la plaza antigua y entraÑable

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DÍA a prensa del domingo É5DDDJ|BH¡|a||t . nnnlFnyJlT^iHfcci'ihnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn-1! ^nnnrm-inm BT nnnglPgj^iriyinrgnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn-i 3nDDaHHBoLHBBLiDaflDDflDcHBPDDaPDDaDDaDODaDDaDaDDaDODaaGaaaDDaDaDD3 DDDaaaDDDDDannDanDan La plaza antigua y entrañable S ANTA CRUZ —todas las ciudades, villas y pueblos de Tenerife— tienen y bien mantienen plazas en las que todo ríe de luz e ilusión. Las plazas todas tocan con su sombra fres- ca y verde nuestros corazones y, con dolencia de melancolía —con peso de mar y tierra en el corazón— volvemos a la niñez y pequenez, a los muertos instan- tes en que fuimos felices, a cuan- do en nuestras almas guardába- mos todo un eco de estrellas. Ahora, cuando buscamos den- tro del corazón nuestro recuer- do, bien comprendemos que al- gunas de aquellas estrellas aún las llevamos clavadas en el pe- cho, pero otras —muchas otras— se apagaron en el agua del silen- cio. La antigua imagen de la plaza de Weyler nos llega con todo el aroma sereno de la tierra moja- da, con toda la bondad del trigo que duerme en el pan. Es de cuando se vivía con lealtad, de cuando la casi soledad era pura, de cuando la ciudad escruchaba nuestro silencio. Con la imagen, ráfagas de ni- ñez, ausencias que nos hieren y duelen y las calles regadas del hombre, el alma cerrada; pero, al cabo de los años, volvemos a la búsqueda de un poco de fe, una veta de esperanza, un resqui- cio de caridad. En su «Historia de Santa Cruz», donde Alejandro Ciora- nescu escribió —mucho y bien— sobre las plazas de la ciudad que, en el transcurso del tiempo, supo —sabe— buscar la sombra grata en los terrenos en los que, años antes, se alzaba palpitando un aire dulce y verde de cosechas. Sobre la plaza de Weyler —nuestra entrañable plaza de Weyler— don Alejandro escri- bió: «La plaza de Weyler forma, con su zona ajardinada, una isla en medio de los cuatro ríos de coches que corren por sus lados. En este caso, sin embargo, isla no significa aislamiento. Es un simple respiro, un espacio abier- to en medio de los agobios coti- dianos. Por lo demás, la plaza está demasiado en la calle y vi- ceversa. Antes, cuando la circu- lación menos intensa no impri- mía a la vida urbana el sentido de urgencia que domina hoy, la plaza gozaba de paz, pero la tre- pidación y la prisa del entorno laestán despersonalizando. Las casasde muchos pisos que la ro- dean ahora han contribuido por su parte a transformar un espa- cio familiar y sosegado en un hormiguero». En la imagen, la plaza de Wey- ler en un antaño reciente. Ahí, el espacio familiar, el sosiego de otros tiempos, la gracia de los jardines tranquilos —taxis de los años idos y nunca olvidados— y, en lo alto, el sol que, como un arcángel de oro, blande su espa- da sobre los laureles de Indias. Como bien escribió don Ale- jandro Ciorasnescu, la plaza de Weyler ha crecido a partir de una vocación de encrucijada. «Por allí bajaba —dice— el camino de La Laguna, razón por la cual las ordenanzas municipales de 1852 designan este espacio como uno de los dos lugares en que se per- mite descansar y dar de comer al ganado y a las caballerías. Este solar pertenecía al ramo mi- litar, por haber sido comprado para el Hospital Militar que se había edificado en su lado pues- to. Se utilizaba ocasionalmente para ejercicios e instrucción de las milicias; su frecuentación era en realidad casi nula, puesto que era «casi el término de la pobla- ción», y también por la escabro- sidad de su terreno, que se ha re- llenado parcialmente con «entu- llo» a mediados del siglo XIX». A la sombra verde y fresca de los laureles de Indias, la fuente de mármol, esculpida por Achi- lle Canessaen su taller de Geno- va entre los años de 1897 y 1899, llora un llanto trémulo, casi eter- no. Fue encargada por don Pe- dro Schwartz y Matos en su épo- ca de alcalde de la ciudad y, con su gracia y elegancia, desde en- tonces preside, siempre nueva luz de llama nueva, el desarro- llo de aquella amplia zona de Santa Cruz. En la imagen, y a la viva ale- gría del sol, una plaza —una ciudad— como de ojos azules, como un relámpago de espuma verde. En la imagen, la calma que en invisible lluvia caía del cilo y en insensible vapor subía de la tierra; era el ambiente ínti- mo del momento, calma profun- da hecha ámbito sustancial. LOS PRIMEROS TIEMPOS Los orígenes de la actual y en- trañable plaza de Weyler datan de cuando, en 1874, el Ayunta- miento de Santa Cruz solicitó permiso del capitán general de Canarias para plantar árboles en la explanada, permiso que fue concedido con la advertencia de que el terreno continuaría perte- neciendo al ramo militar. Un año más tarde se iniciaron las primeras edificaciones en aquella zona y, por lo que a la plaza respecta, en 1878 ya esta- ba lista la urbanización. «La pla- za —escribió el señor Cioranes- cu— se arregló superficialmen- te, igualándose su solar y trazán- dose las cuatro calles que la cie- rran. El Ayuntamiento le dio el nombre del capitán general, a quien se debía la construcción del palacio y, de rebote, el inte- rés por la plaza. Al año siguien- te la plaza pasó a ser propiedad municipal mediante una permu- ta autorizada por el ministerio de la Guerra, con un solar al prin- cipio de la calle de Jesús y Ma- ría, que sirvió para ensanche de los edificios de Capitanía Gene- ral». Hoy, como siempre, la plaza centenaria tiene y bien mantie- ne música en los árboles y en ella todo el aire está lleno de sonri- sas. En toda ella, aromas moja- dos de flores y, en todos los co- razones, las dulces evocaciones del tiempo que fue. Nuestros recuerdos —nuestros propósitos, nuestros dolores y nuestras alegrías— caminan por los espacios, por los amplios y largos senderos del espacio y el tiempo. En la imagen, una clara estampa de la ciudad en los años en que se marchaba y vivía con facilidad y felicidad; una estam- pa que bien nos indica que todo se recoge y, así, suma un nudo más al hilo de la vida. Ahí está la gracia sencilla y evocadora de los antiguos taxis de Santa Cruz de Tenerife. Y es lástima que no quedase refleja- da la estampa de los viejos tran- vías, aquellos que, pintados de blanco y azul —los destinados a carga iban de gris— ponían su ir y venir constante desde Santa Cruz a La Laguna y, previo tras- bordo, hasta Tacoronte. Años pasaron y reformas vi- nieron. Se cambió el trazado de la plaza ysus jardines; también perdió los muros de piedra pero —como antes— la vieja fuente canta y encanta con sus murmu- llo, con su belleza de mármol blanco. La plaza de Weyler añora, des- de hace muchos años, a los tran- vís que trinabanpor las esquinas, el viejo adoquinado de las vías que la circundan, el calor y co- lor que en ella bullía, calor y co- lor que de todos los puntos de la Isla llegaba y allí se daban cita. En años idos —como ahora, como siempre— la plaza de Weyler estaba bendecida por la sonrisa del sol. En la plaza de paz tranqui- la, siempre un susurro verde de primavera, largas horas escondidas en el silencio y luz intacta —luz casi sonora, fresca y pura— dorada en medio del tiempo que envejece Todo esto nos llega en evoca- ciones profundas y fecundas, de las que vienen envueltas en poe- sía viva, en toda nuestra niñez y pequenez. Allí estaba, —está— el buen corazón de la ciudad. Des- de esta plaza —desde estas ca- lles, desde estas piedras, desde esta luz gastada que refleja la imagen— sentimos el paso de los años, sentimos aquel reloj cuyo sonido es la voz de nuestras vi- das. Hace unos años —relativa- mente pocos años— volvió a ser actualidad aquella zona cercana que, a mediados del pasado si- glo, fiíe rellenada con «entullo». Con motivo de la colocación de la nueva red de agua y las obras de asfaltado, salieron a la luz va- rios cañonesa que, muy deterio- rados, se encontraban enterrados y mezclados con otros restos me- tálicos. De tales piezas de arti- llería, sólo se aprovecharon las que, más tarde, se colocaron en los jardines que adornan la cen- tenaria fuente de Santo Do- mingo. Aquellos eran cañones del tiempo del romanticismo y de la retórica; hoy sonríen bonachona- mente por sus negras bocas y to- man aire condescendiente de hu- millado poderío, de domestica- da importancia. Por la plaza de Weyler, todo nuestro sentir y nuestro querer. De nuevo nuestros pasos suenan en las sendas en que, hoy, nues- tros nietos ponen el mismo bu- llicio, la misma infantil alegría que nosotros pusimos en años que ya no son. Y son precisa- mente estos años idos los que, plenos de recuerdos fecundos en evocaciones, vuelven a nuestras mentes cuando recorremos los viejos y añorados senderos de la no menos vieja y añorada plaza. En la plaza de Weyler —so- segada y, por paradoja, llena de alegre bullicio— parece sentimos la invitación, la tentación del diá- logo inútil y el paseo con un ami- go que no tenga prisa. Allí, nie- blas de historia, recuerdos de co- sas que pasaron antes de que no- sotros ftiésemos llamados a la vida. Allí, evocaciones que nos sacan la niñez a flor de alma, que nos vuelven al alma blanca y fresca de la infancia. En la plaza, y bajo el verde de los laureles de Indias —los de la sombra fresca— sentimos como un repliegue del espíritu hacia dentro de sí mismo, como una sumersión en las simas de nues- tra memoria confinantes ya en el olvido. Allí, siempre el recuer- do de un recuerdo y, también siempre, la fuente melancólica que, con sus dedos de agua, can- ta y apunta a las estrellas. Bendecida por la sonrisa del sol —donde sentimos la tibieza del sol de la infancia— bien apre- ciamos la belleza, serenidad y realeza de la plaza y del cercano palacio de la Capitanía General de Canarias. En el antiguo edi- ficio de la Maestranza —que data de 1859— rojez de tejas y esta- llido de blanco en su estructura sencilla y plena de elegancia. Frente, los laureles echan en la luz su claro verde pero, de aquel pasado —carros de muías, tran- vías y pocos coches y camiones— quedan el olor y el temblor en la memoria. Brotando de entre los años —como si la nostalgia fuese una semilla— la plaza con olor a edad, la plaza en la que, siem- pre, todo ríe de luz e ilusión. Frente, la calle del Castillo pal- pitante de sueños, calle en bus- ca de la mar y, como decía don Víctor Zurita, en busca de su na- tural prolongación: el Muelle Sur. Cuando hemos alcanzado el punto donde comienzan las nos- talgias, la plaza de Weyler toca nuestros corazones con su luz profunda. Hoy, los recuerdos lle- gan a nosotros como una brisa que humildemente se deshace contra nuestros ojos. Sentimos, hondo, el río de los añosa y una dulzura —también honda— en el corazón del corazón. En la pla- za de Weyler, almas adormecidas en grato olvido y, con la espon- tánea sucesión de los días, las cosas y personas que tienen el arte de la vida diaria, toda la poesía sencilla —y profundamen- te humana— de lo cotidiano. En la plaza de paz tranquila, siempre un susurro verde de pri- mavera, largas horas escondidas en el silencio y luz intacta —casi sonora, fresca y pura— dorada en medio del tiempo que enve- jece. Bajo la grata arboleda nos vi- vimos, somos y seguimos, y, a su sombra leve y fresca, fabrica- mos sueños. Hoy, en la lluvia del sueño, vivimos la temblorosa pulsación de los viejos caminos, los frescos rumores de los días pasados y añorados. Santa Cruz de Tenerife —su historia— es un libro de recuer- dos y nostalgias. Los recuerdos corresponden a las vidas que he- mos ido viviendo y muriendo. Son tan irresistibles los impulsos de la conciencia que, al rememo- rar, logramos no ya volver a ser, pero prefigurarnos lo que fui- mos y lo que con nosotros fue. La evocación es un espejo en el que se reflejan imágenes, episo- dios y paisajes; es una resurrec- ción de todo lo muerto y de to- dos los muertos; gracias a ese milagro no hay anciano que lo sea de modo absoluto —y es que añorando se rejuvenece— ni so- ledad que por dilatada no se acompañe con la fuente cantora de los recuerdos. La imagen de la antigua plaza de Weyler bien nos dice con su elocuente y paradójica mudez que el ayer es un árbol de larga ramazón, árbol a cuya sombra nos tendemos a recordar. Sólo hemos vivido ayer, el ahora tie- ne desnudez de espera pero, de todas las cosas que hemos visto y vivido, a la plaza de Weyler queremos seguir viendo y vi- viendo. Juan A. Padrón Albornoz CÁMARA OFICIAL DE LA PROPIEDAD URBANA DE LA PROVINCIA DE SANTA CRUZ DE TENERIFE INFORMA A las Comunidades y Propietarios interesados en nuestros Servicios, que ha ampliado los equipos de informática y está en disposición de recibir nuevas administraciones. Y pone en conocimiento que los Servicios que presta esta Corporación son los siguientes: —Asesoría Jurídica. —Asesoría Comunidades y Arrendamiento. —Servicio de Fianzas. —Salón para reuniones de Comunidades de Propietarios. —Información sobre repercusión del índice de Precios de Consumo.

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy",

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Page 1: LA PLAZA ANTIGUA Y ENTRAÑABLE

DÍA a prensa del domingo

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La plaza antigua yentrañable

SANTA CRUZ —todas lasciudades, villas y pueblosde Tenerife— tienen y bien

mantienen plazas en las que todoríe de luz e ilusión. Las plazastodas tocan con su sombra fres-ca y verde nuestros corazonesy, con dolencia de melancolía—con peso de mar y tierra en elcorazón— volvemos a la niñez ypequenez, a los muertos instan-tes en que fuimos felices, a cuan-do en nuestras almas guardába-mos todo un eco de estrellas.

Ahora, cuando buscamos den-tro del corazón nuestro recuer-do, bien comprendemos que al-gunas de aquellas estrellas aúnlas llevamos clavadas en el pe-cho, pero otras —muchas otras—se apagaron en el agua del silen-cio.

La antigua imagen de la plazade Weyler nos llega con todo elaroma sereno de la tierra moja-da, con toda la bondad del trigoque duerme en el pan. Es decuando se vivía con lealtad, decuando la casi soledad era pura,de cuando la ciudad escruchabanuestro silencio.

Con la imagen, ráfagas de ni-ñez, ausencias que nos hieren yduelen y las calles regadas delhombre, el alma cerrada; pero,al cabo de los años, volvemos ala búsqueda de un poco de fe,una veta de esperanza, un resqui-cio de caridad.

En su «Historia de SantaCruz», donde Alejandro Ciora-nescu escribió —mucho y bien—sobre las plazas de la ciudad que,en el transcurso del tiempo, supo—sabe— buscar la sombra grataen los terrenos en los que, añosantes, se alzaba palpitando unaire dulce y verde de cosechas.

Sobre la plaza de Weyler—nuestra entrañable plaza deWeyler— don Alejandro escri-bió: «La plaza de Weyler forma,con su zona ajardinada, una islaen medio de los cuatro ríos decoches que corren por sus lados.En este caso, sin embargo, islano significa aislamiento. Es unsimple respiro, un espacio abier-to en medio de los agobios coti-dianos. Por lo demás, la plazaestá demasiado en la calle y vi-ceversa. Antes, cuando la circu-lación menos intensa no impri-mía a la vida urbana el sentidode urgencia que domina hoy, laplaza gozaba de paz, pero la tre-pidación y la prisa del entornolaestán despersonalizando. Lascasasde muchos pisos que la ro-dean ahora han contribuido porsu parte a transformar un espa-cio familiar y sosegado en unhormiguero».

En la imagen, la plaza de Wey-ler en un antaño reciente. Ahí,el espacio familiar, el sosiego deotros tiempos, la gracia de losjardines tranquilos —taxis de losaños idos y nunca olvidados— y,en lo alto, el sol que, como unarcángel de oro, blande su espa-da sobre los laureles de Indias.

Como bien escribió don Ale-jandro Ciorasnescu, la plaza deWeyler ha crecido a partir de unavocación de encrucijada. «Porallí bajaba —dice— el camino deLa Laguna, razón por la cual lasordenanzas municipales de 1852designan este espacio como unode los dos lugares en que se per-mite descansar y dar de comeral ganado y a las caballerías.Este solar pertenecía al ramo mi-litar, por haber sido compradopara el Hospital Militar que sehabía edificado en su lado pues-to. Se utilizaba ocasionalmentepara ejercicios e instrucción delas milicias; su frecuentación eraen realidad casi nula, puesto queera «casi el término de la pobla-ción», y también por la escabro-sidad de su terreno, que se ha re-llenado parcialmente con «entu-llo» a mediados del siglo XIX».

A la sombra verde y fresca delos laureles de Indias, la fuentede mármol, esculpida por Achi-lle Canessaen su taller de Geno-va entre los años de 1897 y 1899,llora un llanto trémulo, casi eter-no. Fue encargada por don Pe-dro Schwartz y Matos en su épo-ca de alcalde de la ciudad y, consu gracia y elegancia, desde en-tonces preside, siempre nuevaluz de llama nueva, el desarro-llo de aquella amplia zona deSanta Cruz.

En la imagen, y a la viva ale-gría del sol, una plaza —unaciudad— como de ojos azules,como un relámpago de espumaverde. En la imagen, la calmaque en invisible lluvia caía delcilo y en insensible vapor subíade la tierra; era el ambiente ínti-mo del momento, calma profun-da hecha ámbito sustancial.

LOS PRIMEROS TIEMPOS

Los orígenes de la actual y en-trañable plaza de Weyler datande cuando, en 1874, el Ayunta-miento de Santa Cruz solicitópermiso del capitán general deCanarias para plantar árboles enla explanada, permiso que fueconcedido con la advertencia deque el terreno continuaría perte-neciendo al ramo militar.

Un año más tarde se iniciaronlas primeras edificaciones enaquella zona y, por lo que a laplaza respecta, en 1878 ya esta-ba lista la urbanización. «La pla-za —escribió el señor Cioranes-cu— se arregló superficialmen-te, igualándose su solar y trazán-dose las cuatro calles que la cie-rran. El Ayuntamiento le dio elnombre del capitán general, aquien se debía la construccióndel palacio y, de rebote, el inte-rés por la plaza. Al año siguien-te la plaza pasó a ser propiedadmunicipal mediante una permu-ta autorizada por el ministerio dela Guerra, con un solar al prin-cipio de la calle de Jesús y Ma-ría, que sirvió para ensanche delos edificios de Capitanía Gene-ral».

Hoy, como siempre, la plazacentenaria tiene y bien mantie-ne música en los árboles y en ellatodo el aire está lleno de sonri-sas. En toda ella, aromas moja-dos de flores y, en todos los co-razones, las dulces evocacionesdel tiempo que fue.

Nuestros recuerdos —nuestrospropósitos, nuestros dolores ynuestras alegrías— caminan porlos espacios, por los amplios ylargos senderos del espacio y eltiempo. En la imagen, una claraestampa de la ciudad en los añosen que se marchaba y vivía confacilidad y felicidad; una estam-pa que bien nos indica que todose recoge y, así, suma un nudomás al hilo de la vida.

Ahí está la gracia sencilla yevocadora de los antiguos taxisde Santa Cruz de Tenerife. Y eslástima que no quedase refleja-da la estampa de los viejos tran-vías, aquellos que, pintados deblanco y azul —los destinados acarga iban de gris— ponían su iry venir constante desde SantaCruz a La Laguna y, previo tras-bordo, hasta Tacoronte.

Años pasaron y reformas vi-nieron. Se cambió el trazado dela plaza y sus jardines; tambiénperdió los muros de piedra pero—como antes— la vieja fuentecanta y encanta con sus murmu-llo, con su belleza de mármolblanco.

La plaza de Weyler añora, des-de hace muchos años, a los tran-vís que trinaban por las esquinas,el viejo adoquinado de las víasque la circundan, el calor y co-lor que en ella bullía, calor y co-lor que de todos los puntos de laIsla llegaba y allí se daban cita.

En años idos —como ahora, como siempre— la plaza de Weyler estaba bendecida por la sonrisa del sol. En la plaza de paz tranqui-la, siempre un susurro verde de primavera, largas horas escondidas en el silencio y luz intacta —luz casi sonora, fresca y pura—

dorada en medio del tiempo que envejece

Todo esto nos llega en evoca-ciones profundas y fecundas, delas que vienen envueltas en poe-sía viva, en toda nuestra niñez ypequenez. Allí estaba, —está— elbuen corazón de la ciudad. Des-de esta plaza —desde estas ca-lles, desde estas piedras, desdeesta luz gastada que refleja laimagen— sentimos el paso de losaños, sentimos aquel reloj cuyosonido es la voz de nuestras vi-das.

Hace unos años —relativa-mente pocos años— volvió a seractualidad aquella zona cercanaque, a mediados del pasado si-glo, fiíe rellenada con «entullo».Con motivo de la colocación dela nueva red de agua y las obrasde asfaltado, salieron a la luz va-rios cañonesa que, muy deterio-rados, se encontraban enterradosy mezclados con otros restos me-tálicos. De tales piezas de arti-llería, sólo se aprovecharon lasque, más tarde, se colocaron enlos jardines que adornan la cen-tenaria fuente de Santo Do-mingo.

Aquellos eran cañones deltiempo del romanticismo y de laretórica; hoy sonríen bonachona-mente por sus negras bocas y to-man aire condescendiente de hu-millado poderío, de domestica-da importancia.

Por la plaza de Weyler, todonuestro sentir y nuestro querer.De nuevo nuestros pasos suenanen las sendas en que, hoy, nues-tros nietos ponen el mismo bu-llicio, la misma infantil alegríaque nosotros pusimos en añosque ya no son. Y son precisa-mente estos años idos los que,plenos de recuerdos fecundos enevocaciones, vuelven a nuestrasmentes cuando recorremos losviejos y añorados senderos de lano menos vieja y añorada plaza.

En la plaza de Weyler —so-segada y, por paradoja, llena dealegre bullicio— parece sentimosla invitación, la tentación del diá-logo inútil y el paseo con un ami-go que no tenga prisa. Allí, nie-blas de historia, recuerdos de co-sas que pasaron antes de que no-sotros ftiésemos llamados a lavida. Allí, evocaciones que nossacan la niñez a flor de alma, quenos vuelven al alma blanca yfresca de la infancia.

En la plaza, y bajo el verde delos laureles de Indias —los de lasombra fresca— sentimos comoun repliegue del espíritu haciadentro de sí mismo, como unasumersión en las simas de nues-tra memoria confinantes ya en elolvido. Allí, siempre el recuer-do de un recuerdo y, tambiénsiempre, la fuente melancólica

que, con sus dedos de agua, can-ta y apunta a las estrellas.

Bendecida por la sonrisa delsol —donde sentimos la tibiezadel sol de la infancia— bien apre-ciamos la belleza, serenidad yrealeza de la plaza y del cercanopalacio de la Capitanía Generalde Canarias. En el antiguo edi-ficio de la Maestranza —que datade 1859— rojez de tejas y esta-llido de blanco en su estructurasencilla y plena de elegancia.Frente, los laureles echan en laluz su claro verde pero, de aquelpasado —carros de muías, tran-vías y pocos coches ycamiones— quedan el olor y eltemblor en la memoria.

Brotando de entre los años—como si la nostalgia fuese unasemilla— la plaza con olor aedad, la plaza en la que, siem-pre, todo ríe de luz e ilusión.Frente, la calle del Castillo pal-pitante de sueños, calle en bus-ca de la mar y, como decía donVíctor Zurita, en busca de su na-tural prolongación: el MuelleSur.

Cuando hemos alcanzado elpunto donde comienzan las nos-talgias, la plaza de Weyler toca

nuestros corazones con su luzprofunda. Hoy, los recuerdos lle-gan a nosotros como una brisaque humildemente se deshacecontra nuestros ojos. Sentimos,hondo, el río de los añosa y unadulzura —también honda— en elcorazón del corazón. En la pla-za de Weyler, almas adormecidasen grato olvido y, con la espon-tánea sucesión de los días, lascosas y personas que tienen elarte de la vida diaria, toda lapoesía sencilla —y profundamen-te humana— de lo cotidiano.

En la plaza de paz tranquila,siempre un susurro verde de pri-mavera, largas horas escondidasen el silencio y luz intacta —casisonora, fresca y pura— doradaen medio del tiempo que enve-jece.

Bajo la grata arboleda nos vi-vimos, somos y seguimos, y, asu sombra leve y fresca, fabrica-mos sueños. Hoy, en la lluvia delsueño, vivimos la temblorosapulsación de los viejos caminos,los frescos rumores de los díaspasados y añorados.

Santa Cruz de Tenerife —suhistoria— es un libro de recuer-dos y nostalgias. Los recuerdos

corresponden a las vidas que he-mos ido viviendo y muriendo.Son tan irresistibles los impulsosde la conciencia que, al rememo-rar, logramos no ya volver a ser,pero sí prefigurarnos lo que fui-mos y lo que con nosotros fue.La evocación es un espejo en elque se reflejan imágenes, episo-dios y paisajes; es una resurrec-ción de todo lo muerto y de to-dos los muertos; gracias a esemilagro no hay anciano que losea de modo absoluto —y es queañorando se rejuvenece— ni so-ledad que por dilatada no seacompañe con la fuente cantorade los recuerdos.

La imagen de la antigua plazade Weyler bien nos dice con suelocuente y paradójica mudezque el ayer es un árbol de largaramazón, árbol a cuya sombranos tendemos a recordar. Sólohemos vivido ayer, el ahora tie-ne desnudez de espera pero, detodas las cosas que hemos vistoy vivido, a la plaza de Weylerqueremos seguir viendo y vi-viendo.

Juan A.Padrón Albornoz

CÁMARA OFICIAL DE LAPROPIEDAD URBANA DE LAPROVINCIA DE SANTA CRUZ

DE TENERIFEINFORMA

A las Comunidades y Propietarios interesados ennuestros Servicios, que ha ampliado los equipos deinformática y está en disposición de recibir nuevas

administraciones.Y pone en conocimiento que los Servicios que presta

esta Corporación son los siguientes:—Asesoría Jurídica.—Asesoría Comunidades y Arrendamiento.—Servicio de Fianzas.—Salón para reuniones de Comunidades de

Propietarios.—Información sobre repercusión del índice de

Precios de Consumo.