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LAS GENERALAS DEL NARCO

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Las generaLas del narco

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En el mundo del crimen organizado destacan pocas mujeres, pero eso no significa que el papel que asumen no sea decisivo. Quizá su vida real no se acerca a la ficción narrada en la novela La Reina del Sur, pero el arrojo, la ambición, las dotes de intriga y traición no les son ajenas. Pocas veces se sabe de ellas porque quedan opacadas por la notoriedad que adquieren sus colegas hombres. María Antonieta, Cantalicia y Angélica son tres ejemplos de mujeres que han elegido incursionar en el negocio de las drogas. Estas son las historias de la vida de estas generalas del narco.

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Por Humberto Padgett [email protected]

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1.- María Antonieta, La GeneralaEl polvo y el calor cubren a Tamaulipas este junio de 2000. Dos estadunidenses

cuya segunda nacionalidad es la del Cártel del Golfo, Joel Recio y Ángel Hernández, saben que la autoridad máxima se llama María Antonie-ta Rodríguez Mata, una mujer que teje nego-cios entre las mafias colombiana, dominicana, mexicana y mexicoamericanas.

Los tres se encuentran reunidos en una casa del exclusivo fraccionamiento Las Fuentes de Reynosa.

–Tengo un cargamento de coca. Uno de los pequeños. Necesito transportarlo –dice la mu-jer, con reposo en la voz y sobrepeso en el cuer-po.

Joel y Ángel asienten.–¿Cómo y cuánto? –pregunta ella.–Tengo un amigo que cobra 500 dólares por

kilo transportado –responde Recio.Dos días después, Recio recibe 200 kilos

de droga en su casa, en McAllen. Joel y Ángel son parte de la estructura operativa en Estados Unidos de María Antonieta.

Esa misma noche, Joel y Gerardo Jerry Gar-cía –transportista hasta entonces renuente a ser narcotraficante– empacan nuevamente la droga y la envuelven con cinta adhesiva negra. García es propietario de la compañía de camio-nes que transportará la droga.

A los pocos minutos, Ángel se apersona y entrega dinero como adelanto del flete. “Mien-tras estuve ahí pude ver los paquetes amonto-nados dentro del cancel de la regadera”, decla-raría Ángel casi cuatro años después ante un gran jurado de una corte texana.

También daría detalles de su ex jefa.Si algo le gusta en la vida a María Antonie-

ta Rodríguez Mata son las mujeres, y si algo sabe hacer bien es traficar droga y dinero entre México y Estados Unidos.

Su aspecto físico revela a una mujer que no corresponde al perfil de una “reina” del narco. Si se atiende a las pocas imágenes disponibles de ella, de inmediato queda claro que de sus hombros nunca colgó una bolsa Loui Vutton, sino el fusil de asalto que aprendió a manejar en sus años como policía judicial de Tamaulipas.

Si se revisa con atención su biografía, se advierte pronto que la suya no es una vida de pasarela, como lo pudo ser para Laura Elena Zúñiga, la ex Miss Sinaloa en cuya vida se basó la película Miss Bala, sino la que puede florecer en la ardiente frontera norte.

El gobierno de Estados Unidos desplegó su aparato policiaco y diplomático para llevar al banquillo de los acusados a una mujer diferen-te, de muchas maneras, de Kate del Castillo, la actriz protagonista de la telenovela La Reina del Sur, basada en el libro de Arturo Pérez Reverte.

Si los sobrenombres indican algo de quien

los recibe, entonces habría que repasarlos para entender de quién se trata María Antonieta: Comandante, Toni, La Tía, La Toni, La Vieja, Mandy, pero, ante todos, el de La Generala.

El santo y seña de lo que la DEA conoció de su carrera como contrabandista queda regis-trado en el expediente de alegato sobre su soli-citud de extradición, cuya copia completa posee emeeequis.

En él se lee la letra de un juez estaduniden-se: “María Antonieta Rodríguez Mata ocupa-ba una posición como líder de la organización, con base en Reynosa, que transportaba grandes cantidades de cocaína y marihuana en los Esta-dos Unidos”.

La Generala nació el 21 de junio de 1969 en Tam-pico, Tamaulipas, aunque su vida se construyó, desde su infancia, en Reynosa. Radicó ahí desde el primer año de edad y hasta concluir la secun-daria. Desde entonces, desde antes, sobresalía de manera natural entre el resto de los alumnos por su aguda inteligencia.

Mide 1.65 metros de estatura y es fumado-ra de tabaco. Hija de un obrero de Pemex, es la menor de sus seis hermanos. Siempre ha negado que consuma drogas ilegales. En cambio, des-de un principio, ante su familia, primero, y ante quien fuera, después, aceptó que se enamora sólo de otras mujeres.

Estudió la preparatoria en Saltillo, Coahui-la, y derecho en la Universidad Valle de Bravo, en Reynosa, carrera que suspendió a los 22 años para llevar el curso de ingreso a la policía ju-dicial de su estado, en donde la admitieron en 1992. Reinició la licenciatura en 1994 y la con-cluyó dos años después. Permaneció en la poli-cía judicial hasta el 1 de junio de 1999.

A diferencia de Sandra Ávila Beltrán, La Reina del Pacífico, resulta impensable que La Generala buscara la manera de introducir bótox a la cárcel para alisar las arrugas del rostro. Si acaso, existe un gesto de vanidad en la tamauli-peca, que, a la vez, es un propósito de salud: se realizó una cirugía para reducir el tamaño de su estómago y perder peso.

De los modos y maneras de La Generala en sus tiempos de agente de la policía judicial, las autoridades tamaulipecas sabían desde 1996. En junio de ese año, la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió una recomendación al entonces gobernador para que la investigara por abuso de autoridad.

En 1995, La Generala, otro policía mexicano y dos agentes del FBI irrumpieron en el centro nocturno Fiesta Mexicana. Sin documento al-guno de aprehensión, pero sí con violencia, sa-caron del sitio a un ciudadano estadunidense acusado en su país de posesión de marihuana.

Los judiciales metieron al hombre a la cajuela

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de tráfico de cocaína a Nueva York y recompo-nía piezas para optimizar el flujo de dinero.

Pocos días después, la hermana de Deoleo voló de Nueva York a McAllen. Era la tarde del 21 de agosto de 2000 y Rubén Espinosa, inves-tigador antinarcóticos del condado de Hidalgo, recibió información de que una mujer llegaría en un vuelo de American Airlines en posesión de dinero en efectivo.

Minutos después, el policía recibió sus ras-gos físicos. En la sala de llegadas, identificó a una mujer coincidente con la descripción y la siguió, sin que ella ni el hombre que la acompa-ñaba se percataran.

En el estacionamiento del aeropuerto, Espi-nosa y otro agente abordaron a los narcotrafi-cantes.

–¿Pueden regresar al aeropuerto para una entrevista?

Ninguno se negó. No había manera de ha-cerlo.

La hermana de Deoleo viajaba con tres ma-letas, una mochila negra, una pieza de equipaje pequeña con ruedas y una bolsa negra con co-rrea colgada del hombro.

“Observé varios fardos de dólares en la bol-sa de mano y en la maleta con ruedas. También noté en el contorno de su cuerpo bultos rectan-gulares bajo su ropa. Pedí a una oficial que la registrara y encontró 13 bultos adicionales de dinero en efectivo. La cantidad total fue de 92 mil 492 dólares”.

Dentro de un bolso café que llevaba el hom-bre, los policías requisaron 80 mil 272 dólares.

Los años 2003 y 2004 fueron algunos de los peores para el Cártel del Golfo. Detuvieron a su líder, Osiel Cárdenas Guillén, en Matamoros, Tamaulipas. Otros operadores de primer nivel fueron capturados después, entre ellos Rogelio González El Kelín y La Generala.

El Kelín y María Antonieta tenían una histo-ria compartida. Entre 2002 y 2004, él se instaló en Veracruz para recibir droga procedente de Colombia vía Guatemala, que luego enviaba a Texas con la intermediación de La Generala.

La Generala fue detenida el 8 de febrero de 2004 sin intención alguna de ser sometida a proceso penal en México. La Agencia Federal de Investigación la capturó con el único propósito de entregarla a Estados Unidos. Todos los apo-dos de María Antonieta enlistados por la PGR fueron los mismos y en el mismo orden que los mencionados en la investigación de allá.

El 7 de febrero de 2006, justo dos años des-pués de su entrada a prisión, se le abrieron las puertas de la cárcel de Santa Martha. Por algu-nos segundos recuperó la libertad, hasta el mo-mento en que un grupo de la PGR la esposó nue-vamente para arraigarla durante los siguientes

de su vehículo y lo entregaron al FBI en el Puen-te Internacional de Hidalgo, Texas, ahí mismo donde La Generala hizo los negocios por los que los estadunidenses reclamaron su extradición.

En aquella ocasión, La Generala realizó la captura “aparentemente” mediante el pago de 10 mil dólares entregados por los agentes esta-dunidenses.

Antes de ser llevada al Reclusorio Norte, cuando aún existía ahí un apartado femenil, vi-vió en la colonia Las Fuentes de Reynosa, en una casa construida, ladrillo a ladrillo, a imagen y semejanza de las típicas de un suburbio texano de clase media alta. La vivienda de María Anto-nieta contaba con tres recámaras, sala-come-dor, cocina, cuarto de servicio, cuatro baños, jardín y garaje para 12 autos.

Al momento de su detención, La Generala poseía tiendas de autoservicio, restaurantes, negocios de arrendamiento inmobiliario y un rancho de engorda de reses, porque, como todo buen traficante, explica su riqueza con la bo-nanza de la ganadería.

Quien conoce bien a La Generala dice de ella que es tan inteligente como desconfiada y ambas cualidades las tiene en grado superlati-vo. También que es solidaria con los suyos. Que habla inglés, que tiene excelente vista y que es capaz de armar un plan en segundos.

La corte federal estadunidense detectó que, “al menos desde marzo de 2000 o alrededor de esa fecha”, La Generala “creó una organización para distribuir grandes cantidades de cocaína y marihuana dentro de Estados Unidos” con ope-raciones basadas en Reynosa y conectada con McAllen y Houston, Texas, y otras ciudades de Nueva York y Carolina del Norte.

Miguel Ramón Deolelo conoció en su país, Re-pública Dominicana, a una mujer excedida de peso, a quien llamaban Toni, y a la que nada de-tenía en su intención de cobrar cinco millones de dólares por un cargamento de drogas que al-guien le debía en la isla.

En junio de 2000, Deolelo, un abogado y un oficial de narcóticos de Santo Domingo –sus nombres no son identificados en el documento oficial– hicieron escala en la Ciudad de México en su ruta hacia Monterrey.

Ahí los esperaba La Generala, “quien iba acompañada de tres oficiales de la ley mexica-nos”, detallaría el dominicano, quien se integró a la red de La Generala para trasladar dinero vía aérea de Nueva York a McAllen y, de ahí, vía te-rrestre a Reynosa.

En agosto de 2000, Deoleo y otro dominica-no volaron de Nueva York a McAllen. Los reco-gieron en el aeropuerto y los llevaron ante Ro-dríguez Mata, quien se hallaba en México.

La Generala planeaba reforzar su estructura

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30 días, recluirla otra vez en la cárcel para mu-jeres de la Ciudad de México y someterla a un nuevo proceso de extradición.

Estados Unidos no cedía en su propósito de tener a María Antonieta. Y lo logró. La Generala fue extraditada el 10 de agosto de 2007.

Después de varios años, la mujer volvió a Texas.

2.Cantalicia, La CantiLa noche del 14 de abril de 2007 todos irían al Club Fifty Seven, el nuevo bar de

Cantalicia Garza Azuara, enclavado en el cen-tro de Reynosa.

El nombre del lugar no dejaba lugar a dudas: la pistola belga 5.7, llamada por policías y de-lincuentes como la five seven, y mejor conocida como “la mata policías”.

Los socios de La Canti lo sabían bien. Con frecuencia compraban armas con demostrada capacidad de atravesar chalecos antibalas. Y al bar Fifty Seven llegarían todos “los pesados” –así fueron calificados en una llamada anóni-ma que proporcionó la información a la Policía Federal–: Juan Óscar Garza Azuara, un inter-mediario de droga traída de Colombia y de ma-rihuana sembrada en Michoacán. Debería lle-gar también su hermano Josué y, seguramente, arribaría Gregorio Sauceda.

Todos se sentarían a escuchar cantar y ver bailar a una mujer que, como a los demás, no le son ajenas las prisiones y extradiciones: la can-tante Gloria Trevi.

Los policías mexicanos no se quedaron con la duda y preguntaron a los agentes de la DEA destacados en Reynosa: sí, los hermanos Can-talicia, Juan Óscar y Josué Garza Azuara sí eran “pesados”. Y entonces, en vez de esperar el concierto y detenerlos a todos, los federales irrumpieron en el lugar antes del evento y sólo encontraron propaganda tirada del concierto de la Trevi.

Y, días después, ya con la fiesta cancelada, a Cantalicia.

La Canti nació en Reynosa y fue bautizada en la fe católica en 1967. Estudió hasta el tercer semestre de la preparatoria. A partir de los 20 años, trabajó como vendedora de ropa en una tienda de McAllen, donde permaneció cuatro años, cuando decidió abrir su propio negocio. Contrató tres modistas y fabricó vestimenta para niños.

En 2001 o 2002 se enamoró de Ricardo Mu-ñiz, con quien tuvo un hijo y de quien al poco tiempo se divorció.

Luego consiguió una concesión de los te-léfonos celulares Cellular One, negocio que abandonó para regresar al de la maquila. Fiel a su espíritu comerciante, continuó con venta de

joyería de fantasía, tras lo cual su riqueza creció de manera exponencial.

Repentinamente, consiguió un crédito de 18 mil dólares del Lone Star Bank para abrir un res-taurante en McAllen al que llamó Mi Ranchito, negocio del que dijo obtener 8 mil dólares men-suales de ganancias. También instaló una estéti-ca atendida por su madre.

¿Y el bar? Ella misma lo explica:“Apenas íbamos a inaugurar la discoteca 57

(…) Renté el local con una mensualidad de 5 mil dólares. Íbamos a presentar a Gloria Trevi, a quien contraté a través de una agencia. Cerra-mos el trato hace dos semanas en el mismo lugar y di un anticipo de 180 mil pesos en efectivo, al igual que el resto, otros 180 mil pesos”.

Los gobiernos de México y Estados Unidos sos-tienen que La Canti no sólo proveía sitios para el lavado de dinero a los traficantes, sino que ella misma lo era.

“Karen”, un ex zeta convertido en testigo colaborador de la policía con ese nombre clave, tejió en su testimonio de junio de 2007 la vida y muerte de zetas, kaibiles guatemaltecos, tortu-ras y ejecuciones de sinaloenses enemigos con La Canti:

“Cantalicia tiene la función específica de mover dólares en muy grandes cantidades y es-conderlos en inmuebles o bodegas que adquie-re o renta; tiene contactos muy cercanos en la aduana de Reynosa que le permiten pasar con toda facilidad equipo táctico militar, arma-mento, vehículos y uniformes de Estados Uni-dos a México.

“La primera vez que la vi, a principios de 2005 (…), fue con motivo del pesaje de unos paquetes de marihuana y del conteo de unos tambos con ice, droga que era propiedad de La Compañía (…); también la vi en Lázaro Cárde-nas, Michoacán, a donde nos enviaron a tomar la plaza. Ella es el brazo derecho de El Barbas”.

Otro testigo protegido, “Édgar”, confesó que La Canti pasaba con frecuencia de McAllen a Reynosa con maletas llenas de dinero y jo-yas. Siempre lo hacía con la camioneta Nissan Armada llena de mujeres, incluso alguna vez utilizó a una embarazada, y a niños para pasar desapercibida.

Cantalicia y Ricardo Muñiz no se separaron del todo. Muñiz mantuvo relación de negocios con su ex esposa y sus ex cuñados. De hecho, Muñiz se convirtió en uno de los principales testigos de cargo en el juicio contra Cantalicia en una corte texana.

Tras ser detenido en Mission, Texas, con 30 kilos de cocaína, dio información fundamental para fortalecer los cargos de tráfico de droga y lavado de más de millón y medio de dólares contra su ex mujer.

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Cantalicia y sus hermanos fueron detenidos, según el reporte oficial de la PGR, el 17 de abril de 2007.

La longitud de pie de La Canti –ni un mi-límetro más ni un milímetro menos– es de 22 centímetros. Pesa o pesaba cuando la detuvie-ron 53 kilos y mide 1.54 metros. Su piel es blan-ca, su frente mediana y sus ojos café oscuro, al igual que su cabello, aclarado con luces de salón de belleza.

Tiene labios delgados y una cara afilada, re-matada por un lunar redondo en el mentón. De-piló sus cejas hasta desaparecerlas y, sobre su rastro, pintaba con crayola largas líneas obli-cuas. Su mirada, frente a la cámara de la policía que la fichó, irradiaba una tristeza reposada.

Cantalicia enfrentó cargos por delincuen-cia organizada, lavado de dinero y narcotráfico. Otra acusación en su contra corrió a cargo de un ex militar, ex policía municipal de Nuevo Lare-do y ex zeta convertido en testigo protegido por el gobierno mexicano.

La lista de objetos incautados en las tres casas relacionadas con La Canti, además del bar Five Seven, está detallada en el expediente 97/2007-3, del que este medio también posee copia.

En un bote de basura, los policías encontra-ron marihuana, y en un cuarto contiguo, una caja fuerte repleta de cocaína. No para la venta, sino para consumo personal. También decenas de teléfonos y radios.

Se incautó también una camioneta Duran-go negra, en cuyo interior había cartuchos de armas de fuego, cargadores, una máquina para empacar al alto vacío y los documentos de la contratación de Gloria Trevi.

En una de las habitaciones se encontró una pistola escuadra calibre 5 .7x 2.8. También dos Pietro Beretta y una Colt .38. Al lado, un rifle AK-47 y cajas de balas.

Una gorra verde, cuatro máquinas para con-tar dinero y un contrato de prestación de ser-vicios celebrado entre TV Azteca y una mujer llamada Flavia Azuara. Escrituras y títulos de propiedades.

En otro espacio, los federales se toparon con decenas de bolsas llenas de cocaína y marihua-na. También con un arsenal: miles de balas ca-libre .22 Mágnum expansiva –un raro tipo de munición–, nueve milímetros, diez milímetros, .38, .40, AR 15, 30-30, algunas con punta blan-da para destrozar apenas hagan contacto y 5.7, la five seven.

En las cocheras se localizaron un auto BMW y una camioneta Jeep. Dos Suburban, una Nis-san Pathfinder Armada, una Touareg, una Grand Cherokee Laredo, una Hummer H2 –la más grande en el mercado–, un Audi, una ca-mioneta Chrysler Pacifica, un BMW, una Ford

Lobo 4x4, una camioneta Escalade y otra Dod-ge Durango.

Pero no hay princesa sin un cofre de joyas. Y el de La Canti resultó excepcional:

• 18 relojes marcas Cartier, Rolex, Piaget, Bvulgari, Lancaster, Waliham y Seiko, casi to-dos de oro con piedras preciosas incrustadas.

• 22 gargantillas y cadenas de oro con esla-bones, figuras de elefantes y con cruces, figuras prehispánicas, ecuestres, herraduras, monedas y corazones, varias incrustadas con piedras pre-ciosas.

• Un rosario metálico de color gris.• 17 anillos en forma de flor, con piedras, al-

gunos de marca Bvulgari y otros con formas ta-lladas, por ejemplo, una herradura.

• 22 esclavas de metales preciosos, adornadas con piedras y figuras de elefantes, niños y osos.

• 11 cadenas con formas prehispánicas, mo-nedas y piedras brillantes.

• 18 dijes de metales preciosos con formas de ángeles, Jesucristo, elefantes, pirámides, ancia-nos y mujeres, excepto dos: uno de éstos con la figura de un tigre.

• 10 pares de aretes de oro, algunos con mo-nedas, otros de marca Bvlgari y unos más con piedras preciosas o formas de elefantes.

• 16 monedas de oro de diversos tamaños.• 10 pedazos de oro.

El valor del tesoro, según el avalúo de la Pro-curaduría General de la República: 4 millones 931 mil pesos.

La Canti aún se encuentra presa en Méxi-co. Vive en la prisión femenil de Santa Martha y, durante años, fue vecina de Sandra Ávila, La Reyna del Pacífico.

Pero, a diferencia de ella, el gobierno mexi-cano cuenta con más elementos para procesarla, aunque, como consta en un documento firmado por la canciller Patricia Espinosa, ya concedió su extradición a Estados Unidos.

3.Angélica, La abuelita –¡Te va a cargar la chingada, pinche vie-ja chapulina! –la insultó Osiel Cárdenas

Guillén.A los pocos minutos, esa noche de 2000

–a mediados o fines, tal vez, de agosto de 2001, pues no hay coincidencias sobre esta fecha en el expediente– la casa de Angélica Lagunes Jara-millo estaba invadida por zetas.

–¡No pagas cuota, cabrona! –siguió Osiel, enrojecido por la furia, en referencia al contra-bando de alcohol, perfumes, coca y marihuana que hacía la mujer como empresaria indepen-diente.

El narcotraficante la tomó por el cabello y la arrastró por su propia casa, ocupada por 18 hombres, entre ellos el jefe de escoltas de Osiel,

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Arturo Guzmán Decena, el militar de las fuer-zas especiales fundador de Los Zetas.

Los ex militares se distribuyeron en busca de cocaína y marihuana, pero sólo encontra-ron joyas y dinero. La mujer se quejaría de que le estaban robando, pero los hombres respon-dieron que no la despojaron de nada, sino que convinieron con ella el pago de 20 mil pesos a cada sicario presente en su casa por concepto de “multas”, lo cual ella cumplió.

Entre ellos también estaba Omar Lormén-dez, El Pitalúa. Así fue, en ese momento, que se conocieron éste y Angélica.

Angélica Lagunes Jaramillo nació en 1959 en un caserío arenoso, caliente y húmedo de Tlacha-pa, Guerrero. Tercera de siete hermanos e hija de un camionero, la menor parte de las veces; campesino, casi todo el tiempo, que vivía de co-sechar mangos vendidos por su esposa.

Creció en una casa con paredes de adobe y techo de tejas, en cuyo interior se acomodaban cuatro catres, una mesa y un fogón. La ranche-ría, en ese tiempo, carecía de agua y energía eléctrica. La familia se las arregló con la plata y logró dar a la niña educación primaria y secun-daria, preparación continuada en una prepara-toria del Distrito Federal gracias al hospedaje y apoyo de un tío paterno asentado en la capital del país.

Angélica desertó de la escuela y consiguió algún trabajo de tipo secretarial en el periódi-co La Prensa. A los 20 años, se casó con el pro-pietario de un hotel de Naucalpan, Estado de México, de quien pronto quedó embarazada.

Por diversas circunstancias, la muerte la convirtió en la mayor de sus hermanos: el más grande murió en un accidente automovilístico y el segundo en un asalto ocurrido cuando porta-ba la nómina del sitio en que trabajaba.

Éstos no serían los últimos sepelios en los siguientes años de Angélica. A los tres años de casada, embarazada de su hija Ana Bertha, una bala perdida topó con su marido.

Ante el inminente regreso a la pobreza, An-gélica vendió el hotelito de Naucalpan y decidió hacer vida en Estados Unidos. Antes regresó a Guerrero y dejó encargados a sus hijos con su madre. Tomó camino al norte, pero no logró cruzar la frontera y se asentó en Matamoros.

Mujer de lucha y con algunos recursos, es-tableció un negocio de alimentos y vendió oro y perfumes. Tras nueve años, compró su casa y logró llevar a su hija menor. El varón no quiso cambiar el trópico guerrerense por el desierto tamaulipeco.

Su hija concluyó la carrera técnica en traba-jo social y ella, Angélica, a los 43 años de edad, todavía se enamoraría nuevamente de un hom-bre 15 años menor que ella.

El negocio de Osiel Cárdenas Guillén era pun-tual: en Matamoros, nadie más que él podía ha-cer negocios ilegales. Así que parte del trabajo era cobrar derecho de piso a las prostitutas pa-radas en la calle Diez, identificar sitios de venta de alcohol contrabandeado y allanar con vio-lencia casas de venta de drogas sin su permiso ni abasto.

“¡Tamaulipas es mi plaza!”, proclamaba a cada oportunidad el hombre de 33 años de edad surgido de un taller mecánico.

A mediados de 2000, la información recibi-da sobre una mujer restaurantera que, además, vendía licores, marihuana y cocaína sin su au-torización era inequívoca.

La dirección, en la calle Álvaro Obregón, conducía a la casa de Angélica. Y Osiel perso-nalmente decidió hacer la visita con su estado mayor.

Y así, el líder narcotraficante y su grupo más cercano allanaron la casa de la guerrerense. Es-peraron la oscuridad y, a las ocho de la noche, tocaron la puerta. Angélica abrió y, pronto, la casa se llenó de hombres armados.

A empujones, la mujer subió a una camio-neta que arrancó hacia una casa de seguridad, donde Osiel y Eduardo Costilla–actual líder de El Golfo y enemigo acérrimo de Los Zetas– con-versaron durante dos horas con Angélica.

–Vas a rentar casas para mí –ordenó el jefe–. Te tengo investigada y te puedo matar a ti y a tu familia –advirtió, según el relato de la propia Angélica.

“Le dije que sí le ayudaría y esto lo hice, por miedo, aproximadamente 10 veces –hay quie-nes dijeron frente al juez que fueron 40–. Ellos me decían qué casa rentar y a qué empresas de bienes raíces debía ir y lo hacía”.

Cuando salieron de la casa de seguridad, Angé-lica dio datos precisos de un vehículo, su ubica-ción y el hombre que lo conducía. Lo buscaron y, a los pocos minutos, regresaron con un tipo. Revisaron el auto y encontraron 30 kilos de dro-ga propiedad de la mujer. Aceptó que se la in-cautaran y la relación prosperó.

A los pocos meses, aparentemente sólo tres, Los Zetas tenían un nuevo restaurante favorito, el de Angélica, y ella más trabajo: pasaba la ga-rita con droga del cártel y regresaba con dinero. Su hija Ana Bertha, de acuerdo con los testimo-nios, también.

La nueva amistad se profundizó al grado de que Angélica participó en el movimiento de “la polla” de Los Zetas. “La polla” era una coope-ración hecha entre ellos, autorizada por Osiel, para adquirir droga colombiana que entraba al país vía aérea por Guatemala y era depositada en Oaxaca.

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En cada vuelo de ese tipo se adquirían hasta 450 kilos y cada participante decidía qué hacer con su droga: tenía la opción de venderla en el territorio mexicano o hacerlo en Estados Uni-dos, con mayores ganancias, pero asumiendo mayores riesgos.

Esa droga, la de los primeros embarques que convirtieron a Los Zetas de simples mercena-rios en empresarios trasnacionales, era deposi-tada en la confianza de Angélica.

La relación fructificó aún más. Guzmán De-cena se hizo de una nueva y joven novia, Ana Bertha, la hija de Angélica.

Sobre el asunto declaró otro ex zeta: “Ana Bertha tuvo un hijo con Z-1. Él tenía bastantes atenciones con ella y con Angélica. Las dos con-seguían uniformes consistentes en camisola, pantalón, botas, playeras, guantes, pasamon-tañas, gorras, fornituras, todas de color negro para uniformarnos cuando había que hacer un operativo.

“Después de que murió Arturo Guzmán De-cena –abatido por el ejército en el restaurante de Angélica, donde bebía alcohol e inhalaba droga–, Osiel Cárdenas Guillén acordó que el pago de las quincenas de Arturo se lo repartie-ran a sus tres viejas, entre ellas Ana Bertha”.

No sólo esto. En 2002, El Pitalúa buscó a su jefe. Ceremonioso, pidió permiso para ausen-tarse dos semanas del trabajo.

–¿Para qué quiere 15 días? –preguntó Guz-mán Decena, siempre marcial en esas situacio-nes.

–Me voy a casar.–¿Con quién se va casar?–Con la señora Angélica Lagunes –respon-

dió en referencia a la suegra del hombre con el que hablaba.

Osiel Cárdenas fue detenido en marzo de

2003 y, sin protección, madre e hija se debili-taban. En mayo de ese año, Angélica volvió al Distrito Federal, según ella, para visitar a su madre enferma y hospitalizada.

Fue detenida y la Procuraduría General de la república le ofreció convertirla en testigo pro-tegido con la clave de “Roberta”. No aceptó.

Entonces la internaron en la cárcel para mu-jeres de Santa Martha y recibió una condena de 20 años de prisión y una multa de 256 mil pe-sos.

Ahí sigue. En el penal federal de Puente Grande se encuentra recluido El Pitalúa. Hay quien dice que nunca han dejado de cartearse.

Hubo un último funeral en la vida de Angé-lica, pero a ese no pudo asistir.

Sólo le quedó el dolor y suponer la escena de flores y lamentos.En 2007, en Matamoros, su ciudad adoptiva, alguien asesinó a su hija Ana Bertha. ¶

Para imaginar a Ignacia Jasso, La Nacha, hace falta pensar en una mujer convencional que camina por los pasillos de cualquier mercado popular mexicano en los años 20 del siglo pasado: pequeña y redonda, vestida con telas estampadas, zapatos cerrados y peinada con un apretado chongo que estiraba su cara morena y ancha.

Pero esa mujer introvertida, casi taciturna, en realidad tenía un espíritu excepcionalmente sagaz, astuto y adelantado a su tiempo. La Nacha, además de ser madre amorosa y católica caritativa, entendía perfectamente el valor de la violencia para lograr el control del tráfico de heroína, morfina y opio de Ciudad Juárez a Estados unidos y tener en orden los “picaderos” de su propiedad en que se refugiaban los soldados estadunidenses a quienes despreciaba con profundo resentimiento nacionalista.

La Nacha ingresó de lleno en el negocio de las drogas desde 1927 o 1928 –andaría cerca de sus 30 años–. de la preocupación que causaba a las autori-dades quedó constancia en las cartas intercambiadas respecto a ella entre el gobernador de Chihuahua y el alcalde de Ciudad Juárez, 80 años antes de que esta ciudad se convirtiera en lo que hoy es.

durante los años cuarenta, La Nacha y otra mu-jer, María Estévez, originaria de la Ciudad de México y emigrada a Juárez, aprovecharon la interrupción del flujo de opiáceos asiáticos hacia Estados unidos por la Segunda Guerra Mundial.

Así, surtieron los mercados de detroit, Chicago y Nueva York. desde entonces adoptaron lo que en la mitología del narcotráfico es una regla: no con-sumían nada de lo que vendían.

La Nacha sacó del juego del contrabando de la amapola a sus fundadores, los chinos, y en una sola maniobra, en 1947, ordenó el asesinato de 11 de ellos. La procesaron, pero salió absuelta.

La Nacha no gustaba. Y no gustaba por ser mu-jer. tal vez por eso la parte visible de la empresa era su marido, Pablo González, un hombre muje-riego y pendenciero que perdió la vida en un pleito de cantina.

La viuda no se amilanó. Quienes de ella han es-crito mencionan constantes conjuras en su contra, pero llegó a vieja y murió en algún momento de los años setenta. Vivía en un vecindario de obreros, en que era amada y protegida.

Quiso dejar su empresa a sus hijos, pero ninguno heredó sus habilidades. Algunos de sus nietos y bis-nietos han deambulado en la frontera y las cárceles por traficar heroína y morfina.

Acaso en ese mundo sobresalió uno de sus nie-tos, Héctor González, bebedor y peleonero como el abuelo, pero terminó con su vida al estrellar su auto a toda velocidad.

Ahí quedó interrumpido el linaje familiar. (Humberto Padgett)

La señora Nacha

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