libro somos libres

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Analisis del entorno empresarial que permitió el surgimiento de la clase media emprendedora y emergente

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Mario Sifuentes Briceño

hacia un perú de primer mundoSOMOS LIBRES, PODEMOS ELEGIR

Somos libres, podemos elegir© Mario Sifuentes Briceño© 2014 Corporación Ludens Comunicaciones SACAlcanfores 1246, Of. 402 – Miraflores

Primera edición, Julio 2014Ilustración y lettering: Elliot TupacDiseño y diagramación: Maye LeónTiraje: 3,000 ejemplares

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú No. 2014-10834Impreso en Industria Gráfica Cimagraf SAC

“He transitado el largo camino hacia la libertad. He tratado de no flaquear. He cometido errores a lo largo del recorrido. Pero también he

descubierto el secreto de que después de trepar una gran colina, uno solo encuentra que hay muchas más por superar. Me he tomado un

momento aquí para descansar, para robarle una mirada al maravilloso panorama que me rodea y para observar, atrás a la distancia, de

dónde vengo. Pero solo puedo descansar por un momento, porque la libertad viene con responsabilidades y me he desafiado a no distraerme, pues mi largo camino aún no está terminado”.

Nelson Mandela (1995)

Esta publicación es una iniciativa del proyecto

Comité EditorialAugusto Baertl MontoriCarlos Diez Canseco Hans Flury RoyleCarlos Oviedo ValenzuelaGonzalo Quijandría FernándezMario Sifuentes Briceño

Está permitida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación solo bajo previa autorización de los editores. Así como su copiado o transferencia por cualquier medio impreso, digital o electrónico. Contactarse previamente con [email protected]

ÍNDICE

Introducción 11

SOMOS LIBRES, PODEMOS ELEGIRUn país en shock 17Los cimientos de la escuela 23Eso es música celestial para mis oídos 30El impulso del pensamiento empresarial 33El ‘cambio de chip’ 40El estado acaparador 44Buscando a quien diera la cara 48La maldita receta del populismo 50Cambio obligado en el equipo 56Cómo tener éxito en la quiebra de un país 60La masacre de los más pobres 64El valor de la pedagogía 70Sendero financió el rescate del país 74De la toma de conciencia a la acción 795 x 5 x 5 84La caja chica de la solidaridad 91Un método incuestionable de privatización 96Hoy podemos darles la razón 102Ahora tú escoges lo que quieres 109No hay golpe sin traumas 115Ya estamos interconectados con el mercado 125

HACIA UN PERÚ DE PRIMER MUNDOHay una manera de hacer bien las cosas 133Siempre será más fácil destruir que construir 137Solo quince años para hacerla 144

Bibliografía 159

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INTRODUCCIÓN

Los instantes más importantes en la vida del ser humano son los momentos de decisión. En el discurrir de nuestra existencia muchas veces nos encontramos con caminos que se bifurcan y, dependiendo de la elección que tomamos, nuestro futuro queda determinado para bien o para mal. Sin embargo, cuando esas decisiones se toman sopesando buena información y en base a conocimiento y experiencia, los riesgos se minimizan y, con cada elección, uno se permite construir una base más sólida sobre la que va apilando los ladrillos que nos encumbran hacia el desarrollo personal, el bienestar y la felicidad. Lo mismo sucede con los países.

Desde nuestra independencia, los peruanos hemos intentado de todo en la tarea de sacar adelante un país con enormes potencialidades, un envidiable patrimonio cultural y recursos, pero también con profundas contradicciones. A la vista, en las últimas décadas nos hemos quedado atrapados en un laberinto de desencuentros que nos impide dialogar, sumar experiencias y conocimientos para decidirnos por el mejor rumbo. Tan es así que hace apenas veinticinco años vivíamos

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en el peor momento desde que el general San Martín proclamara nuestra independencia. Vivíamos en un país violento, rodeado de miseria, de enfermedad y endeudado gravemente con los organismos internacionales. Hasta hace 25 años el Perú era considerado un país paria en el mundo.

Sin embargo, a principios de los noventa logramos un punto de quiebre y trabajamos esforzadamente para reconstruir el país y devolverle al Perú sus legítimas aspiraciones de ser una gran nación; aunque, valgan verdades, el tiempo desde el escape de ese pequeño infierno no ha sido suficiente para superar totalmente algunos traumas y heridas. De allí probablemente proviene esa enorme dificultad que tenemos todavía los peruanos para sentarnos a dialogar en confianza.

Aquellos que tenemos memoria de esa época podemos detenernos en un recodo del camino y mirar hacia atrás, revalorar el largo trecho que hemos avanzado en la misma dirección durante las dos últimas décadas, los logros que nos ha deparado esa continuidad y, también, observar hacia adelante, mucho más cerca, la meta del pleno desarrollo. Por el contrario, quienes no la vivimos o la tenemos desterrada de la memoria, estamos en la obligación de reconocer nuestra historia reciente, de informarnos para poder decidir mejor y continuar en la construcción de ese camino sólido y estable hacia el futuro.

Esta publicación es parte del proyecto UMBRAL, que persigue que los peruanos, especialmente los jóvenes y emprendedores, tengamos conciencia sobre lo que nos ha costado llegar a ese recodo en la mitad del camino, sobre las oportunidades perdidas durante décadas y lo difícil que ha sido que calen entre nosotros las ideas modernas, las que nos impulsan hacia el desarrollo y nos conectan con el resto del mundo. UMBRAL propone que cuidemos el camino andado, que no caigamos en propuestas que lo único que han logrado demostrar es

que distribuyen pobreza –como ahora sucede en algunos de nuestros países vecinos– y que, con su afán controlista y capacidad destructora, terminan inevitablemente recortando las libertades de los ciudadanos.

Pero UMBRAL también mira al futuro y nos invita a reflexionar sobre la necesidad de concretar algunas metas pendientes y de defender principios no negociables. Alerta sobre la urgencia de acelerar la marcha en los próximos quince años, vitales para la consolidación del país, combatiendo el populismo, la violencia, la demagogia y la corrupción.

Como nunca antes en nuestra historia, el actual desarrollo del Perú es integral e incorpora a los distintos sectores. Nunca antes habíamos tenido una pista de despegue tan llana y generosa para poner en marcha nuestros proyectos, ni una oportunidad tan clara de dar ese gran salto que proyecte al Perú como la gran nación que, desde su origen, está destinada a ser. Pero también debemos ser conscientes de que recién estamos a mitad de camino y que, por ello, en las próximas dos décadas nos encontraremos con nuevas bifurcaciones y sobresaltos. Y así otra vez estaremos en la obligación de elegir.

Podemos elegir como el mendigo sentado sobre un banco de oro, inmovilizado e indolente ante la miseria de los hermanos, repitiendo los errores del pasado, caminando en círculos y resignado mediocremente a la inacción. O podemos elegir como un país adolescente, con el ímpetu de aquel joven atrevido y apasionado, empujado con vehemencia a arriesgarlo todo, confiado en que la vida nos dará innumerables oportunidades para equivocarnos, para perder y volver a empezar, sin considerar cómo cada derrota empobrece más a los que menos tienen.

Y también somos libres de elegir pensando en algún tipo de reivindicación, con la idea de que debemos ser compensados por las penas o carencias de nuestra historia o por las decisiones de gobiernos que nos robaron parte del futuro. Podemos elegir egoístamente, sin

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considerar que vivimos en un sistema interdependiente, en el que cualquier satisfacción personal será frágil e insostenible si es que no participamos todos de los beneficios, si no nos damos cuenta de que la mejora del más pobre y del rico también es una mejora nuestra.

Pero también podemos elegir como un país que empieza a madurar, que aprende las lecciones de la propia experiencia, no solo para esquivar el camino de los errores sino, sobre todo, para diseñar un futuro mejor, en el que podamos consolidarnos como esa nación rica en historia, en cultura, en recursos y en espíritu. Somos libres de elegir como una sociedad con vocación de diálogo, inclusiva y progresista, que impulsa a los gobiernos a sentar las bases de un país más fuerte y justo, en el que todos tengamos la posibilidad de ver cumplidos nuestros sueños, en base a nuestras propias habilidades, disciplina y esfuerzo. Somos libres de elegir como un país–problema que se regodea en los conflictos o como un país–posibilidad que planifica su futuro y hermana la inteligencia y las potencialidades de cada uno dando su mejor esfuerzo.

Pero lo que no podemos permitirnos es renunciar a la libertad de elegir, a que nos quiten la capacidad de decisión, pues de esa manera ya no seríamos dueños de nuestras vidas. Ese es el reto que tienen las grandes naciones de estos tiempos, el de desarrollarse bajo los preceptos de dos instituciones imperfectas pero esenciales en la defensa de esos derechos fundamentales: la democracia y la economía de libre mercado.

“Somos libres, podemos elegir” nos recuerda esa premisa, que el Perú es hoy un país que crece y se desarrolla bajo esos principios y que, pese a los conflictos propios de la política y de la vida cotidiana, va en el camino de prodigar lo mejor para sus ciudadanos. En toda su historia el Perú nunca ha estado en mejores condiciones que ahora para dar el salto hacia el pleno desarrollo. Queremos un Perú ganador y con peruanos libres, con capacidad de decisión y capaz de constituirse como un país de ciudadanos de primer mundo.

SOMOS LIBRES, PODEMOS ELEGIR

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UN PAÍS EN SHOCK

“Compatriotas, me dirijo a ustedes para informales sobre las medidas precisas con que el gobierno se propone enfrentar la inflación explosiva que hemos heredado del gobierno anterior. La hiperinflación no es una maldición del cielo ni un desastre natural. Como hemos aprendido en estos años, experimentando en carne propia, la inflación contrae los ingresos de todos, debilita las instituciones, fomenta la especulación, incentiva la irracionalidad, destruye el ahorro y destruye el futuro… Hace cinco años, el galón de gasolina de 84 octanos costaba más del doble que una botella grande de cerveza. Ahora, en cambio, la botella de cerveza cuesta seis veces más que el galón de gasolina. Con este billete, hace cinco años, se hubiera podido comprar una casa de 40,000 dólares; hoy solo alcanza, en el mejor de los casos, para un tubo de pasta de dientes. Es así que la lata de leche evaporada que hoy costaba en la calle 120,000 Intis, costará a partir de mañana 330,000 Intis. El kilo de azúcar blanca, que se conseguía a 150,000 Intis, costará a partir de mañana 300,000 Intis. El pan francés que esta tarde costaba 9,000 Intis, costará a partir de mañana 25,000 Intis. Pocas veces en el Perú, o en cualquier parte del mundo, se ha requerido de todos un sacrificio tan grande como el que

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necesita el Perú. Hay que cruzar un periodo corto, de unos pocos meses, en el que antes de estar mejor, nos vamos a sentir peor. Es el precio que tenemos que pagar por lo ocurrido en los últimos años. Cualquier médico nos podría explicar cómo en el fondo la salud estará mejorando aunque al principio nos sintamos peor. El Perú tiene futuro. Que Dios nos ayude”.

La noche del 8 de agosto de 1990 el país enmudeció por unos segundos. Si hasta la flores se veían tristes, las calles más oscuras, el destino inasible y más distante que nunca. Una sensación colectiva de angustia y desconcierto teñía lentamente cada imagen, cada palabra. Los padres contrariados devolvían apenas con una mueca torpe la sonrisa de los niños y atravesados por ese hilo de hielo que les estiraba estoicamente la columna solo atinaban a llevarlos a dormir. No era momento para juegos. No era momento para nada. ¿De qué manera imaginar lo que depararía el futuro?

Al día siguiente del mensaje a la nación de Juan Carlos Hurtado Miller, el primer ministro de Economía del gobierno de Alberto Fujimori, las calles estaban vacías, los comercios cerrados, no se divisaban buses de transporte público y si alguna tienda tenía las puertas abiertas daba lo mismo porque nadie sabía cuánto cobrar. La gran mayoría se había quedado en sus casas revisando sus libretas de banco, escarbando su sencillo, buscando en la imaginación y en la memoria una alternativa o la posibilidad de una salida.

No había manera de distribuir para los gastos ese dinero que, de la noche a la mañana, ya no valía nada. Prácticamente daba lo mismo si traías los bolsillos llenos o vacíos. Pasaron pocas horas para que salieran a la calle padres desesperados con intenciones de saquear los comercios, eludiendo a las patrullas militares que de manera preventiva habían tomado las principales calles. Hubo tres muertos ese día en Lima.

El desconcierto era aún mayor porque Fujimori acababa de asumir la presidencia y durante toda su campaña se había opuesto a los “paquetazos”, como había bautizado la prensa a esa política de ajustes económicos severos para combatir la hiperinflación heredada de los gobiernos anteriores. Hasta entonces, el paquetazo más duro –que involucraba siempre un aumento del precio de la gasolina y de los productos básicos– lo había dado Abel Salinas en 1988. El entonces ministro de Economía aprista apelaba a la comprensión del pueblo peruano por la necesidad de hacer esas correcciones draconianas que evitarían mayores problemas económicos en adelante.

En su mensaje al país, Salinas anunciaba el descongelamiento de los precios, a excepción de cuarenta productos de la canasta básica familiar. En ese mismo contexto, el gobierno se resistía a admitir que buscaba la renegociación de la deuda externa con el Fondo Monetario Internacional (FMI), uno de los principales acreedores del país, y los militares negaban sin mucho entusiasmo la posibilidad de un golpe que, valgan verdades, eran la constante en nuestra historia republicana.

Por su parte, miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso lanzaron bombas en las puertas de los Ministerios de Agricultura y Economía, que dejaron un saldo de cinco heridos de gravedad, mientras las madres de familia marchaban por las calles golpeando sus ollas vacías, intercalándose con las bases sindicales que convocaban a paros nacionales que agravaban el clima político. A mil días del gobierno de Alan García, los más pobres del país pagaban las consecuencias de sus medidas populistas, sustentadas en una profunda ignorancia de los fundamentos económicos y en la ambición de convertirse en un líder continental. Más tarde, motivado por cálculos políticos, el presidente desconocería las negociaciones con el FMI y el paquetazo quedaría solo como una medida aislada. Nuestra economía no rectificaría el rumbo.

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Justamente, durante su campaña de 1990, el candidato Fujimori había descartado de plano medidas de este tipo. Es más, ganó la Presidencia de la República oponiéndose al anunciado shock de su principal rival, el escritor Mario Vargas Llosa. Si bien siempre son muy impopulares, esas correcciones económicas eran totalmente necesarias ante la precaria situación de nuestras finanzas. El Perú era un país paria y a la vista de los entes financieros solo superaba en confianza a la convulsionada Haití en toda la región.

La sola devaluación de nuestra moneda da una idea de la situación real de esos días. En febrero de 1985, durante los últimos meses de su gobierno, el arquitecto Belaunde reemplazó la tradicional denominación de nuestra moneda, el Sol de Oro, por el Inti, con el propósito de simplificar las transacciones financieras, pues la devaluación hacía perder cada vez más valor a nuestro papel. El Inti de febrero de ese año equivalía a mil Soles de Oro. Pocos años después, en 1991, el Inti se cambió por el Nuevo Sol, que equivalía a un millón de Intis. Es decir, se borraron nueve ceros de nuestros billetes en seis años. Incluso en 1989, cuando la hiperinflación pasaba por uno de sus picos más altos, se emitieron billetes de un millón y de cinco millones de Intis. Ese año, el sueldo mínimo en el Perú era de 200 millones de Intis.

Si bien desde el gobierno militar ya se avizoraba la amenaza inflacionaria, la quiebra de la economía peruana se forjó a fondo en el periodo correspondiente al gobierno aprista, producto del abuso de la maquinita; vale decir, de la emisión inorgánica de moneda por parte del estado que, por definición, lo único que provoca es la pérdida del poder adquisitivo de las personas y la quiebra de cualquier país. En esa época, hasta para pagar una gaseosa tenías que emplear un fajo de billetes.

En las reuniones previas al lanzamiento del fujishock de 1990, el gabinete de ministros y funcionarios del ministerio de Economía

discutían la mejor manera de modelar el anuncio en “la Bolichera”, como llamaban a la sala de reuniones del piso 9 del MEF. Cuatro de los ministros manifestaron su total desacuerdo: Fernando Sánchez Albavera (Energía y Minas), Gloria Helfer (Educación), Guido Pennano (Industria) y Eduardo Toledo (Transportes y Comunicaciones). No vamos, dijeron. Sin embargo, después de una larga discusión, sorpresivamente Carlos Amat y León (Agricultura) se paró de su asiento y decidió dar la cara: “Gringo, aquí todos estamos contigo. Los que no tienen cojones que no vayan a la televisión. Yo voy contigo”, dijo golpeando la mesa. En ese momento, la mayoría del Consejo dejó de lado las vacilaciones y decidió encarar el anuncio.

“La noche del mensaje a la nación no pude dormir y en la mañana me llamó Hurtado Miller para decirme que había una misa en el Callao. Fuimos a la misa ofrecida por el Monseñor Durand y luego de ella nos empezaron a aplaudir. Milagro, pensé. Luego fuimos a almorzar con el Nuncio Apostólico y la iglesia nos dio todo su apoyo. Por eso yo amo a mi Perú. Si este pueblo no hubiera tenido la entereza de aguantar esos ajustes, ahora no estaríamos donde estamos”, recuerda Alfredo Jalilie, funcionario ligado al MEF por más de cuarenta años, que trabajó en el estado con cinco presidentes y es hoy uno de nuestros más experimentados profesionales en finanzas públicas.

Sin embargo, tal como había anunciado Hurtado Miller, la sensación colectiva durante las siguientes semanas era de una aplastante y triste agonía. El azúcar y el aceite desaparecieron de las estanterías y la carne y el pollo duplicaron sus precios; dependiendo del destino, los precios de los pasajes nacionales subieron entre cuatro y siete veces –lo que dejó varados por días a miles de viajeros– y el dólar paralelo pegó un salto inusual en las calles, pues todos querían eludir la evidente devaluación con la compra de la moneda norteamericana.

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Si hubo algo que destacar, en ese entonces, fue la terca vocación de los peruanos por aguantar ese shock y su férrea resistencia e imaginación para capear el temporal. Los más pobres se llenaron de coraje, lo mismo que los profesores, obreros y sindicatos, no hubo una sola huelga y el sector empresarial también se la jugó ajustando el cinturón. Con el shock la hiperinflación bajó de 7,600% a 4%, pero la medida hubiera sido insuficiente si no se implementaban otras reformas.

En las dos décadas anteriores ya se había probado todo para enderezar la economía nacional pero sin resultados y, una vez más, en algún rincón lejano de la conciencia, una vocecilla repetía que quizá esta vez, con ese nuevo sacrificio, ahora sí, los peruanos le podríamos dar una vuelta de tuerca a nuestras vidas. En esa condición de sobrevivencia, escasez y depresión de las grandes mayorías, todavía nadie era consciente de que, en ese instante, la historia del Perú estaba comenzando a cambiar.

LOS CIMIENTOS DE LA ESCUELA

Una de las primeras personas que se dio cuenta de que, frente al mundo, el Perú todavía era la mítica Jauja fue don Pedro Beltrán Espantoso. Él era un tipo sobrio, espigado, de perfil aguileño y que se había graduado en el London School of Economics. Su capacidad de trabajo y visión innovadora lo harían ganar muy pronto notoriedad entre los hacendados, llegando a ser elegido en 1930, a los 33 años, como presidente de la Sociedad Nacional Agraria y, más tarde, sería la cabeza visible del Partido Nacional Agrario, grupo que defendería principalmente los intereses de ese sector pero cuya efímera existencia no le permitiría lograr arraigo político.

Beltrán estaba convencido de que las ideas modernas que lo habían deslumbrado y que se respiraban al otro lado del mundo debían ser comprendidas por las grandes mayorías y calar en la opinión pública, por ello se embarcó en el proyecto periodístico de La Prensa. Hizo de él un diario de referencia a nivel nacional, proponiendo una agenda liberal, revolucionando el diseño, utilizando las últimas técnicas para la redacción en un medio masivo, separando la parte informativa de la

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opinión –a la usanza del New York Times y el Herald– y denunciando la corrupción.

Para cumplir con ese fin, Don Pedro envío a uno de sus socios y amigos a la universidad de San Marcos con la misión de seleccionar un grupo de jóvenes no contaminados, preferentemente de derecho, para que iniciaran ese nuevo camino con el diario. Su colaborador Carlos Rizo Patrón encontró en los grupos radicales de izquierda –que se enfrentaban abiertamente al APRA, entonces considerado un grupo violentista– la materia prima para desarrollar esa nueva línea de pensamiento. La idea era, primero, generar mercado y, luego, crear un órgano de opinión independiente del poder político. Esa selección fue integrada, entre otros, por Alfonso Grados Bertorini, Mario Miglio, Juan Aguirre Roca, Juan Zegarra y Arturo Salazar Larraín quien, a la postre, se convertiría en su hombre de confianza y lo acompañaría en otras aventuras. Con ellos compartió libros e hizo escuela.

Don Pedro era un hombre que irradiaba cierto magnetismo, sumamente inteligente y que se describía así mismo como un ‘pata en el suelo’ de Cañete. Solía vestir de manera muy sobria y siempre ternos del mismo corte y color, un serio y sencillo gris. Durante años supo llevar a un grupo de cuatro o cinco jóvenes a su chacra para adentrarlos en el pensamiento moderno que se respiraba en Europa.

Si bien se casó con Miriam Kropp, una ciudadana estadounidense, nunca tuvo hijos. Más bien se le recuerda como un trabajador incansable, lúcido y exigente, lo que le valió el respeto de quienes lo llegaron a conocer. “Antes de que devolvieran los diarios, en el segundo gobierno de Belaunde, y ya con más de setenta años, Don Pedro me nombró director de La Prensa y me pidió que reclutara chicos de las universidades; pero ya no abogados, decía, ahora filósofos. Y por ese camino fuimos”, recuerda Salazar Larraín.

A finales de 1959 Beltrán juntó en un pequeño comité a los más cercanos de la redacción de La Prensa y les comunicó que el presidente Manuel Prado Ugarteche lo convocaría a Palacio para ofrecerle el Ministerio de Hacienda, el equivalente hoy a Economía. Era un ofrecimiento extraño porque a través de La Prensa le habían hecho una furibunda oposición al gobierno por el aumento de la inflación, la indisciplina en el gasto público y la ignorancia en el manejo económico.

“Me dicen que me va a llamar pero yo no quiero ir. Por eso, vamos a hacer un estudio de todas las cosas terribles que hay en el Perú y que deben modificarse sustancialmente. Pongamos las cosas de tal manera que le sea imposible aceptar mis condiciones”. Durante una semana el equipo identificó los problemas más álgidos, propuso medidas radicales para liberalizar la economía, desenterró unos cuantos demonios para los populistas y planteó un programa de reformas muy rápido y agresivo. Don Pedro recibió el documento en un sobre, lo metió en su cartapacio y cuando llegó la hora acudió a la cita sereno y cerrado en sus convicciones. Sin embargo, el recibimiento de Prado lo sorprendió:

— Pedro, te he llamado porque tú conoces todas estas cosas de economía y, la verdad, quiero que me ayudes con esa cartera.

— Sí, presidente, pero usted debe ser consciente de que yo me vería en la necesidad de hacer un montón de reformas. Mire, ve, aquí le he traído este documento donde explico los cambios que serían indispensables para…

— A ver, páseme esos papeles…

Prado los recibió y sin titubear los hizo pedacitos frente al rostro atónito del hombre de prensa. Ni siquiera los miró. “Aceptadas”, fue lo único que pronunció como lacónica respuesta.

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—Se imaginan ya qué le iba a decir –contó de regreso en la redacción frente a su grupo de confianza–, me jodió sin mediar más palabras.

Durante casi tres años Beltrán fue Ministro de Hacienda y Primer Ministro y, en ese breve lapso, se le dio vuelta a la economía nacional. Simplemente con disciplina y criterio bajó casi de un tiro la inflación. Para cumplir con su función pública se llevó también como secretario personal a Salazar Larraín, quien tenía una oficina contigua, puerta con puerta, y que permanecía abierta para atender la necesidad de redactar cualquier documento. Un día Beltrán traspasó el vano y le comentó con su voz a la vez suave y cavernosa: “Oiga, Arturo, esta semana no hay plata para pagar la quincena”. El Tesoro Público estaba en la ruina. “¿Y qué va a hacer?”. Don Pedro era una persona muy respetada, así que usó ese prestigio para convocar a los dueños de los principales bancos. Eran unas diez personas sentadas en su oficina representando entre otros al Banco de Crédito, al Banco Comercial y hasta al Banco Popular, que era del hermano del Presidente Prado. Salazar Larraín oía, cómplice, a través de la puerta abierta de su oficina.

— Los he llamado a ustedes porque estamos en una situación muy difícil. No hay plata ni para pagar esta quincena. Me tienen que apoyar.

Al silencio expectante le siguió un insípido murmullo y luego un chacoteo. “No pues Pedro, ya nos estás picando… Acabas de llegar y ya nos vas a saquear...”. Por allí alguien soltó una sonora risotada.

— ¡Carajo! ¡Yo no soy póliza de paredón para ninguno de ustedes, carajo! Y si ustedes no me ayudan, yo renuncio y, encima, los denuncio.

— No pues, Pedro, no te pongas así. Que no te gane el mal humor. Mira yo te puedo colaborar con esto...

— Y yo puedo ofrecer esto más…

Y así en esa reunión de emergencia logró recaudar los 86 millones de soles –de aquella época– que hacían falta para superar el bache financiero del país en los siguientes meses. “Apenas se fueron nos pidió a su secretaria, Úrsula Neuebauer, y a mí, que cerráramos la puerta y que no dejásemos entrar a nadie. Dispuso a Úrsula para que escribiera un Decreto Supremo autorizando el encaje al ciento por ciento de las nuevas colocaciones”, recuerda su asistente. Vale decir, los bancos ya no podrían tocar ese dinero. Todos los que prestaron protestaron, le dijeron su vida, pero esa liquidez, utilizada de a poquitos, ayudó a evitar el uso de la maquinita y a impulsar la posterior reducción de la inflación. Cada vez que utilizaba un poco de dinero reducía el encaje.

El uso responsable de esos fondos fue acompañado por otras medidas de austeridad que posibilitaron, en pocos meses, darle vuelta a la economía peruana. Luego confesaría que simplemente adaptó la fórmula que utilizó un ministro alemán en una de las crisis de entre guerras. Producto de ese ordenamiento económico y de las medidas adoptadas, en su segundo y tercer año como funcionario de Hacienda logró picos de crecimiento cercanos al 10% del PBI, performance inscrita en los anales de la historia económica del país.

En otra oportunidad, el historiador Jorge Basadre llegó a La Prensa solicitando el apoyo de don Pedro para hacerse de una persona de confianza que pudiera ayudarlo con el inventario de la educación, sector del cual era ministro. Convinieron en que Salazar Larraín lo asistiera como parte de sus labores. Basadre había sido asesor de tesis de su nuevo asistente y lo conocía bien. El acuerdo versaba en que Salazar

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Larraín debía llegar más temprano al periódico y, luego, trabajar de once de la mañana a las tres de la tarde en el ministerio. Así lo hizo durante dos años ad honorem.

Un día Salazar Larraín recibió un batacazo en un medio de comunicación aduciendo que su nombramiento en el ministerio era irregular, que le pagaban una cifra exorbitante y que, encima, llegaba tarde. Entonces le solicitó a Beltrán que le permitiera responder a través de las páginas de La Prensa. Don Pedro lo calmó y le dijo: “No, no, no, mire usted. Cuando uno entra a la función pública –y de alguna manera ser periodista significa estar en la función pública– le crece la piel un milímetro cada año. No le haga caso. Al final, quieren que usted haga lo que ellos desean y no lo que usted realmente quiere hacer”. Y así pensaba, Beltrán no respondía nada pese a que le decían incendios. “De esa manera se fue creando la imagen monstruosa que sus opositores pintaron de él”, comenta su ex hombre de confianza.

En otra oportunidad cuando seleccionaban personal para el remozado La Prensa, en el grupo cercano de los más jóvenes estaba Alejandro Romualdo Valle, estupendo poeta y gran caricaturista, quien firmaba como ‘Xanno’ y que, además, era comunista a ultranza. Entre los jóvenes hubo cierto recelo al proponerlo porque hacía poco había dibujado para una revista nacional una caricatura de Jesucristo crucificado pero con la cara idéntica a la de Don Pedro, y sobre él rezaba la leyenda ‘El Señor de los Mil Agros’. En verdad era genial, y a Beltrán no le importó. Lo consideró un buen caricaturista, eficiente y eso lo convenció. Así ‘Xanno’ trabajó en el diario por muchos años.

Otro tema que pinta de cuerpo entero a Don Pedro Beltrán fue su predilección por la innovación y la tecnología. Si el pequeño fundo Montalván que heredó de sus padres había hecho fama por la exportación de melones y por sus extraordinarios índices de

productividad, fue en razón de sus experimentos. Pese a la oposición de la mayoría de hacendados de Cañete, él contrató a un brillante genetista, Teodoro Boza Barducci, para que dirigiera la Estación Experimental Agraria de la zona. Beltrán tenía la idea de que cada valle debía tener una estación similar que orientara la producción y el desarrollo agrario. Sucedía que Boza Barducci era aprista inscrito, con carné, y el resto de agricultores estaba seguro de que los iba a sabotear. Pero a él le bastaba con que fuera eficiente. Ya contratado envió al especialista por toda la sierra para que encontrase la variedad de papa que podría pegar mejor en la costa, y así surtir a más bajo costo a la capital. Desde entonces el valle de Cañete es la despensa de papa blanca para Lima.

La dedicada investigación, el procedimiento apropiado y riguroso, la máxima calidad fueron siempre el fundamento de su prédica. En una oportunidad, curioso por saber cómo podían elevar la producción de lúcuma por rama, le dio a Boza Barducci un espacio para que hiciera esa investigación. Beltrán contaba que en Estados Unidos la futura demanda de helado de esa fruta era incuantificable y tenía como proyecto crear un nuevo renglón de exportación enviando la fruta deshidratada. “Era una persona muy sistemática, inteligente y perseverante. Nueve años le tomó encontrar la fórmula y logró aislar cuatro árboles hermosos que producían como ninguno”, apunta Salazar Larraín. Pero por esa misma época se produjo la reforma agraria, le expropiaron la hacienda y el diario La Prensa, le destruyeron su casa del Centro de Lima y quienes tomaron posesión de la chacra, de arranque, le tumbaron los cuatro lúcumos que costaron años de esfuerzo. Ante ese embate se tuvo que ir exiliado del país. Pero esa ya es otra historia.

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ESO ES MÚSICA CELESTIAL PARA MIS OÍDOS

“Yo no quiero shock, no quiero afectar los bolsillos de la gente”, dijo el presidente electo Alberto Fujimori Fujimori a inicios de junio de 1990, antes de asumir funciones. Entonces Hernando De Soto, presidente del Instituto Libertad y Democracia, muy influyente en el final del gobierno de García con su teoría de la titulación de predios para que los más pobres pudieran acceder al capital, le pidió al representante del Fondo Monetario Internacional (FMI) que le hablara al presidente con la pura verdad. “No hay otra forma que el shock, hay que hacer las cosas rápido. Eso han hecho todos los países que han tenido éxito bajando la inflación”, le repitieron.

Como Fujimori no estaba convencido, De Soto le ofreció hacer una cita simultánea con el FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Nueva York. Esa reunión sería intermediada por su hermano Álvaro, que en ese entonces era Sub Secretario de la Organización de las Naciones Unidas, liderada por otro peruano, el embajador Javier Pérez de Cuéllar. Este último convocaría finalmente a los representantes de estas entidades financieras. La idea era que

emitieran opinión sobre los planes presentados por el equipo económico de campaña, bautizados como los siete samuráis, y el que presentaría De Soto en base a un memorándum de tres páginas elaborado por Carlos Rodríguez Pastor, abogado especialista en temas financieros, que se había desempeñado como gerente general del Banco Central de Reserva en el primer gobierno del arquitecto Fernando Belaunde y como ministro de Economía durante el segundo.

El 30 de junio de 1990, convocados por Pérez de Cuéllar, el electo presidente Fujimori se reunió con los representantes de cada institución financiera en Nueva York. El primer plan económico, de tendencia socialista, fue presentado por Adolfo Figueroa. Antes de esa cita, De Soto les había adelantado a algunos de los representantes de los bancos con qué se iban a encontrar en dicha reunión. “En ese momento, el objetivo era romper las dudas de Fujimori, quien tenía idea de la situación del país pero no sabía muy bien lo que ocurría”, afirma el propio De Soto. Entonces, la deuda pública peruana estaba concentrada en estos entes financieros. Solo si el Perú llegaba a un compromiso con los bancos acreedores podría asomar una luz de esperanza dentro de un cuadro económico que hacía rato se anunciaba fúnebre.

Fujimori presentó los dos programas. El de los siete samuráis fue primero y no despertó comentarios, más bien fue seguido por un enrarecido silencio. Inmediatamente siguió la presentación de Carlos Rodríguez Pastor y, apenas finalizado, el entonces Director Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional, el francés Michel Camdessus, profirió una frase que resonaría por semanas e inclinaría definitivamente la balanza: “Esa es música celestial para mis oídos”. Esa misma noche Fujimori concedió una entrevista al New York Times que tituló en su primera página del 1 de julio de 1990: “Nuevo líder peruano logra un acuerdo con el FMI”. Presos todavía del desconcierto, casi ningún

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periódico o medio nacional rebotaría la noticia. Fue en ese momento que el electo presidente empezó a comprender cuál era la única salida para el país, gracias al aval de la banca de desarrollo que sentó las bases para su cambio de rumbo. En los siguientes días Fujimori le propondría a De Soto el Premierato y este declinaría para ser simplemente su asesor personal, función que mantendría por dos años.

Como muestra de su buena voluntad, el FMI y el Banco Mundial le ofrecieron al Perú asesoramiento técnico para impulsar las reformas. Pero uno de los primeros problemas era quién iba a dar la cara ante al país para implementar esos drásticos cambios. Desde que se empezaron a lanzar propuestas, el presidente electo pondría una sola condición: “Cualquiera, siempre y cuando no haya estado con Vargas Llosa. Sino él se pasará el resto de la vida diciendo que fue su plan”.

La primera sugerencia del grupo como candidato para Ministro de Economía fue Luis Valdivieso, pero al presidente no le gustaba porque, en su concepto, no tenía manejo político. El segundo fue Óscar Espinosa y, el tercero, Carlos Boloña. En cualquier caso, con un plan muy diferente al que su equipo le había preparado durante la campaña, Fujimori necesitaba un grupo renovado, alineado y consistente que implementara las nuevas reformas desde cero. Pero la elección del líder de la cartera de Economía no sería más que el primer ladrillo de una superestructura sobre la que se sostendría el futuro económico del país.

EL IMPULSO DEL PENSAMIENTO EMPRESARIAL

El 29 de agosto de 1975, siendo premier, ministro de Guerra y Comandante General del Ejército, Francisco Morales Bermúdez lideró un golpe de estado en Tacna para dar inicio a la “segunda fase del gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas”, y al día siguiente se autoproclamó presidente. Su predecesor, el general Juan Velasco Alvarado venía ya con la salud resquebrajada y se retiró sin oponer resistencia a su casa de Chaclacayo. Podría decirse que el mayor mérito del gobierno de Morales Bermúdez fue delinear el camino de la dictadura hacia la democracia, pues durante su mandato los problemas del Perú estuvieron lejos de desaparecer. La economía siguió mangoneada por el estado, las decisiones eran tomadas por generales inexpertos en prácticamente todos los temas, continuaba la política de subvenciones y los monopolios centralizaban la comercialización y distribución de la mayoría de productos hacia adentro y afuera del país.

Luis Barúa fue el primer ministro civil desde el golpe de Velasco, lo que evidenciaba las intenciones de Morales Bermúdez de simbolizar un tiempo de cambios que, de hecho, se produjeron en la conducción

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económica del país. El presidente encontró una buena contraparte en un grupo de técnicos que lideraban el BCR, entre ellos Manuel Moreyra, Claudio Herzka y Alonso Polar. Sin embargo, la presencia de Barúa en un gabinete casi íntegramente compuesto por militares y la mentalidad estatista arraigada en la mayoría hicieron naufragar durante casi dos años los arrestos reformistas del economista.

Quizá el mayor logro de Barúa fue romper con el protocolo de los Consejos de Ministros. En aquellas épocas los ministros de todos los sectores eran generales, como si los ministerios fueran un nuevo escalafón. A la usanza castrense, según recuerda el economista y fundador del Grupo Apoyo, Felipe Ortiz de Zevallos, en cada consejo hablaban primero los generales de más alta gradación y así en orden hacia abajo, sea cual fuere el tema. Por eso a Barúa, por más que fuera el responsable de la cartera de Economía, le tocaba siempre al final. Al cabo de unas cuantas sesiones, se dio cuenta de que el gabinete solo escuchaba a los cuatro o cinco primeros, que luego no importaba un ápice lo que se dijera y que, si se guardaba para el final sus temas, solo sería capaz de arrancar bostezos. En una oportunidad tomó impulso y exigió rudamente que cuando hubiera urgencia de tratar temas económicos éstos se expusieran primero, porque de esas decisiones dependía el presupuesto de cada una de sus carteras y que, más importante todavía, la situación de la deuda externa, de la inflación y, en suma, de la economía del país estaba lejos de ser la ideal.

Un par de años más tarde, en mayo de 1977, asumiría la cartera de Economía el empresario Walter Piazza Tangüis, ingeniero electrónico con maestría en el Masachussets Institute of Tecnology (MIT) y exitoso empresario en el ramo de la construcción y la informática. En 1969 había sufrido la expropiación de la hacienda Urrutia por la Reforma Agraria, pues “no pudo demostrar una conducción directa” de las

tierras que había heredado de su abuelo materno, el famoso algodonero don Fermín Tangüis. Tres años después, cuando dirigía Industrial Propesca, el sector pesquero fue expropiado, recibiendo él una nueva estocada. Entonces llegó a la convicción de que era necesario desarrollar el pensamiento y la educación empresarial en el Perú y, en lo que pudo, alentó la consolidación del Instituto Peruano de Administración de Empresas (IPAE).

De hecho, cuando fue convocado por el gobierno, Piazza no tenía experiencia política y condicionó su participación a que se hiciera una serie de reformas que, para empezar, priorizaban la reducción de la inflación, que el gobierno asumiera la responsabilidad de la reacción social por el ajuste y que se incrementara el número de civiles en el gabinete. Según contaría Piazza años más tarde, aceptó también porque Morales Bermúdez le pidió ese esfuerzo para devolver al Perú a la senda de la democracia. Eso terminó de animarlo.

Apenas recibió la llamada de Palacio ofreciéndole la cartera convocó en su casa a varios amigos, entre los que se encontraban el abogado Félix Navarro Grau y un funcionario de su consultora, Felipe Ortiz de Zevallos. A ellos se sumaría luego Jorge Camet Dickman, quien completaría la plana de asesores durante su ejercicio como ministro. Una vez en el despacho, Piazza fue consciente de que la situación económica del país era mucho más grave de lo que suponía. En 1976 la inflación se había desbocado a un 47% y ya hacía sentir sus efectos nocivos en la población. En cuatro años la deuda externa había duplicado su tamaño a 7,384 millones de dólares y era claro que el país perdía confianza en el exterior por sus problemas para honrarla. Ya casi no entraban divisas. Por ello pidió a Morales Bermúdez reunirse de inmediato con la Junta de Gobierno, conformada por el propio presidente y los generales a cargo de cada una de las armas que, a la

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sazón, tenía más poder que el propio gabinete. En doce días había elaborado con su equipo un Programa de Emergencia para atacar los problemas más apremiantes en el corto plazo.

Contra todo pronóstico, el agresivo programa liberal que presentó Piazza tuvo la aceptación de la Junta Militar y también del Consejo de Ministros, aunque lo obligaron a incrementar un poco más los sueldos como medida social para equilibrar los recortes. En su discurso del 10 de junio, propalado por la radio y la televisión controlada por el gobierno, identificó cuatro problemas financieros y cuatro estructurales. Entre los primeros estaban:

1. Inflación: incremento compulsivo en el nivel de precios.2. Déficit: diferencia negativa entre el nivel de ingresos y egresos

del país.3. Falta de liquidez de los privados: los créditos estaban restringidos.4. Déficit en la balanza de pagos: la deuda externa llegaba al 40%

de nuestras exportaciones.

Entre los problemas económicos estructurales citó el riesgo de estancamiento en el crecimiento, la carencia de ahorro interno –él proponía que llegara al 25% del PBI, cuando estaba por el 10%–, el hecho de que se planificaran las cosas sin ningún orden de prioridad y el enorme crecimiento del aparato estatal. En ese sentido, el querer abarcar todo había reducido la eficiencia y la productividad del estado. Después de este esfuerzo pedagógico, Piazza expuso su receta:

1. Reducir los gastos del gobierno.2. Eliminar las pérdidas de Petroperú.3. Reducir los gastos militares en armas.

4. No hacer cambios bruscos en la tasa de cambio.5. Compensar la capacidad adquisitiva de la población.6. Pedir un préstamo de 250 millones de dólares, en condiciones

favorables, para equilibrar la balanza de pagos.

El empresario era consciente del impacto que traería en la población el recorte de los gastos del Estado y su propuesta de elevar el entonces subvencionado precio de la gasolina, en 40%, para reducir las pérdidas de Petroperú. Inmediatamente subirían el precio de los alimentos y del transporte, poco a poco todo lo demás. Pero no había otra salida técnica. También mencionó que como complemento de estas medidas debía aprobarse un programa de estímulo para el desarrollo de la empresa privada con el propósito de ‘desestatizar’ la economía.

“Piazza había llegado con un cúmulo de reformas liberales que incluían un componente ineludible, que era la reducción en las compras militares y de armas”, comenta Felipe Ortiz de Zevallos. Sin embargo, los militares fueron inflexibles y adujeron que en defensa de la soberanía nacional era su deber seguir comprando armamento, por lo que se opusieron rotundamente. La situación era muy tensa al interior del Consejo de Ministros, tan es así que el ministro de Economía quiso poner contra la pared a Morales Bermúdez diciéndole que él necesitaba un ministro de Economía que estuviera de acuerdo con su gabinete o un gabinete que estuviera de acuerdo con su ministro de Economía pues, de otra manera, no iban a funcionar las cosas.

Los primeros en criticar las medidas fueron las revistas Caretas –que defendía la necesidad de un alza de sueldos, la ampliación de créditos de la banca estatal y el congelamiento del dólar– y Oiga, que acusaba a Piazza de “empresario”, haciendo eco de las voces radicales y contribuyendo a la devaluación de la imagen de la actividad empresarial en general. Pero

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lo insólito fue que el mismo día de la publicación de las reformas en el diario El Peruano, contraviniendo las medidas de austeridad, el Seguro Social contrató a centenares de nuevos trabajadores y el Ministerio de Salud nombró, ascendió y convino aumentos de sueldo para varios funcionarios públicos, boicoteando la implementación del programa. De allí siguieron las protestas como la suspensión de clases escolares en Puno, paros y huelgas en distintas ciudades del país y se le rebautizó a Piazza como “representante directo de las trasnacionales”.

Ante la convulsión social, el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM), propulsor del modelo militar, citó a Piazza para preguntarle que haría su despacho si su programa de emergencia fuera revisado o anulado por consideraciones políticas y sociales, como había pasado con otros en el pasado: “Haría un flaco servicio a mi país si avalara una mediatización o anulación de las medidas propuestas por razones políticas. En ese caso, prefiero que alguien venga y me reemplace”, respondió, según recuerda el analista José Luis Sardón en una publicación que compila su breve periodo en la cartera. En ese momento, Piazza sabía que estaba echando sus últimas cartas. Después de su temprana renuncia, a cincuenta días de haber asumido el cargo, la situación económica se agravó por el desorden y las medidas populistas de su sucesor, el general Alcibiades Sáenz.

Un día cualquiera, en un consejo de política monetaria con el general Sáenz, también recordado como ‘Caballococha’, se le informaba al nuevo ministro sobre los graves problemas que había experimentado el sector agrario en la última campaña. Acompañaba la reunión su viceministro, Dick Alcántara, y en la sesión se informaba, en rigor, que ese año había sido muy malo, principalmente por la sequía. Alfredo Jalilie, quien estaba allí presente, cuenta que finalizado el informe y dando muestra de una genuina preocupación por el tema, Sáenz se

inclinó sobre la mesa y exigió con autoridad: “Dick, anota. Eso de la sequía lo tenemos que coordinar para que no vuelva a suceder”.

En otra oportunidad, recuerda Felipe Ortiz de Zevallos que, cuando se estaba produciendo la transferencia de la cartera entre ambos equipos económicos, los que dejaban el ministerio debían informar a los que entraban sobre las enormes exigencias que tenía nuestra economía por delante, principalmente por el endeudamiento externo y por el efecto de la inflación, ya que el país estaba a un paso de verse imposibilitado de pagar la deuda externa. Luego de una larga jornada en la que Sáenz participaba quieto y con una mirada inescrutable, incapaces de descifrar si quedaba clara la gravedad de la situación, el equipo de Piazza le preguntó si tenía alguna pregunta. “Sí, dos”, dijo ‘Caballocoha’. “Dónde queda el baño y, segundo, a qué hora se acaba esta reunión”. Ahora Ortiz de Zevallos lo recuerda risueño como una anécdota, pero entonces la incertidumbre sobre el futuro del país seguía creciendo incontenible.

De haber ejecutado el Programa de Emergencia de Piazza, lo más probable es que la economía peruana se hubiera protegido de ese populismo histérico en el que cayó desde 1962 y que terminó abruptamente con el traumático fujishock en 1990. De haber sido firmes en la implementación de las medidas propuestas por Piazza, es probable que el Perú no hubiera padecido la hiperinflación de los años ochenta. Por eso, a esa valiente gestión de apenas cincuenta días solo queda recordarla como otra de las grandes oportunidades frustradas del Perú.

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EL ‘CAMBIO DE CHIP’

La consolidación de los cambios en el pensamiento de Alberto Fujimori se empezaron a gestar durante la segunda quincena de junio de 1990, producto de las visitas que programaron Hernando de Soto y Carlos Rodríguez Pastor a distintos representantes del gobierno norteamericano, a miembros de las Naciones Unidas y a los funcionaros de la banca de desarrollo, léase Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo y Fondo Monetario Internacional. Siendo presidente electo, no se disponía de fondos para realizar ese viaje y ni siquiera se contaba con seguridad; sin embargo, Fujimori insistió en que lo acompañara su hermana Rosa. Y así fue. Para facilitar la logística se consiguió un hotel frente al edificio de las Naciones Unidas, donde habitualmente se alojan los embajadores, y en el que el presidente electo ocupó la suite presidencial. Un día antes de iniciar la ronda de reuniones, Fujimori le pidió a De Soto que lo visitara en su habitación.

— Mire, me ha venido a visitar hace un momento el gerente del hotel y yo le pregunté cuánto valía toda esta manzana. Me comentó

que unos 800 millones de dólares. Usted tiene muchas conexiones con los norteamericanos y ya me ha metido en esto. Dígales que no sean apretados, pues. Solo tienen que vender tres manzanas como ésta y los problemas del Perú desaparecen.

Cuando De Soto terminó de oírlo se sintió absolutamente deprimido y pensó, ‘Dios mío, en qué estamos metidos’. Bajó tristísimo a contarle a su esposa lo que había sucedido y minutos más tarde decidió llamarlo de nuevo para subir a su habitación.

— Estoy probando mis alimentos. Si no tiene problema, conversamos mientras tomo mis alimentos, contestó el presidente.

— Señor presidente, le voy a contar por qué este es un gran país. El presidente Bush no puede vender ni ésta ni las demás manzanas. No le pertenecen. De lo que se trata ahora es que no hay confianza en el Perú. El día en que haya confianza en el Perú, entonces usted verá que la gente invertirá.

Cuando salió de la habitación De Soto aún seguía preocupado, así que llamó a Rodríguez Pastor para decirle que esa noche tenían tarea. Él segundo lo resolvió de una manera muy simple y con un ejemplo más tangible.

— Señor Presidente, los contratos peruanos no valen nada. Si el primero de julio anunciamos las medidas que vamos a tomar, usted verá cómo se revaloriza el país y nos devuelven parte de la confianza.

Y así sucedió. Nuevos visos de confianza arropaban el futuro próximo del país con el anuncio y la noticia publicada en la primera

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página del New York Times. Sorprendido por el efecto inmediato, Fujimori le pidió a Rodríguez Pastor que le ensayara una explicación.

— Mire, señor presidente, yo no soy un intelectual, soy un banquero muy práctico. Hay una cosa que se llama círculo virtuoso y, otra, que se llama circulo vicioso. Por el momento estamos en un círculo vicioso. El día que usted aguante la inflación y la gente sepa que el gobierno no va a gastar lo que no tiene así se pase hambre, así estén haciendo salvajadas en el interior, si aún así usted no gasta, ese día el Perú sale adelante.

Para De Soto, el candidato ideal para el Ministerio de Economía era Luis Valdivieso, hijo del recordado ‘Mago’, extraordinario arquero de Alianza Lima y de la selección peruana en el primer mundial de Uruguay. Valdivieso había sido siempre una persona muy sólida y de probadas credenciales. Cuando Fujimori le hizo las preguntas habituales que le hacía a los candidatos, el economista tomó la imagen que ya había esbozado Rodríguez Pastor.

— ¿Y que haría usted si hay necesidad de un gasto adicional?— Señor presidente, yo me siento sobre la caja fuerte y no le tolero

a usted ni un dólar más.— Ah, interesante. Muchas gracias.

Cuando salió Valdivieso, Fujimori le preguntó a De Soto qué le había parecido, y este le respondió que fantástico, que ese señor aseguraba una férrea disciplina, que de ninguna manera se iba a levantar de la caja.

— Ese es el problema –dijo el presidente–, no es suficientemente político. ¡El siguiente!

Dos meses después de esa visita a Nueva York, Fujimori había asimilado completamente la lección. Entonces ya tenía la intuición de que la raíz del problema estaba en la propiedad del Estado y la clave de la solución en la inversión privada; que no había que gastar por gusto y sabía –más claramente que muchos especialistas– cuál era el camino para solucionar el tema de la cuantiosa deuda pública del Perú.

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EL ESTADO ACAPARADOR

Al final del gobierno de Morales Bermúdez, tras el desastre de la gestión del general Alcibiades Sáenz, hubo un intento de liberalización que funcionó hasta cierto punto y que fue liderado por el entonces ministro de Economía Javier Silva Ruete, gestión que también se vio beneficiada por un alza espectacular en el precio de los metales. En un salto sin precedentes, el precio internacional de la plata pasó de tres a cuarenta dólares la onza, lo que le permitió al Perú recuperar cierta estabilidad en su ansiada vuelta a la democracia.

Una de las medidas de Silva Ruete consistió en la desaparición del Registro Nacional de Manufacturas (RNM) que, desde 1971, en un absurdo afán proteccionista, permitía a cualquier empresa nacional inscribir un producto ante el Ministerio de Industria y Comercio y así bloquear la importación de otro similar. Además del RNM se creó otra Lista de Importaciones Prohibidas que, junto con las primeras, sumaban alrededor del 40% de partidas arancelarias. Vale decir, los productos industriales más atractivos para hacer negocios en el Perú estaban prácticamente prohibidos de entrar al país.

A contracorriente, se implementaron diversas Licencias de Importaciones, especialmente para insumos del sector agrícola; luego se abrió el espectro a alguna maquinaria minera y más tarde rebajas arancelarias a partidas de distintos sectores. Lo cierto es que cinco años después no existía una lista consolidada de estas restricciones, lo que provocó también una superposición de normas, de prohibiciones y de atribuciones para conceder licencias, las mismas que eran otorgadas por oficinas públicas de sectores y niveles diferentes, creando un caldo de cultivo ideal para la corrupción y haciendo casi imposible el control de los órganos pertinentes. Así las cosas, lo único que lograron estas restricciones proteccionistas fue un significativo retraso de la industria nacional. Para tener una idea, producto de los aranceles para los artefactos importados, una buena licuadora llegó a costar el equivalente a 750 dólares.

Como consecuencia, durante varios lustros, los peruanos nos conformamos con utilizar las mismas marcas desde los comestibles hasta la ropa, desde los juguetes hasta las refrigeradoras, desde las zapatillas hasta los taladros. No teníamos alternativas porque el mercado era restringido, se producían productos únicos y nosotros casi no teníamos la posibilidad de elegir. Los zapatos eran Bata, las pelotas Viniball, los calzones Mochita, la leche ENCI, el jabón Bolívar, las galletas Field, los helados D’onofrio, el panetón Motta, los uniformes Polystel, y así en casi todas las categorías.

Pero, por si fuera poco, a partir del gobierno de Velasco, el estado se apropió de las llamadas industrias estratégicas como el acero, la química básica, todos los servicios públicos –la generación y distribución de energía, la telefonía, el agua potable– y, de a pocos, se fueron sumando mediante expropiaciones las empresas mineras, pesqueras, petroleras y de transporte. Incluso se crearon más tarde empresas

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que monopolizaron la importación de insumos y la exportación de productos.

“Uno de mis primeros encargos en el estado hizo que me involucrara con ENCI (Empresa Nacional de Comercialización de Insumos), que manejaba casi el 40% de las importaciones peruanas, para hacer un trabajo silencioso y de choque con los políticos de turno. Lo que nos tocó fue desmantelar todo ese aparato de control”, anota Mayu Hume, viceministra de Comercio durante el segundo mandato de Belaunde.

Así como ENCI (1971), se habían creado también otras empresas que monopolizaban la importación de insumos y comercialización de productos en los distintos sectores; por ejemplo, la Empresa comercializadora de harina y aceite de pescado (EPCHAP) en 1970; la Empresa Comercializadora de Minerales (MINPECO) en 1974, a través de la que se vendía todo el mineral peruano; Petróleos del Perú o Petroperú en 1969; la empresa siderúrgica SIDERPERU en 1969; la Empresa pública de servicios agropecuarios y pesqueros (EPSAP) en 1969, que se dividiría en dos en 1970: EPSA para la parte agropecuaria y EPSEP para la de pesca y otras más. En 1975, todas estas empresas públicas controlaban el 50% del total de importaciones y el 85% del total de las exportaciones del país.

Con el tremendo peso de las empresas públicas en la economía nacional, el gobierno no pudo distraer su apetito de controlar también los precios de los alimentos básicos como el arroz, el trigo, la carne y los productos lácteos, propiciando distorsiones y subvencionándolos posteriormente. A la par se crearon reglas prohibitivas y diferentes para la inversión extranjera y se bosquejaron nuevas formas de propiedad en la industria y en la agricultura, basadas en el supuesto de que la participación de los obreros en las decisiones y utilidades de las empresas terminarían con la pobreza.

Antes del retorno al sistema democrático en 1980 el gobierno militar convocó a elecciones libres para conformar una Asamblea Constituyente y establecer mediante una Carta Magna un nuevo pacto ciudadano. Producto de esa elección, la primera mayoría le correspondió al Apra, bajo el liderazgo de su fundador histórico, Víctor Raúl Haya de la Torre, quien presidiría la asamblea. En ese horizonte democrático la economía seguía desplomándose. La inflación de 1978 fue de 75% y la del 1979 bajó levemente a 67%; sin embargo, seguía siendo muy alta, pues se estima más controlable si se ubica por debajo del 4%.

Una de las falencias claves de esa Constitución en el tema económico es que fue elaborada antes de la caída del muro de Berlín y que, en dos de sus terceras partes, contenía los mismos conceptos de la anterior, elaborada para una realidad de cinco décadas atrás (1933), sin considerar un contexto económico y un futuro que ya suponía cambios acelerados a nivel global. Incluso, esa carta dejaba espacios claros para la limitación del derecho de la propiedad privada y, del mismo modo, alentaba la participación empresarial del estado de manera principal e irrestricta, como era entonces el pensamiento del Apra y de las fuerzas de izquierda en el país.

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BUSCANDO A QUIEN DIERA LA CARA

Como si se hubieran puesto de acuerdo, consultados por el equipo de Fujimori, todos los candidatos al Ministerio de Economía argumentaron que necesitaban llegar, al menos, con un pequeño equipo. Esa respuesta era lógica porque, entonces, el presidente electo seguía siendo una incógnita, nadie sabía quién era o qué cosa iba a hacer. De pronto, un día el mismo Fujimori sacó una sugerencia de debajo de la manga: Juan Carlos Hurtado Miller. Hurtado había sido su compañero de la universidad y uno de los pocos representantes de Acción Popular al que el Fredemo no había tomado en cuenta; es decir, se había quedado sin casa política. “Él es perfecto –subrayó el propio Fujimori–, va a hacer lo que nosotros le digamos porque no tiene adonde ir”, remató.

Después de la traumática derrota del Fredemo hubo en sus filas un desconcierto generalizado, especialmente en Lima, tan es así que Belaunde les había ordenado a los acciopopulistas que nadie fuera a saludar al presidente electo. “Yo tuve que increparlo en un coctel porque en un momento dijo airadamente que no podíamos permitir que un japonés fuera presidente del Perú. Estaba furioso. Entonces yo

le pregunté directamente si estaba sugiriendo que debía haber un golpe militar”, recuerda Felipe Ortiz de Zevallos.

Por entonces, Hurtado Miller –integrante del grupo de los ‘violeteros’ de Acción Popular, conformado por los parientes y los más allegados a la esposa del ex presidente Belaunde, Violeta Correa– había estado en Buenos Aires y se había presentado en Lima con la intención de saludar a su recientemente electo ex compañero de la universidad. Lo llamó a sabiendas de la prohibición del líder de su partido. Cuando se comunicó con el presidente electo le dijo que él se acercaría a saludarlo y que lo haría con un fotógrafo para que fuera evidente el desacato.

“En esa conversación Fujimori le comentó a Hurtado Miller que llegaba de Japón y que debía implementar el programa propuesto por Rodríguez Pastor durante la gira. Yo creo que, hasta ese momento, para el flamante presidente el tema de las reformas y de la promoción de las inversiones privadas era una manera de resolver un problema de corto plazo”, concluye el propio Ortiz de Zevallos, y no la salida al terrible entrampamiento político y económico en el que estaba anclado el país.

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LA MALDITA RECETA DEL POPULISMO

Tras una Asamblea Constituyente, el Perú retomó el rumbo de la democracia en 1980 y se hizo evidente el fracaso real y simbólico del gobierno militar en su aventura revolucionaria, pues el arquitecto Fernando Belaunde –a quien Velasco había defenestrado del poder– fue electo con un respaldo del 45% de los votantes. Ese retorno triunfal significó también el regreso de Manuel Ulloa a la cartera de Economía quien, después de haber sido deportado en el 68, juntó a un joven y dinámico equipo en el MEF. Mientras Belaunde escribía su discurso para la asunción de mando en la casa de su correligionario Carlos Tizón; Mayu Hume, Pepe Valderrama y Roberto Abusada, entre otros, se trasladaron a Paracas para afinar el plan económico junto con el seductor economista. Entre las medidas previstas en ese plan figuraban el fin de la reforma agraria, la liberalización de precios, la venta de 172 empresas del Estado y un paquete de normas para abrir nuevamente la economía peruana al mundo.

Para ello, antes de que se realizara la transferencia de gobierno, Ulloa le había pedido a su antecesor, Javier Silva Ruete, que traspasara

Comercio Exterior de la cartera de Industria a la de Economía, pues veía inadmisible que la relación comercial del país con el exterior estuviera en manos de empresarios que todavía ostentaban ideas proteccionistas. Del mismo modo, Aduanas también pasó a Comercio con el propósito de convertirla en un ente facilitador y no en uno con funciones de recaudación, vale decir, controlista.

En ese tiempo, muchos de los empresarios se habían acostumbrado a pedirle al estado un ‘arancel altísimo’ para que así se hiciera más difícil la importación de productos similares a los suyos y ‘arancel cero’ en los insumos para producir barato. “No había ningún sentido de solidaridad. Entonces se inició un proceso de reconversión industrial, que fue la base de una industria más competitiva como la actual. Los empresarios no se daban cuenta de que a mayor protección, a menos competencia, había menos posibilidades de exportar”, recuerda Mayu Hume, quien fuera viceministra de Comercio en el MEFC de Ulloa.

El plan del entusiasta equipo económico se elaboró muy rápido, pues recuperaba los principios de los intentos precedentes de liberalización, pero sufrió un serio revés cuando se lo presentaron al presidente Belaunde: “Lo que pasa es que Orrego se va a presentar a las elecciones municipales en noviembre y no hay que mover mucho las cosas”. Nuevamente primó el cálculo político, el populismo electorero y el Perú perdió la oportunidad de implementar las reformas diez años antes del fujishock. Sin embargo, el equipo económico siguió avanzando en la medida de sus posibilidades.

Manuel Ulloa era un político ducho, muy inteligente y solía caer siempre bien parado. Pero en el día a día tenía una seguidilla de frases que eran incomprensibles como “sí, no, mira, claro, adelante. Nunca sabías si estaba de acuerdo con un tema crítico; te alentaba, pero de hecho si las cosas no funcionaban siempre iba a ser tu culpa”, recuerda

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el ahora analista Roberto Abusada. El clima político estaba tan agitado que nadie quiso ir al CADE, así que Abusada mismo se ofreció a representar al estado en esa cita. Un par de años antes, contratado por el Banco Mundial, había hecho un ronda con los empresarios para sensibilizarlos en torno a la liberalización de la economía. “Hice la ponencia y Ulloa tomó un avión que aterrizó en el Hotel Las Dunas. Cuando llegó respaldó ante el empresariado todo lo que dije”, recuerda. Pero al día siguiente, los periódicos salieron con titulares del tipo “Enemigo de la producción” , “El nuevo Esparza Zañartu”… Era la época en la que bastaba un ‘periodicazo’ para tumbar a un funcionario.

Pero más allá de lo que publicaran los medios, las pugnas internas dentro de Acción Popular ya eran entonces muy intensas. Tanto como un buen líder, Ulloa era una persona veleidosa, amante de la noche y de las mujeres y, además, tan necesario como incontrolable para el propio presidente. Quizá por ello era odiado por Violeta Correa, la esposa de Belaunde. El ministro fue mandado a seguir por las noches, la prensa se deleitó con sus aventuras, avivó su leyenda y, al final, precipitaron su caída. Ante el escarnio público lo sucedió en la cartera Carlos Rodríguez Pastor Mendoza, quien apenas asumió tuvo que afrontar un momento muy difícil, un punto de quiebre traumático para el país y que llegó de la forma más inesperada.

No fue la oposición de las fuerzas políticas rivales, ni la presión de los empresarios proteccionistas, tampoco la influencia de las fuerzas contrarias dentro del propio Palacio de Gobierno sino que, en el verano de 1983, el entonces desconocido Fenómeno del Niño trajo consigo una catástrofe en la forma de temporales, muerte y destrucción.

Producto de los huaycos, inundaciones y sequías se echó a perder más del 60% de las cosechas de plátano, camote, pasto, yuca y hortalizas en la costa norte; se destruyeron cerca de 20,000 casas y cuantiosas

redes de agua potable y alcantarillado, incrementándose en un rango sin precedentes las atenciones en salud por enfermedades como la diarrea, el paludismo y otras de las vías respiratorias.

Del mismo modo se bloquearon las carreteras por los derrumbes de pistas y puentes provocados por los huaycos y las crecidas de los ríos, elevándose así los precios de los alimentos. La sequía fue el punto contrastante en la zona sur, afectando a Puno e influyendo negativamente en la producción agrícola y ganadera de Cuzco, Arequipa, Ayacucho y Apurímac; sumado a que el influjo de las aguas cálidas hasta el sur de Lima precipitó la huida de nuestra fauna marina más hacia Chile, especialmente de especies como el lenguado, tollo, róbalo o langostinos, cayendo la producción del sector pesquero en un 65%. Esa debacle ambiental significó la reducción del PBI nacional en 12,5%, según los cálculos conservadores de esa época.

“Ese quinquenio fue como estar en un bote artesanal pequeño, en medio del océano y bajo una tormenta enorme. En esas circunstancias uno hace de todo para no voltearse. Así fue el manejo económico. Los problemas empezaron a finales del 82, con el colapso de México y la crisis de la deuda externa y cuando, en el verano de 1983, sobrevino el tema del Fenómeno del Niño, ya todo fue desastroso”, recuerda Richard Webb, quien fuera presidente del Banco Central de Reserva durante el periodo 1980–85.

Si bien la economía peruana se había estabilizado con el alza en el precio de la plata a fines de los setenta, nos azotó de rebote la crisis financiera mexicana en la región y el Perú se arruinó nuevamente. La población entrada en pánico le exigió respuestas al gobierno y Belaunde reaccionó, a la usanza de nuestros políticos, con más populismo.

Abusada recuerda que en su juventud, ante la necesidad de controlar los gastos y las advertencias para implementar un manejo

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disciplinado de la economía, se quedaba pasmado y sin palabras frente a las respuestas del experimentado presidente acciopopulista a su equipo económico:

— Señor presidente, estamos gastando 4% del Producto Nacional Bruto en las empresas eléctricas.

— No hay problema, estamos cambiando débiles soles por poderosos kilovatios.

— Señor presidente, no tenemos dinero para hacer Charcani IV. — ¿Usted sabe lo que es un wáter? El wáter tiene esta parte de aquí

abajo y esta otra de aquí arriba, y allí solo falta el tanque, ¿cómo no lo vamos a hacer?

— Señor presidente, el proyecto Majes es muy caro, nos costaría mil millones de dólares.

— ¿Cuánto va a producir al año?, repreguntaba.— No sé, unos cien millones a lo sumo.— Entonces, ¡¿cuánto es cien, más cien, más cien, más cien…?! ¿Así

no llega usted a mil?

Belaunde era una buena persona, un tipo honesto, un soñador total, pero también un irresponsable en el manejo económico. Más allá de la devolución de los medios de comunicación a sus legítimos dueños –que habían sido expropiados en 1974 por Velasco– no hubo avances en el desmontaje del sistema productivo del país. Las empresas públicas siguieron subvencionadas, con tecnología obsoleta y gestiones ineficientes. Tampoco se terminaron de erradicar aquellas restricciones que limitaban la conexión comercial del Perú con el resto del mundo para que, de esa manera, fuera posible propiciar una mejora en la economía del hogar, en la calidad de los productos y en el precio de los

alimentos. “El tema central es el consumidor. Y todos los sobrecostos de los alimentos importados, que llegaban a precios absurdos para los que tenían protección como el azúcar o el arroz, lo único que provocaban era un gran sacrificio para los más pobres. Lo lógico habría sido abrir el mercado para que bajaran los precios de los alimentos básicos, hasta de la leche”, subraya Mayu Hume.

Habría que decir en favor del gobierno de Belaunde que en esos tiempos todavía no se había iniciado el proceso de globalización, que seguían vigentes las ideas que trocaron en obsoletas tras la caída del muro de Berlín, que en la región solo Chile había emprendido ese camino; pero también, por el contrario, que si entonces hubiésemos iniciado el proceso, probablemente el Perú de hoy sería más fuerte y su economía más relevante en la región.

Continúa Abusada, “lo útil ahora sería reflexionar por qué se pudieron hacer las reformas en los noventa, cuando estábamos de rodillas, y por qué no con un presidente decente como Belaunde, con una economía más fuerte, con un mandato político increíble”.

Cabría agregar por qué se nos hace tan difícil reconocer, comprender y continuar ese proceso que hoy está permitiéndole al Perú el crecimiento, la interconexión y el desarrollo; y así propiciar un combate real y exitoso frente a la pobreza. ¿O es necesario sentirnos agobiados por la hiperinflación y el terrorismo, en la última lona, para desterrar apetitos de poder y hacer una causa común hacia el desarrollo?

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CAMBIO OBLIGADO EN EL EQUIPO

Ya se había decepcionado con la gestión del gobierno de García que, a su juicio, estaba destruyendo la economía y éso, sumado a la escalada terrorista que se extendía al 60% de las regiones en el interior, configuró un punto de quiebre para él. Vendió su casa y se llevó a sus cuatro hijas para trabajar temas inmobiliarios en Connecticut. Más todavía, cuando vio al candidato Mario Vargas Llosa en plena campaña de 1990 anunciando un shock como parte inicial de su programa, sintió que ya todo estaba perdido. “Ese es un enorme error político –pensó–. Nadie puede ganar una elección anunciando que va a hacer un shock”.

Alejado de todo y concentrado en su familia, Carlos Boloña Behr celebraba el cumpleaños de una de sus hijas en Florida cuando recibió la llamada de Carlos Rodríguez Pastor. “Carlos, estamos con Fujimori en Washington y quiero que me acompañes”. No acudió a la cita. Estaba seguro de que el Perú repetiría el camino de Bolivia, que había sufrido una hiperinflación de entre 100% y 200% por mes, y que él conocía bastante bien, pues había sido parte del equipo de Jeffrey Sachs, un economista que fuera asesor en varios países de América Latina y

Europa del Este, y que tuvo la tarea de procurar la estabilización económica de los altiplánicos. “La experiencia en Bolivia fue para mí como ver el cometa Halley. Conocí el monstruo de la hiperinflación por dentro, pero jamás pensé que lo vería otra vez, tan pronto, y nada menos que en mi propio país”, resume Boloña.

Él había trabajado con Rodríguez Pastor, en 1983, como jefe de los asesores económicos en la negociación con el FMI, pero se decepcionó porque, según él, para Belaunde hacer un pequeño ajuste o una devaluación era como traicionar a la patria. Ni por asomo estaba en su cabeza aceptar un encargo en el Ministerio de Economía, menos integrando el gabinete de un proyecto incierto y contrario a sus fundamentos como el de Fujimori. “Yo ya había visto en Bolivia que el BCR lo manejaba la Central Obrera Boliviana; su edificio lo tuvo que tomar la Fuerza Armada porque no dejaban de imprimir billetes cuando les daba la gana y tampoco de mandar dinero en camiones hacia Oruro, Santa Cruz y otras partes del territorio boliviano”.

Algunos días después volvió a recibir la llamada de Rodríguez Pastor. Fujimori estaba de regreso en Estados Unidos tras su gira a Japón y tendría una parada rápida en Miami. “Lo contravine diciéndole que para qué perdía el tiempo, que todo iba a ser peor. Rodríguez Pastor me pidió que, aunque sea por curiosidad, conociera a Fujimori. Tanto insistió que fui”, sostiene quien fuera el primer economista peruano con un doctorado en Oxford. El presidente estaba alojado en el Ritz Carlton y, pese a ya haber tomado una decisión por la vía contraria, todavía seguía en compañía del equipo económico de su campaña.

— Yo sé de política, tengo mucha intuición y por eso he ganado las elecciones. No sé de economía, pero sé pensar. Quiero que me digan cómo se baja la hiperinflación.

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La reunión se dio en una habitación del hotel con los asistentes sentados en las dos camas. Fujimori le pidió primero respuesta a Adolfo Figueroa, jefe de su equipo económico, quien argumentó que un día podría subir el precio del aceite, otro el de la gasolina, más tarde el de otros artículos de primera necesidad y que con modelos econométricos y otras medidas podría salvarse el tema. Boloña fue menos técnico.

— La hiperinflación es un cáncer, señor presidente, y el cáncer se tiene que extirpar. Y tienes que operar con lo que tienes. Si no tienes anestesia, usas cloroformo, y si no hay un escalpelo, tendrás que hacerlo con un cuchillo. Pero hay que extraerlo, sino se muere el paciente. El paciente es el Perú. Las armas que tiene el gobierno son la disciplina fiscal y la disciplina monetaria: No gastes más de lo que tienes y no imprimas más billetes de lo que tu economía, sanamente, sea capaz de digerir. Esto es fácil de decir, pero muy difícil de hacer. Sin embargo, hay que hacerlo. Esa es mi experiencia.

— Yo no soy experto, pero lo que tú propones, Adolfo, eso no baja la hiperinflación. Lo que dice el doctor Boloña me convence más.

Fujimori se disculpó porque debía tomar un avión de regreso al Perú. Boloña pensó que ya había cumplido y se retiró, pero una semana más tarde lo llamaron pidiéndole que viajara a Lima para entrevistarse nuevamente con Fujimori. Allí le ofrecería ser ministro de Economía.

— Mire, señor Presidente, la verdad es una propuesta suicida la que usted me hace pero, veamos, le pongo algunas condiciones. Al presidente del Banco Central de Reserva lo pongo yo.

— Noooo... Mire a (Richard) Webb cómo no le hacía caso a Belaunde. Al presidente del BCR lo pongo yo. Eso no es aceptable.

— Señor Presidente, si yo tengo que tapar y usted me pone un defensa que se dedicará a meter autogoles, eso no va a funcionar. Un ministro de Economía que no forme buena dupla con el BCR no sirve.

“Así nos pasamos dos días discutiendo, me decía que no fuera terco y yo le insistí en que no íbamos a poder hacer nada si, al menos, no tenía de mi lado al presidente del BCR. Al final no nos pusimos de acuerdo”, recuerda Boloña. Es por esas semanas que Fujimori propondría a Hurtado Miller para la cartera de Economía, quien luego haría el shock y daría el famoso discurso del “Que Dios nos ayude”. El shock es una medida drástica que demanda mucho coraje pero que en términos técnicos no es muy complicada de ejecutar, pues a lo único que obliga es a liberar los precios. Además, estaba claro que esa acción iba a afectar y desgastar a quien liderara la medida en no más de seis meses. Por su parte, sin darse cuenta, Boloña ya se había involucrado nuevamente con la agenda peruana, las noticias y las urgencias del país volvían a acaparar sus pensamientos y empezaría a trabajar más cerca a los problemas del Perú desde el Instituto Libertad y Democracia.

El proceso de capacitación y ablandamiento, para que Fujimori pasase de un programa con ideas anacrónicas a otro liberal, fue una estrategia que funcionó perfectamente pero el ‘cambio de chip’ –como se refirió la prensa peruana a ese hecho durante mucho tiempo– se concretó en Japón. “Recordemos que al presidente lo recibió el mismo emperador japonés. Si el gobierno japonés no le hubiera dicho que de llegar a un acuerdo con el FMI, ellos apoyarían al Perú, no se le hubieran despejado las dudas”, sostiene Felipe Ortiz de Zevallos. Cuando se vuelve a reunir en Miami con sus asesores económicos y con Carlos Boloña, que asomaba como nuevo ministro de Economía, ya el presidente electo estaba convencido de cuál era la ruta que le había deparado el destino.

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CÓMO TENER ÉXITO EN LA QUIEBRA DE UN PAÍS

A mediodía del 28 de julio de 1987, el presidente Alan García dio uno de sus famosos y grandilocuentes discursos, pero aquella vez su verbo encantador, si bien encandiló a las masas como siempre, terminó por escarapelar la piel de los empresarios y profesionales. Desde que asumió la primera magistratura, su decisión de destinar solo el 10% de las exportaciones para el pago de la deuda externa peruana había mantenido, hasta ese momento, más o menos estables las arcas del país. Pero la medida era una bomba de tiempo. Era previsible que las reservas nacionales se extinguirían rápidamente por los absurdos subsidios que se canalizaban hacia las empresas administradas por el estado. Por si fuera poco, la decisión unilateral de no pagar a la banca de desarrollo le había cerrado al país las puertas del financiamiento externo pues, tanto el Fondo Monetario Internacional como el Banco Mundial tenían un público enfrentamiento con el joven mandatario, quien no perdía oportunidad para achacarles las desgracias por las que había atravesado el Perú en las dos décadas precedentes y, particularmente, en los meses que llevaba como gobernante.

Habiéndose presentado como “el presidente de todos los peruanos”, la medida había sido saludada en un país que parecía ingobernable y que en el frente interno debía lidiar con la sanguinaria guerrilla de Sendero Luminoso, con el narcotráfico, con la corrupción en las distintos sectores y esferas del estado –especialmente en las fuerzas policiales y en el Poder Judicial– y con una crisis social que era consecuencia de los exiguos salarios, el desempleo y la escasez.

Al parecer, la estrategia del enemigo común externo –la banca internacional– le permitiría a García un primer respiro y el apoyo popular frente a la enorme agenda interna pendiente y, de paso, le daba al mandatario un notable rol protagónico entre los demás presidentes de América Latina. El dinero de los peruanos, decía, no debía utilizarse solo para pagar las deudas a los bancos internacionales, sino que debía ser destinado al crecimiento y a la redistribución: “Pagar 10% significa cambiar los plazos; pagar 10% significa variar de hecho la tasa de interés; pagar 10% significa recuperar la independencia y la soberanía. Hasta ahora nos han gobernado desde afuera, comencemos a gobernarnos por nosotros mismos”, dijo a tres semanas de asumir la presidencia en un evento sobre la deuda externa organizado por el entonces alcalde de Lima, y líder de la Izquierda Unida, Alfonso Barrantes Lingán.

Durante los dos primeros años de su gobierno, los apristas se ufanaban de que el Perú crecía a un ritmo del 10% y, de soslayo, minimizaban el hecho de que ese crecimiento era a costa de una inflación del 100%, haciéndole creer al país que sería una bonanza eterna cuando en realidad se trataba de una ficción insostenible. Siendo imposible el financiamiento externo por el enfrentamiento con el sistema internacional, su gobierno se volvió adicto a la maquinita, imprimiendo dinero inorgánicamente para cubrir el déficit fiscal, lo que a la larga disparaba incontenibles los indicadores de la inflación.

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Paralelamente, con una lógica totalmente populista, mantenía el precio del dólar bajo, lo que desalentaba las exportaciones y promovía la especulación, más todavía en un país que importaba casi todo, desde alimentos hasta insumos industriales. Tan desprolijo era el manejo de las divisas que se crearon múltiples tipos de cambio de acuerdo a la “necesidad social” de cada producto, lo que terminó enriqueciendo a unos pocos importadores que conseguían licencias para importar barato –casi siempre mercantilistas cercanos al gobierno– y que, al final de cuentas, terminaron empobreciendo aun más al país.

El tema principal de aquel discurso televisado de 1987 que escarapeló la piel de los empresarios, fue el mensaje a la nación de Alan García anunciando su propuesta de nacionalizar y estatizar todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras que operaban en el Perú. El estado tenía bajo su administración ya casi todas las grandes empresas productivas y de servicios del país y, ahora, al carismático pero corto de divisas presidente, se le había ocurrido que su gobierno debía administrar el dinero que estaba depositado en las cuentas de ahorros de todos los peruanos.

Capturado el aparato productivo y el sistema financiero, poco margen de acción le quedaría a la prensa independiente, que corría el riesgo de ser estrangulada vía los créditos de la nueva banca estatal y por la promesa condicionada de la publicidad. Bajo la apariencia de una democracia se estaban estableciendo los cimientos de un régimen que concentraría de manera descomunal el poder político y económico, que en esas circunstancias no tendría oposición posible y que, en palabras del entonces ministro de Energía y Minas, Wilfredo Huayta, prometía cincuenta años en el poder.

El riesgo previsible era que esa medida fuera apoyada por los ciudadanos poco informados pues, en honor a la verdad, en ninguna

parte del mundo los banqueros son seres muy apreciados por las masas. Y a ello habría que sumarle una suerte de reivindicación emocional de la ciudadanía frente a una clase empresarial compuesta también por especuladores y oportunistas que, lejos de generar riqueza, desaparecían de las estanterías el arroz, el azúcar, los productos básicos y hasta las medicinas, haciendo mucho más dolorosa la supervivencia en ese oscuro e inseguro escenario cotidiano.

Poco tiempo más tarde, por la reiterada negativa a pagar la deuda externa de acuerdo a los compromisos firmados por el estado, el Perú sería declarado inelegible por la banca internacional y, prácticamente, pasaría a ser considerado un país paria en el concierto global.

La inflación a fines de 1990 fue de alrededor de 7,600% al año, 2'178,482% acumulada en los cinco años del gobierno aprista, las reservas internacionales tenían un saldo negativo de 150 millones de dólares, la recaudación fiscal se reducía a menos del 4%, la deuda externa era el 60% del PBI y estaba vencida en un 65%, configurando todo ese cuadro una película de terror en materia económica. En la práctica, el presidente García le legó a su sucesor un país en ruinas.

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LA MASACRE DE LOS MÁS POBRES

Pero el hecho de que el sistema financiero considerara al Perú como un país paria era solo una parte de nuestros problemas a fines de los ochenta. El Perú, como sus vecinos latinoamericanos, había sido históricamente pobre. Una pequeña clase privilegiada había controlado las decisiones y los enclaves de riqueza más importantes, a la usanza de los españoles durante la colonia, pero antes de entrar a la década de los noventa la situación era diferente: el Perú era mísero y estaba prácticamente desahuciado. No se veía futuro. Nadie nos prestaba dinero ni invertía en nuestro territorio.

Peor aún, varias regiones de los Andes centrales estaban devastadas por la violencia terrorista y por la respuesta temerosa y descontrolada de las Fuerzas Armadas. Regiones de una pobreza desgarradora como Ayacucho –donde había nacido el movimiento subversivo de Abimael Guzmán– junto con Junín, Cerro de Pasco, Huancavelica, Puno y Apurímac estaban aisladas y ensangrentadas, pues Sendero Luminoso derrumbaba constantemente puentes y torres eléctricas, causando zozobra en la población e impidiendo que se desarrollasen actividades

políticas o económicas. Las autoridades, sean alcaldes, prefectos o jueces de paz eran ejecutados en las plazas públicas y muchas veces sus cuerpos eran despedazados por granadas de guerra solo por el hecho de representar el orden y la intermediación entre los campesinos y alguna instancia de poder.

El terror y el caos eran dueños del espíritu de las personas, especialmente de los quechuahablantes de las zonas más alejadas. Así como se bloquearon carreteras y destruyeron puentes, los terroristas destruyeron también plantas experimentales de agricultura y ganadería, asesinaban técnicos nacionales y extranjeros, dinamitaban vehículos de trabajo como camiones y tractores, tiraban abajo costosas hidroeléctricas y eliminaban el ganado para impedir que pudieran alimentarse el ejército y los propios campesinos, a los que –ante la duda– también eliminaban por ser contrarios a sus intereses o por sospecha de soplonerías.

Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), en la recopilación de información y análisis de las causas del conflicto armado durante los años ochenta y noventa, recibieron reportes de 26,259 personas muertas o desaparecidas y, aplicando una metodología de estimación de múltiples sistemas, llegó a la conclusión de que esta guerra no convencional dejó 69,280 víctimas mortales. El pueblo más golpeado fue el ayacuchano y más del 80% de las víctimas eran habitantes de las zonas más excluidas y marginadas de la sociedad, siendo el 55% hombres entre 20 y 49 años. Es decir, se mató a jefes de hogar, con hijos dependientes y sobre los que reposaban las responsabilidades económicas y políticas de las familias.

Según la misma CVR se trató de un asesinato selectivo perpetrado en su mayoría por los grupos sediciosos que pretendían llegar al poder por las armas. Un número grande de asesinados fueron militantes de

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partidos políticos y autoridades locales que eran parte de la nueva e imperfecta estructura de un estado que había regresado a la democracia a principios de los ochentas. De acuerdo a la estrategia de Sendero eran asesinados para crear un vacío de poder y así facilitar la influencia de sus propios cuadros.

De acuerdo a la estrategia criminal del grupo subversivo, “todos aquéllos que podían estar relativamente más conectados al mercado, las redes e instituciones políticas, regionales o nacionales, se convirtieron en ‘enemigos de clase del proletariado y del campesinado’ o en ‘agentes del Estado feudal y burocrático’ que debía ser destruido”, consigna el Informe Final de la CVR.

La región más afectada fue Ayacucho, en donde se concentraron las acciones terroristas entre 1982 y 1985 y se ubicaron el 40% de la víctimas mortales; pero a partir de 1986, el conflicto empieza a tomar un alcance más nacional, impulsado por el “salto por el equilibrio estratégico”, como hacía notar Sendero en sus panfletos. Después de 1990, tras la caída de Guzmán y producto de la alianza entre terroristas y narcotraficantes, el conflicto se extendería con igual intensidad a las provincias de Huánuco y San Martín.

Durante diez años, Lima se mantuvo casi indolente frente al conflicto que se desarrollaba en el interior. Si bien sufría continuos cortes de luz por el derrumbe de torres de alta tensión, lo natural inmediatamente después en las casas era buscar la radio a pilas con una linterna para satisfacer la curiosidad del lugar adónde habían puesto esa vez la bomba. Si al día siguiente no se había reparado la falla, cosa muy común entonces, lo usual era calentar agua en la tetera y llevarla al baño para procurarse un baño a oscuras, con balde y con jarrita. Fue por esa época también cuando empezaron a levantarse los muros y las rejas exteriores de las casas, con la ilusión de que así la familia se sintiera más

protegida, al costo de aislar los tradicionales jardines exteriores de los sectores residenciales y, ante los riesgos, también empezó a desaparecer la cultura de barrio en la ciudad.

En ese entonces, los chicos, literalmente, se quemaban las pestañas estudiando a la luz de las velas en el comedor, las familias que podían utilizaban pequeños grupos electrógenos y algunas madres jóvenes se las ingeniaban para dar de lactar a sus hijos con la ayuda de un foco conectado a una batería de carro. Cuando había tele, los noticieros recomendaban cruzar las ventanas con masking tape para contener las esquirlas de los vidrios reventados por las ondas expansivas de los morteros, quesos rusos, granadas o coches–bomba. Y así hubiera luz, con la economía quebrada casi no había comercio ni carteles luminosos, por eso las calles eran más oscuras y deprimentes. Sobre todo en las noches de garúa y de toque de queda.

En esas temporadas batallones de los soldados, fusil en mano, tomaban las calles con tanquetas y camiones portatropas para asegurarse de que a nadie se le ocurriese aprovechar la penumbra para desatar sus ánimos violentistas. Incluso, durante largas temporadas se prohibió la circulación de personas y vehículos después de las once de la noche hasta las seis de la mañana y, cuando se agravaban las cosas, la restricción podía adelantarse a las cinco o seis de la tarde e, incluso alargarse más al día siguiente. El que un familiar no llegara más allá del 'toque de queda' generaba mucha ansiedad y preocupación en los hogares, más todavía en una época en la que no existían dispositivos celulares y la comunicación telefónica era un desastre. De noche, en caso de emergencia, así buscaras la farmacia de turno, debías circular a muy baja velocidad por las avenidas anchas, sosteniendo un palo con un trapo blanco como bandera y cargar tus documentos, pues era la única manera posible de cruzar los puestos y barricadas de control militar.

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Pero el terror era más intenso en las zonas periféricas de la capital, en los llamados pueblos jóvenes o conos de la ciudad. Comas, San Martín de Porres o Villa El Salvador eran castigados frecuentemente por las huestes de Sendero y sus organizaciones de base amedrentadas con mensajes expresos o, incluso, con amenazas a los familiares de los líderes de organizaciones populares como el vaso de leche, del club de madres o de los comedores populares que se incrementaban en las zonas periféricas de Lima para combatir el hambre de manera solidaria.

En su afán por infundir terror y crear el caos, cualquier forma organizada de la población era una amenaza. Por ello, causó conmoción el asesinato selectivo de una lideresa popular que, aún después de muerta, siguió siendo un símbolo en la lucha contra Sendero. Cuando iba rumbo a una actividad del Vaso de Leche, la valiente dirigente y teniente alcaldesa de Villa el Salvador, María Elena Moyano, de apenas 33 años, fue abatida a balazos por un comando de aniquilamiento subversivo y, luego, su cuerpo despedazado y descuartizado para que sirviera de escarmiento. Era un estado de guerra, producto de una insania mayúscula, que no podemos permitir que asome nuevamente.

En ese país fracturado, con un enemigo al que costaba diferenciarlo del campesino o del ciudadano común, las Fuerzas Armadas cumplieron un rol tan importante como cuestionable en su intento por preservar la seguridad de los peruanos. Si bien en provincias las exigencias de los soldados eran mayores por la geografía desconocida, agreste, y porque se enfrentaban con limitados recursos a un enemigo invisible, también hay que reconocer que durante mucho tiempo nuestras fuerzas improvisaron en la refriega, pues no llegaban a comprender a quién se enfrentaban, demoraron en hacer un trabajo serio de inteligencia y generalmente se limitaban a reaccionar a lo que proponía un enemigo camuflado, esquivo y que parecía andar siempre dos pasos adelante.

Por parte de las Fuerzas Armadas, las víctimas alcanzaron el 7% del total reportado por la CVR, militares y policías que dieron sus vidas en acciones de combate, atacados por sorpresa o emboscados en pleno patrullaje, mientras cumplían la misión de rescatar al país de la demencia terrorista. El 85% de ellos tenía un grado igual o menor al de capitán y, en su mayoría, pertenecían al Ejército y a la Policía Nacional.

Entre 1991 y 1993 se registró el 42% de víctimas de las fuerzas del orden, cuando Sendero se posicionó en las ciudades, especialmente en Lima, y se hizo frecuente la detonación de coches–bomba frente a cuarteles, dependencias públicas, comisarías, bancos, embajadas, residencias de autoridades de gobierno, de políticos e, incluso, en barrios residenciales. Recién con la explosión del coche–bomba de la calle Tarata en Miraflores, la noche del 16 de julio de 1992, se remecería la conciencia de la capital. La explosión de dos vehículos, con 250 kilos de anfo cada uno, mató a 25 personas, hirió a más de 200, afectó 400 negocios y causó daños en 183 casas y en 63 automóviles.

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EL VALOR DE LA PEDAGOGÍA

Según cuenta en su libro de memorias ‘El pez en el agua’, Mario Vargas Llosa se encontraba disfrutando con su familia de unas vacaciones en Punta Sal cuando escuchó, al lado de su amigo Frederick Cooper, el discurso de la “estatización de la banca”. Si bien desde el principio del gobierno no les tuvo fe a las medidas populistas de Alan García, hasta entonces se había abstenido de comentarlas; sin embargo, decidió publicar unos días más tarde, en su columna del diario El Comercio del 2 de agosto, un artículo titulado “El Perú totalitario”.

Allí exhortaba a los peruanos a que se opusieran a la estatización de la banca y a una probable interrupción de la democracia, a menos de diez años de haber sido recuperada luego de la dictadura militar. Escribió ese editorial en tono de rechazo personal, convencido de que no serviría de nada; por ello se sorprendió cuando los empleados bancarios, sumados a algunos espontáneos de Lima, Arequipa, Piura y otras ciudades del país, se lanzaron a las calles haciendo eco de esa exhortación. En vista de esa reacción inesperada, sus amigos íntimos lo impulsaron a redactar un manifiesto y a recoger firmas en razón

de que “la concentración del poder político y económico en el partido gobernante podría significar el fin de la libertad de expresión y, en última instancia, de la democracia”. Ese manifiesto sería leído por el propio escritor en televisión nacional tres días después.

Dos semanas más tarde ya se habían organizado grupos independientes contrarios a la estatización de la banca y querían demostrar –desafiando las marchas de dos viejos enemigos históricamente enconados, y ahora aliados, el Apra y la Izquierda Unida–, que ellos también podían arrastrar masas. Los amigos cercanos le hicieron saber a Vargas Llosa que se estaba organizando un mitin en la plaza San Martín y que lo querían como orador de fondo. El 21 de agosto se realizó ese mitin ante una multitud, bajo el nombre de ‘Encuentro por la libertad’. El escritor había solicitado previamente a las huestes de los partidos de oposición, el Partido Popular Cristiano y Acción Popular, así como a los accionistas de las empresas amenazadas, que se abstuvieran de participar para darle a la protesta un carácter más principista y ciudadano, en la que se pondrían en relieve no intereses particulares, sino ideas y valores amenazados por la estatización.

Entre esas ideas se le oyó subrayar a Vargas Llosa que “la libertad económica era inseparable de la libertad política… y que la propiedad privada y la economía de mercado eran la única garantía de desarrollo”. Esa manifestación tuvo como efecto inmediato que, pese a haber sido aprobada por el Congreso, la ley de estatización de la banca nunca fuera aplicada; y además, encumbraría al futuro Premio Nobel, sin que se lo hubiera propuesto, como el líder más visible de la oposición, sentaría las bases de lo que sería el Frente Democrático – FREDEMO y sería, también, la simiente de su candidatura presidencial.

¿Pero quiénes habían llenado la plaza San Martín? No fueron ni los ricos ni los pobres, sino las clases medias, que desde entonces

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tomaron mucho más atención al debate sobre el estatismo y la libre empresa, y se acercaron con más interés a las ideas liberales. Sin duda, el gran legado de Vargas Llosa en esos tres años de campaña fue el haber emprendido una cruzada pedagógica, en la que las clases medias y los demás peruanos, que no habían tenido oportunidad de acceder a una educación financiera o ideológica, empezaban a comprender el valor de la libertad y los tres mensajes recurrentes en los discursos del ilustre hombre de letras devenido en político:

1. No se sale de la pobreza redistribuyendo lo poco que existe, sino creando más riqueza.

2. Para ello es necesario abrir mercados, estimular la competencia y la iniciativa individual, extendiendo la propiedad privada al mayor número de personas.

3. Es necesario ‘desestatizar’ la economía y la piscología de las personas, reemplazando esa mentalidad rentista que lo espera todo del estado por una moderna que confíe a la sociedad civil y al mercado la responsabilidad de la vida económica.

Con la participación en esos días de los comerciantes, profesionales, técnicos, funcionarios, profesores, estudiantes, ambulantes, emprendedores y amas de casa, el Perú empezó a darse cuenta de que como cualquier otra nación también podía elegir ser un país próspero y moderno, conectado con el mundo, en el que fuera posible concretar los sueños de los jóvenes, de los profesionales, de los campesinos, de los empresarios, sin importar su origen o procedencia. En ese momento, cuando empezaba a comprenderse en Lima y en las distintas ciudades del interior la doctrina liberal, el concepto de la propiedad privada, las leyes del mercado, la necesidad de promover las inversiones y de

abrir nuestras fronteras al comercio, los peruanos empezábamos a ser conscientes de que iba a ser una tarea muy difícil, pero que sí era posible superar la pobreza, la violencia y la barbarie.

Para Oscar Espinosa, destacado empresario nacional, pese a haber sido derrotado en las elecciones de 1990, los valores de la prédica nacional del ahora Premio Nobel fueron comprendidos y asimilados por buena parte de la ciudadanía y facilitaron la implementación de las medidas transformadoras de los siguientes años. “Yo creo que hubiera sido muy difícil implementar las acciones de la primera etapa del gobierno de Fujimori sin la cátedra, la educación, la enseñanza y la desmitificación de distintos temas que hizo Vargas Llosa con el Fredemo. Su discurso le abrió los ojos hasta al propio empresariado nacional”, remarca categóricamente el empresario.

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SENDERO FINANCIÓ EL RESCATE DEL PAÍS

En 1990 fue entregado en Estados Unidos un estudio privado de la Rand Corporation, una institución asociada a la milicia norteamericana y dedicada al pensamiento estratégico, en el que se señalaba que el Perú era un caso perdido. El estudio que fue solicitado por el Departamento de Defensa de ese país presagiaba, entre otras cosas, que íbamos a perder la guerra contra Sendero Luminoso, que en el Perú iba a producirse una de las matanzas más grandes de la historia –similar a la de Pol Pot en Camboya, donde murieron tres millones de habitantes– y que se iba instalar en nuestro territorio la primera base maoísta de América Latina, el foco subversivo de la región. Tal conclusión era el presagio de una inevitable intervención militar de los norteamericanos en el Perú.

En ese sentido, el único problema del país no era la situación económica de horror por la que estaba atravesando, sino que estaba a punto de perder una guerra. Los terroristas habían ganado terreno en provincias y sembraban la confusión y el miedo entre las desconcertadas fuerzas militares y los indefensos comuneros. El Ejército no sabía cuál era el enemigo porque no podía distinguirlo de la población.

Para la gran mayoría de los soldados el quechua era indescifrable y el desconocimiento de la geografía del trapecio andino facilitaba las emboscadas en su contra.

Ante esa frustración, y también presas de la desconfianza y del miedo, pretendiendo enfrentar a los terroristas, los militares terminaron arrasando con todo. Como se sabe, la mayoría de víctimas de esa guerra fratricida fueron campesinos quechuahablantes que quedaron atrapados entre los dos fuegos. Varios pueblos fueron masacrados inmisericordemente, mujeres vejadas, niños muertos a tiros, nativos esclavizados, autoridades cuyos cuerpos fueron reventados con granadas y acusados de soplones; y la mayoría de nuestros muertos andinos enterrados en fosas comunes clandestinas que solo sirvieron para escribir las páginas más horrendas y sanguinarias de nuestra historia. Así vivíamos hace apenas 25 años.

A diferencia de las autoridades o de los soldados, las únicas personas que sabían quiénes eran terroristas y quiénes no, eran los propios comuneros. Más o menos en 1984, un año después de la matanza de Uchuraccay –comunidad ubicada sobre los 4,000 metros de altura en la provincia de Huanta, Ayacucho, adonde fueron asesinados los ocho integrantes de una comitiva periodística que llegó desde Lima– se formó el Sistema de Defensa Contrasubversivo (DECAS), que funcionaba a la usanza de las rondas campesinas de Cajamarca y que más tarde pediría el reconocimiento del Estado para defenderse y repeler a las huestes de Sendero. Era una fuerza integrada por comuneros al borde de la miseria, que se enfrentaban a los terrucos con cuchillos, lanzones y armas hechizas, unas escopetas de perdigones artesanales, fabricadas por ellos mismos, y que tenían un alcance de apenas cincuenta metros. Durante años defendieron palmo a palmo, metro a metro, la hegemonía dentro de sus territorios.

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Para Hernando de Soto, líder del Instituto Libertad y Democracia, los choques entre los subversivos y las comunidades andinas comenzaron por algunas medidas que los senderistas quisieron imponer. En su hipótesis, la primera desavenencia entre la población y los senderistas fue por la propuesta de estos últimos de comunizar la propiedad que los campesinos ya habían parcelado informalmente. Teniéndolas ya como suyas y habiendo vivido sus familias de esas mismas tierras por años, los campesinos no habrían aceptado. Segundo, habrían querido imponerles el trueque cuando ya los comuneros habían inclinado sus preferencias hacia la moneda. Y, tercero, los senderistas les habrían propuesto una suerte de secretaría que centralizaría el intercambio comercial, a lo que las comunidades también se opusieron rotundamente. Sin ambages teóricos y por sentido común, para De Soto lo que defendían y reclamaban las comunidades campesinas de las zonas más violentadas del país era, básicamente, una agenda liberal.

Lo cierto es que para los campesinos pronto quedaría claro que las huestes de Sendero, formadas en su mayoría por jóvenes y adolescentes dogmatizados, golpeaban, robaban, violaban y asesinaban a la población que decían defender de un estado embaucador, ausente e indolente frente a sus necesidades. Pronto se darían cuenta de que la de Sendero no era una lucha para combatir la pobreza, la injusticia o para procurar mejores condiciones de vida a los más pobres y excluidos en el país. Se trataba simplemente de una lucha por el poder que, además, debía ser tomado por las armas. Su primer campo de acción fue el territorio que ocupaban las comunidades alejadas y más vulnerables de la sierra sur y apenas éstas se opusieron empezaron a diezmarlas.

Entonces, tan o más importante que el pago de la deuda pública y la reinserción del Perú en los mercados internacionales era la lucha contra la subversión. Ningún plan de rescate económico iba a ser apoyado

por la banca internacional si el Perú continuaba desangrándose y amenazando la tranquilidad de los demás países de la región. Solo con sólidos indicios de paz y de reconstrucción los organismos financieros y las naciones desarrolladas nos ayudarían a pagar la deuda pública y, si ellos lo hacían, era un hecho que también recibiríamos el apoyo de Japón. Pero primero había que acabar con Sendero.

Al inicio, bajo la fachada de la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo fue combatido camufladamente con el apoyo de la Drug Enforcement Administration o DEA, una institución policial del estado norteamericano experta en la lucha contra el narcotráfico, pero no en combatir contra un enemigo perverso, sinuoso y de rostro desconocido como Sendero Luminoso. La propuesta del ILD, entonces, fue de recategorizar el problema y trasladar la responsabilidad del apoyo que brindaba la DEA al Departamento de Defensa de Estados Unidos. Se esperaba que por esa vía llegase al Consejo Nacional de Seguridad y luego a la Casa Blanca. Solo en esa instancia podría hacerse esa recategorización. A la reunión con el presidente George Bush en la Casa Blanca acudieron el presidente Fujimori y el propio Hernando de Soto, por el Perú, y el teniente general de la Fuerza Aérea Brent Scowcroft por el gobierno estadounidense. En apenas catorce días se logró firmar el acuerdo final con Estados Unidos y, luego, las Naciones Unidas reconocieron en siete tratados que las DECAS no eran una fuerza paramilitar.

En virtud de esos acuerdos se legitimó el que más de 120,000 hombres en los Andes pudieran armarse, hasta entonces el mayor ejército que alguna vez tuvo el Perú, y se logró cambiar el rumbo hacia una derrota definitiva de Sendero. No se trató, entonces, como se rumoreaba en aquella época, que la presencia de la cúpula de Sendero en Lima respondía a una escalada estratégica de los terroristas, sino que

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estaban huyendo del lugar de donde la propia población los terminó echando por las armas. Después de años de lucha y de haber perdido 20,000 hombres, las DECAS expulsaron a Sendero de Ayacucho, casi dos años antes de la captura definitiva de Abimael Guzmán.

El principal aliado que tuvo el Perú en esas negociaciones fue el vicepresidente norteamericano Dan Quayle. Pues en paralelo a la negociación financiera se iba a firmar un nuevo acuerdo con la DEA para el combate contra el narcotráfico; sin embargo, Fujimori se negó a hacerlo y exigió que se firmase un acuerdo asociado para el financiamiento de las reformas económicas y para la lucha contra Sendero Luminoso.

El Embajador de Estados Unidos en el Perú, Anthony Quainton, elevó esa solicitud a la Casa Blanca, que acogió el concepto más amplio. Según afirma De Soto, presente en todas estas negociaciones, “en ese momento, en la Casa Blanca se dan cuenta de que el problema del Perú no era policial, tampoco un problema de droga, sino que había que ganarle la guerra a Sendero y, al mismo tiempo, había que ayudar a levantar la economía otorgándole el financiamiento para aplicar las reformas. Finalmente, el que permite financiar el rescate económico del país fue Sendero Luminoso”, sentencia el economista.

DE LA TOMA DE CONCIENCIA A LA ACCIÓN

Era junio de 1990 y el presidente le mandó un mensaje escueto pidiéndole que fuera Ministro de Industria. Sin embargo, sus ambiciones políticas habían quedado satisfechas con la experiencia de haber sido presidente del Centro de Estudiantes de la UNI y, además, en ese momento, estaba iniciando un importante proyecto empresarial; por ello, el ingeniero Jaime Yoshiyama negó cortésmente esa posibilidad. “Fujimori era percibido como el Humala de hace unos años, era un político sin partido, un outsider. Y, en honor a la verdad, nunca me sentí ministeriable, me imaginaba muy incómodo frente a la televisión o a los medios”, refiere él mismo. Después de esa negativa, el presidente le propuso que, al menos, le aceptase ser presidente de una de las empresas del Estado: “¿Qué le parece Electrolima?”. Pese a lo inimaginable de la situación de la empresa pública en ese momento, pensó que como presidente del directorio podría seguir trabajando en su propia empresa y dedicarle la mitad o un cuarto de tiempo a la del Estado. Sin embargo, poco a poco se fue involucrando en la tarea y, sin proponérselo, ganándose la confianza del presidente.

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La primera vez que había visitado Palacio fue bajo la presidencia del General Velasco, acompañando a su jefe, Guillermo Van Oordt, de la Oficina de Planificación del Ministerio de Industria. La idea era exponer ante el gabinete un plan de industrialización para el país. Recuerda clarísimo a Velasco al fondo de la larga mesa, liderando un Consejo de Ministros en el que todos los generales lucían sus galones. Uno al lado del otro estaban los personajes que Yoshiyama veía siempre por televisión. Para él resultaba una situación intimidante, sobre todo porque los militares seguían siendo muy nacionalistas y, entonces, quedaba remanente cierto sentimiento discriminatorio hacia los asiáticos desde la Segunda Guerra Mundial.

Pero cuando asistió a palacio citado por Fujimori, en octubre de 1990, fue por una crisis en Electrolima. La luz que llegaba a cada casa o a cada empresa estaba subsidiada y el gobierno quería transparentar ese precio. Si entonces el servicio costaba diez había que subirlo a cincuenta, de otra manera Electrolima caería inevitablemente en quiebra. Fujimori estaba sentado en su escritorio, con una casaca de cuero y mirándolo con su cara ladeada. El propio presidente le explicó la situación de la empresa y cómo iban a subir los precios. Él ya tenía un plan y Yoshiyama se sintió simplemente como una pieza del mismo. Casi al final de la conversación Fujimori le pidió, como extensión, que atendiera a la prensa que estaba tras una de esas puertas y que declarara tres cosas puntuales. Yoshiyama ajustó la respiración y respondió que, efectivamente, declararía a la prensa pero solo después de empaparse de la situación real de Electrolima y de que se le diera la oportunidad de hacer algunas sugerencias. “Me miró de lado y me dijo que tenía un par de días. Me acababa de pedir que saliera a enfrentar a los leones y yo no tenía idea de cuál era el problema. Y eso que antes ya le había advertido que yo ni siquiera sabía cómo cambiar los plomos”, recuerda.

Yoshiyama no era una persona que frecuentara los círculos japoneses de Lima, pero sí era reconocido y respetado por un grupo de la colonia, pues luego de la UNI se había graduado con el primer puesto de ESAN, hecho un MBA en la Universidad de Michigan y culminado la maestría en Administración Pública becado por la Universidad de Harvard. Había distribuido su tiempo entre cursos de economía y otros más avanzados en su Escuela de Negocios. Cuando regresó al Perú se incorporó como gerente comercial de una empresa peruano–suiza de cintas adhesivas, de la que más tarde sería socio. El llamado de Fujimori lo agarró justo cuando ya había asumido la gerencia general, la empresa iniciaba una nueva etapa en el campo de las exportaciones y él había aceptado la invitación de incorporarse como socio de su ex empleador, Efraín Goldenberg, quien se desempeñaría más adelante como Ministro de Relaciones Exteriores y Primer Ministro durante el primer gobierno y, posteriormente, como Ministro de Economía y Finanzas durante el segundo gobierno de Fujimori.

De todas las empresas del Estado, Electrolima era de las más ordenadas, pues todavía conservaba parte de la cultura de sus antiguos dueños, un grupo suizo. En setiembre de 1972, en el nombre de la nación y con toda la fanfarria, el Gobierno Militar sacó un Decreto Supremo que expropiaba las empresas eléctricas con el objetivo específico de que los pobres tuvieran acceso a la electricidad. Diez años más tarde todo era apagones, interrupciones en el servicio, nula inversión en la ampliación de redes o en nuevas tecnologías, entre otros, y los más perjudicados eran evidentemente los más pobres.

“Cuando entré de Presidente de Electrolima había quejas por todos lados por caídas del sistema, falta de luz, industrias sin energía, usuarios con facturas erradas, etc. Llamé a un amigo de mis tiempos de estudiante y le pregunté cómo se manejaba el negocio de la electricidad

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en Estados Unidos”, rememora Yoshiyama. A raíz de esa conversación hizo un breve stage en las empresas eléctricas de Washington durante una semana, aprendió algunas cosas generales sobre los estándares eléctricos y, a su regreso, tenía claro que no habría mejora si se seguía trabajando de la misma manera.

El gran problema de todas las empresas de servicios del Estado en esa época –eléctricas, agua, telefonía, entre otras– era que las tarifas estaban subsidiadas, pero también que servían como agencias de empleo a los partidarios del gobierno de turno, se habían convertido en nidos de corrupción y, con tanta gente sin mucho que hacer, se inventaban trabas burocráticas que las hacían cada vez más ineficientes.

Como eran monopolios protegidos no había riesgo de que quebraran, pues siempre suponían detrás las reservas del estado como colchón. Además de perder plata –a fines de los ochenta la deuda de las empresas públicas ascendía a 2,500 millones de dólares, equivalentes a todos nuestros ingresos por exportaciones–, las empresas públicas consumían insaciables las divisas de la nación. Sin importar el sector, el mismo comportamiento tenían las empresas de electricidad, mineras, azucareras, petroleras, pesqueras, de servicios, etc.

Por ejemplo, Electrolima había sido una empresa modelo, pero a principios de los noventa perdía el 30% de la electricidad producto de las trafas y las malas conexiones. Ya entonces sufría de lo mismo que las demás empresas públicas. Si necesitaban 100 empleados, tenían por lo menos 200, funcionaba con tecnología casi obsoleta y casi todos sus procesos eran ineficientes. Ya desde la época de Velasco, Yoshiyama conocía el monstruo por dentro. “Esto, señor Presidente, no funciona en el sector público. Si usted quiere un sistema de energía que responda tenemos que privatizar”, comentó la siguiente vez que se reunió con Fujimori. “¿Así? ¿Y cómo se hace eso?”, respondió el presidente.

El trabajo cotidiano, las propuestas realistas de Yoshiyama y su rápida ejecución hicieron que el jefe de estado depositara cada vez más responsabilidades en su colega ingeniero. Un día le pidió que, en paralelo a sus funciones como Director en Electrolima, asumiera un sillón de director en la Corporación Nacional de Desarrollo –CONADE, algo así como la junta de accionistas de todas las empresas públicas (hoy FONAFE). En el directorio de CONADE confirmó el desbarajuste que existía en todas las empresas del sector público y así se convirtió en un ferviente creyente de que parte de la solución integral que necesitaba el país pasaba por privatizar las empresas públicas. Hasta entonces, Yoshiyama tenía esa sensación e intuía aquella urgencia, pero no tenía claro el marco ideológico que pudiera sustentar esa transformación estructural en el aparato del Estado y en la vida de los peruanos.

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Pocas semanas después del shock, el desgaste de Hurtado Miller se hizo evidente, como también las contradicciones en el variopinto primer gabinete de Fujimori. Las discusiones en el seno del Consejo de Ministros eran una consecuencia directa de ese cambio brusco en el espíritu de la política económica producido entre la campaña y la asunción de mando del flamante presidente. Entre los que no comulgaban con el 'cambio de chip' estaban Gloria Helfer, Fernando Sánchez Albavera, Eduardo Toledo y Guido Pennano, quien se enfrentaba públicamente a Hurtado Miller sin ocultar sus aspiraciones de reemplazarlo en Economía. Finalmente, Fujimori optaría por desprenderse de ambos.

— Doctor Boloña, quiero que esta vez usted me acepte la cartera de Economía.

— Sí, señor presidente, pero de aceptar el cargo a mí me interesaría hacer reformas estructurales, no simplemente ejecutar un plan.

— Por supuesto, las reformas estructurales, claro que sí, de todas maneras, pero no sea usted tan terco, pues.

Esta vez Boloña aceptó. Por la forma en que se dio el cambio de gobierno era obvio que solo existía un plan general, por ello abogó para que ese gabinete político se convirtiera en uno más técnico y así se pudiera avanzar en detalle con las reformas. Si bien no había plan, sí estaban muy claros los conceptos, por ello convocó a un equipo de aproximadamente veinte personas entre los que estaba Mario Ferrari, abogado experto en temas económicos y financieros quien, a la postre, redactaría cada uno de los decretos, ajustados a ley, con la condición de que fueran muy precisos y que nunca excedieran de una sola página. Su primera misión fue preparar unos 120 decretos para implementar lo que más tarde el mismo Boloña bautizaría como el modelo 5 x 5 x 5, que consistía en hacer cinco reformas, bajo cinco principios y con el objeto de obtener cinco resultados. Entre los principios estaban:

1. Economía de mercado2. Propiedad Privada3. Apertura al exterior4. Estado pequeño5. Igualdad ante la ley

Más adelante se fueron definiendo mejor las siguientes reformas: a. Reformas macroeconómicas: eliminar la inflación mediante

una disciplina fiscal y monetaria para estabilizar la economía. Dar las reglas para el libre juego de la oferta y la demanda. Así se crecería y se generaría empleo.

b. Reformas microeconómicas: liberalizar todos los precios, desregular y eliminar monopolios, el mercado de bienes, de servicios, de capitales y de trabajadores.

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c. Reforma de la propiedad: preeminencia a la propiedad privada mediante la privatización de empresas estatales, devolver el ahorro forzoso a los individuos (AFP, seguro de desempleo, pensiones de salud y vivienda). Y restablecer derechos de propiedad en sectores donde fueron eliminados, como el agro.

d. Reforma del Estado: reducir su participación en el PBI, el empleo, el número de dependencias, etc. Reformar estructura del gasto y llevar a cabo una reforma tributaria. El alivio a la pobreza extrema lo financiaría el Estado con programas focalizados en educación, salud y vivienda.

e. Reforma institucional: reformas constitucionales, del Poder Judicial, equilibrio de poderes, la relación cívico–militar, etc.

No fue fácil prever los resultados, sin embargo la meta era conseguir ciertos logros propios de las economías sanas. Por tanto, los resultados fundamentados en estos indicadores eran indispensables para devolverle salud a la economía peruana.

1. Estabilidad económica: Inf lación ubicada a niveles internacionales (2–4%), déficit fiscal a 0% del PBI, precios claves de la economía libres y fijados por el mercado.

2. Crecimiento y empleo: 7% de crecimiento anual para que el PBI se duplicase en siete años; crecimiento del empleo, especialmente en agricultura, construcción, servicios y turismo, que son siempre más intensivos en el requerimiento de mano de obra.

3. Integración con el mundo: Las exportaciones debían representar de 20 a 25% del PBI, la inversión extranjera superar los mil millones de dólares anuales, para el año 2000 las exportaciones debían bordear los 10,000 millones y debería estar compuesta de la

siguiente manera: 50% minerales, 10% pesca, 10% agroindustria, 10% en turismo y 20% en otras exportaciones.

4. Estado: en tamaño no debía pasar del 15% del PBI, lo que implicaba una presión tributaria en ese orden y las remuneraciones en el Estado no debían ser mayores al 25% del total del gasto público. La deuda pública externa debía bajar a menos del 50% del PBI.

5. La pobreza: el 20% de peruanos en pobreza extrema debía reducirse a razón de 2% al año, lo que implicaría una reducción muy significativa al cabo de diez años.

El flamante ministro entró a Economía el 14 de febrero de 1991 y el 12 de marzo ya estaba anunciando las primeras reformas estructurales. Se trataba de un paquete de cien decretos, de los cuales se aprobaron 61. En esa primera tanda se liberaba el control de cambio, es decir, desaparecía el dólar MUC; se liberalizó el precio de todos los productos, desde entonces el mercado fijaría los precios; se eliminaba el monopolio del Banco Minero, que entonces era el único ente autorizado para comprar oro, plata y otros metales. En términos de la propiedad, se subía de 125 a 500 hectáreas la posibilidad de la tenencia de tierras agrícolas y se promovía la fase inicial de las privatizaciones, entre las que estaban la minera Condestable –hasta entonces propiedad de la UNI–, el Banco de Comercio y las estaciones de gasolina del Estado. De la lista de ochenta empresas propuestas para la venta solo se aprobaron veintitrés.

Boloña acudió a mediodía al Consejo de Ministros con los cien decretos y a las ocho estaba programado que hablara al país. Era un gabinete pluripartidario presidido por el abogado y congresista Carlos Torres y Torres Lara. Cuando explicaba el concepto de las reformas, el Premier lo interrumpió y le preguntó dónde estaba el gasolinazo, cuáles eran las medidas radicales, qué había pasado con el paquetazo, la subida

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de los precios, del dólar, etc. Boloña se dio cuenta de las expectativas de su auditorio y manifestó pedagógicamente que las tarifas no eran importantes, que lo que estaba proponiendo eran reformas estructurales y que tenían que ver no con el presente inmediato sino con el futuro del país.

— ¿Y esto tiene los sellos de los viceministros?, preguntó un poco sobresaltado el Premier.

Fujimori había puesto en evidencia que sus ministros eran fusibles y tenía la costumbre de nombrar él mismo a los viceministros en todas las carteras. Tan era así que en Economía los informes de caja los tenía el presidente antes que el titular del sector. Boloña contestó que esas reformas se debían aprobar allí en el Consejo.

Las mayores objeciones llegaron cuando se enumeró las empresas por privatizar. Sánchez Albavera, de Energía y Minas, y también el ministro de Pesquería, se opusieron un poco ofuscados, que no hay derecho con las minas, que no toquen mi sector, que para el Estado es importante, etc. Por su parte el primer ministro seguía arguyendo que eso no era un programa económico, que faltaba el gasolinazo.

Eran las cinco de la tarde y no había nada aprobado. Todo era discusión. Otra disputa se dio por la devolución de los ahorros a los ciudadanos. Se proponía liberar los ahorros en dólares que habían sido congelados desde los intentos de estatización de la banca de García. Había solo 300 millones de dólares en reservas y el presidente Fujimori le espetó que si soltaban ese dinero se quedarían sin liquidez. En ese entorno ya sofocante, Boloña intentó persuadir a su pequeña audiencia de que esos ahorros se los habían quitado a la gente y que nadie iba a creer en las reformas si estos no les eran devueltos.

— Señor presidente, le aseguro que si usted devuelve los ahorros, ese dinero no se va a ninguna parte; más bien, los dólares van a regresar al país.

— Póngame por escrito lo que acaba de decir.— Se lo pongo por escrito.

Y así fue. Pero en ese jaleo, las principales mineras y pesqueras quedaron fuera del primer paquete de privatizaciones. Entonces Fujimori le pidió que fuera definiendo qué cosas iba a decir a la prensa esa noche.

— No presidente, no puedo hablarle al país si no tengo decretos firmados. Qué podría decir. Yo salgo pero con todo firmado por usted, por mí y por los responsables del sector. Si no, me voy a mi casa.

— A ver, tráigame su lista de privatizaciones. Mire ve, a su sector privado le voy a dar los huesos para ver si compra. Por otro lado, me ha llamado el presidente del BCR objetando esto del tipo de cambio. Dicen que ellos lo manejan.

— Señor presidente, el tipo de cambio no lo maneja nadie, el tipo de cambio lo maneja la calle.

— ¿La reforma agraria? ¿Eso también quiere tirarse usted?— Señor presidente, ¿quiere usted que el agro funcione o no?

De pronto Fujimori empezó a firmar algunos decretos. Fueron aprobados veintitrés referidos al comercio exterior –principalmente reducción de aranceles–, ocho al mercado cambiario, tres al mercado financiero, catorce al ámbito fiscal, cinco sobre las empresas públicas y ocho referidos a normas laborales. Recién a las nueve de la noche salió

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Boloña a dar su primer discurso como ministro de Economía. Fue duro, para el entonces tecnócrata y sin experiencia política, mantener la calma frente a los flashes, las luces y la atención al teleprompter, sumada a la tensión propia de la negociación precedente. En el discurso también lanzó líneas de lo que vendría en el futuro como la reducción del Estado, la eliminación de la banca de fomento, la reforma tributaria, etc.

Al día siguiente los periódicos anunciaron la ola de reformas estructurales, saludaron el que no hubiera tarifazos y felicitaron efusivamente la liberación de los ahorros, del tipo de cambio, entre otros. Fujimori llamó al ministro a su despacho, le mostró las primeras planas de todos los periódicos y le comentó que todos, desde El Comercio, Expreso y hasta La República, por alguna razón apoyaban las medidas anunciadas. Estaba sorprendido de lo bien que las reformas le habían caído a la gente. Igual, todavía hacía falta que los decretos fueran aprobados por el Congreso, por eso acompañaron las medidas con una estrategia de diálogo con los gremios y otras instituciones. Otro impacto positivo fue que se liberó la tenencia de dólares, hasta entonces prohibida, y se permitió ahorrar en esa moneda tanto dentro como fuera del territorio, es decir, adonde deseara el ciudadano. “Vamos a seguir por este camino, entonces”, dijo Fujimori, con el mar de periódicos extendidos y las noticias encuadradas milimétricamente con regla y lapicero rojo.

“Él nunca fue un convencido de este tipo de políticas pero era un pragmático. Lo que veía que funcionaba lo aplicaba”, subraya Boloña en relación al ex presidente, y agrega que esos recuadros sobre los periódicos le daban al mandatario una “medida exacta”, en centímetros, de la exposición de cada representante de gobierno en los medios de comunicación. Después del mensaje de Boloña, el presidente Fujimori eliminaría los mensajes a la nación de los ministros.

LA CAJA CHICA DE LA SOLIDARIDAD

Era mayo de 1970 y fue conducido misteriosamente a la oficina del ministro de Economía, el entonces general Francisco Morales Bermúdez, reunión a la que también acudieron Luis Barúa y el viceministro José Luis Brousset, entre otros. Alfredo Jalilie tenía entonces apenas 23 años y le habían pedido que llamara a su casa para avisar que no iba a regresar a dormir en las próximas dos noches. “Al principio se me pasó por la cabeza la idea de un secuestro, pero había camas, comida y todo lo necesario para una confortable larga jornada”, cuenta el propio Jalilie.Apenas encontró un espacio le preguntó temeroso a Barúa:

— Lucho, ¿qué pasa aquí?— Vamos a tener que diseñar el control de cambios en el Perú.— ¿Qué? ¿Yo, control de cambios?— Alfredo, tú eres una persona de confianza, te necesitamos aquí.

La idea del secuestro pasó a un segundo plano porque sintió que la misión de diseñar un sistema de control de cambios era mucho

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más perturbadora todavía. Ese propósito contravenía la esencia de la formación académica que había recibido en la Universidad Católica de Chile, junto con un grupo de otros catorce estudiantes latinoamericanos rigurosamente seleccionados e influenciados por los economistas liberales de la Universidad de Chicago; entre los que se encontraban los ahora ex presidentes Sebastián Piñera de Chile y Nicolás Ardito de Panamá, así como otros futuros ministros de economía en sus respectivos países. Al final de ese curso lo había convocado el entonces jefe del área de Estudios Económicos del BCR, Richard Webb, para que se viniera al Perú y, en poco tiempo quedó involucrado en la implementación del Banco de la Nación porque, hasta 1966, el estado peruano era un cliente de la banca comercial, pedía prestado como cualquier ciudadano y absurdamente no tenía un brazo financiero.

Acabando esa tarea en el banco fue que lo llamaron del MEF y el 15 de mayo de 1970, a las 5 de la tarde, estaba listo el sistema de control de cambios. Inmediatamente el gobierno militar de Velasco tomó los bancos, se declaró delito tener o ahorrar en moneda extranjera, se lanzaron psicosociales diciendo que el gobierno ya sabía quiénes tenían ahorros afuera del país y se repatriaron más de 200 millones de dólares.

Tanto revuelo causó la medida que no había personal en los bancos para recibir la cantidad de dinero que ingresaba a sus arcas, así que convocaron a quien supiera contar, muchos de ellos hijos de personalidades del gobierno. “Los chicos de las ventanillas de los bancos no sabían distinguir billetes de dólar, libras o marcos de los billetes de Monopolio. Cuando implementaron esa medida lo hicieron de manera tan desastrosa que, a cambio de soles, se compraron hasta monedas que ya estaban fuera de circulación. Fue un desorden histórico que, si no hubieran estado los militares al mando, seguramente habría sido un escándalo de proporciones”, recuerda el propio Jalilie, que encuentra

en ese episodio una de sus prematuras y dolorosas lecciones dentro del estado. En esa época todo era subsidio y una Coca Cola pequeña valía más que un galón de gasolina.

En su larga carrera como funcionario público de alto nivel, Jalilie trabajó bajo las administraciones de Velasco y Morales Bermúdez, pero también de Belaunde, García y Fujimori, convirtiéndose sin duda en el más experimentado profesional en finanzas públicas. Por ello no le extrañó la llamada de Carlos Roca, un alumno suyo de la Universidad Católica y del entorno de Alberto Fujimori, convocándolo cuando éste último era todavía candidato. “Yo le advertí que estaba con el Fredemo, pero me insistió. A Fujimori lo conocía porque él, como los demás rectores de las universidades públicas, iba al Tesoro a pedir plata para la Universidad Agraria y, como yo lo cochineaba, se carcajeaba conmigo. Cuando nos reunimos me dijo que si él ganaba me fuera con él. Si tú ganas conversamos –le dije yo, pensando que eso era imposible– pero ahora estoy con el Fredemo”, rememora el ex funcionario.

Una vez electo Fujimori como presidente lo mandó llamar nuevamente y le dijo, “el caballero cumple su palabra, ¿no?”, así que aceptó. Inmediatamente prepararon el shock con Juan Carlos Hurtado Miller y bajo la asesoría de la banca internacional de desarrollo. “Cuando redactábamos los ajustes yo pensaba, carajo, con esto nos van matar. Cuando volvía a leer las medidas me temblaban las piernas. Pero no hay cosa más cara que la escasez. Si para una lata de leche tenías que hacer cola de siete horas o, de lo contrario, no tenías nada para darle de comer a tus hijos, algo teníamos que hacer”, recuerda Jalilie.

Pero su impresión más grande ocurrió el día en que llegó al MEF. Entonces la presión tributara era 3% y no había dinero ni para pagar la luz del edificio. Se acercaba la quincena que comprometía los sueldos de los empleados y la primera norma que habían emitido fue que el BCR

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no le diera más plata ni crédito al Tesoro Público, por ningún motivo. “Nosotros mismos nos cerramos la puerta. Fue la primera llave que pusimos. Pero necesitábamos plata para hacer los pagos y la Sunat que habíamos creado con Abel Salinas ya estaba destrozada, ni siquiera tenían base de datos”, recuerda todavía con asombro.

Pero ante la necesidad florece la imaginación, suelen decir los sabios y poetas y, quizá por esa razón a Jalilie se le ocurrieron dos cosas que, económicamente, rayaban en la locura. Se preguntó adónde proporciona la gente información fidedigna sobre su patrimonio. A las compañías de seguros, se respondió él mismo iluminado. Esa misma noche redactó la idea para que las compañías de seguros aplicasen un porcentaje sobre los bienes de sus asegurados y que se convirtieran provisionalmente en agentes recaudadores. Por supuesto las aseguradoras pegaron el grito al cielo; por ello tuvo que explicar una por una, a todas, la emergencia por la que estaba atravesando el país y prometerles que sería por una única vez. Al final, accedieron y se logró recaudar 150 millones de dólares.

Luego, como parte del paquete reactivador había supuesto un aumento leve en el tipo de cambio, era absurdo crear un impuesto a las exportaciones, eso podía verse como un recurso fuera de toda lógica. Entonces Jalilie se reunió con las empresas mineras más importantes, que tenían convenios de estabilidad tributaria, y les dijo: “Señores, ustedes pueden hacer después lo que quieran conmigo, porque al final van a tener toda la razón. Pero estamos en una emergencia y no me queda más que pedirles un favor, una muestra de solidaridad por una única vez. ¿Pueden dejar de usar sus convenios de estabilidad por tres meses y permitirnos que les apliquemos el impuesto a las exportaciones? Son solo tres meses”. Los mineros sabían que les iban a pedir algo pero nunca imaginaron que renunciar a su estabilidad tributaria, una promesa que había hecho el estado peruano como una medida para garantizar

sus inversiones en el sector. Sin embargo, entendieron rápidamente la situación y no demoraron en responder a esa solicitud.

El primero en comprometerse con la propuesta fue Alberto Benavides de la Quintana, que de arranque accedió a renunciar al convenio por ese lapso, y Guillermo Payet, de Southern, quedó en hacer la consulta. Al final, todas las empresas mineras consultadas aceptaron la propuesta y, con su aporte, el MEF logró recaudar 80 millones de dólares más, recursos con los que empezó a formar su pequeña cajita. “Aquí todos pusimos el hombro, el rescate económico del país no fue solo un éxito de Fujimori. Los que más resistieron fueron los pobres, no hubo una sola huelga, y el sector empresarial también se la jugó”, subraya el ex funcionario que se desenvuelve ahora en el sector privado.

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UN MÉTODO INCUESTIONABLE DE PRIVATIZACIÓN

Si bien tenía una genuina predilección por la genética, que había desarrollado con vocación durante su primera formación en la Universidad Agraria, Carlos Montoya terminó haciendo una especialización en Finanzas luego de que a su familia le expropiaran el fundo Montesierpe en el valle de Humay, allí donde se venera a la Beatita. Él pensó que de por vida sería administrador de esa pequeña hacienda de uva y algodón, famosa por su tradicional pisco; sin embargo, en su obligado retorno a Lima, su increíble facilidad para las matemáticas le abrió las puertas a un universo diferente. Acabó sus estudios de Finanzas con excelencia en ESAN y continuó su formación con un MBA en la Universidad de Stanford e, inmediatamente después, con un doctorado en administración con mención en Economía.

Años más tarde, Montoya ya era un prestigioso consultor internacional para la banca de desarrollo y en una de sus visitas al Banco Mundial le solicitaron organizar una estructura coherente para el departamento de banca de inversión de la International Finance Corporation (IFC), ente que estimula la consolidación de la empresa

privada de países en desarrollo. Y, más adelante, lideró procesos privatizadores de empresas como Aerolíneas Argentinas, Phillipine Airlines, un programa integral en Nicaragua, otro en El Salvador y algo sobre agricultura en Costa Rica. Sin proponérselo se convirtió en el experto en privatizaciones de la región, conduciendo procesos en sectores tan variados como el del acero, conductores eléctricos, pulpa y papel, química, petroquímica y hoteles.

Por ese entonces, Montoya solía pasar tres semanas en el extranjero y una en el Perú. Es en esas circunstancias que ESAN le pidió que diera un taller sobre su especialidad. Enterado del asunto, un viejo compañero de la escuela de negocios lo sorprendió con una llamada. Se trataba de Jaime Yoshiyama, que ya lideraba el ministerio de Energía y Minas. “Era setiembre del 91 y me pidió que lo apoyara haciendo una estrategia para privatizar su sector. Había salido una ley con el mandato de privatizar las empresas pero no decía quién lo haría, cómo lo haría, si sería una unidad independiente o el propio estado”, recuerda claramente Montoya, amparado en el orden que le brindan una serie de apuntes y meticulosos expedientes.

Para ese entonces ya se habían producido algunos intentos de privatización como el de Centromín, de Hierro Perú y vendido una participación minoritaria de Minas Buenaventura pero, desde que reapareció en Lima, Yoshiyama no tuvo la menor duda de que Montoya debía liderar ese proceso. “Él había sido el mejor alumno de Finanzas, tenía una enorme experiencia y necesitábamos una persona técnica, con una concepción ideológica totalmente clara e impermeabilizada de la política para realizar el trabajo”, refiere el ex ministro fujimorista.

Un mes más tarde, sin retribución alguna, Montoya ya tenía un esquema listo para presentárselo a su ex compañero. Sin embargo, en ese lapso a Yoshiyama lo nombraron presidente de la Comisión para

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la Promoción de la Inversión Privada, más conocida como COPRI, y le pidió que su esquema ya no solo fuera para Energía y Minas sino que hiciera uno integral que abarcara todos los sectores. La situación era clara. Existía un enorme vacío entre la alta dirección, compuesta por una suerte de consejillo de cinco ministros –Economía y Finanzas, Energía y Minas, Trabajo y Empleo, Transportes y Comunicaciones y de la Presidencia- y quienes debían llevar el proceso a la acción. “Solo había generales y soldados. Mi propuesta fue estructurar una dirección ejecutiva que actuara como bisagra entre las políticas de estado, definidas por los ministros, y las prácticas de ejecución. Entonces hice un documento que sirvió para empezar a conversar con las empresas y que luego iría perfeccionándose”, aclara Montoya.

Pero, además, su experiencia en procesos anteriores le había permitido identificar cuáles solían ser las principales falencias en este tipo de proyectos. El primer gran defecto era que no hubiera voluntad política; segundo, que los privatizadores no estuvieran empoderados para hacer su trabajo; tercero, algunas cuestiones técnico-legales específicas y, cuarto, la falta de transparencia. Si bien esta última condición dependía de cómo se ejecutaran las precedentes, Montoya recomendó que gente proba, que se sintiera cómoda y consciente de por qué lo hacía, fuera convocada ante cada necesidad. “Teníamos ya la voluntad política de Fujimori, no por convicción filosófica sino por pragmatismo. El empoderamiento debía darse mediante una estructura legal y con una aceptabilidad de quien te empoderaba. Además todos sabíamos que éramos aves de paso”, recuerda Montoya.

La primera oficina de la COPRI era un cuarto en el que apenas cabían tres personas y que reunía básicamente los útiles esenciales. Tiempo después serían cinco. Y no era necesario más, porque la dirección ejecutiva era un organismo orientador, no ejecutor. Para

la ejecución de los procesos privatizadores, vale decir, para la venta de cada empresa, se crearon las CEPRI (Comités Especiales de Privatización), organismos descentralizados que fueron integrados por empresarios y tecnócratas de amplio prestigio, especialistas en cada sector, y también por un ejecutivo de la empresa por privatizar. Generalmente eran tres o cuatro personas. Desde el principio quedó claro que si el representante de la empresa se convertía en un obstáculo para los objetivos privatizadores, sería removido.

La dirección ejecutiva contaba también con un staff de asesores permanentes en distintos temas. En la parte técnica veían todo lo relacionado a la producción y al producto que la empresa vendía. En el área legal, todo lo relativo a la propiedad, los registros, las acciones, entre otros. Los asesores en Banca de Inversión orientaban sobre cómo contratar uno de estos bancos y cómo dirigirlos y controlarlos, cómo desarrollar una reestructuración financiera, las transferencias de deuda con el estado o cómo hacer para vender la empresa con una deuda soportable. Los expertos socio–ambientales asesoraban en temas de conflictividad social y orientaban acciones para que las empresas cumplieran estándares ambientales; mientras que en el área laboral se reconfiguraba la relación con los sindicatos.

A los trabajadores se les dio el mensaje claro de que el fin de la privatización no era botar gente, como pregonaba la campaña opositora, sino producir mejor. Sirvieron mucho algunos talleres informativos y las pasantías de líderes sindicales por Chile, pues regresaban convencidos –tras comprobarlo con sus pares sureños– de cómo habían cambiado para mejor las condiciones de trabajo y la eficiencia de las empresas. Cuando se produjo la venta de las primeras empresas públicas también se creó un área de post privatización, que verificaba que el proceso hubiera sido el correcto, que la adjudicación

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estaba en orden, que el comprador había sido el mejor postor y que la operación y producción de las empresas hubieran mejorado.

En ese entonces, Montoya tenía la certeza de que la gente convocada era experta en cada uno de sus sectores, pero esa experiencia profesional no los hacía especialistas en privatizaciones, independientemente de que cada CEPRI pudiera contratar una asesoría técnica y legal. Por ello, cada mes todos los comités especiales se reunían para compartir sus experiencias y, en ese intercambio, fortalecer capacidades y encontrar salidas creativas a los inmensos problemas que suponía vender empresas con tecnología obsoleta, a punto de la quiebra, con excedentes injustificados de personal y con subvenciones que distorsionaban cualquier gestión medianamente responsable.

“A principios de los noventa ni siquiera el propio estado sabía cuántas empresas estaban bajo su administración, cuál era su valor ni de qué rubros eran. Encontramos hasta cines y burdeles, porque los bancos habían recibido un montón de propiedades como consecuencia de la crisis y la falta de pago de sus deudores”, recuerda Montoya.

El estado–empresario gestionaba empresas de telecomunicaciones, electricidad, minería, hidrocarburos, pesca, industriales, etc. Operaba desde los aspectos de producción, gestión y muchas veces monopolizaba la comercialización de la mayoría de esos productos. Considerando las empresas más importantes, se calculó que las pérdidas económicas de las empresas públicas peruanas superaban los 2,500 millones de dólares al año. Una cifra de espanto. “Una de las estrategias que utilizamos para que la población comprendiera la necesidad de privatizar fue explicarles que esa millonaria pérdida anual la pagaban sus familias. Cada familia de cinco miembros perdía al año 500 soles por esas empresas colapsadas”, refiere Montoya. Así como hubo empresas viables para la privatización; otras hubo que liquidadas.

Con la privatización se produjo una radical transformación del aparato productivo del país. Al volver a manos privadas, el riesgo de las inversiones y de la gestión de las empresas salió del estado, mejoraron los productos y servicios en todos los sectores y volvimos a conectarnos con el mundo. Es cierto que también desaparecieron varias empresas, pero principalmente aquéllas que ocultaban su ineficiencia detrás de algún tipo de subvención porque, cuando se abre el mercado, las distorsiones terminan devolviendo a la realidad a las que estaban protegidas, desnudando automáticamente su falta de competitividad. Lo real es que a solo veinte años de haber cambiado el modelo y de darle la responsabilidad al sector privado, tenemos ahora mucho más empresas compitiendo en más sectores y hemos logrado desarrollar un mercado interno que contribuye a fortalecer las bases de nuestra economía. Un mercado en el que uno es libre de emprender el negocio que desea y en el que el ciudadano puede elegir entre varias opciones del mismo tipo de producto, según sus necesidades y presupuesto.

Con la venta de empresas públicas, entre 1991 y 1997, ese estado tremendamente quebrado logró ingresos por más de 7,000 millones de dólares y una cifra superior a esa en compromisos de inversión a futuro. Pero lo más importante es que el Perú dejó de perder dinero, trasladó el riesgo de las inversiones y de la gestión al sector privado y, gracias a la planificación y gestión profesional de los nuevos dueños de esas empresas, las arcas del estado empezaron a engrosarse con los impuestos generados por la actividad privada. Si alguien pregunta por la razón del milagro económico en el Perú, buena parte del mismo se explica en ese cambio de rumbo hacia una política de promoción de las inversiones. La inversión produce empleo y, el empleo, una mejora en la calidad de vida en los hogares. En todo el mundo, hasta ahora, esa ha sido la mejor estrategia de lucha contra la pobreza.

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HOY PODEMOS DARLES LA RAZÓN

Cuando en 1975 se decreta la nacionalización de la Marcona Mining Corporation, empresa norteamericana que explotaba hierro en esa localidad de Nazca, Luis Morán relucía como el profesional peruano con más calificaciones, y por esa razón se le encomendó la conducción de la empresa. Con ese encargo terminaba su etapa como funcionario de primer nivel de una trasnacional e iniciaba un nuevo periodo en la administración de una empresa pública.

“Solo aguanté hasta 1978, pues estaba sujeto a otro ritmo de acción y a otra ética –precisa él mismo–, pasamos de una cultura de la excelencia a otra en la que no había respeto de la gerencia a la persona, de la empresa al individuo, ni culto al mérito profesional en los ascensos. Antes, la relación gringo–peruano era igualitaria, técnica, pero con el cambio pasaron a nombrar gente desde afuera que presionaba para orientar las compras a tal o cual empresa, básicamente por las coimas, y yo no me conectaba con ese estilo”, cuenta el propio Morán. Eso le hizo aceptar una propuesta de Venezuela, donde se iniciaba un proyecto enorme para la producción de acero.

Pero en 1982 decide volver al Perú tras la solicitud del entonces ministro de Energía y Minas, Pedro Pablo Kuczynski, y se incorpora nuevamente a la gerencia de Marcona, que con la nacionalización había cambiado de nombre a Hierro Perú. Si bien las condiciones se habían deteriorado mucho, se quedó hasta que decidido, como siempre, a guardar las mínimas formas éticas y técnicas, fue expulsado por “ingobernable” durante la gestión aprista. Ya entonces se dio cuenta de cómo había disminuido la producción y contaminado las relaciones con los trabajadores y la comunidad. Por ejemplo, Marcona que exportaba cerca de diez millones de toneladas en 1975, después de los 80, apenas si pasaba de los dos millones de toneladas.

Poco tiempo más tarde, en 1992, sería convocado nuevamente por la COPRI para continuar con el proceso de privatización de la mina a la que le había dado tantos años de su vida. En una primera instancia Morán fue invitado para que ayudase, técnicamente y ad honorem, a destrabar la privatización de Hierro Perú, que se había complicado a mitad de camino y, luego de esa instancia, a través del Banco Mundial y el PNUD, le solicitaron integrarse al Comité Especial de Privatización (CEPRI) de Tintaya; más tarde al de Bayóvar, seguidamente al de Minero Perú (que tenía grandes proyectos en cartera como Cerro Verde, Antamina o Quellaveco y las refinerías de Ilo y Cajamarquilla) y, finalmente, al de Centromín. En un periodo de quince años, desde 1992 hasta el 2007 –cuando se vendió el proyecto de cobre Michiquillay– Morán se convirtió, sin habérselo propuesto inicialmente, en el mayor experto en privatizaciones mineras en el país.

Si bien los grandes motores de la COPRI fueron Jaime Yoshiyama y el pequeño equipo que formó Carlos Montoya –que le dieron forma y concepto a este proyecto con un criterio estrictamente técnico y con herramientas de gestión de la banca y el sector privado–, para la

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ejecución de los procesos de venta de cada empresa se formaron los CEPRI, que convocaron a una serie de peruanos ilustres, empresarios y profesionales de cada sector, con el objeto de hacer un tránsito fluido, realista y riguroso hacia la privatización. En los procesos específicos de distintas empresas participaron Hernán Barreto, Oscar Espinosa, Alberto Benavides de la Quintana, Antonio Tarnawiecki, Juan Assereto, José León Barandiarán, Augusto Baertl, Francisco Fernández, Raúl Otero y Lino Abram, entre muchos otros.

Si bien las empresas por privatizar eran de distintos sectores, la COPRI diseñó un procedimiento de trabajo para los CEPRI, el mismo que se fue perfeccionando en el camino. Asegurada la voluntad política del gobierno, el modelo reposaba en los principios de transparencia y eficacia que había sugerido Carlos Montoya desde el inicio. Luis Morán nos ayuda a resumir ese procedimiento de esta manera:

1. Presentación del producto: A través de un Memorando de Información se elaboraba un material destacando las potencialidades de la empresa, su historia, infraestructura, problemas sociales, ambientales, y fotografías de lo que se iba a vender. El banco de inversión participaba en esta etapa.

2. Promoción: Estaba a cargo del mismo banco de inversión en coordinación con el CEPRI, al que el primero ponía en contacto con los inversores interesados. A estos últimos se les invitaba a visitar las instalaciones o se les iba a visitar con la propuesta. Así se concluía si había o no interés por cada empresa en el mercado.

3. Invitación pública: Esta invitación era dirigida solo a los inversores o empresas que se atenían a las características que

buscaba el CEPRI y en base a la pre calificación de los interesados en términos de su capacidad, especialización, modelo de gerencia y respaldo financiero, entre otros.

4. Proyecto de contrato: En esta etapa solo se trataba con las empresas precalificadas. Ello implicaba una rueda de preguntas y respuestas sobre el contrato, que se compartían con todas las empresas que seguían en carrera. Todo lo aceptado de las sugerencias pasaban a ser parte del proyecto de contrato, lo que daba lugar a la redacción final del mismo.

5. Rúbrica del contrato: Todas las empresas que llegaban a esta fase debían inicializar el contrato, firmándolo y dejando solo dos espacios en blanco, los correspondientes al precio y al compromiso de inversión. Todo lo demás ya estaba acordado. Era el mismo para todas.

6. Fijación del precio y condiciones base: El banco de inversión proporcionaba una sugerencia sobre las condiciones económicas de la transacción al CEPRI y calculaba el precio base dentro de un rango de dos cifras cercanas (mínima y máxima), que ya consideraba la información recogida en el mercado. Si había mucho interés se tiraba el precio abajo. Si habían pocos postores, tiraban el precio arriba.

7. Aprobación de la COPRI: La CEPRI enviaba la sugerencia de precio base y las condiciones económicas a la COPRI que, como última instancia, las aprobaba para luego publicar el precio base y poner en marcha la licitación en un acto público.

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Solo el consensuar el contrato base podría demorar entre seis meses y dos años, periodo que incluía hasta un trabajo de cosmetología de las empresas –que no habían recibido mantenimiento ni actualización tecnológica en años– reparando, pintando, arreglando los baños, pasadizos, limpiando basurales o corrigiendo las situaciones inseguras de las plantas. Incluso en La Oroya, cuenta Morán, se tumbaron más de 1,200 casas que se habían convertido en tugurios impresentables. Todo ello era necesario antes de recibir y atender a los postores en sus visitas previas a cada empresa.

En ese periodo también se saneaba toda la documentación y el postor tenía la certeza que, de ganar, sería el dueño de la propiedad con expedientes legales, técnicos, económicos y financieros oficializados, y también una aproximación a las potencialidades comerciales de la empresa. Todo ese material se encontraba a disposición de los interesados en un data room para su revisión inopinada.

Entre noviembre de 1991 y febrero de 1992 salieron los decretos de creación de la COPRI pero ya en 1991 se habían privatizado las compañías Sogewiese Leasing y un paquete accionario de Minas Buenaventura, pero en 1992, ya bajo el paraguas de la COPRI se privatizaron diez más con ingresos para el estado peruano de 208 millones de dólares y una proyección en inversiones de 706 millones más. Al año siguiente fueron trece empresas por un valor de 317 millones y una inversión proyectada de 589 millones de dólares. En 1994 se vendieron los monopolios del estado en telecomunicaciones y energía eléctrica recaudando la alucinante cifra de 2,579 millones de dólares más una inversión comprometida de 2,050 millones más.

Según un informe del Banco Interamericano de Desarrollo, desarrollado por el Grupo de Análisis para el Desarrollo (GRADE), entre 1991 y 1999, producto de las privatizaciones, el estado peruano

tuvo ingresos por 8.900 millones de dólares (incluyendo los de las capitalizaciones) y se generaron compromisos de inversión por 7,200 millones de dólares más.

Los principales ingresos provinieron de los sectores telecomunicaciones, electricidad y financiero. Paralelamente, el gobierno creó entes reguladores para cada caso, como OSIPTEL para las telecomunicaciones y OSINERG y la Comisión de Tarifas Eléctricas para el sector de energía eléctrica, que separó las empresas generadoras de las distribuidoras. El único servicio público que no se privatizó fue el del agua potable, que todavía sigue bajo la administración de SEDAPAL.

En el informe de GRADE para el BID, titulado “La privatización peruana: impactos sobre el desempeño de las empresas”, de Máximo Torero, se concluye que “el análisis demuestra una mejora significativa en el desempeño de las empresas a partir de la privatización”; pero, además subraya que “el éxito del proceso de privatización ha sido apoyado por un enérgico conjunto de políticas económicas y desempeño como base de una estabilidad macroeconómica, un ambiente general de apertura y mercados sectoriales competitivos que dieron a las empresas un entorno estable y confiable hasta 1998. Sin tales condiciones no hubiera sido posible alcanzar el éxito”.

Por otro lado, el mismo informe concluye que si bien, en un principio, hubo una merma en el empleo directo en estas empresas a partir de la privatización (48%) –más que nada debido a que cuando eran públicas los puestos de trabajo respondían a criterios políticos y, ya privatizadas, a las leyes del mercado– estipulan que sumados el empleo directo e indirecto, relacionado a servicios conexos, el empleo aumentó en 28% hasta el 2002, apenas diez años después del inicio de la política de promoción de las inversiones. Hoy sabemos que esas cifras son infinitamente superiores.

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Veinte años más tarde, las mejoras son mucho más evidentes todavía, la calidad de los servicios se ha elevado notoriamente, el acceso a ellos es mucho mayor, superando el 90% de cobertura para la población en telefonía y electricidad, por brindar un ejemplo.

Más evidente todavía es el hecho de que las compañías privatizadas son ahora mucho más rentables y eficientes en cada sector que cualquier empresa pública sujeta a una posible comparación. Pero lo más importante, es que esas empresas en manos privadas han propiciado una mejora considerable en la calidad de vida de los peruanos, tanto a nivel urbano como rural y, en el caso de la telefonía y de la energía eléctrica han permitido la interconexión de las comunidades más alejadas y pobres con el mercado y la modernidad, con tal potencia que en muchos casos, según estudios especializados, esa conexión les permite multiplicar sus ingresos hasta en siete veces.

AHORA TÚ ESCOGES LO QUE QUIERES

Asegura que la suya es la generación sándwich, aquella que cansada de no poder desarrollarse con reglas claras y estables, terminaron involucrados en alguna instancia de gobierno sin proponérselo. “Los que nos habíamos preparado para la agricultura, como en mi caso, después de la reforma agraria terminamos en la industria; vino la ley industrial expropiadora, y yo me tuve que dedicar a otras cosas hasta que recalé en el sistema financiero y, encima, después García casi nos estatiza la banca”, sintetiza Alfonso Bustamante, uno de los empresarios que asumió responsabilidades en el gobierno de Fujimori, preocupado por la situación con la que el país ingresaba a esa década y conocedor de los cambios que ya se estaban desarrollando en el resto del mundo. Fue Primer Ministro y ministro de Industria entre agosto de 1993 y febrero del siguiente año.

“Durante mucho tiempo habíamos sido testigos de que nuestros gobernantes iban contra la corriente, mientras que los países exitosos caminaban exactamente en la otra dirección. La falta de atención sobre las reglas de la economía y el énfasis en el tema social se inician en el

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Perú en la década del 60, con el golpe de estado que se le hizo a Prado Ugarteche”, anota el memorioso Bustamante.

Justamente en 1962 se produce un golpe de estado y se aúpa al poder una Junta Militar de Gobierno liderada por el general Ricardo Pérez Godoy, cabeza de una ‘tetrarquía’ que integraban, además, Nicolás Lindley, Pedro Vargas Prada y Juan Francisco Torres representando a las armas de Guerra, Aviación y Marina, respectivamente. El golpe se produjo cuando faltaban apenas unos días para que terminase el gobierno democrático de Manuel Prado Ugarteche y ante las acusaciones de fraude electoral de Fernando Belaunde que, semanas antes, había quedado segundo en una muy apretada elección, detrás de Víctor Raúl Haya de la Torre, líder aprista, y delante de Manuel Odría, ex presidente militar.

“Es allí cuando comienza a desviarse la atención de las reglas básicas de la economía que facilitan la posibilidad de garantizar un mayor bienestar social. Es entonces que los gobiernos adoptan un comportamiento totalmente populista en la toma de decisiones”, sentencia Bustamante que, por esas épocas, iniciara su vida profesional en el campo, más precisamente en Puno.

Después de la segunda guerra mundial empezaron a tomar vuelo en Latinoamérica las ideas de Raúl Prebisch, un economista argentino que desarrolló la tesis de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI), teoría que predicaba que con un proceso acelerado de industrialización de los países se alcanzaría mucho más rápido el desarrollo que con la mera exportación de materias primas. En resumen, el ISI basaba su éxito en tres fundamentos:

1. Una política industrial activa, con subsidios y una estrategia de producción dirigida por el estado.

2. Una economía protectora de la empresa nacional que establecía barreras al comercio y aranceles altos.

3. Un tipo de cambio elevado mediante una política cambiaria dirigida y controlista.

Por más buenas intenciones que tuvieran estas políticas, allí donde se aplicó tuvieron como consecuencia una primera sensación de bonanza pero, más temprano que tarde, encareció para los consumidores el precio de los productos debido a los altos aranceles de los insumos para las distintas actividades productivas, estimuló procesos inflacionarios, elevó la deuda externa e hizo mucho menos competitivas a las empresas locales, ya que el cierre de las fronteras a productos similares las hizo acostumbrarse a vivir protegidas, tornándose cada vez menos eficientes, menos innovadoras y más obesas.

Durante los setenta y ochenta, con mucha ilusión se empezaron a producir en el Perú autos –en realidad, a ensamblarlos– y hasta a construir barcos, pero esos propósitos resultaron a lo más idealistas, fueron prácticamente insostenibles.

En 1966, habiendo estudiado en la Agraria y luego en la universidad de Michigan, con apenas 25 años, Alfonso Bustamante ya asumía la gerencia general de la Sociedad Ganadera del Sur, corporación que agrupaba a diez haciendas que reunían 60,000 cabezas de ovejas, 5,000 vacunos y 30,000 alpacas en Puno. Era la organización ganadera más grande del sur del país y la más antigua, pues había nacido en 1926. “Cuando se dio la reforma agraria llegué a la conclusión de que había que entregar las tierras. Lo hicimos voluntariamente. El estado pagaba los animales en efectivo y las tierras en bonos; y salió una ley que estimulaba utilizar los bonos en inversiones industriales. Allí me convertí en industrial”, recuerda el empresario.

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Pero el proceso no fue fácil, para comenzar tuvo que convencer a los accionistas, la mayoría de tradición ganadera y ya de cierta edad, de que era mejor iniciar un camino en la industria que recibir el dinero porque, de lo contrario, se obligarían a pagar casi la mitad en impuestos. Como los militares querían industrializar el país a cualquier costo, en virtud de la política de sustitución de importaciones, dieron estímulos para que los bonos agrarios se convirtieran en capital si el tenedor ponía la misma cantidad en efectivo.

“Nosotros teníamos los bonos y dinero a la mano por la venta del ganado, les hice el cálculo y les comenté que se iban a quedar con acciones de empresas que más adelante iban a valer más que esos bonos. Abrimos el círculo, invitamos a otras personas que estaban en la misma condición, entre ellos mi padre, y nos hicimos del 50% de la fábrica de bicicletas Goliat y del 60% de la fábrica de abrasivos Abralid, que producía lijas y piedras de esmeril. Aprovechamos las reglas del sistema. De allí esperamos tiempos mejores pero el mercado no prosperó”, comenta el propio Bustamante, quien de joven había planificado dedicarse al campo, a los animales y a vivir en su querida Arequipa o en Puno, que siempre le gustó tanto.

Goliat producía 37,000 bicicletas al año y tenía el 55% del mercado nacional, liderando sobre dos marcas recordadas de la época que compartían el resto, Monark y Mister. Hasta fines de los ochenta cada bici se vendía a 320 dólares porque estaban obligados a comprar el acero a Siderperú y las llantas a Lima Caucho, empresas que vendían más caro porque estaban sujetas a protección, y el resto de insumos los importaban con unas tasas arancelarias bárbaras. Por la misma época, una buena licuadora podía costar hasta 700 dólares.

En 1991, cuando bajaron los aranceles al 56% y se permitió importar casi de todo, la bicicleta pasó a costar 120 dólares, casi la tercera parte por

la baja en el precio de los insumos. En ese tipo de distorsiones terminó el proyecto ISI y la economía cerrada que todavía algunos pregonan como solución en el Perú y que, finamente, truncó el desarrollo de la región y aumentó los índices de pobreza.

Tan absurda era la situación que en 1990 no había un solo producto –de los 7,000 existentes– que pudiera ser importado sin autorización de un funcionario público. Y a la inversa, “la decisión de proceder al pago de subsidios por exportaciones de cualquier producto dependía solo de un funcionario. Las oficinas del Certex (Certificado de reintegro tributario) se habían convertido en un nido de corrupción. Los agentes negociaban con esos malos empresarios hasta en los baños, pues se encontraron expedientes arrumados detrás de los wáter”, recordaba el economista Fritz Du Bois, pocos días antes de fallecer. Él fue el encargado de desactivar el Instituto de Comercio Exterior a principios de los noventa, el epítome del controlismo comercial en el Perú.

Sin embargo, esa obsesión del estado de dirigir al detalle los destinos de la nación, de una manera rígida y monocorde, también pasaba factura a los ciudadanos de a pie. Hasta inicios de los noventa teníamos un solo comercializador de los productos de primera necesidad y de muchos otros productos esenciales; vale decir, si lográbamos conseguir los productos, no podíamos elegir lo que consumíamos, había que tomar lo que encontrábamos nomás.

En los centros de abasto las familias hacían colas en distintas cajas para completar la cantidad necesaria de leche, de azúcar, de arroz o de aceite porque el consumo estaba racionado a una cantidad insuficiente de kilos o litros por persona. Incluso la gente se pasaba la voz cuando había carne, pues esta desaparecía rápidamente de los frigoríficos y la suerte máxima era conseguir un pase de acceso al Bazar Militar, por entonces el centro de abastos más surtido de la capital. En el mundo

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rural y en los extramuros de la provincia, la economía era improductiva, prácticamente de subsistencia.

Hoy, en una economía abierta, los peruanos hemos recuperado nuestro derecho a elegir, tenemos acceso a distintas marcas de los mismos productos y a precios de acuerdo a nuestras necesidades y presupuestos. “Antes, así tuvieras dinero, no podías elegir porque el Estado controlaba todo. El Estado creía saber lo que tú querías, ahora tú escoges lo que quieres”, refuerza el concepto Du Bois, añadiendo que, además, en el Perú de hoy eres libre de hacer lo que quieras con tus capacidades, con tu tiempo y con tu dinero.

Muchos ya no se acuerdan que durante décadas, por las terribles condiciones que atravesaba el país, el 10% de la población decidió irse al extranjero por falta de oportunidades, y las dos terceras partes del país deseaban hacer lo mismo, especialmente los jóvenes, porque no veían aquí futuro posible. Si se frustraron esos deseos no fue por voluntad propia, sino que los ciudadanos con pasaporte peruano tenían muchas restricciones para el ingreso a los países desarrollados y, peor, para tentar largas estadías en la mayoría de ellos. Incluso, muchos jóvenes, profesionales y familias enteras apostaron a la suerte y dedicieron emigrar en condición de ilegales.

Sin embargo, dos décadas más tarde de la implementación de las reformas estructurales de inicios de los noventa, sin ser conscientes de lo que ha costado construir las sólidas bases de un nuevo país, los jóvenes peruanos de estos tiempos sienten que todo lo pueden y que ahora el Perú es el mejor lugar para ver cumplidos sus sueños. Y aquí todos queremos que lo siga siendo.

NO HAY GOLPE SIN TRAUMAS

“Un domingo cuando ya estaba oscuro fuimos convocados por el presidente a una reunión de emergencia en el Pentagonito. Yo estaba en pantuflas y pijama y ya había dejado libres al chofer y a los guardaespaldas. La llamada era extraña porque no se revelaba el motivo, así que me cambié y manejé hasta San Borja”, cuenta Jaime Yoshiyama. Cuando llegó a la sede de la Comandancia General del Ejército, el 'Pentagonito' lo condujeron a una sala donde esperaban también otros ministros. Pocos minutos después, en una pantalla dispuesta en la habitación, se propaló el famoso video con el que Fujimori cerró el parlamento bajo el eufemismo repetido de “disolver temporalmente el Congreso”. En realidad se trataba de un golpe de estado, de un ‘autogolpe’.

Apenas apareció el presidente varios de los ministros le pidieron que reflexionara sobre lo que iba a hacer, pensando en que esa citación respondía a una suerte de consulta al Gabinete; sin embargo, Fujimori respondió que ya era muy tarde, que ese material se estaba transmitiendo en ese momento por cadena nacional de radio y televisión. Era el 5 de abril de 1992 y Fujimori instauró en ese instante, a la usanza de la

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mayoría de las dictaduras, lo que denominaría como un “gobierno de emergencia y reconstrucción nacional”.

“Boloña casi se enferma con el tema porque ese era un claro augurio de que se le iban a cerrar las puertas de financiamiento”, recuerda Yoshiyama y él mismo, en los meticulosos cuadernos y agendas que aún conserva, no tiene nada anotado en los dos días siguientes. El desconcierto era total dentro y fuera del gobierno. Las ediciones de los periódicos eran intervenidas una vez más y a las calles salió nuevamente el ejército con sus intimidantes tanquetas y camiones portatropas, lanzando chorros de agua y gases lacrimógenos a las pequeñas turbas de protesta en los alrededores del Centro de Lima, del mismo Congreso o del Colegio de Abogados. También se desató una cacería de los enemigos políticos del gobierno y de los periodistas de oposición.

Mientras los defensores de la democracia se exponían en pública protesta a la brutalidad de los uniformados, el 82% de la población celebraba que, por fin, alguien con autoridad y mano dura cerrara ese poder del estado que los había defraudado desde siempre, un Congreso insensible e incapaz de comprender las verdaderas necesidades de la población. La gran mayoría de peruanos aplaudía la medida porque consideraba que los políticos eran inútiles en el propósito de emprender las tareas de pacificación y desarrollo que le urgían al país. La justificación para el autogolpe era que el Legislativo estaba maniatando al presidente en sus funciones mediante la Ley de Control Parlamentario a los actos y decisiones del presidente (sobre todo en materia económica y de lucha contra el terrorismo). Años más tarde, Fujimori diría que “antes de que me destituyeran y antes de que el terrorismo tomara el poder y destruyera la democracia, yo decido dar ese paso”.

El descrédito de la clase política era impresionante, pues el parlamento había elevado su propio presupuesto sin atender los

reclamos de austeridad y extendido cédulas vivas a los congresistas que les garantizaban beneficios económicos de por vida. Adicionalmente, eran evidentes sus reiteradas inasistencias, la frivolidad en el gasto de los recursos y la dificultad para siquiera hacer quórum con el propósito de discutir las leyes más importantes. Según el oficialismo, el Congreso “era un freno a las transformaciones y al progreso”.

“La razón por la que Fujimori rompe con la institucionalidad y se tira abajo el Congreso es porque no podía avanzar con la legislación judicial, básicamente por los obstáculos que ponía a cada paso el parlamento. Estoy seguro de que si no hubiera cerrado el parlamento hubiera sido muy difícil que se avanzara con las reformas y, a la inversa, por haber hecho eso Fujimori se ganó muchos enemigos, algunos de ellos políticos muy bien intencionados que hasta ahora no le perdonan eso. Fue una medida crítica, para bien y para mal, todo exaltado por el apasionamiento político”, reflexiona el empresario Óscar Espinosa.

Pero en el frente externo la popularidad de las medidas no era compartida. Había costado mucho poner en marcha acuerdos con la banca internacional y, como pensaba Boloña, tanto el FMI como el Banco Mundial contrajeron sus posiciones y se deterioró su confianza en las promesas del gobierno peruano. Incluso el Secretario de Estado Norteamericano, James Baker, anunció la suspensión de la ayuda económica al Perú pues “no habría lugar en Estados Unidos para quienes se aíslan a sí mismos derrocando a la democracia”.

Por otro lado, una delegación de parlamentarios peruanos de oposición acudió a la Organización de Estados Americanos (OEA) para exponer los hechos. Apenas un año antes los cancilleres, incluido el peruano, habían firmado un compromiso de llevar a consulta cualquier intento entre sus países miembro de romper la institucionalidad democrática. Por ello, la junta de cancilleres sesionó en privado y

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anunció, primero, una condena unánime al golpe de estado y, segundo, se le solicitó a Fujimori que negociara con la oposición una salida a la crisis política. Posteriormente, la OEA enviaría a Perú una delegación encabezada por su secretario general, el brasileño Joao Baena Soares.

Dando señas tempranas de su espíritu autocrático, y amparado en el favor popular, Fujimori no negociaría con la oposición, más bien se afanaría en lograr acuerdos en el frente externo para reanudar el flujo de créditos al país y le prometería a esa delegación de la OEA elecciones para la formación de un nuevo Congreso Constituyente Democrático (CCD), el mismo que tendría la función de legislar y, sobre todo, de redactar una nueva Constitución Política del Perú.

Las elecciones se realizarían en octubre, el nuevo congreso tendría apenas 80 miembros y, para darle velocidad a las reformas, una sola cámara. La estrategia de descrédito de los políticos locales daría frutos y el oficialismo obtendría 44 escaños que, disciplinadamente, avalarían en todo las propuestas del Ejecutivo desde enero de 1993.

“Nosotros no sabíamos que el presidente Fujimori tenía pensado el golpe de estado pero, después de ejecutado, el Consejo de Ministros empezó a funcionar como el ente emisor de leyes mediante decretos. En ese momento, los técnicos intentábamos rescatar al país de la emergencia y de las debacles de la economía y del terrorismo”, comenta Yoshiyama, quien fuera presidente del CCD en sus tres años de existencia, agregando que seguramente esas mismas reformas se hubieran podido hacer en democracia, pero de ninguna manera más rápido ni de forma tan consistente.

Aquí cabe preguntarse por qué, si el objetivo era legislar para rescatar al país de la emergencia, durante el gobierno de Fujimori también se intervinieron el Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal Constitucional, la Contraloría y cualquier otra institución

influyente o de control. Incluso más adelante se compró la línea editorial de la mayoría de medios de comunicación.

“Mi impresión es que cuando el presidente dijo ‘disolver’, él no sabía que estaba dando un golpe. Pero de hecho estaba anulando uno de los poderes y era un golpe de estado. Para mí Vladimiro Montesinos hizo con él lo mismo que hace la mafia. Para probar su fidelidad, a uno lo obligan a matar a otro. Fujimori había sido elegido por el pueblo y Montesinos no era nada. Luego del golpe, ya estaban iguales. Siendo tan vivo e inteligente, Fujimori se dejó quitar la legitimidad”, reflexiona el economista Hernando de Soto al respecto.

Otro tema que resulta a la vez paradójico y simbólico es cómo los peruanos, en un lapso de 25 años, mediante dos golpes de estado, pretendimos cambiar de facto el curso de la historia. El inicio del gobierno de Velasco y el de Fujimori hasta el 5 de abril cierran un círculo, encarnan los cambios más significativos en el rumbo del país con propuestas que se ubican en las antípodas, pero que se hermanan en el estilo autoritario para su implementación. Sin importar lo constructivo o errado de cada propuesta, ambas administraciones pierden brillo y valor por la imposición de sus ideas y proyectos. El gran reto de las naciones sigue siendo, por ello, que logren su desarrollo dentro del marco de la democracia.

En ese sentido, los peruanos tenemos que ser capaces de aprovechar los conflictos para discutir en profundidad y acercar nuestras posiciones. Pero si no somos capaces de sentarnos en una mesa ni de mirarnos a los ojos con una mínima presunción de confianza, difícilmente vamos a sellar las bases de nuestro sistema democrático. Por ello debemos saludar que nuestros cuatro últimos presidentes –incluyendo a Valentín Paniagua– hayan impulsado el curso de la democracia en un país tan dispar, necesitado y populista como el nuestro.

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Pero como demostración de lo frágil que todavía es ese sistema recordemos que a partir de 1997, Fujimori emprendió una carrera reeleccionista –para hacerse de un tercer mandato consecutivo– que frenó el ritmo de las reformas estructurales del estado, la velocidad en el crecimiento y la modernización del país.

Los peruanos pagamos las consecuencias, entonces, de no haber sido capaces de defender el marco democrático que habría podido contener el desmedido apetito de poder de Fujimori. Quien al principio de su mandato facilitara las condiciones políticas para que el Perú se conectara con el resto del mundo, más tarde, contradictoriamente, construiría él mismo su camino a prisión. El mismo político que abrió la puerta a la recuperación y transformación del país casi echa por tierra los fundamentos de esa titánica tarea y apeló, para reelegirse nuevamente, a la perniciosa enfermedad del populismo.

“La triste lección de esos años es que se dejó de priorizar el aspecto económico y prevaleció lo electoral. Al principio Fujimori preguntaba ‘cuánto me cuesta eso’ y, al final, ‘cuántos votos me cuesta eso’. Sin re-reelección se habría completado las reformas y ya no importaría, como en Chile, que entrase un gobierno de izquierda o de derecha. Ya no pasaría nada. Por la re-reelección casi perdimos todo lo avanzado en un ataque sistemático contra la economía de mercado. No solo no se realizaron las reformas de segunda generación, sino que colapsó el gobierno y nos tomó hasta el 2004, cinco años, retomar el ritmo económico. Estuvimos a punto de perderlo todo”, resume enfáticamente Fritz Du Bois, que se desempeñara como uno de los asesores principales del MEF entre 1992 y 1998.

Otra reflexión pertinente es que ese golpe de estado le permitió al gobierno de Fujimori controlar las instituciones tutelares del país y distorsionar sus fundamentos en provecho propio. Muy aparte a los

esfuerzos del grupo de profesionales comprometidos con la reformas económicas, el relajo en los controles institucionales facilitó que otro grupo cercano a Fujimori montara una red de corrupción.

Con el golpe se subieron al carro del gobierno una serie de inescrupulosos que solo querían aprovecharse del poder para robar. Esta red se empezaría a descubrir recién por 1997, cuando todo el proceso reformador en materia económica y contra el terrorismo ya se había cimentado. Por ello es importante separar en esta historia la paja del trigo. Hubo, entonces, un grupo de personas que trajeron herramientas profesionales de gestión al estado y que se la jugaron por el futuro del país y, otro, que se manchó las manos con dinero sucio y sangre, muchos de los cuales pasaron o continúan todavía en la cárcel.

En virtud de construir un mejor futuro será siempre necesario recordar que, si bien son modelos imperfectos, el mejor contexto para el desarrollo de la economía de libre mercado será siempre la democracia. Porque es dentro del marco de ese sistema político que se garantizan el equilibrio de poderes, las libertades y la capacidad de defensa de la sociedad frente a cualquier intento de abuso de poder. Entonces, para el desarrollo de una nación moderna cualquier golpe de estado, por principio, es inadmisible.

Tras el cierre del Congreso, el poder Ejecutivo tomó una nueva dinámica y aceleró las reformas para la promoción de las inversiones y de lucha contra el terrorismo. Como hemos visto, era indispensable el éxito de ambas para reactivar la economía nacional y reconectarnos a ese contexto internacional que ya estaba en franco proceso de globalización. ¿Qué sentido tenía mantener un mercado cerrado cuando ya las tecnologías de la información presagiaban la revolución digital, la conexión inmediata con cualquier rincón en el mundo y un cambio radical en el comercio? ¿Cómo era posible atraer inversiones

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en un contexto de guerra y muerte? La Shell había descubierto el yacimiento de gas de Camisea y prefirió no explotarlo aduciendo que no podía trabajar en el Perú mientras no se controlase a la camarilla de muerte de Abimael Guzmán. La empresa se fue del país. Y así como con el gas, era imposible poner en marcha proyectos petroleros, mineros o energéticos porque todos, por sus características, debían operar en zonas rurales y expuestas a los ánimos destructivos de Sendero.

En el ámbito judicial, por ejemplo, el proceso de Osmán Morote, el segundo en la estructura político–militar del grupo terrorista, duró cerca de cinco años y tan absurdas eran las normas que el señor declaraba a la prensa cuando lo deseaba, haciendo apología y defensa de sus ideas de muerte. Luego de que el CCD dictara sus normas, a Abimael Guzmán lo apresaron el 12 de setiembre del 92 y en seis meses ya tenía cadena perpetua. La normativa en torno al terrorismo incluyó juicios sumarios, jueces sin rostro, la ley de arrepentimiento, la de colaboración eficaz, de apología, de obstrucción a la justicia, la eliminación de beneficios penitenciarios, el aumento de penas y otras más que le imprimieron celeridad a la derrota oficial del terrorismo. Recién allí el Perú se pudo defender de esos fanáticos radicales.

Sin embargo, uno de los encargos más importantes del CCD fue el de elaborar una nueva Carta Magna. El concepto fundamental detrás de la Constitución de 1979 era el del interés social. En otras palabras, si a criterio del gobierno un sector de la economía no era suficientemente bien atendido por el sector privado, entonces el estado tenía el derecho de intervenir y hacer una empresa en tal sector.

“La Constitución del 79 era estatista, en ella se seguía hablando de las industrias estratégicas y de la intervención del estado en la economía. No se avanzaba mucho en el tema económico ni en la promoción de la inversión privada. Hasta ese momento el Perú no entendía lo que

estaba pasando en el mundo”, refiere Alfonso Bustamante, quien fuera Premier por la época de trabajo del CCD. Además resalta que lo más importante de la Constitución del 93 –actualmente vigente– es que en su capítulo económico promueve la inversión privada, limita las aventuras empresariales públicas y fija el rol subsidiario del estado, es decir, de tomar acción allí donde el sector privado no encuentra las posibilidades de satisfacer las necesidades de la comunidad, exceptuando temas como la educación, la salud, la administración de justicia y la seguridad. “El estado debe hacer poco, pero hacerlo bien”, remata el ex Premier.

Por su parte, Jaime Yoshiyama resalta que “nosotros sabíamos exactamente qué queríamos de la Constitución. Básicamente que el país tuviera una carta que promoviera, además de la justicia social, una sociedad pro mercado, que hubiera dinero para el sector agrario y no empresas estatales. Y lo teníamos todo muy claro porque los dos años anteriores habíamos trabajado en el plan económico del gobierno”.

En ese Perú en ruinas estaba todo por hacer, pero a diferencia del lustro anterior, con la derrota del terrorismo y las reglas claras se consiguió estabilidad jurídica, se prometió un tratamiento igualitario para la inversión nacional y extranjera y sometimiento al arbitraje internacional en caso de controversias. Solo así se podía exponer esa gran veta de oportunidades que tenía el Perú por delante.

“Teníamos que atraer la inversión porque no había dinero para nada. Yo salía del país a promoverla. Recuerdo que Felipe González –el presidente español en ese entonces– no nos quiso recibir o, en todo caso, lo hizo de mala manera. Nos prometió apenas cinco minutos y, al final, nos quedamos hora y media. En esa reunión se empezó a hablar de futuras inversiones españolas en el país. Nunca trabajé más y nunca gané menos en mi vida como en esa época. Sin embargo me quedaron muchas satisfacciones personales”, abunda Alfonso Bustamante.

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La importancia de la Constitución del 93 en el desarrollo del Perú hasta hoy y de la proyección del país hacia el futuro es y ha sido fundamental. “No hay manera en la que uno pueda controlar a un futuro gobierno; pero entre el capítulo económico de la Constitución peruana, la Ley Orgánica del Banco Central –que le brinda autonomía– y los Tratados de Libre Comercio se reduce el margen de maniobra de cualquier gobierno. Puedes aumentar el gasto social, tratar de fortalecer algunas empresas públicas pero, en general, el margen es pequeño”, sentencia Fritz Du Bois.

YA ESTAMOS INTERCONECTADOS CON EL MERCADO

Una de las publicaciones más rigurosas sobre el efecto positivo que han producido las reformas iniciadas a principios de los años noventa en el Perú entre las comunidades más pobres es “Conexión y despegue rural”, del economista Richard Webb, quien junto con su equipo viajó a los distritos más aislados de las provincias que resaltaban claramente en el mapa peruano de la pobreza. Por ejemplo, Chumbivilcas en Cusco, Acobamba en Huancavelica, Pachitea en Huánuco, Celendín en Cajamarca y Cotabambas en Apurímac. Incluso el propio Webb realizó un reconocimiento en los poblados de Curahuasi en Abancay y Juanjuí en San Martín.

Una de las constataciones de este economista y geógrafo, dos veces presidente del Banco Central de Reserva, Doctor en Economía por la Universidad de Harvard y profesor en Princeton, fue que el problema principal de las comunidades más pobres del país durante décadas había sido el aislamiento, condición exacerbada en los ochentas por la presencia del terrorismo en todos sus linderos. Desconectados entre ellos y del lado moderno del país fueron condenados a la pobreza.

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Pero en virtud de esos viajes, lo que más le sorprendió fue encontrar, veinte años después de descabezado el grupo terrorista, a comunidades andinas o amazónicas que no viven en otro mundo ni son seres de otro planeta, sino personas que están mucho más conectadas e incluidas de lo que él esperaba y que, por añadidura, utilizan en provecho propio, de manera intuitiva pero exitosa, las dinámicas del mercado.

Ante la falta de literatura sobre el tema, era necesario viajar al lugar de los hechos y la primera provincia visitada fue Chumbivilcas, en el límite de Cusco con Arequipa. Cerca de su capital, Santo Tomás, apenas había unas casitas y unas vacas; pero junto a la carretera lograron ubicar una feria que reunía a unas 30 personas que habían llegado a pie o a caballo. Entre ellos estaba una señora que, sentada en el pasto, vendía cebollas y papas. De pronto Webb vio tres libros sobre un grupo de tubérculos. Dos de ellos tenían en el título la referencia a unas vacas y otro era de motivación empresarial, firmado por David Fischmann, un conferencista y académico peruano experto en liderazgo. La escena lo impresionó tanto que le tomó una foto a los libros.

Unos días después, ya en Lima, esperando el cambio de luz delante de un semáforo, descubrió con sorpresa que el mismo libro de las vacas de Chumbivilcas era ofrecido por uno de los vendedores pirata en la avenida Javier Prado, en pleno San Isidro, uno de los distritos más encumbrados de Lima. Evidentemente lo compró. Los tres libros que se vendían en esa feria de las alturas eran del tipo autoayuda empresarial o de liderazgo. “En uno de los lugares más perdidos de la sierra, donde seguramente se registran los índices femeninos más altos de analfabetismo en el país, estaban leyendo los mismos libros que en uno de los distritos más–más de la capital. Entonces empecé a ver algunos indicios que demuestran que en el Perú ya se vive una misma cultura”, relata el propio Webb.

Para otro viaje escogió a una de las provincias que, según las estadísticas, resulta ser una de las más pobres del país, Acobamba, en Huancavelica. Allí acudió a la feria de Paucará, terruño de la Nación Chopcca que, producto del aislamiento de décadas se caracteriza por conservar con orgullo sus tradiciones, costumbres y vestidos. Ese mercado reúne a más de veinte comunidades altoandinas y se puede encontrar allí desde productos alimenticios, vegetales, ollas, útiles escolares, artefactos eléctricos, herramientas, repuestos, zapatillas, ganado y también ropa. Justamente la sección de prendas de vestir se destacaba por una banderola que decía “Bienvenidos a Gamarrita”, en clara alusión al emporio textil limeño, en una expresión que denota conexión, integración y orgullo. Para abundar en el asunto, más allá, en el mismo Acobamba, también pudo encontrar el chifa ‘Gastón’.

“Según las encuestas del INEI, en los últimos diez años, el ingreso promedio de las familias de Huancavelica ha tenido el segundo crecimiento más alto entre las regiones, incluso más alto que el de Lima”, señala Webb, añadiendo que la explosión de los centros de educación con facultades asociadas a las actividades económicas de cada provincia, sea ingeniería de minas, agricultura u otra, según el caso, han facilitado también el despegue de estas comunidades, especialmente de los más jóvenes .

Pero el factor más importante en el desarrollo de las regiones ha sido, sin duda, la descentralización, que en la última década canalizó chorros de dinero al interior, destinándose en cada departamento un tercio del presupuesto al gobierno regional, otro tercio a las provincias y el último tercio a los municipios distritales. Lo primero que hicieron los alcaldes de las poblaciones más pequeñas fue construir o mejorar caminos, lo que les ha permitido reducir a la mitad el tiempo de traslado hacia los grandes poblados o ciudades.

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En muchos casos ese tiempo de viaje se redujo de doce a seis horas. Y esa es una constante en casi todos los pueblos del país, lo que ha provocado el incremento del comercio y la multiplicación de las ferias que, a su vez, hacen de soporte del boom agrícola. Desde la óptica centralista, antes era imposible ver lo trascendente que podrían ser esas soluciones de infraestructura vial que, implementadas por sus propias autoridades, han calado positivamente en la calidad de vida de las poblaciones más alejadas y vulnerables.

“No hay duda de que los caminos han propiciado una mejora agrícola. Acobamba tiene dos productos estrellas: papa y arvejas. Pero se está experimentando un incremento en la producción de papa nativa porque esta triplica el precio de la tradicional. Y el cultivo de las arvejas es relativamente nuevo, ha reemplazado a otros tipos de papa porque toda baja para comercializarse en Lima. Ambos casos demuestran que la gente está conectada intuitivamente con el mercado. Incluso ahora hay un tremendo incremento en la producción de yogurt y quesos, porque las vacas están produciendo mucho más, gracias a la calidad del suelo por el riego tecnificado”, subraya Webb, agregando que a esa cadena contribuyen la mejora de las razas del ganado y los mejores caminos. Antes producir estos productos para el consumo no era rentable, se echaban a perder, pero ahora que pueden sacar sus productos a mercados que ya conocen, la cosa es diferente.

Si bien estas poblaciones no tienen una comprensión conceptual de la leyes del mercado o de sus principios, las utilizan todos los días y las aprovechan con mucha intuición y éxito. Manejan bien el dinero. “¿A quienes les ha ido mejor en los últimos años? La población rural, la menos educada, es la que más ha mejorado porcentualmente sus ingresos. Si gana más es porque produce más y porque vende mejor. Hay un espíritu emprendedor potenciado al 100%”, señala el economista.

Otra cosa que ha hecho explosión en estas zonas alejadas es la revolución de los celulares. Si bien todavía la mayoría lo usa para temas personales, la comunicación al instante ha permitido que los emprendedores y comerciantes mejoren sustancialmente sus negocios, pues ya son ubicables, tienen capacidad de coordinación, pueden hacer acuerdos al instante, informarse en tiempo real sobre los precios en sus respectivos mercados y atender los pedidos a través de las nuevas carreteras en plazos pertinentes.

Antes, en plena cosecha, llegaba a sus pueblos un camión a la semana que les compraba todo, con un precio impuesto por el propio comprador y ellos no tenían más remedio que venderle para asegurrar algún tipo de sustento. La conexión, entonces, ha sido una condicionante principal en el despegue del desarrollo rural.

Otra de las principales constataciones del investigador, demostrada con una metodología y racionales inapelables, es que los ingresos de los pobladores rurales en el Perú tuvieron una constante desde 1900 hasta 1994, creciendo a un promedio de 1,4% cada año, lo que en la práctica refleja un estancamiento; pero entre 1994 y el 2011, sus ingresos se incrementaron en 7,2% al año, que se explica por “la marcada aceleración conectiva desde mediados de los años noventa. Desde entonces se multiplicó por tres la construcción anual de kilómetros de caminos, mejoró significativamente el mantenimiento de las redes viales y se multiplicó el parque de vehículos que hacen servicio en el interior del país. A ello se sumó la difusión de internet y el acceso masivo a teléfono celular”, como expresa Webb en su libro, resaltando la coincidencia en el tiempo de la revolución comunicativa desde los noventa y la positiva aceleración en el ingreso de los más pobres. En veinte años, ese crecimiento ha significado más que duplicar los ingresos históricos de los más pobres en el país.

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Entre las conclusiones de su libro, el economista expresa que, a la par de la conexión, otros hechos explican el incremento en los ingresos de las comunidades que eran más desfavorecidas: la victoria contra el terrorismo normalizó las labores en el campo, la apertura comercial de la economía nacional abrió mercados para productos agropecuarios de exportación, la privatización de la telefonía produjo la expansión de ese servicio y la dinamización de la economía permitió ingresos temporales para obreros residentes en zonas rurales.

Además, el boom de los proyectos mineros privatizados en los noventa llevó trabajo, recursos y transferencias fiscales a gobiernos locales, provinciales y regionales y la liberalización arancelaria incrementó el parque de vehículos de transporte provincial. Todo ello no solo abrió oportunidades para los jornaleros sino también para los emprendedores. Y el gradual aumento en la escolaridad, la alfabetización y el aprendizaje del español facilitaron el intercambio comercial y empresarial. Lo mejor de todo es que estas son apenas las primeras escenas de la nueva y auspiciosa historia que el Perú tiene la oportunidad de labrar hacia adelante.

Solo para graficar el avance que hemos logrado sosteniendo el rumbo económico en los últimos años soltamos una cifra inapelable. Desde el 2004, cuando se restableció el ritmo de crecimiento, al año pasado, el 2013, el índice de pobreza en el Perú cayó de de 58.7% a 23.9%, según el INEI.

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HACIA UN PERÚ DE PRIMER MUNDO

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HAY UNA MANERA DE HACER BIEN LAS COSAS

En un mundo cambiante de millones de seres humanos, con países de orígenes, situaciones y procesos diferentes, resulta sumamente difícil ponerse de acuerdo sobre cuál es la mejor opción para que tanto la política como la economía se pongan al servicio de la humanidad. A lo largo de la historia, los pensadores han propuesto una serie de doctrinas acerca de cómo debe funcionar la sociedad, y se han delineado distintas rutas considerando lo que se debe priorizar para asegurar el desarrollo y el bienestar del mayor número de personas.

De entre todas las doctrinas políticas, la que predomina ahora en el mundo es la del liberalismo. Para ella, el valor más importante es la libertad, vale decir, el principio de que a nadie le está permitido recurrir a la fuerza para obligar a otro a hacer lo que no desea. Para esta corriente política, la libertad es la condición más preciada y el impulso original que le permitirá a cada ser humano hacerse cargo de su destino, concretar sus sueños y canalizar sus esfuerzos y talentos hacia lo que vino a hacer al mundo. Lo que procura el liberalismo es la aparición de un ciudadano con voluntad y razón, deberes y derechos.

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Pero cualquier doctrina política o filosófica debe superar el reto de su aplicación en la realidad y estar acompañada de instrumentos que faciliten su adopción y práctica por parte de los países y sus poblaciones. Un instrumento fundamental es el modelo de desarrollo u orden económico, el mismo que debe hacer posible que los ciudadanos se acerquen sostenidamente a esos beneficios. El gran reto de los países es cómo satisfacer las necesidades de la mayoría administrando recursos que nunca son suficientes. Y en ese sentido, la libertad política debe estar asociada necesariamente a la libertad económica.

Una economía libre se basa principalmente en dos conceptos, el de la propiedad privada y el de la economía de libre mercado, que presupone el comercio voluntario entre dos o más partes, de acuerdo a los precios que para cada producto o servicio determinan la oferta y la demanda. En términos simples, una economía libre tiene como fin traspasar a la sociedad civil la responsabilidad de generar riqueza, el Estado se abstiene de obstaculizarla y la protege de cualquier distorsión o transgresión por parte de terceros. Por tal motivo la libertad económica propone facilitar el comercio con quien uno desee –sea nacional o extranjero– y estimular tanto la competencia como la iniciativa individual para crear y hacer empresa.

La empresa se convierte, entonces, en una pieza fundamental en la generación de riqueza. Un grupo de hombres, sea grande o pequeño, unen sus talentos y esfuerzos en busca de alcanzar objetivos comunes, generalmente el crecimiento y la expansión de su empresa que compite con otras similares y que obliga permanentemente a actuar con creatividad, planeamiento, analizando su mercado, tomando riesgos en base a una visión clara y al entorno donde operan.

El éxito de ese esfuerzo compartido beneficia a todos los que allí participan, a sus clientes, a los destinatarios finales de los productos

y, mediante los impuestos que generan sus actividades, a su Estado y a su comunidad. Si un país se enfoca en facilitar la generación de riqueza tendrá a la mano la mejor manera de combatir la pobreza y, como consecuencia, más recursos para desarrollar programas que les permitan a los pobres extremos superar pronto esa condición; seguramente mediante el fortalecimiento de capacidades y condiciones de vida digna, asociadas a mejores resultados en salud y educación.

Por otro lado, la propiedad privada es un derecho inherente al ser humano. El hombre de Neanderthal tenía claro cuáles eran sus armas de caza, la mujer del medioevo cuáles sus implementos para el hogar, el ciudadano de hoy cuál es su casa, su lap top, su tierra o sus animales. Y estos se sustentan con facturas, títulos y/o registros de propiedad. En ese sentido, la propiedad privada gratifica y corona el esfuerzo de cada individuo y el propietario tiene el derecho de disponer de ellos de acuerdo a su voluntad y sin más limitaciones que las que impone la ley. La capacidad del hombre de transformar esos bienes permite generar trabajo y riqueza, lo que, a su vez, brinda mejores condiciones de vida a quienes se inscriben en esa cadena.

Lo lamentable es que, históricamente, en muchas sociedades el enfoque de lucha contra la pobreza ha reposado solo en la redistribución de los recursos con que cuenta el estado. La paradoja es que si un país no genera riqueza, al final no tendrá mucho por redistribuir. La experiencia en la implementación de estas propuestas han probado que el estado suele consumir sus recursos muy rápidamente, a veces lo malversa y, al final, termina empobreciendo más al país.

Por ello, cuando un estado con afán redistributivo consume sus reservas y se debilita, suele recurrir a medidas extremas como a expropiaciones de tierras, de “empresas estratégicas”, de bancos, de las pensiones de los ciudadanos, de los ahorros de sus vidas y, en virtud

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de la “protección” de ese dinero usurpado, inevitablemente continúa con el recorte de libertades, como la de viajar al exterior, de invertir en ciertos sectores o de ejercer la libre expresión, entre otros. En su afán por acercarse a la “justicia social”, ese tipo de modelo más bien paraliza la producción, desalienta las iniciativas personales, ahuyenta las inversiones y, a la larga, termina ajustando a los más pobres de una manera totalmente injusta.

Quienes tenemos más de cuarenta años en el Perú, de eso ya hemos tenido suficiente. Hacer más pobres a todos para redistribuir mejor es un despropósito, pues solo conduce más rápida que lentamente a la quiebra de un país. Es más, actualmente no existe un solo ejemplo, en el mundo, de una nación que haya logrado avances significativos en su desarrollo y en la reducción de la pobreza en base a otro sistema que no sea el de la economía de libre mercado. Y en ese camino estamos.

SIEMPRE SERÁ MÁS FÁCIL DESTRUIR QUE CONSTRUIR

Los partidos de izquierda en el Perú han promovido su programa de gobierno como el de “la gran transformación”, en alusión a sus intenciones de impulsar cambios estructurales en el manejo económico y productivo del país. En síntesis, ese proyecto ensalza las reformas que ya se implementaron en otros países de la región como Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y también en Venezuela.

En buena cuenta, esas reformas están alineadas con los principios que animara la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en los años sesentas y que fueran impulsadas por la revolución cubana. Basta únicamente voltear a mirar la situación de estos países, compararla con los niveles de vida de hace una o dos décadas, según el caso, y podremos comprobar el fracaso de esas reformas.

Por otro lado, cualquier cambio estructural debe ser comprendido como un proceso y el gran reto de las naciones de estos tiempos es que ese tránsito se haga en democracia e involucrando no solo los fundamentos económicos sino una serie de aspectos vitales de las sociedades. Otra cruda verdad es que “la gran transformación” a la que alude la mayoría

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de nuestra izquierda no pasa de ser un eslogan detrás del cual se esconde un discurso obsoleto y populista, cuyo objetivo fundamental no es siquiera el que enarbolan en sus planes de gobierno, sino que al final esconde un único y verdadero interés: el acceso al poder.

Lo curioso es que los líderes de los países mencionados y que han optado por ese modelo, contraviniendo sus propias leyes, hayan sacado a relucir sus apetitos de permanencia en el poder –para sí o para su entorno inmediato– valiéndose de modificaciones constitucionales personalistas y un inevitable recorte de libertades.

Aducen que uno o dos periodos en el gobierno no son suficientes –quién sabe si tres o cuatro lustros– para satisfacer esos grandes objetivos. Y ya sabemos de sobra los peruanos que, cuando los gobernantes se niegan a salir de sus sillones, es porque han creado un sistema protector que les permite avasallar cualquier obstáculo, sea o no por la vía legal; o, en su defecto, porque necesitan esconder algo turbio y pútrido destapado en alguno de los salones de palacio. Como correlato inmediato, es en esos países donde se han restringido derechos como la libertad de expresión o la libertad de de viajar al exterior; incluso se ha dado la apropiación del estado de ahorros privados o pensiones e imposición de límites para el ahorro en moneda extranjera, entre otros.

Si hacemos una revisión panorámica de los procesos por los que ha atravesado nuestro país en las últimas décadas tendríamos que convenir que la gran transformación ya está encaminada en el Perú. Quienes tenemos edad para hacer uso de memoria, estamos obligados a reconocer que hoy vivimos en un país radicalmente diferente al de hace apenas dos décadas; un país que ha sabido sacudirse de la violencia y la miseria generalizada, un país con futuro, ubicado en el umbral del desarrollo, mucho más sólido, optimista y que combate con más éxito que nunca al verdadero enemigo de las sociedades: la pobreza.

Ello no significa, sin embargo, que hayamos resuelto nuestra existencia, todo lo contrario, como nación todavía tenemos muchas heridas por curar y problemas sin resolver. Lo que nos obliga a reconocer, justamente, que estamos a la mitad de un proceso largo.

Pero si bien hemos avanzado apenas la mitad del camino, en ese avance parcial la mejora de las condiciones de vida de los peruanos de las ciudades y del campo son innegables. Lo más sensato en estos momentos es continuar con ese proceso que tiene en el sector privado, y especialmente en la empresa, el motor de desarrollo del país, el dínamo que genera riqueza, combate la pobreza y abre insospechadas ventanas de oportunidad. Lo más sensato es seguir con ese proceso de apertura comercial al resto del mundo, porque en plena era de la globalización no tiene sentido cerrar fronteras o conformar alianzas que limiten la comercialización de los productos y servicios de los peruanos, sean campesinos, emprendedores o profesionales.

La gran transformación del Perú ya está en marcha desde hace dos décadas, como consecuencia de la reacción positiva a una crisis terrible de más de veinte años, de 1968 a 1990, más la aplicación de una serie de reformas sostenidas en el tiempo desde 1991 en adelante. Esos años aciagos y esa reacción lúcida y esforzadamente trabajada nos han permitido construir un nuevo país, con problemas pendientes, imperfecto, pero indudablemente inmerso ya en la ruta del desarrollo.

Basta salir a la calle y observar el entorno inmediato o viajar a provincias para que esa evolución quede demostrada. Esa transformación estructural y económica se basa en datos y hechos concretos y no en deseos o en teorías comprobadamente equivocadas que en otros países vecinos, podemos ver ahora, han terminando empobreciendo a su gente. Queda mucho por hacer, pero no hay duda de que estamos en la ruta correcta.

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Cincuenta años de cambios profundos La crisis política y económica al final del primer gobierno de Belaunde precipitó un golpe de estado en octubre de 1968 y la toma del gobierno por Juan Velasco Alvarado. Entre otras cosas, ese cambio forzado precipitó el traslado íntegro de la responsabilidad de la producción del país al sector estatal. De esa manera, el gran estado diseñador, ejecutor, fiscalizador y evaluador de las políticas que él mismo proponía agregó a sus responsabilidades la de ser empresario, con los resultados desastrosos de los que damos cuenta en este libro.

En 1991, año en el que el Perú pone en marcha la política de promoción de las inversiones, las empresas públicas perdían 2,500 millones de dólares al año. Pero el objetivo del gobierno revolucionario del general Velasco, con total afán refundacional, fue mucho más allá. Con la reforma agraria, la estatización y las medidas confiscatorias quebró en el espinazo el modelo de Hacienda con el que se había conducido la economía nacional durante casi 300 años.

Es cierto que era un sistema insostenible, caduco y, basado en distintos ejemplos históricos, hasta injusto pero, desde entonces, y como consecuencia de una serie de elecciones equivocadas, el Perú se precipitó en caída libre durante las siguientes décadas y así resbalamos por una espiral invertida que nos arrastró a un profundo deterioro como sociedad y como nación.

En esos casi 25 años, desde 1968 y ya entrados en los noventa, la vida de la mayoría de peruanos se hizo miserable. La ignorancia económica de los gobernantes, la irresponsabilidad en el gasto militar, la corrupción y las dádivas populistas dejaron vacías las arcas del país destruyendo la clase media, multiplicando la miseria en los más pobres, alejándolos de los servicios del estado y excluyéndolos de la modernidad.

En esos años las poblaciones andinas sufrieron una suerte de exterminio como consecuencia de la violencia terrorista y el contraataque militar; los mejores líderes distritales y provinciales o los jueces eran eliminados por los subversivos, que también destruían las estaciones productivas y de investigación, derrumbaban torres eléctricas, municipios, empresas y sumían nuestro espíritu en una oscuridad e incertidumbre aún mayores; los sueldos –de quienes lo recibían, pues casi no había inversión privada– se hacían humo de la noche a la mañana producto de la hiperinflación.

El fenómeno de El Niño devastaba las casas y los sembríos de la costa, en la sierra cobraba vidas por obra de los huaycos y aislaba poblaciones enteras detrás de los derrumbes. El diez por ciento de nuestra población que consiguió visa –pues éramos un país paria y los peruanos casi indeseables en el extranjero– se marchó a buscar un mejor futuro en países vecinos, en Norteamérica o en Europa, entre ellos muchos de nuestros profesionales y jóvenes más capaces.

La violencia, la devastación y la ausencia seguridad y justicia en el interior creó un cinturón de pobreza compuesto por migrantes que rodeó las grandes ciudades de la costa, que enfundó de plástico azul sus veredas para ejercer el comercio ambulatorio, abonó en una mayor centralización de las decisiones importantes y, como consecuencia de todo ello, millones de peruanos de dos generaciones casi perdimos la fe, casi nos dimos por vencidos.

Porque de allí venimos es muy importante cuidar lo que se ha avanzado en los últimos veinte años. Estas dos décadas han sido el más largo periodo de nuestra historia republicana en el que hemos mantenido sostenidamente un comportamiento económico responsable, donde no se gasta más de lo que se tiene y en el que se ha desenchufado la maquinita de hacer billetes que devalúa la moneda.

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En veinte años hemos construido –y lo seguimos haciendo– un sistema en el que los ciudadanos tienen la libertad de enrumbar sus emprendimientos sin otras restricciones que no sean las de la ley. En el que las micro, pequeñas, medianas y grandes empresas –en virtud del éxito que buscan– se enfocan en competir mejor para generar riqueza y puestos de trabajo; y cuyo éxito es sinónimo de más impuestos y divisas para las arcas del Estado.

Y es también importante destacar algo que no suele reconocerse en las crónicas de aquellas épocas. Sin la resistencia, creatividad y esfuerzo de los ciudadanos y, especialmente, de la población rural, no hubiera sido posible ningún proceso transformador en el país. El shock de los noventas y la disciplina en el manejo de la economía de los últimos años ha demandado mucho trabajo, resistencia y madurez cívica. Los procesos que permiten salidas a situaciones muy críticas, como las que vivió el Perú, normalmente son lentos, sacrificados y sumamente incomprendidos. Y, por supuesto, han generado la impaciencia y frustración justificada de algunos peruanos a los que todavía no alcanzan sus beneficios a plenitud.

Todo ello hace urgente acelerar este proceso que merece un ciclo continuo de al menos cuarenta años, como ha sucedido en Corea del Sur, Malasia o Singapur, países del sudeste asiático que en cuatro décadas han logrado la gran transformación de sus sociedades y una reducción marcada de la pobreza. Y lo han hecho siguiendo el mismo camino que transita el Perú en las últimas dos décadas.

No hay otra experiencia o modelo que le haya permitido a alguna nación, en el mundo, cambiar con éxito la vida de sus habitantes. Los peruanos debemos exigir a nuestras autoridades que sigan adelante con ese proceso y cuidarnos de aquéllos que, mediante falacias populistas y facilismos, lo único que buscan es satisfacer su apetito de poder.

La gran transformación peruana no se ha completado todavía y tiene techo de vidrio. Como proceso todavía es frágil y todo ese camino avanzado puede desandarse fácilmente si no lo protegemos. Siempre será más fácil destruir que construir. Ahí tenemos los claros ejemplos de Argentina y Venezuela, dos países que han tenido tradicionalmente economías más fuertes que la nuestra y que hoy sufren por las recetas irresponsables, caducas y populistas que imponen sus autoridades.

Una economía sana y creciente es la columna vertebral de una sociedad moderna, es también un componente esencial para la buena salud de un hogar, de una empresa o de un país, pues representa la fortaleza, el vigor y las aptitudes para emprender grandes tareas o para resistir los embates de lo inesperado. Asimismo, la economía sana y creciente de una nación es sinónimo de un país atlético, en la plenitud de sus potencialidades y, lo más importante, de una sociedad que tiene capacidad para decidir y emprender la construcción de su destino.

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SOLO QUINCE AÑOS PARA HACERLA

Hace unos diez años, el periodista estadounidense Thomas Friedman reflexionaba en su libro ‘La tierra es plana’ acerca de la globalización y sus efectos en las relaciones comerciales entre los países pero, principalmente, en cómo este fenómeno ha terminado por derrumbar mitos y fronteras, creado procesos uniformes de trabajo y allanado las diferencias. Tan es así que en cualquier gran ciudad del mundo como Bangkok, San Francisco, Estambul, París, La Paz, Ciudad del Cabo o, si se quiere, Lima, te encontrarás con productos más o menos similares, con los anuncios de las mismas marcas trasnacionales en las calles y con servicios al alcance de tu entendimiento más allá del idioma y la caligrafía. Hoy, producto de la globalización, casi todo el mundo funciona de la misma manera.

Es en el contexto de esa “tierra aplanada” en el que los países que albergan a las culturas matrices de la civilización han empezado a tener un papel más protagónico en el desarrollo de sus respectivos continentes. Si bien esas naciones mantienen todavía evidentes brechas económicas y sociales, basta ver el desarrollo de China o de la India

en las últimas dos décadas para detenernos a observar seriamente el fenómeno al que alude el escritor.

Ambas sociedades, la China y la India, son matrices en virtud de su historia, su fortísima identidad y la antigüedad de sus civilizaciones. Otro país que proviene de una cultura matriz es Egipto, que se ha constituido como la segunda economía más fuerte del continente africano. Y, aquí, más cerca, entre los países de habla hispana, México –cuna de mayas y aztecas–, pese a sus contradicciones hace tiempo lidera claramente en la región. Los otros dos países que albergaron culturas matrices dentro de su territorio son Irán, antigua sede del imperio persa que, con un modelo económico todavía en proceso de apertura, se ubica entre las veinte economías más importantes del planeta gracias a su petróleo; y, el último país que albergara una cultura matriz es el Perú, que dominó la región de América del Sur, hasta hace aproximadamente 200 años, desde Caral hasta el Virreynato.

Vale decir, desde su origen, a nuestro país le corresponde ubicarse entre las grandes naciones del mundo y, en virtud del impulso reciente de nuestra economía y la recuperación del orgullo por nuestras expresiones culturales, estaríamos en el umbral de un ‘renacimiento’.

Lo que aportan las culturas matrices son historias de vida monumentales, profundamente arraigadas en la sabiduría ancestral y, entre otras cosas, mantienen una relación con la naturaleza basada en el conocimiento y un componente espiritual cuyas referencias fluyen caudalosas a través de la creatividad y la vida práctica de sus herederos.

En el siglo XXI ese caudal ancestral provoca una diferencia distintiva en ese mundo aplanado, estandarizado, un simbolismo arraigado en la conciencia humana, expresado con identidad, con natural sofisticación y que permiten una conexión mística con sus distintas propuestas. Hoy siguen sorprendiendo la ingeniería hidráulica de los antiguos andinos,

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el patrimonio arqueológico inca y preínca, los textiles paracas o nuestras simbólicas danzas; pero también el ingenio de nuestros emprendedores, la mirada distinta de nuestros artistas y la versatilidad y el gusto con los que nuestros cocineros hacen un uso sabio de nuestra biodiversidad. Vivimos también una revolución del orgullo por lo peruano. Lo que hasta hace poco, por ignorancia, escondíamos debajo de la alfombra se ha convertido hoy en nuestra mejor carta de presentación.

Abundando en ese sentido, nunca en su historia republicana el Perú creció de una manera tan integral como en los últimos veinte años, proceso que se inició a pasos agigantados desde que las empresas energéticas, mineras, de comunicaciones, de transporte, turísticas e industriales pasaron a manos privadas y se dieron las reformas que liberalizaron la economía.

Desde que se impulsó una política de promoción de las inversiones, pareciera que se hubieran alineado las estrellas en favor nuestro. Pero también debemos tener conciencia de que para proseguir en ese avance integral, si bien tenemos al frente una oportunidad única, estas vienen siempre con fecha de vencimiento. Ya hemos desperdiciado muchas oportunidades a lo largo de nuestra historia. Por ello, los próximos quince años son estratégicos para propiciar el último impulso hacia el desarrollo pleno del Perú.

En los próximos quince años tenemos que acelerar el ritmo de crecimiento y desarrollo para procurar condiciones de vida que les permitan a las grandes mayorías mantener una estructura sólida, fortaleza y una prudente distancia para resistir los embates de la crisis, de la pobreza y de la violencia.

Hoy la ecuación se anuncia perfecta. En estos momentos, el grueso de nuestra población es niño, joven o menor de 50 años. Es decir, la mayoría de peruanos estamos en la plenitud de nuestro potencial de

trabajo, de esfuerzo y, según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), los países que afrontan los nuevos tiempos con esas características encuentran en esa fuerza laboral una de las ventanas de oportunidad más potentes para su desarrollo.

A ese fenómeno por el que los países pasan una sola vez en su historia se le denomina el bono demográfico. Si logramos acelerar el proceso de crecimiento en los próximos quince años, defendiendo el camino andado hasta hoy e impulsando el tren del desarrollo hacia adelante, difícilmente el Perú volverá atrás, difícilmente a los peruanos se nos cerrarán las puertas de convertirnos, junto con Brasil, en la nación hegemónica de América Latina. Tal como ha ocurrido en la mayor parte de nuestra historia.

Pero eso solo será posible si logramos superar esta etapa en la que nos encontramos estancados, enardecidos en un clima de polarización y desprecio con el que piensa diferente. Solo será posible si en vez de insultar o golpear al oponente, los más avisados utilizamos las armas de la persuasión y del convencimiento; si con ideas y buenos ejemplos abrimos los ojos de nuestros familiares, de nuestros vecinos, de nuestros compañeros de trabajo, de las gentes que queremos y que tienen la capacidad de hacer más feliz nuestro entorno.

Para poder tentar un mejor futuro, hoy tenemos que defender lo avanzado y continuar en la dirección que –por primera vez en nuestra historia como república– hemos sostenido con continuidad durante más de veinte años, sin importar el color o las características de los gobiernos de turno. Ese camino es el que nos lleva al mejor destino. Si observamos sin mezquindad seremos capaces de reconocer logros evidentes y resultados en las ciudades y en el campo; insuficientes por supuesto, pero notorios pese a haber avanzado solo la mitad del camino. Nos falta largo trecho todavía. El definitivo.

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Pero todo ello no es garantía suficiente para que el Perú se convierta en el mediano o largo plazo en un país de primer mundo. Ello no basta en un país que todavía sufre de profundas contradicciones, un país tan golpeado, hasta hace poco, como el nuestro.

Las sociedades emergentes deben tomar decisiones racionales y continuar con ese proceso de transformación con el criterio de la mejora continua. En un país en el que la tercera parte de la población, por manipulación o ignorancia, defiende ideas populistas y totalitarias, quedan al descubierto varias tareas pendientes, algunas básicas, otras que implican un cambio de mentalidad, de hábitos y casi todas exigentes, porque obligan a combatir el populismo irresponsable de quienes pretenden llegar al poder acariciando maliciosamente los oídos de la gente. La tarea de poner en evidencia a aquéllos que se valen de la mentira o de fórmulas obsoletas tantas veces condenadas al fracaso; “líderes” que proponen sin miramientos “soluciones” que nos apartan de un proceso de construcción integral, esforzado y que, muchas veces, nos obligan con sus mentiras a atravesar terrenos infértiles o fangosos. Queda mucho por hacer todavía.

La primera tarea es construir confianzaA fines del gobierno pasado, un programa adscrito a la Presidencia del Consejo de Ministros y financiado por Naciones Unidas y la Unión Europea, presentó el proyecto de un sistema integral para la transformación democrática de los conflictos sociales.

En una de sus conclusiones, Prevcon–PCM señalaba que el principal promotor de esos conflictos, por acción u omisión, era el propio estado, lo que ponía en evidencia que éste no estaba cumpliendo con sus funciones elementales. Pero también hay que recordar que el estado nos representa como sociedad. Y es en nuestra sociedad donde nacen las

grietas que astutamente aprovechan los políticos y algunos indeseables que siguen frustrando el desarrollo del Perú. La base para transformar conflictos es llegar a acuerdos; los acuerdos suponen diálogo, y para dialogar hace falta un mínimo de confianza, al menos para sentarse en una misma mesa.

Siendo la tarea de generar confianza un elemento transversal, cabe darle impulso y solidez a iniciativas como la del Acuerdo Nacional que, lamentablemente, no termina de cuajar en términos de influencia. En el Perú nos hemos acostumbrado a un diálogo de sordos, en el que cada cual quiere imponer sus ideas. Ese es el primer obstáculo para construir el futuro del país, cosa que se ve exacerbada por la irresponsable caricaturización y demonización del oponente.

Una tarea fundamental, entonces, es construir confianza incentivando el diálogo de nuestros cuadros más preparados, incluso, sin importar la ideología que sustente sus convicciones. No hay otra manera de construir esa base sólida que refuerce los cimientos de nuestro país de cara al futuro.

Ya elegimos un camino y nos va bienSi hacemos un repaso de nuestra historia en la ruta hacia el desarrollo veremos que ha estado plagada de procesos truncos y marcada por la irrupción de caudillos, militares y dictadores que, en cada caso, alegaban motivos varios para “salvar el país” e ir en el sentido contrario que sus antecesores. Casi siempre los principios de esos nuevos rumbos fueron sacrificados o el camino desviado en alguna fase temprana por una simple vocación de poder y permanencia de los gobernantes. Ellos terminaron abrazando causas populistas y administrando irresponsablemente –y a veces para su beneficio– los recursos de todos los peruanos. Ese comportamiento errático e inconsistente ha sido

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una de las causas irritantes que mantuvieron durante largos periodos al país en una permanente sensación y estado de crisis.

Hoy, por primera vez en nuestra historia republicana, tenemos un modelo que rige nuestros pasos sostenidamente por más de dos décadas. Las reformas de inicios de los años noventa han sido avaladas –con pequeños matices personales– por los gobiernos de Fujimori, Paniagua, Toledo, García y Humala.

En el 2016 cumpliremos 25 años en una misma dirección y, cosa curiosa, en ese periodo, el Perú ha experimentado el mayor crecimiento de su clase media, la mayor tasa en reducción de la pobreza, un desarrollo integral en casi todos sus sectores, ha revertido cifras de mortalidad infantil, mejorado su lucha contra la desnutrición e incrementado los ingresos en los sectores urbano y rural, así como elevado nuestras exportaciones y el comercio interno. Pero, lo mejor, es que el Perú es otra vez motivo de orgullo para los peruanos. El solo hecho de disminuir la velocidad o parar nuestro proceso de crecimiento y desarrollo es ya sinónimo de retroceso. No nos merecemos eso.

Cada uno se forja un destino diferenteUna de las premisas de quienes se oponen a la economía social de mercado es que el modelo genera desigualdad. En ese sentido, cabe hacernos la pregunta histórica de si la desigualdad es producto del sistema o si ya estaba enraizada en los países latinoamericanos desde el origen de sus sociedades.

En segundo término, preguntarnos si todos los integrantes de una misma especie en la naturaleza son iguales; o si un hombre o una mujer son iguales a sus semejantes en cada país, en cada provincia, en cada comunidad o, al menos, en una misma familia. Obviamente, no. El deseo de la igualdad es moralmente inobjetable pero imposible e injusto

de aplicar para el género humano. Un estado no debe plantearse como objetivo final el que todos sus ciudadanos sean iguales o que tengan similares condiciones sino, más bien, debe aspirar a facilitar la vida digna de las mayorías y que exista desde la base de la pirámide una igualdad de oportunidades.

Vale decir, el estado debería poder garantizar una pista de despegue lo más llana y similar posible para todos. Aquello implica invertir en mejorar, principalmente, la salud, la educación, la infraestructura y la seguridad ciudadana. Las brechas deben propender a estrecharse en el punto de partida, no al final, pues debemos preservar el valor de la libertad y la posibilidad de elegir qué hace cada uno con su tiempo, con sus habilidades, con su conocimiento, con su dinero y/o con su experiencia. Todos tenemos intereses diferentes.

Si una sociedad tuviera un destino único, o apenas parecido para todos sus integrantes, la vida perdería sabor y sentido. El destino final debe responder, siempre dentro del marco de la ley, a los deseos y esfuerzos de cada persona. Lo que sí es cierto, es que la brecha de desigualdad en el Perú –como en cualquier otro país latinoamericano– todavía es grande, pero también es verdad que en nuestro país esa brecha nunca se ha estrechado tanto como en las últimas dos décadas. Nuevamente queda demostrado que vamos en la dirección correcta.

Una educación pobre hará siempre más difícil el caminoUn país con una educación deficiente tiene pocas probabilidades de desarrollar. En los últimos años la oferta privada en educación ha sido la favorita de la nueva clase media emergente; sin embargo, el sistema educativo todavía está lejos de superar las deficiencias heredadas por los errores –y a veces la inacción– de los sucesivos gobiernos, de los propios maestros y también de los padres de familia.

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El promedio de la educación peruana, en la que la mayoría de chicos de secundaria no comprenden lo que leen o son incapaces de realizar las operaciones matemáticas básicas, no permitirá superar los retos cada vez mayores que imponen el desarrollo del país, de sus instituciones, de sus empresas y la consolidación del Perú en el mercado global; tampoco ayudará a combatir eficientemente la pobreza. Incluso ahora ya sentimos el problema de la falta de profesionales y técnicos capacitados para puestos de mando medio y alta dirección.

El material humano es un factor determinante en la sociedad y en la productividad de un país y, si bien hemos mejorado mucho en lo que concierne a cobertura escolar primaria, la calidad y la metodología de la enseñanza, la infraestructura, los profesores y el currículo no se condicen con las necesidades del país y ponen en riesgo el avance y el ritmo de desarrollo de los peruanos más humildes.

Así se hace urgente una reforma integral de la educación, la misma que debería estar asociada al fortalecimiento de capacidades de profesores y alumnos, de la inteligencia emocional, al trabajo en equipo, al planteamiento adecuado de los problemas, a la búsqueda interdisciplinaria de soluciones, al pensamiento crítico, a la investigación, a la educación financiera, al estímulo de la creatividad a través del arte y de las ciencias; al desarrollo integral y de valores a través del deporte, etc. El aumento del presupuesto para la educación, conforme a las premisas del Acuerdo Nacional, y la reforma estructural de este sector es urgente y fundamental para nuestro futuro.

Somos un país único y megadiversoHoy por hoy ya no se concibe como desarrollo aquél que no es sostenible; vale decir, que no les brinda a las futuras generaciones la posibilidad de disfrutar de los mismos beneficios y recursos que hoy nos brinda la

naturaleza. En el Perú esta debe ser una máxima. Vivimos en un país bendecido por nuestra biodiversidad, desplegada en costa, sierra, selva y más de dos mil kilómetros de cara al océano. La Amazonía es un laboratorio natural en el que todavía nos falta descubrir sus enormes atributos científicos, biológicos, nutricionales y farmacéuticos; en los Andes concentramos abundante mineral y sabiduría, en la costa está nuestra mejor expresión de la agricultura moderna y, en el océano, el mar peruano resulta ser uno de los más ricos para la industria hidrobiológica en el mundo.

Las empresas han comprendido que su competitividad, gracias a los estándares internacionales, debe asociarse a prácticas ambientalmente responsables y dado que somos uno de los países megadiversos, en el que se ubican 84 de las 104 zonas de vida del planeta, es un deber apoyar los esfuerzos que hace la comunidad científica para administrar de la mejor manera esa ventaja: aprovechando sosteniblemente esos recursos, transformándolos en productos y asegurando su disposición para las futuras generaciones. Por algo este territorio rico y pródigo fue escogido por una de las grandes civilizaciones del mundo.

El estado y la empresa son dos caras de la misma monedaEn un escenario de polarización, una de los constructos ideológicos más perjudiciales para el país ha sido la oposición entre empresa y estado. Todavía no entendemos cabalmente que el mejor antídoto contra la pobreza es la generación de riqueza. En el mundo moderno la empresa cumple con altos estándares socio–ambientales, actúa con responsabilidad frente a sus distintos grupos de interés o grupos que se pueden ver afectados con el desarrollo de sus actividades y cumple un rol fundamental en la generación de recursos, empleo e impuestos para sus países. Debemos empezar a comprender que tanto al estado

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como a los empresarios les conviene que el Perú salga adelante. Es más, trabajando en equipo se pueden obtener mejores resultados.

Si bien las empresas que compiten ahora a nivel global han operado cambios importantes y elevado sus estándares de eficiencia para ser competitivos, para estimular el mercado nacional con reformas adecuadas y eficientes también es necesario que el estado revise la forma en que gobierna. Necesitamos urgentemente un estado que facilite la consolidación empresarial, que la aligere de cargas para mantener un ritmo rápido, constante y que, con el incremento de tributos producto de una mayor competitividad, pueda establecer modelos de mejora continua en educación, en salud, en seguridad y en infraestructura, bases que le dan soporte e impulso a los esfuerzos vitales de los ciudadanos.

Estado y empresa son como las dos caras de una misma moneda, diferentes pero absolutamente complementarias. En los países del mundo desarrollado el estado defiende a sus empresas y la empresa acciona con responsabilidad para responder efectivamente a las demandas de los ciudadanos que, a la vez, son sus clientes. En una economía social de mercado el éxito de las empresas es el éxito del país y la consecuencia directa es la mejora en la calidad de vida de toda su comunidad.

Lo más seguro es mantenernos en democraciaEl gran reto de los países emergentes ha sido siempre construir el cauce de su desarrollo en democracia. El sistema democrático es imperfecto, sobre todo en una etapa de maduración como la que atraviesa el nuestro, pero aún con esas imperfecciones es el sistema político que mejor garantiza las libertades fundamentales, el equilibrio de poderes, la posibilidad de defenderse de los abusos del más fuerte y de elegir nuestros destinos. Ese debe ser el marco de nuestro desarrollo.

Perder el ritmo es lo mismo que retroceder Los procesos económicos, políticos y sociales son de lenta asimilación por parte de la ciudadanía y, en el camino, al no percibirse evidencias claras o uniformes de mejora se generan riesgos y algunas grietas en el sistema que pueden ser, fácilmente, aprovechadas por quienes no controlan sus ansias de poder. Incluso por políticos ligados al crimen organizado, que crean organizaciones criminales u otras financiadas por narcos o por quienes se ceban con actividades económicas ilegales.

Pero esas fisuras también pueden ser aprovechadas por caudillos y clanes que se resisten a dejar el poder, cosa muy frecuente en Latinoamérica. Por ejemplo, tanto Venezuela como Argentina tenían clases medias más sólidas que la nuestra, y fueron referentes de calidad de vida y de un mejor porvenir; es más, se convirtieron en un destino admirado por muchos peruanos que decidieron emigrar.

Hoy, producto de decisiones poco felices de sus pueblos y de sus gobernantes, los ciudadanos de esos países ven deterioradas sus economías, sus instituciones, su educación, su capacidad adquisitiva, su posibilidad de defender sus derechos, sus ahorros y, en el caso del país llanero, de sus libertades elementales.

Casi en un calco de la historia peruana de fines de los ochenta, ambos países resbalan sin control en una espiral descendente que resultaba insospechable hasta hace una década. Y eso es porque nuevamente se cortaron procesos que claramente hubieran podido conducir a sus poblaciones a un mayor bienestar. Hoy esa vocación ideológica contraria a la disciplina económica y, por consiguiente, al desarrollo, ha hecho de esos países una referencia palpable y real para no cometer sus mismos errores. Destruir será siempre más fácil y rápido que construir.

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No podemos tranzar con la corrupciónSegún las estimaciones de diversos organismos internacionales, debido a la precariedad de sus instituciones, la inmadurez de sus sistemas educativos y la debilidad de sus organismos de control, la corrupción en los países subdesarrollados es una de las principales causas de su estancamiento y permanencia en el círculo de pobreza.

Si un estado no combate la corrupción sin descanso condena a su país, debilita sus potencialidades de desarrollo y pone en riesgo permanente las condiciones de vida de las personas. La corrupción criminaliza la agenda y copa fácilmente los círculos de poder, influencia negativamente las decisiones más trascendentales y se convierte en uno de los principales obstáculos para un auténtico proceso de desarrollo, de esos que prodigan bienestar a la mayoría de los ciudadanos. Para bien y para mal, los peruanos tenemos lamentablemente bastantes ejemplos de este tipo en nuestra historia reciente; por ello ahora más que nunca la ciudadanía debe acompañar y darle impulso a todo proyecto que combata esa lacra política, económica y social.

La reforma será dura pero no imposibleDesde los noventas están pendientes en agenda las reformas institucionales y de segunda generación. Fue muy difícil promoverlas a inicios de los noventa, cuando estábamos prácticamente en la lona y desahuciados; ahora que como país tenemos una mejor posición y se han consolidado nuevos grupos de interés común va a ser más complicado todavía, pero igual resulta indispensable.

Estas reformas refieren al sinceramiento en el Poder Judicial, la reorganización de las Fuerzas Militares y Policiales, la redefinición de la relación entre la Iglesia y el estado, la reestructuración de los partidos políticos y la consolidación del proceso de descentralización, entre las

más importantes. Vale decir, lo que resta es la Gran Reforma del Estado. Necesitamos un estado menos pesado y más moderno. El objetivo es que funcione como una correa de transmisión entre la política, la economía y la sociedad; con instituciones fuertes y ágiles en el sector público, capaces de llegar a acuerdos económicos con las empresas y también de lograr acuerdos políticos y sociales con la sociedad civil.

Resulta obvio que el estado actual está desacreditado y que se mantiene todavía lejos de proveernos esas garantías. Además, algo que agrava el problema es que parte de la solución depende de políticos a los que ya no les importa si existen o no motivos para seguir peleando por cuotas de poder o por intereses de terceros. En ese sentido, la única vía posible de lograr esta gran reforma del estado es la presión ciudadana mediante el voto y el activismo social en sus entornos, en círculos gremiales y a través de los medios. Tal esfuerzo es necesario para que esas tantas reformas postergadas nos permitan constituirnos en una sociedad con instituciones sólidas, probas, ágiles y eficientes.

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BIBLIOGRAFÍA

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WEBB, Richard (2013): Conexión y despegue rural. Fondo Editorial de la Universidad San Martín de Porres, Lima.

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AGRADECIMIENTOS

El Comité Editorial agradece especialmente a las siguientes personas:

Roberto Abusada, Cayetana Aljovín, Eva Arias, Fernando Arias, Juan José Arrieta, Roque Benavides, Carlos Boloña, Alfonso Bustamante, Alfonso Bustamante Canny, Pablo Bustamante, Felipe Cantuarias, Nino Coppero, Eduardo de la Piedra, Alfonso de los Heros, Hernando de Soto, Manuel Delgado, Óscar Espinosa, Alex Fort, Carlos Gamarra, Mariella García, Alfonso García Miró, Víctor Gobitz, Oscar González Rocha, José Graña, Hernando Guerra García, Daniel Hokama, Mayu Hume, Alfredo Jalilie, Ricardo Márquez, Ludwig Meier, Carlos Montoya, Luis Morán, Roberto Nesta, Felipe Ortiz de Zevallos, Jorge Ossio, Raúl Otero, Juan Paredes Castro, Martín Pérez, Carlos Rodríguez Pastor, Luis Salazar, Arturo Salazar Larraín, César Villanueva, Richard Webb, Jaime Yoshiyama, Fernando Zavala.

Agrícola ChapiBackus & Johnston

Compañía de Minas BuenaventuraCompañía Minera Milpo

ConfiepCorporación Financiera Inversiones

FerreyrosGraña y Montero

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