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FACULTAD LATINOAMERICANA DE CIENCIAS SOCIALES (FLACSO) MAESTRÍA EN CIENCIAS SOCIALES LA TEORÍA SOCIAL ENTRE LAS VISIONES ABIERTAS Y CERRADAS DE LA MODERNIDAD UNA LECTURA DE GILLES LIPOVETSKY Y DE ALAIN TOURAINE por HERNÁN JAVIER MARTURET Director de tesis: Miguel Ángel Forte Comité evaluador: José Fernandez, Enrique Marí y Miguel Ángel Forte Calificación: Sobresaliente

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FACULTAD LATINOAMERICANA DE CIENCIAS SOCIALES

(FLACSO)

MAESTRÍA EN CIENCIAS SOCIALES

LA TEORÍA SOCIAL ENTRE LAS VISIONES ABIERTAS Y CERRADAS DE LA MODERNIDAD

UNA LECTURA DE GILLES LIPOVETSKY Y DE ALAIN TOURAINE

por

HERNÁN JAVIER MARTURET

Director de tesis: Miguel Ángel Forte Comité evaluador: José Fernandez, Enrique Marí y Miguel Ángel Forte Calificación: Sobresaliente

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Índice Introducción........................................................................................................................................2 PRIMERA PARTE MARCO TEÓRICO I Aproximación a la condición moderna......................................................................................14 I.1. Secularización y sociedad industrial según Gino Germani........................................14 I.2. Discontinuidades y consecuencias de la modernidad según Anthony Giddens.....16 I.3. Modernidad, modernización y modernismo según Marshall Berman......................22 II Visiones “abiertas” y “cerradas” de la modernidad................................................................26 II.1. El modernismo de Karl Marx.......................................................................................26 II.2. Racionalización y desencanto en Max Weber.............................................................31 II.3. Racionalización y reificación en Herbert Marcuse.....................................................35 II.4. Racionalización y sujeción en Michel Foucault..........................................................39 II.5. Racionalización, modernismo e individualismo en Daniel Bell...............................45 II.6. Vigencia del modernismo..............................................................................................49 II.6.1. La reconstrucción del proyecto de la modernidad según Jürgen Habermas......49 II.6.2. Alternativas políticas a la modernidad radicalizada según Anthony Giddens....54 SEGUNDA PARTE UNA LECTURA DE GILLES LIPOVETSKY Y DE ALAIN TOURAINE I La sociedad posmoderna o el proyecto cumplido de la modernidad según Gilles Lipovetsky...................................................................................................................59 I.1. El narcisism o en la democrática sociedad de consumo..............................................62 I.2. La Moda: un “vector” de la modernidad plena............................................................64 I.3. La ética de la responsabilidad.........................................................................................70 I.4. El optimismo acrítico de Gilles Lipovetsky. Entre las visiones “abiertas” y “cerradas” de la modernidad.....................................75 II. Racionalidad y subjetividad. La sociedad fragmentada según Alain Touraine..................80 II.1. Las dimensiones de la modernidad en la sociedad fragmentada.............................87 II.2. El Sujeto...........................................................................................................................89 II.3. Los movimientos sociales..............................................................................................91 II.4. La sociedad democrática................................................................................................93 II.5. Los desafíos de la modernidad......................................................................................98 II.6. La concepción abierta de la modernidad de Alain Touraine.................................100 Conclusiones...................................................................................................................................104 Bibliografía.......................................................................................................................................107 Índice................................................................................................................................................112

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Introducción Inscripta en la línea de indagación desarrollada por la Sociología de la Modernidad1, en La teoría social entre las visiones abiertas y cerradas de la modernidad. Una lectura de Gilles Lipovetsky y de Alain Touraine, analizo un conjunto de observaciones que se han ofrecido a lo que considero una problemática político-cultural central en nuestros días: la caracterización de la modernidad.

Por problemática acerca de la condición moderna, entiendo un haz unificado de interrogantes, en constante reformulación y que continúan vigentes2. Y sostengo que dicha problemática ha sido transitada por dos discursos, o “familias” -por tomar la expresión de Tzvetan Todorov- en tanto comparten un “espíritu en común” 3. Estos discursos que recorren históricamente la modernidad, como indica Peter Wagner, si bien son coexistentes, se oponen entre sí, a saber: el que da cuenta del carácter ambiguo de la modernidad, al criticar sus inaceptables pérdidas, pero sin renunciar a sus ganancias; y su contrario, el que sostiene una separación irreconciliable entre la liberación y el sometimiento, porque, o bien acepta con entusiasmo acrítico las conquistas del mundo occidental y sus valores, o bien destaca sus deficiencias y condena la pérdida de orientaciones morales4. Retomando una distinción expuesta por Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, llamo al primero de estos discursos “abierto”, y al segundo, “cerrado”5. Más específicamente, señalo que me detengo en las concepciones de la modernidad de dos destacados autores altamente comprometidos en el debate acerca de las particularidades que presentan las sociedades avanzadas, me refiero a Gilles Lipovetsky y a Alain Touraine, y que estimo representativos de la distinción indicada, porque, como intentaré justificar, considero que el primero puede incluirse en las visiones “cerradas” y el segundo en las visiones “abiertas”.

1Hablar de sociología de la modernidad, como sugiere Peter Wagner, parece ser o bien un pleonasmo, porque la sociología es precisamente un intento sistemático por entender la sociedad moderna, o bien un proyecto imposible, dado que la sociología surgió con la modernidad, como forma de autoobservación, hecho que impediría alcanzar entonces la distancia requerida para el abordaje analítico. Sin embargo, observa que, en tiempos de crisis como el actual, merece la pena retrocer un paso para poder realizar una ojeada de la modernidad, aunque, advierte, ésta nos rodea por doquier. Wagner (1995), p. 11 2 Tomo esta idea de la noción de “problematización” formulada por Robert Castel. Castel (1995), p. 19 3Todorov observa que es siempre penoso agrupar el pensamiento de autores individuales bajo etiquetas genéricas. Sin embargo, sostiene que el agrupamiento presenta algunas ventajas, que, en relación a este trabajo, permite visualizar, como veremos, ciertas afinidades entre autores de distintas posiciones ideológicas. Todorov (1998), p. 27 4Wagner (1995), p. 16 5Berman (1989)

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El trabajo lo he estructurado en dos partes. La primera parte constituye el marco teórico general. Allí brindo,

por una parte, una aproximación a las características y consecuencias del desarrollo social moderno de acuerdo con las descripciones de Gino Germani y de Anthony Giddens, y presento, además, las particularidades generales que, según Marshall Berman, revisten las visiones “abiertas” y “cerradas” de la modernidad; y, por otra, profundizo en el análisis de las mencionadas visiones de la modernidad , a partir de una serie de autores pertenecientes a la teoría social, que pueden considerarse representativas de cada una; me refiero, entonces, en el siguiente orden a Karl Marx, Max Weber, Herbert Marcuse, Michel Foucault, Daniel Bell, Jürgen Habermas y Anthony Giddens.

En la segunda parte, examino las interpretaciones de Gilles Lipovetsky y de Alain Touraine respectivamente. Aquí señalo las tesis que estimo fundamentales acerca de la condición moderna en cada uno de los ellos, centrándome especialmente en las particularidades que revisten –según lo estiman- las sociedades avanzadas de occidente, para luego compararlas con las características que presentan las visiones “abiertas” y “cerradas” de la modernidad –de acuerdo a lo recogido en la primera parte-, e indicar, finalmente, pues, los motivos que encuentro para ubicarlos en una u otra de dichas “familias”.

A continuación, ofrezco una breve descripción de los temas que

desarrollo en cada una de las partes mencionadas.

Inicio entonces una aproximación a la modernidad cuando expongo, en primer lugar, que, para Germani (I.1.), la época moderna se distingue del orden social premoderno por su universalidad, por su ritmo de cambio y porque es vivida como crisis; y agrego que estas características de la sociedad moderna también las comprende como un proceso de secularización, al cual define. También indico que Germani señala otros dos aspectos del proceso de secularización, se refiere a la forma de disolución de la propiedad comunitaria y a la individuación. Ambos componentes, como veremos, son características centrales de la modernidad por cuanto han posibilitado la emergencia de la propiedad privada (base de la emergencia del capitalismo), como también el conocimiento racional instrumental y el principio de autonomía individual, respectivamente. Posteriormente, menciono que Germani sostiene que es útil distinguir los dos opuestos tipos ideales6 de la sociedad premoderna y de la sociedad moderna en función de tres principios básicos de la estructura social, ellos son: el tipo de acción social, la actitud frente al cambio y el grado de especialización de las instituciones. Esta distinción tipológica le permite señalar, entonces, que mientras en la sociedad premoderna priman las acciones de tipo prescriptivo, se rechaza al cambio y se sustenta en un tipo de estructura social poco diferenciada de funciones; en la sociedad moderna, al contrario, las acciones son electivas, se instituye el cambio y cada función

6Como indica Anthony Giddens, un tipo ideal se construye mediante la abstracción y la combinación de un número indefinido de elementos que, si bien pertenecen a la realidad, no es posible descubrirlos específicamente. Giddens, (1971), p. 238. Al respecto, véase la cita 8, p. 15 .

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tiende a especializarse creando, en consecuencia, estructuras cada vez más específicas. En segundo lugar, y continuando con el estudio de las características de la condición moderna, introduzco a Anthony Giddens (I.2.), quien destaca el carácter “discontinuista” de las instituciones sociales modernas, porque observa que son únicas y distintas en su forma a todos los tipos de orden tradicional, y agrego que sostiene -con Germani- que la celeridad del cambio de la modernidad es excepcional y universal. Luego señalo que a fin de profundizar en este carácter discontinuista de la modernidad, Giddens se centra en su dinamismo, que, indica, deriva de tres fenómenos íntimamente vinculados entre sí, a saber: de la separación del tiempo y del espacio, del “desanclaje” de los sistemas sociales y de la índole reflexiva de la modernidad. Como veremos, el estudio de estos fenómenos permitirá entonces ofrecer otra distinción entre la sociedad premoderna y la moderna . Porque mientras en la sociedad premoderna, dice Giddens, la vida está dominada por la “presencia”, por los contextos locales de interacción y por una cultura tradicional que integra el control reflexivo de la acción con la organización del tiempo y el espacio de la comunidad; la sociedad moderna, en cambio, se sustenta en la uniformidad de la organización racional del tiempo, en el fomento de relaciones entre los “ausentes” localizados de cualquier situación de interacción “cara a cara”, en el desanclaje de los sistemas sociales sin consideración por las características de las personas o de los grupos, y en un tipo de reflexividad que, al introducirse en las prácticas sociales, hace que la vida cotidiana no tenga ninguna conexión intrínseca con el pasado. Luego indico, que estas particularidades de la dinámica de la modernidad cobran especial importancia para Giddens por las consecuencias que introduce, producto de los niveles de intervención humana, tanto sobre la naturaleza como sobre la sociedad. De esta manera, avanzo hacia la segunda particularidad de la modernidad que deseo mencionar en estas descripciones generales, a saber: sus ambigüedades, su carácter contingente, sus peligros y oportunidades. Al llegar aquí, señalo que previamente estimo oportuno recordar las particularidades y objetivos que ha tenido el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, en tanto ha sido esta visión de la modernidad el intento más “ambicioso” –al menos así lo entiendo- por construir precisamente un orden racional sustentado en la “certeza” de la intervención humana sobre el mundo natural y el mundo social. Observo entonces, que si el pensamiento ilustrado se basó en los ideales de progreso, autonomía y conocimiento racional, y ofreció, pues, una sensación de “certidumbre” acerca de las consecuencias de la modernidad, inmediatamente indico que esta sensación es puesta en discusión por Giddens por dos motivos. El primero de ellos, alude a una crítica de la modernidad basada en una retrospectiva histórica, porque, dice este autor, la modernidad es un fenómeno de “doble filo”. Con esta expresión, Giddens observa que la modernidad si bien por un lado ha creado mayores oportunidades para una existencia más segura y recompensada en comparación con cualquier orden premoderno, por el otro tiene un lado sombrío que se ha puesto de manifiesto en el presente siglo, como lo ilustran las consecuencias de la intervención humana no tematizadas por la sociología tradicional, a

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saber: la destrucción del medio ambiente, el totalitarismo y la industrialización de la guerra. El segundo motivo esgrimido por Giddens, de corte epistemológico, se refiere a las consecuencias “nihilistas” que subyacen en la idea de “razón” tras su completa liberalización de los contextos religiosos, porque ningún conocimiento bajo las condiciones de la modernidad, sostiene, puede arrogarse algún derecho de ser incuestionable o perdurable si no desea caer en “dogma”.

Próximos a las reservas de Giddens a la interpretación de la condición moderna expuesta por el pensamiento ilustrado, señalo conveniente complementarlas con dos comentarios acerca del carácter contingente de la modernidad, uno ofrecido por Agnes Heller y otro por Niklas Luhmann. El primero de ellos, ubicado desde el punto de vista filosófico, sostiene que la palabra contingencia es un término existencial opuesto a la teología, cuya consecuencia (trágica) para los hombres y mujeres modernos es que la vida ya no tiene destinación prefijada sino tampoco un destino posible de conocerse. El segundo, centrado en el estudio de los sistemas sociales bajo las condiciones estructurales de la modernidad, afirma que las descripciones de la sociedad moderna se vuelven contingentes porque no pued e referirse a una idea concluyente o “metarrelato”, y estimo que Luhmann advierte como Giddens, en consecuencia, el “nihilismo” que introduce la idea de “razón” tras su emancipación de los contextos religiosos. Posteriormente, cierro la primera parte del marco teórico con una breve exposición del análisis de la modernidad ofrecido por Marshall Berman (I.3.). E indico, al respecto, que la comprende como una época contradictoria, porque afirma que el dinamismo del mundo social moderno, de manera sem ejante a Giddens, promete la felicidad y el desastre.

Del estudio de Berman, distingo dos ideas centrales. La primera dice que la modernidad puede comprenderse a través de la relación dialéctica, indeterminada y contingente entre la modernización socio-económica y las experiencias vitales. En tal sentido, Berman observa que la modernización, materializada en la industrialización, en el urbanismo, en el desarrollo científico y técnico, en las alteraciones demográficas y en el mercado capitalista siempre en expansión y fluctuante, puede comprenderse como una “destrucción creadora” (Nietzche), porque revoluciona sistemáticamente todos los valores y todos los bienes materiales en un proceso sustentado por los ideales modernos de “activismo” y de “desarrollo”. Con relación a las experiencias vitales, se refiere a los esfuerzos de los sujetos por adaptarse y hacerse dueños de ese mundo que los está cambiando, es decir, frente al torbellino del cambio permanente que introduce la modernización. Como veremos oportunamente, aquí lo importante para Berman es destacar que las consecuencias siempre cambiantes y destructivas de los procesos modernizadores están “contrabalanceados” por una perspectiva afirmativa hacia los individuos como constructores de sus propias experiencias vitales.

La segunda idea que destaco en Berman, se refiere a las visiones que han dado cuenta críticamente de esta relación fragmentaria y efímera entre la modernización y las experiencias vitales, pero también de las oportunidades que abre la modernidad en oposición a las limitaciones del

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mundo tradicional; ideas y visiones que fueron agrupadas, observa, bajo el nombre modernismo, durante el siglo XIX. Aquí penetro, pues, en el tercer aspecto que considero fundamental en esta aproximación a la condición moderna, a saber: los tipos de interpretaciones que se ha ofrecido acerca de las consecuencias del desarrollo social moderno, que Berman los analiza a partir de la dialéctica de la modernidad y el modernismo, de donde extrae su distinción entre visiones “abiertas” y “cerradas”. Con el objetivo de incursionar en la noción de modernismo, indico, en primer lugar, que con éste término se alude generalmente a una periodización en el desarrollo del arte (posterior al “realismo”), pero inmediatamente señalo que lo importante en los análisis de Berman es dar cuenta de la respuesta que efectúa el modernismo a un ambiente caótico provocado por la modernización socio-económica. Esta respuesta, veremos, también se vincula a otros “discursos”, tal el caso del pensamiento sociológico que nace como una ciencia de la crisis, en tanto se ocupa, como dice Habermas, “de los aspectos anómicos de la disolución de los sistemas sociales tradicionales y de la formación de los modernos” 7. En relación al mencionado vínculo, Berman sostiene que las respuestas críticas del modernismo y de la teoría social también están “seducidas” por las nuevas oportunidades que abre la modernidad, por cuanto el horizonte se presenta aun “cargado de posibilidades creativas” 8. Sin embargo, y con esto concluyo la primera parte, Berman observa que estas concepciones “abiertas” o modernistas del siglo XIX, fueron reemplazas por otras que aceptan la modernidad con entusiasmo ciego y acrítico o que la rechazan con un desprecio total, es decir, adoptan una actitud “unilateral” o antidialéctica. Y en ambos casos, afirma, la modernidad es concebida como “un monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos”9. A estas concepciones, las denomina “cerradas”. Luego incursiono en la segunda parte del marco teórico . Y es aquí donde menciono una serie de ejemplos que le han servido a Berman para justificar la distinción entre visiones abiertas y cerradas de la modernidad. En primer lugar, indico a Karl Marx como ejemplo de una “visión abierta” de la modernidad del sig lo XIX (II.I.). Indico entonces, que en tanto Marx es un crítico profundo de la alienación económica y política impuesta por el modo de producción capitalista, no le impide sostener simultáneamente un ideal basado en la “emancipación humana”, que se materializará, según sus deseos, en una nueva sociedad comunista liberada del dominio clasista. Para el estudio de Marx, me baso especialmente en un trabajo de Berman donde rastrea cómo las ideas de “activismo” y “desarrollo”, presentes en el Manifiesto del Partido Comunista, aludirían a una “modernidad más plena y profunda”10 opuesta a las limitaciones de la estructura social y formas de vida burguesa, de donde surgirá, en palabras de Marx, “una asociación en que el libre

7Habermas (1981), p. 19 8Berman (1984), p. 119 9Berman (1982), p. 11 10Ibíd., p. 93

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desenvolvimiento de cada uno será la cond ición del libre desenvolvimiento de todos” 11. A diferencia del modernismo de Marx, luego analizo una serie de concepciones “cerradas”, representativas del siglo XX. Me refiero, en primer término, a Max Weber (II.2), luego a Herbert Marcuse (II.3.) y posteriormente a Michel Foucault (II.4.). Tomando a estos tres autores en conjunto, podremos observar, siguiendo a Berman y a otros comentaristas en los cuales me apoyaré, que sus críticas a la modernidad se habrían sustentado básicamente en el cuestionamiento de las consecuencias que provocan la emergencia, expansión y consolidación de los aparatos de intervención administrativa y de control sobre el mundo social, pero también que dichas consecuencias de la modernidad conducirían a condenarla “con un distanciamiento y un desprecio neoolímpico”12, y a obturar, entonces, pensar en cualquier posibilidad de transformación por parte de las mujeres y hombres modernos. En el estudio de los autores mencionados, destaco el problema del despliegue de la racionalidad con arreglo a fines que, para Weber, conllevaría a sistemas de deshumanizados de nuevo tipo; a la cuestión de la reificación “total” que derivaría, según Marcuse, de la identificación de los objetos de consumo con los deseos de los individuos en el marco de una sociedad masificada; y al despliegue de un tipo de control “omnipresente” sobre los cuerpos y gestos que introduciría la sociedad atravesada por la noción de “panoptismo” expresada por Foucault. Luego, siempre dentro de las visiones “cerradas” de la modernidad, analizo la concepción neoconservadora de Daniel Bell (II.5.), quien sostiene una actitud de desprecio por la cultura modernista. Esta actitud se justifica, observa Bell, por la escisión entre un orden “tecnoeconómico” (basado en la racionalidad funcional) y un orden cultural (basado en el despliegue de las actitudes “hedonistas”), hecho que dejaría entonces sin base moral (virtud) al capitalismo. Como veremos oportunamente, las críticas que se le han formulado a la concepción conservadora de Bell radican en que desconoce otros aspectos de la cultura modernista (por ejemplo, la ampliación de los derechos civiles), y en que adopta una actitud acrítica hacia el capitalismo y a sus consecuencias sociales. Finalmente, y concluyendo con el marco teórico, intento justificar -a diferencia de Berman- la existencia de visiones abiertas acerca de la condición moderna en el siglo XX (II.6) Para ello, me refiero primero a Jürgen Habermas (II.6.1) y luego a Anthony Giddens (II.6.2), que son ejemplos de concepciones críticas de la modernidad, pero que estiman -así lo interpreto - la posibilidad de transformación y de cambio social. En tal sentido, señalo que la crítica de Habermas a la racionalización instrumental que coloniza las corrientes comunicativas determinantes de una discursividad de la voluntad libre, o la crítica de Giddens a las “incertidumbres fabricadas” que impone la modernidad radicalizada, no les impide formular, simultáneamente, las oportunidades que brinda la modernidad para que los sujetos enfrenten esos problemas y construyan las posibles vías para modificar sus experiencias vitales.

11Marx/Engels (1872), p. 103 12Berman (1982), p. 93

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Con el objetivo de reafirmar esto último, me referiré especialmente a sus consideraciones políticas. Antes de continuar con la descripción de temas, estimo oportuno, previamente, realizar dos observaciones, una acerca de la distinción entre visiones “abiertas” y “cerradas” expresada por Berman y sobre los alcances de los ejemplos seleccionados, la otra acerca de nuestra propia modernidad.

En primer lugar, indico que si bien comparto la distinción propuesta por Berman –la exitencia de visiones “abiertas” y “cerradas”, debo aclarar que me alejo de cualquier juicio de desprecio a las teorías y a los aportes de autores como Weber, Marcuse o Foucault, como Berman lo sugiere –como tendremos oportunidad de ver- en varios pasajes. No obstante, es importante indicar que el objetivo explícito de Berman, es tomar algunas ideas de destacados pensadores que, por diversas razones, habrían sobredimensionado los efectos reificadores que introduce la modernidad al costo de negar o subestimar los recursos de oposición que poseen los sujetos. La idea central -que sí comparto- es destacar, pues, la vigencia de esos recursos, el reconocimiento de los individuos por dar sentido a sus vidas, por luchar diariamente frente a un ambiente caótico, ambiente que también sigue brindando oportunidades y esperanzas en el futuro. Por tales motivos, digo entonces que el juicio crítico hacia la concepción de la modernidad de Weber, de Marcuse y de Foucault no implica menospreciar sus notables aportes teóricos para el estudio de la modernidad : mi intención es entonces proponer una discusión sobre algunas de sus ideas que habrían sobredimensionado los efectos reificadores de los procesos racionalizadores al costo de negar o de subestimar los recursos de oposición que, según lo considero, poseen los sujetos; el objetivo de este trabajo es pensar, entonces, de qué manera y en qué sentido los ejemplos utilizados pueden iluminar u obscurecer nuestras propias interpretaciones sobre la modernidad. Para ello, indico también que tomaré algunas líneas que estimo centrales sobre la condición moderna en cada uno de los autores mencionados, pero fundamentalmente dichas líneas estarán abonadas por una selección de intérpretes destacados pertenecientes a la teoría social, en tal sentido cobrarán relevancia los aportes de Berman.

En segundo lugar, señalo que esta actitud afirmativa que expreso hacia la modernidad, se inscribe como respuesta al período actual caracterizado, entre otros, por el desarrollo de las fuerzas productivas que amenazan la existencia, por la precarización del trabajo y también por el eclecticismo cultural, que nos posiciona en el difícil problema de pensar si aún es posible, como sugiere Habermas, recuperar la modernidad como proyecto, o, en término menos efusivos como los de Berman, si aún creemos en los esfuerzos -y deseos- de las mujeres y hombres modernos por dar motivo a su existencia, en que pueden ser hacedores de su destino lleno de peligros y también de oportunidades. Ahora bien, y retornando a la descripción de temas, digo que luego de mencionar las características y las consecuencias del desarrollo social moderno según lo formulado por Germani y Giddens, y tras indicar (y ejemplificar) los dos grandes bloques en que pueden agruparse las interpretaciones acerca de la modernidad sugerido por Berman, paso a analizar las interpretaciones de Gilles Lipovetsky y de Alain Touraine.

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A continuación, presento un esbozo de las ideas principales que destaco en cada uno de los autores, indico cómo se estructura el trabajo y brindo un anticipo a las conclusiones a las que he arribado. En la introducción al análisis de Gilles Lipovetsky (I.), menciono, en primer lugar, que este autor afirma que las sociedades avanzadas de occidente viven, desde mediados del siglo XX, una “segunda revolución individualista”, que se caracteriza, entre otros aspectos, por la “privatización” de la existencia, por el descrédito a las ideologías políticas, por un tipo de sujeto al cual denomina “narcisista”. Todas estas características, sostiene Lipovetsky, se enmarcan en un tipo de sociedad que califica de “flexible”, porque se legitima en la estimulación de las necesidades, en el hedonismo y, consecuentemente, en el rechazo a las reglas uniformes, homogéneas y universales. Como veremos, estas particularidades de las sociedades avanzadas lo conducen a Lipovetsky a afirmar que se trata de un tipo de sociedad que define como “posmoderna”. En tal sentido, observa que la sociedad moderna si bien funcionaba por medio de una “lógica individualista” (al instituir la noción moral de “individuo” como valor central), también lo hacía por medio de una “lógica rígida”, a saber: por estructuras burocráticas, por un orden de la producción alienante, por un tipo educación autoritaria y normalizadora, por medio de ideologías nacionalistas y revolucionarias que impusieron el ideal de “sacrificio”, elementos todos ellos, asegura, que obturaron los ideales vislumbrados por el pensamiento ilustrado, esto es, la autono mía de pensamiento y la libertad de acción. Por ello, la sociedad “flexible” basada en la ampliación del consumo, en el tiempo libre, en la neutralización del conflicto de clases, en la personalización de la enseñanza, entre otros componentes, dice Lipovetsky, pone fin a lógica rígida de la condición moderna y da paso, pues, a la emergencia de la sociedad posmoderna. También indico, que un aspecto central de la argumentación de Lipovetsky radica en que la emergencia de la sociedad flexible no implica una nueva sociedad, porque continúa la obra secular, afirma, de las sociedades modernas, democráticas e individualistas. En efecto, la tesis central de Lipovetsky, que recorre a toda su obra, descansa entonces en asegurar que la sociedad posmoderna continúa el “proyecto ilustrado” de la modernidad, esto es, la autonomía de los sujetos en contraposición al mundo holista, aunque esta continuidad de objetivos, advierte, se logra por medios muy distintos a los imaginados por el pensamiento ilustrado, ya que es el consumo, lo frívolo y el hedonismo, las vías de su arribo. Posteriormente, señalo que el análisis de esta continuidad de objetivos y discontinuidad de medios, entre la sociedad moderna y la sociedad posmoderna, Lipovetsky la justifica a través de la historia de la moda. Al respecto, observa que la idea de la moda como “competencia por el prestigio” es incapaz de explicar cómo lo efímero y la fantasía estética pudo desarrollarse en Occidente, y erigirse, posteriormente en las sociedades avanzadas, en “sistema permanente”. La tesis que propone, en cambio, es que en la historia de la moda son los valores y significaciones culturales modernas, dignificando lo “nuevo” y la expresión de la “individualidad humana”, los que hicieron posible el nacimiento y el establecimiento de la moda en la tardía Edad Media. Por ello, argumenta que la “lógica” de la moda, relacionada a ese origen

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individualista, al extenderse a todas las estructuras sociales, culturales y políticas desde mediados del siglo XX, contribuye entonces a una profundización del individualismo y, como veremos, también de la democracia. Otro aspecto que destaco en la argumentación de Lipovetsky, es que la sociedad posmoderna no es para una sociedad librada a un egoísmo cínico, irresponsable, producto del hedonismo y del consumismo. Por el contrario, sostiene que la sociedad flexible es una sociedad que reivindica el fenómeno de la ética, como lo demuestran, dice, los debates acerca del aborto y el acoso sexual, las cruzadas contra las drogas, entre otras manifestaciones. Pero estas reacciones, advierte, no son contradictorias con las actitudes individualistas y desinteresadas por la cosa pública del sujeto “narcisista”, porque no se asemeja a la moral religiosa o tradicional ni tampoco a las modernas del “deber laico” (ambas basadas en presupuestos “exteriores” o “transcendentes” a las acciones de los sujetos). Se trata, por el contrario, de una ética flexible, sin compromisos, “minimalista”, que reacciona frente aquello que atente a los deseos individuales, pero que no implica ningún tipo de “sacrificio” para defenderlos. En tal sentido, y con esto concluyo la introducción al análisis de Lipovetsky, veremos que sostiene que de acuerdo a las particularidades de la sociedad posmoderna (que ya no responde a algún modelo “trascendental creíble”), el presente y el futuro se presenta, pues, abierto a una lucha entre el “individualismo responsable” que rehabilita los valores éticos, y su opuesto, el “individualismo irresponsable” guiado por el puro egoísmo. En el estudio de la argumentación de Lipovetsky acerca de la condición moderna , luego profundizo en los temas mencionados en la introducción cuando analizo: el vínculo entre sociedad de consumo, narcisismo y democracia (I.1.); las particularidades que presenta la historia de la moda, y cómo su lógica, al expandirse por todo el cuerpo social, contribuye a la autonomía de los individuos y a la democracia (I.2.); y la vigencia de la ética de la responsabilidad, esto es, cómo la sociedad posmoderna introduce un nuevo tipo de ética que conjuga la autonomía de la acción (individualismo) con el resguardo frente a los principios exteriores dominantes que prevalecieron en la era premoderna y en la modernidad sustentada por la “lógica rígida”. (I.3.). Finalmente, extraigo dos conclusiones de la concepción de la modernidad Lipovetsky (I.4). Por un lado, menciono que adopta una visión afirmativa respecto a las sociedades avanzadas y a su futuro, dado que celebra el despliegue de los ideales “ilustrados” al asegurar que continúan vigentes en la sociedad posmoderna. Pero inmediatamente, por el otro, digo que este optimismo, esta exaltación del presente social que recorre a toda su obra, se sustenta en una actitud acrítica hacia las sociedades avanzadas de occidente, en particular hacia la modernización capitalista y las experiencias vitales, las cuales, entonces, aparecerían como “exentas” de problemas y, por lo tanto, “cerradas” a la posibilidad que el presente social deba o pueda ser transformado. Con el objetivo de justificar esta afirmación, indico las particularidades de las dos etapas que Lipovetsky distingue en el desarrollo de la modernidad, la moderna y la posmoderna, para luego señalar las características y consecuencias -en la economía, en la política y en la sociedad - que atribuye a las sociedades

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avanzadas de occidente, aspectos que comparo entonces con las visiones “abiertas” y “cerradas” de la modernidad, de acuerdo a los ejemplos utilizados en la Primera Parte. En cuanto al análisis de Alain Touraine, en la introducción (II) destaco, en primer término, que asegura que la historia de la modernidad está constituida por la tensión de lo que considera sus dos dimensiones: la racionalización y la subjetivación. En tal sentido, señala que si bien la racionalización se refirió a la creación de un mundo regido por leyes racionales e inteligibles al pensamiento del hombre y que fue liberadora de las tradiciones, observa no obstante, de manera crítica semejante a Lipovetsky, que la racionalización impuso el ideal del sacrificio de uno mismo, es decir, la noción de sujeto integrado, a través de las instituciones modernas, al orden impersonal de la naturaleza o de la historia. Sin embargo, advierte que el mundo moderno está cada vez más penetrado por la idea de sujeto, esto es, por el principio por el cual el individuo ejerce control sobre sus actos y situaciones. Por tal motivo, Touraine sostiene que la historia de la modernidad comprende no sólo el paso del mundo religioso al mundo de la razón, sino también al mundo del sujeto, que lo explica, como veremos, a partir de la noción de “historicidad”, entendiendo con ello el nivel de acción o autoproducción que las colectividades ejercen sobre ellas mismas. Luego menciono, que si bien la sociedad de mayor historicidad implica un quiebre con las concepciones “objetivistas” de la modernidad, no por ello, dice Touraine, se pone fin a la tensión de la racionalidad y de la subjetividad. Y esto obedece, indica, a que la modernidad aparece divida en dos, a saber: la sociedad de producción y consumo de masas guiadas por la razón instrumental, por un lado, y los deseos individuales, la memoria colectiva y la voluntad de identidad, por el otro. Por ello, veremos que, para Touraine, el aspecto distintivo de la modernidad en el mayor nivel de historicidad radica entonces en que la tensión de la racionalidad y de la subjetividad no puede ahora unificarse por algún principio “exterior” a la acción de los sujetos (la “Razón” o la “Historia”), porque son los ellos, observa, quienes deben reunificar el campo fragmentado de la modernidad, recurriendo a la razón y a la identidad. Indico que un aspecto central en la argumentación de Touraine, es que si el sujeto recurre al placer y al recuerdo como al aprendizaje y al consumo para reunificar los campos fragmentados de la modernidad, sólo logra ser actor, afirma, cuando tiene capacidad para desprenderse de las formas y normas de producción de los modelos culturales. Esto implica, en consecuencia, la existencia de un conflicto central y de movimientos sociales. Observa entonces, que en la sociedad de mayor nivel de historicidad, el conflicto central adquiere nuevas particularidades, porque se ha pasado de la organización del trabajo en la fábrica a la organización y producción de bienes simbólicos que modifican valores, necesidades y representaciones. En ese sentido, señala que si la sociedad industrial transformó los medios de producción, la sociedad “posindustrial” modifica los fines de la producción, la cultura; por tal motivo –afirma- el conflicto social se relaciona no tanto a las consecuencias de la producción sino a las relaciones de poder en los campos de la difusión de conocimientos, de los cuidados médicos y de

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las informaciones. Para Touraine, entonces, estos conflictos constituyen nuevos movimientos sociales que si bien no pretenden crear una nueva sociedad, aspiran sin embargo a cambiar la vida porque están centrados en la defensa de los derechos del hombre y en la libre expresión. En relación a estos nuevos movimientos sociales, posteriormente indico que pertenecen, dice Touraine, a un proceso de subjetivación que acompañó, en tanto crítica, a los modelos racionalistas de la modernidad. Observa al respecto, que primero fue el burgués quien formuló la autonomía de la sociedad civil frente al Estado y quien defendió la propiedad y los derechos del hombre, y que luego fue el movimiento obrero quien defendió el empleo y el oficio contra el poder establecido. Por tal motivo, Touraine afirma que los nuevos movimientos sociales al oponerse al poder social, recuperan entonces aquellos deseos de libertad y de autonomía de las “otras” figuras del sujeto (el burgués y el trabajador), ocultos la mayor de las veces por principios totalitarios, objetivos, externos a la acción colectiva crítica y liberadora. Luego menciono, que la afirmación del sujeto en la sociedad fragmentada a través de la acción colectiva no opera en un vacío social. Por ello, Touraine destaca las condicio nes político-institucionales capaces de combinar las dos dimensiones de la modernidad, la racionalidad y la subjetividad, y señala entonces que estas condiciones deben basarse en la articulación de la diversidad cultural con la referencia de todos a la unidad de la ley y los derechos del hombre. Veremos, pues, que la acción democrática en la sociedad posindustrial debe combinar la defensa de derechos (democracia negativa) con la lucha contra los poderes sociales (democracia positiva), porque se trata en definitiva, dice Touraine, de articular los dos principios que constituyen la historia de la democracia, la libertad y la igualdad, y de evitar que alguno de los dos principios triunfe uno sobre el otro. Porque una democracia meramente negativa, advierte, si bien protege derechos, dice poco acerca de los conflictos de poder y sufrimiento que genera el mercado, mientras una democracia meramente positiva puede derivar en regímenes totalitarios en nombre de la Nación, el Partido o el Pueblo. Finalmente, el último aspecto que expongo en la introducción en el estudio de la concepción de la modernidad de Touraine, es que el ideal de una sociedad justa, verdaderamente democrática, es posible, afirma, si se escala tres niveles de análisis ya indicados, a saber: el primero, se refiere a las exigencias personales de libertad de los individuos frente a los poderes sociales; el segundo, alude al conflicto social en relación a los modelos culturales imperantes; y, el tercero, a las condiciones institucionales para lograr el equilibrio entre una formulación general de la equidad y la integración. Siguiendo entonces el recorrido mencionado en la introducción, luego desarrollo: las particularidades de la sociedad fragmentada entre la instrumentalidad y la identidad (II.1.); la idea de Sujeto como agente reunificador de la modernidad (II.2.); la acción colectiva de los movimientos sociales que se oponen afirmativamente a la alienación (II.3.); las condiciones políticas democráticas para la acción de los sujetos y de los movimientos sociales (II.4.); y, finalmente, los desafíos de la modernidad de cara al futuro, que Touraine encuentra en las tensiones provocadas por el enfrentamiento entre el orden de la socialización y de

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la racionalidad, por un lado, y el orden de las raíces culturales, por el otro (II.5.) Por último, señalo que afirmo que Touraine, a diferencia de Lipovetsky, adopta una posición crítica de la modernidad, pero también “abierta” acerca de la posibilidad de su transformación por parte de los sujetos (II.6). Con el objetivo de justificar esta interpretación, señalo, en primer lugar, los aspectos críticos de la modernidad “fragmentada” expuestos por Touraine, que, veremos, radica en la disociación entre los modelos racionalistas, la economía, la idea de progreso, el mercado y los derechos del hombre, por un lado, y la reivindicación de la autonomía de los sujetos, la identidad, la pertenencia, el sexo y la igualdad, por el otro. Pero inmediatamente menciono las “salidas” que propone frente a las vicisitudes que impone la modernidad, en los tres niveles de análisis que he distinguido en su argumentación: el esfuerzo de los sujetos por articular los fragmentos de la modernidad recurriendo a la razón y a la identidad, los nuevos movimientos sociales que se oponen a los poderes sociales y que demuestran la vigencia de los deseos de libertad, y las instituciones democráticas capaces de otorgar un espacio de mediación entre la cultura y el respeto a la ley universal.

Descriptos, pues, los temas que desarrollo en este trabajo, digo finalmente que, desde el punto de vista metodológico, el presente trabajo es una investigación teórica, basada en un análisis de textos, expositiva y comparativa.

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PRIMERA PARTE MARCO TEÓRICO

I. Aproximación a la condición moderna

I.1. Secularización y sociedad industrial según Gino Germani

Para Gino Germani, la época moderna es una época de transición. Observa, en ese sentido, que si bien el cambio es un aspecto normal de toda sociedad y en todo momento, señala, sin embargo, que “el mundo moderno está asistiendo a la emergencia de un tipo de sociedad radicalmente distinto de todos aquellos que lo precedieron, de todas las formas históricas anteriores, y a un ritmo de transformación cuya rapidez no se mide -como en el pasado- por siglos sino por años, y es tal que los hombres deben vivirlo dramáticamente y ajustarse a él como un proceso habitual”1. Con relación a este último aspecto de la sociedad moderna, observa entonces que ésta introduce una continua ruptura, un desgarramiento con el pasado, que tiende a dividir tanto a las personas y grupos como a la conciencia individual “en la que llegan a coexistir actitudes, ideas, valores, pertenecientes a diferentes etapas de la transición“2.

Germani indica que estas características de la época moderna se comprenden generalmente como un proceso de secularización, el cual, dice, “se explica por el hecho que en el complejo indiferenciado de instituciones que caracteriza la estructura social preindustrial, predomina su carácter sagrado, es decir, no solamente religioso en sentido estricto, sino también atemporal, intocable por el cambio, inalterable a través del sucederse de las generaciones, afirmando el carácter intocable de los valores tradicionales. Por el contrario, la sociedad industrial también ha sido llamada secular, basada no ya sobre valores inalterables de la tradición, sino también sobre actitudes racionales, sobre la disposición al cambio a través del ejercicio del libre análisis y sobre todo basada en el ejercicio de la razón” 3.

Respecto al proceso de secularización, Germani advierte además dos componentes fundamentales de dicho proceso, a saber: la forma de disolución de la propiedad comunitaria y la naturaleza del individuo o individuación. Acerca del primero, como ya lo habrían anticipado Karl Marx y Max Weber4, dice: “Por lo que se refiere a la disolución de la propiedad comunitaria debe decirse que la línea evolutiva que da lugar a su completa disolución y desemboca en la propiedad individual absoluta (tal como ocurre en el derecho romano), es la que lleva a la emergencia 1Germani (1962), p. 89 2Ibíd., p. 90 3Ibíd., p. 93. 4Giddens (1976), p. 208

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del capitalismo, a su vez base del desarrollo de la sociedad industrial”5. En lo que concierne a la individuación, Germani comprende “la emergencia de la subjetividad de la conciencia del sí mismo y del yo como sujeto diferenciado de la naturaleza (del no yo) por un lado, y separado de la comunidad, como individuo, por el otro”6. Así, pues, la individuación significa entonces: por un lado, que la escisión entre sujeto y naturaleza implica que la realidad “externa” pasa a ser vista como algo conocible y manipulable a través del conocimiento racional instrumental, opuesto a un “conocer” basado en consideraciones religiosas, místicas e irracionales desde la perspectiva del conocimiento occidental, y de la posibilidad de controlar y utilizar las fuerzas de la “naturaleza”; por el otro, que la escisión entre sujeto y comunidad encierra un tipo de subjetividad extrema, a tal punto que se ha arribado a teorías contractualistas según las cuales la sociedad existe en virtud de un contrato o pacto social entre individuos autónomos sobre principios fundamentales7.

Sociedad premoderna y sociedad moderna

Con el interés de comprender la naturaleza de la sociedad moderna, Germani también sostiene que es útil distinguir los dos “tipos ideales” opuestos de la sociedad industrial o moderna y de la sociedad preindustrial o premoderna en función de tres principios básicos de la estructura social, ellos son: el tipo de acción social, la actitud frente al cambio y el grado de especialización de las instituciones8. Veamos las particularidades de dichos principios. Al referirse al tipo de acción social, Germani dice que en las sociedades tradicionales no industriales la mayor parte de las acciones humanas se realizan sobre la base de prescripciones, puede haber mayor o menor tolerancia o variabilidad de comportamiento alrededor de una pauta pero no hay elección, cada persona sigue entonces un patrón de conducta relativamente fijo que se extiende, además, a la manera de sentir. En las sociedades industriales, en cambio, una parte significativa de las acciones se realiza sobre la base de elecciones, es decir que, frente a cada situación dada, la persona debe dar su propia solución, decidir por sí misma. Por ello, y en referencia a la acción económica, observa que “es 5Germani (1985), p. 27 6Ibíd., p. 28 7Ibíd., pp. 28 y 29. Al respecto, menciono que para Jürgen Habermas la escisión del sujeto con la naturaleza y con la comunidad también implica un proceso de racionalización y de doble ruptura. Habermas observa la emergencia de este proceso a partir del desplazamiento de la mentalidad primitiva centrada en el mito, producto de la “desmitologización” de la imagen del mundo, que ha significado a la vez una disociación del individuo con la naturaleza y una desnaturalización de la sociedad. Habermas (1981), p. 77. Y agrega Habermas, que esta escisión de la naturaleza y de la sociedad es esencial para que los participantes hagan explícitas y puedan poner a examen sus posturas de aceptación o rechazo por ejemplo hacia las normas, a diferencia de los “acuerdos normativos adscriptos” que hacen de las tradiciones culturales un obstáculo para tales posturas. Ibíd., p. 105. 8Ibíd., pp. 94 a 97. Germani observa que esta tipología es una simplificación extrema y, por lo tanto, si bien es útil para distinguir a la sociedad preindustrial de la industrial, entraña algunas limitaciones, a saber: por un lado, que desconoce que la realidad histórica que es pluridimensional y, vinculado a ello, por el otro, que la especificidad de los detalles se omiten (p. 92)

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electiva, hay que elegir, pero se prescribe cómo realizar la elección misma, y a este respecto se fija el principio de la racionalidad instrumental. Esta transición de la acción prescriptiva a la acción electiva ha sido a menudo llamada proceso de racionalización. En términos acaso más generales, se trata siempre del tránsito del hábito a la elección deliberada”9 Vinculado a lo anterior, cuando Germani se refiere a la actitud frente al cambio, indica que la sociedad tradicional se basa en el pasado, todo lo nuevo es rechazado y se tiende a afirmar la repetición de las pautas preestablecidas. La sociedad industrial, al contrario, el cambio se torna un fenómeno normal, es decir, instituido; incluso –agrega- hasta el marco normativo mismo puede convertirse en objeto de elección, puede ser transformado: “Cuando el marco normativo mismo llega a ser un objeto de deliberación y elección, es ese núcleo que se pone en duda directa o indirectamente... Con la extensión progresiva de la secularización esos fines y valores centrales acaban por ser vistos como artefactos humanos modificables, susceptibles de cambio, y más precisamente de cambio deliberado y planeado”.10 Finalmente, en cuanto al grado de especialización de las instituciones, Germani observa que mientras la sociedad preindustrial posee una estructura relativamente poco diferenciada que realiza una serie de funciones, la sociedad industrial, por el contrario, cada función tiende a especializarse originando una serie de estructuras cada vez más específicas, cada vez más limitadas a determinadas tareas claramente fijadas. Esta creciente división del trabajo social, implica entonces una creciente diferenciación y especialización de normas y roles en la sociedad industrial, y una creciente autonomización de valores dentro del mismo sistema social. Por tales motivos, agrega Germani, el problema sociológico central en la sociedad moderna -ya visualizado por Emile Durkheim 11- es la integración social. Dice al respecto: “la sociedad moderna está caracterizada por una tensión intrínseca a su forma particular de integración. Esta tensión es la consecuencia de la contradicción entre el carácter expansivo de la secularización y la necesidad de mantener un control universalmente aceptado sin el cual la sociedad cesaría de actuar como tal” 12.

I.2. Discontinuidades y consecuencias de la modernidad

según Anthony Giddens Anthony Giddens sostiene, de manera semejante a Germani, que la naturaleza de la modernidad obedece al carácter “discontinuista” del desarrollo social moderno13, al sugerir que las instituciones sociales modernas son únicas, distintas en su forma a todos los tipos de orden tradicional. En ese sentido, y compartiendo los elementos distintivos de la época moderna individualizados por Germani -recordemos:

9Ibíd., p. 95 10Germani (1985), p. 30 11Nisbet (1966), p. 117 12Germani (1985), p. 31 13Giddens (1990), p. 17

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emergencia de un tipo de sociedad radicalmente opuesto a todos los precedentes, ritmo frenético de cambio y crisis de la conciencia individual-, dice: “(l)as formas de vida introducidas por la modernidad arrasaron de manera sin precedentes todas las modalidades tradicionales del orden social. Tanto en extensión como en intensidad, las transformaciones que ha acarreado la modernidad son más profundas que la mayoría de los tipos de cambio característicos de períodos anteriores. Extensivamente han servido para establecer formas de interconexión social que abarcan el globo terráqueo; intensivamente, han alterado algunas de las más íntimas y privadas características de nuestra cotidianidad”14.

Según Giddens, la modernidad se caracteriza por su ritmo de cambio (la celeridad del cambio de la modernidad es excepcional), por su ámbito de cambio o universalidad, y también por la propia naturaleza intrínseca de las instituciones modernas, dado que algunas formas sociales modernas -como el sistema del Estado-nación, la completa mercantilización de los bienes o el trabajo asalariado-, observa que sencillamente no se dan en anteriores períodos históricos15. Con el fin de profundizar en este carácter “discontinuista”, se detiene además en el análisis de su dinamismo, que deriva, dice, de tres fenómenos íntimamente vinculados entre sí, a saber: de la separación del tiempo y el espacio, del desanclaje de los sistemas sociales y de la índole reflexiva de la modernidad 16. Veamos a cada uno de estos fenómenos en particular. Al referirse a la separación del tiempo y el espacio, Giddens señala, en primer lugar, que en todas las culturas premodernas la estimación del tiempo se vinculaba con el espacio, porque nadie podía saber la hora del día sin hacer referencia a otros indicadores socio-espaciales. Con el advenimiento de la modernidad, en cambio, se inicia un proceso de cuantificación y uniformalización en la organización social del tiempo, cuyo ejemplo más notable ha sido el invento del reloj a fines del siglo XVIII, al expresar una dimensión uniforme del tiempo “vacío” que ha permitido, por ejemplo, la designación de “zonas” del día. Con relación al “espacio vacío”, indica que puede entenderse en términos de separación del espacio y el lugar (o lo “local”); y observa entonces que mientras en las sociedades premodernas el espacio y el lugar coinciden, porque las dimensiones espaciales de la vida social están dominadas por la “presencia”, con el surgimiento de la modernidad, por el contrario, comienza una separación del espacio con el lugar al fomentar relaciones entre los “ausentes” localizados de cualquier situación de interacción “cara a cara”. En segundo lugar, e íntimamente vinculado a la separación del tiempo y el espacio, Giddens entiende por desanclaje el “despegar” las relaciones sociales de sus contextos locales de interacción. Destaca dos notables tipos de desanclaje de la modernidad: las “señales simbólicas”, que se refieren a los medios de intercambio que pueden ser pasados de unos a otros sin consideración por las características de los individuos o grupos (por ej.: el dinero), y los “sistemas expertos”, que aluden a los logros técnicos o de experiencia profesional que organizan grandes áreas

14Ibíd., p. 18 15Ibíd., p. 19 16Aquí sigo a Giddens (1990), pp. 28 a 39.

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del entorno material y social. Ambos tipos de desanclaje, agrega, descansan sobre la noción de fiabilidad de los sujetos en las capacidades abstractas de los sistemas sociales17. En cuanto a la índole reflexiva de la modernidad, Giddens observa, en primer término, que todos los seres humanos se mantienen rutinariamente en contacto con los fundamentos de lo que hacen, y que dicho contacto es el elemento principal del mismo hacer18. Mientras en las culturas tradicionales premodernas se rinde homenaje al pasado y se valoran símbolos que perpetúan la experiencia de generaciones, la tradición entonces es una manera de integrar el control reflexivo de la acción con la organización del tiempo y el espacio de la comunidad. En la modernidad, por el contrario, la reflexión toma un carácter diferente pues se introduce en la misma base de la reproducción de tal manera que pensamiento y acción son constantemente refractados el uno sobre el otro; la rutina de la vida cotidiana, entonces, no tiene ninguna conexión intrínseca con el pasado. Y agrega al respecto: “La reflexión de la vida social moderna consiste en el hecho de que las prácticas sociales son examinadas constantemente y reformadas a la luz de nueva información sobre esas mismas prácticas, que de esa manera alteran su carácter constituyente”19. Las particularidades de la dinámica de la modernidad señaladas por Giddens hasta aquí -separación del tiempo y el espacio, desanclaje de las relaciones sociales y la índole reflexiva de la vida social moderna-, nos ofrecen pues –como vimos en Gino Germani- una construcción tipológica del mundo premoderno y el mundo moderno. Pero ahora advierto que Giddens menciona otro aspecto sobresaliente de la condición moderna, a saber: se refiere a las consecuencias am biguas de la modernidad, a su carácter contingente o ambivalente, producto –dice- de los niveles de intervención humana, tanto sobre la naturaleza como sobre la sociedad. Veamos ahora en qué consiste este problema. Modernidad y contingencia

A fin de describir la cuestión de la contingencia de la modernidad

según Giddens, estimo necesario, previamente, hacer un paréntesis y recordar el lugar central que ha tenido la noción de “razón” en la concepción más enfática de la modernidad: el pensamiento ilustrado del siglo XVIII20. Y esto se justifica, porque estimo que ha sido esta visión el intento más “ambicioso” por construir un orden racional sustentado precisamente en un ideal de “certeza” en la intervención racional humana, sobre el mundo natural y sobre el mundo social. Para ello, indico en primer término que, según Nicolás Casullo 21, es posible distinguir tres etapas la “fundación” de la condición moderna, a saber: se inició en el siglo XV y XVI con el Renacimiento, con las ideologías de libertad y con los estudios copernicanos; continuó en el siglo XVII con el pensamiento cartesiano, que hizo “del sujeto pensante 17Urry y Lash denominan “islas de certezas” a las capacidades abstractas de los sistemas sociales. Urry y Lash (1994), p. 65 18Véase Giddens (1976), Cap. III. 19Giddens (1990), p. 46. 20Touraine (1992), p. 65. Véase también Harvey (1990), pp. 27 y ss 21Casullo (1989), p. 15 y ss

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el territorio, único, donde habita el dios de los significados del mundo: la Razón, frente a las ilusiones y trampas de otros caminos”; y que finalmente llegó a su apogeo con la filosofía de las Luces en el siglo XVIII al coronar la noción moral de individualismo22 (el valor o dignidad del individuo). Desde el punto de vista de la concepción ilustrada, la modernidad se comprendería, pues, como un proceso de desencantamiento de la organización religiosa del mundo que posibilitaría la institucionalización de la realidad social como un orden determinado por hombres autónomos, libres para organizar su convivencia23. En tal sentido, recuerdo que un aspecto central de esta idea de autonomía implicaba, además, un método de conocimiento basado en la voluntad individual sin prescripciones: para Kant, por ejemplo, el lema de la época debía ser “atrévete a conocer”, es decir, un deseo por reexaminar y cuestionar las ideas y valores recibidos24. Finalmente, menciono que los objetivos de la concepción ilustrada podrían resumirse, según las ideas de Condorcet -recogidas por Jürgen Habermas-, en cuatro aspectos notables de destacar, a saber: el perfeccionamiento a través del libre ejercicio de la inteligencia, la devaluación de las ideas tradicionales por el poder de la ciencia y su rol ilustrado, el perfeccionamiento de la moral del hombre, y la convivencia civilizada, que implicaba: una república que garantice las libertades civiles, una organización internacional que garantice la paz perpetua, y un progreso económico que limite las desigualdades sociales25. Ahora bien, y retornando a Giddens, esta “sensación de certidumbre” que ofrece el pensamiento ilustrado26 es puesta en tela de juicio por este autor cuando afirma, en primer lugar, que la modernidad es un fenómeno de “doble filo”, porque si por un lado el desarrollo de las instituciones sociales modernas y su expansión mundial “han creado oportunidades enormemente mayores para que los seres humanos disfruten de una existencia más segura y recompensada que cualquier tipo de sistema premoderno”27, por el otro tiene un lado sombrío que se ha puesto de manifiesto en el siglo XX. Este “costo de oportunidad” de la modernidad, indica Giddens, también fue subrayado por los

22Según Miguel Ángel Forte, tres elementos contribuyen a la formación de la concepción individualista de la sociedad y el Estado, a saber: “1. el contractualismo de los siglos XVII y XVIII, que parte de la hipótesis de que antes de la sociedad civil existe un estado de naturaleza que encuentra a los individuos soberanos, libres e iguales entre sí, los cuales pactan el establecimiento de un poder común para salvaguardar la vida, la libertad y la propiedad; 2. el nacimiento de la economía política, cuyo análisis de la sociedad y de las relaciones sociales también se funda en la actividad del individuo en el mercado y no en la intervención del soberano...; 3. la filosofía utilitarista de Bentham y Mill, que formula como único fundamento de una ética objetiva la consideración de los estados esencialmente subjetivos, resolviendo el problema del bien común por medio de la sumatoria de los bienes individuales, y esto es la “felicidad de la mayoría”, según la fórmula de Bentham”. Forte (1998), pp. 25 y 26. 23Lechner (1991), p. 12. 24Ferrater Mora (1962), pp. 180 y 181 25Habermas (1981), pp. 201 a 203. 26En tal sentido, dice Habermas acerca de la esperanza en la ilustración que subyace en Condorcet: “Tras ella se oculta la idea de que las experiencias relacionas con la contingencia humana y los problemas de sentido que hasta ahora habían sido intepretados por la religión y solventados culturalmente pueden quedar radicalmente neutralizados”. Habermas (1981), p. 204. 27Giddens (1990), p. 20

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fundadores clásicos de la sociología -como Marx, por ejemplo, que vio la lucha de clases como la fuente de los cismas fundamentales en el orden capitalista, al mismo tiempo que vislumbraba el surgimiento de un sistema social más humano-, pero advierte que dicho costo se ha radicalizado en el siglo XX como lo ilustran las consecuencias de la intervención humana no tematizadas por la sociología tradicional, a saber: la destrucción del medio ambiente, el totalitarismo y la industrialización de la guerra28. En esta contingencia de la modernidad ahora radicalizada, afirma Giddens, radica entonces su carácter “bifronte” -esperanzas y amenazas-29. Otro elemento en el estudio de Giddens acerca de las consecuencias de la modernidad se refiere a la imposibilidad de fundamentos permanentes que introduce la misma idea de “razón”, tras la ruptura con el orden tradicional. En tal sentido, menciona que la Ilustración, y en general la cultura occidental, surgió en un contexto religioso que hacía hincapié en el logro de la gracia divina, lo que explica, entonces, que la “certeza” religiosa fuera reemplazada por la “certeza” del progreso y de la observación30. Sin embargo, advierte que las “semillas del nihilismo”31 estuvieron desde un principio en la propia noción de “razón”, tal como lo demuestran las consecuencias que introduce su completa liberalización, porque “ningún conocimiento, dice Giddens, puede descansar sobre una fundamentación incuestionable, incluso la más firmemente sostenida de las nociones, sólo puede ser tomada en principio o hasta posterior aviso, ya que de otra manera recaería en el dogma y se separaría de la esfera de la razón, que es la que en primer lugar determina su validez” 32. Y agrega, al respecto, que la modernidad no es inquietante sólo por el hecho de la “circularidad de la razón”, es decir, por la imposibilidad de fundamentos o juicios “certeros” permanentes debido a su propia condición autorreflexiva, sino porque la naturaleza de esa misma circularidad es enigmática. Pregunta entonces: “¿Cómo justificar nuestro compromiso con la razón en

28De manera similar a Giddens, señalo que Habermas destaca dos problemas que podrían modificar los equilibrios en los ámbitos ecológico e internacional derivados del crecimiento capitalista en las sociedades avanzadas (y por lo tanto no tematizadas con anterioridad), a saber: el recalentamiento del ambiente natural como consecuencia del consumo de energía, propio del despliegue de las fuerzas productivas, por un lado, y “la mortífera destrucción del sustrato natural de la sociedad mundial” posibilitada por primera vez por los alcances de las fuerzas destructivas inexistentes en el pasado, por el otro. Habermas (1971), pp. 59 y ss Respecto a la conciencia de los peligros potenciales de estas fuerzas destructivas, dice Hannah Arendt: “La idea de que la agresión constituye un crimen y que sólo puede justificarse la guerra cuando hace frente a la agresión o la evita, adquirió su significado práctico e incluso teórico sólo después de que la Primera Guerra Mundial mostrara el potencial tremendamente destructivo de la guerra como resultado de la tecnología moderna”. Arendt (1963), p. 13 29Giddens (1990), pp. 20 a 23. En tal sentido, agrego que esta tensión entre las oportunidades y los peligros de la modernidad indicada por Giddens, Peter Wagner la comprende como la disyunción entre la sustancia del discurso de la modernidad, basada en la libertad, el pluralismo y la individualidad, y la forma histórica, dado que un nuevo orden social implica conformidad y sujeción. Wagner (1995), p. 43. 30Al respecto, dice Wagner: “la línea argument ativa de la Ilustración...se estructuró como una especie de religión natural, en que la Razón ocupaba el puesto de Dios y la historia se convertía en el lugar de la revelación”, Wagner (1995), p. 43 31Giddens (1990), p. 54. 32Ibíd., pp. 54 y 55.

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nombre de la razón?”. Y responde: “El núcleo de la modernidad resulta enigmático y no parece haber forma de resolver este enigma” 33.

A las características de la contingencia de la modernidad observada por Giddens -el “costo de oportunidad” en relación a sus consecuencias y el “nihilismo de la razón” tras el derrumbe del pensamiento religioso-, ahora estimo oportuno complementarlas con dos comentarios, uno de Agnes Heller y otro de Niklas Luhmann, relacionados a dichas características respectivamente.

Desde el punto de vista filosófico, Heller sostiene que la palabra contingencia es un término existencial, que alude principalmente a la condición humana que los hombres y mujeres modernos experimentan de manera intrínseca opuesto a la teleología, porque “los hombres y las mujeres se tornan seres contingentes en el momento que se los ha privado de su telos”34. Señala entonces que, en contraposición a la imaginación medieval donde “la Providencia los guiaba al igual que a todo el universo”35, ahora no contamos con telos alguno, es decir, “no hay ninguna otra Razón más que nuestra mente falible” 36. Por ello, observa, la contingencia pone fin a la idea de un telos, un Espíritu, un Dios, que obstaculice la búsqueda de la libertad absoluta por parte del hombre.

De acuerdo al pensamiento ilustrado, continua Heller, el camino abierto por la contingencia quedaría allanado entonces para la conquista de la Tierra de manera absoluta. No obstante, advierte –como Giddens- que el hecho de afirmar que Dios no existe (cuyo objetivo es reafirmar la libertad humana), está limitado por la pérdida de atractivo y convicción que ha tenido “la búsqueda de la deificación del hombre” 37. Afirma Heller: “Desde que los dos regímenes políticos más asesinos de nuestro siglo practicaron su política de genocidio en el nombre de la omnipotencia humana ya no se atribuye el proyecto de la deificación del hombre el tipo de libertad que por lo general se busca. La libertad que se gana al apostarle a la contingencia es la libertad de todas las ilusiones y no la libertad para alcanzar todo”38. Sin embargo, esta libertad de todas las “ilusiones”, advierte Heller, es una condición humana de la modernidad que genera horror, porque, al estar arrojados a la libertad, la vida ya no tiene ninguna destinación prefijada, lo cual supone que uno es el dueño de su propio destino. Pero inmediatamente dice que es precisamente el destino -en su modalidad de telos (el fin que debemos alcanzar) o como fatalidad (el fin que cae sobre nosotros)- lo que no se conoce. Y concluye observando entonces: “los modernos, al estar arrojados a la libertad, no tienen ningún conocimiento previo de su destino en ninguna de sus dos interpretaciones (como telos o como finalidad): no porque sean ignorantes, sino porque no tienen un destino. Nacidos por accidente, como todos los seres humanos, son una cifra que resulta de varias tiradas inconexas de los dados...”39. 33Ibíd., p. 55 34Heller (1993), p. 18 35Ibíd., p. 20 36Ibíd., p. 29 37Ibíd., p. 30 38Ibíd. 39Ibíd., pp. 40 y 41

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Finalmente, indico que Niklas Luhmann, desde el punto de vista del estudio de los sistemas sociales, afirma que las descripciones de la sociedad moderna sobre sí misma se han vuelto contingentes, porque se trata de observaciones acerca de sí misma, esto es, no hay “metarrelato” porque no hay observador “externo”. Esta característica de la modernidad observa que se presenta paradójica, ya que es propia de todo intento autodescriptivo de todo sistema autopoiético, “porque sus características de hoy no son las de ayer y tampoco las de mañana, y precisamente en eso reside su modernidad”40. Por tal motivo, y compartiendo con Giddens las consecuencias “nihilistas” que se derivarían de la total emancipación de la razón, afirma sobre ella: “No soporta ningún pensamiento concluyente, no soporta por tanto autoridad alguna. No conoce posiciones a partir de las cuales la sociedad pueda ser descripta en la sociedad de forma vinculante para otros. Por eso, no se trata de emancipación de la razón, y esta emancipación no se puede perseguir, sino que ya ha ocurrido”41. Para Luhmann, entonces, el problema de la modernidad es que tiene que conformarse con el margen de combinaciones que abre, porque ya no puede referirse a una idea concluyente, a una unidad referencial, a una metanarración que le prescriba la forma y la medida.

I.3. Modernidad, modernización y modernismo

según Marshall Berman Marshall Berman define la modernidad por el conjunto de experiencias “del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y de los peligros de la vida”42. La modernidad, sostiene, es un fenómeno dual, “bifronte” en términos de Giddens, “dramática” en los de Germani, porque “ser modernos, dice Berman, es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los medios y experiencias modernos atraviesan todas las fronteras geográficas y étnicas, de clase y nacionalidad, religiosas e ideológicas; en este sentido, puede afirmarse que la modernidad une a toda la humanidad. Pero se trata de una unidad paradójica, de una unidad de desunión, que nos arroja a todos a un torbellino de constante desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el cual, como dijo Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire”43. Berman observa que esta vorágine de la vida moderna y de las experiencias vitales se alimentan de procesos sociales, los cuales –como vimos en Germani y en Giddens- son radicalmente distintos, dice, a todos los que los precedieron. Y señala que abarcan los grandes descubrimientos en las ciencias físicas, la industrialización de la producción, las inmensas alteraciones demográficas, el crecimiento

40Luhmann (1992), pp. 16 y 17 41Ibíd., p. 41. 42Berman (1982), p. 1 43Ibíd.

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urbano, los sistemas de comunicación de masas, los movimientos sociales masivos de personas y de pueblos, y la existencia de un mercado capitalista siempre en expansión y “drásticamente” fluctuante. Estos procesos son, pues, los elementos que dinamizan y revolucionan la vida moderna y las experiencias vitales, y Berman los define como modernización; cuyas consecuencias suponen, según lo observa David Harvey, que “la modernidad puede no tener respeto alguno por su propio pasado, y menos aún por aquel de cualquier otro orden social premoderno”44. Lo efímero y fragmentario de la modernidad significa, entonces, que el desarrollo social moderno provoca una “transformación radical de todas las condiciones externas de la existencia humana” de acuerdo a Berger y Luckmann45, que pulveriza cualquier orden o idea de orden estable o “sólido”. Al respecto, Harvey señala que la idea nietzscheana de “destrucción creadora” que imprime el proyecto de la modernidad, es reflejada, en sus consecuencias, en el estudio que hace Berman del arquetipo literario de este dilema, el Fausto de Goethe. Dice Harvey: “Héroe épico decidido a destruir los mitos religiosos, los valores tradicionales y las formas de vida consuetudinarias a fin de construir un audaz mundo nuevo sobre las cenizas del antiguo, Fausto, en definitiva, es una figura trágica. Al sintetizar pensamiento y acción, Fausto se impone a sí mismo e impone a todos los demás (hasta a Mefistófeles) extremos de organización, de dolor y agotamiento, a fin de gobernar la naturaleza y crear un paisaje nuevo, un logro espiritual sublime que contenga la posibilidad de que el hombre se libere del deseo y la necesidad”46. Si bien el funcionamiento del desarrollo moderno se presenta “trágico” para las personas, dicho funcionamiento, dice Berman, no debe entenderse de manera reificada o cosificada, porque el horizonte actual sigue estando “abierto y cargado de posibilidades creativas” para ellas47. Pero esta visión “afirmativa”, advierte, no significa la adopción de una postura ingenua o utópica de la modernidad, porque se trata por el contrario de valorar la lucha, el esfuerzo, el desgarro de los individuos por pertenecer y adaptarse, pero también por transformar y adueñarse del “entorno” que los altera. El objetivo de Berman es, pues, destacar esta capacidad de las mujeres y hombres modernos para construir y modificar sus experiencias vitales. En efecto, Berman ha rastreado los esfuerzos de los individuos modernos frente a los peligros de la vida moderna en escenas de la vida cotidiana. Por ejemplo, en Larry, un estudiante de posgrado y taxista; en Lena, también estudiante y con deseos de romper con un ambiente familiar machista y religioso; y en aquella madre que con su hija adolescente intentan dar sentido a sus vidas en un barrio marginal del South Bronx en Nueva York. Estas son escenas –entre muchas otras- que son representativas, afirma Berman, de las luchas y del “poder imaginativo” de los individuos por sobrevivir y adueñarse de un mundo en desintegración y renovación, y que pueden “ayudarnos a convertir

44Harvey (1990), p. 26 45Berger y Luckmann (1995), p. 85 46Harvey (1990), p. 32 47Berman (1984), p. 119

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este mundo en algo nuestro”48. Dice al respecto: “las personas en la multitud están empleando y estirando sus poderes vitales, su visión, cerebro y coraje, para enfrentarse con, y combatir, los horrores; muchas de las cosas que hacen, sencillamente para sobrevivir de un día al siguiente, revelan lo que Baudelaire llamó el heroísmo de la vida moderna. Los rostros de la multitud pueden ser distintos de aquellos tiempos de Baudelaire; no obstante, las fuerzas que los impulsan no han cambiado desde que empezaron los tiempos modernos” 49.

Para Berman, entonces, los indivudos son “héroes” por el tipo de vida que deben enfrentar cotidianamente, porque si bien sufren y padecen las consecuencias del torbellino del mundo moderno , también quieren apropiárselo y hacerlo suyo. Esta es la dualidad de la existencia en la que viven las mujeres y hombres modernos, esta es la dualidad y también la riqueza, concluye Berman, de la modernidad.

Modernidad y modernismo

Un aspecto distintivo en el análisis de Berman acerca de la

condición moderna –fundamental para este trabajo-, es su análisis de las ideas y las visiones “que pretenden hacer de los hombres y mujeres los sujetos tanto como los objetos de la modernización, darles el poder de cambiar el mundo que está cambiándoles, abrirse paso a través de la vorágine y hacerla suya”50. Observa que este conjunto de visiones, en el siglo XIX, fueron agrupadas bajo el nombre de modernismo.

Respecto a la noción de “modernismo”, considero importante señalar que por este término se comprende generalmente, dentro de la esfera del arte, al período que marca el fin del realismo (que se había diferenciado de lo sagrado y que había instituido la representación51), al consagrar la más plena autonomía del mundo estético al sustituir cualquier instancia heterónoma: naturaleza o realidad. Esto explica, entonces, los elementos que incorpora la obra modernista, a saber: auto-conciencia estética (la obra se convierte en el centro de sí misma), yuxtaposición (la obra se convierte en un conjunto de fragmentos tomados de diferentes discursos y medios culturales), incertidumbre (la obra muestra un mundo que pierde su coherencia y racionalidad identificable), y deshumanización (la obra ya no muestra un individuo integrado)52. Si tomamos el momento de esplendor del arte moderno, algunos de los principales movimientos vanguardistas agrupados bajo el término “modernismo” fueron: Fauvismo, Cubismo, Expresionismo, Futurismo, Dadaismo y Surrealismo. Según Berman, estas particularidades de la obra modernista se entrelazan dialécticamente al “ambiente” que imprime la vorágine moderna, siendo el arte, de ese modo, constructivo en lo estético y

48Ibíd. 49Ibíd., p. 128 50Berman (1982), p. 2 51Dice Scott Lash al respecto: “La premisa del realismo estético reside en la posibilidad de “representación”, en la que un tipo de entidad debe representar a otro tipo de entidad”. Lash (1990), p. 23 52Lunn, Marxism and Modernism, Londres, 1985, pp. 34 a 37, citado por Alex Callinicos (1993), p. 37

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crítico en lo social53. Se trata, pues, de una respuesta a los procesos sociales modernizadores que, desde la última década del siglo XVII, revolucionan las dimensiones de la vida personal, social y política: son, como vimos, las máquinas, las zonas industriales, el urbanismo, los movimientos masivos de personas y el mercado capitalista, los ejes centrales puestos en discusión por la vanguardia artística54. Berman también observa que esta crítica del modernismo a la modernización fue expresada por otros “discursos”, como, por ejemplo, el de Marx dentro del campo de la teoría social, durante el siglo XIX 55. En efecto, la crítica de Marx surge precisamente en el momento histórico donde las ideas de individuo, razón y progreso asociadas a la Ilustración, ceden, como observa Robert Nisbet, a otras que darán nacimiento al pensamiento sociológico, en el marco de las consecuencias sociales tras el “derrumbe del viejo régimen, bajo los golpes del industrialismo y la democracia revolucionaria”56. Dice Nisbet al respecto: “La premisa histórica de estabilidad innata del individuo es puesta a prueba por una nueva psicología social que deriva la personalidad a partir de estrechos contextos de la sociedad, y que hace de la alienación el precio que debe pagar el hombre por su liberación de tales contextos. En lugar del orden natural tan caro a la Edad de la Razón, ahora tenemos el orden institucional -la comunidad, el parentesco, la clase social... De la concepción generalmente optimista de la soberanía popular del siglo XVIII, pasamos a las premoniciones del siglo XIX sobre las tiranías que acechan en la democracia popular cuando se transgreden sus límites institucionales y tradicionales. Finalmente, la misma idea de progreso es objeto de una nueva definición, fundada no ya sobre la liberación del hombre respecto de la comunidad y la tradición, sino sobre una especie de anhelo de nuevas formas de comunidad social y moral”57. Así, pues, si bien para Berman es posible emparentar el espíritu crítico de la teoría social emergente con el de las vanguardias artísticas, ambas enfrentadas a las consecuencias de los procesos modernizadores, no obstante señalo que su objetivo primordial es dar cuenta que muchos de sus exponentes estaban simultáneamente alertas a las nuevas posibilidades de cambio y de transformación social abiertas por la modernidad. Y observa, al respecto, que Goethe en Fausto, Baudelaire en El pintor de la vida moderna, Nietzche en Más Allá del bien y del mal, entre muchos otros, han dado cuenta precisamente de “la íntima unidad del ser moderno y del entorno moderno”58 de manera dialéctica, es decir, han

53Piñón (1986), p. 9 54Sin embargo, es en el siglo XIX cuando la modernización, dice Berman, “entra” verdaderamente en escena. En ese sentido, señala que la historia de la modernidad puede dividirse en tres fases: una primera que va de principios del siglo XVI a fines del XVIII, otra que se inicia con la “gran ola revolucionaria de la década de 1790”, y finalmente una tercera que comprende al siglo XX. Observa que en la primera “la gente apenas experimentaba la vida moderna”, en la segunda aparece “un gran público moderno” y, en la tercera, “el proceso de modernización se expande hasta abarca todo el globo”. Es a partir del segundo momento, señala, donde podem os hablar plenamente acerca de las consecuencias de la modernidad. 55Para una discusión del término “modernismo” y su relación con la teoría social, véase en Lash (1990), pp. 165 a 196. 56Nisbet (1966), p. 37 57Ibíd., p. 22. 58Berman (1982), p. 129

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oscilado entre la crítica y la emancipación, entre el peligro y la esperanza, palabras que constituyen, en fin, el espíritu ambiguo y contingente de la modernidad. Sin embargo, Berman advierte que la riqueza de estas visiones modernistas o “abiertas” se han visto opacadas por la unilateralidad de las que las sucedieron. De allí, entonces, su sentencia “lapidaria” a las concepciones acerca de la modernidad del siglo XX, cuando afirma: “encontramos que la perspectiva se ha achatado radicalmente y que el campo imaginativo se ha reducido... Los pensadores del siglo XIX eran, al mismo tiempo, enemigos y entusiastas de la vida moderna... Sus sucesores del siglo XX se han orientado hacia polarizaciones rígidas y totalizaciones burdas. La modernidad es aceptada con entusiasmo ciego y acrítico, o condenada con un distanciamiento y un desprecio neoolímpico; en ambos casos es concebida como un monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida moderna han sido suplantadas por visiones cerradas; el esto y aquello por el esto o aquello”59.

Siguiendo la distinción entre visiones “abiertas” y “cerradas” de

la modernidad propuesta por Berman, sostendré, pues, que las primeras comprenden a aquellos que dan cuenta de la dialéctica de la modernidad –de sus esperanzas y también de sus peligros-, porque si bien expresan un diagnóstico crítico acerca de sus consecuencias, al mismo tiempo no renuncian a vislumbrar sus posibilidades como tampoco a la capacidad de las mujeres y de los hombres para modificar y desarrollar sus experiencias vitales.

Analizar entonces en qué medida y en qué sentido las teorías sociales se han aproximado o se aproximan a este modelo, es el objetivo del resto del trabajo.

II. Visiones abiertas y cerradas de la modernidad

II.1.El modernismo de Karl Marx

Para Marx, el capitalismo es la modernidad 60. Su teoría de la sociedad capitalista fue un intento, como dice Albretch Wellmer, “de demostrar como la sociedad -a través de la universalización de las relaciones de cambio capitalista, el aumento ilimitado de las fuerzas de producción, la intensificación resultante de las crisis económicas y la producción de una clase proletaria revolucionaria-, contiene en sí la semilla de su propia negación” 61.

59Ibíd., p. 11 (El resaltado es mío) Agrego que esta distinción en las interpretaciones acerca de la modernidad en dos grandes bloques, las “abiertas” y las “cerradas”, es también compartido por Wagner (1995), p. 15 y ss 60Sayer (1991), p. 13. Giddens también señala que Marx interpreta la naturaleza de la modernidad “fijándose en una única y predominante dinámica de transformación: el capitalismo”. Giddens (1990), p. 23. 61Wellmer (1994), pp. 66 y 67.

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Según Marx, el núcleo del drama capitalista reside entonces en que la dinámica de este modo de producción conduce a la confrontación de sus dos clases medulares, la burguesa y la proletaria, en un endémico conflicto por la distribución de los frutos de la producción industrial. Esta lucha entre poseedores y desposeídos62 culminará con el triunfo de estos últimos, hecho que erradicará la alienación del hombre producto de las consecuencias económicas y políticas de la sociedad burguesa. Porque desde el punto de vista económico, dice Marx, el capital reduce todos los valores de uso, incluso al trabajo, en valores de cambio, en mercancías, y produce una atomización de los sujetos que hace de las relaciones interindividuales circunstancias “naturales” y no como el producto de la conciencia y de la actividad humana “tal y como realmente son; es decir, tal y como actúan y como producen materialmente”63. Y porque desde el punto de vista político, la clase dominante dispone de medios para difundir las ideas que legitiman su posición de autoridad, y esto es así, afirma Marx, dado que “la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante”64. En este sentido, las ideas de libertad e igualdad aparecen según Marx como una “fachada” de la sociedad burguesa que no pueden tomarse en su “valor aparente”, es decir, como recapitulación directa de la realidad social; al contrario, las libertades jurídicas que existen en la sociedad burguesa sirven en realidad para legitimar las obligaciones de los contratos laborales, bajo los cuales los trabajadores asalariados y carentes de propiedad se encuentran en tremenda desventaja en comparación con los dueños del capital65. Por tal motivo, los ideales emanados de la “emancipación política”, es decir los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancionados en 1789, lejos están de satisfacer los requisitos de la verdadera “emancipación humana”, porque “sólo cuando el hombre real -dice Marx- recoge en sí mismo al ciudadano abstracto, y como hombre individual se convierte en social en su vida empírica, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales, sólo cuando el hombre reconoce y organiza como fuerzas sociales sus propias fuerzas y por eso no se separa más de la fuerza social en forma de fuerza política, sólo entonces se cumple la emancipación humana”66. La alienación política y económica constituye el diagnóstico crítico de la modernidad de Marx. Pero, como observa Robert Nisbet, “para él esto no era presagio de un futuro estéril y desesperado, sino más bien el primer paso hacia la emancipación del hombre”67. En efecto, según Marx una nueva sociedad comunista permitirá que las limitaciones 62Dice Engels acerca de las dos clases fundamentales del modo de producción capitalista: “1. La clase de los grandes capitalistas, que son ya en todos los países civilizados casi los únicos poseedores de todos los medios de existencia, como igualmente de las materias primas y de los instrumentos (máquinas, fábricas, etc.) necesarios para la producción de los medios de existencia. Es la clase de los burgueses, o sea la burguesía. 2. La clase de los completamente desposeídos, de los que en virtud de ello se ven forzados a vender su trabajo a los burgueses, a fin de recibir en cambio los medios de subsistencia necesarios para vivir. Esta clase se denomina la clase de los proletarios, o sea, el proletariado”. Engels (1847), p. 70. 63Marx/Engels (1845-1846), p. 19. 64Ibíd., p. 38 65Giddens (1971), p. 91 66Marx (1843), p. 58 67Nisbet (1966), p. 179

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impuestas a las actuales condiciones de existencia -por la economía y por la política burguesa- sean superadas cuando el hombre se libere de la alienación, dentro de un orden racional emancipado del dominio clasista. Así, pues, imagina Marx la vida en la sociedad comunista, sorprendentemente individualista, donde “cada individuo no tiene demarcado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace plenamente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”68.

Tras presentar la convivencia de la crítica de modernidad y la esperanza emancipadora de Marx, ahora introduzco la particular lectura que ofrece Marshall Berman sobre dicha convivencia, que la analiza a través del estudio del Manifiesto Comunista, donde rastrea el significado del vínculo entre la teoría social y el modernismo en la cultura69.

La idea central que guía el estudio de Berman es que “la fuerza y la originalidad reales del materialismo histórico de Marx residen en la luz que arroja sobre la vida espiritual moderna... (en) la creencia de que la vida moderna implica un todo coherente”70. Observa, sin embargo, que este sentido de la totalidad va a contrapelo del pensamiento contemporáneo dividido en dos discursos: el de la modernización en la economía y la política, por un lad o, y el del modernismo en la cultura, por el otro. No obstante, Berman sostiene que la afinidad entre Marx y los modernistas puede rastrearse cuando éste habla de las consecuencias que inaugura la modernidad en el propio Manifiesto. Con el objetivo de aclarar esta conexión, veamos qué dice Marx en el inicio del texto mencionado: “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”71. Marshall Berman así interpreta entonces la frase que da inicio al clásico párrafo de Marx señalado, con el objetivo de mostrar su impronta modernista: “Tomemos una imagen como ésta: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria de esta imagen, su fuerza dramática altamente concentrada, su tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista -la temperatura que destruye es también una energía superabundante, un exceso de vida-, todas estas cualidades son supuestamente el sello distintivo de la imaginación modernista. Son precisamente la clase de cosas que estamos dispuestos a

68Marx (1845-1846), p. 29. 69Aquí sigo a Berman (1982), pp. 81 a 128 70Ibíd., p. 81 71Berman toma esta frase de “la traducción clásica de Samuel More (Londres, 1888), autorizada y editada por Engels y reeditada universalmente”, Berman (1982), p. 83. Resulta curioso que la notable colección Obras Escogidas, Carlos Marx/Federico Engels (Buenos Aires, Editorial Ciencias del Hombre, 1973), mantenga exactamente igual el párrafo seleccionado excepto la frase medular que destaca Berman. Donde Berman dice entonces “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, allí se indica “Todo lo estamental y estancado se esfuma”. Puede apreciarse el tono literario-poético que prevalece en la primera.

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encontrar en Rimbaud o en Niestzche, en Rilke o en Yeats: las cosas se disgregan, el centro no las sostiene. De hecho, esta imagen procede de Marx, y no de un temprano manuscrito esotérico oculto durante largo tiempo, del meollo del Manifiesto comunista”72.

Esta imagen “descentrada” que Berman atribuye a la concepción de la modernidad de Marx, esta “ambigüedad de su punto de vista” que lo aproxima a los modernistas, observa que se hace palpable en el Manifiesto en la tensión entre una visión “sólida” y otra “evanescente” que lo recorre. Veamos en qué consiste dicha tensión. En la primera parte del Manifiesto, señala Berman, Marx propone presentar un panorama de lo que hoy se denomina el proceso de modernización y prepara el terreno para lo que él considera su clímax revolucionario. Aquí, Marx describe el “sólido” meollo institucional de la modernidad, a saber: aparición del mercado mundial; destrucción de los mercados locales; producción y consumo cada vez más internacionales y cosmopolitas; ampliación de los deseos y demandas humanas; concentración de capitales; crisis del campesinado y de los artesanos independientes; centralización, racionalización y automatización de la producción; crecimiento de las ciudades; centralización legal, fiscal y administrativa; surgimiento de los Estados nacionales con gran poder, pero minado por el ámbito internacional del capital; conciencia de clase y movilización de los trabajadores industriales que luchan contra la miseria y la opresión. Pero si continuamos leyendo, advierte Berman, Marx no sólo describe sino que también evoca y pone en escena la marcha desesperada y el ritmo frenético que el capitalismo imparte a todas las facetas de la vida moderna a partir de dos ideas, el activismo y el desarrollo. Berman explica entonces que Marx comienza a describir a la burguesía y dice que ha desempeñado en la historia un papel “altamente revolucionario”. Lo sorprendente es que Marx no ha venido a enterrarla, sino a alabarla, pues ella ha sido la que primero ha demostrado lo que puede realizar la actividad humana 73. Pero surge una ironía en este activismo burgués: se ve forzada a cerrarse a sus posibilidades más ricas, porque si bien muestra que es posible cambiar al mundo, la única actividad que realmente significa algo para sus miembros es hacer dinero, acumular capital, amontonar plusvalor. Por tal motivo, Berman señala una inquietud implícita en la concepción de la modernidad de Marx, a saber: ¿por qué los hombres modernos aceptarán pasivamente, luego de ver lo que puede conseguir la actividad humana, la estructura de su sociedad tal como les viene dada?. Y contesta Berman –en términos semejantes a los Wellmer mencionados al inicio: “La actuación revolucionaria, práctico crítica que acabe con la dominación burguesa será la expresión de las energías activas y activistas que la propia burguesía ha liberado. Marx comenzó alabando a la burguesía, no enterrándola, pero si su dialéctica funciona, serán las virtudes por las que la alababa las que finalmente la enterrarán”74 72Berman (1982), p. 83 73Dicen Marx y Engels sobre la notable actividad humana expresada por la burguesía: “ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a los éxodos de los pueblos y a las Cruzadas”, Marx/Engels (1872), p. 96 74Berman (1982), p. 89

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Pero tan importante como la idea de activismo, continúa Berman, es el segundo logro de la burguesía: la capacidad y el impulso humano para el desarrollo, el cambio permanente, la perpetua conmoción y renovación de todas las formas de vida personal y social. Sin embargo, advierte que para Marx este impulso también está limitado por estar inserto en las obras y las necesidades cotidianas de la economía burguesa, pues ¿pueden las formas de vida capitalista -propiedad privada, trabajo asalariado, valor de cambio, persecución insaciable de ganancias- mantenerse inamovibles?. Y Berman responde, a través de la perspectiva revolucionaria de Marx: “Cuando más vehementemente empuje la sociedad burguesa a sus miembros para que crezcan o perezcan, más probable será que éstos crezcan más que ella, más vehementemente la considerarán como un lastre para su crecimiento, más implacablemente la combatirán en nombre de la nueva vida que les ha obligado a emprender. De este modo el capitalismo se desvanece en el calor de sus propias energías incandescentes. Después de la Revolución, en el curso del desarrollo, una vez que la riqueza haya sido distribuida, los privilegios de clase hayan desaparecido, la educación sea libre y universal y los trabajadores controlen las formas de organización del trabajo, entonces -profetiza Marx en el momento culminante del Manifiesto-, finalmente, en sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos” 75 Berman interpreta entonces a Marx como un modernista, porque Marx ve en el desarrollo capitalista y en el activismo burgués un proceso de crecimiento continuo, abierto, “sin fronteras”. Y son estas particularidades de la condición moderna los motivos que lo impulsan entonces a “curar las heridas de la modernidad mediante una modernidad más plena y más profunda”76. Porque si bien la estructura de la sociedad capitalista y sus instituciones constituyen un salto hacia adelante frente al orden de las tradiciones y de los privilegios, esta nueva sociedad tiende a “cosificarse”, a reemplazar las energías liberadoras por nueva cadenas, por nuevos “frenos” a la dinámica de la modernidad, que son, como vimos, el plusvalor, el trabajo asalariado, el egoísmo y la propiedad privada. Marx vislumbra, entonces, otro orden social que es un paso más allá del burgués, producto de las propias fuerzas modernizadoras que se “encargarán” de destruirlo a través de la aparición de un nuevo sujeto: el proletariado. Sin embargo, señalo que en tanto Berman comprende la modernidad como un proceso indeterminado y contingente, producto –como hemos visto - de la dialéctica entre el desarrollo social moderno que pulveriza cualquier orden estable y los esfuerzos de los sujetos para adaptarse a ese desarrollo y hacerlo propio, observa entonces la imposibilidad de la utopía de una “sólida” sociedad comunista vislumbrada por Marx, pues, ¿qué sociedad -plantea Berman- podrá poner freno al activismo humano y al desarrollo de las formas de vida abiertas por la modernidad?. A pesar de este límite que Berman encuentra en los deseos de una nueva y sólida sociedad en Marx, observa 75Ibíd, p. 92 76Ibíd, p. 93

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sin embargo en su crítica de la modernidad y en su esperanza las características que constituyen a las visiones “abiertas”, modernistas. En su crítica a las inmensas posibilidades que la burguesía abrió cuando reemplazó los privilegios estamentales, pero que no sabe que hacer con ellas; en su esperanza en una vida plena, donde todos, por fin, nos desenvolveremos libremente.

II.2. Racionalización y desencanto en Max Weber El interés de Weber por la modernidad puede sintetizarse con la pregunta que da inicio a la Ética Protestante y el espíritu del capitalismo, que dice: “Si alguien perteneciente a la civilización moderna europea se propone indagar alguna cuestión que concierne a la historia universal, es lógico e inevitable que trate de considerar el asunto de este modo: ¿qué serie de circunstancias ha determinado que sólo sea en Occidente donde hayan surgido ciertos sorprendentes hechos culturales (ésta es, por lo menos, la impresión que nos producen con frecuencia), los cuales parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal?"77 En el texto mencionado, Weber enumera una serie de fenómenos del racionalismo occidental, aquellos “sorprendentes hechos culturales”, que afectan, según Jürgen Habermas –quien retoma la división tripartita de Parsons-78, a las esferas de la sociedad, de la cultura y de la personalidad. Veamos.

La modernización de la sociedad, Weber la comprende como el proceso por el que emergen la empresa capitalista y el Estado moderno. La empresa capitalista se encuentra separada de la hacienda doméstica, se orienta hacia la inversión -con ayuda del cálculo del capital y la contabilidad racional-, y organiza de la fuerza de trabajo, formalmente libre, desde el punto de vista de la eficiencia. El Estado moderno, por su parte, se basa en un sistema centralizado y estable, dispone de un poder militar permanente, monopoliza la creación del derecho y organiza la administración burocráticamente79. El medio organizativo, tanto de la economía capitalista como del Estado moderno, es el derecho formal que descansa sobre el principio de positivización. En la esfera de la cultura, Weber señala a la ciencia y a la técnica (sustentadas en el saber empírico y en el dominio instrumental), el arte (basado en la independencia de la producción artística, tanto en lo referido a las técnicas como a las expresiones individuales), y las modernas ideas jurídicas (posibilitadoras de que el derecho sea creado por vía del estatuto formalmente sancionado). Finalmente, en la esfera de la personalidad, Weber se refiere a un modo metódico de la vida

77Weber (1904-1905), p. 7. 78Aquí sigo a Habermas (1981), pp. 214 a 227. 79Algunas características de la burocracia moderna, según Weber, son: rigen las disposiciones del reglamento administrativo, rige el principio de jerarquía funcional, se basa en documentos, en el aprendizaje profesional, en el rendimiento del funcionario, y en el conocimiento de las normas (juridisprudencia, ciencias comerciales, etc.) Weber (1922), pp. 716 a 718.

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proporcionado por la ética protestante, que habría sido un factor esencial en el nacimiento (racional) del capitalismo80. Clasificados los fenómenos que distingue Weber del racionalismo occidental según Habermas, indico ahora que Albrech Wellmer observa que el concepto clave para dar cuenta de este “rumbo evolutivo de validez y alcance universal” es, en cada uno de los ámbitos mencionados -sociedad , cultura y personalidad-, “racionalización”81; el proceso histórico del mundo de la modernización significa, en consecuencia, un aumento de racionalidad. De esta forma, Wellmer afirma que Weber sigue la tradición Ilustrada, es decir, que la historia progresa hacia la Razón, aunque advierte que este proceso adquiere en él un “significado altamente ambiguo”82. Centrándome en esta aseveración, a continuación indico los diferentes aspectos que Wellmer distingue en el concepto “racionalidad” de Weber, para luego mencionar las consecuencias imprecisas que se derivan de aquel83. Según Wellmer, tres son entonces las particularidades que reviste el concepto de racionalidad de Weber. La primera es la racionalidad deliberada, que es el tipo de racionalidad que se muestra en la elección de los medios más eficaces para alcanzar unos objetivos predeterminados; la racionalización está sujeta pues al aumento de la eficiencia económica y administrativa. La segunda es la racionalidad formal, que es el tipo de racionalidad -en sentido amplio- que impone un orden coherente y sistemático sobre las diferentes situaciones, creencias, experiencias y acciones, e incluye, en consecuencia, la formalización y universalización de la ley, formas burocráticas de organización -que abarcan un orden sistemático basado en el cálculo, el control y la planificación-, y normas impersonales, promulgadas y generales. Finalmente, la tercera es la racionalidad discursiva, que es el tipo de racionalidad vinculada con la autenticidad de una actitud libre de auto-engaños, es decir, el “desencanto” que aporta la desacralización del mundo social y natural a través, principalmente, de la racionalidad científica y de su objetividad. Tras indicar los diferentes aspectos del concepto “racionalidad”, Wellmer señala que Weber sigue la tradición ilustrada cuando analiza la transición hacia la modernidad como un proceso de racionalización, pero no así cuando analiza los correlatos institucionales de racionalización progresiva en la economía capitalista, en la burocracia estatal y en la ciencia empírica profesionalizada. En este último sentido, indica que el proceso de racionalización en Weber no conduce a ninguna perspectiva utópica sino más bien a un encarcelamiento progresivo del hombre moderno, en sistemas deshumanizados de nuevo tipo, a una reificación en aumento. Así, pues, interpreta Wellmer las consecuencias del proceso de racionalización en Weber: “Que la humanidad se haga racional -por ejemplo, que la razón alcance la mayoría de edad (que, después de todo, es la tarea y el destino de la humanidad)- por medio de una lógica interna desencadena los procesos históricos que tienden a despersonalizar las 80En ese sentido, dice Reinhard Bendix: “Weber se propuso explicar la paradoja en La Ética protestante, mostrando cómo algunas formas de protestantismo habían llegado a constituir una importante fuente de incentivos para la persecución racional del lucro”. Bendix (1960), p. 71. 81Wellmer (1994), p. 72 82Ibíd. 83Aquí sigo a Wellmer, Ibíd.., pp. 72 y 73.

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relaciones sociales, a desecar la comunicación simbólica, y a someter la vida humana a la lógica impersonal de los sistemas racionalizados, económicos y administrativos -procesos históricos, en resumen, que tienden a hacer que la vida humana se mecanice careciendo de libertad y significado”84. Esta paradoja de la modernidad que subyace en la concepción de la modernidad de Weber visualizada por Wellmer, agrego que puede rastrearse cuando éste se detiene en las consecuencias de la “intelectualización” producto del progreso “del que la ciencia forma parte como miembro y fuerza motriz”, esto es, en el problema por el “sentido” que adquiere para el hombre moderno el “desencantamiento del mundo”85.

En tal sentido, Weber observa que el incremento de la racionalización y de la intelectualización significa, en efecto, que todo es factible de conocerse si uno lo desea, en tanto “no existen poderes secretos e imponderables”, es decir, “que en el fondo todas las cosas pueden ser dominadas mediante el cálculo”86. Este hecho central de la modernidad, implica, por lo tanto, un desencantamiento de las imágenes religiosas del mundo, porque “ya no es necesario recurrir a la magia, como hacía el salvaje para quienes tales fuerzas existían, con el fin de aplacar a los espíritus o solicitar algo de ellos. Para eso tenemos los medios técnicos y el cálculo. Estas son, pues, las principales consecuencias de la intelectualización”87. Sin embargo, Weber advierte que el desencantamiento del mundo conduce inevitablemente hacia una crisis de sentido para el hombre moderno dado que no hay nada más allá de lo meramente práctico y técnico en el proceso de racionalización e intelectualización, “porque la vida individual, civilizada, inmersa en el progreso, en la evolución infinita, no puede tener un fin, una terminación, pues su sentido inmanente está más allá”88. Y agrega, como consecuencia del proceso de racionalización, que hasta la muerte carece de sentido para el hombre moderno: “(un hombre civilizado) lo que caza al vuelo no es más que provisorio, no es nada definitivo, y por ello la muerte constituye para él un acontecimiento sin sentido. Y puesto que la muerte es absurda, también lo resulta la vida civilizada en sí, la cual, precisamente a causa de su absurda progresividad, tilda a la muerte de absurda”89. Ahora bien, si el proceso de racionalización conduce a una reificación en aumento, y si el “desencantamiento del mundo” provoca una crisis de sentido, Weber entonces se alejaría de la concepción “abierta” de la modernidad de Marx, en tanto este último, de acuerdo a lo visto anteriormente, ve la modernización como un arma poderosa no sólo frente al mundo de las tradiciones sino también como materialización del impulso humano para el desarrollo y el activismo, elementos centrales éstos para vislumbrar una nueva organización social racional sin base clasista.

84Ibíd., p. 77. 85Weber (1919) 86Ibíd., p. 30. 87Ibíd. 88Ibíd., p. 31. 89Ibíd., pp. 31 y 32.

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En efecto, como observa Robert Nisbet, en tanto la obra de Weber prevé un futuro iluminado por las fuerzas del racionalismo, no importa entonces que la propiedad como creía Marx pase a las clases dominadas si las fuerzas básicas de la sociedad moderna -la burocracia, la racionalización de valores, la alienación con respecto a la comunidad y la cultura- siguen su marcha 90. En ese sentido, Nisbet observa que la alienación proviene de una inversión del racionalismo, porque Weber –indica- concibió el futuro como una expansión de masas atomizadas coronadas por un poder absoluto, ubicado dentro de los términos complementarios de una reducción de todos los valores, relaciones y culturas a una burocracia monolítica, secular y utilitaria. Dice Nisbet al respecto: “La racionalización, al abolir lo tradicional, lo patriarcal, lo comunal y lo encantado junto con lo irracional, lo personalmente utilizable y lo supersticioso, se transforma a la postre en su propia némesis”91. Con esta afirmación, Nisbet señala, pues, la paradoja trágica en la concepción de la modernidad de Weber; y de manera similar a lo sostenido por Wellmer, concluye acerca de la noción weberiana de racionalización: “Tras haber sido una fuerza de progreso -el medio indispensable para liberar al hombre de las tiranías del pasado- la racionalización se convierte a la larga en el caldo de cultivo de una tiranía más grande, más penetrante, más perdurable que cuantas conociera la historia anterior”92. Ahora indico que compartiendo las opiniones de Wellmer y Nisbet acerca del “pesimismo” de Weber sobre las consecuencias del desarrollo social moderno, Anthony Giddens también lo advierte cuando analiza las consecuencias de la tensión entre lo que Weber denomina racionalidad formal y racionalidad material o de contenido93. Por racionalidad formal, Weber se refiere al grado en que el proceder está organizado según principios racionalmente calculables. Así, pues, cuando analiza los tipos de dominación, es la burocracia el tipo de organización más racional posible; o bien cuando estudia los sistemas económicos, es el capitalismo racional el tipo de sistema más avanzado en términos de eficiencia y de productividad. Por racionalidad material o de contenido, en cambio, Weber se refiere a las acciones “contempladas” desde la perspectiva de postulados de valor. A partir de la distinción entre racionalidad formal y racionalidad material, observa Giddens, se presenta en Weber entonces una problemática relacionada a la aplicación del cálculo racional al fomento de objetivos y valores concretos. Y señala que este problema obedece a que el desarrollo de la racionalidad instrumental va acompañado de la racionalización de la vida social que infringe, en consecuencia, algunos valores característicos de la sociedad occidental, como, por ejemplo, la creatividad individual y la autonomía de la acción. Tales consecuencias del proceso de racionalización en Weber, dice Giddens, conducen ineludiblemente a la reificación de la vida moderna, porque “la racionalización de la vida moderna, 90Nisbet (1960), p.155. En tal sentido, agrego que Nisbet dice que la fuerza fundamental de Occidente para Weber es “la racionalización, la conversión de los valores y relaciones sociales, de las formas primarias, comunales y tradicionales que alguna vez tuvieron, a las formas impersonales y burocratizadas de la vida moderna”. 91Ibíd, p. 156 92Ibíd, p. 157 93Giddens (1971), p. 298 y ss. Weber (1922), p. 164

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especialmente como se manifiesta en forma organizativa en la burocracia, da origen (según Weber) a la jaula de hierro dentro de la cual los hombres están cada vez más aprisionados”94 . Por último, señalo que para Marshall Berman el eje central de la modernización de Weber también aparece como un inmenso “aparato” unidireccional que obstruye la belleza y la integridad del hombre, en tanto “determina –dice- las vidas de todos los individuos nacidos dentro del mecanismo... con una fuerza irresistible”95. Y es este motivo por el cual visualiza entonces la co ncepción “cerrada”, “antidialéctica”, de la modernidad de Weber. Porque este “orden inexorable, capitalista, legalista y burocrático”, afirma Berman, lo conduce a carecer de “empatía y fe en los hombres y mujeres contemporáneos”96, es decir, a no dar cuenta de la dialéctica de los contingentes procesos modernizadores y de las experiencias vitales que tratan de adaptarse y de adueñarse de la vorágine que imprime la modernidad en un esfuerzo continuo por dar sentido a sus vidas. Con relación a esta falta de fe en las experiencias vitales, recuerda que para Weber los sujetos no son nada más que “especialistas desprovistos de espiritualidad, gozantes desprovistos de corazón, estos ineptos creen haber escalado una nueva etapa de la humanidad, a la que nunca antes pudieron dar alcance” 97, según sus palabras finales en la Ética Protestante. .

II.3. Racionalización y reificación en Herbert Marcuse Parte de la estrategia de la Escuela de Frankfurt, a la que perteneció Herbert Marcuse -junto a Theodor Adorno y Max Ho rkheimer-, radicó en la crítica a la “irracionalidad” de las sociedades racionalizadas del siglo XX en general, y en la denuncia a la cultura de masas del modelo norteamericano en particular. Según Alain Touraine, la Escuela sostuvo la separación entre la praxis y el pensamiento, la acción política y la filosofía, por ello, observa, no reconoció ningún actor histórico (por ej.: el proletariado o el partido), e inició entonces una crítica de la sociedad moderna, y sobre todo de su cultura, donde la única defensa posible contra la dominación ejercida por un poder técnico se encuentra en el pensamiento mismo98. Y agrega que es Herbert Marcuse quien condensa todas estas ideas críticas de la modernidad de forma más enfática, cuando afirma que el capitalismo en las sociedades desarrolladas, de acuerdo a su análisis de las tendencias del capitalismo americano en El Hombre Unidimensional, conducen a una “sociedad cerrada”, porque disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada y pública99. En el texto mencionado, Marcuse inicia su estudio observando un hecho que lo conduce a rememorar los primeros tiempos del capitalismo moderno, a saber: las sociedades industriales avanzadas, dice Marcuse, viven una ausencia de libertades y de derechos con relación a 94Giddens (1971), p. 299 95Berman (1982), p. 14 96Ibíd., p. 15 97Weber (1904-1905), p. 112. 98Touraine (1992), p. 152. 99Marcuse, (1954)

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los orígenes de la sociedad industrial, porque aquellas libertades y derechos fueron vitales y críticos en tanto destinados a reemplazar una cultura material e intelectual anticuada por otra más productiva y racional. Sin embargo, al realizarse aquellos valores en el capitalismo avanzado se anulan entonces sus premisas, y esto trae serias consecuencias al pensamiento crítico. “Una sociedad –señala Marcuse-que parece cada día más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada, priva a la independencia de pensamiento, a la autonomía y al derecho de oposición de su función crítica básica”100.

Marcuse explica que esta falta de crítica y de oposición al sistema capitalista obedece entonces a la satisfacción de las necesidades vedadas históricamente a las clases mayoritarias (se refiere al consumo masivo de bienes y servicios), aunque advierte que siguen siendo “falsas” necesidades, porque imponen al individuo, a través de poderes exteriores, su represión para su realización, es decir, los individuos no tiene ningún control sobre ellas, son heterónomos. Dice al respecto: “No importa hasta qué punto se hayan convertido en algo propio del individuo, reproducidas y fortificadas por las condiciones de su existencia; no importa que se identifique con ellas y se encuentre a sí mismo en su satisfacción. Siguen siendo lo que fueron desde el principio; productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión”101. Y agrega, que lo más lo notable de las sociedades técnicamente avanzadas es que la crítica a esas falsas necesidades no puede provenir de los individuos, en tanto acto de “verdadera” libertad. Pero, ¿podemos concluir que están definitivamente incapacitados para cuestionar las “falsas necesidades”?. Contesta Marcuse: “Mientras se les mantenga en la incapacidad de ser autónomos, mientras sean adoctrinados y manipulados (hasta en sus últimos instintos), su respuesta a esta pregunta no puede considerarse propia de ellos”102.

Así, pues, cuando más racio nal, productiva, técnica y total deviene la administración represiva de la sociedad, más inimaginables resultan pues los medios y modos mediante los cuales los individuos administrados pueden romper su servidumbre y alcanzar su propia liberación. La sociedad, entonces, instituye un gobierno de la totalidad represiva, donde la libertad es sólo una fachada expresada en la selección de objetos de consumo manipulados por el poder. “La libre elección de amos, afirma Marcuse, no suprime ni a amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si esos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece la autonomía; solo prueba la eficacia de los controles”103. Esta situación alienante impuesta por la variedad de bienes y servicios, continúa Marcuse, repercute por cierto en las relaciones de clase. Porque la sociedad del consumo hace del conflicto endémico por

100Ibíd., pp. 31 y 32. 101Ibíd., p. 35 102Ibíd., p. 36 103Ibíd., p. 38

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la distribución de lo producido, como creía Marx, disminuya, dado que el conflicto entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades por satisfacer, se rompe. Y es aquí, afirma, donde la llamada nivelación de las distinciones de clase revela su función ideológica: “La gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina. El mecanismo que une el individuo a su sociedad ha cambiado, y el control social se ha incrustado en las nuevas necesidades que ha producido”104. Con la función ideológica del consumo, Marcuse también afirma que es un tipo de dominación novedoso que impone el signo de neurosis e impotencia a quienes se nieguen a “seguir la corriente” del consumo. Sin embargo, advierte que no se trata de la “introyección” de los poderes externos al mundo interior del sujeto (porque la introyección implicaría la existencia de una dimensión interior separada y hasta antagónica a las exigencias externas), es, en cambio, algo mucho más profundo, porque “hoy en día este espacio privado (se refiere al mundo interior del sujeto) ha sido invadido por la realidad tecnológica. La producción y la distribución en masa reclaman al individuo en su totalidad, y ya hace mucho que la psicología industrial ha dejado de reducirse a la fábrica. Los múltiples procesos de introyección parecen haberse cosificado en reacciones casi mecánicas. El resultado es, no la adaptación, sino la mimesis, una inmediata identificación del individuo con su sociedad y, a través de ésta, con la sociedad como un todo”105.

Esta identificación sin mediaciones entre el individuo y la sociedad, agrega Marcuse, hace de la dimensión interior de la mente -la cual, advierte, puede echar las raíces de la oposición al status quo como habría sostenido Freud -, se vea reducida paulatinamente. Y es esta reducción, entonces, la contrapartida ideológica del propio proceso material mediante la cual la sociedad industrial avanzada acalla y reconcilia a la oposición. Por tal motivo, concluye Marcuse, el hombre en las sociedades avanzadas técnicamente deviene inexorablemente unidimensional.

Descriptas algunas de las consecuencias del consumo generalizado en las sociedades avanzadas de acuerdo a lo expresado por Marcuse, a continuación menciono una serie de críticas a esta concepción de la modernidad desde el punto de vista de la teoría social, con el objetivo de señalar su carácter “cerrado” o “unilateral”.

En tal sentido, Albrecht Wellmer observa que los miembros de la Escuela de Frankfurt adoptaron la dialéctica negativa del progreso de Weber -recordemos: que la racionalidad formal socavaría los valores característicos de la sociedad occidental-, pero advierte que criticaron al mismo tiempo la racionalidad formal e instrumental porque no les permitió concebir la posibilidad de una organización racional de la sociedad que estuviera de acuerdo con una concepción enfática de razón106. Por tal motivo, afirma Wellmer, la Escuela transitó por dos vías simultáneas, a saber: por un lado, con Marx y contra Weber, porque se aferró a la perspectiva de una sociedad sin clases, liberada y organizada racionalmente (la idea de revolución, entonces, sería el acto histórico que

104Ibíd., p. 39. 105Ibíd., p. 40. 106Wellmer (1994), pp. 78 a 88

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permitiría liberarse de la dialéctica negativa del progreso); pero, por el otro, con Weber y contra Marx, porque sostuvo que la lógica inmanente del proceso de modernización capitalista no implicaba el surgimiento de una sociedad sin clases, sino “el surgimiento de un sistema cerrado de racionalidad instrumental y administrativo, arraigado en la conciencia reificada de los individuos que estaban cada vez más sometidos al proceso de producción capitalista”107. En este último sentido, el individuo aparece entonces aislado, merced a los poderes sociales, y la cultura de masas como un instrumento de represión y no de sublimación, es decir, de sometimiento. Esta postura ambigua frente a la modernización capitalista adoptada por la Escuela de Frankfurt según lo indicado por Wellmer, también es observada por Jürgen Habermas, quien dice, que más allá de la situación con respecto a la propiedad, el progreso técnico se convierte -en las sociedades industriales avanzadas- en motor de un creciente nivel de vida para la gran masa de la población, pero que dicho nivel de vida es al mismo tiempo expresión de una creciente regulación de la vida a través de la administración o de la manipulación. Así, pues, agrega Habermas, los sistemas técnicamente avanzados en el campo de la ciencia, de la producción, de la administración, entre otros, se habrían independizado, según la óptica de la Escuela, en forma de un aparato que se perfecciona constantemente de acuerdo con las pautas de la eficacia técnica racional, pero que, por otro lado, escapa cada vez más al control de los sujetos sociales, y no está, en consecuencia, al servicio de necesidades espontáneamente desarrolladas y libremente interpretadas108. Estas críticas de Wellmer y Habermas a la concepción de la modernidad ofrecida por la Escuela de Frankfurt, señalo ahora que Alain Touraine y Peter Dews también las comparten. Touraine, por su parte, sostiene entonces que dicha concepción no sólo desconoce los movimientos obreros sublevados y la resistencia espontánea de los trabajadores, sino que adopta una idea de subjetivación que se asocia exclusivamente al sometimiento de los individuos a los amos de la sociedad, como si el individuo liberado de sí mismo no fuera otra cosa que “blanda cera”, en que las fuerzas dominadoras imprimen los mensajes que corresponden a sus propios intereses. Por tales motivos, pregunta Touraine: “¿(c)on qué derecho (...) afirman que el individuo no puede llegar a ser un sujeto creador de su yo en virtud de las diferentes formas de relación consigo mismo y con los demás?”109. Por otra parte, Dews sostiene que esta visión “cerrada” de la modernidad, imposible de modificarse según Marcuse, se debe a que la economía capitalista es interpretada por el crecimiento sin precedentes de las fuerzas de producción y, por lo tanto, del dominio de la naturaleza externa y de los seres humanos, los cuales aparecen “adaptados a un sistema de producción mediante ingeniería social y manipulación psicológica”110. Por ello, Dews afirma que estos análisis conducen, ineludiblemente, a proponer una “una subjetividad vacía y adaptada, que ha perdido esa

107Ibíd., p. 79 108Habermas (1963), p. 324. 109Ibíd. 110Dews (1984), p. 156.

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autonomía que fue la razón por la que se inició la conquista de la naturaleza”111. Finalmente, indico que Marshall Berman advierte los peligros de un diagnóstico de la modernidad como el de Marcuse, porque en tanto éste se convertía en el paradigma dominante del pensamiento crítico, hecho saludable desde su perspectiva, también se convertía en un prolongador de la “jaula de hierro” de Weber. Afirma Berman: “tanto Marx como Freud están obsoletos: no sólo las luchas sociales y de clase, sino también los conflictos y contradicciones psicológicas han sido abolidos por el estado de administración total. Las masas no tienen yo ni ello, sus almas están vacías de tensión interior o dinamismo: sus ideas, necesidades y hasta sus sueños no son suyas; su vida interior está totalmente administrada, programada para producir exactamente aquellos deseos que el sistema puede satisfacer, y nada más”.112 Así, pues, la sentencia lapidaria arrojada por Marcuse hacia los hombres y mujeres modernos cuando afirma que “se reconocen en sus mercancías”, es rechazada por Berman en tanto visión “monolítica” de la modernidad, antidialéctica. Porque si “la modernidad, dice Berman, está constituida por sus máquinas, de las cuales los hombres y las mujeres modernos son meramente reproducciones mecánicas”113, imposibilita este tipo de discurso de la modernidad conservar entonces los nombres de la tradición crítica al mismo tiempo que se rechaza su visión de la historia como una actividad agitada, una “contradicción dinámica”, una lucha y un progreso dialéctico, según las ideas de activismo y de desarrollo visualizadas por Marx. Por todo ello, Berman invita a reflexionar cuando pregunta: ¿dónde han quedado los sujetos que experimentan la vorágine de la vida moderna?; ¿qué ha quedado de las ideas emancipadoras sobre una vida mejor y más justa?; ¿qué lugar queda para todos aquellos que ni siquiera logran realizar sus vidas en las mercancías?; en definitiva, ¿permite este tipo de concepciones la posibilidad de pensar la transformación social?. Ahora bien, si las preguntas mencionadas no tendrían respuesta positiva en la concepción de la modernidad de Marcuse –de acuerdo según las críticas que hemos recogido-, quizás aún más radical en el descrédito hacia los sujetos modernos, afirma Berman, es la idea de sociedad disciplinaria y la noción de “poder” como algo completamente objetivado de Michel Foucault, sobre quien me concentraré a continuación.

II.4. Racionalización y sujeción en Michel Foucault

Según Alain Touraine, la fuerza del pensamiento de Michel Foucault reside en el rechazo de la idea de una represión y manipulación por un poder central “desde arriba”, y en visualizar que ese poder se refuerza en el ejercicio de la práctica misma; más que vivir dominados por la racionalidad técnica, vivimos en el ejercicio constante del poder114. Por

111Ibíd. 112Berman (1982), p. 16 113Ibíd, p. 17 114Touraine (1992), p. 165.

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tal motivo, y diferencia de Marx, el poder para Foucault no pertenece a una clase, es una estrategia y sus efectos obedecen a dispositivos de funcionamiento; tampoco tiene un punto privilegiado, sino que es una red que atraviesa aparatos e instituciones; finalmente, el poder no sólo es represión, es productor de realidad, de verdad, de sujetos115. Peter Dews, por su parte, observa que la noción de poder de Foucault se centra en aquellas formas de organización de fin racional que Weber detectó en las burocracias modernas y en la organización capitalista del proceso de trabajo. Por ello, dice que su principal preocupación deriva de los problemas que provocan la racionalidad instrumental y la dialéctica del progreso negativo, recordemos: la emergencia, expansión y consolidación de los aparatos de intervención administrativa y de control sobre el mundo social116. A continuación, seguiré el análisis crítico ofrecido por Dews a la noción de poder de Foucault, ya que estimo resume bien las objeciones corrientes que ha recibido desde un sector de la teoría social. Tomando la obra de Foucault en conjunto, Dews observa entonces que el tema del poder es tratado por primera vez en Historia de la Locura, específicamente en el capítulo el “Gran Encierro”, donde describe el surgimiento de instituciones de segregación y de trabajo forzado a través de Europa en el siglo XVII. Aquí, Foucault sugiere que estas instituciones marcan una transformación cualitativa en las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, porque la locura, la pobreza, el desempleo, etc., son percibidas por primera vez como un “problema social”, que caen dentro de la responsabilidad del Estado. De esta forma, entonces, se inaugura una nueva concepción del Estado como garante y promotor del bienestar general, y, por tanto, un proyecto de homogeneización y moralización de la población. En El Nacimiento de la Clínica, indica Dews, Foucault continúa la temática del poder al observar que los dictados del liberalismo económico, que debía haber implicado un estatuto médico desregulado, fueron derrotados por las demandas de mayor control social con el consiguiente resultado de un tipo de institución médica que habría hecho posible una observación y control sistemático de la salud de la nación. Finalmente, Dews señala que es en Vigilar y Castigar donde Foucault introduce su noción de poder de manera más sistemática, cuando analiza la transformación en las formas de organización social y en las relaciones de dominación que caracterizan la transición del Antiguo Régimen a la sociedad posrevolucionaria del siglo XIX. Centrándonos en este último texto, Dews observa entonces que la transición del Antiguo Régim en a la sociedad posrevolucionaria Foucault la describe como una inversión del eje político de la individualización. Bajo un sistema feudal y monárquico la individualización es mayor en la cima de la sociedad (el poder está visiblemente corporizado en la persona del rey), la noción de crimen no 115Tarcus (1993), p. 15 y 16. 116Dews (1984), pp. 147 a 185. En el mismo sentido que Dews, Anthony Giddens señala que hay una similitud entre el examen de Foucault del poder disciplinario y el análisis de Weber de la burocracia moderna cuando dice: “en los dos autores hay un interés por el surgimiento de tipos novedosos de poder administrativo, generados por la organización concentrada de actividades humanas con su especificación y coordinación precisas”. Giddens (1984), p. 182.

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se distingue del sacrilegio (por lo que el castigo adopta la forma de un ritual que no intenta “reformar” al ofensor sino restaurar la santidad de la ley), y las formas de castigo intentan poner de manifiesto el ilimitado e incomparable poder del rey sobre una masa más o menos anónima de súbditos. En las sociedades modernas, en cambio, las instituciones de castigo forman parte de un sistema de vigilancia y corrección penetrante e impersonal, que presta una atención siempre creciente a las idiosincrasias de los casos particulares y sobre todo a la “psicología” del individuo, ya que la intención, más que la trasgresión, pasa a ser el criterio central de culpabilidad. En consecuencia, como lo indica Scott Lash, el poder en las sociedades modernas para Foucault ya no opera sólo negativamente (por ej.: a través de los aparatos represivos), sino positivamente, porque individualiza, normativiza y moviliza de acuerdo a las necesidades de reproducción social117. Aquí radica, entonces, la importancia del poder disciplinario, que hace de la sociedad un tipo de sociedad de la vigilancia. Dews observa que esta transformación en la “economía del poder” visualizada por Foucault -la transición del Antiguo Régimen a la sociedad posrevolucionaria-, puede afirmarse que la resume a través de la descripción del Panóptico de Bentham, un modelo arquitectónico de fines del siglo XVIII. El diseño del Panóptico, dice Foucault, consiste en una elevada torre de observación central rodeada por una disposición circular de celdas. Cada celda atraviesa todo el edificio haciendo posible que su único interno sea atrapado y recortado por la luz que atraviesa la celda. Esta disposición permite a un único observador en la torre central supervisar a una multitud de individuos, cada uno de ellos aislado de todo contacto lateral con sus compañeros recluidos. Ya que ningún prisionero puede estar seguro sobre cuándo es observado, dado que al guardián no es posible serle visto, se obtiene un efecto de vigilancia omnisciente118. Por ello, advierte Foucault, el poder panóptico es visible e inverificable: “Visible: el detenido tendrá sin cesar ante los ojos la elevada silueta de la torre central de donde es espiado. Inverificable: el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se le mira; pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado”119 Así, pues, el Panóptico presenta como efecto negativo garantizar el orden, aunque lo más notable -afirma Foucault- son sus aspectos positivos, a saber: permite perfeccionar el ejercicio del poder al reducir el número de quienes lo ejercen; multiplica el número sobre quienes se ejerce; garantiza la economía (material y temporal) del aparato de poder; y amplia su eficacia por su carácter preventivo, continuo y automático, porque: “(e)l que está sometido a un campo de visibilidad, y que lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo; inscribe en sí mismo la relación de poder en la cual juega simultáneamente los dos papeles; se convierte en el principio de su propio sometimiento”120. Estas características del poder aplicadas a una institución, la prisión, se extienden, dice Dews, por todo el cuerpo social (panoptismo),

117Lash (1990), pp. 171 a 177. 118Foucault (1975), p. 203 y 204. 119Ibíd., p. 205 120Ibíd., p. 206

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dado que, según Foucault, ya no es necesario recurrir a los medios de fuerza para obligar al loco a la tranquilidad, al obrero al trabajo, al escolar a la aplicación y al enfermo a la observación de las prescripciones. El panoptismo entonces debe ser comprendido en la obra de Foucault como modelo generalizable, ya que es polivalente en sus aplicaciones; se trata pues de un tipo de implantación de los cuerpos en el espacio, de definición de los instrumentos de poder y de sus modos de intervención, que puede usarse en hospitales, talleres, escuelas y prisiones. Y agrego, que todas estas particularidades en el ejercicio del poder en las sociedades modernas implican, por cierto, un duro diagnóstico de nuestro tiempo cuando afirma Foucault: “se persigue el adiestramiento minucioso y concreto de las fuerzas útiles; los circuitos de la comunicación son los soportes de una acumulación y de una centralización del saber; el juego de los signos define los anclajes del poder; la hermosa totalidad del individuo no está amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social, sino que el individuo se halla en él cuidadosamente fabricado, de acuerdo con todo una táctica de fuerzas y de los cuerpos... No estamos no sobre las gradas no sobre la escena, sino en la máquina panóptica, dominados por sus efectos de poder que prolongamos nosotros mismos, ya que somos uno de sus engranajes”121. Ahora señalo, que la inversión del eje político de la individualización indicado por Foucault –el paso del poder corporizado en la figura del rey al poder corporizado en la “psicología” del culpable-, también lo analiza en sus lecciones agrupadas en Genealogía del racismo, donde estudia el ejercicio del poder del Estado moderno en contraposición con las teorías clásicas o de la soberanía122. En las mencionadas lecciones, Foucault señala que la teoría de la soberanía -expresada en un discurso histórico que justifica el derecho del poder (además de ser un intensificador de su esplendor)- intenta vincular jurídicamente a los hombres con la ley, y está legitimada por individuos singulares que, para proteger sus vidas frente al peligro y la necesidad, se procuran un soberano (contrato). Pero observa que esta voluntad soberana ejercida por el “derecho de espada”, se irá transformando ya no sólo en garante sino en productor de un orden político y social. Esta transformación de la voluntad soberana, Foucault la analiza a partir de los cambios en las tecnologías de poder, las cuales se inscriben como respuestas al crecimiento demográfico y a las consecuencias de la industrialización. Primero, con la introducción, en los siglos XVII y XVIII, de técnicas centradas en el cuerpo individual -la denomina “anatomo-política”-, que disciplina el trabajo a partir de la vigilancia, la inspección y la visibilidad, y que se aplica en instituciones (escuelas, hospitales, cuarteles). Luego observa que a esta tecnología de poder (“panóptica”, como vimos) se le irá acoplando, desde mediados del siglo XVIII, una nueva tecnología de poder mucho más ambiciosa: se dirige a la población, a la masa; es la “bio-política”, cuyo saber y objetivo de control se dirige a los problemas masivos que incluyen la natalidad, la mortalidad y la longevidad; y que se aplica como política de crecimiento, de saneamiento, de higiene pública, de seguridad social, de urbanismo. Por ello, concluye Foucault, la teoría de la soberanía que hablaba sólo de 121Ibíd., p. 220 122Foucault (1975-1976).

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un poder localizado en la pirámide social, es minado entonces por disciplinas aplicadas a los individuos en las instituciones, y por novedosas regulaciones estatales (modernas y racionales) aplicadas ahora al conjunto de la población, basadas -ambas- en criterios de normalidad. Así, pues, si los individuos según Foucault se hallan dominados por los efectos de un poder racional, que en apariencia sería imposible de ser doblegado en tanto es generado por los propios individuos, y si el Estado moderno se sustentaría en un ejercicio de poder destinado a regular al conjunto de la población, puede apreciarse entonces una continuidad con las observaciones a las consecuencias negativas de la modernidad formuladas por Weber y por Marcuse. Y agrego a continuación, que también encontramos similitud en las críticas que ha recibido. Retomando a Peter Dews, este autor indica que el análisis del poder de Foucault se mueve hacia una posición que elimina cualquier posibilidad de pensar en un sujeto libre de coacciones, ya que éste es constituido completamente por el funcionamiento del poder. El sistema panóptico, entonces, instituye una mirada unidireccional cuyo efecto consiste en generar un sujeto moralmente autocontrolado, que reproduce por su cuenta las coacciones del poder, porque las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo, y se convierte, pues, en el principio de su propio sometimiento. Por tale motivo, sostiene Dews, Foucault hace vanas las ilusiones de la autodeterminación123.

Con relación a las implicancias políticas, agrega Dews, Foucault al establecer una relación directa e inequívoca entre “subjetivación” y “sujeción”, como se desprende de la noción de panoptismo, hace del concepto de “soberanía” -que implica la afirmación de que el poder reside en la capacidad de establecer y hacer cumplir la ley- sólo sirva para ocultar la transformación real que esconde la expansión y la consolidación de un poder disciplinario, de un control coercitivo del cuerpo aún más estrecho y de tecnologías de comportamiento normalizadoras. A difrencia de Foucault, Dews sostiene entonces que el concepto de poder puede tener alguna importancia política crítica si existe algún principio o fuerza o entidad que el poder “reprime” o “somete”, y cuya liberación de esta represión es considerada deseable, porque “(u)na descripción exclusivamente positiva del poder no sería una descripción del poder, sino sencillamente del funcionamiento constitutivo de los sistemas sociales”124. Y esto es, precisamente, hacia donde conduce el razonamiento de Foucault, afirma, en tanto desplaza la naturaleza desencantada de la conciencia moderna y se inserta en el proceso de regulación y control corporal por medio del cual es producido un sujeto estable. Concluye Dews al respecto: “Sin cierta evocación de las fuerzas intrínsecas del cuerpo, sin alguna teoría que haga de lo corporal algo más que una tabula rasa maleable es imposible calcular los costos impuestos por un poder infinitesimal sobre el cuerpo activo, o el sacrificio implicado en la descomposición individualizante de la fuerza de trabajo”125.

123Dews (1984), p. 170 y ss. 124Ibíd., p. 173 125Ibíd., p. 175

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Esta crítica de Dews a las consecuencias políticas que se derivarían de la idea de poder de Foucault, también es compartida por Dominique Lecourt126, quien, desde una lectura althusseriana, pregunta entonces: ¿permite esta noción de poder el análisis histórico contradictorio de la constitución de los aparatos del Estados, de la articulación de sus mecanismos de la lucha de clases contemporáneas?. Si bien Lecourt se aleja de cualquier rechazo de los aportes de la obra de Foucault (en particular los ataques de Foucault al “marxismo vulgar” que sostiene que el Estado es una máquina situado por encima del cuerpo social y controlado por mecanismos de dominación de clase), presenta sin embargo una disidencia teórica, cuando dice: “la teoría de la microfísica del poder, teoría que habla de unos focos discontinuos de poder diseminados por el cuerpo social, sin que ningún mecanismo de conjunto se encuentre en el origen de esta producción, (...) asume así la fisonomía de una generación espontánea. De este modo, el poder despojado de todo carácter de clase, aparece como una sustancia metafísica, buena para todos los usos...”127 Si el poder para Foucault asume entonces un carácter metafísico (Lecourt), y que por lo tanto no permitiría desear o pensar la liberación política (Dews), ahora menciono que estas críticas son compartidas –de manera radical- por Marshall Berman, en tanto califica que su noción de poder de Foucault es el “desprecio más feroz para las personas que imaginan (que) la humanidad moderna tiene la posibilidad de ser libre” 128. Lo que dice Foucault, afirma Berman, es una serie de variaciones atormentadas sobre los temas weberianos de la jaula de hierro y de la imposibilidad de librarse de ella, aunque agrega que “en el mundo de Foucault no hay libertad porque su lenguaje forma un tejido sin costuras, una jaula mucho más hermética de lo que Weber llegara a soñar, y dentro de la cual puede brotar la vida”129.

Berman sostiene, entonces, que el carácter contingente de la modernidad, la relación dialéctica e indeterminada entre la modernización socio -económica y las experiencias subjetivas, es “arrollada” pues por el despliegue del poder disciplinario, que se traduce en una concepción “unilateral” de la modernidad. Los estudios de Foucault acerca de las prisiones, los hospitales y los asilos, nos muestran, dice Berman, que ni el deseo sexual espontáneo, ni las revoluciones, ni defensas de los derechos humanos, ni el desenmascaramiento de la opresión tienen cabida. Y esto es así, porque para Foucault el poder disciplinario organiza y manipula nuestros cuerpos y deseos como una máquina que se puede “sintonizar con fineza” –según la expresión de Giddens130-, el poder normaliza el derecho, el poder impide cualquier investigación ya que es su propio discurso; por todo ello, concluye Berman, “cualquier crítica suena a vacío”131.

126Lecourt (1978) 127Ibíd., pp. 76 y 77 128Berman (1982), p. 24 129Ibíd., p. 25 130Giddens (1984), p. 176 131Berman (1982), p. 25.

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II.5. Racionalización, modernismo e individualismo en Daniel Bell

Las críticas a las consecuencias de la modernidad formuladas por Weber, Marcuse y Foucault constituirían -de acuerdo a la opinión de algunos de sus intérpretes, en particular según Marshall Berman- un tipo de visiones que impedirían o al menos limitarían la posibilidad de pensar en recursos de oposición y de transformación social por parte de los sujetos; serían, por decirlo de alguna manera, visiones críticas y escépticas de la modernidad. Pero Berman también menciona la existencia de otras concepciones que si bien también son “cerradas” o “antidialécticas” no cuestionan sin embargo las consecuencias de la modernización y de la racionalización, sino las actitudes “libertarias” o individualistas que se asocian a ellas. Del conjunto de cosmovisiones neoconservadoras, Berman se concentra en Daniel Bell, quien se propone mostrar, en Las Contradicciones Culturales del Capitalismo132, las características de las actuales sociedades modernas más desarrolladas. En el texto indicado, Bell concibe analíticamente la sociedad contemporánea formada por tres ámbitos distintos -que responden a su vez a principios axiales diferentes, a saber: la estructura tecnoeconómica, el orden político y la cultura. Y asegura que los ritmos y normas que prevalecen en cada ámbito son los responsables de las diversas contradicciones de la sociedad. Veamos entonces en qué consiste esta aseveración.

Al orden tecnoeconómico, dice Bell, le concierne la organización de la producción y la asignación de bienes y servicios, y presenta las siguientes particularidades: su principio axial es la racionalidad funcional y su modo regulador es economizar; tiene una estructura axial que es burocrática y jerárquica; su medida de valor es la utilidad; el principio de cambio que impera es la productividad; la estructura social es cosificada; la autoridad es inherente a la posición en el cargo y las tareas están subordinadas a los fines de la organización; finalmente, la administración en la empresa económica es de carácter tecnocrático. El orden político, por su parte, es el campo de la justicia y del poder social -el uso legítimo de la fuerza y la regulación de conflictos-, y sus particularidades son: el principio axial es la legitimidad; prevalece la idea de igualdad; la estructura axial es la representación o participación; y los aspectos administrativos pueden ser tecnocráticos, aunque en la medida que intenta reconciliar intereses en conflicto -señala Bell- las decisiones políticas se toman mediante acuerdos o por ley, no por la racionalidad tecnocrática. Por cultura, finalmente, Bell entiende -siguiendo a Ernest Cassirer- “el campo del simbolismo expresivo: es decir, los esfuerzos, en la pintura, la poesía y la ficción, o de las formas religiosas de letanías, liturgias y rituales, que tratan de explorar y expresar los sentidos de la existencia humana en alguna forma imaginativa”133. Y sostiene que a diferencia del cambio social tecnocrático que es lineal, porque lo más

132Bell (1976). Siguiendo a Laclau y Mouffe, agrego que, aunque no sin diferencias, otros destacados autores conservadores que comparten los rasgos centrales visualizados por Bell son: Hayek, Friedman, Brezinski y Nozick. Laclau y Mouffe (1987), p. 193 a 198. 133Ibíd., p. 25

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eficiente reemplaza lo menos eficiente (progreso), en la cultura hay un ricorso, es decir, “un depósito permanente al que los individuos pueden recurrir, en forma renovable, para remodelar una experiencia estética”134. En cuanto a los principios organizativos de la cultura, señala que mientras el ensanchamiento de la estructura social conduce a una mayor interacción y esta, a su vez, a una mayor diferenciación estructural, el incremento de la interacción en el ámbito de la cultura, en cambio, lleva al sincretismo, esto es, a la yuxtaposición de estilos como sucede en el arte moderno. La cultura moderna, entonces, se define por esa extraordinaria libertad, la cual, afirma Bell, “proviene del hecho de que el principio axial de la cultura moderna es la expresión y remodelación del yo para lograr la autorrealización. Y en esta búsqueda, hay una negación de todo límite o frontera puestos a la experiencia. Es una captación de toda experiencia; nada está prohibido, y todo debe ser explorado”135. A partir de este marco conceptual -la diferenciación de las sociedades modernas en tres ámbitos: el tecnoeconómico, el político y el cultural-, Bell sostiene que es posible discernir las fuentes estructurales de las tensiones en la sociedad, a saber: entre una estructura social que es burocrática y jerárquica, y un orden político que cree formalmente en la igualdad y en la participación; y, fundamentalmente, entre una estructura social que está organiza sobre la base de roles y de especializaciones, y una cultura que se interesa por el reforzamiento y la realización del yo y de la persona “total”. Concentrado en esa última contradicción, afirma entonces que los problemas del capitalismo se relacionan con la disyunción entre el tipo de organización y las normas que exige el ámbito económico, por un lado, y las normas de autorrealización que son esenciales en la cultura, por el otro. A fin de analizar la tensión entre los ámbitos económico y cultural, Bell menciona, en primer lugar, que en los orígenes del capitalismo fue el modernismo el “seductor” de las nuevas normas centradas en la autorrealización. “Su atractivo, dice Bell, provino de la idea de que la vida misma debe ser una obra de arte, y de que el arte sólo puede expresarse contra las convenciones de la sociedad, en particular de la sociedad burguesa”136. Pero inmediatamente advierte que en la sociedad de consumo masivo, el modernismo se ha agotado en tanto fue institucionalizado por la “masa cultural”, es decir, ha perdido su peso crítico a las convenciones. Por ello, Bell sostiene –de manera semejante a Marcuse- que debemos trasladarnos a los cambios que se producen en el ámbito económico, el cual, al transformar la producción y el consumo por la creación de nuevas necesidades y nuevos medios de satisfacción, provocan entonces una tensión entre los requerimientos del orden tecnoeconómico (basados en la racionalidad funcional) y los requerimientos del orden cultural (basados en el hedonismo).

Señaladas las contradicciones del capitalismo avanzado, Bell se presenta entonces crítico de las actitudes culturales individualistas -centradas en la realización del yo -, y afirma, en consecuencia, que las sociedades viven un problema central, a saber: la falta de virtud. En tal sentido, recuerda que el problema del individualismo surgió, en los

134Ibíd., p. 26 135Ibíd. 136Ibíd., p. 31

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orígenes del capitalismo, a causa del rol dual del individuo como ciudadano -definido por sus obligaciones hacia el orden político - y como burgués -definido por las preocupaciones privadas-. En aquella época, observa, el impulso económico fue controlado por las restricciones puritanas y la ética protestante, como habría señalado Weber. Pero esta ética, dice, fue socavada no por el modernismo -ya que éste se agota a medida que se desarrolla la sociedad de consumo- sino por el propio capitalismo. Así, pues, cuando la ética protestante fue apartada de la sociedad burguesa sólo quedó el hedonismo, y el sistema perdió su ética trascendental.

Esta pérdida de ética trascendental en el capitalismo, afirma Bell, es visto como un peligro para la integración social, pues, “la falta de un vínculo trascendental, la sensación de que una sociedad no brinda algún conjunto de significados supremos en su estructura de carácter, su trabajo y su cultura, dan inestabilidad a un sistema”137. Pero aún más importante, agrega, es que este peligro se transforma en un diagnóstico global de la modernidad: “El problema real de la modernidad, dice Bell, es el de la creencia. Para usar una expresión anticuada, es una crisis espiritual, pues los nuevos asideros han demostrado ser ilusorios y los viejos han quedado sumergidos. Es una situación que nos lleva de vuelta al nihilismo; a falta de un pasado o un futuro, solo hay un vacío”138. Y concluye proponiendo, entonces, que sólo el “retorno de la sociedad occidental a alguna concepción de la religión” podrá restaurar “la continuidad de las generaciones, volviéndonos a las circunstancias existentes que son el fundamento de la humanidad y el interés por los otros” 139. Indicado el diagnóstico crítico de la modernidad de Bell, ahora menciono una serie de objeciones a esta visión, que se relacionan a sus consideraciones acerca de la cultura modernista y a su posición hacia el sistema capitalista. En primer lugar, indico que Jürgen Habermas sostiene que el estudio de Bell continúa el análisis del capitalismo de Weber, al señalar que destruyendo la ética protestante el desarrollo capitalista socava -como vimos- los prerrequisitos emocionales de su propia continuidad. Pero Habermas cuestiona estas consideraciones, porque la tensión existente en la sociedad moderna, a partir de una racionalidad económica y administrativa y una cultura modernista que contribuye a la destrucción de la base moral de la sociedad racionalizada, afirma que es un diagnóstico incorrecto de la modernidad. Y esto es así, afirma, porque Bell desconoce un amplio abanico de manifestaciones culturales donde sí es posible hallar aquellos valores morales que serían “ignorados” por la cultura modernista. Dice Habermas al respecto: “uno encuentra también orientaciones características de la sensibilidad moral -por ejemplo, el interés por la protección y el uso extensivo de los derechos civiles y la autodeterminación democrática, son dos co mponentes iguales, mutuamente complementarios, que se originan igualmente en la modernidad cultural” 140. Por tal motivo, concluye Habermas, Bell no

137Ibíd., p. 33 138Ibíd., p. 39 139Ibíd., pp. 39 y 40 140Habermas (1984), p. 136

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contempla la “universalización” de la ley y la moralidad, aunque agrega que sí apela a valores e ideas morales (más allá de su pedido a un “retorno” de lo religioso) cuando se refiere a las contradicciones económicas del capitalismo, presentes en los presupuestos de los Gobiernos, que sólo pueden resolverse de manera conservadora, esto es, limitando la democracia para cumplir los imperativos de un aumento económico. De manera similar a Habermas, Scott Lash también observa que el argumento de la modernidad de Bell es parcial, dado que se centra en la crítica al modernismo cultural y deja “intacto” (sin críticas) el desarrollo de la modernización capitalista. En tal sentido, señala que Bell se orienta menos hacia el carácter precario de la economía capitalista que hacia la civilización de la modernidad misma, tanto en la esfera moral (el auge de la civilización occidental ligada a la religión -ascetismo- decae hacia el hedonismo modernista) como en la esfera estética (el orden racional y unificado que inauguró el renacimiento decae hacia una concepción modernista de una pluralidad de ordenes culturales y una subjetividad carente de reglas)141. Finalmente, indico que Marshall Berman cuestiona –como Lash- la visión “pastoral” de Bell hacia la modernización capitalista142. Porque es precisamente la modernización socio-económica, afirma Berman, la dimensión que revoluciona constantemente las experiencias subjetivas, alterando permanentemente no sólo el entorno natural sino también los valores que dan sentido a la existencia individual y a las normas sociales, según los ideales de desarrollo y de activismo abiertos por la burguesía como vimos en Marx. Pero esta condición existencial de la modernidad es desconocida por Bell, para quien el capitalismo, afirma Berman, “es totalmente inocente en este asunto: es retratado como una especie de Charles Bovary, poco apasionante, pero decente y cumplidor de sus deberes, que trabaja duramente para la satisfacción a los insaciables deseos de su caprichosa mujer y pagar sus insoportables deudas. Este retrato de la inocencia capitalista tiene un delicado encanto pastoral; pero ningún capitalista podría permitirse tomarlo en serio si esperara sobrevivir una semana siquiera en el mundo real construido por el capitalismo”. Por tal motivo, Berman pregunta: ¿cómo añorar un “paraíso perdido”, “inmaculado”, cuando es precisamente la modernidad -y específicamente el capitalismo- quien destruye sistemáticamente los valores preburgueses y también los burgueses?; ¿porqué creer que un orden “exterior” dará sentido “sólido” a la experiencia moderna cuando en ella todo fluye y todo es comerciable en el poco tiempo?. En tales preguntas, concluye Berman, se materializan entonces las debilidades de una concepción que no reconoce la dialéctica de la modernidad, su carácter ambiguo y contingente, porque sólo se concentra en las dificultades y contradicciones de un sistema económico al que hay que estabilizar, ya sea a través de la propuesta de un retorno a lo religioso capaz de reprimir los deseos y las actitudes hedonistas, o bien a través de políticas restrictivas y autoritarias.

141Lash (1990), p. 170 142Berman (1982), p. 121. Berman denomina “visión pastoral” a la postura adoptada por Bell porque “pasa por alto las posibilidades más oscuras” de los impulsos modernizadores.

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II.6. Vigencia del modernismo La crítica de Marshall Berman hacia las visiones “cerradas” de la modernidad ofrecidas durante el siglo XX -como vimos, a través de las posturas de Weber, Marcuse, Foucault y Bell-, lo conducen a afirmar, entonces, que son menos ricas y dialécticas que las de sus predecesores del siglo XIX, tal el ejemplo de Marx visto al inicio. Sin embargo, considero que esta opinión debería ser relativizada ya que estimo que tanto Jürgen Habermas como Anthony Giddens son dos autores que dan cuenta -cada uno a su manera y desde marcos conceptuales diferentes- de la dialéctica de la modernidad, porque si bien critican las inaceptables pérdidas que imponen las consecuencias de la modernidad, al mismo tiempo no renuncian a formular alternativas posibles de transformación social. A continuación, expongo algunos aspectos fundamentales de ambas concepciones, particularmente políticos, con el objetivo de justificar su modernismo.

II.6.1. La reconstrucción del proyecto de la modernidad

según Jürgen Habermas Siguiendo a Max Weber, Jürgen Habermas señala que la modernidad, desde el punto de vista cultural, puede caracterizarse por la separación de la razón sustantiva en tres esferas autónomas, a saber: ciencia, moralidad y arte, que se diferenciaron porque las visiones unificadas de la religión y la metafísica se escindieron. En ese sentido, y desde el siglo XVIII, sostiene que los problemas heredados de las viejas visiones del mundo fueron organizados en aspectos específicos de validez: verdad, derecho normativo, autenticidad y belleza; cada uno fue tratado como problema de conocimiento, de justicia y moral, y de gusto; se institucionalizaron el discurso científico, las teorías morales y juridisprudencia, y la producción y crítica de arte; y estas esferas autónomas constituyeron las estructuras intrínsecas de cada una de las tres dimensiones que componen la cultura: la racionalidad cognitivo-instrumental, la moral-práctica y la estético-expresiva143. Tras mencionar las dimensiones que componen la cultura moderna, Habermas observa que en tanto el nacimiento de las sociedades modernas exige la materialización institucional y el anclaje motivacional de ideas jurídicas y morales postconvencionales, la modernización capitalista sigue un patrón a consecuencia del cual la racionalidad cognitivo -instrumental (es decir, aquella que permite la acción con arreglo a fines según Weber) desborda los ámbitos de la economía y del Estado y penetra en los ámbitos de la vida comunicativamente estructurados. Al adquirir primacía a costa de la racionalidad práctico -moral y práctico -estética, la racionalidad instrumental provoca entonces perturbaciones en la reproducción simbólica del mundo de la vida144. Tales consecuencias de la 143Habermas (1981a), p. 137 144Habermas (1981 T II), p. 431 y 432

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modernización capitalista, agrega, ha desembocado en la autonomía de segmentos manipulados por especialistas escindidos de la hermenéutica de la comunicación diaria, durante el siglo XX. La modernidad introduce, pues, un problema esencial: la desvalorización de la sustancia tradicional producto de la continua racionalización instrumental145. Por tal motivo, Habermas pregunta: “¿deberíamos tratar de revivir las intenciones del iluminismo o reconocer que todo el proyecto de la modernidad es una causa perdida?”146. En oposición al pensamiento crítico que va de George Bataille, vía Foucault a Derrida, y frente a las posturas “posmodernistas” (por ej.: Lyotard), Habermas opta por la primera alternativa.

Para Habermas, es posible entonces recuperar el proyecto de la modernidad si se comprende que una práctica cotidiana reificada sólo puede modificarse por la creación ideal de una interacción libre de presiones de los elementos cognitivos, morales y prácticos, y estético-expresivos. A fin de justificar este requerimiento, analiza la experiencia fracasada del movimiento surrealista, perteneciente a una de las esferas del conocimiento: el arte. Veamos entonces en qué consiste este análisis.

Habermas sostiene, en primer término, que si bien el arte modernista radicalizó la autonomía del arte, también comenzó a delinear una contracultura surgida de la propia sociedad burguesa, que se opone al estilo de vida burgués basado en el individualismo de la propiedad, orientado al rendimiento y al lucro. Señala entonces, que mientras el “aura” de la obra de arte burguesa reflejaba la realidad de la apariencia bella, la obra formalista se independiza del público que goza, y es aquí –afirma Habermas- donde se abre un abismo entre la vanguardia y la burguesía. Dice: “Bajo la bandera de l´art pour l´art, la autonomía del arte es llevada a su culminación, y se descubre aquella verdad según la cual el arte, en la sociedad burguesa, no expresa la buena nueva de la racionalización sino sus sacrificios irredimibles: las crudas experiencias de lo inmisericorde, y no el esotérico cumplimiento de gratificaciones que se pretenden diferidas, pero que jamás se concretan”147.

Así, pues, si el arte modernista ha logrado la máxima autonomía, donde nada referente al arte es evidente (Adorno), Habermas señala que la reconciliación utópica del arte con la sociedad, que es al final de cuentas el proyecto de la modernidad, desde mediados del siglo XIX muestra su imposibilidad, porque “una relación de opuestos había surgido a la existencia: el arte se había convertido en un espejo crítico, que mostraba la naturaleza irreconciliable de los mundos estéticos y social. El costo doloroso de esta transformación moderna aumentaba cuando más se alienaba el arte de la vida y se refugiaba en una intocable autonomía completa”148. Y agrega al respecto: “De estas corrientes, finalmente, nacieron las energías explosivas que se descargaron en el intento del surrealismo de destruir la esfera autárquica del arte y forzar su reconciliación con la vida”149 145Este problema es, para Raymond Aron, el problema filosófico de nuestro tiempo: “delimitar el sentido de la sociedad en que subsiste y debe subsistir un acto de otro tipo”. Aron (1960). 146Habermas (1981a), p. 138. 147Habermas (1973), p. 107 148Habermas (1981a), p. 139 149Ibíd.

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Según Habermas, todos los intentos de poner entonces en un mismo plano el arte y la vida150, los intentos por los cuales se declaraba que todo era arte y todos artistas, se demostraron como experimentos sin sentido. Porque para la existencia de una vida cotidiana liberada de la alineación, sostiene, los significados cognoscitivos, las expectativas morales, las expresiones subjetivas y las valoraciones deben relacionarse -como dijimos- unas con otras. “El proceso de comunicación, dice Habermas, necesita de una tradición cultural que cubra todas las esferas. La existencia racionalizada no puede salvarse del empobrecimiento cultural sólo a través de la apertura de una de las esferas –en este caso, el arte- y, en consecuencia, abriendo los accesos a sólo uno de los conjuntos de conocimiento especializado. La rebelión surrealista reemplazaba a sólo una abstracción”151.

Para Habermas, entonces, la reconstrucción del proyecto de la modernidad requiere de una interacción libre de presiones de los elementos cognitivos, morales, prácticos y estético-expresivos. Y agrega que este vínculo entre los componentes que conforman la cultura, sólo puede establecerse si la modernización societal se desarrolla en una dirección diferente, porque “el mundo vivido deberá ser capaz de desarrollar instituciones que pongan límites a la dinámica interna y a los imperativos de un sistema económico casi autónomo y a sus instrumentos administrativos”152. Aquí incursionamos, pues, en las consideraciones político -críticas de Jürgen Habermas.

Desde el punto de vista político, y de acuerdo a las particularidades de la modernización capitalista de fin de siglo XX, Habermas realiza el siguiente diagnóstico crítico, a saber: se ha llegado al fin de una utopía concreta, la que se cristalizó en el pasado en torno al potencial de la sociedad del trabajo, es decir, dirigida a la emancipación del trabajo frente a la determinación ajena 153. La centralidad de esta utopía, observa, reside en que inspiró al movimiento fascista, al comunismo soviético, al reformismo de las democracias liberales, y a la democracia de masas después de la Segunda Guerra mundial. A fin de explicar esta crisis de la sociedad del trabajo, Habermas observa, en primer término, que el éxito del Estado Social154 se basó en la coexistencia pacífica entre democracia y capitalismo a partir de dos ejes, a saber: uno metodológico, a través de la intervención estatal para regular el crecimiento natural del capitalismo; y otro sustancial, a partir del status

150Dice Peter Bürger al respecto: “La intención de los vanguardistas se puede definir como el intento de devolver a la práctica la experiencia estética (opuesta a la praxis vital) que creó el esteticismo. Aquello que más incomoda a la sociedad burguesa, ordenada por la racionalidad de los fines, debe convertirse en principio organizativo de la existencia”. Bürger (1974), p. 81 151Habermas (1981a), p. 140 152Idíd., p, 141 153Aquí sigo a Habermas (1983) y Habermas (1984) 154Recordemos que el Estado social o modelo keynesiano apareció “exitoso” al regular el crecimiento económico a partir de una economía mixta basada en el compromiso entre el capital y el trabajo y en el consumo generalizado de las masas. Este modelo, resultado político-ideológico ligado a los objetivos del pleno empleo y en la extensión de los sistemas de seguridad, fue posibilitado por la institucionalización de las relaciones de clase y por la regulación estatal a través de su intervención en los ciclos económicos a fin de evitar la inflación, la falta de inversiones y la falta de demanda efectiva. Véase Eric Hobsbawn (1994), cap. IX.

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de los trabajadores (pleno empleo), eco de la utopía de la sociedad del trabajo. Pero advierte que dos hechos vienen cuestionando este modelo: por un lado, el alcance del Estado intervencionista para doblegar al sistema económico debido a los límites que imponen los inversores privados y la imposibilidad de modificar la estructura patrimonial de clase; por el otro, la inadecuación del poder político frente a ese objetivo, producto de la emergencia de una red de normas y burocracias que se traducen en poderes normalizadores y de vigilancia. Además, dice Habermas, surge una paradoja: porque falta una sustitución plausible al modelo, en tanto el capitalismo no puede despojarse del Estado social y, simultáneamente, no puede convivir con él. La crisis del Estado Social, señala Habermas, es vivida entonces como una paradoja, que se refleja en las reacciones políticas aparecidas en el fin del siglo XX. Siguiendo a Claus Offe155, menciona tres líneas políticas posibles aplicadas en Alemania y Estados Unidos fundamentalmente, que son: el legitimismo, el neoconservadurismo y los disidentes del crecimiento. El legitimismo, dice, es sostenido por la socialdemocracia y se limita a la defensa de lo que queda del Estado social; atribuye el origen de la crisis a los trastornos de la fuerza del trabajo producto de la dinámica del capital, cuya solución, entonces, radicaría en el control del capital por vía de la acción estatal. En contraposición a éstos, emerge el neoconservadurismo, que se orienta hacia la acumulación y a la reducción de los gastos y controles estatales; el origen de la crisis, dicen los neoconservadores, son pues los impedimentos burocráticos los que obturan la libre dinámica del capital regulado por las fuerzas del mercado. En oposición a las alternativas legitimistas y neoconservadoras, finalmente, están los disidentes del crecimiento, que mantienen una visión tanto crítica como de rechazo hacia el productivismo; el origen de la crisis, entonces, es que el mundo vital está amenazado tanto por la mercantilización como por la burocratización. Pero Habermas cuestiona todas estas alternativas políticas. Porque el legitimismo, sostiene, desconoce los trastornos de la racionalización burocrática, los neoconservadores desconocen las desigualdades generadas por el mercado, y los disidentes del crecimiento desconocen que es imposible una transformación social si se adopta una concepción meramente negativa de la modernidad. Emerge entonces a su criterio la urgencia de una nueva alternativa política. A fin de configurar su propuesta política, indico entonces, en primer lugar, que Habermas advierte los peligros del poder (la racionalización burocrática) y del dinero (la empresa capitalista y el mercado). Pero observa, que la racionalización instrumental no es el único tipo de racionalización que abrió la modernidad, pues la moral y la ley universal, que posibilitan la idea moderna de democracia, de derechos humanos y de politización de las relaciones de clase, implican un tipo de racionalización distinto a la racionalización instrumental. Esta aclaración del proceso de racionalización de la modernidad es fundamental para Habermas, porque le posibilita distinguir, en el todo social, una integración sistémica de una integración social. La primera, dice, incluye al poder y al dinero, independientemente de la acción de los 155Offe (1988).

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sujetos; la segunda, en cambio, coordina las orientaciones de la acción156. Ambas dimensiones se hallan en relación dialéctica, porque a veces los sistemas intentan “colonizar” el mundo de la vida e introducen el inconveniente de la reificación, pero otras veces la sociedad -a través de la acción de los sujetos- impide ese dominio y es capaz de politizar (tematizar) problemas, como sucede, por ejemplo, con el conflicto de clases o con los nuevos movimientos sociales157. Por tal motivo, según Habermas, la sociedad dispone de tres recursos y no de dos, a saber: el poder, el dinero y la solidaridad. Es en el “mundo de la vida”, observa, donde se afirma este último, capaz de dar origen a una voluntad política equilibradora de los otros dos recursos. La solidaridad, entonces, es un recurso de los sujetos, posible en el espacio de las corrientes comunicativas, racionales, que determinan la cultura política.

Con este marco conceptual, Habermas afirma que frente a las elites políticas que aplican sus decisiones dentro del aparato del Estado y a los grupos anónimos y actores colectivos que controlan los medios de producción y comunicación, las corrientes comunicativas constituyen un terreno “inferior” referido al carácter autónomo de la gramática de las formas vitales. Los movimientos regionalistas junto a los movimientos feministas o ecologistas, hoy en boga, constituyen por ejemplo un microámbito de las comunicaciones cotidianas que pueden constituirse en ámbitos públicos autónomos. Pero esta tarea, advierte, no debe oponerse al Estado social, se complementa si estos ámbitos logran alcanzar una combinación de poder y de autolimitación inteligente frente a los mecanismos de dirección del Estado y de la economía a fin de resguardar la formación de una voluntad democrático-radical.

Así, pues, el proyecto del Estado social al hacerse reflexivo, afirma Habermas, abandona entonces la utopía del trabajo y se dirige a la comunicación, porque es ella el nuevo horizonte utópico cuando desaparece la solidaridad de la subcultura de los trabajadores en la fábrica. Y agrego, al respecto, que Habermas entiende que una práctica comunicativa descansa sobre el trasfondo (utópico) de un mundo de la vida que tiende a la consecución, mantenimiento y renovación de un consenso, y sobre el reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de crítica, es decir, subyace una racionalidad inmanente donde el acuerdo comunicativo ha de apoyarse en última instancia en razones158. De alcanzarse una vida cotidiana discursiva de la voluntad, sostiene Habermas, deberá entonces “poner a los participantes mismos en la situación de realizar las posibilidades concretas de una vida mejor y menos peligrosa según las propias necesidades y conveniencias y según la propia iniciativa”159.

Finalmente, señalo que en este acento utópico señalado por Habermas en las corrientes comunicativas (que deviene de la recuperación de aquel otro circunscripto a la sociedad del trabajo), 156Para Habermas, el estudio de una formación social debe captar la conexión entre la integración sistémica y la integración social. Por integración sistémica se refiere a las operaciones con que el sistema procura reducir la complejidad de su ambiente; por integración social al sistema de instituciones en que socializan los sujetos. Véase Habermas (1973) y Habermas (1981) 157Wellmer (1994), pp. 88 a 110 158Habermas (1981), p. 36 159Habermas (1984), p.134

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adquiere vigencia el proyecto Ilustrado como ideal no sólo de buena vida sino también como esperanza de integrar (libremente) la ciencia, el arte y la moral en el discurso que utilizan los sujetos para interrelacionarse.

II.6.2. Alternativas políticas a la modernidad radicalizada

según Anthony Giddens

Anthony Giddens, a diferencia de Habermas, no cree que sea posible alcanzar el proyecto integrador de la Ilustración, porque sostiene que vivimos en un universo de acontecimientos que poco podemos entender y que en buena medida aparece fuera de nuestro control, es decir, el mundo se presenta confuso e incierto y hace vanas las ilusiones acerca de una sociedad verdaderamente libre.

Indica que este diagnóstico de la modernidad no significa el fin de las posibilidades de cambio, al contrario, obedece precisamente a la radicalización de esas posibilidades160, hecho que deviene de lo que denomina como “riesgo fabricado”, producto del resultado de la intervención humana en las condiciones de la vida social y en la naturaleza. Por tal motivo, afirma que las reacciones frente a la modernidad radicaliza deben estar relacionas no sólo con la idea clásica moderna del “incremento del dominio” sino también con el control de daños y la reparación que introduce ese mismo dominio 161.

Según Giddens, el aumento progresivo de la intervención humana es el resultado de la larga maduración de las instituciones modernas, especialmente por tres hechos que han transformado la sociedad desde hace cuatro o cinco décadas, a saber: la universalización de las instituciones, el orden social postradicional y la capacidad social de reflexión162. Veamos.

La universalización de las instituciones, dice Giddens, se relaciona -de manera cada vez más intensa- con la transformación del espacio y del tiempo. La define como “acción a distancia”, y se vincula, en años recientes, con la aparición de los medios masivos de comunicación y transportes de masas. Pero advierte que la universalización no se refiere sólo a la creación de grandes sistemas, sino también a la transformación de contextos locales (y personales) de experiencia social; por tal motivo, observa que nuestras actividades están cada vez influidas por sucesos que ocurren al otro lado del mundo y, a la inversa, los hábitos locales adquieren consecuencias universales (Así, por ejemplo, la decisión de comprar una vestimenta -señala Giddens- tiene repercusiones en la división internacional del trabajo y también en los ecosistemas terrestres).

Por orden social postradicional, Giddens no sugiere que las tradiciones han desaparecido sino que han cambiado de categoría, porque las tradiciones, en una sociedad universal y cosmopolita desde el punto de vista cultural, se ven expuestas a la vista de todos y se les exigen motivos y justificaciones.

160Giddens (1990), p. 16. 161Para el resto del apartado sigo a Giddens (1994). 162Véase en este trabajo p. 16 y ss.

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Finalmente, Giddens señala que en una sociedad que problematiza las tradiciones, los individuos deben acostumbrarse entonces a filtrar toda clase de datos significativos para sus situaciones vitales y actuar habitualmente basándose en ese proceso de filtrado. Por ello, dice, vivimos en un mundo de “gente lista”, porque la información elaborada por especialistas ya no puede limitarse a grupos específicos sino que las personas la interpretan normalmente y la utilizan para sus actividades cotidianas. La capacidad social de reflexión implica, entonces, el rechazo o el cuestionamiento a los sistemas burocráticos del Estado, a los mecanismos políticos ortodoxos y a las decisiones de “arriba hacia abajo” dentro de las empresas. Señaladas estas transformaciones de las sociedades modernas avanzadas, desde el punto de vista político Giddens se presenta crítico –como Habermas- a las alternativas políticas ensayadas hasta hoy: el socialismo, el co nservadurismo y el neoliberalismo; porque no logran, asegura, dar una respuesta acabada a los nuevos desafíos que impone la radicalización de las consecuencias de la modernidad. Los problemas del socialismo, dice Giddens, obedecen a que funcionó relativamente bien cuando la mayor parte del riesgo era externo (no-fabricado) y el nivel de universalización y reflexividad social era bajo, pero cuando no se dan esas circunstancias el socialismo entonces se derrumba o se sitúa a la defensiva. (Un ejemplo de las limitaciones del socialismo, observa, radica en la esfera económica. Porque en una sociedad con escasa capacidad de reflexión y hábitos fijos, la economía se organiza mejor cuando se subordina a una inteligencia rectora -el Estado-; pero en sistemas complejos como los actuales, se requiere de grandes inversiones de bajo nivel para ser coherentes, esto es, una multiplicidad de decisiones locales en materia de precios, producción y consumo). En cuanto a la alternativa conservadora, indica que sus limitaciones son iguales de profundas, porque si el significado del conservadurismo es conservar las tradiciones, en una sociedad postradicional aquéllas ya no pueden sostenerse entonces como conservación irreflexiva del pasado. Respecto a la salida neoliberal, Giddens observa que se presenta paradójica, porque si por un lado es hostil a las tradiciones como consecuencia del impulso de las fuerzas de mercado y de un individualismo agresivo, por el otro su legitimidad se sustenta en la persistencia de la tradición en áreas como la nación, la religión, los sexos y la familia. Finalmente, Giddens pregunta si deberíamos conformarnos entonces con una democracia liberal, es decir, un capitalismo más democracia despojada de los restos fundamentalistas de la nueva derecha (según la opinión de Francis Fukuyama). Pero Giddens señala tres limitaciones a esta alternativa, a saber: el capitalismo en constante expansión se encuentra no sólo con límites ambientales sino con límites de la modernidad en forma de “incertidumbre fabricada”; la democracia liberal, basada en un sistema electoral de partidos que funciona a nivel del estado-nación, no está bien preparada para hacer frente a unos individuos reflexivos en un mundo universalizado; finalmente, la combinación de capitalismo y democracia liberal ofrece escasos medios para generar lazos solidarios. Dado este panorama político, Giddens sostiene entonces que frente a la radicalización de la dinámica de la modernidad se necesitan

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cambios políticos radicales basados en una filosofía de la conservación y la solidaridad, aunque, por cierto, diferentes a las alternativas políticas señaladas. A fin de mencionarlos, describiré en primer lugar los problemas y alternativas que ofrece en las cuatro dimensiones que distingue de la modernidad163, para luego indicar los ejes centrales bajo los cuales debería, a su criterio, sustentarse una nueva política radical. En primer término, indico que, a diferencia de los teóricos clásicos de la modernidad que se han abocado a observar una sola dimensión de la modernidad -el capitalismo en Marx, el industrialismo en Durkheim y la burocracia en Weber-, Giddens distingue cuatro dimensiones institucionales, ellas son: el industrialismo (utilización de fuentes inanimadas de energía material en la producción); el capitalismo (sistema de producción centrado en la relación entre la propiedad privada de capital y en una mano de obra asalariada desposeída de propiedad); los sistemas de vigilancia (supervisión de las actividades de la población en la esfera política que puede lograrse de forma directa -prisión- o indirecta -control de la información-); y los medios de violencia (monopolio de los medios de violencia dentro de precisas fronteras territoriales).

Giddens señala, entonces, que el gran problema del industrialismo en la actualidad es la amenaza ecológica, que se manifiesta, por ejemplo, en el recalentamiento global de la tierra, la disminución de la capa de ozono, la destrucción de bosques tropicales, la desertización, y contaminación de las aguas, entre otros. La alternativa que propone, es la humanización hacia la naturaleza, aunque esto no significa una “vuelta” hacia ella, porque en las condiciones vigentes de intervención e incertidumbre fabricada tales objetivos son imposibles; por ello, su planteo se encamina a un reemplazo de materiales que denomina “naturaleza plástica” como vía ecológica postradicional. En cuanto al capitalismo, Giddens observa que el mayor problema es, evidentemente, la polarización económica (pobreza). Además, las graves crisis económicas y los cambios tecnológicos en el empleo, imponen que muchas personas en las sociedades más avanzadas estén mal preparadas y vivan en situación marginal. Frente a ello, reclama por una economía de post-escasez, pero esto -sugiere- no implica el ideal utópico de abundancia general (este planteo es imposible o irresponsable por cuando el desarrollo económico no puede ser ilimitado por las consideraciones vertidas en el punto anterior), significa, en cambio, un límite a los procesos que amenazan o destruyen modos de vida valiosos cuando la acumulación es contraproducente en sí misma. Para ello, sostiene que es necesario la oposición activa de los ciudadanos contra la obtención de beneficios económicos que atentan contra la vida. Con relación a los medios de vigilancia, Giddens indica que el problema fundamental radica en la negación de derechos democráticos. Pero la cuestión de los derechos, advierte, se refiere sustancialmente a la incapacidad de un número cada vez mayor de personas para desarrollar su potencial humano debido a la pobreza y a las situaciones de vida no dignas. Así, pues, sostiene que se impone entonces la necesidad de una democracia no sólo formal (declaración de los derechos) sino también material o sustantiva (el despliegue de una buena vida). Finalmente, 163Véase Giddens (1990), “Sección II”.

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Giddens señala que los medios de violencia imponen la amenaza de la guerra a gran escala, aunque el problema de la violencia también se extiende a los particularismos separatistas (una respuesta a la universalización) y a lo cotidiano (por ej.: la violencia masculina). Frente a ello, afirma, impera la necesidad no sólo de las condiciones para la paz, sino también para una comunicación dialogante que debería abarcar tanto las pugnas entre Estados como los conflictos en las relaciones matrimoniales: porque sólo la comunicación en todos los planos, macros y micros, es un resguardo frente a los actos de violencia. Finalmente, indico que las alternativas mencionadas a los graves desafíos de la modernidad radicalizada son presentados por Giddens a través de una serie puntos que constituyen un marco para una política radical164. A continuación, señalo sucintamente sus rasgos principales. Confianza activa. Se refiere a la reconstrucción de los lazos solidarios, y Giddens señala que el individualismo -no el egoísmo- puede ser de ayuda. Porque si el orden postradicional implica que los individuos deben adaptarse utilizando su capacidad de reflexión, la solidaridad entonces no puede recurrir a la tradición sino a la confianza activa, es decir, a una responsabilización individual y social frente a los otros; la confianza, lejos de cualquier norma preestablecida, es algo que debe ganarse. Política de la vida. Es la política de oportunidades vitales, pero fundamentalmente de estilos vida. Es decir, en tanto el saber como el querer vivir ya no está fijado por la naturaleza o por la tradición, las decisiones –dice Giddens- son tomadas por los seres humanos, lo cual ofrece la ventaja de poder vislumbrar políticas que respeten y acepten la pluralidad de estilos de vida. Política generativa. Una sociedad reflexiva requiere que la política sea generativa, esto es, que sea provocado por los individuos antes que las cosas les ocurran. Se trata, afirma Giddens, de la defensa de la política de vida y la solidaridad en el terreno público. Democracia dialogante. Dado el nivel actual de reflexividad social, la democracia no puede limitarse a ser sólo un vehículo de representación, debe entenderse además como la posibilidad de resolver las cuestiones controvertidas a través del diálogo. Por ello, la democracia excede la necesaria transparencia del gobierno (por señalar un problema actualmente grave) y se incrusta en la vida personal (por ej.: en las relaciones cotidianas: padre-hijo, esposos, etc.). La democracia dialogante, agrega Giddens, puede impulsarse por medio de los grupos de apoyo mutuo y por los movimientos sociales. Estado de Bienestar positivo. El Estado de Bienestar, dice Giddens, se ha mostrado incapaz de contrarrestar la pobreza por vía de la redistribución, además de presentarse inflexible e impersonal. Es requisito, entonces, reemplazarlo por un sistema de bienestar positivo que haga más hincapié en la política de la vida, es decir, destinado a conectar la autonomía con las responsabilidades personales y colectivas. Diálogo. Finalmente, el diálogo es el elemento fundamental frente a todo tipo de violencia en una política radical, porque debe estar presente en los vínculos personales, en los grupos culturales diversos y

164Giddens (1994), p. 21 y ss

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en las relaciones entre los Estados; significa, concluye Giddens, que “la palabra sustituya al uso de la violencia”165.

Para Giddens, entonces, estos seis puntos son las vías y las alternativas que una política radical debería adoptar para enfrentarse al “riesgo fabricado” de la modernidad. Señalo que esta política no es sólo una crítica a las consecuencias de la modernidad radicalizada, porque también sugiere las posibilidades y oportunidades que brinda un mundo universalizado, postradicional y sustentado en la capacidad social de reflexión. Y eso es así, dice Giddens, porque la confianza activa nos sugiere vislumbrar la posibilidad de un nivel de compromiso individual más auténtico por cuanto no está prefijado por las tradiciones, como también una presencia más cristalina de la defensa de los derechos individuales, del diálogo interpersonal y de la autogestión política, al librarse los sujetos de la figura del Estado omnipresente como también de la regulación social conducida exclusivamente por las fuerzas del mercado.

165Ibíd., p. 28

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SEGUNDA PARTE UNA LECTURA DE GILLES LIPOVETSKY

Y DE ALAIN TOURAINE

I. La sociedad posmoderna o el proyecto cumplido de la modernidad según Gilles Lipovetsky

En La Era del Vacío, Gilles Lipovetsky sostiene que las sociedades democráticas avanzadas de occidente viven una “segunda revolución individualista” (luego de la ocurrida en los siglos XVII y XVIII1) caracterizada por la “privatización” de la existencia, la “erosión” de las identidades sociales, el abandono ideológico y político, y por la “desestabilización” de las personalidades. Con estas particularidades de las sociedades avanzadas, observa que se corona, pues, el “proceso de personalización”, que pone fin al “orden disciplinario-revolucionario-convencional” prevaleciente hasta los años cincuenta; se trata, en fin, de una “mutación sociológica global” que no cesa de ampliar sus efectos desde la Segunda Guerra Mundial2. Por tales motivos, afirma Lipoveytsky, la sociedad individualista es una sociedad “flexible”, porque se sustenta en la estimulación de necesidades históricamente vedadas (como el culto al sexo, al cuerpo, a lo natural, a la cotidianidad, al sentido del humor), en el máximo de información, en el despliegue de los deseos y de las elecciones individuales, en instituciones más humanitarias y participativas, en legitimidades sostenidas en valores hedonistas y psicologistas, y en el fin de las reglas uniformes, homogéneas y universales. Por todo ello, agrega, los sujetos en las sociedades avanzadas son más libres: “salto adelante de la lógica individualista: el derecho a la libertad, en teoría ilimitado pero entonces circunscripto a lo económico, a lo político, al saber, se instala en las costumbres, en lo cotidiano”3. Estas características de la sociedad flexible, lo conducen a Lipovetsky a señalar que se trata entonces de un tipo de sociedad que merece el mote de “posmoderna”, que la analiza comparando sus particularidades con las de la sociedad moderna. En tal sentido, sostiene que la sociedad moderna funcionaba, por un lado, a través de una “lógica individualista”, que instituyó la noción moral de “individuo” como valor central frente a las prescripciones “totalizadoras” del mundo tradicional, pero, por el otro, que también lo hacía por medio de una “lógica rígida” limitadora de los valores y de los derechos del hombre, como sucede por ejemplo en el orden de la producción, en la estructura burocrática, en la lucha de clases y en la educación autoritaria y normalizadora. Sin embargo, desde mediados de nuestro siglo, observa que entramos en la etapa final de esta lógica rígida, porque las estructuras fluidas, la

1Se refiere al pensamiento ilustrado. Véase en este trabajo pp. 18 y 19. 2Lipovetsky (1983), pp. 5 y 6 3Ibíd., p. 8

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neutralización del conflicto de clases, la apatía ideológica, la personalización de la enseñanza, el tiempo libre y los deportes, son todos indicadores –entre otros- de la ampliación del individualismo y de la libertad en las sociedades avanzadas. Así, la sociedad al romper con aquella lógica rígida de la “primera modernidad” deviene, pues, “posmoderna”. Un aspecto importante de destacar del posmodernismo según Lipovetsky, es que no es algo inédito como ha postulado Jean Francois Lyotard4; no se trata en absoluto de una nueva sociedad, porque “se pierde de vista –dice- que no hace más que proseguir, aunque con otros medios, la obra secular de las sociedades modernas democráticas-individualistas... Solamente en esa amplia continuidad democrática e individualista se dibuja la originalidad del momento posmoderno, es decir el predominio de lo individual sobre lo universal, de lo psicológico sobre lo ideológico, de la comunicación sobre la politización, de la diversidad sobre la homogeneidad, de lo permisivo sobre lo coercitivo”5. Tal es la razón, entonces, para indicar que la sociedad posmoderna continúa el “proyecto ilustrado” de la modernidad, esto es, la autonomía de los sujetos en contraposición al mundo “holista”6. Pero esta continuidad de objetivos -el logro de la “mayoría de edad” de los individuos a decir por Kant-, se logra por medios muy distintos a los imaginables por el pensamiento decimonónico, ya que para Lipovetsky es el consumo, lo frívolo y el hedonismo las vías de su arribo.

En esta continuidad de objetivos y discontinuidad de medios, entre la sociedad moderna y la posmoderna, es donde Lipovetsky introduce el tema de la moda, en su libro El Imperio de lo efímero. Dos aspectos son sobresalientes en su argumentación. Por un lado, que la idea de la moda como agente de rivalidades de clase, de competencia por el prestigio7, es incapaz de explicar cómo lo efímero y la fantasía estética pudo desarrollarse en Occidente y erigirse, posteriormente, en las sociedades democráticas avanzadas, en “sistema permanente”. La tesis que postula Lipovetsky, en cambio, es que en la historia de la moda son los valores y las significaciones culturales modernas, dignificando lo “nuevo” y la expresión de la “individualidad humana”, los que hicieron posible el nacimiento y el establecimiento de la moda en la tardía Edad Media. Por otro lado, y con relación a ese origen individualista, afirma que la extensión de los principios que guían la “lógica de la moda” -la seducción y lo efímero- a todas las instituciones modernas, tanto económicas como políticas, constituyen entonces el “último eslabón de la aventura plurisecular capitalista- democrática- individualista”8, desde mediados del siglo XX 4Según Lyotard, la condición posmoderna se refiere fundamentalmente a “la incredulidad con respecto a lo metarrelatos”, Lyotard (1979), p. 10. Siguiendo a Giddens, señalo que con ello Lyotard hace referencia “tanto al desplazamiento del intento de fundamentar la epistemología, como al desplazamiento de la fe en el progreso humanamente concebido”. Giddens (1990), p.16. 5Lipovetsky (1983), pp. 114 y 115 6Lipovetsky sostiene que en las sociedades holistas, a diferencia de las modernas, los individuos están subordinados al orden colectivo, es decir, los intereses personales están supeditados al interés del grupo. Ibíd., p. 174 y 175. Agrego que Lipovetsky basa sus apreciaciones en Louis Dumont, Homo aequalis, Gallimard, 1977. 7Según Lipovetsky, esta es la tesis de Pierre Bourdieu en Distinction, París, Minuit, 1979 8Lipovetsky (1987), p. 13

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Por lo expuesto, Lipovetsky observa entonces que la sociedad posmoderna se presenta “paradójica”, porque cuando más se expande lo efímero, más pluralistas y autónomos son los individuos. De allí, sostiene, que la moda no debe asimilarse a las apariencias que engañan, desde Platón, la búsqueda de la verdad9, como tampoco se trataría de un tipo de “neototalitarismo blando” como sostenían los críticos del consumo10. Permite, en cambio, la autonomización de los pensamientos y experiencias subjetivas, porque “es el agente supremo de la dinámica individualista en sus diversas manifestaciones” 11. En tal sentido, y a pesar que Lipovetsky intenta alejarse de cualquier “optimismo ciego” de este proceso individualista, liberal y democrático, dice no obstante acerca de la moda: “(g)uardémonos de leer el porvenir con la única luz de las tablas cuantificadas del presente: una era que funciona con la información, con la seducción de lo nuevo, con la tolerancia, la movilidad de opiniones, prepara -si sabemos aprovechar su buena tendencia- los trofeos del futuro... La terminal de la moda no es la vía de la nada; analizada con cierta distancia conduce a una doble opinión sobre nuestro destino: pesimismo del presente, optimismo del futuro”12 Un aspecto fundamental de este “optimismo a largo plazo” de Lipovetsky en la sociedad posmoderna, es su afirmación que no se trata de una sociedad librada a un “egoísmo cínico”, “irresponsable”, producto del hedonismo y del consumo desenfrenado como lo sugiere Daniel Bell13, porque advierte que es, simultáneamente, una “sociedad ética”. En El crepúsculo del deber, observa que el fenómeno de la ética invade los medios de comunicación, alienta la reflexión filosófica, jurídica y genera “prácticas colectivas inéditas”. Dice: “Bioética, caridad mediática, acciones humanitarias, salvaguarda del entorno, moralización de los negocios, de la política, de los medios de comunicación, debates sobre el aborto y el acoso sexual, correos rosa y códigos de lenguaje correcto, cruzadas contra la droga y lucha antitabaco, por todas partes se esgrime la revitalización de los valores y el espíritu de la responsabilidad como el imperativo número uno de la época: la esfera ética se ha convertido en el espejo privilegiado donde se descifra el nuevo espíritu de la época”14 Pero, ¿cómo es posible -pregunta Lipovetsky- que la sociedad posmoderna, individualista y desinteresada por la cosa pública pueda revivir la “aspiración colectiva de la moral”?. Explica que esto es factible porque se trata de una moral de “tercer tipo”, es decir, no encuentra su modelo ni en la moral religiosa o tradicional ni en las modernas del “deber laico”; esta última basada en una “lógica rígida” como lo sugieren las ideas de Nación, Partido Político o Clase Social. Es, entonces, una 9Recuérdese al respecto el “mito de la caverna” de Platón en la República: el mundo de sombras de la caverna simboliza el mundo físico de las apariencias; la escapada al mundo soleado fuera de la caverna simboliza entonces la transición hacia el mundo real, el universo de la existencia plena y perfecta, que es el objeto propio de conocimiento. 10La crítica se dirige a Herbert Marcuse. Véase en este trabajo el cuestionamiento a las consecuencias del consumo en las sociedades avanzadas efectuada por Marcuse mencionado, pp. 35 y ss. 11Lipovetsky (1987), p. 17 12Ibíd., p. 15 13Véase en este trabajo la crítica de Daniel Bell al consumo, al hedonismo y a sus consecuencias para el mantenimiento del sistema social, pp. 45 y ss. 14Lipovetsky (1992), p. 9

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ética del “posdeber”, flexible, sin compromiso o “indolora”, que se sustenta únicamente en la “responsabilidad individual”, y que reacciona frente a todo aquello que atente al despliegue de los deseos personales. Por ello, concluye Lipovetsky, el presente y el futuro se presentan abierto a la lucha entre un individualismo responsable, que rehabilita los valores éticos, y su opuesto, el individualismo irresponsable guiado por el puro egoísmo, en una era donde ya no es posible recurrir, como sucede en la sociedad posmoderna, a algún “modelo trascendental creíble” por fuera de la voluntad de los individuos.

I.1. El narcisismo en la democrática sociedad de consumo Para Lipovetsky, la revolución del consumo -iniciada a mediados del siglo XX- condujo a la realización definitiva de las sociedades occidentales, modernas, seculares y democráticas a través de un principio central: la “seducción”. Por este término, comprende: “un proceso sistemático de personalización que consiste esencialmente en multiplicar y diversificar la oferta, en proponer más para que uno decida más, en sustituir la sujeción uniforme por la libre elección, la homogeneidad por la pluralidad, la austeridad por la realización de los deseos”15 Indica entonces, que si el consumo es un vector de liberalización cada vez mayor de la esfera privada en manos del “autoservicio generalizado”, advierte que también es un agente de control social. No obstante, observa que este control no es ni mecánico ni totalitario, sino que es un control flexible, porque “los individuos –dice- adoptan sin dudarlo los objetos, las modas, las fórmulas de ocio elaboradas por las organizaciones especializadas pero a su aire, aceptando eso pero no eso otro, combinando libremente los elementos programados” 16. Entonces, si bien el consumo tiende a uniformizar los comportamientos, simultáneamente provoca el fenómeno inverso, esto es, la acentuación de las singularidades y la personalización “sin precedentes” de los individuos. Y agrega, que la multiplicación de elecciones introduce otro aspecto positivo: obliga a las personas a hacerse cargo de sí mismas, las responsabiliza. Lipovetsky afirma que éstas características de la seducción aplicadas al consumo se introducen mucho más allá que en el orden de las mercancías. El principio de “seducción”, observa, impregna al conjunto de la sociedad, a saber: en el orden psicoterapéutico cada vez más personalizado y menos intelectualizado (por ejemplo el “grito primal”); en la medicina a través de la acupuntura, el cuidado interior de cuerpo y el uso de hierbas alternativas; en el deporte por medio del esfuerzo sin competencia (por ejemplo el “aerobics”); en las costumbres que fomentan la cordialidad y la cultura psi; en el trabajo por vía de la personalización de las relaciones laborales que sustituyen el “encuadre funcional y mecánico de la disciplina”; en el lenguaje diáfano y flexible; en la música estimulante que suena en cualquier momento del día y en cualquier lugar; en la política que promueve la correspondencia personalizada de la cordialidad y autenticidad de las “estrellas políticas”; y 15Lipovetsky (1983), p. 19 16Ibíd., p. 108

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en la información que muestra todo y que cuestiona la prohibición de cualquier legislación autoritaria17. Otro aspecto central de la sociedad de la seducción visualizada por Lipovetsky es que no introduce ni se complementa con un tipo de individuo egoísta, sino con otro tipo muy particular de individuo: “narciso”. Por cierto, advierte, el “narcisismo” implica desmotivación por la cosa pública y una “desestabilización” de la personalidad, pero lo destacable de este individuo es que corresponde a la segunda revolución individualista, es decir, no puede identificarse simplemente con esta falta de compromiso, porque, “más ampliamente corresponde a la descrispación de las posturas políticas e ideológicas y a la sobrevaloració n concomitante de las cuestiones subjetivas”18. Y agrega al respecto: “ya ninguna ideología política es capaz de entusiasmar a las masas, la sociedad posmoderna no tiene ídolo ni tabú, ni tan sólo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis”19 En efecto, para Lipovetsky el narcisismo pone fin a lo “trágico”, porque es un muro contra la religiosidad histórica y los grandes “designios paranoicos” de la modernidad que prevalecieron hasta mediados del siglo XX, pues el narcisismo implica el descrédito al Saber, al Poder, a la Familia tradicional, a la Iglesia, a los Partidos Políticos, y a la Patria. Las instituciones modernas, entonces, dejan de funcionar como “principios absolutos”, porque, simplemente, ya nadie cree en ellas. Sin embargo, advierte que lo que reina no es el nihilismo, puesto que lo notable del “descrédito” es que esto no es un “dato” importante para los individuos sumergidos en la falta de compromiso emocional, el descanso, y las motivaciones priváticas20. Por ello, el narcisismo es apático, pero no trágico. En tal sentido, el narcisismo también pondría fin a una “idea-elemento” central del pensamiento sociológico: la alienación21. La alienación, observa Lipovetsky, era la resultante de la mecanización del trabajo en los primeros tiempos de la industrialización bajo el modo de producción capitalista, como observó Marx. Sin embargo, afirma que no se puede llamar así a una sociedad que se mueve por el campo vertiginoso de las posibilidades y el libre-servicio generalizado. Es más, señala que no hay fracaso del sistema capitalista ni resistencia hacia él, porque la apatía del individuo narcisista significa un tipo de socialización flexible y económica que obliga al capitalismo a funcionar de acuerdo a un sistema experimental, acelerado, fundado en la combinación de nuevas posibilidades inéditas. Y agrega, desde el punto de vista de sus consecuencias políticas, que “el capitalismo encuentra en la indiferencia su condición ideal para su experimentación, que puede cumplirse así con un mínimo de resistencia”22. Por lo tanto, los conflictos de clase propios 17Ibíd., p. 18 a 33 18Ibíd., p. 12 19Ibíd., p. 50 20Un ejemplo de estas motivaciones, dice Lipovetsky, son: “envejecer, engordar, afearse, dormir, educar los niños, irse de vacaciones, todo es un problema, las actividades elementales se han vuelto imposibles”. Ibíd., p 47. 21Nisbet (1966), p. 19 22Lipovetsky (1983), p. 43

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de la sociedad industrial, se trasladan ahora –como es de suponer con la plamación del narcisismo- hacia las crisis subjetivas, a saber: sentimiento de anonimato, miedo a envejecer, sentimiento de vacío o de depresión. Un aspecto importante en la argumentación de Lipovetsky es que la crítica a las instituciones modernas por parte del narcisismo es un vector que refuerza, paradójicamente, la democracia. Dice: “La desmotivación política, inseparable de los progresos del proceso de personalización, no debe esconder su complemento: la eliminación de los trastornos de la edad revolucionaria, la renuncia a las perspectivas de insurrección violenta, el consentimiento quizá blando pero general a las reglas del juego democrático”23. Y observa que este consentimiento se expresa, por ejemplo, en que si el interés colectivo por votar merma, no sucede lo mismo con el derecho a poder ejercerlo; si poco importan los partidos políticos, se exige de todos modos el derecho a la asociación política; si bien no se leen los periódicos, se solicita no obstante la máxima pluralidad de información. Por tales motivos, sostiene que la democracia pone fin a la “legitimación ideológica” y deja lugar al “consenso existencial y tolerante, (porque) la democracia se ha convertido en una segunda naturaleza, un entorno, un ambiente” 24 Finalmente, menciono que este consenso democrático que todo lo invade, se refleja, según Lipovetsky, aún en los actuales momentos de desocupación estructural, porque si bien existen elementos de resistencia (“impuros” los denomina), la violencia que podría asociarse a este hecho es reemplazada por una tolerancia al régimen democrático25. Ni siquiera, agrega, el fin del Estado de Bienestar es puesto en cuestión, en tanto estadio rígido y burocrático de la igualdad, porque se solicitan políticas sociales flexibles basadas en las restricciones monopólicas y en las privatizaciones, con el objetivo de “responsabilizar al individuo y a las empresas obligándoles a una mayor movilidad, innovación y elección”26.

I.2. La Moda: un “vector” de la modernidad plena

Por lo visto hasta aquí, para Gilles Lipovetsky la sociedad posmoderna inaugura una segunda revolución individualista, porque si bien el imaginario modernista establecido en el siglo XVIII promovió los derechos del hombre y la noción de “individualismo”, posteriormente este imaginario fue limitado por las ideologías colectivistas, nacionalistas y revolucionarias del siglo XIX, que habrían obturado aquellos derechos al imponerles a los sujetos un ideal de “sacrificio”. Ahora, en cambio, ese ideal es sustituido por la apatía hacia la cosa pública, hacia todo aquello que impida el despliegue de los deseos y de la individualidad. Y esto ha sido posible, sostiene, en buena medida por el consumo generalizado que ha permitido la “personalización” de las singularidades a través de la 23Ibíd., p. 129 24Ibíd., p. 130 25Para Lipovetsky, la vigencia de los conflictos sociales y políticos están encabezados entonces por “marginales, desertores, jóvenes huelguistas radicales (...) románticos y salvajes, su desierto caliente hecho a imagen y semejanza de sus desesperación y de su furia de vivir de otra manera. Alimentada de utopías y pasiones, la indiferencia aquí permanece impura”. Ibíd., p. 45 26Ibíd., p. 134

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multiplicación de las elecciones, desde mediados del siglo XX. Por tal motivo, como dijimos, la sociedad posmoderna descripta por Lipovetsky continua, por otros medios, el “proyecto” ilustrado de la modernidad: la autonomía de la sujetos y la libre realización de los deseos. Con el objetivo de mostrar esta discontinuidad de medios y continuidad de objetivos, entre la sociedad moderna y la posmoderna, Lipovetsky analiza un tema que estima central en la sociedad de consumo, a saber: la moda. La tesis que propone es que la moda es un “agente” que prolonga la búsqueda de la realización individual, pero de forma muy diferente a la era “individualista-autoritaria” de la primera etapa de la modernidad. Es ella un “vector” fundamental, nos dice, por el cual las ideas asociadas a la democracia, la libertad y la igualdad, se despliegan.

Lipovetsky estructura el análisis de la tesis mencionada en dos partes. La primera se refiere a la historia del vestido. Aquí muestra cómo el hedonismo, la búsqueda del encanto y el placer, comienzan a trabajar lentamente desde el siglo XIV hasta la multiplicación de ofertas y demandas en la sociedad del consumo generalizado inaugurada a mediados del siglo XX. La segunda parte, indica cómo la lógica que mueve a la moda -lo “frívolo” y las “apariencias”- se expanden a todo el cuerpo social, democratizando las instituciones políticas, sociales y económicas. A continuación, menciono los rasgos que considero centrales en cada una de las partes señaladas. De la moda aristocrática a la moda democrática Lipovetsky distingue tres etapas en la historia de la moda.

La primera etapa, se inicia a mediados del siglo XIV y se extiende hasta mediados del siglo XIX. Observa que en ese período la moda revela sus rasgos sociales y estéticos más característicos, lo efímero y lo nuevo, pero para grupos muy restringidos que monopolizan el poder de la iniciativa y la creación; señala entonces que es el momento del “estadio artesanal y aristocrático de la moda”27. El aspecto central en esta etapa primera etapa, dice Lipovetsky, es que la emergencia de la moda coincide con el “espíritu burgués” consagrado al ahorro, a la previsión y al cálculo. Por ello, indica que la moda está en el lado de la “irracionalidad de los placeres”, a contracorriente con el espíritu del crecimiento y con el desarrollo del dominio sobre la naturaleza. Sin embargo, advierte que el nacimiento de la moda es posible por aquello que distingue a la modernidad, a saber: el quiebre con la trascendencia religiosa y del individuo situado en pautas pre-establecidas. “Su inestabilidad –dice- significa que la apariencia ya no está sujeta a la legislación intangible de los antepasados, que procede de la decisión y del puro deseo humano”28. Por tal motivo, lo notable de esta etapa primera etapa de la moda, es que representa un elemento arquetípico de individualización narcisista, de liberación del culto estético centrado en el Yo, aún en el mismo seno de la era aristocrática. La moda aparece entonces como un “vector” de cómo la esfera privada se desprende poco a poco de las prescripciones 27Lipovetsky (1987), p. 26 28Ibíd., p. 35

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colectivas y se afirma la independencia estética, e instituye, en Occidente, “el individuo libre, despreocupado, creador y su correspondiente, el éxtasis frívolo del Yo”29. Pero Lipovetsky observa que es a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la segunda etapa en la historia de la moda, cuando ésta entra verdaderamente en “escena”. Este período durará un siglo. El esquema global de la “moda centenaria”, entonces, se caracteriza por una Alta Costura que monopoliza la innovación y por ser básicamente femenina. Observa que en esta etapa aparecen los desfiles, las presentaciones de cada temporada se presentan en fechas fijas, surgen los primeros tratados del peinado, y hace su aparición el modisto, a quien lo define como “un artista del cambio”30. Además, agrega, la moda surge simultáneamente como la primera manifestación de un consumo de masas, homogénea, estandarizada, “indiferente a las fronteras”31. Un aspecto central en esta segunda etapa es que si esta era estuvo marcada por la centralización de la Alta Costura, también lo estuvo por la democratización. En efecto, Lipovetsky señala que la moda centenaria si bien no eliminó los signos de distinción, los atenuó, promoviendo entonces referencias que valoraban atributos más de tipo personal, a saber: esbeltez, juventud, sex-appel, estilos ligeros (deportivos) y la libre expresión de la individualidad a través de vestimentas cómodas, que condujeron -recuerda- al primer desnudamiento del cuerpo femenino. Por todo ello, dice: “La ideología individualista y la era sublime de la moda son de este modo inseparables; culto del desarrollo individual, del bienestar, de los goces materiales, deseo de libertad, voluntad de debilitar la autoridad y las obligaciones morales: las normas holistas y relig iosas, incompatibles con la dignidad de la moda, fueron minadas no solamente por la ideología de la libertad y la igualdad sino también por la del placer, tan característica de la época individualista” 32 Sin embargo, es a partir de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, tras las enormes transformaciones sociales y culturales del período33, cuando hace su aparición un nuevo estadio en la historia de la moda. La

29Ibíd., p. 52 30Ibíd., pp. 88 a 101. Respecto a los modistos, dice Lipovetsky: “no solamente alardean de que su arte iguala en nobleza al de los poetas y pintores sino que se comportan igual con los nobles. En ese sentido, la reivindicación de los oficios de moda resulta inseparable de los valores modernos, del ideal igualitario del que constituye una de las manifestaciones”, p. 96 31Ibíd., pp. 77 a 87 32Ibíd., p. 98 33En ese sentido digo que la era inaugurada desde la posguerra presenció unas transformaciones sociales y culturales de alcance excepcional que abrazaron a distintos grupos: por ejemplo, a los jóvenes estudiantes universitarios que se constituyeron en el sector políticamente más radicalizado, y también a las mujeres que iniciaron su arribo al mercado de trabajo, hecho que implicó el cuestionamiento a sus roles sociales derivados de las tensiones entre los requerimientos de las actividades productivas -trabajo- y de las reproductivas -familia-. Además, paralelamente se fue configurando una categoría socialmente construida, el adolescente y su una cultura juvenil independiente, posibilitado por tres componentes: por el aumento del poder adquisitivo de éstos; por la difusión de una cultura popular -el rock-; y por el debilitamiento de la familia de clase obrera asociado al rechazo de los controles paternales y al debilitamiento de las restricciones sobre la sexualidad. Véase al respecto, Eric Hosbawm (1994) -en particular los capítulos “La revolución social” y “La revolución culural”-; Lash (1990), “1. Posmodernismo: hacia una exposición sociológica”, pp. 17 a 78.

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característica central de esta etapa, sostiene Lipovetsky, es que la Alta Costura pierde su status de vanguardia cuando emerge el “pret-á-porter” (que viene del ready to wear norteamericano), a través de la fusión entre la industria masiva y la moda; y señala, además, que es la calle el nuevo centro “autónomo” de la moda y no los diseños de los grandes modistos (En tal sentido, recuerda que el ejemplo más notable fue la adopción del pantalón femenino mucho antes que lo comenzara a confeccionar la Alta Costura). Dice Lipovetsky acerca de esta nueva etapa en comparación con la precedente: “la moda centenaria, con su organización dual de medida-confección, era una formación híbrida semiaristocrática y semidemocrática; al expurgar de su funcionamiento un polo claramente elitista y al universalizar el sistema de la producción en serie, el pret-á-porter ha impulsado la dinámica democrática inaugurada de modo parcial en la fase anterior”34. Y agrega que tan importante a lo que ocurre desde el lado de la oferta, es el deseo de moda que se expandió a todas las capas de la sociedad, cuya demanda fue “aportada –dice- por los ideales individualistas, la multiplicación de las revistas femeninas y el cine, aunque también por las ganas de vivir el presente, estimuladas por la nueva cultura hedonista de las masas” 35. Para Lipovetsky, entonces, lejos de considerar a la moda como un escenario donde simplemente se desnudan las luchas competitivas por el prestigio, sostiene en cambio que amalgama un conjunto de valores que figuran en el ideal igualitario, el arte moderno, los valores deportivos, y el “look joven”; es decir, en la moda aparece un movimiento de “fondo democrático”, porque, en definitiva, en ella todo vale, todo es legítimo. Dice al respecto: “el desaliño, lo sucio, lo desgarrado, lo descosido, lo descuidado, lo usado, lo deshilachado, hasta el momento estrictamente excluidos, se incorporan al campo de la moda. Al reciclar los signos inferiores, la moda prosigue su dinámica democrática, tal y como lo han hecho, desde mediados del siglo XIX, el arte moderno y las vanguardias”36.

Por lo expuesto, Lipovetsky afirma entonces que el nuevo sistema de la moda se halla en perfecta concordancia con la “open society” (la sociedad posmoderna) que instaura el reino de las “fórmulas a la carta”, de las reglamentaciones flexibles, de la hiperselección y del “self-service” generalizado. En otras palabras, la moda democrática, desde mediados del siglo XX, pone fin al autoritarismo de sus etapas anteriores y posibilita la continuidad de la obra secular de la modernidad, esto es: el individualismo, la autonomía y la libertad. Consecuencias de la moda abierta en la sociedad posmoderna Las particularidades descriptas en la historia de la moda no deben entenderse, advierte Lipovetsky, de manera “omnipresente”, porque la carrera armamentística, la inseguridad ciudadana, las crisis económicas y subjetivas, el desempleo estructural, junto otros graves problemas, son motivos de contención del espíritu libertario y autónomo de la moda. Sin embargo, afirma que por debajo de lo efímero y las actitudes hedonistas,

34Lipovetsky (1987), p. 126 35Ibíd., p. 128 36Ibíd., p. 135

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y conviviendo con los graves problemas mencionados, “actúan las Luces y bajo la escalada de lo fútil se persigue la conquista plurisecular de la autonomía de los individuos”37. Y refuerza esta tesis cuando asegura que el carácter democrático e individualista de la moda se extiende más allá del placer estético y de la democratización del gusto, porque, “tanto la infraestructura como la superestructura se han sometido, si bien en diverso grado, al reino de la moda”38. Veamos entonces en qué consiste este sometimiento al reino de la moda por parte de la economía y de la política. En el ámbito de la infraestructura económica, dice Lipovetsky, la sociedad de la moda estructurada por la obsolescencia, la seducción y la diversificación, aparece entonces como un “imperativo categórico” en la producción, porque ésta entra en el “orden personalizado” al sustituir en todas partes “la unicidad por la diversidad y la similitud por los matices y las pequeñas variantes”39. Señala, pues, que la oposición modelo/serie -propio de la era “fordista”-, pierde su jerarquía en favor de una democratización e igualdad de condiciones en la esfera de los objetos, porque éstos, ahora personalizados, se incorporan a la sociedad flexible constituyendo un espiral sin fin entre la producción y el consumo. Y advierte acerca del valor dominante (y positivo) del placer individual y del objeto-uso en la sociedad del consumo generalizado, cuando dice: “Instrumento de individualización de las personas, no continuidad de la distancia social... el individuo se ha convertido en un centro de decisión permanente, en un sujeto abierto y móvil, a través del calidoscopio de los artículos... El imperio de la moda supone ciertamente universalización de los estándares modernos, pero en beneficio de una emancipación de la desestandarización sin precedentes de la esfera subjetiva”40. Con relación al universo de lo político, Lipovetsky señala que la lógica de la moda la penetra cuando se observa, por ejemplo, que el marketing político y comercial “vende” a su candidato como un producto cualquiera y con la mejor envoltura. De allí que muchos consideren, dice, que la política de la seducción trasforma al pueblo ciudadano en espectadores pasivos e irresponsables, es decir, se produciría una “infantilización del soberano”. Sin embargo, visualiza que “la política de la seducción” contribuye también a mantener y hacer arraigar de manera duradera las instituciones democráticas. Señala al respecto: “La seducción hace menos áspero el debate acerca del todo colectivo y, por lo menos, permite a los ciudadanos escuchar y estar más informados sobre los diferentes programas y críticas de los partidos. Es más instrumento de una vida política democrática de masas que un nuevo opio del pueblo”41. Y agrega al respecto, que la seducción no tiende a neutralizar los contenidos y homogeneizar los discursos políticos; al contrario, permite la comunicación en vías de la cordialidad, la simplicidad y la personalización. Por ello, afirma, el poder “pierde altura”, porque “está hecho de la misma carne que los hombres, próximo a sus gustos e intereses cotidianos: no des-secularización cultural que

37Ibíd., p. 178 38Ibíd., p. 175 39Ibíd., p. 183 40Ibíd., p. 199 41Ibíd., p. 228

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prorrogue los componentes irracionales y afectivas subyacentes en el poder tradicional, sino, por el contrario, paroxismo del proceso democrático de la secularización de la política”42. El “principio de seducción” es, para Lipovetsky, un instrumento entonces de paz civil y reforzamiento del orden democrático, ahora “expurgado de toda tendencia a las guerras santas”43. Así, pues, la sociedad de la moda sólo tiene sentido en la época democrática, en la que reina un consenso hacia los valores inaugurados por la ideología moderna: la igualdad, la libertad y los derechos del hombre; posibilitado por la crisis acelerada de los sistemas de representación sacralizados por la modernidad que, bajo las ideas de República, Proletariado, Raza, Socialismo, Laicismo y Revolución, provocaron que las ideologías políticas se impusieran la misión de revolucionar el mundo y cristalizaran programas que implicaban la fidelidad, la devoción y el sacrificio de los individuos. La sociedad posmoderna, afirma, rechaza esa era intransigente y teleológica, porque ahora vivimos en la era de la “frivolidad de la razón”, donde “las interpretaciones del mundo han sido liberadas de su anterior gravedad y han entrado en la atrevida embriaguez del consumo y del servicio al minuto”44.

Otro aspecto importante de la frivolidad de la razón, indica Lipovetsky, continúa por cierto el proyecto de la modernidad por debajo de ideologías y políticas del momento. Señala al respecto que primero fue el “izquierdismo” el que puso sobre el tapete la crítica a la heteronomía, plasmado específicamente en el mayo francés (aunque se trataba, advierte, de una fase intermedia entre “una época revolucionaria militante y una de individualismo absorbido prioritariamente por las preocupaciones individuales”45). Ahora, en cambio, son los valores del “Orden” y de los “Negocios”, el neoliberalismo para resumir, al que le toca proseguir esa obra. Dice respecto al neoliberalismo: “La moda plena ha continuado su obra, y el individualismo narcisista que nos domina, hostil a las grandes profecías y ansioso de hiperrealidad, ha constituido el suelo nutriente del renacimiento liberal. La exigencia de flexibilidades, las privatizaciones y desregulaciones se dan como eco de las transformaciones de la individualidad, ya en sí misma flexible, pragmática y que, ante todo, aspira a la autonomía privada”46 No obstante, Lipovetsky advierte que esta concordancia entre la aspiración de autonomía de los individuos y el neoliberalismo, no impide por cierto el despliegue de las manifestaciones conservadoras que se asocian a esa ideología política, a saber: la pena de muerte, las “prescripciones terapéuticas”, el “peligro” de los extranjeros y la exclusión social. Sin embargo, señala que se trata de una reacción contra la “laxitud” del espíritu de la moda “acusado” de haber terminado con las referencias de la normalidad, de la mujer, del niño, y de haber destruido los valores del esfuerzo, la familia, la religión, el trabajo y el patriotismo. Por ello, dice, “podemos pensar razonablemente en favor de la dinámica irreversible de la moda que el integrismo será cada vez

42Ibíd., p. 229 43Ibíd., p. 230 44Ibíd., p. 273 45Ibíd., p. 290 46Ibíd.

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menos compartido, cada vez menos dominante en las democracias modernas. Pero no es seguro que nunca pueda desaparecer”47. A pesar de las dificultades mencionadas para el despliegue de la autonomía bajo la organización social neoliberal, lo importante de destacar, afirma Lipovetsky, es que la extensión de la lógica de la moda a los ámbitos económico y político permiten concluir que ese ideal, inaugurado por el pensamiento ilustrado, continúa vigente de cara al futuro. Dice al respecto: “Sí, hay un progreso en la libertad de pensamiento, y ello a pesar de los mimetismos y los conformismos de moda. Sí, el avance de las Luces sigue adelante y los hombres en conjunto, como decía Kant, continúan saliendo de su minoría de edad. Extinción de los fanatismos ideológicos, descomposición de las tradiciones, pasión por la información, los individuos son cada vez más capaces de ejercer un libre examen, de padecer menos los discursos colectivos, de servirse de su entendimiento y de pensar por sí mismos, lo que evidentemente no significa al margen de toda influencia”48 Finalmente, señalo que, según Lipovetsky, este progreso de la libertad no debe interpretarse como el final de las luchas sociales. Pero esas acciones, advierte, adquieren un ribete distinto con relación al pasado, porque demuestran que el individuo ya no está subordinando a un orden superior que les dicta el carácter de sus ideas y acciones. Señala al respecto: “No grado cero de los movimientos colectivos, sino movilizaciones cada vez más despolitizadas, desideologizadas y desindicalizadas..., sustentadas en las reivindicaciones individualistas de mejora del poder adquisitivo y de las condiciones laborales, pero también en la exigencia de libertades individuales en la acción y en la sociedad civil” 49. Para Lipovetsky, entonces, el individualismo no está disociado de las movilizaciones basadas en la protección de la lib ertad y de los derechos del hombre. Saber, pues, cómo en la sociedad posmoderna, frívola y narcisista, esto es posible y de qué manera se ejerce, es el tema del próximo apartado.

I.3. La ética de la responsabilidad

Lipovetsky sostiene que la moral en la era premoderna era de esencia teológica, es decir, no se concebía como una esfera independiente de la religión, pero desde en el siglo XVII se inicia un proceso de secularización que consiste en la separación de la moral de las concepciones religiosas. Este proceso permite pensar la moral, entonces, como un orden independiente y universal que sólo remite a la condición humana, constituyendo, en consecuencia, una de las figuras significativas de la cultura democrática moderna. Sin embargo, observa que los derechos del individuo estuvieron contrabalanceados por una excepcional idealización del “deber ser” hasta mediados del siglo XX, porque se “magnificaron la obediencia incondicional al deber, la transparencia de la virtud, el imperativo de adherirnos a fines que

47Ibíd., p. 292 48Ibíd., p. 297 49Ibíd., p. 316

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superaban el círculo de los intereses individuales”50. Por tal motivo, la época inaugural de la moral laica estuvo compuesta por dos caras, a saber: una, crítica de la trascendencia y que ataca la moral; la otra, que sacraliza el deber de manera laica.

Con la secularización, dice Lipovetsky, se institucionaliza por cierto una confianza moderna en la educación y en la perfectibilidad indefinida del género humano, en la fe en la difusión de la Ilustración y en el progreso moral de la humanidad. Este credo, indica, es el mismo credo de perfeccionamiento ilimitado de la especie humana que se halla en la base del rigorismo ético, los mesianismos revolucionarios, los “himnos del progreso de los conocimientos” y de las técnicas del “primer ciclo democrático”. No obstante, y a pesar de estas reacciones antiindividualistas, lo importante de este momento fundador es el repudio a las ideas trascendentes: “la dinámica de reconocimiento social de la moral autosuficiente ya no se detendrá, legitimará cada vez más ampliamente el principio laico-moderno de separación del deber aquí-abajo de las creencias del otro mundo, y repudiará la oleada de moralidad tributaria de un más allá sagrado”51. Pero desde mediados del siglo XX, argumenta Lipovetsky, apareció una nueva regulación social de los valores morales, que ya no se apoya en el “culto al deber” de la primera modernidad. En ese sentido, afirma que luego de una época marcada por la “contramoral contestataria” (se refiere al rechazo de las normas represivas y auge del hedonismo liberacionista propio de los años sesenta y setenta), la temática ética reaparece con fuerza en el discurso social de las democracias. Sin embargo, advierte, lo que está en juego es la ética no el “deber” de la “primera modernidad”, porque “Más allá del come back ético, dice Lipovetsky, la erosión de la cultura del deber absoluto continúa irresistiblemente su carrera en beneficio de los valores individualistas y eudemonistas, la moral se recicla en espectáculo y acto de comunicación, la militancia del deber se metamorfosea en consumo interactivo y festivo de buenos sentimientos, ésos son los derechos subjetivos, la calidad de vida y la realización de uno mismo que a gran escala orientan nuestra cultura y no ya el imperativo hiperbólico de la virtud”52. En este nuevo contexto, observa pues que los valores que reconoce la sociedad posmoderna son más negativos (“no hacer”) que positivos (“tú debes”). Esta sociedad, entonces, es “posmoralista” ya que “demanda límites justos, ...responsabilidad equilibrad a, ...leyes estrictas aptas para proteger los derechos de cada uno, no el espíritu del fundamentalismo moral” 53. Este nuevo ciclo de la ética, sin fundamento trascendente, se asocia, señala Lipovetsky, paradógicamente a la lógica del consumo de masas que disolvió el universo de las “homilías moralizadoras”, engendrando –como vimos- “una cultura en la que la felicidad predomina sobre el mandato moral, los placeres sobre la prohibición, la seducción sobre la obligación”54. Pero además del consumo, indica que,

50Lipovetsky (1992), p. 24 51Ibíd., p. 29 52Ibíd., p. 47 53Ibíd., p. 48 54Ibíd., p. 50

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desde el punto de vista político, tanto las ideas freudianas como las marxistas y nietzscheanas -que prevalecieron en los años sesenta y setenta- dieron también legitimidad a la relegación de la ideología del deber. Dice al respecto: “Ironía de la historia: los valores anticapitalistas han tenido el mismo efecto contramoralista que los mecanismos y estímulos neocapitalistas; el mundo de los objetos, el discurso antihumanista, los movimientos contestatarios han contribuido, cada uno a su manera, a precipitar la quiebra de la era moralista de las democracias”55 . Y agrega, que el auge del neoliberalismo, lejos de significar el restablecimiento del “status quo anterior”, no impide tampoco la promoción de la felicidad, de la identidad del Yo, de la seducción y de lo relacional, que siguen alimentando -a pesar de todas las dificultades, desigualdades e injusticias que pueden asociarse a ese modelo de reproducción social- la ideología individualista de nuestra época posmoralista. Un aspecto central de la rehabilitación ética en la sociedad posmoderna, según Lipovetsky, es que no se sujeta a sanciones u obligaciones, aunque esto no signifique que el “neoindividualismo” es un dejarse ir sin frenos. Y esto sucede, dice, porque “por todas partes exigen límites y reglas, por todas partes los grandes referentes en otras épocas transmitidos por la moral personal -el trabajo, la higiene, el respecto y el desarrollo personal- resurgen de otra manera, movilizan las pasiones y las preocupaciones subjetivas” 56. Con el objetivo de profundizar entonces en estos límites y reglas de la era del “posdeber”, de la era de la ética sin sanción y sin obligación, a continuación describo algunas de sus características a través de una selección de problemas estudiados por Lipovetsky de la sociedad francesa, a saber: sexualidad, eutanasia, drogas, solidaridad, familia y trabajo. Sexualidad. Lipovetsky observa que en tanto el placer libidinal aparece como una manifestación dinámica de los tiempos de igualdad democrática de las sociedades posmodernas, ciertos comportamientos siguen siendo motivo de condena, como, por ejemplo, el incesto, la perversión de menores o la prostitución. Pero lo más destacable de la era posmoderna, dice, es que “cuando más libre es la sexualidad, más estrechamente vigila la ley penal los comportamientos irrespetuosos, cuando menos se asocia la sexualidad con el mal, más condena la justicia actos considerados en otras épocas poco graves”57. Por ello, sostiene que en la sociedad individualista regida por el posdeber, la sexualidad no queda librada a una lógica egoísta, porque se presenta, en cambio, como un “caos organizador”. De allí, por ejemplo, que a la prostituta se la observe como víctima de numerosos factores que la conducen al acto impropio; o bien, que casi 9 franceses de cada 10 estimara, en 1991, que el acoso sexual debía ser sancionado penalmente58. Eutanasia. La actitud respecto a la eutanasia, sostiene Lipovetsky, es significativa del desplazamiento posmoralista de nuestras sociedades, porque se reconoce el principio de libertad individual frente a la muerte.

55Ibíd., p. 52 56Ibíd., p. 84 57Ibíd., p. 64 58Ibíd.

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En 1987, menciona que el 85% de los franceses era favorable a que se reconociera al enfermo afectado de una enfermedad incurable el derecho a ser ayudado a morir59. Sin embargo, señala que sólo se mantiene el deber interindividual de respetar la vida del otro, pero existe un fuerte temor y rechazo de otorgar al cuerpo médico el derecho de administrar la muerte. Por ello, advierte, el debate sobre la eutanasia vacila ante dos vías, a saber: la rígida del rechazo del “homicidio legal”, y la tolerante y personalizada del enmarcamiento legal de la muerte elegida. Drogas. El tema del consumo de drogas, dice, vacila entre la despenalización y las reacciones moralistas. Para la primera tendencia, el problema no es ni moral ni amoral, es posmoralista, porque en lugar de la prohibición y la represión se privilegian pragmáticamente la seguridad colectiva, los derechos subjetivos y la asistencia a los toxicómanos. Sin embargo, advierte que estas experiencias son aisladas -solo aplicadas con éxitos dispares en los Países Bajos y España-, como lo demuestra el incremento de la inversión para la represión en Estados Unidos (el 75% de los cuatro mil millones de dólares dedicados en 1988 a la lucha antidroga se emplearon con ese fin)60. Por ello, sostiene que “la era neoindividualista presenta dos caras: una liberal-experimental- pragmática, otra prohibicionista y ultrarrepresiva. El momento actual está manifiestamente comprometido en esta última vía, la ética a medida del posdeber está lejos de haber alcanzado todas las esferas (...) Al humanismo y el realismo posmoralistas aún les queda camino por recorrer”61 Solidaridad. Las sociedades posmodernas han dejado de profesar el imperativo incondicional de honrar los deberes de la moral interindividual, afirma Lipovetsky. Sin embargo, observa que las acciones humanitarias ocupan la primera plana de los periódicos y los “donativos altruistas” alcanzan sumas innegables. Por ejemplo, menciona que en Francia se realizan cerca de 4 millones de donaciones gratuitas de sangre, y que 2 de cada 3 franceses estiman que debería aumentarse la ayuda a los países del Tercer Mundo (agrega que 1 de cada 5 estaría dispuesto a donar regularmente dinero para ello62). Pero se trata de una nueva moral, porque “no significa la reinscripción en el corazón de nuestras sociedades la buena vieja moral de nuestros padres, sino el surgimiento de una regulación ética de tipo inédito”63. Es una moral, entonces, “sin obligación ni sanción”, como lo ilustran las donaciones efectuadas a través de los “shows mediáticos” en beneficio de la solidaridad, y agrega al respecto: “la tele-caridad no crea falsa conciencia, legitima y estimula una conciencia ética de tercer tipo, ligera y puntual, temporal e indolora”64. Así pues, sostiene que lo que está desligitimado no es el principio de la acción de ayuda, sino el vivir para el prójimo, porque, el “individualismo no es sinónimo de egoísmo: aunque se le haga cuesta arriba la retracción del yo, el individualismo no destruye la preocupación ética, genera en lo más profundo un altruismo indoloro de masas” 65. 59Ibíd., p. 87 60Ibíd., p. 109 61Ibíd., p. 110 62Ibíd., p. 133 63Ibíd., p. 129 64Ibíd., p. 136 65Ibíd., p. 133

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Familia. La familia, dice Lipovetsky, era objeto de acusaciones por una juventud ávida de libertad, se la asimilaba entonces a una instancia alienante durante los años sesenta. Pero en la sociedad posmoderna, en cambio, la familia es un lugar de donde ya no se busca escapar, porque “el culto a la familia se ha vaciado de sus antiguas prescripciones obligatorias en beneficio de la íntima realización y de los derechos del individuo libre: derecho al concubinato, derecho a la separación de los cónyuges -sólo en 4% de los franceses se declaran contrarios al principio del divorcio -, derecho a la contracepción, derecho a la maternidad fuera del matrimonio, derecho a la familia poco numerosa, ya no hay deber estricto que domine los deseos individuales”66. Pero ello no significa, advierte, el respeto por la familia en sí, es decir, su sentido tradicional construido por normas que prescriben los papeles individuales, sino la familia como instrumento de realización de las personas, porque “la institución obligatoria se ha metamorfoseado en institución emocional y flexible”67. El individuo narcisista, entonces, no desorganiza la institución familiar, porque la reordena según principios personales, autónomos, lejos del “deber ser”. Trabajo. Finalmente, Lipovetsky señala que todos los regímenes, totalitarios o liberales, han celebrado la noción de “producción” como el camino más viable del crecimiento económico y nacional. Desde las primeras décadas del siglo XX, observa que la gestión tayloriana del trabajo, preocupada por la caída del ritmo del trabajo, se dedicó a transformar al obrero en un autómata sin pensamiento. Pero esta etapa, señala, ha cambiado, porque los valores individualistas, hedonistas y consumistas, por un lado, y los nuevos paradigmas de la dirección empresarial, por el otro, han sido las puntas de lanza del advenimiento de una cultura posmoralista y “postecnocrática” del trabajo; y agrega al respecto: “lo nuevo, con la moda de la cultura de empresa, es que ésta, con respecto a deseos y motivaciones, nunca transite el camino tradicional de la moral y la obediencia, del deber autoritario, regular, uniforme, sino el de la autonomía individual y de la participación, del feed -back comunicacional y de implicación psicológica”68. Por ello, observa que a medida que los imperativos de competitividad y de flexibilidad son más urgentes, el discurso del deber individual obligatorio resulta un arcaísmo. Este último, entonces, es reemplazado por una cultura centrada en la motivación y la responsabilidad, la iniciativa y la participación; la organización del trabajo, por ende, ya no se piensa en forma de pirámide, sino en términos de autonomía y compromiso: “ha acabado la época del deber frío, impersonal y distante, ha llegado la pasión por la innovación, la emoción del dinamismo, el entusiasmo de la comunicación abierta. La empresa del tercer tipo no exige ya la obediencia incondicional a una ley racional anónima”69. Por último, Lipovetsky sostiene que mientras el universo de la empresa estaba guiado por la eficiencia y la rentabilidad -propio de la era industrial-, en la era del consumo total, en cambio, reaparece el “alma de los negocios”, los “negocios éticos”. Al respecto, menciona que el 74% de los franceses

66Ibíd., p. 160 67Ibíd., p. 162 68Ibíd., p. 176 69Ibíd., p. 123

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deseaban ser asociados en su empresa a una discusión del código de buena conducta, y que en 1990 el 92% de los cuadros de las medianas y grandes empresas consideraba que era normal que se difundiera un código de reglas éticas en el seno de la empresa. Ahora bien, todos estos ejemplos mencionados asegurarían, según Lipovetsky, la existencia de una “ética de la responsabilidad”. El respeto a la prostituta, el diálogo en el trabajo, la acciones de solidaridad, etc., no se inscriben en un “gran relato”, no responden a un “deber ser”, sino en el respecto a la individualidad del Otro, aunque esto, por cierto, no implique un ideal de sacrificio. Para Lipovetsky, entonces, el narcisismo es privático pero no es caótico para la sociedad; la ética de la responsabilidad no le da la espalda a los valores individualistas, pero expresa, simultáneamente, el fin del “todo está permitido”. Dice al respecto: “el ideal de autonomía individual es más legítimo que nunca, pero al mismo tiempo se impone la necesidad de contrarrestar la tendencia individualista a emanciparse de cualquier obligación colectiva, la necesidad de fijar de nuevo la atención en el futuro en democracias entregadas a las pasiones y los intereses del presente puro”70. Y agrega: “Los hombres no son más que hombres: sólo podemos felicitarnos por este ascenso social de una ética posmoralista del compromiso a igual distancia del moralismo sin mano y del cinismo de la mano invisible. Está muy lejos del desinterés ilimitado del Bien absoluto, pero rechaza la jungla del enriqueceos, de corto alcance; no es elevada pero sí adaptada a una sociedad técnica y democrática. En esa vía, apelamos con todas nuestras fuerzas, no al heroísmo moral sino al desarrollo social de una ética inteligente, de una ética aristotélica de la prudencia orientada hacia la búsqueda del justo medio, de una justa medida en relación con las circunstancias históricas, técnicas y sociales” 71 Así, pues, la renovación ética, según Lipovetsky, aparece como respuesta a los problemas del presente y también como vector de la moral sin deber. La ética de la responsabilidad emerge frente a la ruina de las creencias en las leyes mecanicistas o dialécticas del devenir histórico, pues “ilustra el regreso del actor humano en la visión del cambio colectivo, la nueva importancia acordada a la iniciativa y a la implicación personal, la toma de conciencia del carácter indeterminado, creado, abierto al futuro”72. En era del consumo total, de la democracia liberal y del narcisismo, la ética “posmoralista” -basada en la responsabilidad individual e indiferente a cualquier discurso legitimador-, es la que mejor combina, concluye Lipovetsky, la autonomía de la acción y el resguardo frente a los principios exteriores dominantes.

I.4. El optimismo acrítico de Gilles Lipovetsky Entre las visiones abiertas y cerradas de la modernidad

Mencionadas algunas de las particularidades que estimo más destacadas en la interpretación de Gilles Lipovetsky acerca de la condición moderna

70Ibíd., p. 210 71Ibíd., p. 214 y 215 72Ibíd.

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(o “posmoderna” como la denomina), a continuación indico cómo se relaciona con las dos “familias” en las que son posibles ubicar a las concepciones de la modernidad, recordemos: las visiones “abiertas” y las visiones “cerradas”.

Siguiendo a Marshall Berman, he destacado entonces que la modernidad, en términos generales, puede comprenderse por la relación dialéctica y contingente entre la modernización socio-económica (que pulveriza cualquier vestigio del pasado como “destrucción creadora”) y los esfuerzos de los sujetos por adaptarse y hacerse dueños de ese mundo que los está cambiando. Con relación a las visiones de la modernidad, dije, por un lado, que las “abiertas” o modernistas son aquellas que dan cuenta de la ambigüedad de la modernidad -al criticar sus pérdidas pero sin renunciar a sus ganancias-, y que se presentan entonces críticas de los procesos modernizadores pero si dejar de estimar la posibilidad del cambio social. Por otro lado, mencioné que las “cerradas” se caracterizan por adoptar una concepción unilateral de la modernidad, porque la condenan o la alaban como un todo, sin dar cuenta entonces de su carácter ambiguo y ambivalente, además de concebirla, en palabras de Berman, como “un monolito cerrado incapaz de configurado o cambiado por los hombres modernos”73. A partir de estas consideraciones, sostengo entonces que Gilles Lipovetsky adopta, por un lado, una visión afirmativa respecto a la modernidad, porque asegura que el despliegue de los ideales “ilustrados” (como son el individualismo, la autonomía, la libertad y también la democracia) continúan en la sociedad posmoderna; pero, inmediatamente, por el otro, digo que este optimismo se apoya en una actitud acrítica hacia las sociedades avanzadas de occidente, las cuales, sostengo, aparecerían como “exentas” de problemas y, por lo tanto, “cerradas” a la posibilidad de que el presente social pueda o deba ser transformado. Con el objetivo de justificar esta aseveración, he estructurado este apartado en tres partes. En la primera, me refiero a las etapas que Lipovetsky distingue en el desarrollo de la modernidad. En la segunda, señalo las características y las consecuencias que atribuye a las sociedades avanzadas de occidente. En la tercera, finalmente, comparo su concepción de la modernidad con las visiones “abiertas” y “cerradas” de acuerdo a los ejemplos utilizados en la Primera Parte, recordemos: las concepciones “abiertas” de Marx, Habermas y Giddens, y las “cerradas” de Weber, Marcuse, Foucault y Bell. Las etapas de la modernidad Señalo entonces, que Lipovetsky distingue dos etapas, bien delineadas, en la modernidad, a saber: una que se inicia en el siglo XVII y que llega hasta mediados del siglo XX, y otra que comienza en los años cincuenta hasta la actualidad. La primera etapa de la modernidad, se caracteriza por la ruptura con el mundo religioso, inaugurando, con el pensamiento ilustrado, la noción de autonomía de los sujetos como valor fundamental. Sin embargo, advierte que esta etapa pronto limitó esas esperanzas, porque 73Berman (1989), p. 11

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las ideologías basadas en la clase o en la nacionalidad “refundaron” -asegura- la heteronomía de los sujetos. Vimos que un ejemplo de esta dualidad de la primera etapa de la modernidad fue la moral. La moral, dice Lipovetsky, separada de las concepciones religiosas, sólo remite a la condición humana; sin embargo, no es reemplaza por la autonomía de las conciencias según el legado iluminista, sino por el “deber ser”. Así, por ejemplo, señala que la voluntad política es imposible sin la quiebra con el mundo religioso, pero ella ha derivado en la subordinación de los individuos a las decisiones del Legislador. Por este motivo, afirma que la primera etapa de la modernidad queda trunca, queda a mitad de camino, porque es la etapa “individualista-autoritaria” de la modernidad. La segunda etapa, iniciada después de la Segunda Guerra Mundial -tras la reconstrucción europea y la institucionalización del nuevo modelo de reproducción social basado en el acuerdo entre el capital y el trabajo con los auspicios del Estado Social-, comienza a fracturar la parte autoritaria de la etapa anterior. Porque asegura que el consumo generalizado de las masas, la diversidad de objetos comercializables, el interés por las cosas privadas y el desapego consecuente hacia el compromiso social, contribuyen, entre otros aspectos, a una nueva revolución del individualismo, ahora “total”. Así resume entonces Lipovetsky las características de ambas etapas de la modernidad: “La modernidad, en efecto, se constituye en el siglo XVIII con los derechos del hombre. Pero al mismo tiempo se dieron todas las ideologías colectivistas, nacionalistas, revolucionarias, que se construyeron más o menos al mismo tiempo o un siglo después. Y que se construyeron contra los derechos del hombre. O sea que la modernidad fue conflictiva. Celebraba en principio los derechos del hombre, pero en realidad eran valores contra los derechos del hombre: la nación, la revolución, el comunismo, la raza. Todos esos son valores de la modernidad también. La posmodernidad es la caída de ese segundo bloque, de esos valores colectivos... los derechos humanos no son un invento de la posmodernidad..., pero tampoco son un indicio de modernidad lisa y llana”74. Agrego que un ejemplo notable de esta transición, el paso de la sociedad moderna a la posmoderna, es lo que suced e en el mundo de la producción y el trabajo. Lipovetsky observa que se pasa de una etapa alienante -basada en la explotación de la mano de obra y en la búsqueda irresponsable de ganancias-, a otra donde los objetos producidos se adecuan a los gustos y a las expectativas de los consumidores, mientras el trabajo deja el cronómetro por el compromiso emocional y comunicativo de los empleados (en sus tareas y en las relaciones con sus superiores), y donde emerge, además, la difusión de reglas éticas dentro del seno de la empresa. Este tránsito, entonces, sugiere que se ha pasado del autoritarismo a la democratización, tanto para el capital como para el trabajo. Mencionadas las etapas de la modernidad individualizadas por Lipovetsky, a continuación me detendré en las características y consecuencias de la etapa que denomina como “posmoderna”, para luego indicar cómo se relaciona con las visiones “abiertas” y “cerradas”. 74“El Optimista”, entrevista realizada por Hugo Beccacece a Gilles Lipovetsky, Diario La Nación, 2/1/2000, Sec 6, p. 2.

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Características y consecuencias de la sociedad posmoderna Sintetizo entonces las ideas de Gilles Lipovetsky acerca de la sociedad posmoderna (expuestas en los apartados I.1., I.2. y I.3.), a través de una diferenciación en tres sistemas que sugiere Jürgen Habermas para el estudio de una formación social, a saber: el sistema económico, el sistema político y el sistema socio-cultural75:

Sistema económico � Experimentación e innovación de la empresa � Flexibilización laboral, comunicación y compromiso

emocional � Multiplicación y diversificación de la oferta

(personalización) � Privatizaciones

Sistema Político � Fin de los conflictos clasistas � Fin de los discursos homogéneos o universales

(“nación”, “clase” o “partido”) � Crisis de las políticas sociales del Estado de Bienestar

Sistema socio-cultural � Sobrevalorización de la esfera subjetiva (consumo

masivo y selectivo, “privatización de la existencia”, erosión de las identidades sociales, apatía política, culto al cuerpo, etc.)

� Motivaciones políticas centradas en la calidad de vida y libertades individuales

� Ética de la responsabilidad individual Dadas estas particularidades de la sociedad posmoderna que distingo en la obra de Lipovetsky, digo entonces que sostiene una concepción optimista con relación a las consecuencias que se derivan de ellas, porque afirma que los individuos en las sociedades avanzadas de occidente, desde mediados del siglo XX, son más individualistas, libres y pluralistas, y existe, en consecuencia, un consenso pleno a las reglas del juego democrático. Lipovetsky: ¿visión abierta o cerrada? Indicadas las particularidades y consecuencias de la “segunda modernidad” o “posmodernidad” observadas por Lipovetsky, señalo, en primer lugar, que se aproxima, en parte, a las visiones “abiertas” de la modernidad, por cuanto sostiene una postura “afirmativa” acerca del futuro de las sociedades avanzadas.

Por cierto, las ideas que impregnan a sus textos -autonomía individual, libertad, democracia-, se aproximan o al menos comparten un

75Habermas (1973)

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“espíritu común” (aunque, por cierto, con otros términos y por otros motivos) a los deseos “individualistas” de Marx, por ejemplo, que espera el arribo de una sociedad donde cada individuo no tenga demarcado un círculo exclusivo de actividades sino que pueda desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca; a los de Habermas respecto a una interacción libre de presiones de los elementos cognitivos, morales y prácticos, y estéticos-expresivos; y a los de Giddens con relación a una política radical basada en la democracia dialogante y en la confianza activa. Además, y reafirmando este carácter optimista, agrego que se aleja, por un lado, de las concepciones “cerradas” de Weber, Marcuse y Foucault, dado que descree que el futuro nos lleve a que vivamos en nuevos sistemas totalizadores “deshumanizados” que limiten los deseos de autonomía individual y de libertad, y, por el otro, del neoconservadurismo de Bell, ya que observa que el despliegue de los deseos y del hedonismo en la sociedad de consumo masivo no implican una pérdida de virtud sino, por el contrario, un aumento de las libertades. No obstante, en segundo lugar, digo que este vínculo entre Lipovetsky y los ejemplos de visiones “abiertas” mencionados es parcial, por cuanto interpreto que acepta acríticamente sus conclusiones, al no dar cuenta del carácter contingente e incierto de la modernidad, lo cual impide pensar entonces en que el presente social deba ser modificado. En efecto, señalo entonces en primer lugar que las posturas de Marx, Habermas, Giddens y Berman, sostienen una concepción dialéctica de la modernidad, porque, si por un lado son “afirmativas”, por el otro todos ellos dan cuenta de que la modernidad se nos presenta cargada de problemas y dificultades. Recordemos, en ese sentido, la alienación económica y política de la sociedad clasista cuestionada por Marx; los peligros que impone una integración sistémica -que incluye al poder y al dinero - en su intento de colonizar el mundo de la vida mencionada por Habermas; la pobreza y los desastres ecológicos que impone el desarrollo del sistema capitalista denunciados por Giddens; y los esfuerzos y las crisis que sufren las mujeres y los hombres modernos para adaptarse a las transformaciones que impone la modernización capitalista como sugiere Berman. Así, pues, si estos problemas son todos aspectos críticos de la modernidad, Lipovetsky, en cambio, adopta una actitud diferente, porque si bien cuestiona a las posturas “neoconservadoras” que reaccionan frente a la “laxitud” de las sociedades posmodernas, no obstante advierto que su tono crítico es débil respecto a la modernización capitalista y a las experiencias subjetivas.

Sostengo entonces que Lipovetsky obtura pensar críticamente a la modernización capitalista, porque, si el sistema capitalista (dadas las características de la empresa posmoderna mencionadas anteriormente) contribuye a los ideales de democracia, de autonomía y de individualismo, ya no se presentaría entonces como un problema frente al cual los sujetos deban luchar por transformarlo. Por el otro, señalo además que acepta acríticamente las experiencias subjetivas modernas, porque descree que los sujetos deban enfrentarse (y luchar por adaptarse) a las fluctuaciones del sistema económico y al torbellino de la vida social, ya que ahora los individuos son narcisistas, les interesa poco aquello que

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pueda fracturar sus intereses centrados exclusivamente en la existencia privada, la búsqueda del placer, del bienestar individual, la diversidad y la calidad de vida; por ello, digo que la subjetividad en la obra de Lipovetsky ha dejado de ser una experiencia “desgarradora”, contingente. De ser correcta esta apreciación, entonces, considero que Lipovetsky se aproxima a aquellos que, como dice Terry Eagleton, “en la aparente ausencia de algún otro para el sistema dominante, de algún espacio utópico situado más allá de él, (...) puedan llegar a encontrar al otro del sistema en sí mismo”76. Y agrega Eagleton al respecto: “Pueden, en otras palabras, llegar a proyectar la utopía en aquello que tenemos efectivamente, por ejemplo, las inestabilidades y transgresiones del orden capitalista, el hedonismo y la pluralidad del mercado, la circulación de intensidades en los medios de comunicación y las disco, una libertad y una completud que los políticos más puritanos que hay entre nosotros siguen postergando para algún futuro siempre lejano... Puede esperarse que este prematuro optimismo se acompañe de una celebración de la cultura popular como un todo positivo, más como innegablemente democrática que como positiva y al mismo tiempo manipuladora. Los radicales, como ningún otro, pueden llegar a alzar sus cadenas, decorar sus celdas, acomodar las reposeras en el Titanic y descubrir la verdadera libertad en la terrible necesidad. Pero esto -la identidad final entre el sistema y su negación- es una sugerencia tan cínica que es notablemente difícil de describir”77

Continuando con esta crítica de Eagleton78 a las visiones que celebran acríticamente el presente social, señalo entonces que el pensamiento de Lipovetsky podría explicarse por una contradicción implícita en las visiones posmodernas. Porque, dice Eagleto n, si por un lado éstas aparecen “radicales” y opositoras frente a los fundamentos metafísicos de los “metarrelatos” de la modernidad (recordemos, en ese sentido, la crítica lapidaria de Lipovetsky a los elementos rígidos de la primera etapa de la modernidad), por el otro, se presentan “conservadoras” al celebrar un presente social que los conduce a ser “cómplices” de la economía capitalista (tal es la actitud acrítica –como dije- que he advertido en Lipovetsky al respecto). Y esto, concluyo, puede comprenderse como una legitimación del sistema capitalista producto de diagnóstico o, para tomar el título del libro de Eagleton, de las “ilusiones del posmodernismo”.

II. Racionalidad y subjetividad La sociedad fragmentada según Alain Touraine

El aspecto central que ha destacado Alain Touraine en su análisis de la condición moderna, es que la modernidad está constituida, históricamente, por la tensión de sus dos grandes dimensiones, a saber: la racionalización y la subjetivación.

En Crítica de la modernidad, señala entonces que la racionalización, de acuerdo a la concepción clásica o ilustrada, se refirió a la creación de

76Eagleton (1996), p. 40 77Ibíd., pp. 40 y 41 78Ibíd., pp. 193 a 198

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un mundo regido por leyes racionales e inteligibles al pensamiento del hombre, donde la noción de “sujeto” se identificó con el aprendizaje del pensamiento racional y con la capacidad de resistir a las presiones de la costumbre y del deseo para someterse a los dictados de la razón. Esto también es válido, agrega, para el pensamiento historicista que hablaba del desarrollo histórico como una marcha hacia el espíritu absoluto (Hegel) o al libre desarrollo de las fuerzas productivas (Marx). Así, pues, la modernidad identificada con la racionalización fue liberadora de las tradiciones, pero impuso el ideal del sacrificio de uno mismo, es decir, la noción de sujeto integrado, a través de las instituciones modernas, al orden impersonal de la naturaleza o de la historia. Sin embargo, Touraine advierte que el mundo moderno está cada vez más penetrado por la idea de sujeto, esto es, por el principio por el cual el individuo ejerce control sobre sus actos y situaciones, y que le permite, en consecuencia, “sentir su conducta como componente de su historia personal de vida, concebirse él mismo como actor” 79. Por tal motivo, la historia de la modernidad comprende no sólo el paso del mundo religioso al mundo de la razón, sino también al mundo del sujeto. Touraine explica entonces el pasaje de una visión “cosmocéntrica” de la sociedad -propia de la etapa religiosa y de la modernidad racionalista-, a una visión “antropocéntrica” -propia de nuestras sociedades-, a partir de la noción de “historicidad”, entendiendo con ello el nivel de acción o autoproducción que las colectividades ejercen sobre ellas mismas. Porque cuando mayor es el nivel de acción, afirma, son los actores sociales quienes tratan, pues, de dirigir, controlar o negociar los recursos culturales a fin de transformarlos en organización social. Dice al respecto: “En vez de buscar fuera del mundo humano garantías y principios de legitimidad de la acción humana ejercida en la realidad fáctica -la gracia de Dios, la exigencia de la razón o el sentido de la historia- la sociedad, al alcanzar el nivel más alto de historicidad, define al actor humano sólo en función de acciones y relaciones”80.

Pero Touraine advierte, que si bien la sociedad de mayor historicidad implica un quiebre con las concepciones “objetivistas” de la modernidad, no por ello pone fin a la tensión de la racionalidad y de la subjetividad; y esto obedece, dice, porque la modernidad aparece divida en dos: la sociedad de producción y consumo de masas guiadas por la razón instrumental, por un lado, y los deseos individuales, la memoria colectiva y la voluntad de identidad, por el otro. Afirma entonces: “Hoy una parte del mundo se repliega en la defensa y en la búsqueda de su identidad nacional, colectiva o personal, en tanto que otra parte, por el contrario, sólo cree en el cambio permanente y ve el mundo como un supermercado en el que aparecen sin cesar nuevos productos. Para otros, el mundo es una empresa, una sociedad de producción, mientras que otros, finalmente, son atraídos por lo no social, ya se llame el ser o el 79Touraine (1992), p. 207 80Touraine (1984), p. 29. Agrego que constatar este hecho, el paso de las garantías “externas” a la noción de actor humano, impone, según Touraine, el análisis accionalista en la disciplina sociológica. Dice al respecto: “Nuestro objetivo, nuestra esperanza, es mostrar que es posible interrogarse sobre la significación de una acción histórica y de las formas sociales que la manifiestan sin recurrir a una interpretación nueva del sentido -dirección al mismo tiempo que significación- de la historia”. Touraine (1965), p. 18.

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sexo. En medio de los fragmentos de la vida social cargados de valores opuestos se agita el ejército de las hormigas aferradas a la racionalidad técnica, operarios, empleados técnicos de alto o bajo nivel, despreocupados de los fines de su acción”81. Para Touraine, entonces, el aspecto distintivo de la modernidad en el mayor nivel de historicidad radica en que la tensión de la racionalidad y de la subjetividad no puede ahora unificarse por algún principio “exterior” a la acción de los sujetos (Dios, Razón o Historia), porque son los sujetos quienes deben reunificar el campo fragmentado de la modernidad, recurriendo a la razón y a la identidad, “al tejer una red de relaciones y de oposición”. Indica entonces: “El sujeto asocia el placer de vivir con la voluntad de aprender, la diversidad de las experiencias vividas con la seriedad del recuerdo y el compromiso. El sujeto necesita que el ello rompa las defensas del superyó, así como necesita ser fiel a un rostro o una lengua; porque la fuerza del deseo, como la fuerza de la tradición, la atracción del consumo y de los viajes como la de la investigación y la producción liberan etapas de papeles y normas que imponen los sistemas y que objetivan al sujeto para controlarlo mejor”82. En ¿Podremos vivir juntos?, Touraine continúa el problema de la sociedad fragmentada por la razón y por la identidad, y pregunta entonces cómo es posible unificar el campo social y político cuando el universo objetivado de los signos de la globalización y el conjunto de los valores, expresiones culturales y memoria, se separan. Y constata la importancia de este interrogante, dado que sostiene que el equilibrio de la modernidad clásica (compuesta por la racionalización, el individualismo, el funcionalismo sociológico, y que afirmaba la correspondencia entre el individuo y la vida colectiva mediante el trabajo, la familia y la ley), ha entrado en crisis; porque hoy, afirma, la libertad personal y la eficacia colectiva están divorciadas en tanto vivimos una “desmodernización”. Y por este término comprende, a saber: el debilitamiento de las normas codificadas y de los juicios sobre normalidad (desinstitucionalización); el derrumbe de los roles, normas y valores sociales del mundo vivido (desocialización); la crisis del orden político para fundar el orden social (despolitización); y la descomposición del Yo por las fuerzas centrífugas que lo impulsan, por un lado, hacia la acción instrumental y los símbolos de la globalidad, y, por el otro, hacia la pertenencia de la comunidad definida en función de la sociedad, la cultura y la personalidad (despersonalización). Frente a la crisis de la modernidad, advierte Touraine, se impone entonces la urgencia por organizar y proteger un espacio de mediación entre los universos separados y opuestos de la economía y la cultura. Y señalo que de manera similar a lo sugerido por Giddens y Habermas al respecto, ese espacio dice que sólo es posible si la sociedad tiene como objetivo primordial incrementar su propia capacidad de reflexividad, sus comunicaciones internas, debates y mecanismos de decisión83. La sociedad, por lo tanto, debe tener como modelo la libertad y la creatividad del sujeto como agente de combinación de la acción

81Touraine (1992), p. 216 82Ibíd., p. 220 83Véase en este trabajo: Primera Parte, apartados II.6.1 y II.6.2

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instrumental y la defensa de su identidad, porque “una sociedad puede hacer posible la comunicación intercultural si reconoce y protege el esfuerzo de cada individuo para constituirse como Sujeto y alienta a cada uno a reconocer y amar el esfuerzo hecho por los otros para obtener, cada vez de manera diferente, una combinación de instrumentalidad e identidad. Lo que supone que esta sociedad renuncie tanto a identificarse con el universalismo borrando todas las pertenencias sociales y culturales en beneficio de la ciudadanía como a definirse como una comunidad de orígenes o de destino”84. Touraine observa que el elemento fundamental de reunificación de los campos de la instrumentalidad y de la identidad es en el reconocimiento de derechos entre los sujetos, es decir, el reconocimiento del “Otro” capaz de participar del mundo técnico al mismo tiempo que intenta reinterpretar su identidad. En ese sentido, y en términos que considero recuerdan a Marshall Berman85, afirma: “Lo que permite vivir juntos no es ni la unidad de nuestra participación en el mundo técnico ni la diversidad de nuestras identidades culturales: es el parentesco de nuestro esfuerzos para unir los dos dominios de nuestra experiencia, para descubrir y defender una unidad que ni es la de un Yo (Moi) sino la de un Yo (Je, el yo de la gramática), de un Sujeto” 86. Y menciona, entonces, que la idea de sujeto impone dos deberes: la solidaridad y la comunicación, porque ambos elementos son necesarios para el reconocimiento del Otro, la pluralidad, y la defensa de los derechos de los sujetos para combinar razón y cultura. Si esto es posible, se podrá, pues, “contribuir a la recomposición de una sociedad disociada y heredera de la separación impuesta por la protomodernización occidental entre la razón y la naturaleza y la afectividad”87. Ahora bien, si para Touraine el sujeto recurre al placer y al recuerdo como al aprendizaje y al consumo para reunificar los campos fragmentados de la modernidad, sólo logra ser actor, advierte, cuando el sujeto tiene capacidad para desprenderse de las formas y normas de producción de los modelos culturales. Esto implica, entonces, la existencia de un conflicto central, que es propio –dice- de todas las sociedades: entre aquellos que son agentes y dueños de los modelos culturales y quienes participan de esos modelos de manera dependiente y tratan de desprenderlos del poder social que los orienta88; y también, agrega, la existencia de movimientos sociales, es decir, actores opuestos

84Touraine (1997), p. 147 85Véase en este trabajo pp. 23 y 24 86Touraine (1997), p. 148. 87Ibíd., p. 150 88Como puede observarse, el tema del conflicto social remite directamente al problema de la alienación. En otro lugar, dice Touraine al respecto: “El conflicto nace cuando (la) alienación es combatida; cuando los elementos marginales dejan de considerarse como tales, toman conciencia de su dependencia y emprenden una acción centrada sobre sí mismos, sobre su autodeterminación, acción que puede llegar hasta reducir el nivel de participación de bienes materiales para romper la dependencia. El conflicto sólo cobra toda su fuerza cuando la voluntad de ruptura se asocia a un intento de desarrollo independiente y recurre, por tanto, contra las fuerzas dominantes, al tema del desarrollo con el que se identifican éstas. La desalienación sólo puede ser reconocimiento del conflicto social que se interpone entre los actores y los valores culturales”. Touraine (1969), p.12

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por la gestión y la producción de los modelos culturales compartidos a través de relaciones de dominación y conflicto.

En tal sentido, Touraine observa que en la sociedad industrial el conflicto enfrenta a industriales con trabajadores, ambos comparten las mismas orientaciones culturales, porque creen en el progreso como en el control represivo de la vida sexual, aunque luchan por el control de esa cultura industrial y por darle diferentes formas sociales. Sin embargo, señala que en la sociedad fragmentada el conflicto central adquiere otras características, porque en un nivel mayor de acción, de autoproducción de la sociedad, se ha pasado de la organización del trabajo en la fábrica, a la organización y producción de bienes simbólicos que modifican valores, necesidades y representaciones. Por tal motivo, si la sociedad industrial transformó los medios de producción, la sociedad “posindustrial” modifica los fines de la producción, la cultura. A esta última la denomina “Programada”, porque “esta palabra señala adecuadamente su capacidad de crear modelos de gestión de producción, la organización, la distribución y el consumo de manera que semejante sociedad aparezca en todos sus niveles de funcionamiento como producto de la acción ejercida por la sociedad en sí misma y por sistemas de acción social, y no como producto de leyes naturales o particularidades culturales”89. Y agrega al respecto: “La metalurgia, la industria textil, la industria química y también las industrias eléctricas y electrónicas fueron en la sociedad industrial lo que en la sociedad programada son la producción y la difusión de conocimientos, de cuidados médicos y de informaciones, es decir la educación, la salud y los grandes medios de difusión” 90. Para Touraine, entonces, el conflicto social en la sociedad programada aparece cuando en el hospital se enfrentan las organizaciones financieras y corporativas con el enfermo, que, necesitado de cuidados y de información, es capaz de participar en las decisiones y en la aplicación de esos cuidados; cuando en la escuela el debate se centra entre una enseñanza que prepara para el empleo, y una educación que recupera la preocupación por la personalidad de los alumnos; y también, cuando en los debates acerca de los medios de comunicación se enfrentan quienes producen programas fáciles y que reducen al espectador a mero consumidor, con aquellos que proponen mayor participación y calidad91. Estos conflictos, afirma, son nuevos movimientos sociales, que si bien no pretenden crear una nueva sociedad, aspiran no obstante a cambiar la vida, porque están centrados en la defensa de los derechos del hombre y en la libre expresión; y aun cuando carecen de organización y una capacidad de acción permanente, hacen surgir ya una nueva generación de problemas y conflictos sociales y culturales.

89Touraine (1984), p. 142 90Touraine (1992), p. 242 91 Como puede advertirse, entre la sociedad industrial y la programada hay un cambio notable en el tipo de sujeto que se opone a la alienación. Dice Touraine: “En una sociedad que descansaba sobre el trabajo directamente productivo, era el obrero cualificado, relativamente privilegiado (...) quien más directamente se oponía al capitalismo. En una sociedad cambiante, la categoría más abierta al cambio y más favorecida por éste es la que se alza más directamente contra la tecnocracia”. Touraine (1969), p.12

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Según Touraine, un aspecto central de estos nuevos movimientos sociales en la sociedad programada, es que pertenecen al proceso de subjetivación que acompañó, en tanto crítica, a los modelos racionalistas de la modernidad. Dice: “La reaparición del sujeto es en parte un retorno al espíritu burgués y al mismo tiempo al espíritu del movimiento obrero, contrario al espíritu de la totalidad que, desde la Revolución Francesa a la revolución soviética, ha dominado dos siglos de historia. Actualmente, es más importante reunir a los enemigos del pensamiento de la totalidad que reproducir los discursos que defendieron al mundo obrero contra la burguesía considerando ese mundo obrero y su praxis como la encarnación de la totalidad histórica”92. Por tal motivo, observa que si bien el sujeto fue subsumido en las figuras del sujeto político (el ciudadano) y del sujeto económico (el trabajador), justificado por visiones “cosmocéntricas” (la Nación y la Clase respectivamente), sus deseos de libertad y de constituirse en actor de la situación social estuvieron presentes. Porque si primero fue el burgués quien formuló la autonomía de la sociedad civil frente al Estado y quien defendió la propiedad y los derechos del hombre, y si luego fue el movimiento obrero quien defendió el empleo y el oficio contra el poder establecido, ahora son los nuevos movimientos sociales los cuales al oponerse al poder social recuperan entonces aquellos deseos de libertad y de autonomía de las “otras” figuras del sujeto, ocultos la mayor de las veces por principios totalitarios, objetivos, externos a la acción colectiva crítica y liberadora. La afirmación del sujeto en la sociedad fragmentada a través de la acción colectiva, requiere, por cierto, de condiciones político-institucionales capaces de combinar las dos dimensiones de la modernidad, la racionalidad y la subjetividad. En ¿Qué es la Democracia?, Touraine señala entonces que estas condiciones deben basarse en la articulación de la diversidad cultural con la referencia de todos a la unidad de la ley y los derechos del hombre. A fin de justificar la articulación mencionada, en primer lugar Touraine traza un paralelo entre la historia de la modernidad y de la democracia. Sostiene, entonces, que la historia de la modernidad puede dividirse en tres etapas: el orden político de la modernidad clásica, el orden económico de la modernidad industrial, y el orden cultural de la modernidad programada. La historia de la democracia, dice, se corresponde a cada una de las etapas mencionadas de la modernidad, a saber: primero fue la democracia liberal, sustancialmente negativa, la que puso en lo alto la defensa de los derechos humanos y de la propiedad; luego emergió la democracia industrial, fuertemente positiva, donde se fundamentó la “cuestión social”; fina lmente, entramos a una nueva concepción de la democracia que debe definir, en las sociedades avanzadas de occidente, “la acción democrática por la liberación de los individuos y los grupos dominados por la lógica de un poder, es decir sometidos al control ejercido por los dueños y los gerentes de sistemas para los cuáles aquellos no son más que recursos”93. Centrado en la acción democrática en el orden cultural de la sociedad programada, Touraine observa que se trata tanto una ruptura 92 Touraine (1992), p. 234 93 Touraine (1994), p. 19

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como una continuidad con la democracia liberal y con la democracia industrial, porque la acción democrática debe combinar la defensa de derechos (democracia negativa) con la lucha contra los poderes sociales (democracia positiva); es decir, se trata de articular los dos princip ios que constituyen la historia de la democracia, la libertad y la igualdad, y de evitar que alguno de los dos principios triunfe uno sobre el otro: porque una democracia meramente negativa –dice- si bien protege derechos, poco habla acerca de los conflictos de poder y sufrimiento que genera el mercado, mientras una democracia meramente positiva puede derivar en regímenes totalitarios en nombre de la Nación, el Partido o el Pueblo. Afirma entonces: “Es entre la democracia procesal, que carece de pasión, y la democracia participativa, que carece de sabiduría, donde se extiende la acción democrática... Así definido, el espíritu democrático puede responde a las dos exigencias que a primera vista parecían contradictorias: limitar el poder y responder a las demandas de la mayoría”94

El último aspecto que deseo destacar en la concepción de Touraine acerca de la condición moderna, es que el ideal de una sociedad justa, verdaderamente democrática, sostiene que es posible si escala tres niveles, a saber: las exigencias personales de libertad de los individuos frente a los poderes sociales (lo que constituye al tema del sujeto), el conflicto social vinculados a los modelos culturales imperantes (lo que constituye al tema de los movimientos sociales), y las condiciones institucionales para lograr el equilibrio entre una formulación general de la equidad y de la integración social (lo que constituye al tema de la democracia). Y agrega: “De una etapa a la otra, el análisis se desplaza desde el Sujeto personal hacia la comunicación entre los Sujetos y luego hacia las instituciones, y transforma el llamamiento, tan efectivo como racional, a la libertad del Sujeto personal en un análisis cada vez más cognitivo de las reglas de funcionamiento de la sociedad. Si se invierte este orden, se acaba ineluctablemente por vaciar a las instituciones de su contenido vivido, y en consecuencia por separar instituciones demasiado abstractamente universalistas y conductas demasiado concretamente particularistas”95. Siguiendo este recorrido mencionado por Touraine, a continuación pasaré a desarrollar con algún detalle las ideas vertidas hasta aquí. Comenzaré indicando entonces las particularidades generales que distinguen a las sociedades fragmentadas entre la instrumentalidad y la identidad; luego me referiré a la idea de Sujeto como agente reunificador de la modernidad; posteriormente a la acción colectiva -los movimientos sociales- que se oponen afirmativamente a la alienación; y, finalmente, concluiré con las condiciones políticas para la acción de los sujetos y de los movimientos sociales, esto es, con la democracia, que articula los principios de igualdad y libertad, de identidad y razón, de comunicación intercultural y respeto de los derechos universales, en otras palabras, que articula las dos dimensiones que constituyen, según Touraine, la modernidad.

94 Ibíd. 95 Ibíd., p. 77

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II.1. Las dimensiones de la modernidad en la sociedad fragmentada Touraine señala que la imagen de la razón, de la ciencia, de la producción y de los procesos y sistemas impersonales, frente a la irracionalidad, las creencias, la reproducción y el “finalismo”, componentes todos ellos pertenecientes a la era premoderna, es sólo la “mitad de lo que llamamos modernidad y más precisamente el desencanto del mundo; la imagen se transforma entonces por completo si consideramos la acción humana y no ya la naturaleza”96. Y agrega: “No hay una figura única de la modernidad sino dos figuras vueltas la una hacia la otra y cuyo diálogo constituye la modernidad: la racionalización y la subjetivación” 97. Touraine rastrea en la historia del pensamiento social éstas dos figuras que constituyen la modernidad 98. Para ello, distingue dos líneas de interpretación: una, que asocia la modernidad con el racionalismo, que arranca en el siglo XVIII con la Ilustración y que llega al siglo XIX con el historicismo; y otra, que asocia la modernidad con el individualismo, que se remonta al dualismo cristiano de San Agustín y culmina, en tanto síntesis de las dos dimensiones de la modernidad, con la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. La primera de estas concepciones –la que asocia la modernidad con el racionalismo- presenta, dice Touraine, las siguientes características, a saber: se trata de una concepción endógena de la modernización, al ser la ciencia, la tecnología y la educación obra de la razón, mientras las medidas sociales deben despejar el camino hacia ella; es vivida como revolución, pues hace tabla rasa con las creencias y formas de organización sociales y políticas que no descansen en demostraciones de tipo científico; es naturalista, porque el origen del conocimiento no está sometido a la voluntad de algún ser supremo; es positiva, porque contribuye a la felicidad y al placer de los hombres; es utilitaria, pues el bien o el mal tienen un fundamento social; impone la idea de “sociedad”, por ser ésta un principio de explicación y evaluación de las conductas; y nace como ciencia política: para Maquiavello, las acciones y las instituciones políticas se juzgan sin recurrir a un principio moral o religioso; para Hobbes, el orden social se crea por decisión de los individuos de someterse al poder del Leviatán; para Rousseau, el orden social se crea por la voluntad general expresada en el contrato social.

Por todas estas características, señala que esta concepción racionalista de la modernidad afirma la muerte del sujeto, porque el actor se identifica con sus obras y producción, y es antihumanista, pues el rechazo de toda revelación crea un vacío que es llenado por la idea de sociedad y lo que es útil para ella. Esta crítica, dirigida en primer lugar al pensamiento ilustrado, también es válida para el pensamiento historicista -de Comte o de Marx-, que asocia la modernidad a un voluntarismo que se pone como “sentido de la historia” y que deja poco lugar a la subjetividad y a los intereses personales. En oposición a esta imagen racionalista de la modernidad, Touraine distingue otra, que nace con el pensamiento religioso de las religiones de la revelación al introducir el principio de “subjetivación de

96Touraine (1992), p. 204 97Ibíd., p. 205 98Aquí sigo a Touraine (1992), pp. 17 a 89

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lo divino”, constituyendo entonces una de las fuentes del individualismo moral, de la invocación de la responsabilidad individual liberado de las mediaciones entre el cielo y la tierra. Así, mientras San Agustín descubre a Dios volviéndose hacia el hombre interior, Lutero lucha contra los intermediarios y sacramentos para reencontrar la subordinación del hombre con Dios. Y agrega, que esta vía individualista, también puede encontrarse en Descartes, quien define al sujeto por el control de las pasiones, pero que es voluntad creadora sin acuerdo con el mundo exterior, y en Locke, cuando se refiere a la ley como protectora de la libertad de obrar, de emprender y de poseer. Finalmente, observa que es la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano la que proclama por primera vez la doble naturaleza de la modernidad, esto es, los derechos individuales de Locke con la voluntad general de Rousseau, porque conjuga –afirma- el principio de utilidad social (dado que el hombre es un ciudadano, es más virtuoso cuando sacrifique sus intereses egoístas a la Nación), con el de libertad individual (los individuos defienden sus intereses frente a un gobierno que llama a la unidad). Tras esta descripción de las dos visiones de la modernidad – la racionalista y la individualista-, Touraine sostiene entonces que la racionalidad y la subjetividad deben estar en una relación de interdependencia, porque, de lo contrario, la acción racional impone el culto a la sociedad y a la funcionalidad de la conducta humana ignorando al sujeto; inversamente, si la idea de sujeto descarta la acción instrumental, se instaura el culto a la identidad individual, comunitaria o religiosa. Pero cuando las sociedades se definen por las acciones de los sujetos y no por principios “exteriores” -tal como sucede en la sociedad “programada” o de mayor nivel de historicidad-, ya no es posible postular, afirma Touraine, un principio abstracto por encima de la realidad social y económica (por ej.: el derecho natural o la ciudadanía). Sin embargo, tampoco es deseable dejar librado un principio inmanente a la realidad económica, porque el mercado, si bien permite la diversificación y la fractura de las barreras tradicionales, puede someter las demandas de los consumidores a un sistema de oferta concentrado y alienante. Por tal motivo, expresa Touraine: “Desde hace siglos, discutimos sobre las contradicciones que oponen libertad e igualdad o capitalismo y justicia social; sin embargo, a través de esos debates pudimos inventar la democracia política y luego la democracia social. ¿Por qué habríamos de renunciar a combinar la razón instrumental y las identidades culturales, la unidad del universo tecnológico y mercantil con la diversidad de las culturales y las personalidades?”99. La búsqueda de esta reconstrucción, dice Touraine, debe basarse, en primer término, en el deseo de cada individuo de combinar en su vida personal la participación en el universo técnico y económico junto a la movilización de una identidad cultural y personal; es por ello, que frente a la sociedad dividida entre la razón instrumental y la identidad, sostiene que “descubrimos la necesaria apelación al Sujeto personal”100. Veamos, entonces, en qué consiste esta apelación.

99Touraine (1997), p. 20 100Ibíd., p. 56

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II.2. El Sujeto Según Touraine, el sujeto se define por la “defensa de la capacidad de ser actor, es decir, de modificar el ambiente social contra la acción de los aparatos y de las formas de organización social en virtud de las cuales se construye el sí mismo”101.

Por “sí mismo”, entiende la imagen que el individuo adquiere de él mismo a través de sus intercambios lingüísticos con otros en el seno de una colectividad, porque es la relación con los demás, dice, una relación socialmente determinada que constituye la definición misma del papel del sujeto y de lo que se espera de ese papel. Frente a ese determinismo social, opone entonces la noción de “acción”: “el sí mismo se sitúa, pues, en el universo de la comunicación, en tanto que el sujeto, el yo, se encuentra en el centro del universo de la acción, es decir, de la modificación del ambiente material y social”102. Y agrega, que la acción sólo se experimenta en la relación con la otra persona como sujeto: “Sólo cuando el otro sujeto se dirige a mí a fin de que yo sea sujeto para él soy en efecto sujeto. Así como ser para los demás, es decir, para el sí mismo, destruye al sujeto al someterlo a las normas de los roles sociales, el ser para la otra persona empero es la única manera que tiene el individuo de experimentarse como sujeto”103. Por tal motivo, Touraine aclara que el sujeto nunca se constituye transformándose en ego, es decir, entregado al placer narcisista de la introspección; se constituye, en cambio, escapando al orden de la ley y a la lógica del lenguaje impersonal de la acción. “El sujeto –dice- no es la conciencia del ego y menos el reconocimiento de un sí mismo social (self). Por el contrario, el sujeto representa la liberación de la imagen del individuo creado por los roles, las normas, los valores del orden social. Esa liberación únicamente se lleva a cabo mediante una lucha cuyo objetivo es la libertad del sujeto y cuyo medio es el conflicto con el orden establecido, con las conductas esperadas y con las lógicas del poder. Sólo se realiza a través del reconocimiento de la otra persona como sujeto, tanto positivamente med iante la relación de amor o de amistad, como negativamente mediante el repudio de aquello que impide al otro ser sujeto, como la miseria, la dependencia, la alienación o la represión...” 104. Ahora bien, si el objetivo del sujeto es la libertad, Touraine realiza una doble crítica frente a la separación entre la economía y la cultura, entre las identidades y la racionalidad instrumental, porque dicha separación impone la presencia de un sujeto desgarrado producto de esa fragmentación. Dice al respecto: “Ya no sabemos quiénes somos. Nuestra patología principal provino durante mucho tiempo del peso represivo que ejercían sobre nosotros las prohibiciones, la ley; vivimos hoy una patología inversa, la de la imposible formación de un Yo (Je), ya esté sumergido en la cultura de masas o encerrado en comunidades autoritarias” 105.

101Touraine (1992), p. 260 102Ibíd., p. 263 103Ibíd., p. 271 104Ibíd., p. 287 105Touraine (1997), p. 64

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Así, pues, en oposición a la fragmentación de la modernidad, indica entonces que la reconstrucción de la experiencia sólo puede efectuarse mediante un “doble apartamiento”, una doble reacción contra la degradación de las dos mitades asociadas de la experiencia. Sin embargo, advierte que los universos de la razón y de la identidad deben preservarse, ya que cada uno de ellos protege la degradación del otro: porque la apertura del mercado, dice, es la mejor defensa contra la clausura comunitaria, pues ésta entraña la irracionalidad de los fines y los medios, la incapacidad de usar idóneamente los recursos técnicos y económicos disponibles; mientras la identidad comunitaria o en la fuerza de la libido, por su parte, es la mejor defensa frente a la heteronomía de la cultura de masas y las demandas mercantiles degradantes. Nada es más peligroso, sostiene, que denunciar entonces sólo una de las dos fuerzas de la desmodernización: “Quienes denuncian el universo de la instrumentalidad se ven obligados a exaltar la fuerza integradora de la comunidad, el pueblo, la raza o la secta. Quienes denuncian el espíritu comunitario extremos tienden a reducir la vida individual a la aceptación de las ofertas del mercado. La desmodernización, entonces, nos dice que no hay respuesta individual o colectiva que no sea combinatoria, y que nunca llega a la síntesis: porque es el trabajo constante mediante el cual el individuo se recompone y transforma en Sujeto, al superar la apertura de los mercados y la clausura de una comunidad”106. Este requerimiento de rearticulación de los mundos separados de la razón y de la identidad, Touraine lo constata históricamente en las dos “caras” opuestas que presenta el sujeto en todas las sociedades. En la sociedad “protomoderna”, señala, una cara del sujeto se encarnó en el Estado-nación al que sacralizó, mientras que otra lo hizo en los derechos del hombre que limitan el poder social; mientras en la sociedad industrial, una cara del sujeto sacralizó el orden social al concebir la sociedad socialista perfecta, en tanto que otra permanecía latente en el movimiento obrero que luchaba por la liberación de los trabajadores y por el derecho de justicia. En cada etapa, en cada tipo de sociedad, ento nces, el sujeto se aliena en el “mito del orden sacralizado, al mismo tiempo que es su principio de rebelión y ruptura del orden establecido por un poder”107. Pero Touraine observa que cuando más moderna es una sociedad, más puede aparecer entonces en el nivel de los actores mismos un esfuerzo de reconstrucción, de rearticulación, que impida que el campo social y político se fragmente completamente o desaparezca. Porque la contradicción entre el mundo de la economía y la comunidad sería imposible, advierte, si el sujeto fuera definido en función del consumo contra la producción, o de la identidad contra la participación; la noción de sujeto, por el contrario, debe luchar contra la degradación de la vida social como mercado y contra el reemplazado del mundo vivido por una comunidad cerrada sobre sí misma. Para ello, sostiene que el sujeto requiere, como hemos visto, del reconocimiento del Otro como sujeto. Dice: “El actor entabla una relación con otro actor, no como si lo hiciera con un ser semejante o, al contrario, radicalmente diferente, sino con aquel que hace los mismos esfuerzos por asociar su 106Ibíd., p. 72 107Ibíd., p. 80

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participación a un mundo instrumentalizado con su experiencia personal y colectiva. Esta relación con el otro está hecha de simpatía, incluso de empatía y de comprensión de ese otro que es parcialmente diferente y está parcialmente comprometido en el mismo mundo instrumental”108. Así, pues, las relaciones entre sujetos no son relaciones sociales corrientes, se basan –afirma Touraine- en un principio que no es la pertenencia a la misma cultura y a la misma sociedad, sino el esfuerzo común por constituirse como sujetos, es decir, por articular el mundo de la razón y el mundo de la identidad personal. De extenderse este principio, que es un reclamo ético (así estimo la apelación de Touraine), se podrá vislumbrar entonces -en términos que hacen recordar a los deseos expresados por Marx- “una asociación voluntaria de actores sociales resistentes a todas las lógicas impersonales del poder”109.

II.3. Los movimientos sociales

He indicado que la idea de movimiento social procura demostrar la existencia de un conflicto social, en el núcleo de cada tipo de sociedad.

Este conflicto, observa Touraine, primero se manifestó en la “modernidad clásica”, en la oposición entre la nación y el príncipe; luego, en la “modernidad industrial”, en la oposición entre trabajadores y patrones; ahora, en “la modernidad fragmentada”, el conflicto central es el que libra el sujeto en lucha contra el triunfo del mercado y las técnicas, por un lado, y contra los poderes comunitarios y autoritarios, por el otro. Por tal motivo, señala que se trata entonces de un conflicto cultural, luego del conflicto político y del conflicto económico. Observa entonces, que el conflicto social muestra la lucha (permanente) del sujeto por convertirse en actor, y que puede rastrearse históricamente: cuando la subjetivación estuvo en manos de la burguesía, definida ésta por el conjunto de actores que buscaban la autonomía de la sociedad civil frente al poder del Estado, o cuando el movimiento obrero se refería a un actor colectivo cuya orientación principal era la defensa y la lucha por los derechos y la dignidad de los trabajadores. En la sociedad programada -aquella en que la producción y la difusión masiva de los bienes culturales ocupan el lugar central que antes había ocupado los bienes materiales en la sociedad industrial-, la resistencia al poder de gestión ahora sólo puede apoyarse en la defensa del sujeto, cuyos temas más destacados son la educación, la salud y los medios de difusión de conocimientos. Se trata, afirma Touraine, de defender cierta concepción de la libertad en estas esferas, de la capacidad de dar sentido a la vida contra aparatos dirigidos sea por una voluntad neoliberal de adaptación al cambio, por un deseo de control social o por argumentos tecnoburocráticos. Y advierte, que esta imagen de la sociedad programada está alejada entonces de la idea de “posmodernismo”, que afirmaría que la acción de la sociedad sobre sí misma es tan grande que existe la posibilidad de una ruptura cultural que no deje lugar al conflicto social. Señala al respecto: “Se nos habla de nuestra sociedad como una sociedad 108Ibíd., p. 89 109Ibíd.

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de información, así como se hablaba de la sociedad industrial y del maquinismo ¿Cuánto tiempo hará falta todavía para que se comprenda que en todas partes se enfrentan maneras socialmente opuestas de utilizar la información y de organizar la comunicación, ya sea abstractamente, para reforzar el flujo de información que es también de dinero y de poder, ya sea concretamente, para fortalecer el diálogo entre interlocutores situados desigualmente en las relaciones de poder o de autoridad?” 110. Así, pues, la sociedad programada constituye el campo en el que se sitúa la reivindicación del sujeto, como la sociedad industrial constituía el campo en el que se formó el movimiento obrero. Dice entonces: “Contra el mundo de la imagen ya no se trata de apelar al valor de uso, así como se apelaba a la liberación necesaria de las fuerzas contra la irracionalidad de las relaciones sociales de producción. Lo que se opone a este universo de signos es la búsqueda de un sentido que remita, ya no a la naturaleza, sino al sujeto. El sujeto y el mundo de los objetos de consumo están en la misma relación de oposición que el capital y el trabajo en un tipo anterior de sociedad”111. Sin embargo, Touraine sostiene que las características de los movimientos sociales en la sociedad programada presentan diferencias sustanciales con aquellos que pertenecían a la era industrial. Porque mientras en la sociedad industrial se trataba de pares de oposiciones (rey-burgués; industrial-obrero), donde el actor popular era concebido como portador de una lógica positiva (por ej.: el movimiento de la historia encarnado en la clase obrera), guiado por una elite intelectual que se arrogaba el derecho de interpretación de la Historia, los movimientos sociales encarnaron entonces un proyecto de reconstrucción radical de la sociedad; ahora, en cambio, son reemplazados por una “imagen” de sujeto que lucha en dos frentes, contra la racionalidad instrumental y contra la comunidad identitaria, y que reivindica los deseos de ser actor sin mediaciones externas a la acción. “En lo sucesivo, dice Touraine, en los países más industrializados no puede haber ya otro movimiento social que las acciones colectivas directamente encaminadas hacia la afirmación y la defensa de los derechos del Sujeto, su libertad y su igualdad. En ese sentido, puede decirse que los movimientos sociales se convirtieron en movimientos morales, en tanto que, en el pasado, habían sido religiosos, políticos o económicos”112. Por tal motivo, en nuestras sociedades, los adversarios se relacionan en presencia con la libertad individual; éste es el nuevo campo del conflicto. Por ello, Touraine observa que hay dos concepciones de individualismo en conflicto, y son: los que defienden la multiplicación de elecciones de consumo -aquí se habla de libre elección-, y los que defienden un Sujeto colectivo depositario de una herencia cultural -aquí se habla de identidad y experiencia de vida-, por el otro. Cada uno define con precisión un adversario y plantea una reivindicación del actor mismo113.

110Touraine (1992), p. 249 111Ibíd. 112Touraine (1997), p. 103 113En otro lugar, Touraine así define a un movimiento social: “actores opuestos por relaciones de dominación y conflicto tienen las mismas orientaciones culturales y luchan

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Finalmente, indica que los nuevos movimientos sociales se definen “por el vínculo que establecen entre unas orientaciones culturales y un conflicto social que en sí mismo entraña aspectos reivindicativos y políticos a la vez que societales”114. Observa que si estos elementos constitutivos no permanecen unidos, entonces, el movimiento se degrada; y esto, puede darse por tres motivos: si las orientaciones culturales se disocian de los conflictos sociales y políticos, éstas se “moralizan” y se convierten en principios de pertenencia y exclusión (“movimientos de rechazo”); si los conflictos políticos se separan de los movimientos societales, éstos se reducen entonces a una lucha por el poder y favorecen la disociación entre Estado y sociedad (“populismos comunitarios”); finalmente, si las reivindicaciones están abandonadas a su suerte, éstas tienden a favorecer las desigualdades, porque los más influyentes son los que poseen mayor capacidad reivindicativa (“grupos de presión limitados”). No obstante, y a pesar de los riesgos de la fragmentación de los movimientos sociales, afirma -en términos relativamente optimistas- que “en la medida en que ninguna acción colectiva es pura defensa nacional de intereses o afirmación de valores comunitarios, todas llevan en sí la huella de un movimiento social ausente o descompuesto. Ese movimiento no siempre existe, pero hay que plantear la hipótesis de su existencia para comprender las conductas colectivas que se alejan de él y las que ya lo anuncian o lo animan” 115.

II.4. La Sociedad Democrática

De acuerdo con lo visto hasta aquí, Touraine afirma que frente a la modernidad fragmentada emerge la figura del sujeto, que reunifica el mundo de la racionalidad y el mundo de la identidad, y también los nuevos movimientos sociales, capaces de descubrir las relaciones de poder y de alienación. Pero advierte, que las acciones individuales y colectivas requieren de condiciones político -institucionales que posibiliten precisamente a aquellas acciones. Este es el tema de la democracia. En primer término, Touraine sostiene que la democracia debe articular, como sucede con la acción de los sujetos y los movimientos sociales, las dos dimensiones que tienden a separase de la modernidad: la racionalidad y la subjetividad. Es decir, debe existir un principio universal (racional) capaz de permitir la comunicación entre los sujetos diferentes y, paralelamente, un territorio que resguarde la identidad de los sujetos, porque no existe ninguna discontinuidad, dice, entre la idea de sujeto y la de sociedad multicultural ya que sólo podemos vivir juntos con nuestras diferencias si nos reconocemos mutuamente como sujetos.

Observa entonces, que si bien no hay sociedad multicultural sin el recurso a un principio universalista que permita la comunicación entre individuos y entre grupos sociales culturalmente diferentes, pero advierte que ese principio no debe gobernar una concepción de la organización

precisamente por la gestión social de esta cultura y de las actividades que produce” . Touraine (1984), p. 30. 114Touraine (1997), p. 132 115Ibíd.

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social y la vida personal considerada normal y superior a las demás. Dice al respecto: “El llamamiento a la libre construcción de la vida personal es el único principio universalista que no impone ninguna forma de organización social y prácticas culturales. No se reduce al laisser-faire o la pura tolerancia, en principio porque impone respetar la libertad de cada uno y por lo tanto implica el rechazo de la exclusión; además, porque exige que toda referencia a una identidad cultural se legitime mediante el recurso a la libertad y la igualdad de todos los individuos, y no por la apelación a un orden social, una tradición o las exigencias del orden público”116. Por tal motivo, sostiene que la sociedad multicultural es posible si se protege al sujeto como productor de sus experiencias vitales, porque una sociedad sin diferencias reconocidas sería una dictadura que impondría la homogeneidad a sus miembros (lo cual obturaría el principio de libertad), y a la inversa, una sociedad sin libertad nos rebajaría pues al orden jerárquico de las sociedades holistas que la modernidad ha destruido y que no debemos reconstruir. En segundo lugar, para que el sujeto asocie una actividad instrumental con una identidad cultural, Touraine observa que requiere de un espacio de libertad, y este espacio es la Nación. Pero advierte que no debe confundirse con ninguno de los dos tipos de Nación conocidos y que están cargados de ideología y fuerza movilizadora, a saber: el que asocia estrechamente Estado y Nación, al afirmar que es el primero el poder creador del segundo, por el ejército, la administración y la escuela; y la que opone a esta nacionalidad desde arriba una nacionalidad desde abajo, donde el Estado aparece como el agente político de una comunidad definida en términos culturales, étnicos, religiosos y en primer lugar territoriales. Por ello, afirma que la Nación debe ser un espacio que permita mediar entre la diversidad de los sujetos y la universalidad de derechos; y esto es posible si “puede poner en comunicación unas identidades culturales y un espacio económico si es un lugar político de transformación de un medio económico en sistema social y, por otro lado, de comunicación intercultural”117. Y agrega al respecto: “No puede haber mediación entre unas identidades culturales fragmentadas y una economía global sin que se reconozca la personalidad social y cultural de un conjunto político que es un Sujeto real, dotado a la vez de una identidad cultural propia, redefinida sin cesar, y una actividad económica, identidad y actividad que combina a través del debate democrático”118. Un aspecto central en la concepción de la democracia en Touraine, es que ésta debe articular sus dos principios fundamentales, a saber: la libertad y la igualdad. En tal sentido, señala que la historia de la democracia puede comprenderse como la separación (o antagonismo) de los principios mencionados. Porque, si el primero habla de la defensa de los derechos del hombre, a menudo ha quedado reducido a la defensa de la propiedad; si el segundo se refiere a un poder popular frente a los privilegios, generalmente se encuentra cargado de aspiraciones revolucionarias. Por lo tanto, afirma que la idea de democracia debe

116Ibíd., p. 175 117Ibíd., p. 233 118Ibíd.

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combinar ambos elementos y evitar que la separación de cada uno de ellos degrade el principio universal que postula el otro. “La libertad de cada uno, dice Touraine, no queda asegurada por el hecho de que el pueblo esté en el poder, pues esa situación puede justificar dictaduras nacionalistas o revolucionarias. Tampoco queda garantiza por el hecho de que cada uno pueda elegir libremente lo que el mercado le ofrece, pues éste no garantiza la igualdad de oportunidades y posibilidades para todos, ni la orientación de los recursos hacia la satisfacción de las necesidades más urgentes, ni la lucha contra la exclusión. Es necesario, pues, que la democracia combine la integración, es decir, la ciudadanía, que supone en primer lugar la libertad de las elecciones políticas, con el respeto de las identidades, las necesidades y los derechos. No hay democracia sin la combinación de procedimientos fríos y el calor de las convicciones y las filiaciones. Estas consideraciones nos alejan tanto de una concepción popular como de una concepción liberal de la democracia”119. De acuerdo a los postulados de To uraine indicados hasta aquí, para la existencia de una sociedad democrática -la combinación de la diversidad de los sujetos con la universalidad de la ley, por un lado, y la combinación de los principios de igualdad y libertad, por el otro-, menciono ahora entonces los tres principios que estima fundamentales en el funcionamiento de sus instituciones, ellos son: la representatividad social de los dirigentes y de su política, la conciencia de la ciudadanía y el reconocimiento de los derechos fundamentales120. Veamos. La democracia requiere, en primer término, que los actores sociales exijan que los agentes políticos sean los instrumentos, los representantes de sus intereses; dado que la sociedad civil está hecha de una pluralidad de actores sociales, la democracia debe ser entonces necesariamente pluralista. Y agrega, que el sistema político debe considerar a los movimientos sociales como una expresión de demandas necesitadas de satisfacción, al mismo tiempo que éstos se organizan y desarrollan conflictos. La ciudadanía, por su parte, significa para Touraine que los electores son y se consideran ciudadanos, es decir, que pertenecen a una sociedad política. Por ello, rechaza tanto las ideas jacobinas de la ciudadanía como las ideas que apuestan a un multiculturalismo que descarta cualquier tipo de cohesión política, porque “la democracia no puede concebirse más que como la complementariedad de la afirmación absoluta de los derechos del hombre, según el ejemplo americano y francés, y de la defensa de los intereses particulares legítimos, a la inglesa”121. La ciudadanía significa entonces, la construcción libre y voluntaria de una organización social que combina la unidad de la ley con la diversidad de intereses. Finalmente, señala que la idea de los derechos significa que el poder de los gobernantes sea limitado, a través de la existencia de elecciones y de las leyes. Este límite al ejercicio del poder, agrega, involucra al Estado, a las Iglesias, a las familias y a las empresas. La

119Touraine (1992), pp. 320 y 321 120Aquí sigo a Touraine (1994), pp. 79 a 112 121Ibíd., p. 105

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democracia no puede existir, entonces, si el poder no está limitado en todas esas esferas. Este conjunto de principios de la cultura democrática, dice Touraine, hacen de la democracia entonces un “trabajo”, porque “está presente cada vez que se afirman y reconocen unos derechos y cuando una situación social es justificada por la búsqueda de la libertad y no por la utilidad social o por la especificidad de la experiencia”122. Y agrega, que estos principios son también el fundamento de los elementos que constituyen al sistema democrático.

En ese sentido, observa que los derechos fundamentales deben combinarse con la idea de ciudadanía (este es el tema de los instrumentos constitucionales); en segundo lugar, los derechos fundamentales deben combinarse con la representación de intereses (este el tema de los de los códigos jurídicos); finalmente, la representación debe combinarse con la ciudadanía (este es el tema de las elecciones libres). Dice al respecto: “En consecuencia puede hablarse de sistema democrático cuyos elementos constitucionales, legales y parlamentarios ponen en acción los tres principios: limitación del Estado en nombre de los derechos fundamentales, representatividad social de los actores políticos y ciudadanía”123. Indicados entonces los tres principios de la democracia y su articulación, por último estimo oportuno mencionar cómo relaciona Touraine la noción de democracia con la idea central de sujeto, y cómo contribuye a la idea de la sociedad justa. Sostiene entonces, que si el sujeto integra identidad y técnicas, memoria y razón, y se constituye como actor cuando es capaz de modificar su medio y de hacer de sus experiencias de vida señales de libertad, la democracia debe definirse pues como “un espacio institucional que protege los esfuerzos del individuo o del grupo para formarse y hacerse reconocer como sujetos”124. “La democracia, dice, debe ayudar a los individuos a ser sujetos, a obtener en ellos, tanto en sus prácticas como en sus representaciones, la integración de su racionalidad, es decir de su capacidad de manejar técnicas y lenguajes, y de su identidad, que descansa sobre una cultura y una tradición a las que reinterpretan constantemente en función de las transformaciones del medio técnico”125. Y agrega, que en tanto el sujeto se convierte en actor cuando articula razón (racionalidad instrumental o técnicas que le ofrece la sociedad), memoria (identidad o pertenencia a un lugar, a una historia, a un pasado), y libertad (derechos universales). Estas particularidades se corresponden, pues, a las dimensiones que constituyen la democracia, a saber: la apelación a la identidad colectiva debe traducirse en la organización política por la representación de intereses y los valores de los diferentes grupos sociales; la confianza en la razón remite al tema de la ciudadanía, a la articulación de identidad y racionalidad en el ámbito de la sociedad política; y la apelación a la libertad y derechos individuales de la sociedad se refiere al tema del límite del Estado para preservar los derechos fundamentales. Por tal motivo, afirma Touraine, la cultura

122Ibíd., p. 109 123Ibíd., p. 110 124Ibíd., p. 184 125Ibíd., p. 186

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democrática es a nivel político lo que el sujeto es a nivel de la sociedad civil. Tras lo expuesto, Touraine indica entonces que la única manera de construir una sociedad justa es si los individuos viven con sus diferencias y, simultáneamente, se reconocen como sujetos. Y afirma que para combinar la igualdad y la diversidad, hay sólo un camino: “la asociación de la democracia política y la diversidad cultural fundadas en la libertad del Sujeto”126. Dice al respecto: “Sin el reconocimiento de la diversidad de las culturas, la idea de recomposición del mundo correría el riesgo de caer en la trampa de un nuevo universalismo y hundirse en el sueño de la transparencia. Pero sin ésta búsqueda de recomposición, la diversidad cultural no puede llevar más que a la guerra de culturas” 127. Sin embargo, la articulación del universalismo con la diversidad cultural , es siempre complejo. Observa entonces, que tanto el problema del universalismo -expresado, por ejemplo, en los flujos financieros-, como el problema de la diversidad cultural -asociada, generalmente, a las naciones que se repliegan en la herencia cultural-, han contribuido a la formación de tres posiciones sobre la democracia que obturan la posibilidad del diálogo, a saber: aquellos que hablan en nombre de la razón y excluye categorías sociales (en particular a los inmigrantes); aquellos que defienden un pluralismo político donde el pueblo elige proyectos elaborados por las elites políticas que dejan poco lugar a una crítica de los intereses dominantes; y aquellos que han elegido la salida de la integración comunitaria a través de la exhortación a la integración moral y religiosa que rechaza al pluralismo de la sociedad civil, ahora convertida en sistema autoritario o totalitario. Frente a estas posturas, afirma que el principio central de la sociedad multicultural, escindida entre mercados y memorias, solo puede recaer en el Sujeto. Y esto puede lograrse, cuando “se atribuye un valor central a la capacidad y la voluntad de cada actor, individual o colectivo, de construir una acción personal cuya forma más elevada es una historia de vida, es decir, la capacidad de transformar determinadas situaciones en elementos de un proyecto personal”128. Para ello, sostiene entonces que es requisito que la democracia se desplace de abajo hacia arriba, es decir, de los sujetos y movimientos sociales, que constituyen la sociedad civil, hacia el sistema político y el Estado. Finalmente, dice Touraine, frente a la dominación del sistema económico y financiero que genera desigualdades terribles, frente al repliegue de los actores en su identidad personal o comunitaria que genera el rechazo a las minorías, y frente a la sociedad de información que genera dependencia y sometimiento a la lógica instrumental y mercantil en los campos de la educación, de la información y de la salud, se impone, a su criterio, el siguiente programa democrático sustentado en tres principios elementales, a saber: a) disminuir las distancias sociales a través del fortalecimiento del control social y político de la economía; b) garantizar el respeto de la diversidad cultural y la igualdad de derechos cívicos y sociales para todos; y c) tomar en consideración las demandas

126Touraine (1997), p. 174 127Ibíd., p. 187 128Ibíd., p. 249

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de quienes no deben quedar reducidos a la condición de consumidores en las áreas de la salud, de la educación y de la información.

II.5. Los desafíos de la Modernidad Tras esta breve descripción temas analizados por Touraine -el sujeto, los movimientos sociales y la democracia-, vimos entonces que la modernidad se caracterizaría por la tensión de la racionalidad instrumental, el mundo de los mercados y de los deseos de los consumidores, por un lado, y por el mundo de la subjetividad, de la identidad, del sentido y del apego a una religión y a una lengua, por el otro. Pero lo más peligroso, advierte Touraine, es el deseo de victoria de una de las partes. Porque una sociedad solamente racionalizada, destruye al sujeto, degrada su libertad, lo convierte en mero consumidor de los objetos ofrecidos en el mercado; mientras una sociedad comunitaria se ahoga en sí misma, se transforma en despotismo teocrático o nacionalista sin cohesión económica ni moral. Y afirma, que la mediación entre la racionalidad y la subjetividad sólo puede recaer en el sujeto, cuando dice: “sólo puede provenir del sujeto entendido como libertad, sujeto que no puede separarse de la racionalización que lo protege contra una socialización sofocante ni tampoco de las raíces culturales que lo preservan de ser reducido al estado de consumidor manipulado. Ambas caras del sujeto deben estar siempre unidas para resistir a los dos modos de organización, opuestos pero igualmente peligrosos, que amenazan con destruirlo en beneficio del orden social, orden producido o transmitido, orden de la técnica u orden de la religión”129. El principal peligro de la modernización destacado por Touraine es el totalitarismo. Indica que aparece en las naciones impulsadas por un vigoroso movimiento por la industrialización, la urbanización y las comunicaciones de masas, que eliminan la libertad personal y destruyen las filiaciones culturales, porque otorgan poder absoluto al Estado, y donde “(l)a historia sustituye a la sociedad. La fusión del pasado y el futuro aplasta el presente y suprime el espacio público donde se debaten las decisiones colectivas”130. Pero rechazar el totalitarismo, advierte, no implica aceptar el moralismo de una declaración de derechos abstracta, que “reemplaza las luchas reales por campañas de opinión y sobre todo sustituye la participación activa de los interesados mismos por la presión, que se considera irresistible, del dinero y los medios de difusión de los países más ricos”131. Así, pues, frente al peligro del poder y del dinero, opone entonces la unidad de tres palabras que, en principio, aparecen irreconciliables: libertad, comunidad y racionalización. Dice al respecto: “Los herederos de la filosofía de la Ilustración consideran que la libertad se encuentra asociada con la racionalización. Se equivocan al olvidar que el hombre es también deseo y memoria y que pertenece a una cultura... Es verdad que el siglo XX ha estado conmovido por una serie de

129Touraine (1992), p. 299 130Ibíd., p. 304 131Ibíd., p. 307

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reacciones antirracionalistas, populistas y nacionalistas que han hecho que el sujeto quedara encerrado en la supuesta herencia de una raza, de una nación o de una religión; pero ¿por qué habrá de elegir entre dos opciones nacidas de la separación de lo que debería estar unido, separación de la libertad y la tradición?” 132. Y contesta: “El sujeto tiene dos caras que no hay que separar. Si ve en él sólo libertad, se corre el riesgo de reducirlo a un productor y a un consumidor racional; la apertura democrática es la mejor garantía contra este peligro, pues sólo los privilegiados del dinero pueden conducirse según el modelo del homo oeconomicus. Si, en cambio, sólo se ve en el sujeto el hecho de pertenecer a una tradición cultural, se lo entrega sin defensa alguna a los poderes que hablan en nombre de las comunidades. De ahí que la mejor defensa sea la racionalización y la crítica implacable de todo aquello que pretenda hablar en nombre de una totalidad”133. Un aspecto central en la tensión entre la racionalidad y la identidad, señala Touraine, es que en las sociedades de mayor nivel de autoproducción, los conflictos sociales son más radicales que los de la época industrial. Porque en aquella época, observa, se trataba de entrenamientos entre clases sociales que se oponían en nombre de valores comunes: los empresarios acusaban a los obreros de pereza y se consideraban como agentes del progreso, mientras el movimiento obrero denunciaba las crisis y miserias del capitalismo y consideraba al trabajador como el sujeto que debía liberarse de las relaciones irracionales de producción. Pero actualmente, advierte, el conflicto opone a actores no sólo sociales, sino también culturas: el mundo de la acción instrumental y el mundo de la cultura. “Entre ellos, dice, ya no hay mediación posible, no hay comunidad de creencias ni de prácticas. Por eso los conflictos sociales son reemplazados por afirmaciones de diferencias absolutas y por el rechazo total del otro”134. A pesar de esta crítica de la modernidad, Touraine sostiene sin embargo que el sujeto puede aparecer en cada uno de los polos de la modernidad fragmentada. En las sociedades liberales, afirma, el sujeto se manifiesta en el torbellino del consumo cuando denuncia los centros de producción y de poder donde el sujeto está sacrificado a la lógica del sistema; en las sociedades comunitarias, de manera análoga, se manifiesta en el repudio del orden político en nombre de la comunidad y en la afirmación de la libertad personal apoyada en la razón135. Para Touraine, entonces, la modernidad sólo puede seguir viviendo si se mantiene la tensión de los mundos de la razón y del sujeto, que tienden a divorciarse. Para ello, dice, es preciso recurrir al sujeto -y no a un principio sobrehumano- capaz de denunciar y oponerse cuando alguna de las dos dimensiones intente imponerse sobre la otra. Así, pues, la modernidad es más débil por cierto si se apela al sujeto, pero el compromiso y la esperanza en los hombres y mujeres es más fuerte cuando se desvanecen los principios “cosmocéntricos” de antaño.

132Ibíd., p. 308 133Ibíd., p. 309 134Ibíd., p. 315 135Ibíd., p. 316

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II.6. La concepción abierta de la modernidad de Alain Touraine Mencionadas algunas de las características que considero más destacadas en la concepción acerca de la condición moderna de Alain Touraine, ahora indico finalmente cómo se vincula con las visiones “abiertas” y “cerradas” de la modernidad. Recuerdo entonces que he mencionado que las visiones acerca de la modernidad han oscilado en dos grandes corrientes. Por un lado, que hay interpretaciones “dialécticas”, dado que adoptan una posición crítica hacia las contradicciones que impone la modernización socio-económica, pero que estiman no obstante la posibilidad de pensar que el futuro está “abierto”, es decir, capaz de ser transformado por las acciones de los sujetos (tal los ejemplos de Berman, Marx, Giddens y Habermas mencionados en la Primera Parte). Por el otro, que existen otras visiones que no dan cuenta dialécticamente de la modernidad, porque, o bien aceptan con entusiasmo acrítico las conquistas del mundo occidental y sus valores (este sería el caso de Lipovetsky indicado en capítulo anterior), o bien destacan sus deficiencias y condenan la pérdida de orientaciones morales (como vimos en Weber, Marcuse y Foucault), en ambos casos limitando la posibilidad entonces pensar en que el presente social pueda ser modificado por la acción de los sujetos. A partir de la distinción conceptual señalada, digo entonces que Alain Touraine se ubica entre las “abiertas”, porque sostengo que adopta una posición crítica de la modernidad y, simultáneamente, “afirmativa” acerca de la posibilidad de su transformación por parte de las mujeres y los hombres modernos. Con el objetivo de justificar esta aseveración, señalo que a co ntinuación daré cuenta, en primer lugar y a manera de síntesis, de los aspectos críticos de la modernidad “fragmentada” indicados por Touraine, para luego mencionar las “salidas” que propone en los tres niveles que distinguido en su argumentación, recordem os: los sujetos, los movimientos sociales y las instituciones democráticas. Los peligros de la modernidad fragmentada Señalo entonces, que Touraine comprende la historia de la modernidad en tres grandes etapas: la “Alta Modernidad”, la “Modernidad Media” y la “Baja Modernidad”136. En la Alta Modernidad, dice, las dos tendencias cuya divergencia y tensión definen la modernidad -la racionalidad del mundo y el individualismo moral- debían unificarse por intermedio de las instituciones; por ello, la modernidad “clásica” había creído en el orden que la razón pone frente a la diversidad de intereses y el desorden de las pasiones.

Pero esta etapa de la modernidad, indica que entró en crisis cuando el despliegue del capitalismo impuso la miseria y la riqueza, la innovación y la explotación, durante el siglo XIX; y una nueva figura de la modernidad surgió en la Modernidad Media: la sociedad industrial, que colocó en el centro de su pensamiento y su organización la idea de desarrollo o progreso. En tal sentido, observa que, especialmente durante los “treinta años gloriosos” posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se 136Aquí sigo a Touraine (1997), p. 135 y ss.

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creyó en la síntesis entre orden y desarrollo a través de un crecimiento controlado y autosostenido. Así pues, el mundo apareció estable cuando la interacción del crecimiento económico y participación política ampliada fue organizada por un poder político al servicio de la integración y el fortalecimiento de la nación. Desde el último cuarto del siglo XX, advierte que hemos entrado en una tercera etapa de la modernidad, o Baja Modernidad, marcada por la ruptura del voluntarismo de la industrialización y la nación, y donde se avanza entonces hacia la completa separación y oposición de un mercado mundializado y los nacionalismos que defienden la identidad amenazada. La baja modernidad, pues, se caracteriza por la disociación entre los modelos racionalistas, la economía, la idea de progreso, el mercado y los derechos del hombre, por un lado, con la reivindicación de la autonomía de los sujetos, la identidad, la pertenencia, el sexo, y la igualdad, por el otro. Centrado en esta etapa, Touraine señala entonces que su característica principal es la desaparición de toda concepción objetivista de la vida social, porque cuando mayor es el nivel de historicidad o acción de una sociedad, cada vez resulta más necesario definir la vida social como el producto de intervenciones. De allí, entonces, que se refiera a la sociedad de la baja modernidad como programada, luego de la sociedad política (propia de la modernidad “alta”) y de la industrial (propia de la modernidad “media”), “dado que muestra con claridad, dice, que el tipo societal más moderno es el resultado de decisiones, políticas, programas, y ya no de equilibrios naturales” 137. Touraine observa que una sociedad de intervención debe organizar y proteger un espacio de mediación entre los dos universos que tienden a separarse, la racionalidad y la identidad; y esto es posible –afirma- si la sociedad se da por objetivo primordial incrementar su propia capacidad de intervención, pero también sus comunicaciones internas, sus debates y mecanismos de decisión, vale decir, si el modelo que tiene de sí misma no es el orden ni el progreso, sino la libertad y la creatividad del sujeto personal como agente de combinación de la acción instrumental y la defensa de una identidad.

Sin embargo, advierte que esta idea de Sujeto, como principio fundador de las sociedades en la baja modernidad, no es “victorioso” como sí lo eran el principio de “orden” de la sociedad política y de “desarrollo” de la sociedad industrial. Dice al respecto: “La alta modernidad se organizaba alrededor de un principio central de orden; la modernidad media estaba dominada por las tensiones entre el progreso y los conflictos sociales a través de los cuales éste tomó una forma histórica; la baja modernidad no está dominada ni por una unidad ni por la dualidad, sino por la posición a la vez central y débil del Sujeto entre los universos opuestos de los mercados y las comunidades”138. De todas formas, para Touraine el Sujeto es una figura central que se opone a los mercados y a las comunidades, por los peligros que conlleva desear la victoria de alguna de esas dos tendencias de la modernidad, recordemos: la primera, apela a un universalismo abstracto de relaciones reales que reducen la democracia a mero procedimiento 137Ibíd., p. 139 138Ibíd., p. 141

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que no aporta ningún principio de integración y comunicación intercultural; la segunda, habla de los valores comunes que fundan la vida colectiva en una lógica comunitaria que privilegia la homogeneidad por encima de la diversidad. Frente a esta disociación, sostiene entonces que la única solución concebible es recurrir a un principio de mediación que se sitúa en otro plano que la solución universalista y la apelación a unas comunidades sociales o culturales; y ese principio, afirma, “es el menos social o colectivo de todos”, porque se trata de la acción de cada individuo para combinar en su vida personal una acción instrumental y pertenencias culturales. La sociedad puede hacer posible la comunicación intercultural, concluye Touraine, si reconoce y protege entonces el esfuerzo de cada individuo para constituirse como sujeto y alienta a cada uno a reconocer y amar el esfuerzo hecho por los otros para combinar instrumentalidad e identidad. Y esta sociedad , agrega, no puede ser otra que democrática, pues es la que mejor combina los derechos universales del hombre con el reconocimiento de las diferencias. Las salidas de la modernidad Finalmente, y de acuerdo a las particularidades que presenta la modernid ad “baja” -sus peligros y posibilidades-, ahora menciono sucintamente los elementos que Touraine estima centrales para el logro de una sociedad justa: las acciones de los sujetos, los movimientos sociales y las instituciones políticas. Sostengo entonces, que aquí entramos en la segunda dimensión que caracterizan a las visiones “abiertas” de la modernidad: la esperanza en que puede ser transformada por la acción de las mujeres y hombres modernos.

El Sujeto. Touraine afirma que el sujeto es quien puede mediar entre los mundos separados del mercado y de las identidades, sin recluirse en alguno de ellos en particular: porque un sujeto narcisista está dominado y alienado por las industrias culturales y mercantiles, de la misma manera que un sujeto entregado al culto de la comunidad sólo es consumidor de una relación asimétrica con el líder carismático, obnubilado entonces por la legitimidad de los símbolos nacionales. El sujeto, entonces, es creación y memoria, utiliza los recursos económicos y se apoya en el progreso y el bienestar, pero lucha por aferrarse a una identidad nacional o sexual. Por ello, afirma que el sujeto debe apelar a uno de esos mundos cuando el otro lo invade: frente al mercado, debe denunciar relaciones de poder y las crisis de identidad; frente a la Nación, debe oponer el deseo de participar en la distribución y beneficios de la sociedad de mercado. Por tal motivo, digo entonces que el sujeto es, para Touraine, articulación, tensión, fractura y recomposición del mundo de la racionalidad y de la subjetividad. Los movimientos sociales. Señala Touraine que la idea de sujeto es posible si existe un reconocimiento con aquel que hace los mismos esfuerzos por combinar razón e identidad, y que la acción colectiva puede darse cuando denuncia las relaciones de poder y alienación que obturan esas capacidades. En la sociedad de mayor nivel de autoproducción (o programada), observa que el conflicto es el que

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enfrenta directamente a los poseedores de los bienes culturales con aquellos que se oponen a ser reducidos a meros consumidores. Y agrega que estas situaciones, aunque menos eufóricas y utópicas en comparación con las del pasado, se dan en múltiples situaciones de la vida cotidiana: en los ámbitos de la educación, de la salud y de la información. La democracia. Finalmente, Touraine afirma que la acción de los sujetos y los movimientos sociales pueden desarrollarse dentro de un marco institucional que los posibilite, y este marco es la democracia: porque combina un principio universal de derechos con la noción de ciudadanía que invoca la pertenencia a una historia, a una región y a una lengua.

Vemos entonces que en la noción de Sujeto, de Movimientos

Sociales y de Democracia, Alain Touraine sostiene que una sociedad verdaderamente justa es aquella que deja espacios que posibiliten combinar razón e identidad, mercado y cultura, democracia negativa y democracia positiva. En otras palabras, es aquella que comprende que las dos dimensiones que constituyen la modernidad deben permanecer, por siempre, unidas.

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Conclusiones En este trabajo he analizado una discusión político-cultural central en nuestros días: la caracterización de la condición moderna.

Siguiendo a Peter Wagner, indiqué que esta problemática ha sido reflejada en dos discursos (o “familias” en tanto comparten un “espíritu en común”), coexistentes, pero opuestos entre sí, recordemos: el que da cuenta del carácter ambiguo y contingente de la modernidad, al criticar sus inaceptables pérdidas, pero sin renunciar a sus ganancias; y su contrario, el que sostiene una separación irreconciliable entre la liberación y el sometimiento, porque, o bien acepta con entusiasmo acrítico las conquistas del mundo occidental y sus valores, o bien destaca sus deficiencias y condena la pérdida de orientaciones morales. Retomando una distinción expuesta por Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, denominé al primero de estos discursos “abierto”, y al segundo “cerrado”.

Con el objetivo de profundizar en la distinción propuesta, he realizado previamente, en la primera parte del Marco Teórico, una breve descripción acerca de las particularidades de la condición moderna.

Vimos entonces con Gino Germani, que la época moderna se distingue del orden social premoderno por su universalidad, por su ritmo de cambio y porque es vivida como crisis. Además, que esta distinción puede abordarse, por un lado, desde los dos opuestos tipos ideales que visualiza Germani en cada sociedad, en función de tres principios básicos de la estructura social -el tipo de acción social, la actitud frente al cambio y el grado de especialización de las instituciones-, y, por el otro, con aquellos aspectos que Anthony Giddens señala del dinamismo de la modernidad, dinamisno que deriva de tres fenómenos: de la separación del tiempo y del espacio, del desanclaje de los sistemas sociales y de la índole reflexiva de la modernidad. Pero más importante a los fines de mi trabajo, fue haber destacado una segunda característica de la condición moderna: sus ambigüedades, sus peligros y oportunidades, en contraposición a los objetivos que ha tenido el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Mencioné entonces, que el pensamiento ilustrado ha sido el intento más “ambicioso” por construir un orden racional sustentado por un ideal de “certeza” en la intervención racional humana sobre el mundo natural y el mundo social. Pero inmediatamente introduje a Giddens, quien encuentra dos críticas a ese ideal: la primera, es que la modernidad se presenta como un fenómeno de doble filo, ya que si bien ha creado mayores oportunidades para una existencia más segura y recompensada en comparación con cualquier orden premoderno, por otro lado tiene un lado sombrío que se ha puesto de manifiesto en el presente siglo, como lo ilustran la destrucción del medio ambiente, el totalitarismo y la industrialización de la guerra; la segunda crítica, de corte epistemológico, se refiere a las consecuencias “nihilistas” que subyacen en la idea de “Razón” tras su completa liberalización de los contextos religiosos,

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porque ningún conocimiento, bajo las condiciones de la modernidad, puede arrogarse algún derecho de ser incuestionable o perdurable si no desea caer en el dogma. Como complemento a lo expresado por Giddens, señalé que, para Agnes Heller, la palabra contingencia se refiere a que la vida del hombre moderno, a diferencia del mundo tradicional, no tiene destinación prefijada ni tampoco un destino posible de conocerse, y que, para Niklas Luhmann, las autodescripciones de la sociedad moderna se vuelven contingentes porque no puede referirse a una idea concluyente o “metarrelato”.

Finalmente, y cerrando esta primera parte del Marco Teórico, indiqué que Marshall Berman comprende la modernidad también como una época contradictoria, porque sostiene que el dinamismo del mundo social moderno, de manera semejante a Giddens, promete la felicidad y el desastre, y que dicha contradicción puede comprenderse por la relación dialéctica, indeterminada y contingente, entre la modernización socio-económica y las experiencias vitales. Ahora digo, que un propósito central de mi trabajo es que he intentado analizar, en la segunda parte del Marco Teórico , el carácter contingente de la modernidad a través de las interpretaciones que se han ofrecido dentro del campo de la teoría social; aquí he profundizado en la distinción entre visiones “abiertas” y “cerradas” ofrecida por Berman. En tal sentido, mencioné que Karl Marx es un crítico profundo de la alienación económica y política impuesta por el modo de producción capitalista, pero que esto no le impide, simultáneamente, sostener un ideal basado en la “emancipación humana”, que se materializará en una nueva sociedad comunista liberada del dominio clasista. A diferencia de Marx, luego destaqué una serie de concepciones “cerradas” o unilaterales, de acuerdo a lo expresado por Berman y a un conjunto de comentaristas en los cuales me he basado. Me referí, entonces, por un lado, a Max Weber, Herbert Marcuse y Michel Foucault, y señalé que sus críticas a la modernidad se han sustentado en el cuestionamiento a las consecuencias que provocan la emergencia, expansión y consolidación de los aparatos de intervención administrativa y de control sobre el mundo social, pero también que dichas consecuencias conducirían a condenar la modernidad y a obturar, en consecuencia, cualquier posibilidad de transformación por parte de las mujeres y hombres modernos. También vimos, dentro de este conjunto de concepciones “cerradas”, la posición neoconservadora de Daniel Bell, quien sostiene una actitud de desprecio por la cultura modernista, y una actitud acrítica hacia el capitalismo y a sus consecuencias. En contraposición a estas interpretaciones del siglo XX, afirmé, finalmente, que las visiones “abiertas”, que dan cuenta de la ambigüedad de la modernidad, continúan vigentes en el mencionado siglo. En tal sentido, me detuve en Jürgen Habermas y en Anthony Giddens, que son ejemplos de concepciones críticas de la modernidad, pero que estiman, no obstante, la posibilidad de transformación y de cambio social. Señalé entonces, que la crítica de Habermas a la racionalización instrumental que coloniza las corrientes comunicativas determinantes de una discursividad de la voluntad libre, o la crítica de Giddens a las incertidumbres fabricadas que impone la modernidad radicalizada, no les impide señalar, simultáneamente, las oportunidades que brinda la

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modernidad para que los sujetos enfrenten esos problemas y construyan las posibles vías políticas para modificar sus experiencias vitales. Tras mencionar las particularidades de la condición moderna, como de las interpretaciones ofrecidas por la teoría social, más específicamente he analizado, en la segunda parte de mi trabajo , las concepciones de Gilles Lipovetsky y de Alain Touraine respectivamente. Dije que el aspecto central de la argumentación de Gilles Lipovetsky radica en que las sociedades “posmodernas” prolongan el “proyecto ilustrado” de la modernidad, esto es, el individualismo y la democracia, aunque esta continuidad de objetivos se logra por medios muy distintos a los imaginados por el pensamiento decimonónico, ya que es el consumo, lo frívolo y el hedonismo, las vías de su consolidación. Por tal motivo, justifiqué que Lipovetsky adopta una visión afirmativa respecto a las sociedades avanzadas y a su futuro, pero, inmediatamente sostuve que este optimismo se sustenta en una actitud acrítica hacia dichas sociedades (tanto hacia la modernización capitalista como hacia las experiencias subjetivas), las cuales, entonces, aparecerían como “exentas” de problemas y, por lo tanto, “cerradas” al cambio social. En contraposición a la visión unilateral de la modernidad de Lipovetsky, mencioné que Alain Touraine considera que la historia de la modernidad se comprende por la tensión de sus dos dimensiones, la racionalización y la subjetivación. En tal sentido, señalé que las sociedades avanzadas aparecen “divididas” o fragmentadas en dos, recordemos: el mundo de la producción, del consumo de masas y de la razón instrumental, por un lado, y el mundo de los deseos individuales, de la memoria colectiva y de la voluntad de identidad, por el otro. Además, que la tensión entre ambos mundos no puede ahora unificarse por algún principio “exterior” a la acción de los sujetos (Dios, Razón o Historia), porque son ellos ahora, precisamente, quienes deben reunificar el campo fragmentado de la modernidad, recurriendo a la razón y a la identidad. Por lo observado, dije entonces, que Touraine adopta una posición crítica de la “desmodernización” que impone fragmentación de las sociedad es, pero, simultáneamente, abierta acerca de la posibilidad de su transformación. Con relación a esto último, mencioné las “salidas” que propone frente a las vicisitudes del desarrollo social moderno, en tres niveles que he distinguido en su argumentación, recordemos: el esfuerzo de los sujetos por articular los fragmentos de la modernidad recurriendo a la razón y a la identidad, los nuevos movimientos sociales que se oponen a los poderes sociales y que demuestran la vigencia de los deseos de libertad, y las instituciones democráticas capaces construir un espacio de mediación entre la cultura y el respeto a la ley universal. Por lo expuesto, digo entonces que las concepciones de Gilles Lipovetsky y de Alain Touraine son disímiles acerca de las consecuencias del desarrollo social moderno en las sociedades avanzadas, porque si el primero acepta acríticamente la modernidad, hecho que lo aproxima a las visiones cerradas, el segundo, en cambio, da cuenta de su carácter ambiguo y ambivalente al mencionar sus posibilidades y peligros, lo cual, estimo, lo posiciona en las abiertas.

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