leyenda de joan garí

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Una historia de Montserrat. Agustí Roca. www.agustiroca.com

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Page 1: Leyenda de Joan Garí
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Page 4: Leyenda de Joan Garí

Dicen que ya en tiempos antiguos hubo ermitaños en la

montaña de Montserrat. Eran hombres santos que se

retiraban a vivir en alguna de las muchas cuevas que se

esconden entre sus rocas. Renunciaban a las cosas del

mundo para consagrarse a la vida espiritual, y se ve que

algunos obraban milagros. Por supuesto, eso ya pasaba

antes de la construcción del monasterio.

Joan Garí era uno de esos ermitaños. Vivió en el siglo

IX, en tiempos del conde Guifredo el Velloso. Su

devoción a la Virgen y su virtud eran la admiración de

todo el mundo. Incluso dicen que la campana de la

ermita de San Acisclo, cercana a la cueva en que vivía,

repicaba alegre cuando él pasaba por delante. Esta

prueba milagrosa de la pureza de alma de Garí irritaba

especialmente a los señores del infierno...

De modo que, para los demonios, arrastrar hacia abajo

un alma tan valiosa era un reto muy seductor.

Celebraron consejo, y ahora veremos lo que decidieron.

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Un diablo, Belial, fue enviado a tentar a Garí.

Disfrazado de ermitaño, hizo como si se lo encontrara

casualmente yendo por la montaña. Mintió diciéndole

que también vivía haciendo oración en una cueva y se

mostró maravillado de conocerle, ya que la fama de Joan

Garí, le dijo, era inmensa y se había extendido por toda

la cristiandad. “Un hombre santo como vos tendría que

estar en la cima de la Iglesia y gozar de la autoridad y

los privilegios que se merece” añadió.

Para encender su deseo, hizo ver a Joan las ásperas rocas

de la montaña como si fueran extrañas construcciones,

mezcla fantástica de abundancia y lujo.

Pero el humilde Garí, aunque un poco confundido por

esa visión, se mostró inmune a la tentación de codicia

que Belial le presentaba.

El infierno se dio cuenta de que se las tenía con un

individuo difícil, y que por tanto había que cambiar de

estrategia.

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Había que jugar fuerte, y a los diablos se les ocurrió

una táctica mucho más retorcida.

Enviaron a otro de ellos, de nombre Leonado por el

magnífico aspecto que adoptó, aunque por dentro tan

podrido y chamuscado como todos sus compañeros.

Éste salió de bajo tierra seguido de una panda de diablos

a caballo, tomando la forma de un grupo de cazadores

que desde Montserrat se dirigió a la ciudad de Barcelona

siguiendo el curso del Llobregat.

¿Qué oscuro propósito guiaba la cabalgata frenética de

esos siniestros personajes?

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Barcelona era en aquellos tiempos una ciudad pequeña,

y la ruidosa llegada de un grupo de caballeros tan

vistosos debía de ser inmediatamente conocida por todos

sus habitantes. Y más aún teniendo al frente a un

hombre de aspecto tan noble...

Leonado se acercó en seguida al palacio del Conde y se

dejó ver por su hija, la princesa Riquilda. La bella

presencia y las maneras refinadas del forastero

sedujeron a la muchacha. El Conde miraba la escena

como si algo no estuviera del todo claro, pero no tuvo

tiempo de intervenir cuando Riquilda se dejó abrazar por

Leonado y éste, mostrando sus alas y sus cuernos entre

grandes carcajadas, se apoderaba de su alma.

El diablo desapareció al instante como por encanto,

dejando atrás al buen Guifredo y a la joven princesa

endemoniada.

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Todos los esfuerzos por curar a la poseída fueron

vanos. Los médicos, claro está, no podían hacer nada.

Pero los sacerdotes tampoco. Ni tan sólo el obispo.

Finalmente, el demonio habló por boca de Riquilda,

quien se puso a repetir un nombre: “Garí, Garí...

llevadme con Garí”.

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Al oírlo, Guifredo ordenó salir sin pérdida de tiempo.

Cuando se hallaron ante la cueva de Garí, el Conde

explicó al ermitaño lo que había pasado y añadió: “Os lo

ruego, permitid que la deje con vos hasta que su alma

quede liberada”.

Joan dudaba, desconcertado. Decía que no sabía nada

de exorcismos. Belial, camuflado aún, le repetía al oído

con delectación: “¡Qué hermosa es! ¿No la encontrais

encantadora?”

“Más bella que el sol de la mañana y que todas las

estrellas de la noche...” susurró Garí. El diablo sonrió,

quizá era el único que le había oído.

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Dejaron a la princesa con Garí. El demonio que la

poseía se retiró pronto para no molestar...

Entonces no se sabe muy bien lo que pasó, si al vivir

juntos Garí y Riquilda llegaron a amarse de verdad el

uno al otro, o si él un día la forzó de mala manera. El

caso es que el ermitaño pecó, y en seguida se sintió

horrorizado. Ya no era un hombre puro. ¿Cómo había

podido caer?

Y en aquel momento, como si el demonio todavía le

soplara al oído, se dijo: “Sí, todo ha sido por causa de

ella”.

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No nos atrevemos a representarnos lo que a

continuación sucedió: la manera cómo Garí quitó la vida

a Riquilda, a quien consideraba la causa de su perdición.

Al hacerlo, al querer reparar un error con otro aún más

grave, se precipitó de lleno en la abyección más

espantosa.

Cuando la tuvo muerta a sus pies oyó resonar una

carcajada por la cueva. Belial, su falso amigo y mal

consejero, se quitaba el disfraz y le mostraba su

diabólica silueta.

Garí, aturdido y desesperado, se vio ya entre las llamas

del infierno...

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Se sentía en el fondo de un pozo de culpa, como si la

tierra lo fuera absorbiendo hacia el abismo. El pecado le

parecía más reprobable por ser obra de un hombre que

sabía cuál era el camino del bien y que siempre se había

esforzado en no abandonarlo. En un instante, el

inocente se había convertido en el peor de los

criminales. ¿Qué más haría aún, puesto que era sólo un

juguete de las maquinaciones del Maligno? No le

esperaba otro destino que la condenación eterna.

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Pero un poco de luz llegó hasta las profundidades en

que se encontraba. ¿Y el perdón? “Sólo puede haber

una cosa más grande que mi pecado, y es la misericordia

de Dios” se dijo Joan Garí. Creer que Dios no podía

perdonar al más miserable de los hombres sería una falta

aún mayor.

Viajaría a Roma a implorar de rodillas la absolución del

Santo Padre, fuese cual fuese la penitencia que éste le

impusiera.

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Hundido, paralizado por el remordimiento, Garí veía a

su alrededor a la gente trajinando de un lado a otro,

indiferentes al tormento que a él le consumía.

En realidad, le convenía pasar desapercibido, y también

partir lejos, no fuera que el Conde enviara a buscar a su

hija y, al no hallarla, le persiguiera para matarlo. Garí

sabía que merecía la muerte, pero no antes de obtener el

perdón.

Se acercaban a la capital de la cristiandad. Ya le parecía

ver la luz que desde allí iluminaba el mundo como un

faro.

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El Santo Padre recibió a Joan Garí y escuchó su

confesión. “Habéis cometido tan gran pecado, le dijo,

que no merecéis ser tenido por hombre. Por tanto, a

partir de ahora viviréis siempre más como una bestia, a

ras de suelo, comiendo sólo las cosas que por tierra

encontraréis; no hablaréis con nadie y no volveréis a

poneros en pie ni levantaréis los ojos al cielo, ya que no

sois digno de mirarlo. Y si Dios se apiada de vos y os

perdona, os lo hará saber de modo que no podáis

dudarlo”.

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Después de confesar, la expiación. Garí volvió a

Montserrat dispuesto a pasar todos los años que le

quedaran de vida arrastrándose entre hierbas y alimañas

como una bestia más. Llevaría una existencia penosa

impropia de un ser humano y estaba triste, pero, a pesar

de todo, satisfecho por poder cumplir una dura

penitencia acorde con la maldad de sus actos.

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Fue pasando el tiempo. Garí se adaptó extrañamente a

su nuevo medio, hasta el punto de que la tristeza inicial

dejó lugar primero a una conformidad abnegada y luego

a una especie de alegría al descubrir también la grandeza

del Creador en aquel pequeño universo que tenía al

alcance de sus ojos, manos y pies.

El castigo se había convertido en revelación. ¿Sería ésta

su finalidad? ¿Había vuelto la bondad a invadir el alma

de Joan Garí?

Tal vez a Dios no le interesa tanto imponer penas a un

desgraciado que ha obrado mal como lograr que éste sea

bueno de nuevo...

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La cuestión es que, pasados unos años, dicen que siete,

unos cazadores encontraron a Garí mientras bebía agua a

la orilla del río, cosa que hacía con los ojos cerrados

para no ver el cielo reflejado en el agua, tal como le

había ordenado el Santo Padre.

Quedaron muy sorprendidos. “Jamás habíamos visto un

animal como éste” se decían. Y es que, con el tiempo,

la ropa de Garí se había estropeado, y el cuerpo entero

se le había cubierto de pelo. Todo él había cambiado

hasta el punto de que no se le podía reconocer.

“¡Llevémoslo al Conde!”. Estaban muy satisfechos de su

hallazgo, y más aún al comprobar la docilidad de Garí,

que no se les resistía.

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Llegados al palacio del Conde de Barcelona dejaron a

Garí dentro de una jaula, como si fuera un animal. Él lo

aceptó con serenidad, viendo en ello un episodio más de

la penitencia que aún cumplía.

Así se quedó unos cuantos días, pero la Providencia no

le había abandonado...

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Sucedió que el conde Guifredo había tenido otro hijo, el

príncipe Miró, y que llegó el día de bautizarlo. A la hora

del festín, y para divertir a los invitados, propusieron al

Conde exhibir aquel raro animal que habían encontrado

en el bosque.

Sacaron a Garí con una correa atada al cuello. Todos se

maravillaron. La nodriza que tenía al infante Miró en

brazos se acercó para que el niño pudiera verle bien y

entonces aconteció el prodigio. El pequeño, dirigiéndose

al condenado, pronunció estas palabras: “¡Levántate,

Garí, que Dios ya te ha perdonado!”.

Todos se quedaron inmóviles. En seguida Guifredo se

encaró con Joan Garí y le preguntó, airado: “Vos, Garí...

¿Dónde está mi hija? ¿Qué hicisteis con ella?”. Garí le

contó la triste historia y ofreció su pecho a la daga del

Conde, pero éste se detuvo y dijo “no puedo castigar a

aquél a quien el Altísimo acaba de perdonar”.

El ermitaño agregó que había enterrado a la princesa

cerca de su cueva. Guifredo partió en seguida con sus

hombres hacia Montserrat.

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Cuando estuvieron en el lugar que Garí les indicaba,

empezaron a cavar y a remover la tierra. Lo hacían con

cuidado, para no dañar el cuerpo de Riquilda. En cuanto

lo hallaron comprobaron admirados que la joven se

mantenía tan bella como cuando vivía. El padre se

acercó para abrazarla y ella abrió los ojos. ¡Volvía a la

vida!

Ante este nuevo milagro, todos los presentes cayeron de

rodillas. Entonces Riquilda proclamó su deseo de

retirarse a hacer vida religiosa y el noble Guifredo se

ofreció a construir entre aquellas montañas un

monasterio, que ella regiría, para acoger a mujeres que

también quisieran consagrar su vida a Dios.

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Joan Garí recobró su aspecto de antes. Volvía a ser un

hombre. Dios se le había mostrado en todas partes: en el

bosque, entre los animales y ante todo el mundo, pero

especialmente en su propio corazón. Ya no necesitaba

nada y viviría aún muchos años en paz en su cueva de

Montserrat.

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Existen varias leyendas como la que acabamos de contar.

Son historias de hombres muy religiosos que caen en el

pecado, pasan por una penitencia severa y son finalmente

perdonados. Al parecer, la de Joan Garí proviene de una

anterior aparecida casi en los inicios del cristianismo,

que se fue transformando, siendo incluso ‘versionada’

por el islamismo, y que por distintas vías fue a parar a

Montserrat. Aquí encontró un eco especial, en buena

medida porque se la relacionó con el origen del

monasterio y el del propio país: evidentemente, no es

casual que la acción pase en el siglo IX, en época de

Guifredo el Velloso.

Gozó de popularidad durante mucho tiempo. Pero el

mundo moderno se ha desinteresado de los ermitaños,

sean santos o pecadores, demonios, remordimientos,

castigos terribles, absoluciones o milagros.

Si queremos que, a pesar de todo, una tradición siga viva

creemos que cada narrador debe tomarse ciertas

libertades. Por ejemplo, las versiones clásicas sólo

hablan de la penitencia de Garí como de una condena

envilecedora, un castigo que le rebaja aún más. En

cambio, hemos querido aquí remarcar su aspecto

regenerador, ya que cabe suponer que el hombre

básicamente bueno termina por ver la magnificencia de

Dios en cualquier circunstancia, y llegado ese momento

el castigo ha cumplido ya su función y debería cesar.

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En cuanto al estilo de las ilustraciones, como estamos

de lleno en el mundo medieval se ha optado por una

figuración naturalista, que nos ha parecido adecuada

para evocar tanto ese ambiente lejano como la aventura

moral del héroe.

Comentaremos un par de ilustraciones. Con la

intención de simbolizar el gran sentimiento de culpa

que experimenta Garí le hemos representado al fondo

de una especie de pozo. Hay dos referencias para esa

escena. Por un lado, las rocas, cercanas a Collbató,

conocidas como ‘cama’ y ‘pisada’ de Garí porque

presentan unas concavidades formadas, según la

tradición, por el peso de la culpa de éste, cuando pasó

por allí. Por otro lado, dicen que cuando Garí hubo

confesado su crimen al Papa, éste dibujó con el báculo

una circunferencia a su alrededor y le dijo: “Si tu gran

culpa no puede serte perdonada, ahora mismo se

hundirá la tierra bajo tus pies para llevarte al infierno”.

Y ya sabemos que eso no sucedió porque la

misericordia de Dios es infinita...

Finalmente, el hormigueo que proclama “sum vermis”

(“soy un gusano”) en la imagen en que el espectador-

lector puede identificarse más fácilmente con el

protagonista, ya que la mano de éste podría ser la suya,

quiere recordar el poema de mosén Cinto.

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