las guerras de desintegración

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1 Las guerras de desintegración Javier Jordán y José Luis Calvo, El nuevo rostro de la guerra, (Pamplona, EUNSA, 2005), pp. 81-97 La mayoría de los conflictos armados actuales se desarrollan en el interior de las fronteras políticas de un solo país. Sin embargo el calificativo de guerra civil resulta insuficiente para explicar su naturaleza 1 . Ese término, sobre todo para los españoles, puede sugerir la existencia de dos bandos claramente establecidos y organizados que libran un conflicto siguiendo el esquema clásico de guerra entre estados. Cada uno de ellos posee algo similar a un gobierno, fuerzas armadas, relaciones exteriores, industria militar y una población que en mayor o menor medida reconoce su legitimidad y respalda el esfuerzo bélico. La victoria de uno de los contrincantes da lugar al éxito de un proceso de secesión o a la aplicación del proyecto político en todo el país a favor del bando triunfador. Estas fueron las pautas que siguieron la guerra de secesión americana, las guerras civiles españolas del siglo XIX y XX, y los primeros conflictos armados de los Balcanes entre Eslovenia, Croacia y la República Federal Yugoslava. Gráfico 4. Evolución de los diferentes tipos de conflictos armados 0 10 20 30 40 50 60 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003 Entre Estados Interno con intervención de otros Estados Interno Fuente: Mikael Eriksson & Peter Wallensteen, “Armed Conflict, 1989–2003”, Journal of Peace Research, Vol. 41, No. 5, (2004), pp. 625-636 1 Mary Kaldor, Las nuevas guerras: la violencia organizada en la era global, p. 13.

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Page 1: Las guerras de desintegración

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Las guerras de desintegración

Javier Jordán y José Luis Calvo, El nuevo rostro de la guerra, (Pamplona, EUNSA, 2005), pp. 81-97

La mayoría de los conflictos armados actuales se desarrollan en el interior de

las fronteras políticas de un solo país. Sin embargo el calificativo de guerra civil

resulta insuficiente para explicar su naturaleza1. Ese término, sobre todo para los

españoles, puede sugerir la existencia de dos bandos claramente establecidos y

organizados que libran un conflicto siguiendo el esquema clásico de guerra entre

estados. Cada uno de ellos posee algo similar a un gobierno, fuerzas armadas,

relaciones exteriores, industria militar y una población que en mayor o menor

medida reconoce su legitimidad y respalda el esfuerzo bélico. La victoria de uno

de los contrincantes da lugar al éxito de un proceso de secesión o a la aplicación

del proyecto político en todo el país a favor del bando triunfador. Estas fueron las

pautas que siguieron la guerra de secesión americana, las guerras civiles

españolas del siglo XIX y XX, y los primeros conflictos armados de los Balcanes

entre Eslovenia, Croacia y la República Federal Yugoslava.

Gráfico 4. Evolución de los diferentes tipos de conflictos armados

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10

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1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003

Entre Estados Interno con intervención de otros EstadosInterno

Fuente: Mikael Eriksson & Peter Wallensteen, “Armed Conflict, 1989–2003”, Journal of

Peace Research, Vol. 41, No. 5, (2004), pp. 625-636

1 Mary Kaldor, Las nuevas guerras: la violencia organizada en la era global, p. 13.

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Sin embargo, los enfrentamientos que vamos a analizar en este capítulo, a

pesar de producirse también en el interior de un mismo estado, difieren por

completo de esas guerras civiles clásicas. No se trata tanto de la rivalidad entre un

gobierno establecido y un centro alternativo de poder que aspira a crear una

nueva estructura política, como del desmoronamiento de la arquitectura estatal en

parte –y en algunos casos la totalidad– del territorio. Por ese motivo nos

referiremos a ellas llamándolas guerras de desintegración. Tal como refleja el

gráfico 4, esos conflictos son los más numerosos, los que producen un mayor daño

a la población civil y los que resultan más complejos en su resolución.

1. Retorno a edades antiguas con armas modernas

En la Europa de los siglos XV y XVI la guerra contribuyó a centralizar los

recursos y a reforzar el poder de los monarcas, favoreciendo así la génesis del

estado moderno. El contexto de los conflictos de desintegración se caracteriza

precisamente por el proceso contrario. La crisis del estado hace que su autoridad

sea contestada y que se ponga en marcha un proceso de descomposición que

acaba dando paso a una situación de poliarquía; de múltiples centros de poder

que no reconocen la soberanía estatal dentro de lo que anteriormente eran las

fronteras de una sola entidad política.

En sus primeras fases este proceso guarda cierto parecido con el caos que

siguió en Europa al derrumbe de la administración imperial romana a lo largo del

siglo V. Pero también es común que, una vez que se estabiliza, la situación

resultante se asemeje a las sociedades feudales de la Edad Media o a los antiguos

sistemas tribales. Es decir, a formas políticas previas al nacimiento del estado

moderno.

Los factores que explican la ruina parcial o total de las estructuras estatales

son de diferente naturaleza. Antes que a las motivaciones concretas de aquellos

que cuestionan con las armas la autoridad estatal, conviene prestar atención a las

condiciones que rodean el escenario del conflicto. Motivaciones y condiciones son

importantes pero estás últimas resultan más fáciles de medir y comparar entre

casos, y además son imprescindibles para que las aspiraciones de los insurgentes

de diverso signo puedan materializarse en una contestación armada y efectiva al

poder central.

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Los aspectos de carácter político resultan decisivos para la comprensión de los

conflictos internos. En la raíz de las crisis se suele encontrar el incumplimiento de

tareas básicas por parte del estado. Las razones pueden ser también muy variadas.

Una habitual es la escasez de recursos, y, por eso, las guerras de desintegración

tienen su escenario mayoritariamente en países pobres. Una vez que se alcanza un

nivel de ingresos medio o superior, se reducen sensiblemente las posibilidades de

que se desencadene un conflicto de esas características2. La insuficiencia de

medios dificulta la implantación de la administración estatal sobre el conjunto del

territorio, e imposibilita la satisfacción de las demandas básicas de la población en

materia de seguridad, sanidad, bienestar e infraestructuras. Como consecuencia

los individuos no se sienten protegidos ni identificados con el estado y anteponen

con facilidad su lealtad al grupo de los suyos: los de la misma aldea, valle, clan,

tribu, etnia, etc.

A veces la precariedad de recursos públicos se debe a su injusta distribución.

Es el caso de los estados cleptómanos, donde los dirigentes se comportan con las

riquezas del país como si se tratase de su patrimonio personal. Desgraciadamente

abundan ese tipo de ejemplos. Felix Houphouët-Boigny, principal promotor de la

independencia de Costa de Marfil, y primer presidente del país hasta su muerte en

1993; Charles Taylor, ex-guerrillero, señor de la guerra y ex-presidente de Liberia;

Mobutu Sese Seko en Zaire; Robert Mugabe en Zimbabwe; Angel Félix Patassé en

la República Centroafricana…

La distribución desigual de los recursos se combina en ocasiones con la gestión

deficiente de la diversidad étnico-cultural del país. La pluralidad de tribus,

naciones o culturas en el interior de un país no es suficiente a la hora de explicar

el origen de esos conflictos armados. Son muy pocos los estados del mundo que

poseen una población completamente homogénea. La raíz del enfrentamiento

suele encontrarse en la inadecuada gestión de la diversidad cultural y,

particularmente, en la discriminación socioeconómica a favor de determinados

grupos étnicos o tribales.

La desigualdad puede materializarse de diferentes formas: restricciones a la

hora de acceder al empleo público (en especial a los cuerpos de la administración

2 Paul Collier, “The Market for Civil War”, Foreign Policy, May/June 2003, p. 40

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4

armados), en las prestaciones sociales y en las oportunidades de progreso

económico y social de las élites de los diversos grupos. La discriminación de las

élites constituye uno de los principales detonantes de ese tipo de conflictos. Y por

esa razón el perfil de los líderes insurgentes responde con frecuencia al de

personas con un nivel de educación elevado que se aseguran la lealtad de sus

seguidores mediante la redistribución de los recursos que obtienen por su lucha3.

Pero los agravios comparativos no son el único motivo de la lucha armada por

el reparto de la riqueza nacional. El análisis cuantitativo de las guerras civiles

entre 1960 y 1999 concede más importancia explicativa a la avaricia de los

componentes de las distintas facciones armadas (que ganan y pierden

sucesivamente el poder) antes que a las injusticias entre grupos étnicos, aunque

estas tengan también la relevancia que acabamos de explicar4. Se trata de una de

las motivaciones más comunes entre los señores de la guerra que combaten en

contextos con abundancia de recursos naturales5.

Otra fuente de deslegitimación política es la falta de solvencia democrática. Sin

embargo lo habitual es que los regímenes dictatoriales sólo sufran graves fracturas

internas en los momentos de transición o de particular debilidad. De lo contrario

el férreo control que ejercen sobre la sociedad dificulta los preparativos y

supervivencia de los grupos insurgentes. Además esos regímenes suelen ser

expeditivos y despiadados a la hora de sofocar el más mínimo atisbo de

levantamiento. Fueron una prueba de ello las distintas operaciones de castigo del

antiguo régimen de Saddam Hussein contra los kurdos del norte en las décadas de

1980 y 1990, o el aplastamiento de la insurrección de islamistas sirios en la ciudad

de Hama en 1982 por las fuerzas de Hafez el Assad que provocó más de veinte mil

muertos en pocos días6.

Los factores externos también son relevantes en el origen de algunas guerras

de desintegración. El apoyo que los insurgentes reciben de estados vecinos o de

3 Jean-Paul Azam, “The Redistributive State and Conflicts in Africa”, Journal of Peace Research, vol. 38, no. 4, 2001, pp. 429–444. 4 Paul Collier & Anke Hoeffler, Greed and Grievance in Civil War, October 21st, 2001. Manuscrito del Banco Mundial. Disponible en http://www.worldbank.org/research/conflict/papers/greedgrievance_23oct.pdf [consultado: enero de 2005] 5 S. Mansoob Murshed, “Conflict, Civil War and Underdevelopment: An Introduction”, Journal of Peace Research, vol. 39, no. 4, 2002, pp. 387–393 6 Michael Rubin, “Are Kurds a pariah minority?” Social Research, Spring 2003, pp. 35-46.

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5

potencias extranjeras resulta en ocasiones imprescindible para la continuidad de

esos grupos. La ayuda puede ser de carácter más o menos directo. Desde

simplemente permitir el paso y refugio en zonas fronterizas, hasta la financiación

y suministro de armas o, incluso, la participación de fuerzas regulares en

operaciones combinadas con la guerrilla (momento en que el conflicto interno se

convierte en conflicto interno internacionalizado). Esta dinámica se ha dado de

alguna manera en muchas de las guerras de desintegración que han tenido lugar

en África Subsahariana, Asia Central y América Andina. La insurgencia se

convierte así en un instrumento de injerencia y política regional de vecinos mal

avenidos, que frecuentemente también padecen síntomas similares de debilidad y

descomposición. Por ejemplo, durante la rebelión contra el régimen congolés de

Laurent Kabila en agosto de 1998, las fuerzas de Ruanda y Uganda invadieron el

país en apoyo de los insurgentes, mientras que las de Angola y Zimbabwe

intervinieron en apoyo del dictador, a las que posteriormente se unieron las de

Namibia, Chad y Sudán7. La decisión de Angola se debía al temor de que la

guerrilla de la UNITA pudiera utilizar la República del Congo como refugio,

mientras que la de Zimbabwe respondía a intereses meramente económicos. A su

vez Ruanda había prestado en su día un apoyo crucial a la rebelión de Kabila

contra el régimen de Mobutu, pero se enemistó contra el nuevo dictador cuando

este expulsó del país a los altos mandos militares tutsis ruandeses8.

Otro factor internacional de peso, sobre todo en los conflictos de

desintegración de la década de 1990, fue el cese de la ayuda exterior que muchos

países del Tercer Mundo recibían dentro de los juegos de alianza y contención de

la Guerra Fría. El apoyo en forma de dinero, armas y asistencia militar apuntaló

estados débiles y permitió aplastar diversos conatos de insurgencia. Pero una vez

terminada la rivalidad entre bloques, la falta de interés de las grandes potencias

interrumpió esos canales de vida artificial. Como consecuencia las autoridades de

muchos países en desarrollo se encontraron sin medios financieros para

conquistar el apoyo de sus poblaciones y sin capacidad militar para frenar los

7 Thomas M. Callaghy, “Life and Death in the Congo: Understanding a Nation’s Collapse”, Foreign Affairs Vol. 80, No 5, 2001, pp. 143-149. 8 Ola Olsson & Heather Congdon Fors, "Congo: The Prize of Predation", Journal of Peace Research, vol. 41, no. 3, 2004, pp. 321–336

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intentos de derrocarlos9. El fin del régimen de Mobutu que acabamos de comentar

responde también a esta secuencia. Ni Estados Unidos ni Bélgica (antiguos

valedores del dictador zaireño) fueron en su auxilio en 1997. Sólo Francia,

atemorizada ante la posibilidad de que el nuevo régimen de Kabila implantara el

inglés en el país, mantuvo su apoyo hasta el final10.

Además de las variables explicativas de carácter político, las circunstancias

económicas también resultan determinantes a la hora de comprender la génesis y

peculiar desarrollo los conflictos de desintegración. Una primera característica

consiste en que se trata de países donde una proporción muy considerable de la

población (en algunos casos más de la mitad) vive por debajo de la línea de

pobreza nacional. Debilidad económica y debilidad política se encuentran así

entrelazadas, pues aun en los casos en los que el país es rico en recursos naturales

(diamantes, madera o fuentes energéticas) la mala gestión y la corrupción de las

élites dirigentes impiden que la explotación de esas riquezas (a menudo

contratada a compañías extranjeras francesas, británicas, norteamericanas o de

otros países, como por ejemplo China en los yacimientos petrolíferos de Sudán) se

traduzca en desarrollo social y fortalecimiento de la administración del estado.

La precariedad económica se convierte entonces en un peligroso factor de

riesgo para el ejercicio de la soberanía estatal dentro del territorio, similar a los

efectos de la desnutrición sobre un cuerpo humano enfermo. Las defensas se

debilitan y los enemigos del estado cobran se hacen fuertes. Además, si los

ejércitos y agencias policiales se encuentran desmotivados y mal pagados, no es

extraño que en algunos casos acaben recurriendo al saqueo de la población, al

tráfico de armas o que se pasen al bando rebelde.

El equipo militar y el adiestramiento de las fuerzas estatales suelen ser

deficientes, de manera que la ventaja cuantitativa o cualitativa sobre los

insurgentes es a menudo reducida. El número de aviones y helicópteros de

combate –claves en la lucha contra la guerrilla– es ínfimo o simplemente no

existe. Por ejemplo en 2004 la fuerza aérea de Costa de Marfil estaba compuesta

9 Román D. Ortiz, “Las nuevas guerras civiles”, en Carlos De Cueto y Javier Jordán (Coord.), Introducción a los estudios de seguridad y defensa, (Granada: Comares, 2001), p. 35-49. 10 Ola Olsson & Heather Congdon Fors, "Congo: The Prize of Predation", p. 325.

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por sólo dos aviones Sukhoi-25, tripulados por pilotos bielorrusos, y tres

helicópteros; hasta que en noviembre de ese año fue destruida en tierra por dos

Mirage franceses, como represalia a un ataque anterior en el que habían muerto

nueve militares galos.

Las unidades de tierra suelen carecer también de equipo pesado y de

multiplicadores de fuerza como visores nocturnos, equipos de comunicaciones o

auténticas unidades de operaciones especiales. La precariedad de medios y la

escasa fiabilidad de las tropas en situación de combate están convirtiendo en una

práctica común la contratación de compañías militares extranjeras. Abordaremos

ese fenómeno en uno de los siguientes epígrafes.

Por otra parte la pobreza generalizada, combinada con la debilidad del estado,

disminuye los costes del apoyo personal a la insurgencia. Los campos de

refugiados, las aldeas depauperadas en épocas de sequía y de hambruna, y las

barriadas marginales repletas de jóvenes en paro proporcionan miles de

voluntarios a los grupos insurgentes y a las bandas armadas incontroladas. África

es el continente más joven del mundo. En 2001 el 42.5 por ciento de su población

tenía menos de quince años11 y en algunos países espacialmente afectados por el

SIDA cientos de miles de niños quedan huérfanos a edades muy tempranas. Las

raíces políticas del conflicto –si realmente las hay– se combinan entonces con

otras motivaciones más primarias como lucha por la supervivencia, la codicia y la

desesperación.

Se crea así un círculo vicioso que daña aún más la economía del país y aleja las

oportunidades de recuperación. Por un lado, el estado desvía una cuantía

considerable de fondos públicos a gastos militares en unas sociedades que se

encuentran muy lejos de los parámetros básicos del sistema de bienestar. Por

ejemplo en 1999 Angola dedicó más del 21 por ciento del PIB a defensa y en 2002

Eritrea el 23,5 por ciento, mientras que sanidad y educación recibían

respectivamente el 2.8 y 4.8 por ciento12. En la práctica esos porcentajes tan

elevados se traducen en unos pocos millones de dólares que apenas permiten

11 United Nations Statistics Division, Demographic Yearbook 2001. Disponible en http://unstats.un.org/unsd/demographic/products/dyb/dyb2.htm [consultado: enero de 2005]. 12 Stockholm International Peace Research Institute, SIPRI Data on Military Expenditure 2004. Disponible en http://www.sipri.org/ [consultado: enero de 2005]

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mantener fuerzas armadas dignas de tal nombre, pero en cualquier caso

constituyen un lastre insoportable para el desarrollo económico y social.

Además de los factores señalados, los efectos más graves para el avance del

país se derivan de la propia dinámica de desintegración estatal. Como señala Mary

Kaldor la economía de estas guerras difiere por completo de la centralización,

producción industrial masiva e incluso autarquía de conflictos clásicos como la

Primera y Segunda Guerras Mundiales. Al venirse a pique la economía nacional

en las regiones afectadas por el conflicto, los diversos grupos armados recurren

prácticas económicas irregulares como el saqueo, la extorsión de la población

(dinero o bienes a cambio de seguridad), el secuestro, la explotación y comercio de

materias primas, el robo y redistribución de ayuda humanitaria, etc.

Esos sistemas de financiación tienden a prolongar el conflicto, pues además de

devastar el país, proporcionan autonomía financiera a los grupos armados no

estatales. Se produce así un salto estratégico de primera magnitud, ya que pueden

adquirir por ellos mismos los medios para luchar, sin que resulte indispensable

contar con apoyo internacional. Por ello, la existencia de recursos naturales

fácilmente explotables o “saqueables”, por ejemplo, diamantes, madera, opio,

cannabis o planta de coca, se convierte en entonces en una variable predictora de

la prolongación del conflicto13. Y el acuerdo con los países que estaban ayudando a

la guerrilla deja de ser una garantía del cese de las hostilidades (una práctica

común en muchos casos anteriores)14.

Junto a la economía y el contexto político, hay otros dos factores que también

pueden contribuir al inicio y continuidad del conflicto. Se trata de la geografía y de

ciertos avances tecnológicos en cuestión de armamento que juegan a favor de la

autonomía estratégica de los grupos armados. Como se señaló en el modelo

explicativo descrito en el capítulo 1, las condiciones geográficas del entorno

afectan sustancialmente a la conducción de la guerra. En los conflictos de

desintegración variables como el tamaño y localización regional del país, la

presencia de cadenas montañosas, la existencia de junglas o bosques, la

13 Michael L. Ross, “What Do We Know About Natural Resources and Civil War?”, Journal of Peace Research, Vol. 41, No. 3, 2004, pp. 337–356 14 Román D. Ortiz, “Las nuevas guerras civiles”, p. 45.

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9

dispersión de la población, y la amplitud y porosidad de las fronteras

internacionales resultan claves a la hora de garantizar el control del territorio.

Esas características geográficas no influyen sólo en la ventaja de los rebeldes para

combatir en el nivel táctico, sino sobre todo en su capacidad logística y de

maniobra en el plano operacional15.

Por otra parte los avances tecnológicos con doble aplicación civil-militar están

incrementando el potencial armado de los grupos no estatales. La telefonía móvil

(que sorprendentemente sigue funcionando en muchos entornos catastróficos),

las radios encriptadas, los equipos de visión nocturna, la adquisición de

inteligencia y difusión de propaganda a través de internet, y otras aplicaciones

tecnológicas, se convierten en eficaces multiplicadores de fuerza.

Muchas veces esos avances se combinan con sistemas de armas menos

sofisticados, pero que, mediante el desarrollo de tácticas innovadoras (por

ejemplo el empleo de lanzagranadas para abatir helicópteros), limitan la

capacidad operativa de fuerzas mejor equipadas. El fusil de asalto AK-47

Kalashnikov y el lanzagranadas RPG-7 se empezaron a utilizar hace más de

cuarenta años y, debido a la facilidad de su empleo y bajo coste, equipan a la

mayor parte de las unidades militares de países en desarrollo y a los grupos

insurgentes. Pero a la vez se está difundiendo sistemas de armas que hasta hace

relativamente poco eran prohibitivos por su precio y resultaban difíciles de

adquirir. Así sucede por ejemplo con los sistemas de misiles antiaéreos portátiles

que actualmente son producidos por países como Egipto, Pakistán, Corea del

Norte, y Vietnam. Se calcula que hay quince grupos no estatales (incluida la red

terrorista Al-Qaida) que poseen este sistema de armas16.

El mercado de armas ligeras se ha vuelto mucho más accesible desde el fin de

la Guerra Fría. Se trata de un sector muy descentralizado (más de 1.249 empresas

en más de noventa países) que dificulta el control riguroso de los intercambios

comerciales. Varios de esos países son muy poco transparentes (México, China,

Israel, Sudáfrica y Bulgaria se encuentran en los últimos puestos del ranking).

15 Halvard Buhaug, “The Geography of Civil War”, Journal of Peace Research, Vol. 39, No. 4, 2002, pp. 417–433. 16 Small Arms Survey Project, Small Arms Survey 2004: Rights at Risk, Geneva: Graduate Institute of International Studies, 2004. Disponible en http://www.smallarmssurvey.org/index.html [consultado: enero de 2005]

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10

Además, las armas ligeras se caracterizan por su resistencia y pueden ser

transferidas de una zona a otra de conflicto (en ocasiones cambiando incluso de

continente) a través de mafias que las compran y revenden. A ello se añade la

venta ilegal de armas por miembros de fuerzas armadas de países en desarrollo, el

saqueo de los arsenales oficiales en los países donde el régimen se ha venido abajo

(se calcula que en Irak la población civil se ha hecho con cerca de siete millones de

armas ligeras), y la capacidad que han desarrollado algunos grupos insurgentes

para fabricar armamento con sus propios medios17.

En cuanto a los actores, en las guerras de desintegración pueden darse cita

protagonistas armados de distinta naturaleza: fuerzas estatales –o lo que queda de

ellas–, milicias de autodefensa, señores de la guerra, grupos insurgentes con un

proyecto político, bandas sin ideología que viven del saqueo, fuerzas paramilitares

que combaten al lado de unidades del ejército regular, empresas privadas de

seguridad, fuerzas armadas de países extranjeros con o sin mandato

internacional, etc.

La pluralidad de grupos armados es una consecuencia directa de la

descomposición del estado en determinadas regiones del país y de la pérdida del

monopolio de la violencia. El panorama resultante recuerda las ideas de Thomas

Hobbes sobre el estado de naturaleza y la lucha de unos hombres contra otros en

ausencia de una autoridad superior18. De hecho ese miedo hobbesiano alienta aún

más la fragmentación y la aparición de nuevos colectivos que se arman o se unen a

otros con el fin de buscar protección.

Habitualmente ninguno de esos actores tiene poder suficiente para aplastar a

sus adversarios, ni capacidad para reconstruir el edificio político y social. Cada

uno se hace fuerte en determinados enclaves, donde ejerce su dominio sobre la

población y los recursos del territorio. La estructura interna y las relaciones que

mantienen entre ellos varían de unos casos a otros. A diferencia de las fuerzas

militares clásicas, no suelen poseer estructuras jerárquicas bien definidas. Son

frecuentes los cambios de alianzas y los acuerdos puntuales por razones de

negocios. Aunque en la prensa internacional pueden parecer dar la impresión de

17 Ibid. 18 Thomas Hobbes, Leviatán, (Madrid: Editora Nacional, 1980)

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11

bandos monolíticos, muchas veces están compuestos por grupos independientes

que mantienen relaciones horizontales.

El adiestramiento militar de sus miembros es muchas veces precario y varía en

función del grupo. Las milicias de autodefensa están formadas por campesinos

que se organizan y empuñan las armas para defender sus aldeas. Los señores de la

guerra y otros grupos insurgentes reclutan a desertores del ejército regular,

parados y población civil. Algunas milicias paramilitares como los Tigres de Arkan

o las Águilas Blancas de de Selsej, que actuaron en las guerras de la ex-Yugoslavia

al servicio de los serbios, estaban dirigidas por antiguos delincuentes y miembros

de grupos urbanos violentos. En algunos escenarios es habitual que los menores

de edad acaben envueltos en la espiral de violencia. En 1998 se estimaba que

había 300.000 adolescentes de ambos sexos participando activamente en guerras.

En 2004 100.000 combatían en África Subsahariana, tanto en las filas de los

ejércitos regulares como en otro tipo de grupos armados. Algunos de ellos son

secuestrados y obligados a alistarse por la fuerza pero otros toman las armas para

recibir a cambio alimentación y techo tras haber perdido a sus familias19.

Como vimos en el primer capítulo, las características del entorno y de los

actores influyen de manera decisiva en el modo de plantearse el enfrentamiento.

El modelo teórico que proponíamos en las páginas iniciales agrupaba las diversas

expresiones del conflicto en cuatro conjuntos: reglas y comportamiento,

magnitud, primacía de unos actores sobre otros y prolongación en el tiempo.

Vamos a examinar cada uno de ellos.

Michael Ignatieff y Robert Kaplan, dos escritores que han sido testigos directos

de escenarios de desintegración, destacan la particular ausencia de restricciones

morales en los contendientes de esas guerras. Kaplan afirma que no son soldados

(con la carga semántica de disciplina y profesionalidad que esta palabra implica

en Occidente), sino guerreros; primitivos erráticos, hombres de lealtad voluble,

acostumbrados a la violencia y sin intereses en el orden civil20.

Michael Ignatieff explica que esa especial brutalidad es consecuencia de la

desaparición del honor del guerrero. Una identidad peculiar que han poseído los 19 Coalition to Stop the Use of Child Soldiers, Child Soldiers Global Report 2004, Disponible en http://www.child-soldiers.org./resources/global-reports.html [consultado: enero 2005] 20 Robert D. Kaplan, El retorno de la Antigüedad. La política de los guerreros, (Barcelona: Ediciones B, 2002), 180.

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12

combatientes a lo largo de la historia, que se alimenta del espíritu de cuerpo y del

respeto ético hacia determinadas normas. Ese código es el que tradicionalmente

ha distinguido entre combatientes y no combatientes, objetivos legítimos e

ilegítimos, armas morales e inmorales, costumbres bárbaras y civilizadas. Normas

que a menudo han sido violadas con la misma frecuencia con que se han

observado, pero que establecen un sentimiento de respeto mutuo y honorabilidad

entre aquellos que combaten21. El encuadramiento en organizaciones militares no

asegura por completo el cumplimiento de ese tipo de leyes. Pero al menos la

disciplina y la jerarquía de los ejércitos contiene y canaliza la violencia ciega que

puede generar la interacción de miles de hombres armados. Según Ignatieff, esos

elementos de control están ausentes en las bandas de jóvenes vestidos con

RayBan, ropa ceñida, y a menudo drogados, que luchan en las guerras de

desintegración.

La magnitud de los conflictos de desintegración varía según los casos pero lo

normal es que tenga un impacto catastrófico sobre las áreas donde se libran.

Habitualmente responden al paradigma de guerra total, sin distinción entre

combatientes y no combatientes, ni respeto a ciudades o a edificios de valor

cultural o religioso. En algunos conflictos étnicos ese contenido simbólico los hace

víctimas seguras de la destrucción. La población civil también suele ser blanco de

los ataques. En ocasiones porque pertenecen a una etnia, tribu o religión

diferente. Otras, para crear terror y controlar a la población de la zona. Y muchas

veces, sólo para saquear y violar. Como consecuencia se multiplica el sufrimiento

de los no combatientes y, si a comienzos del siglo XX entre el 85 y 90 por ciento

de las bajas eran militares (en los conflictos librados en suelo europeo), en estas

guerras, los civiles representan casi el 80 por ciento de las víctimas22. En algunos

casos las cifras son escalofriantes. Desde 1998 hasta la actualidad han muerto más

de tres millones de personas en el conflicto del Congo; Sudán más de dos millones

(el último estallido de violencia en la región de Darfur se ha saldado con un

balance aproximado de 70.000 muertes y más de un millón de desplazados); en

Angola los enfrentamientos desde su independencia en 1975 hasta 2002

provocaron un millón de muertos; en Ruanda otro millón; en Liberia doscientos

21 Michael Ignatieff, El honor del guerrero. p. 114. 22 Mary Kaldor, Las nuevas guerras, p. 100.

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13

mil; y trescientos mil en Burundi. Los efectos económicos ya han sido comentados

páginas atrás y también son devastadores. La espiral de violencia destruye

muchas de las iniciativas de desarrollo puestas en pie con sacrificio durante años y

aleja las oportunidades de recuperación.

En cuanto a la primacía de unos actores sobre otros, las guerras de

desintegración se disputan en la escala más primitiva de la evolución del conflicto.

Los principales protagonistas son aquellos que ejercen la violencia de manera

directa, y la fuerza es quien tiene la última palabra. Los actores no armados

(medios de comunicación, opinión pública, movimientos sociales), que en las

economías avanzadas juegan un papel tan decisivo o más que las fuerzas militares,

no existen o son por lo general escasamente relevantes en el transcurso de este

tipo de guerras. Hay algunos casos excepcionales de grupos insurgentes que han

realizado hábiles campañas informativas para ganarse a la población del país y a

las audiencias globales. Uno de los más conocidos fue el Ejército Zapatista de

Liberación Nacional en Mexico23. Las milicias chechenas y otros grupos

muyahidines también prestan una esmerada atención a la propaganda orientada a

los musulmanes. Sin embargo, en las áreas más olvidadas del planeta la mayor

parte de los señores de la guerra, gobiernos maltrechos y bandas armadas viven

de espaldas a la opinión pública y siguen pensando –justificadamente en esos

contextos– que el único poder válido es el que emana de la boca del cañón.

La diferencia de primacía de unos actores sobre otros tiene graves

implicaciones cuando en un mismo escenario coinciden fuerzas de ambos

mundos. Mientras que los parámetros estratégicos de unos corresponden a las

fases menos evolucionadas del conflicto, otros combaten en un universo mucho

más complejo y sujetos a mayores controles y condicionantes. Los criterios de

mínimas bajas propias y de población no combatiente, daño reducido a las

infraestructuras civiles del enemigo, limitación temporal del conflicto, reglas de

enfrentamiento muy estrictas, y otros necesarios para no perder la legitimidad,

obligan a algunos de los protagonistas pero no a los otros. Esos condicionantes

son aprovechados con frecuencia en el marco de los conflictos asimétricos.

23 David F. Ronfeldt, John Arquilla, Graham E. Fuller & Melissa Fuller, The Zapatista "Social Netwar" in Mexico, (Santa Monica: RAND, 1998). Disponible en: http://www.rand.org/publications/MR/MR994/ [consultado: enero de 2005]

Page 14: Las guerras de desintegración

14

También conceden mayor importancia a la dimensión informativa del conflicto.

Cada uno de los bandos procurará vender a la audiencia internacional su propia

versión de la guerra y e intentará también hacer dar publicidad, o por el contrario

ocultar, determinados episodios en función de que minen o refuercen la

legitimidad propia frente a la del adversario.

Por último, las guerras de desintegración se caracterizan por su tendencia a

prolongarse en el tiempo. Las características que hemos venido analizando

explican de sobra las dificultades que entraña su resolución. Normalmente son

conflictos que enfrentan a multiplicidad de actores y por tanto es más difícil

alcanzar acuerdos que satisfagan a todas las partes. También es habitual que

ninguno de ellos sea capaz de prevalecer militarmente sobre los otros y que cada

uno se limite a hacerse fuerte en determinados enclaves con fronteras más o

menos definidas. Se genera además una dinámica económica que vuelve rentable

la guerra para algunos de sus protagonistas (narcotraficantes, señores de la

guerra, vendedores de armas, ciertos sectores del gobierno, etc). En otros casos,

aunque se llegue a un acuerdo, algunas de las partes son después incapaces de

aplicarlo en su zona sin recurrir al empleo del terror (principal instrumento de

control hasta ese momento).

Las guerras internas causan también heridas que son difíciles de cerrar, sobre

todo cuando el odio étnico ha provocado miles de asesinatos, violaciones, torturas

y desplazados. Pero el obstáculo más grave se encuentra en la complejidad de

reconstruir las estructuras estatales y en dotarlas de legitimidad. Como

consecuencia de todos estos factores la duración media de los conflictos internos

durante la década de 1990 se elevó a 8 años, el doble de la década anterior24. Las

guerras terminan muchas veces por agotamiento de los contendientes o porque

uno de ellos acaba imponiéndose al resto en la mayor parte del territorio.

En los mejores casos el fin de la guerra es seguido por la creación de un

entorno de seguridad, imprescindible para la reconstrucción del estado y la

recuperación de la actividad económica. Las fuerzas multinacionales de paz son

habitualmente quienes garantizan esas condiciones mínimas. Las agencias

internacionales y las ONGs también contribuyen sensiblemente a la regeneración

24 Paul Collier, “The Market for Civil War”, p. 42.

Page 15: Las guerras de desintegración

15

del tejido social, político, administrativo y económico del país. Pero en cualquier

caso la ayuda internacional es siempre complementaria al esfuerzo que debe

realizar la población y las elites locales para enterrar las armas y sentar las bases

de una paz duradera. La experiencia de la década de 1990 (marcada por el boom

de las operaciones paz) demuestra que es posible en muchos casos salir de la

espiral de violencia y volver lentamente a la normalidad. Así ha sucedido por

ejemplo en Argelia, Sierra Leona, Ruanda, Guatemala, El Salvador, Angola,

Mozambique, Timor Oriental y Balcanes.

El principal problema se encuentra en aquellos países donde las estructuras

estatales han colapsado en parte o la totalidad de su territorio y donde resulta

extraordinariamente difícil lograr su restablecimiento. Es el caso de zonas del

planeta como Somalia y Haití, y algunas áreas de Afganistán, Cachemira,

Chechenia, Colombia, Eritrea, Liberia, Etiopía, Irak, República del Congo,

Burundi, Costa de Marfil, Chad, Sudán, Yemen, Aceh, Myanmar, Mindanao o

Nepal. En las zonas que escapan al control del estado las formas de organización

política responden a modelos premodernos y la vida de sus habitantes se ve

acechada por la incertidumbre de un entorno hostil. Son los agujeros negros del

mundo global.

2. Protagonistas con futuro

Entre los nuevos actores armados que protagonizan este tipo de conflictos

internos hay dos que merecen una atención particular ya que son propios de los

entornos donde el estado pierde el monopolio de la violencia. Como veremos,

ninguno de los dos es completamente nuevo. Los señores de la guerra tienen un

cierto reflejo en los jefes locales de la época feudal, y son causa y efecto de la

desmembración de las estructuras estatales. Por su parte, los mercenarios se

encuentran presentes a lo largo de casi toda la historia de la guerra; y su

reaparición en los conflictos internos no constituye sorpresa alguna y lo más

probable es que se generalice su empleo en las dos próximas décadas.

2.1. Los señores de la guerra

Como acabamos de señalar, la figura del señor de la guerra se asocia

intuitivamente a la Edad Media y el feudalismo. Pero su naturaleza está arraigada

Page 16: Las guerras de desintegración

16

a mucha mayor profundidad en las sociedades humanas. Los señores de la guerra

existían muchos milenios antes de que se iniciara la Edad Media y aún sobreviven

en la actualidad. Su presencia es de hecho inevitable siempre que no haya una

autoridad estatal fuerte, e incluso cuando esto ocurre logran con frecuencia

acomodarse a ella. En realidad, solo los estados occidentales modernos han sido

capaces de arrinconar y eliminar a los señores de la guerra. Pero en cuanto la

estructura estatal se debilita, y el caos comienza a extenderse, reaparecen

rápidamente, quizás porque en el fondo constituyen una respuesta primitiva a la

necesidad humana de seguridad.

Un señor de la guerra es fundamentalmente un jefe militar, pero no sólo eso.

También suele ser un líder social y político, como corresponde a sociedades

primitivas en las que la autoridad armada constituye la esencia, y a veces la

principal manifestación, de lo político. Frecuentemente es un hombre rico,

perteneciente a una familia poderosa, que se ha convertido en señor de la guerra

precisamente porque puede financiar un ejército privado. En ocasiones esto no es

así, y su ascenso a la categoría de jefe militar se debe a su prestigio social, o al que

ha acreditado en combate. También se ha dado el caso de que un señor de la

guerra sea simplemente el jefe de una unidad militar o paramilitar derrotada, que

ha buscado cobijo en una zona de difícil acceso.

En cualquier caso su poder se asienta sobre la capacidad de mantener una

fuerza armada y de utilizarla para establecer el orden en un territorio

determinado. Que ese orden sea considerado legítimo o no por sus habitantes es

otra cuestión, aunque suele ser difícil que un señor de la guerra que no haya sido

capaz de lograr cierta legitimidad mantenga su posición por mucho tiempo.

Normalmente se asocia a los señores de la guerra con estructuras sociales

primitivas, basadas en familias, tribus y clanes como ejes de la sociedad. Esto así

en muchos casos, aunque no necesariamente. Es indudable que las sociedades

tribales presentan uno de los mejores caldos de cultivo para la aparición de

señores de la guerra. De hecho, estos suelen identificarse con los jefes de clan o

tribu, que ejercen la autoridad política y militar conjuntamente, y crean un

ejército basándose en la periódica aportación de varones armados por parte de

cada tribu. Dicha estructura, que parece remontarnos a la Prehistoria, se

Page 17: Las guerras de desintegración

17

mantiene en realidad en muchas sociedades actuales, desde Afganistán hasta el

África Subsahariana.

Los señores de la guerra, que pueden ser elegidos o nombrados en función de

su ascendencia familiar, constituyen así una forma política pre-estatal, que

proporciona prestaciones básicas en materia de seguridad, representación y

negociación frente a otros grupos sociales. Mientras se mantengan en esta

situación, su existencia es lógica, e incluso beneficiosa pues constituyen una

institución necesaria. Los problemas llegan cuando se convierten en el freno para

la aparición y desarrollo de estructuras políticas más avanzadas.

Este es el caso en la mayoría de los estados en vías de desarrollo. En realidad,

un rápido vistazo a la historia demuestra que la marcha hacia un estado moderno

ha tenido siempre que superar la resistencia de señores de la guerra de uno u otro

tipo. Los monarcas renacentistas en Europa comenzaron a establecer los

fundamentos de sus estados enfrentándose, a veces militarmente, a los vestigios

del feudalismo. El Japón del siglo XIX inició el camino de la modernización tras

aplastar a los samuráis más recalcitrantes. Otros proyectos de estado surgidos

recientemente al amparo de la descolonización, perdieron esa batalla y fueron

incapaces de someter a los señores de la guerra, que sobrevivieron convirtiéndose

en una perpetua fuente de inestabilidad, como es el caso de Yemen o Afganistán, o

simplemente anulando al estado, como ocurrió en Somalia.

Resulta evidente que la convivencia de un estado moderno con territorios

dominados por señores de la guerra degrada a ambos, creando una situación que

suele desembocar en conflictos armados intermitentes. La presencia de ejércitos

particulares supone una negación del clásico principio de monopolio de la

violencia, propio de los estados, desequilibrándolos inevitablemente. Los

territorios dominados por los señores de la guerra se convierten en refugio

permanente de movimientos opositores violentos, y sus ejércitos en amenaza a

gobiernos legales. Su mera existencia obliga a mantener un gasto de defensa

considerable para organizar unas fuerzas armadas capaces de mantenerlos a raya;

y, como ya hemos señalado anteriormente, esto puede ser una carga insoportable.

Los señores de la guerra también pierden su función tradicional cuando deben

convivir con un estado moderno. La necesidad de mantener una fuerza creíble

frente al ejército estatal les obliga a dedicar recursos exagerados. La forma de

Page 18: Las guerras de desintegración

18

obtener esos recursos suele ser siempre muy negativa. Lo más habitual es expoliar

a aquellos que habitan en los territorios bajo su control, o bien dedicarse a alguna

actividad delictiva rentable; el contrabando (que puede que sea la más benigna de

ellas, sobre todo si se la compara con el cultivo y tráfico de estupefacientes25), el

secuestro sistemático o el tráfico de personas. De forma inevitable, los señores de

la guerra dejan de ser la institución útil, garante de cierta seguridad y orden,

propia de las sociedades primitivas, para convertirse en parásitos del estado,

tiranos de sus propios pueblos y origen perpetuo de violencia.

Paradójicamente, los señores de la guerra resultan a veces imprescindibles en

los procesos de estabilización que llevan al nacimiento o la resurrección de un

estado. En Afganistán, por ejemplo, el régimen talibán se derrumbó en gran

medida porque la mayor parte de los señores de la guerra del país o estaban en la

oposición, o se pasaron a ella impulsados por la intervención norteamericana. En

la actualidad, y pese a que constituyen un grave problema para el gobierno de

Hamid Karzai26, a quién se ha llegado a denominar jocosamente “el alcalde de

Kabul” por su escaso control sobre el resto del territorio, también suponen un

importante soporte para el mismo. De hecho, los señores de la guerra contribuyen

enormemente a mantener a raya a los vestigios de los talibán y a los combatientes

de Al-Qaida que todavía mantienen la lucha en algunas regiones. Si decidiesen

cambiar de bando el gobierno Karzai difícilmente podría sobrevivir.

Otro ejemplo interesante es el de Somalia. Allí, tras el derrocamiento del

Presidente Siad Barre en 1991, el país quedó en manos de diferentes milicias,

lideradas por sus respectivos señores de la guerra. Ni siquiera la intervención de

Estados Unidos junto con otras fuerzas de Naciones Unidas entre 1992 y 1994,

logró acabar con ellos. Muy al contrario, las fuerzas internacionales decidieron

retirarse tras sangrientos enfrentamientos en la capital, Mogadiscio. Tras esta

retirada se agudizó la anarquía, y las diferentes facciones armadas

ensangrentaron el país durante siete años.

Pero, cuando en 2002 comenzaron a celebrarse negociaciones con vistas a

reconstruir el estado somalí, apoyadas por la vecina Kenia, resultó imprescindible

25 Michael Evans, “Warlords set to reap profits of poppy harvest”, The Times. 26 November 2001 26 Human Rigths Watch, Afghanistan: Return of the Warlords, June 2002. Disponible en www.hrw.org [consultado: febrero de 2005]

Page 19: Las guerras de desintegración

19

convocar a los señores de la guerra a que tomasen parte en ellas, ya que eran los

que realmente controlaban el territorio. Los señores de la guerra somalíes han

sido especialmente crueles, se han convertido en algo tan despreciable como

parásitos de la ayuda humanitaria y su intervención en el proceso de pacificación

no ofrece excesivas esperanzas27. Pero aún así ha sido preciso contar con ellos a la

hora de intentar establecer las condiciones para el retorno a la normalidad.

A menudo, la posición de los señores de la guerra es con frecuencia más frágil

de lo que parece. Su principal vulnerabilidad es la fragmentación y el constante

enfrentamiento mutuo. Cualquier enemigo organizado puede someterlos

estableciendo un juego de alianzas que fomente las luchas internas, debilitando a

los más fuertes y sometiendo o aniquilando a los débiles. Esto fue lo que hicieron

los talibán en Afganistán a mediados de los años 90, cuando no eran más que una

milicia bien organizada y motivada que penetró desde Pakistán, sellando alianzas

con los jefes pashtunes. De una forma no muy diferente actuaron los

norteamericanos en 2001 para acabar con su régimen.

La quiebra del estado en las zonas que han quedado desconectadas de la

economía global puede acentuar el retorno de los señores de la guerra. Ese

retorno puede ser especialmente negativo en aquellos países que han fracasado en

los proyectos de modernización social y política. En estas circunstancias se

produce una desorientación en la que el señor de la guerra no regresa ya como un

digno jefe de tribu, dispuesto a defender los intereses de los suyos, sino como una

figura degradada; jefe de milicias brutales, traficante de drogas, armas y personas,

extremista religioso o, en ocasiones, simple fanático milenarista.

El caso de la guerra civil en Sierra Leona resulta paradigmático, con toda una

constelación de milicias lideradas por efímeros señores de la guerra, a cual más

violenta e incontrolable28. Una de las más conocidas, los West Side Boys, que

secuestraron a 11 soldados británicos en agosto de 2000, y fue prácticamente

aniquilada en la posterior operación de rescate, estaba compuesta por

adolescentes bajo el efecto casi permanente de drogas diversas.

27 Yusuf Abdulqawi,.“Somalia´s Warlords: Feding on a Failed State”, International Herald Tribune. 21 January 2004 28 Mihka Vehnamaki, “Diamonds & Warlords: The Geography of War in the Democratic Republic of Congo and Sierra Leone”, Nordic Journal of African Studies Vol. 11, No 1, (2002), pp. 64-69

Page 20: Las guerras de desintegración

20

Cuando los señores de la guerra no son ya la expresión de un orden social

primitivo, sino simplemente el producto del caos, es cuando su influencia puede

ser más desastrosa. En las guerras de la antigua Yugoslavia, especialmente

durante los confusos combates iniciales en Bosnia y Croacia, cuando las

estructuras del estado yugoslavo se colapsaron, los señores de la guerra

aparecieron de forma natural y devastadora. Antiguos funcionarios de alto rango,

políticos populistas, militares que habían abandonado el ejército nacional y, en

muchos casos, delincuentes comunes. Su efecto sobre el conflicto fue terrible,

convirtiendo éste en una espantosa serie de matanzas, pese a que Yugoslavia

había llegado a ser un estado razonablemente moderno y avanzado. Pero el caos

que sigue a la civilización suele ser mucho peor que el que la precede. Y eso

también se aplica la naturaleza de los señores de la guerra.

2.2. Mercenarios y empresas de seguridad

La última década han presenciado la aparente reaparición de mercenarios en

numerosos conflictos. En realidad los mercenarios han sido actores tradicionales

en las guerras durante la mayor parte de la historia. Los ejércitos regulares, sin

embargo, han constituido más bien una excepción temporal, propia de momentos

en los que se han podido desarrollar sólidas estructuras estatales. Pero incluso en

esos momentos la utilización de mercenarios era considerada habitual, hasta que

el nacionalismo de los siglos XIX y XX los marginó progresivamente, haciéndolos

desaparecer en los ejércitos occidentales.

El retorno de los mercenarios ha venido de la mano del auge de las empresas

privadas de seguridad. Puede identificarse varias causas para este fenómeno pero

todas estas relacionadas con la crisis del concepto de estado en muchos lugares

del planeta, y con la progresiva reducción de personal de los ejércitos en los

estados occidentales. Las empresas de seguridad cubren en realidad el hueco que

la escasez o la ausencia de fuerzas regulares deja en numerosas regiones del

mundo, al tiempo que complementan la acción exterior de algunos estados

occidentales, que prefieren no utilizar sus fuerzas armadas en determinadas

circunstancias, bien por economía o bien por evitar problemas diplomáticos.

Aunque este retorno de los mercenarios resulta inquietante a primera vista, el

papel desestabilizador que se les atribuye resulta discutible. Como ha ocurrido a lo

Page 21: Las guerras de desintegración

21

largo de la historia, la actuación de los mercenarios tiene consecuencias

contradictorias, manteniendo por un lado las hostilidades en perfiles muy bajos,

menores en todo caso a los propios de los ejércitos regulares, pero promoviendo a

la vez cierta situación de descontrol que puede terminar en caos generalizado.

La acepción tradicional del término mercenario es la de una persona que sirve

militarmente a un poder extranjero a cambio de un salario o beneficios

económicos de algún tipo29. Así pues, los dos elementos que caracterizan al

mercenario son combatir bajo una bandera que no es la propia de su lugar de

origen, y hacerlo por dinero. Esto último puede dar lugar a confusiones pues,

evidentemente, todos los profesionales de las armas reciben un salario. Pero en el

mercenario se supone que el beneficio económico es el principal –cuando no

único– motivo que le lleva a afrontar el combate, ajeno a motivaciones patrióticas

o de defensa de una comunidad específica o unos valores determinados.

La condición de mercenario resulta frecuentemente polémica y confusa.

Existen varias figuras que, manteniendo ciertas similitudes con los mercenarios,

se diferencian de ellos en un aspecto u otro. Una de ellas es la de los profesionales

ligados al servicio en una nación extranjera concreta. Es el caso de los famosos

“gurkhas” nepalíes, enrolados en el Ejército británico desde el siglo XIX. Podría

citarse incluso a la Guardia Suiza vaticana. En su origen estaba compuesta por

mercenarios suizos, considerados en los siglos XV y XVI los mejores de Europa.

Pero difícilmente podría tildarse hoy de mercenarios a los voluntarios que realizan

tareas de protocolo y seguridad en la Santa Sede.

Las “legiones extranjeras” integradas en ejércitos regulares, especialmente la

francesa y la española constituyen otro caso controvertido. Más o menos abiertas

al ingreso de personal procedente de otros países, algunos de sus miembros han

sido en ocasiones calificados de mercenarios, utilizando una interpretación

rigorista del término. No obstante, entre los aspirantes extranjeros al ingreso en

estas unidades, no parece que el beneficio económico haya sido nunca la

motivación principal, ni siquiera una secundaria.

29 La definición de “mercenario” más fiable es probablemente la que proporciona el artículo 47 del Protocolo Adicional I de la Convención de Ginebra Puede encontrarse en http://www.ohchr.org/english [consultado: febrero de 2005]

Page 22: Las guerras de desintegración

22

Por último, cabe reseñar un fenómeno aparentemente nuevo, pero en realidad

clásico: el ingreso de extranjeros en algunos ejércitos occidentales como medio

para obtener la nacionalidad. Esto ocurrió ya en el ejército romano, después de

que, en el siglo I antes de Cristo, el cónsul Mario comprobase que los ciudadanos

de Roma habían perdido gran parte de su tradicional ardor combativo, decidiendo

abrir la puerta a la admisión de no ciudadanos. En el actual conflicto de Irak, una

significativa minoría de las bajas norteamericanas corresponde a soldados que se

enrolaron en las fuerzas armadas para adquirir su nacionalidad, y que estaban

todavía pendientes de su concesión en el momento de su muerte. Incluso en

España se ha aceptado recientemente el ingreso de un número limitado de

ciudadanos extranjeros en determinadas unidades del Ejército, si bien su

procedencia ha de ser de países con fuertes lazos culturales con España.

Como hemos visto en el capítulo 2, es muy probable que aumente la presencia

de extranjeros en los ejércitos occidentales, con la finalidad de obtener la

nacionalidad, aumentará probablemente, favorecida tanto por la progresiva

dificultad de reclutar personal nacional como por el continuo flujo de

inmigrantes. No obstante, su figura está también bastante alejada de la imagen

del mercenario. De hecho, se trata más bien de aspirantes a ciudadanos de un

estado determinado, que consideran su servicio militar como un método para

adquirir esa condición de una forma más rápida.

Pero, entre todas estas figuras más o menos ambiguas persiste la del

mercenario “clásico”, aquel que todavía sigue vendiendo sus habilidades

marciales al mejor postor. Su papel, que llegó a adquirir cierta importancia

durante la gran época de la descolonización, se vio relegado durante los años 70 y

80 del pasado siglo, para renacer en los 90, en gran medida absorbido por el

nuevo fenómeno de las compañías privadas de seguridad.

Los mercenarios clásicos se asocian siempre al final de un periodo prolongado

de conflictos. El fin de las hostilidades significa el licenciamiento de grandes

contingentes de combatientes que, en muchas ocasiones, encuentran difícil su

reincorporación a la vida cotidiana y prefieren continuar viviendo de su habilidad

militar. Buscan entonces conflictos menores y beligerantes ricos (pero sin

Page 23: Las guerras de desintegración

23

experiencia para organizar un ejército o utilizar armas y equipos sofisticados) para

ponerse a su servicio30.

Durante el siglo XX el papel de estos mercenarios ha sido mucho menor que en

otras épocas, debido a su descrédito ante la ideología nacionalista y los ejércitos

de recluta obligatoria; pero frecuentemente mayor de lo que se cree. En los años

30, por ejemplo, un gran número de oficiales alemanes, con experiencia en la

Primera Guerra Mundial, sirvieron como asesores en el ejército nacionalista

chino. Incluso el ex Jefe de Estado Mayor de la Reichswer, Von Seeckt, llegó a

planificar varias ofensivas contra las fuerzas comunistas de Mao Tse Tung, que

casi llegaron a suponer su desaparición31.

Tras la Segunda Guerra Mundial el número de desmovilizados fue enorme, y

los procesos de descolonización iniciados en gran parte del mundo suponían un

oportunidad irresistible para muchos de ellos. Multitud de nuevos estados surgían

rodeados de conflictos, desprovistos de una organización militar moderna y con

escasos técnicos capaces de manejar las nuevas armas. La presencia de

mercenarios fue especialmente notable en África, donde apenas existía

experiencia previa en la organización de estructuras estatales y de ejércitos

regulares. Las guerras civiles del Congo, Nigeria y Sudán se convirtieron en polos

de atracción para ex combatientes, fundamentalmente europeos. Contra la

creencia habitual, el papel principal de estos mercenarios no estuvo relacionado

con el combate directo sino con la organización y el adiestramiento de fuerzas

nativas; y el impacto de su presencia fue menor de lo que la leyenda ha difundido.

Generalmente apostaron por movimientos secesionistas como el de Biafra en

Nigeria, Katanga en el Congo o el Sur cristiano de Sudán. En todos los casos se

trataba de provincias ricas en petróleo y otros recursos mineros, que podían

financiar fácilmente la contratación de extranjeros. Los mercenarios prolongaron

un tanto su supervivencia, pese a que combatieron indistintamente en uno u otro

bando y, finalmente, debieron ceder ante ejércitos regulares, apoyados

normalmente por las potencias europeas, Estados Unidos o la URSS. De cualquier

30 David Shearer, Private Armies and Military Intervention, Adelphi Paper 316, (Oxford: Oxford University Press, 1998), pp. 13-14 31 Christian Zentner, Las Guerras de la Posguerra. Conflictos militares desde 1945 hasta nuestros días, (Barcelona Editorial Bruguera, 1973), pp. 55-56

Page 24: Las guerras de desintegración

24

modo la edad de oro de los mercenarios africanos terminó rápidamente. En los

años 70, las grandes potencias comenzaron a intervenir directamente en las crisis

africanas. Los asesores militares soviéticos, cubanos, franceses y norteamericanos

sustituyeron con ventaja a los mercenarios en Angola, Etiopía o Chad.

Pero la caída del Muro del Berlín se llevó consigo a las grandes potencias de

África y con ellas se fueron sus asesores. Era el momento para el retorno del

mercenario clásico, Sin embargo, éste ha cambiado en muchos sentidos. Ya no se

trata de británicos, franceses o alemanes veteranos de la Guerra Mundial, sino de

sudafricanos, serbios, rusos o ucranianos. Su función principal ya no es tanto el

adiestramiento como el mantenimiento y manejo de sistemas de armas complejos,

que han quedado frecuentemente inoperativos tras el repliegue de los asesores

militares. El presidente Mobutu de Zaire contrató por ejemplo pilotos serbios y

croatas para convertir en operativa su pequeña fuerza aérea y enfrentarse, en

1996, a la rebelión de Laurent Kabila.

Los métodos de contratación y financiación también han cambiado. Los

mercenarios (aunque ahora ya no admitan que se les denomine así) forman

frecuentemente parte de los servicios de empresas que combinan la venta de

armas con servicios de adiestramiento y contratación de profesionales.

La intervención directa de mercenarios como fuerza de combate resulta más

esporádica. Pero todavía puede darse como una forma de desestabilizar

rápidamente estados pequeños, apoyando golpes de estado. Ejemplos como las

Seychelles en 1977, las Comores en 1995, y el todavía discutido intento de golpe de

estado en Guinea Ecuatorial en 2004, muestran cómo grupos relativamente

pequeños de mercenarios pueden influir decisivamente en la vida política de estas

pequeñas naciones. Sin embargo, las actividades de los mercenarios clásicos han

declinado inevitablemente frente a las nuevas compañías privadas de seguridad.

Estas últimas constituyen un fenómeno polémico y a veces confuso, pero de

indudable éxito, que merece un estudio aparte.

Las empresas internacionales de seguridad han adquirido una especial

importancia en muchos conflictos de la última década. Aunque en los medios de

comunicación son presentadas frecuentemente como agencias de contratación de

mercenarios (los famosos contratistas), ellas lo niegan y, en muchos casos, su

Page 25: Las guerras de desintegración

25

naturaleza resulta ambigua. Muchas agencias no contratan combatientes que

vayan a tomar parte directa en operaciones militares, sino instructores y técnicos

que realicen labores de asesoramiento y entrenamiento, por lo que resulta

complicado denominarles mercenarios. La mayoría actúan de forma abierta, y

algunas sólo aceptan contratos que apoyen la acción exterior de sus estados de

procedencia, como es el caso de muchas compañías norteamericanas. En algunas

ocasiones hay agencias de seguridad que trabajan para ONG’s en tareas de

asesoramiento, y en otras, llevan a cabo tareas que pueden calificarse de

humanitarias, como es el caso del desminado posterior a un conflicto32. Todas

estas circunstancias hacen difícil calificar a los empleados de estas empresas como

mercenarios, por más que la función que desempeñan sea muy similar a la que

tradicionalmente ha correspondido a estos.

David Shearer establece una clasificación de cinco tipos diferentes de

compañías de seguridad según sus actividades33: en los niveles superiores pueden

encontrarse las puramente militares, tanto las que se dedican a la participación

directa en conflictos, como las que simplemente ofrecen entrenamiento,

organización y asesoramiento. Las primeras son las más próximas al concepto

clásico de mercenarios. En un nivel intermedio están las empresas dedicadas a la

actividad militar, pero sólo en aspectos logísticos no directamente relacionados

con el combate. Aquí pueden incluirse muchas compañías que proporcionan y

mantienen equipos, instalaciones y vehículos para clientes que van desde estados

hasta multinacionales pasando por ONG’s. En los niveles inferiores se encuentran

aquellas centradas en la seguridad privada y de empresa. Por un lado las que

ofrecen protección de personas, servicios e instalaciones y, por otro, las que

simplemente proporcionan inteligencia para evitar riesgos que pueden ir desde el

crimen organizado hasta el espionaje industrial34.

32 La contratación de empresas privadas de seguridad por parte de ONG’s dedicadas a la acción humanitaria no está exenta de polémica. (Vaux, Seiple, Nakano & Van Brabant Humanitarian Action and private security companies. International Alert, London 2001. Disponible en: http://www.international-alert.org/ [consultado : enero de 2005] 33 David Shearer, Private Armies and Military Intervention, pp. 25-26 34 Deborah Avant, “Privatizing military training”, Foreign Policy in Focus, Vol. 7, No 6, (2002), Disponible en http://www.fpif.org/pdf/vol7/06ifmiltrain.pdf [consultado: enero de 2005]

Page 26: Las guerras de desintegración

26

Esta clasificación sirve para clarificar las actividades a las que normalmente se

dedican las empresas de seguridad, pero puede resultar engañosa puesto que

muchas de ellas trabajan en varios niveles simultáneamente.

Habitualmente las compañías actúan dentro de un entorno legal, por más que,

en ocasiones, algunas de sus actividades sean cuestionadas. Pero la tolerancia

hacia este tipo de empresas deriva en gran parte de su necesidad. En realidad las

compañías privadas de seguridad son tan útiles a los gobiernos como rentables

para sus directivos35.

El primer factor que explica su interés radica en su capacidad para influir, a

veces decisivamente, en una situación de crisis, evitando a los gobiernos una

intervención armada. Poner en marcha una fuerza militar para actuar en un

territorio extranjero resulta siempre problemático; la intervención necesita un

marco de consenso internacional que a veces resulta muy complicado de

conseguir, puede provocarse un grave desequilibrio geopolítico, y las bajas y

gastos de una intervención militar tiene siempre un enorme impacto en las

opiniones públicas, tal como hemos visto en el capítulo 2. Además, si las cosas

salen mal, el gobierno que tomó la decisión de intervenir puede sufrir un deterioro

irreversible.

Las compañías privadas permiten sortear muchas de las limitaciones sociales y

políticas que caracterizan a los países con economías avanzadas. Contratadas por

alguno de los actores de la zona en crisis, su intervención no constituye un

incidente diplomático, las bajas que sufran tienen poca repercusión y, en el peor

de los casos, su fracaso no supone desgaste para ningún gobierno. Su actuación

resulta especialmente indicada en conflictos entre beligerantes débiles, en los que

la intervención directa de su personal, o sus tareas de adiestramiento y

equipamiento, pueden inclinar la balanza hacia uno u otro bando. La intervención

de la compañía sudafricana Executive Outcomes en la guerra civil de Sierra Leona,

que resultó decisiva para mantener al gobierno del país, es un buen ejemplo de

estas ventajas. Un caso quizás más famoso es el de la empresa norteamericana

35 Frank Camm, Expanding Private Production to Defense Services, (Santa Monica: RAND, 1996).

Page 27: Las guerras de desintegración

27

Dyncorps, integrada principalmente por ex militares36, que facilitó

asesoramiento, equipamiento y adiestramiento a las fuerzas croatas en 1994-95,

permitiéndoles lanzar la ofensiva que en 1995 recuperó la zona de las Krajinas y

sentenció prácticamente la guerra de Bosnia.37

Una segunda razón para recurrir a las compañías privadas es su coste. Aunque

la impresión generalizada es que resultan más caras que un ejército regular, lo

cierto es que casi invariablemente resultan más baratas. Desplazar una fuerza

militar implica mover un enorme volumen de equipos y suministros, así como

poner en funcionamiento complejas instalaciones en la zona de operaciones. Las

empresas privadas desplazan sólo un pequeño número de personal, utilizando

para ello medios comerciales. Muchos recursos se obtienen sobre el terreno y sus

miembros no suelen necesitar grandes instalaciones. Como ejemplo de economía

se puede señalar la ya citada intervención de Executive Outcomes en Sierra Leona.

La compañía recibió 35 millones de dólares por su decisiva intervención, mientras

que la no demasiado eficiente misión previa de Naciones Unidas en el país costó

247 millones38. En realidad, las empresas de seguridad actúan como catalizador

de la potencia de combate de fuerzas que ya existen en la zona de operaciones,

proporcionando adiestramiento y equipo, y empleando pequeñas unidades

especializadas para actuar sobre los lugares y objetivos críticos. Esto es algo que

también pueden hacer las fuerzas especiales de muchos estados, normalmente

mejor, pero también con un mayor coste económico e implicación política para

sus gobiernos39.

La tercera razón para utilizar compañías privadas de seguridad es que, en la

mayoría de los conflictos, no se dispone de un número suficiente de soldados y

policías. Los ejércitos occidentales suelen contar con un número limitado de

efectivos, aunque muy especializados. Pero muchas tareas de seguridad requieren

un gran número de personal con una especialización que no coincide con la

36 Algunos de los militares que trabajaron para Dyncorps tenían un rango extremadamente alto. Varios Tenientes Generales, algunos de los cuales como John Galvin, habían ejercido cargo como Jefe de las Fuerzas OTAN en Europa, formaban parte de su plantilla. 37 David Shearer, Private Armies and Military Intervention, pp. 39-63. 38 Pierre Conesa, "Modernes mercenaries de la securité", Le Monde Diplomatique, (Avril 2003). p. 22 39 Eugene B. Smith, "The new condottieri and US policy: the privatization of conflict and its implications", Parameters, (Winter 2002-2003), pp. 104-119. Disponible en http://carlisle-www.army.mil/usawc/Parameters/02winter/smith.pdf [consultado: enero de 2005]

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mayoritaria entre las fuerzas militares y policiales. Es el caso de la escolta de

personas amenazadas en zonas de alto riesgo, como ocurre actualmente en Irak.

Aunque tanto las fuerzas armadas como la policía disponen de un cierto número

de especialistas para esa tarea, rara vez es suficiente, y deben concentrarse en la

protección de personalidades de alto nivel. Los escoltas de compañías privadas –a

veces contratadas por los mismos estados implicados en el conflicto– sirven

entonces para atender la necesidad de protección al resto de personas,

instituciones y empresas.

Pese a que nadie pone en duda su utilidad –aunque surjan interrogantes sobre

la ética de sus intervenciones– las compañías privadas de seguridad tienen

también sus límites que son, en general, los mismos que tradicionalmente

afectaban a los mercenarios. Su eficacia es alta cuando se trata de conflictos

menores o tareas de seguridad frente a adversarios débiles, mal equipados y

organizados. Pero esta eficacia decrece espectacularmente según aumenta la

intensidad del conflicto y la potencia del adversario. Las compañías privadas

disponen de recursos limitados y se encuentran sujetas a las leyes del beneficio

comercial; por eso tienen dificultades si se ven enfrentados a adversarios de

entidad.

Este ha sido también el caso de Irak. Tras la ocupación del país por las fuerzas

de la coalición, una multitud de empresas de seguridad acudieron al reclamo de

los sustanciosos presupuestos para la reconstrucción del país, una parte de los

cuales debería emplearse en crear un entorno seguro. La presencia de estas

empresas casaba además perfectamente con el enfoque que el secretario de

Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, había dado al conflicto, intentando

mantener la presencia de fuerzas militares en un perfil bajo. Las compañías

privadas asumieron multitud de papeles: desde la protección de personalidades

hasta la vigilancia de instalaciones petroleras, pasando por el adiestramiento de

fuerzas iraquíes o el apoyo logístico y de inteligencia a las propias fuerzas

norteamericanas40.

40 US GAO, "Military Operations: Contractors Provide Vital Services to Deployed Forces but Are Not Adequately Addressed in DoD Plans", Report GAO-03-695, Washington, D. C., June 2003. Disponible en: http://www.gao.gov/new.items/d03695.pdf [consultado: enero de 2005]

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Pero los insurgentes pronto demostraron ser un adversario temible. Los

ataques contra la coalición, y contra aquellos que participaban en la

reconstrucción, aumentaron progresivamente en intensidad y frecuencia. Docenas

de empleados fueron asesinados, algunos de forma especialmente dramática,

decapitados ante una cámara de vídeo. En consecuencia los salarios debieron

aumentarse espectacularmente para garantizar la contratación (un empleado con

experiencia en actividades militares críticas como operaciones especiales,

inteligencia o comunicaciones puede llegar a cobrar mil quinientos dólares

diarios). Evidentemente esto acabó generando unos costes prohibitivos, que

obligaron a buscar personal en países en desarrollo, más barato pero con peor

formación y más difícil de controlar.

Por si fuera poco, las bajas entre los contratistas tuvieron en ocasiones los

efectos desmoralizadores que se pretendían evitar utilizándolos como sustitutos

de los soldados. La muerte de cuatro empleados de la empresa Blackwater en

Faluya en marzo de 2004, seguida por la vejación de sus cadáveres filmada en

video, provocó la indignación de la opinión pública norteamericana, y obligó a

lanzar una apresurada ofensiva militar sobre la ciudad con resultados bastante

negativos. Asimismo, la implicación de especialistas en inteligencia en los

interrogatorios de prisioneros iraquíes fue muy cuestionada después de que

apareciesen fotografías que mostraban el maltrato que estos sufrían en la prisión

de Abu Ghraib.

Por otro lado, las compañías privadas pueden tener en ocasiones una

influencia bastante negativa sobre los ejércitos regulares. Gran parte del personal

que contratan son antiguos militares, lo que les permite un ahorro considerable

en adiestramiento. Pero, a la vez, los altos salarios que ofrecen estas empresas

tientan a un gran número de profesionales activos, que ven la posibilidad de ganar

varias veces su sueldo por un trabajo similar al que realizan para las fuerzas

armadas. Este fenómeno resulta especialmente delicado en el caso de aquellos

militares formados en áreas críticas –como la ya citada de operaciones

especiales– en cuyo adiestramiento los ejércitos gastan una enorme cantidad de

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tiempo y dinero, para ver después como muchos de ellos abandonan el servicio

activo atraídos por los altos salarios41.

Pero quizás los aspectos más controvertidos de estos “ejércitos privados” son

los relacionados con su control, su potencialidad desestabilizadora y su negativa

influencia a la hora de solucionar pacíficamente los conflictos armados. Muchas

de esas críticas son exageradas, pero otras están perfectamente justificadas.

La mayoría de las empresas de seguridad existen bajo la influencia, la

protección o al menos la tolerancia de uno o varios gobiernos. En algunos casos,

como la anteriormente citada Dyncorps, sólo actúan en escenarios donde existen

intereses de su país de origen. En la mayoría de las ocasiones son los propios

gobiernos los que ejercen la contratación, o al menos actúan de intermediarios

para introducir a una compañía en una zona en determinada zona en crisis. De

esto se deduce que la contribución de estas empresas a la conflictividad en

determinada zona no es mayor que la que provocan los gobiernos a los que sirven.

En ocasiones su presencia incluso evita un deterioro excesivo de la situación;

principalmente porque su intervención resulta menos agresiva que la de un

ejército regular; pero también porque, al tratarse de empresas que actúan de

forma pública y abierta, resultan menos desestabilizadoras que las actividades

clandestinas y encubiertas que puedan utilizar los estados para hacer sentir su

influencia en un área determinada.

Las empresas de privadas de seguridad contribuyen frecuentemente a

estabilizar una zona en conflicto, más que a fomentar las hostilidades. Tareas

como el asesoramiento y adiestramiento en cuestiones de seguridad a miembros

de ONG’s, desminado humanitario o adiestramiento de fuerzas policiales y

militares locales, son indispensables para el retorno de la normalidad en zonas de

conflicto bélico. Y en muchos casos deben ser llevadas a cabo por compañías

privadas ante la ausencia de fuerzas militares y policiales suficientes.

Como contrapartida, los miembros de estas empresas son, en general, menos

controlables que los soldados de un ejército profesional puesto que no están

sometidos al mismo tipo de disciplina y a la habitualmente estricta legislación

penal militar. En ocasiones, incluso resulta complicado establecer su situación

41 Deborah Avant, “Think Again: Mercenaries”, Foreign Policy. July/August 2003. Disponible en: http://www.foreignpolicy.com/story/cms.php?story_id=2577&page=1 [consultado: enero de 2005]

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jurídica en áreas de conflicto en la que las autoridades locales están incapacitadas

para actuar, o son ellas mismas las que han contratados a esas empresas. Esa

relativa falta de control puede manifestarse de muchas formas negativas, desde

abusos a prisioneros o personal civil hasta complicidad con redes de delincuencia

locales. No es que los ejércitos regulares sean inmunes a estos fenómenos, pero en

general disponen de instrumentos disciplinarios y legales más eficaces para

combatirlos. Los miembros de las compañías de seguridad pueden tener

problemas incluso con su propia consideración, si son capturados en un conflicto

armado, ya que, con frecuencia, resultará difícil aplicarles la legislación

internacional sobre prisioneros de guerra.

Pero quizás las mayores suspicacias acerca de la existencia de empresas

privadas de seguridad surgen de la ruptura que suponen del principio de

monopolio de la violencia por parte de los estados. En la actualidad, como ya se ha

recalcado anteriormente, los estados son los principales contratistas de estas

empresas y, en cualquier caso, controlan bastante estrictamente sus actividades.

Pero la perspectiva de que ese control pueda relajarse y el sector de la seguridad

privada pueda utilizarse en beneficio de otros actores internacionales, como

empresas multinacionales o incluso grupos de delincuencia organizada, resulta

inquietante. También existe el riesgo de que un eventual crecimiento de las

capacidades de alguna de estas empresas pueda situarla como árbitro regional en

zonas del mundo desprovistas de ejércitos regulares eficientes. Sería un caso

similar al ocurrido en Italia durante el siglo XV, cuando los jefes mercenarios

llegaron a dominar la política de la zona e incluso accedieron al gobierno de

algunas ciudades estado como Milán.

En definitiva las compañías privadas de seguridad son un complemento útil de

la política exterior de muchos estados, y una forma de evitar los costes políticos y

económicos que implica la utilización de ejércitos regulares, que por otra parte

son cada vez más reducidos y especializados. Esta es la razón de su actual auge y,

de momento, su existencia no ha tenido los efectos desestabilizadores que podrían

esperarse; en ocasiones ha ocurrido exactamente lo contrario. No obstante, las

capacidades de la seguridad privada son limitadas, y su utilización puede causar

más problemas que beneficios en conflictos armados contra adversarios bien

organizados. Por otro lado, la generalización de este fenómeno podría tener

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consecuencias muy negativas si las empresas comienzan a escapar al control de

los estados, introduciendo la clásica tendencia al caos que siempre ha provocado

la intervención de mercenarios en los conflictos.