la retorica del silencio...del silencio» que todavía no ha alcanzado, como en el primer texto que...

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Los Cuadernos de Literatura LA RETORICA DEL SILENCIO Amparo Amorós Moltó L Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresa- ble. Fijaba vértigos. Arthur Rimbaud Largo goce y largo silencio... Ni un murmullo siquiera, allá arriba, de fronda o de guadaña. Na- vegaban ya con todas las luces apagadas cuando descendió sobre ellos la sordera de los dioses... Saint John Perse a historia podría comenzar -mejor di- ría «recomenzar», porque el inicio primigenio está siempre más lejos, en unos orígenes que, a pesar de su tex- tura mítica son también rastreables- en una intui- ción reveladora surgida, como tantas otras veces en la historia de la literatura, en las artes plásticas: concretamente en la pintura. En 1969 escribía An- tonio Tápies, pa un número de la revista Essais dedicado a temas en torno a la idea del muro, un artículo titulado «Comunicación sobre el muro» donde decía: «Más tarde llegó la hora de la sole- dad. Y en mi reducida habitación-estudio co- menzaron los cuarenta días de un desierto que no sé si terminó. Con un ensañamiento desesperado y febril llevé la experimentación rmal a unos gra- dos de maníaco. Cada tela era un campo de batalla en el que las heridas se iban multiplicando cada vez más hasta el infinito. Y entonces acaeció la sorpresa. Todo aquel movimiento enético, toda aquella gesticulación, todo aquel dinamismo ina- cabable, a erza de arañazos, de golpes, de cica- trices, de divisiones que inflingía a cada milímetro de la materia, provocaron súbitamente el salto cualitativo. El ojo ya no percibía las direncias. Todo se unía en una masa unirme. Lo que e ebullición ardiente se transformaba en silencio es- tico. Fue una gran lección de humildad recibida por la soberbia del deseneno. Y un día traté de lleg directamente al silencio con más resigna- ción, rindiéndome a la talidad que gobierna toda lucha pronda. Los millones de riosos zarpazos se convirtieron en millones de granos de polvo, de arena... Ante mí se abrió de repente un nuevo paisaje, igual que en la historia del que atraviesa el espejo, como para comunicarme la interioridad más secreta de las cosas. Toda una nueva geogra- a me iluminó de sorpresa en sorpresa. Sugestión de raras combinaciones y estructuras moleculares, de nómenos atómicos, del mundo de las gala- xias, de imágenes de microscopio. Simbolismo del polvo -«conndirse con el polvo, he aquí la pro- nda identidad, es decir, la prondidad interna entre el hombre y la naturaleza» (Tao Te King)-, de la ceniza, de la tierra de donde surgimos y a donde volvemos, de la solidaridad que brota al ver que la direncia que hay entre nosotros es la 18 misma que hay entre dos granos de arena... Y la sorpresa más sensacional e descubrir un día de repente que mis cuadros, por primera vez en la historia se habían convertido en muros» (1). Este texto, y la obra misma de Tápies, van a generar -como todo discurso activo, es decir do- tado de poder germinal- otros dos textos esta vez escritos por dos poetas españoles de distinta gene- ración y dirente voz, pero de común clividen- cia. El primero, de Pere Gimferrer, incluido en su libro Radicalidades (2), que recoge artículos pu- blicados entre 1971 y 1977, se titula «Tápies: el silencio y el trazo» y había aparecido anterior- mente en la revista madrileña «Guadrama». De él me interesa destacar este agmento: «En este espacio, el espacio del silencio, se inscribirá en Tápies el trazo. Hablo del trazo propiamente di- cho, del signo, de la inscripción (desde la cruz hasta los números, las cuatro barras del escudo catalán, los nombres propios, o, mejor dicho, la huella -casi diría la sombra o la proyección- de una escalera; un pañuelo, unos girones de ropa». El segundo, de José Angel Valente, es «Cinco agmentos pa Antoni Tápies» y está incluido al final de su libro Material memoria (3) publicado en 1979, cinco años después que Maeght impri- miera en París, en 1974, las 64 litoaas con collages que componen el álbum titulado Cartes per a la Teresa que el pintor dedica a su mujer. El segundo agmento, encabezado por el lema: Ut pictura, dice: «Mucha poesía ha sentido la tenta- ción del silencio. Porque el poema tiende por na- turaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silen- cio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio». La cita de Gimrrer, todavía referida a la pin- tura, alude a un silencio exterior al signo, a un ámbito de vacío en el que este se inscribe pero que establece con él una relación dialéctica que es significativa. La cita de Valente -que ha abordado este tema repetidamente como luego veremos en su poesía y en su obra crítica- extiende los límites de la cuestión a la poesía, donde advierte que cuenta con una larga tradición y apunta a un silen- cio que podríamos llamar «interno», inherente a la naturaleza misma del poema y, lo que es más, elemento activo del mismo. No sería dicil perci- bir que queda definida -por el tono taxativo del texto y su explícita rmulación- lo que podría considerarse como una «poética del silencio» que naturalmente, carecería de significación (era de la obra de su autor) si se tratase de un hecho aislado. Pero tendamos la vista en tomo. ¿Qué ctores y síntomas podemos rastrear de sensibili- zación que apunten hacia esta poética que parece perfilarse a mediados de la década de los setenta en nuestro país? Con las inevitables limitaciones que la proximidad impone, pero también -¿por quién no ha de reconocerse?- con sus ventas, vamos a intentar detectar una serie de elementos diversos pero confluyentes.

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Los Cuadernos de Literatura

LA RETORICA DEL

SILENCIO

Amparo Amorós Moltó

L

Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresa­ble. Fijaba vértigos.

Arthur Rimbaud

Largo goce y largo silencio ... Ni un murmullo siquiera, allá arriba, de fronda o de guadaña. Na­vegaban ya con todas las luces apagadas cuando descendió sobre ellos la sordera de los dioses ...

Saint John Perse

a historia podría comenzar -mejor di­ría «recomenzar», porque el inicio primigenio está siempre más lejos, enunos orígenes que, a pesar de su tex­

tura mítica son también rastreables- en una intui­ción reveladora surgida, como tantas otras veces en la historia de la literatura, en las artes plásticas: concretamente en la pintura. En 1969 escribía An­tonio Tápies, para un número de la revista Essais dedicado a temas en torno a la idea del muro, un artículo titulado «Comunicación sobre el muro» donde decía: «Más tarde llegó la hora de la sole­dad. Y en mi reducida habitación-estudio co­menzaron los cuarenta días de un desierto que no sé si terminó. Con un ensañamiento desesperado y febril llevé la experimentación formal a unos gra­dos de maníaco. Cada tela era un campo de batalla en el que las heridas se iban multiplicando cada vez más hasta el infinito. Y entonces acaeció la sorpresa. Todo aquel movimiento frenético, toda aquella gesticulación, todo aquel dinamismo ina­cabable, a fuerza de arañazos, de golpes, de cica­trices, de divisiones que inflingía a cada milímetro de la materia, provocaron súbitamente el salto cualitativo. El ojo ya no percibía las diferencias. Todo se unía en una masa uniforme. Lo que fue ebullición ardiente se transformaba en silencio es­tático. Fue una gran lección de humildad recibida por la soberbia del desenfreno. Y un día traté de llegar directamente al silencio con más resigna­ción, rindiéndome a la fatalidad que gobierna toda lucha profunda. Los millones de furiosos zarpazos se convirtieron en millones de granos de polvo, de arena... Ante mí se abrió de repente un nuevo paisaje, igual que en la historia del que atraviesa el espejo, como para comunicarme la interioridad más secreta de las cosas. Toda una nueva geogra­fía me iluminó de sorpresa en sorpresa. Sugestión de raras combinaciones y estructuras moleculares, de fenómenos atómicos, del mundo de las gala­xias, de imágenes de microscopio. Simbolismo del polvo -«confundirse con el polvo, he aquí la pro­funda identidad, es decir, la profundidad interna entre el hombre y la naturaleza» (Tao Te King)-, de la ceniza, de la tierra de donde surgimos y a donde volvemos, de la solidaridad que brota al ver que la diferencia que hay entre nosotros es la

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misma que hay entre dos granos de arena ... Y la sorpresa más sensacional fue descubrir un día de repente que mis cuadros, por primera vez en la historia se habían convertido en muros» (1).

Este texto, y la obra misma de Tápies, van a generar -como todo discurso activo, es decir do­tado de poder germinal- otros dos textos esta vez escritos por dos poetas españoles de distinta gene­ración y diferente voz, pero de común clarividen­cia. El primero, de Pere Gimferrer, incluido en su libro Radicalidades (2), que recoge artículos pu­blicados entre 1971 y 1977, se titula «Tápies: el silencio y el trazo» y había aparecido anterior­mente en la revista madrileña «Guadarrama». De él me interesa destacar este fragmento: «En este espacio, el espacio del silencio, se inscribirá en Tápies el trazo. Hablo del trazo propiamente di­cho, del signo, de la inscripción (desde la cruz hasta los números, las cuatro barras del escudo catalán, los nombres propios, o, mejor dicho, la huella -casi diría la sombra o la proyección- de una escalera; un pañuelo, unos girones de ropa». El segundo, de José Angel Valente, es «Cinco fragmentos para Antoni Tápies» y está incluido al final de su libro Material memoria (3) publicado en 1979, cinco años después que Maeght impri­miera en París, en 1974, las 64 litografías con collages que componen el álbum titulado Cartes per a la Teresa que el pintor dedica a su mujer. El segundo fragmento, encabezado por el lema: Utpictura, dice: «Mucha poesía ha sentido la tenta­ción del silencio. Porque el poema tiende por na­turaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silen­cio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio».

La cita de Gimferrer, toda vía referida a la pin­tura, alude a un silencio exterior al signo, a un ámbito de vacío en el que este se inscribe pero que establece con él una relación dialéctica que es significativa. La cita de Valente -que ha abordado este tema repetidamente como luego veremos en su poesía y en su obra crítica- extiende los límites de la cuestión a la poesía, donde advierte que cuenta con una larga tradición y apunta a un silen­cio que podríamos llamar «interno», inherente a la naturaleza misma del poema y, lo que es más, elemento activo del mismo. No sería difícil perci­bir que queda definida -por el tono taxativo del texto y su explícita formulación- lo que podría considerarse como una «poética del silencio» que naturalmente, carecería de significación (fuera de la obra de su autor) si se tratase de un hecho aislado. Pero tendamos la vista en tomo. ¿Qué factores y síntomas podemos rastrear de sensibili­zación que apunten hacia esta poética que parece perfilarse a mediados de la década de los setenta en nuestro país? Con las inevitables limitaciones que la proximidad impone, pero también -¿por quién no ha de reconocerse?- con sus ventajas, vamos a intentar detectar una serie de elementos diversos pero confluyentes.

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Tapies. X de vernis.

En 1970 ya Gimferrer había escrito en su libro Els miralls (4) cuya edición bilingüe (Los espejos) (5) aparecerá en 1978: « ... ¿El giro / se ha cum­plido en sentido inverso, y así la música / resta­blece el silencio y la pintura el vacío- y la palabra/el espacio en blanco?». Un año después, en 1971,aparece la «Primera entrega» de las Obras reuni­das de María Zambrano (6) que, editadas origina­riamente fuera de España, habían llegado, en ge­neral de modo escaso, esporádico y azaroso anuestras manos y, además, no habían tenido eleco merecido por una falta de afinamiento ambien­tal que permitiera captar las sutiles y matizadasmodulaciones de su voz. En ese volumen, incluidoen su libro El sueño creador, hay un artículo titu­lado «Antes de la palabra» donde habla de «lapalabra que transita, como habiéndose escapadode algún lugar de donde la palabra rara vez suelevenir: de ese remoto silencio, fondo, horizonte,océano de silencio, de donde llegan las palabrassueltas, solas, como sin dueño; las palabras quevisitan. Y que se presentan cuando el sujeto dor­mido o en vela no está en situación de hablar, nipretende hacerlo». Y en su libro Poesía y Metafí­sica, en el artículo titulado «Poesía» la definecomo «un oír en el silencio y un ver en la oscuri­dad», y eso por poner dos casos concretos de un

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pensamiento poético que más que formular el tema abre un ámbito de reflexión sobre él que se completará con los capítulos de la sección «Pala­bras» de Claros del bosque, que se publicó en 1977 (7). Si indagamos en la crítica académica encontraremos en 1973 un artículo de Claudio Gui­llén titulado « La estilística del silencio» incluido en un volumen conjunto sobre la obra de Ahtonio Machado (8) donde analiza en un poema de Cam­pos de Castilla todos los síntomas retóricos de un «silencio» intencional por parte del autor que se resuelve en elipsis, sobreentendidos, elementos implícitos, sugerencias, etc. Y lo que es aún más significativo, termina diciendo: «¿No es esta rela­ción dinámica y dialéctica lo propio de la creación verbal? ¿Su capacidad de actualizar lo incorpóreo, de manifestar lo ausente, de dar voz al silencio? Es decir, ¿de hacer que el silencio sea estética­mente perceptible? ( ... ) ¿De que el poema es ob­jeto que va objetivando espíritu? ¿A la vez evoca­dor y absorbente de lo que evoca? ¿Finito e ilimi­tado, opaco y transparente, preciso y vago, con arreglo a un proceso de dilatación y contracción que es como el aliento de un mundo inmenso? ¿No es éste, tal vez, el misterio de la poesía?».

Por otra parte, del lado de la creación, en 1973 recibe el Premio Ocnos de Poesía un libro de

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capital importancia: Canon de Jaime Siles (9). Con él parece abrirse una salida al «cul de sac» de la estética de los novísimos. No encontramos entre sus páginas formulaciones explícitas respecto al tema que nos ocupa, pero, sobre todo en su último poema «Espacio último», integrado por fragmen­tos compuestos por cuatro versos cada uno, el lector se enfrenta a una serie de catorce textos breves, sintéticos, concentrados, tensos, desnu­dos de elementos innecesarios que se inscriben como condensadas fulguraciones en el espacio blanco de la página: es evidente que en ellos, desde otros presupuestos, el silencio operaba como elemento de oposición. Un año más tarde Guillermo Carnero en su libro Variaciones y Figu­tas sobre un tema de La Bruyere (10) se queja de la insuficiencia poética de un lenguaje desgastado por el uso y de su opacidad: «Palabras como ve­los», repite. Y ese mismo año Valente publica su «Ensayo sobre Miguel de Molinos» (11), prólogo a la edición de la obra del místico heterodoxo del siglo XVII y pieza clave en esta poética del silen­cio, en el que dice: «La primera paradoja del místico es situarse en el lenguaje, señalarnos desde el lenguaje y con el lenguaje una experien­cia que el lenguaje no puede alojar. Cabría decir, en este sentido, que el místico se sitúa paradóji­camente entre el silencio y la locuacidad. ( ... ) La experiencia del místico se aloja en el lenguaje for­zándolo a decir lo indecible en cuanto tal. ( ... ) Arrasa el lenguaje para llevarlo a un extremo de máxima tensión, al punto en que el silencio y la palabra se contemplan a una y otra orilla de un vacío que es incallable e indecible a la vez. ( ... ) Palabra esencialmente «experimental», portadora de experiencias radicales, la palabra del místico o la palabra del poeta es también una invitación a la experiencia o una experiencia que se sitúa en los límites de la experiencia posible, pues es a la vez experiencia de los límites y destrucción o apertura infinita de éstos. Proyectada sobre el lenguaje, la experiencia mística se sitúa, en efecto, en los lími­tes del poder de la palabra, y la aprehensión de su sentido exige al entendimiento -según expresión de Nicolás de Cusa- abandonar «los caracteres propios de las palabras que utilizamos». El aban­dono del carácter utilitario que el lenguaje tiene en el discursus viene impuesto por la abolición de éste, por el tránsito del proceso discursivo a la visión intelectiva, al entender propiamente poético que, en el caso del místico, es un saber del no saber o, todavía en palabras del Cusano, un «inte­ligere incomprensibiliter». Abolición del discur­s us, ingreso del lenguaje en una salida de sí mismo, tl"ansformación de la palabra de instru­mento de la comunicación en forma de la contem­plación». Desde el análisis de la función del silen­cio en la experiencia mistica y en la poética, Va­lente perfila lo que podríamos llamar una «mística del silencio» que todavía no ha alcanzado, como en el primer texto que citamos, el carácter explí­cito de una poética. Pero no es ésta tampoco la

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Tapies. Negre sobre materia gris. Tapies. Dues Jorrnes y franja negra. Tapies. Guix y cercle.

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primera vez que aparece el tema en Valente. En un artículo incluido en Las palabras de la tribu (12), libro publicado en 1971 que recoge textos que habían aparecido entre 1955 y 1970 en diver­sas revistas, titulado «La hermenéutica y la corte­dad del decir» afirma: «Sin embargo, ese «corto decir» es la única vía de la memoria. La experien­cia de lo indecible sólo puede ser dicha como tal en el lenguaje: memoria de un olvido, voz de un silencio». Y en el mismo estudio habla de «"Le Mot" Mallarmeana, reducida a hablar de sí misma, no de su sentido, sino de su «ser enigmá­tico" -según un expositor reciente-, inscrita como en desnudo muro en la página blanca». Y volve­mos al tema del muro como correlato del espacio vacío que rodea al poema.

Pero siguiendo con esta cadena cronológica de pequeños síntomas, notamos que en 1977 volvía Gimferrer a insistir sobre el tema en su libro L' es­pai desert (13) que un año más tarde sería tradu­cido al castellano por él mismo (14): «Más allá del silencio existe aún un silencio» verso que nos remite -como muy bien señala Castellet- a Witt­genstein que entre otras cosas en torno al tema había escrito en una nota de 1931: «Lo inexpresa­ble es el fondo sobre el que cuanto he podido expresar adquiere significado» y añade «Lo inex­presable está inexpresablemente contenido en lo que está expresado».

En 1980 aparecen dos libros de José Luis Jover: En el grabado (15) y Lección de música (16) y un magnífico artículo sobre ellos del profesor César Nicolás en la revista Letras (17) titulado: «José Luis Jover: El lenguaje del silencio» que termina diciendo: «La escritura poética de José Luis Jover tepresenta un interesante ejercicio de escritura lí­mite. Cuando su obra no ha hecho más que co­menzar, entrevemos una creación que ya bordea y traspasa el espacio acotado al silencio, que incor­pora al silencio como elemento estructurador y a la vez significante del poema. Una escritura límite por su tensión racionalista y erótica. Una escritura límite por su naturaleza moral y su juego de trans­gresiones. Una escritura límite porque parece buscar la tierra de nadie entre el lenguaje y el silencio. Nombrar el vacío hasta que el mundo sea, hasta que sus signos estallen o chirríen -pero con la paciencia de un artesano ordenado y pru­dente. En esa frontera se origina lo más emotivo y poético de su obra: una obra esencialmente paté­tica y conflictiva. Entre la dispersión y la unidad extremas, entre los paradigmas de la obra cerrada y la obra abierta, el poeta optó fría y altivamente, por la máscara de oro de un artificio coherente. Pero esa coherencia también significa, y su belleza y su horror nos reenvían precisamente a sus con­trarios: un mundo fragmentario y caótico que busca ser dicho con la engañosa precisión y niti­dez de las artes del tapiz y del grabado, o con el caótico y disperso engranaje que configura el puz­zle verbal a la manera de una engañosa, sutil y delicada maquinaria celeste».

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Los días 26 y 27 de mayo de 1981 en el Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, José An­gel Valente da dos conferencias sobre la palabra poética y sobre su teoría de la palabra poética en relación con la Estrofa XII del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz en las que vuelve a matizar el tema. Y, para terminar, porque hemos sido al fin alcanzados por las fechas, este mismo año acaba de aparecer un libro de poemas de Fanny Rubio con el título -no casual- de Retracciones (18) inspirado en una cita de Valente que perte­nece, precisamente, -y con esto cerramos de unmodo circular esta introducción-, al primer frag­mento sobre Tápies del texto que citábamos alcomienzo y que dice así: «Quizá el supremo, elsolo ejercicio del arte sea un ejercicio de retrac­ción. ( ... ) Crear es general un estado de disponibi­lidad, en el que la primera cosa creada es el vacío,un espacio vacío. Pues lo único que el artistaacaso crea es el espacio de la creación. Y en elespacio de la creación no hay nada (para que algopueda ser en él creado). La creación de la nada esel principio absoluto de toda creación ... »

Silencio, vacío, noche, espacio desierto, página en blanco, muro. Todo parece confluir hacia una tendencia que cuestiona la capacidad expresiva del lenguaje, que adopta una postura más mo­desta, menos enfática, ante la efectividad del decir y -acorde con el nihilismo y el desencanto de su momento histórico- vuelve los ojos al callar, al insinuar, al aludir/eludir, a la desnudez, la concen­tración y la síntesis como síntomas más lucidos de la insuficiencia expresiva de las palabras-tópico de tan larga y antigua tradicción (el «Oh quanto ecorto il dire ... » de La Divina Comedia) nueva­mente abordado de modo insistente y explícito, en la teoría y en la práxis, plenamente asumido e investigado a través de un pensamiento poético que en él se fundamenta.

* * *

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Pero ¿qué antecedentes tiene esta «poética del silencio»? Centrándonos en nuestra tradició'n uno de los primeros y máximos ejemplos de c_onscien­cia de ese «lenguaje insuficiente» -como lo llama Jorge Guillén (19)- es San Juan de la Cruz. En la Estrofa 38 del Cántico Espiritual dice:

«Allí me mostrarías aquello que mi alma pretendía y luego ine darías allí tú, vida mía, aquello que me diste el otro día.» (20)

Y añade en la declaración a esta estrofa: «¿ Y qué será aquello que allí le dio? Ni ojo lo vio, ni oído lo oyó, ni en corazón de hombre cayó, como dice el Apóstol (1 Cor 2,9); y otra vez dice Isaías: Ojo no vio Señor, fuera de tí, lo que aparejaste, etcétera (64,4); que por no tener ello nombre lo dice el alma aquello. Ello, en fin es ver a Dios;

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pero qué le es al alma ver a Dios no tiene nombre más que aquello».

Este lenguaje -comenta Valente (21)- que se retrae a un puro «aquello» es un lenguaje que está tan cargado de significaciones posibles que está pugnando un estallido inmenso del lenguaje. San Juan se mueve entre la imposibilidad de decir y la imposibilidad de no decir, acotando así el territo­rio propio de aparición de es� palabra que somete el lenguaje a su máxima tensión. Toca así el límite extraño en que la palabra es proferida y profiere el silencio, el límite en que la imposibilidad de la palabra es su única posibilidad. El límite en que la imposibilidad misma es la sola materia que hace posible el canto. Por eso la palabra poética ade­más de ser ininteligible (porque aparece antes de entrar en el orden de las significaciones) es impo­sible. Se mueve, pues, entre dos imposibilidades.

Nuestro siglo de oro tampoco fue ajeno al tema, aunque, como después veremos, le dé un trata­miento distinto. José Manuel Blecua en un artícu­lo titulado «El poema Psalle et Sile de Calde­rón» publicado en la revista El Ciervo (22) ha­blando del poema «Canta y Calla» dice: «Esa, cu­riosa paradoja (aunque ya veremos que no es más que una simple recomendación) tuvo que tentar a un hombre tan barroco como Calderón, ya que el barroco es casi un inmenso oxímoron, una con­cordancia de disonancias. De ahí el gusto por la antítesis y la afición a proclamar las excelencias del silencio, que podía ser muy retórico, el «retó­rico silencio» de tantos escritores del siglo XVII, que vieron muy bien, cómo los antiguos y ahora los nuevos lingüistas, la extraordinaria fuerza ex­presiva de un silencio hábilmente encajado en una situación determinada. (Dejando aparte la sabidu­ría popular que ha recomendado siempre no abrir la boca para que no entren moscas.) ( ... ) Termina­das las décimas, sigue el romance hasta que Cal­derón inicia unas majestuosas octavas con el elo­gio del silencio, uno de los más bellos que conoce la poesía española:

«Es el silencio un reservado archivo donde la discreción tiene su asiento moderación del ánimo, que altivo se arrastrará sin el del pensamiento ... pues a nadie pesó de haber callado y a muchos les pesó de haber hablado ... pues si a Dios en sus obras reverencio, el idioma de Dios es el silencio. Dígalo el cielo en el primero día que el poder del criador manifestaba, pues en el cielo gran silencio había ... »

Este poema, que se publica en 1662 con el título de Exortación panegírica al silencio, motivada de su apóstrofe «Psalle et Sile», es el más largo e interesante de Calderón y fue sugerido por las «tarjetas» (para utilizar el término de la época) de Psalle et Sile ( «Canta y Calla») que fueron colo­cadas en las verjas de entrada al coro de la cat�-

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Tapies. llv!ateria i are negre.

dral de Toledo invitando al canto y al recogi­miento.

El tópico del lenguaje insuficiente va a adquirir una nueva formulación en ese gran poeta román­tico, en las últimas estribaciones del siglo XIX, que es Gustavo Adolfo Bécquer. Jorge Guillén le dedica un artículo titulado « Bécquer o lo inefable soñado» (23) donde demuestra cómo el soñador visionario que fue el poeta sevillano vuelve a en­frentarse a un problema similar al de San Juan de la Cruz: la dificultad de traducir con «el rebelde mezquino idioma» -como él mismo lo llama- esa ensoñación de la realidad que está viviendo. Y a este respecto -si se me permite el inciso- quisiera señalar una curiosa coincidencia. Guillén habla de la identificación en Bécquer de lo femenino -de la mujer, concretamente- con la poesía. El famoso «Poesía eres tú». Y dice el autor de Cántico glo­sando palabras del poeta de las Rimas: «¿Por qué? Porque la poesía es el sentimiento y el senti­miento es la mujer». En el hombre, el sentimiento es accidental, mientras en la mujer vive identifi­cado con su organismo. De ahí que la poesía «fa­cultad de la inteligencia en el hombre», en la mu­jer «pudiera decirse que es un instinto». Habrá, pués -dice, y esta es la frase que me interesa

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destacar- de feminizarse hasta cierto punto y en­trar en contacto con ese arranque instintivo la inteligencia del poeta verdadero». Y más adelante añade Guillén: «El sujeto viene a ser «fecundado» en actitud pasiva, y ya se advierte que esta pasivi­dad no exige más auxilio que el necesario para mantener tan pasiva recepción sin impuras intru­siones intelectuales». Pues bien, unos años más tarde volvemos a encontrar la misma idea en Va­lente, justamente en el primer fragmento sobre Tápies que antes citábamos. Dice textualmente: «Crear no es un acto de poder (poder y creación se niegan); es un acto de aceptación o reconoci­miento. Crear lleva el signo de la feminidad». Y en la conferencia a la que antes aludimos volvió a recalcar, glosando la frase de Novalis «No es poeta el que habla sino el que deja hablar en él al lenguaje», que el poeta debe adoptar una disposi­ción que le permita «ser penetrado por la palabra poética» y que en ese sentido debe «feminizarse». Pero, volviendo al tema, lo que me parece signifi­cativo en Bécquer es que ante su sensación de impotencia para comunicar mediante el lenguaje intenta dos soluciones. La primera es la vía, más que de la expresión directa, de la sugerencia. Bécquer prefiere insinuar a decir, y, en con se-

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cuencia -ya estamos ante la segunda vía- cuenta, más que con el poder de la palabra, con la compli­cidad, con la colaboración del lector. El mismo dice: «De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores ... » Y esta actitud se anticipa a las más modernas teorías sobre la participación activa del receptor que completa con su lectura la obra de arte y sin el cual ésta, prácticamente, no existe como tal.

Desde la misma actitud ante la insuficiencia del lenguaje escribe Juan Ramón Jiménez: «el poeta, en puridad no debiera escribir, puesto que su mundo, lo inefable, le condena al silencio». Y Va­lente invierte el sentido de la frase diciendo: «el poeta, en puridad, sólo puede escribir, puesto que su mundo, lo inefable, le condena a la palabra» (24).

Que el silencio está utilizado en la poesía de Antonio Machado lo evidencia el estudio antes citado de Claudio Guillén sobre el poema «A José María Palacio» y ello es, en este autor, una más de las influencias recibidas de los simbolistas franceses.

El tema está presente también en la poesía de posguerra. José Hierro en su segundo libro Ale­

gría tiene un poema titulado «Respuesta» en la que lamenta no poder comunicarse con los otros de un modo más profundo, sin necesidad del len­guaje oral:

« Quisiera que tú me entendieras a mí sin pa­[labras.

Sin palabras hablarte, lo mismo que se habla [mi gente.

Que tú me entendieras a mí sin palabras como entiendo yo al mar o a la brisa enreda­

[ da en un álamo verde.»

Y termina diciendo:

«Sin palabras, amigo; tenía que ser sin pala­[bras

como tú me entendieses» (25).

Angel González incide también en esta actitud en el poema «Preámbulo a un silencio» de Tratado

de Urbanismo (26):

«Porque se tiene conciencia de la inutilidad [ de tantas cosas

a veces uno se sienta tranquilamente a la som­[bra de un árbol

- en verano -

y se calla.»

Para terminar concluyendo:

« ... y sonrío y me callo porque, en último [extremo,

uno tiene conciencia de la inutilidad de todas las palabras.»

* * *

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Una vez establecidos los datos objetivos que, desde distintos ángulos, confluyen en el tema, es necesario .ordenarlos para después precisar los

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efectos y los recursos expresivos que en el propio discurso ha producido.

En primer lugar habría que distinguir entre quienes aluden al silencio y quienes, indirecta­mente, nos remiten a él al quejarse de la insufi­ciencia del lenguaje. Y también, entre quienes to­man al silencio como objeto retórico (sería el caso del poema de Calderón antes citado) y quienes lo crean o lo utilizan como elemento de composición (Antonio Machado en el poema antes aludido) y una situación intermedia donde se superponen las dos actitudes, que se ejemplificaría en el poema de Valente « Un canto» incluido en La memoria y los signos (26):

«Un canto. Quisiera un canto

que hiciese estallar en cien palabras ciegas la palabra intocable.

Un canto. Mas nunca la palabra como un ídolo obeso alimentado de ideas que lo fueron y carcome la lluvia. La explosión de .un silencio».

Aquí la parquedad expresiva y el tema se co­rresponden, sumándose. Pero todavía tendríamos que distinguir entre teoría y praxis. No siempre una y otra coinciden, ni las declaraciones explíci­tas, dentro y fuera del poema, se cumplen en la práctica. En muchos casos son evidentes proce­dimientos retóricos en la medida en que lo eran ciertos giros, interrogaciones y circunloquios en la oratoria ciceroniana. Este sería el caso del poema de Hierro que, mientras dice preferir el silencio como procedimiento comunicativo, está utilizando al máximo, muy hábilmente, las posibilidades de la palabra.

Por otra parte ¿qué recursos expresivos genera el silencio para hacerse oír en un texto? Y sobre todo ¿cuáles son los que esta última tendencia, que hemos llamado «poética del silencio» ha pre­ferido?

En general, la actitud predominante ha sido un intento de supresión de todo elemento conside­rado «retórico» -en el sentido peyorativo del tér­mino- es decir, de todo elemento no significativo, hueco, superfluo, meramente ornamental. Esta, en principio, ha sido una actitud muy lúcida y que ha conseguido interesantes resultados. Aunque -inútil es decirlo- es éste un terreno difícilmentedelimitable, que depende de la sensibilidad delautor, de su actitud ante el discurso y de las coor­denadas estéticas de la época en que escribe. Encualquier caso sospechamos que si eliminásemostoda «retórica» -en el buen sentido de la palabra­nos quedaríamos sin poema, como al esterilizar unobjeto lo dejamos muy aséptico pero borramos enél todo rastro de vida. Pero aplacemos esta cues­tión.

Aparte de esta desnudez, concentración y so­briedad expresivas se ha buscado eliminar nexos innecesarios, brindar la sintaxis, entrechocar -mediante asociaciones insólitas, sorprendentes,

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Clavé, ilustraciones de los poernas de Saint John Perse.

imprevistas- las palabras como piedras para que estallen, hacerlas restallar contra su propia opaci­dad como látigos y apuntar al blanco semántico como arcos tensados por procedimientos lingüísti­cos. Se ha hecho también un silencio temático y un silencio referencial. Con técnicas cinematográ­ficas se han reflejado sólo ciertas zonas de reali­dad escondidas o irrelevantes, provocadoras o in­significantes, o ciertos trazos fugaces que han tra­ducido una visión entrecortada y fustigante como la respiración de la angustia. Se ha utilizado el espacio tipográfico de la página para inscribir en él breves y sintéticos poemas que recuerdan la anti­gua tradición de los Hai-ku o las Greguerías. Poemas de carácter fragmentario, trunco, comien­zos «in media res», finales bruscos, como chispas brotadas, del pedernal, luces instantáneas en me­dio de la noche. Y este vacío operado en torno al texto y su propio carácter sugerente y enigmático (28) ha funcionado como un auténtico vacío físicoabsorbiendo al lector, devorándolo, incluyéndoloen el poema hasta hacerlo participar en él comocoautor. E incluso se ha tratado -equivocada­mente a mi entender- de ensordecer el poema, dequitarle musicalidad, pensando que era excesiva osuperficial. Ello viene de una preferencia por elritmo interior del pensamiento poético frente a unritmo impuesto desde fuera, hueco y sin contenido(29). Y esta actitud, que revela un agudo sentidopoético, básicamente, es acertada. Pero su mala

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interpretación ha hecho pensar a algunos que un poema sordo es, necesariamente, un poema pro­fundo, sin darse cuenta de que los elementos rít­micos tienen también un poder evocador que re­clama al pensamiento, cuando lo hay, natural­mente, y lo trae de la mano, y que una idea sólo nos conmueve -poemáticamente hablando- si viene envuelta en la forma adecuada, es decir, potenciada, entre otras cosas, por los elementos fónicos. Y no me refiero a los casos en que el poeta no carece de música sino que la tiene dis­tinta por proceder de otras fuentes (como ocurre en la poesía alemana contemporánea con Paul Ce­lan y en la nuestra con Manuel Alvarez Ortega, por poner dos ejemplos) sino que hablo de la ca­rencia de toda musicalidad.

Y, cambiando de perspectiva, no quisiera omitir un aspecto del tema que es extrínseco y previo al hecho mismo de la escritura y alude más bien a la responsabilidad del poeta o del escritor ante la historia y la sociedad. Se trata de lo que podría­mos llamar la «ética del silencio». Por ser una cuestión estrictamente personal en cada caso no voy a pronunciarme sobre ella. Solamente dejarla planteada recordando las palabras de George Stei­ner en su artículo de 1966 «El silencio y el poeta» (30) en el que -junto con su otro estudio titulado«El abandono de la palabra» (1961)- no sería aven­turado buscar la raíz de muchas de las actitudesantes señaladas sobre el silencio. Dice así: «Para

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el escritor que intuye que está en tela de juicio la condición del lenguaje, que la palabra está per­diendo algo de su genio humano, hay abiertos dos caminos: tratar de que su propio idioma exprese la crisis general, de trasmitir por medio de él lo pre­cario y lo vulnerable del acto comunicativo o ele­gir la retórica suicida del silencio. ( ... ) El silencio es una alternativa. Cuando en la polis las palabras están llenas de salvajismo y de mentira, nada más resonante que el poema no escrito. «Pero estas (las sirenas) tienen un arma más terrible aún que el canto», escribió Kaflrn en sus Parábolas, «y es su silencio. Aunque no ha sucedido, es quizás imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio cierta­mente no». * * *

IV

Pero hasta ahora hemos estado coqueteando con el término «retórica». Es hora ya de justificar su elección, que no es caprichosa, en el título. Y de explicar por qué he usado cuidadosamente «poética del silencio» y no «retórica del silencio» como cabía esperar. «Retórica» es un término ambiguo porque ha sufrido un proceso de cambio semántico. Y eso precisamente lo enriquece y le da esas posibilidades de juego que he aprove­chado. Su sentido originario era de carácter posi­tivo y aludía al «arte del buen decir, de embellecer

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Año 1982. N.º5 18-19

INDICE

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LA EVOLUCION

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Howll. Joaquín González Echegaray.

Emiliano Aguirre. Joaquín Templado.

Carlos Castrodeza. Carlos López Fanjul

de Argüelles. Stephen Jai Gould. Richard

Dawkins. Francisco José Ayala. Redmond

O'Hanlon. Juan Delval. Miguel A. Toro

lbáñez

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la expresión de los conceptos, de dar al lenguaje, escrito o hablado, eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover». Había nacido esta palabra en la Magna Grecia y era el nombre de una técnica de persuasión jurídica que nace bellamente unida a la caída de los tiranos y la devolución de las tierras incautadas por ellos. En el terreno literario la retórica designa una serie de recursos y proce­dimientos expresivos y en ese sentido cada época, generación o grupo, parece acuñar una retórica que le es propia. Pero el término ha adquirido por desgaste un matiz peyorativo, y se llama retórico a lo ampuloso, lo hueco, lo que no es funcional en un texto: a lo que no significa y, en consecuencia, sobra. De este uso peyorativo sería sabroso testi­monio un poema de Antonio Martínez Sarrión Ti­tulado «Denostatio Retoricae» (30):

La reflexión está servida: cortan un silogismo en largas, frías lonchas, trinchan en flor el tierno anacoluto, sirven con bechamel los encabalgamientos y tras el postre, mousse de metonimias, humean en las tazas las sindéresis y un eructo de hartazgo es de rigor.

Hemos adelantado que entre los seguidores de la «poética del silencio» había un rechazo a todo lo que se considerase retórico en el mal sentido. Y que ello ha dado óptimos resultados. Pero, como sucede con todas las retóricas (y espero que se me perdonen los juegos con el término, su uso exce­sivo, poco inteligente y su aplicación gárrula e indiscriminada ha producido un cansancio y un hastío. Y a la vana retórica de las palabras ha venido a sustituir la no menos consabida retórica del silencio. Hasta el extremo de que José Miguel Ullán en su balance anual de El País de este año pasado no señalaba otro derrotero poético que lo que él llamaba «la plaga del silencio».

Hemos llegado no al silencio sino al mutismo. No al vacío de significación, a la campana de cristal en la súbita deserción del aire que, reple­gado sobre sí mismo, nos sorbe a la vertiginosa concavidad; sino a la atonía de la insignificancia, al trazo lineal cuando cesa el relieve del latido -la trayectoria de su látigo- y se distiende laxo, hori­zontal. No rúbrica de muerte, sino la estúpida grafía de la falta de vida.

Cuando, en un primer momento, yo misma fui encandilada por esa bellísima «retórica del silen­cio», intenté aplicar como elemento distanciador el análisis crítico y me pregunté cuáles eran los encantos que me habían seducido de ella. Llegué a la conclusión de que, si bien la idea paradójica que formulaba y su desencanto respecto al lenguaje eran acordes con el talante desolado y desolador del momento histórico que atravesamos, y por tanto encontraban terreno abonado, lo que real­mente me había ganado para esa causa -he ahí la contradicción- era su espléndida formulación lin­güística.

No quiero que esto se tome como un rechazo de

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plano de toda esa actitud, ni como un no recono­cer los hallazgos y aportaciones que le debemos, sino como una invitación a adoptar una postura más reservada, menos ingenua, más crí- �tica ante un silencio que -en definitiva- ÍÍ.� se lo debe todo a la palabra. ..,.-

NOTAS

(1) Tápies, Antoni. La práctica del arte, Ariel, Barcelona,1971 (pp. 139-140).

(2) Antoni Bosch, Barcelona, 1978 (pp. 98 a 103). Cita en p. 102. Gimferrer ha dedicado otros artículos a Tápies en su Dietari 1979-1980, Edicions 62, Barcelona, 1981: « Un llibrevermell» (pp. 134-135) y « Una nit de Gener» (pp. 238 a 239).

(3) La Gaya Ciencia, Barcelona, 1979 (pp. 61 a 74). Cita enp. 65.

(4) Edicions 62, Barcelona, 1970.(5) Gimferrer, Pere. Poesía 1970-1977, Alberto Corazón,

Madrid, 1978 (p. 87). (6) Aguilar, Madrid, 1971.(7) Seix Barral, Barcelona, 1977 (pp. 81 a 101).(8) Antonio Machado (Edición de Ricardo Gullón y Allen

W. Phillips) Taurus, Madrid, 1979 (pp. 445 a 490). El artículohabía sido publicado antes en Revista Hispánica Moderna, añoXXIII, julio-octubre, 1957, números 3-4 pero al ser reeditadoadquiere nueva difusión.

(9) Llibres de Sinera, Barcelona, 1973.(10) Alberto Corazón, Madrid, 1974.(11) Barral, Barcelona, 1974.(12) Siglo XXI, Madrid, 1971.(13) Edicions 62, Barcelona, 1977.(14) Op. Cit. en nota 5 (pp. 173 a 229).(15) Alberto Corazón, Madrid, 1980.(16) Taberna de Cimbeles, Valencia, 1980.(17) Año I, n.0 3, Valencia, junio, 1980.(18) Ayuso, Madrid, 1982.(19) «Lenguaje insuficiente: San Juan de la Cruz o lo inefa­

ble místico» en Lenguaje y Poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1969 (pp. 73 a 109).

(20) Cito por Vida y Obras de San Juan de la Cruz, 10.ªEd., B.A.C., Madrid, 1978 (pp. 976 y siguientes).

(21) En conferencia dada el 27 de mayo de 1981 sobre laEstrofa XII del Cántico Espiritual cuya grabación obra en mi poder.

(22) Año XXX, n.0 370, diciembre, 1981 (pp. 29-30).(23) Op. Cit. en nota 19 (pp. 112 a 141).(24) Op. Cit. en nota 12 (p. 70).

� (25) Cito por Poesías Completas (1944-1962), Giner, Ma­drid, 1962 (pp. 123-124).

(26) Lumen, Barcelona, 1976 (pp. 44-45).(27) Revista de Occidente, Madrid, 1966 (p. 129).(28) Sobre la función del espacio en blanco en torno al

poema ver el de José Angel Valente en Interior con figuras, Barral, Barcelona, 1976 (p. 14) titulado «Cerámica con figuras sobre fondo blanco» en el que utiliza la relación que existe entre los orientales entre el color blanco y el silencio como evidencia el bellísimo Hai-ku: «Estaban en silencio / el invi­tado, el huésped / y el crisantemo blanco». Para más detalles sobre el tema ver mi artículo «El espacio en la poesía de José Angel Valente», lnsula, n.0 412, marzo, 1981 (pp. 1 y 10).

(29) Esta actitud parte de un artículo de Valente titulado«Luis Cernuda y la poesía de la meditación» en Op. Cit. en nota 12 (pp. 127 a 143).

(30) En El centro inaccesible (Poesía 1967-1980), Hiperión,Madrid, 1981 (p. 222).

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