la señorita de marbeuf
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La Señorita
de Marbeuf
Jean-Louis Dubut de Laforest
JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST
LA SEÑORITA DE MARBEUF
Traducción de José Manuel Ramos González
Título original: Mademoiselle de Marbeuf
© Jean Louis Dubut de Laforest. París 1888
© por la traducción José M. Ramos González. Cádiz, 2015.
I
Cuando el conde Robert de Marbeuf, una de las más honorables víctimas del
hundimiento de la Bolsa, decidió partir muy lejos para buscar fortuna con el comercio
de diamantes, la duquesa de Torcy aceptó en cuerpo y alma acoger a la única hija del
aristócrata, su sobrina Christiane, que se había quedado sin recursos ni protector. La
Sra. de Marbeuf, una princesa rusa de sangre real, cuyo matrimonio morganático fue
todo un acontecimiento en París, acababa de sacrificarse para pagar las deudas de su
marido. A la noticia de la catástrofe financiera, la gran dama había partido para la corte
de San Petersburgo; se postró a las rodillas del Zar y solicitó y obtuvo del amo del
Imperio un gran favor: la autorización de enajenar los bienes de su dote. Luego, de
regreso a Francia, al ser una madre cariñosa y una abnegada esposa, luchó contra el
infortunio, alentando al padre de Christiane a que trabajase, iluminando el sombrío
hogar con el sueño de sus esperanzas. Pero una enfermedad, seguida de unas fiebres,
tomó a la animosa mujer, que necesitó guardar cama para no volver a levantarse nunca
más: un delirio transportó a la condesa más allá de los límites del mundo, y la dama se
sumió en un augusto sueño, conservando toda su radiante belleza, con la única
consciencia y la dicha suprema del honor intacto de la familia, del honor inviolable del
doble blasón.
Golpeado en lo más profundo de su corazón, el Sr. de Marbeuf se sintió desolado:
la desaparición de su considerable fortuna, las preocupaciones del día a día, las
privaciones, todo eso no era nada comparado con la pérdida de su amada; con ella viva,
el conde hubiese sido más fuerte, se hubiese resignado a un trabajo cualquiera. Pero
carecía de espíritu batallador, y, ante la obligación tan seria de ganar el pan cotidiano de
una hija, el aristócrata tenía miedo de sí mismo, de sus nervios, de sus modales todavía
altivos, de su temperamento habituado a ordenar; en presencia de jefes desconocidos, no
estaba seguro de la placidez de su mirada ni de la ligereza de su presencia. Además, el
Sr. de Marbeuf acariciaba una idea de revancha: quería conseguir una dote digna de su
hija y de su casa, y realmente no la podría obtener con un puesto de empleado, incluso
por muy superior que este fuese.
Una vez conducida a Christiane a casa de la duquesa de Torcy, el conde Robert de
Marbeuf tomó un barco que lo llevaría al cabo de Buena Esperanza; algunos periodistas
parisinos se divirtieron a costa de ese vividor incapaz, según decían, de distinguir un
enorme diamante de un tapón de garrafa; pero en ningún caso se dejó de rendir
homenaje a la noble mujer que, en el desastre, – por encima de los contratiempos de la
Bolsa, de los contratos ficticios, de las separaciones de bienes, de verse obligada a
recurrir a su dote, de las falsas y las mil triquiñuelas que los acreedores utilizan para con
el cliente deshonesto y deseosos de refugiarse bajo las faldas de la Señora,– había dado
el admirable ejemplo de una ruina aceptada, de una ruina implorada.
El conde no obtuvo éxito en su empresa y se mató.
Tiempo atrás, ciertas rivalidades espoleaban a los Torcy contra los padres de
Christiane: el duque y la duquesa, menos ricos que sus primos, envidiaban la mansión
principesca de los Marbeuf, la vida elegante y suntuosa de la brillante pareja desdeñosa
de la política, amigos del placer y de la caridad a manos llenas; y aún hoy, la duquesa,
viuda altiva y severa, defensora ilustre del trono y del altar, se acordaba de las sutiles
indirectas del conde y la condesa en relación a la gran politicastra del Faubourg. ¿Cómo
iba el Sr. de Marbeuf a sospechar que la amargada dama vengaría sobre una cabecita
inocente los rencores que él creía olvidados o desaparecidos a causa de su propia
desgracia? Sin embargo, así era. Lejos de aumentar el afecto por la sobrina tan
desdichada, la tía le hacía pagar con dureza su hospitalidad; los hijos de la duquesa,
Juliette y Gontran, ayudaban a su madre en sus represalias. Juliette, corroída por unos
celos rastreros y Gontran acosándola, a veces con un amor caótico, otras veces con un
odio sarcástico de un enamorado henchido de orgullo y que se irrita porque todas las
miradas de una hermosa criatura no se someten humildemente a su persona. Juliette
envidiaba a su prima la elegancia, los trajes, el vestuario de la condesa muerta, que los
dedos de hada de la señorita transformaban, según la moda, con ingeniosidades de
costurera real. Solamente la institutriz, la Srta. Flavie d’Amboise, daba muestras de
alguna simpatía hacia Christiane; pero la situación interina de esta vieja y dulce
solterona no le permitía mitigar los rigores de toda la parentela desencadenada. Entre
una tía terrible y unos primos despreciables, la Srta. de Marbeuf vivió años de dolor,
una juventud llena de tristeza y lágrimas: se le reprochaba falta de celo religioso,
aunque cumpliese con sus deberes; se le acusaba de tener aires de princesa, aunque se
mostrase sencilla y modesta; se le daba a entender, en medio de dulces palabras, de
caricias hipócritas y alusiones hirientes, que habría estado obligada a ganarse el pan,
bien de institutriz o dando clases de piano, si unos parientes caritativos no la hubiesen
recogido; a la menor sonrisa, a la menor alegría, al menor semblante de orgullo, se le
arrojaba en cara el recuerdo de su brillante condición pasada; la helaban de horror
mostrándole el abismo abierto bajo los pasos de las muchachas nobles y pobres. La Srta.
de Marbeuf jamás se rebeló contra las durezas y las injusticias; paciente, esperaba la
santa hora en la que llegase un ser salvador para llevársela de la siniestra casa. ¡Oh,
cómo lo amaría!
Christiane se regocijaba cuando evitaba las desagradables galanterías de su primo:
a las múltiples pasiones que, a espaldas de la duquesa, habían agitado el tenebroso
espíritu del hermano de Juliette, sucedía una frialdad aparente. El joven duque iba a
casarse con una rica heredera, la Srta. Laure de Château-Renauld, y esa noche – era el
mes de noviembre de 1884 – la duquesa Valérie de Torcy ofrecía una cena en su
palacete de la calle Saint-Dominique, para celebrar el compromiso de Gontran.
En una sala adornada con antiguas tapicerías, con retratos de antepasados
alineados a lo largo de las altas paredes, bajo la luz de una lámpara de bronce florentino,
y cerca de una amplia chimenea encendida con enormes morillos llameantes que
soportaban unas cadenas góticas, la duquesa Valérie gesticulaba ostensiblemente
rodeada de algunos miembros del Parlamento. Era una mujer alta y delgada de unos
cincuenta años, de cabellos grises caídos en mechones, nariz puntiaguda y un rostro
iluminado por unos ojos verduzcos. Llevaba un vestido de terciopelo rojo escotado, con
una cenefa de encajes negros sobre la falda, y mientras sus gestos untuosos de pontífice
subrayaban sus palabras, sobre sus labios delgados y fríos, de una frialdad de labios
muertos, se helaba una sonrisa para renacer más fría aún, llena de hiel y sarcasmo,
revelando el desprecio contenido de una monárquica exaltada por unas políticas
desbordantes de esperanza y bellas promesas, incapaces siempre de recuperar a su Rey.
Se enfrentaba sobre todo con el duque de Puyguilhem, que, con motivo de una reciente
sesión de la Cámara de los diputados, y con ocasión de una demanda de amnistía, había
manifestado que tomaba a su cargo a los cuatro hijos de un minero condenado por
participar en la huelga de Decazeville.
–¡Ah, mi querido duque!, ¿por qué interesarse en una familia de revolucionarios y
de asesinos? ¡Qué idea más descabellada!
–Señora, esos niños no son responsables del crimen de su padre, y tengo la
esperanza de verlos crecer y convertirse en trabajadores honrados…
–Si ofrecemos todas nuestras simpatías a las familias de nuestros adversarios, no
nos quedará nada que aportar a aquellos que son leales a nuestra causa…
El marqués de Château-Renauld, senador, solemne caballero de frente huidiza y
patillas salpimentadas, adoptó, con tono irónico, la defensa del diputado:
–En resumen, el señor duque de Puyguilhem, cuyas opiniones legitimistas no
podrían ser cuestionadas, quiere sin duda conquistar las almas, moldearlas e inocular en
los hijos del revolucionario el espíritu monárquico.
–Señor – respondió el duque con tono molesto –, en principio quiero sobre todo
dar pan a unos niños que carecen de él; lo demás ya llegará en su momento.
–¡No se alimentan los cachorros de los lobos y de los tigres! – respondió la Sra. de
Torcy.
Unas cabezas calvas se inclinaron, e incluso unas damas maduras se habían
acercado para aplaudir esas crueles palabras, cuando un primo de la duquesa, el
marqués Arthur de Saint-Hilaire, un viejecito juerguista de bigotes teñidos, creyó de
buen tono, según su costumbre, dejar caer un comentario chispeante en la conversación:
–Valérie,– dijo con su voz cascada,– te equivocas: se alimenta perfectamente a los
hijos de los lobos y de los tigres: la Sra. Sarah Bernhardt ha traído de América una
tigresa…
–Por favor, Arthur, te lo ruego…
Sentadas ante un piano de cola, cubierto con un paño estampado de flores doradas
de lis, Juliette y la novia, ambas vestidas de blanco, hojeaban unas partituras: Laure
tenía uno de esos rostros iluminados, demasiado regulares, con un diseño demasiado
perfecto, una cabeza de virgen morena que la cromolitografía ha popularizado; Juliette
era fea, fealdad heredada de su madre, pues incluso carecía de las gracias de la juventud,
la belleza del diablo, y con sus brazos largos, nariz puntiaguda, pecho plano, los ojos y
la fría sonrisa de la duquesa, parecía marchita antes de estarlo, como la planta a la que
una helada ha quemado sus primeras hojas. Detrás de su hermana y su novia, Gontran,
bajo y delgado, muy envarado en su frac negro, la nariz encorvada, los cabellos
morenos cortados a cepillo, el monóculo en el ojo, unos bigotes con los escasos pelos
erizados, se mantenía de pie, dispuesto al saludo correcto que ofrecía con auténtico
automatismo. De vez en cuando, el duque murmuraba frases insignificantes al oído de
un joven alto y rubio, de ojos azules y hermosos bigotes, el vizconde Jacques
d’Hervilliers, capitán de dragones; pero el vizconde ya no escuchaba las banalidades de
su amigo Gontran: la Srta. de Marbeuf acababa de entrar en el salón, y todo el
pensamiento de Jacques se dirigía hacia ella.
–¡Fíjese!– observó Juliette, lo bastante alto para ser oída por Laure, –mi querida
prima siempre dando la nota… ¡Necesita una entrada de efecto!
Christiane estrechó la mano de Laure y tomó lugar a la derecha de la institutriz, la
Srta. d’Amboise, que la llamaba con gesto afectuoso.
Encantadora en su vestido rosa, con el cuello y los brazos desnudos, rubia de un
tono leonado y luminoso, el talle ligero, el pecho joven y firme, la mirada brillante, la
nariz griega, la boca de un rojo húmedo con dientes muy blancos, regulares,
encantadores y el mentón horadado con un delicado hoyuelo, la Srta. de Marbeuf
revelaba una mezcla de gracia y fuerza con las gracias felinas de la parisina, vivificadas
de una sangre rica y nueva; cada uno de sus gestos era una caricia, cada uno de sus
movimientos, siempre graciosos y castos, una voluptuosidad. Pero eran sobre todo la
frescura de su tez, el sonrosado de los labios de carne nueva, el fuego de los ojos negros
bajo el cabello de un oro virgen, los que animaban ese rostro de una seducción personal
que le daban un violento sabor de lujuria; y al ver, en el estallido virginal de sus
diecisiete años, esa extraña y soberbia hija del Norte, se comprendía a la vez el odio
celoso de la prima y la profunda emoción del joven oficial.
Juliette sabía que mentía afirmando a Laure que Christiane retrasaba su entrada en
el salón para reservarse un éxito de vanidad, pues ese mismo día había surgido una
disputa entre las dos primas, y la Srta. de Torcy había reprochado a la Srta. de Marbeuf
la hospitalidad de su casa. Christiane lloraba, cansada de tantos infortunios, cuando la
institutriz, la Srta. Flavie d’Amboise, había acudido a exhortarla una vez más a la
paciencia. Esa mujer tenía aires de emperatriz caída, pero aún orgullosa, con un perfil
de medallón y cabellos encrespados, que, en lugar de experimentar el odio común y
feroz de una anciana amargada hacia todo lo que es joven y hermoso, amaba a la
desgraciada niña, a la alumna pobre, bonita e inteligente, cuyo trabajo y dulzura la
consolaban de la pereza y el insoportable orgullo de Juliette. Lamentablemente, la Srta.
d’Amboise debía abandonar el palacete de los Torcy al día siguiente, al haberse
terminado la educación de las señoritas; la institutriz trataba de inducirle valor en sus
palabras de despedida; con la pobre muchacha encontró tesoros de afecto en su pobre y
helado corazón de solterona. Christiane declaraba no querer asistir a la cena; la Srta.
d’Amboise le dio a entender que el capitán d’Hervilliers ya se había fijado en ella;
¡estaba segura, se lo juraba! ¿Iba a dejar Christiane campo libre a Juliette que ardía de
ganas de convertirse en vizcondesa? Así pues, alentada por esa voz amiga, la Srta. de
Marbeuf había enjugado sus lágrimas para bajar al salón y presentarse allí con la sonrisa
en los labios y en toda su triunfal belleza.
El capitán d’Hervilliers arrastraba al joven duque.
–Gontran, – dijo–, tú eres mi amigo. ¿Puedo confiarte algo serio?
–¡Por supuesto!
–Pues bien, ¡estoy loco por Christiane!
–¡Venga ya!
–¡La adoro!
–Pero si apenas la conoces.
El Sr. d’Hervilliers no tuvo tiempo de percatarse de la palidez del prometido de
Laure; un criado en librea vino a anunciar que la Sra. duquesa estaba servida y todos
pasaron ceremoniosamente al comedor. Había treinta invitados. Christiane se
encontraba situada en uno de los extremos de la mesa, entre la Srta. d’Amboise y el
barón de Saint-Hilaire; de vez en cuando, la vieja institutriz observaba los ojos del
capitán, luego murmuraba al oído de su vecina: « Te mira… te quiere…»
Después de una cena seria y silenciosa, se regresó al salón; Juliette y Laure
comenzaron a servir té y café; Christiane permanecía apartada; la duquesa, que quería
evitar cualquier sospecha de injusticia, interpeló dulcemente a su sobrina: «Christiane,
ayuda a tus primas, por favor.» Precisamente, el capitán d’Hervilliers se encontraba
cerca y era uno de los últimos en ser servido a causa de su edad, y fue a él a quien la
Srta. de Marbeuf presentó la primera taza. Juliette enrojeció de cólera, pero su emoción
era insignificante al lado de la turbación de Gontran. El joven duque iba, venía,
mariposeaba alrededor de su novia; se empeñaba en hacer gracias; parecía encantado,
cuando una angustia lo corroía en lo más profundo de su ser. La inesperada confidencia
de Jacques d’Hervilliers había reactivado su pasión por Christiane; ya no veía más que a
Christiane y sus mentirosos ojos sonreían a Laure.
Toda la velada representó la misma comedia; se mostró galante con la Srta. de
Château-Renauld, afectó la más perfecta indiferencia hacia la Srta. de Marbeuf, y nadie
hubiese podido sospechar el gran caos en el que lo había sumido la repentina
declaración del enamorado de Christiane.
Una vez se fueron los invitados, el joven duque subió a sus aposentos, y, contra su
costumbre, tomó un libro a fin de distraerse o dormir. Pensaba. No amaba a la mujer
con la que iba a casarse, y hete aquí que de un golpe se despertaba y estallaba en su
imaginación el primer amor tan violentamente combatido. Como marido de Laure sería
desgraciado; algo se lo decía. Pero, ¿qué hacer? Estaba prometido a una rica y noble
señorita, pertenecía a un mundo donde romper las promesas se pagaba, y su madre lo
había acostumbrado a roer los huesos sin protestar nunca.
En su noche de confusión, resplandecía Christiane y podía observar hasta los
menores detalles de su figura; no solamente veía a Christiane tal como era hoy, sino que
retrocediendo en el tiempo revivía, por así decirlo, los orígenes y los vaivenes de su
pasión; evocaba los recuerdos de la infancia, las gentilezas y las bellezas sucesivas de
Christiane: ese rostro y ese cuerpo de la señorita, de la prima, a su vez odiado y
adorado, los reconstituía con otros cuerpos y otros rostros desparecidos de los que
seguía el desarrollo normal, y eso generaba una sucesión enloquecida y bizarra de
anatomías graduales convergiendo finalmente en una sola y admirable criatura. Ante la
radiante visión, Gontran padecía aun las alternativas de un corazón malvado y de un
cerebro desequilibrado: amaba a su bella prima con todo el fervor de un enamorado en
éxtasis, pero también la mancillaba con todas las ignominias de un vicioso libertino.
Al despertar, Gontran se puso a reflexionar en la realidad presente. ¿Daría a su
madre, a su familia, a su mundo, el espectáculo de las incertidumbres y de las
variaciones de un alma débil y de una sangre corrupta? ¿Tendría la valentía o la
cobardía de renunciar a un matrimonio ventajoso y a unos compromisos establecidos?
¿Se atrevería, después de la confesión del Sr. d’Hervilliers, a cortarle el paso al capitán?
¿La despreciada prima aceptaría su cambio de opinión? De tantas preguntas, la última,
la más importante, no le preocupaba en absoluto; él se encargaría de vencer las
resistencias de la Srta. de Marbeuf si esta no se mostrase halagada de una alteración de
la situación tan inesperada y gloriosa. Pero la extranjera era rica, la pariente era pobre, y
él tenía necesidades, a pesar de su fortuna personal, de una dote considerable para
satisfacer sus gustos y el tren de vida que soñaba llevar.
Durante una semana, el espíritu de Gontran se mantuvo entre dos ideas contrarias.
Persiguiendo actrices, el joven duque retomó el camino de la francachela por todo lo
alto, y, en lugar de apaciguarse, las juergas aportaron nuevo alimento a su fiebre de
lujuria; por todas partes encontraba a Christiane, por todas partes soñaba con Christiane,
y siempre era incapaz de tomar una determinación; veinte veces había estado a punto de
abordar a Christiane y confesarle todo de rodillas. Si la encontraba sola, se inclinaba y
pasaba de largo.
Pero, llegado el día en que la condesa d’Hervilliers pidió para su hijo la mano de
la Srta. de Marbeuf, el joven se decidió resueltamente a dar satisfacción a sus instintos
de tirano hipócrita y de cobarde enamorado: no podía casarse con Christiane, pariente
pobre, pero tampoco quería que Christiane, pariente hermosa, se convirtiese en la
esposa de otro hombre.
II
La Srta. de Marbeuf iba a casarse con un aristócrata que la Sra. de Torcy quería
desde hacía tiempo para su hija, y la madre no perdía ninguna ocasión de testimoniar su
odio a la huérfana envidiada. Es sabido que los reglamentos militares exigen de las
esposas de los oficiales un modesto aporte dotal: los d’Hervilliers no pedían nada a la
duquesa, no esperaban nada de ella, y a la duquesa le gustaba repetir, en presencia de
Christiane, que el capitán debería usar de una estratagema, trasgredir la ley, dotar a la
novia sin dote. Juliette, la triste Juliette, afectaba maneras aristocráticas y generosas,
aires de hermana mayor complaciente, pero en realidad solamente mostraba gestos
sarcásticos de burguesa vulgar, indiscreciones en su discurso, observaciones de mal
gusto, tonterías infantiles indignas de su condición y de cualquier condición: había que
oírla hablar del ajuar de novia, inventariarlo, glorificarlo, ¡la limosna de la casa rica a la
pariente pobre! Pero, ¿qué podían contra Christiane las crueldades de la tía y de la
prima, cuando el ser amado hacía descender la luz y el calor vital en esa juventud tantas
veces ensombrecida y helada, hoy desbordante de ternura y amor? ¿Acaso todos los
rencores de la valiente muchacha no tocaban a su término? ¿Acaso la desgraciada no
estaba acostumbrada a las humillaciones? ¿Daría a la familia armas esperadas? ¿Iba a
comprometer un futuro radiante por una palabra ofensiva o por un enfrentamiento sin
duda deseado? ¡Oh, no!, permanecía muda a pesar de las provocaciones, los embustes y
las perfidias, mordiéndose los labios para no romper en sollozos, y se iba del lugar
cuando emergían sus amarguras y sus dolores profundos, cuando la mártir tena miedo
de sucumbir ante la creciente andanada de los veladas injurias y las afiladas ironías.
El capitán d’Hervilliers hacía sus visitas cada vez más frecuentes al palacete de
Torcy. Gontran sonreía a los nuevos prometidos; incluso hablaba de retrasar algunos
días su boda a fin de celebrar una doble y solemne unión: el duquesito parecía
metamorfoseado, siempre alegre, siempre dulce, y parecía estar locamente enamorado
de Laure.
Una noche, la duquesa, Juliette, Christiane y Gontran regresaban de un gran baile
ofrecido por la Sra. d’Hervilliers en honor de su futura nuera. En el coche cerrado, el
joven duque se encontraba sentado frente a su madre y al lado de la Srta. de Marbeuf.
Al menor balanceo del coche, tirado por dos caballos de raza, se rozaba con la bonita
prima, la buscaba con el pie, la pierna, toda la mitad inferior de su cuerpo, pero
mantenía el busto muy erguido, la cabeza alta, el cuello elevado, la mirada indiferente;
la señorita retrocedía, cerraba las rodillas no atreviéndose a quejarse, y él la apretaba sin
cesar, la sentía vibrante de la fiebre que Jacques acababa de encender en ella, seguía las
palpitaciones del pecho bajo la blanca mantilla, respiraba el perfume de sus
deslumbrantes cabellos y de la boca un poco húmeda, y, buen actor para no traicionar
las voluptuosidades de sus tocamientos, arrojaba una oleada de palabras banales,
mientras la tela del pantalón se confundía con el vestido de baile. Gontran nunca había
encontrado a Christiane tan bella, tan deseable, y al contacto de las formas juveniles, al
dulce y penetrante calor de los miembros que le huían, imaginó lo que no podía ver, el
rosado deslumbrante de los íntimos encantos, las delicadas líneas del torso, la curvatura
de los riñones, los salientes, los entrantes, los contornos, hasta la sonriente flor virgen
en un bouquet de frondosa vegetación dorada. En ese momento se vio obligado a
apartarse de la prima, de entreabrir la ventana de una portezuela, pues, con el fuego en
la sangre, temblaba de una necesidad lujuriosa, de la locura erótica de tomar a
Christiane, de tomarla allí, de abrazarla en un goce supremo bajo la mirada de su madre
y de su hermana. Sin embargo se contuvo. Una bocanada de viento glacial se llevó esa
calentura que las damas de Torcy, ya somnolientas, no habían observado y de la que la
Srta. de Marbeuf debería guardar siempre un indescriptible terror.
El coche se detuvo ante la escalera empedrada de la entrada del palacete. Gontran
se apeó el primero, despidió al criado y ofreció la mano a las damas, invocando una
migraña que le dispensó de la pequeña charla de rigor sobre los vestidos del baile. En
lugar de dirigirse a sus aposentos, el prometido de Laure fue a esperar en la puerta de
Christiane. El joven duque había meditado su plan, preveía las consecuencias y actuaba
con la fría resolución de un criminal: sabía que Christiane se desnudaba sola, y que las
criadas se encontraban con sus amas. Desde la partida de la institutriz no había que
temer ningún testigo indiscreto. Pero si diese a su prima tiempo para meterse en la
cama, a encerrarse, si golpeaba la puerta en mitad de la noche, la Srta. de Marbeuf,
despertada de un sobresalto, pediría auxilio, y no quería en absoluto un escándalo;
observó la cerradura y consideró fácil hacerla saltar; poseía una falsa llave de
fabricación reciente; pensaba incluso imitar la voz de Juliette: no se detuvo por más
tiempo en esas ideas de inocente colegial y le pareció mucho menos peligroso
simplemente acechar la llegada de la joven.
La Srta. de Marbeuf avanzaba; él se ocultó detrás de una columna del pasillo, y
desde que la señorita hubo entrado en su habitación, él golpeó a la puerta, entró
afectando un aire desesperado: « ¡Mi madre me ha dicho que acaba de ser presa de un
síncope!...» Y luego, habiendo evitado la primera crisis, la más temible, excusó su
mentira por el ardor de su pasión con una bella frase:
–Christiane, un violento amor desencadena tanto las locuras como los heroísmos,
y uno debe compadecer a los enamorados que no tienen elección. ¡Oh! Comprendo tu
estupefacción, tus temores, tu palidez, pero no te alarmes: ¡yo respeto lo que amo!
–Has perdido la razón… ¡Vete!
–Si estoy loco es por ti, ¡te lo juro!
–¡Vete o llamo!
–Si provocas un escándalo, tu matrimonio se verá en peligro, no lo olvides, prima.
–¡Cobarde! ¿No son ya bastantes las angustias que he soportado en esta casa para
que ahora salga de ella mancillada?
–¿Quién habla de mancillarte? Vengo a suplicarte que me escuches, la hora no es
la más conveniente, pero ¿soy dueño de mis horas cuando desde hace una semana te
sustraes a mis tentativas de reconciliación?
–Ten cuidado Gontran: ¡tengo a alguien que me defienda!
–¿Jacques?
–¡Sí, Jacques! ¡El que te abofeteará mañana!
–Mi pobre pequeña, cuando d’Hervilliers sepa que he venido por la noche a tu
habitación, no querrá volver a verte. ¡Llama! ¡Toca el timbre! Y en presencia de la
familia, de los sirvientes, como mañana frente al vizconde d’Hervilliers, declararé,
afirmaré que la Srta. de Marbeuf ha sido mi amante… ¿Ahora comprendes que es mejor
para ti que me escuches?
La Srta. de Marbeuf había caminado hasta el fondo de la habitación; Gontran se
arrastraba a sus rodillas.
–¡Perdón, mi Christiane, perdón! ¡Yo te adoro, te adoro! Yo era débil, había
perdido la cabeza influido por una madre imbécil y una hermana celosa; he luchado para
vencer el amor todopoderoso que hacia ti me arrastra; he intentado el olvido de mis
dolores al lado de una muñeca insignificante: Laure hubiese sido el duelo de mi vida; tú
en cambio serás la alegría, la fiesta, la redención, pues solo tú ocupas mi pensamiento...
¡Oh, Cristiane, qué importan la fortuna y la gente! Todavía somos libres, dejaremos
Paris y nos amaremos siempre, siempre…
–Gontran, mi corazón no me pertenece ya y no puedo amarte… Perdono tu locura;
¡ahora, por favor, vete!
–¿No me odias?
–Yo no odio a nadie.
–¿Christiane?
–Gontran, por última vez, ¡te suplico que te vayas!
–¡No, no quiero que ames a otro! ¡No quiero! ¿Me oyes? ¡No quiero!
Él le besaba las manos, se aferraba a sus faldas; ella se desprendió:
–¡Me produces horror; voy a gritar, voy a pedir auxilio y a darte la alegría por fin
de que me comprometas!
–¡Es inútil! – gruñó Gontran levantándose. – Eres de hielo, prima, y me he
enfriado por completo; no recomenzaré… ¡Adiós!... Pero, Christiane, estás equivocada,
te lo aseguro, ¡te equivocas!...
Y el joven duque se encaminó sin ruido hacia sus aposentos a lo largo de los
silenciosos corredores.
Por la mañana Gontran descendió a las cuadras, y tras haber dado las órdenes al
resto de los criados, permaneció solo con el primer cochero, un individuo inglés, Élias
Rowester, de grandes patillas, jubilado de un circo de feria que había sido contratado
por recomendación de una agencia parisina; el amo y el criado se comprendían a medias
palabras. Élias estaba al corriente de lo que el aristócrata acababa de pedirle, y desde
hacía tres días esperaba órdenes para actuar.
–Será esta mañana, Élias.
–¡Aoh! Yes, señor duque.
Gontran extrajo de su bolsillo un montón de billetes, diez mil francos, que entregó
al cochero:
–Terminado el asunto, se te despedirá: no repliques y parte para Inglaterra
tomando el primer tren.
–Yes.
–No regresarás bajo ningún pretexto a París.
–Nunca.
–¡Hasta pronto!
–Yes.
A la Srta. de Marbeuf le encantaban los caballos; sobre todo había tomado un gran
afecto a una yegua llamada Muscadine que el Sr. d’Hervilliers se proponía comprar para
agradar a su futura esposa. Con frecuencia, Christiane acariciaba a Muscadine, ofrecía
azúcar al animal; pero, esa mañana, ante el temor de encontrarse con el duque, la joven,
que se dirigía al jardín, pasó sin detenerse en las cuadras. El cochero Élias la abordó,
muy respetuoso:
–Miss sería muy amable de dar los buenos días a Muscadine; yo la he embellecido
y desparasitado; la pobre Muscadine se aburre tanto cuando miss no la visita. Se aburre
mucho, mucho, mucho…
Christiane siguió al cochero, y mientras la encantadora mano acariciaba al animal
que piafaba de placer, los gruesos dedos de Élias rozaron la cintura y los cabellos de la
señorita, y a continuación el hombre exclamó:
–Aquí está el señor duque, Miss, ¡estamos perdidos! ¡Oh! ¡Qué desgracia!...
Gontran escupió a Élias sobre la espalda, y dirigió su cólera hacia la Srta. de
Marbeuf; la cubrió de insultos y, empuñando su brazo, la hizo caminar con la fusta en lo
alto; la arrastró, más muerta que viva, en medio de la sorprendida servidumbre, hasta el
gran salón donde la duquesa leía los periódicos.
–Señora, –dijo, – a usted corresponde decidir si nuestra casa debe ser mancillada
por más tiempo.
La Sra. de Torcy se levantó, llena de dignidad:
–¡Habla!
–He sorprendido a esta mujer que usted ha dado hospitalidad, a esta pariente
indigna, con uno de los criados.
–¿Christiane?
–¡Sí, Christiane!
–Te equivocas, hijo mío; la Srta. de Marbeuf está al abrigo de semejantes
sospechas, y te ruego…
–No sospecho nada, lo he visto.
–¿Cuándo?
–Hace un instante.
–¿Con un criado?
–Sí.
–¡Quiero pruebas!
–Entonces interrogue al desvergonzado que acabo de fustigar, a ese miserable
Élias…
–¿Élias, el cochero?
–Sí, señora, el cochero Élias, que al no poder negarlo, ha confesado su perfidia.
¿Quiere escucharlo?
–Lo exijo.
La sangre había abandonado el rostro de la acusada; la Srta. de Marbeuf miraba,
escuchaba, incapaz de moverse ni de articular palabra; permanecía allí, de pie, inmóvil,
como las vestales antiguas, bajo el aliento de un dios ofendido, en la actitud más
moderna de una hipnotizada de la Salpêtriere1.
Ahora, la duquesa, sentada en un sillón de alto respaldo, a semejanza de un juez
en su tribunal, terminaba el interrogatorio de Élias. El cochero se había presentado con
los brazos colgantes y las patillas aplastadas.
–Élias, ¿afirma no haber usado ningún medio de violencia?
– Miss vino a mi encuentro por la mañana, señora duquesa…
–¿Fue ella quien lo buscaba?... Pero, ¡eso es espantoso! Srta. de Marbeuf, la
conmino, diga a este hombre que ha mentido… ¿No responde?... ¡Gontran, da el
finiquito a Élias y despídelo de inmediato!... ¡En cuanto a usted, señorita, suba a su
habitación para esperar allí mis órdenes!...
Christiane abrió sus grandes ojos; la sangre regresó al mismo tiempo que la razón:
–¡Señora! ¡señora! ¡Su hijo está loco!... ¡Los celos lo pierden!... Me mata… La
noche pasada ha entrado en mi habitación…
–¡Silencio, señorita! No añada una nueva mentira a su infamia…
–En el nombre del cielo…
–¡Las hijas indignas que mancillan su casa han perdido el derecho de implorar el
cielo!...
–Señora… tía…
–Ya no soy su tía…
–Señora…
–¡Enciérrese en su cuarto!
1 Hospital parisino célebre por ser donde el Dr. Charcot realizaba sus experimentos con alienados
y a cuyas conferencias asistían los notables de la época. (Nota del traductor)
–Espere un momento…
–¡Enciérrese!... ¡Váyase!...
La Señorita de Torcy apareció en el umbral de la puerta; Christiane corrió hacia
ella, y de rodillas, con las manos juntas:
–Juliette, se me acusa… por piedad, ¡protégeme!...
–Hija mía – dijo la duquesa– ¡te prohíbo hablar con la señorita!...
–Juliette, no soy culpable; ¡quieren perderme, quieren mi muerte! Dime, prima, tú
no me odias hasta ese extremo, ¿verdad?
Juliette apartó el rostro.
Cuando se encontró sola en su habitación, la Srta. de Marbeuf rompió a llorar;
luego, dominando la emoción que la estrangulaba, escribió la siguiente carta:
Al Sr. Vizconde Jacques d’Hervilliers,
Capitán en el 30 regimiento de dragones,
Palacete de la plaza de Sainte-Geneviève.
«Jacques,
«Tu Christiane, la prometida que habías elegido y que se enorgullecía de
pertenecer pronto a la casa de los d’Hervilliers, tu Christiane es una desdichada:
necesito todo tu coraje para soportar la última y cruel prueba que Dios me reservaba;
necesito toda la fe en ti para poner un poco de orden en mis confusas ideas.
«Jacques, desde la muerte de los míos, he llorado, he sufrido, y el pan diario de la
familia adoptiva ha sido pagado mediante las humillaciones de la huérfana y amasado
con sus lágrimas. Jamás una caricia, nunca una palabra de afecto: tres seres
confabulados contra mí, luchando con sarcasmos, una tía bárbara, una prima celosa, un
primo hipócrita y furioso porque yo despreciaba su amor. Pero has llegado tú, y si
todavía silbaban las amenazas y los odios hacia la pariente pobre, yo ya no escuchaba
nada, no quería ver nada. Por lo demás, Gontran parecía amar a otra mujer, y yo estaba
radiante y olvidaba las horas crueles soñando con el futuro, al estar mi pensamiento
pleno de ti! Pero Gontran no olvidaba; su aborrecible pasión no estaba muerta: estaba
allí, siempre allí, espiando nuestras entrevistas, y yo, en el temor de herirte, de perderte,
oculté mis tormentos y rehuía la mirada del hombre que me daba miedo, y te sonreía,
temblorosa de emoción y alegre.
«Debo contarte todas las cobardías de ese miserable. Tras haber intentado
seducirme después de haber violado la habitación sagrada de una pariente, Gontran, tu
amigo Gontran, duque de Torcy, acaba de sobornar a un cochero; ha hecho que fuera al
encuentro de ese hombre con las apariencias de una relación criminal; entonces,
arrogándose el rol de guardián de la dignidad de la casa, me agarró, me arrastró como la
última de las infames, y el cochero declaró, afirmó, en presencia de la familia y de los
demás sirvientes, que yo lo busqué, que me ha mancillado, ¡que el criado ha poseído a
una Marbeuf!
«¿Existe un sufrimiento ignorado que precede a los misterios de la muerte, puesto
que yo no he muerto de vergüenza en presencia de la acusación?
«Jacques, oh, mi único amor, tú constituyes mi única fuerza, mi única esperanza,
pues el propio Dios me abandona: tu Christiane siempre es digna de ti y es hacia el
doble blasón de honor del aristócrata y del oficial francés hacia donde ella tiende sus
manos suplicantes. ¡Tú harás justicia!
«CHRISTIANE DE MARBEUF».
El capitán d’Hervilliers, cuyo regimiento tenía cuartel en Compiégne, acababa de
obtener un permiso de un mes para celebrar su boda, y, tras el almuerzo familiar y una
pequeña charla íntima, el oficial iba a ver a Christiane cuando un criado anunció:
–El señor duque de Torcy…
Gontran se inclinó ante la condesa, estrechó las manos del conde y de Jacques,
pero estaba tan nervioso, tan visiblemente alterado, que la noble dama, el viejo
aristócrata y el propio dragón temblaron, penetrados de la sospecha de una irreparable
desgracia. Sin embargo, el Sr. y la Sra. d’Hervilliers reprimieron un poco sus temores:
el joven duque se excusaba ante ellos, había que informar a Jacques de un
acontecimiento grave; no hablaba de moribundos, ni de muerte, y como una ira
contenida parecía poseerlo, exaltarlo, y como los duelos nos hielan y nos paralizan, la
calma regresó sobre sus ansiosos rostros.
Jacques y Gontran subieron juntos una gran escalera de mármol que conducía a
los aposentos del capitán, y, a las preguntas del prometido de Christiane, el duquesito se
hacía de rogar todavía, emitía largos suspiros, ofrecía sus puños.
–¡Ah! ¡Mi pobre Jacques!
–Gontran, ¿qué sucede?
–¡Querido amigo…!
–Vamos… ¡dime!
–Ahora… en tu habitación… necesito intimidad, debo mantenerte apartado… la
noticia es atroz, horrible para ti, para mí, para los míos…
Una vez solos, el conde y la condesa tuvieron la misma idea: se trataba de un
duelo, y Gontran pedía a Jacques que oficiase de testigo; la Sra. d’Hervilliers, aún bella
con su dulce figura de patricia romana, se preocupaba pensando en el Sr. de Torcy, y el
viejo levantaba un par de rudos bigotes blancos, esbozando gestos de conmiseración.
El joven duque contaba la historia de la Srta. de Marbeuf y del cochero Élias, que
el oficial escuchaba con los dientes apretados, con el rubor en la frente; contaba su
aparición repentina, la conmoción de los culpables, la intervención de la duquesa, el
silencio de la desgraciada, la confesión del seductor; inventaba el cuadro vivo de los dos
criminales, y su relato resultaba ser de un realismo sobrecogedor; los mostraba a ambos,
detrás de una puerta apenas cerrada, a fin de estar de pie, a la menor alerta; les mostraba
acostados en del fondo de las cuadras, el único lugar que convenía a sus amores
infames; los hacía ver desenlazados, Élias, con los labios colgantes, ocultando su sexo;
Christiane, con los ojos azorados, con la boca babosa, bajando sus faldas y
abandonando la pocilga, el camastro mancillado de lujurias del patán.
–¡En el nombre de Dios! – gritó el oficial levantándose, – Porque eres tú quién
afirma todo eso: ¡a cualquier otro lo estrangularía!
Gontran, con la cabeza baja, retomó la palabra y dirigió frases fraternales y de
aflicción hacia el enamorado que enjugaba sus lágrimas y sentía un gran frío invadir y
helar su corazón: el dolor era para Jacques; la vergüenza, toda la vergüenzas para la casa
de los Torcy. Su casa había sido salpicada por la mancilla accidental; acusaba a la
madre de Christiane, a la princesa muerta y siempre enemiga, la rusa en cuyas bárbaras
entrañas se había gestado una mala criatura; y a ese discurso siguió una interminable
evocación de antepasados, de glorias desaparecidas, de nobles y virtuosas damas de
Francia desde mucho tiempo tranquilas y que sin duda hoy estarían estremecidas en sus
tumbas.
Sin embargo, concluyó de una manera menos heroica:
–Mi madre quiere encerrar a Christiane en un convento: la Srta. de Marbeuf es
una salvaje o bien una enferma, una loca, una ninfómana, un sujeto de Charcot, de Luys
o de Dumontpallier…
El capitán de dragones era de una naturaleza leal pero un poco salvaje, inocente,
impulsiva, dotada de una llama siempre dispuesta a la acción, y la pasión que el joven
oficial sentía por la Srta. de Marbeuf era una demostración evidente de esa propia
naturaleza. Aristócrata y soldado, se sometía al amor como mañana caminaría hacia la
batalla, rebelde a las perfidias y a las añagazas del mundo. Había amado a una indigna
sin conocerla: eso se decía, abatido y pensante. Por lo demás, ¿cómo iba Jacques a
desgarrar todos los velos de esas mentiras? ¿Acaso las circunstancias no jugaban a favor
de la siniestra comedia de Gontran? ¿Cómo iba a ser el prometido de Laure sospechoso
de tamaña infamia?
El Sr. d’Hervilliers quería tanto o más a la señorita acusada, que debió luchar
contra sus parientes deseosos de verle casado con una mujer noble, pero también rica, o
al menos en proporción con la situación de su fortuna. En su cólera ciega y creciente, en
lugar de una Christiane dulce, casta, enamorada, aparecía la amante de Élias; y, absorto
en la horrible visión creada con tanto realismo por el confidente, Jacques seguía el
camino de la infamia y él mismo descubría otras faltas: creía acordarse de que la pasada
noche, en el baile, Christiane había sacado su lengua rosa y vibrante, había dado
muestras de ardores e indecencias de mujer alegre, guiños de ojos, provocación del
torso y las caderas, y eso lo enervaba, lo indignaba, lo enloquecía por ser el juguete
imbécil de la intrigante pobre, de la iluminada corrupta, de la casquivana, ¡de la hembra
del cochero!
Y el falso amigo, que leía el pensamiento de Jacques, dijo:
–¡Si Christiane fuese mi hermana, la hubiese matado!...
Cuando los dos hombres se separaron, la duquesa de Torcy se encontraba ya junto
a la condesa d’Hervilliers, y la madre, con más reservas y delicadeza que su hijo,
terminaba la obra del primo de Christiane.
La Srta. de Marbeuf pensaba en los medios de hacer llegar su carta. Ninguna de
las mujeres de compañía le inspiraba bastante confianza y esperó hasta las tres la visita
de la Srta. Flavie d’Amboise; la institutriz no apareció, o bien la duquesa le impidió
volver a ver a su antigua alumna.
Christiane rechazó el alimento que los sirvientes le habían llevado. Desde su
ventana abierta al patio había observado la partida de Gontran y luego la de la duquesa;
pensó que la madre y el hijo se habían dirigido al palacete d’Hervilliers, donde acusaban
a la ausente, que tal vez se creyesen las acusaciones, y, espantada de las venganzas del
día siguiente, de la sombra del claustro con el que la amenazaban, se vistió, puso un
abrigo, guantes y un sombrero, decidida a abandonar la casa de dolor, a pedir asilo a la
madre de Jacques, y si la condesa se negaba, a matarse, a perderse a lo lejos en la noche.
A través de los pasillos, encontró a su prima Juliette que le preguntó con tono
impertinente:
–¿Sales, señorita?
–Sí, señorita.
–¡Te prohíbo salir!
–¡Déjame pasar!
–¡No!
Juliette llamaba en su ayuda, pero la Srta. de Marbeuf bajó por la escalera de
servicio, abrió la puerta del patio y salió a la calle. Caminó con paso rápido hasta el
palacete de los d’Hervilliers y ordenó al portero:
–Anuncie enseguida a la señorita de Marbeuf a la señora condesa.
El portero se inclinó, muy sorprendido por una visita tan extraña y se fue a
ejecutar la orden; reapareció muy pronto, siempre más asombrado:
–La señora condesa no está visible, señorita.
–Entonces al señor vizconde.
–Creo, señorita, que el señor vizconde no la recibirá más; el señor vizconde ha
escuchado su nombre y parece de un humor… ¡No lo había visto nunca así!...
–Pues bien… ¡deseo hablar con él!...
A pesar de las súplicas del portero y de su esposa, ambos aterrados, ella pasó
altiva, atravesó el patio de honor y subió la gran escalera. Justamente en ese momento el
vizconde salía del salón.
–¡Jacques!...
–¿Señorita, tiene usted la audacia de penetrar aquí, a pesar de nuestra prohibición?
–Señor, se lo suplico…
–¡Retírese… señorita!
–¿Jacques?...
–Retírate desgraciada, o te azoto.
Christiane volvió a bajar; pero, ante el domicilio se detuvo aún; una última
esperanza parecía reanimarla: Jacques había escuchado a los acusadores; escucharía la
defensa. Con los dedos crispados entregó al portero la carta que acababa de escribir, el
humilde y valiente testimonio de su vida de desgracia:
–Entregue esta carta al Sr. Jacques d’Hervilliers; dígale que su prometida, víctima
de una odiosa acusación, va a rezar a Santa Genoveva, y que si se niega a escucharme,
antes de entrada la noche, me encontrará muerta.
III
La iglesia de Santa Genoveva estaba casi desierta. Un grupo de hombres bajaba
del arquitrabe, alejándose alrededor de los frisos y los capiteles; aquí y allá, unas
antigüedades de oro picaban con sus rojos destellos las inmensidades de la nave, y bajo
la gran bóveda, hacia las naves laterales resplandecientes de sepulcrales blancuras, los
mármoles de las tumbas, las frías estatuas, parecían implorar del aliento divino la
resurrección de sus imágenes desvanecidas y glorificar al Cristo frente a la Santa, al
Dios crucificado en todo su poder. A la entrada del templo y cerca del gran pila de agua
bendita donde reposa un ángel blanco, la Srta. de Marbeuf se había arrodillado, con la
frente entre sus manos; de vez en cuando, arrojaba un rápido vistazo, a derecha, a
izquierda, y como el amado no venía y ella desesperaba de volverlo a ver, sus ojos
acabaron por detenerse y fijarse sobre el Dios al que siempre suplicaban los ojos
muertos de las blancas piedras. Dos o tres mujeres vestidas de negro rezaban a la luz de
los cirios de una capilla florida; un viejo mendigo se apoyaba contra un pilar: Christiane
habría querido mostrarse caritativa, pero en medio de su turbación había olvidado su
cartera, un centenar de francos, aguinaldos sucesivos de la duquesa. Los curas no
confesaban ya y se retiraban; los feligreses alineaban las últimas sillas; un sacristán
llevaba un alto ramo, la decoración de una rica boda; otro cubría con un paño oscuro los
manteles blancos de los altares; otro agitaba un plumero, quitaba el polvo a la mesa
santa, a las vinajeras, los vasos sagrados, los atriles, el gran Evangelio.
Alguien abrió una de las puertas laterales de la izquierda y entró. Christiane se
dijo: «¡Es él!» y se levantó bruscamente. Era un sacerdote barbudo, un coloso de
caminar audaz, un civilizador de tierras lejanas; caminó por la nave que hizo eco con el
ruido de sus pies y se arrodilló ante el tabernáculo del altar principal. La Srta. de
Marbeuf tuvo la idea de confesarse a ese padre e implorar al mismo tiempo sus
consejos. En sus viajes había tenido que ver mucho dolor, secar muchas lágrimas;
caminó a su lado; él permaneció inmóvil, en éxtasis, y de pronto se golpeó el pecho, a
grandes golpes redoblados, y con tanta fuerza que Christiane se estremeció. Ella volvió
a su lugar e hizo retroceder su silla entre las sombras de un confesionario desierto. El
religioso viajero se volvía; las mujeres de negro abandonaban la capilla y el mendigo
había desaparecido. Sola, Christiane permanecía en su tenebroso rincón. Santa
Genoveva conservaba un viejo perfume de incienso, sutil y dulce al olfato de la señorita,
y que dulce y misteriosa resultaba la luz tamizada de los vitrales a su mirada; hacía frío;
una sensación de quietud infinita la penetraba por entero: Christiane permanecería allí
para sufrir, para rezar, para dormir, para soñar, tal vez para morir.
El sacristán del plumero le tocó suavemente en el hombro:
–Perdón, señorita, la he llamado ya; no me oyó; son las seis; se va a cerrar la
iglesia.
–Creía que las iglesias permanecían abiertas siempre…
–Hasta las seis en invierno, a las siete en verano, señorita; se vuelve a abrir si hay
sermón u oraciones; pero las iglesias nunca quedan abiertas por la noche.
La Srta. de Marbeuf tropezaba con las sillas apiladas, cuyos pies y barrotes la
amenazaban al paso como unas maderas de tortura: sumergió sus dedos en el agua
bendita, que, a través del guante, le pareció helada, hizo el signo de la cruz, miró el
vacío y al fondo la última estrella roja de un rojo sangre; miró las pálidas estatuas de las
tumbas, luego el Cristo, la Santa, y le pareció que los muertos, santa Genoveva y el
propio Dios se reían con sarcasmo entre ellos, con un sarcasmo terrible y sonoro
haciendo sacudir el templo. Salió espantada de la iglesia.
Sobre la plaza de Santa Genoveva, el sentimiento de lo real expulsó la bizarra
alucinación; Christiane se dijo que muy probablemente el portero no había entregado su
carta y llamó al timbre del palacete de los d’Hervilliers.
–¡Oh! se lo ruego señorita,- protestaron al mismo tempo el portero y su esposa,-
no venga aquí; ¡va a conseguir que nos despidan!
–¿Y mi carta?
–Su carta, señorita, -respondió sola esta vez la mujer del portero-, ¡ha sido su carta
la causa de todo el mal!
–¿El señor vizconde ha leído mi carta? ¿Está usted segura, me lo jura, señora?
–¡Se lo juro, señorita!... El señor vizconde ha… pero, ¿para qué?
–¿Cuénteme?
–Pues bien, la ha tratado a usted de comedianta… de otros adjetivos incluso…
–¿Él?
–¡Él!
–¡Oh!–gimió ella, llena de vergüenza y terror.
Y se fue.
La sobrina de la Sra. de Torcy bajó por los bulevares de la orilla izquierda del
Sena acelerando el paso, cuando unos estudiantes seguían demasiado de cerca el abrigo
negro y el sombrero de terciopelo oscuro; unos sudores inundaban su rostro, discurrían
a lo largo de sus riñones y tenía mucho calor o mucho frío, ya no lo sabía. Caminaba, se
apuraba en medio de la calzada ruidosa. Los paseantes de las aceras le gritaban que se
apartase; otros reían, la insultaban y para todos resultó un milagro ver como los
tranvías, los ómnibus, los coches y los fiacres evitaban el frágil cuerpo. Finalmente la
Srta. de Marbeuf ponía fin a su viaje: desde las alturas del Puente Nuevo, miraba el río,
escuchaba el rumor del caudal creciente por las lluvias invernales, y, con el sentido
especial de aquellos que se sienten atraídos hacia el abismo, medía la profundidad de las
aguas, observaba los despojos arrojados allí, guirnaldas de papel, gorros, una zapatilla,
y, enjugando su rostro, volviendo a poner su sombrero con aplomo, continuó su ruta
hacia la avenida de la Ópera.
Ya no era Christiane, ya no era la dulce señorita del palacete de Torcy, ni la casta
prometida de Jacques, ni la ferviente adoradora de Santa Genoveva: un fuego extraño
animaba esa musculatura, horas antes desfalleciente; a la incolora sangre de la parisina
mártir sucedía una sangre roja y humeante como una cuba de vino nuevo, la sangre de la
madre, de la rusa, una sangre fortalecida y robusta de seiscientos años de barbarie.
Era medianoche y la gente salía de la Ópera. Christiane iba y venía sobre el
pavimento de la plaza; caminaba con los labios sonrientes, pero tan altiva en su
modesto traje que ni un solo hombre se atrevió a abordarla.
Bajo el cielo azul de esa noche invernal, un cielo de fiesta se veía iluminado por
todas sus constelaciones; el monumental edificio, siempre abrumado en pleno día por
las casas colindantes, parecía crecer y transfigurarse bajo los fulgores de la luz eléctrica:
los mármoles habían perdido su blancura demasiado nueva; la cúpula, con su masa
demasiado pesada, los dorados, con su brillo demasiado intenso; los estilos de cien
catedrales, partenones, pagodas, todos los órdenes de la Academia nacional de la
música, a la vez templo griego, romano, turco, egipcio, árabe, indio, chino, japonés, se
confundían armoniosamente; el dórico, el jónico, el corintio, el toscano, dejaban a un
lado las distancias, y el grave bizantino cortejaba al florido gótico. Un inmenso tornasol
de luces azuladas bailaba sobre los bastidores de las ventanas, los arquivoltas de las
puertas, los grupos escultóricos de la fachada, los medallones, las cornisas, los lazos y
los festones, los florones y los listeles, los tréboles, las rosáceas, las guirnaldas, los
bordados, los encajes, los arabescos; toda una orgía de apoteosis sobre las escalinatas, el
perímetro por donde circulaban dos guardias municipales, con el arma al brazo, y que
poblaban los fracs de negro, las camisas blancas, el rosa de las mujeres; y mientras las
arcadas profundas, tan solo iluminadas por rojas y débiles luminosidades, ofrecían con
la vida mundana el contraste de los claustros religiosos, por encima de la columnata
inflamada – por la alegría de los cielos resplandeciente y de la tierra deslumbrante – las
estatuas de alas doradas se levantaban hacia los astros en un glorioso ademán de
redención.
La señorita de Marbeuf contemplaba una pareja que esperaba su coche, ella
graciosa, él apuesto, ambos parecían adorarse; luego detuvo su mirada sobre tres
jóvenes engominados que sin duda discutían a donde ir a divertirse y se sintió
atravesada por el deseo de gritarles: «¡Un cuerpo a la venta! ¡Una virginidad! ¿Quién la
quiere? El mejor postor podrá enorgullecerse a la vez de mi novedad y de mi
nacimiento! Soy Christiane de Marbeuf, sobrina de la Sra. duquesa de Torcy, hija
legítima de un aristócrata francés y de una princesa extranjera de sangre real!...» Pero se
imaginó a esos tres ilustres tipos del lápiz de Mars, en el Journal Amusant: se parecían
como tres hermanos, con el mismo abrigo, más corto que el traje negro, la misma
corbata de satén rojo, el mismo rostro pálido, idéntico monóculo situado en el mismo
ojo, la misma gran nariz, los mismos bigotes, patillas rubias, los mismos zapatos
puntiagudos, la misma boca mordisqueando el mismo pomo plateado del mismo bastón
de junco, en fin, el mismo y prodigioso atolondramiento; le parecieron demasiado
estúpidos y los ignoró.
Desde hacía algunos minutos, merodeaba bajo las arcadas de la estación Saint-
Lazare. ¿Cómo había llegado allí, y por qué? Lo ignoraba, pues la fatiga, el
enervamiento, el miedo a la noche y el hambre comenzaban a privarla de sus facultades.
Dos policías la observaban; se alejó, y un hombre que salía de un urinario público
caminó tras ella. Christiane aumentó la velocidad, pero, en la plaza de Le Havre otros
dos policías le cortaron el paso; comprendió que iban a detenerla, a conducirla a prisión;
volvió la vista hacia el hombre siempre a su retaguardia, y el temor a la policía hizo que
esa noche sucumbiese la virtud.
Temblorosa, la señorita se apoyaba en el brazo del paseante, y ambos subieron por
la calle de Ámsterdam. El hombre, de unos treinta años, parecía un buen muchacho con
sus grandes bigotes morenos y sus ojos redondos, y bastante acomodado a juzgar por su
sombrero de copa, sortijas en los dedos y la cadena de oro colgando del chaleco entre la
abertura de una chaqueta y una pelliza de nutria.
Preguntó:
–¿Por qué huías de mí? ¿Acaso tengo aspecto de policía de costumbres?... ¿Serás
amable, verdad?... ¡Yo soy muy guarro, pero muy majo con las mujeres agradables!...
Debes conocer algún hotel… ¿no es así?
Ella no respondió.
El individuo renovó su pregunta y añadió:
–¡Déjate de tonterías!... ¿A dónde me llevas? ¡No tengo ganas de dejarme
extorsionar por tu chulo! Venga, ¿A dónde me llevas?
No se daba cuenta que era él quién la conducía.
Pronto, ante ese extraño mutismo, el hombre pensó que se había liado con una
sordo-muda, con una extranjera o una novicia, y, como la chiquilla le gustaba y todo lo
demás le daba igual, se detuvo frente a la puerta abierta de un hotel amueblado.
Entraron. Un muchacho, que les precedía en la escalera, abrió una habitación, encendió
una palmatoria de la chimenea y se retiró, no sin antes haber recibido del hombre los
tres francos del alquiler y cincuenta céntimos de propina.
–¡Y bien, cariño, se trata de comprobar si tienes lengua!... En inglés o en chino,
habla; ¡pero habla de una vez!...
–Señor…
–¡Ya era hora!... ¡Oh! ¡La pequeña picarona de los Batignolles que quiere
estrenarse con el menda!... ¿La emoción de un primer momento, verdad? Conozco muy
bien esa sensación… ¡siempre afecta!...
Se quitó el abrigo, chaqueta, chaleco, tirantes y, extrayendo de su cartera una
moneda de diez francos, la depositó ostensiblemente sobre la chimenea, cerca del
candelabro.
–¡Ves, no soy un agarrado!...
Y como ella permanecía allí, erguida, junto a la cama, sin todavía haber penado en
quitar su sombrero, él se acercó, esta vez lleno de desconfianza:
–¿Tal vez seas un poco boba? Más valdría confesarlo; aun así te dejaré los diez
francos… ¡Vamos a examinar esto!
La sometió a un examen de la boca, del cuerpo; y satisfecho del examen que ella
soportó completamente lívida, él se enorgulleció de la criatura; luego, no viendo ni las
lágrimas que perlaban el rostro, ni la sangre que manchaba las sábanas, ni nada del ser
al que sus brutalidades acababan de sacudir y de retorcer en medio de espantosos
dolores, el hombre se puso su ropa, se reembolsó la moneda de oro en un suspiro de
triunfo, y, con los dos brazos en arco, la mano derecha levantada, el sombrero un poco
hacia atrás, la otra mano tendida horizontalmente hacia la mujer acostada, chasqueó la
lengua enviando un adiós de chufla.
Christiane se levantó, se visitó bruscamente; iba a salir cuando el muchacho del
hotel, un paliducho de patillas negras y ralas, entró cortándole el paso:
–Estaba ocupado ahí abajo – dijo – y fue muy amable haber esperado al pobre
Alfred… ¡Hagámoslo rápido!
–¿Qué quiere usted?
–Saludarte, mi gatita… Son las pequeñas ventajas del pobre Alfred, pues si no
tuviese más que las propinas de los puteros hace un siglo que me hubiese ido.
Él avanzaba; ella lo rechazó con tanta violencia que el pobre Alfred fue a rodar al
fondo de la habitación.
El cielo comenzaba a oscurecer, y un viento del oeste arrastraba unas gruesas
nubes cuando, hacia las dos de la madrugada, la Srta. de Marbeuf cayó agotada sobre un
banco del bulevar Rochechouart.
De repente, una muchacha con la cabeza descubierta pasó gritando:
–¡Pssst!... ¡Ahí vienen los sargentos!
Ella no se movía. La muchacha volvió y sacudió a la dormida:
–¡Que vienen los sargentos!... ¿Es que quieres dormir en la comisaría o viajar en
el celular? ¡Estás helada!
–Ya no tengo fuerzas…
–¡Sin fuerza! Te han pegado! ¿Te ha zurrado tu chulo?
–¡Estoy sola, he aquí la muerte, las tinieblas!.. Déjeme morir…
–No quiero que te mueras… Me das penas… Se agota el tiempo, van a detenerte,
hay que moverse…vámonos… Pequeña, no hay que quedar aquí… Tengo fuego en mi
habitación; apóyate en mi hombro, un poco de valor… ¡Dios, qué frías tienes las
manos!...
Christiane se arrastró penosamente; al cabo de algunos pasos no podía más, se
detenía, temblaba. Entonces la desconocida la tomó en brazos, y, sin doblarse bajo el
peso del cuerpo, la transportó a través de los pisos silenciosos de una casa de la calle
Clignancourt. Habiendo dejado a la dormida sobre la cama de una pobre habitación
cuyo techo tocaba las tejas, la mujer corrió a buscar agua y vinagre; luego, a las luces de
una lámpara humeante, se arrodilló para frotar a la señorita y llevar un poco de calor
alrededor del rostro pálido y los miembros aletargados.
La que auxiliaba a Christiane era una gigante con chaqueta marrón y falda negra,
cabellos de un rubio deshilachado, larga figura, mirada a su vez espantosa y cándida, de
pechos generosos, caderas vigorosas, nariz recta, cejas espesas, boca aún joven aunque
atravesada por un extraño rictus: se hubiese dicho un ser humano tallado por un
primitivo en un amontonamiento formidable y fresco de huesos, de carne, de músculos,
de nervios, de pelos, de sangre, todas las cosas entregadas a discreción en el laboratorio
del creador; nada había sido omitido con motivo de la creación de la criatura, y en la
criatura todo vivía con vida poderosa. Los chulos del barrio la conocían y la temían bajo
su nombre de guerra: La Cosaca; era rusa, hija de siervos, y se llamaba Marina Paskoff.
Durante una batida de lobos, un aristócrata inglés, invitado a las cazas de la Corte,
observó a la gran chiquilla que guardaba sus corderos a orillas de un río; le prometió
montes y maravillas, y una vez que la niña fue desflorada, el lord seductor subió a su
caballo sin siquiera ofrecer a su víctima el jabón que la bonita hija del molinero pedía a
Tourguéneff2 de una manera tan ingenua y encantadora. Tras la aventura, Marina,
obligada a abandonar la granja, iba de estepa en estepa, creciendo desmesuradamente.
Un día se encontró con un grupo de bohemios, se convirtió en la amante del jefe,
atravesó Alemania e Italia, exhibiendo, al precio de diez céntimos, unas soberbias
pantorrillas a los mirones de las ferias. Hacía algunas semanas que se encontraba en
Paris. Con la barraca destrozada y el amante desaparecido, trató de colocarse como
criada; pero los burgueses, asustados de la mujer-coloso, la despedían enseguida; para
no morir se resignaba a vivir de la prostitución, pero incluso así no tenía éxito; los
noctámbulos viciosos tenían miedo de la gigante.
La Cosaca examinaba la sangre que manchaba las ropas y las medias de la
señorita, y, sin saber nada, adivinaba en ella, por la delicadeza de los puños, los dedos
finos, las uñas rosas, el estilo de los botines, el porte decente, una persona de un mundo
muy diferente al de las lavanderas y de las putas.
–¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? – preguntó la Srta. de Marbeuf, levantándose.
Siempre arrodillada, la Cosaca respondió:
–Señorita, está usted en la casa de una mujer que la respeta…
–Ya me acuerdo… dormía… Sentía que la muerte me invadía…
–¿Quiere usted morir tan joven, tan bella?
–¿Quién es usted?
–Su sirvienta.
Christiane se lo agradecía con una triste sonrisa.
–¿Tiene hambre, señorita?
–Tengo sed… Deme, se lo ruego, un vaso de agua…
–¡Tiene hambre, lo veo!
–¡Qué buena es usted, señora!
–Voy a servirle; no tengo gran cosa, pero se lo ofrezco de buen corazón!...
2 Referencia a la anécdota contada por Guy de Maupassant sobre Ivan Tourgueneff, publicada en
Le Gaulois el 7 de octubre de 1883. (Nota del traductor)
Y, repudiada por la familia, insultada y mancillada por el hombre, expulsada del
templo de Dios, la Srta. Christiane de Marbeuf, con las piernas desfallecientes y el sexo
lacerado, encontró en aquel cuchitril, y solamente allí, la limosna de un trozo de pan y la
santa caridad de un poco de respeto bajo la tierna mirada de una prostituta.
IV
–Ah! ¡Miserables! ¡Ah! ¡Cerdos!– gruñía la Cosaca al día siguiente, mientras la
Srta. de Marbeuf finalizaba el relato de sus primeras aventuras.
Las dos mujeres charlaban junto a una cacerola donde se cocían unas patatas.
Christiane pensaba que no podía permanecer en esa casa; por lo demás, la mujer tan
buena, tan abnegada, aun más respetuosa desde que la noble señorita, no habiendo
ocultado nada, le había contado su origen, el título de su madre, la Cosaca no quería dar
a la hija de princesa, a la niña de sangre real, de la sangre real de su nación, – de la
patria lejana que ella siempre amó y con un ardor salvaje – el espectáculo de sus
vergüenzas nocturnas.
–¿Qué va a hacer de su vida, señorita? ¿No hay en su familia, en su mundo, un
alma caritativa?
–No tengo a nadie.
–Yo le digo que se quede. Marina Paskoff compartirá su pan con usted; sabrá
disminuir su talla para no espantar a los transeúntes por la acera, en el fondo de las
sombras; ¡calmará su hambre de gigante! Pero, ¡por los santos iconos! ¡La podredumbre
aquí es demasiado evidente! Señorita, hay que buscarle un empleo de institutriz o de
profesora de piano.
–¿Profesora de piano? ¿Institutriz? ¡Usted no piensa, Marina! ¿Y los informes?
¿Y el certificado de buenas costumbres? Se despediría a la apestada.
–¿Entonces quieres usted morir?
La Srta. de Marbeuf se levantó con un estremecimiento:
–¡No, no quiero morir!... Antes usted decía, un poco apartada, pero yo la escuché:
Si fuese menos grande, más joven y más bonita, haría la carrera, la gran carrera, y en
lugar de veinte centavos, de diez centavos, de cinco centavos que los albañiles y los
porteadores me ofrecen, ganaría oro!... ¿Y si yo ganase oro?…
–¿Usted? ¡Oh! ¡no!...
–¿Acaso no estoy ya deshonrada?
–¡Pobre señorita!
–Sin duda, no siempre encontraré al miserable de la estación Saint-Lazare…
–¡Un cobarde, uno de esos groseros caballeros a los que la policía respeta! Yo soy
demasiado grande, demasiado sólida, y ante la gigante una se eclipsa. No sé engatusar a
los hombres como una víbora para morderlo y verlo morir, vengándonos a todas.
La Cosaca era espantosa; sus ojos rojos llameaban; sus manos de uñas curvadas y
duras, tenazas enormes, parecían penetrar en lo más profundo del individuo y su boca
espumeaba de deseo, al igual que unas fauces salvajes ante la carnaza.
–Cálmese, Marina… necesito sus consejos, pues heme aquí decidida a llevar una
vida alegre.
La Srta. de Marbeuf había dicho eso fríamente, deliberadamente. La Cosaca le
dirigió dulces palabras de reproche; ella creía en el regreso de la familia; una vez
casada, el joven duque reconocería sus faltas para con su prima; el capitán regresaría a
sus amores, se acusaría al cochero de chantaje, y, esperando, la duquesa abriría su
corazón a la pariente pobre. En fin, vencida por las insistentes negativas de Christiane,
la merodeadora de los bulevares exteriores dijo todo lo que sabía de las prostitutas ricas,
de su comercio tan poco diferente del suyo, que reducía la diferencia a una simple
cuestión de barrios y de pisos, las dos clientelas resultaban ser tan innobles, la una como
la otra; le habló de los cabarets nocturnos donde se encontraban los engominados,
jugadores de bacarrá, víctimas de la ludopatía, un día al mes con dinero y los demás días
sin blanca; citó todos los mercados de las mujeres, el Circo, el Edén, Les Folies-
Bergère, sobre todo Les Folies-Bergère, en el que ella lo había intentado, fracasando en
su tentativa de exhibirse.
–Allí acuden personas bastante chics…
–¿Todas las noches?
–Sí; el mejor momento es de diez a once.
–¡Iré esta noche a Les Folies-Bergère! –afirmó decididamente Christiane.
–¡Desconfíe al menos! Usted ya conoce el proverbio: «No todo es oro lo que
reluce…»
–¡No tema!...
Durante la jornada, la Cosaca lavó, repasó el colorete, los puños de la señorita, y
en el momento de la separación procedió a deslizar tres piezas de veinte centavos entre
las manos de Christiane.
La joven se negaba. Marina insistía:
–Ya me lo devolverá más adelante, señorita. Esto es bien poco, pero lo suficiente
para la entrada y una consumición, y ahora, ¡valor! Deje su corazón en la puerta y
camine recta, con ojos zalameros, cabeza alta... Acabo de leer en las cartas… Un joven
rubio…
La Srta. de Marbeuf tendió la mano a su bienhechora:
–¡Gracias, Marina Paskoff! ¡Hasta luego, mi brava Cosaca!...
Hacia las diez, Christiane entró en Les Folies-Bergère. Gracias a las indicaciones
de la Cosaca pasó como una habitual ante el control, y, empujando las puertas de
silenciosas batientes, llegó al corredor en el final de un entreacto: los consumidores del
jardín ganaban los sillones de la orquesta o remontaban las escaleras de las galerías
superiores; unas muchachas interpelaban a unos hombres, los detenían al paso; se
insultaban, se reían, se agitaban y todo era un guirigay siempre creciente de fracs
negros, de chalecos, de chaquetas, de vestidos multicolores, de sombreros de copa, de
gorros emplumados o floridos. Turbada por el calor del gas, el olor de los cigarros, las
esencias de almizcle y de pachuli, y demás exhalaciones humanas, la Srta. de Marbeuf
esperó a que se levantara el telón para dirigirse hacia una rampa de terciopelo rojo, junto
a un palco desierto.
Una dama gorda, en vestido de satén amarillo, deslumbrante de joyas, apestando a
cabra, la rozó con su vientre vicioso:
–¡Vamos, ven a tomar una naranjada conmigo, bebé!…
–¿Yo, señora?
–Claro, tú.
–No. Gracias.
–¿Esperas a alguien?... ¡Aquí no hay más que zafios!...Ven querida.; te invito a
cenar; ¡nos divertiremos!
La señorita enrojeció, se alzó de hombros, y la mujer se alejó, gruñendo:
–¡Mojigata! ¡A esa le gustan más los conejos de la chusma!...
La orquesta interpretaba un vals. Hasta el fin de la pieza, Christiane, muy rodeada,
se sintió incómoda; nuevos rubores ascendían por sus mejillas y su frente, y le entraban
unas enormes ganas de huir, pero se calmó un poco, interesándose a la vez en la sala y
en el espectáculo. Aparecieron los hermanos David, celebres payasos americanos,
espalda con espalda, avanzaban, uno muy alto, enjuto, con la perilla pelirroja
puntiaguda, tocado con un tricornio, vestido con un pantalón a cuadros y una levita a lo
Robert-Macaire; el otro, muy bajito, extraordinariamente gordo, en chaleco y chistera
con el cuello rodeado por un collar negro. Frente a frente, se abofetearon, se acogotaron,
si bien la multitud estalló en aplausos: el del tricornio recibía los golpes sin rechistar; el
de la chistera caía sobre su trasero, se levantaba, volvía a caer con un estrépito de
cañonazos. Terminado el peculiar saludo fraternal, permanecieron con la cabeza
descubierta. Pronto, el bajito y gordo realizó unas piruetas horizontales, y, blandiendo
un hacha, golpeó el cráneo del compañero, y el hacha permaneció allí, fija como un
madero; pero ya, el gran diablo, con las piernas temblonas, las alas de la levita
desplegadas, se lanzaba de un solo brinco, a través de una ventana, hacia las alturas de
los frisos. Volvió a bajar, portando una maza y un berbiquí: se le oía golpear el vientre
del otro, horadándolo, hundir un grifo, girar la llave, y se vio una jarra llenarse de
cerveza, una jarra espumosa que el mozo vació bajo los bravos siempre más entusiastas
del público.
Los David, impasibles, se mantenían de pie, a derecha y a izquierda de la escena,
alejados el uno del otro, y poco a poco, uno adoptaba el rostro, el vestido, los modales
del otro, sin que nada a su alrededor hubiese cambiado de lugar: el bajo y gordo se
alargaba; al tricornio sucedía la chistera; la chistera se transformaba en tricornio, y la
extraña metamorfosis se manifestaba por el collar negro rodando la perilla pelirroja
puntiaguda, y las piernas frágiles en el jarrón lleno de cerveza.
Habiendo merodeado alrededor de Christiane, dos hombres en traje negro, el Sr.
Marcel de La Bierge, vinculado al ministerio de los asuntos extranjeros, y el barón
Horace de Pomeyrol, aristócrata rico y desdeñoso de las funciones públicas, el uno y el
otro indiferentes a la pantomima, fueron a sentarse sobre una banqueta: Marcel tenía
veintitrés años; de mediana talla, robusto y gracioso, los hombros amplios, el cabello
negro, corto y rizado, el rostro de un rosa pálido, de un rosa de señorita, con una nariz
delgada y de un vivo movimiento, unos dientes blancos, finos bigotes y grandes ojos
azules profundos, era tan guapo y fresco que más de una cortesana le hubiese aceptado
por placer; el barón, que frisaba la cuarentena, sobrepasaba en una cabeza a su joven
camarada, y, un poco calvo, con el torso delgado, los largos bigotes teñidos con henna,
el rostro abierto de un buen corazón, el Sr. de Pomeyrol no atraía las miradas lujuriosas;
pero se burlaba de ello, animado de una fuerte dosis de filosofía parisina.
–Marcel, aparte del matrimonio, las mujeres son todas iguales, y cuando se
encuentra una pasable, voy resueltamente; al día siguiente, la miro mejor; siempre le
falta algo, y, como la mujer de mis sueños es perfecta, paso a otro ejercicio. El buen
Dios, al crearme feo, quiso sin duda privarme de los ataques imprevistos, pérfidos; ¡tú,
querido muchacho, ten cuidado!... cuando la encuentres adorable.
–¿Y tú en qué piensas?... Mira: se vuelve…
El barón puso sus gafas.
–¡No está mal!... La boca un poco grande, cabellos…
–¡De oro leonado!
–El tipo es curioso… La mirada franca o… hum… En principio, me gusta más
algo más marcado…
–A mí me gusta así.
–¿Te has planteado que se exhiba ante nosotros por dinero?
–No parece ser una casquivana ni una obrera.
–¿Alguna pensionista escapada de los Oiseaux, del Sagrado Corazón, verdad?
–¡Bromeas, viejo escéptico!
–A fe mía que desde hace un momento, La Bierge ha perdido la chaveta y ya no
reconozco mi diplomacia.
–No hay más que una diplomacia ante la belleza.
–Palabras peligrosas en la boca de un futuro embajador.
–Quería decir que la diplomacia es obligada…
–Y te dejarás atrapar otra noche. Escucha, Marcel: tu viejo Horace ha prometido a
tu madre que te vigilaría; te ha impedido cometer estupideces cuando eras estudiante…
–Es cierto.
–No es en absoluto un terrible mentor, y puedo juzgarlo viéndoos a ambos en Les
Folies-Bergère…
–Horace es mi mejor amigo…
–Pues bien, Marcel, esa rubia de mirada melindrosa te produce una impresión
demasiado intensa y tengo miedo…
–¿De qué?
–De una chaladura.
–¡Venga ya! ¡Una chaladura, aquí, una chaladura!
–¿Desde luego? ¿Eres serio? No es que el asunto…
–¡De una noche o de cinco minutos, caramba!
–¡Adelante, querido! Te ofrezco dos consumiciones, todo lo que quieras y voy a
acostarme. Mañana por la mañana, irás al ministerio, y ella se llevará su corsé envuelto
en un periódico; ¿me lo prometes?
–Te lo juro.
–¿Tienes dinero?
–Sí, gracias.
Los David terminaban su pantomima. Armado de una navaja, el hombre del
tricornio cortaba los cabellos, la nariz, las orejas del hombre de la chistera; los cabellos,
las orejas, la nariz se mantenían por encantamiento; en fin, el mutilado se mostró
intacto, y, mientras que unos golfillos tiraban de las cuerdas de unos trapecios que
subían hacia la cúpula, Marcel se dirigió hacia la Srta. de Marbeuf.
–¡Ya que es lo que quieres, vete! ¡Te la vas a cargar! – insistía Pomeyrol.
–Estoy emocionado…
Preguntó con voz sorda:
–Señorita, quiere hacerme el honor…
Ella le tomó el brazo, ambos, siguiendo la multitud, penetraron en el jardín donde
Pomeyrol había reservado una mesa bajo un macizo de árboles y cerca de una gran
fontana reluciente.
–Mi mejor amigo, señorita.
Christiane se inclinó.
–No os molestaré mucho tiempo, hijos míos. La prerrogativa de la edad… – dijo
el barón levantando su sombrero. – ¿Qué desea tomar, señorita?... Veamos: ¿un sherry -
glober, una copa de Champagne?
Christiane se decidió por un sherry-glober. Horace y Marcel pidieron unas
cervezas.
La Bierge admiraba su fácil conquista.
–¿Cómo se llama, señorita?
–Christiane.
–¿Qué edad?
–Diecisiete años.
–¿Parisina?
–Sí, señor.
–¿Un amante?
–No.
–Perdón… ¿Y es la primera vez que viene usted a Les Folies-Bergère?
La señorita inclinó la cabeza.
–Estaba seguro de ello, – dijo Marcel dirigiéndose al barón.
Pomeyrol pagó las consumiciones, y, levantando su vaso:
–A vuestra salud, hijos míos, y buenas noches; ¡yo me voy! Recuerda, Marcel,
mañana temprano, a las diez... avenida de Orsay… tu promesa…
–Tienes mi palabra… ¿No bebes Christiane?
–Gracias, señor; ya no tengo sed.
–Llámame Marcel, te lo ruego. Christiane, tienes unos ojos muy inteligentes…
Una vendedora presentaba unos ramitos de lilas y unas rosas a Christiane: Marcel
le dio cincuenta céntimos y la alejó de un gesto, pues no quería que la señorita tocase
esas flores, tantas veces olidas y manoseadas.
En los mostradores de mármol, unas muchachas gritaban, descorchaban champán
y más a menudo cervezas fermentadas o limonadas gaseosas, y ante sus faldas,
bulliciosos engominados de los que altos espejos reflejaban las monerías, el rebaño
humano desfilaba, pasaba, volvía a pasar: entre algunos rostros inocentes, circulaba todo
un mundo de marrulleros, un mundo extraño de pequeños empleados achispados, de
pintores sin paleta, de actores sin teatro, de periodistas sin periódico, de profesores sin
escuela, de oficiales sin regimiento, de estudiantes sin matrícula, de crupieres sin tapete,
de mercaderes de cartas transparentes, de sodomitas, de vividores, de amas de casa, en
definitiva todo el vomito nocturno de París. La mujer del vestido amarillo que había
abordado a Christiane reapareció, sola, pero La Bierge la miraba con su mirada
brillante; ella no se atrevió a renovar sus tentativas, e incluso tuvo para los enamorados
una mirada de ternura y suspiró con voz aguardentosa:
–¡Dos bonitas cabezas sobre una almohada; divertíos bien, mis pequeños cocos!
Christiane y Marcel se levantaron de la mesa.
–Christiane, ¿quieres ver a los gimnastas?
–No me apetece.
–¿Nos vamos?
–Si usted quiere.
–¿A tu casa o a la mía?
–A su casa, Marcel.
–¿Estas libre toda la noche?
–Toda la noche.
–¡Oh! ¡Estupendo! Tápate bien, querida; hace frío… Toma un fular… Póntelo
alrededor de tu cuello tan blanco… ¿Estás temblando?...
–¡Y usted es muy dulce!...
La emoción causada en el palacete de Torcy por la huida de la Srta. de Marbeuf
no dio lugar a ningún incidente. Al principio la duquesa quería informar al comisario
del barrio, escribir al prefecto de policía, pedir una investigación; pero pronto se rindió a
la opinión de su hijo: una investigación, los hechos, los comentarios de los periódicos
perjudicarían su reputación. En definitiva, la Sra. de Torcy no era la tutora de
Christiane, y, desde el estricto punto de vista de la ley, estaba exenta de cualquier tipo
de responsabilidad de custodia.
El Sr. y la Sra. d’Hervilliers se regocijaron de que Dios apartase de ellos a
semejante nuera, cuando Gontran afirmó al capitán que la pariente indigna había
abandonado el palacete para seguir a su amante, el cochero Élias.
V
Dos jóvenes enamorados son una obra maestra de la naturaleza, y fue una gran
noche para Christiane y Marcel. Permanecían abrazados, pálidos con la palidez del
amor, con los ojos cerrados; ella sonriente contra el pecho donde se dispersaban sus
cabellos, y él, radiante del peso que sentía animarse y del que seguía las vibraciones,
paseando por ella sus caricias, el bálsamo de las heridas ya olvidadas; no estaban allí, a
base de estar: se dormían en el doble calor de sus voluptuosos miembros y el doble
perfume de sus labios ahítos de besos.
El pequeño apartamento del Sr. de La Bierge estaba situado en el quinto piso de
una casa de la calle Bonaparte; las ventanas de la habitación, del comedor y del
despacho daban al patio, y la instalación testimoniaba a las claras la honorabilidad del
hombre, elegante y trabajador, frívolo a sus horas, obligado a abrillantar su blasón.
Entre unos muebles había una cama, un armario con espejo, biblioteca, sillas, mesa,
escritorio, cortadas con sierras mecánicas del barrio Saint-Antoine, se veían allí
recuerdos preciosos, un sillón antiguo, un baúl Renacimiento, retratos en miniatura,
obras de mujer, tapicerías, cojines bordados, esas cosas que recuerdan a los muertos, a
la familia lejana, y dan fuerzas para cumplir los deberes del presente en medio incluso
de la religión del pasado.
Marcel no era rico; su madre, viuda de un senador del segundo imperio, vivía en
un viejo castillo cerca de Angoulême: desde los estragos de la filoxera, la Sra. de La
Bierge había debido reducir su tren de vida, de por sí ya modesto, a fin de conservar la
dote de su hija y enviar a su hijo una pensión mensual de trescientos francos. Sus tareas
en el ministerio de los asuntos extranjeros no recibía todavía ningún emolumento, y si el
expediente afirmaba que el futuro diplomático poseía personalmente las seis mil libras
de renta exigidas a nuestros secretarios de embajada, esa ficción no podía enriquecerle.
Al ser la suma insuficiente para un joven ya un poco aventurero, La Bierge contrajo
deudas en ocasiones considerables; hubiese tenido problemas sin las amistosas ayudas
de su compatriota, el barón Horace de Pomeyrol: este, que guardaba un excelente
recuerdo del padre de Marcel, profesaba un profundo respeto por la Sra. de La Bierge, y
desde la llegada a Paris del estudiante de derecho, se había mostrado, – al amigo de
Christiane le gustaba reconocerlo – no un mentor aburrido, sino más bien un gran
compañero, fiel y muy leal.
Hasta ese día, La Bierge había dado tales pruebas de prudencia y de escepticismo
parisino, que el barón, vividor soltero, respondía de él como de sí mismo: en el barrio
latino, el estudiante reclutaba amantes variadas, un poco por todas partes; jamás sus
relaciones duraron más de una noche; incluso en su vida mundana, sembrada de buenas
fortunas, las burguesitas oficiales se desvanecían a la manera de los estudiantes, – un
paseo en coche, una cena, el amor, flores o algún luís, y ¡buenas noches, señora! –
Gracias a ese régimen, el aristócrata, licenciado en letras, doctor en derecho,
compatibilizando el trabajo con placeres necesarios a una fogosa juventud, aguardaba
una buena plaza en la próxima oposición a secretario de embajada.
El barón se enorgullecía de su alumno, del encantador compatriota que le
interesaba cada vez más, al no tener nadie más a quién querer en el mundo. Al menos
tres veces por semana cenaban juntos en un restaurante; Pomeyrol siempre invitaba. Sin
embargo, Marcel, de corazón delicado, no quería abusar de la generosidad del
millonario, ocultaba los contratiempos de su situación, tomaba su tiempo con los
acreedores, pensaba en el futuro y solamente, ante imperiosas exigencias, se atrevía a
solicitar un préstamo que el otro acogía con la cartera abierta.
–¡Bah! ¡Ya me devolverás eso cuanto tengas un matrimonio brillante!... ¡Estoy
seguro de que algún día tendré el honor de ser recibido por el embajador en la embajada
de Francia en Rusia, en Inglaterra o en Austria!... Ya sabes, Marcel: la política al diablo.
Necesitas una situación, y, por lo demás, se es tan tonto cuando no se hace nada; ¡yo sé
algo de eso! Deja dormir tus opiniones: republicano en República, oscila con el
movimiento; si van a la izquierda, ¡sígueles! Si van a la derecha, ¡no les dejes! Desde
que escuches el edificio crujir en lo alto, un poco antes de la caída final, alguna veleta te
dirá de donde procede la brisa. ¡Oh! Me consta que todo esto no es muy leal; pero, ¡qué
caramba!, la lealtad nada tiene que ver con la política y la diplomacia: un embajador
debe ser francés, buen y mal francés, ¡eso es todo!
El joven amigo del Sr. de Pomeyrol parecía armado contra las seducciones
amorosas, y, a pesar de eso, el viejo parisino había abandonado Les Folies-Bergère
bastante perplejo, y su inquietud crecía cuando regresó a su apartamento del bulevar
Malesherbes, un piso de soltero donde unas jóvenes venían, brillaban y desfilaban cual
brillantes meteoros.
La mujer de la limpieza que, todas las mañanas despertaba al Sr. de La Bierge,
golpeó a la puerta de la habitación, antes de proceder a la limpieza general del
apartamento.
–Son las nueve, señor.
–Esta mañana no saldré – respondió Marcel; – almuerzo en casa… almorzamos…
prepárenos un menú bastante distinguido.
Todavía deseosos de dormir y de amarse entre los brazos acariciadores, él
interrogaba a la señorita, daba órdenes; Christiane le recordó amablemente la promesa
de la víspera:
–Ha jurado a su amigo que iría al ministerio. Acuérdese: ¡mañana por la mañana,
avenida de Orsay a las diez!
–¿Tú no quieres perderme, arrastrarme al mal camino? – continuó bromista – No
temas: por una mujer que es la perdición de un hombre, siempre hay al menos dos
dispuestas a vengarnos. ¿Es así?
–Lo ignoro.
Acababan de almorzar.
–Christiane, como las gentes felices, ¿no tienes historia?
–¡Mi historia es tan banal!
–¿Eh?...
–¿Qué puede hacerte pensar…?
–¡Todo! Los modales, los ojos, las manos, el porte de la cabeza, el espíritu
natural, sin maquillaje, así como el rostro, y no hablo ni de la frescura ni de la gracia de
la señorita. Una chica nos aburre desde el momento que la conoces, con su odisea,
siempre la misma, y tú…
–¿Y yo?
–¡Tú no eres una cualquiera!
–¡Claro que sí!
–¡Claro que no!
La Srta. de Marbeuf comprendía que debía retirarse, y, ayudando a retirar el
mantel, el joven hombre deslizó en una de las pequeñas manos, un billete de cien
francos.
–En otra ocasión, seré más rico…
–Esto es demasiado, señor – balbucía ella, roja de vergüenza.
–¿Cuándo te volveré a ver, Christiane? ¿Dame tu dirección, por favor?
–¿Prefiere que le escriba a lista de correos?
Ella enjugaba sus ojos.
–Dime, ¿por qué lloras?
Él se las ingeniaba para encontrar la causa de las lágrimas, se revolvía con la idea
de un amante o de una patrona; sin duda Christiane tendría una madre o una hermana,
parientes que la echarían de su casa:
–¿Temes los reproches de tu familia?
–No.
–Entonces… ¿estás sola?
–Sola.
Ella dijo esa palabra con una voz tan desgarradora, permanecía allí, inmóvil, tan
espantada de partir y al mismo tiempo tan avergonzada de retrasarse que en la
determinación del joven entró tanta piedad como amor:
–Christiane, estás en tu casa; nada tengo que saber de tus infortunios: ¡te amo!
Marcel obtuvo los recursos del barón para la instalación de su amante, las
compras modestas y necesarias de ropa, de calzados y de vestidos. Viendo realizarse el
acontecimiento funesto que este último temía, el Sr. de Pomeyrol no quiso afectar en
absoluto aires de profeta; evito incluso todo reproche inútil con la esperanza de que la
nominación del secretario de embajada llegase pronto para disolver la pareja de la joven
desconocida y del diplomático aventurero.
Transcurrieron tres semanas.
La Srta. de Marbeuf había vuelto a ver a la gigante, y, deseosa de testimoniarle las
gracias, le devolvió sus tres francos y le regaló la tela de un vestido, una veintena de
metros al menos.
–¿Es usted feliz, señorita?
–Sí y no. Se lo diré pronto. Sin embargo Marcel rodeaba a Christiane de toda su
ternura. Por la noche cenaban en el cabaret, luego se dirigían al teatro; a veces el barón
se unía a ellos, y Pomeyrol, obligado a reconocer la excelente educación, el espíritu, las
gracias de la señorita, no experimentaba más que temores cada vez más intensos ante el
futuro.
–¡Ella le seguirá al final del mundo! – gemía – ¡y su carrera está acabada!
Christiane se daba cuenta de los perjuicios que ocasionaba a su amante. Los
grandes intereses de los usureros absorbían la pensión mensual, y el amante vivía a
expensas del barón; por otro lado, la amante acababa de sorprender, muy a su pesar, una
carta en la que la Sra. de La Bierge manifestaba a su hijo su irritación cada vez mayor.
Entonces, la Srta. de Marbeuf vaciló entre una retirada inmediata y el deseo de
aportar su parte a la pareja. ¿Amaba ella a Marcel que la adoraba? Se habían agotado las
fuentes puras de esta juventud: la noble señorita, animada del desprecio hacia todos
aquellos que una horrorosa injusticia había arrojado fuera de la sociedad, se había
convertida en puta. ¿Cómo podía aferrarse a un hombre cuya próxima partida la
amenazaba con nuevas angustias? Con él ausente, ella debería circular por malos
lugares, hasta incluso hacer la acera – o matarse. Pues bien, hoy otras ideas la mantenían
en pie y vibrante: soñaba con un rico protector que vendría en su ayuda, a semejanza del
aristócrata pobre, y que no abandonaría nunca a la solitaria. El Sr. de Pomeyrol no la
perseguía y ella no hubiese en absoluto aceptado a un amigo de La Bierge. Su futuro
protector, el tipo elegido, lo conocía de nombre y de vista; ella lo observaba, lo
estudiaba.
Se llamaba Saturnin Clouard y vivía en el principal apartamento de una casa
contigua: era un antiguo e importante constructor, una especie de Crevel del mortero, un
Crevel voluptuoso, pero un Crevel buena persona. Venido de La Souterraine en calidad
de simple albañil, Saturnin, obrero activo, recto, ahorrador, se había casado con la hija
de un modesto empresario, y de inmediato hizo aumentar el círculo de operaciones de
su suegro: barrios enteros – sus obras le pertenecían en Paris; él prefería su rincón de la
calle Bonaparte, el último trabajo, una «perla» en medio de las ruinas, así como solía
decir pomposamente. Su esposa, impotente, no salía nunca; acababa de casar a sus dos
hijos arquitectos y los recibía en familia los domingos por la tarde. Cuando Saturnin
Clouard paseaba por la calle en esas jornadas de inverno, grande y alto, abrigado con un
magnífico abrigo de visón sobre un amplio chaleco florido con una decoración violeta,
el sombrero de copa sobre la oreja izquierda, con el bastón en la mano, su rostro rojizo,
limitado por unas patillas poderosas, se iluminaba con un inmenso orgullo; sus ojos,
destacando en su cabeza, pestañeaban de alegría; desplegaba su vientre, abría las piernas
y los brazos, se hacía pesado, majestuoso, y, bajo los saludos de los proveedores, la
calle y las aceras parecían caminar con él. Eso ocurría en el barrio; pero, desde que el
Sr. Clouard llegaba al otro lado de la orilla del Sena, su altivez caía; a la primera falda,
sus narinas se hinchaban; se volvía amable, sonriente, no había que hacer demasiado
para arrastrarlo.
El Sr. Clouard se fijó en la bonita vecina, sin atreverse a abordarla. Finalmente un
día la siguió hasta la plaza del Palais-Royal; Christiane salía para hacer unos recados y
Marcel estaba en el ministerio. El antiguo empresario, moldeado por lecturas tardías,
buscaba frases hermosas.
–Perdón, señorita, – dijo con su voz grave que seseaba un poco – soy su vecino, y
usted sin duda me conoce: El Sr. Saturnin Clouard, oficial de academia, ex empresario
arquitecto, administrador de la caja de ahorros, vicepresidente de la sociedad de
socorros mutuos de nuestro distrito, tesorero de la banda, fundador de varias obras
benéficas…
No acababa de relacionar sus títulos, y Christiane aguantaba unas violentas ganas
de reír.
–El hielo está roto, y yo le diría, señorita, mi dicha de dirigirle elogios: está usted
sencillamente radiante: hace tiempo que tenía ganas de « decirle todo esto », y aquí
estoy a mis anchas.
–Estoy muy halagada, señor Clouard…
–Pues póngale la guinda a sus bondades concediéndome el insigne honor de
ofrecerle alguna cosa.
–¡Dios mío, señor, no tengo sed!
–¡Oh!- dijo él - yo podría otorgarle, concederle un regalo que no se bebe, ni se
come en estado natural, y que siempre resulta placentero a las mujeres bonitas: ¡un
boche, un brazalete, un collar de diamantes, un coche incluso, una calesa!
–Caballero…
–Señorita, tendré mucho cuidado en no imitar a los zafios que intentan conquistar
a las mujeres con historias falsas contra los maridos y los amantes; además, sería
ridículo a mi edad plantearme el ser rival de mi simpático vecino, el Sr. de La Bierge, y
me conformo con señalar al pasar las variaciones de temperatura de todos los jóvenes:
uno se adora esta noche, y mañana… ¿me entiende? Una mujer bonita debe pensar en el
futuro. Usted tiene ante sí a un hombre tranquilo, aún verde en la cincuentena, mudo
como una capa en materia amorosa, fiel a sus compromisos de amor como a un
cuaderno de contabilidad; que no se ilusiona en absoluto por las bellezas que la
naturaleza ha creído deber licitar en su favor; pero, el sol de su mirada habiéndole
incendiado con una llama que nada podría apagar, solicita la esclavitud de amarla, de
adorarla, siendo el más devoto de los amigos y el más respetuoso de los servidores.
Reflexione, señorita, pues no quiero retenerla más allá de sus límites; mañana, pasado
mañana, a la hora que usted quiera, a sus órdenes, estaré allí, en el emplazamiento
embellecido y ya sagrado por su presencia.
La Srta. de Marbeuf se dijo que tenía que vérselas con un hombre generoso cuya
fraseología bizarra denotaba a la vez un cierto buen sentido, una fuerte dosis de
ingenuidad y mucho orgullo. Aceptó una cita. Clouard no se mostraba exigente: según
sus afirmaciones, siempre elocuentes, el libertinaje no debía sobrepasar nunca las
fronteras de los placeres honorables; desconocía los vicios contra natura, estaba sano,
limpio de cuerpo, de un raro vigor, y la señorita no tuvo en absoluto que sufrir
demasiado con las galanterías del albañil. Pronto, Saturnin alquiló y amuebló en la calle
de Rome un apartamento para su amante, que prometía pasar por su amante titulada
cuando el Sr. de La Bierge se fuese al extranjero. La custodia del pisito fue confiada por
Christiane a la gigante Cosaca con el beneplácito del viejo empresario maravillado por
ese edificio humano.
Aunque Christiane rechazaba los regalos inútiles y sospechosos en su situación,
acogía de buen grado los billetes. El dinero de Clouard servía para pagar a los
proveedores de Marcel y abonar viejas facturas. La Bierge se apercibió de ello, y la
Señorita de Marbeuf se inventó un cuento; habló de una tía millonaria que no podía aún
nombrar y que la auxiliaba al margen de la familia.
–¿Me juraste que estabas sola?
–En el momento de nuestro encuentro era cierto; el otro día, me he encontrado a
esta pariente en un almacén de modas; ella me ha reconocido, y…
–¡No quiero más tus limosnas!
–No son limosnas, mi pequeño Marcel… Simples adelantos; yo lo pongo y tú me
lo devolverás más tarde.
–A partir de ahora, debemos conformarnos con mis trescientos francos mensuales,
¿entiendes?
–¿Y los acreedores?
–Esperarán.
–Pomeyrol te prestaba, ¿Por qué no aceptar de tu amante, de tu mujercita?
–No es lo mismo. El barón es un amigo y es rico.
–¿Y si yo fuese rica me echarías de tu casa?
La primera disputa se apaciguó, y Marcel acabó por creer la aventura de la tía
millonaria.
VI
Tumbado en el sofá de un rico gabinete de holganza, ante un buen fuego, el barón
Horace de Pomeyrol fumaba su pipa, los bigotes y el imperial deshechos, con unas
revistas francesas y extranjeras a su alrededor, revistas de letras y ciencias, periódicos
que acababa de ojear después de un almuerzo de parisino– dos huevos duros, una
chuleta, una loncha de queso, una fruta; todo regado con una botella de excelente
burdeos – luego café negro y un vaso de aguardiente añejo. Gracias a ese régimen,
Pomeyrol, ex oficial de caballería, gran propietario de la Charentek, no estaba todavía
acabado, sino que se encontraba cada vez mejor. En efecto, desde los recientes amores
de su amigo La Bierge, el soltero, muy reservado en sus relaciones, huyendo de las
presentaciones banales, experimentaba las tristezas de la soledad y, para vencerlas, se
entregaba a las manías del coleccionismo, reunía maderas esculpidas, fragmentos de
piedras y mármoles, cascos y corazas, espadas, piezas de orfebrería, jarrones egipcios,
monedas, medallas, telas religiosos, restos de altares y de púlpitos, cabezas de apóstoles,
pitilleras, manuscritos, firmas de personajes célebres; sobre todo lo atraía la bibliofilia,
y precisamente, la víspera de ese día, había adquirido en el Hotel de las Ventas una
edición preciosa y rara, hasta el punto de haberla encontrado a la venta por dos mil
francos.
–¡Veamos eso! – dijo abriendo con sus manos respetuosas un libro de hojas
amarillentas, encuadernado con una gruesa piel de tambor.
La primera página contaba los orígenes del volumen y relacionaba a sus
alternativos propietarios. Grabados al aguafuerte, se encontraban el retrato de Scarron3 y
un dibujo representando una cima en la cual la sacerdotisa agitaba su llama; abajo, en
medio de las olas, un cuerpo de mujer, y, hacia la izquierda, el amor emergiendo de las
olas, – marca auténtica: Alfons Fraxinetus. delin. F. poilly. S. En el falso título se leía
entre firmas y el escudo real, y en caracteres de la época:
LÉANDRE ET HÉRO Oda BURLESCA DEDICADA A MONSEÑOR FOVCQVET,
PROCURADOR GENERAL, SOBREINTENDENTE
DE LAS FINANZAS Y MINISTRO de Estado.
POR M. SCARRON. EN PARIS CASA ANTHOINE DE SOMMAVILLE,
EN EL PALACIO, SOBRE EL SEGUNDO ESCALÓN
YENDO A LA SANTA CAPILLA,
EN EL ESCUDO DE FRANCIA. M. DC. LVI.
CON PRIVILEGIO DEL REY.
El Sr. de Pomeyrol, carente de fe, se reía de sí mismo:
–¡Cien luises por el Scarron! ¡Invertir cien luises en sesenta y ocho páginas de
pésimo papel cuyo dos pésimos grabados, tal vez valdrían unas consumiciones en el
café! El barnum4 del Hotel de las Ventas hacía gala de una buena palabrería:
3 Paul Scarron, (1610-1660), escritor francés satírico que destaca por La novela cómica. 4 Referencia a Phineas Taylor Barnum (1810-1891), empresario circense estadounidense célebre
por ser pionero en exponer seres humanos deformes en su espectáculo. No es la primera vez que el autor
utiliza este apellido como sinónimo de charlatán o “vendedor de humo”. (Nota del T.)
«¡Caballeros, un ejemplar único… en el mundo!» Mencionaba incendios de
bibliotecas, pillajes de guerra, ensalzaba la historia por encima del mercado, y yo, como
veía cráneos calvos con gafas temblorosas, dedos estremecerse al pasar las hojas del
libro, me he hecho adjudicatario para fastidiarlos.»
El mayordomo anunció:
–El Sr. Marcel de La Bierge.
El joven funcionario del ministerio de los asuntos extranjeros se presentó con las
manos extendidas:
–Discúlpame mi querido Horace, el amor nos vuelve tan egoístas….
–¿Y Christiane, siempre bien, siempre bonita?
–Siempre.
–¿Enamorados más que unos tortolitos?
–Al menos igual.
–¡Maravilloso!
–Christiane ha salido para hacer unos recados, y yo he aprovechado mi viaje a la
avenida de Orsay a fin de estrecharte la mano y agradecerte…
–¿Lo qué?
–Esto.
La Bierge acababa de entregar un montón de billetes a su amigo, y Pomeyrol abría
sus grandes ojos:
–¿Has recibido una herencia?… semejante suma… ¿Dónde diablos has obtenido
ese dinero?
–Misterio. Adivina.
–Juegas.
–No.
–Soy idiota. Si no lo has ganado jugando debes ser un ladrón ¿Prestado?
–No del todo.
–Doy mi lengua…
–Guarda tu lengua: saldo mi deuda con el dinero de Christiane.
–¿Tú?
–Yo mismo.
–¿El dinero de tu amante?
–Sin duda.
–¿Christiane ha heredado?
–Más o menos; una tía rica se interesa por ella, a espaldas de su familia
archimillonaria…
–¡Caramba!
–Christiane sabe de mi gran apuro…
–Yo estaba allí…
–No me atrevía, pero ante la insistencia de Christiane, he creído poder aceptar el
fondo que te restituyo, capital e intereses… ¿Te burlas?
–Sí.
–Sin embargo…
–Marcel, hoy, un aristócrata honorable tiene amantes para su placer y no para sus
negocios: debes devolver este dinero a Christiane…
–Ella ha pagado a los proveedores…
–Pídele la cuenta, yo pondré el dinero a tu disposición.
–Amigo, tienes razón, ¡y ya la amaba menos después de sus servicios!
–A buena hora entras en razón.
–¿Y si se niega?
–Evita explicaciones inútiles; conténtate con decirle que tu madre te envía una
sorpresa.
–Christiane está al corriente de la situación de mi familia y no me creerá.
–Impón tu voluntad y ven a pedirme la suma que necesites.
–No quisiera molestarte.
–Dispensándome de eso me obligas a adquirir Scarrones o tal vez sellos de
correos...
La amante de Le Bierge debió tomar el dinero destinado al barón, establecer el
total de las deudas pagadas por ella, a instancias de Marcel, y recibir tal cantidad.
La Señorita de Marbeuf apreciaba la delicadeza del amante; se sentía traspasada
del deseo de poner término a sus desenfrenos, de confesar sus faltas, de implorar su
perdón, y tal vez hubiese actuado de ese modo si, al temor de una separación fatal, no se
hubiese añadido, con un impulso de odio, el misterio de sus desfallecimientos. Pronto,
la comedia corroyó al personaje absorbido en la visión de otro rol: Christiane hubiese
querido que Marcel fuese destinado enseguida a un puesto de secretario de embajada, a
fin de que la abandonase y que la conservase en su pensamiento exenta de toda mácula.
Esa doble vida duraba demasiado, lo que le parecía odioso a Christiane; la amante del
enorme Saturnin se horrorizaba, harta de mentiras, cuando el joven amante abría sus
brazos y cuando ella mentía bajo las deliciosas caricias, ya enervada por los goces
groseros, completamente sucia por los avances del albañil.
El Sr. de Pomeyrol parecía dar crédito a la historia de la tía rica; se reservaba sus
observaciones en el temor de afligir al camarada enamorado; pero Christiane
comenzaba a resultarle un poco sospechosa, y la señorita desconocida se convirtió
completamente el día en el que ella le rogó que fuese a casa en ausencia de La Bierge.
–Objeto de la reunión: «Comunicación importante…»– murmuraba él,
descifrando un telegrama azul, –«importante y urgente, está subrayado. ¿Qué desea de
mí esa cabecita rubia y pérfida? ¿Tal vez un consejo relacionado con los fondos
rechazados por Marcel? Si aviso a la Bierge, si permanezco sordo, ciego más bien a esa
mosquita muerta, al margen de la descortesía, se producirá una aventura desagradable.
Seguramente se trate de una imposición de fondos, de obligaciones de Panamá, de Rio
Tinto, de mobiliario español, y ese gran imbécil de Horace ha creído en una cita de
amor ¡Hum!... Nada tengo que arriesgar: las mujeres de amigos son sagradas para mi, y
desgraciadamente las demás tienen las mismas tendencias...»
–Mis saludos, señorita.
–Barón, le agradezco que haya venido, se lo agradezco de todo corazón.
–¡Oh! ¡Qué rojos tiene usted los ojos! ¿Ha llorado, mi pequeña Christiane?
–No me encontraba bien, ya estoy mejor.
–Tiene puesto su abrigo, su sombrero; ¿sale a algún sitio? ¿Soy indiscreto?
–Le esperaba a usted, señor; no hubiese salido antes de haber charlado con usted.
Siéntese, se lo ruego, y escúcheme. Usted no me conoce casi nada, señor de Pomeyrol,
pero un viejo parisino tiene experiencia para intuir; ¿qué piensa usted de la amante de su
amigo Marcel?
–La encuentro bonita, a pesar de su palidez, siempre amable, inteligente…
–¡Halagos de un hombre galante! La pregunta se la planteo en serio, y la preciso:
¿Me cree usted capaz de faltar a mis deberes de amante casi… legítima?
–Señorita, yo no soy su confesor; es cierto que si lo fuese no tendría mucho mérito
adivinando. Usted me permitirá responder de una manera general: Sí, creo a todas las
jóvenes mujeres susceptibles de comportarse mal en ciertos momentos, y, como filósofo
ecléctico, admito las teorías de todas nuestras escuelas, – razones espiritualistas
procedentes de un cerebro en confusión, contrariedades, venganzas; caídas fisiológicas,
herencias fatales de neurópatas y de ninfómanas; en definitiva, usted me ve animado de
una gran disposición para el perdón…
–Y usted está equivocado, señor, pues las mujeres que caen es porque quieren
caer.
–No siempre, señorita, y ese es el problema del libre albedrío…
–Barón, yo no entiendo nada de filosofía y debo rebajar la conversación a mi
persona; voy a abandonar a Marcel.
–¡Vaya! ¿Cuándo?
–¡Hoy mismo!
–¿Habéis reñido?
–No, y Marcel ignora mi decisión definitiva.
–¿Definitiva?
–¡Mis maletas están listas!... Señor, usted es el mejor amigo de La Bierge, un
hermano mayor, una especie de tutor…
–Eso es demasiado, ¿usted lo ha visto en los Folies-Bergère, la noche de nuestro
primer encuentro. ¡No debe usted abandonar a ese bravo muchacho, que tanto la ama!
–Tengo motivos serios…
–¿Contra él?
–Contra mí; lo he engañado.
–¡Tanto peor!
–Por dinero.
–La confesión es cínica, señorita, la falta es más grave aún.
–Menos grave, señor, y usted lo comprenderá: La Bierge no gana nada en el
ministerio y no podía vivir de la pensión de su familia; usted lo ha ayudado con su
cartera, lo sé, pero él temía importunarle siempre; le ocultaba nuestros problemas,
nuestras lágrimas, nuestras angustias, las cartas del banco, las visitas de los acreedores,
las amenazas de desahucio, los embargos, y conmigo presente aumentando los gastos,
me resultaba cruel verle hundirse tan lleno de porvenir, por lo que me he entregado.
–¡Vendido!
–¡Vendido, si usted quiere!
–¡Eso es horrible… y grande, señorita!
–Me habría faltado valor, sin duda, si hubiese tenido la esperanza de permanecer
siempre siendo la amante de Marcel, pero su amigo tiene deberes, nobles ambiciones;
jamás conocerá la traición de Christiane… Hoy, lo que he hecho me destroza y me voy.
–¿A casa de su amante?
–Sí.
–¿Ama usted a ese hombre?
–¡Oh! ¡no!
–¿Y a Marcel?
–¡Lo adoro!
–¡Mujer singular!
–Había escrito una carta, inspirándome en la de Manon Lescaut5 a des Grieux.
¿Recuerda usted la cita?: «Te juro, mi querido caballero, que eres el ídolo de mi
corazón, y que no hay otro a quien pueda amar del modo que te amo; pero ¿no ves, mi
pobre querida alma que, en el estado al que nos vemos reducidos, la fidelidad es una
estúpida virtud…?» Lo que escribí al Sr. de La Bierge no valía en absoluto ese
admirable párrafo. Por lo demás, usted lo sabe, las costumbres difieren. En los tiempos
5 Manon Lescaut es la protagonista y título de una novela del Abate Prévost, cuyo protagonista
masculino es Des Grieux (Nota del T.)
de des Grieux, un aristócrata robaba honorablemente en el juego, y estar mantenido por
su dama era cosa admitida en la corte y en la villa; en nuestros días, las razones de la
Srta. Lescaut no me excusarían, y he quemado mi carta. Mi querido barón, está usted en
presencia de una extraña cuya historia debe permanecer siendo un misterio; dirá a
Marcel que no es mi culpa si unas personas despreciables han helado mi corazón y
envenenado mi sangre; le dirá que lo amaba, que lo amaré siempre y que si recupero mi
camino perdido es porque tengo miedo de hacerle daño, pues todo en torno a mi persona
provoca un hálito de odio y muerte.
La voz entrecortada por los sollozos de la Srta.de Marbeuf se elevó, el rostro
mojado por las lágrimas, tan bella y tan impactante en la explosión de su cólera y de su
dolor, que Pomeyrol se inclinó, respetuoso y conmovido.
–No se vaya, señorita, se lo ruego. Perderá la cabeza; mire, el viejo escéptico
llora…
–Señor de Pomeyrol, estoy muy feliz, muy orgullosa de haber encontrado unas
personas como usted y La Bierge; sus rostros leales expulsaban máscaras
atormentadoras, visiones de verdugos…. Mi hora está próxima; me voy.
–¡Reflexione unos instantes, Christiane!
–¡Adiós, barón, adiós! Para Marcel regreso con mi familia, ¿entiende?, al lado de
la tía rica. ¿Me da su palabra de no traicionarme?
–Insisto una vez más, se lo suplico…
–¿Me da su palabra?
–Tiene usted mi palabra de honor, señorita.
–Gracias… ¡Adiós! ¡Abrácele muy fuerte!...
El portero había bajado las maletas, y mientras la Srta. de Marbeuf se alejaba, el
barón Horace de Pomeyrol permaneció allí, con valor, para esperar a su desdichado
amigo.
VII
Lord Byron dijo: «Triste como el juramento de despedida de los amantes.» Pero
mucho mayor es el dolor de aquél cuyo cuerpo no es rodeado en un último abrazo,
cuyos labios no son mojados por un último y sabroso beso de amor, y que regresa a su
casa desierta con la alegría en la frente, ignorando el camino de la infidelidad, y de
repente el alma en duelo, sin esperanza y el oído atento a un roce falso de un vestido
que ya no volverá.
Después de la partida del la Srta. de Marbeuf, deseoso de evitar un testigo
incómodo, el barón había dado permiso a la mujer de la limpieza.
–Espero a su amo para que cene en mi casa; regrese usted mañana temprano.
Solo en ese domicilio, el confidente de Christiane se dejaba sorprender por las
sombras de la noche, cuando la Bierge golpeó con su bastón la puerta de entrada: a
veces el joven se anunciaba de ese modo, y, ese día, tamborileaba más alegremente y
más fuerte. El barón fue a abrir.
–¡Buenas noches, Horace! ¿Qué buen viento te ha traído? ¿Te quedas a cenar con
nosotros, verdad? ¿Por qué están apagadas las luces? ¿Dónde está Christiane? ¡Eh!
Bromistas, ¡ya adivino! ¡Caramba! ¡Esto es una broma! ¿Christiane se esconde?
¡Christi! ¡Christi! ¡Voy a buscarte!... Barón, ¿Qué te apuestas que la encuentro?
–¡Marcel!
La Bierge no comprendía; corría a través del apartamento, del vestíbulo al
comedor, del despacho a la cocina, a la habitación, reía, gesticulaba, saltaba, movía los
muebles, levantaba las cortinas, abría las puertas:
–¡Caliente! ¡Caliente!
–Marcel, ¡te lo suplico!
–Christi, ¡caliente!
–¡Basta, Marcel! ¡Muchacho, me haces daño!
–¡Christi, ya te pillo! ¡Oh! La bella comedianta que conserva su seriedad y no
quiere reír! ¡Pero ríe, señorita! ¡Te pillaré finalmente y te condeno a tres besos!...
Se detuvo, se puso serio; creía haberlo entendido, y lo que agitaba entre sus manos
era un camisón olvidado en un rincón de la habitación, un camisón todavía tibio, antes
hinchado como si estuviese relleno por las formas maravillosas, y ahora helado, largo y
aplastado, de una longitud de vestido muerto y de un aplastamiento de harapo.
Pomeyrol arrastraba suavemente a La Bierge hacia el despacho donde había
encendido un candelabro:
–Mi pobre Marcel, yo te esperaba a fin de ahorrarte, de atenuar un doloroso
impacto, y tú has aumentado tu pena con un divertimiento cruel….
–¿Qué sucede?
–¡Christiane se ha ido!
–¿Se ha ido?
–Por desgracia, así es.
–¿Me abandona, me abandona sin despedirse? ¡Oh! ¡no!...
–Christiane acaba de encontrar el perdón de su familia, y precisamente ha querido
evitar las penosas despedidas de la separación encargando a tu viejo amigo excusarla,
afirmar que ella conserva un imperecedero recuerdo de tu cariño, de tu corazón, de
vuestros amores; ha llorado, me ha dicho que te abrazara, y te abrazo por ella y por mí.
–¡Horace, te agradezco esta nueva prueba de afecto, pero quiero saber en lo que se
ha convertido mi Christiane! Si es necesario recorreré las calles día y noche. ¡Oh! No
creo en la tía rica. ¿Por qué Christiane ocultaría el apellido de su familia? ¡Sí, yo
sospecho la presencia de un amante y quiero recuperar a Christiane arrebatándosela al
hombre que me la ha robado! Sea quien sea el caballero, le abofetearé el rostro y me
pondré a su disposición; naturalmente él tendrá la opción de elegir armas: si pide la
pistola, tres balas a veinte pasos; si acepta la espada, recuerda mi duelo con Blacas,
cuando furioso, sintiendo mi poder, salté sobre el adversario y tú gritaste: «¡Alto!» e
hiciste bien, pues iba a destripar a Blacas por una simple tontería de mal gusto. Si tengo
un duelo con ocasión de Christiane, el combate será serio, y, en el proceso verbal
arreglando el encuentro, te rogaré que insistas conforme a tu método y a tus doctrinas
legales, a fin de impedir la intervención de los testigos si hay un cuerpo a cuerpo.
–Mi querido Marcel, soy, en efecto, de aquellos que reclaman el cuerpo a cuerpo
en materia de duelo a espada o sable: dos adversarios nunca llegan al terreno con
iguales oportunidades; este, un tirador de primer orden, un duelista, se mide contra un
novicio, y nadie encuentra nada que decir; aquel domina siempre la situación; tal otro
mira con sus ojos de lince a un miope; otros se enorgullecen de un temperamento
nervioso, de miembros ligeros y ágiles, de una constitución adecuada para las armas,
frente a un debilucho o a un ventrudo patán. Esas desigualdades son admitidas y me
parece injusto privar a un sólido muchacho, un hércules incluso, de las ventajas de la
fuerza física. ¡Felizmente, no es el caso y tú te adelantas! De entrada, acusas a
Christiane al margen de toda razón, y además tu amante ¿no es acaso libre de sus actos?
Vamos, Marcel, ¡ten valor!
La Bierge, que sollozaba, se arrojó en brazos del hermano mayor. Pero, al día
siguiente y los días siguientes, a pesar de las exhortaciones contrarias de Pomeyrol,
buscó a la amante infiel, la buscó por todas partes, por los bulevares, por el Bois, en los
teatros, los circos, los paseos galantes, los cabarets nocturnos; preguntó por Christiane a
todos los ecos, y solo le respondieron los ecos de su dolor. En el ministerio de la
avenida de Orsay, los jóvenes colegas de Marcel no comprendían el cambio de humor y
comportamiento del camarada: La Bierge, antaño amable, espiritual, buen muchacho, se
había convertido en moroso, agrio, molestándose a la menor broma, amenazaba con
romper todo, hablaba de matar a alguien, mirando a los amigos con miradas celosas y de
odio. No era solamente la moral la que se le había modificado; su propia forma de
arreglarse había sufrido una curiosa metamorfosis: al pantalón de color, la chaqueta
elegante y la corbata Lavallière del caballero mundano, sucedían los trajes negros, el
chaleco burgués, la corbata oscura con nudo clásico de un empleado de despacho, y
revelaba a la vez el duelo y la humillación en esas severas vestimentas. Antes, por la
noches, desde las siete, ponía el frac; ahora solo conservaba el chaleco, errando a lo
largo de los bulevares, parándose en los escaparates, huyendo de los encuentros
amistosos, encerrándose pronto en su habitación y recalentando sus angustias y rencores
tras haber besado los recuerdos de la viva, así como se hace con las reliquias de una
muerta querida.
El barón de Pomeyrol se aventuraba en casa de La Bierge, y escuchaba al pálido y
cada vez más consumido joven, a declararle con voz desgarradora:
–¡La adoraba! ¡Ella era la fiesta de mi vida y mi vida está perdida!
–Mi pequeño Marcel, ya veo, eres incapaz de soportar la soledad; ¡toma otra
amante!
–¡Jamás! Christiane iba a ser mi esposa legítima.
–¡Eso no es serio!
–Muy serio, Horace, y me disponía a hablar de ello a mi madre.
–Tu madre te hubiese negado su consentimiento.
–¡Se lo habría suplicado tanto…!
–¿Christiane conocía tus proyectos?
–Sí, y ante ti guardó silencio por delicadeza.
De pronto, La Bierge estallaba en imprecaciones, en gritos de venganza, y era
necesaria toda la amistad del barón para velar por ese carácter atormentado y salvaje.
–¡Si los encuentro, los degüello a ambos!
–Y yo te aconsejo que no pienses más en ello y que pidas un permiso mientras
esperas tu nominación.
Por fin llegó ese nombramiento y el Sr. de La Bierge fue llamado a ocupar el
cargo de tercer secretario de la embajada de Francia en San Petersburgo.
–Ya no tengo gusto por la diplomacia y quisiera rechazarlo – dijo al barón.
–Señor secretario de embajada, – respondió Pomeyrol, – te acompaño a Rusia;
acabo de comprar billetes en un gran tren de lujo, en la estación del Norte, y como
partimos dentro de cinco días, tienes el tiempo justo para ir a abrazar a tu familia. No lo
olvide, señor: La puntualidad, esa finura de los reyes (y sobre todo de los acreedores)
será tanto o más admirada en usted como es rara en sus jefes. Por cierto, llevamos mi
Scarron, ya sabes, Léandre y Héro, mi Scarron de cien hermosos luises de oro. Ayer, el
librero del pasaje Jouffroy me ha ofrecido cien centavos, no cien soles paraguayos, cien
centavos de moneda de cobre, la vigésima parte del libro, pues afirma que se cosechan
Scarron; llueven Scarron en todas las ventas de biblioteca, y mi volumen ha disminuido
sensiblemente de valor en Francia; se lo podría ofrecer a un terrateniente. También se
podrían despegar varios sellos de los antiguos regímenes y revenderlos a precios
fabulosos. ¿Qué opinas?
El Sr. De Pomeyrol se las ingeniaba para distraer a su amigo La Bierge; imitaba a
los pontífices de las embajadas, pronunciaba graves palabras, discursos solemnes a
emperadores, en una palabra, resumía el cuadro de la historia contemporánea de la
Europa actual, decía de Rusia que era un ogro formidable y nuevo; Inglaterra, vigilante
desdentada chupando a Irlanda; Alemania, acostada sobre el vientre, tal como un
bárbaro borracho ante Bismarck! Austria, humilde y servil; Italia, recibiendo en alguna
parte la bota del canciller de hierro; España y sus duelos de miriñaques, la pequeña reina
desinflando a la gruesa Isabel; Turquía embrutecida y su sultán histérico, – todo eso
vibraba con un tono de ironía altiva y soberbia, pero la elocución del filósofo parisino
resultaba impotente para procurar olvido al amante de Christiane.
La Srta. De Marbeuf estaba definitivamente instalada en el apartamento de la calle
de Roma que el Sr. Saturnin Clouard había ordenado limpiar, restaurar y amueblar
según los deseos de su joven amante. Marina Paskoff, la Cosaca gigante, le servía
siempre con una fidelidad digna de elogios, y los proveedores del barrio observaban:
–¡Rechaza el centavo de franco y exige la pesada!
–He aquí una que haría lo que fuera por defender el honor de su ama y no sería
aconsejable estar en su línea de fuego.
De entrada la juzgaron idiota, luego comenzaron a quererla a causa de su
nacionalidad, de su franqueza robusta; la respetaron en el medio de esa población de
muchachas despilfarradoras y buenas rusas, por su extraordinario desdén a los pequeños
hurtos domésticos.
La hora de la venganza no había llegado todavía, y, sin embargo, Christiane había
comprendido que era necesario sustraerse al amor que la hubiese paralizado en el
momento de la acción: sufrió, lloró; pero hoy, el corazón domado, ídolo de un hombre
cuyas caricias le dejaban una frialdad de estatua, vibraba con todo su odio, con todas las
cóleras hasta entonces dormidas; soñaba con venganzas terribles en la esperanza y el
goce del mal.
El Sr. Clouard se mostraba afectuoso hacia su amante, la colmaba de joyas, de
billetes, de flores, de títulos de renta, de regalos de todo tipo; a su pasión se mezclaba
un respeto: la señorita, afirmaba él, no se parecía en absoluto a las prostitutas de la
Babilonia moderna, y tenía un porte regio. Esa mentalidad de nuevo rico comenzaba a
generar alguna historia extraordinaria, un capítulo de novela de aventuras, una
maravillosa leyenda; no se decía nada a Clouard, y Clouard no pedía nada. El viejo
empresario llegaba a casa de Christiane la mañana para almorzar, y más a menudo hacia
medio día; no se retrasaba nunca más allá de las seis, y, cuando la señorita, un poco
aturdida por las frases banales y risibles del albañil, invocaba una migraña, Saturnin no
se enfadaba y se iba a la cocina a terminar sus chácharas con la gigante.
–¿Cosaca?
–¿Señor?
–¿Ves todavía encanto en mí? – preguntaba animado de un insigne orgullo –
¿Sabes que la Srta. Christiane tiene sangre de emperatriz en las venas?
Marine Paskoff tenía orden de callarse en relación con la familia de su amante:
–¿La señora le ha dicho eso, Señor? Siempre lo he dudado.
–No, hija mía, no. La señora ha guardado un silencio lleno de nobleza y el
religioso misterio que conviene a su origen; pero yo leo el horóscopo a través de sus
velos. Por atavismo, ¿entiendes? ¡Atavismo!
–Sí, señor: atavismo.
–Esa es la palabra que hay que emplear. Atavismo. ¿No sería más bien: aplicación
virtual? La frase es más rica: Así pues, por atavismo y aplicación virtual, la señora
desciende de Semiramis, reina de Saba. Carlomagno, un emperador de la decadencia
romana, dijo: «La palabra es de plata y el silencio es de oro» y de ahí yo concluyo que
el duque de Burdeos… ¡Ay! pero me estoy dejando llevar por mi oratoria.
Luego, pasaba a la lectura de los hechos diversos de los periódicos que comentaba
con citas aún más asombrosas tomadas prestadas de las religiones y filosofías.
Aparte de esta monomanía verbal, la Srta. de Marbeuf honraba en él al mejor de
los hombres, un amante poco exigente, y la sirvienta, un amo generoso. Nunca tuteaba a
Christiane:
–¿Querida, usted no sale lo suficiente?
–Amigo mío, no me gusta salir.
–La higiene, así como decía un ilustre doctor… he olvidado su nombre y la frase.
–No pasa nada.
–El célebre médico le habría suplicado en mi nombre aceptar un victoria o un
landau, o los dos al mismo tiempo: el paseo por el Bois le resulta indispensable.
–Gracias, mi querido Saturnin: un poco más adelante…
–¡Es usted demasiado ahorradora! ¿Teme arruinarme? Soy rico y quiero ofrecerle
un millón de oro virgen, el presente de Nourvady a la princesa de Trébizonde…
–… ¡de Bagdag!
–… ¡de Trébizonde y de Bagdag!
En la verano, siempre dócil a las ordenas de su amante, el Sr. Clouard alquiló en
una playa lejana una modesta villa: allí, como en Paris, los días y las semanas
transcurrían semejantes, cuando a su regreso una mañana de octubre la Srta. de Marbeuf
leyó en un periódico, en cabeza de los ecos mundanos:
«El duque Gontran de Torcy y su encantadora esposa, la hija del conde y de la
condesa de Château-Renauld, están de regreso en Paris. Los jóvenes y brillantes esposos
regresan de las Indias donde han realizado su magnífico viaje de bodas.»
–Por fin – suspiró ella, alegre.
VIII
La prima buscaba al primo, y toda su psicología estaba alerta: en el palacete de
Torcy, la familia debía imaginar a la pariente avergonzada, ya muerta u oculta en el
extranjero; – si Christiane solicitaba una cita, el joven duque temería las venganzas
banales, revólver, vitriolo. ¿Era posible que el marido de Laure hubiese aprendido a
amar a su mujer bajo la luna de miel exótica? Tal vez siempre la amó, aunque las
bellezas raramente se ganan en las travesías lejanas. Si se pavonease por el Bois, tal vez
tuviese alguna oportunidad.
Deseaba encontrarse con Gontran, pero, si Gontran estuviese acompañado de su
madre, de Laure o de Juliette y una de las mujeres la reconociese, ella «tendría que salir
por piernas» como se dice vulgarmente.
La Srta. de Marbeuf no podía esperar nada de su única confidente Marina Paskoff,
cuya fenomenal estatura hacía ineficaz toda misión discreta, y comprendía la necesidad
de nuevos elementos para atraer la presa y la necesidad de luchar para abatirla. ¿Qué
sabía la noble muchacha, de los goces parisinos y de los vicios encantadores, desflorada,
martirizada por un patán, luego sonriente a los tiernos amores, y pronto fría entre las
manos sobonas de un antiguo albañil?
Debajo del apartamento de Christiane vivían juntas, en un lujoso pisito de planta
baja, dos casquivanas: la Srta. Sapin y la Srta. Tapeau. Varias veces el Sr. Clouard había
manifestado el deseo de echar, a causa de los vecinos, a esas mujerzuelas que
denigraban la dignidad del edificio, sin embargo la vecindad permanecía indiferente a
Christiane.
La amante del Sr. Clouard jamás dirigía una palabra ni un saludo a las
casquivanas. Cierto día llamó a su puerta, y fue Tapeau, una rubia rellenita, vestida con
un camisón rosa, la boca roja y golosa, quién le abrió; detrás de su amiga se encontraba
Sapin, alta, morena, de labios delgados, con bellos ojos brillantes, la figura alargada, el
cuerpo cubierto con un péplum de terciopelo.
–Perdón, señoritas, he perdido a mi gatito y me parece que ha entrado en su casa
cuando han abierto la puerta al caballero que baja.
Las mujeres, bajo los subterfugios del lenguaje, a veces hacen gala de
obscenidades que un cerebro de hombre nunca podría imaginar. Christiane repetía:
–He perdido mi gatito…
Subrayaba la frase con una sonrisa picarona que espera réplica, y no fue necesario
más para iluminar a las muchachas: se intercambiaron alusiones picantes, y mientras el
gato de la Srta. de Marbeuf volvía a subir la escalera, Sapin y Tapeau todavía charlaban
con su vecina. Para gran estupefacción de Marina Paskoff, se entabló una relación entre
su ama y las casquivanas.
Sapin y Tapeau regentaban por las noches un bar en Les Folies-Bergère, «una
barra» según el retruécano de la portera, y durante el día recibían amistades a unas horas
determinadas, viejos y jóvenes. Entre una y otra recepción, subían a saludar a la dama
del primer piso que a menudo las invitaba a tomar algo después de la marcha del Sr.
Saturnin. Al principio, ellas la habían considerado una mosquita muerta o una lesbiana;
la dama no era ni una cosa ni la otra. Las tres jóvenes charlaban con libertad, y acabaron
por contarse historias íntimas. La de Tapeau no ofrecía nada original. Parisina de los
Buttes-Montmartre, hija de lavandera, la joven se entregaba a los clientes de su madre
los días de lavado, dejó el oficio, siguió a un tipo y estuvo prisionera en Saint-Lazare;
por fin, hoy se consideraba contenta con su suerte. Con la alta morena, la leyenda había
sido más relevante: Sapini, llamada Sapin, era de Venecia; allí, a la edad de diez años
vendía cerillas por cuenta de una harpía, cuando su matrona la condujo ante un joven
señor, no en un palacio, sino en el fondo de una góndola, sobre el lecho florido de rosas
de una cabina con paredes de cristal que unos remeros llevaban cantando por los
grandes canales. Cansada de las voluptuosidades submarinas, el aristócrata paseó a la
pequeña italiana a través de los cementerios: el viento mecedor de los sicomoros, la
visión de los fuegos fatuos, el graznido de los cuervos, las exhalaciones de los
cadáveres del Campo Santo napolitano, reanimaban sus sentidos; todos esos hombres de
piedra, esas mujeres y esos niños de mármol, todas esas estatuas de vivos en medio de
los sepulcros, le producía vértigos, espasmos, goces. El fúnebre caballero y la chiquilla
acechaban la partida de los guardianes, se disimulaban detrás de las columnas; allí
quedaron una noche, en el frescor de las sombras, ante la magnífica tumba de los
Pallavicini, la habitación de mármol blanco donde se ve de pie a la joven viuda ante el
lecho del muerto, la bella viva, la patricia en vestido de blancos encajes y dedos
fuselados que levanta una esquina de la mortaja y mira, atenta, el rostro del esposo
dormido; allí fue, en el centro del monumento, como el satiriásico ejecutó su último
capricho; la pequeña había desaparecido; el hombre se golpeó la cabeza con la tumba y
se mató.
De su terrible infancia, la Sapin conservaba un intenso horror; el resto de su vida
no presentaba ningún interés, galanteos en Milan, en Turín, en Roma, en Viena, en
Budapest, en Berlín, en Londres, y finalmente la convivencia en pareja, en Paris, la
pareja de lesbianas, muebles, deudas, amores, todo eso en común, sin demasiado celos
ni discusiones.
Tras haberse estremecido al relato de la italiana, la Srta. de Marbeuf inventó una
historia a fin de inspirar toda confianza a las visitantes: institutriz en un castillo de
provincias, un aristócrata la había seducido para luego abandonarla; había olvidado al
seductor y ahora amaba a su gran y primitivo amante, ese Sr. Clouard, cuyas inquilinas
de la planta baja escuchaban golpear en los pasillos sus largas y pesadas botas.
–¡Fíjate! – dijo un día Sapin, que leía Le Figaro, – ¡más noticias de Torcy! ¡Torcy
casado, regresa de las Indias!
Christiane palideció: dominó su emoción, y con aire indiferente dijo:
–¿Quién es ese Torcy?
–¿Cómo? – exclamó Tapeau, – ¿no conoces al duque de Torcy?
–¡No mucho, la verdad!
–¡Ah! –continuo Sapin– antes de su matrimonio, era un juerguista inveterado.
Nosotros nos lo llevamos un día de estreno en el Nuevo Circo, en la época en la que
vivíamos en un entresuelo de la calle Constantinopla, bajo los simpáticos nombres de
Blanche y de Marie. Tapeau era Blanche…
–¡Todavía lo es!– dijo la gordita.
Se rieron con el juego de palabras, y Sapin continuó:
–Al duquesito Gontran lo podemos encontrar una noche cualquiera en el Circo de
Invierno o en el Nuevo Circo…
–¿Un caballero casado? – intervino la Srta. de Marbeuf– ¡Deja sola a su esposa!
–¡Ya lo creo! – dijeron juntas las coristas.
Christiane temía traicionarse, y, después de que las vecinas hubieron dado
informaciones galantes sobre el personaje, dejó transcurrir la conversación por otros
cauces. Sapin y Tapeau se mostraban muy al corriente de la vida parisina: cada mañana
se levantaban con los ecos del Gil Blas donde el Diablo Cojuelo6 cuenta alegremente las
6 Pseudónimo de un periodista del Gil Blas que poseía una columna diaria sobre noticias de
sociedad. (Nota del T.)
extraordinarias aventuras del intrépido Botella Vacía, del Viejo Carafon, del Crack
Winner, de Couche-en-Joue, de Pourri-de-Chic, de la Croix-Ramillierrs; a ambas les
enojaba mucho no ser citadas entre las casquivanas de marca, pero Christiane las
consoló prometiendo que las haría figurar en una novela que quería escribir.
–¿Una novela de mujeres? – preguntó Tapeau entusiasmada.
–No, un estudio sobre los hombres.
–¡Todos esos cabrones! He aquí el título– declaró Sapin.
–Necesitaré documentos, señoritas; soy provinciana y neófita.
–¡Oh! ¡Oh!
–¡Eh! ¡eh!
–Muy neófita, os lo aseguro.
Expertas en todo tipo de horrores, las muchachas narraron verdades y mentiras en
relación con sus embates amorosos, y Sapin completó la información de la Srta. de
Marbeuf prestándole sórdidos volúmenes ilustrados con grabados obscenos que
mostraban objetos de lujuria.
La señorita reprimió una arcada cuando la italiana, en ausencia de su compañera,
la rodeó con sus brazos y la sorprendió con un violento beso en los labios. Christiane se
desprendió del abrazo.
–¿Entones no me amas? – lloriqueó Sapin, – Si quieres abandonaré a Tapeau.
–Escuche, señorita Sapin; me gustaría entender la teoría, pero la práctica no es lo
que me ocupa.
–Te equivocas, pues los hombres son todos unos…
–¡Chsss!...
Temiendo que las casquivanas, tan deseosas ellas también de volver a ver a sus
enamorados eventuales, no fuesen a precederla en su búsqueda del duquesito, la Srta. de
Marbeuf abandonó las terribles lecciones, y convenció al Sr. Saturnin para que la
acompañase esa misma noche al Nuevo Circo. Habría podido ir allí sola; pero la prima
deseaba aparecer del brazo de su amante, a fin de que el Sr. de Torcy no tuviese ninguna
desconfianza, ninguna sospecha, de que no se trataba de un encuentro casual.
Ante su familia, el Sr. Clouard acababa de invocar el pretexto de una reunión
solemne de las glorias de la construcción, y, con corbata blanca, se había endosado el
frac bajo el abrigo principesco, replegó sus guantes y se hizo con un abanico;
Christiane, enguantada de negro a lo mosquetero, llevaba un radiante traje de satén gris
y un sombrero Rembrandt que, inclinado hacia la derecha, hacía resaltar mejor el otro
lado de la cabellera, la deslumbrante y orgullosa mata dorada.
–¡Que Venus me preserve de encontrar aquí a mis queridos hijos! –suspiró el Sr.
Clouard empujando las puertas del Circo.
Sentados en un palco, con todo el mundo a su alrededor muy distinto de aquel que
Christiane observara el año pasado en les Folies-Bergère, miraban sin gran atención el
espectáculo, uno y otro absorbidos por ideas diversas: el antiguo albañil temiendo la
presencia de sus hijos, la señorita enervada por no ver aparecer al primo. Entre los
ejercicios de los jinetes y de las amazonas, desfilaron gimnastas, acróbatas, payasos,
domadores de caballos, perros, asnos, y luego, encima de la pistas, cubierta de agua, se
instaló una fiesta náutica: una fanfarria de bomberos saludaba desde sus coches a un
alcalde y su consejo municipal en barca; unos nadadores picaban cabezas, un gendarme
bebía un trago, unos engominados pellizcaban a las sirvientas de un albergue, les
pellizcaban las pantorrillas, mientras ellos recibían arañazos.
–¿Christiane?
–¿Amigo mío?
–¿Qué altura tiene la carpa?
–Saturnin, me pide demasiado.
–Yo mido a ojo. Veamos: tres, cuatro, ocho, doce…
Ella ya no lo escuchaba, pues a la entrada de las cuadras, el Sr. Gontran de Torcy,
en frac negro, se mantenía de pie en medio de un grupo de hombres jóvenes.
En el entreacto, la Srta. de Marbeuf se levantó precipitadamente:
–¡Vamos a dar una vuelta por las cuadras!
–¿No le molesta el tufo del estiércol?
–¡Me gustan tanto los caballos!
–¿Entonces porque rechazar el tiro que yo sería tan feliz de ofrecerle?
–Lo acepto.
–Gracias.
Brazo encima, brazo debajo, siguieron la ola de los paseantes, y Clouard,
olvidándose de sus hijos, no viendo más que a su bella a conducir y proteger, se elevaba
cuán grande era, hinchaba todo su vientre, se estiraba con todo su porte, majestuoso
como un monumento en marcha, con miradas terribles, a derecha e izquierda, hacia
unos engominados que cuchicheaban.
Se burlaban; él se detuvo, cerro los puños:
–¡Creo que voy a zurrar por pares!
Nadie río, y pasaron.
El joven duque se estremeció ante Christiane; dejó a sus compañeros, observó a la
pareja, dispuesto a alejarse a la menor alerta; pero, a su pesar, obediente a las fuerzas
irresistibles de la pasión, se acercaba: el hombre estaba tranquilo, y la prima se daba
aires de casquivana. En un momento, la Srta. de Marbeuf giró sus bellos ojos hacia el
merodeador: parecía advertirlo por primera vez y se ruborizó, bajó la cabeza, la levantó,
esbozando gestos de abatimiento, de resignación y de vergüenza, luego unas sonrisas de
lamentos y esperanzas, como si hubiese dicho: «Primo mío, me he equivocado huyendo
de tu amor; no quiero más esta vida a la que me has condenado; estoy con este gordo y
asqueroso caballero a falta de un muchacho amable y gentil como tú, y si me amases
todavía...» La sonrisa expansiva sin amargura salió de los labios y un giño explicó la
oportunidad para el duquesito: «Cuidado!… ¡No esta noche!... mi amante es celoso y
feroz!...» Luego fue una ligera oscilación de los hombros, un simulacro de retirada:
«Nos vamos; síguenos prudentemente, y sabrás la dirección de tu prima.» Una palabra
en voz alta: «Regresemos, amigo mío, me gusta levantarme temprano.» Los dedos
apartados: «Se me encuentra a las diez y media.» Las manos a lo largo del cuerpo: «Mi
persona se ha desvanecido, ya no tengo apellido.» Una sola mano sobre la cabeza: «Me
designarás a la portera por el color de mis cabellos.» Por último, una risa final y muy
alegre: «Gontran, estaba loca; yo te amo; ¡vamos, no temas!...»
Dos coches iban en la misma dirección, y, cuando el Sr. Clouard y Christiane se
detuvieron en la calle de Roma, el otro coche se alejó rápidamente, pero no sin que el
viajero hubiese podido leer el número del inmueble donde su bella prima lo esperaba.
El Sr. Clouard se retiró, y de inmediato la Srta. de Marbeuf dio a la gigante sus
instrucciones para la portera: un joven caballero de monóculo vendría a preguntar por
ella, ese señor ignoraba su nombre de mantenida «Señora Saturnin»; sin duda
preguntaría por la «Srta. Christiane» o la «Srta. de Marbeuf»; tal vez, indicase
solamente a la dama del primero por la forma de su rostro, o el matiz de su cabellera, o
el aspecto de su sombrero Rembrandt, o el color gris de uno de sus vestidos; en
cualquier caso, ella deseaba recibir a ese extraño visitante.
IX
Desde luego, el Sr. de Torcy no había adivinado todos los misterios subyacentes
en las amables sonrisas, ni todas las intenciones en los graciosos gestos de la paseante
del Nuevo Circo; pero conocía la dirección de Christiane, la casa de la calle de Roma, y
eso le bastaba. Desde el día siguiente temprano, hacia las diez, se presentó en la casa de
la portera a la cual supo arrancar muchas palabras con el fórceps moral de un luís de
oro.
–¿Peligrosa, ella? ¿Despreciable? ¡Oh! No, señor! ¡Al contrario, todo dulzura, una
ovejita del buen Dios, la señora Saturnin!
–¿La dama rubia se llama señora de Saturnin?
–El arrendamiento ha sido puesto a ese nombre, y ese apellido pertenece a…
–Sí, lo sé, al Sr. Clouard; ya me lo ha dicho usted al principio.
–Un viejo empresario, ¡un gran hombre también!
–¿Hay otros amantes?
–¿Aquí? No, y a menos que la señora, aparte…
–Volveré durante el día.
–El señor haría mejor en subir enseguida.
–A esta hora de la mañana sería incorrecto, no me recibiría.
–Es que a partir del mediodía, el Sr. Clouard…
–Entonces, me decido.
–En el primero, en la puerta del medio: la gigante le abrirá.
–¿Una gigante?
–La criada de la señora.
El aristócrata subió la escalera, y, a pesar del recuerdo de Christiane y de sus
amorosas miradas, temblaba con la idea de una venganza, de una estrategia de mujer,
pues no podía admitir que su víctima hubiese olvidado tantas cobardías e infamias en el
plazo de un año.
La Srta. de Marbeuf terminaba su aseo, cuando la Cosaca se presentó para
anunciarle la visita del Sr. de Torcy; ella arrojó un último vistazo al espejo, luego, muy
elegante en un péplum de terciopelo negro, exhalando el suave y natural perfume de una
carne joven y fresca, entró en el salón. El primo balbuceaba palabras de
arrepentimiento, frases de remordimiento y de cortesía banal; Christiane lo puso
cómodo, afectando formas desenfadadas:
–¡Gontran, no me esperaba encontrarle la pasada noche en el Circo!
–He quedado gratamente sorprendido. ¿Entonces, Christiane, es cierto que no me
odias?
–Los rencores prolongados, querido, son ignorados por las personas felices, y yo
soy feliz. ¡Ah! lo confieso, al principio no estaba muy contenta; dejé de quererlo no
tanto por la ruptura de una boda indiferente, sino por la historieta en la que usted me
involucró: las cuadras, el patán de Élias. Entre nosotros, podría haber elegido algo
mejor.
–¿Una boda indiferente? dices; ¡pero adorabas al capitán Jacques!
–¿El Sr. d’Hervilliers le decía eso? ¡Oh! Todos los hombres, incluso los capitanes
de dragones, son iguales: la reverencia de una jovencita se convierte en una adhesión,
una sonrisa amable en una provocación.
–Sin embargo, la noche en la que…
–… Si usted me había acosado en mi habitación. Esa noche yo regresaba del baile,
nerviosa, irritada; inventaba no importa qué con el único deseo de obligarle a dejar mi
dormitorio, pues su madre y su hermana podían escucharnos. ¿Cómo están esas damas?
–Muy bien, gracias.
–¿Y su esposa, la encantadora Laure, siempre con tan buena salud, siempre
amable?
–¡Siempre! Regresamos de las Indias.
–¡Ah!
–Los periódicos han anunciado nuestro regreso.
–¡Leo tan poco! Ha debido tener un excelente viaje…
–Penoso, también.
–Nadie lo diría. Nada ha cambiado en su fisonomía, ni la sonrisa sarcástica, ni los
finos bigotes, ni el monóculo en el ojo izquierdo…
–¡Te burlas, Christiane! He sufrido, sufro…
–¿De verdad?
–Ese lejano viaje resultó impotente para alejarte de mi espíritu. ¿Es que crees que
podría olvidarte? ¿No ves que absorbes todo mi pensamiento?... Pero tú, Christiane, ¿en
qué te has convertido después de la historia del cochero Élias… después de mi crimen?
–¡He tenido suerte!
–¡Ah! ¡Tanto mejor!
Ella pensaba en la terrible aventura del hotel amueblado de la calle Ámsterdam,
en el noctámbulo que la había mancillado y robado la inocencia:
–Jamás podría imaginarse usted el personaje nocturno, el enamorado inicial que
encontré en la estación Saint-Lazare…
–¿Un miembro del Volney de los Mirlitons?
–Mejor que eso.
–¿Del Imperial?
–Mejor aún.
–¿Del Jockey?
–Probablemente; pero, inténtelo un poco más.
–¿Un lord?
–Mejor que eso.
¿Un terrateniente?
–Mejor que eso.
–¿Un príncipe?
–Mejor que eso
_¿Un rey? ¿Un emperador?
–Tal vez. En cualquier caso, un caballero de rara elegancia, todo lo que hay de
delicado, de gentil, de amable y de fino.
–¿Y ese monarca se ha enorgullecido de tu novedad?
–Adorablemente.
–¡Hombre afortunado!
–Pues bien, a pesar de su magnificencia, lo dejé por el Sr. Clouard, porque el
monarca era un extraño meteoro, y prefiero astros menos brillantes y más fijos que las
estrellas fugaces.
–¡Muy práctica!
–Los primeros días eché de menos la sociedad, la virtud, el vocabulario de las
convenciones sociales, y después, comprendí muy bien que Christiane, con su
naturaleza salvaje, hubiese sido una mala vizcondesa d’Hervilliers; la vida de
provincias, el asado de los cuarteles, las clásicas visitas, las esposas de los funcionarios,
la música dominical…Tarde o temprano me habría divorciado…
–¿O engañado a ese bravo Jacques?
–¡Si, también es posible! Hoy, soy feliz y libre…
–Bajo un nombre de guerra: ¡señora Saturnin!
–Qué ridiculez, ¿verdad?
–¿Entonces, tienes un amante y te dedicas a la juerga?
Ella miró a su primo, alzó ligeramente los hombros y respondió de la manera más
natural:
–Algo hay que hacer.
–¿Recibes algunos enamorados de paso, el suplemento tradicional?
–Nunca.
–La juerga…
–La juerga a dos, querido; la juerga con Saturnin, una suntuosa y fiel «saturnal»,
pues hoy la fidelidad es la palabra de moda de la alta galantería, el otro tipo, el malo, es
bueno para las viciosas de calidad inferior que se les arroja la calderilla de varias
carteras planas, por ejemplo las damas de la planta baja, de sus amigas.
–¿Amigas mías?
–Sapin y Tapeau; antaño, Marie y Blanche.
–¿Conoces a Tapeau y Sapin, esas basuras?
–Viven en este edificio.
–¿En la planta baja?
–¿Sí! ¿Quiere visitarlas, abrazarlas? ¡Al menos que no sea yo quien lo retiene!
–¡Eres muy dura!
–No frecuento demasiado la casa de esas señoritas que pretenden ganarse la vida
de un modo demasiado variado; nuestras relaciones proceden de que un día, sobre el
descansillo, escuché a las vecinas pronunciar su nombre; pronto, se charló entre íntimas,
y se habló de usted, de su brillante juventud y de sus propiedades de la calle de
Constantinopla. Por lo que recuerdo, la Srta. Sapin y su amiga has conservado de su
enamorado un cierto regusto de volver a verlo, y si le pillan en la escalera…
–¡Bah! ¡No se atreverían!
–¡Oh, sabe muy bien que sí!
–Christiane, permíteme llevarte al principio de nuestra conversación. Has
olvidado todo el daño…
–¡Todo!
–¿Y has comprendido que únicamente actúe por celos?
–¡Caramba!
–¿Así que al final me amarás?
–Laure jamás ha sido desagradable conmigo, y engañarla no estaría bien; además
ya tengo un millonario.
–Yo lo soy cuatro veces más.
¡Cuatro veces millonario! Gontran de Torcy no mentía, y al recuerdo del trozo de
pan y de los retales de tela que los ricos parientes le compraban, la Srta. de Marbeuf se
mordió los labios para no escupir al rostro del duquesito.
–Christiane, siempre te adoré.
Él le tomó las manos.
–¿Un beso?
–En la frente.
–¿Tus labios?
–¡Entonces, no!
Ella recibió el beso fraternal, e inclinándose con una graciosa reverencia:
–Excúseme por despedirle, amigo mío; espero al Sr.Saturnin.
–¿Me autorizas a volver a verte?
–¡Para qué!
–Si me rechazas, Christiane, ¡juro por Dios que me mataré!
–Pero, Gontran, no quiero su muerte; vamos, usted no puede regresar aquí, a casa
del Sr. Clouard y de las señoritas del bajo; escríbame a la lista de correos y deme una
cita. Yo responderé…
–¿En mi club, si te parece bien?
–¡Muy bien! ¡Hasta luego, Gontran!
–¡Hasta pronto, mi Christiane adorada!
Desde que hubo partido, la Srta. de Marbeuf prorrumpió en carcajadas y se secó el
beso del primo; bailaba de alegría a través del apartamento.
–¡Marina Paskoff! ¡eh! ¡Cosaca!
–¿Señora?
–¡Tu ama está feliz! ¡El primito ha agachado la cabeza!
–¿La señora amaba a ese caballero?
–¡Sí lo amaba! ¡Sí lo amo! ¡Oh, sí! Ocultaba mi despecho, mi rabia de amor.
–¡Pobre Sr Clouard!
La carta de la cita no se hizo esperar, y después de algunos paseos por el Bois, en
un landau cerrado y algunas cenas en un reservado particular, la prima se entregó al
primo; se abandonó voluptuosamente, no de un golpe al modo de las putas vulgares,
sino «piano», «crescendo», «amoroso», reservando un rincón misterioso, una caricia,
una vibración, una nota más tierna o más apasionada de la gama de los sentidos.
Naturalmente, el Sr. Clouard no veía nada raro; encontraba a su amante siempre
encantadora, llegaba a sus horas ordinarias, se iba como antaño a los menores caprichos.
La muerte podía sorprenderle: consideró poner a la señorita al abrigo de las necesidades,
y, sin privar a sus hijos, hizo prevalecer su amor sobre su gruesa fortuna y le legó una
centena de miles de francos que Christiane, ya colmada por el nuevo enamorado, aceptó
para no contrariar al buen hombre.
Pronto hubo que romper. El primo lo exigía. Entonces, la Srta. de Marbeuf besó al
viejo Clouard, y con todo su corazón, atenuando los lamentos de la separación,
invocando la llamada de la familia lejana, simulando incluso la partida de viaje, antes de
instalarse en un magnífico palacete de los campos Elíseos, donde la flor del mal,
finalmente abierta, iba a resplandecer en todo el estallidos de las lujurias triunfantes.
X
¡El palacete de los Campos Elíseos era un paraíso de los amores! El joven duque
mantenía el inmueble de un príncipe extranjero; había pagado en metálico en nombre de
su amante, y también a los obreros y artistas que habían puesto manos a la obra para
restaurar los salones y los aposentos.
Elegante y suntuosa, la villa revelaba el espíritu de su creador, uno de esos reyes
bohemios a los que las maravillas de todo el mundo han encantado los ojos. Cuatro
pequeñas torres dominaban la techumbre de forma oriental; balcones de piedras,
mampostería de granito en pórtico mármol rosa, – y en las bellas jornadas de la
primavera que comenzaba, más allá del césped verde, unas cascadas de agua, macizos
multicolores, la bonita casa parecía sonreír con la dicha de los jardines en flor.
Aunque no recibía a nadie, la Srta. de Marbeuf daba trabajo a un numeroso grupo
de criados. Bajo la amistosa vigilancia de la gigante, Marina Paskoff, cocineros,
cocheros, mayordomos, doncellas, jardineros y palafreneros, vivían allí cómodamente;
unos caballos de raza descansaban en las cuadras; los garajes contenían lujosos coches,
cupés, victorias, landaus, calesas, y había, entre facturas increíbles de modistas y
grandes costureros, una avalancha de bibelots, pinturas de maestros, mármoles y
bronces. El Sr. de Torcy no hacía ninguna observación; daba el dinero a espuertas, a
manos llenas, según las cálidas voluptuosidades de su prima.
El dormitorio de Christiane tenía su personalidad; era azul y oro, colmado de telas
preciosas, con una cama estilo Renacimiento muy baja, muy amplia, unos asientos
profundos, pieles de león y de tigre arrojadas sobre alfombras de Esmirna, espejos
venecianos, una hamaca de seda roja, lujos de princesa en medio de una parafernalia de
aventurera y fantasías de casquivana. Una habitación estaba reservada al señor, pero no
la usaba; él se divertía con su amante hasta las dos o las tres de la mañana y un coche lo
volvía a llevar al palacete de la calle Saint-Dominique, donde todavía vivía.
En efecto, desde su regreso de las Indias, bajo la imperativa demanda de la
duquesa, el Sr. y la Sra. de Torcy se habían resignado en la vieja y sombría casa. Nada
de cambios: la duquesa Valérie y su hija Juliette jamás pronunciaban el nombre de la
ausente, y, si, por ventura, algún visitante preguntaba por la Sra.de Marbeuf, las damas
bajaban la cabeza, como si hubiese sido una pregunta que no venía al caso. Para ellas,
Christiane, viva o muerta, estaba muerta, y muerta en el pecado, con una llama de
podredumbre en la eterna condenación; el año pasado, una noche del mes de María, de
rodillas ante la Virgen de su capilla personal, la gran Virgen enguirnaldada con lirios y
rosas, a la luz de los cirios, bajo una tormenta de ardientes oraciones, la madre y la hija
habían quemado a Christiane en efigie; las devotas habían quemado un retrato y además
las propiedades odiosas de la sacrílega, sus vestidos, sus botines, sus medias, sus
camisas, sus pantalones blancos bordados, un corsé, un sombrero, unos pompones de
color, guantes; habían quemado todas las cosas mancilladas al contacto de la impura, así
como se hacía antes con los poseídos por el demonio rebeldes al exorcismo.
Laure, encantadora y dulce criatura abandonada por el marido, comenzaba a ser
presa de una suegra feroz y de una cuñada envidiosa, tras haber sido, en un país lejano,
el juguete de un hombre voluble: la duquesa le reprochaba no saber retener a Gontran en
el hogar; Juliette la criticaba por los encajes, las joyas y los terciopelos de la joven
dama. En cuanto al duquesito, entraba a saludar a su esposa antes del almuerzo en
familia, almorzaba apresuradamente, escuchaba los desbordamientos de afecto de
aquella que portaba en su ser el fruto de sus carnes, y se iba de inmediato en caballo o
en coche hacia los Campos Elíseos.
Cada vez más amargada, no viendo llegar ningún pretendiente, llena de espanto
con la idea de quedar soltera, de vestir santos, Juliette buscaba en su cuñada
inverosímiles discusiones, hasta tal punto que, en el enervamiento de las venenosas
picaduras, Laure acababa fundida en lágrimas y exclamaba, con las manos juntas sobre
su gran vientre:
–¡Juliette! ¡Juliette! Estoy embarazada y tú me haces la vida imposible; me iré con
mi madre a esperar el parto; no quiero ser tu mártir, tu víctima como la pobre
Christiane.
–¿Cómo te atreves a hablar de ese monstruo?... ¡Es un recuerdo y un nombre que
ensucia!
Cierta tarde, Gontran llegó a casa de su amante frotándose las manos.
–Mi mujer, – dijo – se ha ido a parir a casa de su familia y a partir de ahora,
querida, me quedaré a tu lado toda la noche, todas las noches.
–¡Qué alegría! ¿Pero y tu madre? ¿y Juliette?
–Sus aposentos están alejados del mío, ya lo sabes; solo mi esposa me controlaba,
pues solo ella me escuchaba regresar; por la mañana yo invocaba el club, una reunión de
amigos, conferencias nocturnas y políticas, una conspiración monárquica…
–¿Y te creía?
–¡Laure es tan inocente!
–Juliette lo es menos.
–¡Oh! ¡sí! Mi querida hermanita tiene curiosidades malsanas, cosas de hipócrita
envidiosa; el placer de los demás le produce nauseas, las privaciones la corroen; se
escandalizaría si supiese que nos acostamos juntos. A partir de hoy regresaré cuando me
plazca, y a la más mínima observación…
–Debes ser prudente, Gontran.
–¿Acaso no soy mi propio amo?
–¡Sin duda! Sin embargo la Srta. de Torcy es la que maneja el dinero, ¿no?
–Una parte; he exigido cuentas y mi notario ha depositado un millón en el Credit
Lyonnais.
–¿Entonces puedo pedirte dinero?
–Todo el que quieras, mi bella.
–El Sr. Clouard…
–¡No hablemos de ese insulso personaje!
–El Sr. Clouard se ha comportado como un cretino…
–¡Ahora te das cuenta!
–Y tengo deudas.
–Yo las pagaré.
–Hasta este día, un sentimiento de delicadeza me ha impedido confesarte la
situación: ese grueso avaro de Saturnin mentía afirmando que saldaba las facturas, y
heme aquí amenazada por los acreedores; pero puesto que tú en el fondo eres…
–¿Cuánto necesitas?
–No me atrevo… ¡Oh! ¡es demasiado!
–¿Me tomas por un viejo albañil? ¿Dime?
–¿No te enfadarás? Ochenta, cien mil, tal vez… ¡Es espantoso! El innoble
Clouard me invitaba a gastar; vivía como un príncipe; los proveedores confiaban en el
aval de la gran fortuna del miserable, y el muy villano no ha pagado ni mis joyas, ni mis
vestidos, ni siquiera el collar de diamantes que he elegido en una joyería de la calle de la
Paix.
–¡Un bonito fraude, tu caballerete!
–Estoy avergonzada, amigo mío.
–¿Cuál es la dirección de los acreedores? Les enviaré el dinero.
–Tendré que personarme yo misma.
–Firmaré un cheque de cien mil francos, ¿de acuerdo?
–Cien mil francos bastarán para saldar la deuda… Ayer vi un collar de topacios….
–Ciento veinte mil…
–¡Eres encantador! ¡Déjame besarte!...
Sus labios se unieron voluptuosamente, y el pequeño duque completamente
henchido de orgullo declaró:
–¡Christiane, aunque la familia te deteste, yo te adoro!
–¿Todavía se me odia?
–¿Quieres un ejemplo de la estupidez de mi madre y de mi hermana?
Él le contó el sacrificio religioso de las damas, la incineración del retrato, de los
vestidos y de la ropa; la Srta. de Marbeuf se retorcía de risa, pero en el fondo temblaba
de rabia: en definitiva, la tía y la prima tenían razones para creer en la culpabilidad de la
pariente, y el odio de la víctima crecía sobre todo contra el narrador, único instrumento
de las locas devotas. Desde que ella recibió el dinero del primo, Christiane lo envío, de
forma anónima, a obras de caridad, al albergue nocturno, al comedor solidario;
continuaba sus demandas y sus distribuciones, aseguraba el futuro de la gigante y de los
demás servidores, se regocijaba con el gasto de la casa, renovaba el mobiliario, los
coches, compraba bibelots, obras de arte, invertía en Bolsa, jugaba a las apuestas
mutuas, exageraba sus pérdidas en un lado y en el otro, feliz de ver como el primo, para
colmar la brecha cada vez más fuerte, se ponía él también a jugar locamente. Arruinar a
ese hombre, envilecerle, llevarle hasta la policía correccional, agotarle los sentidos y el
espíritu, hacer de él un viejo antes de tiempo, un ser abyecto, algo inmundo, eran las
múltiples ideas y no contradictorias de la vengadora. Para alcanzar el objetivo nada la
limitaba: bajo el aliento de la venganza insultaba al Sr. Clouard, un amigo, un hombre
noble; expulsaba de su corazón al Sr. de La Bierge, al amante adorado, a fin de
atreverse, libre y valiente, en el indigno camino y escalar el Gólgota del otro, su bendita
montaña para ella, donde unos infernales sueños la alegraban por encima de la
carnicería, de los duelos, de la sangre.
La ruina tardaba; el joven aristócrata era lento en agotarse, y la víctima tenía
miedo de desfallecer ante su verdugo. ¿Apuñalarle? ¿Descerrajarle el cerebro de un
disparo? Christiane pensaba en ello y se decía: se detiene una puñalada, una pistola
puede fallar; por otra parte, si las armas funcionan como deben, se produce la muerte
repentina, sin agonía. ¿El veneno? De entrada es difícil procurarse venenos violentos,
estricnina por ejemplo, y además: o bien la sustancia abate al sujeto en un abrir y cerrar
de ojos y éste no sufre, o bien la materia se vuelve inofensiva gracias a un antídoto.
Puñal, revólver y venenos fueron descartados. Esa noche Christiane miraba al
enamorado dormir, a las débiles claridades de un candelabro de oro; se levantó para
estrangularlo, ahogarlo, pero, temiendo no ser lo bastante robusta, encendió las velas de
una palmatoria, estremecida del deseo de pasear las llamas alrededor del rostro, sobre
los ojos malditos y la boca mentirosa. Levantaba las llamas, las acercaba a la cabeza,
cuando le invadieron estos pensamientos: ¡Grita socorro! Apenas tengo tiempo de
hacerlo, de quemar sus narinas, sus bigotes; se le cuida, se le cura, y helo aquí vivo aún,
con una nariz de plata o una máscara de rico. Voy a prender fuego a las cortinas, correr
a despertar a mis criados cerrando las puertas, y él arderá ahí solo. ¡Oh! no, morirá
demasiado aprisa, no se asará durante mucho tiempo, eternamente como los
condenados.
Él se despertaba.
–¿Por qué tanta luz, mi Christiane?
–¡Para admirarte mejor, mi Gontran! ¡En tu sueño estabas tan guapo, eres siempre
tan apuesto! ¡Ven a mis brazos! Quiero… sabes… no me atrevía… ¡Apaguemos todo!
Quiero… Sí, en el misterio de las sombras, quiero decirte algo…
………………………………..
Christiane superó las repugnancias, los ascos, todos los horrores, y al día
siguiente, para reactivar su odio, para rehacerse de valor, interpeló así a la gigante:
–¿Marina, te acuerdas de la señorita a la que socorriste en una noche helada?
¿Estaba muy pálida, verdad? ¿Por sus piernas corrían la sangre?... ¡Cuéntame esa
historia!
–Señora, va a ponerse enferma.
–Cuéntame.
–¿Para qué rememorar algo tan penoso?
–Temo haber olvidado; vamos, escucho.
La Srta. de Marbeuf, vestida completamente de blanco, se arrodilló ante el
crucifijo; detrás de su ama, la Cosaca se mantenía de pie, en vestido negro de servicio,
con los ojos llenos de lágrimas, evocando la noche terrible; contaba como la desgraciada
temblaba de frío, moría de hambre, su sexo lacerado y el flujo de sangre que perdía, – y
era como el recitado del Camino de la Cruz, el Stabat Mater de la Virgen de los dolores
donde, bruscamente, gimieron y clamaron las lamentos espantosos, lúgubres, el dies
irae de las venganzas y de la muerte.
XI
El capitán vizconde d’Hervilliers, antiguo enamorado de Christiane, era hoy el
prometido de Juliette, y la boda, tantas veces soñada por la duquesa, iba a celebrarse. Se
produjeron resistencias por parte de Jacques. En las primeras tentativas de su madre, el
brillante oficial de dragones, el aristócrata rico y de porte seductor, se negó
respetuosamente y formalmente, jurando morir soltero antes que casarse con esa
muchacha tan poco agraciada; la condesa triunfó sobre su hijo con palabras hábiles y
afectuosas: en su mundo no se elegía la esposa del mismo modo que se toma una
amante, es decir por sus bellos ojos; había que sacrificar la gloria a la dicha, el orgullo y
el placer de un rostro a las cualidades del corazón y del espíritu. Por lo demás, si Juliette
no poseía las ventajas físicas ni la insolente y culpable belleza de la Srta. de Marbeuf,
completaba sus ligeras imperfecciones con gestos llenos de nobleza, de grandeza
modesta. Y como las letanías maternas hacían florecer el ramo de las virtudes, y el
conde y toda la familia exaltaban el honor de la alianza, el capitán de dragones se
resignó a dirigir su mirada hacia las sonrisas que le dispensaba Juliette y a tender un
oído a los halagos de la duquesa.
Gontran, por otra parte, era indiferente a la aventura de su hermana. Hasta ese día
había evitado contar a su amante, temiendo una escena desagradable, el despertar de sus
antiguos amores. Sin embargo, la boda estaba próxima; Christiane podía conocer la
noticia por un periódico y el duque consideró que más valía advertir a la prima.
El cielo estaba azul, la temperatura suave y cálida, y soplaba una brisa en Paris
que volvía la ciudad festiva y rejuvenecía la tierra. Con una chistera gris, chaqueta oliva
moldeando sus formas, bajo un abrigo de entretiempo muy corto, el Sr. de Torcy, con el
monóculo en el ojo, el cigarro en los dientes y las bridas en las manos, iba en coche
descubierto al palacete de los Campos Elíseos, a toda la velocidad de su mejor par de
alazanes. A lo largo del camino, Gontran se percató que los excesos del placer
comenzaban a afectarlo, y se acordó de ciertas palabras de Christiane: La prima nunca
había amado al Sr. d’Hervilliers; odiaba el culote rojo de su uniforme, y solo consentía
en convertirse en la esposa del dragón el despecho amoroso que le producía ver a su
primo casarse con Laure. Así pues, ¿por qué inquietarse?
La Srta. de Marbeuf, en vestido claro, tocada con un sombrero de paja adornado
de margaritas y un ramito de violetas en la cintura, se paseaba por el jardín detrás del
palacete, en el momento en que la gigante fue a advertirle de la llegada del señor duque.
Corrió muy alegre, cubrió al amante de caricias, de frenéticos besos:
–¡Buenos días, mi Gontran! ¡Qué bonito día!... ¡Qué bueno eres viniendo tan
temprano!...
–¡Christiane, tengo una gran noticia que darte!...
–¿Ya eres papá?
–Eso llegará más tarde.
–¿La salud de Laure?
–¡Excelente!
– ¿Cuál es la noticia?
– Juliette se casa.
–¡Oh, qué bien!
–Se casa… Esta vez, ¿adivina con quién?
–Estoy un poco desfasada con los grandes apellidos del Faubourg.
–Juliette se casa con el vizconde d’Hervilliers.
–¿El capitán d’Hervilliers?
–Sí.
–¡Mi enhorabuena a tu hermana!¡ ¡Qué audacia la mía!... Hablo como si
perteneciese a vuestro mundo, como si todavía existiese.
No se había sonrojado ni temblado; se echó a reír, presentando su ramo de
violetas bajo la nariz del duquesito.
–¿Ese matrimonio te deja indiferente?
–Absolutamente.
–Dudaba en informarte; temía…
–¿Qué estuviera celosa? Vamos, bebé, tú sabes perfectamente que yo me casaba
por despecho con ese presumido capitán.
–Me complace que me lo recuerdes.
–¿Cuándo es la boda?
–Dentro de un mes, dos a lo sumo.
–Juliette debe estar exultante.
–Es la primera vez que la veo esbozar risas y gracias: ¡resulta muy divertido!
–¿Eres tú quien ha propiciado el noviazgo?
–¡En absoluto! La condesa d’Hervilliers y mi madre deseaban ese matrimonio
desde hace tiempo.
–¿Los esposos vivirán en Compiègne?
–Naturalmente, a menos que mi futuro cuñado no cambie de acuartelamiento.
–¡Hem! ¡La vida de provincias!...
–La vida de provincias a una hora de París.
–Yo prefiero Paris.
Caminaban ambos a través de las avenidas brillantes, y Christiane murmuraba,
entre besos de amor, ardientes palabras, despertando los recuerdos de las odiosas
concupiscencias, provocaba roces voluptuosos y facilitaba los movimientos de faldas y
de ropas para inflamar todos los ardores del debilitado hombre.
Bajo la sombra de los tilos había instalado un columpio, se sentaron allí; se
balancearon buscándose los labios, y unos pájaros se posaron alrededor de ellos, por
encima de sus cabezas, sobre las ramas en flor.
En la lejanía, una voz my dulce cantaba:
¡Es la primavera, Hecha de niños!
–Creo que – dijo Christiane que se estremecía – ¡después de nosotros, el fin del
mundo!
–Una mujer embarazada es un monstruo – observó tranquilamente el marido de
Laure.
–¿El señor duque olvida la situación de la Sra. duquesa?
–Hablo en general: admiro las personas esbeltas y conservo el horror instintivo de
los vientres gruesos, y, además, mi querida, tú nada tienes que reprocharme,
precisamente tú, que evitas la maternidad con un celo especial, un arte delicado, unos
escrúpulos adorables, unas defensas maravillosas.
–¡Los hijos del adulterio son tan desgraciados!
–¿Por qué?
–La ley les concede solamente los alimentos, y los pobres seres nacidos de un
comercio adulterino no pueden reivindicar legalmente absolutamente nada sobre los
bienes de sus autores, ni siquiera cuando el padre y la madre fallecen sin otra progenie.
–¡La palabra progenie me parece exquisita! ¡Es todo un curso de derecho!
–Una simple palabra humana y social.
–De un socialismo aplastante. ¡Columpiémonos! Mientras tanto te hago una
apuesta.
–¿Sobre derecho?
–No, sobre ciencia.
–He leído mucho, desde hace un año; mi biblioteca es muy curiosa.
–Tú les demasiado y eso te fatiga.
–Vamos, ¿cuántos nos apostamos?
–Dos besos.
–Dos besos míos contra mil luises de mi pequeño Gontran, mil luises para un
soberbio collar de diamantes de la Corona que, la otra tarde, deslumbrante en el
escaparate de una joyería, me impedía seguir caminando, haciéndome daño en los ojos.
Mil luises.
–Acepto. Oh encantadora estéril tan defensora de la fecundación normal. ¿Podrías
decirme en qué consiste la fecundación artificial?
–¡He ganado! Realmente me esperaba algo nuevo, pues con ocasión de una novela
y luego de una tesis rechazada por la Facultad de medicina de Paris, todas las revistas y
todos los periódicos han sacado a colación el problema, y ese problema se remonta,
según creo, a los viejos egipcios y a los magos de Caldea, pasando por los alquimistas
de la Edad media.
–¿Defínela?
–La fecundación artificial en la especie humana, es la que el padre Coste7 exigía a
las hembras de las ostras y de los peces, en el Jardín de las Plantas.
–Defínela o no te pago.
–Te conozco: el tema se presta al equívoco, y tú quisieras regalarte términos
obscenos; pero yo puedo responder como los novelistas, los médicos, los filósofos y los
poetas: Durante las noches de tormenta, hacia finales de primavera, una polvareda
dorada se desprende de las antenas de ciertos árboles en plena floración y se dispersa,
viva y fecunda, sobre los árboles de la misma especie y sexo débil. Si el polen de las
flores, transportado por los vientos, puede sementar la vida a grandes distancias; si entre
los animales, la única fecundación del huevo por la sustancia fecundadora basta con
llevar adelante el desarrollo del embrión sin la colaboración activa de los padres, ¿por
qué la mujer no podría ella también ser artificialmente fecundada? Expondré las razones
a favor y en contra si añades quinientos luises.
–¡Quinientos luises, señorita!
–Razones de médicos y de novelistas: los seres artificiales no difieren en nada de
aquellos que son engendrados por la fecundación normal; hay en Francia, cuatrocientas
mil mujeres estériles y tenemos necesidad de soldados.
–¿En contra?
–Opinión de un filósofo: el hombre engendrado, sin la cooperación amorosa de
los esposos, jamás se parecerá a los demás hombres; tendrá unos lóbulos extraños en el
cerebro; además, los goces de los niños no siendo iguales a los temores que pueden
causar, y al no ser la vida lo bastante larga para el placer, y la naturaleza lo bastante
consciente de la pena, no hay lugar para emplear la vida en correr tantos riesgos y
peligros en los asuntos de la naturaleza. Los hombres ya no quieren trabajar tanto, las
mujeres ya no quieren sufrir tanto; los unos y las otras prefieren pecar sin concebir, que
concebir incluso sin pecar. Así pues, tanto peor para las pequeñas mujeres afectadas de
esterilidad por obliteración de las trompas.
7 Hippolyte Jacques Coste (1852-1894), sacerdote y botánico francés. (Nota del T.)
–Señora doctora, usted me sorprende.
–Señor escéptico, al precio de dos mil luises, siempre me encontrará dispuesta a
una conferencia.
El duquesito consideraba sobre todo el lado cómico y farragoso de la cuestión: o
bien todos los seres artificiales debían parecerse a los productos farmacéuticos, a los
fenómenos, a los monstruos que nacen en los tarros repletos de licores infames, o bien,
si no morían todos, se verían cosas divertidas.
–Imagino, – concluyó él, – a un ujier llamado a embargar, en 1985, a una noble
familia… artificial. Se introduce al ujier y a sus dos ayudantes en un gran salón, y, a lo
largo de las paredes, el representante de la ley examina y echa el ojo a unas jeringuillas
de oro incrustadas de piedras preciosas; la dueña de la casa interviene y exclama: «No
toque las jeringuillas; no puede coger mis jeringuillas: ¡son los retratos de mis
antepasados!...»
Los falsos enamorados se impulsaron a golpes de riñón y el columpio subió hasta
el cielo de verdor, mientas que la brisa los mecía:
¡Es la primavera
Hecha de niños!
La Srta. de Marbeuf jamás había estado tan voluptuosa. El viento transportó su
sombrero, y en el va y viene del columpio suspendido, la figura empurpurada, las faldas
hinchadas, los cabellos dispersos, abandonaba las cuerdas y rodeaba con sus brazos el
cuello de Gontran, imploraba su boca y depositaba un furioso beso de amor; parecía
morirse en un goce, con oscilaciones del pecho, sobresaltos, estremecimientos de todos
los miembros. Bajaron y se encerraron. El primo completó esta jornada con un
desenfreno sensual, con una espantosa orgía. Cansado se durmió sobre un sofá; pero la
prima, deseosa de rematar a su presa, despertó al dormido: quería ir al teatro; se
ocultarían en el fondo de un palco enrejado.
Gontran condujo a Christiane a una alegre representación, luego cenaron en un
reservado.
Al final de la cena, hacia las dos de la mañana, a la Srta. de Marbeuf todavía se le
ocurrió una nueva fantasía:
–¡Dirás que estoy loca! Pero me gustaría volver a ver tu palacete, acabar la noche
en mi antigua habitación.
–¿En el palacete?
–Sí.
–¡Qué singular idea! ¿Por qué reaparecer en esta casa que ha debido dejarte tan
tristes recuerdos?
–Las enamoradas tienen estas cosas, y allí, donde siendo jovencita soñaba contigo
dominando mi amor, me sería dulce adorarte una noche, una hora, algunos minutos.
¿Qué podemos temer? ¿No decías el otro día que desde la partida de tu esposa, nadie te
oía regresar? Despidamos tu coche y tomemos a mi cochero, incapaz de comprometerte;
pasamos por la puerta de servicio; nos damos unos besos y me retiro sin ruido.
–¿En serio quieres?
–¡Mucho!
–¡Vamos!
El coche de Christiane se detuvo ante el palacete de la calle Saint-Dominique. La
Srta. de Marbeuf aceptó la mano del primo y los dos subieron por la pequeña escalera
reservada a la servidumbre y a los proveedores. Si el verdugo permanecía exento de
inquietud, la víctima temblaba de rabia, y a lo largo de los pasillos desiertos, de las
siniestras luces de un candelabro, ella se acordaba de la horrible aventura de las cuadras,
del miserable Élias y de su amo más miserable todavía; rememoraba en su mente todas
las escenas de su fúnebre juventud. Él caminaba, ella le seguía levantado el bordillo de
sus faldas; en voz baja, él preguntó:
–¿Entramos primero en mi habitación para divertirnos?
Christiane inclinó la cabeza.
La señorita exploraba los aposentos de Torcy, pero no se atrevía a franquear el
umbral de la habitación de Laure: la retenía un escrúpulo que impedía avanzar a la
prostituta hacia el dormitorio de la dama honrada. Gontran se alzó de hombros, se echó
a reír, y, empujando a la prima, la obligó enseguida al sacrificio de sus amores sobre el
lecho de la duquesa; él le ofrecía pasteles, licores; ella se conformó con un gran vaso de
agua, y con los brazos encima, brazos debajo, se trasladaron en silencio a la antigua
habitación de la visitante. La puerta estaba cerrada; Christiane insistió, y el duquesito
acabó por acordarse de que antaño había ordenado hacer una llave con la intención de
sorprender a la joven.
–Espérame; ahora regreso.
Esta habitación, la habitación maldita, así como la llamaba la duquesa,
permanecía cerrada desde la incineración de los vestidos de la Srta. de Marbeuf, y
cuando penetraron allí, un olor a polvo les golpeó en el pecho; un viento de humedades
les abofeteó en el rostro; se habían olvidado de vaciar las aguas de los jarrones; los
papeles se despegaban de las paredes; la chimenea se caía en ruinas.
Con un candelabro en la mano, Christiane registraba los cajones de una cómoda y
de un escritorio.
–¿Qué buscas?
–Unas fotografías.
–¿Tuyas?
–No; de mi padre y de mi madre.
Todos los cajones de los muebles estaban vacíos.
–¿Gontran?
–¿Sí, mi bella?
–¿Los retratos de mis padres todavía están en el salón principal y las fotografías
en el álbum?
–¡Sin duda!
–Bajemos, te lo ruego.
Recorrieron la galería de los antepasados, registraron los álbumes. Ni fotografías,
ni retratos.
–¿Las han quemado? – balbuceó ella.
–¿Quemado? Por desgracia, sí. Lo había olvidado; mi madre y mi hermana aún se
vanaglorian de ello! Debes disculparme; empiezo a perder la memoria, ¡palabra de
honor!... ¿No te queda otro retrato?
–No.
–¿Ninguna fotografía?
–No.
–¡Eso es embarazoso!
¡Embarazoso! He aquí la única palabra que el aristócrata encontraba para atenuar
el irreparable sacrilegio, para apaciguar el dolor de una hija que había adorado a los
suyos y que, a partir de ahora, toda su vida estaría privada de la vista de las queridas
imágenes. ¡Embarazoso! Esa palabra le daba nauseas; gemía, dolorida como por el
golpe de una mano de hierro, y, durante un momento, al recuerdo de las cobardías, las
mentiras, las humillaciones, en presencia de la suprema injuria hecha a sus pobres
muertos, permaneció inmóvil, con los dientes apretados, con ganas feroces de dejar por
fin explotar su odio. Gontran la invitaba a subir a su habitación; ella obedeció. Allí
arriba se desnudaría por completo ante él, también desnudo, y luego lo llamaría,
bailaría, cantaría, gritaría, aullaría, y la casa, los verdugos y sus criados, toda la casa
acudiría a ver el espectáculo. Pero la comedia se volvería confusa; la duquesa ordenaría
expulsar a la puta a golpes de fusta o bien la entregaría a la justicia. ¿El apellido de los
Marbeuf podría decaer de ese modo? En su pasión ya enfermiza, Gontran afectaba un
singular desprecio respecto de su esposa, juraba divorciarse, casarse con su amante;
incluso deseaba la muerte de Laure y del hijo que llevaba en su seno. ¿Y si Christiane le
inspirase la idea de envenenar a la duquesa? Entonces ella le denunciaría; tendría la
alegría de mancillar a la familia, de ver caer a la principal cabeza y de insultarlo... Pero
Laure nunca le había hecho daño.
El primo abrazó a la prima, y todos los pensamientos de la visitante se
transformaron en una sonrisa de criminal voluptuosidad.
XII
Ante el temor de ver al primo cansarse del cara a cara y de su aislamiento, la Srta.
de Marbeuf autorizó al aristócrata a presentarle algunos amigos de su club. Gontran se
iba relajando de sus alertas en relación con la familia y se regocijo de haber triunfado
sobre los escrúpulos y las resistencias de la señorita. Además, como su orgullo alejaba
todo pensamiento celoso, no estaba molesto por deslumbrar a sus compañeros con el
lujo de su nueva amante. ¿Por qué ocultarse y vivir como unos parias? Christiane era su
prima, pero ¿no veía todos los días gentes de mundo enorgullecerse de la belleza de sus
parientes, convertirse ostensiblemente en los amantes de una prima e incluso de una
cuñada? Por añadidura, había amantes y amantes, – amantes de una noche, de una hora,
de cinco minutos, esa amante siempre oculta y que nunca salía, ni se invitaba a los
amigos a ir a su casa, y se acababa abandonándola como una presa fácil; – en cuanto a
la amante de todas las horas, de toda la vida, a la amante casi legítima, ajena o pariente,
se la podía glorificar. En fin, el Sr. de Torcy terminó sus oremus declarándose presto al
divorcio y dispuesto a casarse con la prima-amante.
Christiane ofrecía cenas a los invitados del Sr. duque: una nobleza fangosa de
decadentes iba allí para rehacerse; se jugaba, se festejaba, se vertía champan, se
emborrachaban. Peticiones de dinero y de citas asaltaron a la Srta. de Marbeuf, quien,
distribuyendo billetes, reía todas las galanterías, Pero pronto, después de disputas
ruidosas capaces de intrigar a la policía, y especialmente a consecuencia del robo de
cubiertos y jarrones preciosos, los anfitriones se decidieron a restringir su intimidad a la
única compañía del joven marqués Gabriel de Sernouze y de su bella y noble amiga
Juana y Paränos, la esposa divorciada del príncipe Borontzow.
El marqués de Sernouze, un engominado de ojos verdes durmientes, todo
enhiesto, modelado a semejanza del mismo Sr. de Torcy, y Juana, esa gran y soberbia
española, constituían una extraña pareja que tenía tras de sí una historia.
El pasado inverno, el príncipe Loris Borontzow, entonces marido de Juana, uno de
los hombres más reputados de la colonia rusa, no había hecho más que escasas
apariciones en su palacete de la plaza de la Estrella. Se encontraba retenido en la corte
imperial; pero como la princesa adoraba Paris, y como el príncipe amaba a su mujer con
una fe robusta, el noble extranjero se mostró complaciente y desdeñoso de los celos
burgueses, concediendo al ídolo de su corazón las libertades de la ciudad parisina. Ese
aristócrata no era uno de esos pobres maridos enervados al viento de las civilizaciones
agonizantes, uno de esos seres ridículos – tristes héroes de revistas y de historias
modernas – que pagan agencias de detectives para vigilar a sus esposas y reciben, –
viajeros perdidos en tierras lejanas, –el boletín semanal y siempre falseado de la
conducta de la señora; era un hombre de sangre nueva y fuerte, una naturaleza primitiva,
feroz y leal, inhábil a las hipocresías, conservando el respeto de los juramentos
conyugales y la creencia, la religión, de los honores inviolados y de las amistades
santas.
La princesa no soportaba la soledad. Después de haber permanecido fiel y valiente
ante las tentativas de los hombres valerosos y discretos que hubiesen puesto la espada
en el puño para defender a su dama, se sumió en la pasión del joven marqués de
Sernouze, de alias «la marquesita»– se sabían las razones en sociedad; los hombres le
llamaban así en su club, llenos de desprecio; algunas grandes damas risueñas lo
murmuraban entre ellas, con fuerza y ademanes en un juego violento de abanicos, a fin
de enmascarar el rubor de las frentes y el rictus picarón de los rostros. En su floración
de juventud y belleza, Juana se entregaba por entero a Gabriel de Sernouze, al querubín
de lengua viciosa; ella era el hombre, él era la mujer, y a él le gustaba así con su
elegancia de señorita y sus melindres de puta perversa. Por primea vez, ella le había
visto vestido de bailarina en una fiesta mundana; él hacia gracias en ropa ligera, en el
vuelo del tutú, bajo el maillot moldeando sus formas; estaba encantador sin barba – una
sombra de bigote – los ojos negros agrandados con un toque de lápiz, un lunar asesino
en un rincón de los labios, la cabeza rubia rizada, el rostro polvoreado, coronado de
rosas, estaba encantador en el estallido de las pedrerías, con la diadema de diamantes
que fulguraban sobre sus cabellos; danzaba a rabiar y sonreía embrujando a todas las
mujeres.
Juana, la española morena de formas altiva, rosado rostro iluminado por los
fuegos de una mirada a la vez límpida y brillante como un cristal puro, o iluminado de
cegadores colores como bajo una sol de sol, un colado de cobre; Juana, hija de un
grande de España, Juana, la intensa mujer, se sentía arrastrada hacia esa decadencia de
hombre, hacia esa juventud moribunda. La española encontraba en él el placer malsano
que los enfermos de un orden especial experimentan comiendo frutas no todavía
maduras y ya podridas caídas del árbol, no precisamente en el estrépito de la tempestad
horrísona y gloriosa, sino mediante el trabajo silencioso, insistente y siniestro de un
gusano roedor; ella gobernaba al marqués de Sernouze, «a su marquesita»; lo acariciaba,
lo mimaba; él se había arruinado en el bacarrá, ella le daba dinero de un modo gentil,
evitando los discursos y los tristes sermones; le enviaba flores a su domicilio. Durante
algún tiempo, Gontran y Gabriel, amigos inseparables de antaño, se habían perdido de
vista; no se veía a Gabriel ni en el círculo, ni en el Bois, ni en el teatro, ni en el circo:
Juana lo dominaba, lo absorbía, él era su objeto. El marqués tenía una llave del palacete
Borontzow, y a su menor llamada, él entraba por la noche en ese paraíso terrenal para
no salir hasta el amanecer con el cuerpo tambaleante y el rostro lívido.
Se daban a los divertimentos bizarros. Después de un fin de cena, Juana, un poco
ebria, pedía al marqués que se disfrazase de mujer, de volver a vestir su traje de
bailarina, de ejecutar uno de esos graciosos pasos que él conocía tan bien. El vestido
estaba allí: él tenía una gran colección de prendas en un armario secreto, maillots de
todos matices, pelucas variadas, batistas, coloretes, faldas bordadas, lencería, medias
multicolores, escarpines con bucles de brillantes, sombreros, joyas, pendientes. Gabriel
se desnudaba y la princesa lo ayudaba. Ella lo instaba, lo enervaba, lo incitaba
moralmente, experimentando un placer infinito – y por otras razones diferentes a las de
Christiane– al reducir al bailarín a mostrarse siempre más afeminado.
Pero del mismo modo que Gontran desdeñaba los placeres ordinarios, Gabriel no
tenía ningún gusto por los enormes embates de la sensualidad. Ni el uno ni el otro se
sentían con talla para afrontar los enlaces donde los seres se retuercen, los cabellos
dispersos, las bocas sangrantes, con chasquidos de huesos. Gabriel se mantenía con los
melindres amables y refinados de las pensionistas enamoradas. Juana lo amaba, ella la
amaba con todo el calor de su amor; él la consolaba de las rudos tocamientos del
príncipe, del hombre de amplia frente, larga barba salvaje estallando como la cabellera
de Christiane; él la consolaba de los brazos de hierro, del caballero –coloso cuyos
abrazos hacían erizarse a los caballos y gritar a las mujeres, – del hércules que rompía
las sillas entre sus rodillas tan fácilmente como el duquesito y el marquesito hubiesen
roto sus bonitos dedos en un vaso de muselina.
En esta época, la princesa Juana todavía ignoraba lo que se decía del Sr. de
Sernouze, de sus vicios contra natura, de esa ignominia que la sonrisa de los hombres y
el rubor de las mujeres evocaban en su cercanía para escandalizar a ambos a su paso. Un
día de invierno, muy temprano, el príncipe Loris Borontzow, que no se le esperaba,
entró en el palacete del la plaza de la Estrella y penetró en la habitación de su esposa. La
princesa dormía profundamente. A las verdes y temblorosas claridades de una
palmatoria argelina, así como de una lámpara de catedral gótica sustentada en el techo
por tres artísticas cadenas profusamente decoradas, el aristócrata pudo ver, dispersas
sobre un sofá, unas prendas de bailarina, un volante, un maillot de color carne, una
peluca rubia, unas zapatillas de seda azul. De entrada no comprendió tal desorden que
parecía delatar un regreso nocturno precipitado; pensó que Juana se había vestido,
disfrazado; ¿pero de bailarina? El hecho parecía improbable. Se ruborizó, pues le
invadió una idea, una de esas acusaciones que los hombres imputan torpemente a las
mujeres, y al no encontrar la llave del misterio, deseoso de saber, interrogó al más viejo
de los sirvientes amenazando con estrangularlo si éste no decía toda la verdad. El criado
acabó por confesar que el marqués de Sernouze se introducía de noche en los aposentos
de la princesa. Por la mañana se produjo la siguiente conversación entre el aristócrata
ruso y la dama española:
–Señora–dijo el príncipe – va usted a escribirle al Sr. marqués Gabriel de
Sernouze para que pase esta noche con usted.
–¿Para matarle? – preguntó la princesa, más pálida que sus blancos encajes.
–No.
El príncipe Loris Borontzow presentó una pluma a su esposa, y , designándole un
asiento ante un escritorio de madera rosa:
–¡Siéntese, señora, y escriba!
–¡Jamás!
–¡Escriba!
–¡No!
–¡Escriba!
–¡No! Usted le prepara una emboscada, una imitación de la historia de los
Fenayrou8, y no me prestaré a ello. Realmente creía que un gran señor tendría otro
modo de vengar las injurias: imitar al farmacéutico, señor, es asunto suyo; en cuanto a
mí, no soy la Sra. Fenayrou; sigo siendo la princesa Borontzow, nacida Juana y Paränos,
descendiente de un grande de España.
–Señora–respondió el príncipe muy tranquilo,– los grandes de España y los
Feanyrou nada tienen que ver en esta historia: como aristócrata ruso, en materia de
honor conyugal tengo las costumbres bárbaras de un simple bandolero de las estepas, y
permaneceré cubierto ante el rey de España si en su patria hubiese un rey en lugar de
una reina, y el rey me hubiese robado mi mujer. Usted establece entre el príncipe
Borontzow y los Feanyrou una comparación injusta e irritante. No se trata de rodear con
un tubo9 al marqués de Sernouze, ni de torturar a «la marquesita», como le llamaban
ayer en el club; no se trata de arrojar el cuerpo de su amante al Sena e ir a continuación
de ofrecer diversión a la curiosidad morbosa en los juzgados….
–¿De qué se trata entonces?
–Lo verá usted esta noche. ¡Escriba, señora!
–¡No!
–Me obligará usted a recurrir a la violencia. ¡Le digo que escriba!
Temblorosa, bajo los ojos encendidos que brillaban sobre ella, Juana escribió esto
por orden de su marido:
8 Referencia a Martin Fenayrou, farmacéutico francés que en 1882 asesinó al amante de su esposa,
obligando a ésta a tender una trampa a la víctima. El juicio fue muy seguido en su época, incluso tratado
por el célebre psiquiatra Charcot y denominado por la prensa como “El crimen del Pecq” (Nota del T.) 9 El cadáver fue encontrado en el Sena rodeado por completo de un tubo de plomo para el
conducto del gas a fin de que no flotara. (Nota del T.)
Al Señor Marqués Gabriel de Sernouze
Bulevar de Courcelles.
«Mi bebé,
Ven a las once esta noche… El ogro sigue en Rusia… Ven, te adoro…
Juana.
Desde que la princesa hubo entregado la carta al criado, el príncipe ordenó al
mismo:
–Espera… yo también tengo una carta que hay que entregar.
Y de pie, contra la chimenea, trazó rápidamente estas palabras en una tarjeta de
visita:
«Querido Pachá,
Mi esposa está ausente. Esta noche, a las once, en mi casa, una fiestecita.
Luego escribió la dirección:
A Su Excelencia Ali-Riza-Pachá,
En el Gran Hotel.
En Ciudad.
El criado portador de las dos cartas se inclinó y desapareció.
Cuando el marqués de Sernouze penetró en el salón, la princesa, más muerta que
viva, escuchó la puerta cerrarse suavemente por detrás.
–¡Qué pálida estás, Juana!
–Me encuentro un poco mal, amigo…
–¿Quieres que ejecute mi nuevo paso de baile japonés para distraerte?
Sin más preámbulos, persuadido de que iba a divertir a la princesa, el joven pasó
al dormitorio, abrió el armario secreto y reapareció enseguida vestido de bailarina,
coronado de camelias.
Esbozaba un paso ligero, se detenía sobre una voltereta:
–¡No me besas! Oh! ¡no llores querida!...
Se había arrodillado cerca de ella, le besaba amorosamente las manos, cuando, de
repente se levantó una cortina y aparecieron dos hombres, el príncipe Loris, con su
sombrero de copa sobre la cabeza, y el turco Alí-Riza-Pachá, tocado con su fez.
El príncipe agitaba su fusta de caza; caminó hacia Sernouze:
–Señor, me ha robado a mi esposa; si fuese un hombre nos batiríamos a cinco
pasos, a pistola, en el jardín y de inmediato, y, como en el duelo del poeta, no habría
testigos y sería la señora quien mantendría el recuerdo; pero usted es una «marquesita»
y nadie se bate con usted. ¡Muy divertido! Ha tomado a mi esposa pero va a pagármelo:
¡son cien mil rublos!...
El señor de Sernouze estaba allí, aturdido, con el sudor perlando su frente, la boca
abierta, los brazos colgando, mientras tanto Juana se retorcía los brazos, impotente y
lacerada hasta en sus entrañas.
–¡Son cien mil rublos!– repitió el príncipe. – Si no tiene esa suma encima,
marquesita, debo venderlo a un caballero que está en Paris para reclutar su harén.
–¿Venderme? – suspiró el marqués – retrocediendo en las sombras del salón.
–¿Venderle? – gemía la española.
–¡Peki Effendi! – exclamó el turco entusiasmado, –¡Ofrezco cien mil rublos por la
marquesita!
–¡Y los cien mil rublos serán para los pobres de Paris! – concluyó el aristócrata
ruso.
El príncipe hizo chasquear violentamente su fusta por encima de la cabeza de
Sernouze:
–¡Vamos, baila un paso, en honor de tu nuevo amo! ¡Baila, marquesita!
Y Sernouze bailó.
La fusta volvió a estallar y Borontzow dijo:
–¡Vendido al harén de su Excelencia!
De inmediato aparecieron dos grandes eunucos del servicio de Alí-Riza-Pachá;
tomaron al marqués, lo amordazaron y lo transportaron al coche que se encontraba
estacionado en la puerta del palacete Borontzow. Pero cuando el coche llegó al bulevar
de los Capuchinos, el Sr. de Sernouze logró liberarse de la mordaza y comenzó a emitir
unos gritos espantosos. En medio de un tumulto, y a las órdenes de los guardias de la
plaza, que juzgaban la broma un poco pesada, los caballeros del harén se vieron
obligados a abandonar a su prisionero; el marqués tomó un fiacre para regresar a su
domicilio.
Gontran había contado esta historia muy parisina a su amante y ambos reían sin
creérsela mucho; sin embargo era verídica. Después de la aventura, la princesa
divorciada y su joven amante vivían de las rentas españolas. La Sra. Juana y Paränos se
consideraba muy dichosa de conocer a la Srta. de Marbeuf, y las alegres parejas
congeniaban de maravilla. Celebraban fiestas: Christiane y Juana se disfrazaban de
hombres; el duquesito y el marquesito se vestían con prendas de mujer, y las lujurias
que la española buscaba voluptuosamente por placer, la francesa las ejecutaba fríamente
para la venganza y con dolor.
XIII
¡Ya era suyo! ¡Le tenía! ¡Le tenía! ¡Sentía como se le vaciaba la bolsa y se
debilitaba su cuerpo! A consecuencia de las especulaciones desastrosas inspiradas por el
deseo de satisfacer los caprichos de su amante, el duquesito ya se había visto obligado a
recurrir a préstamos, y podían verse en él todos los estigmas de la degradación física y
moral derivada de la bulimia de los sentidos, de las maniobras ilícitas, de los excesos de
los funestos placeres. Sí, en un antiguo habito de gloria, todavía se levantaba con la
cabeza altiva, los miembros pesados, con movimientos de autómata tipo inglés, pero no
por ello experimentaba menos los síntomas de una próxima decrepitud: al
debilitamiento de la memoria se añadían problemas de oído y vista, palpitaciones,
dolores de espalda, relajamiento muscular; el rostro adquiría una expresión lánguida,
taciturna; una blancura lechosa invadía el rosado de sus mejillas; la mirada se apagaba,
los ojos se le hundían cada vez más; las sienes azuladas, los párpados se volvían casi
negros; los órganos parecían amenazados de una auténtica atrofia. Al principio grueso,
el pálido joven se deshinchó de golpe, y el adelgazamiento general determinó un
caminar inseguro, una voz ronca, sudores nocturnos. Gontran perdía el apetito, se
alimentaba de fiambres fríos, de dulces; tenía la lengua pastosa, el labio inferior un poco
distendido al modo de los ancianos que han amado demasiadas mujeres y cuyo castigo,
según dijo el filósofo Jouffroy, es amarlas para siempre; recordaba viejas lujurias,
manías extrañas, las largas carcajadas; las beatitudes sucedían a las cóleras y a los
terrores infantiles. Sus noches se poblaban de visiones eróticas; tenía o demasiado frío o
demasiado calor, nunca hambre, siempre sed, y si, por casualidad dormía un buen
sueño, Christiane lo despertaba en el esplendor de sus encantos, y, lejos de dejarle
recuperar un poco de medula y un poco de sangre, ella lo enervaba con besos lascivos,
excitando la sensibilidad del sistema nervioso y consumando todo tipo de perversiones
genitales.
La española Juana era una viciosa de marca mayor; la amante del duquesito era
sabia, y todo cerebro menos ligero y menos tenebroso que el del aristócrata agotado
hubiese relacionado su situación con los volúmenes de una encantadora biblioteca; todo
ser normal se hubiese preguntado, sobre todo después de la bizarra apuesta en el
columpio, la razón de las obras especiales de la señorita. Gontran, absorbido a la vez por
sus amores y sus negocios, se conformaba con reír. Alzarse de hombros, saludarla
bromeando cuando sorprendía a Christiane enfrascada en sus lecturas médicas: la
besaba en la oreja, la pellizcaba amablemente, cerraba el volumen, levantaba una mantel
de la mesa, lo fijaba en la cintura de la lectora: «¡Hola, mi sabia mujer!...» o bien
doblaba un periódico y se lo colocaba sobre la cabeza a modo de sombrero puntiagudo:
«¡Mis respetos, señora doctora!...» A menudo, Christiane ocultaba los libros y esperaba
la partida del sujeto para retomar sus estudios sobre las aberraciones de los sentidos;
ella no podía ni quería adquirir una instrucción completa, y las obras de los
divulgadores, los manuales, los simples históricos, las lecciones y los informes de un
médico en el hospital de Lorucine le bastaban: aprendía así las tradiciones de Sodoma y
Gomorra, las leyes de Lycurgue y Solon, de Zenón y de Aristipe sobre los
desbordamientos de sus conciudadanos, las orgías de los doce Césares, de los
emperadores y de las emperatrices, las epidemias neuropáticas y demonomaníacas de la
Edad Media, los saturnales de la Regencia y de Louis XV; ella sabía además, – La
Gazette des Tribunaux y los boletines judiciales de todas las capitales lo afirmaban –
que los actos contra natura son siempre frecuentes en la vieja Europa. Si, realmente,
conocía las espantosas cosas cuyo análisis y los duros cuadros de preservación social
escandalizan y aterrorizan a ciertos individuos, ignorantes o viciosos, pobres diablos,
llevados menos por un sentimiento de pudor o de piedad humana que por un temor a
horribles presagios – tristes iras de los orgullos abatidos, tristes espantos de los
diagnósticos, risibles furias de hombres flagelados y por siempre a flagelar.
Experta en teratología, la Srta. de Marbeuf observaba al loco genesiaco; seguía el
proceso de los desordenes del organismo, anotaba los fenómenos, las postraciones, los
temblores nerviosos, las dificultades de la palabra, lo incierto de la mirada, los rojas
fibras de la cornea, estudiaba los desfallecimientos monstruosos, el encaminamiento del
joven hombre hacia esta categoría de humanos degradados que tienen el medio entre el
mono y el cerdo: imitaba a los monos y sus grotescas pantomimas; tenia los ojitos rojos
de los cerdos, los pelos erizados, el morro bajo y provocador; el gusto por la basura.
¡Todavía! ¡todavía! ¡Eso iba a acabar! ¡Neurosis, ataxia, parálisis general! ¡Locura o el
ataúd!
Pero la naturaleza, tan terrible para los viejos, protege a la juventud y, bajo los
destrozos primerizos, el ser agotado parecía reverdecer; por otro lado, aunque los gastos
de la casa fuesen extravagantes, los deseos de lujo incesantes, las considerables pérdidas
en el juego, las salidas con Gabriel y Juana de lo más costosas, el aristócrata no estaba
al límite de sus recursos. Entonces una psicología refinada hasta el sufrimiento se
apoderó de Christiane. La embrujadora releía la historia de la bella Ferronnières y de
Francisco I; el marido de la Ferronnières se vengaba dando a su mujer el mal que esta
debía transmitir al rey de Francia; la prima actuaría del mismo modo, ella ganaría al
transmitir al primo la espantosa enfermedad, terror de Sapin y de Tapeau, cuya ciencia
revelaba todos los peligros y todos los espantos; la prima se echó atrás; ¡si no mantenía
la vida no quería morir fea! Luego Christiane pensó en amordazar y atar a Gontran,
ordenar a la gigante una vigilancia activa, mientras que, nueva Barba Azul, le
cosquilleaba las plantas de los pies o haría de él un nuevo Abelard. ¡Oh! ¡Las cosquillas
y la mutilación serían espantosas! ¡Ya acariciaba las torturas y afilaba alegre las tijeras!
Esas ideas se desvanecieron como tantas otras: la noble señorita tuvo miedo del cadáver,
del juzgado de instrucción, de la prisión; y, calculando lo que quedaba de fuerza física y
de luz cerebral al individuo, regresó a su obra de destrucción, llena de la paciencia de un
algebrista, de las añagazas de un agente de negocios, de la disciplina de un soldado.
Las rosas de la primavera trocaban en pálidas violetas. ¡Qué terrible servicio!
¡Qué odiosa e infame misión! Christiane se horrorizaba de sí misma, de sus manos, de
su boca, de todo su cuerpo; en ciertos momentos no se atrevía ya a mirarse al espejo ni
levantar los ojos hacia la servidumbre, y, a las menores risas que oía se sobresaltaba,
tomada de vergüenza por la idea de que los sirvientes se burlasen y riesen de su
abyección. Sin embargo, solo la Cosaca intuía los odiosos misterios, pues la ama
todavía exigía de la sirvienta la narración de su lúgubre encuentro; Marina Paskoff
obedecía.
–La señorita me ha sacado de la miseria, de la debacle; ha asegurado el pan de mis
viejos días y yo no puedo negarle nada. ¡La Señorita era tan feliz con el Sr. Clouard…!
–No soy desgraciada con el Sr. duque.
–A veces, señorita, es usted más transparente que el cristal; ¡ruego a Nuestro
Señor que haga morir al señor!
–Pronto morirá; puedes estar segura, lo veremos morir.
–Si la señorita mata al señor; ella se mata también.
–Marina, son inútiles las exhortaciones y voy a hablarte como a una amiga, a ti,
que tuviste piedad de mi desgracia: El Sr. Clouard se mostraba el más generoso de los
amantes, un hombre valiente, ¿pero tú piensas que yo no lo amaba? Yo adoraba a un
joven y buen hombre; él quería casarse conmigo, me devolvía mi situación social, y, por
ejecutar la venganza, mi corazón se durmió, se heló. La familia acaba de exasperar mi
odio quemando los retratos de los seres que lloro; el duquesito ha juzgado ese sacrilegio
embarazoso; ¡él me ha deshonrado y quiero la revancha! ¿Crees, Marina, que habiendo
desertado de la fiesta de Ramos, de las alegrías de la Redención, voy a debilitarme en el
Calvario?
La Cosaca mostraba los puños al techo y se alejaba con la muerte en el alma.
Unas escenas violentas tenían lugar en el palacete de la calle Saint-Dominique, y
fue en vano que la duquesa dijese a su hijo: «¡Tu conducta es escandalosa! Ya has
devorado tu patrimonio, más de quinientos mil francos, y abusas del régimen de la
comunidad para pedir prestados sobre los bienes de tu mujer. Es inútil negar los hechos:
la información procede del notario que se niega a abrirte un crédito sobre mi sucesión.
Pero no tocarás mi fortuna, no comprometerás la dote de tu hermana, y se encontrará el
medio de detener la ruina de la esposa y los escándalos del marido! Tu madre no es una
ingenua. Regresas a las siete u ocho de la mañana, e, hipócrita, ordenas cada noche a tu
criado que mantenga encendidas las lámparas de tus aposentos; llevas la másca¡ra de los
innobles placeres, corres hacia la muerte!» En vano ella le decía: «¡Laure desespera en
los dolores de la maternidad y tú ni siquiera pides noticias de tu esposa! ¡Te burlas del
fruto de tus obras! ¿Quién te envenena? ¿Cuál es la miserable criatura que mancilla tu
honor, te degrada, vacía tu cerebro, transforma en humo tu vida?» El joven duque
inventaba razones, y ante las amenazas de un consejo judicial se dejó llevar, insultó a su
madre. Juliette quiso intervenir; él cerró la boca de su hermana reprochándole las
manipulaciones de su boda con el capitán d’Hervilliers, la unión próxima de un apuesto
muchacho con la señorita fea, Juliette «¡la carta obligada!» Entonces la vieja duquesa y
su hija ofrecieron sus penas a la Virgen, al Buen Dios, a esa Virgen María, a esa Reina
de amor, de misericordia y de justicia que a las luces del incendio provocado por las
crueles damas, a la llama de los vestidos de la mártir, tendría que haber descendido de
su trono y testimoniar finalmente su poder castigando a las dos odiosas devotas.
Esa mañana Gontran acababa de recibir un telegrama; se trataba de una cita
urgente, ¡y en qué lugar! En casa de un mercader de vinos de la calle Montmartre. Pero
no había que dudar; el papel azul estaba firmado con un apellido al que había que
obedecer. El Sr. de Torcy daba la orden de detener su cupé, enfrente del Helder, y, muy
nervioso, con el bastón tembloroso, se puso a caminar.
Solo, en el fondo de una pequeña habitación, detrás de un mostrador de cinc, Élias
Rowester, el antiguo cochero del palacete de Torcy, esperaba al Sr. duque. En lugar de
simples patillas, signo distintivo de la magistratura y de la servidumbre, Élias llevaba
bigote, barba completa, una soberbia barba de rey asirio, y su elegante vestimenta
acababa haciéndolo irreconocible: sombrero de copa, botines de charol, chaqueta negra,
abrigo amarillo, una inmensa cadena de oro, un alfiler verde en la corbata rosa, sortijas;
todo nuevo y de muy mal gusto, como el uniforme de un crupier de una timba después
del trabajo. Había almorzado allí a su gusto; el camarero traía licores, cervezas y dos
pequeños vasos, y el joven duque se informaba en la barra de la persona que lo
esperaba.
Rowester se levantó:
–¿El señor duque quiere concederme el honor de aceptar un vaso de jerez?
–No; gracias.
–¿Cerveza? ¡Está muy buena!
–Nada.
–¡Aoh! ¡Señor duque, este vino es delicioso!
–No tengo sed.
A orden de Élias, el camarero se retiró y cerró la puerta.
–Ruego al señor duque que tenga la bondad de excusar la cita; no he querido
presentarme en el palacete a causa de las señoras, y pienso que milord preferirá
escucharme en un local donde nadie le conoce.
–Élias, habías jurado no regresar nunca más a París.
–¡Así es, señor duque! ¡Aoh! ¡Perdóneme! Aunque esté vestido como un príncipe,
he tenido varios contratiempos en Inglaterra…
–¡Vayamos al grano! ¿Qué quieres? ¡Tengo prisa! ¿Quieres cien centavos?
–¡Cien centavos!
–¿Un luís?
–¡Un luís! Míreme, milord, antes de ofrecer.
–¡Esto es un chantaje!
–¿Chantaje? ¿Qué es eso?
–¡Acabemos!
–Señor duque, desearía ascender y comprar…
–¿Un caballo?
–No, una pequeña agencia de informaciones, y necesitaré quince mil de entrada…
–¡Quince mil francos, miserable! Ya te he dado diez mil francos. ¡Una palabra
más y te señalo a la justicia!
–¡Hip! ¡hip! ¡Hurra! Y yo, yo escribiré a las señoras, al viejo duque y al nuevo, a
la capitana d’Hervilliers también, la historia de miss Christiane de Marbeuf, ¡Yes!
Aturdido ante las amenazas del criado, el Sr. duque se mostraba más suave y
añadió cinco mil a la suma exigida y se comprometió por veinte mil francos.
–Si el señor está apurado, se podría procurar fondos para él.
–¿Tienes dinero?
–No mío; un amigo. ¿El señor duque ha vuelvo a ver a la Srta. de Marbeuf?
–No, debe estar muerta.
–¡Aoh! ¡Es una pena, pues era muy amable en verdad!
El amo y el antiguo cochero acordaron una nueva cita; el joven duque, antes tan
distante, ahora brindaba con Élias, le estrechaba la mano e incluso le dio detalles sobre
la supuesta muerte de Christiane, antes de acompañar a Christiane a Auteuil, a la
encantadora villa de la Sra. Paränos, ex princesa Borontzow, y del Sr. Sernouze, el
juguete de la señora.
XIV
San Petersburgo, 20 de mayo de 1886.
Al Señor Barón de Pomeyrol,
Bulevar Malesherbes,
París.
«Mi querido Horace,
En mis últimas cartas, para no afligirte más, evitaba mencionar a Christiane, y,
como ese nombre amado regresaba siempre bajo mi pluma, detenía en su vuelo queridos
pensamientos a los que rompía las alas; pero fue en vano que tratase de pasear mi dolor,
de divertirlo, de sobarlo y de hacer uso de él entre los espectáculos nuevos de un gran
pueblo: todas las alegrías me dejaban dolorido, y el viento helado de la Néva
permanecía impotente para amortiguar mi pena.
Me parece que te alzas de hombros y piensas: «¡Trastornado! ¡Neurópata!»
¿Acaso un hombre está enfermo o está loco porque ha amado, porque ama a una mujer?
¡Oh mi querido filósofo! ¿Acaso hay un sentimiento más natural, después de la piedad,
que el amor? Hay, en el honor de Dios y de la naturaleza, un hosanna más humano, un «
gloria in excelsis » más triunfal que el hosanna de un amor joven, que el « gloria » de
un amor profundo, intenso, respetuoso, pues el respeto no debilita los ardores de la
pasión y los honra. Es necesario entenderme entre líneas: quiero decir que si algo puede
dulcificar mi pena, atenuar la pérdida de Christiane, es saber que he tratado a la amante
como esposa legítima, el no haberle pedido nunca lo que un hombre honrado, sano de
cuerpo y de espíritu, jamás pediría a su esposa.
«Sí, querido Horace, mi amor y mi respeto crecían por Christiane; olvidaba el
lugar tan extraño donde nos conocimos, y poco a poco se desvanecieron las impresiones
desagradables de Les Folies-Bergère: Christiane se encontraba allí, completamente
angustiada, desolada, desesperada, no conocía los misterios del comercio de la
prostitución, no tardé mucho en plantearme su condición, tras la apoteosis de un sueño
alegre: « ¿Christiane, una vagabunda? ¡Venga ya! ¡Era una señorita! Yo la cortejaba y
adoraba en una fiesta del auténtico mundo y en medio de un enjambre de bellezas, de
futuras patricias». Nada desmintió mi sueño; el desinterés, la frescura, el espíritu, la
educación moral y el desconocimiento de lo libertino, arrojaron un velo sobre la odiosa
apariencia. ¡Qué ingrato fue el sospechar de mi encantadora amante, imaginar una huida
el día de su partida, una mentira, una perfidia! Christiane ha regresado en gracia junto a
su familia, y ha encontrado no a su padre y a su madre – un padre y una madre no
abandonan a sus hijos, y si los hijos los abandona, ellos regresan más tarde o más
temprano, – Encontró, tal y como decía, a una simple tía, una tía millonaria. ¿Las
razones de la partida? Esta pariente no tenía la dulzura de una madre; pero en el fondo
era buena, amaba a su sobrina, y con un beso de madre la ha reconquistado en todo su
pudor, alejando todos los pecados! Vieja dama y joven muchacha viven en su antigua y
suntuosa casa. ¿Christiane casada? ¡Ya! Y bien, si así fuese y la encontrase del brazo de
su esposo, le diría con triste mirada: Señora, su antiguo amante, el hombre que hubiese
estado orgulloso de tenerla como esposa, aquel que la ha respetado, la respeta, no quiere
disgustar al esposo y por tanto el amante ha muerto! ¡He aquí la última noche, la
introducción en el ataúd! ¡Déjeme llenarme mis ojos y mi corazón de usted, y váyase!
«Horace, me engañé, me he hecho daño inútilmente: ¡Christiane ya es libre, y libre la
volveré a ver! Todo en este país me habla de ella, pues idealiza el tipo de la belleza
septentrional con sus ojos negros y su cabellera deslumbrante y radiante como un sol
sobre las rosas de las mejillas y la nieve del pecho… ¡Sera mi esposa!
Te abrazo, querido amigo, hermano del alma.
MARCEL DE LA BIERGE»
Esta carta precedió solamente algunos días a la llegada a Paris del Sr. de la Bierge.
El joven diplomático había conseguido un permiso de tres meses, y antes de ir a casa de
su madre aceptó la hospitalidad del barón.
Marcel parecía llevar una vida despreocupada y alegre; Horace, ya maduro para
las diversiones, entregó una llave a su huésped, y éste, noctámbulo infatigable, no se
ocultaba explorando todos los cabarets galantes.
–Eres joven, te diviertes; yo ya no estoy para esas y me aburro; ¡estamos en ondas
distintas!
Luego, el viejo parisino añadió:
–Mi casa de soltero carece de confort, o más exactamente del lujo de la
hospitalidad escocesa; aquí, mi bravo amigo, nada de mujeres, ¡nada de mujeres! El
visitante debe proveer su alcoba; pero ahí afuera el campo es amplio, la caza abundante,
y si te ocurre encontrar una gran y honrada dama asustada por las incomodidades de un
asiento de ómnibus, te autorizo a hacerle los honores del inmueble.
La Bierge no hacía uso de tal autorización: corría el mundo de los ministerios, los
tés, los bailes del Faubourg y los lugares de placer fácil, tan indiferente a las miradas de
una burguesa y a la sonrisa de una duquesa como a las exhibiciones de una prostituta
ofreciéndoselo todo.
Una noche, Marcel regresó completamente alterado; golpeó a la puerta del barón.
–¿Eres tú, Marcel?
–Sí.
– ¿Qué hora tienes en tu viejo reloj?
–Son las dos.
–Sr. embajador, tiene usted una conducta… ¿Está solo?... ¿Está aún piripi? –
preguntó Pomeyrol
–Solo y completamente sobrio. ¿Te molesto?
–¿A mí? ¡Yo no duermo nunca!... ¡Dios! ¡Qué pálido estás!
–¡He encontrado a la dama de mi corazón; a la llorada, a mi Christiane!
–¡Ay!
––Estaba en compañía de unos indeseables, salían cuatro de un reservado
particular; han querido echar un vistazo a la gran sala donde yo soñaba con ella…
Entonces, al verla allí, tan cerca, viéndola del brazo de ese hombre, he sentido un dolor,
oh! Un dolor…
–¡Mi pobre Marcel!
–Christiane se retiró, sin verme.
–Afortunadamente.
–Pero, yo conozco al caballero; todo Paris le conoce.
–¿Cómo se llama?
–Gontran de Torcy.
–¿El duquesito?
–El mismo, y flanqueado de su amigo Gabriel de Sernouze.
–Otro cretino… ¡el querubín de la ex princesa Borontzow!
–El Sr. de Torcy era el acompañante de Christiane; y yo escarmentaré al
duquesito, y si hace falta al Sr. de Sernouze, «la marquesita»!
–¿Para qué?
– Desafiaré al Sr. de Torcy no para que me entregue a Christiane, sino porque me
la ha robado.
–¿Quieres un consejo?
–No, Gracias.
–¿La Bierge?
–Inútil insistir, mi querido Horace.
–Razonemos un poco.
–No razonemos nada, te lo suplico.
–Me levanto; ¡vamos a buscar unas mujeres! Montémonos unas saturnales
romanas y ágapes parisinos; inventemos una juerga rabiosa; yo, ¡yo quiero que la
siniestra señorita desaparezca de tu recuerdo!
–Está decidido.
–Marcel debes ser serio; él estima la infidelidad en su justo valor y no se batirá.
–Yo me batiré.
–Marcel, piensa en tu madre, en las preocupaciones que vas a darle. ¡Si él te
insultase yo no te diría esto! Razonemos: una amante de paso, una de esas criaturas que
un viento funesto siembra por el mundo…
La noche del Grand-Prix, los periódicos de última hora publicaron:
«Se ha producido un altercado bastante considerable en Longchamp entre dos
jóvenes, el Sr. Duque de T*** y el Sr. de La B***, secretario de embajada.
« Desconocemos los motivos del incidente.
«El Sr. duque de T*** ha enviado a dos de sus amigos al Sr. de La B***.»
Los periódicos del día siguiente por la mañana eran más explícitos:
«Se nos informa de las siguientes negociaciones:
«A raíz de un altercado sobrevenido en las carreras de Longchamp, el Sr. Marcel
de La Bierge ha abofeteado al Sr. duque Gontran de Torcy, y este último ha encargado
al capitán vizconde d’Hervilliers y al Sr. marqués de Sernouze, solicitar una reparación
del Sr. de La Bierge, el cual ha dado los poderes para actuar en su nombre al Sr. barón
de Pomeyrol y al Sr. príncipe de Austerlitz. De común acuerdo, los testigos han
acordado que un encuentro era inevitable.
«El arma elegida es la pistola de cañón rayado, con intercambio, por parte de cada
adversario, de dos balas, a veinticinco pasos y a la orden de voz dada.
«El encuentro tendrá lugar pasado mañana a las diez, en la frontera belga, en un
lugar convenido por los testigos.
París, 3 de junio de 1886.
Por el Sr. duque de Torcy: Vizconde d’Hervilliers; Marqués de Sernouze.
Por el Sr. de La Bierge: Barón de Pomeyrol; Príncipe de Austerlitz. »
La Srta. de Marbeuf, un poco indispuesta, se encontraba en su habitación en el
momento en el que el duque se hizo anunciar a su amante; la prima besó al primo, feliz
de la alteración de los rasgos de esa presa enemiga tan terrible.
–Ayer, después de las carreras, he debido ocuparme de… pero, ¿has leídos los
periódicos?
–Todavía no.
–¿Nunca lees nada, aparte de esos atroces volúmenes de medicina? En la prensa
se habla de mí y de otro personaje desconocido en sociedad, pero muy conocido por la
Srta. de Marbeuf.
–¿Quién?
–¡Un tal La Bierge, caramba! ¡Un patán, naturalmente!
–¿El Sr. de La Bierge?
–Sí, el tal de La Bierge, un grosero cuya educación recuerda las costumbres y
sobrepasa la vulgaridad de tu antiguo albañil Saturnin Clouard. ¡Elegías bien a tus
amantes!
–¿El Sr. de La Bierge está en París?
–Nos batimos a pistola, dos balas cada uno, a veinticinco pasos y a orden de voz
dada.
–¿Por qué?
–El estúpido, por celos sin duda, me ha provocado. En Longchamp yo examinaba
el tablero de los caballos participantes, cuando ese individuo se dedicó a hablarme de
una manera impertinente; yo le traté de salvaje y él me respondió: ¡imbécil! Yo levanté
mi bastón y se atrevió a ponerme la mano encima.
–En efecto, tienes marcas negras en tu oreja derecha, un profundo arañazo.
–¡Lo mataré!
–¡Gontran, te prohíbo que te batas!
–¿Temes por él? ¿Aún lo amas?
–¡Nunca lo he amado! Nuestras relaciones tan breves han sido banales, lúgubres;
voy a ahorrarte el relato. Gontran, ¡El Sr. de la Bierge es muy ducho en armas!
–Con la espada, lo sé; pero mis testigos vienen de imponerle la pistola. Iré a hacer
prácticas con una cabeza de maniquí mientras espero a la de ese tipo. ¡Hasta la noche!
Christiane se vistió y se hizo conducir al bulevar Malesherbes. Precisamente los
dos amigos y el segundo testigo de Marcel, el príncipe de Austerlitz, regresaban de casa
de Gastine-Reinette y charlaban en el despacho del barón.
–¡Caramba, amigo mío, exclamaba Pomeyrol, has acertado diecinueve balas de
veinte! ¡El duquesito ya tiene plomo en el vientre! No lo mates! Apunta a la pierna;
¡mantén la calma!
El mayordomo informaba a su amo de una visita. La Bierge permaneció solo con
el príncipe Philippe d’Austerlitz, uno de sus viejos compañeros de colegio, un joven
rubio con aire decidido.
–Yo, –decía el príncipe, – soy de la opinión de recusar a Sernouze. En el momento
que Borontzow lo ha vendido al harén de Alí-Riza–Pachá, ya no pertenece a la sociedad
parisina… En fin, tú no has querido levantar ningún obstáculo…
–¡Mi querido Philippe, me da igual Sernouze u otro! Y además, la recusación era
muy difícil de motivar.
–¡Qué pena! ¡Dos grandes apellidos de Francia denigrados por esos cretinos!
La Srta. de Marbeuf pedía permiso al Sr. de Pomeyrol.
–Barón, habría estado tan feliz…
–Se lo repito, señorita, el momento es inoportuno: salimos mañana temprano y en
vísperas de un duelo grave, La Bierge necesita evitar toda emoción agradable… o
penosa. ¡Espere! Recibirá a Marcel a nuestro regreso, ¡si todavía lo ama un poco, haga
ese sacrificio!
Christiane se retiró, y toda su noche fue una noche de horror, y para Gontran una
noche de ansia criminal.
XV
La Sra. Juana y Paränos fue a pasar la jornada del duelo con Christiane al palacete
de los Campos Elíseos. Las damas almorzaron juntas y, para corresponder a la
caprichosa petición de la española, se sirvió el café en el saloncito que se abría sobre un
invernadero maravilloso. Mientras la Srta. de Marbeuf, vestida de gris perla con un
conjunto muy sencillo y abotonado hasta el cuello, permanecía de pie y pensativa frente
al vitral enguirnaldado de rosas. Juana se paseaba con un abanico en la mano, fumando
cigarrillos, barriendo la arena con el llamativo arrastre de su falda granate, admirando
las vegetaciones bizarras: iris monstruosos exhalaban sus perfumes embriagadores; unos
cactus reían con sus labios sangrientos; unos aloes mostraban sus garras y puntas de
metal brillante; amplias hojas de terciopelo oscuro dormían bañadas en agua verde y
cálida, y cuando el dedo de la extranjera las tocaba, esas plantas siniestras se elevaban
de los céspedes, se despertaban, estremeciendo todos sus aguijones; un olmo de corteza
blanca, un olmo precioso con el que Gontran y Gabriel se habían divertido adornándolo
con un rostro: nariz de zanahoria, ojos de marrones de la india, boca de pionía, orejas de
girasol, barba de geranio, lengua colgante de rábano, – ese árbol fúnebre y cómico
inspiraba a la vez el rechazo de un monstruo borracho y la piedad de un hombre
envejecido que se debilita y llora en tiempos de carnaval; las yucas, las palmeras, los
dragos, los mirtos, las azaleas, las camelias y los rododendros tomaban formas
fantásticas; las plantas, todas las flores abiertas, luego las verbenas, los miosotis, las
primaveras, los heliotropos, hasta las margaritas, violetas, todas esas flores, nacidas y
crecidas de forma artificial, emitían fragancias extraordinarias, atróficas e hipertróficas,
contorsiones amables, deformidades agraciadas, aires inclinados, languidecimientos,
casi obscenidades de tallo y de corola, y al tocarlas y olerlas, la mujer viciosa
experimentaba una alegría enorme, pues su temperamento, que la alejaba de la
naturaleza, del amor sencillo y de los goces naturales, de los seres simples y de sus
armonías, incluso se sometía al templo de Flora con su irresistible atracción.
Juana se había aproximado a Christiane.
–¿Y si charlamos un poco, mi bella amiga? Teatro, viajes, moda, lo que quieras.
¿Qué te parece la ropa interior negra?
–¿La lencería negra?
–Sí. ¿No conoces esa revolución mundana? ¡Sin embargo data de ocho días atrás!
Yo estoy a la moda: ¡mejor que el blanco, nada como el negro! Camisa de seda negra,
faldas negras, pantalones de negros encajes. ¡Viva el negro!
El sol inflamaba los cristales, la dama jugaba con la cabellera de la amante del
duquesito, agitaba las trenzas rubias, y, hablando del negro, establecía una gama, una
sinfonía de oros con los cabellos de Christiane. Sus pasiones la trabajaban; sus ojos se
abrieron, su piel se volvió febril, y su torso se electrizó, giró como si fuese a brotar un
chorro de chispas.
–¿Christiane? ¡Oh, mi Christiane!...
–¿Qué quiere usted, señora?
–Yo… Yo…
De pronto se oyó un movimiento en la verja, y la Srta. de Marbeuf, habiendo
percibido a uno de esos hombres de uniforme azul portadores de telegramas, se dirigió a
su encuentro.
–¡Espera! –exclamó la Sra. Juana y Paränos; ¡tus criados abrirán! ¡Qué mal gusto!
La prima del Sr. de Torcy leía el siguiente telegrama:
Mons–Paris.
Suceso grave.-Desconsolado por mi victoria.- Gabriel y yo perfectamente,
regresamos esta noche. - Besos. Gontran.
–¿Y bien? – preguntó la española– ¿El Sr. duque es el vencedor, y no te ríes, y no
bailas?
–¿Suceso grave? ¿Victoria? ¡Me lo ha matado! ¡Me lo ha matado! – gemía
Christiane, con los dientes apretados, completamente lívida.
– ¡Has comprendido mal, querida! Es Gontran quien…
–¡Señora, déjeme!…
–¿Tiemblas? ¡Vas a desmayarte! Vamos, apóyate en mis hombros…
Ese mismo día, Christiane telegrafío a una dirección indicada por el mayordomo
del barón Horace, y el Sr. de Pomeyrol respondió: «La Bierge muerto.»
A partir de la espantosa aventura, la Srta. de Marbeuf escribió un diario, no uno de
esos pretenciosos diarios de marisabidilla, sino simples notas sobre su pobre vida, y esas
páginas arrancadas al libro del dolor testimoniarían tal vez angustias de la vengadora, su
coraje y las intensas fuerzas de su alma:
París, 8 de junio de 1886.
Ayer ha regresado a Paris el cuerpo de Marcel: se le condujo a Angoulëme; será
inhumado en el panteón de la familia. Una carta de Pomeyrol acaba de informarme de la
hora a la que llega el tren de Bélgica; espero en el andén de la estación del Norte con un
ramo de flores: unos hombres sacaron del vagón el ataúd de mi querido amante y lo
trasladaron a otro coche. El barón Horace y el otro testigo de Marcel, el Sr. príncipe de
Austerlitz, ambos descubiertos y cariacontecidos, precedían al cadáver; cubiertas con
largos velos negros, la Sra. de La Bierge y sus dos hijas seguían el cortejo con paso
inseguro, en medio del estrépito de hierros, de la vibración de los timbres y de los
repiques de las campanas de llegada y partida, entre una ola banal de viajeros; el mundo
circulaba indiferente ante mi pobre muerto; el silbido de las locomotoras parecía un
llanto. Pomeyrol se ocupaba del traslado de los restos sagrados; daba órdenes en voz
baja: un muchacho encargado de las maletas que pasaba chocó con el ataúd y yo me
adelanté para protegerlo... Felizmente, nadie me vio; continué oculta, mirando,
sufriendo, vigilando, sin lágrimas. La familia y los dos amigos se alejaron; el coche del
muerto debía reunirlos en la estación de Orleans; se etiquetó el furgón verde oscuro;
deslicé algunas monedas de oro a un empleado y éste me permitió besar la horrible caja
y arrojar mis flores...
Esa noche Juana, Gontran y Gabriel rieron con Christiane, y Christiane ha
descorchado champán! ¡Luego, el amor!
11 de junio.
Gontran trata de convencerme de que abandonemos Paris para instalarnos en una
playa mundana.
14 de junio.
A su regreso de las exequias, el Sr. de Pomeyrol ha querido concederme una
entrevista; hoy he pasado dos horas con nuestro amigo. ¡Dios mío! ¡Qué daño me hacía
escucharle! «Yo llevaba, me dijo, la dirección del duelo; ordené: ¡Fuego! Conté: ¡uno,
dos, tres! ¡Y Marcel cayó, cayó; ¡y todo lo que amaba no era más que algo muerto!» El
barón caminaba con los ojos rojos, la espalda encorvada, blanco como un sudario:
«Christiane, puede llorar; ¡él la adoraba! ¡Yo, yo le digo adiós! No me volverá a ver
más; acabo de quemar el testamento en el que dejaba a La Bierge toda mi fortuna; y me
voy lejos, al extranjero, a arrastrar y pudrir mi vieja carcasa...» Entonces, muy casto,
inclinándose hacia mi frente, murmuró, como antaño Marcelo: «¡Abráceme, hermana!»
¡Él todavía lloraba; yo ya no lloraba, pero hablaba del duquesito, y me sentí vibrar de
odio!
15 de junio.
Bruscamente, la Sra. Juana y Paränos, la odiosa criatura, se llevó a España a
Gabriel de Sernouze. La razón de su huida era que el joven príncipe de Austerlitz
buscaba las cosquillas a la «marquesita».
17 de junio.
Boda de la Srta. Juliette de Torcy con el capitán d’Hervilliers. Itinerario del viaje
de bodas: las orillas del Rhin. – ¡Me divierten las señoritas celosas que se van a esperar
a los culpables a la salida de la iglesia y les arrojan vitriolo!
18 de junio.
Laure ha dado a luz un cadáver. ¡Pobre duquesita! El duque solamente la veía para
pedirle dinero o su firma; incluso llegaba a amenazarla, a insultarla; pero si las angustias
de esta dulce criatura ensombrecían mis goces de destrucción, me convencí de que,
incluso en ausencia de la prima, nada hubiese cambiado en el desdichado destino de
Laure; el marido vicioso se hubiese convertido fatalmente en presa de las casquivanas,
de las Sapin o de las Tapeau.
Indignados por el comportamiento de su yerno, el Sr. y la Sra. de Château-
Renauld optaron por proteger a su hija, y buscaron un medio de obtener el divorcio; por
otro lado, la vieja duquesa solicitó, para salvaguardar el honor de su hijo, un consejo
judicial. ¿Para qué, querida tía? Póngase sus gafas, y descubrirá el pastel: nuevas
diferencias en la Bolsa y en el club– diversos préstamos – cheques devueltos – ruina
próxima, por la gracia de vuestra sobrina, que la ha juzgado, condenado y ejecutado,
¡oh, noble justiciera!
La noche del mismo día.
«Christiane – suspiró Gontran, te importaría mucho prestarme… – Querido, vivo
con lo que tú me das y no me atrevo a ofrecerte unos ahorros que se remontan a… » –
¿Al Sr. de La Bierge? – ¡Al Sr. Saturnin Clouard!; ¡tú no querrías el dinero del albañil;
te conozco, no lo querrías!. Entonces Gontran ha registrado los cajones de su madre; ha
robado un fajo de billetes, unas obligaciones al portador, joyas, y ha regresado con los
bolsillos llenos: «Uno no roba a una madre, se toma, ¿verdad? –¡Evidentemente! » A la
vista de las joyas, y mientras esperábamos la llegada de un comprador judío, he rogado
al primo que me dejase un recuerdo, el broche nupcial de la duquesa, de la mujer que
quemó los retratos de mis muertos, y ese broche piadoso, insultado con un escupitajo,
¡se ha ido al cubo de la basura! Hemos hecho las maletas; partiremos mañana a las
cuatro.
Brighton, 20 de julio.
En Trouville, en Cabourg, en Dieppe y en Boulogne, el duquesito se encontraba a
sus amigos. En esta playa inglesa de un lujo deslumbrante, regresamos a nuestros
misteriosos amores, lejos de los ojos indiscretos y las charlatanerías. La mayoría de los
criados han quedado en el palacete de los Campos Elíseos; el señor se conforma con su
mayordomo, y yo, yo solamente he traído conmigo a la gigante, una cocinera y una
doncella. Nuestra villa está situada al borde del mar, y el espectáculo es magnífico.
24 de julio.
Nerviosismo extremo.– La brisa del mar no favorece al enemigo.
25 de julio.
El monstruo apenas come; por la noche se agita cada vez más; no duerme; las
pesadillas se multiplican.
26 de julio.
Gontran pregunta a los médicos, y como el enfermo – mi querido enfermo – no
confiesa la causa de su mal, reímos juntos de las consultas y diagnósticos a las que yo le
invito a no creer, así como las recetas que le prohíbo seguir.
El primer medico ha ordenado lavativas
El segundo, tóxicos: quinquina – hidroterapia.
Un tercero, los antiespasmódicos: valeriana – bromuros – friegas secas –
electricidad estática.
1 de agosto.
El duquesito ha entrevistado a todos los médicos de la playa y a los charlatanes de
la vieja Inglaterra, tan famosos como nuestros príncipes de la ciencia, han respondido
con su habitual cháchara. Era difícil traducir y no ha intentado comprender.
2 de agosto.
Nos hemos inventado un juego llamado «las recetitas». Gontran mezcla en su
sombrero de paja los papeles en cuestión, y yo extraigo uno. He aquí los boletines del
deshoje inicial:
1º Tomar mañana y tarde, antes de cada comida, una de las siguientes pastillas: –
esencia de quinina, 30 centigramos.
Para una pastilla f.s.a. (facite secundum artem), 15 pastillas.
2º Alimentación intensiva: carne cruda y triturada, de 100 a 150 gramos en la
comida de la mañana.
3º Una ducha fría de 10 a 12 segundos, seguida de una friega de un cuarto de hora
con el guante de crin.
Los accidentes nerviosos son preeminentes, y entonces el segundo boletín:
1º Bromuro de potasio…. 15 gr.
Sirope de corteza de naranja….. 250 gr.
Una cuchara sopera por la mañana, y dos por la noche, al comenzar la comida.
2º Una sesión de electricidad estática, cada día. Duración: veinte minutos. –
Insistir con las chispas sobre la columna vertebral.
Tercer boletín: homeopatía… ¡No!... ¡Basta!
3 de agosto.
Un viejo doctor ha parecido intuir algo a través del juego de las recetitas, y nos
recomienda solamente mucha, mucha prudencia… ¡Váyase el diablo, señor doctor!
4 de agosto.
Excursión por el mar.– Gontran ha tenido frío.
5 de agosto.
¡Qué despertar! ¡Esta noche tiemblo escribiéndolo, esta noche, en una alucinación
debida sin duda al contacto infame, he vuelto a ver a Marcel!…. Marcel salía de la
tumba, joven y encantador, tal como en nuestras horas dichosas, del mismo modo que
Werther con Lolotte: Yo lo mantenía estrechado contra mi seno, y cubría su bella boca,
sus labios temblorosos, con un millón de besos frenéticos. La voluptuosidad se pintaba
en sus ojos, los míos compartían su embriaguez. ¡Dios mío! ¿Sería yo culpable de
sentir, es ese momento aún, la dicha recordada de esos transportes? ¡Oh! ¡Marcel!
¡Marcel!... ¡Está hecho de mí! Mis sentidos me abandonan, ya no soy yo, mis ojos están
llenos de lágrimas… ¡Ah! ¡Haría mejor yéndome!...
6 de agosto.
¡No! ¡Me quedo!
8 de agosto.
¡La muerte no lo arrebata! ¿Y si lo intentase con sulfuro de carbono? Ese veneno,
afirman los doctores, determina una sobrexcitación de todas las facultades; el sentido
genésico sobre todo es el foco de una actividad espantosa: sobreviene la depresión, y las
fuerzas orgánicas e intelectuales se agotan en proporción directa a su primera
excitación.
Tarde del mismo día.
Dudo entre el sulfuro de carbono y las cantáridas.
9 de agosto.
Decididamente renuncio al sulfuro de carbono, cuya intoxicación deja huellas y
puede provocar la autopsia del cadáver. Voy a mezclar una fuerte dosis de cantáridas en
el té de Gontran.
13 de agosto.
El efecto ha sido prodigioso. – ¡Horror! ¡Horror! ¡Horror! ¡He aquí mi canto de
amor!
15 de agosto.
¡Santa Virgen María!, ¡piedad! ¡Piedad!
16 de agosto.
¡La condenación eterna, pero la venganza!
17 de agosto.
¡Sí, la venganza!
18 de agosto.
Lentamente.
19 de agosto.
Seguramente.
20 de agosto.
Fríamente.
21 de agosto.
¡Alegremente!
25 de agosto.
Vuelvo a leer y adapto a mi situación el final del monólogo de Hamlet, después de
la partida de Rosencrantsz y de Gildenstern. Jamás fueron pronunciado terribles
palabras tan en armonía con mi espíritu: «…Y sin embargo, yo, fatua, estúpida y con el
corazón de lodo, estoy inerte como un Jeannot soñador, insensible a mi causa… ¿Soy
una mujer cobarde? ¿Quién quiere llamarme desalmada? ¿Quién quiere golpearme en el
rostro? ¿Quién quiere arrancarme la cabellera y arrojármela a la cara? ¿Quién quiere
tirarme de la nariz? ¿Quién quiere clavarme el puñal en el pecho y hundírmelo hasta los
pulmones? ¿Quién quiere hacer eso? Eh ¡Por el amor de Dios! Lo aceptaría, pues es
demasiado evidente que tengo un hígado de pichón, y que carezco de hiel para dar al
enemigo la amargura que le conviene; sin eso, ya hubiese engordado a todos los buitres
del país con la carroña de ese delincuente, villano corrupto! bellaco desnaturalizado,
traidor, vividor, sin remordimientos! ¡Oh, venganza!– ¡Oh! ¡Qué borrica soy! ¡Qué
valiente resulta que yo, hija de un aristócrata y una princesa, que estoy excitada hacia la
venganza por el cielo y el infierno, alivie mi corazón con palabras de puta, y maldiga
como una auténtica puerca, como una tirada! ¡Dime! ¡Dime pues! ¡A tu tarea,
pensamiento mío!...» Hamlet no tenía necesidad más que de un pensamiento para armar
su brazo con un puñal y conducirlo, y yo, más triste, más desgraciada, no solamente
necesito todas las luces de mi cerebro, sino todas las complacencias de mis miembros.
¡A tu tarea, cuerpo mío!...
2 de septiembre.
La cabellos encanecen, la frente se arruga, las patas de gallo se acentúan.
5 de septiembre.
Ebrio de cantáridas, pierde la cabeza: corre por la playa y murmura palabras
obscenas a oídos de las bañistas.
6 de septiembre.
Los arcos de las cejas están débiles, colgantes e incapaces de mantener el
monóculo.
7 de septiembre.
En el Casino, una francesa ha preguntado, mirando al Sr. de Torcy: – ¿Quién es
ese anciano? Otra ha dicho: – ¡Está enfermo, loco!
9 de septiembre.
Gontran ha tenido que guardar cama. Nueva receta: emplastos de carne.
10 de septiembre.
Fiebre, delirio…
11 de septiembre.
… Sonambulismo nocturno.
13 de septiembre.
Los médicos lo desahucian.
14 de septiembre.
Está extremadamente pálido y delgado; no hay ni una mañana ni una noche que
no esté peor que en la víspera, – con ocasión de un movimiento brusco, de una emoción,
se apagará por anemia cerebral, sin periodo agónico, es decir afásico.
15 de septiembre.
Ha soñado que apuñalaba a su madre y a su hermana, y que a continuación sobre
los cuerpos…. ¡Oh! ¡Estoy condenada!...
17 de septiembre.
Élias Rowester, el cochero Élias, está en Brighton. El Sr. duque de Torcy ha sido
tan vanidoso de hacer anunciar sus desplazamientos en las noticias veraniegas de Le
Figaro, y desde hace tres días, Élias buscaba a su antiguo amo. El criado – ¡mi amante
en las cuadras! – ha acabado por descubrir nuestro retiro; me ha honrado con una visita;
me ha pedido perdón y yo le perdono, y consiento en pagarle mis últimos cien mil
francos que ha prestado al duque arruinado, a cambio de obedecer mis órdenes. Vendrá.
El mismo día, a las cuatro.
¿Rehabilitarme? ¿Dar al fin a la familia de Torcy y al capitán d’Hervilliers la
evidente prueba de mi inocencia y de la felonía del duquesito y del criado? ¡Demasiado
tarde! ¡Marcel ha muerto!...
Las cinco.
La gigante se inquieta de mis idas y venidas: cree en la maquinación de un crimen
banal y me suplica vencer los malos pensamientos: «¡Jesús rogaba por sus verdugos!»–
¡Cristo era Dios, y yo soy una mujer!
Las seis.
Gontran descansa.
Las siete.
Se despierta y pide de beber.
Las ocho.
Tres médicos lo rodean.
Las nueve.
El menor ruido, un roce de papel o de seda, lo enerva y lo sobresalta.
Las diez.
Un sacerdote viene a administrarle la extremaunción.
Las once.
Gontran me llama, me estrecha la mano, sonríe y tiembla.
Once y media.
El cielo está negro; amenaza tempestad; gruesas gotas de lluvia comienzan a caer.
Medianoche.
¡Es horrible!... ¡No me atrevo!...
Doce y diez.
¡Esto no es un crimen!
Doce y cuarto.
¡Sí!
Doce y veinte.
¡No!
Doce y veinticinco.
¡Que muera en paz!
Doce y treinta y cinco.
Los truenos retumban, los rayos me deslumbran; ¡mi sangre está hirviendo!
(Aproximándose a la cama de Gontran) Se diría que me NARGUE! (caminando al
encuentro de Élias) Entre, ¡Aquí está la suma acordada! (cortando el aire con su mano
abierta.) ¡Hay que acabar con esto! Venga, Élias!
La tormenta estallaba en toda su ira; unos zigzags de llamas iluminaban la
habitación; sobre el mar desatado, se veía a lo lejos señales de miseria: los barcos
oscilaban, perdidos; el viento hacía mugir las olas, y unas olas enormes, olas aullantes,
batían los ASSISES de la villa. Se produjo un trueno espantoso; las puertas y las
ventanas se golpeaban; los cristales volaban en fragmentos hasta la cama del
moribundo.
–¡Tengo miedo! … – gimoteó el duquesito.
–¡Gontran, mira!
El Sr. de Torcy había reunido sus últimas fuerzas, y, a las rojas luces de los rayos,
Christiane y Élias se le aparecieron, amorosamente abrazados.
Él se levantó:
–¡Estoy soñando!... ¡Me he vuelto loco!... ¿Christiane?
–¡Acuérdate! ¡y muérete!...
Los globos de sus ojos crecieron desmesuradamente; su lengua entera colgaba;
una convulsión lo hizo caer hacia atrás. Élias bajaba la escalera, y la Srta. de Marbeuf
permanecía allí, golpeada de estupor y más pálida que el muerto.
–Marina, ¡socorro! ¡socorro!
Algo la arrastraba; había abierto una ventana, y, ante la llegada de la Cosaca, se
precipitaba al abismo. A los gritos de la gigante, unos marineros de guardia se arrojaron
al agua a auxiliarla.
Llevaron a Christiane a la orilla; ¡la señorita todavía vivía! Al día siguiente, La
Gazette de Brighton anunciaba a la vez el fallecimiento previsto del aristócrata
extranjero y el acto de desesperación de la amante.
Con ocasión de esta aventura, una revista inglesa solicitó un artículo escrito «en
francés» a un novelista francés que veraneaba en Brighton, el escritor concluyo así:
«Su camisón azul rodó entre las montañas de blanca espuma y los negros
torbellinos. Pero la tempestad se había calmado: la joven pasaba, dulcemente
transportada por las olas, donde su cabellos encendían oros; pasaba seguida de un
cortejo de algas, de líquenes, de flores marinas más luminosas que las flores de la tierra,
– y, bajo las estrellas, he soñado con una muerta ante esta viva, y he visto, ¡oh
Shakespeare! ¡A tu bella Ofelia flotando sobre la ola!
La Srta. de Marbeuf vendió el palacete de los Campos Elíseos y acaba de ingresar
en las Carmelitas. ¿Su nombre? María de los Siete Dolores.
FIN
Esta novela se acabó de traducir el 3 de agosto de 2015 en Cádiz