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Page 1: La Práctica de los Derechos Fundamentales - stafforini.com - La práctica de los derechos... · La Práctica de los Derechos Fundamentales Carlos Nino La protección más eficaz

La Práctica de los Derechos Fundamentales Carlos Nino

La protección más eficaz para la plena

vigencia de los derechos humanos radica en la formación de una conciencia moral acerca del valor de estos derechos y de la aberración de toda acción tendiente a menoscabar la digni-dad de la persona. La discusión racional es una condición necesaria para la formación de esta conciencia moral.

La defensa de los derechos humanos, como la que estuvo asociada con la primera etapa de la transición argentina, no se puede hacer con abstracción de una cierta concep-ción de ética normativa y filosofía política. No toda concepción de esa índole implica el reconocimiento de derechos individuales bá-sicos, o, en todo caso, el reconocimiento de

los mismos derechos. Los principios que definen una concep-

ción liberal de la sociedad (en el sentido ori-ginario de la expresión “liberal” y no en el que ha sido apropiado por el pensamiento conservador), y cuyo centro es el reconoci-miento de derechos individuales básicos (1), pueden ser defendidos sobre la base de su conexión con rasgos estructurales y presu-puestos elementales de la discusión moral. Esta discusión es concebida como una prácti-ca social dirigida a superar conflictos y facili-tar la cooperación a través de la obtención de un consenso reflexivo sobre la validez de cier-tos juicios normativos que se traduzca en una convergencia en acciones y actitudes.

El proceso de transición democrática en la Argentina se inició con una aguda concien-cia de la sociedad en su conjunto y de la clase política, sobre la primacía moral de los dere-chos individuales básicos, sobre su vincula-ción con la organización democrática y sobre la necesidad de adoptar medidas de reconoci-miento de tales derechos, que simbolizaron la voluntad colectiva de cerrar un pasado recien-te de ajuricidad, arbitrariedad y violencia, que hundía sus raíces en lejanos antecedentes his-tóricos.

Los enfoques autoritarios y totalitarios de distintas corrientes ideológicas antilibera-les -integristas, fascistas, leninistas (2)- con-vergieron en producir los atentados a los de-rechos humanos que, provenientes de grupos

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fuera y dentro del aparato estatal, sembraron de violencia, de temor y de odio la aciaga década de los años setenta.

Esto llevó a Raúl Alfonsín a poner el acento de su campaña en la regeneración ética involucrada en el reconocimiento de los dere-chos humanos, lo que, como demostró el re-sultado electoral, gozó de una amplia acogida en nuestro país.

El gobierno constitucional que asumió el poder el 10 de diciembre de 1983 adoptó un conjunto de medidas con el objeto de estable-cer el marco jurídico adecuado para promover y proteger los derechos humanos. Algunas de estas medidas tuvieron por objeto esclarecer y juzgar las violaciones a los derechos humanos ocurridas bajo regímenes anteriores.

La dimensión prospectiva Entre las medidas que se adoptaron para

asegurar el futuro respecto de los derechos fundamentales, cabe señalar, a título de ejem-plo, el envío al Congreso y la posterior san-ción de proyectos de ley que derogaron las llamadas leyes de “represión a la subversión”, que preveían figuras penales sumamente am-plias y vagas y establecían sanciones draco-nianas, constituyendo verdaderos instrumen-tos de persecución ideológica. En este senti-do, se eliminó la pena de muerte por delitos civiles; se presentaron proyectos que facilita-ron y liberalizaron considerablemente los re-gímenes de excarcelación, de libertad condi-cional y de reincidencia, y se estableció un régimen de compensación para el cumpli-miento de penas, teniendo en consideración el agravamiento de las condiciones de detención durante los años de gobierno militar.

También se fortaleció y amplió la insti-tución del habeas corpus y se sancionó una ley que prescribe la misma pena para la tortu-ra que para el homicidio, e incrimina la omi-sión de denunciar actos de tortura o de tomar cursos de acción para evitarlos en los cuarte-les militares, departamentos policiales y otras situaciones de detención. Se permitió que cualquier civil condenado por un tribunal mi-litar obtuviera la nulidad de esa sentencia me-diante el uso del habeas corpus.

El gobierno constitucional que asumió el

poder el 10 de diciembre de 1983 adoptó un conjunto de medidas con el objeto de esta-

blecer el marco jurídico adecuado para pro-mover y proteger los derechos humanos. Al-gunas de estas medidas tuvieron por objeto

esclarecer y juzgar las violaciones a los dere-chos humanos ocurridas bajo regímenes

anteriores. Por primera vez en la Argentina, se eli-

minó la jurisdicción militar respecto de los delitos comunes cometidos por personal mili-tar y para los crímenes de naturaleza exclusi-vamente militar, se estableció una instancia de apelación de las decisiones de los tribunales castrenses ante la justicia ordinaria.

Se sancionó la Ley de defensa de la democracia, que impone severas penas a aquellos que amenacen el sistema democráti-co de gobierno, preservando todas las garantí-as del debido proceso.

Con respecto a otro derecho humano fundamental, como es la libertad de expre-sión, y en observancia del principio de auto-nomía de la persona, se dictó una norma que abolió el régimen de censura previa de las exhibiciones cinematográficas y lo reemplazó por un sistema de calificación destinado so-lamente a la protección de menores y de adul-tos que no consienten en presenciar ciertos espectáculos, salvaguardando la libertad de aquellos que sí lo consienten.

Para afianzar los derechos que nuestra Constitución asegura a los ciudadanos, se envió un proyecto de ley destinado a combatir toda forma de discriminación por razones de raza, sexo, religión, nacionalidad, defectos físicos o acciones privadas de los particulares, tanto en la esfera pública como privada, de-clarándose nulos los actos jurídicos discrimi-natorios. También se abolió una ley que per-mitía privar a los individuos de su nacionali-dad.

Por otra parte, se presentó un proyecto de ley que prevé la objeción de conciencia en contra del servicio militar obligatorio, dispo-niendo en esos casos el cumplimiento de un servicio social alternativo, que si bien no re-cibió sanción legislativa, fue consagrado por la jurisprudencia de la Corte Suprema en el caso “Portillo”. El Congreso aprobó la ley de

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protección de los derechos personalísimos, como el derecho al nombre, la imagen, el honor y la privacidad, entre otros.

Se igualó la situación jurídica de los hijos nacidos dentro del matrimonio con la de los llamados “hijos ilegítimos” y se reconoció la igualdad de derechos de la madre en el ejercicio de la patria potestad. Se promulgó la ley de divorcio, respetando la idea de auto-nomía personal, que ya contaba con el antece-dente de decisiones de la Corte Suprema (so-bre todo en el caso “Sejean”) declarando la inconstitucionalidad del régimen vigente por ser violatorio del artículo 19 de la Constitu-ción Nacional.

Otra importante iniciativa concretada durante la gestión de gobierno fue la creación de la Subsecretaría de Derechos Humanos, cuya función específica es recibir y tramitar denuncias sobre violaciones de derechos humanos.

Con miras al reconocimiento de los derechos fundamentales en el orden internacional, se impulsó una política de ratificación de trata-dos internacionales sobre derechos huma-

nos, entre ellos el Pacto de San José de Cos-ta Rica

Las limitaciones que enfrentan los or-

denamientos jurídicos nacionales para garan-tizar la vigencia de los derechos humanos básicos han llevado a la celebración de con-venios internacionales que definen estos dere-chos, establecen sanciones externas para quienes atenten contra ellos, así como regio-nales para juzgarlas denuncias recibidas y procedimientos de fiscalización.

Por tal motivo, con miras al reconoci-miento de los derechos fundamentales en el orden internacional, se impulsó una política de ratificación de tratados internacionales sobre derechos humanos, entre ellos el Pacto de San José de Costa Rica, estableciendo la jurisdicción obligatoria de sus dos órganos: la Comisión y la Corte Interamericana de Dere-chos Humanos; la Convención de Represión del Apartheid, la Convención Internacional sobre la Tortura y la Convención Internacio-nal sobre toda forma de discriminación de la Mujer.

El gobierno enfocó el tema del castigo bus-cando minimizar los futuros costos sociales resultantes de una adscripción de responsa-bilidades excesivamente amplia. Así, debió compatibilizar la necesidad de abolir la im-

punidad de los más terribles crímenes y abu-sos que podrían alentar futuras violaciones con el hecho de que los procesamientos no

provocasen consecuencias riesgosas para la preservación del sistema democrático, lo que constituye la principal garantía para la re-construcción de una conciencia colectiva

consustanciada con la vigencia de los dere-chos humanos. Esto hizo necesario, estable-

cer limitaciones tanto en la distinción de categorías entre los responsables como en la

duración de los procesos.

La dimensión retrospectiva Junto con la proyección y ejecución de

esta política de prevención a las violaciones de los derechos humanos, y con el objeto de restablecer las normas básicas de la moral pública centradas en los derechos de la perso-na y de asegurar la formación de una concien-cia social que condenara las horribles viola-ciones perpetradas en el pasado, se requería una profunda investigación tendiente al escla-recimiento de lo ocurrido, y a la atribución de responsabilidades.

Con este propósito, se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Perso-nas, integrada por destacadas personalidades de la vida nacional y comprometidas con el respeto irrestricto de los derechos humanos. Esta Comisión, conocida como CONADEP, realizó una tarea invalorable, recibiendo miles de denuncias y testimonios, inspeccionando lugares y establecimientos, elevando sus ac-tuaciones a la justicia y redactando un exhaus-tivo informe que fue publicado con el título de “Nunca más”.

Pero la investigación de los hechos del pasado no era suficiente para fortalecer la conciencia colectiva en su repudio a la ajuri-cidad, la arbitrariedad y la violencia. También los distintos poderes del Estado consideraron necesario juzgar, y eventualmente castigar, a los responsables de los principales hechos atentatorios contra la dignidad humana, cual-

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quiera fuera la motivación ideológica de esos atentados y el empleo o no del aparato estatal para llevarlos a cabo. Ello no implicaba adop-tar una concepción absolutista en materia de las sanciones a aplicar.

El gobierno enfocó el tema del castigo buscando minimizar los futuros costos socia-les resultantes de una adscripción de respon-sabilidades excesivamente amplia. Así, debió compatibilizar la necesidad de abolir la impu-nidad de los más terribles crímenes y abusos que podrían alentar futuras violaciones con el hecho de que los procesamientos no provoca-sen consecuencias riesgosas para la preserva-ción del sistema democrático, lo que constitu-ye la principal garantía para la reconstrucción de una conciencia colectiva consustanciada con la vigencia de los derechos humanos. Es-to hizo necesario, establecer limitaciones tan-to en la distinción de categorías entre los res-ponsables como en la duración de los proce-sos.

Es importante recordar que este planteo fue expuesto con claridad al electorado y recibió

un apoyo mayoritario, frente a propuestas alternativas de no hacer distinción alguna

entre quienes participaron en la represión o de aceptar lisa y llanamente que no era jurí-dicamente posible promover la persecución penal, en razón de la Ley de Autoamnistía,

que el régimen militar había dictado. Con respecto a las responsabilidades

por los actos ilícitos cometidos desde el apa-rato estatal en la represión del terrorismo, se intentó distinguir entre quienes idearon la metodología represiva y dieron las órdenes para ponerla en funcionamiento; quienes, en cumplimiento o no de tales órdenes, descono-cieron en forma conciente y deliberada los principios éticos más elementales y las nor-mas jurídicas vigentes y quienes, actuando en un clima de confusión y presión, cumplieron órdenes que pudieron suponer legítimas.

Se consideró que aquellos que integra-ban las dos primeras categorías debían ser juzgados, y de ser hallados responsables, con-denados. En cambio, quienes integraban la tercera categoría, desde el punto de vista le-gal, eran pasibles de ampararse en la aplica-

ción de la causal de obediencia debida, y, desde el punto de vista social, debían tener una nueva oportunidad de servir con una con-ducta ética y democrática a la sociedad. Es importante recordar que este planteo fue ex-puesto con claridad al electorado y recibió un apoyo mayoritario, frente a propuestas alter-nativas de no hacer distinción alguna entre quienes participaron en la represión o de aceptar lisa y llanamente que no era jurídica-mente posible promover la persecución penal, en razón de la Ley de Autoamnistía, que el régimen militar había dictado.

Esta ley constituía un obstáculo jurídi-co, aunque no insalvable, para ejecutar la po-lítica del gobierno en esta materia. Por inicia-tiva del Poder Ejecutivo, la primera ley san-cionada por el Congreso con el voto de la inmensa mayoría de sus integrantes anuló la Ley de Autoamnistía por violar el artículos 16 y 29 de la Constitución, que consagran la igualdad ante la ley prohíben facultades ex-traordinarias (lo que ocurría al impedirse la acción de la justicia) y por ser una ley de facto sin validez de origen y con un contenido ini-cuo.

De este modo, se rompió también por primera vez en el país con la práctica delez-nable de adscribir legitimidad irrestricta a las leyes de facto, estableciéndose el principio de que tales leyes, por carecer de validez de ori-gen, no son normas del sistema jurídico cuan-do su contenido es aberrante. La Corte Su-prema en fallos sucesivos como “Aramayo” y “Dufourq” coincidió con este enfoque.

Una vez superado este obstáculo, y con el propósito de salvar ciertas indeterminacio-nes jurídicas sobre el juzgamiento de las vio-laciones a los derechos humanos entre el có-digo de Justicia Militar vigente y los princi-pios básicos de nuestro ordenamiento jurídi-co, se sancionó la Ley de Reforma al Código de Justicia Militar, también con un amplio apoyo de los diversos partidos.

La amplia competencia de los tribunales militares sobre los hechos ilícitos cometidos por personal militar, su naturaleza administra-tiva dependiente del Presidente, a quien le está prohibido juzgar y aplicar penas, y el carácter definitivo, (esto es, no apelable ante la justicia ordinaria), de las sentencias de los

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tribunales militares, hacían sumamente dudo-sa la constitucionalidad de esta jurisdicción. Por otra parte, la modificación retroactiva de la jurisdicción establecida, podía ser conside-rada violatoria del artículo 18 de la Constitu-ción, que prohíbe que un individuo sea some-tido a jueces distintos de aquellos designados por la ley antes de producirse el hecho de la causa.

Frente a este conflicto se optó por una solución que satisficiese los dos principios constitucionales, admitiendo en primera ins-tancia la intervención de los tribunales milita-res en relación con los hechos que se hubieren cometido en el pasado vinculados con actos de servicio o en lugares sujetos a jurisdicción militar, pero se previo un recurso de apelación ante tribunales judiciales -las Cámaras Fede-rales- con carácter obligatorio para los fisca-les. También se previo la posibilidad de que los tribunales judiciales se abocasen directa-mente al conocimiento de aquellas causas en que se detectaran demoras o irregularidades en el trámite imprimido por los jueces milita-res. La reforma del Código de Justicia Militar también procuró ampliar las garantías de de-fensa de los procesados, muy menguadas en la regulación vigente, lo que hizo establecien-do un procedimiento sumamente avanzado.

Otra de las indeterminaciones jurídicas que fue necesario aclarar es el concepto de obediencia debida como causal de justifica-ción o excusa. En principio, el Código Penal y el Código de Justicia Militar parecen dar un alcance amplio a la obediencia debida. Sin embargo, la interpretación mayoritaria de jue-ces y doctrinarios sostiene que dicha causal no es autónoma, sino que su admisión como causal de justificación o excusa, depende de la presencia de otras concausas, en particular la coacción y el error. Con el propósito de diri-mir este conflicto interpretativo se estableció que si los delitos habían sido cometidos en cumplimiento de órdenes, se presumía -admitiéndose prueba en contrario- que el suje-to obró con error sobre la legitimidad de la orden, salvo que tuviera capacidad de deci-sión o el hecho imputable fuese atroz o abe-rrante.

Una vez definido el marco jurídico -cuya constitucionalidad fue luego convalidada

en diferentes instancias judiciales hasta llegar a la Corte Suprema- se iniciaron una serie de procesos a diferentes responsables del terro-rismo originado tanto por los grupos seudore-volucionarios como por los que detentaron el monopolio del aparato estatal.

Se estableció que si los delitos habían

sido cometidos en cumplimiento de órdenes, se presumía -admitiéndose prueba en con-trario- que el sujeto obró con error sobre la legitimidad de la orden, salvo que tuviera

capacidad de decisión o el hecho imputable fuese atroz o aberrante.

El gobierno impulsó los procesos más

importantes a través de la sanción de decretos que dispusieron el procesamiento de los miembros de las tres primeras Juntas Milita-res, los más altos oficiales y los principales jefes de los grupos terroristas. Otros procesos se iniciaron por denuncias de los damnifica-dos o de la Comisión Nacional de Desapari-ción de Personas y por iniciativa de los agen-tes fiscales.

Los límites previstos inicialmente se desvirtuaron por la intervención de agentes independientes que actuaron de acuerdo con las reglas del propio juego democrático. La diferenciación en categorías de los sujetos responsables se desdibujó por la modificación que introdujo el Senado a la regulación de la obediencia debida, que preveía el proyecto originario. Esa modificación introdujo una excepción expresa a la presunción de error sobre la legitimidad de las órdenes cuando se trataba de hechos atroces o aberrantes, lo que abrió una ancha brecha para una prosecución penal más amplia que la que intentaba impul-sar el gobierno. La limitación de la extensión temporal de los procesos fue desvirtuada por la demora o negativa de los tribunales milita-res de juzgar los hechos sometidos a su juris-dicción.

El gobierno procuró reencauzar los pro-cesos de acuerdo con los límites expuestos, impulsando la Ley de Punto Final, por la cual se declaraba la prescripción de la acción penal por los actos terroristas si no se citaba a pres-tar declaración indagatoria o se dictaba auto de prisión preventiva en un plazo de sesenta

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días a los sujetos imputados, salvo que estu-vieren prófugos o se tratare del delito de alte-ración del estado civil.

Sin embargo, la ley de punto final pro-vocó una hiperactividad de los tribunales. Estos involucraron a un número mayor de militares supuestamente implicados, generan-do una intranquilidad creciente en algunos sectores de las Fuerzas Armadas.

Ello fue seguido por la rebelión de Se-mana Santa de 1987. El gobierno esperaba por ese entonces una definición de los tribu-nales sobre los alcances de la obediencia de-bida. Al no obtenerse esa definición, y según lo declarado reiteradamente por el Dr. Alfon-sín, sin que haya habido ninguna anticipación durante esa rebelión, se remitió al Congreso el proyecto de ley sobre obediencia debida, pos-teriormente sancionado. Este tuvo por objeto, una vez mas, el restablecimiento de los lími-tes previstos desde un principio en materia de juzgamiento por violaciones a los derechos humanos. De cualquier modo fue desafortu-nado que la política de necesaria limitación de la persecución penal debiera hacerse a través de ese instrumento legal, ya que, desde los juicios de Nuremberg, es un principio acepta-do por la conciencia moral, y la teoría y prác-tica penales de los países civilizados que la obediencia a ordenes no es ciega y no justifica o excusa actos que violentan flagrantemente la dignidad de la persona humana.

El gobierno procuró reencauzar los procesos de acuerdo con los límites expuestos, impul-sando la Ley de Punto Final, por la cual se declaraba la prescripción de la acción penal

por los actos terroristas si no se citaba a pres-tar declaración indagatoria o se dictaba auto de prisión preventiva en un plazo de sesenta

días a los sujetos imputados, salvo que estuvie-ren prófugos o se tratare del delito de altera-

ción del estado civil.

El gobierno y el Congreso lo considera-ron sin embargo un mal necesario, frente a la indeseable generalidad de la amnistía y el carácter inconstitucional del indulto presiden-cial a procesados. Aquellos que critican las iniciativas para limitar el juzgamiento y even-tual condena de los responsables adoptan una concepción absolutamente retributivista de la

pena.

La legitimidad moral de medidas como la del llamado “punto final” o de “la obediencia

debida” dependerá, en definitiva, de que sus consecuencias sean socialmente beneficiosas en términos de maximización de autonomía.

Esta concepción supone que todo delito

cometido es merecedor de reproche y que la reacción adecuada es la aplicación de un mal de igual entidad al causado por el agente. Es un imperativo categórico condenar al respon-sable de cualquier delito y es absolutamente irrelevante considerar cualquier clase de con-secuencias que deriven de esta punición, ya que la injusticia cometida no puede ser com-pensada por ningún otro beneficio social. Esta concepción de la pena es difícil de justificar desde un punto de vista racional y de compa-tibilizar con principios de moralidad social.

He sostenido en otro lugar (3) que las prácticas punitivas se justifican moral-mente bajo el principio de protección prudencial de la sociedad. La pena sólo cumplirá su ob-jetivo si se puede demostrar que su aplicación es un medio necesario, efectivo y económico para prevenir mayores perjuicios para el con-junto social. Esta exigencia deriva del princi-pio de autonomía, que por un lado prescribe maximizar la autonomía global de que se goza en una sociedad, y por el otro, prohíbe tomar en cuenta en la acción estatal la autodegrada-ción moral del agente (como inevitablemente debe hacer el retributivismo). Pero para no infringir el principio de inviolabilidad de la persona, el principio anterior debe comple-mentarse con un principio de distribución de penas fundado en la asunción voluntaria de responsabilidad penal por parte del desti-natario de la pena. Esa asunción se realiza con la comisión voluntaria de un cierto acto sa-biendo que ella acarrea la responsabilidad penal.

En el caso de los actos terroristas que son objeto de discusión, no hay duda que la última condición se daba cuando los agentes no estaban constreñidos por circunstancias que alteraban su discernimiento y voluntad, ya que las normas en vigencia al momento de cometerse los hechos les adscribían la corres-

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pondiente responsabilidad. La conciencia de que ella era una consecuencia normativa de esos actos se mostraba entre otras cosas, co-mo opinaron los tribunales, por la clandestini-dad con que se procedió. El problema se plan-tea en relación a la primera condición. Si bien la necesidad general del castigo de algunos hechos estaba fundada por la exigencia de fortalecer una conciencia moral de adhesión a los derechos fundamentales que fuera su prin-cipal baluarte de protección futura, sería irra-cional imponer un castigo cuando las conse-cuencias de esa imposición, lejos de prevenir futuros delitos, podrían promoverlos o causar perjuicios sociales mayores que los que ha causado el propio delito. Cuando esta discu-sión se aplica al caso que aquí tratamos, la legitimidad moral de medidas como la del llamado “punto final” o de “la obediencia debida” dependerá, en definitiva, de que sus consecuencias sean socialmente beneficiosas en términos de maximización de autonomía.

Tanto la revelación de la verdad por medios fidedignos como la condena moral sirven, al igual que la imposición de penas, para que

se internalice a través de la reflexión pública cuales son los límites de las conductas que la

sociedad está dispuesta a aceptar.

Las consecuencias sociales de tales po-líticas punitivas y contrapunitivas no son fáci-les de medir. Entre los efectos beneficiosos de los avances punitivos se señala la disuasión de la comisión de futuros delitos, el esclareci-miento de los hechos en los procesos judicia-les y la consiguiente condena social que a su vez tiene efectos preventivos, la promoción generalizada de la conciencia de legalidad y de que todos los individuos, sin distinción alguna, están sujetos a la ley. Los efectos per-niciosos de una política punitiva son la pro-moción de actitudes de hostilidad frente a grupos sociales, principalmente el militar, las que a su vez provocan reacciones de aisla-miento de tales grupos, con el consiguiente peligro para la preservación del sistema de-mocrático.

La formación de una conciencia mo-

ral sobre los derechos fundamentales. La pena es, en última instancia, un ins-

trumento, no el único ni el más importante, de formación de la conciencia moral colectiva. Tanto la revelación de la verdad por medios fidedignos como la condena moral sirven, al igual que la imposición de penas, para que se internalice a través de la reflexión pública cuales son los límites de las conductas que la sociedad está dispuesta a aceptar.

En el caso de los derechos humanos no hay garantía más segura de protección que una conciencia moral individual y colectiva en defensa de la dignidad de la persona humana. Las leyes nacionales y los tratados internacionales son valiosos instrumentos de protección de tales derechos, sobre todo en cuanto pueden servir para promover esa con-ciencia, pero no pueden reemplazarla como garantía última.

Es difícil determinar cómo se gesta el proceso de deterioro de esa conciencia colec-tiva de respeto por los derechos humanos y cuales son las condiciones para su recreación. Quizás la pérdida de respeto por la dignidad del hombre tenga como causa la adhesión a concepciones que parten de la existencia de ciertas entidades supraindividuales, cuyo pro-greso justifica la negación de si mismo y el desconocimiento de derechos elementales del ser humano. Lo cierto es que, por incompren-sible que resulte, hay un estado de deterioro en la conciencia moral que lleva a ciertos in-dividuos a concebir al otro como cosas o ins-trumentos susceptibles de ser manipulados, denigrados o incluso destruidos en beneficio de sus propios fines o de los fines superiores de la entidad supraindividual de la que el su-jeto se constituye en intérprete.

Así, bajo el influjo de una concepción holista, hay quienes consideran que el uso de instrumentos ilegítimos, como la tortura, cuando se procura alcanzar un fin legítimo, como la preservación de vidas humanas, es admisible. Esta concepción desconoce absolu-tamente el valor de la dignidad humana. Un medio ilegítimo niega y destruye la legitimi-dad que contiene el fin último.

En la Argentina, el deterioro de la concien-

cia moral se puso de manifiesto tanto en quienes sostuvieron falazmente que la gue-rrilla era un movimiento de jóvenes idealis-

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tas que combatían por causas nobles frente a intereses imperialistas, como en quienes

concibieron el secuestro, la tortura y la eje-cución clandestina como formas de guerra

legítima en defensa de los intereses superio-res de la Patria puestos en peligro por otro

imperialismo.

También incide en el deterioro de la conciencia moral un elitismo epistemológico en materia moral que induce a algunos indivi-duos a creer que ellos tienen un acceso privi-legiado a pautas de justicia y bien personal, sin admitir que, en materia intersubjetiva el método más confiable para arribar a solucio-nes imparciales es el de la discusión y deci-sión democrática de todos los interesados y que, en materia de bien personal, sólo la deci-sión libre de cada individuo puede realizar un ideal de excelencia humana.

En la Argentina, el deterioro de la con-ciencia moral se puso de manifiesto tanto en quienes sostuvieron falazmente que la guerri-lla era un movimiento de jóvenes idealistas que combatían por causas nobles frente a in-tereses imperialistas, como en quienes conci-bieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina como formas de guerra legítima en defensa de los intereses superiores de la Patria puestos en peligro por otro imperialis-mo. Unos y otros contaron con incitadores, apologistas e indiferentes que tal vez se es-candalizaban cuando la víctima era de un sec-tor pero se resignaban y quizás hasta se ale-graban cuando era del otro. No se trata de aceptar la “teoría de los dos demonios”, ya que ni uno ni otro grupo eran “demonios” -como sus enemigos los conciben descalifi-cando su esencia humana- sino simples viola-dores de la ley y de los principios morales más elementales. Un lenguaje deliberadamen-te ambiguo y equívoco fue desarrollado para confundir la realidad: por ejemplo, cuando se estaba juzgando las atrocidades cometidas en cámaras de tortura se simulaba que se cues-tionaban los enfrentamientos armados legíti-mos que las instituciones militares sostuvie-ron contra los grupos subversivos.

En definitiva, es en función de esos efectos para fortalecer la conciencia moral de respeto hacia los derechos fundamentales que

hay que juzgar las medidas adoptadas en la primera etapa de la transición, tanto para pro-teger los derechos humanos en el futuro y penar los más graves abusos pasados como para limitar esta punición. Es esta considera-ción lo que permite distinguir radicalmente esa política, aún en sus aspectos limitativos, de la adoptada en la segunda etapa de la tran-sición, especialmente expresada en los recien-tes indultos.

El indulto a un condenado implica una me-dida cuasi administrativa referente a la eje-cución penal; en cambio, el que se refiere a un procesado presupone sustituir a un juez

en la investigación y juzgamiento de los hechos.

Además del socavamiento del estado de

derecho que se produce cuando se indulta a quienes fueron condenados por los propios tribunales militares por su comportamiento temerario en la conducción de la guerra de las Malvinas y a quienes se rebelaron contra el orden constitucional, el indulto a los procesa-dos por violaciones a los derechos humanos merece serios reparos constitucionales. Nues-tra Constitución Nacional dispone en el artí-culo 95 que el Presidente de la República no puede arrogarse el conocimiento de las causas pendientes. No parece posible hacer compati-ble esta prohibición constitucional con la de cancelar la prosecución penal de los procesa-dos. El indulto a un condenado implica una medida cuasi administrativa referente a la ejecución penal; en cambio, el que se refiere a un procesado presupone sustituir a un juez en la investigación y juzgamiento de los hechos. Esto ha impedido que la sociedad, e incluso los propios interesados en el proceso, cono-ciesen la verdad de los hechos ocurridos. Por algo nuestra Constitución difiere, en el art. 86 inc. 6, de la fórmula empleada por la Consti-tución Norteamericana, ya que refiere tanto el indulto como la conmutación a las penas por delitos federales. Por otra parte, el indulto debe comprender casos particulares y no toda una categoría de sujetos determinados o de-terminables. La propia Constitución prevé para esta segunda hipótesis un instrumento distinto, que es la ley de amnistía.

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Pero la razón fundamental por la cual los indultos dictados por el Presidente de la República son objetables es su repercusión en la conciencia moral de la sociedad y en las actitudes de quienes han delinquido o preten-dan hacerlo contra el orden democrático o el respeto irrestricto de los derechos humanos. Ya no se trata de limitar las penas con el firme propósito de preservar los valores y el sistema democrático, evitando a la sociedad un mal mayor que la no punición de ciertos hechos delictivos, y procurando conservar en la con-ciencia colectiva el disvalor de los hechos cometidos, aún cuando los responsables no hubieren sido sancionados. Pareciera que se intenta minimizar los hechos que motivan los procesos objeto del indulto como “desencuen-tros” entre sectores antagónicos de la sociedad que deben ser reconciliados. Sin embargo la inmensa mayoría de la sociedad representada por los partidos políticos que apoyaron el es-clarecimiento de la verdad y el juzgamiento de los responsables no estuvo inspirada por el resentimiento o espíritu de venganza ni por un juicio complaciente, sino por el firme propósi-to de afianzar la vigencia de los principios éticos que constituyen el fundamento del Es-tado de Derecho y del sistema democrático. Por el contrario, los indultos presidenciales no han tenido por objetivo explicitado contribuir a la reconstrucción de una conciencia moral colectiva y preservar, a su vez, a la sociedad de un perjuicio aún mayor que el que causare la propia impunidad de los hechos cometidos.

La razón fundamental por la cual los

indultos dictados por el Presidente de la Re-pública son objetables es su repercusión en la conciencia moral de la sociedad y en las actitudes de quienes han delinquido o pre-

tendan hacerlo contra el orden democrático o el respeto irrestricto de los derechos

humanos. Se ha creado un clima de inseguridad e

impunidad y se ha propiciado la idea de que los crímenes con motivaciones políticas serán, a lo sumo, juzgados, pero nunca condenados.

No obstante, y a pesar de la gravedad de las consecuencias, estoy convencido de que en la sociedad argentina se han internalizado

en forma definitiva el diálogo y la reflexión como instrumentos de una convivencia políti-ca, caracterizados por el pluralismo de los actores que en ella intervienen. Este instru-mento ha permitido el proceso de reconstruc-ción de esa conciencia moral colectiva que constituye, más allá de los aciertos o desacier-tos de los gobernantes, el principal custodio del respeto a la autonomía, dignidad e invio-labilidad de la persona humana. PYC

Notas: * En la preparación de este artículo he contado

con la invalorable colaboración de Marcela V. Rodrí-guez y Carlos F. Balbín.

1) He explicitado estos principios -la autonomía, la inviolabilidad y la dignidad de la persona en el libro Ética y Derechos Humanos, Bs. As., Astrea, 1989 (publicado también en Barcelona por Ariel, y próximo a parecer en versión inglesa en edición de la Oxford University Press).

2) Ver un lúcido desarrollo histórico de la pro-pagación de estas ideas en nuestro país en Romero, J.L., Las ideas políticas en la Argentina, Bs.As. Fondo de Cultura Económica, 1987.

3) Ver Los límites de la responsabilidad penal.

MAYO / JUNIO DE 1990 143 PROPUESTA Y CONTROL