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LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA Y LOS ESTUDIOS DE CALIDAD DEMOCRÁTICA Fernández Peychaux María Inés G. Universidad Rey Juan Carlos [email protected] Resumen La figura de los políticos y el rol de los representados han adquirido una mayor relevancia en los debates sobre la calidad de las democracias. Realizar un juicio al respecto implica también abrir el debate en torno a las exigencias de la representación política y la percepción de éstos sobre las mismas. Tradicionalmente, los estudios de calidad democrática han centrado su análisis en la dimensión procedimental y material de la representación sin cuestionar o debatir abiertamente el tipo de relación del que se parte. El espacio de reflexión que se genera al respecto permite realizar una revisión crítica de los resultados alcanzados, como también plantear nuevos horizontes de análisis. Palabras claves: representación, agencia, poder, democracia, política. Introducción El objetivo de este trabajo es el esbozar una posible línea de investigación a partir de la idea de representación y la revalorización de la figura de los políticos y los ciudadanos en el debate sobre la calidad democrática. Para ello en la primera parte se expone el estado de situación de los estudios de calidad democrática, particularmente en América Latina. En la segunda parte se presenta la perspectiva del vínculo de representación como marco de análisis. Finalmente, se realiza una propuesta para la consideración del estudio el vínculo de representación en los estudios de calidad democrática. I.-La Democracia en América Latina

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LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA Y LOS ESTUDIOS DE CALIDAD DEMOCRÁTICA

Fernández Peychaux María Inés G.Universidad Rey Juan [email protected]

Resumen

La figura de los políticos y el rol de los representados han adquirido una mayor relevancia en los debates sobre la calidad de las democracias. Realizar un juicio al respecto implica también abrir el debate en torno a las exigencias de la representación política y la percepción de éstos sobre las mismas. Tradicionalmente, los estudios de calidad democrática han centrado su análisis en la dimensión procedimental y material de la representación sin cuestionar o debatir abiertamente el tipo de relación del que se parte. El espacio de reflexión que se genera al respecto permite realizar una revisión crítica de los resultados alcanzados, como también plantear nuevos horizontes de análisis.

Palabras claves: representación, agencia, poder, democracia,

política.

Introducción

El objetivo de este trabajo es el esbozar una posible línea de

investigación a partir de la idea de representación y la revalorización

de la figura de los políticos y los ciudadanos en el debate sobre la

calidad democrática. Para ello en la primera parte se expone el

estado de situación de los estudios de calidad democrática,

particularmente en América Latina. En la segunda parte se presenta

la perspectiva del vínculo de representación como marco de análisis.

Finalmente, se realiza una propuesta para la consideración del

estudio el vínculo de representación en los estudios de calidad

democrática.

I.-La Democracia en América Latina

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El valor de la democracia como principio ordenador de la comunidad

política es uno de los mayores logros históricos del pasado siglo. La

institucionalización de las elecciones como elemento fundamental del

respeto de la igualdad e inclusión de la ciudadanía y como único

medio legítimo de acceso al poder político, representa en la

actualidad una adquisición a defender como, asimismo, el punto de

partida de un porvenir a alcanzar. El pensamiento y la acción

democrática son producto de un inconformismo dinámico que se

traduce en las demandas por una mayor consolidación y por una

mejora de la calidad del funcionamiento de los sistemas políticos. Los

análisis conceptuales entre las diferentes adjetivaciones de la idea de

democracia (Collier y Levitsky 1997), la diferenciación analítica entre

régimen y sistema democrático (O´Donnell 2007) y el desarrollo de

nociones como democracia social o democracia económica (Sartori

1992: 29-32), ponen de manifiesto el gran horizonte de debate que

se presenta a partir de la instauración de democracias electorales.

Desde la última década existe cierto consenso en el debate sobre la

democratización de evitar circunscribir el estudio a una “falacia

electoral” (Schmitter y Karl 1991: 78), y promover el análisis de la

calidad democrática desde una perspectiva diferente a los estudios de

transición y consolidación. Si bien el concepto de consolidación y el

de calidad democrática se encuentran relacionados, ya no se trata de

analizar qué sistemas políticos son “más” democráticos que otros,

sino cuáles son “mejores”. Las categorías dicotómicas a partir de las

cuales se conceptualiza la consolidación democrática sólo permiten

definir negativamente la situación de las nuevas democracias y, en

este sentido, los problemas que presentan actualmente las

democracias latinoamericanas se explican desde las “deficiencias” en

la democratización. Sin embargo, una mejora de la “democraticidad”,

es decir, más poliarquía, es condición necesaria pero no suficiente

para el desarrollo de una democracia de calidad (Linz y Stepan 1996,

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20). Desde esta perspectiva se pretende subrayar la existencia de

diferentes grados de democraticidad que con una peculiar dinámica

política, social y económica, merecen ser estudiadas desde una

definición de la democracia como régimen pero también como Estado

y como sistema. Los estudios de calidad democrática aportan la

conceptualización, medición y teorización de los “rasgos positivos”

que puedan explicar y comparar la variedad de patrones de cambio y

desempeño tanto de las democracias consolidadas como de las no-

consolidadas (O´Donnell 2002; Schmitter 1993)1.

Sin embargo, el concepto de calidad democrática no se encuentra

exento de polémica, que comienza por las propias definiciones de

democracia y de calidad. Leonardo Morlino (2005:257) define al

estudio de la calidad democrática como “el espacio analítico que lleva

hacia una democracia ideal, dando por descontados los aspectos

empíricos requeridos por la definición mínima de democracia

(sufragio universal, elecciones, más de un partido político, fuentes de

información diversas y variadas)”. El ideal de democracia encierra en

la actualidad un conjunto de valores universalmente aceptados que, a

partir del debate sobre los diferentes modelos de democracia, afronta

la revisión crítica de la verdadera esencia de la democracia y su

posibilidad de realización. Se presentan, por ejemplo, ideas como la

participación o deliberación como garantía de libertad, de ejercicio de

la acción pública en términos de razonabilidad, de desarrollo

individual y colectivo, de garantía de derechos efectivos y de

construcción de lazos sociales más sólidos. Estos principios, como

máxima a alcanzar en desarrollo cotidiano de la vida democrática,

incorporan desde una crítica teórica nuevos marcos normativos de

evaluación de la realidad democrática. Sin embargo, sin desconocer

los aportes de estos debates y en muchos casos utilizando sus

1 Sobre el debate entre los paradigmas de consolidación y de calidad democrática ver (O'Donnell 1996; Gunther, Diamandouros, y Puhle 1996; Schneider 1995).

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premisas como análisis de los resultados de las evaluaciones, los

estudios sobre la calidad democrática han priorizado la

conceptualización procedimental de la misma. Los principales

objetivos de los estudios de calidad democrática son la medición, la

comparación y el desarrollo de hipótesis explicativas sobre los

resultados de los procesos democratización y, por esta razón, las

definiciones procedimentales de la democracia presentan límites

controlables de cara a éstos fines (Sartori 1970; Morlino 2005: 42-

47; Karl 1990: 2-4; Levine y Molina 2007: 10-29; O´Donnell 2007:

28-30).

El concepto de democracia en los estudios de calidad democrática

descansa en el concepto dahliano de poliarquia y se define como el

régimen político en el cual los ciudadanos eligen a sus representantes

a través de elecciones libres, inclusivas, universales, competitivas e

institucionalizadas, siendo éstos responsables por sus acciones en la

esfera pública ante los ciudadanos (Schmitter y Karl 1991: 76;

Schmitter 2004: 1; O´Donnell 2007: 32; Przeworski 1996: 11;

Morlino 2005: 42; Levine y Molina: 2007: 19)2.

El concepto de calidad que se desprende de esta visión de la

democracia ha permitido el desarrollo de los estudios desde una triple

perspectiva: procedimental, de contenidos y de resultados. En el

primer caso, la calidad democrática se define como una “estructura

institucional estable” que cuenta con elecciones libres, competitivas,

inclusivas y universales, Estado de derecho (imperio de la ley,

división de poderes, derechos individuales, igualdad ante la ley) y una

red de rendición de cuentas que configuran de forma independiente al

Estado y a la sociedad. Los estudios desde esta perspectiva se han

centrado en la evaluación de las condiciones para la celebración de

elecciones (Elkit y Svensson 1997; Beetham 2004), en la

2 Sobre los diferentes conceptos de régimen político ver Munck (1996).

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incuestionabilidad y eficacia de los resultados electorales para

determinar quién debe ejercer el poder político, en la efectividad del

Estado de derecho y la procedimientos de rendición de cuentas (O

´Donnell 1993, 2001, 2007; Morlino 2005: 265-272; Levine y Molina:

200: 26-32; Morlino y Diamond 2004; Schmitter y Karl 1991). En el

segundo caso, los estudios sobre la calidad democrática se han

centrado en los contenidos de la misma, es decir, en los derechos y

libertades concomitantes con los procedimientos democráticos que

garanticen formal y materialmente la participación de los ciudadanos

(O´Donnell 2007; Morlino y Diamond 2004). Finalmente, desde la

tercera perspectiva la evaluación sobre la calidad democrática ha

atendido a la capacidad de respuesta satisfactoria de los gobernantes

frente a las demandas de los gobernados (Powell 1994; Morlino

2004: 15-18; Karl 2000). En síntesis, las evaluaciones sobre el

estado de las democracias conllevan una visión multidimensional de

la calidad, cuyos resultados satisfactorios no cuentan con un único

criterio universal y resultan del “peso normativo” que se otorgue a

cada una de las perspectivas de análisis (Diamond y Morlino 2004).

Los resultados de estos estudios en América Latina ponen de

manifiesto, en primer lugar, la consolidación de las elecciones como

único mecanismo de acceso al poder político. Sin embargo, también

resaltan la debilidad de los Estados como sistema legal y su

consecuente traducción en términos de “efectividad” de la ciudadanía,

la persistencia de problemas de des-institucionalización o

“institucionalización de la informalidad” (O'Donnell 2001; 2002;

Seligson 2007), la vigencia de instituciones “híbridas” que combinan

elementos autoritarios con democráticos (Karl 1995), la

vulnerabilidad de los procedimientos de rendición de cuentas, el

tratamiento particularista de las relaciones de poder (O'Donnell 1998;

1994; 1993) y la disminución de la confianza hacia las instituciones

políticas (Seligson 2007; Lagos 2001). Las explicaciones sobre las

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causas de estas formas de funcionamiento democrático han apelado

al desarrollo histórico del Estado de los sistemas políticos

latinoamericanos (O´Donnell 2007: 136-140; 1998), a los bloqueos

propios del funcionamiento del sistema presidencialista (Linz y

Valenzuela 1997; Cheibub y Limongi 2002), a la debilidad de los

partidos políticos (Mainwaring 1998; Morlino 2005: 191-215), la

inefectividad del Estado como burocracia (Munck 2004:332) y a la

irresolución de cuestiones económicas (Przeworski 1998; Remmer

1990; Diamond 1992).

II.- El vínculo de representación y la calidad democrática

En los últimos años, en forma complementaria a estas líneas de

investigación, se ha puesto de manifiesto la importancia del “aspecto

conductual” del funcionamiento de los procedimientos democráticos

(Munck 1996; Mazzuca 2002). Hasta el momento, los estudios sobre

la calidad democrática analizaron los comportamientos que el

funcionamiento institucional induce o genera en el marco del régimen

político. En este sentido, se señala que en el caso de los países

latinoamericanos, la combinación de democracias electorales con

Estados de derecho ineficientes y ciudadanía de baja intensidad, han

contribuido al ejercicio del poder político en términos discrecionales,

específicamente, delegativos y particularistas (O´Donnell 1989;

1994; 2002: 328). La “personalización de la política” es parte de las

transformaciones de las democracias actuales, donde el desarrollo

tecnológico y la evolución de los medios de comunicación han

alterado sustancialmente el espacio público de decisiones (Manin:

1998). Sin embargo, en los casos latinoamericanos esta concepción y

práctica del poder político se inserta en una prolongada situación de

emergencia (económica y política) que fundamenta el ejercicio

discrecional del poder como único medio de estabilidad. Los

representantes políticos se configuran como líderes carismáticos que,

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sobre la base de un apoyo electoral amplio, utilizan mecanismos

extraordinarios (constitucionales) de decisión de forma ordinaria con

el objetivo de resolver eficazmente coyunturas críticas. La efectividad

en el largo plazo de las reformas implementadas en estas

circunstancias depende de los liderazgos de turno, incluso, aún

lograda, la eficacia gubernamental no implica una mejor calidad

democrática. El ejercicio delegativo del poder, que presuponen un

razonamiento hostil al control y al ejercicio razonado de la política,

genera un círculo vicioso que acentúa la debilidad de partida de las

instituciones democráticas y permite la reproducción de este tipo de

prácticas (O´Donnell 1994: 67; Peruzzotti 2001: 138). Las posibles

soluciones que se plantean desde este tipo análisis apelan, en primer

término, al fortalecimiento de diseños institucionales sólidos y

efectivos, pero también abren la puerta a la importancia de la figura

de los líderes políticos como “buen ejemplo de individuos (…) que

actúan siguiendo principios liberales y republicanos” (O´Donnell

2007: 111), o como motores de cambio de los sistemas políticos

(O'Donnell 1994: 17).

Desde los debates sobre la consolidación democrática el compromiso

de los actores políticos con el funcionamiento democrático de las

instituciones ha constituido una variable explicativa del éxito del

proceso (Shin 1994: 144-145; Burton y Higley 1987, 1989; Linz y

Stepan 1996: 17-18). Esta línea de análisis ha adquirido una gran

relevancia en el debate sobre la calidad democrática donde se

considera que las acciones, actitudes, comportamientos y valores de

quienes ejercen el poder político afectan el funcionamiento de las

instituciones democráticas y generan diferentes resultados (Alcantara

1997: 15-20). Los estudios sobre la figura de los políticos en América

Latina han analizado las concepciones de éstos sobre la democracia

representativa, sus motivaciones políticas, las condiciones de la

profesionalización de su actividad, los estilos de liderazgo y sus

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orígenes sociales y condiciones de acceso al poder (Alcantara 2006;

Hofmeister Wilhelm 2002; Agulla 1991; De Imaz 1964).

La revalorización conductual, no obstante, no sólo se desarrolla

únicamente desde la figura de los políticos. El ejercicio de la

ciudadanía y su organización a través de la sociedad civil también ha

puesto de manifiesto nuevos escenarios explicativos del análisis de la

calidad democrática. En este sentido, se han desarrollado una gran

cantidad de trabajos sobre los movimientos sociales, sobre la

participación ciudadana en las decisiones públicas, sobre la influencia

del capital social en el desarrollo institucional y sobre el rol de la

ciudadanía en el control de los políticos (O´Donnell 2001: 8-13;

Schmitter 1993; Putnam 1995; Levina y Molina: 21-22).

Tanto los estudios sobre la figura de las élites políticas como la de los

ciudadanos y las organizaciones de la sociedad civil, presuponen

determinadas características de los políticos (profesionalidad,

liderazgo, motivaciones relevantes), y de los ciudadanos

(organizados, activos, informados) a partir de las cuales desarrollar la

evaluación en términos de calidad democrática. En último término,

cada una de estas caracterizaciones, asimismo, comportan una visión

normativa sobre la relación entre ambos. En cierta forma la calidad

de la democracia se encuentra intrínsecamente unida a la calidad del

vínculo de representación. De esta forma, la amplitud de los estudios

sobre calidad democrática hacia la figura y las acciones de los líderes

políticos y de los ciudadanos también permite afrontar el debate, más

allá de la visión institucional, desde los aportes de la idea de

representación.

La democracia es la única forma de gobierno que garantiza

“sistemáticamente” el vínculo de representación en atención al

consentimiento de los ciudadanos, la satisfacción y atención de sus

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intereses y demandas, la rendición de cuentas por parte de los

representantes y el reconocimiento del derecho formal y material de

participación. “La democracia causa gobiernos representativos”

(Przeworski, Stokes, y Manin 1999: 4). Sin embargo, en el marco de

una misma estructura institucional, y siempre dentro de sus límites,

pueden establecerse diferentes tipos de relación de representación

legítimos. Por ejemplo, se reconoce la importancia de las elecciones

como mecanismo de selección y de rendición de cuentas, pero ambas

instituciones pueden basarse en aspectos diferentes de la idea de

representación. En la concordancia de las acciones de gobierno con

las promesas electorales (Maravall 2003), en coincidencia de las

preferencias de los ciudadanos con las de sus representantes (Miller y

Donald E. Stokes 1963), en la toma de decisiones que procuren,

incluso contrariamente a la promesas electorales, una acción de

acuerdo a lo que los representantes entienden como “mejores

intereses” de los ciudadanos (Stokes 2001), o en la elección de

“buenos tipos”, de personalidades carismáticas cuyas características

individuales y reputación constituyen el único criterio de evaluación

de su accionar (Przeworski, Stokes, y Manin 1999: 55-97).

Si el reconocimiento de una misma estructura institucional permite el

desarrollo de diferentes perspectivas sobre la representación, se abre

un espacio de reflexión sobre todos los supuestos posibles en el

marco del debate sobre la calidad democrática. Existen tres

dimensiones a partir de las cuales se puede realizar esta tarea:

sustantiva, material y procedimental. La dimensión sustantiva

comporta la caracterización de la relación y de las funciones de los

representantes y los representados. La definición de esta dimensión

se establece, en primer lugar, en el marco de dos factores comunes:

uno institucional y el otro deontológico. El institucional lo fijan los

procedimientos democráticos. Por tanto, existen categorías de

relación que no pueden denominarse representativas en términos

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políticos (modernos): aquellas que no son producto de una elección

libre, universal e inclusiva, aquellas donde no existen garantías de

control al ejercicio del poder, aquellas donde los ciudadanos no gozan

de derechos y libertades concomitantes con las instituciones. El

deontológico lo fija “la intención representativa”, es decir, el

sentimiento de unión de quien ejerce el poder político con los deseos,

intereses, expectativas y bienestar de aquellos a los que representa.

A partir de estos factores comunes, la caracterización de la dimensión

sustantiva es susceptible de presentarse desde una amplia gama de

perspectivas que aportan un valor agregado y una particular lectura a

las dimensiones procedimientales (autorización, rendición de cuentas,

participación) y materiales (sensibilidad y satisfacción de las

demandas).

III.- La dimensión sustantiva del vínculo de representación

Tradicionalmente, los estudios de calidad de la representación han

centrado su análisis en la dimensión procedimental y material, es

decir, en el tipo de relación que induce el funcionamiento institucional

y cómo éste afecta la calidad de la democracia, sin cuestionar o

debatir abiertamente el tipo de relación del que se parte. Asumir que

la calidad de la democracia depende del tipo de vínculo

representativo que en ella se establezca, requiere conceptualizar las

diferentes dimensiones sustantivas susceptibles de desarrollarse en

democracia y, seguidamente, poder establecer relaciones entre éstas

y los resultados sobre la calidad de los sistemas políticos.

El elemento unificador de los diversos significados de la representación

política constituye la idea de que el pueblo en algún sentido está presente

en las decisiones de su gobierno, ya que éste “actúa en interés de los

representados de manera sensible ante ellos” (Pitkin 1985: 233-267).

Diversas estructuras forman parte de este núcleo interpretativo, por un

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lado, “decisiones”, “acciones”, “políticas”, “programas”; por el otro, “en

interés de”, “con arreglo a”, “de acuerdo con”, “en nombre”; finalmente, los

“intereses”, las “demandas”, el “bien”, el “bienestar”, el “bien común”, las

“preferencias”, los “deseos”. La representación en su dimensión sustantiva

es una relación de dos agentes intrínsecamente complementarios que

pueden ser caracterizados de diversa forma3.

En el caso del representante desde la figura de un agente, un delegado, un

buen gobernante, un político vocacional, un político profesional, un líder o

un servidor público (Pitkin 1985; Mansbridge 2003; Weber 2005; Uriarte

2000). En el caso del representado como un votante, un principal, un

ciudadano, un agente portador de derechos, un miembro individual de la

sociedad, un miembro de la sociedad civil (O'Donnell, Iazzetta, y Vargas

Cullell 2003; Warren 2005; Dahl 1997). Cualquiera de las conexiones entre

estas funciones parte de la determinación de un tipo de relación que

presupone determinados comportamientos, actitudes y acciones.

Ante esta variedad de significados es posible presentar varios escenarios de

estudio. En un primer caso se podría adoptar una dimensión sustantiva

como criterio normativo, justificar su utilización y evaluar los resultados del

funcionamiento institucional a la luz de su perspectiva4. O quizás, también,

analizar un mismo caso partiendo de concepciones diferentes sobre la

relación de representación y analizar los diferentes resultados en términos

de calidad (Thomassen 1994). Sin embargo, y dada la proliferación de los

debates “conductuales” sobre la calidad de la democracia, adquieren una

importancia relevante las percepciones sobre la dimensión sustantiva que

tiene los propios agentes y cómo a partir de éstas se generan

comportamientos, actitudes y valoraciones que afectan los resultados de la

3 La primera digresión que se debe realizar al respecto, es la diferenciación entre políticos que tienen un vínculo representativo con la ciudadanía y los que carecen de él. Si bien, todos ellos juegan un rol muy importante en la calidad del funcionamiento del sistema político, en este trabajo se atenderá a quienes forman parte de ese vínculo producto de un proceso electoral. 4 El trabajo de Przeworski, Stoke y Manin (1999) parte de la idea de agencia como dimensión sustantiva de la representación y analiza en qué medida la celebración de elecciones induce la rendición de cuentas por parte de los representantes. Sin embargo, los diferentes artículos contenidos en la obra partiendo de una misma dimensión sustantiva y analizando las mismas instituciones llegan a conclusiones diferentes. Ver García Guitián (2000).

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calidad del sistema político5. Cada una de estas percepciones se puede

analizar a partir de la concepción que tengan representantes y

representados sobre la política, sobre el poder político y sobre el interés

público (Pitkin 1985: 233-236)6.

La interpretación de los fines y medios de la política condicionan

nuestras interpretaciones sobre los alcances de la representación y

consecuentemente de la democracia. Existe un cierto consenso en

entender, en primer lugar, a la política como una actividad humana

social o una actividad humana que comporta relaciones sociales. Las

interpretaciones clásicas de esta actividad caracterizaron a la misma

como relativa a la formación y gobierno de los Estados, o como

relativa a la forma y desarrollo del ejercicio y conflicto por el poder.

Ambas interpretaciones sobre la política se han presentado tanto de

forma complementaria como contradictoria. En el primer caso,

tradicionalmente se hace referencia a la fase arquitectónica de la

política, la cual centra la atención en el ejercicio de la función de

gobierno y a las estructuras económicas, jurídicas, sociales y

culturales que desarrollan la concordia de la comunidad (Medrano

1997). Una perspectiva, quizás más moderna, ha centrado el análisis

de la política en su fase agonal, es decir, coextensiva del poder.

“Política significará (…) la aspiración a participar en el poder o a influir

en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un

mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo

5 Recientes estudios sobre las elites parlamentarias en América Latina han adoptado este punto de vista analizando como conciben su rol los legisladores de acuerdo a dos dimensiones: focus y estilo (Alcántara 2006: 29-73). Sin embargo, estas dimensiones caracterizan principalmente la acción de la representación parlamentaria pero son difícilmente transportables a las funciones de otras figuras políticas representativas como, por ejemplo, los presidentes.6 Podría llevarse adelante este análisis a partir de la dicotomía entre izquierda y derecha. Sin embargo, a pesar de su vigencia en América Latina (Alcántara 1997; 2006), su materialización se desarrolla a través de ofertas políticas que bajo una misma categoría pueden representar posiciones muy diferentes. Por esta razón, el abanico que se presenta a partir de las diferentes concepciones de la naturaleza de los temas políticos (concepción sobre la política y el poder) hace posible captar estas diferencias y establecer sus correlaciones particulares con los resultados de la calidad democrática. Incluso, las dimensiones de izquierda y derecha podrían configurar una subcategorización que permite profundizar en las conclusiones comparativas.

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componen. (…) Quien hace política aspira al poder; al poder como

medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al

poder "por el poder", para gozar del sentimiento de prestigio que él

confiere”(Weber 2005: 83).

Sin embargo, en la actualidad el debate sobre la acción política

parece haber trascendido estas categorías tradicionales. La

transformación de la fase arquitectónica responde a los dos niveles de

cambios que sufre el Estado actual: interno y externo. La

revalorización del “esfera pública” traslada los espacios de decisión,

negociación y debate hacia la inclusión de la figura de los ciudadanos

y las organizaciones de la sociedad civil. La mundialización de

problemas como la pobreza o la seguridad, la globalización de sus

posibles soluciones, el cuestionamiento de las categorías tradicionales

de ciudadanía, llevan a plantear la necesidad de “contemplar el

mundo de la política de forma no convencional” (Vallespín 2003: 10-

16).

La fase agonal de la política también se encuentra en proceso de

innovación. El desarrollo de los procesos de democratización han

transformado las interpretaciones sobre el ejercicio del poder y los

conflictos vinculados a éste. La democracia añade al ejercicio del

poder político la contestabilidad sobre el mismo, la periodicidad de su

ejercicio, la rendición de cuentas, los límites que fijan los derechos y

libertades de las personas. Asimismo, la institucionalización de la

democracia añade a los clásicos conflictos de poder un conjunto de

nuevas acciones que se presentan como indispensables para el

funcionamiento democrático, como son el compromiso, el consenso,

la negociación, la colaboración. “La democracia ajusta

institucionalmente las relaciones de poder, (…) reduciendo así la

vulnerabilidad y la probabilidad de que las soluciones a los conflictos

puedan ser impuestas simplemente por los poderes dominantes.

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Tales situaciones incrementan la posibilidad de que los partidos

recurran a la "fuerza" de la persuasión y la argumentación, las cuales

aumentan a su vez la probabilidad de que las soluciones trasciendan

los términos del conflicto”(Warren 1999: 28-30).

Desde cualquiera de las visiones clásicas, la política se circunscribe a

aquello que “hacen los políticos”, y los representados son tomados

como electores que esperan “la acción” de los “políticos”. La

reivindicación de la inclusión de la ciudadanía en el ámbito público y

la ampliación de los escenarios de decisión pública implican

comprender que “en una sociedad democrática, la política (…) es el

ámbito en el que todos participamos en igualdad de condiciones”

(Vallespín 2003: 19). Estos nuevos conceptos trascienden la clásica

categorización de la relación de representación desde la idea de

agencia. La nueva visión de la política entraña una transformación

integral, por un lado, de la función del representante en una acción

receptiva y sensible frente a los representados de forma recurrente,

institucionalizada formal e informalmente y con respeto de la

pluralidad y autonomía que surja de la sociedad. Al tiempo que la

figura de los representados se presenta como activa, responsable y

ampliando sus derechos en el propio ejercicio de los mismos.

Unida a la visión de la política, se encuentra la visión del poder que

también afecta la perspectiva del análisis de la representación y la

relación que en ella se genera. Las visiones clásicas de la política

entienden las cuestiones sobre la configuración y naturaleza del poder

como cuestiones vinculadas estrictamente al funcionamiento de las

instituciones del régimen y el sistema político. Se trata de una

concepción restrictiva, unilateral y vertical del poder ejercido por las

instituciones (el Estado) “sobre” la sociedad pasiva y reactiva. A

partir de esta concepción, el rol de un representante y la articulación

de su relación con los representados comporta el ejercicio del poder

político como “dominación legítima” en términos weberianos. Sin

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embargo, sin negar el legítimo ejercicio democrático del poder político

que se ejerce desde las instituciones, existe otra perspectiva que

implica superar la desconexión del “poder de los representantes”, por

un lado, y los ciudadanos sobre los que se ejerce, por el otro. Se

trata de desarrollar una relación de representación donde la

dominación se transforma en “interferencia legítima” del poder

político, cuyo objetivo es el “apoderamiento” de la ciudadanía y

fortalecimiento el desarrollo de una esfera pública inclusiva y activa.

Se trata “del poder como catalizador de libertad positiva” que desde

el Estado genera condiciones para el ejercicio de la ciudadanía y

desde la sociedad se desarrolla como poder “expositivo” (Menéndez

Alzamora 2007: 17-30), como intervención libre y racional (Elster

2001: 235-289), como acción cooperativa de producción de

preferencias e identidades (Arteta, García Guitián, y Máiz 2003:64-

92), o como ejercicio material de derechos en términos individuales y

colectivos (O'Donnell 2004). El peso de la evaluación de la relación de

representación se establece, de esta forma, en una visión del poder

más amplia que supera la figura de los representantes en términos de

“agencia” o delegación, como la de los ciudadanos en términos de

“votantes”. La calidad de la representación política desde esta visión

del poder comprende el análisis de los resultados de la conexión entre

el poder institucional y el poder que surge de la ciudadanía.

La interpretación del interés, bien o bienestar, que legitima el

ejercicio del poder político supone, también, diferentes

caracterizaciones de la dimensión sustantiva. La conceptualización de

la idea de “bien”, “interés”, “deseo”, “bienestar” y las distintas

adjetivaciones de las que son susceptibles (particular, partidario,

general, común, local) conllevan a diferentes concepciones sobre el

vínculo de representación. En este sentido, desde la idea de agencia

como relación de representación el centro del análisis se encuentra

en la identificación de qué tipo de intereses predominan en la acción

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de las élites políticas, por ejemplo, los de los representados tomados

en su individualidad, los de las organizaciones de la sociedad civil, los

de los partidos políticos, los de las estructuras territoriales locales, los

de los propios líderes políticos. Desde una perspectiva que vaya más

allá de la “política del interés o de los intereses” (Cochran 1974), la

atención se centra en la “construcción del interés” dentro de una

comunidad. Su definición, por tanto, puede partir de una perspectiva

objetiva y exógena a los procesos de decisión, o desde una

perspectiva endógena y subjetiva (Pitkin, 1985: 234-235; Máiz,

2006). Ambos aspectos nunca se presentan en estado puro, ya que la

pluralidad y diversidad de bienes o intereses que puede manifestar un

mismo grupo o persona necesariamente supone a un desarrollo

complejo de estas interpretaciones más allá de los clásicos modelos

de mandate o trustee

En síntesis, el debate sobre la naturaleza de las cuestiones políticas permite

ampliar conceptualmente el estudio de todas las dimensiones sustantivas

susceptibles de caracterizar el vínculo entre representantes y representados

tanto para uno como para otros. En este sentido, el análisis se centra en la

diferenciación de la concepción subyacente de la política (clásica:

arquitectónica y/o agonal, integral: participativa y/deliberativa), de la idea

del poder (como dominación, como interferencia legítima- acción

cooperativa ciudadana) y de la idea del bien ( particular, interés general,

exógeno y/o endógeno).

Desde la perspectiva de la consideración de la naturaleza de los

temas políticos se presentan una serie de interrogantes que abren

nuevos espacios de reflexión y de investigación sobre la calidad

democrática: ¿Existen concepciones de la política y el poder que

favorecen la construcción de democracias de calidad? Entre los países

con mejores resultados en términos de calidad democrática ¿existen

coincidencias entre las caracterizaciones de la dimensión sustantiva

que generan sus representantes políticos y sus ciudadanos? ¿Cuáles

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son esas coincidencias? ¿Dónde radican las principales diferencias

entre países con diferentes grados de calidad democrática?

Dado un caso particular, ¿dónde radican las coincidencias y las diferencias

entre las concepciones de los ciudadanos y la de los representantes? En

términos, no ya de consolidación, sino de calidad democrática ¿qué

concepciones sobre la dimensión sustantiva operan prioritariamente en

términos positivos y/o negativos en la calidad de la democracia: la de los

ciudadanos o la de los representantes? ¿Entre los mismos representantes

dónde se encuentran los puntos en común y las diferencias?

En el caso de la literatura que explica la evolución de la calidad

democrática en Argentina parte del déficit democrático, como se ha

mencionado, se explica por el dilatado ejercicio “personalista” del

poder. Se señala que el advenimiento de la democracia reconfiguró y

alentó el funcionamiento de organizaciones de la sociedad civil

generando nuevos estilos de relación entre los políticos y la sociedad,

principalmente a partir de las organizaciones de defensa de los

derechos humanos. Sin embargo, los mismos estudios que analizan la

proliferación de estas organizaciones también concluyen que la

sucesión de emergencias de tipo económico restablecen

sucesivamente prácticas discrecionales del poder y alteran las agenda

públicas postergando las demandas por una mejor democracia

(Peruzzotti 2001)7. Por otro lado, también se afirma que la lógica de 7 El movimiento de derechos humanos en la década del ochenta, así como la organización

y participación de la sociedad civil en el Diálogo Argentino en el 2001, son ejemplos de una

nueva forma de acción en la esfera pública surgida desde la misma sociedad. Herederos de

estos ejemplos son, en la actualidad ciertos grupos de ciudadanos movilizados y organizados

en torno al control y fiscalización del desempeño político y la consolidación democrática como

por ejemplo: Poder Ciudadano, Ciudadanos en Acción, CIPPEC, Conciencia, Madres,

H.I.J.O.S, entre otros. La mayor incidencia de estas organizaciones en la esfera pública tiene

dos características en común: la saturación de la tolerancia cívica y su repudio al sistema

anterior (la dictadura, la corrupción durante el gobierno de Menem) y la debilidad en la

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este tipo de comportamiento, y consecuente desarrollo institucional,

descansa en el discurso de la “gobernabilidad” como eje de la relación

entre representantes y representados, donde el ejercicio del poder es

completamente “dependiente de condiciones políticas coyunturales y

de los recursos circunstanciales del liderazgo” (Novaro 2001).

Los estudios que analiza la influencia de la gestión presidencial en la

dinámica institucional priorizan su atención en los contextos en los

cuales se desarrollan las diferentes “fórmulas de gobernabilidad” y

“estrategias de innovación institucional (O´Donnell 1989; 1994;

2002: 328; Carrizo 2002; Corbacho 1998; Levitsky and Murillo 2008;

Llanos y Margheritis 1999). Las variables que utilizan al respecto son,

principalmente, el marco institucional y su distribución de recursos.

Sin embargo, los factores individuales, es decir, las concepciones y

motivaciones de los agentes también adquieren importancia para la

explicación de la selección de alternativas y objetivos. Desde el

estudio de los discursos políticos, por ejemplo, es posible realizar un

análisis sobre la evolución de las percepciones del poder y la política,

y consecuentemente de la dimensión sustantiva de la representación,

a fin de captar continuidades y diferencias que permitan aportar

nuevas razones explicativas al debate de la calidad democrática.

El dilema que enfrenta la calidad de las democracias latinoamericana

comporta, no necesariamente una gran innovación institucional, sino

la presencia de personas que en el marco de las instituciones

democráticas aporten nuevas concepciones sobre el poder, la política

y la vida democrática. El desafío también implica afrontar la

oportunidad normativa, y quizás también práctica, de incorporar

nuevos conceptos, o significados, que puedan agudizar nuestra

capacidad de acción del Partido Justicialista (en 1983 el PJ había perdido las elecciones y en

la crisis del 2001 los partidos políticos se encontraban seriamente cuestionados).

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evaluación de la realidad de la representación política. Profundizar, de

esta forma, el debate sobre la profesionalización de la política, el

liderazgo y el servicio público; sobre la relación entre poder y

consenso como medios específicos de acción política; sobre la

proliferación de espacios de decisión y la construcción de un esfera

pública inclusiva; sobre el poder de los representantes y los

representados y sus resultados en términos de la libertad positiva y

negativa; sobre la acción política como división del trabajo entre

representantes y representados o como la acción entre personas que

se constituyen como colaboradores de una misma obra.

La suerte de la calidad de las democracias está atada a sus

instituciones, pero principalmente a los tipos de relaciones que

establezcan y transformen quienes forman parte de ellas. La cuestión

sobre la representación no deja de ser parte del debate sobre el

futuro de la democracia y de la política. En última instancia, el debate

sobre la calidad de la representación implica, asimismo, generar un

juicio crítico sobre el poder, la política y su influencia en la

construcción de una mejor democracia.

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