomó la espada que le presentó Jimeno con cierta timidez. En seguida el anciano comenzó a medir el acero con la mano extendida desde el pólice hasta la extremidad del dedo meñique. -Muy bien, -dijo-, esta espada es exactamente del mismo tamaño que la que me sirvió de medida. Tiene cinco palmos... Ahora desde el rincón mide horizontalmente dos espadas. Jimeno hizo lo que se le había mandado. -Haz una señal. -Ya está. -Pues bien, en la misma línea de esa señal mide ahora diez palmos desde el pavimento. El trovador colocó la punta de la espada en el suelo y rozando contra la pared. En seguida midió perpendicularmente la misma distancia que antes había medido en sentido horizontal. Con la extremidad de la empuñadura hizo una raya en la pared. -Da algunos golpes en ese punto, -dijo don Gonzalo. Jimeno con el pomo de la espada comenzó a golpear en la pared, pero inútilmente. Todos los golpes despedían ese sonido sordo que produce siempre la percusión sobre cuerpos sólidos y macizos. -Golpea exactamente en el mismo punto en que has hecho la raya. El recinto del hueco es muy pequeño. -Suena siempre lo mismo. -Es porque el hueco está macizado. Por último, Jimeno dio con grande fuerza algunos golpes, y entonces comenzó a desquebrajarse la pared en un recinto pequeñísimo, un círculo no mayor que una cobertera.

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A los reiterados golpes descubriose un ladrillo redondo que tapaba un agujero como el corcho tapa la boca de la botella. En seguida con la punta de la espada fue separando la juntura hasta que el ladrillo se desprendió completamente. Jimeno halló el hueco ocupado por un grueso canuto de lata que entregó a don Gonzalo, el cual, después de haberle examinado, halló dentro el precioso manuscrito. -¿Ves cómo se ha conservado? -exclamó gozoso el anciano. -Efectivamente, no ha sido poca fortuna. -Ahora ya estoy tranquilo, hijo mío; cualquiera que sea la suerte que Dios nos depare, me consuela la idea de que serás inmensamente rico. ¡Cuán grato es para un padre pensar que su hijo queda a cubierto de la pobreza, y que al brillo de sus cualidades personales reúne el esplendor de la fortuna!... Pero cuidado, hijo mío, que te ruego encarecidamente que guardes secreto... ¡Oh! Si llegasen a descubrir que tú poseías ese manuscrito, ¡cuántos peligros te amenazarían! Castiglione sería capaz de asesinarte por arrebatártelo... ¡No te fíes de nadie!... -¡Me parece que llaman a la puerta! -exclamó Jimeno-. ¿Quién será? -Probablemente nuestro protector. No bien hubo don Gonzalo terminado estas palabras, cuando apareció el Templario. El trovador hizo un movimiento como para ocultar el precioso depósito que le había sido entregado. Empero ya era tarde. Sin embargo, el anciano no pareció inquietarse lo más mínimo por la llegada del caballero. Este advirtió la inquietud del joven, y cambió una sonrisa con don Gonzalo. -Hijo mío, todos mis consejos acerca de que guardes las más exquisitas precauciones no se entienden con este caballero. -Yo no digo... -murmuró Jimeno algo cortado. -Está bien, -dijo el Templario-; me gusta que seas prudente sin excepción alguna. Y volviéndose al anciano, añadió: -He venido a interrumpiros, porque se hace muy tarde y es preciso que Jimeno vuelva al punto a la Encomienda. -Sí, sí, tenéis razón... ¡Cuánto siento el que nos separemos tan pronto! ¿Cómo ha de ser? -¡Padre mío!

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-Me parece, -dijo el Templario-, que es muy peligroso para Jimeno el que se lleve esos papeles. -He creído oportuno revelarle... -Está bien, señor, -repuso el caballero-; mas no olvidéis que en la Encomienda no le será fácil hallar oportunidad de guardar, como conviene, su tesoro... ¿Por qué no lo habéis dejado en donde estaba? -¿Y si yo muero. -¡No lo permita Dios! ¿Pero no quedaba yo aquí? -¿Y si por algún incidente no podíais revelárselo? Tened en cuenta que ha estado en muy poco que este secreto no se haya sepultado conmigo en la tumba. Vos mismo, si bien sabíais la historia del manuscrito, ignorabais hasta hace pocas horas el sitio en que estaba oculto. Además, ha sido necesario convencernos de que no había desaparecido el depósito que hace veinte años confié a esa pared. -Más seguro es fiarse de las paredes que de los hombres. El anciano suspiró. Y Jimeno clavó una mirada de extrañeza en el Templario, cuyas escépticas palabras hicieron una impresión tan profunda como dolorosa en el alma cándida y pura del mancebo. Después de algunos momentos de silencio, el Templario dijo: -Lo mejor que puede hacerse es colocar otra vez ese manuscrito en donde estaba. Y volviéndose a Jimeno, añadió: -Ya lo sabes; cualesquiera que sean los acontecimientos que sobrevengan, puedes estar seguro de encontrar aquí tu fortuna. Yo cuidaré de que todo vuelva a quedar como antes. Por espacio de algunos minutos, Jimeno miró alternativamente a su padre y al Templario. ¿Había tal vez brotado en su mente alguna sospecha? Sólo Dios podía saberlo; mas lo que sí era fácil de adivinar es que contemplaba con admiración y extrañeza al misterioso caballero. Hasta entonces no había tenido tiempo de preguntar a su padre quién fuese aquel extraño personaje. Es seguro que si el trovador en aquel instante se hubiese encontrado a solas con don Gonzalo, no habría dejado de importunarle hasta que no hubiese satisfecho su curiosidad. -No pierdas tiempo; tu presencia es muy necesaria en la bailía, -dijo el Templario. -Supuesto que es preciso partir, no quiero dilatarlo; mas yo prometo venir muy frecuentemente.

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-Sí, sí, hijo mío. El bello joven y el venerable anciano se estrecharon cariñosamente, formando un tierno grupo y mezclando sus lágrimas, a la manera que se mezcla un límpido arroyuelo con un caudaloso río. Los sollozos ahogaban sus palabras; pero en sus ojos brillaba el alma de ambos confundida en el santo fuego del amor filial y del paternal cariño. El Templario salió a despedir a Jimeno acompañándole hasta el patio donde aguardaba Millán con un caballo del diestro.

-¿Y cuándo nos veremos? -preguntó el trovador después de haber cabalgado.

-Siempre que tengas la seguridad de que nadie podrá advertir ni el lugar adonde te diriges, ni la persona a quien vienes a visitar. Entretanto no pierdas de vista a Castiglione. -Descuidad, señor. El joven partió al galope. Durante su camino iba pensando en su padre, a quien jamás creyó conocer, y en su amada, a quien debería encontrar en Alconetar. -Ayer, -murmuraba-, era pobre, oscuro y sin nombre. Hoy tengo padre, amor y riquezas. ¡Nunca se detiene la rueda de la fortuna! Capítulo XXVII Quid pro quo ¿Quién no ha sentido alguna vez y recordado más tarde el indecible encanto de los primeros días en que un amor puro llena toda nuestra alma? ¡Qué gratas emociones experimenta el corazón juvenil al vislumbrar como en perspectiva los bellos ojos y las dulces sonrisas de una mujer adorada! Y cuando el joven, en su ilusión primera, mira reflejarse en los ojos de su amada el mismo fuego que le devora; cuando conoce que su amor es correspondido, aunque ambos hayan permanecido en esa pudorosa reserva que caracteriza los afectos verdaderos y profundos, entonces no hay sobre la tierra felicidad comparable a la del enamorado mancebo, el cual nunca da al olvido los primeros días de la primera conquista. En esta felicidad incomparable, vivió algunos meses el trovador Jimeno. Su buena estrella había hecho que monsieur Federico Molay prolongase en Alconetar su permanencia por más tiempo de lo que al principio creyera el armiguero y aun el mismo padre de Amalia.

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Una dolencia, que hubo momentos en que se creyó mortal, atacó repentinamente a madama de Sanancourt, cuñada de monsieur Federico y tía de la joven Amalia, a quien siempre acompañaba, desempeñando para con ella los oficios de madre, y no pocas veces de madrastra, supuesto que su carácter no estaba exento de impertinencias y preocupaciones. Sucedió, pues, que gracias a este incidente, el trovador tuvo la dicha de estar contemplando todos los días y casi a todas horas la bella imagen de la gentil Amalia. Y Jimeno creía, dado que tal vez se engañase, que también la hermosa doncella había reparado en su agraciada persona, en sus dulces cántigas y en su amor inextinguible. Diríase que el destino ahora se complacía en prodigar felicidades a manos llenas sobre el trovador, que tan infortunado había sido en los primeros años de su vida. Jimeno a la sazón estaba gozoso y poseído de dos sentimientos profundos y santos: el afecto que profesaba a su padre y el amor que le había inspirado la sobrina del gran maestre del Templo. Sólo faltaba que don Guillén regresase a su castillo para que la dicha del trovador fuese completa. Ya hemos indicado en otro lugar que Jimeno era muy amigo del señor de Alconetar y de Álvaro del Olmo, los cuales se complacían sobremanera oyendo al armiguero departir acerca de filosofía escolástica unas veces, y otras escuchando sus melancólicas endechas. Y en efecto, si a la sazón los tres amigos hubiesen estado juntos celebrando en el castillo sus antiguas conferencias, frecuentemente favorecidas con la presencia del respetable Gil Antúnez, entonces nada habría faltado al corazón de Jimeno, henchido con las dulces emociones de la amistad, del amor y del santo afecto filial. Sin embargo, durante la ausencia de sus amigos, no dejaba el trovador de tener algunos días felices, días marcados o por una sonrisa halagüeña de Amalia, o por una visita hecha a su anciano padre. El mismo día en que Gómez de Lara y Olmo llegaron a la Encomienda, tuvo ocasión Jimeno de hacer una visita a don Gonzalo, por cuya razón no pudo ver a sus amigos. Estos precisamente, sin quererlo, fueron la causa de que el comendador advirtiese que el armiguero no se hallaba en la Encomienda. Aquella noche no le tocaba estar de servicio al trovador, y por lo tanto le era fácil, sobre todo favorecido por sus compañeros, ausentarse del convento sin que el comendador lo advirtiese. Jimeno aprovechaba siempre estos turnos para ir a Jaraicejo, y hasta entonces no había llegado a descubrirse que había pasado muchas noches fuera de la Encomienda. Pero en la ocasión a que nos referimos, el señor de Alconetar y Álvaro del Olmo preguntaron por Jimeno al comendador, y éste mando inmediatamente que le llamasen; pero el trovador no parecía, y sus compañeros no encontraron medio hábil de disculpar o encubrir su desaparición. No lejos de la Encomienda, en una cabaña de pastores, donde se había criado Jimeno, tenía éste siempre dispuesto un caballo para hacer sus rápidas excursiones a Jaraicejo, de modo que ni aun necesitaba sacar su caballo de guerra de la bailía, operación no poco ruidosa.

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El trovador pasó aquella noche en compañía de su amado padre, que era además para él un sabio maestro. Don Gonzalo y su hijo departían frecuentemente acerca de astronomía y de trovas, dos materias tan importantes como diversas. También aquella noche, aunque ya muy tarde, presentose en casa de don Gonzalo Pérez Sarmiento el misterioso Templario hacia el cual experimentaba el trovador tanta gratitud como respeto. El fantasma blanco manifestó al joven que importantes sucesos, recientemente acaecidos, le obligaban a estar más que nunca avizorando todos los pasos del calabrés, y que por lo tanto él, es decir, Jimeno, tampoco debería perderle de vista ni un solo momento. El joven prometió que así lo haría, y a la mañana siguiente, después de haberse despedido con la mayor ternura de su padre y del misterioso Templario, partió para la bailía de Alconetar. ¡Cuán feliz era el trovador en aquella época! Su existencia y su dicha se encerraban entonces desde la casa de la Encomienda hasta la misteriosa casa de Jaraicejo. Aquí estaba su padre, allí vivía su amada. Lleno el corazón del joven de tan dulces sentimientos, experimentaba con extraordinaria energía las venturas del vivir, y hasta su inteligencia parecía tomar otro vuelo más atrevido y otras galas más poéticas. Rápido como una exhalación volaba en su caballo el venturoso Jimeno. El horizonte de su vida se dilataba, el campo de la esperanza le ofrecía perfumadas flores, y acariciaban su mente dorados sueños de amor. El día estaba nebuloso, bramaba el huracán, la lluvia caía a torrentes, toda la naturaleza parecía cubierta con un velo fúnebre. Pero el alma del trovador estaba radiante como el lacero de la mañana. Todo hombre enamorado es poeta, pero un poeta que ama es un semidiós. ¿Qué le importaban las negras nubes que encapotaban el cielo, ni que la naturaleza se desquiciase? Jimeno, con su imaginación ardiente y con la vívida llama de su amor, habría sido capaz de esparcir océanos luminosos e imágenes brillantes sobre la noche del caos. El recuerdo de Amalia no le dejaba un momento, le seguía a todas partes, y se imaginaba que el ángel de los santos amores batía sin cesar en torno de su frente sus alas de oro y armiño. Y los ojos del poeta brillaban con un fuego divino, y fijaba sus miradas en el cielo surcado por rápidos relámpagos, más perezosos, no obstante, que el pensamiento del hombre. El ronco fragor de la tempestad sublimaba el espíritu de Jimeno hasta el Dios del Sinaí. Jamás había tenido una conciencia más enérgica del numen sagrado que le agitaba. En aquellos momentos, fuertemente impresionado por el espectáculo sublime que la naturaleza le presentaba, a la vez que por el sentimiento de un amor purísimo, su espíritu se remontaba a otras regiones. La naturaleza en sus momentos trágicos inspira un terror sublimemente religioso. El amor es para el alma como el rocío para las flores.

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Y el alma del poeta se derretía en algunas magníficas estrofas que rebosaban religión y amor. Entregándose al frenético galopar de su caballo, caminaba Jimeno, veloz como un espíritu de las nubes. Por último divisó a la derecha el castillo de Alconetar y a la izquierda las torres de la bailía, veladas por la niebla. Al mismo tiempo llegaron a su oído los ecos, ya fuertemente sonoros, ya vagos y espirantes, de las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz. Era la hora de vísperas, y las vírgenes del Señor entornaban en el coro no solamente sus oraciones vespertinas, sino que también habían añadido el Magnificat a causa de la furiosa tormenta. Ocurriole una idea a Jimeno. Bajo la mística impresión en que se hallaba su espíritu, no pudo permanecer insensible al aspecto del monasterio y al melancólico tañido de las campanas, que se perdía en la llanura como una voz del cielo que convidaba a la oración a los hijos de la tierra. Un amor inocente y puro acrisola el alma que le recibe. Los sentimientos religiosos no son más que amor limpio de las fragilidades terrenas. El que sea capaz de sentir una pasión noble y profunda, de seguro que no podrá ser nunca un impío. Alma candorosa y apasionada, el buen Jimeno era todo amor, y en la situación en que se encontraba, no podía menos de tributar adoración y gratitud al constante dispensador de todos los beneficios, al que había libertado a su padre, casi milagrosamente, de su horrible emparedamiento. Jimeno, pues, dirigiose rápidamente hacia la aldea, con intento de orar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz; pero a los pocos pasos se detuvo, mirando atentamente a un caballero que le salía al encuentro. -¡Pardiez!... ¿Eres tú, o eres alma del otro mundo? -exclamó con grande asombro el desconocido, deteniendo su caballo. -Yo soy. ¿No me ves? -Deja que me convenza de que no eres una sombra. Y así diciendo, el desconocido se aproximó a Jimeno y comenzó a palparle, como si aún temiera que fuese una visión. -Apuesto, -dijo el trovador-, a que vienes de casa de la Majuelo, amigo Fortún. -No será el hijo de mi padre quien te apueste, en contrario. Con ese talento que Dios te ha dado, todo lo adivinas. -Para adivinarlo no se necesita talento, pues basta y sobra con tener narices. -Vamos. ¿Querrás tal vez convencerme de que estoy... contento? Pues mira, ha sido un compromiso... Ya sabes que la Majuelo es aragonesa y se imagina que es parienta de un

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medio pariente de mi padre, y con este motivo siempre que me ve se empeña en convidarme... ¡Verás!... Hoy, cuando caía el chubasco más grande, quiso el cielo que me encontrase en su casa, y de allí vengo, verdaderamente... Pues, señor, figúrate que comienza a relampaguear y a tronar como si fuera acabamiento de mundo... ¡Jesús! La tía Majuelo comenzó a persignarse muy de prisa, muy de prisa... y luego comenzó a rezar muy despacio, muy despacio... Mira, vamos allá, que lo vas a catar, hombre. Y así diciendo, el armiguero Fortún hizo un movimiento para volver hacia la aldea, instando a Jimeno para que hiciese lo mismo. -Precisamente voy a la aldea, -respondió el poeta, visiblemente disgustado de este encuentro que le había contrariado su proyecto. La oración, como el dolor y como el amor, anhelan la soledad y el misterio. -¿Y adónde... es decir, qué pensabas hacer en la aldea? -Te lo voy a decir francamente, Fortún. Pienso ir a la iglesia de Nuestra Señora de la Luz a rezar una salve. -¡Muy bien! A mí con mucha frecuencia se me ocurre hacer otro tanto, y cuando a uno le coge en medio del campo una tormenta, no le queda otro remedio sino rezar... ¡Voto a bríos! -¿Y quién te ha enviado hoy a la aldea? -preguntó a su vez Jimeno. -Tú has sido la causa. -¿Cómo? -Ya te lo explicaré... Lo menos pensabas que había venido no más que por visitar a la Majuelo... lo estoy leyendo en tus ojos; pero ya te convencerás que la amistad que te profeso ha sido la causa de todo... -Vamos, acaba. -Te voy a parecer pesado; pero el orden de los hechos exige que te lo cuente todo como te lo iba contando... Estábamos... ¡eso es! estábamos en que la Majuelo rezaba durante la tormenta. Afortunadamente tenía a mis pies un gigantesco jarro de lo más añejo. Pues bien, mientras que la vieja rezaba, yo no me iba a estar ocioso. Ella hilaba rezando, en voz alta; yo bebía rezando, en voz baja. La ociosidad es madre de todos los vicios. Así, cada cual estaba ocupado honradamente en su quehacer. ¿No te ha venido nunca a las mientes beber en un día de tormenta? Pues es un verdadero placer, un pasatiempo muy delicioso. ¿Hay cosa más grata que oír tronar y llover, y mientras, todo el mundo se moja, estar al abrigo del agua humedeciéndose el tragadero con vino? Una cosa hay algo semejante a ésta, y es dormirse en buena cama al ruido de la tempestad... -Pero ¿acabarás de contarme por qué hoy has venido a la aldea?

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-Voy al caso. Aún no había concluido de trasegar mi jarro entre pecho y espalda, cuando llama a la puerta de la tía Majuelo. En seguida oí una voz que decía: «Tened cuenta con este caballo...» Aquella voz me hizo temblar como un azogado, el sobrino de la Majuelo tomó las riendas del corcel, y en seguida oí el ruido de las espuelas del caballero que se alejaba. Salto ligero como un corzo, me asomo a la puerta, y vi a nuestro hombre que entraba muy rebozado en su capa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Aunque él iba disfrazado, le había conocido por el metal de la voz. -¡Disfrazado! -Sí, no llevaba el manto... -Pero ¿quién era él? -Según todas las apariencias, un caballero cualquiera; pero yo reconocí en él al señor procurador de la bailía. -¡A Castiglione! -Al mismo que viste y calza. -¿Y qué iría a hacer en el convento? -Eso es lo que yo no puedo adivinar. Jimeno se quedó muy pensativo. Luego su deseo de ir a la iglesia se hizo más vehemente todavía que antes. El poeta se fiaba mucho de sus presentimientos; así es que no podía menos de mirar como un aviso del cielo aquel deseo vehementísimo que de pronto había experimentado por ir al convento. Resolvió, pues, partir al punto, supuesto que el fantasma blanco le había recomendado con mucha eficacia que no perdiese de vista ni un solo instante al italiano. Y como para Jimeno el misterioso Templario era una especie de semidiós, un ser casi sobrenatural, comprendió que muy poderosas razones debían existir para que se le hubiese dado aquella orden tan terminante. -Apenas se ausentó don Matías, -continuó Fortún-, determiné salir de casa de la Majuelo; pues ya sabes que nos está prohibido muy rigorosamente entrar en donde se vende vino, y que más de una vez me ha producido serios disgustos este parentesco que dice la Majuelo tener con mi padre; mas cuando ya pensaba salir de la taberna, temiendo que por arte del diablo llegasen a verme, hete aquí que otra vez sonaron las espuelas de nuestro caballero, alargo unas monedas al sobrino de la tabernera por el servicio que le había prestado, montó a caballo desapareció como un torbellino. -Pues oye, Fortún, yo voy a la aldea; luego nos veremos y hablaremos más despacio.

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-En efecto, conviene cuanto antes quitarnos del camino, porque va a descargar muy pronto un gran nublado. Pero quiere decir que te acompañaré, haces tu oración, que es lo primero, después descansaremos un rato en casa de mi parienta, y en seguida nos volveremos juntos. Así como así, en la Encomienda no hago gran falta. -Pues en marcha. -¡Hola! ¡Qué magnifico caballo te has echado! ¿No digo yo? Tú eres un príncipe disfrazado por lo menos... Tu caballo de guerra está en la bailía; por cierto que yo lo he cuidado durante tu ausencia... ¡Y ahora te vienes con un corcel que vale media ciudad!... Tu desaparición ha dado mucho que decir, y por eso al verte ha sido tanta mi sorpresa... Yo creo verdaderamente que te ha hechizado el fantasma. -¿Estás en ti? -¡Vaya si lo estoy! ¿Te acuerdas de aquella noche que comenzó a hablarte el duende? Cuando luego fuimos por los subterráneos de la armería a buscarte, y después te apareciste a nuestras espaldas, manifestaste con la mayor sangre fría que todo había sido ilusión de nuestros sentidos... -¿Y no fue así? -preguntó Jimeno impasible. Fortún clavó una mirada inexplicable en su compañero. Parecía como si creyese que Jimeno había perdido el juicio. Después que le estuvo contemplando atentamente, Fortún dijo al fin: -¿Tu te has imaginado quizás que somos algunos bolos?... Aquella noche nos dejaste por embusteros o supersticiosos delante del comendador don Diego, y nosotros callamos; pero he aquí lo que tú no nos agradeces. -¿Por qué os debo yo gratitud? -¡Por qué! ¿Y lo preguntas? Ha llegado el caso de que hoy hablemos con franqueza... ¿Acaso no has conocido que si nosotros hemos guardado profundo silencio, ha sido sólo porque hemos comprendido que tú tenías grande interés en que no se hablase más acerca de tu aventura? Yo bien sé que tú tienes mucho más magín que todos nosotros juntos, y que alguna cosa traes entre manos con el fantasma... ¿Quién sabe? Lo que te suplico es que no te dejes seducir, y que por si acaso en todo este entruchado hay algo de maleficio, procures llevar siempre contigo una cruz y un escapulario. Sonriose Jimeno. -Ahora bien, -continuó Fortún-, como anoche no parecías, se habló mucho de ti en la Encomienda. Ayer sucedieron grandes cosas, y el comendador echó pestes contra ti, manifestando que de sus tres armigueros, tú, que antes eras el más servicial, te habías

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tornado ahora el más flojo y menos asistente. Si llegas a entrar anoche en la bailía, te ganas un magnífico sermón. Por supuesto que hoy tampoco te escaparás de llevar tu consiguiente reprimenda; pero al fin no será tan sensible, porque es mi señor don Lope de Haro quien está encargado de reñirte. -¡Don Lope! -Como ya va entrado en años, y a más de eso le atormentan unas tenaces cuartanas, no ha permitido don Diego que le siga. -¡Se ha ausentado el comendador! -Esta mañana al romper el día. -¡Es posible! -Como lo estás oyendo. -¿Y adónde ha ido? -Ayer tarde llegaron a la Encomienda el señor de Alconetar y su amigo Álvaro, y, según oí decir, parece que don Guillén entregó unas letras del rey al comendador. Pocos momentos después todos los caballeros estaban ya listos aguardando las órdenes de don Diego. Según he podido traslucir por algunas palabras que he oído a mi señor, los cincuenta caballeros que han salido de Alconetar van a reunirse con otros doscientos y cincuenta que saldrán de las bailías de Córdoba y Sevilla, en donde además aguardan mayor refuerzo de tropas del rey don Sancho. En la Encomienda sólo han quedado doce caballeros y don Lope de Haro, como lugarteniente del comendador. -¿Y no ha quedado nadie más? -preguntó Jimeno con voz trémula y pálido semblante. -Toda la guarnición ha quedado reducida a veintiséis hombres, es decir, trece caballeros y otros tantos armigueros. -¿Y los caballeros franceses? -Monsieur Federico Molay partió ayer seguido de su comitiva. Un rayo que se hubiese desplomado sobre su cabeza no habría aterrado tanto al infeliz Jimeno como aquella funesta noticia. Su desesperación fue tanta, su amargura tan cruel, que entonces comprendió el inapreciable tesoro que había perdido, su sosiego. Disimuló, sin embargo, su pena, y sólo se limitó a preguntar: -¿Y adónde han ido? -¿Quiénes? ¿Los franceses o los españoles?

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-Unos y otros. -Los españoles van a socorrer a Tarifa, que dicen se halla apretadamente cercada por los moros. En cuanto a los franceses, dicen que van a Italia y después a Jerusalén. Durante algún tiempo el trovador guardó silencio profundo. -¿Y qué dijo don Diego de Guzmán respecto a mi desaparición? -preguntó al fin. -Hizo mil comentarios y conjeturas, y hasta llegó a sospechar si te habría sucedido alguna desgracia, después que a todos, uno por uno, nos preguntó por ti. -¿Y qué le respondisteis? -Nos guardamos muy bien de decirle nuestras sospechas de que algún negocio con el fantasma te había hecho ausentarte, y que... no era la primera noche que te quedabas fuera de la bailía. -Pero eso... -Descuida, querido Jimeno, los amigos son para las ocasiones. Nada le revelamos de nuestras sospechas, y nos limitamos a decirle lisa y llanamente que ignorábamos tu paradero. El poeta estrechó la mano de Fortún con cariñosa efusión. -Como aquella noche de marras oímos ciertas cosas... y nosotros te queremos tanto... en fin, respetamos y respetaremos siempre tu secreto. -Francamente, confieso mi delito, Fortún. Tanto a ti como a los demás compañeros los había creído menos discretos y más curiosos... -Ahora te convencerás de que no es así. -También ahora me complazco en atestiguaros mi gratitud sin límites, y mi estimación a toda prueba. En esto llegaron a la aldea. -¡Oh! Lo que es hoy se va a ganar la Majuelo dos magníficas visitas... ¡Ah! ¡Se me olvidaba! -¿El qué? -Decirte por qué había emprendido este viaje. Como yo sabía la buena amistad que te profesa don Guillén de Lara, dije para mi capote: Jimeno quizás se haya ido a pasar la

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noche en compañía de sus amigos, para echar buenos párrafos sobre trovas y libros; tal vez lo encuentre en el castillo de don Guillén. He aquí la idea que me hizo salir esta mañana en tu busca. Llegué al castillo, pregunté por ti y me dijeron que no te habían visto. Entonces comencé a creer que te habías perdido como un muchacho de tres años. ¡Si vieras qué pena me causó el no encontrarte!... Al fin, como llovía a cántaros, como ahora, dije: «Pues vamos a ver a la Majuelo». -Créeme, Fortún, que te agradezco en el alma el interés que por mí te tomas. -¡Bah! Eso no merece la pena. Lo mismo harías tú por mí. -Sin duda alguna. -Y ahora, ¿qué vamos a hacer? -Yo voy a entrar un rato en la iglesia. Necesito orar. ¿Quieres acompañarme? -Que te haga buen provecho. -Después voy a visitar a don Guillén. ¡Cuántos deseos tenía de verlo!... ¡Unos se van y otros vienen! -añadió el trovador recordando la ausencia de su amada. -Pues en casa de la Majuelo te aguardo. -Hasta luego. -Mira, -dijo Fortún-, los caballos podemos entrarlos en casa de mi parienta. -Tienes razón. Jimeno echó pie a tierra y abandonó las riendas de su caballo a su compañero, quien se dirigió al templo de Baco, de cuya alegre deidad era ardientemente devoto. El trovador, rebozado en su manto, penetró en el templo, en cuyo centro ardía una lámpara que chisporroteaba a causa de la humedad del ambiente. Ni un alma se veía en el sombrío y majestuoso recinto de la iglesia. Solamente se escuchaba el rezo de las monjas en el coro, junto al cual fue a colocarse el mancebo. Allí, apoyado contra la reja, inmóvil y ardiendo el alma en religión y amor, fijaba el hermoso Jimeno sus ojos en la imagen de la Virgen. Un momento antes se había creído el más dichoso de los hombres, pensando en que el cielo le había devuelto a su padre y había presentado en su camino una doncella encantadora que había herido su alma de amores. Y el triste poeta, al pensar en la desaparición de Amalia, lloró. Era, a la verdad, muy cruel mirar tan pronto desvanecido su hermoso sueño. Como la amorosa tortolilla que vuelve al caro nido, y en lugar de sus polluelos encuentra escamosa

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serpiente que los ha devorado, y en el dolor que la atormenta exhala roncos y tristes arrullos, como si demandara al cielo su tesoro perdido, así también desolado y triste el mancebo no sabía sino suspirar, exhalando la angustia de su alma en una fervorosa plegaria. Ligera tinta de carmín velaba la dulce palidez de su bello semblante, y en las tinieblas de su destino imploraba auxilio a Nuestra Señora de la Luz. Arrebatado en un éxtasis divino, que participaba de esa santa tristeza que tanto ennoblece al corazón del hombre, el religioso Jimeno se elevaba hasta el místico y aéreo dosel de la Reina de los Ángeles. Pero de pronto le sacó de su arrobamiento un incidente no pensado, que le hizo descender desde la altura como piedra arrojada con fuerza. Sonaron las pisadas y el ruido de las espuelas de un caballero que atravesó lentamente la silenciosa nave. Jimeno exhaló un ligero grito. El recién llegado era Castiglione, que fue a colocarse junto a un confesonario enfrente de la lámpara, cuyos rojizos y trémulos rayos herían crudamente el rostro disforme del italiano. Este, de vez en cuando, lanzaba una mirada ansiosa hacia la puerta. El joven, oculto en la oscuridad, no perdió un solo movimiento de Castiglione, quien, al parecer, se hallaba muy impaciente. Al cabo de largo tiempo de espera, hizo un ademán de ira e inquietud, y volvió a salir precipitadamente. Grande fue la sorpresa del armiguero al ver en el templo a Castiglione. Ya le había dado mucho en qué pensar la noticia que le comunicara Fortún, y con lo que ahora había visto, se confirmó en su primera idea de que allí sin duda aguardaba una cita. Apenas había formado su plan de espiar todos los pasos de Castiglione, y cuando para llevar a cabo su proyecto se disponía a salir de la iglesia, llamó su atención un bulto negro que con silencioso pie, como la muerte, entraba en el sagrado recinto. La negra figura paseó una mirada escrutadora en torno suyo, y durante algunos momentos permaneció inmóvil como suspensa o vacilante en la resolución que debiera adoptar. Súbito se dirigió con paso firme hacia donde se hallaba el mancebo. Sin duda acababa de divisarlo entre las tinieblas. Jimeno entonces distinguió que era una beata la que se le acercaba, y procuró cubrirse el rostro todo lo más que pudo con el manto. La beata se le aproximó, y le dijo: -Dispensad, señor; no he venido antes porque la lluvia me lo ha impedido, y porque además he creído conveniente aguardar a que oscurezca un poco para que no me conozcan en la aldea.

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Y con notable disimulo la vieja entregó un papel a Jimeno. La beata, sin decir más palabra, se alejó rápidamente. El trovador guardó cuidadosamente aquel billete, muy convencido de que en él se encerraba la solución del enigma que antes había llamado su atención y despertado su curiosidad. En un minuto se agolpó a su mente todo un mundo de pensamientos, y la fiebre de la impaciencia le devoraba. Su primer movimiento fue lanzarse fuera de la iglesia; pero luego reflexionó que debía dar tiempo a que la vieja se alejase. Cuando le pareció que ya había trascurrido el tiempo necesario, salió del templo y se encaminó adonde le aguardaba su compañero. Apenas presentose en la puerta el trovador, cuando apareció Fortún, diciendo atropelladamente: -El procurador ha vuelto a venir, y se ha repetido exactamente la misma escena que denantes te he referido. -Ya lo sé todo. -¿Le has visto quizás? -¿En dónde? -En la iglesia. -¿Y qué piensas tú de todos estos misterios? -Que son tales, y que, por lo tanto, no debemos empeñarnos en averiguar lo que no está a nuestro alcance. Lo único que me parece prudente es que al instante marchemos de aquí. -Creo que tienes razón. -Pues saca los caballos. Fortún siguió el consejo de su amigo; éste por su parte no se atrevió a abrir el billete, temeroso de que por acaso Castiglione apareciese y pudiera apercibirse del quid pro quo que acababa de cometer la beata. Los dos jóvenes cabalgaron y se dirigieron hacia la Encomienda. Cuando ya estaban muy próximos, Jimeno, que hasta entonces había guardado un tenaz silencio, dijo: -¡Voto a Santiago! Con ese maldito encuentro nos hemos atortolado, y no he visitado al señor de Alconetar, a quien tengo muchos deseos y aun necesidad de ver.

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-Mira, Jimeno, yo en tu lugar haría una cosa. -¿El qué? -¿Tienes ganas de sermón? -¿Qué quieres decir? -Que en cuanto entres en la bailía, don Lope de Haro te va a echar una severísima reprimenda. -Maldita la gana que tengo de oír reconvenciones. -Pues en ese caso, como ya va anocheciendo, puedes volverte y hablar con tu amigo sin gran riesgo de que te vean ni te conozcan. Jimeno apenas pudo contener su alegría al ver cómo Fortún sencillamente secundaba sus intentos. -Pues voy a seguir tu consejo, -dijo. -Es lo mejor que puedes hacer. -Lo malo es que tengo que regresar muy tarde. -Repasata más o menos. De todas maneras no te has de escapar; conque así... -Es cosa decidida, -interrumpió Jimeno-. ¡Me voy! -El cielo te acompañe. -Pues hasta luego, querido Fortún. -Hasta después, Jimeno. El poeta volvió riendas y partió al galope hacia la aldea. Cuando se hubo alejado un buen trecho, volvió la cara y se convenció de que Fortún había ya entrado en la bailía. Seguro de no ser visto, y dando un pequeño rodeo, clavó los acicates al noble bruto, que se lanzó a una frenética carrera por el camino de Jaraicejo.

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Capítulo XXVIII Desaliento Desde la funesta revelación que don Guillén Gómez de Lara tuvo en la fuente, cayó sobre su corazón una losa fría como un sepulcro. La conversación de las zagalas que había sorprendido le hizo conocer el origen de la desaparición de la pérfida cuanto hermosa Elvira. Encerrose don Guillén en su castillo, y se disculpó con el rey pretextando que se hallaba gravemente enfermo, por cuya razón no podía regresar a Alcalá de Henares, como había prometido. Y a la verdad que no mentía el noble Lara al decir que estaba enfermo; pues le aquejaba la dolencia más cruel que puede afligir a un mortal. Estaba enfermo del corazón. Había en el dolor de don Guillén algo de terrible y de satánico. Ciertamente que nadie, a excepción de Elvira, le había ofendido; pero el celoso Lara, de bueno y generoso que antes era se había vuelto ahora maligno, rencoroso y cruel para con todo el mundo. Hubiera querido tener en su mano el secreto de envenenar el corazón de todos los hombres de la misma manera que lo estaba el suyo. También con el mismo golpe había sido herida otra persona. El triste Álvaro del Olmo afligíase al pensar en la liviandad de Elvira, no porque él hubiera de ser en algún tiempo amado de ella, sino porque adorándola como a una creación divina, Álvaro sentía ver a Elvira mancillada, del mismo modo que sentimos ver la tierra cubierta de crímenes. No porque personalmente le perjudiquen las maldades se aflige el hombre en presencia de ellas, sino porque se mancha el cándido manto de la pureza ideal, porque la fe que tenemos respecto a los demás nos abandona, porque la virtud llora desamparada. Durante muchos días ambos amigos permanecieron abismados en sus tristes reflexiones y encerrados obstinadamente en el castillo. Una sola persona había sido recibida alguna que otra vez por los dos mancebos. Esta persona era el trovador, a quien trataban sus dos amigos con la mayor ternura y confianza. Era una tarde al caer el sol. Don Guillén estaba asomado a la ventana de su aposento, y contemplaba extático el bello cuadro que la naturaleza presentaba ante sus ojos. Largo rato permaneció en esta actitud, perdido en sus pensamientos como una navecilla en medio del Océano. -¡Oh! -exclamó de pronto-. ¡Límpido azul de los cielos! ¡Moribunda luz del sol poniente! ¡Blando murmurio del río! ¡Dulce encanto de la selva! ¡Ronco hervir de los volcanes! ¡Sonante estrépito de los torrentes! ¡Perfumadas flores que engalanáis el manto de la primavera! ¡Antorchas de la noche, fúlgidas estrellas, capitaneadas por la luna! ¡Tempestades bramadoras, magnífica y formidable orquesta del Criador!... ¡Ah! ¿Por qué, a vuestro aspecto, mi alma permanece ahora insensible, como la piedra abandonada en el

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desierto arenoso? ¿Qué he hecho yo, Dios mío, qué he hecho yo para que aquella fuerza sublime que dentro de mí pensaba y sentía, se haya evaporado como un riquísimo aroma de una vasija destapada? Antes, mi pensamiento se paseaba gozoso por todas las bellezas del universo, como el águila que mide el éter con sus alas, teniendo el sol por corona y los montes y los mares bajo sus plantas... Un dulce y plácido sentimiento se unía a mi existencia. ¡Yo era feliz de ser! Ahora mi espíritu se agita dentro de mi cuerpo, y me atormenta y me punza como si llevase un vestido de espinas... Una soledad espantosa me cerca, la tristeza ha penetrado hasta la médula de mis huesos, un fúnebre crespón cubre toda la naturaleza, el inerte desaliento se ha apoderado de mi espíritu, y ha lanzado sobre mi cabeza una montaña de hielo... ¿Es posible que una mujer encontrada al azar pueda tanto sobre el corazón del hombre? ¿De dónde dimana tan extraña y poderosa influencia? ¡Elvira! ¡Elvira! Yo conozco que eres indigna de mi recuerdo siquiera, cuanto más de mi amor... ¡He aquí los misterios del alma humana! Yo amaba antes al amor mismo, y mi ser abrigaba por la creación entera un sentimiento santo y purísimo, un sentimiento que, como un preciado tesoro, tuve la debilidad de encerrarlo en una mujer indigna y pérfida. Yo no la elegí el acaso la presentó en mi camino, y ella fue el aura fecundante que hizo brotar la flor de mis amores, ella fue el mágico tridente que, como el de Neptuno, embraveció el mar de mis pasiones. Estas existían antes, es verdad; pero no se reconcentraban en un objeto, sino que se esparcían sobre el universo, como la luz y el aire se difunden en la inmensidad del espacio... ¡Poner en ella mi amor fue arrojar al mar mi tesoro! Y ahora, ¿adónde iré? ¡Cuánto valen las primeras impresiones! ¡Un encuentro casual arrastra en pos de sí toda una existencia! ¡Una esperanza desvanecida deja al hombre ciego y triste, como quedaría la tierra si el sol se despeñase en los abismos de la mar!... ¡Oh! El desaliento... El desaliento es la muerte más cruel que puede afligir la vida humana! ¡Es vivir para el dolor! ¡Morir para la alegría!... Y el mancebo se enjugó dos lágrimas, que no fue dueño de contener en sus ojos enrojecidos. -¡Ira de Dios! -exclamó como avergonzado de su llanto-. ¿Es posible que un acontecimiento semejante haya trastornado mi naturaleza hasta el punto de no conocerme yo mismo? ¿Quién había de pensar que la perfidia de la mujer había de influir tan portentosamente en el alma del hombre? ¡Ah! ¿En esto han venido a parar mis proyectos de perfeccionar cuanto fuese posible mi naturaleza?... Ilusiones!... ¡Maldito sea el refulgente velo de la fascinación que engaña al alma!... ¡Maldito sea el amor, el más grave de todos los pasatiempos, la más dulce de todas las mentiras, la más amarga de todas las verdades! ¡Malditas sean la fe y la esperanza que ponemos en las mujeres! El noble mancebo exhaló un profundísimo suspiro, y las lágrimas corrían hilo a hilo por sus mejillas. Luego, como cediendo a la agitación que le devoraba, comenzó a pasearse a grandes pasos por el aposento. Al fin se detuvo otra vez en el mismo sitio, y volvió a fijar sus miradas melancólicas y errantes sobre las encinas del bosque, cuyas copas aparecían como de oro, suavemente heridas por los moribundos rayos del sol.

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-¡Cómo! -exclamaba-. ¿Cómo tan pronto huisteis, hermosos ensueños de amor? ¿En dónde está el plácido sosiego de mi alma? ¡Ah! Mi ventura fue un brillante meteoro que cruzó rápidamente los espacios, dejando en pos de sí tristeza y oscuridad... Y, sin embargo, ¡infeliz de mí! dos almas habitan dentro de mí mismo, y la una sin cesar propende a separarse de la otra. Por una parte, los movimientos ciegos e impetuosos del sentimiento me encadenan a este mundo, y los sentidos me prometen saborear una a una todas las voluptades de la tierra... ¡Oh, vana esperanza! ¡En lugar de placer sólo he hallado dolor!... En cambio, el espíritu que piensa, sacudiendo violentamente la negra noche de los sentidos, se arroja osado a las regiones de lo infinito....¡Oh! ¿Es posible que en ese espacio magnífico y luminoso que media entre la tierra y el cielo, en donde continuamente se agita un diluvio rutilante de astros, es posible que no habiten sílfidas y espíritus? ¡Genios del aire, venid a mí y arrebatadme en nubes de oro y conducidme a una vida nueva y luminosa donde mi espíritu gigante pueda saciar su hidrópica sed en los ocultos manantiales de la verdad eterna! ¡Cuánto el deseo de saber me devora! ¡Cuánta desesperación me causa la ley fatal de la materia inexorable! ¡Si yo pudiera vencer tantos imposibles! ¡Que no tuviese yo una alfombra encantada, como la de Hussaín, para que me condujese al través de los espacios inmensos!... Don Guillén quedó sumergido en una profunda meditación y fijos los ojos en la bóveda azul de los cielos, que ya comenzaba a vestirse de estrellas. Aquel espíritu impetuoso, ya que en la tierra había encontrado tan amargas decepciones, se abalanzaba ahora con curiosidad sublime hacia los misterios de la creación, que a sí mismo pretendía descifrarse. -¡Cuánto me engañaba! -exclamó el mancebo-. El sentimiento es todo! ¡Esta era mi creencia!... ¡Mentira! ¡Mentira!... Es verdad que el sentimiento se desarrolla siempre paralelo a la inteligencia; pero es preciso confesarlo, la inteligencia va delante. En este momento, ¿no lo estoy experimentando yo mismo? ¡Ah! La aspiración sublime hacia la verdad vale mucho más que el amor. Mas ¿qué digo? Si el vuelo audaz de mi espíritu me complace, ¿no es también porque tributo a la verdad una adoración santa? ¡Siempre el sentimiento! ¡Siempre el amor! Si no adoramos a una mujer, amamos a una idea; si no es a una idea, nos enamoramos hasta de nuestras mismas ilusiones... Se ha dicho que la ilusión es mentira. ¡Qué absurdo! La ilusión es mentira porque no tiene existencia real... ¿Por ventura, no es también naturaleza el interior del hombre? Las ilusiones, pues, son una verdad innegable, a la vez que la actividad más necesaria de la naturaleza humana... Sí, sí, es preciso que yo salga de este letargo que ha paralizado todas las fuerzas de mi pensamiento... La vida del hombre es una peregrinación hacia lo infinito... ¡Y bien! Atravesaré llanuras, salvaré montes, surcaré mares, y después otros montes y otras llanuras... ¡Mi corazón fogoso necesita una actividad sin límites! Don Guillén quedose abismado en este profundo pensamiento, en el cual se encierra todo el secreto de la insaciable ansiedad de la vida humana. El gallardo cuanto afligido joven dejaba ahora volar su imaginación hacia desconocidos horizontes que le prometían nuevos paisajes, pasiones nuevas y diferentes y bellas ilusiones. ¡Este es el gran secreto! Mientras a una ilusión desvanecida pueda reemplazar

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otra ilusión naciente, ¿quién se atreverá a contrastar el indomable brío, la aspiración constante, el febril arrebato del corazón humano? El amor, el odio, la venganza, la generosidad, la ambición, la gloria, el placer, la tristeza, la ciencia, todos esos hilos de fuego, en fin, que se anudan y entrelazan, ahogando, afligiendo, recreando y ennobleciendo al hombre, se encerraban en el pecho de don Guillén con increíble fuerza, y trabando en su interior una lucha espantosa y semejante a la del caos antes de que el mágico poder de la palabra divina crease los mundos. El señor de Alconetar quería saberlo y gozarlo todo. Espíritu inmenso como e1 Océano, voluntad de bronce, personalidad enérgica, orgullo indomable, don Guillén poseía todos los dones sublimes del genio humano. En cambio, en su altiva independencia se encontraba a un mismo tiempo el germen de su pequeñez y de su grandeza. Aquella criatura poderosa, que encerraba en sí misma de la manera más enérgica todos los elementos de la vida y todas las condiciones del bien y del mal, era una especie de ángel caído, porque, como Luzbel, no reconocía otra ley que los impulsos de su voluntad soberana. A la sazón el mancebo aún no tenía conciencia de sí mismo. Intrépido guerrero, mas no veterano, ignoraba él mismo todavía cómo se había de conducir en el fragor de los combates. Tal vez aquella primera decepción, la liviandad de la pérfida Elvira, era la que había acumulado sobre el corazón del mancebo tanta amargura, que con ella había para llenar de hiel y de veneno a la humanidad entera. Largo rato permaneció el joven sumergido en su meditación, comprendiendo que entre otras cosas necesitaba amar y viajar; pero ¿quién sería el objeto de su amor? Súbitamente, como para responder a esta secreta pregunta, se abrió la puerta del aposento y apareció una doncella de maravillosa hermosura. -¡Blanca! -exclamó don Guillén. La candorosa virgen estaba trémula como la azucena agitada por el viento. Su abundante y blonda cabellera caía sobre su ebúrnea espalda como una lluvia de oro, como una brillante aureola. Su angélico semblante revelaba profunda tristeza, que, sin embargo, aumentaba el encanto de aquella beldad divina. La joven iba vestida de blanco y parecía una sacerdotisa de Vesta. Don Guillén clavó una mirada escrutadora en la hermosa virgen. Y al punto recordó la tierna solicitud de Blanca durante todo el tiempo que él estuvo enfermo de resultas de la herida que recibió en la ventana del jardín de la pérfida Elvira. ¡Ah! El ingrato no sospechaba siquiera el dulce, sentimiento que había inspirado a la inocente Blanca.

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Súbito el carmín del pudor tiñó las mejillas, poco antes pálidas, de la enamorada doncella. Y haciendo un esfuerzo sobre sí misma, se dispuso a hablar al hermoso caballero. -¿Quieres decirme alguna cosa? -preguntó don Guillén. En vano la virgen se esforzaba por responder. Durante algunos minutos guardó silencio. La turbación le impedía el uso de la palabra. Por último, toda confusa y sonrojada, la joven balbuceó: -¿Es cierto, señor, que pensáis ausentaros de España? -Lo he pensado. -¡Oh, Dios! -Pero todavía ignoro si llevaré a cabo mi pensamiento. -¡Si permanecieseis aquí! -¿Quién te ha dicho mi proyecto de viajar? -Mi hermano. -Justamente he hablado de eso con él y con Jimeno. La virgen guardó silencio por algunos instantes. Luego asió la mano del joven y la besó con una expresión de profundo respeto, como pudiera haber besado la mano de un sacerdote. Don Guillén no dejaba de admirarse de todo lo que le pasaba. -Pues bien, señor, -dijo la joven-, necesito revelaros un secreto... Blanca se detuvo. -Habla, hermosa niña, habla. -Si os ausentáis... tomaré el velo de las vírgenes del Señor en el convento de Nuestra Señora de la Luz... Además, estoy segura de que no vivirá mucho tiempo después de vuestra partida. ¡He aquí todo cuanto tenía que deciros!... ¡Adiós! Y la virgen, cubriéndose el rostro con ambas manos, ahogó un sollozo y desapareció rápidamente, dejando atónito a Gómez de Lara.

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Capítulo XXIX Las dos copas Era por la mañana. Don Guillén, según su costumbre, después de levantarse había ido a pasar revista a sus perros, halcones y caballos. Ordinariamente le acompañaba en esta inspección matutina el buen Pedro Fernández. En uno de los patios, en el cual veíase un magnífico picadero, estaba don Guillén haciendo caracolear a un soberbio caballo árabe, que el año anterior le había regalado don Diego de Guzmán. Es de advertir que los Templarios poseían los mejores caballos que en aquella época había en Europa, porque se los enviaban los Templarios de Oriente. Después que el joven caballero hizo marchar a su corcel al paso, al trote, al galope, y aun a la carrera, le obligó a saltar y hacer corvetas. Luego entregó el caballo a un palafrenero, felicitando a Pedro Fernández por el buen estado de instrucción y lozanía en que se encontraba el arrogante kochlan. Era extremada la habilidad de don Guillén en equitación. Otra persona, a más del palafrenero y Fernández, había sido testigo del gentil donaire con que el mancebo manejara el caballo: Blanca, desde una ventana de la torre principal, no había perdido de vista ni un momento al gallardo y diestro jinete. En seguida Lara fue a la perrera. Los fieles animales, acostumbrados a aquella visita diaria, comenzaron a saltar y latir de contento, como si quisiesen saludar a su dueño agradeciéndole la visita. Había allí perros de todas clases, lebreles, perdigueros, sabuesos, galgos, zarceros. En un sitio aparte, y mucho mejor cuidados que los demás, estaban aquellos que amaestrados con más esmero los llaman quitadores. De éstos había uno de cada especie, y formaban como un cuerpo de preferencia. Don Guillén había concertado aquel día salir de caza con su amigo Álvaro. Este prefería la caza menor; pero Lara era más aficionado a la montería y volatería. El mancebo, pues, siempre acompañado del inteligente Fernández, fue a revisar las alcándaras, y él mismo cuidó por su mano algunas aves que por su maestría y bravura merecían la predilección de su dueño. En las alcándaras veíanse varias especies de aves cazadoras. Había halcones, gerifaltes, azores, sacres, neblíes, alcotanes y esmerejones. En el mismo sitio se veía también abundante provisión de guantes de gamuza, de capirotes y de otros efectos indispensables para la caza de cetrería. Terminada esta requisa, ocupación muy importante para un caballero de aquella época, don Guillén volviose a su aposento, y en el camino se encontró a la hermosa Blanca. Esta aparición no sorprendió al joven, supuesto que se verificaba todos los días.

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Sin embargo, la doncella estaba más pálida que de costumbre, y sus hermosos ojos daban muestras de haber llorado. Todos los días la joven salía al encuentro del caballero; mas siempre pasaba por su lado rápida y silenciosa. Es verdad que nada había más elocuente que la mirada purísima y suplicante que la amorosa Blanca dirigía al ingrato. Aquella mañana no sucedió así. Blanca se detuvo delante de don Guillén, que la contemplaba seducido por tan extraordinaria belleza. Debemos advertir que ya habían mediado varias conversaciones entre ambos jóvenes, y que don Guillén había hecho ciertas exigencias a la candorosa virgen, exigencias que Blanca había rechazado con indignación. La infeliz lloraba porque amaba con locura al hermoso caballero, y un corazón que ama siempre cede a la irresistible aspiración de su ternura. Conocía Blanca la dureza de su amado, y no obstante, su amor parecía crecer con los desdenes. No hemos dicho bien: Lara no se manifestaba desdeñoso; al contrario, trataba a la joven con la más exquisita galantería y hasta con cariño; pero este afecto, en el sentido que don Guillén lo experimentaba, era culpable para él e injurioso para ella. Los más crueles desdenes no habrían mortificado tanto a la doncella como la pasión que don Guillén le había manifestado, por más que esta pasión fuese, como realmente lo era, incontrastable, ciega, volcánica. La joven permaneció algunos momentos inmóvil delante de don Guillén. Al fin exhaló un profundo suspiro. -¿No harás lo que te he suplicado? -preguntó don Guillén. -¡Oh! No os burléis de mi amor, -dijo la doncella con timidez y sonriendo melancólicamente. -¡Burlarme! -¡Tened piedad de mí! -Hablo de veras. -¡Señor! -Ya te he dicho lo que quiero. -¿Lo queréis absolutamente?

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-Lo exijo. -Pero... -De lo contrario, creeré que no me amas. -¡Que no os amo!... ¡Ah! No digáis semejante blasfemia. -Si eso fuera cierto... -¿Qué? -No te opondrías tan tenazmente a mis deseos. Yo no comprendo el amor sino como una completa abnegación. Cuando yo me convenza de que eres capaz de sacrificármelo todo, mi amor será más grande que el tuyo. El orgullo egoísta pronunciaba estas palabras sonriéndose. El amor desinteresado las escuchaba gimiendo. Largo rato estuvo Blanca silenciosa, víctima de una lucha cruel, y con la cabeza inclinada, como el débil tallo de una flor que se doblega al rudo impulso del huracán. El amor de Blanca era el suspiro de las brisas, la luz de una estrella, el perfume de una flor, la melodía inefable de un arpa eolia. El amor de don Guillén era un volcán de deseos. Cuando Blanca levantó la cabeza, sus ojos estaban inundados de lágrimas y sus mejillas coloradas con el más vivo carmín. La joven clavó una mirada profunda en el hermoso caballero. -Pues bien, -dijo Blanca atropelladamente-, supuesto que lo queréis, sea. -¿Y cuándo?... -Al anochecer os aguardo en mi aposento. Blanca desapareció ligera como una mariposa. Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios de don Guillén. Este en seguida se ausentó del castillo, acompañado de Álvaro del Olmo, para llevar a cabo su proyectada cacería. Llegó por fin la hora de la cita entre Blanca y su amado. Álvaro del Olmo se fue, como solía hacerlo muchas noches, a casa de su cuñado el mayordomo de las monjas, con el cual se entretenía jugando a las tablas.

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Don Guillén, devorado por la fiebre de la impaciencia, se dirigió al aposento de la hermosa niña que tan tiernamente le amaba. Muellemente reclinada en un sitial, vestida con el más cuidadoso esmero, apoyada la hermosa cabeza en una mano, con una expresión de vaga melancolía, hallábase Blanca en su aposento aguardando al señor del castillo. Don Guillén quedó deslumbrado a vista de la maravillosa belleza de Blanca, que le recibió con la más dulce sonrisa. La joven se levantó y cerró cuidadosamente la puerta. Nada podía compararse con aquella pequeña estancia, cuyo aspecto seducía y cautivaba la atención más que un suntuoso palacio. ¡Qué atmósfera de candor se respiraba allí! ¡Cuánto orden, qué buen gusto en la colocación de los muebles! Era verdaderamente una taza de plata aquella habitación, en la cual don Guillén pensaba ver realizados los voluptuosos ensueños que le inspiraba la diosa de la hermosura y del amor. El aposento se hallaba situado en una galería, y componíase de una salita y de una alcoba, en la cual estaba el lecho de la doncella. La sala tenía una ventana que daba al campo. Sobre el alféizar se veían algunos búcaros con flores, a las cuales era muy aficionada la joven. También había allí una jaula de metal dorado que servía de cárcel a un ruiseñor, cuyos trinos melodiosos eran menos suaves que la voz de su dueña. Un bello rayo de luna penetraba por los vidrios de la ventana, y, como una sonrisa del cielo, venía a iluminar la tersa y nacarada frente de la graciosa y tímida virgen. Al observar todo esto, don Guillén pareció muy conmovido; pero lo que más llamó su atención fue una mesa colocada en el centro, y sobre la cual se veían algunas pastas y almíbares, dos copas y una botella. Todo estaba colocado con la más exquisita pulcritud y simetría sobre los manteles de blanquísimo lino. Don Guillén comprendió que su amada quería obsequiarle con una ligera refacción, muy oportuna en aquellos momentos en que acababa de llegar de la cacería. -Buenas noches, hermosa niña, -dijo Lara-; a fe que estás encantadora. -Yo bendigo mi hermosura, si ella acierta a complaceros. -¿Quién podrá verte sin adorarte? Y don Guillén estampó un beso de fuego sobre la nevada frente de la doncella, que se ruborizó como la rosa de mayo. -¡Oh! ¡Cuán feliz soy! ¡Decís que me amáis! -Como las flores al rocío. -Y yo también, señor, os adoro con toda mi alma.

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El mancebo permaneció algunos minutos silencioso, contemplando con éxtasis a la hermosa Blanca. Al fin rompió su silencio, impetuosamente. -¡Ah! -exclamó con voz apasionada-. Por fin será una realidad la ventura suprema que había soñado, la ventura de estrechar contra el tuyo mi corazón y confundir mi alma con la tuya... -Deteneos, don Guillén, -dijo la joven apartándose un poco y tomando una actitud entre grave y risueña-. Ante todos cosas es preciso que hagáis honor al banquete que os he prevenido. Una llamarada siniestra y rápida como un relámpago brilló en los ojos de la joven. Luego añadió: -A la verdad que es muy parca esta cena; pero no es el don lo que debe estimarse, sino la voluntad y la intención de quien lo hace. ¿No es así, señor? -Sin duda alguna; y en prueba de ello ahora mismo voy a brindar por nuestro amor y por las delicias que esta noche nos promete. -¿De veras creéis que vais a ser muy feliz? -Mi mayor felicidad es estar a tu lado y beber en tus miradas de fuego el néctar calenturiento del amor. Y así diciendo, Gómez de Lara se aproximó a la mesa, y llenando de vino una copa, se dispuso a honrar los manjares de Blanca y a celebrar de antemano los placeres que su amoroso delirio le pintaba. La joven palideció espantosamente cuando vio a don Guillén tomar la copa; empero antes que éste la hubiese llevado a sus labios, Blanca le detuvo el brazo, diciendo: -Aguardad, señor, os suplico. -¿Pues no me invitabas a participar de tu convite? -Sí, sí; pero antes es preciso que hablemos. -¿Pues no estábamos hablando de cosas muy lisonjeras, y me interrumpiste? -Sois muy vivo de genio, señor... Ahora no se trata de cosas lisonjeras. Don Guillén miró con extrañeza a la joven, y dejó intacta la copa sobre la mesa.

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-¿Pues de qué se trata? -preguntó frunciendo el ceño. Blanca, toda pálida y temblorosa, estuvo a punto de desmayarse al contemplar la expresión soberanamente altiva que había tomado el rostro del señor de Alconetar. Pero haciendo un esfuerzo sobrehumano, la doncella se atrevió a decir: -Señor, se trata de cosas muy importantes. -Se me hace tarde el saberlas. -Tened la bondad de tomar asiento. -Ya estás complacida. -Habéis de saber, señor, que en vuestro castillo he aprendido muchas cosas. Ya sabéis que soy muy amiga de la soledad; ¡ay! la soledad es la única que no interrumpe su silencio para venir a insultar mis dolores. Pues bien, una mañana había subido al torreoncillo que se llama del vigía, desde el cual, como sabéis, se descubre un dilatado horizonte que recrea los ojos y el alma con los variados accidentes de la luz en los edificios, en el monte, en la llanura. Todos los días a la hora del alba me gustaba subir a contemplar tan delicioso paisaje. Desde el torreón divisaba el campanario del convento de Nuestra Señora de la Luz, y al concierto místico de las vírgenes del Señor, que entonaban sus oraciones matutinas en el coro, mezclábanse en el exterior los ecos gozosos de las aves que revolaban en torno de la torre, a la par que bulliciosas bandadas de jilguerillos cruzaban los aires con dirección al río, cuyas riberas se ostentaban a mi vista cubiertas de verdes tarayes avasallados por altos chopos. A la otra parte se veían el convento de los Templarios y las gallardas torres de la Encomienda. Aquí y allá cruzaban algunos caballeros del Templo, que de dos en dos, con su pintoresco traje y cabalgando en sus ligeros caballos, salían a dar sus paseos hacia las márgenes del río Almonte, cuyo blando murmullo traían a intervalos las auras matinales. Yo me hallaba embebecida en la contemplación de este bellísimo cuadro que despertaba en mi pecho mil suaves emociones de celestial ternura. Esto sucedía en el tiempo que vos, señor, estabais herido, y ya recordaréis con cuánta eficacia vuestro médico Isaac procuró salvaros con el auxilio de los brebajes que él mismo confeccionaba. -Ciertamente, -dijo don Guillén-, que en esa ocasión el buen Estigio manifestó una habilidad rara en su arte, así como tú también, amable niña, me diste entonces las más lisonjeras pruebas de cariño.

La joven, después de fijar una mirada de ternura en el caballero, continuó:

-De pronto sentí ruido de pasos; volví la cara, y con grande sorpresa mía halleme frente a frente con vuestro médico. Le pregunté si tal vez iba a buscar allí también el recreo de aquellas hermosas vistas. Entonces me manifestó que se dirigía a la celdilla que hay junto al torreoncillo, y cuya puerta, constantemente cerrada, me había ya de mucho tiempo antes llamado la atención y despertado mi curiosidad. Aquella mañana supe que aquel cubículo era el laboratorio adonde se retiraba Estigio a estudiar y a confeccionar sus medicamentos...

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-Sin duda que ese judío es un hombre extraordinario, -dijo don Guillén maquinalmente. Conocíase que el joven se atormentaba por adivinar adónde Blanca iría a parar con tan largo razonamiento.

La joven continuó:

-Invitome Isaac a que penetrase en su extraño gabinete de estudio, y no pude menos de admirarme al considerar tantas vasijas, hierbas, animales disecados, libros y otros mil trebejos que yo nunca había visto. Sobre la mesa había una redoma que contenía un licor rojo de un matiz tan delicado, que imitaba todos los cambiantes de un encendido rubí. Yo dije al médico que si aquella bebida tenía el sabor como el color, debía ser un néctar deliciosísimo.

-Hermosa Blanca, -dijo don Guillén algo impaciente-, yo no acierto a comprender por qué dilatas mi ventura con tan prolijo razonamiento. Durante todo el día no he dejado de pensar en tu hermosura, encantadora niña, y en que habías sido tan amable que, me habías dado una cita esta noche en tu aposento. Nunca, hermosa Blanca, nunca la fiebre de la impaciencia ha devorado mi pecho con tanta energía; hoy yo hubiera querido, al contrario que Josué, empujar al sol en su carrera para que el día sólo hubiese durado algunos minutos; yo aguardaba la noche con la felicidad, y... ¡Ahora te atreves a mortificarme con tan crueles dilaciones!

La joven, con una expresión inexplicable, miró en silencio al gallardo y altivo caballero, que la devoraba con sus miradas de fuego.

-Tened la bondad de escucharme, señor, -dijo Blanca con su voz de querubín-. Isaac me respondió: «¿Veis este líquido tan agradable a los ojos? Pues con lo que esta redoma contiene habría bastante para envenenar a una ciudad entera, por muy populosa que fuese». Y Blanca guardó silencio.

Don Guillén quedó asaz confuso con semejantes palabras.

Pero al cabo de algunos instantes encogiose de hombros, y con el aire resuelto y altivo que le era peculiar y que daba a su hermoso semblante una expresión irresistible de soberana autoridad, preguntó:

-¿Has concluido ya, hermosa niña?

-Sí, señor; he concluido por ahora.

-¡Por ahora!

-Eso dependerá de vos.

-¿Aún tienes más que decirme?

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-Tal vez.

-Pues bien, sea ello lo que quiera, vamos a lo que importa.

Don Guillén guardó silencio durante algunos momentos, como si reflexionase profundamente. Después se levantó y cogió entre las suyas la blanca y torneada mano de la gentil doncella.

Y con un arrebato casi delirante, exclamó:

-Vencido por tus miradas, hermosa niña, veo que encadenas mi corazón y despiertas en él furiosas tempestades. Apuremos hasta el fondo con ansia ardiente la deliciosa copa, aun cuando en ella se encuentren escondidas mil y mil muertes. Déjame que en blanda nube de oro y azul me remonte contigo por los brillantes espacios de ilusiones seductoras. Evócalas con tu lánguida sonrisa, con tus suspiros de amor y con las delirantes miradas de tus ojos, que robaron su color a los cielos.

Nunca el hermoso Adonis se presentó más seductor a la diosa nacida de las cándidas espumas del reino de Neptuno. Don Guillén lanzaba de sus ojos vívidos rayos de amor, voluptuoso incendio que con sus magnéticas miradas supo trasladar al pecho de la tímida Blanca, a la manera que el hirviente volcán arroja desde la cima destructores tormentos de lava sobre la llanura.

-Sí, sí, -exclamó arrebatada la virgen-. Yo no sé qué fuerza superior me domina cuando oigo el acento de vuestra voz y contemplo vuestros ojos radiantes que me abrasan con su fuego.

-¡Hermosa mía!... ¡Yo te adoro!

-Y yo os amo con todo mi corazón.

-¡Oh ventura inexplicable!... ¿No has visto jamás, hermosa Blanca, a la amorosa paloma, menos cándida que tu nombre y tu alma, cuando su ardiente compañero la requiere con blandos arrullos? Dulcemente enlazados los picos, baten las trémulas alas palpitantes y embriagados de amor...

-¡Ay! Yo conozco, don Guillén, yo conozco que nada puedo negaros. ¡Cruel! ¿Por qué me exigís tales pruebas? ¿No comprendéis que aun cuando sea para arrojarme al abismo, con tal que me ofrezcáis vuestros brazos, no vacilaré en arrojarme a ellos?

-¿Y qué nos importa perdernos en el abismo, con tal que nuestras miradas se encuentren?

-¡Ah! Yo presiento que me olvidaréis después... ¿Quién soy yo, Dios mío, quién soy yo para merecer la ventura de encadenar vuestro corazón insaciable? ¡Pluguiera a Dios que nunca os hubiese conocido!

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-Preciosa niña, desecha tales supersticiones. ¿Vas a creer en vanos presentimientos?

-Ellos son una voz divina que nos envía el cielo.

-¿Y renunciarás a las voluptades inefables que nos promete la tierra?

-Por piedad, señor; tened en cuenta la amarga aflicción en que me veré sumergida cuando, después de todo, me mire abandonada y sola sin tener a quién volver los ojos en mi cruel quebranto.

-¿Es posible que tal creas? Yo siempre te amaré.

-No, no; yo conozco que vuestro corazón se me escapa. Hay en vos un no sé qué de grandeza y de altivez, que me aterra al mismo tiempo que me seduce. Además... Vuestros primeros amores...

La doncella se detuvo casi asustada. Don Guillén había fruncido las cejas con la misma soberana expresión que el Júpiter de Homero.

Reinaron algunos instantes de silencio.

-Perdonadme, señor, -dijo Blanca al fin-; perdonadme si acaso mis palabras han podido disgustaros. Sólo quisiera deciros... ¡Ah, don Guillén! Muchas mujeres os amarán. ¿Quién podrá veros sin amaros? Pero yo os digo que aun cuando cada una os ame todo cuanto pueda, os amará menos que yo, porque no es posible que haya ninguna que sienta como yo siento... ¡Ay, Dios mío! Tal vez mientras que os digo sin rebozo los sentimientos que me dominan, tal vez os estaré moviendo a risa con mi ignorancia y mi franqueza.

-No, no, ciertamente que no.

-¡Y cuando pienso que proyectáis ausentaros!...

-También pienso volver.

-Y mientras...

-Yo pensaré en ti.

-¡Ah! ¡Si vos pensaseis en mí como yo pensaré en vos!... ¿Por qué no abandonáis ese proyecto?

-Volveré más amante que nunca. Por lo demás, casi es una necesidad imprescindible para mi corazón. Los viajes desarrollan el entendimiento, ensanchando el círculo de nuestras ideas, y para esto es necesario aprovechar los años de la juventud. Visitaré la Italia, la Grecia, la Palestina, y veré otras costumbres, otros edificios, otros campos, otro cielo, otros hombres...

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-Y otras mujeres, -murmuró tímida y tristemente la dolorida Blanca-. ¡Ah! Mientras que vos en remotos países estaréis gozando mil placenteras emociones, yo ¡infeliz de mí! yo saldré todas las tardes a aguardaros, y sentada en la cruz del camino cantaré tristes endechas, y preguntaré a los pasajeros: ¿habéis visto a mi amado? Y tal vez nadie me responda, o acaso me cuenten que os han visto alegre y risueño hablar de amores con alguna hermosa y noble dama...

La triste doncella comenzó a sollozar con tan amargo desconsuelo, que partía el corazón.

Don Guillén la contemplaba con aire satisfecho.

-¡Oh! -exclamó súbitamente la joven-. ¡No! No será así.

Y clavó una mirada sombría en la botella que estaba sobre la mesa, y levantándose llenó la otra copa.

El caballero, que observaba atentamente todos estos movimientos, volvió a sus primitivas sospechas; pero haciendo un esfuerzo por aparecer tranquilo, y, sobre todo, arrastrado por sus vehementes deseos, comenzó a decir: -¿No acabarás, hermosa mía, de hacerme dichoso con tu amor? Blanca prorrumpió en una estrepitosa carcajada. Don Guillén creyó que se hallaba bajo el dominio de una espantosa pesadilla. El furor comenzaba a ocupar en su pecho el lugar que pocos momentos antes había ocupado el amor. Por más que a primera vista le pareciese imposible, llegó a creer que Blanca había intentado burlarse de su presuntuosa credulidad. Aferrose a este pensamiento, y púsose azul de ira. Ciertamente que no era temeridad el que don Guillén se recelase de la joven, en vista de su extraña e incomprensible conducta. ¿No podía suceder muy bien que Blanca, cruelmente ofendida por la ingratitud e indiferencia del caballero, tratase de vengar su amor despreciado? Todas las apariencias, por lo menos, hacían esta opinión altamente probable. A la manera que por momentos se ennegrece la nube próxima a estallar en rayo y trueno, así se iba oscureciendo el altivo semblante de don Guillén, que acaso en su recóndita furia imploraba de la venganza que le iluminase con la más cruenta de sus inspiraciones. Sin embargo, en el mismo momento en que iba a dejarse dominar por el furor, Lara pareció más admirado y confuso. Blanca había prorrumpido en el más doloroso llanto. El caballero llegó a sospechar que algún rapto de demencia extraviaba la razón de la enamorada y triste doncella, la cual, después de haber dado algunos paseos por la estancia con todas las muestras de la más cruel agitación, se detuvo delante del mancebo, y clavando en él sus ojos hermosos y suplicantes, dijo:

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-¡Señor! ¿No comprendéis que deseando vuestra dicha, queréis también mi muerte? -No lo comprendo. -¿Queréis absolutamente?... -¡Buena pregunta! -Pues bien, señor, -dijo Blanca con tono resuelto-, vos lo habéis querido. -¿Y qué cosa más natural? -Sí, sí, amado mío; tu voluntad es la mía. Y reclinó lánguidamente su cabeza en el hombro del caballero, que a la vez la contemplaba con extrañeza y placer. Luego Blanca, señalando a las copas, dijo con voz solemne: -Tomad, señor, y bebed. Ahora es la ocasión de que brindemos alegremente por nuestro amor eterno. -Verdaderamente, Blanca, que te has manifestado esta noche bajo tantas faces, que no acabo de comprenderte. -Ahora lo comprenderéis todo. -Explícate. -¿Vos creísteis tal vez que la visita que os referí había hecho al gabinete de Isaac era extemporánea o extravagante? Pues bien, señor, yo me he proporcionado una gran cantidad de aquel líquido rojo que vuestro médico me dijo ser uno de los venenos más activos, y yo sé por experiencia que Isaac no mentía. -¡Por experiencia lo sabes! -Sí, señor. Venid y os convenceréis. Blanca asió de la mano al caballero, que la siguió sin resistencia. La joven condujo a don Guillén a la alcoba en donde estaba el casto lecho de la hermosa virgen. En un rincón de la alcoba se veía una pajarera o jaula grande, primorosamente construida y pintada, dentro de la cual había diversas especies de tórtolas y palomas. -¡Mirad! -dijo Blanca señalando a la jaula. Don Guillén vio que todas las aves estaban muertas.

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-Una sola gota de aquel vino echada en el vaso en que bebían estas inocentes avecillas ha bastado para matarlas instantáneamente. Ahora comprenderéis que tengo razón para decir que el veneno de Isaac es en efecto de los más activos. -¿Y bien? -Señor, os repito que vuestra voluntad es la mía. Sólo os impongo una condición... -¿Cuál? -Allí tenemos servido nuestro banquete nupcial. ¡Venid! Blanca volvió a conducir al caballero a la sala, y ambos se sentaron a la mesa, don Guillén mudo de asombro, Blanca radiante de alegría, con el semblante sereno, feliz y seductora. -Ahora bien, -continuó la doncella con encantadora sonrisa-, no diréis que no os amo; soy capaz hasta de sacrificaros mi vida, por un instante de efímero placer. Yo no puedo resistir a vuestro amor; pero tampoco quiero que la deshonra manche mi nombre, ni humille a mi hermano, ni afrente las canas de mi buen tío... Por fortuna, el morir no me espanta, supuesto que puede complaceros mi muerte. Un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo no habría aterrado tanto a don Guillén como aquella extraña resolución de la joven, que tan gozosa y serena se manifestaba. Por otra parte, las últimas palabras de Blanca hicieron profundísima impresión en el ánimo del mancebo. Es verdad que después de la ponzoñosa espina de la más cruel decepción, que Elvira había clavado en el corazón de Lara, la índole de éste se había radicalmente modificado, y que con la primera ilusión, desvanecida al soplo del desengaño, diríase que al mismo tiempo había penetrado en su alma un soplo satánico. No obstante, aquel elemento de perversidad nuevamente implantado en su carácter no había echado todavía tan hondas raíces, que permaneciese insensible a los más santos deberes que le imponían la amistad de Álvaro y el respeto a su maestro, el venerable señor Gil Antúnez. Así es que cuando la joven nombró a su hermano y a su tío, el altivo don Guillén Gómez de Lara comprendió que había caído muy bajo y se avergonzó de su vileza, porque hacía traición a los más nobles sentimientos que hasta entonces había abrigado. Todas estas consideraciones se agolparon en tropel a la mente del joven; pero a pesar de todo, era tan indomable su orgullo, que le repugnaba sobremanera desistir de su empeño y no conseguir su propósito, aunque hollase la amistad y el honor. Ya su carácter comenzaba a revelarse con aquellas gigantescas proporciones que más adelante hicieron del señor de Alconetar, ora un Satanás, ora un Ariel, grande en sus crímenes y grande en sus virtudes. -La única condición que os impongo es que apuremos la copa de muerte, que nos brindan los placeres, -repitió la joven.

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Don Guillén permaneció algún tiempo profundamente pensativo. -¿Acaso no os atreveréis, valeroso caballero? -dijo Blanca con un acento de ironía que hirió en lo más vivo el corazón de Lara. -¡Blanca! ¿Estás en ti? ¡Eso es una locura! -¡Eso es miedo!... Venid, tomad la copa que yo misma os ofrezco; no, no la rehusaréis... Yo aguardo con impaciencia vuestras caricias, hermoso caballero; yo deseo verme sumergida en ese delicioso delirio que me han pintado vuestras palabras, mucho más ponzoñosas que este vino que nos brinda la muerte entre las supremas voluptades de la vida. ¡Tomad y bebed! Y así diciendo, Blanca alargaba la copa a don Guillén, que la contemplaba con ojos atónitos. Ciertamente que la doncella había encontrado el secreto más poderoso para obligar al joven a no retroceder ante aquella prueba terrible. Le había atacado por el amor propio, y los hombres como don Guillén, por orgullo, son capaces de prender fuego al universo, aun cuando ellos sean los primeros que hayan de convertirse en pavesas. Blanca, en la febril y demente excitación de que era víctima, se arrojó delirante en los brazos del señor de Alconetar y estampó en su frente un beso de fuego. En seguida retirose por un movimiento rápido como una exhalación, y alargando la copa a Lara, ella se dispuso también a apurar la mortífera bebida. Don Guillén, por un arranque involuntario, no pudo menos de sujetarle el brazo a la aturdida y desesperada doncella. -No creas que es por mí, encantadora niña, por lo que yo no accedo a tus deseos; pero yo no puedo consentir que a la vez cometas una locura y un crimen. La vida... -¡Oh! ¿Y pensáis en la vida? -En la tuya. -Eso no merece la pena... Y para que veáis hasta qué punto soy capaz de amaros sin que mi afrenta me sobreviva, os hago gracia de la condición que os impuse... Yo seré vuestra esclava, señor, y también yo sola moriré. ¿Podéis pedir más a un corazón amante? ¡Ah! ¿Y no estaréis contento todavía?... Y así diciendo, la amorosa Blanca llevó a sus labios la homicida copa; empero don Guillén le detuvo el brazo, diciendo: -¿Qué haces, Blanca? Yo necesito que tú vivas...

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En aquel momento llamaron a la puerta. Ambos jóvenes quedaron sobrecogidos de terror. Ni uno ni otro tenían la audacia bastante para aparecer culpables sin que el remordimiento royese su corazón y sin que la vergüenza sonrojase sus mejillas. Segunda vez llamaron a la puerta más fuertemente que al principio. -¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿Qué hacemos? -¿Qué hemos de hacer, sino abrir? -respondió Lara. -¡Si nos ven juntos! -Me ocultaré. -¡Oh! Sí, sí... Eso es lo mejor... ¡Venid! ¡Venid! Blanca tomó de la mano al caballero y lo condujo a la alcoba. -¿Quién piensas que pueda ser? -preguntó don Guillén.

-Mi tío.

-¡Gil Antúnez!

-Tiene la costumbre de venir a verme todas las noches a estas horas. Yo había olvidado...

Don Guillén bajó los ojos. Se avergonzaba de sí mismo por haber ido tan lejos en la conquista y galanteo de Blanca.

Tercera vez volvieron a llamar con extraordinario brío.

Blanca abrió la puerta esforzándose por aparecer tranquila.

-Querida Blanca, -dijo el señor Gil Antúnez-. ¿Estabas tal vez dormida?

-Sí, señor, -murmuró la joven avergonzada de tener que mentir.

-¡Hola! Parece que tú también te regalas aparte de la cena en comunidad. ¿Estás mala, hija mía?

-No, señor... Como os esperaba... Os tenía preparada una sorpresa.

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-Y yo la acepto, porque es muy agradable, querida Blanca. ¡Qué rico almíbar! ¡Vaya un color que seduce! ¡Qué trasparencia!

Y el buen eclesiástico, que a la cuenta debía de ser un tanto goloso, se aproximó a la bandeja para gastar el exquisito almíbar.

-¿Has confeccionado tú estas delicadas compotas? -preguntó con la boca llena el buen eclesiástico.

-No, señor; son regalitos de las monjas.

La triste Blanca se encontraba en una situación difícil de describir. Temblaba porque de un momento a otro esperaba sucediese una cosa muy natural; esto es, que el anciano hiciese una libación del zacarino clarete de Cazalla. Beber de aquel vino era beber la muerte.

Blanca estaba trémula como la hoja en el árbol, y se hallaba a punto de desmayarse. En el aturdimiento que la devoraba se le ocurrió una idea luminosa.

Entretanto el señor Gil Antúnez se limpiaba los labios con el mantel, y sin duda alguna aquel era el momento crítico, solemne, aterrador. Antúnez alargaba la mano a la funesta copa.

Por un movimiento rápido como el rayo, Blanca se abalanzó hacia la mesa con el objeto, al parecer, de servir a su tío; pero consiguió tan admirablemente su intento, que, sacudiendo la mesa con violencia, derribó la botella y las copas, quebrándose éstas y vertiéndose en el suelo el ponzoñoso licor.

El anciano al principio hizo un ademán de asombro y de atortolamiento; pero después prorrumpió en estrepitosa risa.

-¡Gentil modo de servirme tienes! -exclamó el buen Antúnez en su acceso de hilaridad.

-¡Querido tío!... -murmuró la sobrina toda cortada y sin necesidad de hacer grandes esfuerzos por aparecer en extremo confusa, pues realmente había experimentado la más cruel tortura durante algunos momentos.

Blanca, sin embargo, después de haber salvado a su tío de una muerte inevitable, sintió que su pecho se dilataba como si le hubiesen quitado de encima una montaña de hielo.

Pero aquella alegría se desvaneció muy pronto.

-¡Qué lástima! ¿No tienes un poquito de vino? ¡Me habría sentado tan bien ahora!

Y esto diciendo, el anciano se dirigió hacia la alcoba, en donde al mismo tiempo sintiose un rumor ligero.

-¿Qué es eso? -preguntó con viveza el anciano.

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-Son los palomos, que oyendo hablar y viendo luz, no tienen un momento de reposo.

-En efecto, son aves muy inquietas.

Blanca estaba que, como se suele decir, podía ahogarse con un cabello.

-Perdonad, querido tío, mi aturdimiento; pero ya que ha sido mía la culpa de que no hayáis podido satisfacer vuestro deseo, yo me encargo de serviros de un vino más delicioso que el néctar. Sentaos aquí.

El anciano se apresuró a complacer a su sobrina, la cual entró en la alcoba y de un pequeño armario sacó una botella. Cuando salió Blanca, estaba completamente tranquila. Había observado que don Guillén había tomado sus precauciones para no ser descubierto. Una vez satisfecho el goloso capricho del buen Gil Antúnez éste se despidió de su sobrina, diciendo: -¡Adiós, querida Blanca! Siento haber interrumpido tu sueño... Pero como no nos habíamos visto después de la hora de comer, estaba ya impaciente... ¡Adiós, hija mía! Apenas salió Gil Antúnez, cuando Blanca corrió a la alcoba. Al mismo tiempo salía don Guillén pálido y sombrío. -¿En dónde os habíais escondido, señor, que no os vi cuando entré estando aquí mi buen tío? -preguntó Blanca. -Me oculté detrás de tu lecho. Y así diciendo, el joven se sonrió con amargura. Indudablemente le mortificaba el estado de bajeza en que había caído. No sabemos si era por orgullo o por virtud; lo que sí podemos asegurar es que sobremanera le repugnaba mentir a un hombre de carácter tan altivo como lo era don Guillén de Lara. Por su parte, Blanca estaba también avergonzada por las supercherías que se había visto obligada a usar para no ser causa de la muerte de su buen tío. En situación tan delicada y dolorosa se encontraban ambos jóvenes, cuando sonaron pasos en la galería. Los pasos se aproximaban cada vez más, hasta que por último oyeron clara y distintamente la voz de Álvaro, que parecía venir departiendo con otra persona. Durante algunos minutos, Blanca tembló, temerosa de que a su hermano se le ocurriese la idea de entrar, como algunas veces solía, en su aposento. Ambos jóvenes guardaron el mismo lúgubre silencio del reo que aguarda su sentencia de muerte. Al fin respiraron como

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si les quitasen del corazón un peso enorme. Álvaro y su compañero habían pasado de largo. Don Guillén había conocido la voz del que acompañaba al sobrino de Gil Antúnez. -¡Oh! -exclamó-. Me interesa mucho hablar con ese joven. -Creo que van a vuestro aposento. -Sin duda irán a buscarme. ¡Adiós! ¡Adiós! Y don Guillén, al despedirse, estampó un beso en la mano de Blanca, que, exhalando un suspiro, contempló a su amado que se alejaba. Capítulo XXX Modelo ideal Cuando el señor de Alconetar llegó a su habitación, ya le estaban aguardando Álvaro del Olmo y su compañero. Éste era también un íntimo amigo, y excusado parece advertir a nuestros lectores que el recién llegado no era otro que el trovador Jimeno. Saludole don Guillén con esa efusión propia de todos los afectos de la juventud. -¡Voto a tantos! Ya te aguardaba con impaciencia para echar un párrafo, mi querido trovador. ¿Has olvidado nuestros proyectos por ventura? -preguntó Gómez de Lara. -No en verdad; antes ahora más que nunca deseo se realicen.

-Yo también abrigo grandes deseos de partir, -dijo Álvaro.

-¿Y adónde pensáis que nos dirijamos?

-Ante todas cosas, a Italia.

-¿Y después?

-A Grecia.

-¿Y luego?

-A Jerusalén. -¡Perfectamente!

-Visitaremos la antigua Roma, madre del imperio más grande que ha existido. Respiraremos allí el ambiente de las ruinas, que trasporta el espíritu del hombre a otros

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siglos, cuyos aéreos mantos sólo pueden vislumbrarse al través de las grietas de los antiguos monumentos, que tienen cierto sabor de eternidad, y a cuya contemplación los horizontes del espíritu se dilatan, y el impalpable tiempo se nos refleja en las obras de los hombres. ¡La acción! ¡La acción! ¡He aquí la gran palabra, centro y origen de todo!...

El señor de Alconetar quedose algunos minutos profundamente pensativo, como si la última frase que acababa de pronunciar reclamara toda la atención de su espíritu, inmenso como el Océano y elevado como el cielo.

Después continuó:

-Los actos de los hombres son los que dan la medida y el color de los siglos. ¿Por ventura el tiempo no es siempre el mismo? El tiempo es un lago inmóvil, un lago infinito, que si se agita, es porque cruza por sus aguas el misterioso bajel de la humanidad. Ahora bien, en las cristalinas ondas veremos trasparentarse, no el tiempo pasado, sino los hijos de Rómulo que pasaron, las naves latinas, que émulas de Neptuno se enseñorearon de todos los mares conocidos... Visitaremos los campos en que lloraban las sabinas en brazos de sus raptores; pisaremos el recinto de la sagrada fuente Egeria y pediremos a su Náyade nuevos oráculos, y en el monte Aventino aún nos parecerá oír el sonante clamoreo de los famosos juegos circenses...

-Tienes razón, mi querido amigo, -interrumpió Jimeno, dirigiéndose a Gómez de Lara-; sólo el pensar en ese viaje hace palpitar mi corazón de gozo. ¡Sí! Saludaremos a la soberbia Roma, y en medio de la noche silenciosa veremos cruzar por sus calles las augustas sombras de Bruto, de Cassio, de César, de Catón... Escucharemos el murmurio del Tíber, que arrastró en sus ondas las lágrimas de Virgilio, cuyos divinos acentos repetirán todavía las auras suaves de los campos de Mantua. Y nuestras miradas ansiosas se fijarán en la nevada cumbre del Soractes, y tal vez en la cima aún podremos encontrar las ruinas del antiguo templo consagrado al dios de la poesía. ¡Ah! ¡Cuán magnífico espectáculo nos presentará la ciudad! Aún creeremos ver al desgraciado Ovidio, cuando en aquella tristísima noche, al moribundo fulgor de la luna, saludaba por última vez a su patria, y con lento paso y ojos llorosos se encaminaba a su destierro.¡Con cuánto placer saludaremos a la madre de tantos héroes, a la cuna de tantos ilustres poetas!

-Verdaderamente que el proyectado viaje merece también mi aprobación y mi entusiasmo, -dijo el severo Álvaro, que hasta entonces había permanecido silencioso-. Roma es la gran ciudad destinada en el universo a no ver nunca el ocaso de su soberanía. Es verdad que después de las virtudes de Publícola, de Fabricio y Cincinato, vinieron los vicios y crímenes de Nerón y Mesalina. Mas luego el suave aroma del Cristianismo rejuveneció la ciudad, así como también vivificó al mundo. Allí podremos visitar las catacumbas, refugio un día de los tristes y de la religión perseguida; nuestras oraciones resonarán también en el recinto de la gran Basílica de la humanidad; nuestros ojos se elevarán al cielo con tristeza, recordando los horrores del anfiteatro de Vespasiono, y en las augustas y sublimes ceremonias de la Semana Santa besaremos los pies del sucesor de San Pedro. Roma, personificación del género humano, comenzó primero por tener el poderío material; pero después ha obtenido la dominación más bella y sublime que jamás pudo soñar en los días de sus héroes, que la cubrieron de gloria mundana. Hoy posee la

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dominación de los ángeles, que mandan sobre los espíritus. Jamás ha existido un poder semejante entre los hombres, el de la persuasión y la doctrina. Después del imperio por la fuerza de las armas, Roma se ha vestido el manto soberanamente imperial del pensamiento, siendo así el poder mediador entre todos los poderes. Roma es la reina de los reyes, la sacerdotisa del universo.

-Y después iremos a Grecia, -dijo don Guillén como siguiendo el hilo de sus reflexiones.

-La patria de Homero, de Fidias, de Helena y Aspasia; la cuna de las artes, de la belleza y de la poesía. ¡Oh placer! -exclamaba Jimeno entusiasmado-. Visitaremos también las ruinas de Troya, y nos parecerá ver en la playa al terrible Paladión y al desdichado sacerdote de Neptuno, castigado por ser el más prudente de todos los Teucros, el solo que llegó a sospechar la astucia de los Dánaos, y que parece que por lo mismo el hado se complació en castigarle, enviando las serpientes de Ténedos que le devoraron, como también a sus hijos. Buscaremos el sitio donde estaba el Templo de Minerva, en que murió el desdichado amante de Casandra; la fantasía nos representará al anciano Príamo en medio de su esposa y sus cien nueras, viendo espirar a su hijo Polites a manos del bárbaro Pyrro al pie del laurel sagrado; al piadoso Eneas sacando de entre las llamas a su padre sobre los hombros y conduciendo a su hijo de la mano, y las angustias del héroe al perder a Creusa... ¡Famoso Simoís! ¡Sombrío Erimanto! ¡Márgenes risueñas del Alfeo y del Cefiso! ¡Isla un tiempo flotante de Delos! ¡Campos ilustres de Platea y Maratón! ¡Excelsa cumbre del Pindo, consagrado a las Hipocrenydes! ¡Yo os saludo, sitios hermosos, bellos recuerdos y risueñas ficciones de la Grecia! Tus ruinas son sagradas para el poeta... ¡Sí! ¡Sí! Volemos pronto a escuchar en los festines de Alcinoo los divinos ecos de la lira del ciego de Esmirna, el de los cánticos inmortales... ¡Ondas tranquilas del mar Tyrreno, que retratáis las estrellas refulgentes del cielo más azul que existe sobre la tierra; vosotras que enlazáis a los hijos de Rómulo con los descendientes de Argos; vosotras que llevasteis las naves de Idomeneo a la hospitalaria costa de Salento; ondas azules, sobre cada una de las cuales cabalga una Nereyda, muy en breve sobre vuestra espalda cristalina conduciréis nuestro bajel a la patria de Alejandro, de Temístocles y de Trasíbulo! Allí nuestros ojos gozosos se recrearán en la región de Lymnos, famosa por sus fiestas a Diana, y a la par que creeremos ver las aéreas danzas de las vírgenes de Creta, y oír la voz de Eurípides y Demóstenes, se nos aparecerán las sombras venerables y sagradas de Filopemen y Sócrates, apurando la cicuta. Aquí, con la cabeza descubierta, saludaremos los sepulcros de Epaminondas, de Licurgo y de Leónidas. Allá, en la Élide, buscaremos el Poecilo que repetía por siete veces el eco de la voz de los estoicos, y al atravesar el Archipiélago saludaremos a Lesbos, entonando algunas trovas en loor de la encantadora y desdichada Safo, que murió de amores.

Jimeno, al pronunciar estas palabras, tenía el rostro centelleante de entusiasmo, y su pecho se agitaba de impaciencia por realizar el proyectado viaje. De esta manera el corcel de generosa raza hiere impaciente la tierra con sus cascos y puebla el aire de fogosos relinchos, cuando ganoso de triunfos para su señor, anhela ostentar su pompa guerrera al escuchar alborozado el estruendo de bélicos clarines.

-¡Cuántos placeres nos ofrecerá Parténope en la Italia, y Chipre entre las islas de la Grecia! -exclamó don Guillén-. En Parténope aún se le tributa adoración y culto a la diosa

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de la hermosura. Allí en danzas voluptuosas veremos agitarse las doncellas, que con risueña boca prometerán dulces premios a nuestro amor... ¡Ah! ¡Y en Chipre!... ¡Cuánto me conmueven las agradables pinturas que nos hacen los antiguos de esta isla afortunada! En la estación de las flores, bajo un cielo el más azul, respirando un ambiente perfumado, en verdes bosquecillos de arrayanes, en torno del templo de la diosa, las vírgenes de Pafos, de Citérea y Amatunta, en compañía de los mancebos, entonaban amorosos cantares, a cuyo compás danzaban veloces como los genios del aire y agradables como las rosas de Mayo, las rosas teñidas con la sangre de Adonis, el amante tan tiernamente querido como llorado de la deidad que nació de las espumas. Las doncellas, coronadas de flores y los ojos animados por el fuego de Venus, lanzaban miradas como saetas a los vigorosos mancebos, ya impacientes por desatar de los esbeltos talles de las vírgenes el ceñidor hechizado de las Gracias. Todos en aquellas fiestas del mes de Abril se consagraban al servicio de la más omnipotente de las deidades.

-Y después que, dejando a Chipre a un lado, demos vista a las cumbres sagradas del Tabor, del Carmelo y del Líbano, experimentaremos la emoción más intensa que jamás pudiéramos haber soñado. Aquella es la tierra de los prodigios, la cuna de la regeneración del hombre, la patria de Dios. Allí se vieron caer los muros al sonido de las trompetas de Israel que volvía de Egipto; allí se oyeron los cánticos más sublimes que jamás entonaron los hombres; las Piérides se hubieran muerto de envidia y de vergüenza al escuchar los divinos acentos de Ezequiel y Jeremías. Nunca pudo competir la lira de Homero, a pesar de sus armonías inmortales, con el arpa de David. Los levitas y los profetas ejercieron allí su misión sublime con una majestad irresistible y con una perfección divina. Allí jamás se sobornaron los oráculos, allí jamás la musa fue engañosa... ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! De tus abrasadas campiñas brotó el manantial de agua viva que purificó al género humano, saciando su sed de infinita ventura. Allí donde pereció Pentápolis por la ira de Dios, allí también el Eterno quiso manifestar sus bondades; junto al lago de muerte de Asphaltites están las aguas de vida del Jordán ¡Oh tierra portentosa! El desierto aún está mudo de asombro por las maravillas del Señor; allí los sepulcros devolvieron sus muertos; allí cada gruta revela los misterios del porvenir; allí los profetas, allí el Hijo de Dios, allí los apóstoles, allí, en fin, el valle de Josafat, en donde ha de verificarse todavía el gran juicio.

Y así diciendo, Álvaro quedose sumido en honda meditación, como si su espíritu vagase, perdido en la inmensidad de pensamientos que en él despertaba el recuerdo de la Judea, país consagrado por tantos milagros, a la vez que deshonrado por el mayor de los crímenes de la humanidad.

Aquí llegaban nuestros jóvenes en su diálogo, cuando súbitamente se abrió la puerta y apareció el señor Gil Antúnez. A su llegada, los tres mancebos dieron señáles de respeto hacia el anciano sacerdote, el cual con noble familiaridad tomó asiento entre los jóvenes.

Es probable que el deseo de saber la última resolución de don Guillén fuese el que condujo a Gil Antúnez a visitarle a tales horas. El anciano había oído hablar bastante en aquellos días acerca del viaje que su poderoso señor y discípulo proyectaba.

Don Guillén entretanto, por más que disimulaba, no podía olvidar ni un instante la escena ocurrida con la enamorada y afligida Blanca. Inquieto y caviloso, Lara se levantó, y

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después de dar algunos paseos por el aposento, fue a colocarse junto a la ventana y tendió sus ojos melancólicos por la extensión de la campiña cubierta de sombras y por el cielo tachonado de estrellas.

El joven, como si obedeciera a un súbito recuerdo, se asomó a la puerta del aposento y llamó:

-¡Fernández!

Al punto apareció el halconero.

-¿Qué mandáis, señor?

-Dile a Momo que venga al instante.

Pedro partió a obedecer la orden que se le había comunicado.

El señor de Alconetar se volvió al sitio que antes ocupaba junto a la ventana.

Pocos momentos después apareció Isaac. Era éste, como ya hemos dicho, el médico del opulento señor feudal. Ciertamente que el carácter de Isaac merece mucha atención de parte del lector y del cronista. Era el judío un hombrezuelo calvo, pálido y de faz rugosa. Sus ojos, extremadamente vivaces, eran pequeñísimos, negros y brillantes como carbunclos. Nadie hubiera podido desconocer la soberana inteligencia que aquel rostro manifestaba; si bien al mismo tiempo era imposible dejar de leer en aquella fisonomía una expresión inexplicable de malignidad y astucia. El espíritu de contradicción reinaba siempre en sus palabras, y con admirable tino sabía manejar el chiste y la sátira. Poseía un talento singular para envilecer las cosas más grandes, los sentimientos más generosos. Así como el noble uso de la inteligencia humana propende irresistiblemente a embellecer la naturaleza y a engrandecer todas las aspiraciones del hombre, así, por el contrario, Isaac encontraba defectos y manchas hasta en el mismo disco del sol. Sabía el secreto de rebajar las estrellas y los ángeles hasta el nivel de la serpiente que se arrastra por los suelos.

Y no se crea por esto que el compás de su inteligencia fuese limitado; antes bien, era tan inmenso como el del genio más sublime. Isaac estaba dotado de las cualidades más eminentes; era un hombre grande igual a los de talla más gigantesca; pero toda su fuerza la dirigía hacia el mal. El señor de Alconetar, no obedeciendo nunca a otra ley que la que sus mismos deseos le imponían, era la viva personificación del abuso más lamentable que puede hacerse del libre albedrío. Isaac, no encontrando en el hombre y en el mundo sino horribles deformidades, era el más deplorable ejemplo del abuso que puede hacerse del don sublime de la inteligencia.

Presentose el judío, como siempre, con una expresión indescriptible y casi contradictoria. En el fruncimiento de sus cejas y en la contracción desdeñosa de su nariz, indicaba como si estuviese enojado, a la par que por sus delgados y pálidos labios vagaba una sonrisa falsa y burlona.

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Don Guillén continuaba junto a la ventana, y sus ojos se fijaban casi involuntariamente en la casa que en otro tiempo habitaba la encantadora y pérfida Elvira.

¡Cuántos crueles pensamientos se agolpaban a la mente del mancebo! Recordaba con aflicción profundísima la inexplicable ventura que como un rápido relámpago había iluminado su existencia. El caballero conocía con amargo pesar que había entrado en su alma una cosa que ya no podía salir, un desengaño cruel que a manera de devastador torrente había destrozado los verdes campos de sus lozanas y juveniles esperanzas. Ni el cielo ni la tierra podían ya remediar su infortunio. ¡Tal es la fuerza irresistible e inevitable de los hechos consumados!

Al fin, el señor de Alconetar exhaló un profundo suspiro, y pasándose la mano por la frente como para arrancarse sus tristes pensamientos, se alejó de la ventana murmurando:

-¿En esto han venido a parar mis hermosos proyectos? Yo me encuentro débil, afligido, con propensión irresistible hacia el mal, casi imposibilitado de practicar el bien... ¡Infeliz de mí!

-¿Qué mandáis, señor? -preguntó Estigio Momo.

Después de algunos momentos de reflexión, Gómez de Lara dijo:

-Quiero hablaros de un arduo problema, para cuya solución deseo ilustrarme con el parecer de cada uno de vosotros.

-Decid, decid.

-Veamos.

-Explicaos.

-Todo se reduce a que cada cual vaya diciendo, no lo que es, sino lo que desea ser, porque cada hombre, en medio de sus imperfecciones y de los desaciertos de su conducta ordinaria, contempla como en perspectiva el modelo ideal de un hombre, hacia el cual incesantemente desea aproximarse. En resolución, debo deciros que yo me había propuesto adquirir todas las perfecciones de esa imagen de Dios que se llama criatura racional. Ahora bien, que cada uno diga cómo concibe esas perfecciones, y de qué manera desea realizarlas.

-Yo desde luego afirmo que si se adquieren por nuestro propio trabajo, esas perfecciones son mucho más gloriosas que si existieran en nosotros naturalmente, -dijo Álvaro.

-¡Magnífico problema! -exclamó entusiasmado el trovador.

-Sí; pero ese hermoso problema sólo es bueno para proponérselo, -dijo con maligna sonrisa el médico.

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-Cuanto más graves sean los obstáculos que haya que vencer, mayor será la gloria del triunfo, -dijo gravemente el anciano Gil Antúnez.

Reinó un profundo silencio.

-¿Por qué decís que es un problema magnifico sólo para proponérselo? -preguntó al fin Jimeno dirigiéndose a Isaac.

-Porque hay una cosa que está del dicho más lejos todavía que el hecho.

-¿Y cuál es?

-El pensamiento.

-Todos nuestros esfuerzos, -dijo Álvaro-, deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.

Isaac, a quien por otro nombre llamaban Momo, prorrumpió en una estrepitosa carcajada, y fijando sus ojillos en Álvaro, hizo un gesto que significaba:

-Acabáis de decir un solemnísimo disparate.

El rostro de Álvaro se encendió como una amapola.

-¿Por qué os reís? -preguntó mirando oblicuamente al judío.

-Porque habéis dicho una herejía, como dirá vuestro tío y mi señor el respetable Gil Antúnez.

El sacerdote pareció que prestaba entonces más atención a aquel diálogo.

-¿Qué es eso? -preguntó-. ¿De qué se trata?

-Se trata, -respondió Isaac-, de que vuestro sobrino ha dicho que todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.

Gil Antúnez reflexionó algunos instantes.

-Y bien, ¿vos qué decís?

-Digo que esas palabras envuelven un error gravísimo.

-¿Lo creéis así? -preguntó Jimeno.

-Yo no lo creo; antes por el contrario, según mis ideas, esas palabras contienen una profundísima sentencia.

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-¿Pues entonces?...

-A pesar de todo, insisto en que el señor Álvaro ha sentado una proposición errónea, no según mi sistema, sino según el vuestro.

-Vamos, habla pronto, -dijo impaciente el señor de Alconetar.

-Todo está reducido a muy pocas palabras, con las cuales probaré cumplidamente mi aserto.

Isaac tomó la actitud y el gesto de escolar en conclusiones.

Luego dijo:

Sentando la máxima de que el hombre debe siempre armonizar su conducta con sus pensamientos (única manera de vivir dichoso), se afirma también implícitamente que el hombre debe practicar el mal... -¡Cómo! -¿Estás en ti? -¡Vaya una consecuencia! No pareció alterarse en lo más mínimo Isaac al oír tanta hostil exclamación. Gil Antúnez, que hasta entonces había guardado silencio, dijo: -Dejadlo, caballeros, dejadlo que concluya. -Decía, -continuó el judío-, que como casi todos los pensamientos que al hombre se le ocurren son malos, hallaremos que, si debe seguirlos, uno de sus más continuos deberes será el de estar siempre obrando el mal. Calló el judío y fijó sus ojos triunfantes en los interlocutores con una expresión que hubiera podido traducirse por estas palabras: -Vamos, ¿qué decís ahora? -Tú debes saber que el espíritu que dicta las palabras vale más aún que las palabras mismas. No te atengas estrictamente a lo que mi sobrino ha dicho con la boca, sino a lo que ha querido decir con el pensamiento. -Yo no me precio de profeta, señor Gil Antúnez, -dijo con redomada sonrisa Isaac.

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-Pero te precias de sofista, -respondió Álvaro del Olmo-. Ya has debido comprender que sólo he querido hablar de los buenos pensamientos, teniendo presente la actividad del espíritu humano en su buen sentido. -Es, señor mío, que la actividad en mal sentido puede ser y es efectivamente mayor que aquella de que vos habláis. -Los malos pensamientos deben ser reprobados. -Eso no quita que sean los más abundantes. -La que yo digo es la inteligencia de los ángeles. -Bien, quiere decir que la otra será la inteligencia de los diablos. -El hombre debe obrar siempre el bien. -Pero siempre se inclina al mal. -Aquí sólo se trata de deberes. -Yo diría que sólo se trataba de gustos. -¿Cómo es eso? -Quiero decir que el hombre a su gusto elige el obrar de esta o de aquella manera, y también a su gusto aplica el nombre de buenas o malas a aquellas o estotras acciones. -Vamos, termínese esa vana disputa, -dijo Gil Antúnez interponiendo sus canas, su autoridad y ciencia-. El hombre no se equivoca fácilmente respecto a tales cosas. Hay una voz interior que, a nuestro pesar, nos dice la acción que es buena o mala. Así, pues, Isaac, tú te engañas mucho, muchísimo, al decir que esta es cuestión de gustos. Aunque no queramos, conocemos el bien. De otro modo la moral y la virtud serían cosas tan pasajeras, y variables como nuestros antojos o caprichos. No hay tanta arbitrariedad como imaginas respecto a trocar las nociones del bien y del mal. -Es que... -Nada de réplicas, -dijo el sacerdote enardeciéndose de una manera extraordinaria-. Lo que yo digo es la verdad que está conforme con los dogmas de nuestra santa religión; todo lo que se diga fuera de esto son herejías; dejémonos de discusiones... ¡Creer o callar! Durante algunos momentos reinó en la estancia el más profundo silencio. Podía decirse que el principio de autoridad estaba dignísimamente representado en la persona del venerable señor Gil Antúnez.

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-Me parece, -dijo el trovador-, que el proyecto de don Guillén puede ser sumamente fecundo. -Ciertamente, yo lo creo así, -repuso Álvaro. El trovador decía la verdad. Efectivamente daba mucha importancia a las palabras de Lara, porque más de una vez su imaginación de fuego se había detenido a la par con placer y asombro, en el mismo pensamiento de proponerse realizar un modelo de todas las perfecciones del hombre. -Con la disputa que ha provocado Isaac, -dijo Álvaro-, nos hemos distraído de nuestro objeto principal. -Eso es lo que siempre hacen los sofistas, -añadió don Guillén. -Muy bien dicho, carísimo señor, -repuso Isaac riéndose. -Lo bueno es, -observó Jimeno-, que nada hay perdido y que podemos continuar la discusión provocada. -Me parece muy bien, -añadió Gil Antúnez.

Álvaro del Olmo, dirigiéndose al señor de Alconetar, dijo:

-Manifiesta primero tu opinión; pues de derecho te pertenece, supuesto que has planteado el problema.

-Mi opinión es que indudablemente Dios ha creado al hombre para llenar una misión sublime, de la cual debemos cumplir una parte en este planeta; mas para que se verifique el destino general de la especie humana, es necesario que cada hombre en particular tenga el deber de contribuir con sus facultades y actividad durante su tránsito sobre la tierra. Ahora bien; los primeros años de la vida se pasan en crecer y formarse como el árbol hasta que llega a su mayor desarrollo. Empero a cierto tiempo, el más importante, como lo es la época en que cada árbol da su fruto, según su especie, todo varía. El árbol ya no crece, o crece muy paulatinamente, y, por una ley fatal o inexorable, no puede menos de dar su fruto. En el hombre hay cierta fatalidad, porque, aunque nos subamos a la cima de la más alta montaña, nunca podremos añadir un solo cabello a nuestra estatura, a la natural capacidad que el cielo nos haya concedido. Sin embargo, en el hombre cabe la libertad de elegir hasta cierto punto el fruto que ha de producir. Cuando llegamos a cierto período en que la reflexión empuña su cetro, queremos tener dominio sobre nuestros pensamientos y dirigirlos a un punto, como el piloto dirige la nave al través de escollos y tormentas. Así, pues, cada hombre tiene sobre su corazón y sobre su frente cierta serie de deseos enérgicos y generosos, de pensamientos capitales, verdaderos, buenos y bellos, que son, como el norte de su existencia, como el faro hacia donde dirige su rumbo. Esta inclinación particular en nada perjudica ni se opone a que aspiremos a elegir todas las virtudes, todos los heroísmos, los méritos de toda especie en que han sobresalido los varones más ilustres. ¡Oh! ¡Si un hombre pudiese reunir en sí mismo todos los dolores, todas las alegrías, todos los goces, las

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verdades todas esparcidas en el resto de la humanidad!... ¡Cuán brillante destino! ¡Esto merecería la pena de vivir! Entonces, ¡oh Dios del cielo y de la tierra! entonces sí que el hombre pudiera llamarse con razón un microcosmos.

Calló don Guillén. Todos permanecieron mudos y suspensos, como el águila, detenido su vuelo, se cierne sobre la tierra en la región de las nubes. Tal fue el efecto desconocido que produjo en el auditorio la elevación de ideas del joven caballero, dotado de una ambición soberana, de una hidrópica sed de luz, de acción, de ciencia, de goces.

Isaac fue el único que permaneció impasible, o por mejor decir, su emoción fue completamente contraria a la que experimentaron los demás circunstantes. A duras penas consiguió reprimir una estrepitosa carcajada. No obstante, una burlona sonrisa vagaba por sus labios. Con razón merecía el judío el sobrenombre de Momo.

-Me place mucho escucharos, -dijo el señor Gil Antúnez-. Tendré sumo gusto en que cada uno de vosotros vaya proponiendo los principales deseos que quisiera ver realizados por sí mismo.

-Veamos, -dijo don Guillén dirigiéndose a Jimeno-. ¿Qué dones pedirías tú al cielo? ¿Cuál crees tú que es la obra que te está encomendada?

-Yo, -respondió el poeta-, desearía encontrar en mi espíritu un manantial inagotable de ideas verdaderas y de sentimientos deliciosos.

-¿Nada más apeteces?

-Desearía unir a esto una vara mágica que tuviese el poder de realizar todos aquellos pensamientos que al nacer en mi mente me hubiesen conmovido de gozo. ¡Si pudiésemos tener un espejo ancho y rutilante como la bóveda celeste, que retratase exactísima y palpablemente nuestros más bellos pensamientos!... ¡Ah! ¡Sublime gozo del poeta! ¡Placer divino! Este sería un gozo semejante al del Dios del Génesis al contemplar la creación y ver que todas las cosas que había hecho eran muy buenas.

-Y tus deseos, Álvaro, ¿cuáles son?

-No tener jamás remordimientos.

-¿Luego sólo deseas no obrar mal?

-No; mi deseo es activo y fecundo. Quisiera hacer en favor de mis semejantes todo el más bien posible.

-Pues yo, -dijo don Guillén-, desearía conocer la causa de todas las cosas, hallarme sucesivamente en todas las diversas condiciones de los hombres, desde el pastor hasta el monarca, saberlo, y gozarlo todo, y en fin, realizar todos mis deseos buenos o malos. Yo aceptaría una responsabilidad inmensa, con tal que mi libertad tampoco tuviese límites.

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Gil Antúnez frunció el ceño. Aunque su naturaleza no podía comprender la organización de su discípulo, no se le ocultaba que la ambición de don Guillén era tan inmensa como irrealizable, y aun vislumbraba que había algo de impiedad en aquella titánica arrogancia con que pretendía consagrar todos sus deseos, cualesquiera que ellos fuesen, sacudiendo así el yugo de la ley moral y aceptando valientemente las consecuencias de su voluntad soberana.

-Y tú, Isaac, ¿qué deseas? -preguntó don Guillén.

-Señor... me permitiréis que guarde silencio.

-De ninguna manera. Aquí todos han de decir franca y lealmente su opinión.

-Yo no quisiera desagradaros...

-Aunque tu anhelo fuera ser diablo, está seguro de que no has de desagradarme.

-Tal vez mi modo de pensar sea muy diferente.

-No importa, dilo...

-Pues bien, señor, supuesto que así lo queréis, voy a complaceros. Dos cosas hay en el mundo que me embelesan y que desearía que jamás tuviesen fin; estas dos cosas son la novedad y la risa. Afortunadamente los hombres dan mayor pábulo a mi ambición, a medida que más adelantan. La cosa es bastante clara, y si queréis convenceros de lo que digo, no tenéis que hacer más sino parar mientes en que todo pensamiento y toda acción tienen sus contrarios. Así es que la virtud de la liberalidad tiene dos vicios opuestos, uno por encima y otro por debajo, uno por exceso y otro por defecto, cuales son la prodigalidad y la avaricia. He aquí la razón por qué yo siempre, amigo de reírme de todo, tengo dos terceras partes más de distracción y alegría que el resto de los hombres, que sólo se fijan en el decantado y mezquino término medio. Nada puede afirmarse que no envuelva una negación. Así, pues, en tanto que los hombres encuentran una cosa, yo busco y hallo dos. Me dicen que hay luz, y respondo: también hay tinieblas. Ya comprenderéis que siempre, siempre tengo asegurada mi diversión. Yo, además, soy muy consecuente conmigo mismo, y en todos los casos encuentro mis dos negaciones, es decir, mis dos eternas amigas... Hay género masculino, femenino y neutro; hay linea recta, curva y mixta; hay día, noche y crepúsculo; hay cedros, elefantes y zoófitos... Desde luego, señor, no podréis menos de reconocer que yo contribuyo con doble contingente que los demás para esclarecer cualquier cuestión.

-¡Demonio de médico! -murmuraba don Guillén.

-Y en prueba de lo que digo, me bastará llamar vuestra atención sobre un importante descubrimiento. Todos vosotros decís que contra siete vicios hay siete virtudes. Pues bien, señor, yo afirmo que contra siete virtudes hay catorce vicios. ¿Os admira ahora que el mal abunde y venza?

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Por más que al señor Gil Antúnez pareciesen especiosas y aun frívolas las razones de Momo, no sucedía lo mismo a los tres jóvenes, los cuales no dejaban de admirarse de la singularidad de aquellas ideas, que Isaac exponía con extraordinaria lucidez.

-Por lo demás, señor, -continuó el judío-, reconozco que no hay mucha diferencia entre vuestra ambición y la mía. Sin embargo, confieso que vuestro plan es más gigantesco, supuesto que deseáis reunir en vos mismo nada menos que los atributos de un Dios. Ni los Titanes cuando movieron guerra a Júpiter e intentaron hacinar las montañas para escalar el cielo, fueron más ambiciosos, más soberbios, más audaces que vos lo sois. Lo digo francamente, yo soy tal vez más tímido, pero en cambio me parece que procedo con más cordura.

-¿Qué quieres decir?

-Que yo me contento, como un pobre diablo, con levantar el velo de ese ídolo que los hombres llaman El Bien, y mostrarles que en la estatua hay una parte de oro y dos de barro. ¡A esto se reduce toda mi tarea!

-¿Y por qué dices que yo temerariamente pretendo adquirir los atributos de un Dios? ¿Por ventura no lo soy?

-No digo yo tanto; sólo digo que parece queréis serlo.

-En efecto, tal es mi voluntad.

-No basta sólo el querer, amado señor; es preciso poder. La empresa que os proponéis es una temeridad para un hombre. Deseáis una libertad inmensa. ¿Y de qué puede serviros, no teniendo sino facultades limitadas? Vuestro pensamiento deseara hacer de las estrellas una ruin alfombra para vuestros pies; pretendéis en un instante recorrer de polo a polo el universo; desearais, cabalgando sobre el sol, tener su carro y sus luces, y después sepultaros en los abismos del mar y de la tierra y sorprender la cuna del coral y el secreto de los volcanes, y luego, todavía no satisfecho, volveríais a la región etérea y preguntaríais a los astros que adónde iban sin vuestro permiso, pediríais también informes a los aerolitos de los últimos confines de la atmósfera, de dónde han caído, o bien les exigiríais la descripción de la materia cósmica de otros planetas, si por ventura de allí vienen; pretenderíais adivinar las intenciones de los cometas, y penetrando con sublime osadía en el seno de las nubes, arrancarles sus flamígeros rayos, y con el vagido de vuestra voz infundir a la tempestad su voz de trueno. ¡Ah! ¿Por ventura podéis hacer alguna de estas cosas? Queréis estar en todas partes, resumir en vuestro pecho ambicioso todas las alegrías, los dolores, las verdades; en fin, saberlo, gozarlo y padecerlo todo, y... No comprendéis que una libertad inmensa, sin un poder infinito, es el mayor de los sarcasmos, el más ridículo de los monstruos?

Isaac se sonrió, fijando sus ojos malignos en don Guillén. Luego añadió:

-No puedo menos de compararos a un gigante que tuviese los brazos de un recién nacido, a un águila de prodigioso tamaño que no tuviese alas.

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-Y yo te compararé a ti con Luzbel.

-Enhorabuena, señor. Luzbel es un personaje muy astuto, que sabe cuánto partido puede sacarse del mal, y como diablo consumado, no ignora que los términos medios son contradicciones y desdichas. Por eso ha elegido el mal franca y valientemente. Pero vos, señor, os encontráis ahora en el mismo caso que Eva cuando cedió a los consejos de la serpiente que le decía: «De ninguna manera moriréis, porque sabe Dios que en cualquier día que comieseis del árbol, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal. Vos no queréis ni la luz ni las tinieblas separadamente, queréis ambas cosas a la vez...

-¿Y por ventura no es ese el destino del hombre? -interrumpió Gómez de Lara.

Isaac se sonrió.

-Como habíais dicho que, cualesquiera que fuesen vuestros deseos, queríais verlos cumplidos...

-Y lo repetiré mil veces. La dicha para mí es no encontrar obstáculos a mi voluntad. Si ésta alguna vez no fuese bien dirigida, todo está reducido a responder de mis actos.

-Esa es la cuestión, -observó Jimeno.

El judío se encogió de hombros sonriéndose maliciosamente.

-Mi buen señor, -murmuraba-, no comprende que se extravía.

Además, -dijo Álvaro-, que el hombre tiene una inmensa libertad, aunque no vuele por los aires ni cabalgue sobre el sol. El libre albedrío está colocado en el inmenso espacio que media entre el deseo y la voluntad.

-Y la gloria del hombre, -añadió gravemente el señor Gil Antúnez-, consiste en vencer sus malos deseos.

-¡Muy bien dicho! -exclamó Isaac con equívoca sonrisa.

-¿Y por qué no he de desear la posesión de esa corona brillante de la humanidad? Todas las fuerzas de mi ser me impulsan a realizar ese magnífico modelo, -dijo Lara.

-¡Muy bien deseado! -exclamó el picaresco judío-. Sólo es preciso que, según las doctrinas que aquí se proclaman, hagáis una levísima supresión.

-¿Cuál?

El judío calló por algunos momentos, como si temiese disgustar a su señor.

-¿Qué supresión debo hacer? -volvió a preguntar don Guillén.

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-Para obtener la gloria que buscáis, -se apresuró a responder Gil Antúnez-, es preciso que suprimáis estas tres palabras, hablando de cumplir vuestros deseos, sean cuales fueren. En seguida el anciano se despidió de la tertulia, pretextando que no le estaba bien trasnochar y que al día siguiente debía madrugar mucho para decir la misa de alba en el convento de Nuestra Señora de la Luz.

La juiciosa observación hecha por el sacerdote produjo bastante impresión en el ánimo del joven Lara.

-¿Veis cómo yo tenía razón? -dijo Isaac-. Y ahora, supuesto que os halláis con tan buenas disposiciones, es preciso que penséis en otra cosa de la mayor importancia. Para resumir y comprender todas las faces de la actividad humana, es indispensable también reunir todas las aptitudes, las cualidades más eminentes, que unas a otras se excluyen con frecuencia. Vamos a ver cómo os dais maña para amalgamar la templanza, sin perjudicar a la fortaleza; la prudencia, cuyos juicios no perjudiquen a la justicia; debéis encontrar el maravillosísimo secreto de enlazar en una unidad la grandeza de alma con la astucia, el espíritu que conoce con el espíritu que crea y engalana, la perseverancia y la viveza...

Isaac se detuvo prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada.

-Se me ocurre, -añadió-, que esto es tan difícil como producir una tragicomedia que haga llorar y reír hasta el extremo, como hallar una acción cuyos elementos sean tan diversos como las auras y las tempestades, como el dolor y la alegría... ¡Oh carísimo señor! Bien pudierais llamaros una abreviatura del mundo, siempre que llevaseis a cabo la realización de vuestro plan.

-Lo creo así, -dijo tranquilamente el altivo señor de Alconetar.

Después de algunos momentos en que reinó silencio profundo, Jimeno dijo, acordándose de Amalia:

-¡Oh! ¡Si yo pudiese en el curso de mi vida recibir una guirnalda de laurel y rosas de manos de la gloria y del amor!

Al escuchar estas palabras, don Guillén exhaló un profundísimo suspiro.

Isaac se sonrió maliciosamente. -Vamos, -dijo Lara-. ¿Qué piensas tú de todo eso? Quiero saber tu opinión. -Antes de complaceros me permitiréis que os cuente parte de la historia de un dios. -¡De un dios! -Sí, señor.

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-Pues vamos, cuenta. -Éranse tres dioses que disputaban sobre cuál había dejado su obra más perfecta. Neptuno había formado un toro, Vulcano un hombre y Minerva una casa. Para terminar la disputa, conviniéronse en elegir un juez que decidiese sobre el mérito de las tres obras. Como todos eran dioses, claro está que no podían sujetarse sino a otro dios. Eligieron a Momo, quien reprendió a Neptuno porque al toro no le había puesto las astas en la misma frente y por encima de los ojos para que pudiera ver claramente en dónde hería. Criticó a Vulcano porque no había hecho una ventana en el pecho del hombre por donde se pudiese ver lo que había en el corazón, y si correspondían con él las palabras o si procedía con engaño. Minerva, muy contenta viendo lo mal que habían librado sus competidores, túvose por vencedora, atendiendo a la hermosa proporción y ricos mármoles que había empleado al fabricar la casa. La diosa de la sabiduría conocía muy mal al descontentadizo Momo, que la reprendió porque no había hecho la casa portátil para que se pudiese trasladar a otro barrio, cuando uno diese con malos vecinos... -Ahora comprendo con cuánta razón te dan el sobrenombre de Momo. -Carísimo señor, habéis acertado mi pensamiento de dar razón de mi nombre. Mi maestro, que además de la medicina me enseñó él griego y muchos secretos de filosofía natural, atendido mi carácter, me llamaba siempre Stigio Momo, murmurador hasta de los dioses inmortales. -¡Cuánta razón tenía tu maestro! -Ahora bien, ¿queréis todavía saber mi opinión respecto a cada uno de vuestros planes? -Sí, sí, -dijeron a la vez los tres jóvenes. -Va a repetirse la escena de los tres dioses. -No importa. ¿Qué dices de mi plan? -preguntó Gómez de Lara. -Que es una merienda de memoria. -¿Y del mío? -preguntó Álvaro. -Os diré las mismas palabras de Marco Junio Bruto después de la batalla, de Philipos, en el momento de quitarse la vida: «¡Oh virtud! no eres más que un nombre vano». -Y mis deseos, ¿qué te parecen? -preguntó Jimeno. -Inútilmente buscaréis la corona de laurel y rosas de la gloria y del amor. ¡La gloria es un vano ruido! ¡El amor! Mientras que tengáis en los brazos a vuestra amada, ella en su imaginación estará contemplando el rostro del amante no poseído.

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Estas palabras resonaron dolorosamente en el corazón de Álvaro y Lara, que habían amado a la pérfida Elvira. Jimeno suspiró pensando en Amalia. -¡Todo lo envenenas tú, víbora! -exclamó don Guillén. El judío se encogió de hombros. Durante largo rato nuestros jóvenes se estuvieron paseando por la estancia con ademán profundamente meditabundo. De pronto detúvose Gómez de Lara reparando en Pedro Fernández, que, inmóvil como una estatua, estaba de pie en la puerta. Don Guillén se había distraído, olvidándose de decir a su servidor que se alejase. -Y tú, Pedro, ¿qué es lo que más deseas? -preguntó Lara. -Señor, casarme con Mari-Ruiz. Grande hilaridad produjo esta respuesta en nuestros caballeros. La noche estaba ya muy avanzada. Jimeno y Álvaro se despidieron de don Guillén para irse a sus respectivos aposentos, después de haber quedado convenidos en verificar cuanto antes sus viajes y proyectos. Entretanto el judío murmuraba. -Los hombres proyectan mucho, y muy bien; pero después vienen los acontecimientos, y hacen que se realice poco y muy mal. Aquella noche nuestros jóvenes se durmieron entre un torbellino de ideas y sentimientos, en medio de los cuales aparecía el recuerdo del halconero. Los tres amigos, comparando sus deseos con los de Pedro Fernández, escuchaban en el fondo de su conciencia una voz que les decía: -¡Feliz él! Capítulo XXXI Que trata de muchas y grandes cosas La noche estaba tempestuosa. El huracán bramaba en la selva y la lluvia caía a torrentes. Al pálido fulgor de los relámpagos podían distinguirse los ennegrecidos muros de una alquería situada entre un bosque de encinas. De repente se oyeron las pisadas de un caballo,

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y casi al mismo tiempo apareció una luz en una ventana baja. Aproximose el recién llegado y cambió estas palabras: -¿Fidela? -¡Señor! -Abre. -Voy al punto. Entretanto el caballero echó pie a tierra. Algunos minutos después se abrió la puerta de la alquería y apareció una mujer con el índice sobre los labios, como recomendando la precaución y el silencio. Iba el caballero vestido de modo que parecía un espectro envuelto en un sudario. Llevaba el manto blanco que usaban los caballeros del Templo. El recién llegado entró su caballo en el portal, o para ponerlo a cubierto de aquella deshecha tormenta, o para evitar que a ningún peón le diesen tentaciones de convertirse en jinete. Luego que la mujer hubo cerrado la puerta, condujo al caballero, que la siguió andando de puntillas. Ambos penetraron en la estancia del piso bajo, que hemos dicho tenía una ventana que daba al campo. El aposento estaba amueblado con extremada sencillez, si bien se echaba de ver cierto lujo que, aun cuando rigorosamente no pudiera llamarse tal, conocíase, sin embargo, que en la alquería habitaban gentes que de seguro no eran pobres o modestos arrendadores. A lo largo de las paredes había suntuosos escaños forrados con ricas telas. Veíase igualmente una chimenea con encajes góticos, y en medio de la cual ardía media encina. En el testero de enfrente veíase una cuna de madera preciosa con embutidos de marfil y oro. La cuna estaba cubierta con una especie de colcha de seda negra. Nuestros personajes tomaron asiento el uno enfrente del otro, en dos sitiales que estaban a los lados de la chimenea. El caballero, fijó en su interlocutora los ojos con expresión a la vez triste e iracunda. -¿Y a qué circunstancias, señor, se debe el que hayáis anticipado vuestra venida? -preguntó doña Fidela. -¿No sabes nada? -Hace dos días os envié una carta con Mendo en que os anunciaba, que Matilde estaba muy malita. Supongo que recibisteis mi aviso, porque el mensajero me dio señas nada equívocas, anunciándome además vuestra venida para mañana. Y al ver que esta noche habéis venido, aun cuando hubiese tenido alguna desconfianza, ya no me sería permitido dudar de Mendo, a quien juzgo muy digno de nuestra estimación.

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-¡Oh! No te fíes de nadie, -dijo el caballero levantándose y cerrando la ventana. -¿Acaso creéis que Mendo?... -Si he de hablarte con franqueza, no me gusta mucho. -Como es vuestro arrendador... -Su padre era un excelente hombre, y más de una vez prestó importantes servicios a mi familia; pero respecto a su hijo, no tengo datos para juzgarle ni bien ni mal... En fin, vamos a otra cosa. -Decid, señor. -¿Tú crees que ellos no se ven con frecuencia?

-Me atrevería a jurar que desde que estamos aquí no se han visto.

-Pues yo me atrevo a jurar lo contrario. -Señor, me parece que os equivocáis. -Fidela, te engañan miserablemente. -Yo no adivino cómo ni por dónde puedan verse. Constantemente estoy alerta, ya lo habéis visto esta noche; apenas sonaron las pisadas de vuestro caballo, os reconocí y salí a abriros. Ni de día ni de noche dejo de espiar todos, sus pasos; en fin, señor, perdonadme, pero me parece un imposible, una locura, lo que decís. -Y sin embargo, nada hay más cierto. Doña Fidela miró con grande extrañeza al caballero. -Señor, -dijo-, me parece imposible de todo punto. -Yo lo creo de todo punto cierto. Por más que la vigiles, al fin tú no eres de bronce, por fuerza algunas horas tienes que dedicarlas al descanso y al sueño, y entretanto... Nada hay más verdadero que aquello de «no puede ser guardar una mujer». -Pero ¿por dónde es posible que se vean, por dónde? La llave de la puerta la guardo yo debajo de mi almohada; por el balcón es más imposible todavía, porque yo duermo junto a él... -Tal vez Mendo les ayude. -¡Imposible! ¡Imposible!

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-Es inútil que nos cansemos en averiguar por dónde se ven; nos basta y sobra con saber que es verdad. -Pero ¿insistís?.. -Toma y lee. El caballero sacó un papel que entregó a doña Fidela. En seguida el Templario levantose, y aproximándose a la puerta se asomó con precaución a las galerías y al patio de la quinta, y después de pasear por todas partes una mirada escrutadora, muy satisfecho de su examen, se volvió al aposento. La anciana leyó: «Inolvidable Rafael: Cada día se me hace más pesada la esclavitud en que vivo, y por último estoy resuelta a seguir tus consejos. Adonde tú me lleves, te seguiré con alegría, y allí viviré llena de júbilo, supuesto que jamás encontraremos obstáculos para nuestro amor. -Te aguarda impaciente la que jamás te olvida». Doña Fidela se quedó más pálida que la muerte cuando hubo leído la epístola interceptada. El Templario miraba a la triste señora con aire de reconvención, a la vez que con aflicción profunda. -Y ahora, ¿qué dices? -Señor... Me parece un sueño. -¿No reconoces su letra? -Efectivamente es suya... ¡Oh! Pero yo no comprendo cómo su naturaleza se ha cambiado en tales términos... ¡Qué afrenta, Dios mío! ¡Un amor tan impuro hacia un hombre tan odioso!... Y además señor, vos lo sabéis. ¡Qué crimen tan nefario! La triste señora comenzó a llorar amargamente. El misterioso personaje, es decir, el Templario, a pesar de su incomprensible energía de carácter, no pudo menos de acompañar con sus lágrimas el dolor inmenso de la desolada Fidela. -¡Oh! -exclamó al fin la triste madre-. Tal vez no sea cierto; quiero creerlo así... ¿Cómo ha podido ella enviarle esta carta? ¿Cómo este papel ha llegado a vuestras manos?... Creeré primero que han falsificado su letra...

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Esta reflexión pareció impresionar bastante al Templario. Conociolo doña Fidela, y se aferró a este pensamiento, como el náufrago se aferra a la tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación. -No, no, -dijo el Templario por último-. Ni ese consuelo nos queda. ¿Para qué engañarnos?... -¡Pero aquí no viene nadie!... Y Mendo, estoy segura de que no ha sido el portador de esa carta. ¡Decid! ¿Cómo ha llegado a vuestras manos? -Por una casualidad. El Templario refirió a Fidela cómo el trovador le había llevado aquella carta a Jaraicejo. -Desgraciadamente, -añadió-, no estaba yo allí cuando llegó el armiguero, por lo que éste entregó la carta al fiel Millán, encargándole mucho que al dármela no dejase de decirme que aquel billete se lo habían entregado a él, tomándolo por Rafael Matías Castiglione. Millán me dijo también que esta feliz equivocación había tenido lugar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz. -¡En Alconetar! -interrumpió vivamente la madre de Elvira. -Justamente. -¿Y no sabéis quién fue la persona que le entregó la carta al armiguero? -Lo ignoro. Y así era la verdad, por más que la anciana lo dudase o lo sintiese, que duda y pena a la vez se leía en la mirada investigadora que clavó en el Templario. Cuando el trovador llegó a Jaraicejo, después de ser reconocido por el viejo Millán, fuele franqueada la puerta de la misteriosa casa, y no hallándose en ella el Templario, se afligió sobremanera no sabiendo en dónde encontrarlo. Millán le aseguró que había prometido volver al día siguiente, en vista de lo cual, Jimeno, deseoso de volverse cuanto antes a la Encomienda, dio su encargo al viejo servidor, y sin más ausentose después de haber sabido que su padre se hallaba muy aliviado, y que a la sazón dormía profundamente. De este cúmulo de circunstancias resultó que, no habiendo el Templario hablado con Jimeno, por creer bastantes para su intento las noticias que le diera Millán, en el caso presente el caballero ignoraba muchos pormenores respecto a la manera cómo había sido interceptada la carta. -Sí, sí... ¡Ella ha sido! -exclamó Fidela-. ¡No ha podido ser otra! ¡Ahora se abren mis ojos! -¿De quién hablas?

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-De una infame vieja que indudablemente ha sido la que ha convertido el ángel en demonio, la que ha infundido en el pecho de Elvira el soplo infecto de la corrupción. ¡Maldita Plácida! -¡Ah! ¿Esa es la sirvienta que tomasteis en la villa de Alconetar? -Sí, señor. Esa endiablada mujer logró seducirme, porque tiene todas las apariencias de una santa. El Templario permaneció algún tiempo sumido en la más honda meditación y con la cabeza inclinada sobre el pecho. Cuando levantó el rostro, las lágrimas corrían por sus mejillas. -¡Oh, querida Fidela! -exclamó con voz tristísima-. El cielo no se ha cansado todavía de perseguirnos. Tú eres una criatura celestial, caritativa, y fiel hasta el extremo de que tu nombre es la expresión verdadera de tu alma generosa. Y sin embargo, ¡cuántas aflicciones han caído sobre ti! Has visto a una de tus hijas esposa de un ladrón; por complacerme te has separado de tu esposo; por serme fiel has sido capaz de los más heroicos sacrificios... ¡Ah! Mil reinos que tuviera no bastarían a recompensar tu adhesión y tus virtudes. -Señor, no me destrocéis el corazón con vuestras bondadosas palabras, cuando merezco las más severas reconvenciones... ¡No me habléis así! -No, Fidela, no. ¿Qué culpa tienes tú de las desgracias que nos han sobrevenido? ¿Qué fuerzas tienes tú, pobre mujer, contra lo que el hado o la Providencia dispone? Tú sabes que un destino cruel me ha empujado a un abismo, del cual ¡ay! no me es ya posible salir. Tú sabes que mis desgracias han sido tan espantosas, que han trasformado mi naturaleza hasta el extremo en que me ves, cubriéndome con un hábito tan ajeno de mi decoro; mis infortunios han sido tan inmensos, que han levantado en mi espíritu fuerzas que largo tiempo estuvieron adormecidas; mi índole y mi condición se han trocado hasta un punto que jamás hubiera creído... ¡Ay! La timidez se cambió en valor, la virtud en crimen, la alegría en desesperación, la caridad en deseo ardiente de venganza... Y tú también, Fidela, tú también sabes que no ha sido todo por mi culpa... ¡Hubo un tiempo tan dichoso para mí! ¡Vivía tan inocente!... ¡Ah! ¿Qué crimen, Dios mío, qué crimen había yo cometido para caer tan bajo, para sufrir tamañas desventuras? El rostro del Templario en aquel momento expresaba tan amarga tristeza, desesperación tan grande, tan intenso dolor, que hubiera conmovido a un corazón de diamante. El Templario y doña Fidela continuaron largo rato sumergidos en un doloroso silencio. -Ahora, -dijo súbitamente el caballero-, ahora es preciso pensar en poner un dique a tantos desórdenes. A todo trance es necesario evitar que esa mala hembra satisfaga sus caprichos vergonzosos, sus deseos criminales. -¿Y qué haremos en este caso?

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-Partir inmediatamente de esta alquería. -¿Y adónde iremos? El Templario reflexionó profundamente. -Si los Estados de mi hermano estuviesen menos distantes, exigiríamos de él auxilio; pero... -¿No posee también algunos pueblos y castillos en esta comarca? -Sí; pero sería imposible hacerse obedecer sin que precediesen órdenes de mi hermano. -Pudierais... -Jamás, Fidela, jamás, -repuso vivamente el Templario, que sin duda había adivinado el pensamiento de la dama-. Nunca, -continuó-, nunca me descubriré... sobre todo a los vasallos de mi hermano. -¿Pues él no sabe?... -Únicamente que vivo; lo demás lo ignora, y puede que acaso jamás llegue a saberlo. -En ese caso, -dijo doña Fidela-, ¿qué haremos? -Tu esposo puede sacarnos del apuro. -¡Mi esposo! ¿He oído bien? -Es el único que puede salvarnos, supuesto que para ello se necesita extremada celeridad. ¿Y cómo? -Yo lo arreglaré todo. -Tened en cuenta, señor, que pueden arrebatarla, que ese hombre es valiente y poderoso, y que para contrarrestar sus planes acaso necesitaremos valernos de algunos hombres de armas. -Esa es la gran dificultad y la razón por que siento no estar cerca de mi hermano; pero en fin, ya te he dicho que todo se arreglará. La cuestión aquí es no perder tiempo, pues que ya a estas horas Castiglione puede haber descubierto que su carta ha sido interceptada, y es muy probable que intente arrebatar a Elvira, ¿quién sabe? acaso esta misma noche. -¡Dios mío! ¡Dios mío!

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-No te aflijas; yo estaré aquí mañana a estas mismas horas, y me seguirá una escolta capaz de resistir a un ejército. Mi designio al venir esta noche ha sido únicamente avisarte de lo que se trama, para que vivas alerta y prepares a Elvira, a fin de que mañana estéis dispuestas a abandonar esta alquería. -¿Y si entretanto ese hombre odioso?... ¡Ah! ¿Quién había de creer que Elvira había de cambiar de esta manera? El Templario suspiró. -Si te parece, Fidela, puedes hacerle una revelación. Dile todo el horrible misterio que hace que la llama de ese amor sea una llama del infierno. -¡De veras, señor! ¿Os parece bien que se lo descubra todo? -¡Todo! -¿Y qué adelantaremos? -Mira, Fidela, si después de saber ella una verdad tan terrible continúa en su ceguedad, diré que Elvira no es una mujer, sino un demonio que ha tomado una figura encantadora e inocente, como ella era, o por mejor decir, como ella parecía en sus primeros años. -Mucho me temo... -No, no, Fidela. No la ultrajes hasta ese punto. Yo no puedo creer que su alma esté tan corrompida. Estoy seguro de que ella se horrorizará, no de su crimen, sino de su desgracia. -¡Oh, señor! Elvira es una mujer singular. Toma todas las formas, y aparece a mis ojos con tantos colores como el arco iris, como una serpiente que a los rayos del sol se desliza rápida entre la verde hierba. Ella es un arpa que despide todos los tonos, mil encontradas melodías; es un instrumento misterioso, una voz del infierno y maravillosamente flexible, que ora entona melancólicas y dulces endechas, ora un canto de alegría, ya un himno triunfal, ya los salmos de los muertos. Os aseguro, señor, que me aterra, que me espanta, que me confunde esta mujer. Algunas veces me sonríe tan dulcemente, me dice «madre» con una voz tan cariñosa, que, os lo digo con franqueza, me hace derramar lágrimas de ternura, y me conmueve de tal manera, que sería capaz de perdonarle los crímenes más atroces, las injurias más crueles. ¡Yo la quiero tanto! -¡Cuán desgraciados hemos sido! ¿Por qué ha querido Dios castigarnos tan cruelmente? Elvira desde pequeña ha sido un ser incomprensible. -Verdaderamente incomprensible. Después de sus efusiones cariñosas y dignas del más acendrado amor filial, pasa de pronto a los más extraños accesos de furor, de ingratitud y hasta desprecio hacia esta pobre anciana, que daría por ella mil vidas que tuviera, y que por alimentarla, vestirla y satisfacer todos sus deseos razonables, sería capaz de recorrer el mundo del uno al otro confín, pidiendo una limosna por amor de Dios, para probarle mi

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amor a ella. Y sin embargo, Elvira no me ha querido nunca, porque la creo incapaz de amar a nadie de corazón. Pero de algún tiempo a esta parte, su indiferencia se ha trocado en aborrecimiento. ¡Oh! ¡Estoy segura de que me aborrece! Y esto diciendo, la afligida señora comenzó a llorar con el más amargo desconsuelo. Después añadió: -Y lo que más me mortifica es la desigualdad de su carácter. Yo no puedo concebir cómo, en un instante, de la dulzura más angelical pasa a los arrebatos más frenéticos de ira y desesperación. ¡Oh, señor! Si yo continúo mucho tiempo a su lado, estoy segura de que voy a volverme loca. Y doña Fidela, con ademán a la vez extraviado y dolorido, se golpeaba la frente, diciendo: -¿Quién me lo había de decir? Ella ha burlado toda mi vigilancia y se ha echado a cierraojos en brazos de la deshonra. ¡Qué horror! ¡Qué horror? ¡Qué horror! Triste espectáculo en verdad presentaba la infeliz anciana. El Templario la miraba con aire triste y sombrío a la par que con profunda compasión. Súbito oyose un ligero rumor hacia la puerta. El caballero y la dama se miraron sorprendidos. -¿En dónde está Elvira? -preguntó el caballero poniéndose en pie de un salto. -Cuando vos llegasteis estaba durmiendo. -¿Me habrá oído tal vez? -¿Quién sabe? El Templario se dirigió a la puerta, salió a la galería y examinó cuidadosamente aquel recinto, un olvidar el patio; pero nada oyó, a nadie vio. Sólo observó que el cielo permanecía encapotado con negras nubes que cada vez más se iban condensando. La lluvia se había disminuido, el viento había aflojado algún tanto; pero nuevas ráfagas comenzaban a empujar las nubes que volaban antecogidas por el huracán, como los pueblos huían despavoridos del látigo de Atila. Los truenos sonaban lejanos, los relámpagos lucían débilmente, la tempestad se había detenido; pero no había pasado. El caballero tornose al aposento, muy convencido de que nadie había podido escuchar su conversación con doña Fidela, y que el viento había sido la causa del ruido que habían hecho las hojas de la puerta. -¿No habéis visto a nadie?

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-No. -Es posible que Elvira continúe durmiendo. -Sin embargo, los truenos han podido despertarla. ¿No hay nadie más en la quinta? -Esta noche estamos solas. -¿Cómo así?

-Mendo ha ido a Cáceres a comprar provisiones.

-¡Hum! ¡Hum! -murmuró el Templario-. Te aseguro que ese maldito Mendo me da muy mala espina... Afortunadamente mañana dejáis esta vivienda... Tenlo todo preparado...

-¡Oh! Elvira me va a querer sacar los ojos cuando le dé esa noticia.

-Arréglate como mejor puedas, y redobla tu vigilancia, por si acaso proyectasen alguna intentona durante el breve plazo que nos queda.

-Ved, señor, ved qué madre tan desnaturalizada. En la carta que ha escrito a su odioso amante ni le dice una palabra siquiera respecto a su hija... Venid, señor, y estremeceos, porque es horrible lo que vais a ver.

Esto diciendo, doña Fidela tomó la lamparilla que había dejado sobre la mesa, y condujo al caballero al extremo de la estancia en que hemos dicho había una cuna.

Fidela levantó la negra tela, y aproximando la luz, dijo al Templario:

-¡Mirad!

La cuna era más bien un sepulcro.

-Ni una lágrima, señor, ha derramado Elvira. Ella duerme tranquilamente, mientras que su hija reposa por la última vez en esta cuna, en que yo tantas noches he arrullado el sueño de la inocencia. ¡Pobre Matilde!

El Templario permaneció largo rato con los ojos fijos sobre la encantadora criatura, que parecía dormida. La muerte, que había segado sin temblar aquella flor delicada, no había podido grabar su asqueroso sello en aquellas facciones infantiles. ¡Pobre niña! Su rubia y rizada cabellera caía como un vellocino de oro sobre su cuello de cisne, y su boca entreabierta parecía sonreír a los ángeles que le brindaban su eterna compañía en las alturas del cielo.

Los ojos del Templario estaban inmóviles y vidriosos, su tez lívida y su rostro desfigurado con horribles visajes.

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-Sí, -exclamó de pronto con voz de trueno-. ¡Sí! Dios la ha aniquilado, porque ella era un crimen viviente, fruto podrido de un horroroso incesto. Desde el vientre de tu madre, ¡oh desdichada criatura! habían lanzado los cielos su maldición sobre ti.

No bien había pronunciado estas terribles palabras, cuando pareció que la casa se conmovía hasta en sus cimientos, y que la bóveda estelante con horrísono estruendo se desplomaba sobre la tierra estremecida. La anciana lanzó un grito desgarrador y la lamparilla cayó de su mano. Un trueno espantoso y prolongadísimo había recorrido la región del aire, como si la voz de la cólera divina hubiese querido contradecir o confirmar las palabras del Templario. La habitación había quedado siniestramente iluminada por el vacilante y rojizo fulgor del fuego del hogar. Durante largo espacio reinó en la estancia profundo silencio. La anciana, cubierto el rostro con ambas manos, la cuna, el cadáver, el Templario con su hábito blanco, que se destacaba crudamente en el raedizo fondo de aquella semioscuridad, el lucir de los relámpagos que penetraba por la mal entornada puerta, el eco retumbante de los truenos, los aquilones desplegando toda su rabia, y la lluvia que con estrépito se desgajaba del seno de las nubes, semejantes a otros tantos ríos suspendidos en el cielo, todo esto, dentro y fuera de la habitación, formaba un cuadro horroroso; fantástico, repugnante y a la vez magnífico y sublime.

-¡Adiós, Fidela! -gritó de repente el Templario.

-El señor os acompañe.

-Que no olvides mi encargo. Revélaselo todo, caso de que haya peligro, y que los áspides del remordimiento emponzoñen su corazón y turben su espíritu y le hagan retroceder espantada ante el abismo de sus hediondos crímenes.

-Está bien, señor.

-Hasta mañana.

-Aguardad un poco. ¿No teméis a la tempestad?

-Yo desafío sus furores.

-¡Jesús, María y José! -exclamó Fidela santiguándose toda llena de pavor al ver un gran relámpago.

Un momento después se oyó el galope de un caballo. El Templario desapareció rápidamente. Al ver entre las tinieblas de la noche aquella blanca figura cruzar por desconocidos senderos sobre su volador caballo, diríase que era el genio de las tempestades. Apenas hubo salido el caballero de la alquería, cuando Fidela, sin detenerse a encender la lamparilla, salió de la estancia del piso bajo y se dirigió a su aposento. La triste señora, después de las diversas y dolorosas emociones que habían fatigado su espíritu, experimentaba imperiosa necesidad de reposo. Como era natural, antes de irse a recoger, cerró y atrancó cuidadosamente la puerta de la alquería. En seguida encaminose al piso alto

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por un estrecho corredor y tan lóbrego, que le hubiera sido imposible ver ni los dedos de sus manos. No obstante, como conocía perfectamente la localidad, y persuadida por otra parte de que nada tenía que temer, continuó su camino con la mayor confianza.

Súbito lanzó un grito agudísimo.

-¡Oh!.. ¡Soltadme!... ¿Quién sois?

-¿Conque hasta mañana, eh? -dijo una voz en la oscuridad, una voz cuya entonación siniestramente irónica heló de espanto a la aturdida doña Fidela.

-¿Me queréis asesinar?... ¿Quién sois?... ¡Elvira! No, no. ¡Imposible!

-¿Por qué ha de ser imposible, señora? Elvira en persona es la que os habla. ¡Gracias a Dios que ya sabemos el objeto de las relaciones que conserváis con ese misterioso personaje! Ya sabemos que sólo tratáis de contrariarme. ¿Sabéis vos lo que es una mujer enamorada?... ¡Mañana partiremos de esta alquería!... Por mi vida, os juro que no será así. Aunque siempre es una prueba de que me profesáis poco afecto el que os opongáis a mis amores, no me irrita tanto, porque, al fin, vos podéis hacerlo, vos sois mi madre... pero el que ese hombre misterioso quiera mezclarse en nuestros asuntos y contrariar mi pasión incontrastable, eso no se puede soportar, y yo no lo sufriré.

Estas palabras fueron pronunciadas con un acento que revelaba una resolución irrevocable. Doña Fidela comprendió que gran parte de su conferencia con el Templario había sido escuchada por Elvira, y que, por consiguiente, era ya casi imposible reducirla a que dejase aquella mansión, si ya no es que antes del plazo prefijado no procuraba ella ponerse de acuerdo con su amante, en cuyo caso, cuando el Templario volviese a la siguiente noche, ya Elvira y Castiglione habrían podido ausentarse de la solitaria vivienda.

-¿Quién es ese demonio de hombre? ¿Con qué derecho pretende mortificarme? ¡Sabe Dios quién será!... Unas veces lo he visto aparecer con el traje de mendigo, otras fingiendo que estaba leproso; algunas veces en traje de soldado, y otras muchas cubierto con el manto de los caballeros del Templo. ¡Siempre con disfraces y ficciones! ¡Siempre con misterio s y exigencias! Ni una sola vez os ha visitado sin que haya traído alguna calamidad. Ahora que la venda ha caído de mis ojos, comprendo muy bien que el variar constantemente de morada, nuestra vida misteriosa y errante, ha sido a causa de los consejos o las intrigas de ese hombre infernal... ¡Y ya es tiempo de que esto concluya! ¿Quién es ese misterioso personaje? Quiero saberlo.

Doña Fidela, ya recobrada de la sorpresa que le había causado aquel súbito encuentro, respondió:

-Ese misterioso personaje tiene razones muy poderosas, tanto para vivir continuamente disfrazado, cuanto para mezclarse en nuestros asuntos y exigir nuestra obediencia con una autoridad soberana.

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-Esa obediencia podrá exigirla de vos, que le conocéis; pero por mi parte, yo os digo que en ninguna manera me prestaré a ser el juguete de los caprichos de su voluntad. Si él quiere que dejemos esta mansión, yo quiero lo contrario, y en cuanto a voluntad tengo yo tanta como pueda tener ese caballero, ese miserable, porque no puede menos de ser un gran criminal, supuesto que así se oculta eternamente bajo innobles disfraces.

-¡Calla! -gritó indignada doña Fidela-. Ante ese hombre deberías humillarte de rodillas y besar sus pies y la tierra que pisara. Él te ha colmado de beneficios, a él le debes, ingrata huérfana, tu educación, tu subsistencia y seguridad, y hasta la vida que te salvó con riesgo de perder la suya... En cuanto a lo que dices de no obedecerle, nada me importa, con tal que me obedezcas a mí, a tu madre, a tu madre.

-¡Vaya! -exclamó la joven con sacrílega sonrisa-. ¡Qué llena estáis de autoridad maternal!

-Hija vil e indigna. ¿Te atreves a oponerte a mis mandatos? ¡Oh! Yo no sé cómo Dios no te aniquila con el rayo y el trueno que ahora mismo estremecen al firmamento. ¡Oh, Dios! -exclamó la afligida madre con voz solemne, extendiendo sus brazos hacia el cielo ceñudo-. ¡Oh, Dios que te reclinas tranquilo sobre las alas de fuego de la tempestad; tú, que en la sagrada cumbre del Sinaí dijiste a los hijos «honrad a vuestros padres y a vuestras madres, para que viváis largo tiempo en la tierra prometida»; tú, Señor, que ves todas las cosas y miras desde el cielo la satánica soberbia de esta hija de la tierra, de esta hija rebelde que insulta y escarnece a su pobre madre, porque intenta sacarla del inmundo pozo de la voluptuosidad que la devora; tú, Señor, que conoces que Elvira es más criminal aún de lo que ella se figura, haz que la muerte ponga término a su existencia, si ha de continuar un solo día más sumergida en el lodazal hediondo de esa pasión vergonzosa!

Elvira guardó silencio, al escuchar las terribles palabras de su madre.

-Oídme, Señor, oídme, porque os lo ruego de todo corazón. ¡Oídme! Y esto diciendo, doña Fidela cayó de rodillas, y con los brazos extendidos, elevados los ojos al cielo, la faz encendida en santa indignación, repetía: -¡Oídme, Señor, oídme! Elvira prorrumpió en una estrepitosa carcajada. -¡Qué patética os ponéis!... ¡Me habéis convencido, señora! Me habéis convencido de que poseéis una habilidad admirable para representar autos sacramentales... Vamos, señora, entonad otra plegaria... ¡Sabéis rezar maravillosamente bien! Doña Fidela se levantó exhalando un gemido de lo más profundo de sus entrañas. -Ya os he dicho, querida madre de mi corazón, que nada ni nadie podrá moverme a seguir ese antojo de que abandonemos esta alquería. De lo contrario, ya veréis lo que yo hago... ¡Ya veréis de lo que yo soy capaz!

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Y al decir esto se animaron sus ojos con un brillo más siniestro aún que el relámpago que iluminó en aquel instante el lívido rostro de Elvira. Luego volvió a preguntar: -¿Quién es ese hombre? ¿Por qué se opone a mi amor? -Yo te lo diré... ¡Sígueme! La anciana se encaminó hacia la escalera, y llegando al piso alto de la quinta, atravesó una galería y penetró en el aposento que servía de dormitorio a ambas. Aquella habitación se dilataba a lo ancho de la fachada o frente de la quinta, y estaba dividida en tres separaciones. En la primera dormía doña Fidela, quien tenía el lecho junto al balcón que caía precisamente sobre la puerta del campo. En la habitación del centro dormía Elvira. Doña Fidela habíale designado aquella estancia, atendiendo a que era imposible por allí toda comunicación, supuesto que ni balcón ni ventana había. En el aposento último tenían nuestras damas un guardarropa, una papelera y un gran cofre, muebles que pertenecían a doña Fidela y que ésta llevaba consigo siempre en todos sus viajes o traslaciones de domicilio. En aquella estancia había una ventana enrejada con fuertes barrotes de hierro. La anciana, por evitar que Elvira se comunicase con Castiglione, llevaba siempre consigo la llave de aquella habitación. Y con tales precauciones, doña Fidela se imaginaba que nada tenía que temer respecto a la seguridad de Elvira. Muy pronto la infeliz madre conoció que muy frecuentemente era engañada. Doña Fidela penetró en la primera pieza, y tomando asiento en un sitial que estaba junto a su lecho, hizo una seña a Elvira para que también se sentase. Obedeció la joven. Después de algunos momentos de profunda reflexión, durante los cuales doña Fidela pareció evocar mil confusos recuerdos, tomando una actitud a la vez dolorida y solemne, dijo: -Hija mía, voy a referirte cosas que harán se te ericen los cabellos; pero, por más terribles que sean, tales son las circunstancias en que respectivamente nos encontramos, que no es posible ya por más tiempo guardar silencio sobre este punto. -Os escucho, -respondió con desdeñoso acento la altiva joven. -Hace muchos años que una dama de muy distinguido linaje, por una serie de extraños sucesos que ahora no es del caso referirte, vino a caer bajo el dominio de un hombre tan disforme como astuto y orgulloso. La dama aborrecía de muerte al tal caballero; pero éste en cambio adoraba a la señora tanto como se lo permitía su índole diabólica. Desde luego comprenderás que el amor de un hombre semejante no merecía que se le diese este nombre, sino más bien el de apetito brutal. Me he propuesto, hija mía, no fatigar tu atención narrándote, mil y mil pormenores a cual más repugnantes y dolorosos...

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-Como gustéis, -dijo con indiferencia Elvira. Doña Fidela clavó los ojos en su hija, e hizo un ademán que significaba: -Ya verás cómo al fin no estarás tan impasible. La dama continuó: -Así, pues, me limitaré a decirte lisa y llanamente que el caballero consiguió seducir a la dama, habiendo dado por fruto estos amores misteriosos a una niña encantadora, una niña ¡ay! que algún día había de cambiar su naturaleza de ángel en demonio, y había de convertir en espantosas torturas todas las lozanas esperanzas que su madre al darla a luz había concebido. Doña Fidela se detuvo algunos instantes en su narración. Luego la anudó, diciendo: -¿Y sabes, Elvira amada, quién era el infame caballero? Le llamo infame, porque después de haber abusado de la sinceridad y cariño de la dama, trató, no de abandonarla a su dolor, sino de asesinarla vilmente, hallándose en cinta. Elvira ni pestañeó siquiera oyendo este relato. -Por una casualidad inexplicable, por un milagro, logró la dama salvarse del puñal del infame asesino, y... ¡admírate! andando el tiempo, aquel caballero, que sólo tiene de hombre la figura, vino a inspirar a su propia hija una pasión tan enérgica como vergonzosa. Los labios de Elvira se dilataron con una sonrisa diabólica. -Eso prueba, -dijo-, que el tal caballero nada había perdido de su mérito. -Precisamente es un hombre disforme. -Eso no importa; hay personas que sin estar dotadas de hermosura, poseen un prestigio tan inexplicable como irresistible. Doña Fidela miró fijamente a su hija, y exhaló un profundo suspiro. -Lo que eso prueba, -dijo dolorosamente la dama-, es que las almas viles se comprenden maravillosamente. Los demonios tienen entre sí la misma simpatía que los ángeles. El crimen busca al crimen, así como la virtud busca a la virtud. -Muy bien, madre mía; continuad, si os place. -Ahora nada más tengo que añadir, sino que la niña eres tú y el caballero era Castiglione.

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-¡Castiglione! -Mejor dirías tu padre. -Y la dama, ¿quién era? Doña Fidela se detuvo algunos instantes. Al fin respondió, no sin alguna timidez: -Claro está que era yo. -¿De veras? ¡Oh! Me parece que estáis muy equivocada, -dijo una voz con acento de burla, a la vez que en la puerta que comunicaba con la habitación del centro apareció un hombre vestido en traje de caza. Doña Fidela clavó sus ojos atónitos en el personaje aparecido, y quedó muda, extática, fascinada como el pajarillo en presencia de la serpiente. Ni aun siquiera tuvo fuerzas para lanzar un grito. Pálida e inmóvil, hubiérase dicho que era una estatua, a no ser por la intensidad de su mirada, que a la vez revelaba ira, temor, angustia y asombro. -Vamos, -dijo Elvira sonriéndose-; me alegro mucho de que os hayáis presentado en tan buena ocasión para sacarnos de dudas. Según todas las señas, parece que habéis oído la peregrina historia que acaban de referirme. Ahora bien, mi querido Castiglione, yo os pregunto: ¿Sois por ventura mi padre? -Desde luego, hermosa Elvira, puedo asegurarte que no hay tal cosa. -¡Qué habéis dicho! -exclamó con desentonado acento doña Fidela. -Señora, o vos sois su madre, o no. Si no sois, ningún parentesco me une a Elvira, ningún lazo más que el de mi amor inmenso. -Sí, sí, ella es mi hija; yo soy su madre. -Pues bien, Elvira, yo no soy más que tu amante respondió Castiglione. -Pero entonces esa historia... -Esa historia es una impostura. -¡Una impostura! -exclamó doña Fidela retorciendo de dolor sus manos. -Sí, señora, -dijo Castiglione-; habéis mentido villanamente. -¡Oh! Sobre los cuatro Evangelios juraría yo que lo que he dicho es verdad.

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Castiglione sonriose malignamente. Luego se dirigió a la mesa, sobre la cual había un Crucifijo. Castiglione lo tomó, y presentándoselo a doña Fidela, dirigiole estas palabras:

-Si es verdad lo que decís, señora, jurad por esta sagrada imagen, para que Elvira se convenza de que vos decís verdad, de que yo soy un impostor.

-Sí, sí, juraré una y mil veces.

Castiglione, señalando al Crucifijo con una actitud verdaderamente pontifical, preguntó:

-¿Juráis por el nombre de Cristo crucificado que vos sois la madre de Elvira?

Al hacer esta pregunta el calabrés, doña Fidela retiró rápidamente su mano, que había extendido sobre la sagrada imagen.

-¡Oh! -pensó-. No me es posible revelar todo el secreto. El mismo Castiglione, aunque sabe quién es Elvira, ignora si vive su madre... Si yo la descubro, todos sus planes serán destruidos. No, no, seamos fieles; yo no la descubriré nunca... ¡Qué situación tan cruel!

-Vamos, ¿qué decís ahora? -preguntó Castiglione con irónica sonrisa.

La triste dama guardó profundo silencio.

-¿No queréis jurar? -insistió el italiano.

-No, no, -repuso doña Fidela haciendo un esfuerzo sobrehumano. -Basta que yo lo diga; no es preciso tomar el nombre de Dios para que sea cierto lo que he dicho.

-¡Vaya una salida! -exclamó el italiano prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada y volviendo a colocar el Crucifijo sobre la mesa.

-¿No decíais que erais capaz de jurar una y mil veces? -preguntó Elvira con incisivo acento.

Doña Fidela miró a Elvira con terror, y una maldición espiró en sus labios. No obstante, fue dueña de contenerse, y dulcificando su acento de una manera extraordinaria, dijo con una actitud suplicante y capaz de enternecer a un mármol:

-Hija de mis entrañas, este hombre es un demonio que te abre las puertas del infierno. No le sigas, hija mía, porque tarde o temprano tendrás que arrepentirte. La pasión en que ardes es una llama criminal y vergonzosa, un amor impuro y repugnante como el incesto... Créeme, hija de mi corazón... ¡Este hombre es tu padre!

-¡Pues me gusta la idea! ¿Habéis inventado esa fábula para retraerme de mis amores?

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-¡Hija indigna!

-Si hubiéramos estado solas, acaso me hubierais hecho creer vuestra peregrina historia; pero afortunadamente la presencia de este caballero no ha podido ser más oportuna para desmentiros.

-¡Oh desesperación!

-Hasta he llegado a creer que acaso no sois mi madre.

-Y si no, que lo jure, -dijo Castiglione.

La anciana inclinó la cabeza, como si el golpe hubiese sido demasiado para ella. Tantas y tan violentas emociones habían fatigado su espíritu, que durante mucho tiempo permaneció en su sitial, inmóvil como un tronco. La única señal de vida que daba consistía en un estremecimiento nervioso que de vez en cuando agitaba convulsivamente su cuerpo. Entretanto Elvira y Castiglione cambiaron algunas palabras, y en seguida se ocuparon de hacer un envoltorio que contenía todos los vestidos y alhajas de la joven. Luego el italiano se dirigió al balcón, abrió la puerta, y con un silbato dio tres puntos agudos, que repitió con algún intervalo. Pocos momentos después se oyó el galope de algunos caballos que se detuvieron en la puerta de la alquería. El italiano invitó a Elvira para que sin dilación le siguiese. Doña Fidela, saliendo de su estupor, se dirigió a la joven, y con acento de suprema angustia exclamó:

-¡Hija de mi alma! ¿Serás capaz de abandonarme? ¿Adónde vas, Elvira?

Castiglione asió de la mano a la joven, la cual le siguió sin resistencia. Sin embargo, tal era la aflicción de la pobre madre en vista de tan cruel abandono, que Elvira, a pesar de la diabólica adhesión que la impulsaba hacia el Templario, no pudo menos de volverse a doña Fidela, y decirle:

-Perdonad, madre mía, si os dejo; pero no me es posible obrar de otro modo.

-¡Hija mía! ¿No te mueve a compasión el dolor en que me dejas? ¡Hija mía!

Castiglione, cansado ya, de los lamentos de la vieja, con irónica sonrisa dijo:

-¡A fe que sois mala cristiana! Está escrito que el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Ahora bien, lo que se dice del hombre, dícese igualmente de la mujer. ¿Por qué no aplicáis esto a vuestra hija?

-¡Sacrílego! -gritó indignada la madre-. ¿Sois por ventura su esposo? ¿Podéis serlo? La antorcha de vuestro himeneo está encendida en el infierno... Elvira, te lo repito, ese hombre es tu padre.

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-Vamos, amada mía, sígueme, -dijo el italiano.

-En nombre de tu hija, que yace muerta en su cuna, y a la cual olvidas sin consagrarle ni una mirada, ni una lágrima, yo te suplico, amada Elvira, yo te suplico que obedezcas mis mandatos.

-No nos detengamos, que es tarde.

Y esto diciendo, Castiglione comenzó a andar, arrastrando en pos de sí a Elvira, que había palidecido espantosamente.

-¿No temes a la ira de Dios, hija mía? ¿No crees en la gloria ni en el infierno?

-Dejaos de esas cosas, señora, -respondió Castiglione clavando una mirada furibunda en doña Fidela, que, haciendo un esfuerzo sobrehumano sobre sí misma, consiguió dominar su indignación, y cayendo de rodillas a los pies de aquel hombre infernal, comenzó a suplicarle con tanta aflicción y ternura, que partía el corazón.

-Señor Castiglione, -decía la pobre madre-, ¡tened piedad de mí! Vos no sois tan cruel, que vayáis a arrebatarme mi única dicha. Anciana desvalida y triste, si Elvira me abandona, ¿a quién volveré los ojos? Me quedaré sola, sola en este mundo, y entonces... ¡ay! ¿Para qué quiero vivir? ¡Oh, señor, dejadme a Elvira; yo la amo, soy su madre, y no quiero que se vaya! ¡Abandonarme Elvira! ¡Vivir sola! ¿Sabéis, señor, el eco doloroso que este pensamiento deja en el corazón de una madre? No, no, yo no puedo resistir una suerte tan funesta, una sentencia tan cruel, una resolución tan bárbara, que emponzoña mi vida, que me arrebata toda esperanza y que me llena de amargura sin fin. ¡Mil muertes me serían más llevaderas que esta separación cruel!... ¡Ah, señor Castiglione! Yo bien sé que sois un noble caballero, generoso, magnánimo y compasivo, y que no sois capaz de mirar mi aflicción con ojos enjutos. ¡Estoy segura de ello! Si acaso me habéis tratado con alguna dureza, lo comprendo perfectamente, es porque tal vez mis palabras han sido un poco ásperas o indiscretas. ¡Perdonadme, señor, yo no supe lo que me decía!

Y esto diciendo, doña Fidela abrazaba las rodillas del Templario, y a la par que sus ojos eran dos fuentes de lágrimas, sus labios sonreían dulcemente, se esforzaba por dar a su rostro una expresión lisonjera y suplicante, a fin de ablandar aquel corazón de hiena.

Elvira estaba pálida, silenciosa y con los ojos bajos, Castiglione estaba azul de ira, y su disforme rostro, horriblemente contraído y ceñudo, parecía el de un condenado.

Doña Fidela continuó:

-¡Tened compasión de mí! Y si queréis arrebatarme a Elvira, yo me tenderé atravesada en el dintel de la puerta, y tendréis que saltar por encima de mi cadáver, o me atravesaré en vuestro camino para que los cascos de vuestros caballos hieran mi frente, rompan mi cráneo, y que mi sombra os persiga en medio de vuestros placeres, como la voz lenta, sorda implacable del remordimiento.

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-¡Ira de Dios! -exclamó furioso Castiglione-. ¡A fe que estáis importuna! ¡Apartaos!

Y aquel hombre brutal dio un fuerte empellón a la desolada Fidela, y salió de la estancia seguido de Elvira.

Cual tigre hircana que sintiendo el arpón lanzado por mano insegura, se precipita sobre el cazador que intenta arrebatarle sus cachorros, así, y aun más furiosa, levantose doña Fidela, y con la rapidez del pensamiento corrió hacia los amantes que ya comenzaban a bajar la escalera. Pálida, desmelenada, frenética de furor, precipitose Fidela sobre Elvira y el italiano, y con fuerza incomprensible y superior a su sexo, empujó violentamente a la infernal pareja, y ambos cayeron rodando con estrépito, gritando Elvira y blasfemando Castiglione. La joven quedó como muerta en el descanso de la escalera. El calabrés, más vigoroso o más afortunado, no recibió daño notable en su caída. La anciana, como loca o delirante, estaba en el principio de la escalera, contemplando a sus víctimas y prorrumpiendo en feroces y nerviosas carcajadas. Apenas se levantó Castiglione, desenvainó su puñal, y abalanzose a doña Fidela, rechinando los dientes de furor y gritando: -¡Vieja infame!... ¡Toma! Tres veces clavó con furia el reluciente puñal en el pecho de la infeliz anciana, que, extendiendo sus brazos, lanzó un gemido y cayó bañada en su sangre. Capítulo XXXII Consejos paternales En vano Gómez de Lara había intentado ayer averiguar el paradero de Elvira. La pasión que aquella hermosa joven lo había inspirado, pertenecía al número de esos afectos profundos como el primer amor, y como él, inmortales. Así, pues, la imagen de su amada se aparecía por todas partes al gallardo y afligido mancebo. La súbita desaparición de Elvira y de su madre habían herido vivamente la imaginación del señor de Alconetar. Pero lo que más le atormentaba era el recuerdo de aquella conversación mortífera, que había sorprendido en la fuente a las dos zagalas. Toda la aflicción que envenenaba su alma había tomado origen del funesto diálogo de las aldeanas, según el cual, Elvira, no sólo tenía otro amante, sino que también se hallaba encinta. ¡Cuán rudo golpe había sido éste para un amor tan puro, tan desinteresado, tan grande como el que ardía en el corazón del gallardo Lara! El amor reviste siempre al objeto de su adoración con el espléndido manto de todas las perfecciones. El alma se esfuerza y se complace en prodigar estos dones de su propio

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tesoro, como si de esta manera quisiese justificar su adhesión sin límites hacia el objeto amado. Así es que don Guillén, después de haber apurado hasta la última gota de la ponzoña de sus horribles celos, había comenzado a dudar de la verdad de aquellas noticias, que como saetas envenenadas habían herido de muerte al cándido y refulgente coro de sus lozanas y bellas ilusiones. Y ciertamente que se necesitaba tener muy poco amor o mucha credulidad para dar asenso a aquellas hablillas, que podían no ser otra cosa que ruines malicias del vulgo. Don Guillén se aferró a este pensamiento con el mismo ardor que nos asimos siempre al último hilo de la esperanza. Pero por más que estos pensamientos endulzasen en algún tanto la amargura de su corazón, don Guillén guardaba la más absoluta reserva para con sus amigos. Continuamente se hallaba combatido de los más encontrados sentimientos. Unas veces imaginaba que algún día tal vez pudiera encontrar a Elvira amante y pura, como soñara su deseo. Otras veces se afligía y se desesperaba al sospechar que sus celos podían no ser infundados; celos que, aun cuando no los creyese probables, le mortificaban horriblemente, que hay cosas que basta sólo el pensarlas para emponzoñar toda una existencia. En el estado en que se hallaba don Guillén, necesitaba de impresiones fuertes, de pensamientos profundos y de realizaciones magníficas. Sólo así aquel espíritu ambicioso y cruelmente contrariado podía soportar el triste privilegio de viviente. El señor de Alconetar era una organización maravillosa bajo muchos conceptos. Sus pasiones eran un torrente impetuoso; el atrevimiento, la sublimidad de sus ideas sorprendía, o mejor dicho, espantaba, aun a los más audaces, y como hombre de ciencia, en todos tiempos habría sido una maravilla; pero en aquella época era hasta un anacronismo. Ni su amigo Álvaro, ni el inspirado trovador, ni el mismo Gil Antúnez, con haber sido su maestro, ni el médico Isaac, dotado de astucia diabólica, nadie, nadie como el mismo don Guillén, había penetrado tan profundamente en los senos misteriosos de su alma fuerte, ansiosa, grande, pero con cierta grandeza de Luzbel. El señor de Alconetar se conocía, y con prodigioso instinto adivinaba que dentro de su pecho fermentaba una fuerza inmensa, un fuego sombrío, cuyas azules y sulfurosas llamas debía aclarar y consumir al aire libre de mil y mil acontecimientos, que gastasen algún tanto aquella vitalidad calenturienta. Lara comprendía muy bien que, a la par que en su alma ardían aspiraciones las más sublimes, se ocultaba también el vigoroso germen de crímenes sin cuento, y por lo tanto deseaba que los viajes, las emociones placenteras, la actividad práctica de la vida, le sirviesen de solaz, de ocupación y aun de cansancio. Tales eran los pensamientos del joven, cuando se hubo quedado solo en su estancia, después de la importante conferencia que tuvieron los tres amigos, y que ya hemos relatado. Al día siguiente levantose Jimeno muy de mañana y despidiose de don Guillén y Álvaro, prometiendo volver muy en breve para emprender el proyectado viaje. El trovador encaminose a Jaraicejo, y fue introducido por el fiel Millán en la casa paterna. Don Gonzalo Pérez Sarmiento se hallaba ya completamente restablecido de su salud, si bien a la sazón aún estaba en el lecho. El amante de Amalia iba decidido a manifestar padre sus proyectos, que ciertamente no admitían dilación en ejecutarse; pero el triste Jimeno padecía muy cruelmente, combatido como se hallaba por los más encontrados sentimientos. De una parte el amor filial le impulsaba a permanecer en España, gozando de la compañía de su padre. Otras veces un afán vago, un instinto viajero, una inquietud irresistible y que suele ser muy frecuente en los años de la juventud, levantaban en su corazón vehementísimos deseos de visitar y recorrer otras regiones.

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Pero la consideración que en su ánimo era decisiva y que le movía a partir sin dilación alguna y a desear tener las alas del céfiro, era el amor ardiente que le había inspirado la encantadora Amalia Molay. Jimeno se encontraba ahora en un estado de excitación tan difícil de explicar como fácil de comprender. Al mismo tiempo que había conocido a la mujer que se había enseñoreado de su alma, había encontrado a su anciano padre; es decir, que los más poderosos resortes de la vida le habían salido al encuentro en un instante mismo. No obstante, Jimeno se creía afortunado. La noche en que la encantadora Amalia llegó a la Encomienda, el triste trovador se lamentaba de su suerte, porque, oscuro y pobre, comprendía que nunca podía llegar a ser digno de que en él fijase los ojos la hermosa y opulenta sobrina del maestre general de la poderosa orden de los Templarios. Afortunadamente Jimeno había resucitado a la esperanza, como que ahora podía presentarse como hijo de tina de las casas más ilustres de España. Ahora bien, fácilmente se comprenderá el vivo anhelo del trovador por encontrar a la hermosísima francesa. Y como Jimeno sabía que Amalia y su padre se encaminaban a Tierra Santa con el objeto de visitar a Mr. Jacques Molay, deseaba ansiosamente poner en práctica el viaje proyectado por don Guillén Gómez de Lara. Largo tiempo permaneció el trovador completamente indeciso, sin atreverse a manifestar a su padre los deseos que allí le habían conducido. Al fin la esperanza de alcanzar cuanto antes a la señora de sus pensamientos se sobrepuso a todas las demás consideraciones. -¡Oh! -decía para sí-, ¡qué felicidad! ¡Si pudiera encontrarla en el camino! ¡Si la fortuna quisiese hacer que juntos, en una misma nave, atravesásemos el mar y llegásemos a Jerusalén!... Sí, sí. ¿Hay cosa más fácil? Toda la dificultad consiste en que nosotros apresuremos, sin perder un minuto, nuestra partida. Entretanto el viejo don Gonzalo Pérez Sarmiento contemplaba a su hijo con una expresión melancólica y dulce y a la vez gozosa. Diríase que el buen anciano se complacía mirando la varonil belleza de su amado Jimeno. ¿Quién podrá pintar la expresión casi divina y sublimemente cariñosa de un anciano, que se recrea en contemplar a un joven virtuoso, valiente, discreto y gallardo, y al cual con efusión inexplicable puede prodigar el dulce nombre de hijo? Ya se disponía el trovador a romper el silencio, cuando don Gonzalo se adelantó a decir: -Y el comendador Guzmán, ¿ha vuelto ya a la bailía? -No, señor. -¿Y no se ha sabido nada de los caballeros que marcharon a Tarifa? Según me dijiste días pasados, parece que en Alconetar quedaron muy pocos Templarios. -Todo lo que hemos sabido es que los pocos que han quedado saldrán un día de estos en compañía de los caballeros que han de venir de las casas de Jerez y Nertobriga. Según se susurra van a reunirse con el comendador Guzmán, que se encuentra en Alcalá de Henares. -¿Tal vez el rey intentará alguna expedición?

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-Es muy posible; aunque, según las noticias que corren, parece que el rey está enfermo. -¿Y dejarán desamparada la bailía de Alconetar? -Dícese que se quedará don Lope de Haro con algunos armigueros. -Supongo que tú serás del número de los que se quedan. Jimeno suspiró. Efectivamente, el armiguero se afligía al pensar que era muy fácil que don Lope de Haro le mandase marchar a reunirse con su señor en Alcalá de Henares, y precisamente esta consideración era la que más lo estimulaba a procurar cuanto antes sustraerse a la dependencia en que le colocaba su condición de armigazo. -¿Crees, -preguntó don Gonzalo-, que te obligarán a partir a Alcalá de Henares? -Lo creo muy posible, o por mejor decir, estoy seguro de ello. -Ciertamente, hijo mío, que me sería muy doloroso que tuvieses necesidad de ausentarte. Jimeno creyó que había llegado la hora de manifestar a su padre con franqueza todos sus proyectos; pero al fin se detuvo, porque temblaba a la idea de afligir al buen anciano con la noticia de un tan prolongado viaje, como el que deseaba emprender. Afortunadamente el joven salió de este apuro cuando menos lo esperaba, supuesto que don Gonzalo, después de algunos momentos de reflexión profunda, añadió: -Se me ocurre que, en atención a que de todas maneras es necesario que te ausentes, sería lo mejor que abandonases el servicio de la orden y partieses al punto a buscar el tesoro de que ya te he hablado en diversas ocasiones. El trovador no pudo contener un movimiento de júbilo. -Señor, -dijo-, estoy dispuesto a seguir en todo vuestros mandatos. -Sí, Jimeno, eso es lo mejor. Estoy ya impaciente por saber si son ciertas las riquezas prometidas en los tales manuscritos. Y así diciendo, don Gonzalo señalaba al sitio en que el lector sabe estaban ocultos los importantes papeles, que con tanto empeño había pretendido poseer Castiglione. En seguida padre e hijo tuvieron una larga conferencia, en la cual trataron de muchas cosas asaz importantes para el porvenir de nuestro joven armiguero. Igualmente convinieron ambos en que sin dilación alguna Jimeno se encaminase al reino de Granada, en cuyas sierras estaba o debía estar oculto el tantas veces referido tesoro. Por su parte, Jimeno se hallaba a la sazón tan confuso como gozoso. Alegre, porque se imaginaba que

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acaso ya le sería muy fácil verificar su viaje sin oposición alguna. Confuso, porque no sabía qué hacer, si manifestar a su padre explícitamente y en aquella misma hora todos los pensamientos que abrigaba, o si aguardar otra más favorable ocasión, ya al volver de Granada, o ya escribiéndole su resolución desde allí mismo. En cualquiera de estos casos contaba siempre con que pudiera servirlo de mucho para decidir a su padre la mediación del misterioso Templario, y aun, si necesario fuese, la intervención del poderoso señor don Guillén Gómez de Lara. Embebido en tales reflexiones, Jimeno resolvió por último guardar por entonces silencio, fiando al tiempo y a las circunstancias que le aconsejasen definitivamente. El trovador, ya por respeto, ya por no afligirle, experimentaba cierta repugnancia en mostrar a don Gonzalo la amorosa herida que en su corazón abriera la gentil Amalia. En resolución diremos que, aprobada por don Gonzalo la partida de su hijo, tuvo lugar una escena muy tierna o interesante, y que a fuer de narradores concienzudos no nos atreveremos a pasarla por alto, por más que nos estén llamando a toda prisa los muchos y graves acaecimientos de esta verídica historia. Antes de partir Jimeno, el buen padre le asió por la mano y le hizo sentarse junto a la cabecera de su lecho. Luego, fijando en el mancebo una tiernísima mirada, con apacible gesto y reposada voz, le dijo: -Oye, hijo mío, los consejos que voy a darte, y guárdalos en tu corazón como el fundamento sólido de una vida inocente. Todos los días de tu vida piensa en Dios y tiembla de faltar a sus preceptos.

Da limosna, según tu haber, y nunca vuelvas la espalda al desvalido y pobre, para que Dios tampoco te rechace. Si tienes mucha hacienda, da con liberalidad; si poca, también muéstrate compasivo y generoso. Nunca seas mezquino.

Huye de las malas compañías, que el que con lobos anda, a aullar se enseña. Odia al crimen y compadece al criminal. Consuela al triste y enseña al ignorante, y así Dios bendecirá tu entendimiento.

Jamás des cabida en tu ánimo a la soberbia. Procura ser digno sin orgullo y afable sin bajeza. Ama en cada hombre a un hermano, y respeta en ti y en los demás la imagen de Dios. Estima la honra y la buena fama, mientras que no estén reñidas con la virtud. Nunca por temor humano dejes de hacer el bien, y aun cuando te murmuren fíate más de la aprobación de tu conciencia que de las alabanzas de los hombres.

Sé fiel a tu palabra, y cumple tus contratos sin necesidad de escritura ni firma.

Dobla la rodilla delante del virtuoso y del sabio; pero nunca te humilles ante el soberbio y el poderoso.

Se ha dicho: «Piensa mal y acertarás». Esto es de ánimos viles. Nunca pienses mal de nadie sin graves indicios, que también es virtud la prudencia.

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En las grandes adversidades pon toda tu confianza en Dios, que nunca desampara al que de veras le invoca.

Jamás pierdas la fe y la esperanza, áncoras del alma y hermanas cariñosas de la caridad. Ruégale a Dios que siempre tu corazón crea y espere, porque el día en que nada esperes ni creas, será para ti día de luto.

Sé cauto como la serpiente y sencillo como la paloma; pero inclínate más al candor, que un corazón sencillo tiene más quilates de verdadera sabiduría, que las cavilaciones del astuto que peca de malicioso.

No seas perezoso ni indolente, porque Dios ha encerrado un gran tesoro en el trabajo. No desperdicies el tiempo, porque después de la virtud, nada poseen los hombres que más valga.

Procura aprender cuanto más pudieres, que las ciencias son las alas del entendimiento y el reclamo de las acciones ilustres; y si te guiare una intención recta, cuanto más supieres, tanto más serás modesto y virtuoso. Solamente los ignorantes se hinchan con un poco de ciencia.

Huye de las vanas disputas que, como el vino, perturban el ánimo y, como la calumnia, atraen enemistades.

Débante los ancianos consideración y respeto, y hallen en ti los jóvenes candor, cortesía, agrado, y sobre todo, buen ejemplo.

Elige tus amigos con discreción y consérvalos con la buena correspondencia. Alábalos cuando estén ausentes, y cuando hablares con ellos muéstrales sinceridad y franqueza. Más vale que alguna vez cedas en tu dictamen o en tu derecho, antes que, por ligera ocasión, pierdas un buen amigo.

Al llegar aquí, don Gonzalo suspiró profundamente. Sin duda recordó que muchas veces toda la sabiduría humana es impotente para conocer a los malvados y librarse de sus maquinaciones.

El buen anciano continuó:

-Usa templanza en la comida, y en la bebida, y gozarás salud robusta. No te entregues a la gula, madre de las enfermedades y de otros muchos vicios feos y escandalosos. El hombre debe comer para vivir, no vivir para comer.

Sean tus vestidos limpios, honestos y conformes al cargo que tuvieres. Nunca te singularices en las ropas ni en vanos adornos, pues los que en esto buscan el señalarse, además de ánimo trivial y mujeril, muestran que no son aptos para hacerse notables por otros motivos más nobles y elevados. Desecha de tus vestidos el oro y la plata. En cumpliendo con el decoro, todo lo superfluo se le roba a los pobres.

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Y ya que Dios te ha concedido ingenio para hacer trovas, canta enhorabuena tus amores, tus penas, tus alegrías; pinta los prados, los mares, el sol, las estrellas, los misterios del corazón humano, las ansiedades del entendimiento, el triunfo de la virtud, la vergüenza del crimen, las hazañas de los héroes; pero nunca adules a nadie. Apolo y las Musas se sonrojan de la bajeza y retiran sus sonrisas de los pechos viles. Cuando pulses el laúd, mira más alto que el cielo, pues la poesía es como un águila, que sólo ostenta la majestad de su plumaje y de su vuelo en las alturas. No por esto digo que estés enojado con las risas y las gracias, que son galas de la discreción, pues los chistes y donaires nunca asientan sobre ingenios torpes. Ensáñate contra los vicios y nunca satirices a las personas, que el oficio de murmurador es infame y peligroso.

Si estos consejos guardas, yo te aseguro, hijo mío, que vivirás honrado y de todos querido, que tus palabras serán acatadas como un oráculo, y que en torno tuyo se respirará una atmósfera de veneración, de pureza y de sabiduría. Te respetarán tu esposa y tus hijos, y cuando atravieses las calles, dirán las gentes señalándote con el dedo: «Ved ahí un hombre virtuoso y sabio. ¡Ojalá que algún día le imiten nuestros hijos!»

Y si por acaso la envidia y la injusticia de los hombres te disparan sus ponzoñosos dardos, no por eso desmayes, querido Jimeno, que la virtud y la verdad no han menester más que a sí mismas para que sean estimadas sobre todas las cosas, porque sería vileza aguardar de ellas la reputación por paga. Semejantes a los que sirven a los príncipes por la esperanza de premios y honores son los que obran el bien llevados de miras mundanas. Ellos no sirven sino al demonio del interés, origen de la falsa virtud, de la sabiduría falsa y verdadera fuente de todos los crímenes.

Atentamente estuvo escuchando el joven las discretas razones del anciano, y no pudo menos de admirar la bella índole y la profunda ciencia del que le había dado el ser.

-Querido padre, -dijo-; yo os prometo guardar en mi memoria todos vuestros sabios consejos y esforzarme por practicarlos.

En seguida Jimeno, por orden de su padre, sacó los manuscritos del lugar en que se hallaban ocultos.

-¡Cuánto siento, -dijo el trovador-, no despedirme del misterioso caballero, que tantos beneficios nos ha dispensado!

-Efectivamente que es sensible; pero no sabemos a punto fijo cuándo volverá.

-¿Y quién es? ¡Tengo tantos deseos de saberlo!

-Es un secreto que no me pertenece. Algún día lo sabrás, hijo mío.

Jimeno suspiró e hizo un gesto de resignación.

-Abrázame, hijo de mi alma, y nunca te olvides de tu amoroso padre, que por momentos queda aguardando tu vuelta. ¿No es verdad que volverás pronto?

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Capítulo XXXIII

-Os juro volver todo lo más pronto que me sea posible, -dijo el joven poniéndose encendido y bajando los ojos.

El mancebo y el anciano se dieron un estrecho abrazo, y ambos lloraban.

Al fin don Gonzalo dijo:

-Llueva sobre ti, amado hijo mío, el rocío saludable que esparce el Señor sobre sus escogidos.

Y en seguida el venerable anciano echó su bendición al joven, que partió sin pérdida de tiempo.

De cómo llegó a noticia del misterioso templario la fuga de Elvira con Castiglione

En el fondo de un valle, rodeado de un espeso bosque de encinas, veíase un ancho pilar. En torno de la fuente podían contarle hasta unos veinte hombres, que sentados en el borde del pilón, tenían del diestro a sus caballos. No dejaba de ser alarmante la catadura de nuestros personajes. En rigor no podía decirse que fuesen ladrones exclusivamente; pero ni tampoco soldados, por más que su atavío tuviese mucho de belicoso y espantable. Eran aquellos hombres una especie de condottieri, que lo mismo servían para desbalijar a un honrado caminante, que para alistarse bajo las banderas del rey y pelear contra los moros, sin otra mira política ni religiosa, que la esperanza de un rico botín. También (y esto sucedía con mucha frecuencia) solían servir a los señores feudales en las rencillas y disputas que entre sí tenían de continuo, diferencias que en aquella época, casi siempre se decidían por la fuerza de las armas. Se comprende muy bien que nuestros caballeros preferían constantemente a los señores feudales que con más largueza remuneraban sus servicios, sin que a aliados de tal estofa se les diese un ardite de que la causa por ellos defendida estuviese o no de acuerdo con las leyes de la equidad o la justicia. La mayor parte de aquellos paladines pertenecía al número y a la clase de los hidalgos, hijos pródigos que habían disipado alegremente su fortuna, o bien hijos avaros que no habiendo tenido nunca patrimonio, trataban de adquirírselo con sus rapiñas, a la manera que los andantes caballeros, con sólo el brío de su fuerte brazo, intentaban conquistar alguna ínsula o ciudad famosa. Es de saber que durante muchos siglos la hidalguía y la pobreza caminaron siempre juntas como hermanas, por más que los hermanos fuesen la causa de esta asociación nada apetecible. Queremos decir que los primogénitos, llevándose toda la hacienda de la casa, dejaban a los demás hermanos, como suele decirse, a la luna de Valencia, e inundaban al mundo de segundones, y si bien muchos de ellos buscaban un honroso refugio en la milicia o en la Iglesia, también no pocos se daban a correr tierras, buscando aventuras, rompiendo, rajando, desmintiendo, acuchillando y haciendo patente a todo el mundo que no conocían más leyes ni fueros que los de su voluntad y gusto.

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Era al caer el sol, y la tarde estaba apacible y serena. Toda la naturaleza respiraba plácida calma y dulce melancolía. Los bandoleros no parecían indiferentes al encanto seductor de esa hora misteriosa del crepúsculo, hora melancólica como una tumba, pues entonces muere el día.

La actitud de aquella tropa demostraba harto evidentemente que allí se hallaban aguardando o las órdenes de su capitán o el resultado de otro cualquier acontecimiento. El que de todos parecía jefe, estaba dotado de maravillosa hermosura, y era tan joven, que de seguro no llegaba a los veinte años. Era su estatura más bien pequeña, negros rizos caían profusamente sobre su espalda, y en todos sus movimientos se notaba un aire tan distinguido, que no podía menos de llamar la atención y despertar la curiosidad. Aunque imberbe y lleno de gracias juveniles, el rostro del mancebo revelaba una firmeza extraordinaria y una extremada vivacidad, que más particularmente se manifestaba en sus ojos, negros como el azabache y brillantes como carbunclos. El joven, después de cambiar algunas palabras con los suyos, alejose un buen trecho de la fuente e internándose por el bosque como a una milla de distancia, llegó a un lugar en que ya los árboles estaban menos espesos, y por el que se deslizaba mansamente, como una sierpe de plata, un cristalino arroyuelo.

Tendió el joven la vista en torno suyo, como si por aquellos parajes aguardase ver alguna persona que de antemano le debiese estar esperando. Ya las primeras sombras de la noche extendían su negro manto sobra la faz de la ancha tierra y algunas estrellas comenzaban a brillar en el firmamento, proclamando con elocuente y sublime lenguaje la gloria del Criador. El bandido sacó un rico cuerno de caza, que, pendiente de un cordón de seda y oro, llevaba al pecho, y aplicándolo a sus labios, lo sonó por tres veces. Como evocado por el poderoso conjuro de una maga, apareció en el instante mismo un hombre que estaba oculto detrás de un altozano.

-A fe que creí que te habías ya marchado, mi querido Garcés, -dijo el joven.

-No, amada Aldonza; todavía no ha venido, y por esta razón no he ido ya a reunirme con los nuestros.

Por ciertos ademanes, y más particularmente por el metal de la voz, se habría deducido al punto que el joven de pequeña estatura, que parecía el jefe de los bandoleros, pertenecía al sexo femenino. Esto habría notado cualquier observador por poco lince que fuese; pero de seguro se habría confirmado en su primera opinión desde el momento en que hubiese oído pronunciar el nombre de Aldonza.

-¿Y qué piensas hacer? -preguntó.

-Aguardar a que venga. Sólo por complacerte, estoy sufriendo este plantón y exponiéndome a las murmuraciones de nuestros compañeros. ¡Voto a bríos!

-¿Y qué quieres? El caballero a quien aguardas viene enviado por una persona a quien no podemos dejar de complacer, y a la cual yo misma le profeso un afecto ilimitado. ¡Me ha hecho tantos beneficios! ¡Me quiere tanto! Y sobre todo, mi madre le tiene un cariño tan

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sincero, que yo sería la más infame y desagradecida de las criaturas, si en esta ocasión no procurase servir con todas mis fuerzas al bienhechor de mi familia. Además, que aun cuando él fuese mi mayor enemigo, no vacilaría un instante en complacerle, aunque no fuese más que por aprovechar esta ocasión de ver a mi pobre madre y de abrazar a mi amada Elvira.

-¿Oyes? -dijo vivamente Garcés

-Si, sí, suenan pasos, -repuso Aldonza.

-Quizás será el caballero de la Muerte.

-El mismo.

-¡Dios te guarde, mi querido y valeroso Garcés! -exclamó en esto una voz varonil y simpática.

-¡Cuánto me alegro de veros, señor!

-Y el Templario, ¿no vendrá con nosotros? -preguntó Aldonza.

-Nos aguarda algo lejos de aquí.

-¿Será preciso ir a buscarle? -preguntó la disfrazada.

-Sin duda alguna, -repuso el caballero.

-Pues vamos al punto, -dijo Garcés.

-¿Están corrientes los tuyos?

-Todos están dispuestos.

-Pues al instante vamos a ponernos en marcha.

-En ese caso, aquí te aguardamos.

-Pues hasta la vuelta.

Garcés al punto se encaminó a un árbol en donde tenía arrendado su caballo, cabalgó en él, y desapareció rápidamente en dirección a la fuente junto a la cual se hallaban los bandoleros.

Pocos momentos después emprendieron su marcha los ladrones, sirviéndoles de gula el caballero de la Muerte. Según podía juzgarse por la manera algún tanto familiar con que Garcés trataba al caballero de la Muerte, no era aquella la primera vez que se habían visto. Y efectivamente, nosotros hemos tenido ocasión de averiguar, por datos muy fidedignos,

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que ambos se conocían de mucho tiempo atrás y que habían militado juntos bajo las banderas del rey don Sancho el Bravo, que tan esforzadamente se opuso contra la invasión de los Mereynidas. Gran parte de la noche continuaron su camino por desusadas sendas, hasta que llegaron al pie de un elevado monte, en donde hicieron alto. En seguida el caballero de la Muerte echo pie a tierra, entregó las riendas de su caballo a Garcés, y después de haberse orientado con seguridad del sitio en que se encontraban, contó algunos árboles sobre su izquierda y comenzó a subir por la pendiente del cerro, sirviéndole como de guía las sinuosidades y quebraduras de un regajo que descendía desde la cima. Muy poco trecho había subido el caballero por la falda del monte, cuando súbito se oyó varias veces el canto de un mochuelo. Seguramente hubiera sido difícil, aun para el campesino más experto, distinguir que aquellos chirridos eran de un hombre antes que de la nocturna ave.

-¡Gracias a Dios que habéis venido! ¿Y Garcés?

-Muy cerca de aquí aguarda con su gente.

-¡Cuánto me alegro! -exclamó el misterioso personaje, en el cual fácilmente habrá reconocido el lector al fantasma blanco, es decir, al terrible e implacable enemigo de Castiglione.

-De esta vegada el maldito calabrés va a salir asaz escarmentado, -dijo el caballero de la Muerte.

-Así lo creo, mi buen amigo; pero es preciso tomar muy bien nuestras medidas, porque el tal Castiglione, a quien Dios confunda, es hombre que lo entiende, y de seguro que él también habrá tomado sus precauciones. Todo el éxito de nuestra empresa consiste en anticiparnos al rapto que él proyecta.

-Pues gracias a Dios; que nos encontramos en el mejor camino para dejar burlados sus proyectos.

-Sí, sí, -exclamó el Templario gozoso-; vamos al punto a dar el golpe, y después vuestro paisano blasfemará y rabiará y se mesará los cabellos, sin que atine por dónde se le ha escapado su amada.

-Vamos, vamos.

En seguida el caballero de la Muerte se dirigió hacia donde le aguardaban los bandidos. El blanco fantasma siguió también al caballero, después de haber cabalgado sobre un poderoso corcel que cerca de allí tenía amarrado a un árbol. Garcés y Aldonza saludaron al Templario con muestras del más profundo respeto. Sin duda alguna, el desconocido debía ser un alto personaje. Inmediatamente el Templario se pasó a la cabeza de aquella tropa, sirviéndole de guía al través de algunos espesos bosques que solían estar interpolados por algunos dilatados valles. Ya era muy cerca de la madrugada cuando por orden del Templario detuviéronse los bandidos junto a unos setos. En seguida el Templario y el caballero de la Muerte echaron pie a tierra y se dirigieron hacia la alquería, cuyas puertas

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encontraron de par en par. Inútilmente el misterioso personaje hizo con un silbato la acostumbrada seña. Nadie respondió. Solamente llegó a sus oídos un rumor sordo que sonaba en el interior de la quinta. Confusos y aterrados nuestros caballeros estaban haciendo mil extrañas conjeturas, cuando súbito oyeron un quejido lúgubre y espantoso.

-¡Oh! -exclamó el Templario-; verdaderamente que esta alquería es una caverna de lobos.

Luego añadió, dirigiéndose al caballero de la Muerte:

-Avisad al punto a Garcés que venga con los suyos a cercar la quinta. Aquí aguardo.

Con la rapidez del pensamiento voló el caballero a cumplir esta orden. Entretanto el blanco fantasma oyó repetirse los aullidos con mayor furia, y no pudiendo contener más su impaciencia, desenvainada la espada, se precipitó animosamente en la solitaria mansión. Muy pronto acudieron los bandidos y rodearon la quinta. Cuando el caballero de la Muerte no encontró en el mismo lugar al Templario, sospechó, y no sin fundamento, que alguna desgracia le había acaecido. Entonces el caballero, seguido de Garcés y Aldonza, penetraron en el caserío; pero al tiempo de entrar vieron salir algunos bultos que se desvanecieron como sombras. Algunos bandoleros echaron lumbres y encendieron teas por orden de su capitán, operación en la cual tardaron algún tiempo. Últimamente, ya provistos de luces, se aventuraron a penetrar en aquel lúgubre recinto. ¡Cuánta no fue su sorpresa al escuchar los dolorosos lamentos del Templario! Guiados por sus tristes ecos, atravesaron el patio, cruzaron la galería y subieron la escalera, en uno de cuyos descansos o mesetas encontraron al Templario, inmóvil y triste como el genio de los dolores. Un espectáculo horriblemente sangriento se presentó a sus ojos atónitos.

-¡La casa está desierta! -exclamó el caballero de la Muerte.

-¿Y mi madre? -preguntaron a un tiempo Garcés y Aldonza.

-¡Hela aquí! -dijo con voz ahogada el Templario, señalando a los despojos que se encontraban en la escalera.

-¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Comida de lobos! -exclamó la desolada Aldonza.

Efectivamente, veíanse esparcidos por la escalera varios girones de ropas y también sangrientos despojos. Sin embargo, las fieras carniceras no habían desfigurado completamente el rostro de la infeliz anciana. Mudos de estupor contemplaban todos aquel recinto, que había sido teatro de las más crueles y repugnantes escenas. Solamente Aldonza, arrebatada del dolor más inmenso, aplicó sus labios al yerto y desfigurado rostro de la infortunada Fidela, y con voz sorda y entrecortada de sollozos y que partía el corazón, repetía sin cesar:

-¡Madre mía! ¡Madre mía!

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El lector no habrá olvidado que el Templario había dicho a doña Fidela, hablando de las desgracias de ésta, que, entre otras, había tenido la de ver a una hija suya, casada con un ladrón. Ahora bien, la susodicha hija era Aldonza, la cual, a pesar de su extraño carácter y de sus extravíos, amaba a su madre con singular ternura. Garcés, a la cabeza de los suyos, registró toda la casa y la halló completamente deshabitada. El Templario adivinó al punto todo cuanto había acaecido durante su ausencia.

-¡Oh! -exclamó con iracundo y sordo acento-. ¡Me ha ganado por la mano el infame Castiglione! ¡Ira de Dios!...

Todos los circunstantes se imaginaban que doña Fidela había sido víctima de la voracidad de las fieras, suponiendo que se hallaba sola en el caserío. De este parecer era también la triste Aldonza, que clamaba al cielo, lamentándose de su desventura. Después de algunos momentos, cuando el Templario logró serenarse algún tanto, procuró infundir a todos su misma opinión acerca de aquella catástrofe, opinión que se reducía a probar que doña Fidela había sido víctima del puñal de Castiglione, al ver éste que aquella se oponía, como no pudo menos de haber sucedido, a que Elvira se marchase con el italiano. Además, casi podía asegurarse, según lo confirmaban varios indicios, y entre otros el que las puertas estaban de par en par, el que hubiesen acudido los lobos atraídos por el olor del cadáver, lo cual era otro indicio de que Fidela había sido asesinada la noche anterior. Hechas estas explicaciones, todos se convencieron de que, por poco que hubiesen tardado, tal vez no hubieran podido encontrar rastro del horrendo crimen que allí se había perpetrado. Y como si todo esto no bastase, el Templario encontró aún otra prueba para confirmarse más y más en su primera opinión. Examinando atentamente a la luz de una tea el cadáver, conocieron que las fieras casi no habían hecho otra cosa que desgarrar los vestidos de la víctima, en cuyo pecho encontraron clara y evidentemente las tres puñaladas que le había dado Castiglione. Entretanto Aldonza permanecía con los puños crispados de ira y el corazón roído de dolor.

-¡Venganza! -exclamó de pronto-. ¡Venganza!

-Sí, -repitió Garcés-. ¡Tu madre será vengada!

-¡Busquemos a Castiglione! -exclamó el caballero de la Muerte.

-Vamos, vamos, -dijo el fantasma blanco.

Algunos bandidos, por orden de su capitán, envolvieron como mejor se les alcanzó el cadáver de doña Fidela, colocándolo de modo que pudiera ser fácilmente trasportado para darle sagrada sepultura. Al atravesar la galería, el Templario, como exaltado por un súbito recuerdo, exclamó:

-¡Venid!

Todos le siguieron a la estancia del piso bajo, en donde dijimos que se hallaba la cuna que contenía el cadáver de la encantadora niña Matilde. Entonces se presentó a sus ojos un espectáculo horrendo.

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Capítulo XXXIV

-¡Esto es lo que queda de la hija de Elvira y de Castiglione! - exclamó tristemente el Templario, señalando a algunos sangrientos despojos.

¡¡¡El fruto nefando del incesto había sido devorado por las fieras!!!

De cómo Castiglione se convirtió en el más implacable enemigo de la orden del templo

Trasladémonos al aposento principal de la solitaria torre del Tesoro. Castiglione se hallaba en compañía de un personaje que, según todas las trazas, acababa de llegar de luengas tierras. Notábase en su persona cierto aire de majestad, de dominio y de reconcentrada y sombría desesperación. Frisaba en los cincuenta años, y en su traje se notaba una mezcla tan confusa, que no hubiera sido fácil averiguar su estado o condición. Iba envuelto en un tabardo, calzaba espuelas de oro, y en uno de los sitiales inmediatos veíanse un almete y un manto como los que usaban los Templarios. Castiglione estaba en la actitud de un hombre que recibe la visita de una persona cuyas facciones no le son desconocidas, por más que en el momento no recuerde el nombre ni las circunstancias del visitante. El italiano, además, tenía en sus manos una carta e acababa de entregarle el desconocido.

-Esta carta es de Ayub, quien, según parece, se encuentra ahora en Alcalá de Henares, mientras que yo creía se había encaminado a Tánger.

-Yo conocía a Ayub de mucho tiempo atrás, y tuve la dicha de encontrarle en Alcalá. Él ha sido quien me ha informado de vuestro paradero, y felizmente para vos, no he tardado en tener el gusto de veros.

-Ha sido una casualidad, y en poco ha estado que esta noche no hubiese emprendido un viaje.

-Hubiera sido una calamidad que antes no me hubieseis visto.

-¡Una calamidad!

-Sin duda alguna.

-Explicaos.

-Si pensabais ausentaros, creo que después que hablemos un rato, os habéis de confirmar todavía más en vuestro pensamiento. ¿Adónde pensabais ir?

-Mi ausencia debía ser muy corta.

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-¿Evasivas? Vamos, lo comprendo. Claro está que no tenéis necesidad de darme cuenta de vuestros proyectos. Pero, en fin, cuando lleguéis a reconocerme, estoy seguro de que habéis de variar de conducta para conmigo.

El italiano fijó su ojo único en el caballero, procurando, aunque en vano, reconocerle.

-¿Es posible que no me conozcáis? -preguntó el recién llegado.

-¡Yo! No recuerdo haberos visto nunca...

-¿Tan desconocido estoy?... Mírame bien, Matías.

Y esto diciendo, aquel extraño personaje dejó caer una cabellera postiza que contribuía de un modo poderoso a desfigurarle completamente. Apenas el recién llegado quitose aquel disfraz, cuando al punto fue reconocido por Castiglione.

-¡Sechín de Flexián! -exclamó el calabrés como si tuviese delante de sí un espectro-. ¿Tú por aquí? ¿Es verdad o es ilusión?

-Es mucha verdad, mi querido amigo.

Ambos personajes se abrazaron con tal júbilo y ternura, como no era fácil esperar de semejantes caracteres. Es verdad que las naturalezas perversas simpatizan entre sí hasta el extremo de ser capaces de sentir cierta especie de amistad, fundada, no en la mutua estimación de las buenas cualidades, sino en el aprecio recíproco de las aptitudes más odiosas.

-¿Te acuerdas de la última vez que nos vimos? -preguntó Castiglione.

-Perfectamente. Entonces era yo prior o maestre provincial de los Templarios en Tolosa; pero después... ¿No ha llegado a tus oídos ninguna noticia de mi triste historia?

-Algo he oído; pero muy vagamente y con mucho misterio.

-Ya sabrías que me condenaron a perpetua prisión.

-Efectivamente lo supe; mas no he podido explicarme nunca cómo, ni quiénes, ni por qué te castigaron tan bárbaramente.

-Todo fue obra de nuestro gran maestre Santiago Molay, a quien Dios confunda.

-Pero cuéntame...

-Es una historia muy larga de contar.

-Así lo creo. Me has dicho que estabas condenado a encierro perpetuo, y ahora te encuentro aquí cuando menos podía pensarlo...

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-Ya ves que ese enigma no es difícil de descifrar. El verme aquí se explica muy sencillamente con decirte que me he escapado de mi prisión. Ya te informaré, cuando estemos más despacio, de la iniquidad que han usado conmigo los Templarios.

Castiglione, que tan fanático era por el brillo, y esplendor de su orden, frunció el ceño cuando de tal manera oyó hablar a Sechín de Flexián. Éste notó lo que en el interior de su antiguo amigo pasaba, mas no por eso pareció inmutarse en lo más mínimo; antes, por el contrario, continuó con voz segura y mirando fijamente a Castiglione:

-No trates, amigo mío, de defender a los nuestros; pues precisamente contigo tratan de hacer otra felonía por el estilo...

-¡Cómo! ¿Estás en ti?

-Tan cierto como te lo digo, que los Templarios de Castilla tratan de jugarte una muy mala pasada.

-¡A mí! ¿Por qué?

-Si te empeñas, no tengo inconveniente alguno en decírtelo. -Habla, habla. -Se dice que tú envenenaste al maestre provincial de Castilla don Gómez García. -¡Dicen eso. -Y otras muchas cosas más. -¿Y qué más pueden decir? -Que hiciste lo mismo con don Sancho Ibáñez. -¡Qué infamia! ¡Viles calumniadores! Castiglione, pasado su primer trasporte de cólera, se sonrió gozosamente, diciendo: -Todo eso me importa un bledo, pues antes de mucho no tendré nada que temer en Castilla. -¿Piensas acaso que vas a ser maestre? -Estoy seguro de ello. -Pues siento decirte que te has engañado miserablemente.

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-Yo bien me entiendo, y sé que no me engaño, -dijo Castiglione con aire de triunfo-. Tengo previsto muy bien todo lo que puede suceder. -¿Y no has previsto que el maestre de Castilla había de ser don Rodrigo Ibáñez? -¡Don Rodrigo! -Uno de tus enemigos más encarnizados. Grande a la par que dolorosa impresión produjo esta noticia en el ánimo de Castiglione, que inclinó la cabeza sobre el pecho, como si el golpe hubiese sido demasiado rudo para él. Al cabo de algunos momentos, dijo:

-¿Es posible, Sechín, lo que me dices? O tú has perdido el seso, o tratas de engañarme de una manera, a la verdad, muy poco diestra. ¿No conoces que si tal noticia fuese cierta, debería yo saberla tan bien como cualquiera otro?

-Eres muy presuntuoso, amigo Castiglione; no atino de dónde sacas ese privilegio de saber las noticias primero que los demás. -Yo me entiendo. -¡Siempre estás con que tú te entiendes! ¿Qué quieres decir con eso? Tal vez que tienes espías, que has prodigado tesoros entre los comendadores y otras personas influyentes para salir elegido prior de Castilla... -¿Y bien? No te lo niego. -Sería inútil. -Pero ya conocerás que yo todavía abrigo muy bien fundadas esperanzas de ser maestre de Castilla. -Ya sé que ese es tu sueño dorado. -Y será una realidad, porque yo lo quiero. -El caso está en que puedas. -¿Y acaso piensas que no lo tengo todo dispuesto de manera, que es casi imposible que pierda el triunfo? Sechín de Flexián miró atentamente a Castiglione con una expresión que revelaba cierta compasión desdeñosa. -Nunca como ahora me he convencido de una gran verdad.

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-¿Cuál es? -preguntó el italiano. -Que los hombres más discretos y astutos salen airosos en sus empresas, por difíciles que sean, siempre que tengan libre y desembarazada su inteligencia de pasiones muy fuertes; pero, por el contrario, cuando el afán de posesión, cuando algún deseo vivo y enérgico se apodera de ellos, en este caso los hombres más astutos se tornan imbéciles y necios. Mucho pesar me causa el hablarte en estos términos; pero, amigo Castiglione, en esta ocasión reconozco que te ha abandonado tu destreza acostumbrada. -A fe mía que tomas un tono tan magistral, que ya me cansa. -Siempre es amargo oír verdades. -Pero veamos, ¿qué es lo que encuentras de reprensible en mi conducta? ¿Por qué juzgas desatinados e inoportunos los medios que he puesto en práctica para conseguir mis deseos? Todavía es tiempo de enmendar cualquiera yerro. -El caso es que la cosa ya no tiene enmienda. ¿Cuántas veces te he decir que a estas horas ya es maestre de Castilla don Rodrigo Ibáñez? -Repito que yo debía saberlo, -dijo Castiglione más pálido que la muerte. -¿Y por qué? -Porque no me han dado aviso para asistir al capítulo. -Pues he ahí lo que debías saber, que el capítulo se ha verificado sin necesidad de tu asistencia. -¡Eso es imposible! ¿Me querrás hacer creer que no han contado con la asistencia de todos los caballeros de las Casas de Castilla para la elección del nuevo maestre? Según las prácticas establecidas, y conforme el espíritu de nuestra regla, para tales actos deben reunirse todos los caballeros. Lo contrario es una injusticia, de la cual yo mismo me quejaré al gran maestre. -Es que también la elección se ha verificado con toda legalidad, es decir, que en nada se ha contravenido a la regla. -Si tal dices, me atrevería a jurar que nunca la has leído. -Y yo te probaría lo contrario, recitándote de memoria el artículo que trata de esta cuestión... Óyeme: «No siempre mandamos llamar a todos los hermanos a consejo, sino a aquellos que se conocieren próvidos e idóneos: cuando se tratare de cosas mayores, como es el dar tierra, o de conferenciar del Orden, o de recibir a alguno, entonces es competente llamarlos a todos, si al maestre pluguiere; y oídos los votos del común cabildo, se haga por el maestre lo que más convenga». ¿Ves cómo he leído nuestra regla y la sé de coro? -añadió Sechín de Flexián con aire triunfante.

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-Ahora te digo otra cosa peor, y es que la recitas de memoria y no penetras su sentido. -¡De veras! Yo, que he sido prior de Tolosa nueve años, ¿no entiendo la regla de la orden del Templo? Vamos, querido Castiglione; explicame tú él sentido del tal artículo: yo escucharé tu decisión como si fueses un Santo Padre. -Ya verás cómo te convences. Tratándose aun de las cosas más importantes, dice la regla que se reúnan todos los hermanos; pero añado que si al maestre le pluguiere. -Así es la verdad. -Ahora bien, -continuó Castiglione-; en las actuales circunstancias no tiene aplicación alguna este artículo, supuesto que tales reuniones no son provocadas por el maestre, en cuyo caso, no puede tener lugar la preferencia de estos o aquellos caballeros para que asistan a los capítulos. En una palabra, no habiendo maestre, no puede suceder que le plazca dar aviso a unos y olvidará otros. -¡Ah, buen Castiglione! Todas esas son salidas de italiano, y no te han de valer tus astucias. Dices que ahora no hay maestre, y en eso te equivocas en gran manera. A falta de maestre, ya sabes que ocupa su lugar el comendador más antiguo, o por mejor decir, éste es el que preside los capítulos, y que una decisión de los comendadores tiene tanta o más fuerza que si fuese una orden del maestre... -Pero en la regla no hay ningún artículo que así lo exprese formalmente. -Aún cuando eso sea verdad, no lo es menos el que tales son las prácticas establecidas, y que tienen el mismo vigor que un artículo de nuestras instituciones. En resolución, mi querido Castiglione yo te aseguro que me consta que ha sido electo don Rodrigo Ibáñez. El moro Ayub, que sin duda sabe hasta qué punto tenías interés en recibir noticias de esta especie, me ha encargado te lo comunique así, y aun otras cosas de mayor importancia. -¡De mayor importancia! -repitió absorto Castiglione. -Se trata nada menos que de perder la cabeza. -¡Cáspita! ¿Te ha dicho eso Ayub? -Precisamente este ha sido el asunto principal de que me encargó te hablase. Durante largo rato el calabrés permaneció confuso y demudado, a causa de las desagradables nuevas que Sechín de Flexián le comunicara. -¿Y cómo se ha verificado esa elección?

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-Habiéndose reunido todos o casi todos los comendadores de Castilla, designaron a los caballeros que habían de asistir al capítulo que acaba de celebrarse, y que ha tenido por resultado la elección de don Rodrigo Ibáñez. -¡Voto a Hugo de Paganis! ¡No haber yo sabido nada! -No es extraño, si se atiende a que el capítulo se ha celebrado a gran distancia de aquí. -¡Oh! ¡Si yo hubiera sabido esa trama de los malditos Ibáñez!... -¿Qué habrías hecho? -Me hubiera hallado en Alcalá, y entonces tal vez hubiera impedido esa elección. -¡En Alcalá! -Sí, sí, yo hubiera sido capaz de variar la resolución del capítulo. -¡Pero si el capítulo se ha celebrado en Ponferrada! -¡Ahora lo comprendo todo! -exclamó Castiglione con voz dolorida; pero su rostro tenía tal expresión de ferocidad, que causaba espanto-. ¡Me han vencido! -murmuraba con voz sorda e iracunda-. ¡Me han vencido! ¡Me han vencido los Ibáñez!... ¡Malditos sean! -Pues no es lo peor que te hayan vencido en el asunto del maestrazgo. -¿Puede haber otra cosa que me sea más sensible? -Te lo repito: con esta desgracia has olvidado que te cercan otras mayores. Ya te he dicho que tu cabeza peligra. Don Rodrigo Ibáñez y todos sus deudos, así como también los de don Gómez García, tratan ahora de descargar su cólera sobre ti, supuesto que te acusan de no sé qué cosas de envenenamiento... En fin... tú sabrás lo que sobre eso hay. Cien rayos que se hubiesen desplomado sobre la torre no habrían aterrado tanto a Castiglione como la noticia de que los mismos Templarios trataban de proceder contra él, acusándole de horrorosos crímenes. -¡Es posible! -exclamó al fin-. ¿Es posible que a tanto se atrevan los Templarios? -Descuídate y lo verás; por lo menos te condenan a un encierro perpetuo, si es que no te dan un tósigo para de este modo vengar a esos maestros envenenados, según dicen, por tu mano. -¡Sechín de Flexián! -Amigo Castiglione, yo no hago más que repetir lo que me han referido.

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Y así diciendo, Sechín de Flexián clavaba sus ojos penetrantes en el italiano con una expresión maligna. Castiglione observó aquella maliciosa sonrisa, y entonces cruzó por su mente una sospecha. -¿Si se habrá convertido Flexián en un sicario de mis enemigos? Sechín adivinó este pensamiento de Castiglione, y por lo tanto se apresuró a convencerle de que se engañaba. -No juzgues temerariamente, mi caro amigo; te ruego que deseches tus recelos y temores, y que te acostumbres a ver en mí otra víctima del resentimiento de los Templarios. Así, pues, aun cuando no fuera por razones de simpatía y amistad, todavía nuestro interés propio, nuestra seguridad individual nos ponen en el caso de asociarnos para combatir a nuestro común enemigo. Castiglione pareció dar grande importancia a las razones de Sechín de Flexián, y por consiguiente creyó encontrar en él un firme aliado contra sus enemigos y un coadjutor inteligente para llevar a feliz cima sus proyectos. -¡Oh! -exclamó el italiano con feroz sonrisa-. Yo pudiera vengarme de una manera la más cruel y sensible para la orden... Yo pudiera... De pronto el calabrés se detuvo, y su rostro tomó una expresión verdaderamente afligida. -¡Ay de mí! -exclamó-. Yo, que tanto me he desvelado por el acrecentamiento y esplendor de la Orden del Templo, me veo ahora perseguido por los mismos Templarios. -En este mundo, amigo mío, casi siempre se pagan los beneficios con ingratitudes. A mí me ha sucedido exactamente, lo mismo que a ti. No solamente en las batallas he prodigado mi sangre por el brillo y honor de nuestra milicia sino que también en las cortes y en los palacios he manejado asuntos muy espinosos con el mayor tino, y que, sobre todo, han sido de gran provecho para nuestra Orden... Y sin embargo, heme aquí ahora, pobre y fugitivo, y temblando a cada instante no sea que encuentre en mi camino alguno de mis correligionarios que piense hacer una grande hazaña prendiéndome y entregándome a disposición de la Orden. Cinco años he vivido en la prisión más espantosa, sin más alimento que pan y agua, sin más lecho que el mármol del pavimento, sin ver a nadie más que a un carcelero inexorable, sordo a mis quejas y mudo para consolarme, sin luz en una oscuridad cavernosa, en una noche interminable como la eternidad y amarga como la desesperación, separado del mundo de los vivos sin esperanza... ¡Cinco años! ¡Oh! Yo he vivido cinco años en una tumba... Al salir de mi calabozo, yo he experimentado una emoción semejante a la que experimentarán los muertos el día de la resurrección... ¿Y quiénes han sido mis enemigos, mis carceleros, mis verdugos? Los Templarios. ¡Ira de Dios! Los Templarios. ¡Quién había de decirlo!... Mas, yo te juro, por mi nombre, que ya que he conseguido escaparme de mi prisión de una manera casi milagrosa, yo juro que he de tomar también una venganza atroz, cruel, inaudita, inmensa como mi agravio y mis dolores. ¡Oh Dios del cielo y de la tierra! ¡haz que luzca para mí el día anhelado de la

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venganza, que yo pueda saciar la hidrópica sed de mi furor en mis cobardes enemigos, y entonces yo iré gozoso, aunque el infierno abra sus puertas para recibirme! Calló Sechín de Flexián; pero sus ojos lanzaban chispas, y sus puños crispados y su respiración anhelante y todas sus facciones horriblemente contraídas le hacían parecer al genio destructor de las venganzas. Aquel furor satánico se comunicó a Castiglione como por un contacto eléctrico. El rostro del italiano estaba también centellante de furor, y en su ojo de cíclope podían leerse mil sanguinarios proyectos, mil deseos destructores, mil desastres. -Por eso he venido a buscarte, -continuó Sechín de Flexián-; porque tú y yo hemos de ser los Hércules que ahoguemos en nuestros poderosos brazos esta nueva hidra que a sí misma se muerde, porque, intenta, devorar hasta a los mismos suyos. Sí, sí, -exclamó Castiglione-; supuesto que tratan de ofendernos, demostrémosles que tan buenos como hemos sido para acrecentar su prestigio y riquezas, tan terribles seremos ahora para aniquilarlos. -La ocasión no puede ser más propicia, y nosotros debemos aprovecharla. -¿Qué quieres decir? -Los Templarios tienen muchos y poderosos enemigos; nuestras ocultas ceremonias han dado ocasión y pábulo a mil hablillas entre el vulgo, que nos mira con horror más bien que con respeto; la prosperidad y riquezas de la Orden son miradas con envidia por muchos grandes señores y reyes, si bien disimulan su despecho; pero entre todos, el que más dispuesto se encuentra a dar un golpe mortal a la orden del Templo es el rey de Francia... Sechín de Flexián, al llegar aquí, bajó la voz, como si temiera que las paredes mismas pudiesen oírlo. -Y de orden del rey Felipe, -continuó-, vengo a tratar de estas cosas contigo y con todos los que estén dispuestos a hacer la guerra a los Templarios, guerra que por ahora tiene que ser subterránea, pero incansable, hasta que llegue el día en que la Orden pueda ser herida de muerte. -¡De veras! -exclamó Castiglione-. ¿Podremos contar por un aliado nuestro al rey de Francia? -Sin duda alguna. -¡Oh! Cuéntame todo lo que haya. -Todo vas a saberlo. -Pero ante todas cosas, -dijo Castiglione-, deseo vivamente que me refieras la causa de tu prisión, y de qué modo has conseguido evadirte de ella.

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-Es una historia tan lamentable como extraordinaria. Mientras que Sechín de Flexián se ocupaba en referir a Castiglione sus raras aventuras y el origen del encono que el gran maestre abrigaba contra él, tenía lugar en la misma torre otra escena que no conviene pasar en silencio para la mejor inteligencia de nuestra historia. En un aposento situado en el piso bajo de la torre, y junto a la puerta, encontrábanse dos esclavos que, a juzgar por su traje, tanto parecían moros como cristianos, supuesto que su atavío era una mezcla en que por iguales dosis entraban las galas morunas con el cristiano ropaje. Ambos conservaban el indispensable turbante y la característica barba, dado que estaban envueltos en negros mantos que por lo raídos probaban elocuentemente haber pertenecido en sus tiempos mejores a los armigueros del Templo. Aquellos humildes personajes habitaban de continuo en la torre, y estaban siempre dispuestos a obedecer las órdenes de su señor. El uno de ellos parecía tener como unos cuarenta años, y aun cuando de tez casi bronceada, notábase en su fisonomía un no se qué de humilde y bondadoso, de melancólico y reflexivo. El otro esclavo era joven de veinte años, alto, delgado, moreno, vivaz, ligero como un corzo y un sí es no es atolondrado. Los dos esclavos estaban sentados en torno del hogar y departiendo amigablemente al amor de la lumbre. Según podía deducirse de su coloquio, no eran ellos exclusivamente los que en aquella torre estaban destinados al servicio de Castiglione, el cual, como procurador de la Encomienda, podía valerse de los demás esclavos de la casa, y aun de los armigueros, salvo el permiso de sus respectivos señores. -¿Y qué dices de estas cosas, Ismael? -preguntaba el más joven. -¡Vive Alá, que los cristianos son asaz marfuces! -¿Quién será el pajarraco que está hablando con nuestro amo? ¡Tiene mala traza! -Me parece que ese caballero no es español. -¿Será tal vez compatriota del señor Castiglione? -Según he podido juzgar de su acento, por las pocas palabras que le he oído, ese caballero es francés. -¿Y qué estarán tratando? -No será nada bueno. -¿Vendrá tal vez ese caballero en busca de la dama? -¿Quién sabe? -Si tal es su intención, mal le ha salido el viaje, pues la garza ya no está en el nido. -La tal señora es dura como una piedra. Apenas descansó algunas horas, cuando ya se puso otra vez en camino

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-Y según parece, el señor Castiglione no ha querido que nos enteremos del sitio en que ahora pretende ocultarla. -Desde la alquería hasta aquí no tuvo inconveniente en que la escoltáramos; pero ahora... ¿Y adónde la habrá enviado con el bueno de Mendo? ¡Tiene cara de traidor! -Esas gentes son las que privan. Nuestro amo le ha dado un gran talego de oro, y a nosotros... -¡Cómo ha de ser! ¡Nosotros somos esclavos! -Pero aun así y todo, podíamos hacernos respetar. -¿Estás en ti? -Yo bien sé lo que me digo. Si el señor de Alconetar supiese... -¿Quieres que te cuelguen de una almena? -Algunas veces me dan unas tentaciones... -¡Calla, desventurado! -¿Tampoco hemos de poder hablar? -¡Por Alá, que tienes gana de que te corten la cabeza! -¡Estoy tan cansado de esta vida!... -Otros hay que padecen mucho más que nosotros. ¿Ves tú al señor Castiglione? Pues ya daría él todas las riquezas que se encierran en esta torre por conseguir un sueño tan tranquilo como el tuyo. -He ahí una cosa que no te niego... ¡Si vieras, Ismael, cómo se asusta el señor Castiglione siempre que baja al subterráneo!... Ya sabes que me mandó acompañarle esta noche cuando bajamos a la sala de los aparecidos, y... ¡qué miedo! El esclavo se detuvo como horrorizado. -Vamos. ¿Qué viste? -Aquella pintura que hay sobre la puerta, que representa la cabeza de un monstruo, parecía moverse al resplandor de la luz... De pronto el señor Castiglione dio un grito y se quedó inmóvil y pálido como un muerto, mirando... mirando a la terrible figura... A mí se me erizaban los cabellos solamente de verlo...

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-¿Y no dijo nada? -Balbuceó algunas palabras como si murmurase una oración. -¿Y permaneció mucho tiempo así?

-Bastante rato; pero al fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se adelantó hacia la habitación en que ya le aguardaba la dama...

-¡Oh! -interrumpió Ismael-; aquella habitación ha sido teatro de grandes crímenes... -Perpetrados sin duda por el señor Castiglione; porque al entrar allí se puso tan turbado, que creí se iba a desmayar. Por fortuna, se detuvo muy poco, ordenando al punto que la señora siguiese a Mendo, con el cual estuvo hablando largo rato el señor Castiglione... ¿Adónde habrán conducido a la dama? -Ellos tomaron la dirección de Alconetar. -¿Si la habrán llevado al convento de Marién de la Luz? ¡Estaría gracioso el lance! -Tal vez hayas acertado. -¡Maldita torre! ¿Sabes que tengo miedo de habitar en ella? Cuando han venido aquí los armigueros de la Encomienda, les he oído decir que en esta mansión hay duendes. -Y tú, ¿qué dices? -Creo que tienen razón los cristianos. Dicen que se suele aparecer un fantasma blanco: yo no lo he visto; pero he oído muchas noches unos suspiros y lamentos tan tristísimos, que me han helado de pavor. -¿Y en dónde has oído tan siniestros rumores? -En todas partes; no parecía sino que la voz iba volando aquí y allá como una mariposa al través de las tinieblas de la noche. Pero más particularmente he oído ayes angustiadísimos algunas veces que he bajado a los subterráneos; y en otras ocasiones he oído también siniestros rumores en el aposento del señor Castiglione... ¡Qué horror!.. Yo, por mi parte, digo que creo en los duendes y en las fantasmas de que hablan los cristianos. Sonriose Ismael oyendo hablar de esta manera al joven Alí. -¿No puede suceder que haya fantasmas y duendes en esta tierra, así como en la nuestra hay genios y hadas? Con estas palabras Alí pretendía hacer una reconvención a su compañero para que éste en adelante evitase sus incrédulas sonrisas.

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-Tú no sabes la verdadera causa de esos lamentos que dices. En todas partes, hijo mío, en todas las regiones, el crimen siempre vela y nunca goza de las gratas dulzuras del sueño. También, sin embargo, no goza de sueño tranquilo el lloroso infortunio que en el silencio de la noche se ocupa de verter sus amargas lágrimas... Esta torre maldita es a la vez la mansión del crimen, de la inocencia y de la desgracia. En el subterráneo hay seres vivos condenados a habitar como los muertos en una tumba; y en la sala del bafomet se han cometido crímenes espantosos... Esta misma noche hace dieciocho años que allí fue asesinada una hermosísima dama. -¿Y qué crimen había cometido? -Amar al señor Castiglione. -¿Acaso fue él su asesino? -Él mismo fue el verdugo de su amada. -¡Maldito tuerto! -refunfuñó Alí. -Te voy a contar esta historia, y verás hasta qué punto tienes razón al decir que, como los cristianos, crees firmemente en la existencia de los duendes y fantasmas. Yo también les he oído hablar muchas veces a los armigueros de no sé qué cosas acerca de la resurrección de los muertos. Sobre esto, lo digo francamente, mis ideas no están muy claras; pero lo que sí sabré decirte es que yo mismo he visto cosas tan extraordinarias, que creo firmemente que los muertos resucitan y que desde el otro mundo, vienen a visitar a los vivos... En fin, yo no puedo dejar de creer en eso que los cristianos llaman milagros. -¿Y qué son milagros? -preguntó Alí. -Una especie de sucesos que tienen lugar tan fuera de las vías comunes, que no pueden atribuirse sino a la voluntad directa del poderoso Alá, y que causan admiración y espanto a los mortales. -Te ruego, mi querido Ismael, que me cuentes sin dilación esa historia maravillosa. El buen Ismael atizó el fuego, y en seguida tomó la actitud meditabunda de un hombre que procura evocar en su memoria y coordinar en su mente sucesos ocurridos en una fecha remota. Luego dio comienzo a su historia de esta manera: -Desde muy joven caí en manos de los Templarios y me trajeron a Italia, en donde estuve algunos años en una Encomienda de Calabria al servicio del señor Castiglione, que a la sazón era muy joven. Luego vine a España, y nunca me he separado de don Matías desde que vino a habitar esta torre. En los primeros tiempos de nuestra residencia aquí, trabó nuestro amo grande amistad con un caballero español que vivía en Jaraicejo. En aquella época, el señor Castiglione vivía frecuentemente en la Encomienda, y también muy a

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menudo iba a visitar a su amigo. Al cabo de algún tiempo cambió completamente de conducta, habitando en esta torre con tanta obstinación, que nunca y por ningún motivo era posible hacerle pasar una noche fuera de esta mansión. La causa de este cambio repentino fue que se enamoró de una dama a la cual había traído secretamente aquí, ocultándola en la sala del bafomet... -¡Qué miedo! -exclamó Alí. -Una noche, -continuó Ismael-, subió el señor de Castiglione pálido y turbado a su aposento, sentose en un sitial junto a la cabecera de su cama, y así permaneció largo rato con actitud meditabunda. Al entrar en su habitación me había llamado con voz breve e imperiosa; acudí prontamente; pero como después no me dirigió la palabra, yo había permanecido inmóvil en medio de la estancia y contemplando a Castiglione, el cual de pronto, saliendo de su distracción, púsose en pie de un salto, y con voz atropellada y ademán desatentado me dijo: «Ismael, toma esta llave y baja al punto a la sala del bafomet, y toma en hombros un arca que allí encontrarás; la sacas al campo sin perder tiempo, la arrojas al río Almonte, que pasa por aquí cerca... Anda, vuela, no te detengas ni un instante; es preciso, que todo quede concluido en esta misma noche». Yo no sabía qué pensar de semejante turbación, ni mucho menos podía adivinar el motivo de una orden tan intempestiva. Sin embargo, comprendí que de algún siniestro acontecimiento se trataba, supuesto que había observado que el manto del señor Castiglione estaba todo salpicado de sangre. -¿Y tú, qué hiciste? -Obedecer a Castiglione, el cual añadió: «No te detengas, Ismael; obedece pronto, si no quieres que te cuelgue de una almena; sírveme bien, y yo recompensaré espléndidamente tus servicios». Provisto de una lamparilla que destellaba una luz opaca, me encamine al subterráneo y penetró denodadamente en la funesta habitación. ¡Qué horror!... En la alcoba veo una figura con cabellera de sierpes y con un rostro disforme, que estaba sobre un pedestal. Aquella figura es el ídolo horrible a que los Templarios tributan una adoración misteriosa... Me aproximo al arca de oloroso cedro, que estaba abierta. A la luz de la lamparilla pude distinguir un cadáver; retrocedo horrorizado, piso una cosa blanda, y la curiosidad me hace recoger aquel cuerpo extraño que había sobre el pavimento. ¡Cosa inaudita! Lo que yo había pisado era una mano, una mano ensangrentada que parecía salir de las entrañas de la tierra; yo me turbo y permanezco algunos instantes inmóvil y contemplando aquella mano, que parecía aún crisparse de furor. Súbito salgo de mi enajenamiento, oigo a mi espalda una voz que grita: ¡asesino! ¡asesino! Vuelvo el rostro, y me encuentro frente a frente con una dama. Aturdido de terror, huyo de aquella maldita estancia y me precipito hacia las lóbregas galerías del subterráneo. Perplejo, confuso, ahogado en tinieblas, no sé adónde voy ni en dónde me encuentro. ¡Qué angustia, poderoso Alá! Me había dejado la lamparilla en el aposento del bafomet, y me era imposible atinar con la salida para subir a dar aviso a Castiglione. Gran parte de la noche anduve perdido por aquellas interminables galerías, sin encontrar en torno mío más que las frías piedras de los muros o la impalpable oscuridad. De pronto me creí trasportado a un círculo extenso, supuesto que por ninguna parte alcanzaban mis manos a tocar los límites. Vagaba en todas direcciones sin encontrar puertas ni paredes, y cada vez el piso era más húmedo, más

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terrizo, más fangoso. Repentinamente oí una voz lejana que exhalaba doloridos ayes, una voz que salía de los cimientos de la torre; yo creí que eran los espíritus del otro mundo, y... ¡lo creo todavía! Ismael guardó silencio algunos momentos, como si permaneciese abismado en los recuerdos de su espantosa aventura. Alí le miraba con ojos atónitos. -¿Y cómo saliste de allí? -preguntó. -Después de haberme serenado algún tanto, traté de orientarme, y por último conseguí atinar otra vez con la puerta de la siniestra estancia. Entro y hallo encendida la lámpara que pendía del techo, mas en vano busco la que yo había llevado. Registro la estancia por todas partes, y nada ni a nadie encuentro; me dirijo al retrete del ídolo, y nada veo, sino la horrible escultura; miro en el fondo del arca, y ¡oh sorpresa! estaba vacía. -¡La muerta había resucitado! -Sí. -Pero sepamos, ¿qué dijo el señor Castiglione? -Descolgué la lámpara y subí a dar cuenta a nuestro amo de todo lo que me había acaecido. Castiglione, sin desnudarse, se había reclinado en su lecho, y parecía aletargado. A mis reiterados llamamientos despertó por fin, y mirándome con ojos extraviados, me preguntó: «¿La echaste al río?» Cuando le referí el suceso, se quedó como estúpido. Luego de pronto gritó con una voz que resonó como una campana: «Tú me engañas, infame». E hizo ademán de sacar la espada para darme la muerte. Pero luego debió reflexionar, y como cambiando de resolución me dijo: «Vamos allá». Bajamos segunda vez, y después que se hubo cerciorado de la verdad de cuanto yo le había dicho, cerró la puerta y guardó la llave... -¿Y no volvió más a examinar la estancia? -preguntó Alí. -Desde entonces no ha vuelto a abrirse aquella puerta hasta anoche, en que la funesta habitación sirvió de refugio a la dama que trajimos de la alquería. -Es una historia... -¡Silencio! -exclamó Ismael-. ¿No has oído? -¡El qué! -Que nos llama el señor Castiglione. Así era la verdad.

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El italiano y el francés habían terminado su conferencia, adoptando de común acuerdo la resolución irrevocable de hacer la guerra a la orden del Templo. A la misma hora en que tenían lugar estas escenas en la torre que habitaba el italiano, salía de Jaraicejo una cabalgata compuesta como hasta de veinticinco jinetes, a cuya cabeza iban cuatro personajes que tenían muy grande interés en penetrar en la torre de los Templarios. -¿Os encontráis mejor? -preguntó el caballero de la Muerte. -Algo más aliviado me encuentro; pero son tan crueles los dolores que me atormentan, que difícilmente puedo sostenerme a caballo. Sólo el deseo de recobrar a Elvira puede prestarme valor. El que así hablaba, entrecortando sus palabras con sordos gemidos, era el fantasma blanco. -A fe, señor, que hemos sido desgraciados. Vuestra caída nos ha hecho perder un tiempo precioso; no parece sino que el mismo diablo, a la mejor ocasión, se entromete en los asuntos de más importancia. ¡Miren a qué hora ha ido a espantarse vuestro caballo!... ¡Y gracias que habéis escapado con la vida. ¡Vamos, si el maldito animal dio una revolandeta tan súbita, que no parecía sino que le habían puesto alas! En un tantico estuvo que no caísteis por el precipicio, que entonces... ¡adiós mi dinero! antes saltan los sesos que el polvo. -¡Verdaderamente ha sido un milagro! -exclamó el contuso caballero. -¿Y creéis que encontraremos en la torre al infame Castiglione? -preguntó con voz breve e iracunda Aldonza. El Templario suspiró. -¿Lo dudáis tal vez? -Sí, lo dudo, -respondió el caballero. -Anoche debieron llegar a la torre. -Ya debía ser de madrugada. -¡Nosotros hemos perdido tanto tiempo! -Apenas nos hemos detenido, -dijo Garcés-. ¡Qué diablos! ¿Significan algo dos horas que habéis tardado en reponeros algún tanto? Lo primero de todo es vivir. -Sin embargo, esas dos horas pueden hacernos falta.

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-El mal ha estado, -observó el caballero de la Muerte-, en que no podía verificarse nuestro proyecto en vuestra presencia, supuesto que nosotros ignoramos las ocultas entradas de la torre. En esto arribaron nuestros jinetes a una extensa llanura. -¡A escape! -gritó el Templario. -¡A escape! -repitieron todos, perdiéndose en la oscuridad como una legión de sombras... Pero volvamos a la torre de los Templarios. -¡Ismael! ¡Alí! -llamó Castiglione. Presentáronse los esclavos. -Ensilla al punto los dos mejores caballos, -dijo a Alí. Y volviéndose a Ismael, añadió: -Y tú lleva al punto esta carta a la Encomienda, y entrégasela a don Lope de Haro. Cada uno de los esclavos partió rápidamente a cumplimentar las órdenes que se les habían comunicado. -Te advierto, -dijo Sechín de Flexián-, que no tenemos tiempo que perder. -Descuida, que no será mucha nuestra detención. Cuando me ausento de la torre por un día, rara vez lo participo a la Encomienda; pero como ahora, según me has dicho, nuestra ausencia será un poco más larga, me parece bien dar parte a don Lope para que envíe aquí al viceprocurador, a fin de que la torre no quede completamente desamparada. Sechín de Flexián preguntó: -¿Y las riquezas?... -¡Oh! En cuanto a eso, debemos estar descuidados; pues aun cuando todavía hay considerables tesoros en el depósito, lo más selecto y exquisito, nadie, sino yo, sabe en dónde se encuentra. Sechín estrechó afectuosamente la mano de Castiglione, y al mismo tiempo el francés guiñó los ojos de una manera muy expresiva, que hubiera podido traducirse por estas palabras: -¡Magnífico! Estamos en muy buen terreno, y es preciso convenir en que eres un hombre de provecho.

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-¿Y monsieur Nogaret nos aguardará de fijo? -preguntó Castiglione. -Es indudable, supuesto que él tiene tanto empeño como nosotros en aniquilar a la orden del Templo. En esto presentose Alí, diciendo: -Señor, ya están los caballos. -¿Ismael no ha venido? -preguntó de Flexián. -Como la hora es harto intempestiva, acaso los caballeros que estén de guardia tarden algo en transmitir mi carta a don Lope. De todos modos, hasta la diana no vendrá el viceprocurador. -¡Y le aguardaremos aquí hasta entonces! -exclamó con extrañeza de Flexián. -Nada de eso: cuando quieras podemos partir. Pocos momentos después ambos caballeros partieron de la torre. Aún no se había extinguido completamente el galope de los caballos de los dos Templarios, cuando en dirección opuesta aparecieron los bandidos. Capítulo XXXV De cómo el verdadero amor suele confundirse: con la devoción El tiempo era frío; pero la noche estaba serena y estrellada. La luna derramaba sus placenteros rayos sobre el convento de Nuestra Señora de la Luz. Ya las campanas habían tocado a silencio, y por punto general todas las monjas dormían. Sólo en una celda veíase luz y se oía el murmullo de una conversación en voz baja. La celda era de las más capaces que había en el convento, y en ella se encontraban una señora joven y una anciana. Aun cuando ninguna de las dos fuese religiosa, ambas, sin embargo, vestían las ropas monjiles. -¿Habéis hablado con ella? -preguntaba la anciana. -Sí; casi toda la tarde hemos estado juntas. -Ya habréis tenido ocasión de observar cuán hermosa es, -dijo la maligna vieja. -La he observado a mi gusto, -dijo la joven mordiéndose los labios-. ¿Y la amará él? -¿Quién lo duda?

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La joven permaneció algunos momentos pensativa, y sus ojos centelleaban de furor. La vieja contemplaba a la novicia con una expresión de feroz complacencia. -¡Oh! -murmuraba la joven-. ¡Cuán feliz hubiera yo sido, si don Guillén me hubiese amado! ¡Oh voluptuosos deseos que sedujeron mi corazón!... La nacarada tropa de los placeres, que revolaba en torno de mi frente, me precipitó en los brazos de Castiglione, pero... ¡Cuánto más deliciosamente no hubiera realizado mis aspiraciones en brazos del hermoso Lara! Y así diciendo, Elvira no pudo menos de hacer una comparación entre Castiglione y don Guillén, el uno joven y maravillosamente hermoso y el otro casi viejo y horriblemente disforme. Siempre son odiosas las comparaciones, y en esta ocasión forzosamente debía perder el italiano. Elvira era una especie de Circe, como ya el lector habrá tenido ocasión de conocerlo. Mejor aún que nosotros pudiéramos pintarla, Elvira se retrataba a sí misma con maravillosa fidelidad en estas palabras: -Los ojos necesitan recrearse con la belleza, y ¡ay de mí! ¿qué encanto puedo encontrar contemplando a un gnomo, que tal parece mi amante? Cuando el apetito de los sentidos se ha satisfecho, para reanimar e infundir a la saciedad nuevos deseos, es necesaria la belleza de las formas, la simpatía, fundada en la igualdad de la edad y de las demás cualidades físicas, deliciosas ventajas para el amor y el placer de que Castiglione se halla privado... ¡Lo conozco! En presencia de un hombre como Castiglione, la naturaleza me llevaría a él; pero estando en mi mano la elección, la naturaleza también me haría preferir al gallardo Lara... ¡Oh! Yo no puedo perdonarle sus desaires: él me ha despreciado. ¡Haber preferido a Blanca! ¿Sabes tú lo que has hecho? ¿No sabes que bajo mi cuerpo débil y delicado se encierra un alma indomable, soberbia y... vengativa? ¡Sí, sí!... ¡Yo me vengaré! Y Elvira se levantó furiosa y comenzó a pasearse por la celda, crispados los puños, candados los dientes, sangrienta la mirada y azul de ira el semblante. Elvira no parecía una mujer; diríase que era una furia. Aquella joven era la viva personificación de la soberbia, y su orgullo, herido de la manera más cruel por el desaire que creía haberle hecho el señor de Alconetar, no podía aplacarse sino por una venganza horrorosa, diabólica, inaudita. Blanca, a los ojos de Elvira, había cometido una culpa imperdonable, la de amar a Lara; y si es cierto que las mujeres jamás perdonan la rivalidad, con mucha menos razón debía esperarse que olvidara esta ofensa Elvira, que sólo tenía de mujer la figura, puesto que en su alma había un no sé qué de fiero y de satánico y rencoroso, que habría supuesto espanto al hombre más osado, siempre que le hubiera sido fácil penetrar en los infernales abismos de aquella organización aviesa y maldita, de aquel ser extraordinario que ni siquiera se acordaba del triste fin de doña Fidela asesinada por Castiglione y casi devorada por las fieras, ni tampoco turbaba su sueño ¡qué horror! el recuerdo de su propia hija. La vieja Plácida, aborto del Averno, miraba con gozo el inmenso furor de Elvira, y con sonrisa infernal pensaba: -¡Bien! ¡Muy bien! La cosa va a pedir de boca. ¡Ah, señor de Alconetar! Tú que asesinaste a mi hijo; tú que te burlaste de una pobre madre, porque te pedía su hijo, tú que me apartaste a latigazos del camino, porque te importunaba con mis quejas; tú, opulento

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señor feudal, has de conocer algún día que no siempre el fuerte puede oprimir al débil impunemente... ¡Oh! Yo te haré que conozcas, poderoso caballero, que la hormiga pisada puede también morder, y que la serpiente se arrastra y se oculta entre las flores, a la orilla del camino, para precipitarse furiosa sobre el desprevenido viajero que a la ida la pisoteó creyendo matarla... La sangre de mi hijo, don Guillén, caerá sobre tu cabeza; tú me quitaste a mi hijo, yo también heriré de muerte todo lo que tú ames... te arrebaté a Elvira, y... mataré a Blanca... El plan está bien concebido; pongámoslo por obra al instante, y no embotemos su mortífera eficacia con las dilaciones y la indolencia. Elvira de pronto cesó en sus paseos y le detuvo delante de Plácida. Diríase que entre los visuales de aquellos ojos, entre las miradas de una y otra, se había establecido cierta corriente magnética, simpática y mortífera, que emponzoñaba la atmósfera de la celda. Era la astuta venganza, que contemplaba frente a frente a la vengativa astucia, eran dos serpientes que se miraban cara a cara y que cada una solicitaba de la otra su longitud y sus anillos para duplicar su fuerza y su veneno. -¿Estáis dispuesta a servirme? -preguntó Elvira. -¿Podéis dudarlo, señora? -respondió Plácida. -Pues bien, es preciso que muera Blanca. -Podéis estar segura de que Blanca no vivirá mucho tiempo. -¿Morirá de muerte natural? -No me parece probable. -Pues hablemos francamente. -Siempre os hablo con franqueza. -¿Y cuándo será su entierro? -Jesús, y qué viva sois! -Plácida, me consume la impaciencia. -Mas no es tan fácil, doña Elvira, hallar ocasión oportuna. -Yo creo que perderéis la ocasión de haceros rica. -Me parece que no. -¿Y a cuándo aguardáis? -Señora, para estos asuntos se necesitan dos cosas muy importantes.

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-¿Cuáles? -Cachaza y mala intención. -No puedo negaros que habláis muy discretamente. -Pues todavía se necesita más discreción para obrar. -Pero al menos, sepamos los medios de que os pensáis valer. -No es difícil adivinarlos. -Una buena puñalada... -murmuró Elvira al oído de Plácida, quien respondió en voz más baja todavía: -Yo no tengo bríos ni destreza para manejar el puñal, fuera de que éste sería un medio escandalosísimo. -¿Pues entonces?... -Nos queda el recurso del veneno. -¡Es verdad! -exclamó Elvira, cuyo natural enérgico propendía a los medios violentos y atrevidos, antes que a los solapados y tímidos. -¿Os convencéis ahora de que nuestro proyecto podrá verificarse sin mucho estrépito? -¿Y cuándo pensáis?... -Tal vez mañana. -Yo tengo un tósigo muy activo encerrado en una sortija de inmenso valor. A más del oro que me pidáis, os cederé también esta alhaja, siempre que el contenido se lo administréis a Blanca. -Os aseguro, señora, que el anillo me pertenecerá muy en breve. Aquí llegaban en su diálogo nuestras buenas damas, cuando súbitamente fueron interrumpidas por violentos golpes que daban en la puerta. -¿Quién? -dijo Elvira. Nadie respondió. -¿Quién será a estas horas? -dijo Plácida-. La madre Sinforiana no deberá ser, porque no acostumbra nunca a venir tan tarde.

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-Puede que sea ella, sino que acaso esta noche se habrá detenido. De todos modos, bien fácil es salir de dudas. Elvira se dirigió con paso firme a abrir la puerta; pero ¡cuál no sería su admiración al ver que no había nadie y que la crujía estaba completamente desierta! Atónitas de tal suceso, miráronse Elvira y Plácida, hasta que por último ambas prorrumpieron en una estrepitosa carcajada. -¡Pues está bueno! -exclamó Elvira. -¿Es posible que las dos nos hayamos engañado? -dijo Plácida. -Claro está. -Pero si me pareció oír clara y distintamente dar golpes en la puerta. -A mí también me pareció haberlos oído; pero sin duda fue el aire. -Vamos, juraría que habían llamado. -¡Quiá! es aprensión. Todavía duraba la disputa cuando volvieron a llamar mucho más fuerte aún que la vez pasada. -¿Y ahora, qué decís? -preguntó con aire de triunfo Plácida. -Que efectivamente teníais razón. -¿Quién? -preguntó la vieja. -Abrid, señora Plácida. ¡Soy yo! -dijo una voz de tenor, que tanto podía pertenecer a un sacristán como a una monja sesentona. -¡La madre Sinforiana! -exclamó la señora Plácida abriendo la puerta. La monja penetró toda pálida y turbada, diciendo: -¡Qué desgracia! ¡Una calamidad horrible! ¡El Señor tenga misericordia de nosotras! -¿Qué ha sucedido? -preguntaron a la vez Elvira y Plácida. -Una catástrofe, es decir, que va a suceder. -¡Que va a suceder! ¿Sois profetisa?

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-Yo precisamente no lo soy; pero para Dios no hay nada imposible. Y la prueba es que esta noche en el convento ha habido una señal que ya hacía muchísimos años que no se había repetido. -¿Y qué señal es esa? -Que entre once y doce de la noche, es decir, hace muy poco rato, ha sonado la campana del claustro sin que nadie la toque... ¿Qué calamidad, Virgen Santa, qué calamidad estará pendiente sobre nosotras? -Pero esa campana, ¿qué tiene que ver con las calamidades que puedan caer sobre el convento? -Ay, señora Plácida, no digáis eso. Siempre que esa campana se toca ella sola, anuncia graves desgracias. -¿Y de qué clase son esos contratiempos? -preguntó Elvira. -Generalmente anuncia que está próxima la muerte de la señora abadesa, o que tienen que morir tres monjas en un mismo día, o que va a fallecer alguna persona de alta alcurnia de los bienhechores o fundadores del convento. -¡Es posible! -exclamó Elvira con una entonación que sólo Plácida podía comprender. -Permitidme que os diga, madre Sinforiana, que esos no son más que agüeros, y que vuestros temores, en tales predicciones fundados, carecen de todo razonable fundamento, -respondió la vieja. -No, señora; la tradición que se conserva en esta santa casa acerca de lo que he dicho jamás ha fallado, y hasta ahora nadie se atreverá a negarle crédito, a no ser personas que estén completamente destituidas de sentimientos religiosos o cegadas por una incredulidad culpable e incomprensible para los que sean buenos católicos. -¿Pero efectivamente la campana ha sonado? -Sí, señora, yo misma la he oído. -¿Y estáis segura de que nadie la ha tocado? -Segurísima. A estas horas, ¿quién había de pensar en tales entretenimientos? -Pudiera suceder que alguna de vuestras mismas compañeras, sabiendo la importancia que se le da a ese acontecimiento, por gusto de alarmar a la comunidad o por cualquier otro motivo, haya querido tomarse la molestia de ir a tocar la campana, procurando luego ocultarse para no ser vista.

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-¡Imposible! ¡Imposible! Estoy convencidísima de que ninguna monja sería capaz de burla tan pesada, de un atentado semejante, que con mucha razón merecería llamarse un horrible sacrilegio. -¿Habéis llamado aquí antes? -preguntó Plácida. -Sí, señora, -respondió la madre Sinforiana-. Hace poco tiempo, cuando oí los tres siniestros tañidos (porque siempre la campana se toca tres veces), vine despavorida y llamó a vuestra puerta; pero luego me pareció oportuno avisar a la madre abadesa, y me dirigí a su celda; mas no habiéndome respondido nadie, y temiendo alborotar el convento a estas horas, desistí de mi primer propósito, y he vuelto aquí para desahogar con vosotras el susto y turbación que me dominan. ¡Ay, señoras de mi alma! ¡cuántas calamidades!... Además de esta terrible predicción, suceden en el convento cosas... -¿Qué sucede? -preguntaron a la vez Elvira y Plácida. -¿No habéis visto una imagen de Nuestra Señora de la Luz que está en la capillita de la madre sor Buenaventura? -Me han hablado de esa pequeña capilla; pero no la he visto, -respondió Elvira. -Pues bien, -continuó la madre Sinforiana-; esa preciosa capilla la mandó labrar la madre sor Buenaventura de Ayala; pues aun cuando no es costumbre que haya adoratorios en el interior de los conventos se concedió permiso para que se edificase esta capilla, atendiendo a la revelación divina que tuvo la venerable monja de quien os he hablado. -¡Revelación divina! -exclamaron a la vez Elvira y Plácida con incrédula sonrisa. -Sí, señoras mías; en esta santa casa se han verificado grandes milagros. Antiguamente, en el sitio en que ahora está la capilla, había una imagen de Nuestra Señora de la Luz, de la cual era muy devota la madre sor Buenaventura de Ayala, quien todas las noches a deshora tenla la devoción de ir a rezar delante de la Virgen. Sucedió, pues, que una noche, estando muy enfervorizada en su oración, sor Buenaventura tuvo una visión sobrenatural. -¡Una visión! -¿Y qué fue ello? -Una visión que, a pesar de ser tan extraordinaria, la venerable sierva de Dios la percibía con los ojos corporales. Sor Buenaventura era a la sazón maestra de novicias. Pues, como iba diciendo, estando al pie de la efigie, vio sobre la calma de una novicia un monstruoso murciélago que lo era tanto, que cubría con las alas todo el ámbito del lecho, y de cuando en cuando aleteaba levantando y bajando las alas. Diola tal susto el ver animal tan horrendo, que se cayó en el suelo desmayada; pero, volviendo en sí, suplicó a Nuestra Señora no permitiese que el infernal avechucho hiciese daño a aquella pobrecilla, y con esto cesaron las tentaciones que con cada aletazo el hediondo monstruo sugería a la novicia. Al día siguiente la llamó a solas la venerable madre, y le preguntó lo que le había pasado en

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su interior la noche antecedente. Rehusaba el decirlo la novicia, pero sor Buenaventura la tomó de la mano, y punto por punto le fue refiriendo cuanto le había sucedido, sin faltar en la menor circunstancia; lo cual oído, aseguró la novicia que todo era así como sor Buenaventura lo decía. Desde entonces muchas noches Nuestra Señora de la Luz se sirvió conceder a la venerable monja visiones luminosas, revelándole sobrenaturalmente las tinieblas de las tentaciones en que se hallaban sumergidas muchas de sus compañeras, y sor Buenaventura las consolaba con sus palabras y las libertaba de las cadenas del pecado por medio de sus fervientes oraciones. -Verdaderamente que eso es maravilloso, -dijo la vieja Plácida santiguándose-. Yo no sé cómo tenemos los corazones tan empedernidos, que no lloramos de arrepentimiento al oír tales maravillas del poder de Dios. ¡El Señor tenga piedad de nosotras! Y esto diciendo, la hipócrita Plácida comenzó a hacer pucheros. -No pararon aquí, -continuó la madre Sinforiana-, todas las maravillas que Nuestra Señora de la Luz quiso obrar por merecimientos de la venerable sor Buenaventura. Una noche, estando extasiada en sus oraciones, observó que la sagrada efigie le inclinó la cabeza como para saludarla en testimonio de lo aceptas que le eran sus plegarias... -¡Jesús, María y José! -exclamaron a un tiempo Elvira y Plácida. -Todavía hay más, -continuó sor Sinforiana con su voz gangosa-; la sagrada imagen, ¡oh admiración! se dignó hablar con voz clara e inteligible a la venerable monja, y le dijo: «Es mi voluntad, amada sor Buenaventura, que en este sitio se me erija una capilla para rendirme adoración y culto». Inmediatamente sor Buenaventura dio cuenta de esta revelación a la señora abadesa, se informó al obispo, y por último se procedió sin dilación a labrar la capilla, en la cual hay una pila de agua bendita, que causa los efectos más prodigiosos, cuando las enfermas beben del agua en que han echado en infusión el hueso que se conserva del dedo anular de la venerable sor Buenaventura... Y ahora dicen que todas las noches se aparece una sombra blanca en la capilla... Yo me atrevería a jurar que esta aparición es la venerable monja. -¡De veras! -¿Y quién la ha visto? -Varias monjas dicen haberla visto cruzar con una vela en la mano... -Yo por mi parte no lo dudo, -dijo la vieja Plácida-; para Dios no hay nada imposible. Largamente estuvieron comentando nuestras interlocutoras el ruidoso suceso del tañido espontáneo de la agorera campana, así como también glosaron de mil modos la noticia de la aparición de la capilla. La buena de la monja más particularmente se extendió sobre los varios y maravillosos acontecimientos que en diversas épocas habían ocurrido en el convento, y a fuer de fieles cronistas, no podemos menos de tributar la más sincera admiración a la madre Sinforiana, quien, a la verdad, refirió cosas estupendas; pero nos

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parece oportuno el callarlas, y con el beneplácito del lector, pasaremos a ocuparnos de otros sucesos no menos importantes para el cabal entendimiento de nuestra verídica historia. Mientras que todo en el convento yacía sepultado en sueño y tinieblas, a excepción de la celda de Elvira, viose cruzar una sombra blanca que en la mano, llevaba una vela encendida. La cándida figura perdiose en los ámbitos del convento con ligereza tanta, que parecía no tocar con sus pies la tierra, sobre la cual se deslizaba rozando como la golondrina sobre la superficie de los mares. En lo más retirado del convento, y contigua a la huerta, se levantaba la capilla de Nuestra Señora de la Luz, pequeño edificio gótico de que ya hemos oído hablar a la gárrula sor Sinforiana. ¿Quién era aquella graciosa joven que en el silencio de la noche abandonaba insomne y melancólica el estrecho recinto de su celda? ¡Ah! La encantadora Blanca, después que don Guillén se hubo ausentado, encerrose en el convento, buscando en los claustros solitarios la santa calma que la religión le ofrecía para aliviar su corazón llagado. En el retiro del claustro, Blanca más que nunca se había entregado a los bellos y a la par tristes pensamientos de su amor. ¡Gozaba tanto en el recuerdo de su hermoso amante! Pero ¡ay! también padecía muy cruelmente al pensar que Lara sólo amaba ella sus atractivos. Y la infeliz Blanca era tan espiritualista en sus amores, que adoraba a don Guillén con la pureza de un ángel. Ahora, bajo la mística impresión que producía en su alma aquella mansión religiosa, todos sus sentimientos habían tomado un carácter indecible de profundidad y melancolía, cual si en aquella atmósfera de retraimiento y religión se hubiese purificado su amor, eslabonándose con aquellos místicos sentimientos que en su esencia no son otra cosa que amor puro, amor que tiende sus alas hacia el trono del Eterno. La triste doncella, muy ajena de que a aquellas horas hubiese en el convento personas que deseasen atentar contra su inocente vida, encaminose a la solitaria capilla y colocó su vela encendida a los pies de la sagrada imagen. Llevaba además Blanca algunas flores, que también ofreció devotamente a la Rosa Mística. Arrodillose luego la doncella, y con voz dulcemente melancólica como la luz del crepúsculo, comenzó a decir: -¡Oh! dígnate, Madre del Verbo Santo, dígnate volver tus ojos piadosos a mis acerbos dolores. ¿Quién como tú, estrella del mar, sonrisa del dolor, cáliz de pureza, puerta del cielo, flor de esperanza, paloma de amor, causa de nuestra alegría, quién como tú comprenderá mi aflicción? ¡Ah! yo le amo, Virgen pura, yo le amo y él me desdeña. El ingrato me abandona, se ausenta a lejanos climas, y sólo me ofrecerá un recuerdo voluptuoso, cuando mi corazón le consagra una ternura infinita, un amor santo. ¡Perdóname, Madre mía! ¿Es un delito el amar? Bien lo sabes, oh Virgen, yo no puedo dejar de amarlo. No es culpa mía, así como tampoco lo es suya el que otra mujer antes que yo le haya inspirado una pasión inmortal. Él me desdeña, él se ha lanzado ansioso de goces a recorrer el mundo. ¡Ay de mí! Él es hermoso, valiente y discreto, y en todas partes hallará beldades que se disputen su amor. No permitas, Madre mía, que Lara me olvide, y libértalo de todos los peligros. El inconstante se ha lanzado a la inconstancia de los mares... A nadie sino a ti puedo confiar mis angustias, y lloro, y lloro sin cesar, y nadie sino tú, piadosa Virgen, puede consolar mi llanto... ¿Adónde iré sin mi amado? Todo el mundo está desierto desde que él se ausentó... ¡Qué angustia! Mi corazón se rompe dentro de mi pecho... ¡Ten

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piedad de mí, sagrada Virgen!... ¡Ay! Desde que Lara se fue, el sueño ha huido de mis ojos. Todas las noches las paso llorando y pidiendo por él, bien lo sabes, Madre mía. Cuando el alba comienza a sonreír, yo, sentada en la ventana de mi celda, estoy regando con mis lágrimas mis macetas de flores. Cantan su amor las avecillas del cielo, y yo las miro con envidia. Nace el día, y el primer rayo del sol me sorprende sumergida en mi aflicción sin esperanza... ¡Oh sagrada Reina de los ángeles! Ampara con tu manto mis congojas, y haz que algún día mi adorado Lara vuelva sano y salvo y me mire con amor. Sonriose melancólicamente Blanca, como si se echase en cara la insensatez de sus últimas palabras: «y me mire con amor»; pero tal es en algunas ocasiones la pasión que domina a los mortales, que elevan sus plegarias al cielo, demandándole que infunda a los demás nuevas pasiones por satisfacer las propias. Era verdaderamente patético el considerar aquella hermosa joven arrodillada a los pies de la Virgen, rogando, no sólo por la salud del gallardo caballero, sino que también en su pecho infundiese Nuestra Señora el dulce sentimiento de un amor puro hacia la tímida y enamorada Blanca. Ella nos demuestra que el amor y la devoción casi son una misma cosa. En lo más escondido de nuestra alma existe siempre un deseo de amar a otro ser que nos comprenda y nos ame, porque nada hay en el universo más bello ni más grato que el placer divino de amar y ser amado. También junto a este sentimiento existe otra aspiración de la misma especie, pero más sublime todavía, y que sin cesar propende a entregarse libremente y por gratitud a algún otro ser más elevado, más puro, menos conocido; aspiración divina e insaciable que, volando tras de lo infinito, intenta penetrar en esa región nunca vista, pero presentida siempre, y que, rodeada de un eterno misterio, se aparece a nuestro espíritu, lejana como el porvenir, bella como la esperanza, apetecida como la lluvia después de la sequía, como la tierra de promisión destinada a las almas. Los mortales dan el nombre de devoción a este sentimiento inefable, que no es otra cosa que amor, amor puro, amor limpio del fango terrenal. Ya muy entrada la noche retirose la triste Blanca de la capilla y encaminose a su celda, de donde el sueño huía, donde el amor velaba, poniendo todas sus esperanzas en el cielo. Entretanto que así se afligía la doncella, la madre Sinforiana se había despedido de Plácida y Elvira, quienes volvieron a anudar su interrumpido diálogo, del cual salió decretada la muerte de la infeliz Blanca. Capítulo XXXVI Una conseja oriental Era una tarde al caer el sol. Una tropa como de hasta quince jinetes caminaba por un estrecho y tortuoso sendero de Sierra Elvira, como a unas dos leguas de la ilustre ciudad de Granada. Iban al parecer nuestros caballeros abismados en la contemplación de los pintorescos puntos de vista que por todas partes aquella encantada región les ofrecía. El sol en el Occidente con moribundos reflejos doraba las altas cimas de los montes, los arroyuelos serpeaban por los blandos declives de las colinas, las auras fugitivas susurraban

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entre los árboles, y los pintados pajarillos entonaban el último concierto de la tarde. Nuestros jinetes caminaban con aire receloso y con todas las precauciones que el terreno permitía; pues, como eran cristianos, podían temer con harto fundamento alguna acometida de los moros. A medida que adelantaban en su camino, la senda se estrechaba, y ya aparecía interceptada por espesos matorrales, o ya se interponían altas, hendidas y peladas rocas, por entre las cuales tenían que pasar como por entre una estrechísima puerta. Tales y tantas fueron las dificultades que encontraron, que al fin tuvieron que echar pie a tierra y caminar unos en pos de otros y con grave peligro de caer rodando, al descuido más leve, por las peñascosas profundidades de aquella áspera sierra. Dificultaba más, y más la penosa marcha de nuestros jinetes la proximidad de la noche, que ya por todas partes iba extendiendo su ancho velo de sombras. De vez en cuando, el que parecía capitán de la cabalgata, porque iba delante de todos, deteníase, sacaba unos papeles en los que leía atentamente, miraba luego a todas partes como procurando orientarse, cambiaba algunas palabras con dos de sus compañeros, y por último, después de un leve altercado, volvía a continuar su camino. La impaciencia veíase pintada en todos los semblantes, sin duda por el peligro que realmente les amenazaba, si la noche les sorprendía en aquellas breñas antes de llegar al término de su viaje. Por último, traspuesta la cumbre y a la falda opuesta del monte, en una pequeña explanada, se detuvieron nuestros caminantes con muestras del más vivo gozo. -¡Aquí están todas las señas! -exclamó Jimeno. -En efecto, el arroyo pasa al pie del monte, y el pico de que habla el manuscrito está exactamente frontero a esta explanada, -dijo don Guillén. -Lo que únicamente falta es que al amanecer veamos si los primeros rayos del sol dan en la piedra blanca, -observó Álvaro del Olmo. -Cabalmente nos encontramos en el mes que indica el manuscrito, -respondió Jimeno. En estas razones estaban nuestros caballeros cuando súbito oyose dentro de una vecina gruta un prolongado lamento. Atónitos por suceso tan extraño e inesperado, nuestros caballeros se decidieron valerosamente a penetrar en el antro y averiguar la causa del temeroso quejido. Los tres jóvenes, seguidos de Momo y del halconero Pedro Fernández, entraron en la cueva, que al principio estaba formada por un estrecho callejón, que después se ensanchaba de una manera prodigiosa, figurando un extenso círculo, en cuyo ultimo término veíase temblar una luz azulada circuida de una aureola amarilla como la gualda. El resto de la cabalgata lo componían escuderos y hombres de armas, vasallos de don Guillén. Todos se habían quedado a la puerta de la gruta aguardando las órdenes de su señor y apercibidos a la defensa, caso de que necesario fuese hacer uso de las armas. Grande era la confusión de los escuderos, quienes no sabían qué pensar de aquella empresa para ellos incomprensible y temeraria. Así devanábanse los sesos, como se suele decir, cuando súbito llamó su atención el ladrido de algunos perros que por la cima del monte cercano aparecieron retozando gozosos y con bulliciosa algazara, atronando el monte con roncos y prolongados ladridos. Pavor causaron a los escuderos los perros de color negro y piel lanuda, que parecían espíritus del infierno que hubiesen tomado la figura de aquellos terribles animales. Luego los atónitos escuderos divisaron al través de las primeras sombras

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de la noche algunos leñadores moros, que sin duda se dirigían a Granada. Los moros hubieron de creer que los perros ladraban a causa de la proximidad de alguna pieza de caza, y pasaron a lo lejos sin reparar en los cristianos semiocultos en el ingreso de la gruta. Seguramente los escuderos habrían sabido muy buenas cosas acerca de aquella extraña mansión, si hubieran podido oír la conversación de los leñadores. -Ya hemos pasado la cueva del Alfaquí encantado, -decía uno después de murmurar una zalá u oración. -¿No oís con qué tenacidad ladran los perros? -dijo un segundo. -Tal vez habrá escondida en la maleza alguna fiera, -observó otro. -La causa de todo, -dijo el primero-, es que en este recinto el mago Casib y la hada Zobeida no dejan de practicar sus encantamientos. Quizá harán ver a los perros en cada mata una cierva, porque todo es posible para los magos y las hadas. -Verdaderamente que son maravillosas las cosas que se cuentan del Alfaquí encantado. -Cuando era niño, oí muchas veces contar esa historia. -Dicen que Alá castigó al Alfaquí por su soberbia y desobediencia. -Pues yo he oído contar que la causa del entendimiento del Alfaquí fue la envidia del mago Casib. -¿Veis esa ruinosa torre que está enfrente de nosotros? -dijo el más anciano de los leñadores, que hasta entonces había guardado silencio. -Aquella es la torre en que dicen habitaba el Alfaquí. -Y ya habréis oído contar las mil desventuras que amenazan a los que se atreven a llegarse a la puerta de la torre, que está toda planchada de hierro. -Sin duda alguna que lo sabemos, -respondió el más joven-; no hace muchos años que sucedió un lance muy terrible a un mancebo de Granada por haber despreciado el provechoso aviso de que nos habla la tradición. Llamábase el joven Abindarráez y estaba ardientemente enamorado de la hermosísima Zaida, hija del alcaide de Coín, el cual a la sazón se hallaba en Granada, adonde había venido para asistir a las bodas de un su hermano, buen musulmán, gran privado del rey y valiente caballero, que más de una vez ha hecho felices correrías por tierra de cristianos. Pues, señor, volviendo a mi cuento, digo que la noche de aquellas bodas hubo un gran festín y sarao en casa del hermano del alcaide. Asistió a casa de Abibdar, que así se llamaba el desposado, toda su parentela y gran número de sus amigos. Como es natural, Abibdar quiso que también asistiese su sobrina Zaida; súpolo el joven Abindarráez, que andaba por ella perdido de amores, e hizo de modo que le convidasen al banquete. De sobremesa hablose de muchas cosas agradables y refiriéronse mil sabrosas historias, entre las cuales se contó la del Alfaquí encantado, añadiendo que

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todo el que a media noche se llegase a la puerta de la torre y diese tres golpes, sería víctima de una espantosa desgracia. -¿Y en qué consiste esa desgracia? -preguntaron los leñadores. -No es fácil saberlo; yo de esto no podré decir más de lo que me refirió mi hermano, que era paje de Abindarráez. Fue el caso que aquella noche en el banquete apostó el amante de Zaida con otro caballero a que era capaz de ir a la torre y llamar fuertemente hasta que le abriesen. Hecha la apuesta, varios caballeros dispusiéronse a acompañar a Abindarráez, quien partió a la noche siguiente después de despedirse de la bella Zaida, a la cual rogó encarecidamente que le entregase su velo para clavarlo con un puñal en la puerta y dejar allí aquella prenda como un testimonio y un trofeo de su amor y de su esfuerzo. Al llegar aquí, el narrador guardó silencio repentinamente. Tampoco ninguno de sus compañeros se atrevió a interrumpirle. Era la causa que en aquel momento iban todos emparejando por frente de la torre, que tostada por el tiempo, llena de grietas y cubierta de plantas parietarias, se levantaba en aquel yermo como la mansión de la soledad y de las ruinas. Hallábase situada la misteriosa torre en el declive de un empinado monte, a cuyo pie corría un caudaloso arroyo que se despeñaba bramando por su hondísimo y peñascoso cauce. Hacia el arroyo estaba la ferrada puerta, y era en verdad muy difícil y peligroso subir hasta ella, como que no había acceso sino al través de ásperas cuestas y rocas tajadas. Era aquel recinto tan solitario, tan sombrío, tan salvaje e imponente, que con harta razón era mirado con horror y espanto. Cuando los leñadores estuvieron lejos de aquel sitio, volvieron otra vez a su interrumpido diálogo. El joven continuó: -Sucedió, pues, que en el punto de la media noche se halló Abindarráez con todos sus compañeros cerca de la torre. Tratose que los testigos permaneciesen a alguna distancia, bastante sin embargo para oír los tres golpes que Abindarráez debía dar en la puerta con un martillo. Mi hermano, por orden de su señor, le siguió más de cerca, y ya que ambos estuvieron junto al arroyo, Abindarráez se detuvo para dar a su paje algunas instrucciones respecto a lo que había de decir de su parte a la hermosa Zaida, en el caso de que él sucumbiese en la comenzada empresa. Mi hermano, que tenía mucha ley a su señor, trató de disuadirle de su temerario intento; mas fueron inútiles todos sus ruegos. En seguida Abindarráez comenzó a subir con gran trabajo por la áspera pendiente que a la puerta conduela. Pocos momentos después se oyeron resonar roncamente por todos estos contornos los tres metálicos golpes que con inaudita fuerza descargó Abindarráez. -¿Conque ganó la apuesta? -Sí, y no. -¿Cómo es eso?

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-Ganó la apuesta, porque efectivamente Abindarráez dio los tres golpes ofrecidos y además clavó en la puerta el velo de su amada Zaida; pero no pudo gozar del fruto de su victoria. -Pues ¿qué sucedió? -A los tres golpes siguió el silencio más profundo. En vano estuvieron aguardando todos la vuelta de Abindarráez. Pasaron horas y horas, llamáronle a grandes voces; pero sólo el eco las repetía en la soledad; pasó la noche, llegó, en fin, la mañana, y a los primeros rayos del sol, todos vieron en la puerta clavado el velo de Zaida; mas nadie supo de su triste amante. Abindarráez había desaparecido de una manera maravillosa. Por todas partes lo buscaron, llamáronle por todas partes, y ni hallaron a Abindarráez y ni siquiera encontraron rastro por donde deducir la causa de su desaparición o el género de muerte que había sufrido. Ni sangre, ni vestidos, ni huella alguna encontraron. Mi hermano, que tanto amaba a su señor, fue uno de los que más se aproximaron a la maldita vivienda, pero ninguno de los que allí se hallaban se atrevió a llegar hasta la puerta. -Yo, -dijo el más anciano de los leñadores-, he oído contar varios sucesos de esa especie acaecidos en la misma torre; pero ninguno de ellos me ha llamado tanto la atención como la propia historia del Alfaquí de la torre y del mago de la gruta. -¿Y qué fue de la pobre Zaida? -preguntó uno de los moros. -Al día siguiente, mi hermano torno a Granada, y cumpliendo con el encargo de su señor, fue a referirle a Zaida el triste fin de la aventura de su amante, sin dejar de anunciarle que su velo había aparecido clavado en la terrible puerta. La joven se afligió extraordinariamente al recibir tan lamentables nuevas, y después de regalar espléndidamente a mi hermano por su fidelidad, le despidió con muestras de grandísimo desconsuelo. Algunos días después se oyó decir que Zaida había desaparecido de la casa paterna, y que jamás volvió a saberse de ella. No obstante, hay quien cuenta que por aquellos mismos días se oían en torno de la torre muchos lamentos a media noche, y algunas veces, según dicen, veíase cruzar una figura blanca, que sin cesar repetía: ¡Abindarráez! ¡Abindarráez! -¿Sería Zaida? -Yo por mi parte casi me atrevería a jurarlo, respondió el narrador con un tono tal de firmeza, que por ello merece nuestra admiración. -¿Y después no ha vuelto a saberse nada más? -Todo lo que sobre el particular puedo decir, se reduce a que algunos días después de estos sucesos, el velo de Zaida y el puñal de Abindarráez habían desaparecido de la puerta. Conjeturas muy probables hacen creer que la enamorada y bella Zaida, lamentando su infortunio, murió en la misma torre que su amante.

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Callaron todos, y durante largo rato es de creer que nuestros leñadores fuesen recapacitando en su mente los varios sucesos de que habían oído hablar. Al fin uno de ellos rompió el silencio, preguntando al más anciano: -¿No decías que nada te había interesado tanto como la historia del Alfaquí encantado y del mago de la gruta? -Así es la verdad. -Pues cuéntanos esa historia, y de esta manera entretendremos gustosamente el tiempo que nos queda hasta llegar a Granada. -Dicen que hace mucho tiempo, -respondió el narrador-, habitaba en la torre un venerable Alfaquí, lleno de años, de virtudes y de ciencia. Allí, retirado del mundo y rodeado de libros, de plantas, de animales disecados, de redomas y de otros mil utensilios para sus estudios y experimentos, se entregaba con ardor y sin cesar a descubrir todos los secretos de naturaleza que pueden estar al alcance del hombre; pero más particularmente tenía todo su empeño en averiguar, por medio de sus investigaciones, todos los sucesos que estaban por venir; y en efecto, ya en muchas ocasiones el Alfaquí había predicho multitud de casos, que al fin se habían realizado con exactitud maravillosa. En la magia y en la astrología, el Alfaquí era verdaderamente un prodigio. Acaeció, pues, que una noche, ya muy tarde, el solitario sabio oyó que llamaban a la puerta de la torre. El Alfaquí abrió y encontrose con un Morabito de muy buen aspecto, y que con palabras melosas pidió hospitalidad al Alfaquí, el cual no tuvo inconveniente en concedérsela, muy ajeno de sospechar quién era el Morabito. Este penetró en la torre, y después de hablar largamente con el Alfaquí y de haber examinado con la más escrupulosa atención todos los utensilios y libros que en aquella mansión había, retirose al aposento que le había designado el Alfaquí, el cual, según la costumbre de los sabios y estudiosos, pasaba todas las noches en vela; así es que después que dejó al Morabito recogido en su lecho, volviose a sus cavilaciones. Yo no sé hasta qué punto será fundado y cierto lo que voy a decir; pero lo que se cuenta es que el Alfaquí estaba muy extenuado, no sólo por sus meditaciones y largas vigilias, sino también porque, según decían, ¡cosa rara! todas las noches venía a visitarle un águila misteriosa, que clavaba sus garras en el pecho del Alfaquí, mientras que éste, absorto en su anhelo de saber, se entregaba a sus pensamientos. El águila era verdaderamente maravillosa, pues tenía las alas de fuego, los ojos de lince, el pico de oro y las garras de acero emponzoñado. Algunas veces el dolor del Alfaquí era tan intenso, que tornando en sí de sus meditaciones, pugnaba violentamente por arrancar de su pecho aquella ave carnívora; mas entonces el águila daba un graznido cuya significación comprendía el viejo, que, con muestras del más vivo gozo, se abrazaba al cuello del ave, y cabalgando sobre su encendida espalda emprendía un viaje aéreo por las regiones celestes hasta donde el águila se elevaba con sus alas de fuego, y allí le explicaba al Alfaquí con su pico de oro todos los misterios de la naturaleza, que ella veía con maravillosa claridad con sus ojos de lince, si bien de cuando en cuando, y como para hacerle pagar al viejo su complacencia, el águila clavaba sus ponzoñosas garras en el pecho del Alfaquí, siempre, siempre devorado por una curiosidad cruel, eterna, insaciable. Cuando a la luz de la luna los pastores de la sierra veían atravesar por los aires aquel extraño jinete que no corría, sino que volaba sobre el águila, el terror se apoderaba de ellos, y ninguno se atrevía a llevar su rebaño por los contornos de la

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torre. Es de advertir que estos viajes aéreos nunca duraban más que una noche, y que siempre al ser de día el Alfaquí se hallaba de vuelta en su vivienda solitaria. Aun cuando la llaga que tenía en el pecho todas las noches se renovaba de la manera más cruel y dolorosa, el Alfaquí, durante el día, se entregaba al sueño, que ejercía sobre sus heridas un efecto tan prodigioso, que al despertarse se encontraba perfectamente sano, si bien a las pocas horas volvía otra vez a sus angustias y a sus atrevidos viajes. -Verdaderamente que es maravillosa y agradable esa historia. -Sucedió que aquella noche el Morabito, que era todavía más curioso que el anciano, se levantó para observar todo lo que el Alfaquí hacía, y entre otras palabras le oyó decir las siguientes: «¡Oh porvenir! ¡Oh naturaleza!¡Que no pudiese yo penetrar todos tus secretos y averiguar todo lo que ha de suceder en el mundo! ¡Oh porvenir! Levanta tu velo sombrío ante mis miradas, y yo entonces bendeciré al Criador que me ha dado el ser. De otra manera, el hombre es tan desdichado e ignorante, que no merece la pena de vivir». El Morabito, que oyó tales palabras, no pudo menos de sonreírse considerando la locura del viejo Alfaquí... El narrador guardó silencio por algunos instantes. -¿No continúas? -le preguntaron sus compañeros. -Es que no recuerdo completamente todos los mil pormenores de esta historia, y a fe mía que lo siento. -Por Alá que no la interrumpas. -No, no, ya procuraré acabarla; mas no quisiera suprimir nada sustancial. -¿Y quién te ha enseñado esa historia? -Cuando era niño, me la leía mi padre en un libro de los más estimados por su merito y su rareza; un libro precioso lleno de noticias curiosas, de tradiciones e historias las más agradables. En mi niñez aprendí esta leyenda literalmente de memoria, tal como os la he comenzado a relatar; pero como hace tantos años... -Y el libro, ¿lo conservas? -¡Ay! No. -¿Lo vendió tu padre acaso? -Sí, desgraciadamente. Después he sabido que aquel libro precioso se halla hoy en poder del rey de Granada. -Pero no te detengas, sigue tu cuento.

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-Narras tan bien, -dijo otro-, que me pareces un libro. -Vamos, vamos, -añadieron los demás compañeros-, no nos prives del gusto de oírte. -Os diré lo que recuerde. -Será una lástima que no esté cabal el cuento. -Paréceme que nada importante habré olvidado. Si acaso omito algo, casi puedo aseguraros que serán circunstancias accesorias. Pues, como iba diciendo, el Morabito no pudo menos de considerar que el Alfaquí era un insensato al desear saber todos los secretos de la naturaleza y los sucesos todos que el porvenir tiene guardados debajo de su alquicel. Estando el Alfaquí tan distraído, no se apercibió de la presencia del Morabito, el cual, retrocediendo algunos pasos, comenzó a andar de manera que pareciese que entonces llegaba. El Morabito procuró manifestar al anciano que la verdadera ciencia del hombre consiste en conocerse a sí mismo, añadiendo otras mil cosas que yo no recuerdo, porque nunca las he comprendido tan bien como hubiera deseado. El Alfaquí, muy orgulloso de su ciencia, miró al principio con desprecio al Morabito; pero luego que este comenzó a explicarse, el Alfaquí se quedó atónito. El Morabito llevaba una redoma llena de un líquido extraído de varias plantas y animales, líquido que tenía una virtud maravillosa. Mucho había llamado la atención del Alfaquí el ver que su huésped ni un sólo instante había abandonado la redoma; así es que no pudo dejar de preguntarle para que le dijese lo que en aquella vasija llevaba. El Morabito se sonrió al oír esta pregunta, y respondió al anciano diciendo con mucho misterio, y como dándole una prueba insigne de confianza, que allí llevaba un licor de tal virtud y de tan subido precio, que no se atrevía un momento a abandonar la redoma, si bien, por otra parte, experimentaba el disgusto de que, teniendo que hacer un largo viaje, se veía muy expuesto a perder por cualquier accidente tan preciadísimo tesoro, contenido en tan frágil vasija. Al punto el Alfaquí se apresuró a decirle que podía muy bien dejarse en la torre la redoma, verificar su viaje, y que a la vuelta podía recogerla sin ningún inconveniente, con toda seguridad, y evitando así los temores que le aquejaban. Sonriose el Morabito, que leía como en un libro abierto lo que en el corazón del viejo Alfaquí pasaba. Cabalmente era la intención del Morabito el despertar la curiosidad del anciano, lo cual había conseguido a las mil maravillas. -Estoy impaciente por saber lo que el Morabito llevaba en la redoma, -dijo el más joven de los leñadores, el que había contado la historia de Zaida y Abindarráez. -El astuto Morabito fingió que tenía mucha repugnancia en dejar aquel precioso depósito en la torre, y cuantos más obstáculos presentaba al Alfaquí, tanto más éste insistía en que le confiase la redoma hasta su regreso. Por último, el Morabito accedió, o mejor dicho, fingió acceder (pues que él no deseaba otra cosa) a las súplicas del viejo; pero el Morabito le impuso una condición con mucho aire de importancia y de misterio. -Y ¿qué condición fue esa?

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-Prohibirle de la manera más terminante y solemne el que tratase de examinar lo que la redoma contenía; pues de lo contrario, desde el momento en que tal hiciese, le sobrevendría tal trastorno en su naturaleza, que le sería imposible morir aun cuando todo el género humano intentara darle la muerte; pero que si bien es verdad que se haría de todo punto invulnerable para los golpes de una muerte corporal o física, en cambio tales y tan crueles penas afligirían su alma, que con grande ahínco había de implorar la muerte como el único remedio a sus angustias; mas que la imploraría en vano. -¡Vive Alá que era terrible la condición! -Tú, ¿qué harías? -preguntó otro. -Me parece que yo pronto rompía la redoma para ver su contenido. -Pero las amenazas eran crueles. -¡Vaya unas amenazas! ¿Qué cuidado me hubiera dado a mí el que se hubiesen cumplido? -En efecto,-añadió otro-, tras de satisfacer la curiosidad, se conseguía hacerse inmortal. -Y veamos, ¿qué hizo el Alfaquí? ¿Qué había de hacer? Lo que harían casi todos los hombres, si a uno por uno se lo fuesen proponiendo. El Alfaquí, inmediatamente que se quedó solo, no pudo resistir a los vehementísimos deseos que tenía de satisfacer su curiosidad; así es que, vaciando el líquido en una escudilla, se dispuso a examinarlo; pero apenas lo hubo vertido, cuando del fondo de aquel licor comenzó a salir un humo denso, que muy en breve inundó toda la estancia, dejando al pobre Alfaquí poco menos que muerto de terror, terror que se aumentaba cuando vio aparecer entre el humo infinidad de figuritas luminosas que representaban hombres, mujeres y animales, y que pasaban volando por junto a él, llamándole y sonriéndole con mil gestos a cual más grotescos. Por último, aquel humo poco a poco fue condensándose y envolviendo al aturdido Alfaquí, hasta que súbito cayó desmayado, y, según se dice, aquellas figuritas de luz lo trasportaron a regiones lejanas y misteriosas, en donde hasta ahora permanece encantado. -Verdaderamente que sabes bien a fondo esa historia; varias veces había oído hablar de ella; pero nunca he oído referir este suceso con tales pormenores. -Tienes razón,-añadió otro-, y he aquí por qué hasta ahora yo no había conocido que se trataba del viejo santón, que después de muchos años dicen que tiene que volver a la torre sobre un descomunal caballo de esmeraldas. -Así es la verdad, -repuso el viejo narrador-. Cuando llegue el día del desencanto del Alfaquí, tronará en torno de la torre toda la Sierra Elvira, y entonces, según las profecías, se verán grandes prodigios, se realizarán sucesos de mucha importancia para los musulmanes, la guerra asolará el universo, y entre moros y cristianos más particularmente se trabará una

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lucha horrorosa, que terminará al fin por quebrantar las fuerzas... Pero sólo Alá es grande, y únicamente su sabiduría soberana pudiera predecir el éxito de los sucesos que aún están venturos. -Es cosa maravillosa. ¡Un caballo de esmeraldas! -El caballo en que dicen ha de venir el santón, será tan grande que cubrirá una región muy extensa; y en cuanto a las esmeraldas, aseguran que su color y preciosidad anuncian que en esta región se han de realizar las más bellas esperanzas. Nuestros campesinos no dejaron de comentar los precedentes sucesos y tradiciones que entre ellos le conservaban, devanándose los sesos por averiguar la causa y origen de que el Morabito, es decir, el mago de la grata en que se hallaban nuestros caballeros, tuviese ojeriza al viejo Alfaquí de la torre, al cual le había entregado la peligrosa redoma, causa de su encantamiento; mas la averiguación de tales cosas estaba ciertamente vedada a los moros, que en estas y otras siguieron su camino hasta llegar a Granada. Capítulo XXXVII El mago de Sierra Elvira Ahora, si el lector no lo ha por enojo, tornaremos a la gruta en que dejamos a don Guillén y a sus amigos, que a la vez, llenos de espanto y curiosidad, no sabían cómo explicarse la aparición de aquella luz de color azulado y amarillento, matiz que suele encontrarse en el rostro de los difuntos. ¡Cuánta fue su sorpresa al comprender que se hallaban dentro de una especie de cementerio! Mudos, inmóviles, petrificados de asombro quedáronse nuestros expedicionarios al volver sus ojos vagarosos en torno de aquel siniestro recinto. Ya hemos oído a los moros referir cosas estupendas respecto a los habitantes de la torre y de la gruta; y aun cuando exagerasen mucho las hablillas vulgares, truncando considerablemente la verdad, no por eso dejaba de ser fundado el terror supersticioso que inspiraba el antro de Sierra Elvira, que había servido de morada a diversas generaciones de magos, al decir del vulgo. Verdaderamente que al ver aquella mansión no podía dudarse de su destino. Queremos decir que se adivinaba al punto que pertenecía a la vez a un mago, a un astrólogo y a un alquimista. Por todas partes veíanse retortas, vasijas, cartas astronómicas, plantas, libros y astrolabios. En medio de aquel extraño aparato estaba un anciano de fisonomía inteligente y de exótico ropaje. En la misma línea del callejón se elevaban algunos toscos escalones, después de los cuales el piso era llano y terso, como que estaba formado por una peña natural. La especie de aposento en que el viejo se encontraba era de forma circular y de extensión considerable. A vueltas de los objetos que ya hemos mencionado, veíanse en derredor ¡cosa rara! muchos ataúdes. Algunos de ellos tenían la tapa levantada, y al siniestro resplandor de la luz de que hemos hablado, podían distinguirse las lívidas facciones de algunos de aquellos cadáveres. El anciano encontrábase a la sazón como

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abismado en sus meditaciones. Estaba sentado delante de un trípode, sobre el cual había un libro abierto, y en torno del trípode y del anciano veíase vagar una luz como una chispa eléctrica, y que semejaba en sus divagaciones a esos fuegos fatuos que de noche se ven aparecer, fosfóricos y errantes, en los lugares pantanosos. En vista, de tal y tan maravilloso espectáculo, nuestros caballeros quedaron tan embargados por la sorpresa, que ninguna palabra dijeron al solitario y misterioso habitador de la grata. El anciano, por su parte, tampoco pareció reparar en los recién llegados hasta que no trascurrieron algunos minutos. -Alá os guarde, extranjeros, -dijo el viejo en lengua castellana. Los cristianos demandaron al solitario que les perdonase su atrevimiento por haberle acaso interrumpido en sus estudiosas tareas. El viejo los recibió con extraordinaria amabilidad, invitándoles a que tomasen asiento en algunos escaños que, a más de los instrumentos ya indicados, constituían el único adorno de aquel subterráneo laboratorio. Don Guillén, después de algunos momentos de reflexión, se aventuró a preguntar: -¿Vivís solo en esta gruta? -Hasta cierto punto sí, y hasta cierto punto no. -¿Os gustan los enigmas? -dijo sonriéndose el médico. -No me disgustan, -respondió el anciano fijando sus ojos de águila en Momo. -¿Y esa luz?... No bien Jimeno hubo acabado su pregunta, cuando la luz desapareció repentinamente. En seguida, el anciano, volviéndose hacia Jimeno, dijo: -¿Os maravilla esta luz? -¿A quién no causara sorpresa y aun espanto? -Así es la verdad. Hoy he experimentado el placer más intenso de mi vida. Ninguna exclamación puede ser más fiel intérprete de nuestro amor propio que esta: ¡Ya conseguí mi objeto! Y cuando los deseos que vemos realizarse nos han atormentado durante muchos años, ¡oh! entonces no hay nada comparable con nuestra alegría, con el inmenso júbilo que nuestro corazón satisfecho experimenta. Toda mi vida he estado trabajando ardientemente por hallar el más precioso tesoro. Todos los circunstantes se miraron sorprendidos. -¿Y que clase de tesoro es ese? -preguntó Jimeno. -Esta luz que hace poco habéis visto, la he hecho yo mismo brotar de la piel de un gato negro, frotada con una pasta maravillosa, cuyo secreto nadie sino otra persona posee en el mundo.

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-¡Ese es el gran tesoro! -dijo Álvaro. -¡Esa miserable lucecilla! -exclamo el médico Momo. -¿Acaso os parece poco? Jamás los alquimistas han encontrado ni encontrarán un secreto que más valga; ni jamás el fuego filosófico usado por los químicos podrá compararse con las maravillas que encierra en su seno esta luz azulada, que hace poco hirió vuestros ojos. -Yo creo que vuestra inteligencia le da mucha importancia a ese fuego fatuo, -dijo Momo con irónica sonrisa. El anciano miro al médico con ese aire de desdeñosa lástima con que un sabio mira al ignorante que no le comprende; mas no por eso Momo dejaba de manifestar, cada vez más insultante, una expresión de burlona incredulidad. En cuanto a los tres jóvenes, debemos decir que estaban sobrecogidos de un asombro siempre creciente. -¡Cómo se conoce, -exclamó el viejo-, que no habéis profundizado en los abismos de la ciencia, iluminados por el resplandor de las siete antorchas de la filosofía oriental! Si vos conocieseis los maravillosos secretos que encierra la alquimia en el mundo exterior y los libros de Brahma en el mundo interno, no hablaríais con tanto desprecio de lo que habéis tenido la dicha de ver. Yo os lo digo, extranjeros, y os desafío a que me probéis lo contrario; yo os digo que los más preciados tesoros de la tierra no valen un átomo en comparación de los secretos de la alquimia y de los libros de Vyasa y de Manú. Y en prueba de ello, os aseguro, y podéis creerme, que he abandonado los goces que en el mundo me hubiera proporcionado la posesión de inmensas riquezas.

-¡A fe que es donosa la idea! -exclamó riéndose el médico.

-¿Por qué? -preguntó con altivo continente el anciano-. ¿Quién sois vos para despreciar de esa manera la alquimia? ¿Acaso vos sabéis el origen de todas las cosas? ¡Cuán, de otro modo hablaríais, si, como yo, supieseis los misterios del número tres en el mundo de los espíritus y en el mundo de los objetos!

-¡Ahí está el secreto del espejo creador! -exclamó el poeta.

-¿Que queréis decir? -preguntó el anciano clavando sus ojos en Jimeno-. El mundo que yo llamo de los espíritus es esencialmente el de las ideas.

-Pero para mí no hay más que una idea esencial, en cuyo seno van a perderse todas las demás, así como van a unirse en el océano todos los ríos.

-Hasta cierto punto habéis dicho una cosa muy razonable; pero no habéis tocado en la dificultad del número divino. Tres son las ideas fundamentales.

-Yo no veo más que una que aparece bajo relaciones diversas.

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-¿No querréis explicar esas apariciones? -preguntó Momo con su aire zumbón.

-La existencia de la verdad en sí, -repuso Jimeno-, es como Dios, inexplicable. Pero la verdad toma diversos nombres cuando aparece en el tiempo y en el espacio.

-En efecto, -dijo el anciano-, habéis explicado muy bien la profundidad de las profundidades.

-Ahora bien. ¿Habéis comprendido ya lo que yo entiendo por espejo creador?

-No muy claramente.

-El tiempo y el espacio es el espejo que refleja las ideas. Así, pues, las tres puertas principales por donde el mundo de los espíritus, como vos decís, se comunica con el mundo de los objetos, son la luz, la forma, la acción.

-Mucho os remontáis, joven, -dijo el anciano con la sonrisa del maestro.

-Pero paréceme de más importancia y de mayor claridad que tratemos del mundo de los objetos, -dijo Momo dirigiéndose con cierta arrogancia al anciano-. Ahora veréis, -añadió-, quién soy yo para hablar de alquimia. ¿Cuál es la explicación del número tres aplicado a esta ciencia?

-¡Oh! Si vos la supieseis, con más respeto hablaríais a los sabios: Sunt tres matrices...

-Mercurius, sulphur et sal, -interrumpió vivamente el médico.

-¡Cómo! -exclamó el viejo asombrado-. ¡Vos conocéis la alquimia, y os burláis de ella!

Momo hizo un gesto que quería decir:

-¡Cabalito!

Luego el médico dijo:

-Y aun cuando no me burlara de la alquimia, me burlarla de los alquimistas que abandonan los goces del mundo y la posesión de inmensos tesoros positivos por correr tras del fantasma de la alquimia. Repito que es donosa la idea de no querer el oro acuñado, y por otra parte perseguir sin cesar la trasmutación de los metales.

-Cuidado, que yo no he dicho que desee tampoco el oro que pueda brindarme la alquimia.

-Como hablasteis de la ciencia...

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-Yo hablaba de la ciencia en general, porque después de haber cultivado la alquimia, la teúrgia, la astrología y todas las ciencias, he llegado a conocer que es imposible transformar una barra de hierro en otra de oro. Mas no por eso mis esfuerzos han sido vanos, porque he llegado a descubrir perfectamente que el hombre es un mundo abreviado, que en su formación y operaciones tiene íntima analogía con el universo. El hombre por medio del alma inteligente se comunica con Dios, por medio del cuerpo material con el mundo corpóreo, y por medio del cuerpo espiritual (fluido sutil) se comunica con el mundo celeste. De todo lo cual se deduce, sin ningún género de duda, el influjo de los astros en los fenómenos sublunares y en las acciones humanas, así como también se comprueba la eficacia de la magia y de la adivinación. Igualmente he descubierto que en el hombre existe cierta fuerza de atracción por medio de la cual aspiramos la vida del mundo, y precisamente este poder magnético es la causa de que nos asimilemos aquellas partes de los alimentos que son propias para la nutrición; y además poseemos otro magnetismo superior que atrae el fluido espiritual, principio de las sensaciones y de los conocimientos empíricos, magnetismo subordinado a la aspiración por medio de la cual el alma se alimenta de Dios. Así el mundo es un flujo y reflujo de la vida divina, y el hombre es el conducto por donde se verifica. Bajo otra relación, -añadió el anciano dirigiéndose al poeta-, el mundo de los objetos no es más que la forma, la imagen, la trasformación, la eterna palabra nunca acabada de pronunciar, o eternamente repetida por la boca del Eterno.

Con mucho gusto y con notable sorpresa escucharon nuestros caballeros tan insoportable arenga, que no extrañaríamos tuviesen por jerigonza incomprensible. Mas el buen viejo, como si todavía creyese que había hecho poco por maravillar y convencer a sus oyentes, continuó impertérrito en su perorata, como si pretendiese hacer sectarios o prosélitos.

-La ciencia, oídme bien, la ciencia sólo puede adquirirse por la intuición pura, intuición de la naturaleza íntima de los fenómenos, que únicamente puede verificarse por medio del fluido magnético. Ahora bien, a más de este fluido sutil que pone en relación al alma con el cuerpo y con los astros, existe otro fluido algo semejante y esparcido en todo el Universo, fluido que participa de la naturaleza ígnea y lumínica, y que se halla así dentro como fuera de los cuerpos sólidos y líquidos y hasta en el aire de la atmósfera.

-¡Por Israel, que estáis ininteligible y afectado! -exclamó el médico.

-Esa es muy a menudo la suerte de los grandes descubrimientos. Los hombres, por no confesar su vergüenza, cuando no entienden una cosa, se burlan de ella.

-En efecto, -respondió Momo con maligna sonrisa-; voy creyendo que en esta apartada gruta hemos topado con la piedra filosofal; pero con la piedra filosofal en figura humana. ¿Queréis que os lo diga? Pues bien, respetable anciano; sois un grande hombre, y de ello me han convencido vuestras razones mismas. ¡Sois un grande hombre, supuesto que no os entendemos!

Y así diciendo, Momo no pudo reprimir una estrepitosa carcajada, que resonó en el interior de la gruta como el eco sarcástico del demonio de la negación, el más encarnizado enemigo del ángel de la fe.

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-¡Oh! -exclamó con cierta amargura el anciano-; dentro de algunos siglos el mundo estará inundado de asombro, de dignidad y gratitud por la grandeza de mis descubrimientos. ¡Sí! Los hombres serán casi inmortales y se aproximarán cuanto es posible a ser la imagen de Dios, no ya en la esfera del pensamiento, sino en el fecundo teatro de la acción, de la esfera práctica. Gozarán casi como Dios de la omnipresencia; se mudarán las relaciones del tiempo y del espacio; multiplicará el hombre la actividad de sus sentidos; se explicarán las leyes ahora misteriosas de los presentimientos; la inteligencia humana asistirá gozosa al espectáculo de tanta actividad, de tanta y tan variada vida como hierve, lucha y resplandece en el seno de la naturaleza; sus palabras irán, envueltas en el rayo; sus ojos, ayudados por instrumentos portentosos, acaso descubrirán nuevos seres habitadores de los astros; sus labios en la copa de la vitalidad científica gustarán el vívido y variado jugo que circula por las plantas, por las flores, por los frutos; para moverse el hombre tendrá las alas de la luz, y envuelto entre torbellinos en figura de naves, domará la espalda del soberbio Océano, y volando entre dos cielos descubrirá nuevos mundos; el hombre, en fin, dominará al mundo físico que lo dominó a él, siendo causa de su caída; tarea inmensa y laboriosa, pero sublime y digna de Dios y del hombre; tarea que parece le ha sido impuesta para elevarse al conocimiento de la sustancia única e indistinta, donde el cognoscente y el conocido son idénticos, donde el hombre es igual a sí mismo, donde cesa la lucha entre lo infinito de sus aspiraciones y lo limitado de sus medios, donde está la armonía perfecta, donde por último se encuentra la felicidad.

-Pero para eso es preciso morirse, -objetó riéndose Momo.

El anciano clavó en el médico una mirada como si hubiese visto una víbora.

-¡Por vida de Brahma! -exclamó furioso el viejo-. ¿No me habéis entendido? ¿No oísteis que al principiar dije que todas estas maravillas deberán realizarse en la esfera práctica, sobre este planeta que habitamos?

-Eso es volver al paraíso terrenal, -dijo el poeta.

-¡Habéis dicho una cosa grande! -exclamó el viejo con voz solemne-. Del paraíso salió el hombre y allí deberá volver; pero volverá sabiendo lo que antes no sabía en su estado primitivo.

-¿Y qué ignoraba antes? -preguntó don Guillén.

-El precio de la felicidad que perdió, -repuso el anciano-. Cuando el hombre vuelva a rehabilitarse de su abyección, estimará en toda su valía el tesoro que habrá conquistado, tesoro que regalado nada vale, y que adquirido por el sudor y la sangre de mil y mil siglos será digno del hombre.

El poeta y don Guillén escuchaban atónitos; pero el médico y Álvaro del Olmo meneaban la cabeza, el uno con burlona sonrisa y el otro con el aire ceñudo de un acérrimo católico, que oye proclamar herejías como si fuesen calificadas y ortodoxas verdades.

-¿Me permitís que os haga una pregunta? -dijo Álvaro.

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-Preguntad, -respondió el viejo con arrogancia.

-Y cuando la humanidad se encuentre en ese estado que predecís, ¿estará sujeta a la muerte?

-No, -repuso sin vacilar el mago.

-Pues entonces, -dijo severamente Álvaro-, o estáis equivocado de la manera más lamentable, o del modo más grosero tratáis de engañarnos.

-¡Cómo!

-La razón en muy obvia. ¿Creéis en Dios?

-Sí.

-¿Creéis que sea justo?

-No puedo negarlo. -Pues en tal caso, todas las generaciones que hubiesen precedido a esa generación dichosa de que habláis, ¿no tendrían con razón el derecho de reconvenir a Dios por su injusticia, por su crueldad en haberles hecho nacer antes de esa era venturosa en que soñáis? Esta objeción impresionó fuertemente el ánimo de todos los circunstantes, si bien por diferente motivo. A don Guillén y al poeta, porque deseaban esclarecer y afirmar sus ideas en este punto; y a Momo, porque con esta polémica se le proporcionaba un nuevo motivo de risa. -Vamos, ¿qué decís, señor sabio? -preguntó el médico con aire encizañador. -¿No creéis exacta la reflexión que me he permitido haceros? -dijo Álvaro con la más exquisita cortesanía. -No lo creo así, -repasó el viejo. -Pues explicaos, si no queréis que os juzgue enemigo de la lógica. -Me explicaré, -respondió el anciano con voz firme. Todos prestaron grandísima atención. El anciano, tomando una actitud pedagógica, comenzó a decir de esta manera:

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-Vendrá un día, una hora, un instante misterioso en que los hombres llegarán al estado feliz de que hace poco os hablaba... -¿Sobre la tierra? -preguntó Álvaro. -Claro está. ¿No me habéis entendido? -dijo el mago no sin impaciencia. Después de una breve pausa, continuó: -Ensayaré explicarme en otros términos, para ver si consigo convenceros. ¿Qué diríais si yo afirmase que la humanidad es siempre la misma? -¿Qué queréis decir? -Que la cantidad de materia o masa corpórea que siempre se rebulle sobre este planeta, es como el vaso inmenso dentro del cual está contenida la potencia inteligente, reflejo de la inteligencia divina. Y como Dios no puede dejar de ser siempre el mismo, claro está que un sol que nunca se pone y que siempre brilla con idéntico esplendor, no puede menos de reflejar la misma luz. Y pues la inteligencia contenida en la materia es siempre idéntica, y siendo también la inteligencia lo que constituye la humanidad, queda probado evidentísimamente que la humanidad es siempre la misma. Ahora bien, cuando llegue ese instante dichoso en que, por decirlo así, el hombre torne otra vez al paraíso, se entenderá que vuelva allí el mismo Adán que fue arrojado de aquel lugar de delicias; pero el mismo Adán con conciencia de sí mismo; Adán, es decir, la humanidad, conociendo que conoce su grandeza, su dignidad, los afanes, las angustias que lo ha costado volver al mismo punto de donde fue arrojada por la espada de fuego del ángel del Señor, que entonces cerró al hombre las puertas del paraíso, temiendo que comiese del árbol de la vida, ya que se había atrevido a comer del árbol de la ciencia. -¿Sois cristiano? -preguntó don Guillén. -Yo pertenezco a todas las religiones, porque en todas veo la misma idea. Las formas son las que varían. Al oír tales palabras, Álvaro exhaló un suspiro de compasión. -Por lo demás, -continuó el mago-, la tradición de que Adán (y por éste no entiendo precisamente un solo hombre, sino entiendo que es la personificación de la especie humana) fue arrojado del paraíso, es una noción que, más o menos confusa, más o menos velada bajo estas o aquellas formas, se conserva fielmente en todos los pueblos de la tierra. Insisto, pues, en que, cuando el hombre haya conquistado el paraíso, le serán franqueadas las puertas de todos los misterios, su inteligencia abarcará el piélago sin orillas de lo infinito, y entonces podrá saciar su sed en el manantial inagotable de la verdad eterna, y satisfará su hambre con los místicos frutos del árbol de la ciencia y de la vida. Por consiguiente, el hombre, como al principio, volverá a ser inmortal. En cuanto a lo que decís de las generaciones pasadas que vivieron en épocas menos felices, debo contestar que eso no pasa de ser mera ilusión, supuesto que la inteligencia de todos los que antes vivieron es

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la misma de los que entonces para siempre vivirán. Es, por decirlo así, el mismo precioso licor que al través de los siglos ha ido trasegándose de uno en otro vaso, renovado sin cesar a medida que el tiempo grieteaba la materia, haciéndola inepta para contener la potencia inteligente de la cual sólo es y ha sido la interina depositaria. -¡Eso es negar la individualidad! -exclamó vivamente el poeta. -Negación que envuelve otra más trascendental todavía, -dijo Álvaro con su mesura y severidad acostumbradas-. Tal vez no os habéis apercibido de que negáis la responsabilidad moral, pues en el instante solemne de que habéis hablado, cuando los hombres que entonces vivan vuelvan a convertir la tierra en paraíso, se entiende que dais la inmortalidad y la felicidad a todos los hombres que en aquella era existan, en cuyo caso repetiré mi argumento, no ya por las generaciones pasadas, sino también por aquella generación presente. Quiero decir que todos los hombres en aquella época obtendrán, según vos, una misma suerte venturosa, lo cual no puede menos de ser horrorosamente injusto. No es admisible que entonces ni nunca todos los hombres sean absolutamente buenos en el mismo grado, y la injusticia salta a los ojos desde el momento que a todos los hombres hacéis un presente igual, confundiendo así el mal y el bien, el mérito con el demérito. De tan funesta doctrina se deduce rectamente la indiferencia en las acciones humanas, es decir, que la misma y aun mejor cuenta saldría siendo malvado que virtuoso. Si sois cristiano, si pretendéis inquirir la verdad de buena fe, buscadla, yo os lo digo, buscadla en los libros sagrados, sobre todo en el Evangelio; pues en ninguna parte brilla la revelación a que la humanidad aspira con una claridad más digna y bella que en el Nuevo Testamento. A pesar de estas reflexiones que vuestros errores me han sugerido, no por eso dejo de estar conforme con parte de vuestra doctrina. ¡Sí! La humanidad, después de haber recorrido un círculo inmenso en el tiempo y, en el espacio podrá convertir la tierra en un lugar de delicias; no habrá más que un rebaño y un pastor; pero ¡ay! en ese mismo instante se habrá cumplido un gran misterio, el de la consumación de los siglos; caerán las estrellas como la lluvia del cielo, se ensangrentará el disco del sol y de la luna, la bóveda del firmamento pasará veloz como un torbellino sobre la faz de la tierra; entonces llegará el fin de los tiempos, resonará la trompeta formidable, la tarea de la humanidad, se habrá terminado, y nada puede vislumbrarse más allá sino el premio o el castigo que, después de la resurrección, el Padre y el Hijo impongan a los hombres en el terrible juicio. -Podéis guardar vuestros sermones para quien los necesite, -dijo el anciano encogiéndose de hombros desdeñosamente. -Recordad, -continuó Álvaro impertérrito-, que el reino de Dios no es de este mundo. Jimeno escuchaba con atención profunda, y en la abundancia de nobles sentimientos e ideas luminosas que hervía en aquel corazón juvenil, se le ocurrían mil y mil pensamientos grandes y profundos que le hubiera sido imposible retener en su pecho. El fuego sagrado de la inspiración brillaba en su frente y en sus ojos. -Yo no puedo creer, -gritó el poeta-, que el curso de los tiempos se acabe. Enhorabuena que este planeta sea aniquilado; pero ¿quién os ha dicho que el universo esté reducido a este grano de mostaza que llamamos tierra? La eterna y vivífica palabra del Creador jamás

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podrá estar sumergida ni un instante en el inerte reposo de las tumbas. Con una mano arrojará mil y mil globos en el abismo insondable de la nada, y con la otra volverá a sacar del antiguo caos millones de millones de rutilantes mundos, que arrojará de nuevo con poderoso empuje al fecundo torrente de la vida. El hombre volverá regenerado al paraíso, y después de esta gloriosa conquista no aguardéis que se desplomen los cielos para siempre. Después del gran juicio, a la segunda venida del Cristo, su reino vendrá también a nosotros. El hombre volverá a la justicia y pureza originales, la serpiente será para siempre vencida y encadenada, y el hombre cumplirá al fin la voluntad de Dios al criarle y con su entera y originaria rectitud, su espíritu, como antes hubiera podido hacerlo naturalmente, obedecerá a Dios y será señor de los sentidos y tendrá el imperio del universo, gozando en cuerpo y alma de la gloria del Creador; pero gozando por medio de la magnífica alianza de la libertad y de la virtud. Entonces, si quisiese, pudiera tornar a caer; pero yo os lo aseguro, no querrá descender más del brillante pedestal de su rehabilitación sublime. Oíd lo que tengo sobre mi corazón. Después de tantos afanes, yo veo un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habrán pasado para siempre con sus tempestades y alteraciones, así como también el género humano, idéntico en la sustancia, no será el mismo en sus cualidades de debilidad, sino que ya establecido e1 reino de Dios, después de la última y séptima época, será como una nueva creación en donde, en regocijo sin fin y con paz inalterable, todos los que nacieron desde el principio y por su virtud lo merecieron, gustarán eternamente en cuerpo y alma los doce frutos de bendición del árbol de la vida. Todos los circunstantes hicieron un movimiento. -Creedme, -gritó el poeta con la faz encendida como el sol-. Tened fe en mis palabras, porque es imposible que Dios me inspire estas cosas con tanto ardor y que luego sean una mentira. Hay en el fondo de nuestra alma, en lo más recóndito de nuestra naturaleza, cierta fuerza de espontaneidad, soplo del cielo, que en alas de la buena fe, de la santa esperanza, de la caridad ardiente se remonta en algunos momentos solemnes de la vida hasta los místicos y dorados espacios en que resplandecen las siete estrellas y los siete candelabros, que han de alumbrar las siete victorias que el hombre conseguirá algún día sobre las siete cabezas del infernal dragón. Calló el poeta, y todos, al oír sus palabras, quedaron atónitos y conturbados, como los tristes campesinos que ven mudarse sus cabañas al ronco impulso de un formidable terremoto. Largo silencio reinó en la gruta. Como el lector habrá advertido, las opiniones de Jimeno eran una especie de puente que enlazaba ambas teorías, la del viejo y la de Álvaro. Los dos sistemas vagaban por las opuestas orillas del océano de la ciencia. Efectivamente, -dijo al fin el anciano-, no puedo creer que de una manera absoluta se acabe el curso de los tiempos. ¿Quién puede concebir el reposo de la muerte en el que es autor de toda vida? Aun en el fondo mismo de la eternidad, que yo admito, veo destacarse, sin embargo, la idea de tiempo, de sucesión en la conciencia, aunque sin límites. -¡Insensatos! -murmuraba Álvaro del Olmo.¡Insensatos!

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-¡Topos fanáticos! -exclamaba Momo pudiendo apenas reprimir una carcajada-. ¿Quién había de creer que hubiese en el mundo quien tanto delirase? ¡Creer en la resurrección de la materia! Vamos, están locos rematados. Y encogiéndose de hombros con el aire de un sabio positivista, Momo se puso a examinar un cadáver de los varios que había en la gruta dentro de sus ataúdes. -¡Qué locura tan singular! -pensaba Momo-. ¿Qué demonios se propondrá hacer este vivo con estos muertos? ¡Esto parece un cementerio! Don Guillén entretanto se hallaba confuso y abismado en mil contrarios pensamientos en vista de aquella discusión que había despertado enérgicamente su incesante anhelo de saber, por más que hubiese guardado un obstinado silencio. Su alta inteligencia estaba agobiada bajo el peso de sus dudas, como si sobre su espíritu se hubiese desplomado una montaña. Don Guillén deseaba con ansia poder asirse a las alas de oro de esas hermosas verdades que se remontan al cielo y forman su nido prodigioso en el mismo disco del sol. ¡Ay! Don Guillén intentaba afirmar sus creencias, lo deseaba, lo quería; pero al desgraciado le faltaba la fe. -¡Oiga, el de la inmortalidad en la esfera práctica! -gritó el médico con acento zumbón-, ahora os demostraré prácticamente lo absurdo de vuestras opiniones. -¿Qué decís? -preguntó saliendo de su meditación el anciano, que hasta entonces no había reparado en lo que Momo se ocupaba. -¿Veis estos cadáveres? Pues vamos a ver como les hacéis resucitar, por más que los tengáis embalsamados de una manera admirable y perfectamente disimulada. El mago sonriose desdeñosamente. -¡Embalsamados! -exclamó. -¿Me queréis hacer creer lo contrario a mí que los vendo? -Esos no son cadáveres, -dijo el mago. -¡Por la reina Esther! ¿Sabéis que me gusta vuestro humor? Ciertamente que no es fácil encontrar un viejecito más chusco. Con un aire tal de socarronería y malicia pronunció Momo estas palabras, que no pudieron menos de despertar la hilaridad de sus compañeros, poco antes absortos en las más graves reflexiones. -Ya os he hablado del misterioso fluido sutil que une al alma con el cuerpo, y de ese otro fluido que existe en toda la naturaleza... -A fe que estáis más afluente que un manantial.

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Esta chanzoneta de Momo acabó de colmar la medida al sufrimiento del mago, que, fuera de sí, exclamó: -¡Es inútil empeñarse en revelar los misterios de la ciencia a los incrédulos y a los necios! No pretendo cansarme ni cansaros con teorías; hechos innegables me bastarán para confundiros. Don Guillén lanzó una mirada de reconvención a su médico. Entretanto el buen Pedro Fernández se hallaba retraído en un rincón, tan atortolado como perro con maza. El halconero, chiticallando, había estado oyendo toda aquella extraña conversación, sin entender de ella más que si le hablasen en caldeo, habiendo únicamente logrado el que le zumbasen los oídos como si la hubiesen repiqueteado un millón de almireces sobre la mollera. Momento hubo en que ya se imaginó que se hallaba en aquella gruta vía recta para el infierno, y en más de una ocasión llego a creer que todos sus compañeros se habían vuelto locos. A la sazón había tomado resignadamente el partido de rezar con disimulo una parte de rosario a las ánimas benditas, para que luego luego le inspirasen a su señor el deseo de salirse de aquella maldita madriguera. El mago, dirigiéndose a los jóvenes, dijo: -La alquimia no me ha enseñado a trasmutar el hierro en oro; pero en cambio me ha revelado el secreto de hacer brotar la lucecita que visteis antes, así como también la confección de un elixir maravilloso, cuyos efectos vais a ver muy en breve. El elixir tiene uso para rejuvenecer la materia, o sea, renovar la vida animal, en tanto que la luz prodigiosa sirve para atraer el espíritu y obligarlo a reunirse con el cuerpo. ¡0 vis duorum permira fluxuum! -¡Sóplate esa! -exclamó el médico. El mago se dirigió con paso lento al muro de la gruta, donde había un nicho y en él un horrendo monstruo, cuya cabeza y manos eran de hermosísima doncella, con cuerpo de perro, garras de león, alas de águila y cola de dragón. El mago murmuró una fórmula cabalística, e inmediatamente los ojos de la esfinge centellearon en la oscuridad, y en seguida lanzó un suspiro lastimero y metálico, que se dilató por los tenebrosos ámbitos de la gruta. Nuestros caballeros reconocieron en aquella voz el mismo fúnebre lamento que antes habían escuchado en la puerta de aquella mansión prodigiosa. Tres veces el terrible mágico repitió la potente invocación, y otras tres veces resonó en la cueva el lastimero gemido. En seguida volvió precipitadamente adonde hemos dicho que estaba el trípode, sobre el que había un libro abierto y escrito con caracteres caldeos. El viejo se había transfigurado completamente; sus ojos relucían como carbones encendidos, su rostro parecía que iba a brotar sangre, anhelosa respiración salía de su ancho pecho, las venas de su frente querían reventar, y diríase que su estatura se había aumentado medio pie. También por tres veces abrió el misterioso libro del destino por diversos parajes, y en cada una de

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aquellas páginas leyó algunas líneas con tan grande fervor, con volición tan vehemente, que parecía que el vívido rayo de su mirada encontraba otros ojos entre aquellos enrevesados caracteres. Luego de pronto se dirigió a un armario y sacó una redoma llena de un líquido verde, una piel de gato negro y una pasta como de jabón de piedra, de color jaspeado y tez brillante. El mago colocó todo esto sobre el trípode, y comenzó a frotar la pasta contra la piel, con la cual cubría la redoma. No es fácil explicar la rapidez y el vigor inaudito que el anciano desplegaba al verificar aquella fricción portentosa, que tan fecunda había de ser en resultados. A los pocos momentos oyose un ruido sordo dentro de la redoma, como si el líquido que contenía se hallase en el más alto grado de hervor, en la ebullición más candente. En efecto, de aquel rápido frote brotaba un humo cada vez más denso y azulado, hasta que, por último, el tapón de la redoma saltó en alto violentamente, y al mismo tiempo apareció, como por encanto, la luz amarillenta y azul que, como antes, comenzó a revolar en torno del anciano. Diríase que aquella chispa fosfórica estaba dotada de intención, de vida, de inteligencia. Todos los circunstantes contemplaban aquel espectáculo con los cabellos erizados de terror. -Ahora, -dijo el anciano-, acabaréis de ver los maravillosos efectos del elixir de la vida y de la pasta confeccionada con las tres matrices: el mercurio, el azufre y la sal. -¡Y qué nos queda ya que ver! -exclamó el buen Pedro Fernández santiguándose. -La resurrección de los muertos. -¿Qué decís? -exclamaron los tres jóvenes en coro. -La verdad, -repuso lacónicamente el mago. -Estos cadáveres...

-Algunos de ellos, -interrumpió el viejo-, éste que está junto a mí lleva ya quinientos años de dormir en este ataúd.

-¡Es posible!

-Éste fue el primero de mis ascendientes, que vino a España a poco de haberla conquistado los moros...

-¡Su traje no es de musulmán! -observó el señor de Alconetar.

-¡Era judío, o por mejor decir, su vestimenta era judaica.

-¡Cuántos misterios!

-Éste que aquí veis fue gemelo, y profesó constantemente el más tierno cariño a su hermano. Ellos, como yo, son descendientes del gran maestro de la magia y de la filosofía oriental, el sublime e inmortal Zoroastro. Este sabio inició a sus hijos en los prodigiosos

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secretos de la teúrgia, revelándoles las omnipotentes y místicas palabras de la Invocación y de la Evocación, palabras formidables que hacen conmoverse llena de pavor y de humildad a la naturaleza entera.

El gran Zoroastro llegó a adivinar la existencia de esta luz que estáis mirando, luz en cuyo candente seno habita el espíritu sutil; pero por más ensayos que hizo mi venerando ascendiente, nunca llegó a descubrir el secreto que sospechaba. Sin embargo, dejó escrita y consignada la mayor parte del procedimiento, con cuyo auxilio sus descendientes continuaron en la grande obra sin desmayar ni un instante, con incansable eficacia y con resultados cada vez más fecundos y próximos al término de esta investigación casi divina. Los dos hermanos gemelos fueron los primeros que, a fuerza de largas vigilias, hallaron el gran secreto, permirum arcanum.

El mago permaneció algunos instantes meditabundo, como si en su interior reflexionase sobre la importancia y excelencia de las verdades que iba a revelar.

-Veamos. ¿En qué consiste ese arcano de que tanto habláis? -preguntó don Guillén no sin alguna impaciencia.

-Ahí precisamente voy a parar. ¡Admiraos! Los dos hermanos, después de varios experimentos, se convencieron hasta la evidencia de que habían encontrado el secreto de suspender la vida.

-¡De suspender la vida!

-Yo no lo entiendo.

-Eso es un absurdo.

-¡Jesús, María, y José!

-¿Creéis acaso que es imposible paralizar el curso de las funciones vitales? El hombre se eleva a una altura inconmensurable y prodigiosa, a medida que profundiza en los abismos de la ciencia.

Y esto diciendo, el mago dirigiose a uno de los departamentos de la gruta, y a poco volvió con otra redoma y otra pasta. El licor que contenía la vasija era negro, la pasta era también negra.

-He aquí la antinomia; esta mixtura es la contraria diametralmente a esta otra (el mago señalaba a la redoma verde y a la pasta jaspeada). Ahora bien, prestadme atención. Un hombre se encuentra, por ejemplo, en la edad de treinta años y quiere saber y presenciar lo que sucederá dentro de un siglo. ¡Qué! ¿Os admira esta pretensión? Verdaderamente que es magnífica y sublime e incomprensible y dificultosísima; mas no por eso deja de ser realizable. Esta mixtura es narcótica y antipútrida por excelencia, y tiene la maravillosa virtud de paralizar el movimiento vertiginoso del fluido esencialmente vital, y conserva en el cuerpo humano, sin el más mínimo deterioro, la parte más pura, oleosa y saludable de la

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sangre, sincerior sanguinis succus. Hecha esta brevísima explicación acerca de este pasmoso medicamento, sólo me resta deciros que un hombre, graduando la dosis según la razón combinada de su complexión y del tiempo que pretenda renunciar a la vida, puede sin el menor peligro suspender todas las funciones de su organismo, proporcionándose así como una especie de catalepsia de la duración que más le plazca. Así, pues, el hombre que a los treinta años suspendió su vida, puede muy bien levantarse joven, lozano y gozoso después de un siglo, y vivir y viajar y amar y conocer ciencias nuevas, trajes diversos, costumbres distintas, imperios recientes, razas, fisonomías, civilizaciones e idiomas completamente desconocidos. ¡Cuán magnífico espectáculo, cuán jubilosa voluptad puede el espíritu del hombre disfrutar en la tierra por medio de este maravilloso descubrimiento! Y todo esta reducido a tomar una pequeña dosis de esta pasta y de este licor. ¡Maravilla! ¡Maravilla!

El viejo había sabido comunicar su entusiasmo a todos los presentes, menos a Momo, cuya glacial sonrisa causaba en el mago el mismo efecto que el agua en el fuego.

-Se me ocurre una pregunta, -dijo Momo.

-¿Cual?

-Decidme: aun cuando fuesen realizables al pie de la letra todos los delirios que acabáis de manifestar, si estos cadáveres fuesen devorados por las fieras o por un incendio, después de tragados o reducidos a ceniza, ¿podría verificarse la resurrección de que habláis?

Esta salida de Momo, produjo tan estrepitosa carcajada en todos los circunstantes, que el pobre mago quedose más corrido que la zorra en el convite de la cigüeña. El primer movimiento del sabio fue precipitarse sobre el insoportable Momo, que se le reía en las barbas, como estudiante travieso en presencia del pedagogo. Por ultimo, logrando contenerse, y como si nada hubiera oído, el mago, volviéndose a los jóvenes, continuó:

-La única dificultad consiste en que es preciso revelar el secreto a una o más personas, a fin de que tengan el cuidado, no sólo de colocar al suspenso en un sitio seguro, a cubierto de accidentes funestos, sino también de que, si el período es largo, vayan trasmitiéndose la noticia de padres a hijos, para que, llegado el tiempo, practiquen con el artificial cadáver la operación que muy pronto vais a ver.

-¿Y si el que sabe el secreto no tiene hijos, o se muere de muerte repentina, o es un pícaro que dice Requiescant in pace?

-¡Hombre maldito! -murmuró el mago.

Luego añadió en voz alta:

-Eso no prueba más sino que una fatalidad invencible extiende sus contrariedades y peligros hasta los descubrimientos más portentosos.

-Vamos, en este punto os habéis confesado rendido.

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-No he hecho más que manifestarme sensato.

-Y aun así y todo, ¿es posible que creáis que puede creerse esa estúpida resurrección? ¡Resucitar la materia!... Holgaríame de ver la operación de que os valéis. Siempre será machacar en hierro frío, pedir peras al olmo, predicar en desierto, escribir en el agua o ladrar a la luna. -¡Incrédulo! -gritó el mago fuera de sí-. ¡Ahora veréis el gran misterio! Quinientos años hace que los dos hermanos gemelos suspendieron su vida, el uno en este sitio y el otro en otra gruta situada en Jerusalén. Un lazo misterioso y magnífico de ciencia y parentesco ha unido esta mansión con aquella por espacio de cinco siglos. De padres a hijos ha venido trasmitiéndose con religiosa exactitud este precioso depósito. Y esto diciendo, el anciano sacó del volumen que había sobre el trípode un hoja de papiro, en la cual se veían trazados algunos caracteres en idioma zendo, que era la lengua sagrada del antiguo magismo de la Persia. -¡Mirad! Hace quinientos años que este manuscrito existe en esta gruta. Todos mis ascendientes se lo han ido trasmitiendo con la expresa condición de no leerlo sino en el último caso, en peligro de muerte, a fin de no privarnos a cada uno de la gloria de hacer el descubrimiento por nuestra propia actividad y fuerza. En estas líneas está contenido y explicado el arcano maravilloso de los dos fluidos. Hasta hoy no me ha sido lícito romper los siete sellos de la misteriosa caja destinada a guardar este escrito, porque hasta hoy no he descubierto por mi propia ciencia la creación de la luz. Precisamente habéis venido a visitarme en el día más dichoso y solemne de mi vida. Esta noche, según la antigua costumbre de los míos, tengo la obligación de celebrar con mis ascendientes, el banquete de la resurrección. Todos los individuos de mi familia han hecho lo mismo el día en que lograron abrir la puerta del gran misterio con la llave de la ciencia, como para dar a entender a sus mayores que habían cumplido dignamente su encargo. ¡Vosotros asistiréis al convite! En seguida el anciano empuñó, el potente báculo de Zoroastro, y tocando en el muro de la gruta, vieron instantáneamente abrirse dos puertas de fúlgido metal y aparecer una extensa habitación espléndidamente iluminada. En el centro del rutilante aposento veíase una mesa redonda y cubierta de exquisitos manjares y vinos delicados. En torno de la mesa veíanse siete sillones de madera preciosa y ricamente historiados con incrustaciones de marfil y oro. Nuestros caballeros repararon que los ataúdes eran también el numero de siete. El mago, después de algunos momentos de reflexión profunda, exclamó con voz de trueno y con el fervor de una pitonisa: -¡Fuerzas magnéticas! ¡Fuerzas eléctricas! ¡Jugos vitales! ¡Potencia de los elementos! ¡Ondinas del agua! ¡Sílfidas del aire! ¡ Salamandras del fuego! ¡Gnomos de la tierra! ¡Venid, venid, venid!... ¡Fuerzas creadoras que engendrasteis al gran Seísmos visible, palpable, sólido, animado, fecundo, vívido, arrojad vuestro soplo de vida en torno de mi

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frente! ¡Brillad, agitaos, chocaos, estremeceos, bramad, suspirad, brisas, huracanes, gotas, océanos, arenas, montañas, luces, astros, volcanes, átomos, mundos, obedeced mi palabra! ¡Obedeced! ¡Obedeced! ¡Obedeced! El mago guardó silencio durante algunos minutos. Luego murmuró algunas palabras ininteligibles, y súbito oyose a lo lejos un rumor como de mil y mil caballos que galopasen sobre un terreno calcáreo. Aquel sordo ruido cada vez se aproximaba más hasta que, por último, cada uno sintió zumbar en sus oídos como el eco de cien torrentes, a la vez que la amarillenta y azulada lucecita creció de pronto como un gigante de fuego, inundando en vivísimo resplandor todos los ámbitos de la gruta. Luego, del fondo de aquella luz, salió una voz múltiple, extraña, incalificable, una voz como ningún oído humano la oyó jamás. -Aquí estamos, -decía la voz-; tu evocación ha sido oída; manda, Casib, manda y obedeceremos. Sonriose el mago, y en seguida colocó en torno del trípode los siete ataúdes con la tapa levantada. -¡Espíritu sutil, ya es tiempo de que vivifiques! Apenas Casib hubo pronunciado estas palabras, cuando la luz prodigiosa volvió a recobrar otra vez su diminuto y primitivo tamaño. En seguida Casib dio principio a una operación extraordinaria. Colocándose a la cabeza del ataúd en que yacía el primer habitador que fue de aquella gruta, comenzó por imponer las manos sobre el lívido rostro, y acabó por soplar muchas veces sobre la boca del cadáver. Era lo más portentoso el que la luz seguía todos los movimientos de Casib, quien por último dijo: -¡Ahora! Inmediatamente la luz penetró por la nariz del cadáver, y al cabo de cierto espacio volvió a salir por la boca. El mago fue repitiendo esta misma operación con los seis cadáveres restantes. Terminada esta especie de iluminación interior, la estrellita, como una mariposa brillante, volvió a revolotear otra vez en torno de la frente de Casib. Durante largo rato reinó silencio sepulcral, y al fin Momo le rompió diciendo: -Paréceme que están muertos sin ningún género de duda. Casib, al parecer, no oyó estas palabras, pues estaba tan absorto que ni pestañeó siquiera. De repente sucedió una cosa espantosa. La esfinge comenzó a exhalar horribles gritos, los muros de la gruta comenzaron a estremecerse con violencia, y las redomas que en diferentes armarios el mago tenía guardadas, comenzaron a entrechocarse, produciendo

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un ruido extraño, trémulo, vidrioso. Diríase que la magia, valiéndose hasta de los objetos inanimados, entonaba un himno de gracias y de júbilo al mágico triunfante. -¡Anúbis! -exclamó Casib-. Ahora es preciso que yo imite tus movimientos. Y el anciano empezó a saltar en torno de los siete ataúdes, exhalando espantosos gritos, y sin cesar repitiendo: -¡Anúbis! ¡Anúbis! ¡Anúbis!

Pocos momentos después los cadáveres se incorporaron en sus ataúdes, y abriendo sus ojos radiantes, exclamaron:

-¡Casib! ¡Casib! ¡Llegó el gran día!

Nuestros caballeros estaban con los cabellos erizados de horror en vista de aquel espectáculo. Era aquello una cosa nunca vista, una especie de Apocalipsis, pero teúrgico, satánico, blasfemo; un remedo informe, una tentativa soberbia como Lucifer, una horrible parodia de la resurrección en el ultimo día. En esto oyose la ronca detonación de un espantoso trueno, y la gruta pareció que había sido trastornada de arriba abajo, y los circunstantes creyeron que la tierra faltaba a sus pies y que habían sido arrojados en las profundidades del infierno. De repente los resucitados con sus luengas barbas y exóticos ropajes saltaron de sus ataúdes y entablaron, asidos de las manos, una danza horrible, infernal, fantástica, y a sus caprichosas evoluciones mezclaban gritos de júbilo y huecas carcajadas. Luego, después de un largo rato, se detuvieron repentinamente, y dirigiéndose al mago, prorrumpieron en grandes voces diciendo:

-¡Casib! ¡Casib! ¡Al convite! ¡Al convite! ¡Al convite!

Y veloces como los fantasmas de una espantosa pesadilla se precipitaron en el suntuoso aposento del banquete, arrastrando con violencia en pos de sí a nuestros atónitos aventureros.

Capítulo XXXVIII

De cómo hay casualidades que parecen Providencias

El lector recordará sin duda que, según dijeron los esclavos moros de la torre de Castiglione, Mendo se había alejado con Elvira en dirección a la aldea de Alconetar. Mendo (el criado que asistía a la triste doña Fidela y a Elvira en la granja, funesto teatro de acontecimientos que ya dejamos referidos) había sido sobornado por el opulento Castiglione. Éste, aconsejado por la vieja Plácida, había adoptado la resolución de que, por algún tiempo, Elvira permaneciese reclusa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Al principio se opuso el italiano a esta medida, como peligrosa a su amor y seguridad; pero

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todos sus temores se disiparon luego que Plácida le manifestó la ausencia de don Guillén Gómez de Lara, que había emprendido un largo viaje.

Acababan las monjas de terminar sus oraciones en el coro por la mañana, cuando en la celda de Elvira tenía lugar el siguiente diálogo:

-La niña parece que pasa toda la noche en vela, -decía la infernal Plácida.

-Así está tan amarilla.

-¡Pobre enamorada! Es probable que emplee sus vigilias en escribir epístolas a su amante.

-¿Y no podremos conseguir nuestro objeto? Estoy impaciente...

-Ya os he dicho que cachaza y mala fe.

-Pero esta mañana...

-No me ha sido posible en ninguna manera.

-¿No la has visto?

-No, señora.

-¿Pues qué hacía?

-Lo ignoro. La puerta estaba perfectamente cerrada. Es de creer que estuviese durmiendo.

-¡A estas horas!

-De ahí deduzco yo que pasa las noches velando.

-Es preciso no perder tiempo.

-Descuidad, señora mía, que ya he tomado perfectamente mis medidas, y lo que es ahora no se nos escapará.

-¿Y cuándo?...

-Hoy mismo.

-Veamos tu proyecto.

-Es tan sencillo como seguro será su éxito.

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-Explícate pronto.

-Ya sabéis que la madre Sinforiana es muy entrometida y cachuchera y que tiene menos seso que una alondra, si bien en cambio posee algunas habilidades monjiles, como vestir niños de cera, hacer flores, y sobre todo tortas, bizcotelas y todo género de confites. Esta última habilidad es la que nos va a servir maravillosamente para nuestro propósito.

-¡Oh! ya comprendo. ¿Vas a regalar a Blanca algunos confites de la madre Sinforiana?

-Eso sería muy aventurado. Pudiera no comerlos.

-¿Pues entonces?...

-El golpe debe ser más seguro y más inevitable. Sor Sinforiana me ha dicho que algunas veces suele convidar a su celda a la hermosa Blanca para ofrecerle una merienda. Ahora bien; esta tarde me ha prometido convidarla, y entonces...

La diabólica Plácida hizo un gesto muy expresivo, señalando a la sortija en que estaba contenido el tósigo.

-Entiendo perfectamente, -dijo Elvira con los ojos radiantes de júbilo.

Mientras que esto acaecía en aquella caverna de demonios, que más bien merece este nombre que el de celda, todas las monjas corrían desatentadas por los claustros y con muestras de grandísima alarma y desconsuelo. Después de la inquietud que en aquellos corazones tímidos y sencillos había producido naturalmente el milagroso y espontáneo tañido de la campana del claustro, las monjas se afligieron y espantaron más todavía cuando supieron que muy poco tiempo se había hecho esperar el cumplimiento del fatal anuncio de la noche precedente.

-¡Ay señora abadesa de mi alma! ¡Qué gran desgracia ha sucedido! ¿Quién había de pensarlo? ¡Ayer tan bueno y tan sano, y hoy ya está gozando de Dios el santo varón! ¡Ah! ¡La campana no podía menos de anunciar la más funesta desgracia para el convento!

-Pero ¿qué ha sucedido, hermana tornera? -preguntaban algunas monjas que se hallaban al paso.

-Ahora mismo me lo acaba de decir el mayordomo. ¿Quién lo había de creer? ¡Tan bueno y tan colorado como estaba el buen señor!... ¡Ha sido muerte repentina!

-Pero ¿quién ha muerto?

-El señor Gil Antúnez.

-¡El capellán!

Figúrese el lector la batahola y alarma que esta noticia causó en el convento.

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Pero ¡ay! a nadie afligió más cruelmente que a la desdichada Blanca, la cual despertó para saber que su amado tío, el que le había servido de padre, acababa de morir. Todas las monjas se afligieron sobremanera, porque todas estimaban las nobles prendas de aquel virtuoso sacerdote.

El mayordomo del convento, que hemos dicho estaba casado con una hermana de Blanca, se hallaba también muy afligido, tanto por la muerte de su tío, cuando por el triste estado en que se encontraba su esposa.

Una seglar de la abadesa aviso a Blanca para que al punto fuese a la celda prioral.

-¿Qué mandáis, señora abadesa? -preguntó la joven con su acostumbrado acento de modestia y dulzura.

La abadesa comenzó a usar de rodeos y medias palabras para comunicar a la doncella la desgracia acaecida.

-No os canséis, señora abadesa, en buscar palabras que pinten suavemente mi desdicha. ¡Lo sé todo!

Y la hermosa y afligida Blanca tenía los ojos inundados de lágrimas.

La abadesa, que era una excelente señora, no pudo menos de admirar la noble entereza, mezclada de celestial resignación, que reinaba en el semblante y en los modales de la modesta virgen, que no perdió su compostura y púdica reserva en tan doloroso trance.

-Otra en vuestro lugar, -dijo la abadesa tomando a la joven cariñosamente de la mano-, se hubiera deshecho en gritos alborotando el convento; pero vos, encantadora niña, os habéis guardado muy bien de tales demostraciones, que cuanto más ruidosas menos discreción prueban, además de ser indicio seguro de poca aflicción. ¡El dolor vocinglero nunca es profundo!

La joven escuchaba estas palabras con los ojos bajos, las manos convulsivamente cruzadas sobre el pecho, de pie, inmóvil y pálida como la luna.

-Basta sólo miraros para comprender cuán cruelmente padecéis en este instante.

La abadesa guardó silencio por algunos minutos, al cabo de los cuales, exclamó:

-¡Es lo mejor que podéis hacer!

La venerable monja había advertido el movimiento casi imperceptible de los labios de Blanca que estaba rezando.

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En seguida la abadesa cayó de rodillas delante de una imagen de Nuestra Señora. La joven imitó aquel ejemplo, y ambas, sinceramente afligidas, manifestaron su dolor de la manera más digna, orando por el buen Gil Antúnez.

De repente fueron interrumpidas en su oración.

La madre tornera y algunas otras religiosas penetraron en la celda a participar otra nueva no menos dolorosa para la sensible Blanca.

-¡Ay, señora abadesa!

-¿Qué ha sucedido?

-Que otra vez ha vuelto el señor Garci Jurado diciendo que su esposa está muy malita...

La madre tornera se detuvo pensando en la imprudencia que había cometido de manifestar allí aquella noticia que tanto debía afligir a Blanca. Garci Jurado era el nombre del mayordomo del convento.

-Acabad, madre tornera, -dijo Blanca con su voz de ángel.

-Vuestro cuñado trae la pretensión de que al punto os vayáis a su casa para asistir y consolar a vuestra hermana.

-Y vos, ¿qué decís? -preguntó la abadesa dirigiéndose a Blanca.

-Que estoy dispuesta a salir ahora mismo del convento, -repuso la joven procurando en vano reprimir sus lágrimas.

-¡Pobre niña! -murmuró la superiora.

-¿Me permitís, señora abadesa, que salga al instante?

-De mil amores. Blanca se despidió de la abadesa, quien le dio las mayores muestras de estimación y cariño. En seguida la joven se marchó con Garci Jurado. La casualidad, o mejor dicho, la Providencia, salvó a la hermosa Blanca de una muerte que en ningún modo hubiera podido evitarse, a no haber sido por el funesto accidente anunciado por la milagrosa campana del claustro y realizado en la persona del buen Gil Antúnez.

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Capítulo XXXIX Conciliábulo de los enemigos del temple Al oscurecer de un día de invierno caminaban dos jinetes por una extensa y pantanosa llanura no lejos de Tolosa de Francia. El toque de oraciones, como el lamento del día moribundo, salía de lo alto de los campanarios de algunos pueblecillos diseminados por la llanura. La noche se presentaba tempestuosa y fría, y aquel paraje era por demás sombrío y solitario a medida que los jinetes adelantaban en su camino. Ambos caballeros caminaban rebozados en sus capas y guardando el más profundo silencio. Sin embargo, el uno de ellos no dejaba de pasear en torno suyo miradas vagarosas y escrutadoras, como si pretendiese averiguar los designios de su compañero, o tal vez procuraba descubrir alguna otra persona que de antemano debiese aguardarles. La noche cada vez condensaba más sus sombras; un viento frío soplaba del Norte, e informes nubarrones, como inmensas pizarras lanzadas en el vacío, se arremolinaban en el espacio. Alguna que otra vez la pálida luna asomaba su frente detrás del nebuloso pabellón, con el mismo brillo incierto del fúnebre cirio que lanza su resplandor al trasluz de las negras bayetas de una capilla mortuoria. Cada vez más el terreno se iba elevando, de manera que alla a lo lejos se distinguía confusamente una montaña. Era a la verdad solemne y tétrico el espectáculo que presentaba la naturaleza en medio de todos los siniestros ruidos de la noche. Allá se escuchaban lejanos los ladridos de los perros, acá los chirridos del búho y del mochuelo, allí el canto del gallo que anunciaba la tempestad, y aquí el resonante murmurio de un caudaloso arroyo que se arrojaba a la llanura. Nuestros caballeros refrenaron algún tanto el brío de sus cabalgaduras, a causa de que comenzaban a penetrar por un bosque sombrío de añosas encinas y de espesos matorrales que apenas dejaban paso a una angosta vereda. Los jinetes conociendo la imposibilidad de caminar ambos de frente, se pusieron uno en pos de otro. -¡Por San Bernardo que ha sido una calamidad no hallar a nuestro hombre en el monasterio de Leniz! ¿Quién había de pensar que era preciso salir de España para encontrarle? El que así hablaba exhaló un suspiro, y parecía asaz enojado porque tanto se prolongase su viaje. -¿A qué sirve impacientarse? -dijo el otro jinete-. Cuando se hace lo más, es preciso hacer lo menos. -Y con mil demonios, ¿le encontraremos esta noche? -Sin duda alguna. Según nos han informado, nos aguarda en la abadía de San Ponce. -¿Y está muy distante? -Dentro de dos horas llegaremos allá.

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Cambiadas estas palabras, los caminantes tornaron a guardar silencio, y picando a sus caballos comenzaron a trotar con grandísima diligencia. Poco más de una hora llevaban de camino sin que cosa notable les hubiese acaecido, cuando súbito, y por un movimiento simultáneo, ambos detuvieron sus cabalgaduras. -¿Has oído? -Me pareció oír pisadas de caballos. -Y a mí también. -Pero ahora no se oye más que el susurro del viento entre los árboles. -¿Sería el eco de las pisadas de nuestros mismos caballos el que nos engañó? -Eso no sería inverosímil si el terreno fuese calizo o pedregoso; pero cabalmente caminamos por un piso cubierto de césped. -En efecto, no nos habíamos engañado. ¿Oyes? -¡Es verdad! Efectivamente resonaban pisadas de caballos, si bien el ruido llegaba a intervalos, según la violencia o dirección de las ráfagas del viento. -Se acercan cada vez más. -Debe ser una tropa muy numerosa. -Y al parecer se dirigen exactamente por nuestro mismo camino. -¿Irán también a la abadía de San Ponce? -Muy útil nos sería saberlo. -¿Nos vendrán siguiendo? -Me parece que no; pero si así fuese, ciertamente que sería la mayor calamidad que nos pudiera acaecer. -Todos nuestros planes abortarían. -¡Ira de Dios! ¡Se acercan al galope! -Convendrá que no nos vean. -Apartémonos del camino.

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-Ocultos entre la maleza podremos ver quiénes son.

Diciendo y haciendo, ambos caminantes saliéronse de la vereda, descendieron de sus caballos y procuraron ocultarlos en la espesura.

Pocos momentos después un vivo resplandor inundó la selva y un escuadrón de blancos fantasmas apareció ante sus ojos atónitos. Dos armigueros precedían a la cabalgata, llevando antorchas encendidas. Los caballeros que les seguían eran Templarios. Iban unos en pos de otros por la angosta vereda; pero caminaban con extraordinaria velocidad. Aquella escena duró poco. Los Templarios se perdieron entre las sombras de la noche en los confines de la selva como una legión de espíritus. Es inútil encarecer la sorpresa de nuestros caminantes, que felizmente para ellos no habían sido descubiertos.

-¿Has visto?

-Lo he conocido perfectamente.

-¿A quién?

-Al maestre de Tolosa.

-¡Guillermo de Villeneuve!

-El mismo.

-¿Y adónde irá tan deprisa a estas horas y de esa manera?

-Algo bueno diera yo por saberlo.

-¿Y qué haremos?

-Seguir adelante.

-¡Si nos encontraran en la abadía!

-Me parece que no hay ese peligro.

-Pues a lo menos el camino que llevan hace creer que pasarán por la abadía de San Ponce.

-En todo caso nada tenemos que temer.

-¡Nada! ¿Estás en ti?

-Claro está que no tenemos peligro alguno que temer, mientras que ellos no sepan nuestras intenciones.

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-Eso es verdad; pero se me antoja que todo el mundo conoce nuestros proyectos.

-Pues es preciso tener muy en cuenta que nos va la cabeza en guardar secreto y precauciones.

Esto diciendo, ambos caminantes habían vuelto a cabalgar y a emprender de nuevo su viaje.

Como unas dos horas habrían caminado, cuando descubrieron una negra masa que se levantaba hasta perderse en el cielo.

-¿Ves esa montaña? Pues a la falda se encuentra la abadía de San Ponce.

-¿Y sabrá él que vamos allá esta noche?

-Si a punto fijo no nos aguarda, comprenderá que no debemos tardar muchos días.

Al llegar aquí, nuestros caminantes oyeron ladridos de perros y la voz de un hombre que inútilmente se esforzaba por hacer callar a los fieles animales.

Los viajeros notaron que se hallaban muy cerca de la abadía.

-¡Alto, caballeros! -dijo una voz en las tinieblas, al mismo tiempo que un vigoroso brazo trabó por las riendas al caballo del que iba delante.

Los dos jinetes hicieron un movimiento para poner mano a sus espadas; pero la voz dijo:

-Dejaos de contiendas, caballeros, pues ahora no es ocasión de reñir; antes bien debéis saber que un amigo es quien os habla. ¿Vais a la abadía?

-¿Os importa saberlo?

-Acaso os importa a vosotros más que a mí el que yo lo sepa.

-¡De veras! ¿Y cómo es eso? -dijo uno de los viajantes con acento entre burlón e iracundo.

-Señor... ¿Os gustan las plaisanteries?

-Así, así...

Es de advertir que todo este diálogo pasó en francés, y que nosotros nos hemos tomado la molestia de traducirlo.

-Pues vamos al caso, -dijo el joven que parecía venir de la abadía-. ¿Me permitiréis que os hable seriamente algunas palabras?

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-Tendré mucho gusto en oíros.

El joven caballero se aproximó tanto al jinete, y en voz tan baja pronunció algunas palabras, que le fue imposible oírlas aun al mismo compañero, esto es, al otro jinete.

-¡Gracias! -exclamó el caminante-. ¡Ha sido una precaución tomada muy a tiempo!

Y volviéndose a su compañero, añadió:

-No podemos entrar en la abadía por la puerta principal.

-¡Seguidme! -dijo el joven caballero que se había aparecido.

-Pero ¿adónde vamos? -preguntó el segundo caminante.

-A la abadía de San Ponce.

-¿Pues no decís?...

-Esto quiere decir, señor caballero, -repuso el joven-, que vamos a la abadía, pero que penetraremos en ella por un lugar oculto.

-Vamos, pues.

Los dos jinetes y su conductor, que iba a pie, saliéronse del camino, y dando un gran rodeo se dirigieron hacia la espalda del edificio gigantesco de la abadía. Por aquella parte divisábanse muchas puertas correspondientes a las altas ventanas de los monjes. Además veíase la puerta de lo que se llamaba casa de campo, o sea una parte considerable del edificio que los monjes tenían destinada para alfolíes, caballerizas y demás oficinas propias de una casa de labranza.

Nuestros caballeros se detuvieron como a un tiro de ballesta de la abadía:

El joven conductor, encaminándose a unas encinas cercanas, llamó en voz muy baja:

-¡Marivaux! ¡Marivaux!

-Quédate aquí con estos caballos.

-Está bien, señor.

-Si sucediese alguna cosa que me debas comunicar, ya sabes la seña.

-¿Que mandáis, señor? -dijo un hombre que salió de entre la maleza, y que sin duda alguna de antemano estaba allí oculto.

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-Descuidad, señor.

Nuestros caminantes advirtieron que el llamado Marivaux prodigó al joven caballero las muestras del más profundo respeto.

En seguida los tres se encaminaron hacia la puerta, el joven sacó una llave, abrió un postigo, penetraron los dos caminantes, volvió a cerrar el conductor, y, precediendo a los dos caballeros, los guió por un inmenso laberinto de crujías, claustros y escaleras, hasta llegar a un aposento cuyos habitantes sin duda alguna velaban, a juzgar por la luz que se irradiaba por debajo de la puerta.

-Aguardad un poco, -dijo el conductor dejando a los dos amigos en la oscuridad.

Pocos momentos después salió el joven, diciendo:

-Pasad, caballeros.

-¿Vos no entráis? -No, amigos, yo me quedo de guardia. -A fe que sois vigilante. -Es preciso hacerlo así, y gracias que aun así baste. -Pues hasta luego. -Hasta más ver. Apenas los caballeros penetraron en el aposento, no pudieron dejar de admirarse de tanta magnificencia como se notaba en los muebles, alfombras, y demás adornos. Seguramente que no aguardaban los recién llegados encontrar tan refinado lujo en la abadía. Sin embargo, muy pronto se convencieron de que aquella habitación estaba destinada para recibir y albergar a los más altos personajes que fuesen a visitar la antigua y opulenta abadía de San Ponce. Después de atravesar la antesala, en cuyo centro ardía una magnífica lámpara, se encontraron con otra puerta que se abrió al punto, apareciendo un caballero que vestía galas militares. Los dos viajeros quedáronse sorprendidos, creyendo que habían obrado con demasiada ligereza, e imaginando que habían sido víctimas de la más crasa equivocación. -Nosotros buscábamos... -Sí, sí; lo sé perfectamente, caballeros... Seguidme, y muy pronto encontraréis a la persona que buscáis...

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En efecto, el militar condujo a los atónitos caminantes a otra habitación. Inmediatamente salió a recibirlos un hombre de estatura mediana, de facciones muy pronunciadas, de ojos vivísimos y en extremo perspicaces, de labios pálidos y delgados, por los cuales vagaba casi de continuo una falsa sonrisa, y de frente espaciosa y muy abultada por las partes laterales, de manera que formaba una de esas cabezas amartilladas, como dirían hoy nuestros frenólogos. Estaba envuelto en un sayo negro de velarte; los calzones eran también negros del mejor paño treinteno, y las calzas eran igualmente negras. Todo su aspecto, en fin, era el de un avispado golilla. El personaje que acabamos de describir abrazó con muestras del más acendrado cariño a uno de los dos caminantes, mientras que el otro permanecía con cierto aire de reserva. Según todas las trazas, el habitante misterioso de la abadía y el primero de los dos jinetes eran muy íntimos amigos, en tanto que el segundo no parecía haber visto jamas a tal personaje. Nuestros viajeros repararon, después de los primeros cumplimientos, que en un ángulo de la estancia estaba un hombre de mediana edad, pero dotado de maravillosa hermosura. Aquel hombre parecía mirar con la mayor indiferencia a los recién llegados; pero realmente, como suele decirse, no les quitaba ojo. -Amigo mío, no me fue posible aguardaros en Leniz; pero ya supongo os informaron de que aquí debíais encontrarme. -Efectivamente, mi querido... -¡Chist! Cuidado con nombrarme. -Pues os hago la misma advertencia. -No es necesaria, pues ya habréis tenido ocasión de observar que he comprendido perfectamente que en ninguna manera os convenía se supiese aquí vuestra presencia. -En otra ocasión no me daría cuidado; pero ahora sería para nosotros una calamidad. -Y esta noche más particularmente. -Sí, ya me ha indicado monsieur Brunet que esta noche hay huéspedes en la abadía. -Huéspedes que darían algo por saber de lo que nosotros tratamos. Debéis haberos encontrado en el camino. ¿No venís de Tolosa? -Sí, señor; pero cuando oímos el tropel, tuvimos la precaución de ocultarnos, y ellos pasaron como una exhalación. -¡Cuánto me alegro! Me habéis tenido con grandísimo cuidado, y he aquí la causa por que ha ordenado a monsieur de Brunet que se apostase en las inmediaciones de la abadía,

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para evitar que los Templarios os viesen, si, ignorando que se hallaban aquí esta noche, entrabais por la portería. -¡Oh! gracias por vuestra previsión. ¿Y ellos saben que vos habitáis bajo el mismo techo que ellos? -Lo ignoran de todo punto. El abad es el único que sabe quiénes somos, y el abad es de los nuestros. -¿Y adónde irá monsieur de Villeneuve con cincuenta caballeros armados de punta en blanco? -Muy buenas ganas tengo yo de averiguarlo; pero, en fin, tarde o temprano, ya tendremos ocasión de saberlo; pero... ¡Sentaos, mis queridos señores, sentaos! Los caminantes tomaron asiento, y el uno de ellos se hallaba visiblemente contrariado con la presencia del hermoso caballero, que, reclinado negligentemente sobre un riquísimo escaño, permanecía del todo ajeno a la conversación. -Conque vamos, ¿este caballero es el amigo de quien me hablasteis? -Sí, señor, -repuso el caminante señalando a su compañero-. Aquí tenéis al único que puede secundar de una manera maravillosa nuestros proyectos. El aludido se inclinó haciendo una profunda reverencia y diciendo: -Mi compañero sabe que puedo prestar grandes servicios en España; pero me ha indicado que es preciso además emprender un largo viaje, y he aquí sobre lo que yo desearía ver más claro y recibir algunas explicaciones. El habitante de la abadía fijó sus ojos atentamente en el que así le hablaba, y después de examinarlo muy a su sabor dijo: -Paréceme que en vos hemos encontrado lo que necesitábamos. El desconocido, a quien iban dirigidas estas palabras, hizo un movimiento que parecía decir: -En efecto, tenéis razón. El hombre del vestido negro dijo: -Pues, si os parece, esta noche podemos departir acerca de nuestro propósito, y dejar combinadas las bases de nuestro plan de ataque y defensa... Nuestros caminantes echaron una mirada recelosa hacia el ángulo en que continuaba con ademán indolente el hermoso caballero.

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-No os dé cuidado por la presencia de este galán; es hombre de toda mi confianza. -¿Quién es? -preguntó por lo bajo uno de los viajeros. -Un excelente sujeto. Su padre era amigo mío y poseía inmensas riquezas; pero después la fortuna se cansó de favorecerle, y de uno en otro suceso vino a parar al fin a la más extremada pobreza. Como el hijo ha recibido una educación la más distinguida y está dotado de las más brillantes cualidades de ingenio, puede serme muy útil en el oficio de secretario, y de esta manera también me he proporcionado un medio decoroso para ofrecerle un sueldo considerable, que pueda aceptar sin que se crea humillado. He aquí todo. -¡A fe que es linda figura! -Y puede servirnos de mucho con sus consejos. Cuando le conozcáis a fondo, os convenceréis de la verdad de mis palabras. Por lo demás, podemos hablar en su presencia sin que deba inspirarnos el más mínimo recelo. Esto diciendo, el hombre vestido de negro sacó una cartera y añadió: -Aquí tengo algunos apuntes relativos a nuestros proyectos, y en mi opinión, no carecen de importancia. -Veamos. El de la cartera leyó: -«Los Templarios es indudable que aspiran a la monarquía universal. También es cosa averiguada que son idólatras, herejes y blasfemos, y en prueba de ello puede alegarse la opinión común, que refiere cosas horrendas de sus extrañas y ocultas ceremonias. Son cristianos dudosos y en demasía apegados a los intereses del mando, y en corroboración de este aserto puede alegarse que se negarán a contribuir al rescate de San Luis, y que en sus rivalidades en Palestina contra los Hospitalarios llegaron hasta el extremo de contraer alianza con el Viejo de la Montaña y a dar asilo al sultán fugitivo; guerrearon contra los reinos cristianos de Chipre y de Antioquía; talaron la Francia y la Grecia, y hasta dispararon flechas contra el santo sepulcro de Cristo. Todo esto es tan notorio, que pertenece a la historia. También en toda Europa tienen infinidad de agentes que no tratan de otra cosa que de conquistar o seducir a los personajes más ricos, a fin de que caigan en la tentación de hacerse lo que ellos llaman hermanos casados, prevaliéndose del artículo 55 de su regla, que les permite recibir en su orden esta clase de hermanos; pero con la condición expresa de que la porción de hacienda que tuvieren ambos cónyuges, y la demás que adquirieren, la concedan a la unidad común del capítulo, después de la muerte... El hombre vestido de negro interrumpió su lectura, diciendo con aire picaresco:

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-¿Qué tal? ¿Qué os parece de la bendita orden? Creo que ya basta con lo que os he leído para daros una idea del ruidoso proceso que puede entablarse, fundado en estas y en otras más razones que no serán difíciles de hallar, con tal de que se busquen. ¿No es esto? -Verdaderamente que todos esos cargos parecen o pueden parecer tan fundados, que nadie en Europa se atreverá a negar su evidencia. -Sin contar con los auxilios que en este negocio pudieran prestarnos el Sumo Pontífice y el rey de Francia, -dijo el caballero que hasta entonces había estado retraído y sin desplegar los labios.

-Puede interesarse también a los demás soberanos de Europa en que secunden nuestras miras. Para ellos será un poderoso cebo el despojo de los Templarios, -dijo uno de los dos caminantes.

-No creáis que son de gran importancia los demás reyes de Europa en esta cuestión, -dijo con su falsa sonrisa el hombre vestido de negro. -Sin embargo... Castilla, Aragón, Portugal, Nápoles y Lombardía pudieran ayudar mucho. -Estáis muy equivocado, -dijo el hermoso caballero, volviendo a terciar en la conversación. Todos esos reinos que habéis enumerado protegerán a los Templarios más bien que hacerles la guerra. -Me parece que, cuantos más aliados haya, será mejor, -repuso el segundo caminante. -Es preferible que haya pocos y buenos. El Sumo Pontífice y la Francia son los que pueden abatir el orgullo de esa orden ambiciosa. Roma es la única que debe entender en la supresión de los Templarios, pues, como orden religiosa, está sujeta a la Santa Sede... En fin, se verificará un Concilio, habrá distintos pareceres, etcétera, etcétera... Pero he aquí, mis queridos señores, la llave principal y maestra de este peliagudo negocio... La Francia es la potencia más poderosa entre todas las que tomen parte en esta cuestión. Es Francia la más poderosa por muchas razones; porque en su suelo es en donde los Templarios poseen más bienes, villas y castillos, y además (y esto es lo más importante) porque Felipe el Hermoso es hoy en Europa el monarca dotado de más energía y de más talento gubernativo. Hay todavía más copia de razones... El gran maestre de la Orden del Templo es y ha sido siempre francés, privilegio debido a que los fundadores, Hugo de Paganis y sus ocho compañeros, eran todos franceses. Ahora bien; los maestres generales de la Orden están sujetos (en cuanto a la autoridad temporal) al rey de Francia. A mayor abundamiento, en París tienen los Templarios la Casa principal de Europa, y allí han residido siempre los maestres cuando por varias causas han venido a nuestras regiones desde su silla primitiva y natural, que es la Palestina. Pues bien; la Francia puede darles el golpe mortal, tomando la iniciativa en la formación del proceso, etcétera, etcétera.

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Calló el golilla, y el caballero taciturno hizo una inclinación de cabeza, como si quisiese dar a entender la más completa aprobación. -Y aun, si es preciso, -añadió el caballero de las etcéteras-, sin contar con nadie se les prende, se les acusa y se les hace sufrir el peso de la justicia... -Sí, sí; pero para eso es preciso ante todas cosas que el gran maestre esté en Francia, -interrumpió vivamente el silencioso. -Cabalmente, -dijeron los recién llegados-, el objeto de nuestra reunión es para tratar del modo y forma que hemos de guardar para atraer al maestre a Europa. -En efecto, ahí está el punto de la dificultad, -dijo el hombre del vestido negro. -Yo por mi parte, no tengo inconveniente alguno en hacer un viaje con ese designio a Tierra Santa, sin embargo de que, como ya os ha dicho mi compañero, podré prestar algunos servicios de importancia en Castilla. -¡De veras! ¿Estáis dispuesto a partir para Jerusalén? -Al instante. -Y yo me ofrezco a acompañarlo, -añadió el otro viajero. El hombre de las etcéteras cambió una mirada de inteligencia con el hermoso caballero, que le servía de secretario. Sin duda alguna debieron de entenderse, pues que en aquel mismo momento llamaron al militar que guardaba las puertas, y le intimaron con la mayor severidad la consigna de que a nadie absolutamente dejase penetrar en aquel recinto, excepto el infante. En seguida los cuatro caballeros entraron en diálogos de la más íntima a la vez que terrible confianza. El caballero del negro sayo dijo: -En Palestina se puede también sacar mucho partido contra los caballeros del Templo, con tal que haya discreción y travesura para explotar las rencillas y enemistades que ahora más que nunca están exacerbadas entre los Templarios y Hospitalarios... Además, los turcos les tienen siempre ojeriza; ya en varias ocasiones han atacado algunas plazas que poseen los Templarios, como sucede con Jafa, que al fin vendrá a caer en manos de los infieles, si es que ya en este instante no pertenece a ellos, lo cual no deja de ser probable, atendidas las últimas noticias... En fin, puede hacerse tanto... tanto, que, yo os lo digo, mis queridos señores, trabajando bien en Palestina, pudiera cambiarse la faz de Europa... -La idea general, el propósito, el blanco de todas nuestras miras debe ser el que los Templarios, arrojados de sus posesiones de Oriente, vengan a refugiarse en Europa; porque, lo repito, mientras tengan allí su gran maestre y sus posesiones, es inútil todo cuanto

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intentemos. Allí está su cuna, su fuerza, su vida; la salvación de los Templarios sólo se halla en Oriente. ¡Que salgan de allí, y son perdidos! Estas frases fueron pronunciadas con extraordinaria vehemencia por el hermoso caballero, que hasta entonces se había manifestado en extremo avaro de palabras. El golilla respondió: -Esa es la idea, y es imposible que no estemos todos conformes en ella; pero la cuestión principal ahora son los medios. -¡Esa es la cuestión! -Pues buscadlos. -Pues manos a la obra. Los cuatro caballeros formaron entonces un grupo en que se tocaban los rostros. Tan unidos estaban y en voz tan baja departían, que al aire mismo le hubiera sido difícil sorprender una palabra de aquel conciliábulo. Pocos momentos después de hablar con tanta intimidad, hubiera podido notarse en los dos caballeros recién llegados la expresión del más profundo respeto hacia el caballero taciturno. De aquella conferencia resultó, como más adelante veremos, un gran trastorno para toda la cristiandad. También entre otras cosas acordose allí que al punto partiesen los dos amigos para Jerusalén. Súbito abriose la puerta y apareció el militar que guardaba la entrada, diciendo: -Señor, perdonadme si os interrumpo; pero es indispensable que os comunique la venida del infante. -¡Oh! -exclamó gozoso el golilla-. Ahora sabremos adónde van los Templarios con Villeneuve. -Decidle que entre al punto, -dijo el caballero silencioso. Entretanto en el resto de la abadía sonaba grande tumulto. Ahora bien; estamos seguros de que el lector habrá adivinado sin duda que los caminantes no eran otros que el antiguo prior de Tolosa Sechín de Flexián y el actual procurador de Alconetar Matías Rafael Castiglione. Pero lo que acaso no se adivine fácilmente es que el hombre vestido de negro era el gran canciller de Francia, monsieur de Nogaret.

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Y e1 caballero a quien aquel daba título de secretario era el rey Felipe el Hermoso de Francia. Capítulo XI Conjeturas sobre la muerte del rey don Sancho Apenas penetró en el aposento el que había sido anunciado con el título de infante, se oyeron algunas exclamaciones que denotaban la más viva sorpresa. -¡Mi querido Castiglione! -¡Amado señor don Juan! -¡Cuánto me alegro encontraros en este sitio! -¿Y Ayub? -Tan bueno y tan sano. Fácilmente habrá reconocido el lector al hermano del rey don Sancho. Aquellos dos hombres, el infante y Castiglione, se comprendían maravillosamente, y hasta se profesaban cierto cariño infernal. Entre aquellos dos genios mediaba la horrible simpatía del crimen, la fraternidad de los espíritus del averno. El rey de Francia manifestó al infante de Castilla las mayores muestras de aprecio y consideración, no porque interiormente le estimase, sino porque pensaba utilizar sus servicios para la grande empresa que meditaba, la abolición de la temida y poderosa Orden de los Templarios. -¿Y qué noticias tenemos? -preguntó Nogaret. -¡Oh! Monsieur de Villeneuve no es hombre que se duerme en esto de ayudar a los intereses de su Orden, -dijo el infante. -Pues ¿qué sucede? -El conde de Fanatan es uno de los hombres más poderosos de Alemania, aun cuando actualmente reside en Francia, en donde también posee muchas tierras y castillos... -Sí, sí, en la Provenza, y ahora parece que habita cerca de Tours, en el castillo de Belle-Vue.

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-Justamente; pero he aquí la principal cuestión del prior de Tolosa. Ya sabéis que los Templarios admiten en sus Casas hermanos casados, con la condición de que éstos al morir dejen toda su hacienda en beneficio de la Orden. Pues bien; el conde de Fanatan había manifestado deseos de entrar en la Encomienda de Tolosa; pero lo había ido dilatando a causa de la enfermedad de su esposa, la cual acaba de fallecer. -No digáis más, -interrumpió Castiglione, que era muy ducho en los procedimientos que en tales casos usaban los Templarios-. Aquí se trata de aprovechar ahora la tristeza del conde de Fanatan por la pérdida de su esposa, a fin de que, entrando como hermano del Templo, la Orden pueda abrigar la esperanza de poseer algún día los inmensos señoríos del conde. -¡Por San Felipe, mi patrón! -exclamó el rey-. A fe que alambican de lo lindo los buenos de los Templarios para esto de acrecentar su hacienda. ¡Oh buen Hugo de Paganis, de feliz memoria! ¡Cuán bien aleccionaste a tus discípulos! -Pues ya sabéis con toda exactitud la causa del viaje de Villeneuve con sus caballeros, -dijo el infante don Juan dirigiéndose a Nogaret. -¡Son los Templarios inmensamente ricos! -murmuraba el rey Felipe con los ojos chispeantes de avaricia. El conciliábulo se prolongó largo rato, y allí estuvieron conferenciando acerca de los medios de que habían de valerse para contrariar a la Orden en Francia, en España, en Palestina, en todas partes. -En Castilla tenemos que luchar con un enemigo temible, -dijo el infante. -¿Con quién? -El rey don Sancho profesa grande estimación a los Templarios, y es seguro que nada podrá obligarle a perseguirlos en su reino. -Todo podrá arreglarse, -dijo Nogaret fijando en el infante una significativa mirada. -Si mis amigos me ayudasen... -Debéis contar con su más sincera alianza, -dijo el rey. -Vos tenéis un gran medio para perseguir a los Templarios, y después... ¿Quién sabe?... Una corona... Nogaret murmuró estas palabras en el oído del infante, cuyos ojos se animaron con un brillo siniestro. El canciller continuó articulando lentamente y una a una sus palabras, que caían sobre el corazón del infante como un filtro del infierno.

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-Vuestro hermano os ha desterrado... don Sancho se rebeló contra vuestro padre... Vos debéis ser el genio de la venganza. Si tenéis valor, acaso suceda que dentro de poco tiempo el rey de Castilla se llame don Juan... -¡Oh! ¡Sí! ¡sí! -exclamó súbitamente el infante, cuyo rostro se inflamó como si una llamarada infernal hubiese iluminado su pensamiento. Efectivamente, yo poseo grandes medios para llevar a cabo semejante empresa... Mi esclavo Ayub... Lope García... ¡Oh, querido Nogaret! ¡me habéis hecho rey con vuestras palabras!... Es preciso, es preciso que yo parta al punto para Castilla. -Soy de la misma opinión; pero os aconsejo que guardéis el más riguroso incógnito. -¿Quién lo duda? De otro modo me expondría a una muerte inevitable. -Ahora podéis aprovechar la ocasión de marcharos en compañía de estos dos caballeros. -Justamente estaba pensando en eso mismo. Mientras que así departían Nogaret y el infante, Sechín de Flexián y Castiglione recibían las últimas instrucciones del rey Felipe acerca de la conducta que debían seguir en Palestina para contrariar en todo y en todas partes los proyectos de la Orden del Templo. Ya muy entrada la noche se recogieron nuestros interlocutores, y al día siguiente dieron la última mano a sus combinaciones, que, andando el tiempo, habían de conmover la Europa entera. También aquel mismo día Enguerrando de Marigny partió para Roma con una importante misión del rey de Francia, relativa a los Templarios. Sechín de Flexián y Castiglione, acompañados de Ayub y de don Juan, se volvieron a España. Pocos días después entraban por las calles de Alcalá de Henares dos peregrinos que al parecer venían de Santiago de Compostela. Ambos se detuvieron en una humilde posada, y después de pedir un cuarto y haber comido, cerraron la puerta y entregáronse al sueño, habiendo encargado que los llamasen al anochecer. No fue preciso que el posadero se molestase, pues apenas había comenzado a oscurecer, cuando uno de los peregrinos, muy rebozado en su capa, salió de su alojamiento y encaminose hacia el alcázar, en que a la sazón habitaba el rey don Sancho. El peregrino, pues, preguntó a los palafreneros, a los escuderos y pajes que encontraba al paso, demandando que le dijesen en dónde estaba el aposento de Lope García, criado del rey.

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Después de una larga entrevista que tuvieron Lope García y el peregrino, éste volviose a la posada a dar cuenta a su compañero del éxito de su comisión. Cuando más engolfados estaban ambos en su coloquio, y precisamente en el momento mismo en que cambiaban algunas palabras de un sentido terrible, oyeron llamar a la puerta con extraordinario brío. Aun cuando de malísima voluntad, no dejaron de franquear la entrada al importuno que había interrumpido aquella conversación, a la cual los peregrinos daban grande importancia. Presentose en el aposento un caballero ricamente vestido, de noble continente, de facciones enérgicamente pronunciadas y de semblante severo, ceñudo, sombrío y que revelaba una agitación profunda. Los peregrinos intentaron revestir sus facciones de una extremada frialdad; pero, por más esfuerzos que hacían para aparecer indiferentes, sólo consiguieron asomar a sus labios una falsa sonrisa, palideciendo espantosamente. -A fe que no aguardaba encontraros en este pueblo ni en tan humilde posada. -¡Silencio, mi caro amigo! -exclamó uno de los peregrinos cerrando la puerta del aposento. Y volviéndose al recién llegado, añadió: -Pues en verdad os digo que no ha dejado de sorprenderme encontraros aquí sin ningún género de precaución, sin disfraz y a rostro descubierto... Verdaderamente que no acierto a explicarme cómo vivís en Alcalá, en donde... -En donde nada tengo que temer, -interrumpió el caballero con altivo continente. -Me parece que el rey... -El rey es incapaz de ensañarse contra quien está vencido y desarmado. -Pero ¿no le habéis visto? -Muchas veces. -¡Y os ha recibido bien! -Con un cariño paternal. Desde que os marchasteis, después que os libertó del tumulto el mismo don Alonso de Guzmán a quien tan villanamente ofendisteis... -¡Don Nuño!

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-Perdonad, señor, si mis palabras os ofenden; pero no es culpa mía el que hayáis seguido una conducta, no sólo desacertada para realizar vuestros planes, sino también indigna de un caballero. -¿Pues vos mismo no me habéis acompañado en todas mis empresas? -Señor, yo no trataré de disculparme diciendo que no tengo defectos ni que jamás he cometido una acción vituperable; pero lo que sí puedo decir es que un hombre puede muy bien promover revueltas y dirigir intrigas cortesanas para el logro de sus fines políticos, sin que por esto se extinga de su corazón la voz del honor y de la humanidad. -Eso es decir...

-Que en vos se ha extinguido... Mal que os pese, señor, os digo que yo no puedo aprobar lo que hicisteis con el niño Guzmán, y que ahora apruebo mucho menos lo que pensáis hacer.

El infante clavó sus ojos de víbora en don Nuño.

-¿Pues qué pienso yo hacer? -preguntó el infante sonriéndose.

-¡Lo sé todo!

-¡Oh! ¡De veras! ¿Sois profeta?

-No; pero he sido testigo de toda la inicua trama que acaban de concertar Ayub y Lope García.

-¿Cómo es eso? -preguntó don Juan, que de pálido que estaba se puso lívido, pero, esforzándose, sin embargo, por aparecer tranquilo y risueño-. Ya veis, -continuó-, que yo ignoro qué trama es esa; pues que, como vos mismo decís, la cosa ha sido entre Ayub y Lope. Veamos. ¿De qué habéis sido testigo?

Don Nuño miró de arriba a abajo al infante con una expresión de soberano desdén.

Después de algunos momentos en que don Nuño estaba contemplando al infante, rompió su silencio, diciendo con voz solemne:

-Señor, cuando esta tarde entrabais por Alcalá, un hombre fijó su atención en dos peregrinos, y al punto los reconoció. Yo era, señor don Juan, la persona que tan atentamente os observaba; y figurándome que algunos negocios de grande importancia debían traeros por aquí, al punto imaginé que debíais de estar en inteligencia con Lope García. No me engañé en esto. Sin embargo, se me ocurrieron algunas dudas, y comencé a recelar si acaso me habría equivocado... Resolví salir de la incertidumbre, y ya me dirigía a esta posada, cuando divisé a un peregrino que salía; emboceme cumplidamente y púseme a acechar. Era Ayub, que pasó rozando conmigo...

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Don Nuño al llegar aquí se detuvo.

El infante escuchaba impasible.

-Perdonad, señor, lo que voy a deciros.

-Hablad, don Nuño, hablad, -repuso el Infante con cortesana sonrisa-. No puedo menos de admirar vuestra buena vista, escucharos con gusto y aguardar con impaciencia el resto de vuestra narración. ¿Quién había de pensar que habíamos de ser reconocidos en este traje? ¡A fe que sois un excelente fisonomista!

-Experimenté, -continuó don Nuño-, un vehementísimo deseo de seguir a Ayub, lo cual verifiqué paso a paso, hasta que, oculto en la galería del alcázar en que tiene su aposento Lope, vi a vuestro fámulo llamar a la puerta, reunirse con el traidor García, a quien del polvo de la tierra el rey lo ha hecho señor de vasallos y colmádole de mercedes y beneficios... En resolución, señor, debo deciros que, aproximándome a la puerta, escuché gran parte de la conversación, y os aseguro, señor, que fueron tales y tan espantosas las revelaciones que allí tuve, que me horrorizo sólo de pensarlo.

-Pero ¿qué oísteis? Veamos.

-Siento, señor, que guardéis tanta reserva con un antiguo amigo, con un hombre que siempre se ha portado para con vos con la mayor lealtad, por más que en algunas ocasiones hayamos disentido... ¡Oh! Creedme, que hoy he padecido mucho, porque, a la verdad, nunca creí, nunca podía creer que os arrojaseis a tales excesos; pero, amigo mío, en saltando una vez la valla... ¡Qué horror!

-¡Válgame el cielo! ¡Qué misterioso y timorato os habéis tornado! ¿Acabaréis de una vez?

-Señor, estoy resuelto a impedir que se envenene a un hombre, a vuestro hermano, a nuestro rey.

-¿Y quién trata de semejante cosa?

-Vos.

-¡Mentís! -exclamó el infante dando un salto.

-¡Sois un miserable!

-¿Llamabais, señor? -dijo en esto Ayub, que se había ido a poner de acecho en la escalera para evitar que nadie pudiese oír.

-No, Ayub, -repuso el infante, que, volviéndose a don Nuño, dijo:

-Dispensad; pero voy a dar a Ayub algunas órdenes.

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Don Nuño se encogió de hombros.

El infante y su esclavo saliéronse a la galería, en donde rapidísimamente cambiaron estas palabras:

-¡Estamos perdidos!

-Ya he oído que lo sabe todo.

-Está dispuesto a hacernos la guerra.

-Pues entonces...

-Cuando oigas una fuerte pisada en el pavimento.

Lo demás fue explicado por un signo muy expresivo, pero casi imperceptible de puro rápido.

El infante volviose a su aposento sin haber tardado arriba de cinco segundos.

Al entrar dijo:

-Os suplico, don Nuño, que no alcéis mucho la voz... El tratar de ciertas cosas no es para que nadie se entere...

-Lo comprendo, señor; Ayub puede estar de centinela. -Justamente acabo de darle esa orden, -dijo gozoso don Juan. -Pues volviendo a nuestro propósito, señor, no puedo menos de suplicaros que desistáis de vuestro proyecto; y para obrar con rectitud, lo primero que debéis hacer es entregarme a Ayub, para que junto con el villano Lope sufra la pena que merece. En cuanto a vos, señor, yo mismo os proporcionaré caballos y servidores fieles que os acompañen hasta donde sea vuestra voluntad. Ya veis que este es el único medio que hay de que yo cumpla con mi conciencia y con la buena amistad que en otro tiempo nos ha ligado. El infante quedose profundamente pensativo. Don Nuño Gómez de Lara, ya lo hemos dicho, era un hombre de carácter enérgico y revoltoso; pero en medio de sus defectos se encontraban ciertas buenas cualidades, y, sobre todo, era incapaz de una bajeza. Por otra parte, se había verificado una mudanza radical en su carácter desde el trágico suceso del niño Guzmán, y no había podido menos de mirar con asombro y respeto al ilustre alcaide, espejo de bravura y de caballería. -De lo contrario, -dijo don Nuño después de algunos momentos-, me veré obligado a revelárselo todo al rey; pero esto, señor, por respeto a vos, no lo haré sino cuando todas mis

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razones hayan sido desatendidas... ¡Oh! -exclamó el buen don Nuño, ¡algún ángel me llevó por allá! -Y sin duda un ángel os ha traído por aquí, -dijo el infante con una expresión siniestra, que don Nuño estaba muy lejos de comprender. -¿Qué queréis decir? -Que vos habéis sido en esta ocasión el salvador de mi hermano, a quien estimo sobremanera, por más que entre nosotros hayan existido algunas diferencias y agravios. Yo, a la verdad, sabía que se trataba, como siempre, de intrigas o planes más o menos atrevidos; pero os juro por mi nombre que jamás pensé que las miras de Lope y Ayub fuesen tan adelante, lo cual sólo puede atribuirse en ellos, o a un celo indiscreto por servirme, o a alguna otra combinación hecha por su cuenta y riesgo, y que yo absolutamente ignoro. ¡Esto es ya demasiado! ¡Ira de Dios! Y así diciendo, el infante dio una fuerte patada en el pavimento, al mismo tiempo que, como el tigre sobre su presa, se precipitó sobre don Nuño, dándole de puñaladas con su daga, que ya tenía prevenida. -¡Traidores! -barbotó don Nuño helado por la sorpresa, y conociendo, aunque tarde, que había sido víctima de su generoso celo. Entretanto Ayub, con la rapidez del rayo, tapó la boca a don Nuño impidiéndole que gritase, y acometiéndole por la espalda, le dio cuatro puñaladas mortales, sin que el malaventurado caballero demandase socorro, y sin que siquiera hubiese podido desenvainar su espada. Así es que don Nuño había caído sin vida en la estancia, sin rumor, sin riña, sin gritos, sin que nadie en la posada se apercibiese de aquel horrible atentado. La noche estaba oscura y lluviosa. Ni luna, ni estrellas aparecían en el cielo encapotado de negros nubarrones. Todos los caminantes que aquella noche habían acertado a parar allí estaban reunidos en comunidad agradable en torno del hogar, departiendo acerca de duendes, batallas con los moros y fechorías de famosos ladrones, reinando entre aquella buena compañía esa complacencia inexplicable y propia del viajero que ve formarse una tempestad y que se halla a cubierto de ella con buena lumbre, gustosa conversación y un buen jarro de vino al lado, espada poderosa con que, sabiamente manejada, vence y ahuyenta la melancolía. En tal estado se encontraba la gente que había ido aquella noche a parar en la posada, de manera que nadie se curó de lo que en el aposento de los peregrinos pasase o pudiese pasar. El moro, ayudado por su señor, arrastró el cuerpo de don Nuño hasta un rincón de la estancia, y una vez allí colocado, ambos peregrinos salieron, cerrando la puerta con llave y bajando la escalera. Precisamente tenían que pasar por delante de la puerta de la cocina, de

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manera que los viandantes invitaron a los peregrinos a que compartiesen con ellos su lumbre, su conversación y su vino. Excusáronse nuestros personajes como mejor supieron, y llamando Ayub al posadero le entregó una moneda de oro, diciendo: -Acaso nos detendremos hasta muy tarde, o tal vez suceda que no volvamos. Quiso el posadero dar la vuelta al esclavo; mas éste le respondió: -Guardadla para vos. En seguida los dos peregrinos, muy rebozados en sus capas, acaso para impedir que se les viesen algunas manchas de sangre, salieron de la posada y se alejaron precipitadamente. Cuando el posadero volvió al corro, dijo: -¿Sabéis que me han dejado confuso los peregrinos? -¿Por qué? -Porque paréceme que bajo los atavíos de la peregrinación se han alojado aquí esta noche dos altos personajes. -¿Y qué razón tenéis para decir tal cosa? -¡Oh! -exclamó el posadero enseñando la moneda-; ved aquí una prueba innegable de lo que digo. -¡Es verdad? Mientras que así discurrían las gentes de la posada, muy ajenas de lo que allí había acaecido, una niña del posadero dijo: -Papá, el hombre que entró no ha salido. -¿Quién? -El que venía preguntando por los peregrinos. -Como entran y salen tantos, no le habrás visto salir, muchacha, -dijo uno de los caminantes. -No, no, -repuso la niña-, no ha salido, y yo le estaba aguardando para verle su capa con franja de oro, que relumbraba mucho, mucho...

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-Señores, los niños y los locos son los que dicen las verdades, -observó uno de los pasajeros, que estaba junto al hogar en el sitio de preferencia. Era un ordenando que iba para Toledo a recibir la primera de las tres órdenes mayores. -¡Cáspita! Quizás tenga la muchacha razón, -exclamó un trajinante-. ¡Sabe Dios el misterio que tendrá la moneda de oro! -Pues pronto podemos salir de dudas, -repuso el posadero pidiendo una luz a su mujer y disponiéndose a subir al cuarto de los peregrinos. Varios de los caminantes, llevados de su curiosidad, acompañaron también al posadero. Figúrese el lector la baraúnda y el guirigay que se armaría en la posada después que descubrieron el horrible asesinato. La posadera se lamentaba, su marido maldecía la hora en que allí arribaron los peregrinos, la niña lloraba, y los pasajeros comentaban de mil maneras aquella extraña y trágica aventura. Por último, el ordenando tomó la mano en aquel suceso, y se ofreció a dar parte a la justicia y a declarar con todos los presentes las circunstancias del hecho, aseverando la inocencia del posadero, que, como era natural, temía las consecuencias de la justicia, palabra que, en ciertos casos, infundía y aún suele infundir en España un terror pánico. Entretanto los peregrinos fueron a casa de una hermana de Lope García, la cual en otro tiempo había sido manceba de don Juan, y cuyas ilícitas relaciones sólo se habían interrumpido a causa de las vicisitudes y ausencia del infante. La dama hizo llamar a su casa al hermano, y allí los tres se comunicaron sus espantosos secretos, poniéndose de acuerdo para llevar a cabo sus planes. En aquella casa permanecieron ocultos todo aquel día hasta que vino la noche, y mudando de trajes y provistos de poderosos caballos, don Juan y su fámulo salieron de Alcalá. Entre los negros sueños que revolaban en torno de su frente, el infante vislumbraba una corona, pero para esto era preciso sacrificar también a un inocente niño, al heredero de don Sancho. El asesino de don Pedro de Guzmán no era hombre que se detuviese en obstáculos de tan poca monta. Así es que el príncipe don Fernando fue también sentenciado a muerte en el horrible conciliábulo. A la sazón decíase que el rey don Sancho el Bravo se encontraba enfermo; pero lo cierto es que se hallaba en lo mejor de su edad, y que su dolencia nada presentaba de grave ni de temible, pues lo que verdaderamente daba motivo para que se hablase de la enfermedad del rey era su melancolía y retraimiento. Algunos días después de haber salido el infante y Ayub de Alcalá de Henares, cundió por toda España la funesta noticia de la muerte del rey don Sancho.

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Capítulo XLI La esfinge Hallábanse en el magnífico aposento de la gruta de Casib siete hombres en torno de una mesa. El banquete se había terminado, y el más profundo silencio reinaba en aquel recinto. Sobre unos escaños veíanse además cinco hombres reclinados de manera que parecían dormir profundamente, o que acaso habían dejado de existir. Al lado de su señor estaba el halconero, como dando a entender que la muerte convoca a todos sin distinción para celebrar su fatídico convite. El mago estaba de pie escanciando el vino a los siete convidados, que hacían frecuentes y abundantes libaciones. Poco a poco el mago fue cediendo una fuerza sobrenatural, hasta que por último cayó de rodillas, cruzadas las manos sobre el pecho y elevados los ojos, como si la bóveda de la gruta y los cielos se rasgasen para manifestarle los misterios de la inmortalidad, Casib se hallaba en una actitud que revelaba que su espíritu, arrebatado en éxtasis sublime, se había remontado a las mansiones celestes. Entretanto los convidados, ya de sobremesa, bebían y callaban. Al fin el más anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo: -¡Este es el último de nuestra raza! -¡El último! -repitieron. -No ha querido el hado que se prolongue nuestra tarea. ¡El gran descubrimiento volverá a perderse durante muchos siglos! -¡Se perderá! -Dios no ha querido que nuestra tarea vaya más lejos, porque, prolongando en muchos siglos nuestras investigaciones, ¡oh! habríamos aprendido los misterios de la vida y de la muerte, y comiendo del árbol de la vida, ya nuestra resurrección no sería por un plazo mezquino; habríamos vencido a la muerte.

-¡Habríamos vencido a la muerte!

-Es verdad que también habríamos tenido el monopolio, digámoslo así, del destino de la humanidad. Llegará día en que lo que pensaba hacer nuestra familia lo realice universalmente la gran familia del género humano.

-¡Llegará el gran día!

Siguió a estas fatídicas palabras un prolongado silencio. Entretanto nuestros aventureros se encontraban en un estado verdaderamente singular. Todos escuchaban como entre sueños, si bien la comprendían perfectamente, aquella extraordinaria conversación que pudiera llamarse de ultratumba.

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Pero no podían sacudir su letargo.

-¡Hijos míos! -volvió a decir el más anciano de los descendientes de Zoroastro-. Según la tradición que se conservaba en nuestra familia, cuando se interrumpiese la cadena de nuestra sucesión, tanto en Granada como en Jerusalén, sería la señal de que los tiempos se hallaban cerca... ¡Vosotros lo sabréis!

-¡Lo sabemos!

-Pues bien... ¡Oíd un gran misterio!... Cuando llegue el día en que la carne permanezca estéril...

-¡No hay tiempo! ¡Oíd! ¡Oíd!

En aquel momento se oyó un rumor a lo lejos, y la lámpara que iluminaba el aposento comenzó a chisporrotear con grande estrépito.

-¡La lámpara de la vida está próxima a extinguirse! -exclamó el más anciano inclinando la cabeza sobre el pecho con ademán profundamente dolorido.

-¡Tomad, bebed! -exclamó el más joven de los siete, echando un licor negro y hediondo en uña calavera-. A mí me toca ofreceros la copa de la mortalidad.

Todos fueron gustando el licor de la muerte.

Cuando llegó su turno al último, resonó un trueno terrible que recorrió el firmamento del uno al otro polo. Era esa hora misteriosa y solemne en que por el Occidente huyen despavoridas las tinieblas al mismo tiempo que asoma por el Oriente el fúlgido carro del sol. Diríase que aquel formidable trueno era la diana magnífica de la creación al despertarse.

-¡Al ataúd! ¡Al ataúd! -gritó una voz metálica y vibrante, que parecía salir del nicho en donde estaba la esfinge.

Los siete misteriosos convidados saltaron de sus sillas, y como empujados por una mano poderosa, se precipitaron en sus respectivos ataúdes.

Apenas el día tendió su manto de oro sobre la tierra, cuando Casib tornó en sí de su éxtasis, exclamando:

-¡Las tinieblas huyen! ¡Los cielos se cierran! ¡Los ángeles se dispersan por el Universo!...

Ya hemos dicho que nuestros aventureros, a pesar de su letargo, habían oído perfectamente toda la extraña conversación que hemos relatado.

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-¡Vencer a la muerte con hierbas, pastas y pociones! -exclamaba Álvaro del Olmo con indignación-. ¡Insensatos! ¡La virtud es la única que puede triunfar de la muerte!

-Ellos han dicho que Casib es el último de su raza, y Casib ha permanecido célibe... Naturalmente todos los otros habrán sido casados... Desearla saber si han hecho el experimento en sus mujeres para inmortalizarlas. ¡Me atrevo a apostar que todos han usado del elíxir negro para quedarse más pronto viudos!

Esto diciendo, Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

Por lo que hace al señor de Alconetar y a sus amigos, debemos decir que no acababan de admirarse en vista de los portentos que habían presenciado en la gruta del mágico. Informado éste, o por mejor decir, adivinando el objeto que traía a Jimeno por aquellos apartados lugares, aproximose a él, y examinándole atentamente, le dijo:

-Vuestra fisonomía no me es desconocida.

-Acaso nos hayamos visto alguna vez. Yo por mi parte no recuerdo haberos visto nunca.

-¡Es prodigiosa la semejanza! -exclamaba Casib contemplando al joven trovador-. Cualquiera creería estar viendo a don Gonzalo Pérez Sarmiento cuando era mozo... Es verdad que éste es más alto; pero el metal de la voz es idéntico... ¡Me atrevería a jurar que es su hijo!

Y volviéndose a Jimeno, Casib le dijo directamente:

-¿Vuestro apellido es Pérez Sarmiento?

-¿Quién os ha dicho?...

-¡Ah! Vuestro padre era mi mejor amigo.

-¡Mi padre!

-Don Gonzalo Pérez Sarmiento, uno de los caballeros más distinguidos y sabios de la corte del rey Alfonso, el cual también con mucha razón merecía el sobrenombre de Sabio.

-¡Es posible! ¡Vos erais el amigo de mi padre! ¿Vos fuisteis quien al partir para Jerusalén entregasteis a don Gonzalo Pérez Sarmiento ciertos manuscritos?...

-En los cuales se contenía la noticia del inmenso tesoro que habéis venido a buscar y Jimeno y sus compañeros quedáronse absortos al escuchar semejante revelación.

-Oídme, -dijo Casib después de algunos momentos-. Vuestro padre y yo trabamos íntima amistad, tanto porque yo en don Gonzalo admiraba las virtudes de un cumplido caballero, cuanto porque además reunía los profundos conocimientos de un sabio.

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-En efecto, he oído decir que el rey don Alfonso consultaba con mi padre sus más ilustres trabajos astronómicos, -dijo el trovador con una complacencia inefable y santa al oír hablar de su anciano padre en los términos tan honoríficos que acababa de hacerlo Casib.

-¡Es mucha verdad! Vuestro padre era muy consumado en la ciencia de los astros, y debéis creerlo así; pues no soy yo de los hombres que a cualquiera le concedo el título de sabio y de virtuoso... En cierta ocasión, hallándome en Toledo, en donde a la sazón estaba la corte, me vi en inminente peligro de perder la vida, a causa de que algunos enemigos míos, astrónomos hebreos, habían logrado malquistarme con el rey don Alfonso, diciéndole que yo hacía poco aprecio de su ciencia y que le había llamado ignorante. Ya comprenderéis que esta era la injuria que más podía ofender a aquel monarca, y a no ser por vuestro padre, que deshizo la calumnia, porque realmente yo nada había dicho, de seguro que el rey habría descargado sobre mí el peso de su venganza. Trastornos nuevos y aventuras continuas en que fueron muy fecundos los primeros años de mi vida, y además la palabra que había empeñado a mi padre, y la promesa que yo mismo también me había hecho, me obligaron por entonces a salir de España para Palestina. Pero en aquella época el rey de Granada estaba en guerra con Alfonso de Castilla, por lo cual era muy arriesgado venir a este sitio. Así, pues, no queriendo dilatar más mi viaje, entregué ciertos manuscritos a don Gonzalo Pérez Sarmiento, quien no quería aceptarlos, porque se imaginaba que con ellos pretendía pagarla en algún modo el favor que me había dispensado. Dile algunas explicaciones, asegurándole que, guiándose por la descripción contenida en mis papeles, le sería fácil encontrar una suma portentosa de oro; pero también le exigí que aguardase veinte años, pues si durante este plazo yo no volvía, era señal infalible de que la muerte o un calabozo me impedían regresar. El cielo quiso que volviese bueno y salvo mucho tiempo antes de cumplirse el plazo prefijado; pero ya el rey don Alfonso había muerto en Sevilla, su hijo don Sancho disfrutaba pacíficamente el reino poco antes tan disputado, todas las cosas, en fin, estaban mudadas, y en vano inquirí, averigüé y pregunté por don Gonzalo Pérez Sarmiento. Nadie supo darme razón, hasta que, desesperado de hallarle, y no dudando que había muerto, volví después de largos años a este mi humilde y sabio retiro... ¡Cuánto amaba yo a vuestro padre!

-Mi padre vive todavía, -repuso Jimeno.

-¡Vive! -exclamó gozoso Casib-. ¡Cuánto me alegro de saber que aún está bueno y sano mi antiguo e ilustre amigo! Pero ¿cómo es que nadie supo darme razón de él, ni menos de su amable esposa doña Beatriz de Vargas?

-¿Conocisteis a mi madre?

-Sin duda alguna. Habladme, habladme de don Gonzalo y referidme su historia y el estado en que se encuentre, próspero o adverso... Desde luego yo le felicitaría por haberle dado Dios un hijo de tanto mérito... Os he oído hablar con mucho gusto, por más que en algunos puntos no estemos del todo conformes. Los hombres verdaderamente sabios son también los que saben ser tolerantes.

Jimeno agradeció con una cortesía aquel elogio.

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-¡Oh! mi padre ha sido muy desgraciado; ¡su historia a la verdad es muy lamentable! -Decid, decid. Conociendo el trovador que el interés del anciano era sincero y generoso, no vaciló en referirlo la lastimosa historia de don Gonzalo Pérez Sarmiento. Grande admiración y pena causó este relato a Casib, el cual después dijo a Jimeno con el más tierno cariño: -Ahora bien; supuesto que una feliz casualidad nos ha reunido, oíd el proyecto que se me ocurre. -Ante todas cosas,-repuso Jimeno-, tomad vuestros manuscritos. -Justamente iba a hablaros de eso. -En ese caso decid. -Para mí, ya lo he manifestado, las verdaderas riquezas son la ciencia. El estudio hace además toda mi dicha. Yo, pues, os cedo el tesoro que venís buscando y que está enterrado muy cerca de aquí... -Pero yo no puedo aceptar... -¿Qué inconveniente tenéis? -Una cosa que no me pertenece... -Os pertenecerá desde el momento en que yo os la doy solemnemente. -Antes, en el supuesto de que vos no vivíais, miraba esta cuestión con otros ojos; pero ahora... -Ahora, si queréis, no va a ser un don, sera la recompensa del inmenso servicio que me prestó vuestro padre salvándome la vida, y de un servicio que os voy a exigir personalmente. -¿Cuál? -Que dentro de veinte años, contados desde un mes después de nuestra separación, hayáis de volver aquí. Jimeno y sus compañeros no sabían qué pensar de aquel hombre extraordinario. Unas veces lo tenían por loco rematado, y otras veces lo juzgaban como al más sabio de todos los

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mortales. En esta ocasión se imaginaban que aquella exigencia de volver, trascurrido tan largo plazo, sería porque el mago intentaba también suspender el curso de su existencia. Casib leyó este pensamiento de sus huéspedes. -¿Y no tengo que hacer otra cosa si no es venir a esta gruta dentro de veinte años? -preguntó Jimeno. -Nada más. -Os advierto que yo no entiendo nada de vuestro arte, y que si os fiáis de mí para la especie de resurrección que os he visto practicar artificialmente... Sonriose Casib. -Aun cuando ese fuera el objeto que yo me propusiese, todas las dificultades se os desvanecerían al llegar aquí. -¡Al llegar aquí! -No tendríais más que hacer sino iros en derechura a la esfinge... Todos fijaron sus ojos atónitos en el monstruo. -La esfinge, -continuó el mago-, os diría todo cuanto habíais de hacer. Jimeno fijó en el viejo una mirada que significaba: -¿Habéis perdido el juicio? Casib se encogió de hombros. -Pero no se trata de lo que pensáis, -dijo-, y todo se reduce a que volváis al tiempo señalado. ¿Lo prometéis? -Por mi parte, lo prometo y lo juro; pero el caso es que en ese tiempo pudieran sucederme mil cosas que me impidieran volver... Además, ¿quién puede asegurarme de que yo viviré dentro de veinte años?... Os lo repito, tened en cuenta que si os fiáis solamente en mi vuelta para hacer vuestros experimentos... -Nada debe inquietaros. -Después de la extraña coincidencia que hoy me ha hecho reconocer en vos al antiguo amigo de mi padre... es natural que me interese por vos. -Os agradezco tales sentimientos hacia mí; pero os diré, para tranquilizaros, que aun en el caso de que en vuestra vuelta librase yo alguna esperanza respecto a lo que pensáis, no

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porque dejaseis de venir se perdería todo, pues exigiría la misma solemne promesa de volver a otras varias personas, por ejemplo, a mis discípulos, que vienen a oír mis lecciones desde Granada. -¡Ah! -Pero otra vez vuelvo a decir que no se trata de esto. Ahora bien; yo no tengo hijos ni personas a quienes estime más que a vos, por el solo hecho de ser hijo de don Gonzalo Pérez Sarmiento, al cual quiero como a un amigo y a un hermano. Ya veis que no me faltan razones para darle en vuestra persona una muestra de mi afecto. Es preciso, pues, que seáis muy orgulloso, y a más de esto muy insensato, para que no aceptéis el oro cuya donación quiero haceros. Además, yo os exijo en cambio que volváis dentro de veinte años, y este servicio merece alguna recompensa. Sin duda el mago quería imponerle a Jimeno aquella condición para que no tuviese reparo en aceptar, aunque tal vez no abrigase el deseo de que volviese. Luego añadió:

-Por otra parte, si vos no lo aceptáis, ¿no conocéis que es un dolor dejar sepultado ese tesoro inútil para todo el mundo?

Jimeno ya vacilaba.

De repente Álvaro del Olmo tomó la palabra y dijo:

-Amigo Jimeno, tú debes aceptar el ofrecimiento que te hace este buen anciano.

-¿Renunciaréis así a los goces, a las comodidades, a los placeres que os proporcionarán de consuno la juventud, la hermosura, el talento y, sobre todo, las riquezas?

Esto dijo el médico frotándose las manos y con los ojos chispeantes de avaricia.

Casib frunció el ceño.

Evidentemente entre el anciano y Momo se había declarado la más enérgica antipatía.

-Es un deber tuyo el aceptar, -dijo Álvaro.

-¡Un deber!

-Sí.

-¿Por qué?

-Porque, como ha dicho muy bien este anciano, es una lástima dejar sepultado e inútil ese tesoro. Tu o cualquiera otro que lo posea, con tal que sea un hombre honrado, podrá

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hacer mucho bien con esas riquezas que, de otro modo, permanecerán estériles. Te repito que es un deber tuyo el aceptar.

El anciano se sonrió. La verdad en el orden práctico (que es la moral) es un vínculo que enlaza y reúne todos los entendimientos, por más que en la parte especulativa haya diversidad de opiniones. Una prueba insigne de este aserto nos la suministran Casib y Álvaro, quienes, bajo otros puntos de vista, y respecto a teorías, pensaban de muy diferente manera. Añadíase a esta circunstancia la complacencia que siempre experimentamos cuando otra persona aboga por nuestra misma causa, por lo mismo que deseamos o exigimos.

-Debéis seguir el consejo de vuestro amigo, -dijo el viejo.

Durante algunos momentos detúvose Jimeno, hasta que por ultimo aceptó el don y las condiciones que Casib le imponía. Largo rato estuvieron departiendo acerca de las vicisitudes de don Gonzalo a quien tan tiernamente amaba Casib. Entretanto, Momo y don Guillén no dejaban de examinar, con mucha atención y curiosidad, la maravillosa escultura que, incrustada en el marmóreo muro de la gruta, representaba a una esfinge.

-Habéis dicho que este monstruo podría dar instrucciones al que venga dentro de veinte años...

-Y es la verdad.

-Desearía yo verlo, -añadió Momo con incrédula sonrisa.

-Es indispensable aproximarse a la esfinge.

-Veamos, -dijeron todos.

-Marchad, pues, a colocaros delante del nicho, -dijo Casib dirigiéndose al médico.

-¡Anda! -exclamó don Guillén devorado de curiosidad.

Momo obedeció.

Cuando se halló al pie de la esfinge, se oyó el seco crujido de algunos muelles, la esfinge abrió la boca y arrojó un pergamino en el cual se veían trazados varios caracteres zendos, caldeos, hebreos, árabes, latinos y españoles.

-Y ahora, ¿qué decís?

-¿Quién había de pensar que sois tan hábil maquinista?.

-En este pergamino, por ejemplo, pudieran estar las instrucciones de que he hablado.

-Verdaderamente que tenéis razón, -dijeron todos admirados del suceso.

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Sobre el nicho veíase una tabla y en ella una pintura, con tal lujo de colorido, de tan correcto dibujo, de tan esmerado desempeño y de tan elocuente expresión, que verdaderamente era aquella una maravilla en el arte de Apeles. Era una figura de mujer hermosísima, de mirada penetrante, coronada de verdes ramos de oloroso romero y vestida con un espléndido ropaje de color de esmeralda y salpicado de estrellas de oro. Representaba la pintura un cielo en medio del cual veíase el rutilante disco del sol guiado por dos ángeles. Los bellos ojos de la graciosa figura estaban fijos en el cielo y en el sol. En la tierra veíase en perspectiva un majestuoso bosque de gigantes palmeras, que parecían representar el campo de las victorias. La hermosa virgen cabalgaba sobre un águila de prodigioso tamaño; en una mano llevaba una palma en flor, y en la otra un cordón de oro y seda verde, con el cual guiaba a la altiva reina de las aves.

-¿Qué significa esta figura? -preguntaron nuestros caballeros.

-Puede decirse que es el emblema de la vida humana.

-¿Cómo es eso?

-La vida del hombre es un viaje, una rápida sucesión de paisajes cada vez más extensos y majestuosos, una serie inagotable de perspectivas, un vuelo, en fin, hacia lo infinito. Y el estímulo, el aliento, el hipogrifo incansable que nos conduce al través del valle de la vida, es cabalmente lo que representa esta pintura. Es la ESPERANZA que ve entre sueños la victoria, la palma en flor que promete próximo fruto.

Todos permanecieron silenciosos largo rato, reflexionando sobre las palabras del sabio Casib, palabras que contenían la explicación del gran misterio de la vida humana.

Los jóvenes repararon luego en una inscripción, en lengua hebrea, que estaba colocada entre la pintura y la esfinge.

-¿Queréis decirnos lo que significa esa inscripción? -preguntó Jimeno.

El médico hebreo la había leído; pero había callado.

Don Guillén, que conocía perfectamente el idioma hebraico, se anticipó a decir:

-«La vida no es otra cosa que la esperanza continua de hallar siempre un tesoro. No vale el oro tenido, sino el que se espera. Tal es el sentido de la inscripción, traducida literalmente.

-Así es la verdad, -dijo el viejo.

Y en seguida Casib añadió:

-¿Veis este círculo de metal que se encuentra incrustado en el pavimento?

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-Sí.

-Pues bien, a no ser por la circunstancia de haber reconocido a Jimeno, al hijo de mi antiguo amigo, ahora seríais mis prisioneros.

-¡Nosotros! -exclamó con altivez el señor de Alconetar.

-Como lo estáis oyendo. En poniendo el pie en este recinto, quedaríais completamente aprisionados hasta que no respondieseis a la pregunta que entonces os dirigiría la esfinge.

Durante algún tiempo todos permanecieron indecisos, hasta que, por último, el osado Lara, lleno de curiosidad, dijo:

-Pues si en eso consiste el que la esfinge nos proponga un enigma, pronto lo hemos de oír.

Y esto diciendo, el impetuoso caballero dio un paso para colocarse en el centro del misterioso círculo.

Casib exclamó vivamente:

-¡Deteneos!

-¿Por qué?

-Caeríais amarrado en el fondo de un profundísimo sótano.

-¿Y qué importa, con tal que yo sepa ese enigma?

-Podéis saberlo sin necesidad de molestaros.

-Eso es otra cosa.

-Veamos, veamos.

Casib volvió a poner el pie debajo de la esfinge, y otra vez resonó el crujiente resorte, y otra vez el monstruo volvió a abrir la boca, lanzando una hoja de papiro en que se veía trazada esta pregunta:

-«¿Cuáles son las cosas que nos sirven menos?»

-¡Descifrad este enigma! -exclamó Casib con aire de misterio y de importancia.

Estigio Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

-¿Por qué os burláis de las cosas más sublimes que el hombre puede saber? -dijo el viejo amostazado.

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Pero con la ira del mago se aumentaba la risa de Momo.

-Ya que os manifestáis tan arrogante como insustancial, decid: ¿cuáles son las cosas que nos sirven menos?

-Claro está: las desazones y las enfermedades-, repuso Momo riéndose siempre en las barbas del viejo.

Por más que nuestros jóvenes se esforzaron en permanecer indiferentes, no pudieron contener su hilaridad en vista de la donosa salida del médico, el cual insistió:

-¿Creéis que la esfinge pueda contrariar esta solución?

-¡Tenéis un nivel muy bajo! Todas las cuestiones, todos los sentimientos generosos, todas las nobles aspiraciones del corazón humano son rebajadas por vos hasta arrastrarlas por el fango. ¡Sois la serpiente astuta e inmunda que causó con sus sofismas la caída del género humano!

Momo tenía trazas de continuar en sus pullas; pero se contuvo a una seña de don Guillén, que había tomado por lo serio la cuestión propuesta por la esfinge.

Nuestros caballeros no se atrevían a responder definitivamente, pues se encontraban confusos o indecisos entre mil contrarias opiniones.

Al fin dijo el mago:

-¿Queréis que os proponga el mismo enigma bajo otra fórmula?

-Veamos.

-«¿Cuál es la cosa que mas apetecemos?»

-Por mi parte, reírme, -dijo Momo.

Los tres jóvenes dijeron sucesivamente:

-La virtud.

-La belleza.

-Hacer nuestra voluntad.

Casib se encogió de hombros.

-¿No es nada de esto? -preguntó don Guillén.

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-Esos no son más que puntos de vista individuales, -respondió Casib.

-¡La virtud es una cosa individual! -exclamó Álvaro del Olmo escandalizado.

-Es lo más general y absoluto que existe...

-¿Pues entonces?...

-Pero aquí no se trata de eso, sino de saber qué es lo que más apetecemos, o en términos antinómicos, qué es lo que nos sirve menos. En respondiendo a una de estas preguntas, se responde implícitamente a la otra. Por lo demás, la respuesta debe estar concebida, como la pregunta, en los términos más generales.

Casib dejó largo rato a los caballeros discurrir la solución del problema propuesto.

La fiebre de la impaciencia mortificaba ya al impetuoso don Guillén, el cual, después de varias opiniones y discursos, preguntó:

-¿Nos vais a sacar de la duda, o no?

-Ahora veréis lo que responde la esfinge.

Casib volvió a tocar el resorte, y abriendo la boca el monstruo, lanzó otra hoja de papiro en la cual, había escritos dos breves párrafos divididos por una raya.

Casib leyó:

-«Las cosas que sirven menos para saciar nuestro anhelo de saber y de gozar son aquellas en cuya posesión estamos».

-Eso es un equívoco, -observó el médico.

-Profundizad bien el sentido de estas palabras, -replicó el mago.

-Ahora que profundizo, la tal respuesta me parece un absurdo, -volvió a decir el risueño Momo-. Traduciendo esa enrevesada jerigonza en términos más claros, equivaldría a decir: «Solamente estamos en posesión de las cosas que nos sirven menos para saciar nuestro anhelo de ciencia y goces».

-Profundizad, profundizad.

-¡Eso es! -exclamó súbitamente Lara-. Las cosas sabidas y gozadas son las que tienen menos encanto para nuestro corazón. ¡Ay! ¡Es una dolorosa verdad!

-Esa es la solución, -dijo Casib.

-¡Verdad; pero verdad muy dolorosa! -repetía don Guillén con voz doliente.

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-Es un dolor necesario, -replicó fríamente Casib.

-¡Necesario!

-Sin duda alguna.

-Veamos la cuestión por el segundo aspecto, -dijeron a la vez el trovador y Álvaro.

Casib leyó la segunda respuesta:

-«Las cosas que no tenemos y que ignoramos son las que más necesitamos».

Después de algunos momentos de silencio, el mago volvió a decir, dirigiéndose a don Guillén:

-¿Comprendéis ahora cómo eso, que os parece una verdad dolorosa, es, sin embargo, el principal estímulo de la vida, al mismo tiempo que es también la causa de que las naturalezas superiores anhelen la muerte como los cautivos la hora de su libertad?

Momo se reía con todas sus fuerzas escuchando estas palabras y juzgándolas muy ajenas del mago, que tanto se esforzaba por suspender su vida, lo cual hasta cierto punto equivalía a prolongarla.

Casib continuó:

-Si la vida es un vuelo hacia lo infinito, la ansiedad de la mente humana es una cosa necesaria y la muerte un beneficio.

-¡Ah! -exclamó don Guillén-, ¡sois un hombre, verdaderamente sabio! ¡Cuánta verdad es lo que decís!... En efecto, las cosas no poseídas e ignoradas son el celaje del porvenir, el más allá de nuestro anhelo, el mágico pensil, aún no recorrido, de la esperanza.

Nuestros caballeros no cesaban de admirarse de oír al anciano Casib y de examinar la portentosa mansión.

Luego repararon en una estatua maravillosamente ejecutada, de tal manera, que parecía tener vida y movimiento. Era un mancebo que se hallaba en la actitud de examinar con mucha atención una cabeza que tenía dos caras, una de hermosísima mujer coronada de estrellas, y otra de disforme y verdinegro dragón vibrando sus tres lenguas. En el pecho, al lado del corazón, la figura tenía esculpidos varios caracteres.

-¡He aquí el principal enigma! -exclamó Casib.

-Descifradle.

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-No haré sino exponerle: «Soy el estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre».

-Vamos, explicaos.

-Oídme bien. Los caracteres que están escritos sobre el pecho de la estatua, y su actitud de examinar esas dos figuras, pueden revelaros mucho. Ahí está simbolizado el bien y el mal y el libre albedrío. La razón y la ciencia son las fuerzas supremas del hombre.

-¡Ay! después de la caída, -interrumpió Álvaro.

-¿Qué queréis decir?

-Que el hombre, para haber permanecido inmortal y feliz, no necesitaba más que el ejercicio de su actividad dentro del círculo trazado por el Criador. El hombre desobedeció, y desde entonces la culpa, las enfermedades y la muerte se apoderaron del hombre, y el vicio y la degradación penetraron en el fondo de la naturaleza entera. Los animales comenzaron a perseguirse unos a otros, el cielo comenzó a enviar sus inclemencias, y los ángeles, por orden de Dios, inclinaron el eje del mundo. Con la culpa nació la necesidad de que este planeta que habitamos sea aniquilado algún día. Con la culpa nació la muerte de la naturaleza, y del hombre que la resumía y simbolizaba magníficamente.

-Pero también con la culpa nació un bien inmenso. El espíritu del mal quiso oponerse a la obra de Dios, y éste entonces le dio el mayor castigo, que consiste en que al fin la voluntad, la intención divina tendrá que cumplirse, pero con proporciones más gigantescas...

Jimeno quedose algunos momentos pensativo.

Luego continuó:

-Quiero decir que, llegado el día de la rehabilitación, la humanidad volverá a aparecer más grande todavía que en el momento en que salió de las manos del Criador, grandeza que habrá debido a su propio trabajo, a su merecimiento propio. Recién criado el hombre, era inmortal, era feliz, es cierto; pero entonces no tenía la ciencia, mientras que luego, al fin de los siglos, en la nueva tierra y bajo el nuevo cielo, los hombres serán, como Dios, scientes bonum et malum. Y entonces el espíritu de las tinieblas será vencido y humillado, pues que, pensando rebajar al hombre, sólo habrá conseguido sublimarle hasta las regiones etéreas. He aquí como el autor de la naturaleza se ostentará más que nunca sublime, sacando un bien inmenso de un inmenso mal.

Todos parecieron reflexionar sobre las palabras del trovador, menos Casib, para quien aquellas ideas eran familiares.

El viejo, pues, estrechó la mano de Jimeno, y dijo:

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-He aquí que habéis explicado con maravillosa exactitud el sentido del enigma. El estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre es el mal.

Trascurridos algunos momentos, Casib añadió:

-¡Venid!

El anciano salió fuera de la gruta, después de ordenar a las gentes de don Guillén que le siguieran a un repecho poco distante, y en el cual veíase una enorme peña circuida de lentiscos. Aquel era el sitio en que se ocultaba el inmenso tesoro, e inmediatamente procedieron a sacarlo.

Capítulo XLII Singularidades y contradicciones En la cima de un alto monte y en una humilde y ruinosa vivienda se hallaban dos caballeros en conversación muy tirada. Fácilmente podrán reconocer nuestros lectores a los dos personajes, desde el momento en que hagamos notar el sitio en que se encontraban. La humilde vivienda de que hemos hablado se hallaba situada en la cima del monte en donde estaban las ruinas de la ermita, cerca de las cuales habitaba ordinariamente el misterioso Templario. Este se hallaba a la sazón en compañía de un hombre de elevada estatura y de semblante sombrío. Aquel era el caballero de la Muerte. Ambos estaban sentados en el estrecho cubículo en torno de una buena lumbrada. En la parte exterior, en un cobertizo, veíanse dos caballos y un enorme sabueso que ya iba a la caballeriza, como para vigilar a las cabalgaduras, ya volvía al hogar y se echaba a los pies del Templario que lo acariciaba. -Verdaderamente me es muy sensible no haber averiguado hasta ahora el paradero de Elvira, -decía el caballero de la Muerte. -Castiglione ha vuelto por fin a la torre, de la cual ha estado ausente muchos días. -¿Y no sabéis adónde ha ido? -Lo ignoro absolutamente. -¡Qué existencia tan misteriosa! -Es muy probable que haya ido a acompañar a Elvira a alguna parte en donde la habrá ocultado. -¿Y es posible que no haya medio de descubrir lo que tanto os interesa? -¿Quién sabe? Yo jamás pierdo la esperanza.

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-¿Vais allá esta noche? -Sin duda alguna. Hoy confío en que he de hacer grandes descubrimientos. -¿Y en qué fundáis esa confianza? -El corazón me lo dice. -¡El corazón! -exclamó el caballero de la Muerte con desdeñosa sonrisa. -¿Os burláis de lo que digo? -No; pero...

-¿No tenéis fe en los presentimientos?

-Si anuncian desdichas... -¿Qué? -Siempre les doy crédito. -No se trata de lo que anuncien, sino si dais crédito a ciertos pensamientos que, sin que nada ni nadie los provoque, cruzan por la mente espontáneos, vehementes, rápidos como aves luminosas, y que esclarecen por un momento y como a la luz de un relámpago todos los negros abismos del porvenir. -Alguna vez... -¿No os ha sucedido nunca haber visto entre sueños, o por una actividad involuntaria estando despierto, acontecimientos que después se han verificado exactamente del mismo modo que los habíais previsto? -¡Muchas veces me han agitado presentimientos; pero nunca me ha sucedido adivinar de esa manera los sucesos. -¡Qué diferencia de organización! A mí me ha sucedido en varias ocasiones, en las más solemnes de mi vida, sobre todo siempre que algún grave peligro me ha amenazado, el ver de antemano hasta las circunstancias del hecho que estaba pendiente, sobre mi cabeza. Y estas cosas se me han ocurrido al pensamiento involuntariamente. Al principio yo no daba importancia alguna a estas llamaradas de mi mente, que yo juzgaba meteoros pasajeros e insignificantes; pero a fuerza de repetirse, tales fenómenos me inspiraron una veneración religiosa. Para mí los presentimientos son una cosa sagrada, una voz de los cielos. ¡Es preciso convenir en que hay ángeles custodios que velan por nuestra existencia! El Templario pronunció estas palabras con una fe profunda.

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-Por lo menos, es grato, bello y consolador el creerlo así, -respondió el caballero de la Muerte suspirando. Ambos interlocutores guardaron silencio durante largo rato. El blanco fantasma pensaba con placer en la bella y generosa misión que se había impuesto, en la vida errante y misteriosa que había adoptado para servir de protector, de egida, de ángel custodio u varias personas, desvalidas unas y criminales otras. Es verdad que alguna vez el grito de la venganza se hacía oír en su alma generosa; pero aun así y todo, su tendencia era sublime hasta en el momento mismo en que imaginaba derramar gota a gota la hiel del infortunio sobre la cerviz rebelde de Castiglione. Tal vez pensaba que la mejor venganza que podía tomar de su enemigo era hacerle que, por medio del arrepentimiento, se mirase en el espejo de sus propias culpas; venganza acaso la más cruel, pero también la que podía ser más fecunda. Al fin el Templario rompió el silencio diciendo: -Esta noche pasada soñé que Castiglione estaba con otros caballeros y con Elvira en un puerto, aguardando la hora de embarcarse en un bajel de alto bordo. -¡De veras! ¿Y qué os indica eso? -Este sueño me ha hecho comprender el sentido de ciertas palabras que anoche oí en el aposento de Castiglione. -¡En su aposento! -¿Olvidáis acaso que yo conozco perfectamente una entrada oculta que hay en la torre en que habita nuestro enemigo? Anoche, pues, logré introducirme, no sin algún peligro, hasta la misma puerta de la estancia en que Castiglione y otro caballero estaban engolfados en una conversación muy animada. Ambos se paseaban por el aposento, y yo a cada instante temía que se dirigiesen a la puerta. Felizmente pude permanecer allí un buen rato oculto en la oscuridad y escuchando. Por desgracia mía, no pude oír de seguido lo que hablaban, como que, paseándose, ya se encontraban en un extremo, ya en el otro de la estancia. Sin embargo, llegaron a mis oídos algunas palabras a intervalos, en las que pude sorprender que proyectaban un viaje. -¿Adónde? -Eso es lo que pretendo averiguar. Sin duda alguna es un viaje muy largo, supuesto que imagino deben embarcarse. -Lo mejor en ese caso es estar de acecho en los alrededores de la torre, pues de otro modo pudieran escapársenos. -Como hace pocos días sucedió.

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-En efecto, nos quedamos desorientados. -¿No convenís conmigo en que lo más prudente sería apoderarnos de Castiglione?. -¿Y Elvira? -Ya le obligaríamos a que nos descubriese su paradero. -¿Cómo? -Dándole tormento. El Templario fijó sus ojos agudos como puñales en el caballero de la Muerte. ¿Deseaba el Templario apoderarse de su enemigo? ¿Serían excusas para velar su verdadero objeto las rencorosas palabras de una venganza sin fin que le hemos oído manifestar ya a Jimeno, ya al caballero de la Muerte? ¿Por qué aquel empeño tan singular en conservar la vida de Castiglione a todo trance? ¿Era realmente por un refinamiento de venganza? ¿Tal vez contemporizaba con los demás apareciendo también rencoroso para llevar a cabo sus ulteriores planes? ¿Acaso se ocultaba bajo aquellas apariencias de odio irreconciliable un afecto profundo? Todas estas suposiciones y otras muchas, igualmente verosímiles, pudiera sugerir la equívoca conducta del misterioso Templario. -¡Habéis tenido una idea excelente! -exclamó con desdeñosa sonrisa-. Por mi parte, yo no tendría el menor inconveniente en llevar a cabo vuestro propósito; pero ya os he manifestado en otras ocasiones que mi plan de venganza es de otra especie, y por lo tanto, me será muy sensible que nos separemos en la obra que había yo imaginado terminaríamos de consuno. -Ya sabéis que mis deseos de venganza estaban aletargados, y que vos fuisteis quien los hizo revivir... -Eso no prueba otra cosa sino que yo por todas partes busco aliados. -Entonces, ¿por qué rehusáis mis servicios? El Templario miró fijamente al caballero y le dijo: -Hay en vos cierta cosa que os conduce a ejecutar actos de cruel venganza; pero actos de fuerza brutal. Dadle una puñalada a un hombre en mitad del corazón... ¿Qué más os queda que hacer? ¡Oh! si vos pensaseis como yo, comprenderíais hasta qué punto deja de ser venganza la que produce la muerte... A veces puede ser hasta un favor... -¡Matar a un hombre es hacerle un favor! -Figuraos que vuestro enemigo desea suicidarse y que sólo le falta la resolución bastante para darse el golpe mortal. Venís vos luego, creéis vengaros, le dais una puñalada en el corazón, y he aquí que sólo le habéis hecho un favor, y que al morir os regala una sonrisa

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de desprecio... ¡Oh!... Para estas cosas, yo no puedo remediarlo, soy extremadamente caviloso. -Verdaderamente que es así. ¿A quién demonios se le ocurriría otro tanto? -De cualquier manera, amigo mío, la venganza que quiero tomar de Castiglione es, por decirlo así, moral. Quiero contrariarle en sus ideas, en sus sentimientos, en sus crímenes, en sus proyectos... Cada uno tiene en este mundo su manera de ver la vida, el amor, el odio... ¡Y este es mi punto de vista! -Sois muy dueño, y aun cuando no sea más que por curiosidad, consiento en seguir vuestro mismo rumbo. -¡Oh! yo necesitaría muchos y muy expertos aliados para llevar a feliz cima mis bien combinados planes... No hace mucho contrarié a Castiglione de la manera más cruel para su corazón, impidiéndole por mil modos, que jamás estarán a su alcance, el que llegase a ser maestre provincial de Castilla... Ahora el despecho le mortifica por no haber conseguido realizar el sueño dorado de sus ambiciones, a la vez que, por otra parte, su pasión a Elvira le trae inquieto, turbado, casi demente... De seguro que después de tantas vicisitudes en su ambición y en su amor, habrá concebido nuevos planes, y es preciso contraminárselos, aunque para ello tuviese que ir hasta el cabo del mundo... Ahora medita hacer un largo viaje; pero ¿adónde irá? -He ahí lo que yo deseo saber. -Que se marcha es cosa cierta, porque lo he oído, pero la dirección de su viaje la deduzco de algunas palabras, casi la adivino. -¿Y adónde?... -Anoche les oí pronunciar varias veces esta palabra: «Jerusalén»... ¿No os llama esto la atención? ¿Qué significa esta palabra en boca de un hombre como Castiglione? Recuerdos bíblicos, geografía, antigüedades, historia, todos los mil sentidos en que el nombre de esta ciudad pueda pronunciarse, son vanos para él... ¡Las pasiones! He aquí la clave de este carácter violento o impetuoso como el huracán, aun cuando alguna vez se manifieste tranquilo como un lago, hipócrita como un volcán cubierto de nieve, astuto como una zorra... Castiglione es sinónimo de amor sensual, de ambición, de odio, de venganza... En todo esto debe buscarse la explicación de su proyectada partida... Y además, el sueño que he tenido... ¡El puerto... el bajel... Elvira!... -Me parece que dais mucha importancia a vuestras suposiciones... -Os engañáis miserablemente. Todo lo que os digo es el fruto de larga meditación, de experiencia, de apreciaciones hechas con el más maduro examen, y por último, aun cuando os burléis, por mis presentimientos...

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En esto oyose el ladrido del sabueso que indicaba la llegada de alguna persona. Pocos momentos después presentose en la humilde vivienda un hombre que, en su tostado rostro y vestimenta, daba a entender que de continuo habitaba en los campos. Aquel hombre era Garcés, el capitán de bandoleros, el esposo de Aldonza, la hija de doña Fidela. Ni el Templario ni el caballero de la Muerte manifestaron sorprenderse de aquella aparición, por lo que se puede afirmar, sin duda alguna, que aguardaban al bandido. -¡Loado sea Dios! -Por siempre. Siéntate Garcés. -Señor... -Vamos, siéntate y déjate de ceremonias. Sentose el bandido en torno del hogar. -¡Cáspita, y qué buena lumbre! En verdad que no hay gusto como comer cuando hay apetito, beber cuando hay sed y tener lumbre cuando hace frío. -¿Y qué tenemos? -Que en todo el día nada hemos visto. -¿Castiglione ha permanecido en la torre? -Así parece. -¡Cuánto me alegro! Esta noche saldremos de dudas, -dijo el Templario dirigiéndose al caballero de la Muerte. -¿Por qué no queréis que nos apoderemos de él a viva fuerza? -preguntó el bandido. -Porque no conviene así a mis planes. -¿No es vuestro enemigo? -Sí. -¿Por qué, pues, guardáis tantas consideraciones al asesino de doña Fidela? -Porque estas consideraciones servirán para vengarme mejor. El bandolero hizo un gesto que quería decir: -¡No lo entiendo!

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Verdaderamente que en el carácter y conducta del misterioso Templario no dejaban de advertirse singularidades y contradicciones. La noche estaba fría y lluviosa; pero esto no sirvió de obstáculo para que el Templario y sus compañeros se pusiesen en camino hacia la torre en que habitaba el italiano. Cuando ya estuvieron cerca del vetusto edificio, el Templario dijo a sus satélites: -Aguardadme aquí. En seguida se dirigió hacia la oculta entrada, sólo de él conocida, que comunicaba con la torre. Entretanto, no lejos de aquel sitio, en la aldea de Alconetar, junto al camino de la bailía, en torno de la cruz de piedra veíase vagar una figura blanca que de vez en cuando exhalaba melancólicos suspiros. Luego, con una entonación fresca y brillante como la de un ruiseñor en la primavera, se la oyó entonar una triste canción llena de melodía: La flor del amaranto Que antes pisaba la gentil doncella, Ora me ofrece con su tinta bella Símbolo triste de mi eterno llanto. ¡Y busco, y busco flores Del invierno glacial en los rigores! Después de algunos momentos de pausa, durante los cuales la joven vagaba a la ventura mirando al suelo con la actitud de buscar flores, volvió a cantar otra vez con la misma voz dulce y vibrante, sólo que entonces el aire era más rápido, más popular, pero no menos expresivo: La que encuentra helecho en flor La mañana de San Juan, Verá cumplirse el afán De su apasionado amor. Vanas son mis tristes quejas Para ablandar su desdén. ¿Por qué te vas y me dejas? ¡Oh mi hermoso don Guillén! Otro tiempo amor solía Enviarme hermosos sueños, Y entre paisajes risueños Felicidad me fingía. No más el cielo mostró Celajes de azul y plata... El mal de ausencia me mata. ¡Para mí todo acabó!

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¡Porque en vano busco flores Del invierno en los rigores! Calló la triste cantora y comenzó a exhalar hondos suspiros. En esto se oyó rumor de voces y de algunas caballerías que salían de la aldea. Eran dos hombres y dos mujeres, y todos parecían dispuestos a emprender un largo viaje. Uno de los hombres llevaba del diestro tres palafrenes, y llegado que hubieron al pedestal de la cruz, el que llevaba los bagajes se detuvo diciendo: -Aquí, señoras, podéis cabalgar. El que tal decía era Mendo, el criado traidor que había vendido a doña Fidela en la alquería, y que desde entonces continuaba a la devoción y órdenes de Castiglione. Desde luego se comprende que las damas no eran otras que doña Elvira y Plácida. El otro que las acompañaba se había reunido a ellas por casualidad. Era Garci Jurado, el mayordomo de las monjas y cuñado de Blanca. -¿Quién será este hombre? -preguntó doña Elvira en voz baja. -¿No le habéis conocido? -No. Dice que va en busca de su cuñada, que tiene algunos accesos de demencia. -¿Y no habéis adivinado quién es ella? -¿Quién? -Blanca. -¡Es ella!... Pues entonces, ahora pudiéramos... -Descuidad, que ya veremos de aprovechar esta ocasión. Este diálogo pasó rapidísimamente, mientras que el buen Garci Jurado se acercó a la triste Blanca, a la cual reconvenía porque se había escapado de su casa. -¿No te da miedo de venir sola a estas horas por estos sitios? -¡Era yo tan feliz! -murmuraba la joven. Como ya hemos indicado, la triste Blanca, después de haber salido del convento, había caído en una languidez profunda. Durante algunos días asistió a su hermana con la asiduidad y dulzura que le eran propias; pero después que la enferma hubo convalecido, Blanca fue víctima a su vez de la más horrible desgracia.

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Afectada viva y dolorosamente por la muerte repentina del buen Antúnez, por la enfermedad de su hermana, que al principio estuvo en grave peligro, y por último, no pudiendo olvidar ni un solo instante a don Guillén, la enamorada y afligida doncella fue atacada de algunos raptos de locura. Pero esta demencia era suave, benigna, melancólica y, sobre todo, no era constante. Blanca gozaba de algunos intervalos lúcidos, o por mejor decir, sólo por intervalos se extraviaba su razón. Es verdad que cada día sus accesos se iban haciendo más frecuentes, después de los cuales prorrumpía en amarguísimo llanto. Las lágrimas parecían servir en alguna manera, de desahogo a aquel corazón tan tierno y tan cruelmente herido por las flechas del amor y por los golpes del adverso destino. Garci Jurado había advertido que aquellos accidentes funestos se repetían con más frecuencia cuando había mudanza de tiempo. Aquella noche la atmósfera estaba pesada, negras nubes limitaban el horizonte, pálidos relámpagos hendían el espacio como dardos de la ira del cielo, y de vez en cuando, formidables truenos hacían retemblar el firmamento. Todo anunciaba una próxima tempestad y una copiosa lluvia. -Querida Blanca, ¿por qué has salido de casa? ¿No te he dicho ya que esta conducta me aflige sobremanera?... Tu hermana esta aún delicada... Considera cuánta no será nuestra angustia si algún día llegase a sucederte alguna desgracia... -¡Está ausente! -¿No me escuchas? -¡Si él me amara!... ¡Cuán feliz sería yo! -Déjate de esas cosas, hija mía; vente conmigo. -Yo debo partir... ¡Es necesario que yo lo vea!.. ¡Qué hermosa noche hace para amar!... Garci Jurado asió del brazo a la doncella, llamándola a grandes voces: -¡Blanca! ¡Blanca! Al mismo tiempo se oyó un espantoso trueno.

-¡Ah! -exclamó la doncella con estremecimiento nervioso-. ¿Eres tú?

-¿No me conoces? -¡Oh!... Sí... sí... ¡Jurado! -¿Qué vienes a buscar aquí? -¿No lo sabes?

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La hermosa cuanto desdichada joven puso su mano sobre el hombro de Garci, y señalando a la tierra, dijo con ademán extraviado: -¡Mira!... Busco flores, busco la flor del amor y... ¡no la encuentro! La joven comenzó a sollozar. Luego dijo: -En otro tiempo, en todas partes encontraba flores, y ahora... ¡El mundo está desierto para mí! Entretanto doña Elvira había cabalgado en su palafrén y contemplaba con extraordinaria impaciencia lo que hacía Plácida. Esta había sacado unos cuantos bizcochos de uno de los cestos en que llevaban algunas provisiones, y con gran disimulo había vertido en dos de aquellos confites el mortal veneno que llevaba de continuo en la sortija que en el convento le había dado Elvira. Plácida se aproximó adonde estaban Garci Jurado y Blanca. -¡Pobre niña! -exclamó la infame y redomada vieja-. ¿Quién había de decir que esta joven, antes tan graciosa y tan discreta, se había de ver en tan lastimoso estado? -¡Qué cruz tan pesada ha querido Dios enviarme! -exclamaba el buen Garci Jurado lleno de aflicción. -¡Que pálida y qué demudada está! -Come muy poco. -¡Pobrecita! -Vamos, Blanca, ¿no quieres seguirme? La joven permaneció silenciosa algunos momentos. -Vamos, encantadora niña, -terció la vieja-, ¿no hacéis caso de lo que os dicen? Seguid al señor Garci Jurado. ¿A que no me conocéis ya? ¿Habéis olvidado lo mucho que os quiero y las agradables reuniones que teníamos en el convento? ¿No os acordáis de las meriendas que teníais en la celda de la buena sor Sinforiana? Yo también la estimo mucho; y verdaderamente que es una maravilla aquella buena señora para hacer confites y bizcotelas. A propósito, voy a haceros un regalito... Blanca había prestado alguna atención a estas palabras, como si confusamente hubiera recordado la voz o la fisonomía de la inicua vieja. Esta, al terminar su retahíla, había ido a su palafrén para traer el prometido regalo, fingiendo que en aquel momento lo sacaba.

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Cuando Plácida volvió adonde estaba la joven, dijo con tono agasajador y jovial: -Hermosa amiguita mía, supongo que me habéis conocido, y os exijo que aceptéis mi regalito, ciertamente muy pobre por su valor, pero muy rico por la voluntad con que os lo ofrezco. ¡Ah! Yo quisiera regalaros una diadema, porque vos merecíais ser una emperatriz... Estos bizcochos son muy ricos, como que están hechos por mano de sor Sinforiana... Es verdad que estáis un poco más pálida y más delgada; pero siempre hermosa. La belleza es una prenda que nada ni nadie podrá arrebataros... Dejadme que os bese... ¡Oh! Si yo hubiese tenido una hija tan linda como vos, sería la más feliz de todas las mujeres, y no cambiaría mi vejez y mi orgullo de madre por todos los tesoros del mundo. Esto diciendo, Plácida velis nolis estampó el beso de Judas con su hedionda boca en aquel rostro de serafín. -Tomad, -añadió luego-, tomad mi humilde presente. -Muchas gracias, -respondió Blanca con su dulce voz y tomando con aire distraído los dos bizcochos que Plácida puso en sus manos. -Esos para que los comáis ahora, si queréis, y estos guardádselos vos para cuando más le plazca. Y la vieja entregó los bizcochos a Garci Jurado, murmurando en su oído estas palabras con aspecto hipócrita: -¡El Señor quiera tener piedad de vos y de ella! ¡Pobre niña! Doña Elvira no perdía ni una sola palabra ni un solo movimiento de la vieja infernal. La terrible amada de Castiglione tenía el rostro radiante de alegría, y en su interior se gozaba felicitándose de que al fin la casualidad, por una parte, y la destreza de Plácida por otra, le hubiesen proporcionado la feliz coyuntura que habían perdido en el convento, a consecuencia de la muerte inesperada del señor Gil Antúnez. Blanca comenzó a entonar una canción, como poco antes había hecho. En seguida, con ademán de una completa enajenación mental, murmuró: -Venid, avecillas del cielo, venid... Yo junto a la cruz del camino busco flores y no las hallo; pero vosotros encontraréis alimento. ¡Venid, avecillas del cielo, venid! Y así diciendo, la pobre loca empezó a desmenuzar los bizcochos, y esparciendo las migajas en torno suyo, repetía sin cesar: -¡Venid, avecillas del cielo, venid! -¿Que hacéis? -gritó Plácida sin poder contenerse.

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-¡Que las aves encuentren alimento, ya que yo no encuentro flores! Doña Elvira ahogó un grito de rabia y se mordió los labios hasta hacerse sangre. Plácida se sintió tan arrebatada de cólera, que estuvo próxima a abalanzarse a la joven y ahogarla con sus huesosas manos. -¿No quieres seguirme? -preguntó Garci Jurado. Blanca permaneció algunos minutos silenciosa. Al fin elevó sus ojos al cielo y súbito prorrumpió en llanto. Aquellas lágrimas bienhechoras desahogaban su corazón; aquella era la señal de que el accidente pasaba, de que la hermosa joven volvía otra vez a recobrar su razón. -Perdóname, -dijo Blanca-, perdóname, querido Garci... ¡Yo no tengo la culpa! Jurado se enterneció profundamente, y después de despedirse de las damas, invitó a Blanca a que le siguiese, y ella le siguió sin resistencia. Doña Elvira y Plácida blasfemaban en su interior contra el ángel custodio de aquel ser débil, hermoso e inocente. La vieja fue colocada en su palafrén por Mendo, y éste después cabalgó en su caballo sirviendo de gula a aquellas dos mujeres aborto del infierno. -¡Al fin se nos ha escapado! -dijo Elvira en voz baja y reconcentrada por la cólera. -¡Maldita locura! ¿Quién había de prever tal desenlace? -replicó Plácida. Y los tres desaparecieron por una vereda que se apartaba en ángulo recto del camino de la Encomienda. Castiglione había encargado a Mendo que no pasasen cerca del Temple. Capítulo XLIII Ondinas y sirenas La luna brillaba en el firmamento azul, sembrado de estrellas. Era una de esas hermosas noches de verano en que soplan suavemente frescos vientecillos perfumados de azahar y que recrean a la tierra agostada como el beso de la amante esposa al labrador o al guerrero que vuelve de sus fatigas. Parténope es en el universo el sitio destinado a recrear y encantar los sentidos con su delicioso ambiente, con sus risueños paisajes, con su luz dorada y con el

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plácido murmurio de las olas del mar, que en aquellas playas suspira como una sosegada fuente. Nada más bello ni más seductor que contemplar al sonreír del alba la enhiesta cumbre del monte Posílipo, y el encendido disco del sol que se eleva sobre el Vesubio e ilumina con sus rayos de oro la cordillera de montañas de Salerno, las azuladas ondas tachonadas con las blancas velas de las góndolas de los pescadores, y las islas de Capri, de Ischia y Prócida. Al suave fulgor de la nacarada luna veíanse las ruinas de un antiguo pórtico junto a la orilla del mar. Inmóviles, y contemplando el espectáculo encantador que allí la naturaleza les ofrecía, estaban tres jóvenes ricamente vestidos, y que, a juzgar por su aspecto y traje, eran españoles. Los mancebos, apoyados sobre las columnas, permanecían silenciosos y completamente absortos, ya mirando aquel cielo tan azul y trasparente, que en el último término de la estelante y aérea bóveda hubiera podido verse el trono del Increado; ya contemplando las antiguas ruinas del pórtico, por entre cuyas columnas creían ver las sombras de Virgilio y de Plinio, del inmortal poeta cuya tumba no estaba distante, y que allí había colocado los Campos Elíseos, y del sabio naturalista que allí también murió víctima de su amor a la ciencia. Ora volvían sus ojos hacia las olas sollozantes como si las nereidas suspirasen de amor, o como si las sirenas, con la armonía de sus dulces cántigas, tendiesen nuevos lazos a los corazones; ora aspiraban con delicia el perfumado ambiente y exhalaban suspiros de fuego como amantes que aguardaban con impaciencia la ansiada cita que rebosaba de promesas y placeres. Nuestros jóvenes experimentaban en aquel clima peligroso la misma dulce pereza, la misma languidez agradable que experimentó Telémaco cuando, lejos de Mentor, su apoyo y su guía, se encontraba en la isla de Chipre. Sembrada de flores, con lejanas y encantadoras perspectivas, con dulces y jubilosos presentimientos, llena de un fuego tan grato como inagotable, rodeada de perfumes, interrumpida por alegres y bulliciosos festines, cruzada en mil direcciones por hermosísimas mujeres de ojos de fuego y de amable sonrisa, entre danzas, amores y placeres, se presentaba la vida a nuestros jóvenes engalanada con todos los encantos que su rica imaginación a manos llenas le prestaba, fogosa efusión de la juventud, tempestuoso rugir de las pasiones, bullicioso tumulto de las ideas, dulce y vaga e inexplicable ansiedad del sentimiento, que impulsa al hombre por los campos del vivir cual gigantesca tromba que en los Alpes arrebata el huracán. Embebidos estaban en sus pensamientos, cuando súbito nuestros jóvenes oyeron una música deliciosa que salía del fondo del mar e iba, como las olas, a espirar cerca del pórtico. Es imposible pintar el efecto desconocido de aquellas melodías suaves y misteriosas que atravesaban el espacio en alas de las brisas de la estrellada noche. No era aquella música el canto lleno y robusto que infunde en el ánimo del guerrero ambición de laureles regados con sangre; no eran tampoco esas melodías sagradas que parecen arrebatadas a los coros del cielo, y que elevan el espíritu a regiones que no tienen nombre en los idiomas, pero que en el corazón se encuentran algunas sílabas; no era tampoco el canto apasionado del amor ardiente y puro, dulces melodías que agitan suavemente y que hacen brotar de nuestros ojos

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lágrimas bienhechoras como el rocío sobre las flores; no era nada de esto lo que despertaba aquella música nocturna, vaga y dulce y como nacida de las cristalinas ondas. Despertaban aquellos ecos un no se qué de inquieta alegría, de afeminada languidez, de regalada molicie, que perturbaba la razón y que, extraordinariamente y de una manera irresistible, recreaba los sentidos con el mismo agradable y pérfido encanto que un adulador seduce al hombre más prudente con sus lisonjeras palabras, saetas que convertidas en elogios atraviesan el corazón sin que se advierta que son heridas mortales; sabroso licor que recrea el paladar y emponzoña el cuerpo; deleite que mata, luz que consume y no alumbra, tacto de fantasma que se desvanece, debilidad con galas de fuerza, llanto de cocodrilo, sierpe escondida entre flores, sepulcro blanqueado, canto, en fin, de sirena. Cada vez la música sonaba más cercana, hasta que nuestros jóvenes advirtieron que un elegante bajel, entoldado como una góndola, pero de mayores dimensiones, se iba aproximando a la playa. Pocos momentos después la embarcación se detuvo y botó al mar una lanchita que, guiada por dos blancas figuras, en breves momentos atracó a tierra. Los tres amigos vieron llegar muy luego a dos jóvenes napolitanas, vestidas de blanco, y que, con ademán respetuoso, se llegaron a los caballeros, y dijeron: -Mis señoras os aguardan. Al punto los tres mancebos, lanzando una exclamación de alegría, siguieron a las doncellas de la hermosa Acidalia. Era ésta una dama nacida en una de las Cicladas, si bien su padre había huido primero, de las islas del Archipiélago después de Bizancio, porque entonces aquel país estaba trabajado por las últimas convulsiones del imperio de Oriente. Afrodisio murió en Nápoles, dejando dueñas de sí mismas a sus tres hijas Erato, Eufrosina y Acidalia. Era ésta la más joven de las tres hermanas, si bien en viveza, en gracia y en arrojo superaba a sus dos hermanas mayores, por lo cual éstas se dejaban guiar fácilmente por los consejos de la graciosa y bellísima Acidalia. Viéndose las tres jóvenes dueñas de sí mismas y poseedoras de inmensas riquezas, se habían entregado con todo el ardor de su juventud y de aquel clima a una vida deliciosamente adornada por el esplendor del lujo, por el encanto de la más completa independencia y por la inagotable variedad de mil y mil placeres, que noche y día revolaban entorno de las jóvenes, rodeándolas de una atmósfera muelle y perfumada. En Nápoles y en toda Italia eran conocidas las tres hermanas, volando a todas partes la fama de su belleza, de su habilidad en el baile y en la música, de su inmensa fortuna y de sus costumbres en demasía galantes. En damas de tal especie, no sólo sería inútil, sino también ridículo buscar fidelidad ni constancia. Cada semana tenían un amante. El señor de Alconetar y sus amigos hacía pocos días que habían llegado a Nápoles. Poseedores de un inmenso tesoro a más de las riquezas de Lara, llamaron la atención los caballeros españoles por el lujo de sus vestidos, por sus soberbios caballos, por la numerosa comitiva de pajes y escuderos que los servían. Los tres jóvenes, cuando vieron a Acidalia y a sus hermanas, no pudieron menos de maravillarse de

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la gracia y hermosura incomparable de aquellas damas. Muy pronto se entabló entre los españoles y aquellas bellísimas mujeres amorosa comunicación. Aquella era la primer noche que los tres jóvenes habían obtenido una cita de las encantadoras hijas de Afrodisio. Debemos también decir, en honor de la verdad, que Álvaro del Olmo no fue el que más provocó aquella cita, como era natural en un hombre cuyas austeras costumbres conocemos. No obstante, Álvaro no era tampoco ningún anacoreta, ni insensible a los encantos de la hermosura, ni sordo a las pasiones de la juventud. Apenas los tres mancebos saltaron en la barquilla, cuando las dos jóvenes napolitanas comenzaron a remar con suma gracia y rapidez, haciendo que la frágil lancha se deslizase sobre las ondas veloz como una golondrina. ¡Cuántas gratas emociones experimentaban nuestros mancebos! Todo suspendía sus sentidos y embriagaba sus corazones de alegría. El clima, la noche, la luna, el mar y las dulces melodías que les llevaba el viento, aumentaban en ellos su embriaguez deliciosa. Nada puede imaginarse más rico ni más gracioso que la materia y la figura de la elegante embarcación en que se hallaban las hijas encantadoras de Afrodisio. Aquella linda nave estaba construida de maderas preciosas, y por todas partes enriquecida y adornada con mil incrustaciones de nácar y oro, formando caprichosas labores de exquisito gusto, y la figura de la nave se asemejaba mucho a una concha. Diríase que en el golfo de Nápoles se había aparecido ahora la elegante embarcación en que la hermosa reina de Egipto salió con sus doncellas a recibir al orgulloso romano que después fue su esclavo, o bien que la diosa de los placeres, en su graciosa concha marina, venía a recrearse con el suave cantar de la sirena Parténope. Cuando los gallardos caballeros fueron recibidos a bordo de aquel movible templo de los placeres, quedáronse atónitos a vista de tanta magnificencia como en el interior de la nave se advertía. Blandamente reclinadas, y con graciosas sonrisas, recibieron las bellísimas damas a los gallardos caballeros. Era Acidalia de talle gentil y flexible como un junco, graciosa y ligera como una cervatilla, de formas esbeltas, pero llenas, y de suavísimos contornos. Estaba cubierta con un trasparente velo que la envolvía como una vaporosa nube. Así veneraban a la amante de Adonis en la isla de Coo con mejor acuerdo que en Gnido. Aquel velo sobre tantas bellezas abría ancho espacio a los vuelos de la imaginación ansiosa. Acidalia llevaba caída sobre sus graciosos hombros su perfumada crencha de cabellos negros, engalanados con una guirnalda de verdes mirtos y encendidas rosas, menos frescas y purpúreas que sus labios coralinos, copa encantada en que el amor ofrecía el dulce néctar de voluptuosas sonrisas. Sus ojos negros lanzaban relámpagos, sus miradas eran saetas que

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abrasaban y consumían los corazones. Acidalia era morena como Cleopatra, como Safo, como la Venus de Corinto; pero como ellas también era ardiente, apasionada y seductora. Acidalia, con ademán afectuoso, hizo seña a don Guillén para que se sentase junto a ella. El joven obedeció, clavando en la hermosa joven miradas de fuego. Eufrosina, la hermana segunda, era blanca de color, de tez rosada, de cabellos castaños, de mediana estatura, de ojos garzos. En su graciosa boca anidaban constantemente los chistes y las risas. Vivaz, burlona, veloz, alada, era la imagen viva del seductor atolondramiento, de la deliciosa superficialidad de la mujer, que nada entiende ni quiere entender si no es cantar, reír y gozar. En sus ojos notábase un no sé qué de picaresco, así como también se advertía algo de irónico y zumbón en sus frescos labios, casi siempre seductoramente fruncidos por un mohín preciosísimo. Era Eufrosina la alegría en persona, una mariposa, una calandria, una preciosa niña, juguetona y risueña y capaz de hacer reír al hombre más hipocondríaco, al mismo Heráclito. Eufrosina no pudo menos de sonreírse al ver la gravedad española de Álvaro del Olmo, cuya figura, sin embargo, le agradó sobremanera. Ella, pues, hizo sentarse a su lado a Álvaro. La hermana mayor, Erato, era blanca como la espuma del mar y de frente serena como la superficie del lago que no riza el más leve soplo de las auras. Era rubia, con los ojos negros, como Helena, en cuyas miradas se abrasó Troya. Notábase en el porte y ademanes de Erato algo de reflexivo y de inteligente, y era maravillosa su habilidad en el canto, en la música, y sobre todo en la poesía, pues con admirable facilidad improvisaba versos llenos de armonía y de pasión. Erato y Jimeno simpatizaron al punto, y el hermoso trovador, rendido de amores, sentose al lado de la bella poetisa. Acidalia dio sus órdenes, y la elegante embarcación se internó en la mar, bogando con dirección a la encantadora isla de Ischia, poco distante de Nápoles. Cuando ya estuvieron bastante lejos de la costa, Acidalia y sus hermanas ofrecieron a los caballeros un opíparo banquete. Nada se perdonó para hacer más delicioso aquel festín, mezclando en él todos los encantos del lujo, de la rareza de los manjares, de la excelencia de los vinos, de la música y del baile. Fue el banquete servido por jóvenes napolitanas, vestidas de blanco coronadas de flores. Durante la comida se quemaban en pebeteros de oro los más exquisitos aromas del Oriente. Todos los bancos de los remeros estaban llenos de hermosas jóvenes que tañían arpas, laúdes y salterios. De vez en cuando algunas de aquellas jóvenes, que tenían una voz dulcísima, entonaban voluptuosas canciones. Diríase que las ondinas y nereidas, para recrear a Neptuno, fiaban a los céfiros la melodía de su voz y de sus instrumentos. Cantaban de esta manera: ¡Oh jóvenes! Mirad, mirad la rosa

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Mecerse sobre el tallo virginal, Que recibe encendida y amorosa Las caricias del aura matinal. Pero a la tarde triste desfallece Bajo los rayos del estivo sol, Marchita por los aires desparece O en el suelo se pierde su arrebol. Así la juventud pasa ligera Llevándose los sueños del placer, Y torna la florida primavera; Mas el alma no torna a florecer. ¡Oh jóvenes! Coged, coged las rosas Antes que las deshoje el vendaval; Que las flores que os brindan las hermosas Exhalan un perfume celestial. No a la triste vejez Amor recibe, Amor que busca el juvenil ardor. ¡Oh jóvenes! El que ama es el que vive, Coged la rosa que os promete Amor. Luego varias jóvenes, dotadas de singular belleza y vestidas de blanca y trasparente gasa, danzaron voluptuosamente al compás de los dulces instrumentos. Nuestros mancebos estaban profundamente conmovidos, y no apartaban sus ojos de las peligrosas bellezas que ofrecían a sus miradas mil y mil encantos. Un fuego extraordinario circulaba por sus venas, y exhalaban hondos suspiros. Y otra vez, de tiempo en tiempo, en los confines del reino de Neptuno se perdían las voces melodiosas que entonaban nuevos cantares. Dejaos de combates, Abandonad las ciencias, Tratad sólo de amores, De bailes y de fiestas. De rosas coronados, Gozad la primavera De vuestra edad lozana, Danzando con las bellas. La gloria es nombre hueco, Cosa cruel la guerra; Sólo el que goza es sabio, Gozar no es apariencia, Gozar es certidumbre, Es ciencia verdadera. Ea, pues, nobles mancebos, Dad al olvido penas, No anticipéis dolores Con previsión funesta

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Que sople el aura leve, Que ruja la tormenta, Que ciegos los mortales Bramen en la pelea, O en sucios pergaminos Busquen inútil ciencia, Los unos homicidas, Y otros el alma seca, No entienden los arrullos De tortolilla tierna. Pues ea, ¿qué aguardáis? Baco os ofrece néctar, Venus placeres brinda De Amor en la palestra. Gozad, gozad, mancebos, Del bien que se os presenta. El silencio de la noche, la calma del mar, la luz trémula de la luna esparcida sobre la superficie de las ondas, el límpido azul del cielo sembrado de estrellas brillantes, todo esto contribuía a hacer aquel espectáculo más agradable, más seductor, más bello. Terminado el banquete, las damas danzaron con los caballeros, hasta que al fin, jadeantes de cansancio, volvieron a sentarse. Cada uno de los mancebos se hallaba al lado de su dama, en cuyos ojos bebía el dulce y calenturiento filtro de la pasión más voluptuosa. -¡Cuánto placer experimento a vuestro lado! -exclamaba don Guillén. -¿Me amáis? -preguntó Acidalia. -¡Y me lo preguntáis! -Vosotros, los españoles, sois muy galantes. -Tenemos el alma de fuego. -Tal vez no tenéis más que amorosas palabras, -repuso sonriendo provocativamente la hermosa joven. -¡Oh! ¡Si leyerais en mi corazón!... Uno y otra permanecieron extasiados y, por decirlo así, sumergidos en una magnética mirada de amor.

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Álvaro se hallaba completamente fascinado por la peregrina hermosura de su dama, la cual no dejaba de despertar hilaridad con los chistes que a cada instante se le ocurrían. Más lejos estaban Jimeno y Erato. El trovador no dejaba de contemplar a la hermosa joven, que prestaba atento oído al eco melodioso de las arpas. De repente Erato prorrumpió en un canto melodioso y suave como los trinos del ruiseñor en la primavera. Era aquella una improvisación brillante y espontánea como las rosas que crecen en los campos andaluces. Es verdad que el acento y las palabras de Erato despertaban sólo los alegres y fugitivos sentimientos de los cantares anacreónticos. Jimeno, sin embargo, escuchaba con éxtasis a Erato. Así es que los tres grupos de amantes se entregaban con delicia a sus pensamientos, mientras que la ligera nave surcaba las cristalinas ondas. Las opulentas damas de Nápoles habían ordenado a sus sirvientes que se alejasen de la cámara, mandando también que sólo dejasen una lámpara que destellaba una luz plácida y suave como el crepúsculo. Luego las tres venturosas parejas se separaron de manera que podían entablar amorosos diálogos sin que nadie las escuchase. Don Guillén Gómez de Lara era el que se mostraba más apasionado. Su carácter impetuoso le arrastraba siempre hasta el último paroxismo de la pasión. Blandamente reclinada, la hermosísima Acidalia tenía fijos sus ojos amorosos sobre el gallardo mancebo. ¡Cuán seductora parecía en aquellos momentos Acidalia! Su velo no cubría ya el alabastro de su torneada garganta, y los plácidos céfiros del mar jugueteaban con el suelto cabello; languidecía de amor, y en sus mejillas de carmín, que parecían enrojecidas por una llama que las abrasase, brillaba un sudor voluptuoso, que la hacía aún más hermosa; en sus húmedas pupilas centelleaba el fuego del deleite, a la manera que un rayo de sol penetra en las cristalinas aguas. Su cabeza estaba reclinada sobre él, y Lara tenía los ojos fijos sobre ella. Las fogosas miradas del joven devoraban a la hermosa, y al mismo tiempo él se consumía en aquel fuego, a la vez placentero y mortífero como la luz que seduce a la incauta mariposa. Cubría Acidalia de ósculos ardientes los labios y los ojos del gallardo mancebo, y entonces él, suspirando con ansia profunda, parecía que exhalaba el alma en el alma de su amante. Capítulo XLIV

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Amargura de la dulzura La aurora, meciéndose en blando lecho de rosadas nubes, parecía salir del seno del mar en el golfo de Sorrento. En una isla que divide el golfo de Gaeta del de Nápoles, veíase un frondoso bosque de castaños, de mirtos, de aromos y naranjos. En el fondo de la perfumada selva se levantaba un suntuoso palacio de exquisitos mármoles labrado y más suntuoso y bello aún por los primores del arte que por la solidez de la fábrica. Allí tenía su eterno imperio la primavera bajo un cielo de zafiro. Diríase que en aquella isla afortunada la salud y la alegría habían elegido su mansión agradable. Aquel portentoso palacio era de las tres hermanas, Acidalia, Eufrosina y Erato. Las frescas auras matinales sacudían las perlas del rocío de las plantas y las flores. Trinaban gozosos los pajarillos, y el ambiente, embriagado de perfumes, despertaba en el corazón la plácida inquietud de los amores. Junto a una cristalina fuente veíase un gallardo mancebo que, a juzgar por su actitud, aguardaba ansioso el momento de una cita. Luego el joven, con muestras de impaciencia, comenzó a pasearse por el ameno jardín que se encontraba dentro del recinto del suntuoso palacio. Pocos momentos después, por direcciones opuestas, aparecieron otros dos jóvenes, que casi a un mismo tiempo llegaron a reunirse con el que primero estaba aguardando. -En verdad que has madrugado mucho, Guillén, -dijo Álvaro del Olmo. -¡Ira de Dios! Estoy impaciente por averiguar los misterios que encierra esta mansión portentosa. -A mí me sucede lo mismo, -añadió Jimeno. -En efecto, tenéis razón; pero ellas pronto despertarán, y entonces no nos será posible realizar nuestros deseos. -¿Y qué importa que ellas se despierten? -repuso don Guillén-. A despecho de ellas es preciso que yo vea y examine todo lo que este palacio y esta isla contienen. -¿No has notado en ellas cierta reserva respecto a nuestros deseos de satisfacer nuestra curiosidad? -Cualquiera diría que tienen grande interés en que no recorramos la isla, ni mucho menos los departamentos del palacio. Hasta ahora no hemos visto más que los suntuosos aposentos en que hemos habitado desde que llegamos aquí. -Ese empeño tenaz que ellas muestran porque no veamos todo esto es precisamente la causa que ha aumentado mi curiosidad, -dijo Gómez de Lara.

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-Aquí vivimos como prisioneros, -observó el trovador. -¡Qué vida! -exclamó con aire sombrío Álvaro del Olmo-. Tal estado de cosas no puede prolongarse... Mañana hace mes y medio que nos encontramos aquí... -Verdaderamente que los encantos del amor seducen al hombre más sesudo; pero la libertad... ¡Oh! La libertad es lo primero. ¡La libertad es el hombre! -exclamó el poeta con énfasis. -Pues ello es preciso romper estas cadenas. -Por más que sean cadenas de flores. -Soy de la misma opinión. -Amigos míos, ya visteis ayer cuánto trabajo nos costó ponernos de acuerdo para reunirnos hoy en este sitio... -Sin duda alguna; yo no sé cómo ellas no se apercibieron de nuestras señas. -Pues bien, ya que ahora afortunadamente se encuentran durmiendo, no debemos perder tan buena ocasión. -Pues manos a la obra. -¿Y por dónde empezaremos? -Yo, francamente lo digo, preferiría empezar por reconocer la isla. -Tanto monta; quiere decir que después tendremos ocasión de examinar el palacio. -Pero se me ocurre una dificultad. -¿Cuál? -¿Por dónde hemos de salir? -Por la puerta principal. -En ese caso tropezaremos con un grave inconveniente. Nos vamos a ver en la necesidad de pasar muy cerca de los aposentos en que duermen nuestras damas. -Eso puede evitarse. -¿Y cómo?

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-Por fortuna, al venir a este sitio he reparado en una puerta que hay en la tapia de este jardín. -¡Y está abierta! -exclamaron a la vez los dos amigos. -Eso es lo que no he reparado; la puerta estaba cerrada, pero ignoro si estará entornada o cerrada con llave. -Pues vamos a verlo. Y sin más, los tres jóvenes se encaminaron rápidamente hacia el sitio en que la puerta se hallaba. Cuando ya estuvieron cerca., sus semblantes se anublaron. -¡Ira de Dios! -exclamó don Guillén-. ¡Cerrada! -No hay que desesperarse todavía, -dijo el trovador. -¡Victoria! -exclamó Álvaro del Olmo, que en silencio se había adelantado y visto que el pesado cerrojo estaba solamente corrido, pero sin candado, ni llave ni otro obstáculo. Con tanta precaución como júbilo descorrieron el cerrojo, y muy en breve se hallaron en el campo. No sabían qué rumbo tomar, ansiosos como estaban de recorrer a un tiempo y por todas partes aquel pequeño mundo enclavado en el seno de los mares. Por último, tomaron a la ventura la primera senda que se les presentó, y que les condujo, después de haber atravesado una fértil y florida pradera, a un recinto lúgubre, sombrío y cubierto por funestos cipreses. Aquello parecía un cementerio. De repente descubrieron en el fondo de aquel bosque, que pudiera llamarse de la Muerte, una torre desvencijada y ruinosa. Los tres amigos sin vacilar se encaminaron hacia el abandonado edificio. Siguiendo una sombría calle de cipreses, llegaron muy pronto a la puerta de la solitaria torre. Iban los jóvenes discurriendo sobre la extrañeza de aquellos sitios y echando de menos una persona que les fuese explicando las maravillas que se imaginaban ver. Penetrando por la puerta descubrieron a una anciana de malísima catadura, que estaba sentada y ocupándose en hilar. Aquella mujer viejísima causó grande impresión en el ánimo de nuestros caballeros. La anciana a la verdad tenía un aspecto singular, bondadoso, siniestro y burlón a la vez. Sus cabellos eran espesísimos, pero más blancos que la nieve, y en sus ojos negros y extremadamente vivaces se leía algo de sombrío furor. Quedose mirando la vieja muy atentamente a los tres mancebos, y después de algunos momentos del más minucioso examen, preguntó con aspecto agradable, pero con voz extraña y que nada tenía de humano: -¡Jóvenes! ¿Adónde vais?

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-Deseamos recorrer esta isla, y no es cosa de quedarnos sin examinar esta torre. La vieja miró a los jóvenes con marcadas muestras de sorpresa. -¿No habéis pensado, -dijo-, que es empresa muy arriesgada la que tratáis de emprender? -Ningún riesgo será bastante a hacernos renunciar a nuestro propósito. -¿Luego estáis decididos? -Lo estamos. -Pues en ese caso podéis pasar adelante; pero os advierto que aún os quedan que atravesar dos patios y dos puertas, o ignoro si mis hermanas, que son las porteras, querrán manifestarse tan complacientes como yo me he manifestado. ¡Pasad! Los caballeros saludaron muy afectuosamente a la vieja y penetraron en la extraña mansión que de una manera indescribible había despertado su curiosidad. Atravesando un extenso patio a manera de huerto, en el que había muchos árboles y parrales, descubrieron a lo lejos, en el tostado fondo de la vetusta muralla, otra puerta en la cual veíase otra vieja, que sin duda era hermana de la primera que hemos visto. Delante de unas gigantescas devanaderas de ébano se ocupaba en devanar. Esta segunda vieja parecía de peor índole, a juzgar por su avinagrado gesto. -¿Adónde vais? -gritó la vieja furiosa como un energúmeno. -Deseamos ver el interior de esta torre. -No quiero, no quiero, -repuso de mal humor la vieja, aumentando el impulso y la rapidez de sus devanaderas. Nuestros jóvenes permanecieron algunos minutos silenciosos e indecisos; pero al fin don Guillén, más curioso y más resuelto, se aventuró a decir con la mayor cortesía: -Amable señora, vuestra hermana se ha dignado concedernos permiso para que entremos a satisfacer nuestra curiosidad... -Pues mi hermana ha hecho muy mal. -Sin embargo, señora, yo espero que vos también al fin tendréis la amabilidad de no disgustarnos por cosa de tan poco momento. -¡Cosa de poco momento decís! -¿Pues no? ¿Qué inconveniente puede haber en que nos dejéis entrar?

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-Para ello debería faltar a mi obligación. -Y vuestra obligación, ¿puede saberse cuál es? -Claro está, guardar esa puerta. -Pero debéis guardarla de asesinos o ladrones, -dijo el trovador con irónica sonrisa, aludiendo sin duda alguna a la vejez y debilidad de la portera. La anciana lanzó una mirada de tigre sobre Jimeno. El trovador sostuvo aquella mirada con una gravedad tan cómica, que al fin la vejezuela se echo a reír. -Permitidme, -dijo Lara-, que os pregunte a quién debéis dar cuenta de vuestra conducta. -Fácil es adivinarlo. -Yo por mi parte no lo adivino. -¿No conocéis a Acidalia y a sus hermanas? -Ya comprenderéis que debemos conocerlas. -Pues a ellas es a quien yo debo obedecer. -Pero vuestras señoras serán indulgentes para con vos. -¡Mis señoras! ¡Estáis muy equivocados! -Pues qué, ¿son ellas vuestras criadas? -preguntó Jimeno con aire zumbón. -Me explicaré, me explicaré, -repuso la vieja parando sus devanaderas. Después de algunos momentos continuó: -Habéis de saber que aun cuando Acidalia y sus hermanas son o parecen más jóvenes que nosotras, ellas nos tratan como si fuesen nuestras madres. -¡Vuestras madres! -Ellas a lo menos son causa de que nosotras estemos aquí obedeciéndolas y presenciando los desastres que sus locos amoríos producen. -¡Desastres! -Y muy grandes.

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-Explicaos, señora, si gustáis. -Me basta deciros que sus amores han traído y traen aquí diariamente a muchos jóvenes incautos, que pasan el resto de su vida en la más estéril impaciencia y en la inacción más vergonzosa, cuando no quedan para siempre lánguidos y enfermos. Nuestros jóvenes cambiaron entre sí una mirada asaz significativa. Aquellas naturalezas elevadas se avergonzaban de que una vida muelle y afeminada pudiese cortar el vuelo de sus varoniles bríos. No obstante, bien pronto se levantó en los jóvenes un deseo más fuerte que todas las consideraciones, el deseo de satisfacer su curiosidad. Y otra vez tornaron a exigir de la vieja el permiso para pasar adelante. Al fin la estantigua, consintió en dejar el paso libre a los tres amigos, quienes no dejaron de advertir en la vejezuela una maligna sonrisa. Los mancebos, sin embargo, continuaron adelante, muy gozosos y también muy ajenos de lo que había de acaecerles. Atravesando otro patio cubierto de maleza, y más abandonado aún que los anteriores tránsitos, llegaron por último a una tercera puerta, en donde encontraron una vieja más repugnante y más asquerosa que las dos anteriores. A tiro de ballesta podía reconocerse que aquellas tres mujeres eran hermanas, por más que sus grados de vejez fuesen diferentes y aun su estatura y fisonomía. Pero todas tres tenían de común una expresión idéntica de malicia, de astucia y de crueldad. La vieja que estaba en la tercera puerta se ocupaba con unas inmensas tijeras en cortar las cuendas de un montón de madejas que tenía a su lado. -¡Mortales! -gritó la anciana con voz solemne y capaz de hacer temblar a un mármol-. ¿Adónde vais por estos sitios? -Vuestras hermanas han tenido la bondad de dejarnos llegar hasta aquí... -¡Oh! Pero no es posible que paséis más adelante. Los jóvenes insistieron de manera que al fin la anciana consintió en dejarles libre el paso. Bien hubieran querido nuestros caballeros tener un guía que los condujese por aquellos parajes desconocidos; pero hubieron de contentarse con visitar solos aquella mansión extraordinaria. Verdaderamente había motivo para que la más viva sorpresa se apoderase de nuestros jóvenes. Entregados a su propio capricho, recorrieron durante mucho tiempo infinidad de

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habitaciones espléndidamente amuebladas, y cuya magnificencia formaba un contraste singular con el aspecto ruinoso que exteriormente presentaba aquel extraño edificio. En muchas de las estancias que recorrieron, hallaron mesas cubiertas con ricas vajillas de oro y preciosos ramilletes de flores naturales, pudiéndose deducir que sólo faltaba se sirviesen los manjares que habían de recrear el apetito de los misteriosos habitantes de aquella mansión de las Parcas, que así pudieran llamarse las tres diabólicas viejas que guardaban la entrada de las tres puertas. Luego salieron a un anchuroso claustro, en donde, vieron un rótulo sobre la puerta de un aposento. La inscripción decía: Sala de los Dolientes. -¿Qué clase de duelos serán estos? -Allá veremos. -Paréceme, amigos, que nos estaría bien preparar nuestras armas. -En efecto, este silencio sepulcral me espanta. Los tres jóvenes desenvainaron sus espadas, y con ánimo esforzado se decidieron a llevar a cabo su propósito. De pronto oyeron cerca una voz que decía: -Esta mansión es de paz, caballeros. Los tres amigos fijaron sus atónitas miradas en una hermosa matrona que les salía al encuentro. Iba la dama vestida modestamente, pero con muy buen gusto y suma gracia. Llevaba en la mano un compás, y en todos sus ademanes se echaba de ver la discreción y la templanza. Mucho sorprendió a los jóvenes la aparición de aquella hermosa dama. Después de algunos momentos, don Guillén de Lara dijo: -Hermosa señora, si no lo habéis por enojo, yo os suplico rendidamente que tengáis la bondad de darnos un guía que nos conduzca al través de tanto laberinto. -Os acompañaré yo misma, -repuso la dama con agradable sonrisa y haciendo seña a los caballeros para que la siguiesen. La dama condujo a los tres jóvenes a la sala, sobre cuya puerta se leía el rótulo que hemos indicado. Inmediatamente se presentó a sus ojos una multitud innumerable de mancebos enfermizos, pálidos, encorvados, tímidos y que no podían andar sino apoyados sobre sus muletas. Era lo más extraño que, siendo tan numerosa aquella reunión, no se escuchaba el menor ruido de palabras. Todos andaban con trabajo y permanecían silenciosos. Diríase que hasta para hablar les faltaba aliento. Casi todos lloraban como débiles mujeres y echaban de menos los bellos y alegres días que habían consumido malamente en frívolos amores y vergonzosos placeres. Allí jamás se habían albergado el indómito y varonil aliento, ni el ángel de las virtudes, ni el genio de la

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gloria. Con el corazón oprimido de angustia contemplaban nuestros jóvenes aquel espectáculo doloroso, y temblaban por sí mismos, temiendo que las malas pasiones o los extravíos de la juventud los pudiesen sumergir en una atmósfera semejante de asqueroso envilecimiento. Atravesaron diversas estancias, y en todas partes veían las mismas señales de enfermedad y afeminación. -Estos que aquí veis, -dijo la dama con reposado acento-, están muy de mala voluntad bajo mi dominio, que ciertamente no es pesado sino para las naturalezas estragadas y que han adquirido el hábito del desorden y la molicie. Aquí, si ellos fuesen discretos, aún pudieran recobrar su salud y vivir dichosos; pero sucede todo lo contrario. Ellos se lamentan de su situación presente, no por arrepentimiento, sino por no encontrarse sumergidos en sus antiguos desórdenes. He aquí, -añadió la dama mostrando el compás que llevaba en la mano-, he aquí mi cetro, el símbolo de mi dominio sobre estos desgraciados. Yo trato inútilmente de medir y compasar todas sus acciones, de infundirles de nuevo su alegría, de inspirarles valor y esperanza, único medio de sacarlos de su abyección; pero ellos ¡infelices! me rechazan y me aborrecen. Con grande atención oyeron tales razones los tres amigos, y se maravillaban de todo cuanto veían, pues nunca hubieran podido sospechar que en aquella isla, mansión de los deleites, habían de encontrar un espectáculo semejante, que despertaba en su ánimo noble brío para adoptar provechosas resoluciones. -¿Y quiénes son todos estos que aquí se encuentran? -preguntó Gómez de Lara. -Estos jóvenes, -repuso la matrona-, todos han sido amantes de Acidalia y sus hermanas. -¿Y cómo han venido a parar en tan lamentable estado? -Estas son las consecuencias de su indiscreto amor a los placeres. Oyendo tales palabras, los jóvenes se sonrojaron. Súbito sonó un ruido espantoso. Los caballeros se imaginaron que algún peligro los amenazaba, por lo cual se apercibieron a la defensa. -Nada tenéis que temer mientras que estéis a mi lado, -dijo la dama. Pocos momentos después vieron entrar una joven desmelenada y pálida, pero de singular belleza, la cual, apartando con desdén a los dolientes que a uno y otro lado le estorbaban el camino, llegose adonde estaban los tres jóvenes y la matrona, la cual preguntó: -¿Qué sucede, hermana mía? -Una gran desgracia.

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-¡Habla! La joven asió a su hermana mayor, la apartó consigo algunos pasos, y cambió con ella las siguientes palabras: -¿No sabes quiénes son estos extranjeros? -He creído que son amantes de nuestras señoras. -Así es la verdad. -No podía ser de otro modo: en esta isla ya sabes que sólo entran los amantes de Acidalia y sus hermanas... -Sí, sí; pero ningunos han hecho lo que estos acaban de hacer. -En efecto, me ha sorprendido mucho su presencia en este sitio. -Ya sabes que las señoras nunca envían aquí a sus amantes sino cuando se encuentran en el más deplorable estado, cuando ya están enfermos de cuerpo y de alma, cuando ya han enloquecido de amor, y entonces... bien lo sabes, entonces ellas se ríen de ellos, y los desprecian y los conducen a esta sala... -Pero vamos al caso. -El caso es que ninguno de los amantes de las señoras se ha atrevido a salir del palacio y recorrer la isla con la frescura y desenfado que lo han hecho estos españoles... Y verdaderamente que nunca ellas han tenido amantes más gallardos ni más valerosos... Ahora bien; ellos se han escapado del palacio por la puerta del jardín, mientras que nuestras señoras dormían. -Acaba, por Dios. -Así que han notado la ausencia de estos caballeros, las señoras, sospechándolo todo y deseosas de vengarse, han dado aviso a los tres Corsos, que muy pronto estarán aquí... Yo he atravesado rápidamente la distancia que media desde el palacio, para decirte de orden de las señoras que mandes encerrar a estos temerarios en el más estrecho calabozo de esta torre, en el caso de que quieran huir... -¡Eso es una infamia! -Eso mismo pienso yo, y por lo tanto, he venido a suplicarte que hagas en favor de estos extranjeros todo cuanto puedas. -Ya sabes que siempre me gusta hacer bien. -Y además, así les pagaré una deuda que les debo.

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-¿Qué les debes? -La más inextinguible gratitud. Recién llegados estos caballeros a Nápoles, varios pescadores acometieron una tarde a mi amado Gianettino, y cuando ya estaba a punto de sucumbir bajo el puñal de sus enemigos, acertaron a pasar los extranjeros, y con incomparable esfuerzo pusieron en fuga a los pescadores y libertaron de la muerte a mi amado... Los tres amigos sólo podían oír el eco de estas palabras; pero no podían comprender su sentido. La matrona, volviéndose hacia los mancebos, dijo: -Caballeros, os anuncio que os amenaza un gran peligro... Me equivoqué al deciros que mientras estuvieseis a mi lado nada tendríais que temer... Una voluntad superior a la mía lo ordena de otra manera. -¿Y en qué consiste ese peligro? -preguntó Gómez de Lara con el ademán de osadía que le era peculiar. -Tengo orden de hacer que os prendan. -¿Y bien? -Orden que no cumpliré. -Muchas gracias, señora, por vuestra benevolencia. -Pero os será imposible libraros de los Corsos. -¿Y quiénes son esos enemigos? -Habéis de saber, señor, que Acidalia y sus hermanas tienen en esta isla a su sueldo y servicio tres hombres formidables que antiguamente ejercían la profesión de pescadores. Son naturales de Córcega, de estatura gigantesca, de ferocidad de tigre y de valor sobrehumano. Estos bravi acaban de recibir el aviso de acometeros; y aun cuando yo os deje libres para salir de este recinto, dudo mucho que podáis escapar de las manos de los terribles corsos. -¿Decís que no son más que tres? -Son tres gigantes. -No importa, señora: nos agraviáis creyéndonos inferiores a esos miserables bravi. Hombre por hombre, ya os probaremos, señora, que no es preciso ser un atleta para tener esfuerzo. -¡Ay! Ellos son terribles, diestros y de fuerzas hercúleas.

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-David venció a Goliat. Tranquilizaos, señora. -Pues bien, -dijo la doncella de Acidalia-, no perdáis tiempo... Salid, salid al instante. Agradeciendo infinito su buena voluntad a aquellas dos generosas mujeres, salieron nuestros jóvenes de la sala, y se encaminaron por el mismo sitio que habían entrado; pero al llegar adonde estaba la vieja, ésta se levantó precipitadamente y cerró la pesada puerta. -¿Qué hacéis? -preguntaron furiosos los tres amigos. -Nadie que entra aquí puede salir -repuso la anciana. -¡Ira de Dios! -exclamó don Guillén amenazando a la vieja con su espada-. ¡Abrid! -Es inútil que os canséis, -repuso la portera con imperturbable sangre fría. Don Guillén, no queriendo mancharse con el asesinato de una débil anciana, se dirigió a la puerta y comenzó a forcejear por abrirla, pero inútilmente. La vieja había cerrado por medio de un resorte, ingenioso mecanismo que no parecía dispuesta a revelar aunque la desollasen viva. Entretanto Álvaro del Olmo murmuraba con cierto aire de melancólica gravedad: -La entrada en el vicio es gustosa y fácil; la salida es dolorosa y poco menos que imposible. Jimeno comprendía que se hallaban en una situación suprema, cuyo peligro aumentaba a cada instante. De repente el poeta se sonrió satisfecho. Su fecunda imaginación había encontrado un medio infalible para salir de aquel apuro. Haciendo seña al impaciente don Guillén, le dijo: -No te enfades, amigo mío. ¿No recuerdas con cuánta instancia suplicamos a esta señora que nos permitiese entrar? ¿No nos advirtió que era arriesgado lo que pretendíamos? ¿Por qué te enojas ahora tan sin motivo? Yo, por mi parte, me encuentro perfectamente en compañía de esta buena señora. Y el trovador, volviéndose a la vieja, añadió con el aire más natural del mundo: -En verdad, en verdad que algunos años antes habría yo tenido a gran dicha el permanecer a vuestro lado. ¡Cáspita! Todavía... todavía se conoce que en vuestros tiempos habréis tenido muy buenos bigotes... Ese talle, esos colores y, sobre todo, esa expresión de ojos que aún tenéis, me dicen que habréis sido la más garrida y apuesta moza de media Italia. -Y de Italia entera, -dijo la vieja sonriéndose y aproximándose a Jimeno-. Mire su excelencia, no es porque yo lo diga, pero ahí están mis hermanas y todos los viejos de

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Nápoles, que no me dejarán mentir: cuando yo tenía veinte y me ponía mi corpiño azul y mi guardapiés de seda, me llevaba las calles por delante. Estos cabellos, que ya se van mudando algo, eran entonces negros como la endrina; y en cuanto a eso que decís de mi juego de ojos, no creo que sea lisonja vuestra, porque en aquellos tiempos todos decían que se abrasaban en mis miradas... Y lo creo así, porque cabalmente en el jugar los ojos tenía yo entonces todo mi prurito. -Se conoce, señora, se conoce todavía.

-Digo esto, no porque a mí me gusta alabarme, sino porque precisamente os habéis fijado en una cosa en que todos se ajaban cuando yo tenía menos años.

Y esto diciendo, la vieja lanzaba miradas cariñosas al trovador. Después de algunos momentos, con la más exquisita amabilidad, Jimeno dijo:

-Adorable señora, yo estoy seguro de que vuestro corazón no será tan empedernido que consintáis en detenernos en este sitio y en circunstancias en que...

-Vamos, vamos, ya lo veo, -interrumpió la vieja medio refunfuñando y medio sonriéndose-; lo que vos queréis es que abra la puerta.

-No lo niego, señora mía, -respondió Jimeno haciendo una cortesía de un efecto irresistible-. Y además quisiera que os tomaseis el trabajo de acompañarnos, para que en las otras puertas no encontremos inconvenientes para salir. Yo estoy seguro de que vuestras compañeras no se han de atrever a negaros este favor que os suplico les pidáis.

Fue tan melodioso el acento del poeta al pronunciar aquellas palabras, que la vieja se sintió conmovida hasta el extremo de complacer en un todo al astuto Jimeno. La vieja, pues, abrió la puerta... ¡Oh magia de la galantería! ¿Qué corazón femenino, aun cuando cuente cien navidades, permanecerá insensible y frío a eso que las mujeres llaman flores? Porque es indudable que Jimeno debió aquel fabuloso triunfo sola y exclusivamente a las almibaradas frases que había dirigido a la presumida vieja. Resultó, pues, que las demás porteras no opusieron obstáculo alguno a la salida de los tres amigos, a quienes, sin embargo, les aguardaba una escena en extremo terrible. Apenas habían salido de la torre, cuando les acometieron los tres corsos con las espadas desnudas, y con acento breve e imperioso les gritaron:

-¡Rendíos!

-¡Miserables!

-¡Atrás!

-¡Adelante!

Cambiadas estas breves palabras, se trabó un encarnizado combate.

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No habían sido exagerados los informes que acerca de los terribles corsos habían dado a nuestros caballeros. Efectivamente los sicarios eran diestros, valientes, vigorosos, y apretaban con furia irresistible a nuestros aventureros. Duro fue el combate; empero el valor luchaba con la ferocidad. Al fin Jimeno exhaló un grito desgarrador. Acababa de recibir una herida bastante grave, aunque por el pronto no le impidió ni combatir ni andar. La herida habíala recibido en el brazo izquierdo. Fuera de sí el trovador se arrojó sobre su adversario con rabia frenética y le atravesó el corazón de parte a parte. Casi al mismo tiempo don Guillén y Álvaro derribaban muy mal heridos a sus adversarios. Entonces los tres amigos se encaminaron victoriosos hacia la playa.

-¿Y por qué no volvemos al palacio? -preguntó Jimeno.

-¡Huyamos! -dijo Álvaro-. Solamente la fuga puede salvarnos de la fascinación de esas mujeres.

-¡Oh! -exclamó don Guillén-. ¡Si estuviese aquí mi fiel Pedro Fernández! ¿Qué habrá sido de vuestros servidores?

-Os haré notar, -observó Jimeno-, que es inútil encaminarnos hacia la playa, a no ser que creáis posible que lleguemos a Nápoles nadando.

Esta consideración era tan exacta como aflictiva. La frente de Gómez de Lara se volvió espantosamente ceñuda, y Álvaro del Olmo exhaló un profundo suspiro.

-¡Por las nueve Musas del Parnaso, que nos vamos a escapar! -exclamó de pronto Jimeno.

-¿Qué estás diciendo?

-Mirad, allá a lo lejos... ¿No veis un punto negro?... ¿No lo veis?

-Maldito si descubro nada.

-Pues yo te digo que allí viene una embarcación.

-¡A fe que tienes buena vista!

Fijas las miradas de los tres mancebos sobre la ancha superficie del mar, descubrieron al fin una góndola que, impelida por un viento favorable, se acercaba por momentos a la isla. Nuestros caballeros se encaminaron lentamente hacia la orilla del mar, después que Jimeno se hubo vendado la herida, que no era peligrosa. A medida que la embarcación se aproximaba, la esperanza renacía en el corazón de los fugitivos.

-¡Oh! -exclamó Álvaro-. No parece sino que les han dicho que se encaminen directamente adonde nosotros estamos. ¡Algún ángel les ha inspirado!

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-¡Qué sé yo que te diga! -repuso don Guillén, sacudiendo la cabeza con aire de duda-. Acabamos de salir de un combate, y acaso tengamos necesidad de entablar otro más encarnizado. Sin duda esas gentes no querrán recibirnos sin licencia de Acidalia. ¿Qué opináis?

-¡Verdaderamente es una calamidad! -exclamó Álvaro-. Esas gentes deben estar al servicio de las tres hermanas... En fin, allá veremos cómo escapamos.

-Lo más seguro es que nos consintamos en batirnos otra vez.

-¿Aún tienes lanas de reñir?

-No por cierto; pero la necesidad carece de ley. Lo más sensato es prever el resultado por el lado más funesto, y si por ventura nos sale mejor que pensamos, esa ventaja tenemos.

-¿Te duele mucho la herida?

-No es cosa de cuidado.

-¡Vive Dios que me has dado un gran susto, carísimo Jimeno! -dijo don Guillén-. Cuando te oí gritar tan desaforadamente, imaginé que te habían muerto.

-Aquel grito fue de rabia.

-Muy buena cuenta que diste de tu adversario, valiente trovador.

-Y a fe que los tales corsos tenían los puños duros.

-¡Vaya unas aventuras! -murmuraba Álvaro.

-Por mi parte os digo que ya me devoraba el tedio, -repuso don Guillén-. ¡Oh libertad! Nadie sabe lo que vales hasta que no te pierde.

-La mucha miel empalaga, -dijo el trovador riéndose-. Sin embargo, ¿queréis que os diga la verdad? Pues no me encontraba del todo fastidiado con esta vida; lo digo como lo siento: me es muy doloroso ausentarme de Erato sin despedirme de ella. Tiene nombre de musa, es bonita como una perla y me ha hecho pasar deliciosos ratos con sus canciones. ¡Pobrecilla!

-El diablo, que todo lo añasca, hizo en esta ocasión la mayor de sus diabluras, y fue que se encontrasen un poeta y una poetisa. Le habrás hecho muchas trovas, ¿eh?

-No lo niego. ¿Qué había de hacer para entretenerme?

-¡Si te habrás enamorado! -exclamó Álvaro.

-¡Oh! ¡Eso es imposible!

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-Pues entonces, ¿cómo te acuerdas tanto de ella?

-Una cosa es enamorarse, y otra cosa es amar a Erato.

-A fe mía que estás enigmático.

El trovador hacía un misterio de sus amores hasta para con sus más íntimos amigos. Tal es el carácter de las pasiones verdaderas y profundas. El alma se recrea en sus propios sentimientos, y en el templo íntimo del amor no permite a nadie la entrada, si no es al amor mismo. Así el amante ruiseñor entona sus trinos más armoniosos únicamente cuando en el bosque apartado se encuentra solo.

-¡Enamorarme! -exclamó Jimeno con una entonación a la vez apasionada y desdeñosa.

-¿Pues qué tiene eso de extraño?

-¡Nada! ¡Enamorarme de otra mujer! El trovador elevó sus ojos al cielo, púsose encendido como una amapola, y una lágrima corrió por sus mejillas. Luego murmuró: -¡Amalia! ¡Amalia! -¡Mirad! ¡Mirad! -exclamó de pronto don Guillén señalando a la góndola que ya estaba muy cerca-. ¿Es ilusión mía, o es aquel Pedro Fernández? -¡El mismo en persona! -¡Voto a Cribas! ¿Quién lo diría? Pocos momentos después habían saltado en tierra el halconero Fernández, el médico Estigio Momo y varios servidores de don Guillén Gómez de Lara. Capítulo XLV Posada de Pietro Maccarroni di la Polenta No acertaban a explicarse nuestros caballeros la inesperada aparición del fiel halconero. -¡Amado señor! -exclamó Pedro abrazando las rodillas de su amo con toda la efusión de la lealtad y el cariño-. ¡Gracias a Dios que he vuelto a encontraros, señor, después de tantas

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pesquisas infructuosas y que me han tenido muy desazonado. En verdad que ya os daba por muerto; pero Nuestra Señora de la Luz ha querido guardaros la vida... -Levántate, querido Pedro, levántate, -dijo don Guillén dando la mano al fiel criado y disimulando mal la emoción profunda que le causaba tan cariñosa adhesión. -¡Ay, señor de mi alma! Todavía me parece mentira que estáis bueno y salvo. Momo se llegó a don Guillén y lo saludó silencioso, pero con su eterna y maliciosa sonrisa. Acaso Gómez de Lara era el único ser a quien el médico profesaba algún sentimiento parecido al cariño. -¿Y cómo os encontráis aquí? -preguntaron nuestros jóvenes. -Esa es historia larga de contar, -repuso Momo. -Habéis de saber, señor, -dijo el halconero-, que durante los tres primeros días que faltasteis de casa, no me causó mucha pena, porque al fin podía suceder que os hubieseis detenido en alguna diversión... En fin, yo así lo imagine... Pero cuando vi que pasaban días y días y no aparecíais, ¡ay señor! llegué a sospechar que alguna gran desgracia, os había sobrevenido. Entonces comencé a buscaros por toda la ciudad de Nápoles, del mismo modo ni más ni menos que un sabueso de noble raza va husmeando por todas partes, siguiendo la pista de una buena pieza. Pues, señor, yendo y viniendo y preguntando di conmigo en el palacio de aquellas señoras adonde solíais ir pocos días antes de que os perdieseis. Allí trabé conversación con los criados, y por último, después de llevarlos muchas veces a la taberna, les hice cantar que sus señoras estaban en esta isla, y entonces... claro está, entonces calculé que en donde estaban las garzas estarían los jerifaltes. Sonriéronse los tres amigos al oír la comparación del halconero, que continuó: -En seguida fleté esta góndola, y confiado en encontraros, hicimos rumbo a esta isla, y hétenos aquí que mis barruntos se han confirmado... Aquí llegaba el halconero, cuando súbito se detuvo aplicando su oído ejercitado. A los pocos momentos exclamó: -¡Alguien viene! -¿Pues cómo? -He oído el galope de algunos caballos. -¿De veras? -Aguardad.

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Pedro se echó en tierra y aplicó el oído. Al cabo de algunos minutos volvió a levantarse, diciendo: -No hay duda en que viene gente. En efecto, poco después vieron aparecer a las tres bellísimas hermanas en traje de amazonas y cabalgando sobre corceles más blancos que la nieve. Acidalia había sido la primera que despertando notó la desaparición de don Guillén. En seguida la hermosa fue a buscar a sus hermanas, y todas advirtieron que sus amantes habían desaparecido. Al punto dieron aviso a los bravi, y ellas también se lanzaron en pos para detener las consecuencias de un combate. Las jóvenes se habían apasionado locamente de los caballeros españoles, pues nunca hasta entonces habían ellas conocido sino a hombres vulgares, y que en manera alguna podían compararse con los tres amigos, ni en varonil apostura, ni en discreción, ni en valor. Así, pues, las hijas de Afrodisio, después de mil y mil varios amoríos, se habían prendado de nuestros caballeros con todo el frenesí de una pasión volcánica. Cuando a la entrada del bosque de cipreses habían visto a los corsos anegados en su propia sangre, ellas comprendieron que los ingratos y aventureros amantes querían y eran capaces de romper sus cadenas, por más que fuesen de flores. Pálidas y doloridas, pero más que nunca bellas con su dolor y palidez, las tres damas corrían desatentadas hacia la orilla del mar, lanzando al viento prolongados suspiros que llegaban hasta los ingratos. -¡A bordo! -gritó Álvaro-. ¡Huyamos! No nos queda más remedio que la fuga. -¡Deteneos! -exclamó Jimeno-. Al fin se me va a cumplir el gusto de despedirme de la pobre Erato. -Tienes razón, -repuso Gómez de Lara-. Ellas vienen solas, y como caballeros debemos tener la cortesía de oírlas. ¡Aguardemos! En esto se adelantó Acidalia, gritando: -¿Adónde te vas, cruel, dejándome sola y afligida? ¡Infeliz! Cuando la hermosa joven había entrevisto en sus sueños el mundo seductor de los amores apasionados; cuando se había fingido una existencia de dichas y placeres; cuando sólo pensaba en su amado spagnuolo como ella decía, y que le había inspirado un amor para ella desconocido, entonces ¡ay Dios! tenía que pasar por el tormento de verle ausentarse como otro Eneas. ¿Qué nuevo poder, qué diverso temple tenía el corazón de aquellos jóvenes, que con audacia tanta y con tan gran fortuna, por consiguiente, se habían resuelto a abandonar la isla de los placeres? La isla que en el océano de la vida aparece, en los golfos de la juventud, poblada de pomposos árboles, de perspectivas risueñas, de encantos irresistibles como el imán que atrae hasta el mismo hierro, no podía, sin embargo, servir largo tiempo de mansión vergonzosa a hombres dotados tan superiormente como lo estaban los tres viajeros españoles.

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La isla de las Sirenas, ¡cuántos guerreros ha afeminado! ¡cuántas virtudes ha destruido! ¡cuántas nobles facultades no ha sumergido en la abyección! Pero a las naturalezas insaciables, a los espíritus elevados que vuelan siempre tras de lo infinito, ¿cómo puede bastarles la hermosura de una mujer, que es sólo amada por sus atractivos, libro tan limitado como peligroso, que nada deja después de leído, sino amargura y hastío en el corazón y en la inteligencia? Desdichadamente para las hijas de Afrodisio, nuestros caballeros eran de este temple. A su carácter enérgico y a sus vastos proyectos se oponía aquella existencia envilecida, y había en su alma la bastante fuerza de voluntad para sustraerse a los escollos de la afeminación y la molicie. Las opulentas damas de Nápoles, tan altivas en otro tiempo y tan crueles para con otros amantes, corrían ahora despreciadas y envilecidas, siguiendo a los que huían, y procurando con su llanto embellecer sus quejas a la par que sus semblantes. Ya no mostraba Acidalia aquel ardor voluptuoso que se llevaba en pos los corazones y que hacía brillar en su rostro las gracias y las risas. Triste, doliente y desalada, se arrojó del caballo, y aproximándose a don Guillén, le dijo: -¿Qué te he hecho, cruel, qué te he hecho para que así pretendas abandonarme? En el tiempo que hemos vivido juntos, ¿no he procurado complacerte en todo? ¿No me dijiste, pérfido, que jamás olvidarías aquella noche dichosa, en que a la luz de la luna y bogando sobre el mar que retrataba las estrellas del cielo, tuve la dicha por la vez primera de verte rendido a mis pies? Aquella noche, cuando, unidos en estrecho abrazo, nos lanzábamos los dos al vertiginoso placer de la danza al compás de melodiosa música, ¿no me dijiste mil veces, no me juraste, perjuro, que me amarías eternamente? ¡Y yo, desdichada, te creí! Me imaginé que desde entonces me ligaba ya una no interrumpida cadena de placeres. ¿Por qué, por qué mi corazón no ha permanecido insensible ahora como otras veces?... Y mientras que esto decía, la hermosísima Acidalia exhalaba de su pecho profundos sollozos, y su negra cabellera caía en bello desorden sobre su nívea garganta, y a veces también con sus movimientos arrebatados se desprendían los hermosos cabellos sobre el turbado rostro, velándole como una ligera nube envuelve el melancólico disco de la luna. Y de vez en cuando la hermosa llevaba su blanca mano a apartar los negros rizos, con cuyo ademán gracioso a la par que dolorido aumentaba sus encantos. Don Guillén se limitó a responder: -Bella Acidalia, hemos resuelto ausentarnos. Estas palabras, aunque pronunciadas con el acento de la más refinada cortesía, traspasaron, sin embargo, el corazón de la hermosa, que pudo leer en ellas una voluntad inflexible como nunca sus locos amantes de otros tiempos habían manifestado. Acidalia clavó sus negros ojos en el altivo y hermoso caballero, y mirándole fijamente con mezcla de furor y de amargura, exclamó al fin con dolorido acento: -¡Ojalá no te hubiera conocido!... Acostumbrada ya a tus caricias, a oír tus palabras amorosas y a verte todos los días, ¿qué haré cuando te llame y no me respondas? ¿En dónde buscaré mi contento? ¡Oh!... ¿Es posible que te vayas y me dejes?

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-Ciertamente me es muy doloroso; pero... lo he resuelto así. -Mas ¿qué causas irresistibles, qué razones poderosas os mueven a seguir esa conducta? -Bella señora, sin que por esto dejemos de adoraros, debo deciros que sólo y simplemente nos mueve nuestra voluntad. La dama fijó los ojos en el caballero, y después de algunos movimientos, dijo con voz reconcentrada y articulando lentamente: -¡Oh español! tienes el corazón duro como el mármol; hircanas tigres sin duda te amamantaron, y heredaste su ferocidad... ¡Todas sus poderosas razones se reducen a decirme que tal es su voluntad!... ¿Qué hombre es este que así pisotea los encantos irresistibles para tantos otros? Y cumple con decir: lo quiero... Al verte tan rendido, ¿quién habría podido imaginar tanta dureza? ¡Ah! Si a lo menos me hubieras engañado ¡oh el más orgulloso de los mortales! diciéndome que te obligaban a ausentarte causas incontrastables, no hirieras tanto mi corazón, me dejaras menos afligida, y te hubiera agradecido tu engaño, con el cual me proporcionarías algún consuelo... La dama guardó silencio; sus mejillas se coloraron, no de rubor, sino de ira al verse de tal manera despreciada, y se crispaban sus manos, y el furor y la vergüenza la detenían clavada en un sitio, muda e inmóvil. Entretanto se representaba la misma escena entre los otros dos amigos y las dos hermanas, si bien con las modificaciones propias de los diferentes caracteres. La risueña Eufrosina estaba en aquel momento como nunca en su vida se había visto de grave y apesarada. Álvaro del Olmo se encontraba verdaderamente confuso; pues aunque no era amor apasionado lo que experimentaba hacia Eufrosina, ejercía ésta, sin embargo, sobre él un ascendiente irresistible. -¿Tan mal te hallabas, Álvaro, en mi compañía? ¿Qué te he hecho yo para que así huyas de mí, como si yo fuera un duende? Y esto diciendo la graciosa Eufrosina no pudo dejar de sonreírse, aunque con expresión melancólica, Álvaro del Olmo, para precaverse contra toda tentación, había resuelto tener los ojos fijos en tierra, porque temía que las miradas de Eufrosina y, sobre todo, su precioso y eterno mohín le fascinasen. Luego la joven continuó: -Ya sabes que durante los alegres días que en esta isla hemos pasado, he procurado siempre divertirte, y, francamente, ignoro en qué haya podido disgustarte. ¿No es verdad, Álvaro? ¿Tienes de mí algún motivo de queja? -No, ciertamente. -¿Pues entonces?...

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-Es que... -En ese caso, yo no lo entiendo; pero lo que veo claramente es que vosotros deseáis abandonarnos... y lo que más me sorprende es ver estos preparativos... La joven, aproximándose a nuestro caballero con una coquetería omnipotente, preguntó entre curiosa, ofendida y risueña: -Dime, Álvaro, ¿quiénes son estos hombres, y de dónde y cuándo y cómo han venido? ¿Acaso estabais en inteligencia con ellos? ¡A ver! ¡Y luego dirán que los hombres no son pícaros! ¿Quién había de pensar que mientras nos entregábamos a nuestros agradables devaneos, vosotros estabais urdiendo en secreto vuestra partida? -Todo ha sido casualidad...

-Vamos, hombre, si quieres, todavía me dejaré engañar... creeré lo que tú me digas; pero las apariencias...

-Convengo en que al parecer estábamos de acuerdo; pero no en realidad.

Álvaro explicó en pocas palabras a Eufrosina el origen, motivo y medios por los cuales el fiel Pedro Fernández había llegado a sospechar y descubrir el paradero de los tres amigos.

-Me agrada la explicación, -dijo Eufrosina sonriéndose irónicamente-; y sobre todo, merece mi aprobación tan singular y extraña coincidencia.

-¿Cuál?

-La de que precisamente habéis resuelto recorrer la isla el mismo día en que han llegado vuestros servidores.

-En efecto, muchas veces la verdad parece inverosímil a primera vista; pero si después examinamos las cosas atentamente, hallaremos razones decisivas.

-¡De veras!

-Para el caso presente, señora, basta una sola reflexión. ¿Sabíamos nosotros por ventura que íbamos a parar aquí tanto tiempo? Además, ¿habéis visto aproximarse a estas playas embarcación alguna? Y por otra parte, ¿hemos salido de vuestro palacio?

-He ahí, mi querido Álvaro, la verdadera causa que habéis tenido para desertaros, por decirlo así, de nuestra compañía. A vosotros los españoles os gusta la luz, el aire, la libertad, y, francamente, yo apruebo vuestros gustos. Yo he sido la primera que me eché a reír al ver que esta mañana, sin duda mohínos y amostazados por vuestra reclusión, os decidisteis a reconocer el pequeño mundo en que habitabais... ¿No podíamos ausentarnos todos juntos? ¿No vinimos todos reunidos? ¡Ay, Álvaro! Ya veo que no gustáis de ser

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nuestros prisioneros, y hasta cierto punto... tenéis mucha razón. ¿Quieres que te diga la verdad? Pues mira, si yo fuera hombre y me hubiera hallado en el lugar vuestro, habría hecho exactamente lo mismo.

Y esto diciendo, Eufrosina se echó a reír.

Un tercer diálogo de la misma especie tenía lugar al mismo tiempo en aquel sitio.

La enamorada Erato, la que poco antes estaba tan ajena de perder a su amante, el cual se complacía en escuchar sus apasionados versos, reconvenía ahora a Jimeno, acusándole de ingrato y veleidoso.

-¿A quién dirigiré ya mis cantares? ¿Adónde te ausentas, Jimeno?... Aquellas bellas horas que pasábamos cantando dulces trovas al laúd, música deliciosa que nos preparaba agradablemente para los amorosos hurtos, ¡ay Dios! ¿no volverán a repetirse? ¿Habrán pasado para siempre? ¡Conque te vas y me dejas!

-Ciertamente que con mucha pena dejo tu compañía; pero es indispensable, amada Erato, que los proyectos que concebimos al salir de nuestra patria se realicen. Mas no creas por esto, bella poetisa de mis amores, perla de Italia, ídolo de mi pensamiento, Erato encantadora, caya beldad envidiaría la misma sirena Parténope, no creas que pierdo la esperanza de volverte a ver algún día, y... ¡quién sabe si será muy pronto!... Dame, hermosa mía, dame en señal de despedida esa tu mano de nieve para que en ella estampe un beso de fuego.

Erato casi casi se alegraba de que el trovador se ausentara, a trueque de oír aquellas sus almibaradas frases.

Momo entretanto contemplaba aquel cuadro con maligna sonrisa y murmurando sin cesar:

-¡A cuántos habrán dicho lo mismo! ¡He aquí una tragicomedia de amor!

Don Guillén Gómez de Lara era el único de los tres mancebos que, con su voluntad de hierro y con su altivez soberana, permanecía inaccesible a las seducciones de las bellas. Así, pues, comprendiendo que el prolongar aquella escena era mortificarse inútilmente, resolvió poner término a aquellos diálogos penosos, prometiendo a las damas que no tardarían en verse en Nápoles.

A una seña de Lara todos saltaron en una pequeña lancha, y dirigiéronse a la embarcación, que en seguida se hizo a la vela, en tanto que los caballeros sobre cubierta saludaban con la mano a las hermosas que, inmóviles y doloridas en la playa, veían alejarse al objeto de sus amores. Así también las ilusiones de hoy, como naves ligeras, van a perderse en el océano de los recuerdos.

Nuestros caballeros, a medida que se alejaban de aquella isla peligrosa, sentían renacer en su corazón la confianza en sí mismos y la más pura alegría.

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En resolución, los tres amigos llegaron sanos y salvos a Nápoles, donde encontraron todos sus efectos y riquezas sin menoscabo alguno, gracias al celo y vigilancia de Pedro Fernández y de los demás criados que estaban bajo las órdenes del antiguo halconero.

Habían proyectado nuestros jóvenes visitar a Roma, y al día siguiente de llegar a Nápoles tenían ya hechos todos los preparativos necesarios para emprender este viaje. Iban los caballeros españoles completamente armados, y oprimiendo briosos corceles de noble raza andaluza. La servidumbre era bastante numerosa, y todos los escuderos y pajes iban perfectamente armados y montados. También llevaban algunas acémilas cargadas con ropas, armas, dinero y provisiones. Así, pues, la cabalgata de los españoles era bastante numerosa, muy lucida y más que medianamente guerrera. Queremos decir que aun cuando en aquella época cruzaban el suelo de Italia muchas bandas de condottieri y bandoleros, dos castas de gente en que no había diferencia maldita, era, sin embargo, muy difícil, por no decir imposible, que aquel escuadrón fuese acometido o desbaratado, a lo menos impunemente.

Llena el alma de brillantes ilusiones, y pensando encontrar en su camino gustosas aventuras, marchaban nuestros caballeros por los hermosos campos de la Italia. Pero cuando el sol se hallaba en toda su esplendorosa majestad, súbito se oscureció el cielo y una terrible tormenta comenzó a descargar toda su furia sobre nuestros caminantes. Apenas habían andado como veinte millas, cuando llegaron a la famosa ciudad de Capua, sirena que quebrantó las fuerzas de los soldados de Aníbal.

Preguntaron los viajeros por la posada de más rumbo que hubiese en toda la ciudad, y les designaron la de Pietro Macarroni di la Polenta.

Era éste un verdadero tipo de los del oficio, hombre ya entrado en años, que en sus primeros tiempos había sido pescador, y aun malas lenguas, que nunca faltan, decían que todo su haber, a la sazón muy considerable, lo debía, no tanto a su oficio de posadero como a sus antiguas rapiñas de corsario. Era Pietro un hombre de más que mediana estatura, algún tanto obeso, de color extremadamente sanguíneo, de ojos negros y brillantes, y cuya expresión habitual era maliciosa y picaresca, pero que lanzaban relámpagos irresistibles cuando el furor animaba aquel semblante varonil y enérgico. Un defecto, sin embargo, daba a su fisonomía una expresión poco agradable. Pietro era mellado, y sin duda alguna había perdido buena parte de sus dientes en algún combate o camorra. Así, pues, su sonrisa tenía una expresión indefinible y las más veces siniestra.

Salió el posadero a recibir con toda cortesía y agasajo a huéspedes tan principales como parecían los que llegaban. Muy pronto nuestros viajeros se instalaron en su alojamiento, ocupando las mejores habitaciones y acomodándose en el resto del edificio la numerosa comitiva de pajes y escuderos.

La noche estaba tempestuosa; empero todos los caminantes que después llegaban, eran despedidos a causa de no haber cabida en la posada.

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Después de la comida, los tres amigos departían agradablemente, cuando Pietro apareció, diciendo:

-Mis señores, aquí hay un caballero que pregunta por vuesas excelencias.

-¡Un caballero! -¿Es español? -¿Quién será? -Yo creo, -dijo Maccarroni-, que lo conozco de vista. El tal caballero me parece italiano, y aun natural de Capua. -¿Y qué quiere? -Hablar a vuesas excelencias. Los tres caballeros cambiaron una mirada. Luego don Guillén dijo: -Que entre al punto. Pietro salió, y a los pocos momentos apareció en la estancia un caballero alto, enjuto y de ademán equívoco, es decir, que ora parecía humilde, ora arrogante y fiero. Los tres amigos le recibieron con ceñuda altivez. La causa de aquel ceño era la grosería con que el desconocido se había presentado en la habitación. Ni se había quitado la gorra, ni se había desembozado. -¿Qué buscáis aquí? -preguntaron los caballeros. -Dispensadme, señores, que de este modo me haya presentado en vuestra morada. Y el desconocido, mirando hacia la puerta y convenciéndose de que nadie, a excepción de los tres amigos, podía verle, se desembozó, quitose la gorra y descubrió su semblante desencajado y sombrío. Las miradas de aquel hombre tenían algo de feroz, de siniestro, de insensato. Diríase que aquel hombre se hallaba en un acceso de demencia. Hizo el desconocido un movimiento como si quisiese hablar; pero luego se contuvo, limitándose sólo a entregar un billete a Gómez de Lara. Cuando el joven terminó su lectura, la admiración, la sorpresa, el horror y el desdén se pintaban en su semblante. Álvaro y Jimeno contemplaban a su amigo con estupor. -¿Qué te ha sucedido? -preguntaron.

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-Tomad y leed, -dijo Lara alargando el billete a sus compañeros, cuyas facciones al punto se revistieron de una expresión dolorida. Pero entretanto el incógnito había desaparecido sin que los tres amigos lo advirtiesen. -¡Ira de Dios! ¡Se ha marchado! -exclamó don Guillén, dirigiéndose hacia la puerta con intento de llamar al desconocido o de hacer que le siguiesen. -Es inútil que te canses, -observó Álvaro-. Cuando tengamos a bien podremos verle, supuesto que en este papel ha dejado las señas de su habitación. Largo rato estuvieron hablando los tres mancebos acerca de la aparición del misterioso caballero. El contenido del billete había causado en los jóvenes una impresión inexplicable. Aquel hombre era un hidalgo que, reducido a la mayor miseria, suplicaba a nuestros caballeros le disimulasen el oficio que había adoptado. Avisaba en aquel billete a los españoles que podían pasar a cierta casa en la cual encontrarían a tres jóvenes dotadas de incomparable belleza, y de las más puras costumbres, las cuales doncellas, obligadas por la necesidad, estaban dispuestas a entregar la flor de su inocencia a los generosos caballeros que en cambio quisiesen suministrarles tres mil florines.

-¡Demonio de hidalgo! -exclamaba el altivo don Guillén-. ¿No podía batirse o hacerse matar de cualquier modo antes que adoptar el oficio de echacuervos?

-Verdaderamente que es una villanía, -repuso Jimeno-. A fe que es preciso tener mucho amor a la vida para ganarla por medios tan ruines.

-Amigos míos, eso es una desgracia que debemos lamentar; pero no por eso nos es lícito ultrajar a ese hombre... ¿Quién sabe las razones que ese buen hidalgo tendrá para no dejarse matar?... Además de que así, huyendo de un crimen, caería en otro; por no vivir en la infamia sería criminal suicidándose.

A estas palabras del buen Álvaro del Olmo guardaron silencio sus dos amigos.

Al fin, después de mucho rato, Gómez de Lara rompió aquel silencio diciendo de esta manera:

-¿Sabéis que me ha causado profunda impresión el billete de ese hombre?

-Yo he tenido un verdadero pesar en leer esas palabras.

-A mí se me ha despertado la curiosidad de una manera extraordinaria. De muy buena gana iría a esa casa por ver...

-A mí también, -añadió Jimeno.

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-A las doncellas, ¿eh? -preguntó Jimeno riéndose-. Pues yo también soy de la misma opinión, mi querido Lara.

-Y tú, ¿qué dices? -preguntó don Guillén dirigiéndose a Álvaro.

-Yo no quisiera...

-Vamos, decídete, ven con nosotros.

Jimeno y Gómez de Lara pudieron recabar de Álvaro que les siguiese.

Pocos momentos después seis bultos salieron de la posada de Pietro Maccarroni di la Polenta. Eran los tres amigos, el leal Pedro Fernández y otros dos escuderos. La noche estaba oscura y tempestuosa, la lluvia caía a torrentes, y ni un alma se veía por las calles de Capua. Don Guillén, cuando advirtió la soledad de las calles, dirigiose a su antiguo halconero y le dijo:

-Vuelve, Pedro, a la posada, y dile a un mozo que venga para que nos sirva de guía.

Quedáronse parados los tres caballeros en medio de la calle, aguardando la vuelta de Fernández. A los pocos momentos volvió el halconero con un mozo de la posada, al cual le dijo don Guillén que los guiase, dándole las señas de la casa en que habitaban las tres jóvenes prometidas por el incógnito hidalgo. El mozo echó delante, todos le siguieron, y al cabo de algún tiempo se hallaron en las calles más solitarias de la ciudad.

-Aquí es, -dijo el mozo deteniéndose delante de una casa de humilde apariencia.

Don Guillén llamó aparte a Pedro Fernández y le dijo:

-Aguardadnos aquí, y si por ventura necesitásemos de vuestro auxilio, en oyendo tocar mi silbato, no tenéis más que hacer sino echar las puertas abajo o prenderles fuego...

-Descuidad, señor, que como vuestro silbato suene, pronto llegaremos hasta donde os encontréis, aunque sea necesario subir por los tejados.

En seguida don Guillén se reunió con sus amigos, y los tres llamaron a la puerta, después de ordenar a sus gentes que se retirasen algún tanto.

-¿Quién? -respondieron.

-Abrid.

-¿Sois los caballeros españoles que están alojados en la posada de Pietro?

-Los mismos somos.

-Aguardad.

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Abriose la puerta, penetraron en la casa los tres amigos, y otra vez la puerta volvió a cerrarse. Una mujer morena, seca, nervuda, de ojos negros y mirar sombrío, de facciones muy pronunciadas, pero majestuosas y altivas, fue la que abrió la puerta, y la que, con una luz en la mano, se dispuso a conducir a nuestros caballeros a las habitaciones interiores de la misteriosa casa. Aquella mujer aparentaba como unos cuarenta años, y estaba vestida completamente de negro. La mujer condujo a los tres amigos a una habitación espléndidamente adornada, en la cual los dejó solos, diciéndoles que tuviesen a bien aguardar algunos momentos. Los tres amigos no sabían en qué habían de parar aquellos preliminares. Lo que más llamaba su atención era la suntuosidad del aposento y la riqueza de los muebles. Era tanto más extraña aquella magnificencia, cuanto que, según habían entendido, aquella era la casa del hidalgo, quien, obligado por la miseria, había adoptado un oficio indecoroso. Perdidos entre mil varias conjeturas se hallaban los mancebos, cuando súbito se abrió una puerta en que no habían reparado hasta entonces, y aparecieron tres hermosísimas doncellas, tan jóvenes, que la mayor no pasaba de diecinueve años. A las gracias de su hermosura reunían el prestigio que les daba su atavío deslumbrador. Tímidas y pudorosas presentáronse las jóvenes con un gracioso encanto que aumentaba sus atractivos. Ni se atrevían a levantar los ojos en presencia de los mancebos, que los contemplaban atónitos y extasiados.

Durante largo rato ellos y ellas guardaron profundo silencio, hasta que por último apareció la mujer vestida de negro, la cual, haciendo seña a los jóvenes, los llamó aparte y cambió con ellos algunas palabras. Las doncellas, entretanto, permanecían confusas y avergonzadas en un extremo de la habitación.

-Perdonad, caballeros, -dijo la mujer-; pero mi señor me ha encargado que os haga entender que no le es posible ponerse en vuestra presencia.

-¿Sois criada del hidalgo que estuvo esta noche en la posada de Pietro?

-Sí, señores; ya hace veinticinco años que estoy a su servicio, -respondió la enlutada suspirando.

-¿Y quiénes son esas hermosas jóvenes?

-¡Ay, señores! De eso venía a hablaros.

-Decid lo que os plazca.

-Habéis de saber que mi amo ha sido uno de los más opulentos señores de Capua; pero después le sobrevinieron grandes desgracias, que lo han reducido, al último extremo de miseria, de abyección y hasta de locura. Algunos momentos tiene en que completamente su razón se extravía. ¡Ha padecido tanto!

-¿Y cuál ha sido el origen de sus infortunios?

-Unos amoríos.

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-¿Pues no era casado?

-Lo fue, y de su matrimonio tuvo esas tres hermosas niñas, a las cuales profeso yo el mismo cariño que si fuesen hijas mías.

-¿Pues entonces?...

-Luego enviudó, y después del fallecimiento de mi buena señora comenzaron todas las desventuras que han llovido sobre esta casa. Había en Capua hace algunos años una mujer que vendía sus favores al que mejor se los pagaba. Ciertamente que el cielo la había dotado de la más peregrina belleza; pero al mismo tiempo le había dado las entrañas de un tigre y la avaricia de un viejo judío. Llamábase Cattinara, y todos los señores de Capua ofrecíanle a porfía sus obsequios y sus riquezas. Como era natural, mi amo fue el preferido, porque sin duda era el más acaudalado. En resolución, debo deciros que en pocos años mi señor disipó todos sus bienes por sustentar el lujo y los caprichos de la bella Cattinara. Esta, cuando vio decaer la opulencia de su amante, comenzó a darle motivo de celos con otros galanes, y aun en varias ocasiones lo arrojó con desprecio de su casa, de aquella casa que pertenecía al mismo que ahora era lanzado de ella.

-¡Malditas mujeres!

-Sucedió que, enamorado ardientemente como lo estaba, mi señor, por complacer a la bella Cattinara, de noble, altivo y generoso que antes era, tornose villano y ruin, envileciéndose hasta el extremo de falsificar moneda. Entretanto Cattinara solía mantener amorosas relaciones con aquellos mancebos de Capua que más le agradaban por lo ricos y bizarros. No obstante, mi amo jamás consiguió sorprenderla en términos de adquirir la convicción incubina. Y aunque equívoca de la perfidia de su concubina. Y aunque devorado por celos que no pasaban de sospechas, no por eso la amaba con menos frenesí; antes por el contrario, cada día se aumentaba el delirio de su pasión, y para olvidar en algún tanto las penas que le causaban sus amores y la completa ruina de su fortuna, se entregó a todos los vicios, pero en particular al juego y a la embriaguez. Jugaba con la vana esperanza de recuperar sus pérdidas, y bebía con el fin de poner término a sus continuos disgustos. Pero mi desgraciado señor ni aun atolondrarse podía con el vino, pues que casi le era imposible embriagarse. En resolución, os diré que cada día se aumentaba su miseria, hasta que, por último, de la noche a la mañana desapareció la bella Cattinara, y, según dicen, se marchó a Roma. Mucho afligió a mi señor la ingratitud de aquella infame mujer, que, poseedora de grandes riquezas, se había ausentado con un nuevo amante, despreciando al antiguo, a quien debía toda su fortuna. Desde entonces hay ciertos días en el año en que atacan a mi señor furiosos accesos de locura.

-¿Y cómo se llama vuestro amo?

-Debilio Passionnati.

-¿Y no se ha consolado de sus desdichas teniendo tres hijas tan encantadoras?

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-¡Ay, mis señores! La pasión que Cattinara había infundido a mi amo era tan insensata, que de nada se cuidaba sino de agradar a su manceba. Esta profesaba a las niñas un odio implacable. ¡Pobrecitas! ¡Cuántas veces, si no hubiera sido por mí, se habrían quedado sin comer y sin vestir con arreglo a su clase!

-¿Y por qué odiaba Cattinara a estas preciosas jóvenes?

-Lo ignoro absolutamente; pero no podía tener otro motivo sino su mal corazón. Cattinara aborrecía a las hijas de mi señor desde que eran muy niñas, y... ¿qué mal le habían podido hacer estas inocentes? Lo peor de todo era que la infame Cattinara había hecho que hasta mi mismo señor mirase con indiferencia a sus propias hijas. Para monseñor Passionnati no había nada en el mundo, fuera del objeto de su pasión.

La enlutada exhaló un profundo suspiro y pareció muy desconsolada y confusa, como si le fuese muy penoso lo que aún le restaba por decir:

Luego continuó:

-En fin, pasaron años, y, cada día fue a menos esta casa, hasta que poco a poco mi señor fue vendiendo algunas pequeñas posesiones que aún le quedaban de su antigua fortuna, y después fue pidiendo algunas cantidades prestadas; mas por último ya no encontraba ni quien por caridad siquiera quisiese anticiparle algunos florines, y... hoy precisamente es el día en que se cumple el plazo de una deuda que contrajo mi señor...

La fiel criada comenzó a sollozar.

-¿Y no ha encontrado vuestro amo ningún medio para vivir honradamente?

-¡Ay, mis señores! En todo fue desacertado, y en todo también le persiguió la mala fortuna. Mi señor adoptó un oficio de los más ruines...

Nuestros caballeros recordaron que Pietro les había indicado que Debilio Passionnati ejercía el oficio de echacuervos.

-Mi señor, -continuó la enlutada-, después de haber ejercido por mucho tiempo el más innoble de los oficios, ha llegado hasta el extremo de ir esta noche a vuestra posada a proponeros...

-Sí, sí, que estas jóvenes en cambio de tres mil florines...

-Pues bien, amados señores; lo que otras muchas veces ha hecho Passionnati para otras jóvenes, ha ido a proponerlo esta noche respecto de sus hijas...

-¡Qué horror! -exclamaron los españoles, a la vez indignados y afligidos.

-Esta tarde se supo en Capua vuestra llegada, y mi señor, juzgando por el tren y lujo de vuestra comitiva, imaginó que habíais bajado del cielo para sacarle de apuros, y he aquí la

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razón por que fue a proponeros que esta noche vinieseis... ¡Oh! Habéis de saber que ya hemos llegado al último extremo de la mala suerte. Si mañana mi señor no entrega a su acreedor los tres mil florines de oro, seremos arrojados de esta casa, y ya no nos queda más auxilio que ir mendigando de puerta en puerta.

Los caballeros volvieron sus ojos hacia las hermosísimas jóvenes, que estaban un poco distantes.

-Ahora bien, mis señores, -dijo la fiel criada-, sólo os suplico que en la conferencia que vais a tener con ellas, procuréis no afligirlas ni humillarlas demasiado. ¡Pobrecitas! ¿Quién había de pensar que yo había de verlas en tan vergonzoso trance?

Y esto diciendo, la enlutada se marchó llorando.

Los tres amigos no dejaban de admirar la peregrina belleza y el tímido pudor que resplandecía en el semblante de aquellas jóvenes. Los caballeros las contemplaron largo rato en silencio, hasta que por último cada uno, dirigiéndose a la suya y asiéndola de la mano, la condujo a una otomana. Cuando todos hubieron tomado asiento, los caballeros comenzaron a departir con las hermosas hijas de Passionnati. Escuchaban ellas con los ojos bajos y con la faz encendida, hasta que por último las inocentes niñas prorrumpieron a la vez en desconsoladísimo llanto. Por un movimiento simultáneo, los caballeros se levantaron, y dirigiéndose a la mesa, cada uno de ellos dejó allí un bolsillo que contenía mil florines de oro. En seguida don Guillén Gómez de Lara, reparando en que sobre la mesa había recado de escribir, tomó un pedazo de papel y trazó estas palabras:

«Hermosas cuanto desgraciadas niñas: Aquí os dejamos los tres mil florines de oro que os librarán de la infamia y de la miseria, y al mismo tiempo os prometemos solemnemente enviaros mañana otros tres mil florines para que continuéis viviendo de una manera digna de vuestra condición.

Escrito este billete, don Guillén se dirigió a las jóvenes y les dijo de la manera más respetuosa:

-¿Queréis hacerme el favor de llamar a vuestra criada?

Una de las jóvenes se levantó, y aproximándose a la puerta llamó con su voz argentina:

-¡Magdalena!

Al punto apareció la enlutada.

-¿Qué mandáis?

Don Guillén le hizo que se aproximase, y le dijo: -Tomad este billete, y entregádselo luego a vuestras señoritas.

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-Está muy bien. -Ahora quisiera que llamaseis a vuestro amo. -Tal vez no quiera ponerse en vuestra presencia. Gómez de Lara quedose algunos momentos pensativo. Luego dijo: -Pues bien, dadme acá ese billete. Magdalena obedeció. -Así le ahorraremos un mal rato, -murmuró don Guillén. En seguida el joven alargó a sus amigos el billete, y cuando lo hubieron leído, se lo devolvieron con un ademán de aprobación y simpatía. Jimeno añadió un post-scriptum, que decía de esta manera: «Monseñor Passionnati: A fuer de caballeros españoles, hemos respetado vuestro infortunio y el honor de vuestras hijas. Sólo os rogamos que, si por desdicha llegaseis a encontraros en situación semejante a la en que os encontrabais, no desconfiéis nunca de la Providencia divina, que acude siempre a la mayor necesidad y por los medios más inesperados. ¡Que no vuelva a nacer en vuestra alma un pensamiento tan ajeno de un padre!» Los tres amigos volvieron a leer, y Álvaro estrechó con efusión la mano de Jimeno. En seguida se despidieron de las hermosas jóvenes, y Magdalena, dejando el billete sobre la mesa, se dispuso a acompañar a los caballeros, sirviéndolos de guía hasta la puerta de la calle. Aún no habían bajado la escalera, cuando súbito oyeron un gran ruido de voces y de pasos. -¡Magdalena! ¡Magdalena! -gritaban las jóvenes. -Diles a esos caballeros que tengan la bondad de aguardarse, -gritaba monseñor Passionnati. Los tres amigos se detuvieron. Un momento después el padre y las tres hijas se deshacían en protestas de gratitud hacia los tres amigos. -¡Oh ilustres caballeros! -exclamaban las hermosas doncellas, abrazando las rodillas de los generosos españoles-. ¡Que el cielo os bendiga y os prospere como lo merecen vuestras nobles prendas!

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Monseñor Passionnati llevaba en la mano todavía el billete que los caballeros habían dejado sobre la mesa, y que al punto las jóvenes, enteradas de su contenido, habían comunicado a su padre. -¡Algún ángel os ha traído a Capua, nobles caballeros! - exclamaba Passionnati-. Disponed de mí en cuanto os plazca, y dejadme que os bese los pies, y hasta la tierra que pisáis, que no se humilla un hidalgo por manifestar su gratitud a aquellos a quienes debe la honra que no me habéis quitado y la hacienda que me habéis devuelto... Hoy vuestra acción generosa ha llenado mi alma de consuelo, y hasta las nubes que de vez en cuando ofuscaban mi entendimiento creo que ya han desaparecido para siempre. Una conducta como la vuestra, ilustres caballeros, es capaz de llenar de gozo y de confianza toda una existencia. ¿Quién no cree en la Providencia de Dios después de lo que acabáis de hacer? ¿Quién podía esperar que esta noche se albergasen en Capua tres caballeros como vosotros? ¿Qué misterioso impulso ha hecho que nos encontremos en el camino de la vida en circunstancias tales, y siendo de naciones diferentes? ¡Sólo Dios ha podido guiaros esta noche a mi casa!... Por lo demás, yo os juro que de hoy en adelante mi conducta será la de un hombre de honor y la de un tierno padre. Los tres amigos animaron a Passionnati para que perseverase en su buen propósito, y en seguida salieron de aquella casa con la alegría, con el placer, con el gozo divino que se experimenta siempre al ejecutar una acción grande y generosa. Capítulo XLVI Nuevos viajeros Mientras que nuestros mancebos se entregaban al descanso, después que hubieron departido largamente acerca de su aventura, ya muy entrada la noche, o por mejor decir, muy cerca de amanecer llamaron a la puerta de la posada de Maccarroni. Salieron a abrir los criados de Pietro, y se presentaron a su vista cuatro hombres y dos mujeres que con grande ahínco demandaban albergue. -Me parece que no será posible que os alojéis aquí, -dijo uno de los mozos de Pietro. -¿Y por qué? -preguntó con altivez uno de los caballeros. -Porque hay muchos huéspedes. -Eso no importa. -Es que casi todas las habitaciones están ocupadas. -Dejadnos entrar siquiera para que estas damas tomen algún reposo.

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-No me es posible permitiros la entrada sin que, expresamente me lo mande mi amo. -Está seguro de que Pietro no te reñirá. -¡Oh! Tiene muy mal genio. -Le conozco mejor que tú; pero yo te aseguro de que si acaso se enfada, será porque no le avises pronto.

-¡Despertarlo ahora!

-No te queda otro remedio.

-Me querrá estrangular por lo menos.

-¿Sabes que gastas muchas retóricas? Anda pronto y despierta a Pietro. ¿No ves que está lloviendo que estas damas se encuentran a la intemperie?

El mozo, aunque refunfuñando, fue a llamar Pietro Maccarroni, quien se levantó de muy mal humor, y echando venablos se llegó a la puerta de la posada.

-¿Quién es el importuno que quiere hablarme a estas horas? -dijo Pietro.

-Un antiguo amigo.

-Yo no os conozco.

-Eso no importa, -repuso el caballero echando pie a tierra-. Ahora me reconocerás perfectamente.

El que así hablaba penetró en el portal, y la luz de un farol que en la mano tenía un mozo hirió de frente el rostro del desconocido. Ciertamente que aquel semblante era una de aquellas fisonomías enérgicas y terribles que, aun cuando vistas a la luz de un relámpago, jamás se borran de la memoria. Muchos años hacía que Pietro no había visto al caballero que tenía en su presencia; mas no por eso dejé de reconocerle al punto.

-¡Monseñor Castiglione! -exclamó estupefacto Pietro-. ¿Vos por aquí?

-¡Silencio, Pietro! Conviene que no me nombres mucho.

-Señor, ¿en qué puedo yo serviros? Sabéis que siempre soy vuestro más humilde servidor.

-Es indispensable que nos albergues en tu posada, aunque no sea sino por cuatro o cinco horas; pues dentro de este tiempo nos será forzoso continuar nuestro camino.

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-Podéis creer, señor, que por nadie en el mundo haría lo que me pedís esta noche, pues que tengo casi toda la casa invadida.

-Mucho me place de que tan bien te vaya en tu establecimiento.

-Han venido unos caballeros españoles con una gran comitiva de pajes y escuderos... Mas eso no importa, monseñor Castiglione; tratándose de vos, no tenemos caso. ¡Adelante!

Y esto diciendo, Pietro abrió de par en par las puertas para que penetrase el terrible tuerto y su honrada compañía. Fácilmente adivinará el lector quiénes eran las personas que acompañaban al Templario, que a la sazón conspiraba contra su orden y no vestía su hábito. Los tres hombres que le seguían eran el antiguo prior de Tolosa, Sechín de Flexián, Mendo, el pérfido criado de doña Fidela cuando ésta habitaba en la alquería, teatro de su trágica muerte; y por último, el tercero de los acompañantes era otro antiguo criado de Sechín. Respecto a las mujeres, desde luego se adivina que no eran otras sino doña Elvira y Plácida. Entraron, pues, en la posada nuestros personajes, y Pietro designó a las damas la única habitación que había desocupada, teniendo necesidad de ceder su propio aposento a monseñor Castiglione y a su compañero. El antiguo Templario dio sus órdenes a sus criados a fin de que dentro de cuatro horas estuviesen apercibidos para continuar su viaje. Por lo demás, les mandó retirarse al punto para que descansasen el más tiempo posible, contentándose el buen calabrés y su compañero, con que les asistiese Pietro hasta que se acostasen, lo cual no se verificó sin que antes el posadero no fuese escrupulosamente examinado por Castiglione respecto a los huéspedes que aquella noche tenía.

-¿Dijiste que eran españoles los huéspedes que tenías? -preguntó Castiglione asaz meditabundo.

-Sí, monseñor.

-¿Son muchos?

-Tres caballeros jóvenes.

Castiglione guardó silencio.

Después de algunos momentos dijo, cambiando de conversación:

-Oye, Pietro, si alguien viniese preguntando por nosotros, cuidado con decir que ni siquiera hemos pasado por aquí. ¿Lo has entendido?

-Descuidad, monseñor.

Después de otra pausa, el calabrés volvió a preguntar:

-¿Y aquella muchacha?... No recuerdo ahora el nombre...

-¡Ah! ¿Vannina?

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-Justamente. ¿Qué se hizo de ella?

-Murió, monseñor, -repuso Pietro, en cuyos negros ojos brilló un relámpago de furor y de amargura.

-¿Te acuerdas de aquellos tiempos en que íbamos todas las noches, yo a enamorar a Rosalía y tú a su criada Vannina?

-¡Ay si me acuerdo! Nunca se borrarán de mi memoria aquellos días de mi juventud. Nunca fui más dichoso que en el tiempo en que estuve a vuestro servicio; pero después...

Pietro no pudo continuar. Su voz estaba trémula de emoción, y tuvo que hacer heroicos esfuerzos para que las lágrimas no brotasen de sus ojos. También Castiglione parecía muy conmovido; pero su semblante revelaba la feroz alegría de la venganza satisfecha.

-¡Cuán desgraciados fuimos los dos en nuestros amores! -exclamó Pietro.

-Sí, sí, -murmuró Castiglione sonriéndose.

-Mientras que vuestra dama os fue consecuente, también me quiso Vannina; pero luego que Rosalía se casó y vos tomasteis el hábito de Templario, Vannina quiso imitar a su señora, y trató de casarse con un viejo hidalgo del país, que quería partir con ella los achaques de la vejez y una renta de algunos centenares de florines.

-¿Y se casó por fin? -preguntó Castiglione.

-¡Oh! -exclamó Pietro con siniestra sonrisa-. ¿Tan mal me conocéis? ¿Había yo de consentir que me arrebatasen impunemente el ídolo de mi amor?

-¿Y qué hiciste?

-Nada, monseñor... Ya os he dicho que Vannina...

-¿Se casó o no?

-Se casó, monseñor, se casó con... el río Grati.

-¡Ah, buen Pietro! Esa acción es muy digna de ti, y me prueba que tu alma está vigorosamente templada. A un pecho varonil, mi caro Pietro, sientan muy bien los delirantes furores de la venganza.

-¡Y yo me vengué!

Aquellos dos hombres se miraron algún tiempo con una feroz sonrisa de simpatía y complacencia.

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-Pues Rosalía, -dijo Castiglione-, creo que no fue más afortunada que su doncella Vannina.

-En efecto, parece que la tierra se ha tragado a vuestra amada Rosalía y a su esposo.

-Sin duda que la tierra se los ha tragado, -repitió con voz lúgubre el calabrés.

Ambos guardaron profundo silencio. Disponíase Pietro a salir de la estancia, cuando Castiglione volvió a dar otro tiento al posadero respecto a los huéspedes españoles.

-¿Has oído nombrar a alguno de esos caballeros?

-Sí, monseñor; pero no recuerdo ahora...

-¡Rayos del cielo!

-Aguardad, monseñor, me parece que uno de ellos se llama... -¡Acaba!

-¡Eso es!... Don Guilleni de... Gomis di Larra.

Pietro, aun cuando estropeaba notablemente el nombre del caballero español, acertó, sin embargo a dar a Castiglione una noticia en extremo importante.

-¡Don Guillén! -exclamó estupefacto el calabrés-. ¡Bien me lo sospechaba yo! ¡Era él!

Castiglione sabía que don Guillén estaba en Italia, y por consiguiente, desde el momento en que Pietro le dijo que eran españoles los huéspedes que aquella noche albergaba en su posada, sospechó y casi adivinó quiénes eran. Ahora bien, el Templario no debía tener ningún motivo de resentimiento contra Gómez de Lara; pero bastaba que éste hubiese amado a Elvira, para que Castiglione le aborreciese mortalmente.

Añadíase otra razón de gran peso para hombres del carácter de Castiglione. Don Guillén era un amigo de la orden del Templo, y las riquezas y el poder de Gómez de Lara hacían de éste un auxiliar muy respetable, y por consiguiente, muy temible para los enemigos de los Templarios. Y como ahora Castiglione y Sechín de Flexián se habían trocado en decididos agentes de Nogaret y del rey de Francia, no desperdiciaban ocasión alguna para inutilizar a todos aquellos que, amigos y parciales del Templo, pudiesen impedir el triunfo de la nueva causa que habían abrazado. Así es que el calabrés, cediendo a sus feroces instintos, se resolvió al punto, a acabar con un hombre a quien aborrecía, y que a mayor abundamiento podía ser muy útil a los Templarios.

Mientras que Castiglione se abismaba en tales reflexiones, llamaron muy quedito a la puerta de la estancia.

-Perdonad, monseñor, -dijo Pietro-; pero me es indispensable dejaros por un momento.

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Y esto diciendo, Maccarroni salió rápido como una exhalación.

-¿En qué estáis pensando, señor? -preguntó un mozo robusto y alto como un roble. -¡Mi querido Gregorio! -exclamó Pietro con aire abatido-. Sin duda alguna el diablo ha querido esta noche jugarnos una de las suyas... -¿Pero no podíais haber dejado a esos huéspedes que se durmieran, ya que habéis tenido la necedad de admitirlos? ¿A quién diablos se le ocurre ponerse en tertulia cuando traemos entre manos negocios tan importantes? -Amigo Gregorio, no se puede todo lo que se quiere. -¿Y qué hacemos? -Nada por esta noche. -En efecto, ya viene el día... pero lo peor es que si se van mañana... -Habremos perdido un golpe magistral, -repuso Pietro verdaderamente afligido-. Sin embargo, según las trazas, me parece que permanecerán aquí algunos días. -En fin, allá veremos. ¿Conque es decir que puedo acostarme? -Cuando quieras. Marchose Gregorio, y Pietro volviose a entrar en el aposento de Castiglione. El disforme calabrés clavó tenazmente su ojo único sobre el posadero, como si pretendiese leer hasta el fondo de su corazón. -¿Qué ha ocurrido? -preguntó al fin. -Nada de nuevo, -repuso Maccarroni bajando los ojos. -Oye, mi querido Pietro, lo que voy a decirte. -Decid, monseñor, -repuso Maccarroni un poco sorprendido del aire de misterio y gravedad que había tomado el calabrés. -Tú sabes que yo te conozco muy bien, mi querido Pietro, y por lo tanto, ya comprenderás que cuando te honren huéspedes tan ilustres como los que esta noche han acertado a albergarse en tu casa, a ti no dejarán de ocurrírsete algunos pensamientos... -Sí, monseñor, lo confieso francamente. Ya sabéis que entre nosotros, desde hace mucho tiempo, media la más ilimitada confianza.

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-Me alegro mucho de que me hables con toda la lealtad de un hombre honrado. -Debéis saber por experiencia que aun cuando otras prendas me falten, tengo la de ser sincero con las personas que estimo, y no debéis dudar, monseñor, que a vos particularmente os profeso grande estimación. -¡Muy bien! Pero vamos a otra cosa. ¿Tenía relación con los huéspedes españoles la conferencia que acabas de terminar con tu criado? -En verdad, en verdad que parece que tenéis diablo... ¡Santa Madonna! Lo habéis acertado ni más ni menos que si antes yo os lo hubiera comunicado todo. -¿Te convences de que conozco el país, los hombres y a ti particularmente? -¡Vaya si estoy convencido! -Ahora bien, mi querido Pietro, podemos hacer un gran negocio. Pietro miró hacia la alcoba en que se había acostado Sechín de Flexián. -Creo que está durmiendo, -dijo Maccarroni. -Y aun cuando velara, es amigo de toda confianza. -Muy bien, podéis empezar cuando gustéis. -¿En dónde duerme don Guillén? -En una espaciosa habitación del piso principal. -¿Y sus dos compañeros? -Los tres duermen en el mismo aposento. Me lo exigieron así. -¿Y cómo andamos de trampas? -Monseñor... -Es inútil que andes con paliativos. Acaso mis consejos podrán servirte mucho. -Si queréis, monseñor, vos mismo podéis convenceros de lo bien dispuestas que tengo mis trampas, como vos decís. -¿Y cómo he de convencerme? -Viniendo al piso bajo que corresponde a la habitación en donde duermen los españoles.

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Castiglione quedose algunos momentos pensativo. -No, -dijo al fin-, no es preciso que yo me moleste. Basta que aquí mismo tú me expliques la disposición de tus artefactos. -En efecto, monseñor, la explicación es muy sencilla. Figuraos que las tres camas están colocadas de manera que el recinto que ocupan puede sumergirse en un subterráneo. Cuando os decía que viniendo al piso bajo os podíais convencer de lo bien dispuesta que está la ratonera, deseaba yo que vieseis los grandes travesaños de madera y de hierro que sostienen las camas y el sitio que ocupan. Estos travesaños forman como una especie de grandes aldabas, y no hay más que descorrerlas para que las camas y el plano que las sostiene, es decir, la parte de pavimento que está completamente cortada, aunque de una manera invisible, por la habitación principal, se venga abajo, desplomándose en un subterráneo. -¡Perfectamente! Ahora sólo me queda que hacerte una pregunta. -Decid, monseñor. -¿Y la caída es mortal? -Puede hacerse a medida del deseo. -¿Cómo es eso? -Que si se quiere, el durmiente o el velante puede caer en el subterráneo perfectamente arropadito, y sin la menor lesión; mas, si conviene obrar de otro modo, es también cosa muy fácil voltear la cama y el pavimento, de manera que el encamado quede hecho seguramente una tortilla. Ahora, monseñor, me diréis cuál de los dos medios preferís, supuesto que la ocasión se ha presentado en términos que vais a ser mi cómplice en el negocio. -El negocio es muy sencillo, mi querido Pietro. Todo está relucido a que me entregues a don Guillén y a sus compañeros, lo cual aumentará tus ganancias razonablemente; pues además de que serás heredero de tus huéspedes, yo añadiré, por mi parte; algunos centenares de florines. -Mucho me placen vuestras proposiciones, monseñor; pero en cuanto a lo que decís de que el negocio es sencillo, paréceme que no lo habéis meditado. -Pues ¿qué dificultades hay? -En primer lugar, es preciso dejar el golpe para mañana. -Claro está; si ya será de día. -Sí; pero el caso es que pudieran marcharse hoy.

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-Nadie mejor que tú podrá juzgar sobre eso, pues naturalmente tendrás algunos datos. -Puede ser que permanezcan aquí algunos días. -Adelante.

-Ahora la principal cuestión es que, a la vez que demos el golpe a los amos, es preciso no descuidar a los criados.

-¿No puede hacerse lo mismo con ellos? -Sería necesario que la casa estuviese llena de trampas. -No sería imposible. -Desgraciadamente no es así. -En cuyo caso... -No nos queda más recurso sino es acometerlos a mano armada; porque os advierto, monseñor, que la comitiva de los caballeros españoles es en demasía numerosa. -Se les sorprende durmiendo... -Enhorabuena; pero siempre se necesita alguna gente, y en estos negocios no conviene mucha bulla. -Basta con dos hombres decididos. -Sí, Monseñor; pero el diablo, que no duerme, puede urdir en un instante alguna diablura imprevista... -¡Cómo se conoce que eres perro viejo! La prudencia es la mejor garantía del acierto en todas las empresas. -Yo cuento con Gregorio, que es un mozo de puños de hierro y que no habla veinte palabras al año. -Pues con vosotros dos se puede realizar el intento; y si es necesario, yo también podré ayudar, aunque no sea más que con mis consejos. -Quedamos convenidos. -Ahora bien; sólo me resta advertirte que me llames dentro de cuatro horas. -¿No decís que nos acompañaréis mañana en la noche?

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-Y me ratifico en ello. -¿Pues entonces?... -Quiere decir que por la mañana saldré yo con mi gente de Capua, y que a la noche estaré de vuelta, sin que nadie se aperciba de nuestro proyecto. -En ese caso, descansad hasta luego, que yo, también voy a dormir un rato. -Adiós, Pietro. Capítulo XLVII En el que se ve el resultado de la trama del posadero mellado y del templario tuerto El día estaba hermosísimo, y el sol se ostentaba en el límpido azul del cielo con esa magnifica pompa que en Europa sólo se observa en las regiones de Italia o en los bellos verjeles de Andalucía. Era el edificio del establecimiento de Pietro en extremo espacioso, y no carecía de cierta suntuosidad. Estaba situado en una de las plazas más principales y bulliciosas de la ciudad de Capua. En el balcón del piso principal estaban los tres amigos departiendo acerca de sus viajes y aventuras, a la vez que desde allí contemplaban, ora la pintoresca perspectiva que ofrecían los edificios de Capua, inundados de esa luz suave, dorada e indescriptible de Italia y de Grecia, ora la variada multitud de pasajeros que hormigueaban en la anchurosa plaza. De repente nuestros caballeros sintieron pasos en la habitación. Jimeno volvió el rostro, y se encontró con Pietro, que le dijo: -Perdonad, mis señores, si me tomo la libertad de entrar en vuestro aposento sin haber sido llamado. Jimeno se encogió de hombros. Maccarroni se dirigió a una grande arca, de donde sacó un escudo en el cual se veía esculpido un caballo y sobre él dos caballeros. Estas eran las armas de la orden del Templo, acaso para indicar la primitiva sencillez y pobreza de los Templarios. Jimeno reparó en el escudo, y no pudo menos de preguntar: -¿De dónde te ha venido esa prenda? -Es un escudo que dejaron aquí unos caballeros. -Por cierto que no es buen caballero quien así olvida parte de sus armas. -No hacer caso del escudo es muy propio de valientes.

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-¡Muy bien dicho! -exclamó Jimeno casi entusiasmado por la ingeniosa salida de Pietro-. Este escudo ha pertenecido, sin duda alguna, a un caballero Templario, -añadió el trovador. -Así es la verdad. -¿Y cómo ha venido a tus manos? -Hace poco tiempo que pasaron por aquí varios caballeros franceses que venían acompañando a un alto personaje de Francia. Según yo pude husmear, aquel señor es hermano del gran maestre de los Templarios. Pues bien; uno de los caballeros de su numerosa comitiva enfermó durante su permanencia en Capua, de tal manera y tan gravemente, que murió a los pocos días, y entre varios efectos que se dejaron aquí, pertenecientes al difunto, quedose este escudo. Es imposible describir la impresión que produjo en el ánimo de Jimeno la noticia que acababa de comunicarle Pietro. -Dime, -preguntó con impaciencia-, ¿venía una dama con esos caballeros franceses? -Sí, señor, y muy hermosa por más señas. -¿Recuerdas su nombre? -La señorita Amalia Molay. -¿Hacia dónde se encaminaron? -Creo que iban a Roma; pero allí pensaban detenerse muy poco tiempo, pues, según tengo entendido, el término de su viaje era Jerusalén. Durante algunos momentos el trovador permaneció tan profundamente conmovido, que no pudo hablar ni una sola palabra. Al fin Jimeno hizo una seña a Prieto para que se retirase. El posadero se alejó dejando al joven sumergido en profunda meditación. Otra vez la imagen de la encantadora Amalia volvió a presentarse más viva y más bella a los ojos del trovador. Aquel recuerdo que tan inesperadamente le había despertado Pietro, hizo, no que el joven amase más a Amalia, supuesto que ni un instante la había olvidado, sino que desease tener las alas del águila para en aquel mismo punto volar a reunirse con su amada. ¡Es preciso partir cuanto antes para Roma! Tal fue la fórmula de todo lo que pensaba, sentía y deseaba el trovador en aquellos momentos. Entretanto don Guillén y Álvaro, que nada habían oído de la escena antecedente, continuaban en el balcón engolfados en su coloquio. Jimeno, procurando ocultar su turbación y amorosas ansiedades, volvió a colocarse entre sus amigos, tomando parte en la conversación. Largo rato continuaron nuestros jóvenes agradablemente

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entretenidos en contemplar los edificios y en observar las gentes que cruzaban, por la anchurosa plaza. Entre los transeúntes llamó la atención de nuestros caballeros una cabalgata compuesta de cuatro hombres y dos mujeres. La una de ellas era ya de edad avanzada, e iba colocada en unas jamugas; empero la otra era una hermosísima joven que, vestida de amazona, cabalgaba con destreza y gallardía. El señor de Alconetar quedose fijamente mirando a la joven, cuyo talle esbelto y gracioso no dejaba de elogiar, así como también el precioso sombrerillo, engalanado con plumas de colores, que adornaba la cabeza de la hermosa. Gómez de Lara no apartó sus ojos de aquella graciosa figura, hasta que no desapareció entre la multitud. Don Guillén y Álvaro quedaron muy pensativos. Uno y otro habían recordado al objeto de su primer amor, mirando a aquella dama. Desgraciadamente no la habían visto sino por la espalda, de manera que no habían podido reconocer a Elvira, por más que el aire de su talle les hubiese despertado los recuerdos de aquella mujer, otro tiempo tan amada de ambos caballeros. Y a la verdad que ambos se hallaban muy ajenos de sospechar que Elvira se encontraba a la sazón en Italia. Los tres jóvenes estaban silenciosos y abismados en sus pensamientos. De pronto apareció Pedro Fernández con muestras de grande turbación. -¡Ay, señor! ¡Y qué encuentro he tenido! -¡Estás pálido!... ¿Qué te ha sucedido, Pedro? -¿Os acordáis, señor, de aquel pícaro que fue uno de los que trataron de asesinaros en Alconetar? -¿Y bien? -Que acabo de verlo en esta posada. -¡Aquí! -Sí, señor, aquí mismo lo he visto... El pícaro que se escapó disfrazándose con la ropa de la señora Plácida, a quien Dios confunda. ¡Ay, señor! Yo he sido un porro, pues hasta ahora no he podido enterarme del ajo... ¡Maldita bruja!... -¿Qué quieres decir, Fernández? -Quiero decir, señor, que esa maldita Plácida, que tan bien lloriqueó cuando la encontré despojada por el asesino que se había escapado, estaba de acuerdo con vuestros enemigos. -¿Y cómo has dado en ello? -Muy fácilmente, señor. -Explícate, -dijeron a la vez los tres amigos.

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-Habéis de saber, señores, que con otros escuderos andábame paseando por el patio, cuando acertó a pasar Pietro con un hombre que le iba hablando en voz muy baja y con ademán misterioso. Apenas divisé al compañero de Maccarroni, cuando dije para mi coleto: «yo conozco a este hombre». Pero, señor, no recordaba en dónde ni cuándo le había visto. Contribuía a desorientarme más la diversa apostura de nuestro personaje, que, siendo sin duda un esclavo moro, tenía hoy todas las trazas de un caballero. Llegueme a él familiarmente, y preguntele: «¿Sois español? Porque seguramente yo os conozco; veamos si vuestra memoria ayuda a la mía». -¿Y qué te respondió? -¿Y quién era por fin? -Dejadlo que hable. -El bribonazo quedose mirándome de alto a bajo, en seguida cambió una ojeada con Pietro, y por último, le dijo en italiano: «¿Quién es este hombre y qué dice?» -¿Tú le habías hablado en castellano? -Claro está; yo no puedo hablar sino como se habla en España, pues solamente chapurreo un poco esta jerigonza que gastan por aquí; pero esto lo hago a duras penas y sólo para pedir las cosas. Yo creo que los hombres están locos. ¿Por qué no han de hablar todos de la misma manera? Debían hablar todos como Dios manda, en castellano. Muy de veras riéronse los tres amigos de la peregrina opinión que sobre la diversidad de los idiomas había manifestado el buen balconero -Déjate de reflexiones y comentarios, Perico, y sigue tu cuento lisa y llanamente; que de otra manera, según veo, llevas traza de no acabar en un año, aunque sí acabarás con nuestra paciencia. Y esto diciendo, don Guillén abandonó el balcón, y seguido de sus dos compañeros entrose en la estancia, en donde se dispuso a oír despacio la narración de Pedro Fernández. -Pues, señor, el caso fue que mi hombre se hizo el chiquito, y comenzó a fingir que no me conocía ni que jamás me había visto... -Podía suceder, en efecto, que te hubieses equivocado. -Muy bien podía suceder; pero, en último caso, yo siempre tenía de reserva un medio seguro para convencerme de que no me equivocaba. -¿Y qué medio era ese? -Quitarle el birrete y ver si tenía la marca de esclavo; pero no quise hacer uso de semejante arbitrio, por no armar un escándalo y por no espantar la caza, es decir, que no

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quería privarme de averiguar lo que ellos sin duda están ardiendo en contra nuestra. En seguida, muy risueño, y pidiéndoles perdón de mi impertinencia, me separé de Maccarroni y del incógnito, a los cuales determiné seguirles la pista. Efectivamente, después que cambiaron algunas palabras, salieron del patio y se encaminaron a un cuarto de la posada. -¿Luego te quedaste con una tercia de narices? -Nada de eso, señor. Lo que hice fue seguirlos, y acechar por las rendijas de la puerta todo lo que hacían y hablaban. -¡Hola! Ese fue golpe de astuto cazador. Figuraos cuánta no sería mi sorpresa al ver que la persona con quien hablaban era aquel Templario que habitaba en la torre que está cerca de la bailía de Alconetar. Confieso francamente que, me causó coraje la vista de aquel hombre, que parece un condenado. Además de su aspecto naturalmente repugnante, con aquella cicatriz que le desfigura el rostro, y luego tuerto... -¡Castiglione está en Italia! -exclamó Jimeno dando un salto. -¿Qué buscará ese hombre por estos mundos? -dijo Álvaro. -Os aseguro, amigos míos, que Castiglione es para mí el hombre más antipático que conozco, -dijo don Guillén, que ignoraba hasta qué punto el odioso calabrés había influido maléficamente en su vida, arrebatándole la primera ilusión de sus amores. -¿Y no entendiste lo que hablaron? -preguntó Jimeno con ansiedad. -Hablaban tan quedito, que me fue de todo punto imposible. Además, estando de acecho en la puerta, vino un mozo y tuve que retirarme sin haber escuchado nada. Pocos momentos después vi salir al incógnito, el cual había dejado en la puerta su caballo, montó sobre él y partió al galope. A lo que entiendo, el bribonazo debió traerle algún mensaje al Templario. ¡Sabe Dios las que estarán urdiendo! Los tres amigos estaban muy pensativo. Álvaro y don Guillén acababan de vislumbrar un misterio que hasta entonces en vano habían intentado descifrar. Comprendieron que Castiglione, sin duda alguna, era el amante de Elvira, y por consiguiente, el que había intentado que asesinasen a don Guillén en su aldea de Alconetar. Jimeno, por su parte, no dejaba de acordarse de su anciano padre y del misterioso Templario que le había exigido palabra de honor para que nada hiciese contra Castiglione, cuya vida quería conservar a todo trance. El trovador no podía menos de mirar con grande respeto a aquel hombre extraordinario, que había salvado a su padre don Gonzalo, y que tanto parecía interesarse por su suerte. ¿Y cómo has convencido de que el incógnito era el que trató de asesinarme, el que estuvo preso en mi castillo y se escapó vestido de mujer con la ropa de la vieja Plácida? -preguntó don Guillén.

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-Señor, apenas hubo desaparecido aquel perillán, salió Castiglione de su aposento, y encaminose a la estancia en que, según me dijo un mozo, habitaban unas damas que habían venido con el Templario. -¿Y las viste? -preguntó Gómez de Lara con voz trémula. -Sí, señor; hace muy poco rato que salieron ambas. ¡Virgen de la Luz! ¿Quién había de pensar que eran ellas? Vamos, ¡si este mundo es una bola, y no hace más que dar vueltas! -Pero ¿quiénes eran? ¡Acaba! -Yo estaba en la puerta de la posada, en compañía de algunos escuderos, cuando he aquí que salieron cuatro hombres a caballo y dos damas. ¡Ay, señor! Me quedé hecho una estatua cuando las conocí. La una de ellas era la vieja Plácida, y la otra aquella señorita que habitaba en la aldea... Ahora no recuerdo el nombre de la dama... En fin, es aquella de quien vos estuvisteis enamorado. -¡Doña Elvira! -exclamó don Guillén con voz que resonó como una campana. -¡Era ella! -exclamó Álvaro-. ¡Oh! Bien me lo decía el corazón. ¡No me había equivocado! Durante largo rato nuestros jóvenes guardaron profundo silencio. -¿Y no has podido averiguar hacia dónde se dirigen? -preguntó Gómez de Lara exhalando un profundo suspiro. -Nada puedo deciros más que lo que os he manifestado. -¡Qué abismo! -exclamó don Guillén paseándose por la estancia-. ¡Me han engañado, me han engañado villanamente! ¡Oh, Dios del cielo y de la tierra! ¡Cuán profundas e indelebles son las primeras impresiones! Ni el tiempo, ni la distancia, ni los resentimientos mismos, bastan e extinguirlas... Este encuentro funesto ha vuelto a levantar en mi corazón el torbellino de mi pasión primera... ¡Ahora lo comprendo todo!... ¡Castiglione! Él ha sido, él es mi rival. ¡Oh vergüenza! ¡Oh mujeres! ¿Es posible que un hombre tan disforme y repugnante, y que a mayor abundamiento está ligado con votos indisolubles a una orden religiosa, es posible que tal hombre haya merecido el afecto de Elvira hasta el extremo de olvidar mi amor y de engañarme tan pérfidamente? ¡Castiglione ha conseguido!.... ¡Ira de Dios! Mi cabeza estalla bajo el peso de este pensamiento. Y don Guillén medía la estancia con desatentados pasos. Álvaro le contemplaba en silencio; pero en su interior devoraba la pena que le causaba el recuerdo de Elvira, a quien él también había amado. El trovador no dejaba de reflexionar en las singulares coincidencias que unían su destino al de sus amigos. Castiglione era para los tres el genio del mal, y a mayor abundamiento pensaba en la notable casualidad que en un

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mismo sitio, y casi al mismo tiempo, les había traído noticias inesperadas del objeto de sus amores, de Elvira y de Amalia. Tales incidentes habían despertado en el corazón de los tres amigos el más vivo deseo de ausentarse de Capua. Jimeno anhelaba llegar a Roma, donde acaso pudiera encontrar a Amalia, y don Guillén y Álvaro ardían en deseos de encontrarse, una sola vez siquiera, frente a frente con Elvira. -¡Ah, buen Pedro Fernández! -exclamó Gómez de Lara-. Es preciso que me averigües la ruta que llevan Castiglione y esas damas.

-Haré todo lo posible por satisfacer vuestros deseos, señor.

-¿Y cómo piensas averiguarlo?

-Ofreciéndole dinero a Maccarroni para que me lo diga.

-¿Y si él no lo sabe?

-Será una desgracia.

-¿Y si te engaña y te chupa el dinero? -dijo el trovador.

-¿Cómo es eso? -preguntó el halconero frunciendo el ceño de la manera más amenazadora.

-Quiero decir que Pietro puede decirte lo primero que se le antoje, e indicándote una dirección falsa, tú la creerás verdadera, y engañándote, le darás dinero por añadidura.

El halconero quedose mirando fijamente algunos minutos al trovador.

Luego dijo con voz lenta con los ojos centelleantes de furor:

-Es que si al tal Pietro se le ocurriese jugarme una mala pasada, sería yo capaz de buscarlo y encontrarlo, aunque se escondiese en las entrañas de la tierra, y atravesarle el corazón. ¡Engañarme a mí! ¡Pues no faltaba más!

Sonriéronse los mancebos de los iracundos proyectos del halconero, que, a fuer de hombre sencillo, nunca sospechaba que pudiesen engañarlo, si bien, como buen español, no sufría que le engañasen impunemente.

-Pero la cuestión es, -observó Jimeno-, que aun cuando quemases vivo a Pietro, si te informa mal, no podremos conseguir lo que deseamos, es decir, encontrar cuanto antes a Castiglione.

-Pues bien, haremos lo que se pueda, y Dios sobre todo.

-¡Muy bien dicho! -exclamó Álvaro.

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-Pedro Fernández salió con intento de interrogar a Maccarroni; pero éste no se hallaba a la sazón en su establecimiento. Con grande impaciencia aguardaban los caballeros el resultado de las investigaciones del halconero. La idea culminante de nuestros jóvenes era la de partir al punto de Capua; mas para resolverse deseaban saber con anticipación el camino que llevaban Castiglione y Elvira.

Al fin apareció el halconero.

-¿Qué tenemos? -preguntó don Guillén.

-Lo mismo que teníamos, -respondió Fernández de mal gesto.

-¿Cómo así?

-El bribonazo de Pietro se ha hecho una mosquita muerta, y me ha respondido con palabras muy mansas que jamás acostumbra importunar a los viajeros que favorecen su establecimiento con preguntas indiscretas respecto adónde van y de dónde vienen.

-¡Rayos del cielo! ¿Y tú crees que Maccarroni lo sabe?

-Señor, el corazón del hombre es un abismo, un libro cerrado en el cual sólo Dios puede leer sin engañarse. ¿Cómo queréis que yo sepa lo que ese demonio de Pietro sabe y piensa?

Los caballeros permanecieron largo rato meditabundos.

-¿Queréis seguir mi consejo? -dijo de pronto el trovador.

-Habla.

-Lo que debemos hacer es disponer inmediatamente nuestro viaje, tomar lenguas y seguir el alcance a Castiglione y a esas damas. Ellos no han ido debajo de ningún celemín; todo el mundo los habrá visto por la ciudad y por el campo; y por otra parte, nos llevan muy poca delantera y será cosa facilísima el encontrarlos.

-¡Vive Dios, que tienes mucha razón! -exclamó don Guillén-. ¡Seguiremos tu consejo!

Y volviéndose a Pedro Fernández añadió:

-Disponlo todo al punto de manera, que muy en breve podamos partir. ¡Anda!

Ya salía el halconero, cuando Gómez de Lara, volvió a llamarle.

-¿Qué mandáis, señor?

-¡Voto a Cribas! Se nos olvidaba una cosa de grande importancia, -dijo don Guillén volviéndose a sus compañeros.

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-¿El qué? -preguntaron.

-Cumplir una promesa solemne que hicimos anoche.

-¡Es verdad! Es preciso enviarle a la familia de Passionnati los otros tres mil florines que le ofrecimos.

Los caballeros contaron la suma y se la enviaron con el halconero. Una hora después salían de Capua los tres amigos, seguidos de su comitiva.

¡Figúrese el lector cuánta no sería la rabia de Pietro al ver que se le escapaba tan rica presa! Capítulo XLVIII En Roma Como ya sabemos, Castiglione pensaba aquella misma noche volver a Capua, y para llevar a cabo su proyecto, se detuvo a pocas leguas de la ciudad en una alquería, y allí ordenó que le aguardase su gente, mientras que él, según lo tenía concertado con Pietro, marchaba a Capua para dar el golpe maestro, pero que resultó ser golpe en vago, pues el posadero y Castiglione ajustaron la cuenta sin los huéspedes. Entretanto los tres amigos marchaban al galope, preguntando inútilmente por Castiglione y las personas que le acompañaban. Nadie había visto a los cuatro jinetes y a las dos damas por quienes preguntaban nuestros jóvenes caballeros. En resolución, a las pocas jornadas llegaron a Roma. La numerosa y espléndida cabalgata de los caballeros españoles se detuvo en un alto montecillo, desde donde se descubría la sagrada ciudad, y echando pie a tierra, todos se hincaron de rodillas y adoraron a la cuna de Rómulo y a la Cátedra del primero de los apóstoles, como a la reina de todos los hombres y como al templo de todo el mundo. Jimeno contemplaba a la gran ciudad con los ojos brillantes de entusiasmo y con el corazón profundamente conmovido por piadosos sentimientos y sublimes reflexiones. El alma del poeta, a vista de aquella tierra sagrada, cuna de tantos héroes y gloriosa palestra en que derramaron su sangre tantos mártires, el alma del poeta, decimos, se lanzó como un águila inmortal a las bellas regiones de los tiempos que pasaron y a los sublimes y célicos espacios de la religión revelada, ora oprimida por Diocleciano, ora triunfante por Constantino. Los caballeros penetraron en la gran ciudad por la puerta del Pópolo, donde les salieran al encuentro algunos hombres que con grande instancia pretendían hablarles. -Monseñor, -dijo uno de los desconocidos, dirigiéndose a don Guillén-, ¿queréis decirme si toda esta cabalgata tiene ya alojamiento en Roma? -¿Y para qué queréis saberlo? -respondió Gómez de Lara con su altivez española y con acento que también revelaba el lugar de su nacimiento.

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-¡Ay señor! -exclamó el desconocido-. ¡Cómo publican vuestras palabras que habéis nacido en España! Admirado quedose don Guillén oyendo hablar a aquel hombre en lengua castellana. -¿Quién sois? preguntaron los caballeros. -Habéis de saber, señores, que nosotros somos judíos, aunque nacidos en España. Siendo muy jóvenes, fuimos traídos a Roma por nuestros padres; pero nunca se extinguirá de nuestra memoria el recuerdo de nuestra patria, que nunca se olvida el hombre, cualquiera que sea su secta, de la tierra que fue buena para darle nacimiento; porque donde fuimos niños, y en donde vimos el sol por la vez primera, hay un encanto inexplicable que ninguna otra tierra puede ofrecernos. -¡Es verdad! -exclamó el otro judío, que era hermano del que primero había hablado. -Mucho me alegro de encontrar compatriotas en tierra extraña, por más que seamos de religión diversa; porque no hay cosa que más halague los oídos y el alma que el oír hablar nuestra lengua nativa en regiones apartadas. Ahora bien; ¿en qué podemos serviros? -preguntó Gómez de Lara. -Habéis de saber que en esta gran ciudad nosotros tenemos por oficio alquilar casas, adornándolas según el gusto y riqueza de los que quieren habitarlas. Así es que, si vuestras mercedes quieren, podremos proporcionarles amplia y cómoda habitación, conforme al número de vuestra comitiva y al decoro de vuestras personas, que a tiro de ballesta muestran que sois caballeros principales. -Con mucho gusto aceptamos vuestra oferta, y sólo os encargamos que cumpláis vuestra palabra respecto a que la habitación que nos preparéis sea conveniente a nuestra comodidad y decoro. -Descuidad, señores, que quedaréis complacidos. Y esto diciendo, los judíos colocáronse delante de la cabalgata y comenzaron a caminar por la calle de Nuestra Señora del Pópolo, a la sazón llena de gente, por ser día festivo y celebrarse una solemne procesión. Los judíos condujeron a los españoles a una casa de magnífica apariencia, y tan soberbiamente alhajada como pudiera estar el palacio del más opulento príncipe. Al llegar a la puerta, el menor de los hermanos judíos se despidió, encaminándose a la casa frontera, en la cual, según manifestó, se habían alojado también aquel mismo día muchos caballeros y algunas damas. Mucho agradó a los tres amigos la parte de la ciudad que habían visto hasta llegar a su alojamiento. Por donde quiera recreaban los ojos y ensanchaban el ánimo suntuosos edificios, arcos triunfales, magníficas estatuas y audaces obeliscos que levantaban su soberbia frente hasta las nubes. Como iban muy fatigados del camino, nuestros caballeros se entregaron al descanso, y al día siguiente, salieron a recorrer la ciudad y a visitar las iglesias, en las cuales se encontraron gran número de gente de todas condiciones, que de todos los pueblos de la cristiandad venían

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peregrinando a la ciudad metrópoli del mundo, antes por el imperio de la tierra y ahora por el del cielo. Al salir de la basílica de Santa María, los tres caballeros españoles, acompañados de su lujoso séquito de pajes y escuderos, se encontraron con otro grupo de caballeros, franceses, entre los cuales iba una dama de tan deslumbradora belleza, que se llevaba tras si los ojos y la admiración de cuantos la contemplaban. -¡Oh ventura! -exclamó Jimeno fuera de sí-. ¡El corazón me lo decía! ¡En Roma había yo de encontrar la dicha suprema! Y esto diciendo, el poeta se volvió a sus amigos y designándoles a la dama, repetía: -¡Amalia! ¡Es Amalia Molay! -¡Tu amada! -exclamaron los dos amigos. -Sí, sí, mi amada, el alma de mi vida, la estrella de mi destino. En esto el enamorado trovador encontrose frente a frente con la graciosa Amalia, cuyos ojos garzos parecían esparcir en torno suyo una atmósfera perfumada y luminosa. El gallardo español llevó la mano a su gorra engalanada con plumas, y se descubrió respetuosamente en presencia de la gentil doncella, que no pudo menos de reparar en aquel caballero que tan ansiosamente la miraba, y que en sus ojos daba harto a entender el fuego de su pasión. Como el reo delante del juez está aguardando su sentencia, así el apasionado Jimeno aguardaba ver la expresión del rostro de Amalia, para deducir si ella se acordaba de haberlo visto en Alconetar, y si había reparado en la volcánica pasión que hacia ella experimentaba. Una sonrisa de satisfacción dilató los labios del poeta. La joven, apoyada en el brazo de su padre, desapareció entre el bullicio, mientras que Jimeno, volviéndose a sus amigos, les decía con un júbilo inmenso: -¡Me ha conocido! ¡Me ha conocido! -¿Y cómo lo sabes? -¿No la viste? Me miró, se sonrió e inclinó su hermosa cabeza saludándome. ¡Cuán feliz soy! Así decía Jimeno, cuando súbito sintió que le oprimían el brazo como con unas tenazas candentes. -¡Ira de Dios! ¿Quién se atreve?... -Caballero, permitidme que os haga una pregunta, -dijo una voz en francés. El trovador fijó sus ojos airados en el que tan bruscamente había llamado su atención, y reconoció a un caballero francés de la comitiva de monsieur Molay.

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-Preguntad cuanto os plazca, -contestó el poeta en el mismo idioma-. Por lo demás, os advierto que otra vez tengáis la cortesía de llamarme con la voz, mas sin poner la mano sobre mí. -Dispensad, caballero, y dignaos responderme con franqueza. Prometédmelo así. -Eso dependerá de vuestra pregunta, -repuso el trovador con su altivez española-. ¡Yo no prometo nada! -¿Queréis decirme si conocéis a la señorita Amalia Molay? -¿Y porqué me lo preguntáis? -Porque os he visto saludarla, y que ella os ha correspondido. -Pues bien, caballero, no solamente la conozco, sino que la idolatro con toda mi alma. -Al oír tales palabras, el caballero francés palideció espantosamente. -¡Mentís! -exclamó. -Palabra es esa que no la oye un español sin atravesar el corazón de quien la dice. Y esto diciendo, ambos galanes pusieron mano a las espadas; empero, interviniendo Álvaro y Gómez de Lara, lograron contener a los iracundos rivales. -En verdad, caballero, -dijo el señor de Alconetar dirigiéndose al francés, -en verdad que es bien extraña vuestra pretensión. -¡Ha dicho que adora a Amalia! -¿Y no puede un caballero amar a una dama? ¿O acaso habréis formado empeño de saber mejor que nadie los sentimientos de los demás? Mi amigo os ha dicho que adora a esa señorita, y vos le habéis respondido que miente, faltando así a las leyes de la razón y de la cortesía. Era tan soberano el aire de autoridad y de dominio que resplandecía en toda la persona de don Guillén Gómez de Lara, y al mismo tiempo fueron tan bien fundadas sus observaciones, que el caballero francés se sonrojó e instintivamente hizo ademán de envainar su espada; pero el temor de que le tachasen de cobarde le detuvo. Gómez de Lara leyó todo lo que pasaba en el interior del francés. -Espero que no tendréis empeño en promover un escándalo en este sitio, -dijo Gómez de Lara. -Yo, ni busco ni esquivo lances.

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-En cuanto a eso, caballero, pensamos exactamente del mismo modo. -Pues bien, desearía saber si la señorita Amalia corresponde al amor de este caballero, -dijo el francés señalando al poeta. Jimeno frunció el ceño. -Caballero, -dijo-, estáis asaz importuno, y en ninguna manera sufriré ese interrogatorio que pretendéis dirigirme. Yo a nadie debo cuenta de mis sentimientos ni de mis actos. El caballero francés no respondió una palabra; pero se precipitó tan violentamente sobre Jimeno, que apenas éste tuvo tiempo para ponerse en guardia. Al ver a los dos caballeros en actitud hostil, comenzó a arremolinarse la gente, y la algazara llegó hasta los oídos de monsieur Molay, que echando de menos a su sobrino, volvió el rostro y advirtió que el español y el francés se hallaban a punto de atravesarse el corazón en la puerta misma de la iglesia. Monsieur Molay, acompañado de su hija y de su séquito, compuesto en su mayor parte de Templarios franceses, se encaminó al sitio de la disputa, en donde Gómez de Lara informó al anciano de la causa trivial de aquella contienda, provocada sólo porque Jimeno había saludado a Mademoiselle Amalia. El rival de Jimeno se llamaba monsieur Senancourt, y era sobrino de monsieur Molay. Este había concertado de casar a su hija con el hijo de su hermana, y por lo tanto, el joven Senancourt se consideraba ya como esposo de la encantadora Amalia, a la cual amaba con una pasión frenética.

Era Senancourt un hombre de estatura gigantesca, de fuerzas hercúleas y de maravillosa destreza en el manejo de todas armas. Su rostro, aunque antipático para todo buen fisonomista, era, sin embargo, de formas regulares. El color era pálido, y sus ojos negros y rasgados brillaban en aquella cara amarilla como dos antorchas fúnebres. Senancourt estaba locamente apasionado de su prima Amalia; pero esta joven, dotada de una naturaleza superior y de exquisita delicadeza de sentimiento, miraba siempre a su primo con repugnancia, casi con horror. Habíase apercibido de ello Senancourt, y en su celosa rabia había adoptado el sistema de espiar constantemente todos los pasos de Amalia, y estaba resuelto a estorbar a todo trance que ella amase a otro, ya que él no era amado. Senancourt era el espía, el carcelero, el verdugo de Amalia, que cada día detestaba más a su primo.

Para mayor desgracia de la encantadora joven, monsieur Molay estaba tenazmente empeñado en que su sobrino se casase con Amalia. Senancourt era muy rico, Amalia opulenta, y el viejo Molay tenía la mira de que con este enlace su familia llegaría a ser de las más distinguidas y poderosas de Francia. Por otra parte, Senancourt era muy diestro y astuto, cuando no se dejaba llevar de sus arrebatos de celos, y había conseguido captarse el afecto de monsieur Molay, y hasta su admiración, cuando se trataba de justas, torneos o desafíos, pues la incontestable superioridad de Senancourt en las armas le daba en todas partes justa nombradía de diestro y de valiente.

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Informado monsieur Molay, aunque no en todos sus pormenores, de la causa leve que había motivado aquella contienda, reprendió a su sobrino por su ligereza, y le ordenó con voz imperiosa que le siguiese. En seguida volviose a los caballeros españoles y dijo:

-El excesivo amor a su prima ha hecho que monsieur Senancourt haya pasado tan adelante por tan leve causa. Mi sobrino no puede llevar en paciencia que nadie procure galantear a su prometida, lo cual se comprende bien en un joven fogoso y enamorado.

Amalia, asida del brazo de su padre, escuchaba aquellas palabras con los ojos bajos y con el semblante encendido como si una llama rozase sus mejillas.

Monsieur Molay añadió señalando a Jimeno:

-Como este caballero, al salir de la iglesia, se fijó con tanta insistencia en mi hija, y hasta se descubrió completamente, saludándola de una manera muy marcada, no es extraño que esta conducta chocase a mi sobrino, es decir, al esposo de Amalia, pues como esposos deben ya reputarse...

Tales palabras oyendo, el enamorado trovador tuvo necesidad de apoyarse en el brazo de su amigo Álvaro, pues sentía desfallecer su alma bajo el peso de aquella noticia desgarradora. Palideció espantosamente y fijó una mirada tristísima sobre los ojos de Amalia, como si en ellos quisiese leer la confirmación de su sentencia.

La encantadora joven comprendió con ese instinto tan seguro de las mujeres en tales lances, cuán cruel fue la herida que recibió Jimeno. Amalia tuvo compasión del hermoso trovador.

-Si este caballero, -dijo con su voz de ángel-, se atrevió a saludarme, no fue una vana ostentación de galantería.

Sin conoceros...-observó Senancourt.

-Ahí es donde está vuestro error. Este caballero me conoce.

-¡Oh! -exclamó Senancourt pálido como la muerte.

-¡Ah! -exclamó Jimeno radiante de alegría.

-¿Y en dónde le has conocido? -preguntó monsieur Molay.

-Es extraño, padre mío, que vos también hayáis olvidado esa fisonomía.

-No recuerdo...

-Este caballero se hallaba en la Encomienda de Alconetar.

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Monsieur Molay y Jimeno se saludaron respetuosamente, y unos y otros se separaron después de algunos cumplimientos por una y otra parte.

Cuando los tres amigos se quedaron solos, Jimeno, fuera de sí de gozo, exclamó:

-¡No me ha olvidado! ¡Me ama!

-Y a juzgar por las señas, aborrece a su primo, -observó Álvaro.

-Lo que ahora hace falta es seguirla para saber dónde vive, -dijo don Guillén.

-Tienes razón. ¡Vamos!

-No hay necesidad de tal cosa, -dijo una voz.

Los caballeros iban seguidos de tres criados, y para servirles de guía por las calles los iba acompañando el judío en cuya casa estaban alojados. Llamábase Jeroboam, y, durante la disputa de los caballeros, no había dejado de conversar con Estigio Momo, su correligionario, si bien el médico sólo tenía de común con los judíos el origen, pues respecto a religión, lo mismo creía en Jehová que en Cristo, Alá o Júpiter.

-¿Y por qué no hemos de seguir a Amalia?

-Porque Jeroboam me ha dicho dónde vive, -repuso Momo.

-¿En dónde?

-El hermano de Jeroboam, que tiene el mismo oficio de alquilar casas para extranjeros, vive enfrente de nuestra misma casa, y allí precisamente es donde habitan monsieur Molay y su hija.

-¡Cuánta ventura! -exclamó Jimeno enajenado de gozo.

-Sí, sois muy afortunado, y la señorita Amalia es también muy dichosa, -dijo Momo con su maligna sonrisa-. Ella también tiene la fortuna de vivir bajo un mismo techo con su adorable primo, el Fierabrás que hoy quería estoquearse con vos, señor galán.

Jimeno fingió no haber oído estas palabras. En seguida, guiados por Jeroboam, recorrieron los principales monumentos de la soberbia Roma. Al pasar por la calle de Bancuos, vieron un palacio tan magnífico, que llamó vivamente su atención.

-¿Quién habita en esa morada tan suntuosa? -preguntó Gómez de Lara a Jeroboam.

-Ahí vive una dama de costumbres algún tanto libres, según se dice, pero dotada de incomparable hermosura. Si queréis entrar es muy conocida mía y me será fácil presentaros

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a ella. Y a fe que no perderéis la visita, porque, a más de admirar la sobrehumana belleza de Cattinara, os sorprenderá seguramente el exquisito gusto con que tiene adornado su palacio.

-¡Cattinara! -exclamó Álvaro-. ¿Es natural de Roma?

-No, señor; según tengo entendido, es de Capua.

-¿Apuestas a que esa dama es la manceba del desdichado Debilio Passionnati? -dijo Gómez de Lara.

-Sin duda alguna.

-¿Queréis que entremos a verla?

-Entremos.

Guiados por Jeroboam, penetraron nuestros caballeros en el suntuoso palacio. Nada es comparable con la magnificencia del edificio y con el lujo de criados y libreas que en aquella morada se advertía. El judío hizo anunciar la visita a la señora Cattinara, la cual de muy buen grado recibió a los viajeros en una cámara que bien podía llamarse la mansión de las maravillas. Todas las artes parecían haber contribuido con sus más ricos dones para embellecer la mansión de Cattinara. Era la estancia de forma circular, ni tan pequeña que se estrechase el ánimo, ni tan grande que se fatigase no pudiendo contemplar la rica variedad, de su ornato, que se resumía en un armonioso conjunto, fácil de percibir de una ojeada. La emoción que al entrar allí se experimentaba, sólo podrían comprenderla en toda su extensión sublime los poetas, los pintores, los arquitectos, en fin, los artistas. Era una estancia bella, si nos es permitida esta expresión hablando de habitaciones.

Timantes y Polignoto, Fidias y Praxiteles ostentaban allí las obras más acabadas que la pintura y escultura pudieron soñar en sus arrebatos divinos en el fecundo país regado por el Eurotas y el Alfeo. Al lado de los prodigios de la antigüedad veíanse algunas bellísimas efigies de los escultores de la época, y una sillería enriquecida con maravillosos cincelados, que representaban sabrosas historias, obras ejecutadas por Bregni y Campioni, artistas lombardos. Igualmente se veían pinturas admirables de Cimabuée y de su aventajado discípulo Giotto di Bondone. Mientras que nuestros viajeros examinaban atenta y gustosamente la espléndida estancia, el amor había disparado sus tiros sobre dos corazones que al parecer debían estar más ajenos que todos los demás de verse acosados por la amorosa dolencia, aunque por opuestas causas. Queremos decir que no era fácil que Cattinara se enamorase profundamente, atendiendo a su vida licenciosa y a su carácter liviano. Del mismo modo tampoco era de esperar que el virtuoso Álvaro fuese impresionado tan profundamente por la hermosísima Cattinara, que se sintiese capaz de hacerla su esposa. Dos cosas tienen en el mundo un imperio soberano a que nada resiste y que lo iguala todo. Hablamos del amor y de la muerte.

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Desde el punto en que Álvaro vio a Cattinara, sólo para ella fueron sus miradas y sus pensamientos. A nada prestaba atención sino al bello rostro de la dama. Esta, por su parte, había sentido también una impulsión irresistible hacia el agraciado Álvaro del Olmo, y entre ambos había mediado un diálogo en extremo tierno y cariñoso. Cuando los viajeros, después de examinar todas las preciosidades de la casa de Cattinara, estaban a punto de despedirse de la dama, ésta llamó aparte a Jeroboam y le dijo: -¿Cómo se llama aquel caballero que me ha dirigido las más cariñosas palabras? -¿Cuál? -Detente y no vuelvas el rostro. No quiero que adviertan que nos ocupamos de ellos. -¡Ah! Ya sé quién decís... Su nombre es... monseñor Álvaro del Olmo... Me ha parecido notar que le habéis producido una impresión muy profunda. -Lo mismo he advertido yo. -Bien puede asegurarse que ya está enamorado de vuestra hermosura. -¡Ojalá que así fuese! -Creo que no debéis abrigar la menor duda, señora. Cattinara quedose pensativa durante algunos momentos. Al fin dijo: -Quisiera que me hicieses un favor. -Decid, señora. -Que trajeses luego a solas a ese caballero. -Me parece que fácilmente conseguiré vuestros deseos, -repuso Jeroboam sonriéndose maliciosamente. La dama con un ademán indicó al judío que fuese a reunirse con los caballeros. Estos, después de despedirse en los términos más cortesanos de la hermosa Cattinara, se dispusieron a continuar su excursión por la soberbia ciudad de Roma. Capítulo XLIX Donde se refiere el encuentro que tuvo el trovador con uno de los más ilustres poetas del mundo

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Apenas Jeroboam salió de casa de la dama, cuando comenzó a buscar en su imaginación el medio más oportuno de comunicar a Álvaro los deseos de Cattinara. Encontraba el judío alguna repugnancia en hablar familiarmente con Olmo, cuyo carácter grave le imponía respeto. Al fin, cuando más dudoso se hallaba Jeroboam, le sacó de sus vacilaciones el mismo Álvaro, que, apartándose un poco de sus amigos, le preguntó: -¿Pudieras tú hacer que yo tuviese una entrevista con la hermosa Cattinara? El judío permaneció algunos momentos pensativo y sin responder a la pregunta de Álvaro. Meditaba en su interior si debía acceder a la voluntad de Olmo y que éste creyese que Cattinara le recibía porque él lo había solicitado, o si le convendría mejor manifestar al joven que la dama deseaba también hablarle. Al fin se decidió a no guardar reserva con el caballero. -¿Estáis muy enamorado? -preguntó el judío. -No me atrevo a retirarme de esta casa. -Hoy el amor ha hecho en esa casa muchos estragos. -¿Qué quieres decir? -Que la hermosa Cattinara también se ha prendado de vos. -Y tú, ¿cómo lo sabes? -Porque ella me lo ha dicho. -¡Ella! -exclamó Álvaro radiante de alegría. -Y precisamente me ha propuesto lo mismo que vos, es decir, que desea tener una entrevista. -¿Te burlas? -Hablo de veras. ¿No visteis cuando me llamó aparte? -Ya estuve en ello. -Pues bien, entonces fue cuando me manifestó la amorosa impresión que le habéis causado. Figúrese el lector el gozo inmenso que semejante noticia produjo en el ánimo del mancebo. -¿Luego es decir que podemos volver ahora?

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-Cuando gustéis. -¡Oh felicidad!

Inmediatamente Álvaro del Olmo anunció su buena ventura a sus amigos, los cuales a la sazón se habían detenido en el pórtico de un palacio que estaba poco distante de la casa de Cattinara.

-¿Me aguardáis aquí? -preguntó Álvaro.

-Te aguardaremos; pero no te eternices.

-Descuidad, que pronto vuelvo.

El señor de Alconetar y Jimeno cambiaron una mirada que podía significar:

¡Con qué furia le ha entrado a éste el amor!

Álvaro y Jeroboam se dirigieron al punto hacia casa de Cattinara. Cuando el joven se halló en presencia de la hermosa capuana, ésta hizo un ademán, al judío para que se retirase, y después, volviéndose hacia el amartelado mancebo, le dijo con amable sonrisa:

-¿Qué habéis pensado, caballero, que me mueve a hablaros sin testigos?

-Sólo pienso que soy muy dichoso en haber merecido vuestra elección para confiarme algún secreto.

-No sólo quiero descubriros mis más ocultos pensamientos, sino que también voy a confiaros mis desgracias, para que me ayudéis en ellas.

-El deber de un caballero es favorecer a una dama. Podéis disponer de mi señora.

-No aguardaba yo menos de vuestro valor y gallardía. Veo que la inclinación que me ha arrastrado hacia vos desde el punto en que os vi ha sido una garantía segura de que habíais de merecer mi afecto y mi confianza.

-Soy muy dichoso...

-Voy a deciros lo que me pasa... Tomad asiento.

Obedeció el caballero.

-Habéis de saber que yo vivo en Roma hace algún tiempo: mi fortuna es inmensa, tanto como por vuestros mismos ojos podéis haber juzgado; pero esto no importa para que yo me encuentre sola en este mundo, y sea víctima de la violencia de algunas personas muy poderosas.

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-Y muy infames, deberíais añadir, -dijo Álvaro.

-Por dicho, caballero, supuesto que así os place...

Cattinara se detuvo, y su rostro se puso encendido como una cereza. Álvaro del Olmo estaba muy distante de creer que aquel pudor, que tan graciosamente coloreaba las mejillas de la joven, no era más que una ficción, una farsa habilísimamente representada.

La dama hizo como que le era muy penoso el revelar su secreto.

-Os suplico, caballero, que os sirváis dispensarme vuestra benevolencia. Durante cierta época de mi vida no he sido dueña de contener rigurosamente las aspiraciones de mi corazón. He obedecido al impulso de la naturaleza y a las seducciones del placer; pero ¡ay de mí! nunca experimenté los dulces arrobamientos, los éxtasis divinos y la felicidad inefable de ese amor en que el alma adora al alma, amor que mi espíritu vislumbraba al trasluz de nacarados ensueños, que mi corazón deseaba, y que mi mente comprendía que era o debía ser el más rico presente que el cielo hubiese hecho a la tierra... Perdonad mis debilidades, que me hicieron sucumbir bajo el peso prosaico de vulgares pasiones... Yo no sé cómo deciros... En fin, caballero, tened en cuenta que desde muy niña he vivido huérfana y sola, y que, por lo tanto, inexperta y apasionada, di rienda suelta a mis deseos... Os ruego, caballero, que me excuséis lo que digo y adivinéis lo que callo.

-¡Oh bella señora mía! Con profundo sentimiento escucho vuestras palabras, que me prueban habéis hecho felices a otros mortales; mas también al mismo tiempo mi corazón os disculpa, supuesto que, huérfana y sola, y sin más gula que la naturaleza, casi no era posible que dejaseis de caer en el camino de la vida... Os aseguro, hermosa señora, que a la par de mis pesares experimento placer: acaso os parezca extraño, pero así es la verdad. Siento placer, porque veo que cualquiera otra en vuestro lugar hubiera hecho lo mismo, y porque también me sonríe la esperanza de que escuchéis mi amor, y experimento pesar, porque, aun cuando os he conocido hoy, os adoro con vehemencia, y a la par tengo celos por el pasado, como si hubiese estado presente contemplando vuestros amorosos afanes.

-A fe que estáis ingenioso y galante por extremo.

-Siempre la hermosura infunde ingenio aun al más rudo, y el amor tampoco sabe sino decir galanteos al objeto idolatrado.

-Bien se conoce que sois español. No en vano la fama cuenta que vuestros compatriotas son en el ingenio excelentes, en el valor extremados y en amores sobremanera constantes y cariñosos.

La dama en esto dirigió al caballero una sonrisa graciosa y una mirada incendiaria.

El buen Álvaro del Olmo, como suele decirse, había perdido los estribos a vista de tanto donaire y de tal discreción y belleza.

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-Fácilmente creeréis, -continuó la dama-, que estaban de mí quejosos los que no eran admitidos al santuario de mi amor. Una dama nunca puede, si no es disforme ni renga, dejar de tener amantes; mas es también imposible que deje de haber galanes desdeñados que no la aborrezcan y calumnien. Así precisamente me ha sucedido a mí, y tal es el origen de mi infortunio. Un caballero tan poderoso y violento como feo y repugnante se empeñó en que yo accediese a sus súplicas de amor. Al principio resistí sus exigencias de manera que no se ofendiese la cortesía; pero después, ya cansada de sus importunas quejas, le despedí desdeñosa, diciéndole abiertamente que nunca podría inspirarme amor. Ofendido el caballero, juró vengarse de mí, porque había rechazado su amorosa pretensión.

-Yo no apruebo sus planes de venganza, aunque comprendo muy bien su despecho por no haber tenido la dicha de agradaros.

-Estáis muy lisonjero.

-Perdonad si os interrumpo.

-Sois muy dueño, caballero, de decir cuanto os plazca; mas si no lo habéis por enojo, continuaré mi historia. Como habéis podido observar, yo tengo muchos domésticos, que no es pequeña desdicha necesitar de enemigos pagados. Oíd hasta dónde llega el rencor de un hombre infame. El tal caballero sedujo con el oro a mis criados y doncellas, y una noche, hallándome dormida profundamente, aquellos de mis domésticos que estaban en inteligencia con mi enemigo se apoderaron de mi persona y me trasladaron a un castillo situado en medio de un yermo. Aquella solitaria torre pertenecía a mi implacable perseguidor. Lo que allí me sucedió...

Cattinara se detuvo, palideciendo espantosamente.

-¿Qué os sucedió, señora?

-¡Oh! ¡Es una cosa horrible!

-Lo sospecho, señora. Tal vez...

-Todo cuanto podáis imaginar, aun cuando el mismo demonio os infundiese toda su infernal astucia, se quedará por bajo de la realidad.

-¿Pues qué hizo?

-¡Oh! Tiemblo sólo de pensarlo, y mi lengua se resiste a referirlo. ¡Jamás un caballero cometió con una dama una ruindad semejante! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no soy más que una débil mujer? ¡Infame!... Las mismas furias del Averno le inspiraron un género de venganza abominable. ¡Ah! La ira y la vergüenza me desgarran el corazón y me enloquecen al pensar en tan inaudita villanía.

Y esto diciendo, la dama se estremecía convulsivamente, y sus bellos ojos derramaban lágrimas capaces de conmover a una peña y de seducir a un santo.

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-Por piedad, señora, por piedad os suplico que me refiráis todo vuestro infortunio.

-¡No! No me es posible. ¡Moriría de pesar!

-¡Ira de Dios! ¿Y aún vive vuestro enemigo?

-Aún vive.

-Pronto, señora, decídmelo pronto. ¿Quién es?

Álvaro del Olmo pronunció estas palabras con el acento más iracundo. La dama, cuando observó el enojo del caballero, se sonrió de gozo; pero aquella sonrisa, siniestra como una sentencia de muerte y rapidísima como un relámpago, pasó inadvertida para el apasionado joven, que volvió a preguntar:

-¿Quién es vuestro enemigo? ¡Decídmelo!

-¿Para qué queréis saberlo?

-¡Para qué! ¿Y me lo preguntáis? Quiero saberlo para lavar con su sangre vuestra afrenta.

-¡Oh! Si así fuese, yo os bendeciría, y hasta besaría la tierra que pisasen vuestras plantas.

-Necesito, señora, necesito absolutamente que me digáis quién es vuestro enemigo y de qué manera os ofendió.

Durante largo rato Cattinara guardó silencio, y parecía tan agitada, que hubiérase dicho estaba próxima a exhalar el último aliento.

Olmo la contemplaba profundamente conmovido, y hasta llegó a temer que algún peligroso accidente pudiera arrebatarle aquella hermosa criatura en el momento mismo de haberla conocido.

Al fin Cattinara salió de su estupor, diciendo:

-No me exijáis, caballero, no me exijáis una cosa superior a mis fuerzas. Me es imposible relataros mi tragedia sin padecer horrorosamente. Lo adivino; tal vez en este momento me estáis reprochando en vuestro interior el haberos llamado solamente para despertar vuestra curiosidad sin satisfacerla...

-Lo confieso francamente, señora, habéis adivinado mi pensamiento.

¡Oh! Tened piedad de mí... En verdad os digo que no creí afectarme tanto con la relación de mi desdicha.

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-Pero entonces...

-Para todo habrá remedio. Dispensadme, caballero, por mi excesiva debilidad. Mucho sentiré que atribuyáis el lastimoso estado en que me veo a exageraciones femeniles... Ahora bien; se me ha ocurrido un medio para que vos lo sepáis todo, y que yo no padezca tanto, tanto como en este momento estoy sufriendo.

Y así diciendo, la dama levantose y se dirigió a un armario, de donde sacó un manuscrito que entregó al caballero, diciéndole:

-Tomad; aquí tenéis escrita toda la historia que yo no he tenido valor para referiros.

Álvaro del Olmo comenzó a desenvolver el rollo con intención de leer en el momento mismo aquella historia; más observando que, tenía algunas dimensiones, desistió de su primer propósito.

-Podéis enteraros a vuestro sabor cuando os halléis en vuestra casa.

-Así tendré otra ocasión de verla, -pensó Álvaro.

Por último, el caballero se despidió de Cattinara, después de haberse hecho mutuamente mil expresivas protestas de amor.

Antes de salir Álvaro de aquel aposento, le dijo la dama con voz solemne:

-Sólo una cosa me resta añadiros.

-Decid, señora.

-Es necesario que acerca de lo que os he revelado y de lo que habéis de saber todavía por medio de ese manuscrito, es necesario que guardéis el más inviolable secreto. Me habéis parecido hombre de honor, y creo que nunca tendré motivo de arrepentirme por la elección que he hecho de vos para que guardéis mi secreto y me protejáis contra un enemigo poderoso.

-Y os empeño además mi palabra de lavar con la sangre de vuestro enemigo vuestra afrenta.

-¡Oh! ¡Cuánto os deberé! ¡Nada en el mundo me será más querido que vos!

-Yo también seré muy dichoso, si os dignáis mirarme con ternura.

Cattinara tendió al caballero su mano pequeña y blanca, sobre la cual estampó un beso de fuego el apasionado galán.

Pocos momentos después, Álvaro y Jeroboam se hallaban en el pórtico, donde les aguardaban el señor de Alconetar y el trovador, los cuales habían ocupado el tiempo en

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admirar los bajo relieves y las bellas estatuas que decoraban el ingreso de aquel palacio. Luego el judío condujo a nuestros caballeros por varias calles, donde a cada paso veían en las puertas de las casas esculturas y cuadros expuestos al público, a la manera que solían hacerlo los artistas de la antigua Grecia. Al pasar por la basílica del Vaticano, vieron que bajo el pórtico estaban algunos curiosos contemplando a un profesor del arte de Apeles, que pintaba en mosaico la barca de San Pedro, obra prodigiosa. Aproximáronse nuestros viajeros, y después de examinar aquella maravilla del arte, naturalmente sus ojos se fijaron sobre el artista, que a la sazón había suspendido su trabajo, próximo ya a concluirse. Estaba el pintor hablando con un hombre de cumplida estatura, de cabellos de ébano, de tez morena, de presencia majestuosa y de ojos negros, en que brillaba el fuego divino de la inspiración y de la inteligencia. Algún tiempo hablaron sobre la obra de que a la sazón se ocupaba el pintor, el cual escuchaba con suma docilidad los consejos y observaciones del hombre extraordinario cuyo aspecto hemos bosquejado. Ambos interlocutores se engolfaron después en varias cuestiones relativas a las artes.

-Muchas veces, amigo Alighieri, he batallado conmigo mismo haciéndome esta pregunta: ¿Para qué seré yo más apto? ¿Tendré más facultades para la escolástica o para la pintura?

-¿Y qué os habéis respondido, amado Giotto?

-Me he quedado en la duda; porque habéis de saber que tanto me gustan las ciencias como las artes.

-El caso es que no se debe dividir la ciencia del arte, -repuso Alighieri-. De esta separación absurda dimanan muchos errores. Créese generalmente que no hay otra cosa en el mundo más que ser filósofo y hasta se dice que la filosofía está reñida con las nueve hermanas del Parnaso. Por el contrario, también se cree que un poeta es una especie de loco que dice grandes cosas por medio de eso que llaman inspiración, palabra a la verdad muy mal comprendida.

-¿Y qué vale más, mi querido maestro, el filósofo o el poeta? -preguntó Giotto di Bondone.

-El poeta no merece tal nombre, si no es filósofo, y éste puede adornar el esplendor de su inteligencia con la aureola de la poesía, aunque un gran filósofo puede existir sin ser poeta.

-Algo de eso comprendo, pero no muy claramente.

-Entre la ciencia y el arte hay la misma diferencia que entre la intención y la acción. «¡Feliz el que pudo conocer las causas de todos los fenómenos!» -exclamaba Virgilio-; y yo añado: «Y más feliz todavía el que después de conocer supo crear». ¡Oh, mi querido Giotto! No abandones nunca tus pinceles; te aguarda la inmortalidad, y en este mismo momento la pintura tiene suspendida su corona de brillantes colores sobre tu cabeza. Figúrate que sabes tanto como el más estirado doctor escolástico y que escribieras de filosofía mucho y bien. ¿A qué estaría reducida toda tu tarea? A despertar e infundir

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algunas ideas luminosas en los contemporáneos y en los venideros. ¡Noble y santa misión sin duda!... Pero ¿podrá nunca el filósofo añadir a sus ideas abstractas esa otra gran faz de la vida humana que se llama Emoción? El arte, a semejanza de Neptuno, subleva o amansa el mar de las pasiones con el poderoso y mágico tridente de la verdad, la belleza y la virtud. El lenguaje de la ciencia es el de la inteligencia humana; pero el arte habla a los hombres, como Dios, por medio de magníficas creaciones. Cada palabra del arte es una obra maestra, donde se confunden en una unidad la inteligencia y el sentimiento, donde aparece la plenitud de la vida.

Excusado parece decir que nuestros viajeros prestaban la más escrupulosa atención a este diálogo, sobre todo, el poeta Jimeno. Este no dejaba de mirar al desconocido, que de una manera tan sencilla como sublime explicaba verdades que hasta entonces él no había comprendido. Habiéndose hecho general la conversación, el trovador tomó parte en ella, diciendo:

-Permitidme, caballero, que os haga una pregunta.

-Preguntad lo que os plazca, -repuso Alighieri, demostrando en su actitud tanto agrado como modestia, circunstancia que hacía creer que aquel hombre era verdaderamente sabio.

-Desearía me explicaseis, -dijo Jimeno-, lo que entendéis por la palabra inspiración.

Alighieri quedose mirando atentamente al trovador y a sus compañeros, y desde luego comprendió que se hallaba en presencia de tres hombres superiormente organizados.

-Ya habéis oído la distinción que he hecho entre la ciencia y el arte. La inspiración es un movimiento lleno de fervor sublime, que nos conduce a amar una idea y a proclamarla con todo el fuego de la pasión. Es añadir el amor al pensamiento; el amor, fuente inefable de la verdadera dicha, y que en el seno latente de la vitalidad y de la creación nos hace gustar la ventura de los cielos. La inspiración es el alma que aspira a realizar sus ideas queridas, y después de darlas a luz, las contempla con gozosa sonrisa, como la tierna madre se recrea al mirar a su hijo, como las ninfas se miran retratadas en el espejo de las cristalinas fuentes, como el Dios del génesis contempla la obra, visible de su pasmoso y sublime modelo, que antes nadie veía. En una palabra, la inspiración no es otra cosa que la emoción añadida a la idea, el amor, esa aspiración divina, esa escala mística que nos eleva hasta el trono de la Virgen María, nuestra abogada, cuya voz melodiosa y llena de ternura intercede en los cielos por todos los hijos de la tierra, por los que lloran en este valle de lágrimas, por los tristes, por los desgraciados, por los pobres, y ¡oh prodigio de piedad! hasta por los criminales.

Fueron estas palabras pronunciadas con tan simpático acento, con tal pasión, con elocuencia tan irresistible, que ninguno de los presentes dejó de sentirse conmovido y convencido a la vez.

Luego Alighieri, como siguiendo el hilo de sus pensamientos, murmuró:

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-¡Oh mágico poder de la debilidad y de la dulzura! ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡ángel de amor y de pureza, dulce crepúsculo, suave luz del alma, mística flor de esperanza, cuyo aroma purísimo me eleva hasta las regiones etéreas! ¡Tú fuiste para mí la revelación de otro más alto destino; tus formas encantadoras y las perfecciones de tu alma fueron para mí una promesa de felicidad inefable que yo vislumbré en tus bellos ojos! Desde el momento en que te vi, ¡oh hermosa doncella! yo te llamé la estrella de mi camino, el espíritu de mi vida que habita en lo más oculto de mi corazón. ¡Beatriz! ¡Beatriz! Tu dulce fuerza me venció, y siempre, siempre te escucho que me llamas como una voz perdida de los cielos. Yo cantaré de ti lo que jamás se cantó de una mujer. ¡Beatriz! ¡Tú eres mi inspiración! Si yo no te hubiese conocido, jamás existiría mi Comedia.

Capítulo L

El manuscrito de Cattinara

Ya habrá adivinado el lector que Álvaro tenía sumo interés por regresar cuanto antes a su casa, a fin de enterarse del contenido de los papeles que le había entregado Cattinara. El enamorado joven no podía olvidar ni un solo instante a la hermosísima mujer que, acaso para siempre, iba a decidir de su destino. Apenas llegó a su casa, retirose a su aposento, y con ansia hidrópica comenzó a devorar el manuscrito, que decía:

-«¡Cuán desgraciada he nacido! Huérfana y sola, he sido el blanco de las más viles asechanzas. Monseñor Guarnacci es mi ángel malo, el demonio que la fatalidad ha arrojado en mi camino. Este hombre odioso me conoció primero en Capua, en donde a todo trance intentó merecer mi amor. Después lo encontré en Roma, y con más empeño que nunca quiso que yo le amase. ¡Esto era imposible! Guarnacci es rico, elocuente, afable y de aspecto bondadoso; pero en toda su persona hay un río sé qué de astuto, de solapado, de hipócrita y de traidor, que me repugna. Despechado por mis desdenes, resolvió el pérfido arrancarme por la violencia lo que el amor no había conseguido. De acuerdo con mis criados, entró una noche en mi casa, me sorprendió, me aprisionó, y me condujo a un solitario castillo que poseía en las montañas del Abruzzo. Yo estaba insensata, aturdida,

Mientras que así hablaba Alighieri, nuestros viajeros experimentaban la más viva curiosidad por saber el nombre de aquel ser extraordinario. El pintor Giotto di Bondone manifestó al trovador y a sus compañeros que aquel hombre era Dante Alighieri, el gran poeta de la Italia. Fácilmente se comprenderá el grande júbilo que un encuentro semejante causó a Jimeno. Durante algunas horas estuvieron hablando los tres amigos con el ilustre vate, a quien no se cansaban de oír y de admirar.

Después de haber departido largamente sobre materias tan gustosas como sublimes, y de haber ofrecido su amistad y atestiguado su respeto y veneración al autor inmortal de la Divina Comedia, nuestros viajeros continuaron su excursión por Roma, hasta que, por último, ya cansados, y sobre todo requeridos por Álvaro del Olmo, dieron orden a Jeroboam de que los guiase hacia su alojamiento.

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loca de ira y de terror. Ni sabía dónde me hallaba, conservando sólo un vago recuerdo de todo lo que me había acaecido. Fatigada de cansancio, abrumada de terror, víctima de una frenética fiebre, creía en mi aturdimiento que había sido y que todavía era juguete de una espantosa pesadilla. Por último, reconocí que me hallaba en un extenso y lúgubre salón. Aun cuando aquel aposento estaba amueblado hasta con lujo, me causaba espanto. Quise hacer ejercicio para convencerme de que no soñaba, de que no estaba muerta. Comencé a dar paseos por el anchuroso salón; pero el eco repetía mis pasos; suspiraba, y el eco también remedaba mis suspiros; llegué a creer que allí habitaba un genio cruel, burlón, sarcástico. La habitación estaba adornada con grandes sitiales de nogal con remates dorados, un lecho, un armario y una mesa cubierta con algunas conservas, una botella de vino y otra de agua. En el centro de la bóveda pendía una lámpara que destellaba una luz moribunda. De repente se abrió la puerta y apareció un negro con varias viandas que dejó sobre la mesa, después de hacerme una señal para invitarme a comer. El negro volvió a salir; yo me aproximé a la mesa, porque me encontraba desfallecida y ya me era imposible vivir más sin tomar alimento, en lo cual tuvo más parte el instinto de la conservación, que mi propia voluntad. Comí muy poco, y me serví una copa de vino, que al principio me confortó mucho; y esta circunstancia, unida a la falta de apetito, por más que necesitase alimentarme, me indujo a tomar otra copa. En seguida me eché en el lecho sin desnudarme, y poco a poco sentí que un sueño de plomo oprimía mis párpados...»

Al llegar aquí, el enamorado mancebo exhaló un profundo suspiro.

-¡Un narcótico! -exclamó-. ¡Ira de Dios!

Y mil visiones de deleite y celos comenzaron a revolar en torno de su frente.

Luego continuó su lectura:

-«El pérfido Guarnacci había hecho mezclar en el vino que me habían servido unos polvos soporíferos; pero su impaciencia no permitió que trascurriese el tiempo necesario para que su odioso intento se realizase completamente. Antes que el narcótico hubiese obrado en mí todo su efecto, se abrió la puerta, y a la pálida luz de la lámpara vi penetrar una figura que se adelantó silenciosa como un espectro. La sombra se vino hacia mí lentamente, y me miraba sonriéndose... Era monseñor Guarnacci, que, radiante de alegría por el éxito feliz de su empresa, venía a recoger en mi lecho el fruto de todas sus maquinaciones. Lo que entonces pasó...»

Al llegar aquí, el rostro de Álvaro, habitualmente tan apacible y sereno, tomó una expresión espantosa de celos y de amargura. Abandonó sobre la mesa el manuscrito, y con ambas manos comprimió su cabeza como si la sintiese próxima a estallar. Luego levantose rápidamente, y comenzó a pasearse por la estancia para no ahogarse de angustia. ¡Tan cruel tormento experimentaba al recordar la belleza de Cattinara, y al pensar que se hallaba en brazos de Guarnacci! Es verdad que Álvaro no conocía entonces a Cattinara; pero experimentaba celos hasta por lo pasado. ¡Así es el hombre!

Al fin, serenose algún tanto y volvió a continuar su lectura, ratificando en su pensamiento el juramento solemne que ya había hecho de dar muerte a Guarnacci.

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-«Lo que entonces pasó... fue una escena que no me es posible describir. El narcótico no me había causado otro efecto que aumentar el aturdimiento en que yo naturalmente de antemano me encontraba, y cierta parálisis de todos mis miembros que me impedía defenderme de cualquiera agresión. Por lo demás, yo me hallaba en estado de comprender todo lo que me sucedía, aunque confusamente, como al través de un sueño. La sombra me hizo caricias, me habló algunas palabras cavilosas, y entre mil protestas de ternura me prometió solemnemente tratarme con toda la blandura y consideración del más cariñoso amante, siempre que yo quisiese corresponder de buen grado a sus deseos. Yo quise responder; pero en vano. Sólo conseguí balbucear algunas palabras de odio y de venganza. ¡Guarnacci me contestó con una carcajada tan estrepitosa como insultante! No quiero insistir en pormenores, refiriendo día por día todo lo que me acaeció. Las humillaciones que sufrí, las luchas que sostuve... ¡Oh! Entrar en estos minuciosos detalles me sería más insoportable que la misma muerte. Baste decir que durante muchos días me abstuve completamente de tomar del vino que me servían, convencida como estaba de que contenía polvos soporíferos, habiendo examinado yo misma la botella y visto en el fondo algunos sedimentos. Hasta el agua la bebía con recelo. Inútil es decir que nunca dejaba de increpar al infame Guarnacci por su ruin conducta; pero Guarnacci ¡oh Dios! se burlaba de mí. Yo vivía siempre alerta para que no volviera a repetirse la escena de la primera noche.

Desesperado Guarnacci, sólo proyectaba vengarse de la manera más villana por mi obstinada resistencia. ¡Santa Madonna! ¿Por qué algunas veces abandonas la inocencia y la debilidad en manos del crimen y de la violencia? ¡Oh! Tal vez así pretendes que el alma se temple en el acrisolado fuego de todas las virtudes...»

Álvaro se detuvo exclamando:

-¡Alma noble y leal! ¡La religión habla por tus labios, oh bella Cattinara!

Y una lágrima brotó de los ojos del apasionado mancebo, que continuó:

-«Pasaron muchos días, y la demencia de mi furor llegó a tal extremo, que guardó un cuchillo de los que me ponían en la mesa, y lo afilaba noche y día en las baldosas del pavimento, no para asesinar al infame Guarnacci, por más que lo mereciera, sino para probarle que una mujer digna puede alguna vez ser débil, agobiada por el violento impulso de una amorosa pasión, mas nunca cediendo a la grosera mano de la bárbara violencia.

El santo fuego de la virtud hervía en mi pecho, y deseaba imitar la conducta de aquellas ilustres romanas de otros tiempos. Yo hubiera sido capaz de ser como Lucrecia, Porcia y Virginia; y ya que yo no tenía, como esta última, un padre que me asesinase para libertarme de la deshonra, a lo menos pensaba darme la muerte yo misma, antes que consentir en que se repitiese la escena que arriba he indicado...»

-¡Mujer sublime! -exclamó arrebatado de entusiasmo el infeliz cuanto virtuoso Álvaro.

Continuó leyendo:

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-«Guarnacci supo sin duda, por el negro que me servía, que yo había guardado el cuchillo, y por lo tanto, se recelaba de mí, juzgando que en el estado de febril excitación en que yo me encontraba, era capaz de arrojarme a cualquiera temerario extremo. Mi pérfido enemigo es el hombre más rencoroso que ha existido jamás, uniendo a un alma llena de hiel y de odio una soberbia satánica. Así, pues, resolvió vengarse de mí de la manera más inicua. ¡Oh Dios del cielo y de la tierra! Préstame fuerzas para referir mi afrenta y soportar mi dolor. Ya he dicho que el castillo de Guarnacci estaba situado en las montañas del Abruzzo, ordinaria guarida de los más famosos bandidos de Italia. Guarnacci mismo les prestaba su apoyo, y con frecuencia venían los bandoleros a albergarse en el castillo del sacerdote. ¡Porque Guarnacci es indigno ministro de Jesucristo!...»

El virtuoso Álvaro, petrificado de horror, suspendió su lectura algunos momentos.

Luego continuó:

«Una noche se abrió la puerta del aposento en que estaba prisionera, y apareció Guarnacci con faz sombría. Tuvimos una larga conferencia, cuyo tema sustancial se reducía a que yo accediese a sus deseos y que me dejaría libre, y volveríamos a Roma y viviríamos felices. Le manifesté estaba resuelta a morir antes que degradarme consintiendo en los abrazos de un hombre a quien odiaba, de un sacerdote sacrílego. Al oír mis palabras, Guarnacci me miró de alto a bajo, y una satánica sonrisa dilató sus labios delgados y pálidos. Una y otra vez, hasta la tercera, volvió a intimarme su hedionda proposición; pero también por tres repetí inexorable mi negativa. Entonces Guarnacci me miró riéndose, y se dirigió a la puerta, y allí tocó un silbato. Yo estaba aturdida y asustada al ver la expresión zumbona y maligna que brillaba en el rostro del sacerdote. Súbito invadieron mi estancia cuatro hombres, cuatro bandoleros que obedecían ciegamente las órdenes de Guarnacci.

»Yo, aunque estaba muy distante de sospechar su diabólico proyecto, temí que acaso Guarnacci intentaba, no asesinarme, sino segunda vez abusar villanamente de mi persona. ¡Cuánto me engañaba! Su intento era abusar, abusar, sí, de mi debilidad pero en un sentido muy diverso del que yo sospechaba. Saqué el puñal para matar y matarme; pero los bandidos me desarmaron fácilmente: ¿qué podía una pobre y débil mujer contra tantos, tan fuertes y tan feroces enemigos?...»

-¡Desventurada Cattinara! ¡Ira de Dios! ¡Si yo hubiera estado allí! -exclamó Álvaro crispando los puños de furor.

Y continuó leyendo:

«Los bandoleros me ataron de pies y manos, y uno de ellos, armado con una navaja de afeitar, me rapó la cabeza. ¿Quién podrá pintar el dolor inmenso que experimenté al mirar mis hermosas trenzas caídas por el suelo? El villano Guarnacci fue llamado a la sazón por el negro. Después supe que un negocio importante le obligaba a partir al punto para Colaño; pero antes de partir cambió algunas palabras con el jefe de bandidos, al cual le entregó una redoma. Durante algunas horas yo no supe lo que fue de mí: sólo sé que cuando recobré completamente mis sentidos me encontré en una habitación desconocida. Según pude deducir por los escasos y pobres muebles que adornaban aquella estancia, comprendí que

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me hallaba en una casita de campo de las que ordinariamente tienen los pastores del Abruzzo. Largo rato estuve sola. Al fin apareció un hombre de formas atléticas y de aspecto hermoso, aunque feroz. Era el jefe de los bandidos. Me habían cubierto la cabeza con un pañuelo, y mi dolor era inconsolable, no sólo por lo que una mujer siente verse privada de su más gracioso adorno, sino también por lo grosero que es en sí mismo semejante insulto. El bandolero permaneció largo rato mirándome fijamente. Yo me apercibí de que la más profunda compasión se había despertado en el corazón de aquel hombre rudo, pero valiente y generoso. Yo sabía o calculaba que debía ser de noche, a juzgar, por un enorme candil que, pendiente de un clavo, lucía en la humilde estancia; pero no podía calcular que era ya la media noche. Así me lo indicó el bandolero, que aprovechaba la ocasión de estar dormidos sus compañeros para tener conmigo una conferencia. El bandido sentose junto a mí, después de poner sobre la mesa una redoma que, como entresueños, recordó era la que yo misma había visto que le entregó Guarnacci.

»En resolución, el bandido me indicó que estaba avergonzado de haberse ensañado cobardemente contra «una hermosa dama, él que nunca mataba ni reñía sino con los valientes que se atrevían a mirarle cara a cara». Tales fueron sus propias palabras, y por ellas puede deducirse que el bandido estaba dotado de cierta índole generosa, y a su modo, caballeresca. El bandido me manifestó que estaba resuelto a no cumplir las órdenes de Guarnacci. Estas órdenes consistían en que, después de haberme despojado tan brutalmente de mi hermosa cabellera, derramase sobre mi rostro el licor que contenía la redoma que el bandido había colocado sobre la mesa. Era aquel un licor corrosivo que, derramado sobre mi rostro, debía dejarme horrorosamente desfigurada».

-¡Oh Dios! -exclamó Álvaro horrorizado-. ¡Al mismo demonio no se le habría ocurrido venganza tan espantosa!

Es seguro que Álvaro no hubiera tenido valor para continuar por más tiempo la lectura del manuscrito, si no hubiese advertido que ya le faltaba muy poco para la conclusión.

Así, pues, continuó:

«Aquel hombre generoso, penetrado por mi dolor y debilidad, se constituyó en mi defensor, prometiéndome que me conduciría adonde yo le ordenase; y para darme una prueba de que sus palabras eran sinceras, tomó la redoma y en mi presencia la estrelló contra el suelo, diciendo: «¡Sería injuriar a Dios el desfigurar un rostro tan hermoso!»

»Penetrada de gratitud, me arrojé a los pies del bandolero y procuré buscar en él un brazo para vengarme. Lo confieso francamente, no tengo yo tanta virtud que sea capaz de perdonar a quien tan ruinmente me ha ofendido, sin haberle dado jamás ningún motivo de queja. ¡La venganza! Esta era la única idea, el único sentimiento, el deseo más ardiente de mi corazón en aquellos instantes. El bandido me dijo que debía muchos beneficios a monseñor Guarnacci, y que si bien había tenido compasión de mí, no por eso atentaría nunca contra la vida de mi ofensor. No pude condenar esta conducta, por más que me contrariase, pues veía en ella cierto fondo de generosidad y justicia. Le manifesté entonces que a lo menos me quejaría a los tribunales. «Guardaos bien de hacerlo, -me respondió-; Guarnacci es el hombre más astuto que conozco; no tenéis ni podéis tener pruebas que

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convenzan del hecho, y sólo conseguiríais pasar por loca. El sacerdote es además muy poderoso y muy influyente. Y si estas razones no bastasen, señora, yo os suplico que no deis paso alguno contra la vida de Guarnacci. Ese hombre me es tan necesario como el aire que respiro. ¡Me perdíais si le perdíais!» Yo entreví al trasluz de estas palabras horribles misterios...

»Por último, prometí al bandido no contrariarle, y es seguro que le hubiera cumplido mi promesa. Sucedió que aquella misma noche nos pusimos en camino y me condujo a Pópoli, en donde permanecí mucho tiempo. Después volví a Roma, y mis criados habían huido, si bien mi palacio había permanecido respetado y sin que faltase lo más mínimo, gracias a la buena diligencia de mi administrador, único de todos mis domésticos que me profesaba y me profesa una adhesión sin límites. Algún tiempo después supe que, informado Guarnacci por los compañeros del bandido de que éste había sido mi libertador, el sacerdote había hecho que otros bandidos le asesinasen. ¡He aquí el pago que recibió aquel desdichado por su generosa conducta para conmigo! ¡He aquí también por qué estoy libre de la promesa que le hice de no atentar contra Guarnacci! ¡Cuán ajeno estaba éste de que el bandido abogaba por él! ¡Y cuán ajeno estaría el bandido de que el sacerdote había de asesinarle! ¡Oh generoso bandido! ¡Séale la tierra leve!... Todos los días rezo por él... Una sola esperanza abriga mi corazón, y es que, tarde o temprano, llegará para el infame Guarnacci la hora de la venganza. ¡Así sea!»

-¡Así será! -exclamó Álvaro con voz sombría guardando el manuscrito.

El joven estaba ceñudo y pálido como la muerte. En aquel momento una batalla horrible rebramaba dentro de su corazón. ¡Aquel momento era solemne y decisivo en la vida del virtuoso Álvaro! ¡Era el momento en que termina una vida, inocente y una conciencia tranquila! ¡Era el momento en que comienzan la sanguinaria embriaguez del crimen y los negros terrores de la conciencia!

-¡Hermosa Cattinara! -exclamaba-. ¡Yo te adoro!... Yo seré tu caballero, tu defensor, tu esclavo... ¡Ruin Guarnacci!... ¡Ah! ¡Qué horror!... ¡Es sacerdote!... ¿Y qué importa?... ¡Es un sacerdote indigno!... Esta circunstancia es un motivo más para que yo sacie en él mi sed de sangre... ¡Así será!... Yo he jurado vengarte, hermosa mía, y te vengaré... ¡Que el rayo del cielo me aniquile, si yo fuese perjuro!...

En este momento se abrió la puerta, y aparecieron don Guillén y Jimeno, quienes habían extrañado sobremanera el retraimiento de Álvaro.

El joven se esforzó por ocultar su turbación a sus amigos.

Capítulo LI Astucia contra astucia

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Dejamos al Templario (a quien a falta de otro nombre hemos solido llamar el blanco fantasma) en compañía del caballero de la Muerte y de Garcés el bandido. Desde la misteriosa habitación del Templario se dirigieron los tres hacia la solitaria torre en que habitaba Castiglione. Quedaron los dos satélites del fantasma aguardándole a cierta distancia, mientras que el Templario se encaminó a la oculta entrada, solamente de él conocida, que comunicaba con el vetusto edificio. Internose aquel singular personaje por una abertura cubierta de maleza, y comenzó a caminar por un estrecho callejón subterráneo. Iba el fantasma provisto de una antorcha y todo lo necesario para encenderla; verificolo así a los pocos pasos que hubo andado por el interior del antro. Probablemente no encendió antes la antorcha a fin de que nadie pudiese divisar la luz. Verdaderamente que ofrecía un espectáculo singular, siniestro y fantástico aquel hombre con su traje talar, en aquel lúgubre subterráneo cuya bóveda se aplastaba sobre su cabeza como la losa de un sepulcro. Apenas cabía un hombre de pie en aquella gruta estrecha y larga como un ataúd. Era el piso fangoso, y de trecho en trecho se veían algunas charcas de agua negruzca y hedionda. De la desigual bóveda, y de las paredes que a trechos eran terrosas y a trechos lapídeas, se desgajaban a intervalos gruesas gotas de agua que se estrellaban lúgubremente contra los fétidos charcos. La caída de las gotas era el único ruido que denunciaba la vida y el movimiento en aquella cavidad siniestra. Era inexplicable el efecto que sobre los charcos agitados por aquella lenta y escasa lluvia producía la luz temblorosa de la antorcha. Diríase que el fantasma iba caminando, sobre un pavimento cristalino sobre el cual saltasen enroscadas infinitas serpientes de fuego, que tales parecían los movibles círculos producidos por el golpe de las gotas e iluminados por la antorcha que chisporroteaba, como indignada de lucir en aquella atmósfera comprimida y nauseabunda. Largo tiempo siguió su camino el fantasma. Diríase que era un espectro del abismo que se volvía a su morada. Llevaba el Templario la antorcha en una mano, y en la otra un desnudo puñal, que relucía a los rayos de la luz como una víbora a los rayos del sol. Nuestro personaje llegó por último, después de varias vueltas y revueltas, al espacioso recinto circular donde ya en otras ocasiones le hemos visto, y en donde en otro tiempo lloraba emparedado el infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento. Allí el Templario permaneció largo rato inmóvil como una estatua, como oprimido por dolorosos recuerdos, y mirando fijamente al sitio en que por tantos años había vivido don Gonzalo en el angosto recinto de una tumba. A la sazón el cubículo se hallaba en el mismo estado que la noche aquella en que fue libertado Pérez Sarmiento por el fantasma y el trovador. Queremos decir que en aquella jaula de piedra había una abertura producida por la falta de los sillares que había derribado Castiglione con el ansia de buscar el manuscrito, en que estaban las señas del lugar donde se ocultaba el tesoro de Casib, el mago de Sierra Elvira. Súbito el Templario hizo un movimiento de espanto, y sus cabellos se erizaron de terror. Acababa de oír un lamento lúgubre, y que al través de aquellos espacios subterráneos se dilató vago, confuso, lejano, perdido, múltiplemente sonoro, ya en tono agudo, ya ronco, ora argentino y fuerte, ora áspero y débil. Todas estas distintas vibraciones tuvo aquel lamento, que al principio salió unido y después fue ondulando y abriéndose como un manojo de voces que se hubiese lanzado en los espacios. Súbito el Templario se dio una palmada en la frente, como asaltado de una idea luminosa.

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-¡Ah! -pensó-. Es el león que guarda la entrada de estos subterráneos. Estas bóvedas y la sinuosidad de estos departamentos es lo que ha producido esa confusa multiplicidad de tonos... ¡Cuánto la imaginación preocupa al hombre!... La noche, el sitio, mis recuerdos... ¡Yo creí que era una voz de los abismos!... El blanco fantasma se dirigió hacia donde estaba la puerta del bafomet. Causole terror el efecto que la temblorosa luz de la antorcha producía sobre aquella fantástica y repugnante figura, que representaba el genio del mal. El Templario hizo un movimiento marcado de sorpresa. Había encontrado cerrada la puerta que daba paso al callejón en donde estaba la entrada de los tres salones que servían de depósito de todas las riquezas de la orden del Templo en Castilla. Esta circunstancia dio mucho que pensar al Templario. ¿Había sospechado tal vez Castiglione la existencia de aquella oculta entrada? ¿Habría sido aquella simplemente una medida de precaución? No era fácil atinar con la verdadera causa que había motivado el cerrar aquella puerta. A la vez se le ocurrieron al Templario dos explicaciones. La una de ellas era que acaso el calabrés se había ausentado de la torre, por más que sus satélites y espías no le hubiesen visto salir. La otra explicación, y la más plausible, fue que el Templario recordó que por la entrada oculta habían logrado escapar la noche que libertaron al infeliz Pérez Sarmiento. Castiglione no habría podido menos, después de la desaparición del prisionero, de reconocer minuciosamente todos los subterráneos de la torre; mas esta inspección fue inútil, supuesto que no pudo encontrar ni aun rastro siquiera de la oculta comunicación, sólo sabida por el Templario, el cual tenía siempre gran cuidado en cerrar la entrada por medio de un ingenioso mecanismo, que consistía en una puerta de piedra, la cual cerrada presentaba el muro una apariencia homogénea, siendo imposible al observador más lince sospechar siquiera aquel secreto. No obstante, Castiglione, a pesar de su estéril investigación, abrigaba la convicción íntima de que alguna comunicación subterránea existía, como lo denunciaba incontestablemente la desaparición de Pérez Sarmiento. Otras veces el calabrés, dotado de una imaginación vivísima y excitada por los terrores y remordimientos de su conciencia, llegaba a creer, en sus accesos de sangriento somnambulismo, que su víctima había sido arrebatada del inmundo tugurio en que vivía agonizando, por un poder sobrenatural, por los ángeles del cielo. Esta idea le estremecía de terror, le perseguía despierto, le abrumaba soñando. Pero aquel hombre feroz, enérgico y valiente hasta la temeridad, dado que supersticioso, tenía el poder bastante, el satánico poder de encadenar a sus plantas los temores, los remordimientos, las angustias de su conciencia. Sobre este agitado mar de sangre, bajo este cielo sombrío, tachonado de estrellas fúnebres, como la antorcha del crimen nocturno, como la hoja del puñal del asesino, volvía siempre a campear vencedora la voluntad enérgica de aquel hombre; voluntad de diamante, que se sobreponía a todas las tempestades, como el altivo bajel que, burlándose de todos los vientos, llega al fin adonde quiere, a la orilla deseada, al puerto de antemano previsto. De cualquier manera que Castiglione se explicase la desaparición de Pérez Sarmiento, lo cierto del caso fue que desde entonces, cuando se ausentaba de la torre, tenía siempre muy buen cuidado de cerrar

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las comunicaciones del subterráneo circular con el sitio en que se encontraba el depósito del Templo. A la sazón habitaba en la torre el viceprocurador de la Encomienda de Alconetar, si bien Castiglione y Sechín de Flexián habían extraído secretamente de la torre la parte más considerable de los tesoros de los Templarios. Viéndose el fantasma blanco detenido en su camino, comprendió que Castiglione se hallaba ausente, y con ademán desesperado echó una última mirada a aquel lóbrego recinto, y volviose por el mismo callejón que había entrado. Cuando salió al campo, apagó la antorcha, y encaminose al sitio en que le aguardaban Garcés y el caballero de la Muerte. Grande sorpresa experimentó el fantasma cuando vio a sus satélites que estaban en conversación muy tirada con un nuevo personaje. -¿Qué tenemos? -preguntó el caballero de la Muerte. -He sido asaz desafortunado en mis investigaciones. Supongo que Castiglione se ha ausentado. -Así es la verdad. -¿Acaso sabéis vosotros?... -Que aún podemos alcanzarle.

-¡Cómo! ¿Es posible?

-Todavía no es cosa muy segura, -dijo Garcés-.Escuchad lo que ha sucedido. Este muchacho que aquí veis es de mi partida, y como para hacer negocio es preciso siempre tener la gente bien situada. En fin, por los caminos más frecuentados tenemos espías para saber los caminantes que pueden merecer la pena de que les demos un asalto... -Vamos al caso, Garcés. -Este muchacho sabía que esta noche habíamos de venir por estos sitios, y yo le dejé apostado cerca de la Encomienda mientras que os fui a buscar, para que, si salía Castiglione, no se nos escapase. -¿Y lo ha visto? -preguntó el Templario con viveza. -Sí, señor; él dice que sí; pero como él no conoce bien a Castiglione... -Veamos, veamos. El Templario interrogó al joven bandido, y por él supo que había encontrado dos caballeros que se encaminaban hacia Valdecañas, y que en uno de ellos había reconocido a Castiglione. -¿Estás seguro de que era él? -preguntó el fantasma blanco.

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-Segurísimo, -respondió el joven. En resolución, el Templario se informó minuciosamente de la dirección que llevaba Castiglione, y al punto dispuso que el bandido Garcés y su partida fuesen siguiendo la pista al italiano. El fantasma blanco no dudaba que Castiglione, a cualquiera parte que se ausentase, llevaría consigo a Elvira. Acordose también el misterioso personaje del sueño que había tenido la noche anterior, en que se le presentaron Elvira y Castiglione a punto de embarcarse. Ya sabemos la extraordinaria importancia que el incógnito daba a los sueños y presentimientos; así es que este recuerdo se le apareció en aquel instante como la verdad más calificada. Pensó, pues, que el italiano había emprendido el largo viaje que, digámoslo así, le había sido revelado. El Templario y el caballero de la Muerte se encaminaron a Jaraicejo, donde hicieron rápidamente todos sus preparativos de marcha, y al día siguiente fueron a reunirse con Garcés y los suyos, que habían tomado el camino de Talavera la Vieja. Durante muchos días no fueron muy afortunados nuestros expedicionarios, si bien siempre hallaron los datos bastantes para no desanimarse y proseguir su excursión con esperanza de buen éxito. Así llegaron hasta las fronteras del reino de Valencia, y allí se convencieron evidentemente de que Elvira y Plácida iban en compañía de Castiglione y Sechín de Flexián. Luego supieron que el calabrés y su comitiva habían retrocedido un poco, girando hacia la derecha, de cuya evolución dedujeron que su intención primera había sido dirigirse a Valencia, pero después, variando de rumbo, y acaso por estar más cercano, se dirigieron a Alicante. Por lo ya referido podrá deducirse hasta qué punto era irrevocable la resolución del misterioso Templario en perseguir al italiano, pues había sido capaz por esta causa de intentar y proseguir un tan dilatado viaje; y de seguro el incógnito no hubiera abandonado la pista de Castiglione, aun cuando hubiese tenido que ir hasta el último cabo del mundo. Cuando llegaron a Alicante les señalaron aún la nave en que se habían embarcado Castiglione y sus compañeros. El bajel se perdía en el horizonte, y el blanco fantasma permaneció inmóvil en el puerto, contemplando el movible aposento en que a la sazón habitaban el calabrés y Elvira, horrible pareja reunida por el crimen, disfrazado de amor, por el crimen más repugnante, por el incesto. ¿Qué pasaba en el corazón del incógnito, que a la orilla del mar miraba desaparecer aquellos dos seres tal vez amados, tal vez aborrecidos, pero cuya suerte le interesaba tanto? El misterioso personaje revelaba en su rostro una tristeza inconsolable. Al fin salió de su distracción, y volviéndose a los suyos les encargó se informaran de cuándo salía un buque, y que le avisasen. Supieron nuestros expedicionarios que al día siguiente salía otra nave para Italia, y en consecuencia, lo dispusieron todo para partir. Garcés y los suyos iban en traje de caballeros, y habían atravesado una gran distancia sin el menor peligro y sin cometer tampoco el menor desmán, que no se lo permitiera la hidalguía del Templario. Este, antes de partir, dio sus instrucciones al bandido Garcés, el cual le prometió solemnemente no separarse un ápice de sus órdenes. Por lo demás, se convino en que se embarcasen ocho hombres de los

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más valerosos y leales en compañía del Templario y del caballero de la Muerte. Al partir, el fantasma blanco dijo a Garcés: -No olvides nada de lo que te he dicho, y sobre todo protege y vela por la seguridad de don Gonzalo Pérez Sarmiento... ¡Infeliz! Mucho me temo que la ausencia de su hijo no le cause la muerte... ¡Oh! ¿Y qué será de Jimeno? Los ojos del Templario se inundaron de lágrimas. -Descuidad, señor, -repuso Garcés-, que yo cumpliré fielmente con todos vuestros encargos. En resolución, el Templario y el caballero de la Muerte, acompañados de su pequeña, pero valerosa escolta, se embarcaron con el mismo rumbo que sabían llevaba la nave en que iba Castiglione. Este se apercibió de que espiaban todos sus pasos, pues en Génova llegaron a reunirse en la misma posada unos y otros. Castiglione, cuya astucia y malicia ya conocemos, se puso en guardia desde el momento en que vio al fantasma blanco y a los que le acompañaban. No conoció a Juan Osorio (nombre que en aquel viaje había adoptado el Templario), ni conoció tampoco al caballero de la Muerte, porque ambos habían adoptado un disfraz que consistía particularmente en luengas barbas postizas. Pero aun así y todo, Castiglione, suspicaz y receloso como todo criminal, temió alguna emboscada de parte de aquellos hombres. Sospechaba que acaso le espiaban los mismos Templarios, a quienes era casi imposible se les ocultase ninguna resolución de importancia, atendidos los medios con que contaba la poderosa orden del Templo. Por otra parte, recelaba que el rey Felipe el Hermoso y Nogaret espiasen su conducta y la de Sechín de Flexián, para saber hasta qué punto eran servidos con lealtad. De cualquier manera, Castiglione quería sustraerse a toda inspección, y comunicando sus temores o recelos con su colega Sechín de Flexián, resolvieron, de común acuerdo, ausentarse de Génova repentinamente. Por más que las gentes de Osorio estuviesen alerta, Castiglione supo burlar su vigilancia, saliendo por la populosa ciudad de Génova como a dar un paseo con Elvira, Plácida y sus criados. Ya Sechín de Flexián estaba emboscado en las afueras de la población con otros servidores que llevaban los caballos. Así, pues, se marcharon sin ser vistos de sus espías. Mucho sintió Osorio perder la pista; mas, sin embargo, no estaba desorientado completamente. Por una conversación sorprendida por él mismo desde la puerta del aposento del calabrés, había sabido, no sólo que conspiraban contra la orden del Templo, sino también que se encaminaban a Jerusalén para dirigir sus tiros contra el gran maestre. Fácilmente pudo inferir Osorio con estos datos que el calabrés se había dirigido a Nápoles. Y en esta inteligencia, y seguro de encontrarle, volvió a embarcarse en Génova con toda su gente para aquella ciudad. Pero en esta ocasión Osorio acertó en cuanto al punto adonde se encaminaban, mas se equivocó respecto al camino. Castiglione había ido por tierra, como ya tuvimos ocasión de ver en Capua, cuando llegó a media noche a la posada de Pietro Maccarroni. Mas en Nápoles al fin volvieron a encontrarse, y entonces Osorio tornó tan bien sus medidas, que Castiglione no se apercibió del lazo que se le tendía.

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El caballero de la Muerte tuvo arte para trabar amistad con Mendo, cuya biografía le había bosquejado Osorio. Mendo, que fue traidor para la infeliz doña Fidela, no podía dejar de serlo para Castiglione, siempre que en ello ganase. El caballero de la Muerte no le habló por lo pronto con toda franqueza, sino que con algunos obsequios consiguió hacerle entrar en largas pláticas, que sirvieron de gran luz para deducir los proyectos del calabrés. Por de pronto supieron positivamente que ambos caballeros, Castiglione y Sechín de Flexián, se dirigían a Jaffa. No contento Osorio con tantas seguridades, quise aguardar a que se embarcasen, y su previsión llegó a tal extremo, para no abandonar segunda vez la pista, que se embarcó con los suyos en el mismo bajel de Castiglione. Para no inspirar sospechas, Osorio hizo que los suyos fuesen en traje de judíos unos, y otros como peregrinos. El caballero de la Muerte y Osorio habían adoptado este último hábito. Rápida y feliz fue la navegación, y muy pronto dieron vista a la antigua Joppe, ciudad antediluviana, y que entonces llevaba, como hoy, el nombre de Jaffa. Aquella ciudad pertenecía a los caballeros del Templo, que la defendían con heroica constancia de los continuos ataques de los infieles desde los tiempos del gran Godofredo, que asentó su trono en la patria de Dios. Vieron los navegantes asomar la ciudad reclinada sobre una colina que se interna en el mar, desplegando a la vista del puerto los magníficos edificios de la Casa del Templo, rodeada de castillos y torres, el hospital de los peregrinos, un convento de religiosos con la advocación de San Juan Bautista, y algunos minaretes de los árabes, que estaban sujetos a los cristianos. Desembarcaron, pues, nuestros viajeros, y los unos se encaminaron al Templo y los otros a la hospedería del convento de San Juan. Por la parte del Norte la ciudad presentaba un aspecto encantador, pues se veía rodeada de jardines deliciosos, y sobre sus murallas inclinaban su pintoresco y odorífero ramaje las altivas palmeras, pompa magnífica del desierto y bello emblema de la victoria. Por doquiera se veían granados que ostentaban su manto de verdura salpicado de cálices de fuego, que tales parecían sus rojas y brillantes flores, envidia de la púrpura de Tyro; y recreaban la vista y el olfato cedros marítimos cuyas copas parecían de aéreas filigranas, naranjos de aterciopelada verdura bordada de nacaradas flores de azahar, y limoneros de prodigioso tamaño que inclinaban las ramas bajo el peso de su fruto y de sus flores. Y a lo lejos se divisaba el mar por Occidente, y hacia el lado oriental el fondo blanco de la arena del desierto que separa a la ciudad del Egipto. Diríase que Joppe, la más antigua de las ciudades del mundo, estaba rodeada de dos océanos, uno de arena y otro de agua; por una parte rizadas ondas de cristal, y por la otra la pálida mortaja del desierto. Pero después de los arenales, la naturaleza parecía querer compensar su pasado ceño con las presentes sonrisas. Para llegar al paraíso es necesario atravesar los arenales. Respirábase allí un ambiente perfumado, y las frescas brisas del mar y los últimos rayos del sol poniente hacían de aquel sitio una de las mansiones más deliciosas del globo. El caballero de la Muerte y el supuesto Juan Osorio contemplaban todas aquellas bellezas naturales con esa profunda y a la vez grata melancolía propia de las almas

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sensibles y que han llorado y padecido mucho. Ambos guardaron durante largo rato profundo silencio. Al fin Osorio dijo: -¿Habéis quedado en veros con Mendo? -Esta misma noche. -¿En dónde? -Me ha prometido ir al convento a buscarme. -¡Muy bien! -exclamó gozoso Osorio-. Veo que habéis ejercido sobre Mendo una fascinación magnética, y de esta circunstancia podemos sacar mucho partido. -Así lo creo. Ambos guardaron silencio, y pocos minutos después se hallaban ellos y sus ocho compañeros, o mejor dicho, súbditos, en la hospedería del convento de San Juan Bautista, donde fueron recibidos por los religiosos con el mayor cariño y agasajo. Juan Osorio había elegido aquel asilo con preferencia a cualquiera otro, no sin motivo. Sabía que en aquel convento era religioso un su antiguo amigo y deudo que había abandonado la España por causas tan poderosas como lamentables. Cortesanos envidiosos y malévolos le habían malquistado con el rey, haciéndole dudar de su lealtad acrisolada y despreciar sus eminentes servicios. Añadiose a esta desgracia, que no es poca el ser calumniado para un hombre de honor e inocente, el que también por aquella misma época una joven hermosísima, de quien estaba apasionado el tal caballero, cometió un desliz mientras su amante estaba en la guerra; lo cual, sabido por el desdichado galán, fue causa de tan negra melancolía en el guerrero, que estuvo a punto de suicidarse; pero su espíritu, que siempre había abrigado una tendencia religiosa, fue herido, de repente, a consecuencia de tales sucesos, por una idea salvadora, y que engendró en él una resolución irrevocable. Pensó retirarse del mundo y ocultar sus insignias de caballero y sus amargas desilusiones bajo el áspero sayal del monje. Aquel caballero se llamaba don Rodrigo de Osorio, y este recuerdo fue la causa de que el misterioso Templario hubiese tomado aquel apellido, que hasta cierto punto también le pertenecía, pues ya hemos dicho que entre ambos mediaban vínculos de parentesco. Después de las preguntas naturales entre el prior del convento y el Templario, éste demandó si en aquel monasterio había un religioso llamado Rodrigo de Osorio. Era el prior un hombre muy respetable, de aspecto bondadoso, de tez pálida, y que, a causa de su vida ascética, representaba mucha más edad que la que tenía realmente. Con dificultad pudiera encontrarse un hombre más inteligente, más virtuoso, más circunspecto; y aunque en extremo caritativo, manifestaba señaladamente su predilección por los

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españoles, sus compatriotas. El prior, pues, era el antiguo caballero que en el mundo llevaba el nombre de don Rodrigo de Osorio. ¡Figúrese el lector cuán agradable no sería aquel encuentro para el misterioso Templario! El supuesto Juan Osorio indicó al prior que tenía que hablarle de asuntos tan reservados como importantes. El religioso le condujo a su celda, y ambos allí encerrados, tuvieron el siguiente diálogo: -¡Válgame Dios! ¿Tan mudado estoy, que no me conoces? El prior clavó sus ojos en el viajero, y después de contemplarle largo rato, le respondió: -Os confieso francamente que no caigo en quién sois, por más que vuestra fisonomía no me sea desconocida completamente. -Pues somos parientes, y hemos sido amigos. Estas indicaciones fueron inútiles, pues el prior se dio por vencido, diciendo que no recordaba su nombre. Juan Osorio entonces comenzó a referirle su historia, la cual era tan lamentable, que arrancó muchas lágrimas al buen religioso. Al fin, lleno de sorpresa, exclamó: -¡Es posible! ¿Quién había de creer que después de tantos años había de encontrarte en este sitio y con ese traje? -Sobre esto te encargo la mayor reserva, el más inviolable secreto. -Haz cuenta, mi querido... ¿cómo deberé llamarte? -Juan Osorio. -Pues bien, mi querido Juan, haz cuenta que te has confesado conmigo, y puedes estar seguro de que nadie sabrá por mi boca lo que acabas de confiarme... ¡Oh Dios! ¿Es posible que haya hombres tan infames, tan malvados como tu enemigo? -Desgraciadamente los hay. -¿Y podré yo complacerte en algo? -Es posible que me puedas ayudar mucho. -Desde luego puedes mandarme. -Por ahora nada tengo meditado. Es preciso estar a la expectativa de los acontecimientos y de los planes de mi adversario.

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Durante mucho tiempo ambos parientes estuvieron hablando de su patria y de su familia. Entretanto en el recinto del convento tenía lugar otra escena muy interesante para nuestra historia. Mendo, el criado de más confianza de Castiglione, había ido a ver, según lo había prometido, al caballero de la Muerte. -¡Cuánto he sentido tener que separarnos! -Parece, sin embargo, que nos quedaremos aquí, en cuyo caso tendremos el gusto de vernos frecuentemente. -¿Lo sabéis de cierto? ¿Estáis seguro de que ese caballero a quien servís permanecerá en Jaffa? -Hasta ahora no tengo ningún motivo para creer lo contrario. -Es un caballero muy sabio y que le gusta mucho viajar, así al menos he oído decirlo. ¿No viaja por gusto? -Sí... sí, señor; es un hombre muy instruido... -murmuró Mendo. El caballero de la Muerte guardó silencio, y durante largo rato fijó sus ojos en Mendo como si quisiese leer en lo más profundo de su corazón. Al fin el caballero de la Muerte le preguntó: -¿Quién es ese caballero? -Es un señor muy rico de Italia, que ha vivido mucho tiempo en España, donde yo le conocí y entré a servirle. -Y la dama que viene en su compañía, ¿quién es? -Su hermana. -¿Y cuál es su nombre? -¿El de él, o el de ella? -El nombre del caballero. -Don Diego de Mendoza. -Y ella, ¿cómo se llama? -Doña Leonor. Sonriose el caballero de la Muerte oyendo mentir tan descaradamente al bueno de Mendo, quien no podía sospechar que quien le preguntaba conocía aun mejor que él mismo

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a Castiglione. Tuvo tentaciones el caballero de hacerle alguna proposición a Mendo, relativa a que descubriese en lo sucesivo todos los planes del calabrés en cambio de gruesas sumas de dinero; mas se contuvo por temor de errar el golpe y de poner en guardia a sus adversarios, si por acaso Mendo quería permanecer leal para con su señor. Mendo, después de algunos momentos de silencio, dijo: -¿Sabéis que en la casa de los Templarios he oído hablar de una mala noticia? -¡De veras! -Como lo oís. -¿Y qué es ello? -Dícese que con frecuencia caen sobre Jaffa todas las plagas de la guerra. Casi todos los años las caravanas que vienen del desierto hacia Galilea, intentan acometer la ciudad por asalto, y este año, según afirman, se han reunido varias tribus muy poderosas, con el designio de llevar a cabo de una vez la ardua empresa de conquistar a Jaffa. Parece que dentro de pocos días llegarán los enemigos, en cuyo caso habremos tenido la suerte de encontrarnos en una guerra en la cual deberemos tomar parte, aunque yo, maldita de Dios la gana que tengo de meterme en tales andanzas. -Sin embargo, nuestro deber como cristianos es ayudar a la defensa de esta ciudad, que desde el tiempo de las Cruzadas ha estado constantemente bajo el poder de los nuestros. -Estoy muy conforme con que ese será nuestro deber; pero es preciso convenir en que hay deberes muy penosos de cumplir, especialmente, cuando ahora es probable que nos toque perder, porque, según yo me imagino, los Templarios no son tan poderosos como otras veces. -Es preciso que no olvidéis que la orden del Templo es la más acatada de los cristianos y la más temida de los infieles, porque los Templarios son los más esforzados guerreros que jamás hubo en el mundo. El caballero de la Muerte, dado que aborrecía a los Templarios, hablaba de ellos en estos términos, no sólo porque su valor realmente así lo merecía, sino también porque, extrañando sobremanera ver a Mendo hostil para el Templo, intentaba sondearle y averiguar la causa de aquella enemistad hacia la orden, enemistad que no dejaba de ser extraña en un hombre que estaba al servicio de un personaje de importancia entre los Templarios. -Yo tampoco niego que los caballeros del Templo sean valerosos, -repuso Mendo-; mas lo que sí digo es que en el día tienen muchos enemigos poderosos. -¿Y quiénes son esos enemigos?

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-De manera es, señor, que yo digo lo que oigo y lo que por ahí dice todo el mundo... En fin... Dios quiera que el mejor día del año no le suceda una desgracia a la orden. -¿Y quién se atrevería a quebrantar las fuerzas de la gloriosa orden del Templo? -Para Dios no hay nada imposible. Además, que por muy poderosa que la orden sea, si todos los pueblos de la cristiandad se sublevasen contra ella, de seguro que no podría resistirlos. -¿Y cómo es posible que los pueblos de la cristiandad se subleven contra los soldados de Cristo? -¡Ay, señor! ¿Decís eso de veras? ¡Soldados de Cristo! Mejor diríais soldados del diablo. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Pues ahí es nada lo que se dice de los Templarios! -¿Pues qué se dice? -preguntó el caballero de la Muerte haciéndose el lelo. -Uf... Af... ¡Bah! ¿Pues estamos ahí ahora? Se cuentan cosas estupendas de los Templarios. ¿No sabéis que adoran un ídolo espantoso, el cual dicen que es la verdadera figura de Dios? Y además, añaden que en sus iglesias, detrás del Tabernáculo y en un lugar oculto, en vez de la imagen del Crucificado, tienen un ídolo que representa la figura de un gato negro. ¡Valientes hechiceros están los buenos de los Templarios!... Y han encontrado muchas veces en las cercanías de las casas del Templo cadáveres de mujeres y de niños, porque solamente los niños y las mujeres dicen que son a propósito para los maleficios y hechicerías que ellos hacen; pero yo creo que muy pronto les llegará la hora de pagarlas todas juntas a esos malditos brujos. -Esos son cargos injustos, o por lo menos muy difíciles de averiguar. -La cosa está averiguada, y la voz y fama pública lo cantan y lo rezan. Además que se les hacen otros cargos, que al golpe se conoce que no son calumniosos, antes muy fundados, y el principal de ellos es que aspiran al dominio universal. La orden ha ensanchado de tal manera su poderío, que por cualquiera parte que vayáis, sea en Europa o en Asia, encontraréis siempre las principales ciudades en su poder, por cuya razón todos los reyes de Europa están recelosos de los Templarios, que han sabido adquirir tanta prepotencia y riquezas tantas, que es cosa de hechicería. ¿Habrán adivinado ellos lo que muchos sabios dicen que es posible hacer? -¿El qué? -El modo de hacer oro. -¡Qué disparate! -Vamos, vamos, que de menos nos hizo Dios.

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Largo rato estuvo Mendo consejando con el caballero de la Muerte acerca de las hablillas que sobre la orden del Templo corrían. Al fin se separaron, y Mendo prometió volver al convento a visitar a su nuevo conocido, siempre y cuando sus ocupaciones se lo permitiesen. Mostrose el caballero muy afectuoso para Mendo, agradeciéndole su adhesión. Además le ofreció amistad y le encargó que lo tuviese al corriente de cuantas noticias pudiese adquirir, con lo cual el caballero de la Muerte echó los cimientos de su principal intriga, que consistía en picar la codicia de Mendo y prepararle poco a poco a que al fin por dinero vendiese a su señor, revelando todos los secretos que pudiera sorprenderle. Apenas partió Mendo, el caballero de la Muerte dirigiose al aposento de Juan Osorio, que ya aguardaba impaciente. Repitió el caballero palabra por palabra a Osorio todo cuanto había hablado con Mendo, manifestándole asimismo la extrañeza que le había causado ver al criado de Castiglione con disposiciones hostiles hacia los Templarios. Sonriose Juan Osorio. -¿Qué pensáis de todo esto? -preguntó el caballero de la Muerte. -Pienso, -repuso Osorio-, que hemos encontrado ya la clave de la conducta de Castiglione. -¿Cómo así? -Escuchadme bien. Hasta ahora hemos sido enemigos de los Templarios, sola y exclusivamente porque Castiglione pertenecía a la orden del Templo; pero desde hoy nosotros debemos ser fieles amigos de los Templarios, que ciertamente no merecen ser aborrecidos en corporación; pues en una orden tan numerosa, naturalmente debe haber de todo, bueno y malo. En prueba de esta verdad, yo pudiera deciros que un Templario, Castiglione, me ha hecho muchísimo mal, ha llenado para siempre mi vida de amargura, y no hay una sola desgracia en este valle de miserias que no me haya venido de su mano. En cambio, otro Templario, el noble don Martín Núñez, que de Dios goce, me hizo inmensos beneficios, sin conocerme y sin saberlo, sin más impulso que el de su generoso corazón. Todo el consuelo que pueda recibir mi alma hasta la muerte, se lo debo al comendador Núñez. Él salvó por caridad, solamente por caridad, a un desgraciado niño, que encontró cerca de la Encomienda de Alconetar dentro de un cesto y pendiente de un árbol. ¡Aquel niño era mi hijo!... -¿Jimeno? -El mismo. Ya veis que en una misma casa se encontraban el genio del mal y el genio del bien. -Sin duda; no es posible creer que todos los Templarios sean indignos de la gloria que adquirieron sus antecesores. -Ellos han prestado grandes servicios a la causa de Dios y de los hombres en esta tierra santa. Los caballeros Templarios han sido la prolongación magnífica del eco resonante de los guerreros cruzados. Ellos han servido de valladar insuperable a las bárbaras legiones del

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islamismo, que apoderadas del Santo Sepulcro, amenazaban tragarse el culto cristiano en Europa. Los Templarios son y han sido la muralla viviente y broncínea de la cristiandad, la muralla contra la cual se han estrellado las irrupciones de la barbarie. Bajo el escudo de los guerreros del Templo de Salomón, ha podido crecer, desarrollarse y fructificar en estas apartadas regiones la mística palma del cristianismo, que con su sombra convida al peregrino en el desierto de la vida. ¡Ya lo veis! La ciudad de Jaffa está poblada en su mayor parte de cristianos. Este convento, el hospital de peregrinos, la ciudad que duerme tranquila entre el desierto y el mar, ¿a quién sino a los Templarios debe su seguridad y defensa? -Veo que tenéis una manera de juzgar a los Templarios, que, no obstante ser muy diversa del común de las gentes, es muy profunda y acertada. Pero se me ocurre una observación... -Decid. -Si hemos de mirar como amigos a los Templarios, no entiendo cómo hemos de hacer la guerra a Castiglione. -Precisamente; poniéndonos en favor del Templo contrariamos a Castiglione y a su compañero.

-¿Cómo así?

-Vos mismo me habéis dicho que extrañáis la enemistad de Mendo hacia el Templo, y cabalmente en esta circunstancia he leído yo todas las intenciones del calabrés. -¿Y qué intenciones son esas? -Conozco tan a fondo a Castiglione, que soy capaz de razonar su conducta mejor aún que él mismo. Ya recordaréis que Castiglione ha pretendido dos veces ser maestre provincial de la orden en Castilla. En ambas ocasiones han sido vanos sus intentos, por lo cual el rencoroso calabrés, lleno de despecho, trata ahora de hacer la guerra a sus mismos correligionarios. Estoy seguro de que su misión en este viaje no es otra que la de hacer daño al Templo, para lo cual se habrá puesto de acuerdo con los enemigos de la orden, que envidian su esplendor, su poder y sus riquezas. -Me parece que son muy aventuradas vuestras suposiciones... -No supongo nada; lo que os digo es la verdad. -¿Y en qué fundáis vuestro juicio?

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-En mil razones que cada una por sí sola me bastaría para convencerme de lo que os he dicho. A más del resentimiento inextinguible que Castiglione abriga contra los Templarios, porque no han querido hacerlo maestre, tengo otra razón muy poderosa, y que precisamente he sabido hace poco por vuestra boca. ¿No os ha dicho Mendo que Castiglione se llama don Diego de Mendoza? -Así me lo ha dicho. -Pues bien, ¿qué más queréis para convenceros de que Castiglione conspira contra los Templarios? Si así no fuera, no procuraría encubrir su nombre. -Puede ser que tengáis razón; mas en ese caso, ¿cómo ha ido a albergarse en la Casa del Templo? Esta reflexión pareció impresionar bastante a Juan Osorio, el cual, después de algunos momentos, dijo: -Necesito que averigüéis el concepto bajo el cual Castiglione se ha introducido en la Casa del Templo, si como caballero Templario, o bajo algún otro pretexto. -Pues bien, lo preguntaré mañana. -Es también indispensable saber en dónde se ha alojado la supuesta doña Leonor de Mendoza, y en ese caso podremos formar un juicio exacto de la situación. Quedaron conformes ambos caballeros en la necesidad de hacer esta averiguación, y en seguida pensó cada cual en irse a su aposento para entregarse al descanso. A la vez que en el convento latino tenía lugar la conversación antecedente, en la Casa de los Templarios se había entablado otro diálogo entre Castiglione y Mendo. -¿Fuiste a visitar a tu nuevo amigo? -Sí, señor, y he hablado con él largo rato. -¿Y qué has sacado en limpio? -Hasta ahora nada, señor. -¿No habéis hablado con intimidad? -He hecho todo cuanto he sabido por inspirarle confianza, y en mi concepto, creo haberlo conseguido; pero aun así y todo, nada he averiguado que merezca la pena de molestarse espiando a ese caballero. Permitidme, señor, que os diga que dais mucha importancia a vuestras sospechas, y que yo las creo infundadas. -¡Hum! ¡Hum! -refunfuñó el calabrés-. Podrá ser que tengas razón; pero yo no sé por que se me ha metido en la cabeza que ese caballero viene espiando todos mis pasos... En

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fin, no lo dejes de la mano, visítalo a menudo, sondéalo bien, y cuenta con mi generosidad, siempre que me sirvas astuta y lealmente en este negocio, que es más delicado de lo que tú te imaginas. Y esto diciendo, Castiglione dio a Mendo algunas monedas de oro, como indicándole que aquella gratificación no era más que el preludio de una recompensa mucho más considerable, siempre que en este encargo desplegase toda su actividad y destreza. -Pero ¿quién piensas que es ese caballero? -preguntó Sechín de Flexián después que Mendo hubo salido. -Al principio creí que fuese un espía de los Templarios; pero ahora imagino que es un emisario del rey de Francia. -¿Y qué interés tiene el rey Felipe en espiarnos? Acaso desconfíe de la sinceridad de nuestras palabras y de nuestro odio hacia el Templo. Esto lo pronunció Castiglione en voz tan baja, que tuvo necesidad de repetirlo para que Sechín de Flexián lo entendiese bien. -En verdad que tienes razón, porque Nogaret es muy suspicaz. -Y en verdad que la orden podía darle un golpe al rey... -Ya lo creo, si fuésemos como antes... -Es decir, Templarios... -De buena fe. Durante algunos minutos, ambos caballeros guardaron silencio. Luego Sechín de Flexián preguntó. -¿Y qué te ha parecido el comendador? Castiglione hizo un gesto que quería decir: -Un pobre hombre. -Dicen que es valiente, -añadió Sechín. -Podrá ser. ¿Qué trabajo cuesta el ser valiente? -Don Hernando Sotomayor tiene fama de ser uno de los comendadores más ilustres de la orden del Templo.

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-Me ha parecido estúpidamente orgulloso, como lo son todos los españoles. Por lo demás, creo que es un buen hombre, sencillo y cándido hasta la simpleza. Estoy seguro de que se le engaña impunemente diez veces al día. -Pues me parece que te equivocas en cuanto al juicio que has formado del comendador. -Allá veremos. Aquí llegaban nuestros interlocutores, cuando súbito oyeron grande ruido de voces y de caballos, cuyas herraduras restallaban en los patios de la Encomienda. Llamaron en esto a la puerta de la estancia en que se hallaban Sechín de Flexián y Castiglione. Presentose un aspirante diciendo: -El comendador desea hablaros al punto. Dichas estas palabras, desapareció el aspirante, dejando a los dos caballeros sumergidos en un mar de confusiones. -¿Que será esto? -preguntó Sechín de Flexián. -¿Habrán sabido algo? -¡Tal vez nos hayan escuchado! -Habría sido inútil. ¿Crees que pueda oírse nada en el tono que hemos hablado? -En efecto, por este camino están a oscuras. -Puede que por otro conducto... -¿Y cuál? Sería necesario que monsieur Nogaret nos hubiese hecho traición, porque él es el único que sabe nuestro negocio... -Eso no es probable... -Claro está; a él mismo no la convendría obrar tan disparatadamente. -Esto debe ser otra cosa. -¿Para qué será? -¡Qué ruido! -Vamos allá, y sea lo que fuere. Encamináronse al aposento del comendador, el cual les salió al encuentro, acompañado de gran número de caballeros. Don Hernando Sotomayor, perteneciente a una de las más

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distinguidas familias de España, era hombre ya de cincuenta años, pero ágil y vigoroso como un joven. Era alta su estatura, de miembros fornidos, de andar majestuoso y de aspecto venerable. Es verdad que, como había dicho Castiglione, había algo de orgulloso y altivo en el rostro del comendador. Esta noble altivez del guerrero en nada perjudicaba a los bondadosos impulsos de su corazón; amaba a sus soldados, y cuidaba de que nada les faltase con una solicitud verdaderamente paternal. Más de una vez se le había visto en el campo de batalla ceder su caballo a algún caballero herido que había perdido su corcel en el fragor de la pelea. También es cierto que don Hernando era sencillo de corazón, y rara vez se inclinaba a pensar mal de nada ni de nadie. A esta elevación de carácter, noble cualidad de un caballero, llamaba el villano calabrés simpleza, que es decir, sandez o tontería. ¡Cuánto se equivocaba Castiglione! Sotomayor reunía a su modo recto de pensar y obrar suma perspicacia; pero jamás manifestaba sospechas ni recelos, que le ofendían a él tanto como al que se los inspiraba. Así, pues, era una naturaleza muy avara de manifestaciones malévolas, pues temía humillarse sobremanera, si por acaso sus malos pensamientos hacia alguna persona se veían luego desmentidos por la experiencia. Esto, sin embargo, no impedía el que Sotomayor fuese un hombre sagaz y astuto lo bastante para no dejarse engañar fácilmente, y no tan en sumo grado, que tuviese una idea mezquina de la humanidad. El comendador había mandado reunir a los más idóneos de los caballeros, a fin de deliberar sobre el importante suceso que acababa de saber. Sin embargo, cuando vio a Castiglione y a Sechín de Flexián, volviose solo con ellos a su estancia, mandando a sus caballeros que le aguardasen en la sala del Capítulo. Castiglione hablaba perfectamente el español, y era imposible que nadie reconociese su origen italiano. Así, pues, Castiglione se había presentado al comendador como caballero Templario de Castilla, y llevaba cartas de recomendación, en que se exageraban sus méritos, tanto para el gran maestre, como para el comendador de Jaffa, don Hernando Sotomayor. Excusado parece decir que estas cartas eran fingidas, así como también era falso el nombre de don Diego de Mendoza. Castiglione había imitado perfectamente las armas y sellos de la orden y la letra del maestre provincial de Castilla don Rodrigo Ibáñez. Lo propio había hecho Sechín de Flexián con el prior o maestre de Tolosa, monsieur de Villeneuve. Sechín se había presentado con el supuesto nombre de monsieur de Legneville. Ambos intrigantes llevaban la misión de aniquilar por todos los medios imaginables el poder de los Templarios en Oriente. Ya sabemos que el rey de Francia tenía particular empeño en atraer a sus dominios al gran maestre de la orden, Santiago Molay, y éste cabalmente era el encargo principal que el rey Felipe y Nogaret habían dado a los dos aviesos personajes en la abadía de San Ponce. Difícilmente habrían podido encontrar Felipe el Hermoso y su consejero personas más a propósito que Sechín de Flexián y Castiglione para llevar a cabo sus tenebrosas cábalas. Unidos por una horrible simpatía, el supuesto monsieur de Legneville y el falsario don Diego de Mendoza hallaban dentro de sí mismos una fecundidad asoladora de recursos y expedientes para obrar el mal. Eran aquellos hombres dos genios maléficos que desplegaban sus negras alas en la tempestuosa y lóbrega

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atmósfera de la intriga subterránea, del crimen sanguinario y de la cobarde y pérfida calumnia. Cuando se hallaron solos en presencia del comendador, éste les dijo: -Ya sabéis que en la sala del Capítulo me están aguardando todos mis caballeros, y esta circunstancia os habrá hecho comprender que se trata de un asunto de grande importancia para la orden. Siento que hayáis venido a Jaffa en momentos harto críticos. Precisamente acabo de recibir una noticia funesta. Casi todos los años acampan en las cercanías de esta ciudad las innumerables tribus que del desierto pasan a la tierra de Galilea, y nunca se ha verificado todavía que en su tránsito no intenten apoderarse de Jaffa. Todos los años hemos podido resistir sus asaltos, gracias al valor incomparable de nuestros caballeros... -Y en esta ocasión sucederá lo mismo, el triunfo será nuestro, -interrumpió el terrible tuerto, que a duras penas podía disimular el júbilo inmenso que semejante noticia le había causado. -Mucho me temo que este año no nos suceda alguna desgracia, -dijo el comendador con acento melancólico-. A vosotros, que ocupáis un lugar tan distinguido en nuestra orden, no he querido ocultaros mis temores, pues ya veréis que en el Capítulo uso de otro lenguaje; que no conviene al jefe de guerreros esclarecidos manifestarse vacilante ni temeroso. -¿Y en qué fundáis vuestros recelos, mayores hoy que otras veces? -En que la peste ha acabado con la tercera parte de mis caballeros; muchos aún están débiles por sus dolencias pasadas, y todos abatidos por el horroroso estrago de que han sido testigos en esta ciudad infortunada. A mayor abundamiento, acabo de saber que mañana mismo estará sobre Jaffa innumerable muchedumbre de árabes, y es lo peor que según me dicen, viene mandando esas fuerzas el más famoso de todos los jefes de las tribus del desierto. Llámase este jefe Khalil-Ben-Kelaun, el cual, por parte de padre, es de raza árabe y baharita de los soldanes de Egipto; pero su madre es turca. El joven Khalil parece que ha recibido a manos llenas todos los dones de las dos razas de que desciende. Al valor indomable del scytha, reúne la generosa altivez y la brillante y fecunda imaginación del árabe. Los turcos le respetan, y los árabes le aman y le obedecen. Este es el hombre que mañana estará con los suyos a vista de Jaffa. -En efecto, la cosa es más grave de lo que yo pensaba, -dijo Sechín de Flexián. -¿Y qué pensáis hacer? -preguntó Castiglione. -No me queda más recurso sino es defender la ciudad hasta el último trance. -¿No decís que son muy escasas vuestras fuerzas? -Sin embargo, moriremos todos antes que huir o entregarnos a los infieles. -¿Y no pudierais reunir más fuerza? -Enviare a Jerusalén a pedir algún refuerzo al gran maestre.

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-En ese caso, no tenéis que perder ni un instante. -Precisamente para hablar de este asunto os he llamado. -Estamos a vuestra disposición. -Nuestro mayor placer sería que pudiésemos contribuir en algo a la gloriosa defensa que proyectáis. -Se os proporciona una ocasión oportunísima de prestar un gran servicio a la orden. -La aceptamos. -Decid. -Nadie mejor que vosotros pudiera llevar al gran maestre la noticia del conflicto en que nos encontramos. -¿Y cuándo es necesario partir? -Dentro de pocas horas. Sechín de Flexián y Castiglione cambiaron una mirada de inteligencia, como para consultarse la conducta que en aquel caso debían seguir. Castiglione pareció reflexionar profundamente durante algunos minutos; pero al fin el semblante del supuesto don Diego de Mendoza tomó una expresión de júbilo infernal. Sin duda se le había ocurrido al italiano una idea luminosa y conveniente para llevar a cabo sus tenebrosos proyectos. -Estamos dispuestos, comendador, a partir sin pérdida de tiempo, -dijo Castiglione. Don Hernando Sotomayor dio sus instrucciones a los dos caballeros, que pocas horas después salieron de Jaffa para llevar a Jerusalén la nueva de la próxima llegada del temible Khalil-Ben-Kelaun. Mendo había recibido el encargo de permanecer al cuidado de Elvira, la cual se había alojado en el hospital de peregrinos. Castiglione le prometió volver dentro de muy breve tiempo. En cuanto a Juan Osorio y al caballero de la Muerte, debemos decir que, a pesar de sus disfraces y astucias, no habían podido evitar que el astuto Castiglione dejase de entrar en sospechas. El caballero de la Muerte intentaba engañar a Mendo, y éste pretendía averiguar las intenciones de los misteriosos caballeros. Cada cual pensaba engañar a su contrario, y se imaginaba que lo conseguía. La guerra era de astucia contra astucia.

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Capítulo LII Funesta fascinación La blanca luna destella su luz suave sobre los edificios de Roma. Era la media noche; las calles estaban desiertas. Un gallardo joven, rebozado en una especie de esclavina, caminaba a tales horas por la dormida ciudad. El mancebo iba muy embebido en la contemplación de los edificios, a juzgar por las interrupciones que a cada instante hacía en su marcha; o tal vez algún pensamiento fijo le impulsaba a vagar por las calles en el silencio de la noche y al pálido fulgor de las estrellas. No se representaba ahora Álvaro del Olmo en su imaginación los numerosos y antiguos monumentos que ya habían desaparecido quedando sólo su fama, ni tampoco los que a la sazón existían y que podían ver sus propios ojos. Álvaro no pensaba en el Foro, ni en los templos de la Paz, de Júpiter y de la Fortuna; ni tampoco en las basílicas de Santa María y de San Pedro, ni en las Catacumbas. Ni la ciudad de Júpiter, ni la ciudad del Príncipe de los Apóstoles llamaba la atención del conturbado mancebo, que pisaba el sagrado recinto de Roma con la misma indiferencia que el pastor pisa en el invierno las amarillentas hojas del bosque. Sólo un pensamiento llenaba ahora el alma de Álvaro. El amor que profesaba a Cattinara le arrastraba invenciblemente hacia la calle de Bancuo, en que habitaba la hermosa. Después que el joven hubo leído el aciago manuscrito que le entregó Cattinara, experimentó vehementísimos deseos de ir al punto a su casa, para que la hermosa agraviada le manifestase en dónde vivía el aborrecido Guarnacci, pero se detuvo por consideración a sus amigos, a quienes se avergonzaba de confesar su amorosa flaqueza. Sin embargo, después que ya los tres jóvenes se habían recogido, Álvaro sentíase tan acosado por el recuerdo de la hermosa que había herido su corazón de amores, que no pudo resistir a la tentación, o mejor dicho, a la necesidad de respirar el aire libre y pasear la calle de su dama. Contemplaba el joven las paredes de la casa, y quería traspasarlas con sus ojos, imaginándose la felicidad suprema que gozaría si en la horas calladas de la noche él se encontrase departiendo amorosamente con la bella Cattinara. Súbito llegó a su oído el eco melodioso de una orquesta y la bulliciosa algazara de un baile. Álvaro del Olmo reparó en que la puerta del palacio de Cattinara estaba entornada solamente. Aproximose, y vio en el portal y en los patios multitud de pajes, rodrigones y literas. El enamorado joven comprendió que aquella noche, mientras que él se entregaba a sus melancólicas y amorosas meditaciones, la hermosa dama daba un festín a sus amigos y conocidos. Informose el mancebo de los requisitos que se necesitaban para penetrar en las salas del festín, y supo que era necesario presentar la invitación al convite. -¿Y no me permitiréis pasar? -preguntó Álvaro a uno de los porteros. -Por mi parte, no hay inconveniente; pero arriba lo encontraréis. Sin más, el joven subió la suntuosa escalera, y llegó a una puerta, donde fue detenido por algunos camareros.

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-¿Adónde vais? -le preguntaron. -Deseo hablar a la señora Cattinara. -¿Estáis convidado al banquete? -No en verdad; pero estoy seguro de que vuestra señora no tomará a mal el que me dejéis penetrar hasta donde ella se encuentre. -Perdonad, caballero; pero no nos es posible separarnos ni un ápice de las órdenes que se nos han comunicado. Insistiendo Álvaro, consiguió que uno de los camareros avisase al mayordomo, el cual, reconociendo en Álvaro a uno de los jóvenes que, acompañados de Jeroboam, habían visitado a su señora, consintió en ir a avisarle. Pocos momentos después volvió el mayordomo con el permiso de Cattinara para que Álvaro entrase a verla. Álvaro fue conducido por varias habitaciones y galerías espléndidamente iluminadas. Por todas partes resonaba el jubiloso estruendo de la música, y por doquiera veíanse hermosas damas y gallardos caballeros resplandecientes de joyas y galas. El mayordomo condujo al mancebo a un gabinete, en donde le dijo que aguardase. No se hizo esperar la encantadora Cattinara sino lo bastante para hacer que su presencia fuese ardientemente deseada por el mancebo. Como un ciego de nacimiento que de repente recobrase la vista fijándola en el espléndido disco del sol, así, y aun más gratamente admirado y sorprendido, quedose Álvaro al contemplar a la bellísima joven, como siempre seductora, y más que nunca con exquisito gusto ataviada. Por espacio de algunos minutos, Álvaro estuvo imposibilitado de articular una sola palabra. Al fin serenose algún tanto, y dijo: -Dispensad, hermosa señora mía, el que me haya atrevido a interrumpir vuestros solaces. Tal vez mi venida os haya parecido inoportuna; pero me hubiera sido imposible entregarme al descanso sin pasear antes vuestra calle. Y el joven le refirió cómo pensando en ella había abandonado su alojamiento, llegado al palacio, y por último, de que manera había sido introducido hasta allí, ignorando de todo punto que aquella noche tuviese lugar semejante fiesta. -No extrañéis, caballero, que no os haya convidado, supuesto que, cuando aquí estuvisteis, nos ocupamos de cosas muy ajenas de saraos, y muy propias para despertar en mi corazón dolorosísimos recuerdos... -Esos recuerdos, señora mía, debéis hundirlos para siempre en el olvido. -¿Y es posible que tal me digáis, vos que ya sabréis a fondo mi afrenta? -Confieso que es imposible encontrar quien sea tan infame como monseñor Guarnacci; pero os suplico, bella señora, que ya no debéis pensar en semejantes recuerdos.

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La hermosa Cattinara comprendió perfectamente el sentido de las palabras de Álvaro, y ella entonces, con infernal artificio, dirigió al amartelado galán una sonrisa de miel y una mirada de fuego. -¡Oh! -exclamó la hermosa-. ¿Me vengaréis, gallardo caballero? -¡Si os vengaré! ¿Y me lo preguntáis? Señora, lo he jurado, y vos debéis saber la fuerza que tiene un juramento, sobre todo para un caballero español. ¡Y os lo repito ahora! ¡Por el alma de mis padres, por la salvación de mi alma, por la otra vida, por el cielo y la tierra, os juro que vos, hermosa señora, seréis vengada! Cattinara escuchó estas palabras terribles tan conmovida de júbilo, que ni aun podía hablar siquiera. Para mostrar su agradecimiento al joven, le tendió su mano, que el galán besó con frenética avaricia. Luego Álvaro continuó: -A más del deseo de veros, me ha traído a vuestra presencia la necesidad que tengo de que me digáis en dónde habita el villano monseñor Guarnacci. Es indispensable, hermosa señora mía, que esta misma noche sepa yo en dónde podré encontrar a vuestro injusto y ruin ofensor. -¡Ah, caballero! ¿Con qué pagaré vuestra noble y generosa adhesión? -¡Oh! ¡Si me amaseis! -¿Y podéis dudarlo? ¿No os he dado bastantes testimonios de mi afecto? Desde el punto en que os vi, una voz secreta, una simpatía irresistible me impulsó, a pesar mío, a manifestarme con vos franca, apasionada, y ¿quién sabe? acaso me habéis motejado de liviana, porque casi sin conoceros me he entregado a vos sin reserva, manifestándoos lo que a nadie me he atrevido a revelar todavía. -¡Cuán feliz soy, bella Cattinara, por haber merecido vuestra confianza, vuestro amor, que es para mí la ventura celestial! La pérfida Cattinara dejó al mancebo entrever el más delicioso premio por el servicio que el español había prometido prestarle. -¿Y pensáis permanecer mucho tiempo en Roma? -preguntó la dama. -Eso dependerá de vos, hermosa señora; pero en tanto que os dignéis mirarme con ternura, yo permaneceré aguardando vuestras órdenes. Vuestros bellos ojos serán para mí las estrellas en que deba leer mi destino. -A fe que, sois galante, caballero, y en verdad que me place mucho veros tan apasionado. Creedme, soy muy dichosa considerando que un corazón como el vuestro me consagra su culto.

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-¡Os adoro con toda mi alma! Sonriose la hermosa con un aire de satisfacción que las mujeres comprenderán muy bien. Entretanto la música llegaba a intervalos hasta el aposento en que se encontraba la amorosa pareja, despertando en ella los placenteros sentimientos que conmueven el corazón siempre a la idea de una fiesta. -¿No queréis venir al sarao? -En donde vos estéis, señora, está para mí el paraíso. -Pues venid. -Antes quisiera tuvieseis la bondad de responderme a lo que os he preguntado. -¿Y qué deseáis saber? -El paradero de monseñor Guarnacci. -Pues bien, caballero, voy a satisfacer vuestro deseo. Guarnacci habita, en la actualidad en una casa de campo que posee en las inmediaciones de Cívoli, junto al Tíber. -¿Y está muy lejos ese sitio? -A muy pocas millas de Roma. -En ese caso, mañana en la noche sabréis el resultado. No puede ser otro que mi muerte o la de Guarnacci. La dama fingió que palidecía y temblaba a la sola idea de ver en peligro a su amado caballero. -Os advierto, -dijo al fin Cattinara-, os vuelvo a repetir que Guarnacci es el hombre más astuto e insinuante que conozco. Me temo mucho que os seduzca con su exterior bondadoso y con sus palabritas de miel. -Todos sus artificios se estrellarán en mi furor, como las saetas se despuntan en la acerada coraza del impávido guerrero. -¡Ojalá que así sucediese! -Descuidad, señora. Mis resoluciones son siempre enérgicas, y rara vez dejan de cumplirse; y cuando esto suceda es por causas completamente ajenas a mi voluntad. Cattinara se sonrió gozosa.

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-¿Queréis saber algo más? -No, por ahora. -Si os place, pudiera daros un guía para que os condujese a Cívoli. -No, yo puedo y quiero ir solo... En fin, sobre eso yo meditaré lo que crea más oportuno. -Como gustéis. -En seguida Cattinara condujo al mancebo a la sala del baile. Al principio Álvaro del Olmo no estaba dispuesto a tomar parte en aquella alegría universal. Veía cruzar ante sus ojos atónitos mil y mil beldades que, extendiendo los torneados brazos y sonriéndole con sus labios de rosa, parecían convidarle a que con ellas se arrojara al rápido y voluptuoso torbellino de la danza. Álvaro del Olmo había vivido siempre con el mayor recogimiento, bajo la inspección severa del buen Gil Antúnez, cuya muerte aún era ignorada por los tres amigos. Olmo sólo había gozado de ciertas libertades juveniles cuando se encontraba en Nápoles; pero en aquella ocasión, sus emociones, por enérgicas que fuesen, pertenecían a la turbia y nebulosa atmósfera de los sentidos, y no a esa esfera de melancólico y suave resplandor que agita gratamente el alma, como en las noches de verano se agitan los trémulos rayos de la luna sobre las aguas argentadas del sereno río. Es verdad que Álvaro había tenido la primera revelación del sentimiento con ocasión de Elvira, que a la vez había herido de amores a los dos amigos de infancia; pero también es cierto que el desengaño sufrido por don Guillén había afectado de rechazo a Olmo, si bien nunca con la misma intensidad, como que él no había recibido de Elvira una promesa solemne de ser amado. Así es que el joven no había penetrado abiertamente todavía en la esfera del sentimiento, hasta tanto que no encontró en su camino a la encantadora mujer que para siempre había de decidir de su suerte. Una mujer es en la vida como un líquido de una virtud colorante extraordinaria, que basta una sola gota para teñir el agua de un anchuroso estanque. Si el líquido es perfumado y de color de rosa, ¡bien hayan las aguas cristalinas que recibieron aromas deliciosos y matices brillantes! Pero ¡ay! si el líquido es negro y hediondo, el estanque para siempre quedará emponzoñado y negruzco y fétido. Como todas las naturalezas cándidas y que nunca han prodigado los recónditos tesoros de su ternura, Álvaro se hallaba tan conmovido, que tuvo necesidad de sentarse para no desplomarse en tierra. Bastábale sólo mirar a Cattinara, o contemplar sus cabellos, o aspirar el aroma de unas flores que ella misma le había dado, o escuchar el crujir de su vestido, para que Álvaro se conmoviese profundamente. Su corazón palpitaba con extraordinaria violencia, queriendo romper las venas de su ardiente pecho, y un temblor nervioso agitaba todo su cuerpo, y un ardor febril coloreaba su rostro. Le parecía que nunca hasta entonces su alma había percibido el dulce e inefable encanto de la música. Su alma se abría gozosa y sedienta a todos esos placeres envueltos en el aéreo

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y luminoso velo del primer amor como las auras matinales. ¡Tan profundas e indelebles son las primeras impresiones de un corazón virgen! Poco a poco Álvaro fue serenándose y experimentando el deseo vivísimo de gozar también de la embriaguez jubilosa de la danza y de la música. La misma Cattinara, que, como mujer de mundo, conocía hasta dónde llegaba la extensión de su imperio en aquel corazón apasionado, propuso al joven que danzase con ella. Figúrese el lector lo que experimentaría Álvaro cuando sintió estrecharse su mano con la mano de la mujer a quien adoraba, respirando los dos el mismo aliento, y agitando todos sus miembros al compás de una sonata melodiosa y rápida. El joven se inclinaba sobre la hermosa, y creía que vagaba en una nube de felicidad a merced de céfiros perfumados y en brazos de la más bella de las sílfidas, y creyendo descubrir desde las alturas etéreas nuevas y distantes y luminosas regiones, adonde les sería fácil llegar en las alas del amor. De repente el mancebo exhaló un grito desgarrador y palideció espantosamente. Interrumpiose la danza, y algunos acudieron a sostener al joven, que tendía en torno suyo miradas vagarosas y terribles. Hubiérase dicho que la desacordada demencia se había apoderado de su alma, según eran furiosos e intempestivos sus ademanes e incoherentes sus palabras. Cattinara llorando, o fingiendo que lloraba, se aproximó al mancebo, e intentó prodigarle algunos cuidados; pero él la rechazó con un brusco movimiento, como si se le hubiese acercado una serpiente. ¿Qué había sucedido en el espíritu del apuesto y enamorado galán? ¿Quién había de pensar algunos momentos antes que pudiera efectuarse una transición tan rápida y violenta? ¡Ah! Por encima de las dulces melodías de la orquesta, de las voluptuosas imágenes de la danza, y entre los rizos bellamente desordenados de aquella mujer a la cual adoraba con tan ciega idolatría, el virtuoso Álvaro había visto asomar la cabeza de un venerable sacerdote, con los cabellos blancos, con el rostro lívido, con el pecho atravesado de una feroz puñalada y con las manos juntas implorándole perdón. Aquella imagen de crimen y de remordimiento había ahuyentado todas las doradas y voluptuosas visiones que pocos momentos antes revolaban en fúlgidos tropeles en torno de la frente serena del mancebo. ¡Oh! Aquel era el primer gemido de un alma inocente que se veía impulsada por la ruda mano de las pasiones a atravesar el lóbrego dintel del crimen. Aquel era un remordimiento de una especie diversa, pues roía el corazón del joven antes que hubiese cometido su atentado. Álvaro era de vigoroso temple, así en el alma como en el cuerpo, y consiguió al cabo de algunos minutos reponerse completamente de la impresión producida por aquella idea que lo había asaltado en medio del júbilo de una fiesta, como el carnívoro halcón que clava sus garras crueles sobre el ruiseñor enamorado en el momento mismo en que exhala sus trinos más melodiosos. Levantose, y pasándose la mano por su frente, como para arrancarse aquel recuerdo, dijo con voz serena: -Perdonad, amables señoras... -¿Qué ha sido eso? -preguntó Cattinara, fingiendo grande interés y casi llorando.

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-¡Ay, señora! -exclamó el joven, consiguiendo disimular su turbación-. ¿Quién había de creer que en medio de tanta alegría habían de asaltarme tan crueles dolores? -¿Y cómo os encontráis? -Muy bien, señora. Sentí un gran desvanecimiento en la cabeza y vehementes panzadas en el corazón... Yo creí que iba a desmayarme; pero afortunadamente mi turbación pasó pronto. Álvaro verdaderamente había sufrido mucho con las imágenes espantosas que se habían presentado a su imaginación, pero lo terrible de su sufrimiento consistía más en la parte moral que en la física. En resolución, Olmo continuó en el baile hasta que se terminó ya cerca del día. Luego se dirigió a su posada, y ordenó a su criado que ensillase dos caballos, y se aprestase a seguirle. Al partir, llamó a Jeroboam, y le dijo que un negocio muy urgente le obligaba a hacer un pequeño viaje; pero que al día siguiente estaría de vuelta. Todo lo cual dijo al judío que se lo manifestase así a sus compañeros. En seguida partieron. El escudero no sabía qué pensar del aire meditabundo, triste y abatido que se notaba en el semblante de Álvaro, quien de ordinario estaba alegre y apacible. A la tarde llegaron al pueblo de Cívolo, donde se informaron de la casa en que habitaba monseñor Guarnacci. Fácilmente les dieron razón, pues el sacerdote era muy conocido en el pequeño pueblo, a causa de su beneficencia y buena reputación. En todos estos informes Álvaro no vio otra cosa que la astucia de Guarnacci, que sabía maravillosamente ocultar sus crímenes horrendos y captarse la veneración de aquellas sencillas gentes. Por último, Álvaro descubrió la casa en que habitaba el sacerdote, y se detuvo largo rato. Al fin salió de su profunda meditación, y descendiendo de su caballo, dijo a su escudero: -Aguárdame emboscado en las orillas del Tíber, y cuidado que no te duermas. -Descuidad, señor. Pero, poco más o menos, ¿no pudierais decirme a que hora terminaréis vuestro negocio? -No puedo decírtelo. -Entonces... -Entonces, aguardarás alerta, muy alerta, a que yo vaya a reunirme contigo. Para que yo no ande titubeando mucho tiempo, será bien que me salgas al encuentro cuando oigas el sonido de mi silbato. Quedáronse convenidos en la dirección en que se debían encontrar, y el escudero fue a ocultarse entre algunos árboles que había cerca del famoso río, y Álvaro se encaminó resueltamente hacia la solitaria casita de Guarnacci. Era por demás pintoresco el sitio en que aquella modesta mansión se encontraba, rodeada de frondosos olmos y de árboles frutales, y junto a las márgenes del río donde encontró Eneas el término de sus peregrinaciones. Las cercanías de la casa ofrecían un aspecto encantador. Por todas partes se veían rosales en flor que embriagaban el ambiente

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de perfumes. Álvaro caminaba por una calle terraplenada perfectamente y flanqueada de frondosos tilos. Al fin de aquella calle el joven descubrió a un hombre ya entrado en años, pero cuyo aspecto revolaba la salud y la alegría. Aquel hombre acariciaba a un enorme lebrel, que comenzó a gruñir sordamente cuando divisó al extranjero; mas el anciano apaciguó al furioso animal, que parecía dispuesto a lanzarse sobre Álvaro. Éste saludó al dueño de la quinta, pues desde luego conoció que aquel hombre era monseñor Guarnacci, tanto por las señas que de él le habían dado, cuanto por su traje rigurosamente negro. -¿En qué puedo complaceros? -preguntó Guarnacci levantándose y respondiendo atentamente el saludo que Olmo le había dirigido. -¿Sois el dueño de esta quinta? -Para serviros, caballero. -Me alegro mucho, monseñor Guarnacci, -dijo Álvaro con una sonrisa espantosa. -¿Conocéis mi nombre? -dijo el sacerdote con bondadosa sonrisa. -Perfectamente, monseñor; vuestro nombre es muy conocido. -En efecto; por estas cercanías me conocen mucho y me quieren bastante. -Quisiera hablaros de un asunto de grande importancia. -Cuando queráis podéis comenzar. -Desearía que estuviésemos completamente solos. -Justamente aquí nadie nos oye. -Si os place, podemos dar un paseo por estos sitios tan deliciosos. En verdad que habitáis en una mansión encantadora. -Ciertamente lo creo así. En esta quinta, lejos del bullicio de las ciudades, encuentro yo toda mi alegría, una calma deliciosa y un consuelo inexplicable. Aquí admiro la mano de la Providencia, que ha dado a cada árbol, a cada planta, a cada flor su aroma, sus virtudes, sus frutos para regalo del hombre. -¡Hipócrita! -murmuró Álvaro, que comenzó a pasear. -¡Cuán deliciosa vida la que se pasa en el campo! -añadió el sacerdote entusiasmado y siguiendo al joven!-. Ved las purpúreas rosas que recrean la vista y el olfato y engalanan el manto de la primavera; oíd cómo murmuran las brisas en el ramaje de los tilos, y mirad, mirad el sol que se oculta en Occidente entre nubes de grana... ¡Qué espectáculo tan

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soberbio!... ¡Oh magnificencia del Criador!... Pero yo me olvido de vuestro negocio... dispensadme, es mi flaco; en hablándome de las bellezas de la naturaleza, todo lo olvido... ¿No veis allá a lo lejos al famoso Tíber, que rodea estas verdes campiñas como una anchurosa banda de plata? -Sí; todo esto es muy bello y muy bueno, -repuso lacónicamente Álvaro. Siguieron ambos durante algún tiempo su paseo, sumergidos en el más profundo silencio. Olmo había tomado la precaución de dirigirse hacia donde debía aguardarle su escudero. Entretanto el sacerdote, viendo la distracción de aquel mancebo, cuya noble figura le había interesado sobremanera, comenzó a hacerle caricias a su enorme lebrel. -Parece que tenéis en mucha estima a ese animal. -¡Oh, sí! Es un amigo fiel que nunca me abandona. ¡El perro es el símbolo de la lealtad! ¿No habéis leído la historia de Tobías, cuando a este padre cariñoso le fue anunciada la vuelta de su hijo por el perro fiel? ¡Qué cuadro tan patético, tan bello y al mismo tiempo tan sencillo! Parecía que un ángel inspiraba al sacerdote para que pronunciase las palabras que más profunda y dolorosamente podían herir la imaginación del desdichado mancebo. Este, a pesar suyo, recordó la edad serena y venturosa en que su buen tío Gil Antúnez lo hacía leer la Biblia con su voz inocente, con su alma de niño. Involuntariamente se venían a la memoria del mancebo estas palabras terribles, que resonaban dentro de su alma con el fragor de una tempestad: -«¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito serás sobre la tierra. Pero luego después el demonio del homicidio murmuró en su oído estas sofísticas razones: -Ese sacerdote es un hipócrita; bajo el manto de la virtud oculta un alma perversa; él ha ultrajado a Cattinara, y quiso arrebatarle su belleza por los medios más bárbaros o inicuos. ¡Bien me lo decía ella! «Guarnacci te seducirá con su lenguaje bondadoso». Pero no, no será así; no me dejaré engañar... Yo lo he jurado; un juramento es una cosa sagrada e inviolable. ¡Jamás seré perjuro! Yo he jurado matar a este hombre infame, y... ¡morirá! ¡Cuán lamentable era el estado del triste Álvaro, hasta entonces modelo de generosidad y de virtud! La fascinación que, como una negra nube había esparcido Cattinara sobre el espíritu del joven, llegaba hasta el punto de que éste creía cumplir con un deber sagrado al cometer un asesinato, un sacrilegio además, porque se trataba de un sacerdote. -Parece que estáis muy pensativo, -dijo Guarnacci-. ¿De qué tenéis que hablarme? ¿Son acaso asuntos secretos? ¿Tal vez vuestra conciencia inquieta necesita del bálsamo de la religión para tranquilizarse? Hablad, joven, hablad con franqueza y confianza, que en mí

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encontraréis los consejos de un anciano, la ternura de un padre y la bendición de un sacerdote. Nuestro más grato ministerio es consolar a los afligidos. Fueron estas palabras pronunciadas con tal acento de dulzura y mansedumbre, que hubieran conmovido a un tigre; pero el terrible y apasionado Álvaro no veía en todo esto más que una farsa admirablemente representada. -Confiadme, hijo mío, confiadme todos vuestros pesares. La misericordia de Dios es infinita, y no rechaza a ninguno de su seno. Vuestro semblante me indica que algún dolor profundo os aqueja. Olmo padecía en aquellos momentos todas las torturas de un condenado. Su imaginación luchaba entre varias ideas y sentimientos, como un bajel combatido por vientos contrarios. La lucha era horrorosa, y el desdichado joven casi había perdido su razón, agitándose como un insensato entre las opuestas playas del bien y del mal. De repente cruzó sus manos y cayó de rodillas delante del sacerdote, exclamando: -¡Perdón! ¡Perdón! Guarnacci no dejaba de admirarse de la extraña conducta del mancebo, y mirándole con ojos compasivos, le dijo llorando de ternura: -Levantaos, hijo mío; y como vuestra contrición sea sincera, yo os prometo lo que me pedís: yo os ofrezco perdonaros, en el nombre del Cordero de Dios que borra los pecados del mundo. En aquel mismo instante, Álvaro del Olmo fijó sus ojos a lo lejos, y creyó distinguir entre las primeras sombras de la noche la blanca figura de la hermosísima Cattinara, que con sarcástica sonrisa se burlaba de él, porque se había dejado seducir por el astuto e hipócrita sacerdote. Todo esto lo veía el desdichado joven como una realidad cruel, irónica y evidente; pero aquella escena infernal era sólo un delirio funesto, una fantasmagoría fascinadora, un ensueño tentador que le fingía el genio del mal. Aquel recuerdo en aquellas circunstancias fue la sentencia de muerte para Guarnacci. Álvaro se levantó como impelido por un resorte, y diciendo con voz atropellada: -¿Conoces a Cattinara, sacerdote? -Sí, sí la conozco, -repuso Guarnacci en extremo sorprendido. -¿Y sabes tú lo que es para mí esa mujer? -¿La conocéis vos también? -Sí; pero ¿no sabes lo que ella me ha dicho? -Lo ignoro de todo punto... Cattinara es una hermosa criatura, a la cual yo siempre he profesado un afecto entrañable...

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-¡Villano! ¿Y te atreves a decir en mi presencia que la amas? Y esto diciendo, el furioso mancebo asió del cuello al sacerdote, y le descargó una furiosa puñalada en el pecho. Cayó el infeliz anciano revolcándose en su sangre, y aun ya caído, Álvaro, exaltado hasta la ferocidad, intentó clavar su puñal una y otra vez en el pecho del venerable ministro de Jesucristo. Pero al levantar el sacrílego brazo, el joven sintió que una fuerza poderosa le detenía, oyó un rugido detrás de sí, y él mismo lanzó un grito espantoso. No obstante, cuando el joven se enteró de cuál era su nuevo enemigo, revolvió furiosamente contra él, y desasiéndose, encaminose velozmente hacia el punto en que debía aguardarle su escudero, quien le salió al encuentro apenas oyó el silbato. Montaron a caballo, y partieron a escape con dirección a Roma. Capítulo LIII Donde se prueba que el manuscrito de Cattinara era un tejido horrible de falsedades Ya se habían alejado un gran trecho, cuando Álvaro no pudo contener sus agudísimos dolores, y comenzó a quejarse. El escudero estaba atónito, y no dejaba de pensar que todo cuanto veía era asaz misterioso. La noche avanzaba, el cielo estaba purísimo, el ambiente perfumado, suaves céfiros recreaban a los caminantes, y la luna se ostentaba en el cielo con todo el esplendor de su melancólica belleza. A la pálida claridad del astro de la noche, el escudero advirtió que la manga de la ropilla de su señor estaba toda desgarrada, y que del brazo derecho le salía mucha sangre. -¿Estáis herido, señor? ¡Y no me habéis dicho nada! -No es cosa de cuidado. -Permitidme que os vende la herida. -Todo ello no vale un ardite... -¿Y quién os ha herido? -No me ha herido nadie es un perro que me ha mordido, al penetrar en los linderos de una alquería. El escudero se empeñó en vendar la herida de su señor, y éste al fin consintió en ello. El escudero, que era un joven asaz avispado, hizo su composición de lugar, interpretando a su modo la expedición de Álvaro, el cual, en su concepto, había ido a la quinta de Guarnacci a conquistar alguna muchacha, o por lo menos a departir amorosamente con ella, y no viendo en la mordedura del perro sino un percance naturalísimo en amores campestres. Así es que el escudero se sonreía contemplando a su señor, mientras que éste se hallaba dolorosamente

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afectado, manifestando en su semblante las tintas sombrías del crimen y del remordimiento. Llegaron a Roma al amanecer. Cuando penetraron en la posada, aún no se habían levantado Jimeno y Gómez de Lara. Álvaro se encaminó a su aposento, y encargó a su escudero que guardase la mayor reserva acerca de su expedición. El cansancio, la fatiga y la angustia del joven reclamaban imperiosamente algunas horas de sueño; pero por la primera vez de su vida Álvaro se entregó a un sueño horriblemente turbado por las espantosas visiones del crimen. ¡Oh! El infeliz no podía figurarse que, si su sueño había sido horroroso, el despertar había de ser más terrible todavía. Ya sabemos que la encantadora Amalia Molay miraba con buenos ojos al trovador, y que, por dicha suya, vivía en la casa frontera a la que habitaban los caballeros españoles, es decir, en la casa del hermano de Jeroboam. Es inútil encarecer la sorpresa que causó a Jimeno y a don Guillén la extraña conducta de su amigo Álvaro. Apenas éste se levantó, cuando los dos amigos fueron a visitar al desdichado mancebo. Pocos momentos antes el hermano de Jeroboam había manifestado a Jimeno que al siguiente día marchaban de Roma monsieur Molay, su hija y demás caballeros franceses. Desde luego el apasionado trovador había concebido el proyecto de ausentarse también de Roma y no perder la pista a la hermosa joven que tan profunda impresión había causado en su alma. Este proyecto lo había comunicado con su amigo don Guillén, y éste lo había aprobado en todas sus partes. ¡Cuán ajeno se hallaba el trovador de que sus más vehementes deseos habían de encontrar obstáculos tan inesperados como invencibles! -¡Gracias a Dios que te podemos echar la vista encima! -exclamó alegremente Jimeno cuando entró en la habitación de Álvaro. -¿En dónde has estado, buena pieza? -preguntó Gómez de Lara. -Perdonadme, amigos míos, que no os haya hablado con toda franqueza de los negocios que traigo entre manos. -¿Y de qué se trata? -dijo el trovador. -Ahora estamos despacio, y podéis referirnos vuestras hazañas, señor aventurero, -añadió don Guillén. El giro que la conversación había tomado ponía a Olmo en el conflicto de engañar a sus amigos o de hacerles revelaciones espantosas. Lo uno era villano, lo otro vergonzoso para él; pues aunque había caído muy bajo, el desdichado joven guardaba siempre rezagos de su natural hidalguía, y érale sobremanera repugnante tratar a sus amigos con falsía ni doblez. Así, pues, para evitar una cosa y otra, Álvaro tomó la resolución irrevocable de guardar el más profundo secreto acerca de su aventura; pues si el mentir es indigno, el callar es propio de hombres prudentes. No dejaba, sin embargo, de ser esta resolución en extremo penosa para quien, como Álvaro, jamás había tenido reserva con sus amigos. -¿Qué tienes, hombre? ¡Estás mustio! -exclamó Jimeno. -Y espantosamente pálido, -añadió Gómez de Lara-. ¿Qué te ha sucedido, mi amado Álvaro?

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El joven se hallaba en la confusión más dolorosa, y durante largo rato guardó obstinado silencio. -¿Qué es eso, amigo mío? ¿Acaso no merecemos ya tu confianza? ¿En qué hemos podido ofenderte? ¡A fe mía, Álvaro, que tu conducta es bien extraña? Estas palabras, que fueron pronunciadas por don Guillén en tono de cariñosa reconvención, causaron en el ánimo de Olmo una impresión en extremo penosa. Sin embargo, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, respondió: -Confieso, mis queridos amigos, que tenéis razón para extrañar mi conducta; pero también espero que me hagáis la justicia de creer que no sin grandes motivos obro de la manera que veis. Se trata de asuntos muy serios y de secretos que no me pertenecen. ¿Seréis vosotros, mis queridos amigos, los que me obliguéis a faltar a las leyes del honor? Jamás lo he creído, y estoy seguro de que por ello no habéis de incomodaros. -¡Muy bien dicho! -exclamó entusiasmado Jimeno. -Eres, como siempre, un cumplido caballero, -añadió Gómez de Lara, tendiendo con efusión la mano a aquel amigo, que siempre le había merecido gran respeto por sus virtudes. Estos elogios traspasaban como flechas ponzoñosas el corazón de Álvaro, que se ruborizaba al verse y juzgarse débil juguete de una pasión frenética. -¿Y has concluido ya tus negocios? -preguntó Jimeno. -Sí, amigo mío. ¡Todo lo que prometí lo he cumplido! -En ese caso, -dijo Gómez de Lara-, estarás resuelto a partir mañana. Álvaro, de pálido que estaba, se puso lívido. -¡Mañana! -exclamó -Así lo hemos resuelto, y creo que no tendrás inconveniente en seguirnos. Se trata, -añadió don Guillén-, de los amores de nuestro buen Jimeno. La encantadora Amalia, según noticias, sale mañana de Roma para continuar su viaje a Tierra Santa, y no es justo contrariar las miras del trovador, que desea no perder la pista de su amada. Estos poetas tienen una fortuna admirable en tratándose de amoríos. Yo, por mi parte, de buen grado aún continuaría algún tiempo en Roma; pero una vez que Amalia se encamina, como nosotros, a Jerusalén, bueno será no perder esta ocasión que tan propicia se presenta a Jimeno. ¡Si vieras, Álvaro, cómo se señorean desde los balcones el buen trovador y la bella Amalia! Pongo en tu noticia que ahora Jimeno está insoportable. Todo el día lo pasa, o en el balcón mirando a su bella, o componiendo trovas de amores, y cantándolas al laúd para enternecer con eras a la señora de sus pensamientos.

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-En efecto, mi querido Álvaro, me encuentro ahora dichoso; jamás la vida me ha sonreído más agradablemente. Por doquiera que tiendo mis ojos, diviso bellos paisajes, campos floridos y celajes de oro y azul en los mágicos horizontes que se finge un alma enamorada. Mis versos, ahora, tienen nueva armonía, en mi pecho arde una llama divina, y toda la naturaleza, con su magnífica pompa, me parece que toma parte en la felicidad que me embriaga. ¿Querrás creer que anoche, amigo mío, después de cantar una trova, me asomé al balcón, y al contemplar la plateada luna, me pareció que brillaba con un esplendor nuevo en que hasta entonces no había reparado? Y luego, en el balcón de enfrente, vi dibujarse la hermosísima figura de mi adorada, que vestida de blanco, me sonreía de amores. -«¡Muy bien!» me dijo con su voz de ángel, felicitándome por mi trova, que había escuchado... ¡Oh! Por haber oído de su boca esta aprobación, por haber recibido de sus rosados labios tan lisonjero premio, yo elevé al cielo una ardiente plegaria, y bendije dentro de mi corazón la inspiración del poeta que el cielo me ha concedido. Yo guardaré mi laúd como una reliquia sagrada; porque mi laúd, eterno compañero de mis trovas, me ha ayudado como un fiel amigo a arrebatar de los labios de Amalia una sonrisa más pura y más bella que la luz nacarina del alba. Álvaro tenía los ojos bajos y estaba más pálido que la muerte. Acaso pensaba en su interior que mientras él cometía un asesinato, el más horrible de los sacrilegios, el trovador, a la bella claridad de la misma luna, gozaba la más suprema de las voluptades de la tierra, el placer divino de amar y ser amado en el seno de la cándida inocencia. No sin extrañeza contemplaban sus amigos la sombría reconcentración de Álvaro, si bien ya se habían fijado en la idea de que Cattinara debía de ser la causa, por más que nunca pudieran sospechar el crimen perpetrado por su amigo. -¿Conque en qué quedamos? ¿Estás resuelto a partir mañana? -¡De ninguna manera! -exclamó Álvaro con voz de trueno y como si despertase de un profundo letargo-. ¡No! no partiré de Roma... Me es imposible; una mano de bronce me sujeta en esta ciudad... ¡Oh destino de los mortales! Tus faces son más cambiantes y movibles que los reflejos de la luz sobre el cuello de una paloma... ¡Quién me lo había de decir!... Álvaro guardó silencio y comenzó a pasearse por la estancia con ademán desatentado. Jimeno y don Guillén se quedaron atónitos al ver el estado de turbación en que se encontraba el alma de su amigo. Llamábales la atención, sobre todo, el que Álvaro se negase a partir de Roma. ¿Cómo era posible que se separasen aquellos tres íntimos amigos en un viaje meditado y emprendido de concierto? ¿Qué razones no debería tener el mancebo para renunciar a seguir a sus compañeros? -Mi querido Álvaro, -dijo el noble Jimeno-, sin duda debes tener poderosísimos motivos para obrar de la manera que lo haces; yo los respeto, y ni siquiera exijo que me los manifiestes, dado que en nuestra buena amistad cupiese el exigírtelo. Nadie mejor que tú sabe hasta qué punto interesa a mi corazón el seguir a Amalia; mas, supuesto que graves razones te detienen en Roma, yo sabré prescindir de mi amor en obsequio a tu amistad... Permaneceremos aquí hasta que tú digas: «Ya podemos marchar».

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Álvaro lanzó un gemido al oír las generosas palabras del poeta. -¡Oh! -murmuró Olmo-. ¡Cuán miserable soy! ¡En todo me aventajan! Jimeno es capaz de ser mi amigo, y yo soy indigno de su amistad... ¡Yo no me he atrevido a seguirlos, y ellos se resuelven a quedarse! Y dirigiéndose a sus amigos, dijo con resolución: -No permitiré en ninguna manera que vosotros reforméis en lo más mínimo vuestros planes... ¡Estas son las cosas de la vida! Aun los propios hermanos que brotan juntos como las ramas de un árbol, se dispersan luego sobre la haz de la tierra, como las hojas que arrebata el huracán. ¿Qué importa que nos separemos momentáneamente, con tal que todos consigamos nuestro propósito?... Yo después iré a buscaros, aun cuando sea al fin del mundo. El apasionado joven temblaba a la sola idea de abandonar a Roma, en cuyo recinto respiraba la mujer que para él era tan necesaria como el aire que se respira. Jimeno y don Guillén se miraron de una manera que quería decir: -Verdaderamente que la pasión ha hecho horribles estragos en nuestro amigo. Y en efecto, Álvaro estaba desemblantado, y en sus ojos hundidos brillaba un fuego sombrío, que era a la vez la fiebre del remordimiento y la llama de un amor satánico. Acaso en aquellos momentos el infeliz Olmo deseaba con ansia que sus amigos saliesen de la habitación, pues su más vehemente anhelo era ir inmediatamente a casa de Cattinara para decirle con aire de triunfo que su puñal había atravesado el pecho del sacerdote. Álvaro estaba envuelto en un luengo tabardo, y había ocultado cuidadosamente a sus amigos la herida que tenía en el brazo derecho. Súbito se abrió la puerta y aparecieron algunos oficiales de justicia, seguidos de varios hombres de armas de los que estaban al servicio del papa. Don Guillén, con la altivez soberana que le era característica, ordenó a los que tan bruscamente habían invadido la estancia que se saliesen de allí; empero las gentes del Sumo Pontífice no estaban de humor de obedecer a un simple caballero que no llevaba ninguna insignia eclesiástica, circunstancia que en Roma es asaz importante e inspiraba sumo respeto. El Jefe de aquella tropa se adelantó hacia don Guillén y con voz respetuosa, pero firme, dijo: -Señor, os suplico que tengáis en cuenta que representamos aquí a la justicia, y que venimos a prender a un criminal. Yo supongo que un caballero, como vos parecéis no está en el caso de constituirse en defensor de aquellos que de la manera más horrible faltan a todas las leyes divinas y humanas. -Aquí no hay criminales. -Yo digo que sí. -Os habéis equivocado.

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-Permitidme que os diga que vos no estáis bien informado. En esta casa habita un cobarde asesino, al cual, de grado o por fuerza, llevaremos a la cárcel. -¡En esta casa! -Sí, señor, el criminal está aquí. -Podrá suceder, en efecto, que en esta casa se albergue algún criminal; pero de seguro no es en esta habitación. Así, pues, retiraos. -Me será muy sensible que os obstinéis en vuestro empeño. -Pues no es fácil que yo desista. -Pues no es posible que yo ceda. -¡Atrás! -¡Adelante! El jefe de la tropa hizo una seña a los suyos, y todos desenvainaron las espadas. Don Guillén y Jimeno desnudaron también sus tizonas, con el firme propósito de no dejarse arrollar por aquella turba. Álvaro había permanecido inmóvil como una estatua y pálido como un difunto. La cuestión estaba a punto de agriarse en los términos más desastrosos; pero repentinamente Álvaro exclamó: -¡Aquí está el criminal! Un rayo que se hubiese desplomado sobre la casa no habría causado tanto asombro y terror a Jimeno y a Gómez de Lara. La vergüenza, el pesar, la ira se pintaron en sus semblantes. Los dos amigos interrogaron con una mirada llena de angustia a su compañero Álvaro, que apenas se atrevía a levantar los ojos del suelo. -¿Qué has hecho? -preguntó don Guillén en voz baja. -He cometido un crimen. -¡Es cierto!... ¿Y bien? ¿Quieres que nos marchemos ahora mismo? Nuestros escuderos vendrán en nuestro auxilio, y verás qué pronto ahuyentamos de aquí a esta canalla. -No, no; quiero que me prendan. -¿Te convendrá eso mejor? Álvaro inclinó la cabeza.

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Entretanto el jefe de los soldados del papa, ya impaciente, dijo: -¡Daos a prisión! Álvaro entregó su espada sin resistencia. El segundo de los ministros de justicia dijo al primero: -¿Estáis seguro de que es él? -Las señas convienen perfectamente. Miradlo vos mismo. Y así diciendo, alargó un papel a su compañero, en donde estaban clavaditas las señas de Álvaro. -No hemos errado el golpe, -dijo el segundo alguacil devolviendo el manuscrito al primero, que respondió: -Además, él mismo se ha confesado delincuente. Y he aquí una buena ocasión para disertar acerca de la antigüedad o identidad del procedimiento que usaron, usaban y usarán los alguaciles o corchetes o polizones de todos los tiempos y países. ¡Hay una homogeneidad maravillosa en esta clase de procedimientos! ¡Oh! ¡Cuánto ganaría el mundo, si se encontrase la misma unidad y sencillez en todos los ramos del saber humano! En resolución, diremos lo que casi casi no hay necesidad de decir, y es que el desenlace de la presente escena fue el mismo que el de todas las de su especie, esto es, que condujeron a Álvaro a un sitio que en castellano picaresco tiene muchos nombres, pero que nosotros, que (acaso sin motivo) nos preciamos de puristas, nos contentaremos con nombrarlo lisa y llanamente cárcel. Eran demasiado buenos amigos don Guillén y Jimeno para no acompañar a Álvaro, en tanto que se lo consintiesen. Así es que ambos fueron siguiendo al desgraciado Olmo hasta la torre de Nona, en donde lo sepultaron en un lóbrego calabozo. Por el camino el apasionado joven dio a sus amigos sucinta cuenta de todo lo que le había acaecido, con lo cual, enternecidos sobremanera don Guillén y Jimeno, prometieron hacer en favor suyo cuantas diligencias estuviesen al alcance de su discreción y sus riquezas. Dádivas quebrantan peñas, se ha dicho siempre con mucha verdad, por desgracia del género humano; pero casi siempre las dádivas han servido para doblar la vara de la justicia, y rara vez, se han hecho dádivas exigiendo sola y exclusivamente que se justicie con rectitud. La presente fue una de estas ocasiones raras. Acaso se admirará el lector de que llamemos justa la defensa que los dos amigos pensaban hacer de Álvaro, y tal vez algún juez severo nos acuse de parcialidad en favor de nuestro desgraciado héroe. Pero si se tiene en cuenta lo que principalmente constituye el delito, que es la intención, hallaremos que Álvaro del Olmo, aun siendo criminal de hecho, acaso no lo era en su conciencia; pues precisamente al cometer su crimen había obedecido a un impulso, de justicia, a un sentimiento moral. Guarnacci había ofendido a la hermosa Cattinara de la

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manera más ruin y cruel; y a mayor abundamiento, Álvaro había jurado solemnemente castigar a Guarnacci, y un juramento era la cosa más sagrada para el apasionado joven. No faltará quien diga que el que ignorantemente peca, se condena ignorantemente; pero una fascinación como la que Álvaro había experimentado pudiera servir de disculpa a un delito, por grande que fuese. Esta fascinación consistía en que nuestro joven se imaginaba que era un deber sagrado, no sólo castigar al ofensor de una débil mujer, hermosa y querida, sino también cumplir un juramento solemnemente pronunciado. No habiéndosele ocurrido la idea de que castigar un hombre a otro por su propia mano es un abuso del castigo, que toma el nombre de venganza, se comprende desde luego que al triste Álvaro podía acusársele de perturbación en la inteligencia, pero en ninguna manera de corazón dañado. Ya sabemos que precisamente Álvaro reducía todos sus deseos a la noble tarea de obrar el bien; pero ¡ay! por una funesta combinación, aquel hombre, cuya estrella polar era siempre la idea de la virtud, había caído en el crimen, sin duda impulsado por el mismo amor a la justicia, que constituía la base esencial de su carácter, a la vez que extraviado por su funesta pasión. Al día siguiente sacaron al reo de su prisión y lo condujeron a la presencia del juez, quien no pudo menos de sorprenderse a vista de la gallardía y buen semblante del infeliz Álvaro. Interrogole el juez acerca del horrible atentado que había cometido, e hiciéronle descubrirse el brazo derecho, en que tenía la mordedura que le había causado el perro de Guarnacci. No cometió Álvaro la vileza de negar lo que había hecho; antes, por el contrario, confesó digna y valientemente todo lo acaecido. Quedose el juez mirando atentamente al joven español, que le inspiraba compasión profunda e irresistible simpatía, no acertando a comprender cómo aquel hombre, que parecía de tan buena índole, había podido perpetrar un crimen tan atroz. El apasionado mancebo, al ser conducido a la presencia del juez, había cambiado algunas palabras con sus fieles amigos. -¿Y ella? -fue la primera pregunta del enamorado. -¿Quién? -Cattinara. Jimeno clavó una mirada severa en su amigo, pero, en la cual, a pesar de todo, se revelaba la más tierna compasión. -¡Infeliz! ¡Y aún preguntas por ella! En verdad, querido Álvaro, que tu cariño ha sido asaz mal empleado. ¡Has tributado el incienso de tu pasión al más falso de los ídolos! -¡Oh amigo mío! ¿No ves que me afliges cruelmente con tus palabras? ¿Por qué me hablas en esos términos de la mujer que adoro, y por la cual daría gustoso hasta la última gota de mi sangre? Durante este rápido diálogo, don Guillén guardó el más profundo silencio. Gómez de Lara sin duda no se atrevía a reconvenir a su amigo Álvaro por una desgracia de que él mismo había sido víctima. Él también había consagrado su amor a una mujer indigna de ser amada. Los dos amigos acompañaron a Olmo hasta la misma casa del juez; pero no les fue

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posible darle explicaciones acerca de la infame conducta de Cattinara, por la cual se interesaba tanto el infeliz mancebo. -¿Y qué motivo habéis tenido para acometer tan villanamente a un hombre que en nada os había ofendido, a un anciano, a un sacerdote? Álvaro permaneció silencioso y como reflexionando si debía o no entrar en explicaciones. -Vamos. ¿Qué me respondéis? Tened en cuenta que os hablo en nombre de la religión, de la moral pública y de las leyes que habéis hollado. El joven, por último, se decidió a romper el secreto, y en los términos más patéticos, con un acento de sinceridad que conmovía en extremo, comenzó a referir al juez punto por punto todo cuanto ya sabe el lector que contenía el fatal manuscrito que Cattinara había entregado a Álvaro del Olmo. -Yo no he hecho otra cosa, -añadió-, sino castigar a un malvado que abusó de la debilidad y abandono de una pobre mujer. Estoy firmemente convencido que, al descargar mi puñal sobre el pecho de Guarnacci, le hirió el brazo de la justicia divina. -¡Oh! -exclamó el juez horrorizado-. ¡Cuán engañado vivís! -¿Por qué? -¿Sabéis vos quién es Cattinara? -No ignoro que ha sido una mujer en extremo perseguida por el infortunio, y que también, en el abandono de la orfandad, y siendo hermosa, joven y apasionada, ha vivido con alguna libertad.

Esto diciendo, Álvaro se puso encendido y tan turbado, que no pudo continuar hablando. Se acordó de lo que en Capua le había referido la fiel criada de Debilio Passionnati, y el desdichado Olmo, a pesar suyo, no podía menos de amar con delirio a aquella mujer, en la cual, sin embargo, le era imposible ver el modelo ideal de amor y de pureza que en sus juveniles años se fingiera.

-Comprendo, -dijo el juez después de un largo rato de silencio y meditación-, comprendo que habéis sido más desgraciado que criminal... ¡Cómo os ha engañado esa mujer infame!

-¿Quién?

-Esa cortesana llamada Cattinara.

-¡Silencio! -exclamó furioso Álvaro-. ¡No habléis así de ella!

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-¡Insensato! Yo hablo así de esa mala mujer, porque tengo datos innegables para decir y probar lo que digo.

-¿Y queréis hacerme la gracia de manifestarme esos datos? -preguntó Álvaro con voz balbuciente.

El juez pareció reflexionar.

Al fin dijo:

-Cattinara ha sido una mujer de vida asaz licenciosa, primero en Capua y después en Roma. En ambas ciudades conozco a algunas personas que se han arruinado por su causa... El carácter de esta mujer es muy original. Hay las pruebas más convincentes de que ella mira casi con indiferencia y desprecio los placeres del amor; a lo menos, jamás se le ha conocido una pasión decidida por un hombre; ella nunca ha obrado sino rigurosamente del modo que su conveniencia le ha aconsejado; es una mujer dotada de un corazón frío como el hielo, y no obedece en su conducta a otros móviles más que a los cálculos mejor precombinados. Esta misma índole fría y reflexiva hace que siempre sea dueña de sí misma, y que remede con maravillosa fidelidad el acento de todas las pasiones. Por la misma razón es elocuente e insinuante hasta el punto de seducir y engañar a los hombres más sesudos y experimentados. Es un error tan común como craso el creer que las personas apasionadas son las más elocuentes y decidoras. La reflexión es la que hace que se imiten todas las voces de la naturaleza. Ahora bien; estas eminentes dotes intelectuales que posee esta mujer extraordinaria, las dirige ella hacia el mal... Una sola pasión es la que domina a Cattinara. Insensible, a lo que parece, a los placeres del amor, es, sin embargo, muy amiga del fausto y la opulencia de una vida cómoda y muelle, y nada ha perdonado para conseguir ver realizado su anhelo de riquezas y de lujo. El lujo de Cattinara es, no obstante, de un gusto exquisito, y sabe hacerse servir con magnificencia y boato, a la vez que en su casa brillan los más preciosos objetos de las artes. El juez le detuvo, como si le fuese muy penoso, lo que aún le restaba por decir.

-¿Y cómo ha podido Cattinara lograr hacerse tan opulenta? -preguntó Olmo suspirando.

-Fácil es adivinar. Cattinara ha tenido por amantes a los jóvenes más acaudalados de Capua y Roma; pero con todo, los ricos presentes de sus galanes no habrían podido bastar a sus gastos, si ella no hubiera sabido granjearse el cariño de monseñor Guarnacci, el más virtuoso de todos los sacerdotes de Roma.

-¡Guarnacci virtuoso! -exclamó Álvaro con tanta ira como extrañeza.

-Sí, señor; Guarnacci ha sido el que más beneficios ha dispensado a esa mujer.

-¡Es posible!

-Escuchadme. Hubo una época en que el azote de una feroz epidemia diezmaba a la ciudad de Roma; la carestía y el hambre llegaron hasta el más espantoso extremo. Personas muy bien acomodadas se deshacían de alhajas muy costosas por adquirir algunos celemines

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de harina. Hubo en aquellos días aciagos ejemplos del más feroz egoísmo; pero también al mismo tiempo hubo rasgos sublimes de caridad evangélica. Entre las personas que más se distinguieron en Roma por su celo ardiente, fue una de ellas el desdichado monseñor Guarnacci, el cual iba recorriendo una por una todas las casas, buscando a los enfermos para prodigarles auxilios, ora como hombre benéfico que repartía sus riquezas a los pobres, ora como sacerdote que consolaba y fortificaba en la fe a los moribundos. Cattinara fue atacada de la peste, y estaba en mucho peligro, cuando, como un ángel tutelar, apareció en su estancia el bondadoso Guarnacci. Compadecido de tanta orfandad y hermosura, que aún no habían podido extinguir los estragos de la cruel enfermedad, el sacerdote hizo cuanto pudo por salvar de las garras de la muerte a la hermosa joven, lo cual consiguió Guarnacci, gracias a sus exquisitos cuidados. Pasaron aquellos días de tribulación y angustia, y Cattinara, agradecida vivamente a los beneficios del sacerdote, le manifestó desde aquella época la adhesión más sincera, y un respeto tan profundo y afectuoso como pudiera tributársele al padre más venerado. El sacerdote, a la verdad, merecía este afecto; pero todas las demostraciones de Cattinara no eran sino el velo brillante con que se enmascaraba la más negra perfidia...

-¡Parece increíble que aquellos labios de rosa puedan articular palabras pérfidas! -murmuraba Álvaro con la indescribible angustia del que comienza a perder una ilusión querida, una de esas ilusiones que, como un faro luminoso, sirven de norte a toda una existencia.

-Era monseñor Guarnacci muy rico, y desde su infancia había vivido huérfano, y sin tener parientes ni amigos a quienes consagrar los tesoros de ternura que abrigaba su corazón bondadoso. Guarnacci estaba dotado de una sensibilidad exquisita; pero en su juventud fue muy desgraciado, porque, nunca encontró personas que correspondieran dignamente a su fina amistad. El buen Guarnacci se sintió impulsado hacia Cattinara por un cariño tan sincero como desinteresado, y, a no haber sido por su estado sacerdotal, Guarnacci habría ido a vivir en compañía de esa joven, que, habiéndole confesado todas sus flaquezas pasadas, prometió enmendarse para lo sucesivo; y en efecto, no ha dado más que decir respecto a cortejos y galanterías.

-Permitidme, señor juez, que no dé entero crédito, a vuestras palabras; no porque yo crea que me engañáis, sino porque estoy seguro de que os han informado muy mal.

-Vos mismo os convenceréis de lo contrario. En resolución, debo deciros que el cariño de Guarnacci, llegó hasta el extremo de hacer testamento, dejando por única heredera de todos sus bienes a la pérfida Cattinara. ¡Y vos, mejor que nadie, sabéis el pago que ella ha dado a los beneficios de Guarnacci!

Álvaro, al oír tales palabras, se quedó petrificado, de asombro y de dolor. ¡Había perpetrado un horrendo crimen, siendo el juguete de una ruin cortesana! Entonces se acordó de estas palabras de su amigo: «Has tributado el incienso de tu pasión al más falso de los ídolos». Jimeno, sin duda, sabía toda la historia que Álvaro acababa de oír. El desdichado joven se asió a un pensamiento, como el náufrago se ase a la tabla que le promete alguna vislumbre de salvación. El pensamiento que en aquellos instantes dominaba el corazón de Álvaro era que en ningún modo podía ser cierta la narración del juez.

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-¡Imposible! ¡Imposible! -repetía.

El bondadoso juez, por toda respuesta, mandó a un tabelión o escribano que leyese el testamento de Guarnacci. Aquella lectura hizo grande impresión en Álvaro; pero, acordándose del manuscrito que le había entregado Cattinara, se afirmó más y más en la idea de que la hermosa joven podía muy bien haber sido frágil y desgraciada, pero en ninguna manera un ser tan horriblemente corrompido como se lo pintaban.

-¿Y podéis creer todo lo que me habéis referido, en vista de lo que os he contado del manuscrito? -preguntó Álvaro con aire de triunfo.

-¡Vaya si lo creo!

-Pero si decís que Cattinara es una mujer que tanto calcula, ¿como ha cometido la imprudencia de darme ese manuscrito?

-Ahí tenéis una prueba de que calcula mucho y no calcula bastante.

-Enigmático estáis.

-No hay aquí ningún enigma. ¿No os parece que hay un exceso de reflexión en haber inventado esa inicua historia y tenerla preparada para vos o para otro cualquiera que ella conociese que era bastante cándido y sensible en demasía a sus atractivos?

-Siendo tal como suponéis, no hay duda en que eso sería un maravilloso e incomprensible refinamiento de astucia y de previsión.

-Justamente en este sentido es como digo que ella calcula mucho. Ahora bien; ¿no encontráis que, por otra parte, es absurda esa historia, que podía destruirse con el testamento que acabáis de oír? En este concepto digo que no calcula bastante. ¡He aquí lo que es la mujer a quien tanto amáis!

Álvaro aún dudaba.

El juez, mirando fijamente al joven, conoció lo que en su interior pasaba, y entonces lo condujo a una habitación contigua, donde veíase un lecho, sobre el cual reposaba un venerable anciano.

El mancebo se puso espantosamente pálido.

-¡Guarnacci! -exclamó.

El sacerdote abrió los ojos y fijó una mirada dulcísima en su asesino.

-¡Vive! -exclamó Álvaro con una sonrisa de felicidad. Parecía que le habían quitado de encima del corazón un peso enorme. La voz de su conciencia le gritaba sin cesar:

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-«¡Asesino! ¡Asesino!»

El sacerdote preguntó:

-Joven, vuestro aspecto no es el de un criminal. ¿Qué os ha movido a obrar en esta ocasión tan injustamente? ¿Por ventura, os he hecho yo algún daño?

Álvaro balbuceó algunas palabras; pero estaba confuso, lívido, aterrado.

El juez refirió sucintamente a Guarnacci toda la iniquidad de Cattinara...El sacerdote exhaló un profundo suspiro y exclamó:

-¡Quién había de pensarlo!

Y comenzó a llorar amargamente, murmurando con acento de sin igual dulzura y mansedumbre:

-Perdonadlos, porque no saben lo que se hacen.

-¡Oh, virtuoso anciano! ¡Oh digno sacerdote de Jesucristo! -exclamó Álvaro con los ojos inundados de lágrimas de arrepentimiento.

Y prosternándose a los pies del lecho de Guarnacci, añadió con acento de inefable dolor y de contrición sincera:

-Yo deseo morir, sé que la muerte me aguarda; pero yo moriría bendiciendo vuestro nombre, venerable sacerdote, si antes vuestro perdón viniera a mitigar en algún tanto los terrores de mi conciencia...

En esto se abrió la puerta y apareció un hombre vestido de negro y de faz severa.

El juez cambió algunas palabras con el recién llegado, el cual respondió: -Yo no puedo menos de aprobar vuestro proyecto relativamente al reo; pero ha sido una imprudencia el haber turbado el sueño de Guarnacci, y, sobre todo, haberle obligado a hablar. -¿Tendrá funestas consecuencias?... -Tan funestas, que me temo mucho... El médico se detuvo, y dirigiéndose al anciano sacerdote, le halló con las manos cruzadas convulsivamente sobre su pecho y murmurando: -En tus manos encomiendo mi espíritu.

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Estas fueron las últimas palabras del sacerdote. El asesino prorrumpió en amargo llanto.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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