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Trabajos premiados en los Concursos literarios I.E.S. Vega del Prado V A L L A D O L I D LETRAS CON PREMIO

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Trabajos literarios premiados en los concursos convocados en el IES Vega del Prado (Valladolid) en los años 2009 a 2013

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Trabajos premiados en los Concursos literarios

I.E.S. Vega del PradoV a l l a d o l i d

Letras con Premio

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Trabajos premiados en los Concursos literarios convocados en los cursos académicos:

2009-20102010-20112011-20122012-2013

I.E.S. Vega del PradoV a l l a d o l i d

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Instituto de Educación Secundaria Vega del PradoPlaza de la Cebada, 147014 Valladolid (España)

Telf.: 983 359 377 / 983 359 388Fax.: 983 360 197

http://[email protected]

Agradecimientos

A los alumnos de Ciclo Formativo de Grado Medio de Laboratorio de Imagen de los cursos 2012-2013 y 2013-2014 por la inclusión de las fotografías, la maquetación y el diseño de esta publicación.

Javier Alcina Profesor de Técnicas y Procedimientos de Imagen y Sonido

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Presentación Estimados lectores, tengo el placer de dirigirme a toda la comunidad educativa con motivo de la publicación de los concursos literarios de las ediciones comprendidas entre los años 2009 y 2013. Esta publicación tiene un carácter especial, se cumple la vigésimo cuarta con-vocatoria de la edición de los premios literarios, en un curso en el que estamos cele-brando el vigésimo quinto aniversario (1988-2013) de la fundación del Instituto. Cada año escolar, el afán de superación, la creatividad, la inspiración en el buen uso del lenguaje, nos agradan y sorprenden, siendo un deleite especial la lectura de los trabajos presentados. Por último, señalar que tiene un gran mérito poder seguir convocando el con-curso después de veinticuatro años, año tras año, sin interrupción, gracias a la colabora-ción, dedicación, perseverancia y entrega de los departamentos de Lengua y Literatura y de Filosofía y de todos los profesores y alumnos que han participado como miembros del jurado durante estos años. Gracias a todos ellos. Un saludo

Francisco M. Tomillo Guirao Director

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EspEranzas

Aunque en tu miradaya no se reflejen nuestras esperanzas,

aunque nuestros sueños no sirvieran para nada.Aunque te hayas ido, te seguimos esperando.

Mirando con cariño tus fotografías,sintiéndote por casa,

esperando tus sonrisas, tus abrazos,suplicando por tu presencia,

recordando el calor de tu latido,acompañando a los nuestros…

Sentimos con orgulloser los dueños de tu recuerdo,

removiendo entre la paja,buscando sin descanso,la aguja de los besos

que nos regalabas sonriendo.Derribados y funestos,

susurrando desvalidos en la tierra que te separa de los nuestros,en las colinas de los sueños

que compartías con nosotros…

Miguel Ángel Ruiz

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sonEto a Castilla

Interminable moqueta dorada, dilatada y ancestral la llanura,

ni en las noches vese la tierra oscura, aparece Castilla fatigada.

De fin a fin por fisura cortada, aviva leyendas y agricultura,

la tradición en su lecho madura, imposible de tornarse borrada.

Vetustos labriegos al sol tostados, cultivando el duro y austero grano,

que es el fruto que alimenta a sus frutos.

Tierra llena de lugares sagrados, tierra de aquellos que viven temprano, tierra de gente que llora con lutos.

Gonzalo Cabezón

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HuyEndo dEl miEdo

Huyo, huyo, huyo, huyo.. Y vuelvo a huir.Y sin darme cuenta sigo en el mismo lugar.

El maldito miedo no me permite moverme...El miedo me horroriza, me paraliza,estremece cada parte de mi cuerpo

por ínfima que sea...Convierte mis más profundos gritos de angustia

en sordos suspiros...Quizás en realidad, no desee huir del miedo,

ya que lo conozco tan bienque he llegado incluso a crear una relación con él.

El miedo... Pero, ¿qué es el miedo?Algo de nuestra más pura invención...

Algo a lo que sin evitarlo,le damos una increíble importancia.

Permitimos que domine nuestra existencia,amargándola hasta la última expiración,

sin dar opción a sosegad alguna...Si no pensáramos en el miedo

probablemente este dejaría de atormentarnos,a aquel valiente que lo intente le deseo suerte,

mas yo no puedo.Y para aquel que lo consiga,le recomiendo que lo piense,

ya que posiblemente una vida sin miedosería una vida amarga,

porque al tiempo que el miedo nos paraliza nos mueve;sin el miedo a perder a alguienno se llegaría nunca a luchar...

Carlota Alvarado Martín-Calero

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ViajE infinito

Conté los días, las horas y los minutos, y allí estaba, el tren de los sueños me esperaba.Blanco humo en el cielo se alzaba,

la luna perpleja me miraba.

La tinta el papel mojaba relatando todo lo que pasaba.

Viaje largo, e intenso, del vagón me hacía preso.

Interminables kilómetros me llevaban a ti.Parecía que este viaje no tenía fin.

Por fin te encontré, estabas allí.

Marcos Talavera Escribano

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las montañas dEl nortE

I COMIENZA LA AVENTURA

En unos de esos imponentes rascacielos de Nueva York, vivía Megan, una chi-ca de unos dieciséis años de estatura media, tez morena y de grandes ojos con una lucecita burlona luciéndole en la pupila de estos. Estaba apoyada en el resquicio de la ventana observando con cierta envidia el imponente sol de un amarillo intenso que se alzaba ante ella; lo único que la turbaba esa visión era el incesante ruido de los coches y el continuo ir y venir de los pájaros. Cuando una nube blanca y esponjosa como el algodón tapó duran-te unos instantes el sol, Megan se quitó de la ventana. Entre maletas, cajas con alimento y sillas plegables, Megan y sus padres bajaron en el montacargas en dirección al coche, pues ese mismo día se iban de vacaciones a un camping; cerca de las montañas donde podría sentarse a ver tranquilamente las puestas de sol, a observar a los animales, escuchar la bonita melodía que cantaban los pájaros… Llevaban todo el día de viaje y Megan observaba desde la ventanilla los cam-bios de color del cielo. Cuando anocheció, se dio cuenta de que con la oscuridad los fa-ros de los coches parecían gigantescas luciérnagas en color rojo y amarillo-anaranjado. Pronto le venció el cansancio. Se recostó, se tapó con la suave manta y se sumió en un agradable pero profundo sueño. Soñó que se encontraba subida encima de una gigan-tesca libélula de un color celeste; tocó sus alas y le parecieron de terciopelo. Megan se sujetó suave pero firmemente al lomo de la libélula y dejó que ese momento llenara hasta el último rincón de su cuerpo. El aire soplaba fresco en su cara. Cuando despertó, se encontraba en una pequeña explanada, rodeada de ma-jestuosos árboles con la copa enlazada entre sí formando una cúpula que daban una refrescante sombra. Detrás de estos se alzaban unas enormes montañas con sus cum-bres blanquecinas. En la explanada se encontraban varias tiendas de campaña de vivos colores. Pronto anocheció, la luna, oculta tras la cresta de la montaña, iluminaba el oscuro firmamento. En el centro habían encendido una pequeña hoguera. Sentada junto al fuego se encontraba una niña de su misma edad en la que Megan no había reparado hasta ese mismo momento. Tenía unos ojos vivaces y del color verde brillante de la hierbabuena. Megan se sentó junto a ella, a su vez, esta levantó la cabeza y le dijo: - Hola, me llamo Beth, ¿y tú? - ¡Oh! Hola, yo me llamo Megan, ¿qué haces aquí? - He venido con mis padres a pasar las vacaciones- No pudieron seguir hablando pues una voz femenina gritó desde una tienda color verde pistacho: - ¡Megan! Venga, cielo, que hay que ir a dormir- gritó su madre.

Cristina Prieto Rodríguez

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- ¡Ya voy mamá! Tengo que irme… ¡Ah, espera! ¿Te apetecería ir mañana a dar un paseo por el bosque? - Me encantaría. Nos vemos en mi tienda mañana a las ocho, ¿de acuerdo? - Bien, entonces hasta mañana. Ha sido un placer conocerte- se despidió Megan. - Lo mismo digo-Beth se quedó un rato sentada junto a la hoguera, viendo cómo la madera chisporroteaba débilmente mientras se reducía a cenizas. El sol comenzaba a desperezarse y a lanzar sus primeros rayos de luz de un nuevo día. Megan se levantó silenciosamente, pues sus padres estaban muy cansados del viaje del día anterior. Salió de la tienda con una mochila al hombro en la que llevaba lo básico para esa pequeña escapada: un botellín de agua que si se gastaba ya lo llenaría en un riachuelo cercano; una chaqueta de forro; unos calcetines de repuesto y el móvil. Se dirigió a la tienda de Beth, que se encontraba un par de metros alejada de la suya. La encontró de pie a su lado con una sonrisa en la cara. Juntas se internaron en el bosque.

El sol, tan brillante como siempre, ya estaba en lo alto de su cenit y cada vez que iban avanzando el aire se iba haciendo más cálido. Ya era casi mediodía, pararon a los pies de un arroyo; tenía el agua cristalina, por lo que en el fondo se podían distinguir diversas variedades de peces de colores. Cubriendo la orilla se encontraban multitud de setos con distintos frutos silvestres: moras, jugosos arándanos… No habían casi desayunado, por lo que Megan y Beth comieron hasta saciarse; después se quitaron los zapatos y hundieron los pies en la fresca agua, notaron como la sangre las volvía a circular. Al cabo de un rato las estrellas alumbraron como luceros; dando paso a la reina de la noche… la luna. El continuo ulular del búho era lo único que rompía el si-lencio del bosque. Megan se empezó a sentir inquieta, notaba cómo multitud de pares de ojos las observaban de entre las sombras de los gruesos troncos de los árboles. Antes de que pudiera decir algo, sintió cómo una mano le tapaba la boca y en su cuello se posaba el frío metal del filo de un cuchillo. Beth no estaba en mejores condiciones. Antes de perder el sentido por un fuerte golpe en la cabeza, vio cómo varios hombres las observaban con sus oscuros ojos. Cuando recobró el sentido, le dolía mucho la cabeza; alcanzó a ver con la vista a un grupo de hombres sentados en torno a una mesa discutiendo acaloradamente: - … no sabemos nada de ellas no debemos tomar decisiones precipitadas- dijo el pri-mer hombre. Este era de mediana edad y con el pelo largo. - Ya, pero no podemos arriesgarnos, ¿y si son enviados de Digra?- comentó la segunda voz. - No creo que sean reyas, ellos son una especie de animales cruzados y ellas… bueno, ya ves que son completamente humanas- continuó el primer hombre. - ¡Y qué más da! Corremos unos tiempos en los que no se puede confiar en nadie ¡en NADIE! ¿Quién me demuestra que no pueden ser keyas hechizados para que a

nuestros ojos parezcan humanos?-gritó el segundo hombre. El primer hombre iba a replicar, pero una voz suave y firme se elevó sobre las otras dos: -¡ Basta ya! Estoy de acuerdo con Liss, no debemos tomar decisiones anticipadas, puede que sean como nosotros, humanos- quien había hablado era un hombre de elevada edad, con el pelo canoso y en la cara se le notaban profundas arrugas debidas a su edad. - Os habeís vuelto todos locos-respondió malhumorado el segundo hombre. - Puede ser-dijo el anciano con una sonrisa burlona en sus labios. Cuando los dos hombres se hubieron marchado, el anciano se dio la vuelta y le dedicó a Megan una agradable sonrisa. Esta se había puesto roja como un tomate. - Veo que te has despertado -le dijo. Megan estaba roja hasta la punta del cabello. - Perdón, no era mi intención-se apresuró a decir. - No te disculpes, hija; el tema del que estábamos hablando es algo que ya discutiremos más adelante cuando la otra muchacha se recupere.- Un súbito pensamiento cruzó por la cabeza de Megan: tenía que ver cómo se encontraba su amiga y lo antes posible. Se levantó de un salto de la cama y fue corriendo y gritando hasta la habitación conti-gua donde se encontraba Beth. - ¡Beth, oh no! Se me había olvidado, ¿dónde está? ¿Se encuentra bien?-preguntó atro-pelladamente. - No te preocupes, Megan; está algo aturdida por el golpe que os dieron esos brutos pero se recuperará-Megan se paró en seco. - ¿Cómo, cómo…? - ¿Cómo sé tu nombre? Lo llevas puesto en el colgante-le dijo casi riéndose el hombre. -Por cierto, yo me llamo Rown.-En ese momento dos mujeres aparecieron en el vestíbulo, una era una mujer regordeta con el pelo revuelto sobre la cabeza y llevaba sujeta a Beth por la espalda. - ¡Beth! ¡Megan!-las dos se abrazaron con alegría. - Vaya, vaya, Rown; parece que sí son humanas-dijo la mujer. - Sí, Nanet, sí que son humanas. - Pues claro que somos humanas. ¿Qué creían que éramos?-respondió Beth perpleja. - Creíamos que erais keyas transformados en personas, pero estos no pueden transmi-tir sentimientos ni bajo apariencia humana; son una especie de lobo y serpiente a la vez; son los secuaces de Digra, una bruja que vive en las montañas del Norte y nos tiene a todos muy atemorizados, nos amenaza y mata a nuestras familias. Todos los valientes que han intentado luchar contra ella han perdido la vida o se han unido a ella. Nosotros ya no sabemos cómo luchar. Mientras Rown les contaba todo esto, Megan y Beth escuchaban atentamente

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sin mover un solo músculo para no interrumpirle.- Pero ahora lo importante para nosotros es cuidaros, para que cuando estéis listas os podáis marchar lo antes posible, ya que esta es una lucha que no os concierne a voso-tras y no queremos que luchéis en ella. Con estas últimas palabras Nanet y Rown se alejaron hacia el interior de la casa. Beth y Megan salieron entonces a dar una vuelta por el pueblo, pero sin alejarse mucho. - ¡Nanet, deprisa ven! -gritó Rown. Nanet llegó jadeando hasta la habitación. No tuvo tiempo de preguntar, porque Rown le enseñó una especie de vasija con agua en la que se veía claramente cómo Beth y Megan luchaban contra Digra y la destruían para siempre… - No… no puede ser-articuló por fin Nanet entre jadeos-son solo unas niñas de apenas diecisiete años… - Este cacharro ha pasado de generación en generación y nunca ha fallado. Es su destino luchar contra ella y derrotarla de una vez por todas-sentenció el anciano. Megan y Beth paseaban tranquilamente por el pueblo. Había que admitir que este no era muy grande, pero sus habitantes lo habían hecho muy hermoso y habitable: en los balcones relucían numerosos tiestos con flores de todos los tamaños, colores y tipos; las paredes eran de colores fríos, pero a la vez ejercían una extraña fuerza sobre ellas que hacía que se sintiesen seguras; por la calle circulaban varias personas que ha-cían las veces de guardias. Se paraban a mirarlas con algo de horror, con miedo, pero también con respeto muy bien disimulado, lo que hacía que las chicas se sintieran in-cómodas. De repente, Rown apareció corriendo, con dificultad, hasta situarse al lado de las chicas. -Tengo que contaros algo muy importante que acaba de pasar-les comentó entrecorta-damente. Llegaron a una pequeña plazoleta donde se alzaba una fuente que le sirvió a Rown como altar para que toda la gente le pudiese ver y escuchar bien. - Durante años hemos estado combatiendo contra Digra hasta que las fuerzas nos han vencido y hemos dejado de pelear. Hace un par de días vinieron estas dos muchachas a las que todos temíais porque creíais que eran espías del enemigo. Pero no es así, ya que he visto su destino: son las personas que nos ayudaran a luchar contra la bruja y además serán las que las destruyan para siempre -un gran griterío inundó toda la plaza, pero Rown los hizo callar con un gesto de la mano-. Ahora, tampoco podemos obligar-las a que luchen si no quieren, dejaremos esa decisión en sus manos, pero tampoco las guardaremos rencor si deciden marcharse sin pelear.

Beth y Megan se quedaron mudas de asombro. - ¿Pero cómo sabes eso?-preguntó Megan algo abrumada por la inesperada noticia. - Oh, bueno, digamos que conozco algo de magia y tengo en mi casa algunos objetos mágicos que utilizo a veces, -les dijo Rown con una pequeña sonrisa.

- ¿Pero la magia no existe, verdad?-siguió Megan. Una suave carcajada apareció de la boca de Nanet. - ¿Y tú de qué te ríes, si puede saberse?-preguntó Rown a su esposa malhumorado y ofendido por la pregunta de Megan. - ¡De nada, de nada! Nanet seguía riéndose de tal forma que se había caído al suelo de la risa que la había producido la pregunta de Megan. Contagiados de la súbita risa de la mujer, todo el pueblo empezó a reírse. - Pe…pero nosotras no somos más que unas simples chicas que han venido de vacaciones con sus padres, no podemos luchar contra esa tal Digra. Además, no sa-bemos manejar espadas ni nada que se le parezca-dijo Beth retomando el hilo de la conversación. - En eso puedo ayudaros-una voz se alzó sobre toda la multitud congregada en la plaza. Todos se volvieron para ver quién había hablado. Megan vio que era el mismo hombre que momentos antes las quería ver muertas, pero que ahora quería adiestrarlas en el manejo de las armas. - Vaya, John; parece que ahora te apetece ayudar-le contestó Rown con una mal disimulada sonrisa. - Si de verdad son las elegidas para salvarnos de la bruja, entonces daré mi vida por ellas-cada palabra la dijo como si la hubiera estado ensayando. Acto seguido hincó una rodilla en la tierra como gesto de sumisión que fue seguido por las demás personas. - Supongo que después de esto sería de cobardes huir ¿no crees?- dijo Megan guiñando un ojo a Beth. Esta la correspondió con una sonrisa. - Sí, Megan, sí.-Estas últimas palabras fueron aclamas entre gritos, aplausos y silbidos de aprobación y alegría.

OOO

- Mi Señora, en el pueblo del Sur se están preparando para asaltaros…liderados por dos chicas jóvenes. Los del pueblo creen que son las encargadas de destruiros para siempre. Si vos lo desea, yo mismo me encargaré de que no vuelvan a pisar las montañas del Norte…nunca-quien había hablado era un hombre alto con poca barba y con unos ojos que relucían siniestramente. - No, Deyal, ¿qué pueden hacer unas simples niñas contra una poderosa hechicera?- repuso Digra. Esta era una mujer esbelta con una increíble belleza que enamoraba a cualquier hombre que osara mirarla directamente a sus bonitos ojos color azabache. - Por supuesto mi Señora, pero…-replicó Dedal-, pero una voz firme se interpuso antes de que pudiera terminar. - He dicho que no. Que se atrevan a poner un solo pie en mis montañas, las estaré

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esperando- dijo Digra. Aunque su voz había sonado suave y cantarina, Deyal no pudo reprimir un escalofrío. Fuera había empezado a nevar con pequeños copos pero abundantes. A los pocos minutos ya no se distinguían las montañas.

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Durante los últimos días Beth y Megan estuvieron bajo la tutela de John, el encargado de enseñar a las chicas el manejo de las armas. John tenía que admitir que las chicas aprendían con rapidez, pues en un par de días ya habían aprendido los movimien-tos básicos para manejar la espada y ahora ya estaban empezando a combatir. Mientras tanto, habían puesto una lista para que se apuntase todo aquel que quisiera acompañar a las chicas a luchar contra Digra. Había que admitir que eran muchos los que querían apoyarlas. A las dos semanas ya estaban preparadas, por lo que partieron hacia las mon-tañas del Norte. En el pueblo todo eran sollozos por parte de las mujeres y de las novias que veían cómo sus pajeras se perdían entre la espesa maleza del bosque donde, seguro que muchos, no volverían a aparecer. Lo que en otro tiempo les habría parecido una locura, ahora mismo no les importaba, pues sabían que dos heroínas les acompaña-ban, les guiaban hacia una muerte segura, pero les guiaban. Eran conceptos difíciles de entender, eran contradictorios. Avanzaban con mucha rapidez, por lo que a los pocos días de haber partido del pueblo ya se encontraban a los pies de su destino. A la vez que iban avanzando, el viento se hacía más intenso: les golpeaba fríamente en la cara y les hería los ojos, como si les estuvieran clavando un cuchillo en lo más profundo de su interior. Acamparon en una pequeña explanada para pasar la noche y rematar su plan. - Digra vive en la cima de la montaña. La entrada a la cueva está sitiada por un grupo de keyas y abajo, en el empiece, lo vigilan un grupo variado de hombres y keyas. Somos suficientes como para atacar por el este y oeste; mientras que un grupo en el que os encontráis Megan y tú aprovecharéis esa distracción para subir ladera arriba. Cuando veamos que ya lleváis suficiente ventaja, os seguiremos cubriéndoos las espaldas. - Pero…-contradijo Beth. - No os preocupéis por nosotros, vosotras sois más importantes en estos momentos.- Cortó John. Megan y Beth asintieron. Después de esto, cada uno se fue a su tienda para descansar.

OOO

- Señora, las chicas dirigen un ejército hasta aquí para combatir. Espero órdenes-dijo Deyal. Digra estaba sentada en una silla, que más bien parecía un trono, mirando al exterior. Tenía las piernas cruzadas y dirigía hacia la ventana una mirada indescifrable, parecía que había entrado en una especie de trance con su cuerpo y alma pero no era así. Pensaba: ”La verdad es que esas chicas me han sorprendido de veras, nunca me llegué a imaginar que dos simples mocosas pudieran desafiar a una humana que domina el arte de la magia. Son unas insensatas, pero no puedo dejar de sentir cierta curiosi-dad, fascinación y respeto por ellas. Solo unas verdaderas guerreras como ellas osarían acercarse por aquí y mucho menos desafiarme.” Estas últimas palabras las pronunció con cierta frialdad. La verdad es que no había pretendido hacerlas daño, pero no po-día humillarse ante su propio ejército, el ejército que la había tratado como una reina, y el ejército en el que morirían muchas personas. Apretó los dientes en una mueca de rabia:”¿Cómo puede ser que unas niñatas hayan arruinado mis planes en dos días y vengan a combatir contra mí?”. Deyal, como si la hubiese leído el pensamiento, se apresuró a decir: - Si esas dos se atreven a ponerte una mano, encima juro por mi vida que yo mismo me encargaré de ellas y nadie podrá detenerme. Digra esbozó una media sonrisa. Deyal lo advirtió y sonrió para sí. De repente, con un grácil movimiento, se volvió hacía Dedal, que no había movido un solo músculo ni cuando había hablado. - Dije que si ponían un solo pie por mis montañas se lo haría pagar…y yo soy una mujer de palabra, ¿verdad Deyal? Este asintió débilmente. Había algo que le inquietaba en la voz de su señora, pero esbozó una forzada sonrisa de asentimiento.

OOO

De entre la maleza salió un grupo de gente lanzando un poderoso grito de guerra. El grupo de keyas y humanos soldados que montaban guardia en el ala este de la montaña se quedaron unos segundos quietos en su sitio, como si de repente se hubiera parado el mundo y ellos con él. Tampoco tardaron mucho en reaccionar, pero ese breve periodo de tiempo que habían estados quietos, John y los suyos lo supieron aprovechar muy bien ya que se llevaron la vida de varios soldados de todas las razas por delante. Los pocos que quedaban en pie-no era un grupo muy numeroso, la verdad-no tardaron en correr la misma suerte. Pronto un pequeño grupo de cuerpos inertes yacían apelotonados. En la zona oeste las cosas no marchaban muy bien, el grupo de Liss lo estaba pasando bastante mal. Su ataque no había sido tan favorable como el de John y los sol-dados ya estaban al tanto de esa emboscada tan “inesperada”. Pronto llegaron John y

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los suyos y eso no tardó en convertirse en una verdadera masacre. Otro grupo que pasaba desapercibido de entre la multitud subió todo lo de-prisa que pudo ladera arriba, liderado por Beth y Megan. Uno de los keyas que com-batía valientemente contra John dio la voz de alarma de que otros se escapaban. Fue lo último que pronunció, la última bocanada de aire que dio y lo último que vio. Todo lo demás fue reducido a un incesante susurro que fue disminuyendo cada vez más, cada vez más, cada vez más…El cuerpo del keya yacía en el suelo, muerto. John lo contem-plaba con repugnancia. Más arriba, casi en la cima, Beth y Megan peleaban con valentía descargando pocos olpes pero letales. Tanto unos como otros que se quedaban anonadados viendo la ligereza y la destreza de las chicas lo lamentó muy seriamente. Pronto llegaron a la entrada principal donde les salieron varios soldados más. Uno por uno fueron cayendo. Cuando acabaron, se internaron en la cueva. Parecía la boca de un lobo. Habían avanzado un buen trecho cuando otro grupo-esta vez eran todos humanos-se abalan-zaban sobre ellos sin dejarles el tiempo necesario para reaccionar. Estaban liderados por Deyal. Este se lanzó contra ellas con un profundo odio que no trataba de disimular. Beth y Megan se apresuraron a defenderse. - ¿Es que no se cansan nunca?-preguntó Megan anonadada. Beth se encogió de hom-bros. Deyal era un hombre mucho más mayor que ellas y tenía mucha más experiencia, pero tenía que admitir que Megan y Beth no lo hacían nada mal. Pronto llegaron Liss y John con sus hombres. Estas lanzaron su última estocada: la de Megan desgarró una parte del pantalón y la de Beth se hundió en la carne del guerrero. Deyal soltó un grito de dolor, frustración y rabia porque unas simples niñatas le habían herido. Ciego por el odio que le mantenía preso, embistió contra ellas con toda su fuerza. Beth cayó al suelo. Deyal había estado a punto de atravesarla si no hubiera sido por la espada de John que se interpuso entre ella y la espada de Deyal obligando a este a retroceder un par de pasos. - ¡Iros! Nosotros les entretendremos- dijo cuando se hubo asegurado de que las jóve-nes ya estaban lo suficientemente lejos y con un grito lanzó una estocada contra Deyal que la paró justo a tiempo. John estaba muy débil y agotado; tenía el cuerpo cubierto de sangre, pero resistía. Se les apareció una esbelta figura, de belleza inhumana y de largos cabellos. En su her-mosa cara mostraba una encantadora sonrisa pero a la vez peligrosa. - Hola, mi nombre es Digra- dijo melosamente-. ¿Qué os trae por aquí jóvenes visitan-tes?-estas últimas palabras sonaron con tono burlón. - Nada, pasábamos por aquí y nos dijimos:” ¿Oye , por qué no visitar a Digra?”- con-traatacó Megan sarcásticamente. A Digra eso le hirvió la sangre. Ya estaba empezando a preparar un hechizo, pero estas ya se habían dado cuenta y estaban preparadas para recibirlo. El primero lo desviaron, pero el segundo hizo que la espada de Megan saliera por los aires. Esta llevaba una pequeña daga metida entre los bolsillos. La lanzó contra

Digra como si de un disco volador se tratase, pero lo único que consiguió es que Digra lo clavase profundamente en el techo formando una grieta con solo chasquear sus finos y largos dedos. Megan se había quedado sin armas, ahora mismo parecía una niña inde-fensa, muerta de miedo, encima de los brazos de su madre y acunada por esta mientras la canta una dulce canción para que se volviera a dormir. Digra sonrió débilmente y lanzó un hechizo mortal contra Megan, pero Beth fue más rápida e interpuso su espada para desviar el hechizo, momento que aprovechó Megan para rodar por el frío suelo de la cueva y llegar al lado de su espada. Digra gritó furiosa: - ¡Malditas mocosas! Juro que os matareeeeé!! - Sigue soñando- dijeron Beth y Megan al unísono. Esta vez las dos atacaron juntas. Los hechizos de la bruja rebotaban una y otra vez en las espadas de las chicas. En uno de los movimientos que ejercitó Beth, esta se dio cuenta de la pequeña brecha que había hecho la daga al clavarse en el techo y que todavía seguía allí; se la ocurrió una idea bri-llante pero que si no funcionaba como ella esperaba podía salir mal parada. Se la contó algo pasada por encima a Megan; esta palideció unos segundos pero pronto recuperó su color natural y con un asentimiento de cabeza se situó en su puesto. Con un fuerte empujón Beth saltó hacia arriba, justo debajo de la grieta. Como supuso, Digra lanzó un hechizo contra ella. - ¡Ahora! -gritó Beth. Megan cogió por los tobillos a Beth y tiró de ella hacia abajo en el momento en el que el hechizó golpeaba la grieta. Una sacudida, un ruido ensordecedor y de un momento a otro la cueva empezó a caérseles encima. Caían rocas de todos los tamaños y una de ellas fue a impactar en la cabeza de Digra que se desplomó en el suelo inconsciente; más tarde ya estaba sepultada baja una montaña de piedras gigantes. Las dos muchachas se apresuraron a salir de la cueva entre una lluvia de rocas. Deyal y John seguían enfrascados en la pelea-ni siquiera se habían dado cuenta del derrumba-miento que se estaba produciendo-cuando las dos chicas cogieron a John cada una de un brazo este se debatía entre sus brazos. - ¡Soltadme! Voy a matarle-gritaba con rabia. Una voz proveniente del exterior les dijo: - Venga salid de ahí esto no aguantara mucho más-la voz era de Liss. Se encontraba fuera con un grupo de supervivientes a la trágica batalla. Salieron, justo en el momento en el que una multitud de piedras taponaba la entrada a la cueva y dejaba a Deyal y a Digra (lo que quedaba de ella) encerrados en la cueva sin modo de salir. - Y bueno ¿qué? ¿Lo habéis conseguido? - les dijo John entrecortadamente. - ¿El qué?-preguntó Megan sin comprender. Esta vez fue Liss quien siguió con la con-versación. - Pues que si habéis conseguido destruirla. - ¡Oh, eso! Sí, hemos acabado con ella para siempre -concluyó Megan con un mal disimulado orgullo. A pesar del cansancio y de las dolorosas heridas que tenían, a todos se les iluminó la cara de felicidad.

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Después de varios días de camino por fin, y para alivio de muchos, llegaron a la verja que separaba el comienzo del pueblo con las inmediaciones del bosque. Cuando se les vio aparecer, todos fueron aclamados y vitoreados; aunque también, a pesar de la alegría producida, a más de una se le escapó algún que otro llanto por la pérdida de su marido o novio. Se celebró una gran fiesta en honor a las dos heroínas, pero estas no llegaron a presentarse, estaban demasiado exhaustas como para celebraciones. Las en-contraron tendidas en la cama con la ropa todavía puesta que habían llevado a la batalla pero a pesar de todo las dejaron dormir, se lo merecían.

A la mañana siguiente, Beth y Megan, se levantaron bien entrada la mañana se vistieron y bajaron a desayunar. No se encontraron a nadie lo cual les pareció algo raro pues a esas horas Nanet ya debería estar limpiando la casa y discutiendo con Rown. Esto a las muchachas las hacía cierta gracia, pues ver a la pareja discutir era un verdadero show. - ¡Viejo chiflado! A veces pienso por qué narices me casé contigo -le gritaba Nanet. - ¡Ah cállate!-le replicaba Rown. Aunque discutían muy a menudo, parecían niños pe-queños, la verdad era que ninguno de los dos podía vivir sin el otro. Cuando salieron a la calle, no se encontraron a nadie. Todos los postigos y puertas estaban cerrados y el silencio era tal que a las chicas no se les pudo reprimir un escalofrío que les recorrió

todo el cuerpo: desde la punta del cabello hasta los pies. Se encontraban algo inquietas pero siguieron su camino. - Pero bueno, ¿dónde se ha metido todo el mundo? -preguntó asombrada Megan. Beth se encogió de hombros. - Supongo que estarán durmiendo. Después del pedazo fiesta que montaron, estaría bueno que se levantaran a unas siete de la mañana ¿no crees?. Cuando llegaron a la verja, se quedaron mudas del asombro: enfrente de esta se había congregado más de la mitad del pueblo para despedirlas y delante de todos

estos se encontraban Rown, Nanet, John y Liss. Uno por uno se fueron abrazando y a ninguno se les pudo retener un par de lágrimas que les rodaron por la mejilla. Antes de irse las tendieron dos colgantes con una piedra diferente a cada una. Una amatista para Megan y un ámbar para Beth. - Estos colgantes son mágicos; si estáis en algún apuro, solo tenéis que transmitírselo a la piedra y estaremos allí para ayudaros-y en un susurro añadieron-y viceversa- todos se reconfortaron en una suave carcajada. Emprendieron el camino de vuelta para reu-nirse con sus padres, pues les echaban mucho de menos. - ¡Volved pronto y buen viaje!-les gritaron. Al rato de haber salido del pueblo ya se

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encontraban en el camping. Sus padres salieron a recibirlas con un fuerte abrazo de bienvenida. - ¡Bueno, ya era hora de que os acercarais a saludar ¿no?!-con una cansada sonrisa Beth y Megan se tumbaron en el saco de dormir y durmieron y durmieron y durmieron.

Epílogo

Deyal se afanaba en quitar piedras. Ya llevaba un buen rato, pero nada. Se sentó en el suelo, desesperado y sus hombros se convulsionaron en un suave llanto. De re-pente, una piedra salió disparada por encima de él y de entre el fondo de una montaña de piedras salió una mano sucia con unos finos y largos dedos que pronto empezaron a chispear y las piedras restantes salieron despedidas por el aire. Deyal se puso en pie de un salto y fue a socorrer a su señora. La cara la tenía llena de polvo y el vestido lleno de manchas de sangre seca. Entre toses y resoplos logró decir: - He sobrevivido y nada y nadie me impedirán que acabe con esas malditas niñas. Reclu-taré un nuevo grupo de soldados humanos y crearé un nuevo ejército de keyas y tú-dijo volviéndose hacia Deyal-tú me ayudarás. Esta vez esas mocosas se verán seducidas y encantadas; he descubierto su foco de poder…pero lo destruiré.

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la Dama DEl EillEn

Greenhill-upon-Eillen es un pueblecito situado en el medio de ninguna parte. En realidad, no se trata más que de unas cuantas casas de piedra en la base de una co-lina, y el Eillen es poco más que un arroyo. La colina está despejada, pero mirar al cielo por entre las casas resulta casi imposible debido a la espesa y alta vegetación. El Eillen nace mucho más arriba, en unos montes cercanos, aunque algunos dicen que viene del lago Sorlen. De cualquier manera, transcurre por debajo de la tierra y no es visible hasta que sale por la ladera de la colina, por una especie de cueva. Es posible, aunque bastante difícil, entrar en la cueva, pero a los pocos metros empieza a estrecharse hasta que el orificio que permite la salida del agua se hace del tamaño de la cabeza de un hombre. El pueblo no tiene más que treinta habitantes: hay un sacerdote para la mi-núscula iglesia y un molinero para el molino que se encarga de aprovechar las aguas del riachuelo. El resto de la gente se dedica a los cultivos que tienen al otro lado de la colina, algunos poseen vacas o cabras. Estas personas parecen vivir felices en su aldea y no salen de ella si no es necesario. Los habitantes de los pueblos cercanos tampoco acuden habitualmente a Greenhill, y una de las pocas cosas que conocen de sus vecinos es una historia extraña que ocurrió hace ya algunos años, pero no tantos como para que haya sido olvidada. Cuentan que fue en una mañana a finales del verano. Era temprano y la tempe-ratura resultaba agradable. Una mujer llamada Sarah (que aún vive y cuenta gustosa esta historia) se acababa de levantar; solía hacerlo pronto porque el terreno donde llevaba a pastar sus cabras estaba bastante lejos. Su casa, como las de la mayoría de sus vecinos, se hallaba a muy poca distancia del río, así que vio lo que pasaba nada más abrir la puer-ta para salir. El Eillen llevaba en sus aguas una barca, aparentemente vacía. Cuando Sarah miró con más detenimiento, advirtió algo blanco que sobresalía, rozando la superficie del río. Corrió hacia la barca, que el río arrastraba despacio, y se dio cuenta de que era un pálido brazo lo que veía, que tocaba el agua con sus dedos. En ese momento, Sarah gritó de tal manera que varias personas asomaron su cabeza por la ventana. La mujer se apresuró a seguir a la barca para pararla; pero un hombre llamado Tom, que la oyó gritar, lo hizo primero. Sacaron la pequeña embarcación del río, arrastrándola, y descubrieron, aterra-dos, a la joven que yacía en ella, aparentemente muerta. Según decían, las ondas de su pelo color caoba se esparcían por la barca, y su rostro pálido mostraba una expresión tranquila y pacífica. Su piel clara, a la luz del amanecer, resultaba tan resplandeciente que lo único que la apagaba era la sombra de sus pestañas proyectada sobre las mejillas. Los ojos tenían aspecto de estar cerrados de manera suave, como si los fuera a abrir en cualquier momento. Llevaba un largo y ligero vestido blanco y un cinturón que parecía

Marta Mariño

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ser de oro ceñía su cintura. En contraste con su apariencia, la barca estaba destartalada y viejísima, la mitad de la madera que la formaba estaba podrida. Una de las manos de la muerta estaba apoyada en su pecho, con el puño fuertemente cerrado y la otra, la derecha, sobresalía de la barca; fue lo primero que Sarah vio de ella. La mujer rozó sus dedos, y advirtió que estaban fríos como el agua del Eillen por la mañana; y cuando Tom le tocó el blanco cuello para tomarle el pulso (inexistente), también afirmó que estaba helado. Así pues, salvo por su palidez, a simple vista se diría que estaba viva o que su muerte era muy reciente. Ninguno de los dos sabía qué hacer con la misteriosa dama, de modo que decidieron que Tom iría a buscar al reverendo Jones mientras Sarah permanecía con ella. Cuando el hombre volvió con Jones, después de tan sólo unos mi-nutos, casi todo el pueblo, que se había ido despertando, estaba congregado alrededor del cadáver, que seguía en la barca. La gente hablaba, más animada que asustada, pregun-tándose cómo habría llegado la muchacha hasta ahí. Todos coincidían en que el orificio de la cueva por donde el Eillen llegaba hasta Greenhill, después de bajar la colina por debajo de la tierra, era demasiado estrecho como para que nadie, y menos en algún tipo de embarcación, cupiese por él. Además, se daba por sentado que ninguno de los habi-tantes de la aldea había echado la barca al río. La casa de Sarah era la que estaba más cerca de donde sus aguas salían de la cueva y, a partir de ahí, no había más edificios. Ella sostenía que si alguien hubiera ido desde el bosque arrastrando la barca, habría oído el ruido que produciría la madera rozando los juncos. La barca tenía que haber salido de algún lugar entre el tramo que separaba la casa de Sarah y la cueva. Las discusiones empezaron a surgir intentando explicar el origen de la barca, todos tenían su teoría sobre los hechos. Afortunadamente, a Sarah, que era una persona sensata, se le ocurrió preguntar qué se debía hacer con el cuerpo de la joven hasta que se esclareciera su identidad y lugar de procedencia. Nadie quería tenerla en su casa, ni sabía explicar por qué, así que decidieron que la muchacha permanecería en la iglesia. La barca se quedó a la orilla del Eillen, y ella fue trasladada en los brazos de Tom, que aseguró que resultaba extraordinariamente ligera. Una vez en la pequeña iglesia, Tom no supo dónde dejarla y, por lo visto, el reverendo tampoco encontraba una solución, ya que el edificio constaba de una única estancia, sin ningún cuarto anexo. Entonces, para que no quedara a la vista de los fieles que entraran, los dos hombres decidieron colocarla detrás del altar, sobre una hilera de cojines y tapada con una sábana blanca. Al ir Tom a depositarla sobre los cojines, el reverendo reparó en que un pergamino, fuertemente plegado, caía de la mano izquierda de la mujer y lo cogió, guardándoselo. Los dos salieron de la iglesia e intentaron en vano que la gente se olvidara del asunto. Durante los siguientes tres días no se oyó en Greenhill-upon-Eillen una palabra que no estuviera relacionada con la misteriosa dama del río, y la noticia llegó incluso a los pueblos vecinos. Todos decían haber sido “de los primeros” en encontrarla, y cada uno tenía una extravagante historia de su invención que explicaba con todo detalle cómo la joven y la barca habían llegado al pueblo.

El domingo se celebró la misa. El reverendo Jones, sin decírselo a nadie, había leído el pergamino que la mujer apretaba contra sí, y lo encontró tan curioso que, después de explicar cómo había llegado la historia hasta él, leyó lo allí escrito ante los habitantes de Greenhill: Soy Grazellynne de Sorlymane, hija de Ellor de Sorlymane e Isoldyne de Blacklaw. Cumplí dieciséis años en la primavera del año del Señor de 1236 y recibí como regalo de mi madre una lira dorada. Pronto aprendí a tocarla con destreza. Solía bajar todas las mañanas al lago Sorlen, donde lo único que se oía era el sonido de los pájaros, el de la brisa entre los árboles y el de mi lira. Mejorar en el arte de tañer sus cuerdas se convirtió en mi ma-yor deseo. Ese verano pasé con mi dorado instrumento mucho más tiempo que con cualquier persona. Se convirtió en mi mejor amigo. Pasé muchos momentos felices, pero la desgracia no tardó en llegar, al mismo tiempo que los días soleados llegaban poco a poco a su fin. Mi lira cayó al agua, demasiado hondo como para recuperarla por cualquier medio. Mis ojos ya se han quedado sin lágrimas, y no encuentro forma alguna de ex-presar el dolor que siento. Por eso, mañana iré de nuevo al lago, donde encontraré por fin mi lira y el Sorlen nos acogerá en sus verdes aguas. Al día siguiente la joven fue enterrada en el cementerio de Greenhill, que no eran más que unas cuantas lápidas torcidas detrás de la iglesia, rodeadas por una verja oxidada y entre las cuales crecía un sauce llorón. A falta de algo más que escribir, sobre su lápida se leía: Aquí yace Grazellynne de Sorlymane, la Dama del Eillen.

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El instinto supErior

Abby se despertó de repente. Estaba sudando y asustada. Desde hacía dos años tenía pesadillas con el incidente de la playa. Estaba pasando otro verano de vaca-ciones con su familia donde siempre lo había hecho. Carmel y Monterey, doscientos kilómetros al sur de San Francisco, era el lugar preferido de Paul y Alice, los padres de Abby, por esa razón era el lugar que escogían para veranear. Monterey poseía un precioso acuario donde Abby siempre había tomado fotografías a las nutrias y a las focas, y de donde tenía los mejores recuerdos de su infancia, junto con Carmel, cuyas playas suaves de arena blanca constituían uno de los principales destinos turísticos de la abrupta costa californiana. Un día de aquel verano, que estaba siendo uno de los mejores en cuanto a climatología que se recordaban, Abby y su familia fueron a la playa de Carmel. El sol azotaba con fuerza a los turistas y no se percibían olas de ningún tipo en aquel mar paradisíaco. Era un día utópico de verano que tenían que aprovechar, así que no duda-ron en meterse en el agua cuando llegaron. Después de quince minutos disfrutando del magnífico día que se les había brindado, Abby empezó a sentirse mal. De repente todo la daba vueltas y no se sentía con fuerza para pedir ayuda. No podía volver a la playa, estaba demasiado mareada. Se desplomó súbitamente, estaba inconsciente. Cuando se despertó de nuevo estaba en un hospital, rodeada de sus padres y su hermano Tim. ¿Qué ha ocurrido? Preguntó de pronto la convaleciente. Pero tenía una difusa idea. Su memoria alcanzaba a recordar vagamente lo que había pasado. Recordaba que desfallecía cuando se estaba bañando. Todos los miembros de su familia se giraron hacia ella con la cara rejuvenecida y la abrazaron y besaron como si hubieran estado a punto de perderla para siempre. Intentaron tranquilizarla, pero Abby se sentía nerviosa por no saber exactamente lo que había pasado y su situación actual. No pensaba que hubie-se sido tan malo… comentó a su madre cuando acabó de contárselo todo. Al parecer, había tenido una bajada de glucosa y se había desmayado. Habría muerto ahogada si no es por el socorrista de la playa, que dijo haber visto a una chica sumergirse de forma extraña en el agua. Desde aquel día le había tenido fobia al agua y se había convertido en una persona más retraída y huidiza, aunque seguía siendo una chica muy sociable. Se levantó a desayunar con ganas, ya que ese día iba a ir de excursión durante una semana a las montañas del estado de Washington, al norte de Oregón, donde vivían ella y su familia. Ellos residían en Portland, la principal ciudad del estado. Era habitual acampar en las montañas del norte de Washington, por su precioso paisaje virgen. Tenía la mochila de camping preparada y sólo tenía que esperar a que viniesen sus amigos a recogerla. En ese mismo momento llamaron a la puerta. Allí estaban Jacob, Phil y Jeanne. Abby se despidió de su familia y ella y sus tres amigos se dirigieron a la estación de autobuses,

Gonzalo Cabezón

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de donde partiría el autocar que les llevaría a las montañas. Una vez en el autocar comenzaron a hacer planes. Llevaban mapas de la zona, donde estaban marcados los lugares más propicios para acampar. Decidieron que lo harían cerca del río Columbia. Llegaron al lugar indicado por el mapa a las seis de la tarde, por lo que iba a tardar una hora en anochecer. Comenzaron a montar el campa-mento con la esperanza de que les diese tiempo antes de que oscureciese. Una vez en las tiendas estuvieron charlando hasta muy tarde y se acostaron. Cuando se levantaron, observaron que hacía un día precioso, así que acorda-ron hacer senderismo y disfrutar de la naturaleza. Esa noche volverían a dormir en el mismo lugar. Aquel día descubrieron lo fantástica que puede llegar a ser la naturaleza parándose a pensar donde estaban. Se encontraban en medio de un inmenso bosque de abetos desde los que se podía otear una alfombra verde de extensiones inimaginables. En el suelo había tierra plagada de vida, ya fueran plantas herbáceas, flores, animales de pequeño tamaño como erizos y topos. De vez en cuando, giraban la cabeza y admiraban el río Columbia, que discurría por un cauce que dividía el valle plagado de abetos por su parte más profunda. En el otro extremo, las cumbres nevadas de las montañas Rocosas se alzaban ante ellos, diminutos e insignificantes seres entre tal escenario.Eran las cinco y debían volver al campamento, ya que de noche es muy fácil perderse en bosques como en el que se encontraban. Volvieron rápidamente, ya que tenían buen sentido de la orientación y prestaban mucha atención a los mapas que poseían. Co-menzaron a preparar las tiendas e hicieron un fuego en el campamento para jugar a las películas. Jeanne, Jacob, Phil y Abby se conocían desde que tenían seis años, donde coin-cidieron en la escuela y se hicieron muy amigos, allí fue donde empezaron a jugar a las películas y les encantaba, era una de sus actividades preferidas. Ahora tenían dieciocho, pero seguían siendo igual de niños para eso. Estuvieron pasando un buen rato hasta las doce de la noche y decidieron acostarse. Tenían dos tiendas, en una estaban los chicos y en otra las chicas. En la tienda de las chicas, Abby y Jeanne seguían hablando de sus planes como solían hacer, cuando oyeron un ruido. Al principio pensaron que eran los chicos, que querían darles un susto, pero se dieron cuenta de que no era así cuando oyeron un rugido. Salieron de la tienda aterradas, sin hacer ruido, muy sigilosamente, y su corazón se encogió súbitamente cuando descubrieron a un oso grizzli husmeando en los restos de la hoguera que aca-baban de apagar. Observaron que los chicos también lo habían advertido y les vieron salir de la tienda. Los osos grizzlies no eran una especie común en la época del año en la que se encontraban, pero sabían que ahora tendrían que huir de él. El oso grizzli es el más grande del mundo y es muy peligroso para el hombre, al que puede llegar a atacar. Abby y sus amigos sabían esto porque en Estados Unidos se ofrece mucha información sobre este animal. El error que habían cometido era no dejar la comida tapada, de modo que el oso no pudiera olerla. El oso advirtió la presencia de los chicos y comenzó a intran-

quilizarse. Los chicos intentaron hacerle darse la vuelta, pero para su desgracia no lo consiguieron. Todos querían echar a correr. Sus piernas empezaban a correr, pero su cabeza los contenía. De todas formas, no tenían muchas mejores opciones que se les ocurriesen en ese momento. Por suerte, todavía llevaban sus deportivas puestas, ya que acababan de entrar en las tiendas. Se miraron entre ellos y susurraron que lo mejor que podían hacer era huir cuando el oso estuviese entretenido con los restos de comida que todavía quedaban en las cercanías de la apagada hoguera. En aquel momento echaron a correr desenfrenadamente valle abajo. Nunca habían tenido tanto miedo. Durante dos minutos siguieron bajando. Cuando pensaban que se habían librado del oso, apareció de entre las sombras ágil, andando. Los chicos sabían que tenían que dejarle atrás y echaron a correr en dirección al río. Pero cuando llegaron allí había un desnivel de unos siete metros, las orillas del río eran pequeños acantilados. No sabían qué hacer. El oso les tenía acorralados contra el río y parecía dispuesto a atacarles. A partir de ahí, el oso estuvo evaluándoles y observando durante unos minutos, en lo que fueron los peores momentos de sus vidas. Un silencio sepul-cral, en el que se advertía miedo e incertidumbre. Allí, los árboles parecían expectantes a la espera de lo que pudiese ocurrir. Jeanne sugirió que debían saltar al río y todos lo aprobaron, menos Abby, que no tenía palabras. Entre el terror que sentía en ese momento por la situación en la que se encontraban ella y sus tres mejores amigos y su inoportuna fobia al agua no podía articular ningún sonido. Tampoco podía moverse. El mero hecho de pensar en arrojarse al río la hacía estremecerse. Sus amigos, a sabiendas del problema de Abby con el agua, intentaron convencerla argumentando que no la iba a pasar nada, que ellos iban a estar allí para protegerla. Pero Abby estaba demasiado asustada. No se sentía capaz de tirarse al río. Sabía que llegado el momento no iba a poder dar el salto, lo había intentado otras veces. Sus amigos la miraban desesperados. Daba la impresión de que el oso también parecía esperar que ella hiciera algo. Durante dos años llevaba intentando bañarse en piscinas, mares, lagos o ríos, pero no lo había conseguido. Durante dos años le preocupaba el pensamiento de que no iba a poder bañarse nunca más. Había estado intentando convencerse a sí misma de que tenía que superar su fobia. Durante todo ese tiempo sabía que cuando se arrojara al agua iba a ser más feliz e iba a dejar atrás aquel pensamiento que la carcomía y le hacía la vida más difícil. Entonces comprendió que su única salida era saltar al río ya que el oso no podría seguirles. De repente, el oso avanzó corriendo velozmente. Sus amigos no aguantaron más y se lanzaron al agua. El oso cada vez estaba más cerca de Abby, que tenía un dilema interior sobre tirarse o no tirarse. El oso la iba a alcanzar y de repente, sin pensar, Abby se tiró.Lo próximo que vio fue a ella agitándose muy alterada en unas aguas gélidas luchando por respirar. Los amigos de Abby estaban rodeándola y al cabo de un minuto lograron

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sacarla del agua. Abby respiraba entrecortada y activamente, consciente de lo que había conseguido, de que al fin lo había conseguido. Aquello que había estado dos años persi-guiendo lo había alcanzado sin querer, venturosamente. Después de una hora, Abby se tranquilizó y se abrazó con sus amigos cele-brando que habían salvado sus vidas de las garras del feroz animal. Ahora lo que tenían que conseguir era encontrar la civilización. Se pusieron manos a la obra y cuando em-pezaba a amanecer, después de unas agotadoras y desesperantes horas, descubrieron una pequeña casa de aspecto acogedor a la orilla del río. Llamaron animosamente y res-pondió una señora que les prestó toda la ayuda que necesitaron. Avisó a los pertinentes servicios de rescate y prestó el teléfono a los chicos para que hablaran y contaran lo acontecido a sus padres. Una vez en casa, y después de casi un mes de lo que les ocurrió en las mon-tañas de Washington, recordando esos momentos entre los cuatro amigos, Abby se dio cuenta de que el oso que les atacó para ella simbolizaba a un ser que la liberó de su hidrofobia. Ese oso, al que los demás consideraban como un ser maligno, ella lo percibía como un ser benevolente. Estaba muy agradecida de lo afortunado que había sido para ella encontrarle y ser atacada por el animal. También se dio cuenta de lo fuerte y valioso que es el instinto, pues sin él habría sido asesinada por el oso grizzli. En el momento en el que ya no podía aguantar más, una fuerza de su interior se sobrepuso a la razón y a su voluntariedad para salvarla. A partir de este día, en el que comprendió todo lo que la había pasado y que cambió su forma de ver la vida, Abby se convirtió en otra persona. Una persona que valoraba muchísimo más la vida de lo que lo hacía anteriormente. Abby superó su miedo al agua y volvió a bañarse en las divinas playas de Car-mel con su familia, que estaba orgullosa de ello. Nunca más volvió a tener pesadillas con su hidrofobia. Abby volvía a ser la misma chica extravertida de hacía dos años.

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mEmorias

Cuando Juanjo cruzó hacia la plaza, las primeras gotas cayeron sobre su traje de lino negro. Aquél 14 de Mayo tocaba a su fin y las calles no tenían el ambiente de centro a causa del mal tiempo. Diversas sombras correteaban y cruzaban rápidamente al refugio de los soportales. Sin embargo, él caminaba por el medio de la calle, ajeno a lo que alrededor suscitaba. La gente se giraba y reía entre gestos y miradas hacia el curioso hombre que caminaba bajo la lluvia elegantemente vestido. La verdad es que era una postal curiosa, pues la pose del individuo se hacía graciosa a la vista. Vestía un traje negro con chaleco y corbata a juego, con una camisa blanca, que ya asomaba em-papada por la lluvia, que además aportaba más brillo si cabe a unos zapatos negros que salpicaban hacia todas partes las finas láminas de agua que reposaban sobre la acera. Su semblante rompía con la alegría que provocaba su visión bajo la lluvia de Madrid. Al levantar la cabeza, miró a una de las cafeterías que había bajo un soportal y entró raudo, como acabando de percatarse de la lluvia que llevaba un rato cayendo sobre él. El camarero apenas se inmutó de su presencia, pues la leche hervía fuertemen-te en el vapor de la cafetera y dos clientas de mediana edad solicitaban impacientes un té y un coñac en copa pequeña. A Juanjo le pareció buena idea sentarse al fondo de la cafetería y prendió un Ducados con un zippo rojo a estrenar. Juanjo no solía fumar demasiado. Dos o tres cigarros a lo sumo. Solo cuando no se encontraba de ánimo para algo, como huyendo de la monotonía o del sofoco. A su padre no le gustaba en absoluto, le molestaba que su hijo, tan deportista en la juventud, echara por tierra sus pulmones. Así lo decía él. Pero era un mal hábito adquirido en el servicio militar, hacía ya demasiados años como para abandonarlo. El camarero, luego de servir a las dos mujeres, se acercó de mala gana hacia su mesa. Pidió un café con leche y la cuenta, pues no iba a tardar en irse. El camarero se alejó y saludó a un nuevo cliente que entraba en ese momento, a la vez que recogía una taza de una de las mesas más cercanas a la barra. Juanjo metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña libreta de notas y un bolígrafo. Al abrirla, soltó un suspiro, como intentando recordar la razón de haberla sacado. Mientras pasaba las hojas, el camarero dejó el café y la cuenta en la mesa. Juanjo le preguntó la hora. El camarero miró un reloj plateado y contestó que poco más de las doce con una novedosa alegría, como feliz de poder usar su reloj nuevo. Tras saberlo, Juanjo abrió la libreta por la última hoja escrita y comenzó a es-cribir, despacio pero sin pausa, como si las palabras hubieran asaltado en ese instante su mente, queriendo salir de ella. Solo interrumpió su nerviosa escritura cuando el tono de su móvil irrumpió en la cafetería, impregnándola de la Quinta Sinfonía de Beethoven durante unos instantes, suficientes como para que las señoras tuvieran tema del que

Miguel Ángel Ruiz

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cuchichear entre los sorbos de sus consumiciones. Juanjo contestó al móvil mientras miraba con gesto de disculpa a las señoras, que le respondieron con una falsa sonrisa de complicidad. Al otro lado del teléfono, la madre de Juanjo le preguntó dónde estaba, con un tono nervioso y que hacía suponer la preocupación de ésta. Juanjo no contestó al instante, dio un par de caladas y bajó la cabeza, sopesando lo que le iba a decir.-Estoy en el centro Mamá, no tardaré. Sonó frío, parecía cansado, exhausto más bien. Eso debió pensar Julia, su ma-dre, a pesar de que al colgar su hijo no le dejara decírselo.Al poco, Juanjo sacó una fotografía de su bolsillo interior. En ella, un joven de unos 17 años posaba junto a un hombre que debía de ser su padre. El crio, con el uniforme de un equipo de fútbol escolar, reía, mientras que el padre miraba con orgullo a su hijo, apretándole fuertemente por los hombros. Parecían felices. Como lo eran. Como lo era Juanjo cuando su padre lo acompañaba a jugar con su colegio y como lo era cuando le hicieron esa foto. Dejó tres euros en la mesa junto al ticket de la cuenta y se marchó a la calle. Había dejado de llover pero la calle seguía poco frecuentada. Dejó atrás varias calles y la puerta de un Audi rojo aparcado en una calle peatonal, al cual se subió mientras que retiraba el papel rosa de la multa que algún generoso guardia le había dedicado. Mientras conducía, pensaba en su padre. Lo había evitado hacer todo el día, pero tras varias horas de angustia, se rindió ante la imagen que le asaltaba. Su padre fue un gran hombre, trabajador, con muchas ganas de vivir y de disfrutar con su familia. Pero eso acabó, el día anterior, todo eso acabó. Durante unos minutos, sus pensamientos solo le hacían aguantarse una gran lluvia de lágrimas. Al llegar a su destino, aparcó de mala manera y salió del coche. Tras saltar la valla del cementerio, se sintió muy angustiado, pero se dirigió presto hacia la parte interior del mismo, dejando atrás varios nichos. Al cabo de varias calles, llegó a su destino. La lápida rezaba: Juan José Gutiérrez, 67 años.Su padre descansaba en paz frente a él. No podía creerlo, no quería creerlo. Solo hace unos días no quiso quedar con él para montar un estúpido armario.Juanjo no volvió al coche hasta pasado un buen rato. Dentro, volvió a abrir su libreta, de donde arrancó las páginas escritas en la cafetería. Volvía a recobrar la serenidad que mostraba mientras caminaba bajo la lluvia o se fumaba un cigarro en aquella cafetería, pero ya no tenía la foto en su bolsillo interior. Ya no la necesitaba. Solo necesitaba escribir sus recuerdos con su padre, sus memorias con él, su felicidad a su lado. Eso, y dejar de fumar.

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isla

“Un barco pirata apareció por el horizonte. Su bandera, negra como el carbón, y con su calavera reluciendo ferozmente en el centro, se acercaba a nosotros cada vez más deprisa. El Blue Moon. El barco pirata más temido y respetado, se acercaba a no-sotros con su sentencia de muerte pintada en cada uno de los mástiles y cañones del barco.Un cañonazo, luego dos. El estruendo retumbaba en mis oídos. En poco tiempo el palo mayor y parte de la popa empezaron a arder. El humo ocultaba mi visión y la de los tripulantes del Azorit.” Me desperté algo abrumada y con un terrible dolor de cabeza. Todavía podía sentir el espesor del humo obstruyendo mis fosas nasales y agrietando mi garganta; meses atrás había empezado a tener esos sueños de aquel barco que ni siquiera reco-nocía. Desde niña me había criado en el Blue Moon. Ese barco era mi hogar. En cubierta ya se oía el trajín rutinario de los tripulantes. Terminé de vestirme y subí de dos en dos los escalones del camarote. Abrí la puerta y el sol me golpeó la cara suavemente, como dándome la bienvenida. Antes de que pusiera un pie en la gastada madera del suelo, una voz atronadora, pero con un matiz de cariño, se elevó por encima del golpear del agua contra el casco del barco:-¡Isla!-levanté la cabeza y vi a Black (siempre vestido de negro) en lo alto de la barandi-lla. Le lancé una sonrisa y él me guiñó un ojo.-¡Contramaestre! La quiero ver en mi camarote en seguida.

Me apresuré a seguirle. La madera de la puerta estaba tallada y tenía ese tacto rugoso y ese olor a serrina que tanto me gustaba. Al entrar eché un rápido vistazo a los diferentes objetos que había en la habitación: los días de tormenta me los había pasado debajo de la mesa lacada en negro al calor de una tenue vela y leyendo mapas de navegación; la silla con sus posa-brazos en los que tantas veces me había quedado dormida escuchando las historias de Black… Volví a la realidad. Black me esperaba de pie enfrente de la ventana, observando el inmenso océano cuyo fondo guardaba secretos aun sin descubrir. Se encontraba con el ceño fruncido, un gesto que me preocupó. Me tensé y caminé a paso ligero. Black se dio la vuelta y una sonrisa cansada se le dibujó en el rostro.

-Isla, debo decirte que este es mi último viaje en el Blue Moon -posó una mano en una de las contraventanas melancólicamente -heredé el barco de su antiguo capitán y ahora quiero que lo lleves tú, mi tripulación será la tuya y tú les guiarás, en ti dejo toda la responsabilidad. Cuando lleguemos a Gaviotas, tú asumirás el mando, y no, no aceptaré un no por respuesta -esbozó una sonrisa algo más alegre.

Cristina Prieto Rodríguez

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-Pero… no puedo aceptarlo, no estoy preparada para capitanear un barco -proseguí.-Ten más seguridad en ti misma, si no estuvieras preparada no te dejaría al mando, confío en ti -comentó, posando sus manos en mis hombros con ternura. No protesté más. Asentí tímidamente. Me di la vuelta y me dispuse a marchar. Black no me estaba contando toda la verdad… “Feroces bramidos de los tripulantes de cada barco se mezclaban con el metá-lico sonido de cruce de sables y con el estadillo de los cañones al disparar. Me escondí en la despensa: entre un barril de cerveza y varias cajas de alimentos. La puerta se abrió de golpe y una silueta vestida toda de negro y empuñando su sable se recortó contra la pared. Solté un grito ahogado y la sombra avanzó hacía mí. Me tapé las manos con la boca, pero era demasiado tarde. El hombre me levantó y pude ver un rostro joven que me resultaba familiar. Un segundo pirata atravesó el umbral, y se dirigió hacia el primer hombre:-Van a quemar el barco, debemos abandonarle, mátala, así no sufrirá -me retorcí para intentar escapar, pero fue en vano.-No puedo dejarla aquí, es muy pequeña -contraatacó el primero.-Debes hacerlo.-Me la llevo conmigo.-Ni se te ocurra.-No puedes detenerme.-Estás rompiendo el Código. Y eso es peligroso.-Al diablo el Código -nada más pronunciar estas palabras el techo empezó a arder. Los dos hombres me sacaron de la despensa. El humo agrietaba mi garganta y se me metía en los ojos. Atravesamos lo que quedaba de de cubierta y vi a mi padre tumbado en el suelo y al ver que no se movía ni hacía nada por levantarse, los ojos se me llenaron de lágrimas y resbalaron por mis ennegrecidas mejillas. El grito se me ahogó en la garganta:-¡Papá! ¡Papá! ¡No! -el hombre que me tenía cogida me tapó la boca y la nariz. Los ojos se me volvieron y todo se volvió negro. Volví a la realidad bruscamente, me había quedado dormida. Deduje que ya ha-bíamos atracado en el puerto; el ruido de los marines al desembarcar se mezclaba con el profundo chillido de las gaviotas que volaban por encima de los pescadores como aves carroñeras a la espera de llevarse algún desperdicio. Bajé por la rampa del barco buscando a Black con la mirada. Lo divisé algo más adelante y me apresuré a seguirle.-¡Black! ¡Black! -no me oía… ¿O no quería oírme? Se puso una capucha para pasar inad-vertido entre el gentío que se agolpaba en la plaza; esquivó a un par de mercaderes y se metió por un callejón al otro lado de la calle en la que apenas llegaba la luz, despareció y no le volví a ver.

Todo esto me estaba empezando a resultar muy misterioso y algo molesto, ya

que parecía que era la única que no sabía de qué iba todo esto y nadie me decía nada. Pasé el resto del día por Gaviotas. El alboroto era enorme y te animaba a unirte a él. Paseé por los diferentes puestos, los había de todo tipo: desde pescado recién sacado de las alborotadas aguas oceánicas, pasando por diferentes especias, hasta diferentes joyas, tan bonitas que parecían traídas de lugares extraños, desconocidos, mágicos, en los que poder vivir aventuras. Me acerqué a uno de estos. El mercader salió de entre las sombras y dejó ver un rostro apuesto y joven con el pelo cayéndole sobre los ojos. Me dirigió una sonrisa y me dijo:-¿Deseáis algo?-le devolví la sonrisa, algo más tensa.-No, gracias. Solo las miraba, no soy muy dada a llevar joyas -me puse el pelo detrás de las orejas, sin pendientes algunos.-Es una lástima, a una mujer tan bella como vos la quedarían muy bien -me contestó.-De verdad, no -me di la vuelta dispuesta a marcharme, pero él fue más rápido y me cogió del brazo.-Perdonadme si os he agobiado -parecía sincero-. Antes de que os vayáis, mi nombre es Marc, soy mercader.-No os preocupéis… Marc -le dirigí una sonrisa burlona y me empecé a marchar.-¡No me habéis dicho vuestro nombre; aunque no me sería fácil olvidaros!-me gritó por encima de la multitud.-¡Isla! -le contesté sin parar de caminar. Me paré y le miré titubeante.- ¡Pirata!-¿Puedo saber el nombre del barco?-¡Blue Moon! -apreté el paso. Ese chico me producía emociones que me asustaban y que temía saber su significado. Noté sus pícaros ojos posarse en mi nunca y un agrada-ble estremecimiento me recorrió el cuerpo.

La noche se cernía sobre la isla con una cúpula de estrellas; la luna se alzaba elegante, como la reina de la fiesta. La taberna estaba a rebosar. Las preguntas sin res-puesta se me agolpaban en la cabeza: ¿Por qué tenía esos sueños? ¿Por qué Black me mentía? ¿Por qué Marc me hacía sentir así? Me tocaron en el hombro y me volví. Frente a mí estaba Siras, con cara de preocupación.-¿Qué ocurre? -pregunté.-Se trata de Black, ha desparecido -miraba nervioso de un lado a otro como si temiera que le oyeran aunque con todo ese alboroto lo dudaba.-¿Cómo que ha desaparecido? Le ha tenido que pasar algo, él no se iría sin más, no sin antes decirlo – Siras se puso blanco.-No puede ser, no puede ser.-¿Qué pasa; qué ocurre? -no me contestaba; harta de tantos secreto decidí actuar.-Soy la Capitana y como tal exijo saber lo que ocurre y ahora -me sentí mucho mejor.-¿Qué? ¿Capitana? -estaba atónito.-Black quería que fuese yo la Capitana. Me lo dijo. Él así lo deseaba.

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-Muy bien -contestó resignado-aunque esto te influye más de lo que crees. “Black y yo éramos amigos y el Azorit era nuestro cuarto barco que asaltába-mos. Todo iba bien; habíamos robado un buen motín. Hasta que Black encontró a esa niña asustadiza acurrucada entre cajas, y llamando a su padre desesperadamente. Black se encariñó de ella y se la llevó consigo rompiendo así el Código de Piratas: ningún pirata puede adoptar a ningún niño que no lleve sangre pirata en sus venas. Al cabo de 16 años, el acusado deberá ir escoltado por el Consejo Pirata hasta la isla Sin Nombre donde será juzgado y condenado a vagar cual alma en pena por siempre.”

-Esa niña… -pronuncié sin querer oír la respuesta.-Sí, Isla. Aquella niña de la que Black tanto se encariñó eras tú -esbozó una sonrisa entre dientes -intenté detenerle pero era muy cabezota.-No, no ¡NO! ¡No puede ser! -intenté convencerle, o más bien intenté convencerme a mí misma.-¡Sí Isla, sí! Debes aceptarlo y ahora como nuestra Capitana debes guiarnos y tomar las decisiones que tú creas correctas -puso sus manos sobre las mías tranquilizándome. Respiré hondo.-Está bien. Rescataremos a Black.-Entonces tenemos que darnos prisa. Ya se habrán puesto en camino, pero con un poco de suerte y si salimos de inmediato les cogeremos pronto. Han puesto guardias para controlar las salidas y entradas de barcos, hasta mañana al alba no dejarán que ningún barco salga del puerto.-Entonces debemos actuar deprisa -salimos apresuradamente de la taberna, el resto de la tripulación esperaba con sus armas en ristre. Nos dirigimos al puerto. No se oía el caminar de los guardias al patrullar; que extraño. Algo más adelante vislumbramos los cadáveres de los guardias, alguien se nos había adelantado. Una figura se nos acercó con paso lento.-¿Marc? ¿Qué haces aquí? -me quedé sorprendida por su aparición. En su mano llevaba un cuchillo.-Quiero entrar a formar parte de la tripulación. He viajado por muchos lugares y os puedo ser de ayuda allá donde vais -me quedé dubitativa; una parte de mí se negaba, pero la otra lo deseaba, deseaba sentir su presencia, deseaba sentir su mirada… -Está bien -lo dije sin pensar. Sus ojos se iluminaron. Con el camino despejado subimos a bordo. La noche empezaba a ser fría. En cubierta no quedaba nadie, solo Siras, quien manejaba con mano firme el timón. Estaba agotada y me dirigí al camarote de Black (ahora mío) para poder dormir un rato. -No os he agradecido el que me hayáis dejado entrar a formar parte de la tripulación -Marc se aproximaba a mí. El corazón se me aceleró y me agarré al marco de la puerta

para no caerme.-Me puedes ser útil, nada más -intenté sonar indiferente aunque creo que no funcionó mucho. Cada vez avanzaba más hacía mí, hasta el punto en que pude sentir su cálido aliento en mi cara.-Gracias -susurró. -De… nada -intenté articular. Sus labios se posaron en los míos suavemente y sus ma-nos bajaron hasta detenerse en mi temblorosa cintura. Me dejé llevar embriagada por su ternura, por su olor, por su tacto, por cómo hacía sentirme cuando estaba con él. Al menos una parte de mis muchos rompecabezas encajaba: estaba locamente enamorada de Marc.

El alba despuntaba por el horizonte. Llevábamos un día de travesía. Cada día, cada noche, mis pensamientos divagaban en cómo habría sido mi infancia antes de que Black me adoptara. Estaba resentida con él por mentirme, por ocultarme mi verdadero pasado, pero él fue quien me rescató y cuidó, el que me enseñó todo lo que sabía, no podía abandonarle así…no en estos momentos. Marc se colocó a mi lado. Al menos le tenía a él. Me agarró de la mano y me la besó con cariño.

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mamá, no mE quiEras tanto...

Llovía. El agua caía sobre el cristal del coche. La noche comenzaba a vivir. El silencio solo era interrumpido por el sonido de la música; en la radio sonaba la canción Las Request. En el aire se notaba la tensión que surgía sin palabras entre las dos. Sus miradas no se cruzaron en ningún momento desde que comenzó el viaje. Por la cabeza de Sara pasaron rápidamente los anteriores traslados. Estas imágenes se mezclaban con el dolor por la pérdida de su amiga Mónica. Había sido una relación de verdadera amistad. Mónica fue la amiga con la que Sara siempre soñó, con ella compartió sueños y deseos, secretos y momentos únicos que nunca olvidaría. Repentinamente algo salta de la oscuridad, algo que interrumpe bruscamente los pensamientos de Sara y que hace perder el control del coche a Gloria. Otra vez el silencio, pero esta vez un silencio casi mortal. Sara abre los ojos, todo a su alrededor parece confuso. Gira la cabeza hacia su madre y, por fin, sus miradas se cruzan. Como un susurro lejano oye la voz de Gloria.- Sara, hija mía, ¿estás bien? - La angustia y la agonía se perciben en sus palabras.- Sí, mamá, estoy bien; sólo que me encuentro algo confusa.- Ayúdame, ayúdame hija...

Sara, desconcertada, logra salir del coche. Siente un terrible dolor en la cabeza y ve sus manos manchadas de sangre. Con paso inseguro se dirige hacia su madre. Se arrodilla e intenta sacar a Gloria. Tira de ella arrastrando su cuerpo fuera del coche.En ese mismo instante, ve que del cuello de su madre cuelga un corazón. La cara de Sara se transforma y acerca sus manos a su pecho, apretando fuertemente otro corazón igual. De repente, todo encaja en su mente, el recuerdo de aquella tarde fría de invier-no; cuando Mónica y ella se compraron los corazones para sellar su eterna amistad. El pasado se asoma al presente, comenzando con su llegada a la ciudad...- Cariño, es una casa preciosa. Cuánta luz y cuánto espacio. Aquí seremos felices las dos. Además, tu instituto y mi trabajo están muy cerca y pasaremos mucho tiempo juntas.- Por supuesto que sí, mamá. Todo esto es muy bonito.- Sara, sube a tu habitación y deja las maletas. Primero tendrás que desembalar las cajas de la mudanza y empezar a colocarlo todo. Sara obedece a su madre y empieza a subir la escalera de mármol. Entra a su habitación y se para delante de la ventana. Fuera está nevando. Como los ligeros copos que caen, ella tiene la ligera esperanza de alcanzar por fin la libertad. Poder decidir por ella misma, sin que su madre controle sus estudios y sus amigos. Sara quiere a su madre, pero intuye que algo no funciona. El carácter de su madre es fuerte, directo, autoritario, absorbente, posesivo y, a veces, un poco agresivo. Sara siente que pertenece a su madre.

Fresia Redondo Gambaa

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Ella escoge sus alimentos, su ropa y controla sus amigos y su tiempo libre. Pero Sara se deja llevar. Ella quiere a su madre y odia los conflictos, por lo que se rinde a su autori-dad. Su madre es encantadora, pero en cuanto cree sentirse amenazada por amigos de Sara, surgen los celos.-Tal vez sea esta mi oportunidad...- murmura Sara.

***

Suena el timbre. La clase ha terminado, Sara y Mónica salen felices hacia la calle. Desde que llegó al instituto, Mónica ha sido su mejor amiga y en ella ha puesto todas sus esperanzas. Lo que no sabe es que en su madre han vuelto a surgir los celos y su amistad con Mónica es tan frágil como una tela de araña, que Gloria, en cualquier momento, puede romper. Al salir del instituto, camino hacia su casa, van planeando el cumpleaños de Sara. Piensan hacer una fiesta de cumpleaños con sus amigos, será algo discreto, ya que Sara sabe que a su madre no le gustan las fiestas. Llegando a su casa, se paran enfrente de la puerta, y siguen hablando durante un largo tiempo. En la ventana de arriba se ve cómo su madre está observando a Sara mientras habla con Mónica. No le gusta nada lo que está viendo. Se siente furiosa, ¿tendrían que mudarse de nuevo?, no puede soportar ver a Sara con amigos. Las veces anteriores, no había sido difícil separarla, tenerla sólo para ella. Pero esta vez todo es distinto, le había permitido acercarse demasiado a Mó-nica y no estaría dispuesta a volver a cambiar de ciudad y empezar de nuevo.-Venga, Sara, entra a casa ya.-Si mamá. Vamos, Mónica, seguiremos hablando dentro mientras comemos.-Pero Sara, íbamos a comer las dos solas.-Por favor, mamá, deja que se quede, así planearemos mi fiesta.-¿Tu fiesta?, nunca has celebrado tu cumpleaños. La madre se queda pensativa, tiene que solucionar este problema y rápida-mente. Una horrible idea cruza por su mente, sabe que no está bien, pero no puede evitarlo. Lo que empieza a tomar forma en su cabeza tendrá que llevarlo a cabo.-Está bien -accede- podemos comer mientras hablamos de la fiesta. Sara, pon la mesa y sirve la comida. Ofrece alguna bebida a Mónica, sé una buena anfitriona.

Después de haber servido el postre, Sara se levanta de la mesa dejando a su madre y a Mónica a solas. Gloria aprovecha la oportunidad y queda con Mónica para comprar un regalo a Sara, convenciéndola para ir las dos solas y darla una bonita sor-presa. Quedan a la mañana siguiente; Gloria pasa a buscar a Mónica con el coche. Dirigiéndose hacia la tienda, Gloria hace un pequeño descanso a medio trayecto. La carretera por la que van es estrecha y, a la derecha, se puede ver una pequeña laguna y

espesos bosques. Por el cuerpo de Mónica pasa un escalofrío, todo es muy extraño.Gloria para el coche, sale de él y se dirige hacia la puerta de Mónica.-Lo siento, pero Sara es mía. Tú tienes que apartarte y sólo veo una solución. Gloria golpea en la cabeza a Mónica y ésta se queda inconsciente; la saca del coche arrastrándola hacia la laguna, la tira al agua con unas cuantas rocas atadas al cuerpo para que se hunda en lo más profundo del olvido. Antes de tirarla, recuerda el corazón que se regalaron Mónica y Sara para sellar su amistad eterna. Se lo quita de un tirón y se lo pone ella, así Sara volverá a ser suya. Gloria regresa al coche y se va.

***

Dos meses más tarde...Llovía. El agua caía sobre el cristal del coche. La noche comenzaba a vivir. El silencio sólo era interrumpido por el sonido de la música...-Ayúdame, ayúdame hija...

Sara no puede pensar claramente. Al ver el corazón que lleva su madre, una horrible idea pasa por su cabeza...”Mi madre ha matado a Mónica, ¿es posible? ¿Es mi madre una asesina?” La certeza y la seguridad se imponen entre sus pensamientos. “Efectivamente, mi madre ha matado a Mónica. No puedo ayudarla, ha sido demasiado el daño que me ha hecho y lo tiene que pagar...”. Sara se aleja sin apartar la mirada de su madre. Ve la soledad y la desesperación en los ojos de Gloria, siente odio, siente amor, pero se aleja...-Soy como mi madre, una asesina.

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suEños dE libErtad

Naomi tiene los ojos grises y tristes, su pelo es de un tono rubio oscuro como el oro viejo y sus manos son fuertes y pequeñas. Levanta la vista y allí está, ha llegado el tren de la tarde. Es enorme, de colores brillantes y muy moderno. Es su tren. Hay gente en la estación que le despide con cariño, todos están muy contentos por él, y sabe que cuando vuelva le esperarán con los brazos abiertos. Sube al vagón con inseguridad, le trae muchos recuerdos lejanos que se agol-pan desordenadamente en su cabeza, su corazón casi va a salirse del pecho. Consigue sentarse junto a la ventanilla, donde más le gusta, mira a través de ella y sobre el andén se reflejan los rayos de sol de la tarde. Chirrían las ruedas, el tren se pone lentamente en marcha y su estación queda poco a poco atrás; en segundos no es más que un pun-tito oscuro perdido en el horizonte. Aparta la vista del exterior donde ya acaba el pueblo y comienzan a sucederse campos y campos de girasoles, hermosos, dorados por los últimos reflejos del sol mo-ribundo. Hay un niño enfrente de él, la cara pecosa y el pelo rubio le recuerdan a su hermano pequeño. Se entristece, pero pronto se da cuenta de que puede sentirse contento, al menos ligeramente.

Su historia comenzó años atrás, muy lejos de donde se encontraba ahora, en su tierra natal. El suyo era un país precioso, montañoso, de hermosa vegetación y diver-sidad de culturas, pero un día, mientras todo el mundo permanecía ajeno, se desató una guerra cruel y despiadada que rompió radicalmente con la armonía del país. Para Naomi era terrible recordar aquello..., las lágrimas rodaban por sus meji-llas siempre que lo hacía, pero no podía olvidar cómo cada día la gente que le importa-ba sufría, gente inocente vivía en constante tensión y otros tantos morían injustamente, solo por pensar de forma diferente a lo que se creía correcto. Era horrible oír silbar las bombas cerca de tu casa y saber que tan solo la suerte te podía salvar a ti y a la gente que más quieres. Su familia permanecía vulnerable, y él realmente no sabía qué hacer, se ºsentía impotente. Un día, su padre habló con él y le propuso una huida a otro país para con-seguir prosperar lejos de aquella miseria. Su padre conocía bien la forma de escapar, un amigo suyo exportaba materias primas en un tren de mercancías y lo podía llevar sin peligro, era la única manera de evadirse de las zonas en conflicto y salir sin ser visto. El día de la partida, Naomi tenía roto el corazón, pero se prometió a sí mismo volver para llevarse a su familia y proporcionarle a sus padres y hermanos el futuro que se merecían. La esperanza le inundaba el alma del mismo modo que las lágrimas de sus

Raquel Morales Vaquero

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ojos, la tristeza era inevitable, mas debía ser fuerte, porque las ilusiones de los demás estaban puestas en él. Se despidió y subió al tren procurando que nadie le viera. Tenía un gran nudo en el estómago y el pecho le dolía de la emoción. No fue difícil escapar, pero tenía miedo, nunca había estado solo y debía encontrar una forma de sobrevivir en un lugar extraño donde podía enfrentarse al rechazo. La vida no iba a ser fácil, no obstante debía luchar contra el conformismo, debía afrontar la soledad para dar a quien se lo merecía algo más que lo que tenían, algo más que la miseria y el hambre con que el destino parecía haberles premiado a él y a los suyos. Tenía tiempo de soñar mientras el tren se abría camino entre bellos paisajes, se sentía bien contemplando las montañas y los ríos. Conoció el mar inmenso a lo lejos, y pensó que era lo más bonito que había visto en su vida. Una vez, de pequeño, su madre le habló del océano, y esa misma noche soñó con él, con bañarse en aguas cristalinas, con sentir la arena tibia entre sus dedos, y el sonido de las olas...

El recuerdo de su madre le llenó de valentía, de fuerza para continuar. Cuando llegó a su destino se sintió sólo, pero con el paso del tiempo consiguió desenvolverse con el idioma, un humilde trabajo en la estación, e hizo amigos con los que compartir un pequeño piso junto a la vía del tren. Le gustaba trabajar tan cerca de los trenes, realmente daba igual cómo y en qué. Le inquietaban, sentía una extraña pasión por ellos, aunque solo pudo viajar una vez. Cada día, en la estación de aquel pequeño pueblo, dedicaba un momento a observar la gente que iba y venía, le intrigaba. Con la experiencia podía saber casi con exactitud dónde iban, a quién esperaban... Pensaba en todo, en lo insignificante y en lo grande, allí, sentado en el andén, con la mirada fija en las piedrecitas del suelo de las que brotaba musgo por la humedad en las épocas de lluvia. Descubrió que cada persona, individualmente, tal vez no aportarse nada al mundo, pero se dio cuenta de que cada uno está sostenido por una inquietud, movido por un deseo: ese hombre que espera con el alma pendiendo de un hilo a que alguien que ama llegue en el próximo tren, la chica que llega a pasar la Navidad con su familia..., tantos sueños por cumplir. Mirando a la gente comprendía que dentro de cada persona, al parecer insigni-ficante frente al mundo, existía una ilusión por la que luchar y seguir adelante. Merecía la pena trabajar por la unión de todas esas almas, merecía la pena vivir, y Naomi cada día se sentía más dichoso, sabía que la guerra en su país acabaría y que pronto su pueblo sería liberado, y también que tarde o temprano su vida llegaría a su última estación, aunque al menos sentía que no había sido en vano.

En su corazón cabía la esperanza de que algún día renacería la paz para siem-pre, y todas las personas se comprenderían, en el fondo él siempre lo había notado. “¿Qué era un hombre solo entre la locura de una guerra inmensa?”, se preguntaba siempre. Ahora sabía bien que solo el amor lo salvaría de aquella barbarie que le hería a distancia. Soñaba con la libertad, y la deseaba más que nada en el mundo. Dedicaba un rato a pensar en su familia que quedaba tan lejos, intentaba recordar los momentos felices, bajaba a la vía y se sentaba para ver pasar los trenes, sabía que un día alguno de ellos le devolvería a su antigua vida y le haría ser feliz por completo de nuevo... Ahora está sentado en ese tren, han pasado más de diez largos años desde el día en que huyó de su casa, la guerra terminó sin ganadores, pues solo existen perdedores, y tiene noticias de sus seres queridos. Aún no es momento de establecerse en su tierra, ese lugar que tanto ama, pero sabe que tarde o temprano todos volverían allí para siempre, confía de verdad en la tolerancia y la comprensión.

Ha alcanzado, o al menos en parte, aquello por lo que luchó, su ilusión per-sonal: tiene un nuevo trabajo estable en su querida estación y una casita pequeña pero acogedora, puede traerlos y mantenerlos, y se siente satisfecho de sí mismo, porque sabe que su esfuerzo no ha sido en vano. En este momento, el niño sentado enfrente de él está dormido y su madre le acaricia tiernamente la cabeza, en sus labios se dibuja una leve sonrisa. Naomi se asoma a la ventanilla y mira el mar que acaba de parecer antes sus ojos, de nuevo tan inmenso, es estupendo volver a verlo otra vez desde el tren, pero ahora, un poco más de cerca e iluminado por la luna errante y las estrellas. Está cansado y se le cierran los ojos, el leve traqueteo lo mece suavemente... Lo he logrado, piensa antes de dormirse, la esperanza y la libertad con la que soñaba finalmente han salvado mi corazón.

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la muñECa trapECista

Mademoiselle Chrystelline estaba encerrada en su camerino bebiendo cham-pán a la luz de un quinqué. Tenía aquella botella desde hacía mucho tiempo, desde que, debido al éxito de sus funciones, había fiesta todas las noches. Ahora no había nada que celebrar ni nadie con quien hacerlo.

Sus maletas estaban hechas, con sus pocas pertenencias empaquetadas para partir al día siguiente al alba. El Cirque Diamant, que había sido el más importante de Francia, cerraba sus puertas para siempre. Los dueños estaban arruinados. Habían ido despidiendo artistas, quedándose solo con los mejores, pero de nada había servido. Ya no estaban de moda los malabarismos de Madame Nacre, ni las fieras de Monsieur Titan. Los parisinos elegantes buscarían entretenimiento en cualquier otro sitio.

Tendría que pensar en un lugar adonde ir, pero no tenía ganas de hacerlo. Aún era una buena trapecista, aunque no tanto como antes. Era muy joven en aquella época, con apenas dieciséis años, así que su flexibilidad era incomparable. A los veinte, cuando el Cirque estaba en la cumbre de su esplendor, Mademoiselle Chrystelline era, sin lugar a dudas, la estrella. Medio París acudía al circo, o al lugar donde actuase, a ver a aquella jovencita menuda y ágil, a ver sus imposibles piruetas y peligrosos saltos. Y ella disfrutaba más que nadie desde las alturas. Disfrutaba cuando, en los momentos de máxima tensión, miraba las caras aterradas e inmóviles del público, su expresión de “No lo conseguirá…”, que al poco tiempo se tornaba en júbilo y sorpresa por las hazañas de la pequeña trapecista. Disfrutaba al verse con flores en el pelo y unas mallas ajustadas y cortas de tela brillante, que reflejaba las luces… Le decían que parecía una muñeca.

Ahora los antiguos trajes estaban ya muy remendados, nada tenían que ver con los de cinco años atrás. Poco a poco, el circo había ido pasando de moda. Las actua-ciones de la trapecista no eran tan deslumbrantes como antes, pero ¿qué podía hacer ella si ya no tenía la elasticidad de una niña? Incluso así, era buena… Hacía mucho tiempo que no deleitaba al público con el “Cometa”, el número que le había dado la fama desde la primera representación en el Cirque Diamant. Consistía en dar una vuelta al circo, con trapecios colocados por todo el techo de lona formando un círculo. Así, todos los espectadores tenían la oportunidad de ver a la joven trapecista volando sobre sus cabezas, y los movimientos (sencillos, en sí) eran adornados con ini-maginables piruetas en el aire. Improvisaba en cada actuación, y sus acrobacias eran tan originales que ninguna artista de ningún otro circo era capaz de igualarla. Le pusieron el sobrenombre de “Estrella Fugaz”, debido al efecto que producía girando en las alturas, con sus mallas doradas. Ahora se dio cuenta de lo acertado de su apodo: ella, que había

Marta Mariño Mejuto

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sido la estrella más brillante de París, apenas existía ya para nadie.

¿Podría aún hacer el “Cometa”? ¿Sería todavía lo suficientemente flexible? Los trapecios seguían en el techo, esperando a ser desenganchados al día siguiente. La pista estaba vacía… ¿por qué no intentarlo? No había red, pero ¿quién la necesitaba? La tra-pecista salió de su camerino decidida, con sus zapatillas de ensayo. Subió las escaleras de cuerda para llegar al primer trapecio y se frotó las manos con polvos de talco. En el borde de la plataforma de madera, y pensando en la altura que la separaba del suelo, Mademoiselle Chrystelline se dio cuenta de que era demasiado tarde: nunca podría volver a hacer ese número. Aun así, respiró hondo antes de saltar.

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El trEn dE los oCHo y mEdia

Allí llegó, y se sentó frente a las vías, en un viejo banco de piedra, situado en un rincón de la estación. Solo un pantalón vaquero, una camisa azul cielo y una cinta en el pelo... También un pequeño bolso colgaba de su hombro, por debajo del brazo. El resto del equipaje tan sólo era una pequeña bolsa en la que guardaba un bolígrafo y unas hojas de papel. Miró a su reloj, que coincidía con el de la pequeña estación; era mediodía y las agujas marcaban las 12:30 h. El rostro de la mujer era triste y apagado. Como tantas otras veces, la decepción y la tristeza invadían su mente y su corazón, pero esta vez se atrevió a salir de casa, y sus pasos, uno tras otro, la condu-jeron hasta allí, el lugar donde su destino podía cambiar... Coger o no coger ese tren cambiaría su vida, y había tantas cosas que la retenían... y esos hijos que tanto la nece-sitaban, que necesitaban su cariño; ¿quién atendería a su hijito pequeño? ¿Y cuando se encontraran enfermos? ¿Y quién les enseñaría qué cosas son buenas y cuáles malas?... El recuerdo de los abrazos y los besos de su pequeño le partían el corazón tanto o más que el deseo por recibir un poco de ternura de aquel hombre. Su corazón se sentía más triste y apagado que nunca. Ya no encontraba excusas para tener esperan-za... ¿Era demasiado pedir un poco de comprensión, de dulzura, de ternura...? Debía de ser muy difícil para aquella persona siempre dispuesta a ser tosca y fría, y ya no podía más. Volcó su vida por completo en su familia y ahora no sabía enfrentarse al mundo, y buscar un nuevo lugar donde vivir, llevándose con ella... al menos a su pequeño. Así es que allí se encontraba frente a aquel tren y sin saber qué decisión tomar: si retroceder y seguir viendo cómo aquel hermoso lienzo de la vida se plasmaba como un borrón detrás de otro o cómo aquel impetuoso torrente no cesaba de golpear con una fuerza vertiginosa las diminutas piedrecillas que aguardaban en el fondo de la cascada; o por el contrario, subir a ese tren. Todo cambiaría con un solo impulso; después, nada volvería atrás, nada volvería a ser como antes.

Soñaba con los ojos abiertos: se encontraba en el medio del campo, y veía cómo aquel hombre corría hacia ella con los brazos abiertos, y una sonrisa iluminaba su rostro, sus ojos se inundaban de felicidad, y sus labios dibujaban la sonrisa más tierna y dulce por la que merece la pena vivir. Una sonrisa contagiosa y una felicidad inigua-lables la alcanzaba en sus brazos, y vuelta sobre vuelta en el aire, hasta volverla a dejar suavemente en el suelo al mismo tiempo que, rodeándola con sus brazos, la besaba y le decía: “Te quiero”. El rostro de la mujer ahora era dulce y tranquilo; solo por la sensación de ha-

Ángela Morales Vaquero

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berse sentido querida, aunque fuera con su imaginación; pero el pitido del tren la hizo volver en sí. El jefe de la estación dio la salida. Ella no subió... se quedó inmóvil, indecisa; no fue capaz de subir a ese tren, y siguió esperando. Las lágrimas arrasaban sus grandes ojos cristalinos, y su corazón palpitaba aceleradamente. ¿Qué era el amor?, pensaba. ¿Querer a cambio de nada?, ¿estar siempre ahí, intentando que los grandes bloques de hielo no apaguen el fuego que quema tu piel, ese fuego que deseas compartir con la persona que amas, el fuego que sale de tu corazón y que no calienta a nadie? Fijó su mirada en el largo sendero de hormigas que bordeaban las gruesas raíces sobresalientes del viejo roble, y que sumisas continuaban la interminable labor de recoger en su hormiguero las provisiones para pasar el duro invierno. Una escena como esta, es tan insignificante para muchos, que a veces pisotean y destruyen...

Puntualmente, aquel tren que atravesaba el pueblo cada día, lleno de pasajeros: gente que va a la ciudad; una joven pareja de recién casados que inicia su luna de miel; aquella señora que visita a su padre enfermo; unos extranjeros que han venido de va-caciones; aquel matrimonio ya mayor, que impacientes van a conocer a su primer nieto que acaba de nacer... Un solo tren y tantos destinos cumplidos. A veces.Allá lejos, en el puente, se divisa aquel padre que señala a su hijo en la dirección que el tren inicia su marcha y el niño levanta su manita y grita: “¡Adiós tren, adiós!” El tren era amigo del pequeño río del pueblo; y a lo largo de unos cuantos kilómetros jugaba al escondite con él. Unas veces lo cruzaba por encima, otras veces lo seguía en paralelo o también a contracorriente, a campo abierto o enzarzándose entre arboledas y matojos. Más adelante, el tren pierde a su amigo el río al penetrar en el larguísimo túnel, y cuando vuelve a abrir los ojos, ya tiene lejos de sí la agradable com-pañía de su amigo; pero al igual que las hormigas, el tren sigue fielmente su recorrido con la seguridad de que serán muchos los que confían en él y valoran el gran esfuerzo de cumplir su misión. Podemos leer un libro y después cerrarlo, y olvidarnos de la mujer, del torren-te, del hormiguero, del río y del tren, como si no existieran. Pero, ¿quién ha dicho que no existan?, ¿quién ha dicho que cada día no están ahí esperando cumplir su destino, esperando un gesto amable unos de otros? Esa caricia entre el río y el tren; la mirada intrigante y ansiosa de un niño hacia el rastro de las hormigas, mientras echa miguitas de pan alrededor de ellas; entre admiración y asombro.

El tren hizo su marcha y siguió su camino mientras ella veía cómo aquel desti-no cada vez más lejano se iba convirtiendo en un solo punto que llegó a perder de vista.Intentó dar un repaso rápido a toda su vida, con los muchos recuerdos que guardaba su mente. Cuando apenas tenía cinco años y cada tarde salía de la mano de su abuelo, se encaminaban hacia las rocas para divisar el mar, el mar del que su abuelo le contaba fan-tásticas historias probablemente inventadas por él, el mar azul que parece que nunca se

acababa; y continuaban paseando para siempre terminar en la pequeña estación y seguir escuchando historias más fascinantes aún, y es que él había trabajado con aquellas viejas máquinas, y las historias que contaba, eran tan reales como sus viajes y la vida misma. También ella había viajado mucho en el tren con su familia, viajes mágicos, o a ella así le parecían. Desde el momento en que subía al tren, buscaba intrigada su asiento tratando de coger la ventanilla; una vez allí podía relajarse y pensar en cualquier cosa, dejar volar su imaginación mientras una suave brisa le corría por la cara; asomarse por la ventana donde la corriente del aire pegaba con mucha más fuerza e impresionaba a su rostro infantil. El continuo movimiento del tren ya le era familiar, con su mente jugaba a seguirlo: chaca-chaca-chaca-chacachá... Pí-piii... Más tarde, ya relajados y se-guramente con la puerta cerrada, recuerda cómo se entretenían uniendo palabras, jugando al veo-veo, o contando historias. Pero el momento más deseando por todos era la llegada al larguísimo túnel, no podía faltar, como un regalo que un niño empieza a desenvolver impacientemente, y con los ojos bien abiertos, esperan su llegada y contar números... sí, qué bonito recuerdo que tantos niños habrán experimentado en el tren, contar cuántos números estaban dentro del túnel. Quien no haya sentido esa sensa-ción, o no la recuerde, quizás no pueda entender lo mágico que resultaba, al igual que el repetido balanceo del movimiento del tren mientras dejas tu mente volar en el vacío con los ojos cerrados; son experiencias mágicas, o para ella, al menos así lo eran.

Aquellos trenes quedaban atrás, pero no menos mágico era ver la velocidad con la que los modernos trenes atravesaban ahora el pueblo, apenas sin parar, el lujo y las comodidades que desde afuera ella se imaginaba, porque hacía ya muchos años que sólo había visto los trenes de lejos, desde el pueblo o desde lo alto del puente. Y ahora se encontraba allí, con sus recuerdos del pasado y su presente. Con un deseo que la impulsaba a subir al tren y una fuerza que le obligaba a retroceder. Cada uno seguía su destino: el sendero de hormigas, el cauce del río, la caída de la torre; hasta el tren se había alejado ya demasiado. Sólo ella seguía allí y también el banco de piedra seguía allí, pero el papel se iba agotando y la tinta dejaba ya surcos en blanco. Ella seguía en la misma postura que cuando llegó. La estación del viejo pueblo ya estaba desierta, solo el lento movimiento de las agujas del reloj cambiaban en paisaje. Eran las 7:15 h. de la tarde, el sol se ponía y el viejo roble empezaba a dejar caer su secas hojas al mismo tiempo que unos polluelos anidados entre sus ramas no cesaban de piar, esperando ansiosamente la llegada de sus progenitores con un largo gusano en el pico que les calmaran sus insaciables apetitos. Eso le hizo recordar nuevamente a sus hijos, y una vez más sus lágrimas res-balaban por sus mejillas. A las 8:30 h. en punto, pasaría el último tren de aquella tarde. Ella se deslizó en el banco de piedra de la estación y se quedó profundamente dormida.

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rosa nEgra

Aún sin saber cómo empezar este relato, comenzaré diciendo que los hechos que narraré a continuación, son reales. Y que nadie jamás tenga un atisbo de duda sobre su veracidad, pues es una historia tan real como la vida misma... ¿o no?

Mi narración comienza hace unos años, cuando la primavera aún florecía en mí y llegaban a mi cuerpo y a mi mente los primeros rayos de luz y las primeras flores se rendían al calor tan placentero que desprendía nuestro astro guía. Yo, como cualquier muchacho de la época, estaba enfrascado en las cosas más triviales de la vida, ya fuesen las muchachas, la política o los libros. Nunca fui un joven especialmente listo ni espabi-lado aunque siempre tuve gran avidez por aprender y conocer los secretos que la vida y la naturaleza nos intentaban ocultar a simple vista. Habiendo nacido en un pequeño pueblo de las montañas, no tuve acceso a una enseñanza propiamente dicha. Por lo tanto, y desde mi más tierna infancia, siempre aprendí de forma autodidacta. No penséis por esto que era un chico inteligente o ingenioso, pues como ya dije antes la inteligen-cia no fue nunca mi aliada. Simplemente, supe aprovechar de forma más que eficiente mis limitaciones. Dado mi gran interés por los enigmas de la vida, pasaba la mayor parte del tiempo perdido entre mis libros (todos ellos comprados gracias a mi gran esfuerzo en la labranza, donde mi querido padre depositó todos sus esfuerzos por enseñarme bien, algo que logró con mano dura y poco afecto). Filosofía, literatura, matemáticas o incluso física. Todos ellos me atraían por igual.

Aún así, en mis comienzos en esa etapa tan dura de la vida, que algunos consi-deran que es la adolescencia, mi interés eran pura y exclusivamente, y siento si ofendo a alguien, las mujeres. Ellas. Perfectas. Indómitas. Incógnitas de la vida que nunca llegas a resolver. Fueron, y son, todo un enigma para mí. Fueron el centro de mi pequeño universo, aunque por un pequeño período de tiempo. Son capaces de hacerte sentir las emociones más placenteras del mundo y al segundo siguiente conducirte hasta el más terrible infierno. No las culpo. La humanidad ha sido terriblemente misógina y machista y aún por desgracia, en estos tiempos que corren, lo sigue siendo. Como iba diciendo, o mejor dicho escribiendo, mi vida en tomo a las mujeres fue más que breve. Tuve un desafortunado encuentro con una de estas maravillosas criaturas, que me marcó para el resto de mi existencia. Mi historia con ella fue terriblemente absorbente y degra-dante, por lo que omitiré contarla. Sin embargo, escribiré una frase que pronunció una vez durante nuestra brevísima relación. Cito textualmente «Escucha a tu voz interior y sigue adelante, aún cuando las personas te digan que no puedes hacerlo». Supongo que es una sentencia que todos deberíamos escuchar al menos una vez en la vida. Es una gran frase, no cabe duda. Y me ayudó en muchos momentos malos de mi aquejada vida, aunque llegó un momento en que no pude sino pensar que ese pensamiento podía traducirse como una gran mentira. Es del todo imposible no hacer caso a lo que esta

Alicia de la Pisa Álvarez

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terrible y maldita sociedad comenta, dice u opina de nosotros, pues como dijeron tan-to Platón como Aristóteles, el hombre es un ser social y necesita a la comunidad para subsistir. Por lo tanto, es del todo inevitable no hacer caso a lo que se dice o se discute de ti en esta sociedad.

Pero perdonadme otra vez, me vuelvo a distanciar del tema principal. Supongo que divago de esta forma porque temo contaros la verdad. La verdad de por qué estoy escribiendo todo esto. Sospecho, y creo no estar equivocado, que todas las personas tienen secretos. Cosas o sucesos que no quieren que vean la luz del sol. Secretos que tienen guardados en lo más profundo de su ser y que jamás permitirán que vean la luz por lo vergonzoso de ellos. Pues bien, yo soy de aquellas personas que necesitan contar todo lo que llevan dentro, por muy fatídica que sea la cuestión. Por eso, os escribo esto queridos lectores, para contaros mi más terrible y humillante secreto.

Prosigamos. Tras dejar a un lado mi interés por las mujeres, me dediqué casi exclusivamente a leer. Y puedo afirmar, sin ningún atisbo de duda, que es la actividad más placentera que he encontrado hasta el momento. Para muchos, la lectura no es más que una actividad poco provechosa e innecesaria. Siempre he creído que todo aquel que estaba de acuerdo con esa afirmación era, simple y llanamente, estúpido. Pues la lectura de cualquier tipo de libro te ayuda de una forma inimaginable a entender la vida y a las personas, a evadirte del mundo tan trágico en el que vivimos, o te hace pen-sar tan profundamente en algún tema que llegas a ignorar el mundo real. Los libros han sido mi consuelo durante muchos años, mis únicos amigos. Y he decir, para quien esto le parezca extraño, que nunca me he arrepentido de alejarme de esta sociedad errante y de vivir mi vida a través de los libros. Tan aficionado soy a las obras literarias, que durante toda mi vida he viajado alrededor del mundo buscando manuscritos poco conocidos y suficientemente inte-resantes para calmar mi avidez de lectura. Siempre he buscado libros que me conta-sen historias reales con personajes con los que me pudiera identificar. Nada de libros surrealistas donde el personaje principal es un héroe que es capaz de hacerlo todo y donde la historia siempre acaba de la misma manera: héroe encuentra a chica, chica se enamora y viven felices para siempre. O historias de viajes imposibles con finales aún más sorprendentes, al estilo de Julio Veme. No. Aborrezco esos libros. Eso no es la vida real. La vida real es mucho más que eso; la vida es dura, cansada, triste. Y dado que yo no salgo de mi humilde morada supongo que compenso mi carencia de sociabilidad le-yendo libros de hechos reales. Pero la verdad, es que nunca creí que pudiese encontrar

un libro que narrara de forma tan espectacular un hecho tan real. Estando yo en un paraje, sin conocer exactamente dónde, encontré un libro que me ha obsesionado desde que lo hallé. Supongo que la palabra exacta para defi-nirlo es raro o quizás más concretamente, especial, muy especial. Estaba encuadernado con un tipo de piel que, aún hoy, no he logrado identificar. Era suave, pero a la vez de una textura extraña y particular. No tenía título y parecía que estaba inacabado, pues más de la mitad de sus hojas estaban aún en blanco. Me intrigó tanto que lo compré sin dudarlo un instante. Esa misma noche, a la luz de las velas en mi habitación de una posada cualquiera, comencé a leerlo. Y nada más empezar con su lectura, me di cuenta de que era una biografía. La vida escrita de un hombre que se llamaba igual que yo (¡qué coincidencia!) y que los datos principales de su vida (edad, procedencia, etc.) eran exactamente iguales a los míos. Reconozco que en ese momento comencé a sentir en mi interior esa sensación de miedo y pánico. Por supuesto que era posible que el protagonista se llamara igual que yo, dado que en esta época muchos hombres éramos conocidos por el mismo nombre, debido a la poca originalidad para los nombres exis-tente en mi país de origen. Pero que también coincidieran los demás datos de su vida, empezó a resultarme extraño. Leí. Leí toda la noche sin detenerme un solo instante, ansioso por acabar ese relato de mi homónimo en tantos sentidos. Pero nunca he llegado a terminarlo, y jamás lo haré. Porque empecé a darme cuenta de que ese libro, no era un libro cualquiera, era mi libro. Narraba toda mi vida. Desde que nací hasta el momento de mi llegada a la taberna. Con todo lujo de detalles. Horrorizado, tiré el libro al fuego y hui con toda la rapidez que fui capaz. Mi primer pensamiento es que ese libro había sido escrito por algún tipo de psicópata obsesionado conmigo por alguna razón que escapaba a mi comprensión. Corrí hasta que no puede más, en un vano intento de que mis miedos se fueran corriendo también. En el momento en que paré para tomar aliento, encontré una nota en el bolsillo de mi pantalón. Decía: «La vida no es más que un interminable ensayo de una obra que jamás se va a estrenar»

Y es entonces, cuando regresé a mi habitación y recogí el libro de entre las llamas, quienes no habían podido consumirlo a cenizas. Y leí lo último que había escrito:Corrió hasta que no pudo más, en un vano intento de que sus miedos se fueran co-rriendo también. En el momento en que se paró para tomar aliento, encontró una nota en el bolsillo de su pantalón. Decía: «La vida no es más que un interminable ensayo de una obra que jamás se va a estrenar» Mi vida no es más que un cuento. Una historia narrada para entretener. Y a lo largo de mi vida me he preguntado si soy yo el único que tiene su propio libro, o todos tienen en alguna parte del mundo un manuscrito que narra su vida. Y me pregunto también si soy o no afortunado por haber encontrado el mío. Pero de una cosa sí estoy seguro, y es, que mi vida no es mía.

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la CHiCa dE la CurVa

Estaba en casa, sola. Mis padres no habían llegado para comer aún. Leía una novela de terror que me tenía enganchada desde hacía una semana. De repente, sonó mi móvil, era Claudia. Parecía bastante agitada y nerviosa. Tenía el presentimiento de que algo pasaba:- Hola Claudia, ¿qué pasa?- Pues estoy muy nerviosa, no sabes lo que ha pasado.-Tranquilízate, eso lo primero. Ahora cuéntame qué ha pasado.- Mejor ven tú, por favor.- ¿Adonde? Claudia, es la hora de comer y aún no han llegado mis padres. - ¡No me puedo acercar a Renedo andando con esta niebla!!!- Anda, ven a la rotonda que soy yo la que está en Casasola.- Que estás en la rotonda... Pero ¿qué haces ahí? Ya voy, anda que con el río que hace y te vienes hasta aquí en vez de irte a tu casa... Ya te vale...

Me puse el abrigo y salí de casa. Como ya he dicho, era un día con mucha nie-bla, apenas se podía ver a treinta metros de distancia, pero, aún así, conseguí encontrar a Claudia en la rotonda. No estaba sola. Había alguien con el pelo de punta, parecía encorvado. Me acerqué un poco más y pude ver la silueta de un chico. ¡Era Álvaro! Un compañero que venía en el autobús conmigo al colegio.- ¿Qué hacía él ahí, en vez de estar en su casa jugando a videojuegos? - pensé.Porque Álvaro no solía salir de casa a menos que sus padres le dieran permiso... Me acerqué a ellos y pregunté:- ¿Qué ha pasado, Claudia? ¿Por qué te has venido hasta aquí? ¿Tus padres lo saben?- Empieza tú, Álvaro.- No, empieza tú.- Vale, empezaré yo! - Gritó una voz a lo lejos.

Con tanta niebla no podíamos distinguir quién era... Al fin, se le vio la cara. Era Sandra, ella no volvía a casa en el autobús del colegio como yo, la recogían sus padres directamente del centro.- Pero Sandra, ¿qué haces aquí en vez de estar en tu casa?- Dije algo extrañada.- Le ha pasado lo mismo que a nosotros. - Dijo Claudia con la cabeza agachada.- ¿No ibas a empezar?- Me dirigí a Sandra. - Pues, ¡cuenta de una vez! - apremié, un poco resabidilla...- Mira Carmen, no tengo ni idea de por qué estamos aquí, pero estoy muy asustada y no sé cómo avisar a mis padres. - Respondió Sandra.

Carmen Henar León Moro

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Claudia y Álvaro se miraban entre sí y no articulaban palabra. Cada vez me estaba poniendo más nerviosa y nadie aclaraba nada. Mis padres no llegaban y además me moría de hambre. Se me ocurrió ofrecer mi casa para que me dieran explicaciones y para avisar a sus padres o que los míos, cuando llegaran, les acercaran a sus casas.- Venga, chicos, - dije- hace un frío de espanto, vamos a mi casa y allí me contáis.- No, yo no voy a ningún sitio hasta que no aparezcan mis padres. - Dijo Álvaro sin ocultar su nerviosismo.- Yo tampoco, - dijo Sandra- quiero que lleguen mis padres y no sé cómo avisarlos.- Te oí la primera vez, Sandra, por eso os digo que vayamos a mi casa y así los llamáis. ¿Y tú, Claudia?- Yo... Tengo miedo... Carmen, vamos a tu casa, tienes razón.

Ocupábamos toda la acera al caminar porque no se separaban los unos de los otros. Hasta se agarraron del brazo. No entendía nada. Así que volví a insistir:- Chicos, ¿qué está pasando? Me estáis empezando a asustar.- Mira, Carmen, - empezó a explicar Claudia- Cuando hemos salido del colegio no había ningún padre. Nos hemos encontrado todos los niños completamente solos.- Sí, - continuó Álvaro- era una sensación muy rara la que había en el ambiente. Todos nos mirábamos extrañados y no sabíamos qué hacer... Hasta que Claudia se atrevió a sugerir que bajáramos andando.- Eso es, -dijo Sandra- como mis padres tampoco estaban, decidí acompañarlos para encontrarme con ellos en la curva de abajo. Tenía miedo de quedarme sola...

Y no pude evitar sentir un escalofrío mientras iban contando lo que había pasado. Era muy raro... Yo había cogido el autobús de vuelta a casa sin ningún proble-ma... Bueno, Álvaro no había subido... Y ahora que lo pensaba, no había más adultos que el conductor... Y no era el que nos llevaba habitualmente... Ni siquiera estaban las monitoras y sólo había dentro del autobús niños de infantil... Me estaba poniendo muy nerviosa... Estaba dispuesta al llegar al meollo de la cuestión, así que animé a Sandra, que parecía ser la más tranquila, a que continuara.- Vamos, Sandra, ¿qué pasó cuando decidisteis bajar andando?- Pues no nos poníamos de acuerdo sobre la ruta para bajar del monte. Claudia decía que por el camino del pueblo y Álvaro y yo que por la carretera de Villabáñez. El caso es que Claudia nos convenció y nos bajamos por la calle de las piscinas... Y...Giré la cabeza hacia ellos porque no hablaba ninguno, pero el caso es que los tres callaban y se miraban de reojo. ¡Me estaban sacando de mis casillas! No puede evitar levantar la voz:- ¿¿¿¿Alguien me explica qué ocurrió???? Por favor... - Intenté suavizar el tono.- Claudia empezó a decir que tenía miedo, que no había nadie y que con la niebla que

había tenía la sensación de que iba a aparecer un asesino en serie a la vuelta de la curva. - Continuó Álvaro.- El caso es que apareció, no sabemos de dónde, un coche. Muy silenciosamente llegó a nuestra altura y paró. Una chica guapísima, con unos ojos azules preciosos, bajó la ventanilla.- Ya te vale, Álvaro, - se quejó Claudia- en lo que te has fijado... El caso es que nos ofreció llevarnos a casa y con el frío que hace... Pues la verdad es que ninguno nos lo hemos pensado mucho y como íbamos todos juntos... Nos hemos subido rápidamente para llegar cuanto antes a casa.- Entonces, al pasar la curva de la piscina, - continuó Claudia - esta chica empezó a contarnos que en ese punto hubo un accidente muy grave hace años y que teníamos que tener mucho cuidado porque...- ¿¿¿¿¿Por qué????? - no pude evitar gritar.- ¡¡¡¡Porque ella se había matado allí!!!! - Gritaron los tres a la vez.- Y lo siguiente que recordamos es que estábamos en la rotonda y no sabemos cómo hemos llegado allí. - Puntualizó Sandra.- Caramba... -No pude evitar sentir un escalofrío.

Estábamos a punto de doblar la esquina de mi calle, cuando oímos el ruido de un motor. Nos miramos los cuatro y sin pensarlo un momento empezamos a correr hasta llegar a mi casa. Sin mirar atrás, cerré la puerta con un golpe seco...

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En la tEnada dE mi tío josé

En un pueblo de Palencia llamado Astudillo, que es mi pueblo, el mejor del mundo, vive mi tío José.José es un hombre al que le gusta mucho el campo y los animales. Tiene vacas, caballos, gallinas, conejos, palomas, perros, perdices y hasta un erizo.Siempre le acompaña su perro, que es pequeño y tiene un nombre muy curioso, se llama “como tú”.

Se levanta muy temprano, al primer canto del gallo y comienza con el cuidado del ganado: echa de comer a los animales, limpia las cuadras y cepilla a los caballos. Cuando la tarea está terminada, se va al campo con su bicicleta que tiene puesta una jaula en el sillín de atrás. Recorre el campo recogiendo hierba fresca para los animales y también frutos silvestres como moras, ciruelas, manzanas, nueces, almendrucos, setas (que sabe distin-guir las que no son venenosas), se mete en los arroyos y acequias a por berros. Cuando es el tiempo apropiado, también recoge caracoles o cangrejos en el río. Si coge muchos, los regala a los vecinos. Es feliz con la vida que lleva. No le gusta ni la televisión, ni el microondas, ni ir a Palencia.

Al atardecer regresa para ordeñar y aviar al ganado. Alguna noche le ha to-cado pasarla en la cuadra para cuidar a algún animal enfermo o a alguna vaca que iba a tener ternerillos, pero no le importa porque le gusta estar con los animales que él tanto quiere y que a él tanto le quieren. Cada día recoge el estiércol y lo amontona fuera de la cuadra hasta que es suficientemente grande. Entonces viene a recogerlo un agricultor con el tractor para abonar su tierra.

Un día, que estaba lloviendo a cantaros, una vaca salió de la cuadra por donde no debía y el estiércol se derrumbó encima de ella. El animal luchó y luchó por salir, pero cada vez empeoraba más la situación, estaba totalmente tapada. José intentaba sa-carla de todas las maneras posibles, lo pasaba muy mal porque veía que no podía ayudar al animal y que el animal se iba morir. Desesperado mando a “como tú” a avisar a Toño, mi otro tío que tiene un taller de maquinaría agrícola. En el taller, al ver al perro solo y ladrando, sin José, se asustaron porque siempre va con él, cogieron la furgoneta y siguieron al perro que les llevó a la tenada.

Daniel Cubero Husillos

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Cuando llegaron vieron que la situación estaba muy mal. José intentaba con un palo largo mantener la cabeza de la vaca fuera para que respirara, pero el animal estaba tan cansado que ya no se tenía en pie. Bajaron corriendo de nuevo al taller y subieron con el camión que tiene una grúa dentro y unas cinchas.

Entre todos los hombres fuertes que había consiguieron con mucho esfuerzo pasar las cinchas por debajo del cuerpo de la vaca, que se había derrumbado y no se la notaba respirar, ya no se movía. Ataron las cinchas a la grúa y finalmente la sacaron todavía viva, sintiéndose todos satisfechos, especialmente mi tío José.

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aunquE no tE VEa

TINA: El sol brilla y dejo que sus rayos acaricien mi cara. Camino lentamente, sin prisas. ¿Para qué? El Instituto ha acabado. Digo adiós a los exámenes, a esas materias que por más que quisiera no se me quedaban en la cabeza; adiós a las charlas continuas de los profesores; adiós a esos besos secretos que quedarán para siempre en el olvido entre las cuatro paredes de un cuarto de baño. Me despido de todos esos recuerdos…al menos durante el verano. Camino sin rumbo fijo. Me dejo llevar por mis pies; al menos ellos tienen claro adónde ir. Paso cruces y paradas de autobús, dejando cada vez más atrás un presente que poco a poco se va convirtiendo en pasado. Al llegar a la puerta principal del parque, veo a un chico sentado en un banco. Lo observo de arriba abajo y deduzco que más o menos tiene mi edad. Es guapo. Sigo mirándole, ahora con interés. Mueve continuamente las manos por el banco, analizando su estructura y su textura. Un repentino sentimiento de curiosidad me impulsa a ir a hablar con él. Cuando me acerco vuelve la cara hacia mí y me veo reflejada en sus ojos, transparentes como el agua. Ahora comprendo el continuo vaivén de sus manos sobre el banco: es ciego. Me ruborizo ligeramente y aparto la cara.-Puedes mirarme. No me molesta.-Lo siento-balbuceo. No pretendía ser descortés, yo…-me azaro aún más.-No te preocupes -esboza una amplia sonrisa. Unas bellas perlas adornan su boca.- Mi nombre es Álex.- Tina -y también sonrío.-Estoy cansado de estar sentado. ¿Te apetece dar una vuelta?-Claro.

Empezamos a andar y entramos en el parque. Los almendros están plagados de almendras y todos los árboles presentan una tupida copa de un verde intenso.-¿Hay alguien alrededor?-No, ¿por qué?-Siento que alguien o algo nos observa -miro a todos lados y encima de una rama cercana la veo. No me había percatado de ella, estaba oculta en la oscuridad y nos miraba con sus dos pequeños luceros refulgiendo en la sombra. Me río alegremente.

Cristina Prieto Rodríguez

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-¡Es una ardilla! - rebusco en mi mochila y encuentro unas nueces medio rotas de la tarde anterior. Cojo a Álex de la mano y un cosquilleo me recorre el cuerpo. Nos agachamos juntos y le pongo los frutos secos en la mano. La ardilla comienza a bajar lentamente del árbol, indecisa. La curiosidad y el hambre se apoderan de ella y recorre los últimos metros hasta su premio. Coge rápidamente las nueces de las manos de Álex y sube corriendo a lo alto del árbol. Sonríe, su sonrisa es contagiosa y termino sonriendo yo también. Nos levantamos de nuevo y Álex posa sus manos sobre mis ojos, apagando la luz y dando paso a la oscuridad.-Aprende a sentir. Déjate llevar, que los sentidos sean tu guía. Huele, toca, oye… mira el mundo desde otra perspectiva. Empiezo a soltarme, me muevo torpemente pero pronto empiezo a adaptarme: me llegan sonidos hasta antes desconocidos pero, por raro que me parezca, siempre han estado allí. Es algo increíble. Ni yo misma sé describirlo. Nos centramos siempre en lo material, en lo físico…en lo que podemos ver. No abrimos nuestra alma. Abro lentamente los ojos y le veo enfrente de mí. Muy cerca. Siento su respiración y sé que él siente la mía. Terminamos caminando de nuevo, muy juntos el uno del otro. Pasamos junto a unos rosales. Álex se para, aspira por la nariz y finalmente me pregunta.-¿A qué huele?-Son rosas.-Rosas…me encanta el olor. El sol se empieza a poner en el horizonte. Las nubes tapan poco a poco el sol, arropándolo. La luna, llena y redonda, en su máxima plenitud, se alza poderosa en lo alto del cielo, indicando que ahora ella es la protagonista. Miro la hora en el reloj y veo que se me ha hecho muy tarde. Dolorosamente me despido de él. Lo abrazo con ternura.-Me ha encantado conocerte. Espero que algún día nos volvamos a ver -con estas palabras me alejo. Miro hacia atrás y veo que él también se aleja. Sigo caminando y la tristeza se va apoderando de mí. De repente lo oigo: mi nombre. Me doy la vuelta y lo veo parado respirando entrecortadamente. Entonces lo escucho: unas palabras sinceras, cargadas de amor; unas palabras que llevo queriendo escuchar desde el momento en el que le vi: te amo. Corro hacía él, temiendo que de un momento a otro se desvanezca en el aire y me quede sola. Rodeo su cuello con mis brazos y lo estrecho junto a mí, junto a mi corazón.-No te dejaré marchar, nunca -le susurro-.

ÁLEX: Miles de sonidos se alborotan dentro de mí: los gritos y las risas de los niños; el canto de los pájaros; las promesas de amor entre las parejas, de las cuales pocas llegarán a cumplirse… Los cálidos rayos del sol, anunciando la llegada del verano golpean mi ya bronceada cara. Me siento en un banco cercano a la entrada de un parque. Lo toco y analizo su estructura, su textura e intento recordar su color… Llevo sin vista 3 años y desde entonces las imágenes de mi cabeza se han ido difuminando poco a poco hasta convertirse en un humo blanquecino que con un simple soplo se alejan, llevándose así toda mi vida. Excepto el día del accidente. Su recuerdo me asalta en las noches, aprisionándome: “Mi padre conducía, yo iba de copiloto y mi hermana Rebeca iba atrás. Jugábamos al veo-veo. Un todoterreno negro venía en dirección contraria a toda velocidad, su conductor iba borracho y a mi padre no le dio tiempo a esquivarlo. Un par de vueltas de campana y nuestro coche aterrizó en la cuneta. Rebeca murió en el acto, con solo 5 años; mi padre perdió una pierna y yo me golpeé la cabeza contra el salpicadero, dañándome la vista. Los airbags saltaron pero no sirvieron de nada: el impacto era demasiado fuerte. Los servicios de emergencias no pudieron hacer nada por Rebeca; mi hermanita había muerto y yo en lo único en lo que podía pensar era en por qué no había sido yo.”

Desde entonces he tenido que aprender a valerme por mi tacto, mi oído y mi olfato. Noto que alguien se acerca, por su perfume deduzco que es una chica. Levanto la vista hacia ella. Me observa y rápidamente aparta la vista.- Puedes mirarme. No me molesta.- Lo siento…No pretendía ser descortés, yo…-se empieza a poner nerviosa.- No te preocupes -sonrío.- Mi nombre es Álex.-Tina - siento cómo su tono de voz se relaja. Tiene una bonita voz.- Estoy cansado de estar sentado. ¿Te apetece dar una vuelta?- Claro. El reflejo de la luz sobre mis párpados se oscurece un poco al entrar en el parque. Noto cómo alguien o algo nos mira insistentemente. - ¿Hay alguien alrededor? -Tina se ríe.- ¡Es una ardilla! -coloca algo rugoso y partido en mis manos y al poco rato unos bigotitos me hacen cosquillas en la mano. Sonrío y ella sonríe también. Nos levantamos y seguimos caminando. Ella muy cerca de mí. Yo muy cerca de

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ella. Aprecio un dulce aroma. Huele realmente bien. Decido preguntarle.- ¿A qué huele?- Son rosas- Rosas…me encanta el olor. Deben de ser muy hermosas.- Lo son. Tienen unas hojas suaves y del color de la menta. Sus pétalos tienen colores variados. Algunas son blancas como la nieve; las hay rosas e incluso amarillas como el sol. Aunque las más bonitas son las rojas: rojas como el atardecer, iguales que las cerezas… No pertenecen a nadie. Son dueñas de ellas mismas.

Rosas…para mí ella es una rosa. Es algo inalcanzable. Tina me sigue describiendo todo lo que ve a su alrededor con tantos detalles que por un momento lo veo: veo las rosas, los animales, las personas que pasan por nuestro lado y nos miran alegremente, la veo a ella: con su pelo ondulando alrededor de su rostro, unos ojos brillantes y una sonrisa resplandeciente. Vuelvo a la realidad, la oscuridad se adueña otra vez de mí y me encuentro solo, asustado. Una mano coge la mía y la aprieta fuerte. Y así continuamos el resto del camino. Las farolas se empiezan a encender y su luz se proyecta en mi cara. Tina se detiene. Intuyo que se acerca la despedida. Se acerca a mí y me abraza con cariño.- Me ha encantado conocerte. Espero que algún día nos volvamos a ver -se separa y se aleja de mí. Con cada paso que da siento que mi mundo se vuelve a desmoronar. Ella es la última pieza de mi puzle, la que da sentido a mi existencia, la que me ayuda a continuar… No huyo más. Me doy la vuelta y la llamo. Son dos palabras simples, directas, hermosas, que reflejan todo lo que siento por ella: te amo. Unos brazos me rodean el cuello y sus labios me susurran al oído:- No te dejaré marchar, nunca.-Tina, ahora mismo eres lo único que ocupa mi mente. Te quiero por haberme aceptado tal y como soy; por lo que eres y por cómo me haces sentir, por lo que somos y por lo que deseo que seamos; por esos momentos que hemos compartido. Te quiero por ser simplemente tú. Te quiero… antes, ahora y siempre.

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El asEsino impar

Corría el año 1880. Yo tenía veinticinco años, y, por aquel entonces, era una de las detectives más importantes de mi tiempo, había cerrado varios casos y encarcelado a unos cuantos criminales, pero el caso que se me presentaba, iba a ser el más enigmá-tico y retorcido que encontraría en toda mi vida. Un aterrador chillido interrumpió el silencio de la noche. Rápidamente, tres enfermeros fueron a ver qué había ocurrido; al llegar a la primera habitación encontra-ron el cuerpo sin vida de una de las pacientes, al examinarla vieron diversos cortes en la garganta y en las muñecas, inmediatamente llamaron a la policía quienes no encon-traron ninguna pista. Lo extraño fue que una semana más tarde encontraron otro cadáver, esta vez era una paciente muy joven que se encontraba en la tercera habitación; la hallaron ten-dida sobre el suelo con los ojos muy abiertos mirando hacia la puerta y con los mismos signos de violencia que el cadáver anterior. Estaba en mi despacho, cuando mi ayudante me informó de que se precisaba mi ayuda en un centro psiquiátrico, por lo visto se habían cometido dos asesinatos. Al llegar, el director del centro y su secretario me recibieron en la entrada. El director se dirigió hacia mí:-Buenos días, señorita ¿Usted es…?-Buenos días, soy Leonor, la detective asignada al caso.El director pareció sorprendido al ver que una mujer se encargaría de la investigación.-Espero que todo esto se aclare cuanto antes; está en juego la reputación del centro y la mía propia. Le informo: hace una semana en la primera habitación encontraron el ca-dáver de una paciente y, como usted ya sabe, este suceso ha vuelto a repetirse. -Estoy informada de ello, lléveme al lugar de los hechos.-Sígame.

Recorrimos un pasillo totalmente blanco y llegamos a la tercera habitación donde permanecía el cadáver de la joven. Observé que los cortes no eran profundos, y los tenía que haber echo una persona que tuviera conocimientos sobre la anatomía, ya que estaban en puntos vitales, como la yugular. Para asegurar mis conclusiones, mandé desenterrar el cadáver de la primera fallecida. Pese al paso del tiempo, se podían apre-ciar a la perfección los cortes, como yo sospechaba, debido a la dirección de los cortes el asesino era zurdo. A la mañana siguiente, me dirigí a interrogar a todo el personal, pacientes y familiares de las fallecidas, quienes estaban muy alterados y desolados; el padre de la última joven asesinada no hacía más que reprocharle a su mujer el porqué de haber ingresado en el centro psiquiátrico a la joven. Solo uno de los enfermeros y un paciente

Raquel Sanz Belloso

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habían escuchado ruidos, no le dieron demasiada importancia ya que no había sido la primera vez que alguno de los pacientes en estado de agitación alterase la calma de la noche.Iba a abandonar el centro, cuando, de repente, alguien me agarró del brazo. Se trataba de un paciente.-Me ha asustado.- Yo vi algo.- ¿Qué vio? Cuéntemelo, por favor.- Una sombra, creo que era un hombre.- ¿Sabe usted algo más?- La silueta me resultaba familiar.- ¿En qué habitación está ingresado usted?- En la número seis.- ¿Y dónde la vio?- Enfrente de la habitación número siete.- Pero si no hay ninguna habitación con esa numeración.- Lo sé, pero hasta hace un año, el lugar que ahora ocupa el despacho del director, era la habitación número siete, en la cual estaba ingresada una muy buena amiga mía. Hace un año encontraron su cadáver, se había suicidado, la muchacha no lo estaba pasando bien, había perdido a su hijo durante el parto.- Muchas gracias por su ayuda.

Investigué sobre la joven y descubrí otros datos que me parecieron interesan-tes. Me preguntaba si este acontecimiento tendría algo que ver con el caso. Empecé mis pesquisas. Esa noche dormí en el psiquiátrico, muy cerca de donde se habían cometido los asesinatos. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando escuché unos ruidos que venían de la habitación número cinco, la puerta estaba entreabierta y pude ver cómo la paciente arañaba y pegaba a su agresor con todas sus fuerzas, pero ya era demasiado tarde, el asesino le había propinado un buen corte y la paciente se hallaba desangrán-dose en el suelo. Intenté detenerle, pero me pegó un brutal empujón contra la pared y quedé inconsciente. Ya no pude hacer nada; más tarde examine el cadáver y vi que presentaba los mismos signos de violencia que los cadáveres anteriores, además tema restos de carne en las uñas debido a los arañazos que había propinado al asesino. Estaba completamente segura de que el asesino volvería a matar, cuando una duda asaltó mis pensamientos. ¿Iría a por el director ya que se encontraba en la antigua habitación número siete, o pasaría de largo a la número nueve? Yo ya tenía los datos suficientes y estaba segura de quién o, mejor dicho, de quiénes eran los artífices de las muertes, así que decidí jugármelo todo a una carta. Esa noche ocupé el despacho del director haciéndome pasar por él, me senté en su sillón, en mis manos sostenía la pis-tola que tantas veces me había ayudado y esperé pacientemente. Esa noche no ocurrió

nada, pero a la noche siguiente el asesino decidió actuar de nuevo, noté cómo entraba en el despacho y en el momento que se abalanzó sobre mí apunté directamente a la cabeza.- Muy lista, señorita Leonor, de verdad me ha sorprendido.Iba armado con un cuchillo- Suelte el cuchillo ahora mismo

Me quedé completamente sorprendida, cuando después de decirle esto soltó una fuerte carcajada.- No podrá detenerme, el director va a pagar por todo el dolor que me ha causado.- Él no tiene la culpa y usted lo sabe, suelte el cuchillo de una vez.Se oyó una especie de forcejeo y dos de mis ayudantes se presentaron con su cómplice en la puerta.-Ya le tenemos, jefa.

El asesino no tenía escapatoria y le pude reducir en pocos segundos, el direc-tor se dirigió hacia mí.- ¿Cómo supo quiénes eran los culpables?- Fácil, uno de sus pacientes me dijo que hace un año encontraron a una chica en esta misma habitación que se quitó la vida, empecé a investigar y descubrí que su marido, el señor Gómez, había presentado varias quejas contra usted culpándole de la muerte de su esposa. Fui a verle; en lo primero que me fije fue en los arañazos que tenía en la cara, yo misma vi cómo el último paciente asesinado se los hacía intentando escapar desesperadamente; luego me fijé que era zurdo y finalmente mis dudas se confirmaron cuando me dijo que era médico forense, todo encajaba.- Pero yo no tuve la culpa, su mujer estaba completamente ida después de haber per-dido a la criatura- Lo sé, pero él necesitaba un culpable para mitigar su dolor- ¿Cómo supo que tenía un cómplice?- Tenía que haber una persona que le ayudara desde dentro, sin ayuda es imposible burlar la seguridad del centro. He de confesar que al principio sospeché de usted, pero cambié de parecer cuando observé que su secretario dejaba la puerta abierta para que el señor Gómez pudiese entrar; además, estaba claro que él ansiaba su puesto de director.- Muchas gracias por su ayuda, señorita Leonor. Si en el futuro necesita algún tipo de ayuda puede contar conmigo.- Muchas gracias director.

El señor Gómez y el secretario se pasarían una buena temporada entre rejas. Y bueno, respecto a mí, después de resolver el caso, me hice mundialmente famosa. Así

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la noCHE dEl fin dEl mundo(Basado en hechos reales)

“Y El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas y los aires se con-virtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas y aires, porque se hicieron amargas.”(La Biblia – Libro del Apocalipsis, capítulo 8, versículos 10 y 11)

La noche era oscura, muy oscura, la más oscura que Nadia había visto nunca sobre la apartada ciudad de Pripyat. Observaba, en silencio, aquella lejana sombra que dejaba aquel enorme monstruo de metal. Veía con nitidez la gran chimenea que sobre-salía notable y majestuosamente del monstruo, como si vigilara sin descanso las ciuda-des que tenía a su alrededor, emanando ese terrible y oscuro humo gris. Nadia solo veía maldad en ella como si algo, peor que el hambre y la destrucción, se escondiese detrás de sus grandes paredes de hormigón y acero. Nadia estaba muy intrigada, ese día en el colegio su profesora explicó a los alumnos muchas cosas, por ejemplo que el nombre de la cercana ciudad de Chernóbil significaba ajenjo y que recibió ese nombre debido a la abundancia de esta planta en la zona. Le resultó curioso, ya que nunca se había dado cuenta de ese detalle. Nadia, intentó vol-ver a dormirse pero no lo conseguía, así que decidió seguir observando aquel colosal castillo de acero.Se acercaba ya la una y cuarto de la madrugada y Nadia seguía en vela sin quitarle ojo a la enorme chimenea de rayas rojas y blancas, como si quisiera desafiarla a ver quién acababa durmiéndose antes. Nadia se sentía intranquila. No sabía que bajo aquella chi-menea se escondía un gigantesco reactor nuclear, con grandes cantidades de Plutonio, Xenón, Radio, Cesio y Estroncio deseosos de salir al exterior a toda velocidad. Tampo-co sabía que justo en ese reactor y a esa misma hora había problemas bastante serios y que significarían un giro de 180 grados en la historia de su ciudad natal y de la ciudad vecina de Chernóbil.

El silencio era ya peligrosamente inquietante, era ya la una y veintitrés minutos de la madrugada de aquel reciente día 26 de Abril de 1986. De repente, apareció de la nada un intensísimo haz de luz que iluminó toda la ciudad, como si un enorme faro se hubiese encendido justo en el centro de la ciudad. Nadia no podía ver absolutamente nada, y pensó que había amanecido, así, de repente.

Daniel Magdaleno González

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Nadia siguió expectante para ver qué ocurriría. A continuación, se oyó un terrible estruendo, como si el gran faro que ilumina-ba la ciudad hubiese saltado por los aires. La luz se fue atenuando poco a poco y Nadia pudo ver cómo una gran bola de fuego ascendía de la central y volvía a caer sobre la misma unos pocos metros más allá. De pronto volvió la oscuridad, solo se veía un enorme haz de una luz extraña, que salía hacía el cielo como si un O.V.N.I. estuviese abduciendo al monstruo. Nadia estaba muy asustada se metió en la cama y comenzó a llorar incansa-blemente. Acto seguido su madre, muy alterada, entró en su habitación preocupada por su hija, y también su padre, que se acercó para tranquilizarlas, aunque su gesto de preocupación era evidente. Iván, el padre de Nadia, trabajaba en la central, pero ese día le tocaba descansar. - Cariño, voy a acercarme a ver qué ha pasado.- ¡No, no vayas, podría ser peligroso!- Tranquila, Tatiana, no me acercaré demasiado, no me pasará nada.- Está bien, pero vuelve pronto… por favor…

Iván cogió su bicicleta, con la que solía salir los domingos a dar una vuelta hasta Chernóbil para comprar pan, se puso el abrigo de cuero marrón y la emprendió a pedaladas hacia la central. A mitad de camino se paró y observó cómo el reactor 4 era ahora un gran cráter metálico y oscuro. Notaba como si le cayeran gotas de lluvia, pero el ambiente era seco y cálido. No sabía que los átomos radiactivos, que ahora recorrían todo Pripyat contaminado todo lo que encontraban a su paso, estaban bombardeando su piel, sus tejidos y sus órganos. Ya había visto todo lo que tenía que ver así que volvió a su casa, Tatiana estaría preocupada. Al llegar a casa y tras haberse quitado el abrigo observó que su cuerpo era ahora más moreno y que tenía algunas llagas en su cara. Eran los primeros síntomas de la radiación directa de los rayos gamma.- ¡Cariño, que te ha pasado en la cara!- Nada, han debido saltarme algunas piedras, supongo.- No debiste haber salido.- Tranquila, en serio, estoy bien, no me pasa nada. – Pero Iván no era consciente de que la radiación lo estaba atacando y devorando por dentro.

Nadia, mientras tanto, había conseguido tranquilizarse y dormirse. Tras lavarse las heridas de la cara, Iván y Tatiana también se fueron a dormir. Al día siguiente, había un sol resplandeciente, como cualquier día normal de primavera. En el parque, donde los niños jugaban, no paraban de comentar que dentro de unos días el nuevo parque temático de Pripyat abriría sus puertas. Nadie parecía preocupado por lo que había ocurrido a unos seis kilómetros de allí, donde cientos de

personas habían perdido la vida y otros tantos estaban arriesgando la suya para salvar la de sus vecinos y amigos.

Cuando se dirigía al parque, Nadia vio a dos hombres muy extraños, llevaban unos trajes muy raros con enormes placas metálicas y con máscaras parecidas a la cabeza de una mosca. Nadia se acercó y les preguntó.- Perdone señor, ¿Por qué lleváis ese traje tan raro? El señor le contestó temblando que estaban entrenando, y que se fuera al parque y que no molestara. Y Nadia, con gesto de preocupación, así lo hizo. Mientras Nadia estaba en el parque, Iván recibió una llamada de sus superio-res, le explicaron que el reactor 4 había explotado y que necesitaban su ayuda para los problemas que habían tenido en la central, también le dijeron que el gobierno había dicho tajantemente que nadie podía saber lo que estaba pasando allí, ya que supondría una ola de pánico a nivel mundial. Iván comprendió la gravedad de la situación y, tras colgar, se fue corriendo a por su mujer.- Cariño, coge a la niña e iros de aquí, lejos, muy lejos, no te puedo contar nada.- ¿Qué ha pasado? ¡No me pienso ir a ningún lado si ti!- Tatiana corréis un grave peligro aquí, idos, yo estaré bien, te lo prometo.

Iván le dio un beso, y se fue sin dejarle tiempo para despedirse de él. Cogió el coche a toda prisa y aceleró. Al llegar a la central, lo vio todo y lo tuvo mucho más cla-ro. Querían que se metiera dentro de aquel monstruoso cráter radiactivo que se había cobrado ya miles de vidas. Le dijeron que no podía estar más de tres minutos dentro y que en ese tiempo hiciese todo lo que pudiera. Iván cumplió con su deber y entró en la central junto a bomberos, militares y muchos voluntarios más. Les vistieron con placas de aluminio y caretas que recordaban a la cabeza de una mosca. Iván cumplió su deber, apagó incendios y tiró escombros para intentar evitar que la radiación siguiese manando. Pasados los tres minutos le sacaron de allí con miles de heridas, con la vista casi apagada, con muchos mareos, vomitando y con insufribles dolores de cabeza. Cayó desmayado y se lo llevaron a un hospital.

Cuando llegó al hospital su estado era pésimo, su dolor insoportable, los vó-mitos de sangre casi constantes, tenía casi disueltos sus órganos internos y estaba prácticamente ciego. Al rato despertó, y vio a miles de personas agonizantes que esta-ban muriendo en cuestión de segundos con los mismos síntomas que él. La planta del hospital recordaba a un matadero donde los cerdos iban cayendo uno detrás de otro. Nunca se podría haber imaginado que el átomo pudiera matar de esa forma tan cruel. Las enfermeras se dedicaban a limpiar la sangre y sacar cuerpos, que eran, únicamente, objetos altamente radiactivos. Iván sabía que le quedaban muy pocos minutos de vida, su cuerpo había sido sometido a una dosis de radiación quinientas veces superior a la

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que un ser humano podía soportar. Pero lo que más le dolía era el no poder haberse despedido de su familia. Mientras tanto la población no había sido evacuada y seguía expuesta a la potentísima radiación que se cernía sobre la ciudad. Tampoco en la ciudad de Chernó-bil se estaba haciendo nada para salvar sus habitantes y, más allá, en Kiev, ni se habían percatado del accidente. Todo había sucedido muy rápido, Tatiana estuvo preguntándose durante más de una hora qué podría haber pasado y si Iván se encontraría bien. Se acordó de la explosión de anoche y decidió salir al parque a por su hija. Corría a toda velocidad mientras las lágrimas que caían por sus ojos iban siendo impactadas por el átomo que quería devorarlo todo. Llegó al parque y cogió a Nadia del brazo.- Vamos, cariño, nos tenemos que ir.- ¿Qué? Pero si no he estado casi nada, dijiste que hoy me dejarías más rato.- ¡He dicho que nos tenemos que ir! Tengo la sensación de que tu padre no está bien.- Está bien… - dijo Nadia entre sollozos.

Tatiana y Nadia se dirigieron al hospital general de Pripyat, Tatiana deseaba que Iván no se encontrase allí, se temía lo peor por su marido, había pasado mucho tiempo y no sabía nada de él. Cuando llegaron, no dejaron entrar a Nadia porque era muy pequeña y sería peligroso, así que se quedó fuera aguardando. Tatiana preguntó si su marido se encontraba allí, y si podía verle. Le dijeron que sí y la llevaron junto a él. Cuando le vio se echo a llorar, su aspecto era lamentable, sangraba abundantemente por multitud de sitios, tenía moratones enormes en todo el cuerpo, el pelo se le había caído en algunas zonas y solo podía ver por un ojo. Se acercó a él.- ¿Qué te ha pasado, Iván? ¿Y toda esa gente?- La central ha explotado, tenéis que iros, aquí ya no se puede vivir.- Dijiste que estarías bien y que cuidarías de nosotras.- Perdóname, no quería preocuparte, conmigo ya no se puede hacer nada, tenéis que escapar, si no la radiación os matará; coged un tren antes de que cunda el pánico. Siem-pre estaré con vosotras, te lo prometo. Dile a Nadia que la quiero.

En ese momento, el último suspiro de vida que le quedaba a Iván se fue y, allí, quedó sobre la camilla como un simple objeto radiactivo, contaminando su alrededor, incluida su mujer, mientras su ojo se iba cerrando poco a poco a la vez que caía de él su última lágrima. Tatiana se echó a llorar y después de darle el último adiós se fue. Al salir del hospital habló con Nadia.- Mi vida, nos tenemos que ir a vivir a una nueva casa, ¿Vale? Papá se tiene que quedar aquí haciendo unas cosas, pero no podemos ir a casa a por nuestras cosas así que com-praremos nueva ropa y comida en nuestra nueva casa.- Pero ¿Por qué? ¿Qué está pasando mamá? Tengo mucho miedo.

- Lo sé mi vida, lo sé. Ya te lo explicaré, juntas lo pasaremos bien, ¿Vale?- Vale, te quiero mamá.

Nadia y Tatiana se fundieron en un abrazo, un abrazo lleno de esperanza, valor y amor; amor de una madre a una hija y de una hija a una madre. Un abrazo que signi-ficaba una larga lucha, lucha contra lo invisible, lucha contra el error humano, una lucha contra sus propias vidas. Nadia y Tatiana se dirigieron a la estación de trenes, allí compraron un billete para Moscú y montaron en el tren. Al cabo de dos días seguían de camino a Moscú. Tatiana miró las noticias en la televisión del tren, dijeron que había habido un acciden-te nuclear en Chernóbil de escala mundial, y que se había mandado la evacuación de Pripyat y ciudades cercanas. Una nube radiactiva se expandía por todo el mundo y la alarma era evidente, se cifraban ya unos cincuenta mil muertos, la mayoría de ellos liquidadores, llamados así a todos aquellos voluntarios que dieron su vida por intentar evitar la propagación del desastre. Iván fue uno de ellos. El colapso en los supermerca-dos, estaciones y carreteras era enorme.

Cuando llegaron a Moscú fueron examinadas por controles radiactivos. Am-bas dieron altas concentraciones de radiación en su organismo, pero Tatiana sobresalía los límites notoriamente, y los síntomas eran ya evidentes. A las pocas semanas murió y Nadia, que estaba casi restablecida del todo, fue enviada a un orfanato. Allí se dedicó a escribir todo lo que le había pasado. Cuando Nadia creció, fue diagnosticada con cán-cer de médula ósea y su hijo nació con multitud de malformaciones. Nadia, finalmente, murió a los 25 años. Mientras tanto, se consiguió construir un sarcófago gigante que envolviese el reactor para evitar la catástrofe mundial. Todas las ciudades en un radio de 30 kilóme-tros alrededor de la central fueron abandonadas y Pripyat y Chernóbil se convirtieron en ciudades fantasma. La noria construida en el centro de Pripyat aún continúa espe-rando las risas y sonrisas de los niños que iban a divertirse en ella

FIN

Este relato está escrito a la memoria de todas las víctimas del accidente nuclear de Chernóbil, para que todos nos acordemos por un momento de las más de ochocientas mil personas, que, como Iván, sabiendo que iban a morir, arriesgaron su vida, no solo por salvar la de todos sus vecinos, sino la de todos los habitantes del planeta. Muchos han sido los que han intentado silenciar este hecho, pero creo que toda esta gente es digna de admiración y todos debemos acordarnos siempre de ellos y agradecerles lo que hicieron por nosotros.

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los mistErios dE rEbECa

Un día como otro cualquiera: sentada en la hierba de mi casa, leyendo bajo la luz y el calor del sol brillante y en una agradable soledad. Incliné el libro hasta que rozó mis labios y, frente a mí, se encontraba una chica pálida, castaña y delgada. Me miraba con mucha atención y muy sonriente. No era una sonrisa forzada, era sincera. Apoyé el libro sobre mis rodillas y acaricié la hierba. Aquella chica repitió este último gesto sin dejar de mirarme a los ojos, sonriente. Observé mi entorno. Nada extraño. Adoraba esa casa, llegar todos los días del instituto y sentirme tranquila y relajada. Me encantaba cuando venían mis padres a comer y charlaba con ellos. Recordaba cuando mi padre se quejaba por no tener televisión. Era genial. Hasta que se fueron. A partir de ese momento me volví muy antisocial. Me dejaron de gustar los días agradables, comencé a detestarlos. Supongo que fue porque eran las únicas personas que me comprendían. A pesar de mis 19 años me sentía demasiado de vuelta de todo.

Terminé de inspeccionar el lugar y volví a mirar a la chica misteriosa, que se-guía mirándome a los ojos y mordiéndose el dedo índice. - ¿Qué haces aquí?- Pregunté, vocalizando mucho-. ¿Cómo has entrado? Ella soltó una pequeña risa traviesa y atusó su pomposo vestido negro. Me acerqué con lentitud hacia ella. Me incliné hacia delante para poder mirarle a los ojos y apoyé mis manos sobre las rodillas, pues así mantenía mejor el equilibrio.- ¿Quién eres? - Volví a preguntar. Empezó a soplar un viento muy fuerte que hizo que su pelo color avellana azotara sus mejillas rosadas.- No me conoces - susurró.- Hasta ahí llegamos todos... - Bromeé -. Pero... Dime tu nombre.- Soy nueva aquí. Acabo de mudarme a esa casita de allí -. Señaló la vieja casa de madera. Parecía abandonada hacía varios años. Escuché una leyenda sobre ella de la que ni me acuerdo siquiera. Resultaba misteriosa, al igual que la chica.- Vaya. ¿Cómo es que te has mudado allí? Hay un montón de casas nuevas aquí. Echó la cabeza atrás y empezó a reírse de una manera escandalosa.- Me llamo Rebeca -. Dijo entre carcajadas.- Pues... Eh... Bienvenida. - Alcé una ceja -. Un placer.- Igualmente... ¡Anda! -, señaló al cielo mientras se escuchaba un ruido sordo -. ¡Un helicóptero! Miré yo también, aunque no vi nada. Bajé la vista y Rebeca ya no estaba.- ¿Se ha ido? - Miré a mi alrededor, ni rastro de ella -. Sí, no está. Suspiré mientras volvía a recoger el libro. Cuando me di la vuelta, revisé la puerta principal del jardín, que estaba abierta de par en par, así que fui a cerrarla.- ¿Con quién hablabas? - Escuché frente a mí.

Carmen Henar León Moro

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- ¿Eh? Alcé la vista y encontré a Marco ante mí, mi amigo desde el colegio, casi un hermano. Estuvimos juntos desde que yo estaba en tercer curso y él en quinto.- Dime ¿con quién hablabas?- Con Rebeca, es una chica un poco rara. Se acaba de mudar a esa casa de allí.- ¿Ahí? Pero si allí no vive nadie, es más, he oído que la van a derribar.- ¿Qué? Una sensación extraña se apoderó de mi interior. Tenía la necesidad de encon-trar a Rebeca y avisarle que estaba en peligro.- ¿Adónde vas? - Gritó Marco.- ¡A por Rebeca! Corrí hasta que doblé la esquina y casi nos chocamos. ¡Qué casualidad!- ¡Rebeca!, menos mal que estás aquí -. Grité llevándome las manos al pecho en señal de alivio. Ella me miró extrañada y se cruzó de brazos delicadamente.- Estás en peligro-. Dije entrecortada. Rebeca me prestó más atención. Frunció el entrecejo y entornó los ojos.- Van a derribar tu casa, tienes que irte de allí.- ¿Cómo puede ser eso? Si está recién comprada.-No lo sé, pero...

En ese momento pasaba un vehículo frente a nosotras y noté cómo el conduc-tor me miraba extrañado. Le saludé y su respuesta fue un gesto como si yo estuviera loca. Me limité a sacudir la cabeza y centrarme en Rebeca, que se estaba partiendo de la risa.- ¿Has visto cómo te miraba esa gente? - Se tapó la boca con las manos, encubriendo la risa. Entonces vi su brazo. Tenía una cicatriz desde la muñeca hasta el codo. Sentí curiosidad.- ¿Qué te ha pasado? - Intenté cogerle el brazo -. ¿Pero qué...?Rebeca se echó a reír, más fuerte que antes.- ¿Qué te hace tanta gracia? He de reconocer que me sentía un poco asustada... Más bien, muy asustada.- Ven, - agitó una mano - vamos a mi casa. Voy enseñarte algo. Me di la vuelta y me encontré a Marco. Tenía cara de alucinado, no podía ni ha-blar. Me señaló con su dedo índice, tartamudeando y mirándome de arriba abajo. ¿Qué le pasaba? Me estaba asustando más todavía.- ¿Marco? - Pregunté con voz tímida.- ¿Con quién hablas? - Dijo por fin.

Le miré con cara extrañada, no sabía a qué venía tal comentario.- ¿Eh? Te he preguntado algo... - Pues... - Agité la cabeza antes de contestar -: Hablo con Rebeca, ¿por qué?- ¿Y dónde está? - Preguntó él con curiosidad.- ¡Ay, Marco! ¡Aquí! Mira, te la presento -. Me giré para dirigirme a Rebeca.- ¿Vamos ya? - Dijo ella impaciente. - Eh... Claro. Las presentaciones se harán después.- ¿Qué pasa? - Preguntó Marco.- Ven conmigo -. Respondí. Subimos por la empinada cuesta y llegamos hasta la casa de madera. Parecía abandonada desde hacía mucho tiempo. Había un buzón con tres nombres, uno de ellos era el de Rebeca. Los otros dos, a juzgar por los apellidos, parecían los de sus padres. Entramos en la casa. Marco y yo seguimos a Rebeca a la parte de atrás del jardín. Él ahogó un grito.- Jolín, esto me pone la carne de pollo. Le miré con una ceja enarcada.- Se dice “carne de gallina” no “carne de pollo”-. Corregí, sabiendo lo mucho que le molesta.- Da igual, los dos son pájaros. Marco miró al frente y, nada más hacerlo, ahogó un grito de nuevo y me agarró de un brazo.- Menos mal que tú eres el mayor, ¿eh?- Me da lo mismo, sabes que yo me asusto con cualquier cosa. Puse los ojos en blanco y seguimos a Rebeca. Ella nos señaló una roca enorme que había en el centro del suelo.- ¿Qué es eso? - Pregunté señalando lo que me indicó segundos antes Rebeca. Marco lo miró, me miró y entorno los ojos.- Parece...- Dijo Marco. Se soltó de mi brazo y avanzó algo más rápido que yo. Casi pasa por encima a Rebeca y se paró delante de la roca.- ...Una lápida-. Terminé de decir. Rebeca se rio con un aire travieso y acarició lo que parecía ser una inscripción. Le ayudé a quitar el musgo que la cubría.- No puedo leerlo-. Le dije a Marco.- A ver, aparta, por favor Miranda.- A sus órdenes mi capitán-. Dije con sarcasmo. Con más rapidez y agilidad, Marco en un par de manotazos limpió la placa y en ese momento se pudo leer la inscripción que había grabada.- María Rebeca Hernández González, 1959-1979-. Leímos a la vez.- ¡Mierda! -. Dije entre dientes.

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Marco me miró extrañado. Empecé a explicarle: - Mira, esto es una lápida en la que pone el nombre de Rebeca.- Lo pillo... - Dijo frunciendo el entrecejo.- ¡Está muerta Marco! - Señalé a Rebeca - ¡Está muerta!- Vale... - su tono no pareció muy convincente -. No es nada del otro mundo que haya muerto, todos los días se muere un montón de gente por todo el mundo.- ¡Lo sé! ¡Pero ella está aquí! ¿No la ves?- ¿A quién? - Preguntó Marco.- Ya te lo he dicho, ¡hemos venido detrás de Rebeca todo el camino! Me dirigí a Rebeca e intenté agarrarla del brazo y... Se lo atravesé. Su cicatriz seguía intacta y yo... ¡Había atravesado su brazo! Rebeca no paraba de reír como si alguien estuviera haciéndole cosquillas. Marco, totalmente pálido, llegó corriendo a su-jetarme pensando que me caía.- ¡Miranda! ¿Estás loca? ¿Ahora te pones a jugar a hacer equilibrismos? Creo que no es el lugar más adecuado. ¡Vámonos! Ahora sí se me está poniendo la carne de gallina. Quiero salir de aquí.- ¡Marco, por Dios! No me digas que tú no has visto lo que ha pasado. - Me estaba enfa-dando de verdad.- ¿Estás ciego? ¿No has visto cómo he atravesado el brazo de Rebeca? - Mira, me estás sacando ya de mis casillas listilla... ¡Aquí no hay nadie!- Gritaba a pleno pulmón. - ¡NADIE! Marco no paraba de dar manotazos al aire y uno alcanzó a Rebeca tirándola al suelo. Corrí a ayudarle a levantarse a la vez que yo también gritaba a Marco:- ¡Estás loco! MIRA LO QUE HAS HECHO. Me giré para seguir chillando a Marco y un grito se ahogó en mi garganta. Esta-ba más pálido aún que antes. Y de su mano caían unas gotitas de sangre. Miré a Rebeca y vi que el brazalete que tenía encima de la cicatriz también tenía sangre. Marco se había enganchado con él. Rebeca se soltó de mi ayuda y se dirigió a Marco. Lo miraba, lo re-miraba, le daba la vuelta. Marco sólo tenía ojos para su herida y para el frente. Parecía incrédulo, pero cuando miraba su herida... Su cara decía que se moría de miedo. Me acerqué a ellos. Y sin ningún miedo ya, dije:- Rebeca, te presento a Marco. Marco, esta es Rebeca.

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El labErinto EnCantado

La Tierra, cuando solo era polvo y roca, fue visitada por los extraterrestres, que al parecer, podían ver en 50 dimensiones. Construyeron los árboles a partir de dibujos que tenían dibujados los árboles e hicieron lo mismo con los animales. Todo era espectacular, pero no sobrevivió ninguna especie debido a la falta de agua. Los extrate-rrestres se enfadaron mucho y algunos hasta lloraron de pena. A uno se le cayó una hoja en la que había dibujada un flor. Salió una flor con el agua de las lágrimas que habían derramado al llorar y se hizo más fuerte y sana. Los extraterrestres comprendieron que sin agua no podían sobrevivir los seres vivos. Cogieron un centenar de hojas en las que había dibujos de ríos, charcas, lagos, mares etc. Volvieron a crear todo otra vez y por fin consiguieron que todas las especies sobrevivieran. A un extraterrestre pequeño de unos 10.000 años terrestres, se le cayó un libro en el que estaba escrito cómo se crearon los seres vivos. El pequeño no encon-traba el libro que tanto aprecio tenía y su madre le estaba avisando de que se tenían que ir a su planeta natal. Se fueron todos a su planeta y el libro se quedó en la tierra. Al no leer nadie el libro del extraterrestre, se fue acumulando rabia en las últimas páginas en blanco del libro, y poco a poco fue cobrando vida, una vida de odio y sufrimiento. El libro estaba en la playa todavía sin despertarse, pero vino una ola que lo despertó por completo. Dijo el libro estas palabras: “Es la hora de desaguar todo el sufrimiento de tantos años”. Empezó a lanzar hojas de horribles criaturas de unos 400 metros de altura para destrozar todo lo que encontraban. La gente corría, lloraba, gritaba, algunos pensaban que era el juicio final, otros pensaban que los dinosaurios habían vuelto a la tierra a través del meteorito caído recientemen-te.

Un niño se fijó en que en lo alto de la criatura más alta estaba el libro riendo de las desgracias que estaban sufriendo los seres vivos. El niño era rubio, ojos morenos, metro sesenta, y un gran lector de libros, sus amigos se reían de él por leer a todas horas, incluso en el wáter. También le gustaba el lanzamiento de piedras que se hacía en su colegio (era el mejor y el que más alto llegaba). Su ansia de leer ese libro despertó en el niño una gran idea: cogió una piedra no muy pesada y se la lanzó al libro pero falló, cogió otra piedra muy ligera, pero se la llevó el viento, no sabía qué hacer. Entonces se acordó de su abuela que siempre le decía: “a la tercera va la vencida”, cogió una piedra lo suficientemente pesada y tiró , esta vez dio de lleno al libro, cayó para atrás gritando, pensando que era el fin, pero el niño lo cogió y lo empezó a leer. El libro gritaba que le soltara pero él lo agarraba fuertemente para poder leerlo bien, el libro, entonces, se dio cuenta de que el niño no

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le quería hacer daño, solo le quería leer. El libro empezó a relajarse y sus últimas páginas que estaban llenas de rabia empezaron a llenarse de felicidad y bienestar. Las bestias se fueron transformando en un polvo reparador, es decir, todo lo que había destrozado fue reparado, toda la gente muerta resucitó y todo gracias a un niño con ansias de leer. El libro juró no volver a cometer ese estropicio, a cambio de que siempre fuera leído por alguien.

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El guardián dE grimorio CalEdón

La luna despuntaba en lo alto del cielo y macabramente recordaba que ahora era ella quien controlaba a las criaturas de la noche. El relincho de los caballos y los gritos de sus jinetes se imponían al silencio de la noche. Soren miraba por la ventana, escrutando la oscuridad. Tenían que actuar rápido.- Ya se acercan. No queda mucho tiempo, debes darte prisa. Busca al Guardián, proteged el Grimorio. Yo los entretendré el tiempo suficiente para que puedas huir-. Con un sutil movimiento, una sombra se acercó al anciano y lo besó tiernamente en la mejilla. Acto seguido, salió por una trampilla del suelo y desapareció en la noche. Al cabo de unos minutos, las llamaradas se alzaban por encima del valle y con ellas se llevaban el último hálito de vida de Soren.

οοο

La mañana clareaba. El sol se abría paso por entre las ramas de los árboles facilitándole la vista a Zale. Era un chico joven, su cuerpo fuerte y musculoso era el de aquellas personas que se habían estado entrenando en el manejo de las armas y otras actividades físicas desde una temprana edad. Su padre se lo había enseñado todo. A la muerte de su progenitor, Zale había sido acogido por sus tíos. Vivían en una cabaña cerca del bosque, a las afueras de Astronia. Pocas veces visitaban la ciudad, únicamente para intercambiar las piezas que Zale cazaba y los productos agrícolas que sus tíos cul-tivaban. Así lograban sobrevivir. Siempre había sido así: los nigromantes controlaban las siete ciudades de Simatria; expertos en la magia oscura atemorizaban a los habitantes de las ciudades y reclutaban a todo aquel que quisiera unirse a sus filas; además, siempre se procuraban los mejores alimentos. El sonido de unas suaves pisadas devolvió al muchacho al bosque. A pocos metros de su posición, la lustrosa cornamenta de un ciervo sobresalió por entre la maleza. El animal olfateaba el aire y miraba nervioso a todos lados, intuyendo el peligro. Zale espolvoreó un puñado de hojas secas cambiando el olor y confundiendo al ciervo. El cazador colocó una de sus flechas en el arco, tensó la cuerda y disparó. El proyectil viajó veloz por entre las ramas, esquivando cualquier obstáculo que se interpusiese en su camino. La flecha se clavó certera en el ciervo. Zale llegó a donde yacía agonizante el animal.- Por poco no te atravieso el corazón-.Y hundió su daga en el pecho. Las casas se agolpaban unas encimas de otras, luchando por el poco espacio existente. Las paredes, agrietadas y mohosas, daban un aspecto lúgubre a la ciudad. Los pasos de Zale resonaban por cada hueco. Dobló la esquina y siguió todo recto, hasta

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que, finalmente, llegó a la plaza principal. El muchacho se sumergió en el mar de gente, intentando abrirse paso para llegar a su destino. Brom se encontraba limpiando su mesa de trabajo. Era un hombre entrado en años, con una espesa barba grisácea ocultando su menuda boca; sus manos, grandes y rudas, se movían ligeras manejando el cuchillo. Era amigo de la familia, a él le vendían parte de la mercancía que Zale cazaba.- ¿Qué tal estás muchacho?- Muy bien, gracias. ¿Y tú?- Trabajando como una mula para poder llenar a mi pequeña- se frotó la voluptuosa barriga y soltó una sonora carcajada. Zale sonrió y puso sobre la mesa la caza de aquella mañana. A Brom se le iluminaron los ojos.- Muy bien, muy bien… son buenas piezas. ¿Cuánto quieres por ellas?- Diez lunares.

Mientras el hombre rebuscaba en su bolsa de cuero, un grito se alzó entre el jaleo del mercado: la guardia de los nigromantes abría camino a empujones, imponiendo su ley. Altrax, el Capitán, encabezaba la marcha. Era uno de los hombres más fieles al servicio de los nigromantes. El grupo se detuvo frente a Zale y Brom.- ¿Qué tienes hoy para mí, Brom?-Altrax mostró su maltrecha dentadura en una espe-cie de mueca siniestra. El aludido le sostuvo la mirada.- Pues recientemente me ha llegado una manada de cerdos, bueno, en realidad acaban de venir ellos solitos hasta mi puesto-. La sonrisa del Capitán se borró instantáneamen-te de su cara. Acercó su rostro hacia el del tendero y le siseó:- Cuidado con lo que dices viejo, si no quieres que sea tu lengua lo próximo que te quite.- Que la disfrutes-. Y le escupió. Un grito ahogado, proveniente de los curiosos que se habían acercado para presenciar la escena, se quedó suspendido en el aire. La gente miraba expectante. Altrax se limpió el escupitajo, la rabia se apoderaba de él por mo-mentos. Levantó su mano enguantada, pero alguien fue más rápido que él y agarró su muñeca, parando el golpe. El Capitán se volvió para ver quién era el que había cometido semejante ultraje y en el movimiento Zale cargó el puño contra su cara. Altrax se tam-baleó hacia atrás, con el orgullo herido y borbotones de sangre brotando de su nariz. Recuperando el equilibrio, sacó su cuchillo y se abalanzó sobre su atacante. Como si hubiese salido de la nada, un tercer individuo paró su ataque, le retorció el brazo y lo desarmó. El resto de la guardia, que hasta entonces se había mantenido en un segundo plano, lanzó un grito y se abalanzó sobre los agresores. Ambos jóvenes desarmaron rápidamente a sus adversarios. De repente, el encapuchado extrajo una espada de su interior y se la lanzó a Zale, que aferró el arma al vuelo. El joven volvió a cargar contra la masa de soldados que se acercaba hacia ellos. La espada guiaba los movimientos del chico, como si hubiese tomado el control de su brazo. Súbitamente, su joven salvador lo agarró de un brazo y lo obligó a subir a dos de los caballos amarrados a un carro de

fruta. Partieron al galope y pronto dejaron atrás su improvisado campo de batalla junto con una nube de polvo.

Manchas borrosas, de lo que parecía ser árboles y numerosa vegetación, se sucedían ante sus ojos. Al cabo de un largo rato, se decidieron a parar, seguros de que nadie los seguía. Descabalgaron y dejaron que los animales fueran a reponerse después de la agotadora carrera. Fue entonces cuando el misterioso personaje se descubrió dejando ver el hermoso rostro de una joven. Su pelo, del color de la plata, se recogía a un lado en una trenza de espiga; sus ojos, también plateados, estaban rodeados por unas largas pestañas, iguales a las espigas de trigo que los tíos de Zale recogían en verano. Parecía como si fuese a romperse en pedazos y, aun así, aquella misma joven era la que había luchado con fiereza junto a Zale.- Mi nombre es Alwyria.- Zale-. La joven hizo una leve reverencia con la cabeza, a modo de saludo.- Es un honor conocer al Guardián del Grimorio de Caledon-. Zale se echó a reír.- ¿El guardián de qué? Lo siento pero te has equivocado de persona-. Se encogió de hombros y se dirigió a su caballo, dispuesto a marcharse. El semblante de Alwyria se endureció.- La Espada no se equivoca-. El joven paró en seco y bajó la mirada a su cinturón, don-de reposaba el arma. No se había percatado de ella hasta ese momento, a pesar de su increíble peso. Desenfundó el arma lentamente, cuando sus dedos rozaron la brillante empuñadura la misma oleada que había sentido en la pelea inundó su cuerpo. Zale notó cómo la espada se apoderaba de su alma y se fundía con la de él. Volvió a enfundarla, levantó la vista hacia Alwyria. La muchacha lo miraba impaciente.- La espada fue quien me guió hasta ti. Ella te ha escogido. Has nacido para ser guardián-. No podía cambiarlo. No era dueño de sus actos. Nadie lo era, ella tampoco. Pequeños hilos tiraban de ellos guiando sus pasos al ritmo que el destino marcaba.- Pero… ¿Y mi familia? Me necesita…- Ahora toda Simatria te necesita. Debes proteger el Grimorio, ayudarme a ponerlo a salvo de las manos de los nigromantes-. La mirada de Alwyria se perdió en el pasado: “No hace demasiado tiempo de esto, pero si el suficiente como para que el futuro de Simatria cambiase completamente. Los séptimos de Zork, formado por siete de los más grandes sabios de Simatria, cada uno proveniente de una de las siete ciu-dades, custodiaban el Grimorio de Caledon. Escrito hace miles de años por entidades oscuras, relataba ritos arcanos que manipulaban el poder de la muerte, los nigromantes lo reclamaban como su legado. Al invocar estos poderes, corrían el riesgo de ser con-sumidos por ellos hasta que, finalmente, se unieran a las filas de los no muertos. Cons-cientes del peligro, los sabios de la orden decidieron esconder el Grimorio en el valle de Minheres para que los nigromantes no lo encontrasen. Para reforzar la seguridad del Grimorio forjaron una espada en la que pusieron todos sus conocimientos mágicos, la

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cual solo respondería a su legítimo poseedor. Los séptimos de Zork fueron destruidos. Los nigromantes se hicieron con el control de Simatria y mientras siguieron buscando el Grimorio. Desde hace un tiempo que han vuelto a ir tras la pista del libro, si no lo evitamos, hordas de criaturas oscuras poblarán las siete ciudades y la gente quedará sometida a ellos…para siempre.”

- Nunca he vivido otra cosa que no haya sido el sometimiento a los nigromantes.- ¿Y vas a dejar que el resto de la gente viva lo mismo que tú?- Las palabras sonaron acusadoras en la boca de la joven. Dio media vuelta y comenzó a alejarse. Antes de que diese un paso más, Zale le agarró de la muñeca y la atrajo hacia sí. - Espera, lo haré. Te ayudaré a encontrar el Grimorio y a protegerle.

Ambos jinetes subieron a la grupa de los caballos y emprendieron su camino. La luz se tornó en oscuridad y los viajeros decidieron hacer una parada para acampar. - Voy a cazar-. Zale sacó de su bota un pequeño cuchillo. Alwyria se internó en la ma-leza-. ¿A dónde vas?- No querrás comerte la cena cruda, ¿verdad?- Se internó en la oscuridad. Zale dio media vuelta y se fue en dirección opuesta. Cuando regresó, una pequeña fogata alumbraba el claro del bosque. Alwyria se sentaba junto a ella, algunos mechones caían por su frente de manera desbocada. El muchacho se sentó a su lado y ambos se sumieron en un profundo silencio. Acabaron la cena y finalmente Zale decidió transmitirle el mensaje que había estado ensayando durante toda la velada.- Disculpa mi actitud de antes. Mi vida ha cambiado completamente sin apenas darme cuenta. No sé qué hacer…- Todos dejamos algo o a alguien a lo largo de nuestro camino, pero no puedes cambiar lo que eres. Al final, hasta el pasado se rinde al presente-.Alwyria apretó la mano del joven.- ¿Alguna vez has dejado algo atrás en tu camino?- Demasiadas cosas. Ahora mismo ya no me queda nada.- Entonces, tendremos que aprovechar lo bueno que se nos ofrezca-. Y correspondió el apretón de la chica. Ambos jóvenes se miraron; sus respiraciones eran rápidas y acom-pasaban el latido de su corazón. Zale cerró los ojos y se dejó llevar por el momento; entreabrió los labios y los deslizó por los de Alwyria… Al menos es lo que hubiese deseado. Sus labios se cerraron en el aire. Cuando la chica volvió a mirarle, sus ojos le devolvieron una imagen difusa y húmeda de él mismo.- Lo siento, pero no puedo-. Las palabras flotaron en el aire y golpearon el pecho de Zale. Los labios de la joven temblaban, pero los apretó-. Buenas noches-. La hierba mojó su ropa, pero no la importó; no era lo único que se empapaba por momentos.

Los ojos de Zale temblaron hasta que los abrió completamente. Las ramas de los árboles se tambaleaban a modo de saludo, movidas por el aire. Un extraño silencio pesaba sobre el lugar, tensó los músculos y desenfundó su espada. De entre la vegeta-ción, numerosas sombras salie-ron a su encuentro. En ese mismo momento, Alwyria se desembarazó de sus mantas y se colocó al lado de Zale. Los dos se lanzaron hacia los soldados. Los cuchillos de Alwyria bailaban en el aire, segando vidas a medida que la chica avanzaba. La espada de Zale lanzaba estocadas rápidas y precisas y uno por uno sus atacantes fueron cayendo a su alrededor. Uno de los soldados más jóvenes quiso sorprenderle por la espalda, pero el chico ya realizaba una finta interponiendo su es-pada entre su cuerpo y el arma del adversario. Al igual que todos los demás, este tam-bién sucumbió a la espada del guardián. De repente, un dolor agudo aguijoneó a Zale obligándole a postrarse de rodillas. Los pinchazos recorrían su cuerpo paralizándolo. Alwyria corrió hacia él y se colocó delante, protegiéndolo de los siete encapuchados que avanzaban por entre el mar de cadáveres. Altrax les guardaba las espaldas junto con otro puñado de hombres. Alwyria preparó sus cuchillos, pero sus manos temblaban. Una voz suave y melosa salió de una de las capuchas.- No cometas ninguna estupidez Alwyria, no tiene por qué morir más gente. Danos lo que es nuestro y todo habrá acabado-. El nigromante abrió los brazos, invitando a Alwyria a ir con ellos.- ¡No les escuches! ¡No les reveles el paradero del Grimorio!- Una carcajada inundó el bosque. Varias sonrisas sarcásticas asomaron por entre las capuchas de los nigromantes.- ¿Aún no se lo has contado? Muéstraselo, dile la verdad-. A un gesto del nigromante Al-trax se acercó a la chica y rasgó su ropa, dejando al descubierto sus hombros y parte de su espalda. Numerosos símbolos y palabras adornaban el cuerpo desnudo de Alwyria y se perdían entre la ropa de la muchacha. Zale lo entendió: ella era el Grimorio. - Lo siento. Intenté decírtelo, pero demasiadas personas han muerto por mí. No per-mitiré que hagan más daño-. Zale la oía sin escucharla-. Te quiero-. Alwyria juntó sus labios a los del joven, las lágrimas impregnaron de sal la boca de Zale. En ese momento, una pareja de soldados apresó a Alwyria y junto con los nigromantes desapareció en la espesura. Solo Altrax permaneció en su sitio, se acercó a él, sacando su daga. Le miró con despreció y le espetó:- Dulces sueños-. Y le golpeó con la empuñadura del arma. Todo se volvió negro.

Cuando Zale recobró el sentido, las sienes le palpitaban y todo le daba vueltas. Los recuerdos eran lagunas en su cabeza, pero algo era cierto: Alwyria no estaba. Ensilló a su caballo, enganchó el de Alwyria, ahora sin jinete, y partió al galope. La rescataría. Él era el Guardián del Grimorio de Caledón.

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la EsfEra dE oro

Hacía unos siete meses que en una visita guiada por una de las pirámides de Egipto un hombre se apoyó por casualidad en una de las paredes, presionando un mecanismo que ante el asombro de los allí presentes abría paso hacia otra estancia. En el interior, las paredes estaban llenas de jeroglíficos; sobre una especie de altar encon-traron una figura con forma esférica de oro de gran valor, custodiada por dos estatuas a sus extremos. La pirámide había sido inspeccionada varias veces, lo que hace aun más curioso su hallazgo. La figura llegó al museo diez meses después de ser encontrada en la pirámide. Al verla, me quede maravillada; ya sabía cómo era, pero no me imaginaba que fuera tan hermosa, tenía unos grabados y unas formas excepcionales. Fue colocada en una estancia con alta seguridad y vigilada por dos guardias; dentro de una semana se abriría al público, pero antes se presentaría en sociedad frente a famosos arqueólogos, estudiosos del mundo egipcio y otras celebridades. Después de muchos preparativos, llegó la gran noche; todos estaban reunidos y muy expectantes. Cuando por fin se abrió la puerta de la sala, todos entraron y se arremolina-ron alrededor de lo que era un cristal cubierto con un paño de un brillante color rojo. El director hizo los honores. Cuando retiró el paño, todos los asistentes enmudecieron en el acto y contemplaron con fascinación la bellísima figura colocada sobre un precio-so cojín rojo de la misma tela que el paño que cubría la urna segundos antes. De pronto, todo se quedó a oscuras. Al volver la luz, alguien gritó -¡Han ro-bado la figura! En ese momento todo el mundo empezó a alborotarse y a murmurar, nadie podía creerse lo sucedido. Inmediatamente trasladamos a los asistentes a la sala continua y se llamó a la policía. A los pocos minutos, una patrulla de agentes entró en el edificio y precintaron la zona, poco después llegó la detective que se iba a encargar del caso. La detective fue interrogando uno a uno a los asistentes. El primero en ser in-terrogado fue el director. Esto pareció incomodarle bastante, pues se mostraba nervio-so y no hacía otra cosa que secarse el sudor de la frente. La última en ser interrogada fui yo, la detective se acercó a mí y me dijo: - Buenas noches, señorita, soy la detective Valeria, me gustaría hacerla unas preguntas.- Buenas noches, Valeria. - ¿Me podría decir su nombre y su cargo en el museo?- Mi nombre es Inés y soy la encargada de la salas del antiguo Egipto.- Bien, ¿me podría decir dónde se encontraba en el momento de la desaparición de la figura?- Me encontraba junto a aquella columna, cerca de la urna donde estaba situada la

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figura.- ¿Escuchó o pudo ver algo fuera de lo común?- Déjeme pensar… pues ahora que lo dice, se escuchó un pequeño golpe seco, pero no sabría decirle de qué parte de la sala provenía. - Muchas gracias por su ayuda, Inés. Puede irse. Me dirigía hacia la salida cuando observé con curiosidad la urna de la figura desaparecida; había algo extraño en ella, pero no sabía de qué se trataba.Debido a este incidente, a la mañana siguiente el museo cerró sus puertas al público; sin embargo, permaneció abierto para las investigaciones de la detective y el personal del museo. El caso ocupó todas las portadas de los periódicos del día siguiente. Debido a mi curiosidad, me encaminé hacia el museo. En la entrada había un grupo de agentes cerrando el paso a los periodistas. Al entrar, me dirigí directamente a la sala donde desapareció la figura. Todo seguía igual que la noche anterior; era muy ex-traño, ya que el cristal estaba intacto. Me detuve a observarlo durante unos segundos, no entendía nada, ¿Cómo era posible que con tan poco tiempo y con tanta seguridad alguien pudiera robar la figura? ¿Cómo la habían conseguido filtrar por los registros que hizo la policía? No lo comprendía, todos los agentes nos registraron en la otra sala, era imposible sacar la estatua sin ser descubierto. Los días siguientes volví a hacer el mismo recorrido y a observar la urna, me encontré varias veces a la detective, pero solo nos saludamos. También vi a los arqueó-logos hablando con el director varias veces. La noticia cada día ocupaba más páginas del periódico y despertaba más curiosidad en los ciudadanos; el museo seguía cerrado lo que provocó el enfado de muchos ciudadanos y turistas. Ya hacía una semana de la desaparición de la figura y todo seguía igual. De camino a casa, después de pasarme por el museo, me di cuenta de un detalle que había pasado por alto, que era de gran importancia. Rápidamente volví al museo a hablar con la detective. La noche siguiente la detective convocó a un grupo de agentes de su unidad, al director, a los arqueólogos, a los dos guardias de seguridad encargados de la custodia de la valiosa figura la noche de la desaparición y a mí frente a la urna. La detective se colocó frente a nosotros y comenzó diciendo:- Uno de ustedes, bueno, dos, son culpables de la desaparición de la figura. He estado reproduciendo lo sucedido paso a paso y todos los asistentes coinciden en lo mismo: uno de los agentes de seguridad no estuvo presente durante la presentación y ese fue usted, Martín. Mientras decía esto, los agentes que la acompañaban arrestaron al guardia de seguridad, por lo que la detective cesó de hablar un segundo, y al poco siguió:- Usted fue el encargado de apagar las luces, lo sé porque se olvidó desconectar una de las cámaras del pasillo, la cual le captó perfectamente. Esta parte fue la más sencilla, lo difícil fue descubrir quién era su cómplice.

En ese instante uno de los arqueólogos sacó una pistola, todos le miramos sorprendidos.- No pensaba que se fuera a delatar usted mismo- dijo la detective muy seria El arqueólogo comenzó a correr buscando una escapatoria, pero no llegó muy lejos, ya que la detective sacó su pistola con mucha rapidez y le dio en el muslo derecho, con lo que este se dio un brutal golpe contra el suelo. Otros dos agentes le arrestaron en el acto y la detective siguió:- Este hombre lleva vendiendo antigüedades en el mercado negro desde hace 11 años, y pensaba hacer lo mismo con la esfera de oro.- ¿Y la figura? ¿Dónde se encuentra?- dijo con nerviosismo el director.- Esta parte del caso no la podría haber resuelto sin la ayuda de la señorita Inés- dijo la detective mientras daba un pequeño puntapié en la esquina de la vitrina. En ese instante el tablón de la urna donde debería estar la figura se echó hacia un lado que abría paso a un túnel; después de esto, la detective se encaminó hacia el sótano del museo, todos la seguimos. Fue directa a una caja que había debajo de un conducto de ventilación. - Martín fue el encargado de montar la urna, conocía perfectamente todos los planos del edificio, así que no se le hizo difícil comunicar la urna con el conducto de ventila-ción. El arqueólogo solo tuvo que dar un pequeño golpe a la urna para hacerla desaparecer. Inés lo descubrió, ya que el pequeño cojín donde se encontraba la estatua también había desaparecido, lo que resultó extraño, ya que no tenía ningún valor. Inves-tigamos un poco y descubrimos el mecanismo de la urna - concluyó la detective. Dicho esto, se agachó y sacó de la caja la preciosa esfera de oro. Al instante, el rostro del director se relajó notablemente. Después de esto, los policías abandonaron el edificio junto a los dos dos detenidos, la detective se acercó a mí y me dio las gracias acompañándolo con una gran sonrisa y se fue. Al día siguiente, todo volvió a la normalidad: el museo abrió sus puertas al pú-blico y yo, como todos los días, volví a encargarme de las salas del antiguo Egipto, pero, eso sí, con la satisfacción de haber colaborado en la resolución del caso. Desde ese momento, la hermosa esfera fue la atracción del museo la cual se encontraba expuesta en el centro de la sala objetivo de todas las miradas.

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- Esperanzas, Miguel Ángel Ruiz, 2010 10

- Soneto a Castilla, Gonzalo Cabezón, 2010 12

- Huyendo del miedo, Carlota Alvarado Martín, 2011 14

- Viaje al infinito, Marcos Talavera Escribano, 2012 16

- Las montañas del norte, Cristina Prieto, 2010 18

- La dama de Eillen, Marta Mariño, 2010 32

- El instinto superior, Gonzalo Cabezón, 2010 36

- Memorias, Miguel Ángel Ruiz, 2010 42

- Isla, Cristina Prieto Rodríguez, 2011 46

- Mamá, quiero ser artista, Fresia Redondo Gamboa, 2011 52

- Sueños de libertad, Raquel Morales Vaquero, 2011 56

- La muñeca trapecista, Marta Mariño Mejuto, 2011 60

- El tren de las ocho y media, Ángela Morales Vaquero, 2011 64

- Rosa negra, Alicia Pisa Álvarez, 2011 68

- La chica de la curva, Carmen Henar León Moro, 2012 72

- En la tenada de mi tío José, Daniel Cubero Husillos, 2012 76

- Aunque no te vea, Cristina Prieto Rodríguez, 2012 80

- El asesino impar, Raquel Sanz Belloso, 2012 85

- La noche del fin del mundo, Daniel Magdaleno González, 2012 90

- Los misterios de Rebeca, Carmen Henar León Moro, 2013 96

- El laberinto encantado, Daniel Cubero Husillos, 2013 102

- El guardián del Grimorio Caledón, Cristina Prieto Rodríguez, 2013 106

- La esfera de oro, Raquel Sanz Belloso, 2013 112

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