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3 DERECHO EN SOCIEDAD, N.º 2. Febrero de 2012 Revista Electrónica de la Facultad de Derecho, ULACIT – Costa Rica La nueva ciudadanía y su proyección democrática José Antonio Sanz Moreno 1 Resumen Necesitamos recomponer el concepto de ciudadanía democrática en un Estado constitucional de Derecho. El tiempo de identidades exclusivas y su fanática distinción amigo-enemigo ha concluido. De ahí que tengamos que redefinir algunos aspectos controvertidos del modelo democrático: democracia procedimental contra orden axiológico; reforma ilimitada o cláusula de intangibilidad; en resumen, el concepto absoluto de soberanía frente a poderes compartidos e integración bajo el derecho internacional, los derechos inviolables y la dignidad humana. El Estado debe resolver sus dudas entre la mera técnica formal y la esencia democrática de su Constitución. Cuando la democracia es definida únicamente como el gobierno de la mayoría, la lucha contra la dictadura ha fracasado antes incluso de entablar batalla. Palabras clave: ciudadanía democrática, nación, Estado constitucional, democracia formal y democracia sustancial. Abstract The concept of democratic citizenship must delimit its meanings on the Constitutional state. The time of the primeval identity and its fanatic friend-enemy relationship has finished. In this regard we ought to evaluate controversial aspects of the democratic model: procedure democracy versus axiological order; unlimited amendment or intangibility prescription; in short, absolute sovereignty against shared powers, immersion under international law, inviolable rights, and human dignity. The state should dissolve its hesitation between a merely formal technique and the democratic essence of their Constitutions. When democracy is only seen as the majority rule system, the duel against the dictatorship has failed, even before the struggle had begun. Keywords: democratic citizenship, nation, Constitutional State, procedure democracy and substantial democracy. 1 Doctor de Derecho. Profesor del Departamento de Derecho Constitucional de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense de Madrid, España. E-mail: [email protected]

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Revista Electrónica de la Facultad de Derecho, ULACIT – Costa Rica

La nueva ciudadanía y su proyección democrática José Antonio Sanz Moreno1

Resumen Necesitamos recomponer el concepto de ciudadanía democrática en un Estado constitucional de Derecho. El tiempo de identidades exclusivas y su fanática distinción amigo-enemigo ha concluido. De ahí que tengamos que redefinir algunos aspectos controvertidos del modelo democrático: democracia procedimental contra orden axiológico; reforma ilimitada o cláusula de intangibilidad; en resumen, el concepto absoluto de soberanía frente a poderes compartidos e integración bajo el derecho internacional, los derechos inviolables y la dignidad humana. El Estado debe resolver sus dudas entre la mera técnica formal y la esencia democrática de su Constitución. Cuando la democracia es definida únicamente como el gobierno de la mayoría, la lucha contra la dictadura ha fracasado antes incluso de entablar batalla. Palabras clave: ciudadanía democrática, nación, Estado constitucional, democracia formal y democracia sustancial. Abstract The concept of democratic citizenship must delimit its meanings on the Constitutional state. The time of the primeval identity and its fanatic friend-enemy relationship has finished. In this regard we ought to evaluate controversial aspects of the democratic model: procedure democracy versus axiological order; unlimited amendment or intangibility prescription; in short, absolute sovereignty against shared powers, immersion under international law, inviolable rights, and human dignity. The state should dissolve its hesitation between a merely formal technique and the democratic essence of their Constitutions. When democracy is only seen as the majority rule system, the duel against the dictatorship has failed, even before the struggle had begun. Keywords: democratic citizenship, nation, Constitutional State, procedure democracy and substantial democracy.

1 Doctor de Derecho. Profesor del Departamento de Derecho Constitucional de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense de Madrid, España. E-mail: [email protected]

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1. Introducción El concepto de ciudadanía no puede separarse de la mejor realización de la democracia. Por esa razón debemos rechazar la completa igualación entre ciudadanía y nacionalidad que proponía el viejo Estado-nación y su búsqueda de la homogeneidad sustancial de todos los miembros que, supuestamente, compartían una identidad colectiva, sublimada como determinación existencial de cada individuo. Así nuestra propuesta necesita aprender del pasado de la ciudadanía nacionalizada para resolver los desafíos de su transformación actual. Y el objetivo no puede ser otro que la mejora del Estado constitucional y democrático. De ahí el análisis primero del momento liberal, pero también nacional, del Estado moderno, para, sólo después, comprobar la presión en los significados clásicos sobre qué sea la nación y su soberanía, la ciudadanía y sus nuevos retos. A pesar de la distancia entre el ideal y la realidad, la salida final tiene que ser siempre democrática; por ello, debemos recordar que la democracia o es mera forma y puede presentarnos al mayor de los tiranos, o también valores a respetar y desarrollar, y, en coherencia, incremento de la participación ciudadana y plasmación del bien colectivo.

2. Concepto de ciudadanía moderna.

¿Por qué debemos hablar de ciudadanía a comienzos del nuevo milenio? Por una sencilla razón: los cambios de paradigmas que supone la globalización -y la crisis económica confirma nuestro análisis- han sido tan demoledores que es imprescindible definir qué entendemos sobre un concepto tan mutante. Y las alternativas que se nos presentan serían básicamente dos:

1ª) Un regreso al pasado. La ciudadanía como instrumento para el mantenimiento del statu quo. En concreto, su anclaje dentro del Estado-nación y su vinculación exclusiva al concepto de nacionalidad.

2ª) Propuesta del presente-futuro. Revisión de la ciudadanía como dimensión que permite desarrollar una sociedad democrática avanzada.

Adelantamos que nuestra apuesta será la segunda: necesitamos preguntarnos por las modificaciones del concepto ciudadanía para afrontar los desafíos al Estado, tanto por arriba como por abajo, y avanzar hacia un nuevo modelo de democracia que incluya, no sólo pasiva, sino activamente, a todos los individuos sometidos a un determinado ordenamiento jurídico. Ya no vale la vieja ficción de la homogeneidad del Estado-nación que consideraba cualquier muestra de heterogeneidad (nacionalismos minoritarios,

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diversidad étnica, religiosa, nueva inmigración, etc.) como una enfermedad pasajera y, por ello, tratable -en mayor o menor tiempo y con “antídotos” más o menos severos- pero, en todo caso, curable. De ahí la necesidad de recomponer la relación de la ciudadanía con el Estado.

La ciudadanía moderna, tal y como la conocemos en su adhesión a la nacionalidad de un Estado concreto, se ha visto cuestionada por diferentes, pero imbricados frentes: por un lado la globalización (inmigración masiva) y, por otro, la recuperación de lo local (reafirmación de nacionalismos minoritarios). El Estado-nación precisa una reconstrucción democrática y ¿cómo afrontarla? Civilizando el ethnos de la nación y posibilitando la mejor plasmación del demos de un pueblo entendido como el conjunto de individuos que, en cuanto sujetos a un determinado orden estatal, deberían tener la capacidad de participar en los asuntos públicos que lo conforman.

Ahora no sirve apelar a una unidad estatal que se construye desde la voluntad, consciente y actuante, de un pueblo llamado nación, ni nos podemos refugiar en la mera técnica jurídica de un supuesto ordenamiento independiente, coherente y pleno. El Estado no puede ser visto como monopolio de la decisión política, ni nos vale su identificación cerrada con todo el derecho (Carl Schmitt versus Hans Kelsen; Sanz Moreno 2002). Y, sin embargo, sigue gozando de muy buena salud.

El Estado ha perdido su doble monopolio (de lo político y de lo jurídico) y, no obstante, mantiene su pretensión de monopolio legítimo de la violencia (Weber 1993: 43-44; Ordóñez 2002: 139-140). Pero si apelamos a la legitimidad su única fuente será la plasmación democrática; y, aquí, el nuevo papel de la ciudadanía obtiene toda su fuerza en la reconstrucción de lo estatal. De ahí el último monopolio detentado por el Estado: el control de sus fronteras y la atribución y adquisición de la nacionalidad. En un mundo global/local, cada vez más interconectado e interdependiente, el Estado retiene la definición de la ciudadanía a través de la determinación de la nacionalidad.

Hoy, el concepto de ciudadanía nos sirve: para repensar el pasado; modular o transformar el presente de los Estados, en su adecuación a los nuevos tiempos; y, también, para vislumbrar cómo afrontar el futuro en un modelo más democrático. Del pasado poco cabe decir ahora: dejando de lado los modelos clásicos de Grecia y Roma y el rico pasado medieval (“el aire de la ciudad nos hace libres”), nos referiremos únicamente a la ciudadanía del Estado moderno y a la vinculación paradójica del modelo liberal con la construcción nacional. Respecto al presente, queremos destacar los últimos esfuerzos de una doctrina política que sólo puede ser teoría de la democracia y, por ello, la ciudadanía acaparará todos los focos: los excesos devastadores del siglo XX, con su lazo

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sagrado de sangre y tierra, hacen moralmente deleznable y políticamente inaceptable volver a la distinción entre nacionalismo étnico y nacionalismo cívico. De ahí que todos los empeños de reconstrucción de la ciudadanía y del Estado se vinculen más a unos principios cívicos que a la determinación étnica de la nación. Pero, para proyectarnos hacia el futuro, debemos preguntarnos si los esfuerzos post-nacionalistas o las corrientes multiculturales nos permiten avanzar hacia un modelo de democracia que posibilite la inclusión de todos y la búsqueda de su mejor participación política.

Vayamos por partes. Frente a los modelos griego y romano, el concepto de ciudadanía moderna se desarrolla al unísono con la formación y consolidación del Estado, pero no de un Estado cualquiera, sino del Estado liberal y nacionalizado2. Por eso significa un status personal que confiere derechos y obligaciones, pero también la institución política que establece la identificación de todos sus miembros dentro de la comunidad nacional y facilita su participación3.

La unión entre la soberanía nacional y la ideología liberal de los derechos individuales (principalmente, libertad burguesa y propiedad privada) son las premisas de la moderna concepción del Estado y de la metamorfosis de su legitimidad: de divina y transcendente, a popular e inmanente. El Estado liberal es también Estado-nación y, de ahí, que se presente más como una comunidad homogénea (o en proceso de homogeneización) que como entidad pública basada en el libre acuerdo de sus miembros considerados aisladamente (el manido contrato social original del liberalismo, como salto del Estado de naturaleza a la creación del Estado político-social).

Los ideales del humanismo universal y de la igualdad humana son fagocitados por la construcción nacional y su identidad, exclusiva y excluyente. Así la teoría nacionalista dividirá el mundo en diferentes pueblos con la conciencia política de constituir una nación y, por ello, con ilimitado derecho de autodeterminación. El nacionalismo subsume bajo cada nación a todos los miembros de una comunidad y determina el rasgo definidor de las identidades colectivas. En los dos siglos pasados, la idea de nación ontológica y su presupuesto de igualdad sustancial entre sus ciudadanos será suficiente

2 Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, artículos 3 y 16, en el marco de la revolución francesa; sin olvidar el “We the People, in order to form a more perfect union” de la revolución y Constitución norteamericana. 3 Richard Bellamy, en su trabajo de introducción a la ciudadanía, recoge tres componentes básicos del concepto: “membership or belonging (who is a citizen)”; “rights”; y, “participation”; pero también reconoce que “rights involve duties –not least the duty to exercise the political rights to participate on which all our other rights depend” (2008: 12-17). De aquí su conclusión: “I stress the need to see these three elements as a package, with political participation offering the indispensable glue holding them together” (26). Por su parte, Kim Barry expone dos significados de ciudadanía: como status legal y como identidad ejercida políticamente (2006: 57-60).

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para obviar la idea universal del ser humano e incluso el valor esencial de la democracia: la libertad como autodeterminación ciudadana, en su participación en la construcción del orden legal de dominación (Kelsen 2000).

Con la mutación de la legitimidad, la voluntad divina no se convierte en decisión de todos los ciudadanos, sino en la univoca voluntad de la nación. En su búsqueda de la unidad política, la ontología monista del Estado moderno encontró en la nación el sujeto colectivo que sucedía al Rey como detentador del poder. El grito de la modernidad para que silenciar la voz de los teólogos a manos los juristas no se ha consumado plenamente4: la teología se inserta en la política con el cambio de legitimidad del soberano, al permanecer la idea de poder absoluto, eterno e ilimitado. La titularidad de la soberanía y la omnipotencia de Dios y de sus delegados terrenales (papado, imperio, reyes) se enajena al pueblo transformado en nación y a sus representantes en asamblea nacional.

Las dos cosmovisiones del humanismo moderno -la universal, los derechos humanos, del hombre por el mero hecho de serlo; y la particular, la conversión del individuo en ciudadano y su integración natural en una concreta nación – se engarzan en una construcción estatal que busca la unidad del poder y del derecho a partir de la homogeneidad de la población que se halla bajo su control. La unión del Estado, liberal y nacional, realiza su doble objetivo: del lado liberal, la limitación del poder, que no define, pero divide, en su salvaguarda de los derechos del individuo aislado y propietario5; del lado nacional, la identificación entre ciudadanos y nacionales, que disuelve las diferencias, negando su existencia a través de la asimilación de todos los miembros dentro de la nación homogénea6.

La ciudadanía pierde su sentido etimológico y su vinculación con la ciudad de origen y se resuelve en su identificación con la nacionalidad: el individuo se subsume en la comunidad que lo transciende. La ciudadanía moderna se construye bajo el binomio igualación/exclusión: de un lado, la igualación formal ante la ley, como norma general que no admite privilegios (los de la sociedad estamental medieval), pero también como

4 La famosa sentencia de Alberico Gentile (1552-1608), “silete theology in munere aliano”, marcó simbólicamente el fin del mundo de la escolástica y el advenimiento de la modernidad, al relegar a la religión a la esfera privada, recoger el principio de “cuius regio, eius religio”, e instaurar el nuevo orden internacional de Westfalia. 5 Principio de distribución del poder, la libertad y los derechos del individuo como el presupuesto y el fin para el nacimiento del Estado; principio de organización, como instrumento para lograrlo a través de la distinción de poderes en la triada tradicional. 6 Frente al carácter liberal y su limitación del poder, el modelo nacional presenta su antinomia: el titular de la soberanía, el pueblo transformado en nación, consciente y actuante políticamente, como poder absoluto, no sujeto a ningún límite.

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identificación entre los hombres de una determinada clase social (la burguesía con la nación, y el burgués como ciudadano auténtico y, por ello, el único políticamente activo; el hombre blanco y propietario); de otro, la exclusión del resto, se encuentren dentro pero tutelados (menores e incapaces, pero también mujeres y clase trabajadora) o sean de fuera (no nacionales o extranjeros). La ciudadanía se determina así como instrumento de igualación, pero desde la exclusión7. Los ciudadanos plenos serán los miembros iguales de una comunidad política que disfrutan de los privilegios denegados a los “no-iguales”, a los diferentes. La doble cara de la ciudadanía (igualdad de los que la integran; exclusión frente a los que la amenazan) se conjuga con la homogeneidad impuesta por la democracia nacionalizada: identidad sustancial entre los que forman parte de la nación y que, por ello, podrán participar, en cuanto ciudadanos activos, en la formación de la voluntad estatal; separación del resto de los individuos que no integran ese pueblo transformado en nación.

Las diferentes dimensiones de la ciudadanía -básicamente su observación objetiva como institución jurídica que confiere derechos y determina obligaciones; y su visión ideológica o político-social como instrumento de participación política y de vinculación a una identidad colectiva- se resuelve en un modelo de ciudadanía nacionalizada en el que las obligaciones y los derechos (en especial, los de participación política)8 vienen determinados por la previa inserción en la nación9.

La distinción entre nosotros (los que forman parte de la nación) y ellos (los que no son parte -extranjeros- y los que, aunque parte, tienen que ser tutelados), permite consolidar una idea de ciudadanía como vinculo inexorable no ya entre el individuo y el Estado a cuyo régimen jurídico se halla sometido, sino como relación exclusiva y excluyente entre unos hombres y su nación (sujeto político unificado a través de una supuesta identidad homogénea). Pero aunque la progresiva expansión de la ciudadanía política a grupos anteriormente excluidos10 pueda llevarnos a decir que el modelo tiende a ser más democrático, continúa manteniendo su identificación nacional, es decir,

7 De ahí que podemos hablar de modelo realmente oligárquico: “Citizenship as an oligarchic good” (Kostakopoulou 2008: 101-107). 8 En este sentido cabe citar el artículo 90 de la Constitución de Costa Rica como ejemplo de una definición específica: “La ciudadanía es el conjunto de derechos y deberes políticos que corresponde a los costarricenses mayores de dieciocho años”. 9 La ciudadanía como isonomía refleja una falsa universalidad en su igualdad ante la ley, con la exclusión de los que no participan de ella, por no ser miembros de la nación y, por ello, no gozar de la nacionalidad. 10 Primero, búsqueda de la solución de la lucha de clases, con el sufragio universal masculino y, en paralelo, la instauración del servicio militar obligatorio; segundo, respuesta a la discriminación de género, con el voto de la mujer; y, continuando, con la paulatina reducción de la mayoría de edad que permite el acceso a la ciudadanía política plena.

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persiste el privilegio de los nacionales de un Estado y, con ello, sigue presentado exclusiones difícilmente explicables desde una visión democrática que reduzca la paradoja de su nacionalización 11 . La exclusión de la ciudadanía se fue mitigando internamente, al hacerse más inclusiva, pero se mantiene, y de manera, reforzada, externamente, es decir, frente al extranjero (Bellamy 2008: 54).

No obstante, los antiguos modelos de Estado-nación, homogéneos y uniformes, ya

no pueden ser vistos como entidades naturales, sino como realidades contingentes y cambiantes. Sólo unos pocos países podrían ser descritos como conformados históricamente por una única nación, e incluso esto no significaría hablar de una homogeneidad absoluta de identidades y menos aún de voluntades e intereses.

La ficción de la homogeneidad nacional fue construida por el Estado a través de sus propias políticas públicas. Pero, a pesar de ello, cualquier heterogeneidad que pusiera en riesgo la nación imaginada fue vista como enfermiza y peligrosa. Carl Schmitt no pudo ser más contundente en el periodo de entreguerras: de acuerdo con el principio de nacionalidad, cada nación forma un Estado y cada Estado incorpora una nación; y, por ello, la homogeneidad nacional del Estado se presenta como lo normal; con su consiguiente reverso, un Estado que carezca de dicha homogeneidad será visto como una anormalidad que amenaza la paz (Schmitt 2008: 262).

Sin embargo, tal y como declaró Yael Tamir, “the era of homogeneous and viable nation-states is over (or rather, the era of the illusion that homogeneous and viable nation-states are possible is over, since such states never existed), and the national vision must be redefined” (1993: 3). Cuando ya no es posible mantener la ideología nacionalista que proclamó su soflama de “un Estado para cada nación” doluptat.12, es tiempo de reconsiderar la retórica de la identificación entre ciudadanía y nacionalidad.

Pero veamos que han dicho las teorías contemporáneas sobre el concepto de ciudadanía y su adhesión a la nación. La ciudadanía ha sido descrita, básicamente, desde tres perspectivas: derechos y obligaciones, participación política e identidad compartida. Simplificando podemos decir que las distintas propuestas han puesto el acento en una de estas dimensiones, relegando las otras: liberales, derechos universales del individuo aislado, bajo

11 “states retain the sovereign prerogative to decide who may be naturalised in accordance with distinctive nationality traditions and official discourses about the behaviour, traits and attitudes of migrants” (Kostakopoulou 2008: p. 102). 12 “A State to Each nation” no puede ser más que “an Unattainable Ideal” (Tamir 1993: 142-145).

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el principio de la igualdad formal13; comunitarios, inserción de los individuos en una comunidad preexistente que los define e identifica 14 ; republicanos, incremento de la participación política a partir de una mejor educación cívica15 (Lister y Pia 2008: 14-22).

La confrontación doctrinal respecto a la ciudadanía presenta, por tanto, tres posiciones diferenciadas: el individualismo del liberal; la inserción en la comunidad ontológica de los comunitarios; y el fomento de la participación política como desarrollo de la libertad positiva de los republicanos. El nuevo enfrentamiento reproduce, de alguna manera, la vieja polémica entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos de Benjamin Constant. Y, sin embargo, debemos establecer una clara diferencia: la tensión entre una concepción liberal de la ciudadanía (derechos individuales frente al Estado) y la visión comunitaria (comunidad previa en la que se inserta el individuo), y sus mediaciones desde posiciones republicanas (participación política y educación cívica) asume, siempre, un presupuesto de partida: la noción de ciudadanía nacionalizada por el Estado. Frente al liberalismo y su énfasis en los derechos universales de los individuos y en la existencia de unos principios de justicia, los comunitarios colocan la pertenencia e identificación dentro de una comunidad como requisito previo para la obtención de los derechos: la defensa liberal de unos principios universales, iguales para todos, en cualquier tiempo y lugar, se convierte en la noción comunitarista de diferencia entre comunidades y, por ello, de una ciudadanía singular, particularizada. Frente a la visión de una comunidad preexistente (cultural o étnica), el republicanismo, en cambio, pone el acento en la participación en lo público. Pero, todas estas teorías, en su concepción más tradicional, siguen aferradas a la identificación de la ciudadanía con la nacionalidad16. Y, sin embargo, ya no sirve mantener esta igualación

13 La ciudadanía, como cálculo individualista que protege derechos, permite observar la legitimidad del sistema desde los derechos inherentes al hombre y no desde su identificación con una concreta comunidad política. 14 Los ciudadanos como miembros de una comunidad diferencial en la que se realizan y con la que se vinculan, vitalmente, en su identidad personal y en su proyección colectiva. 15 La comprensión de la ciudadanía en el desarrollo de la participación pública de unos miembros cuya libertad, no ya en negativo (abstención de no hacer por el Estado), sino también en positivo (auto-gobierno y auto-normación en democracia), es vista como realización activa en lo común (res publica). 16 Como modelo recurrente de liberalismo nacionalizado, conviene mencionar el concepto de ciudadanía del sociólogo T. H. Marshall (1950), visto como la evolución ascendente de la ciudadanía en el Reino Unido. Marshall presenta el siguiente desarrollo histórico: 1º) del siglo XVII a mediados del XIX, derechos civiles del hombre aislado, con su protección por los Tribunales como igualdad ante la ley; 2º) desde finales del siglo XVIII a comienzos del Siglo XX, derechos políticos y se realización en la representación parlamentaria y en la progresiva universalización del derecho al voto; 3º) de finales del siglo XIX a la culminación de mediados del XX, los derechos sociales como estándares mínimos de bienestar que, sujetos al cambio, cuentan con la educación cívica y con los servicios sociales como sus mejores instrumentos de realización (Marshall 1975). No obstante, el modelo de Marshall ha sido criticado desde muy diferentes posturas, en particular, por su olvido de diferentes formas de exclusión (género, minorías étnicas o culturales, etc.), junto a su lazo inquebrantable con el Estado-nación británico. En particular, cabe destacar su inexactitud en relación a la mujer, respecto a la cuál, en muchos países, la evolución ha sido, más bien, la contraria:

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eternamente.

El Estado ha perdido los principales significados que lo definían (Estado como monopolio de la creación jurídica en el decir de Kelsen; o el Estado como monopolio de la decisión jurídica, en palabras de Schmitt), pero continua manteniendo el control de la atribución y adquisición de la nacionalidad. Ya lo decía Hannah Arendt en los años 50: la soberanía en nada es más absoluta que en materia de emigración, naturalización, nacionalidad y expulsión (1973: 278; Shaw 2007: 21).

Las respuestas de liberales, comunitarios o republicanos, incluso con sus diferentes

acentos en los derechos individuales, la identidad colectiva o la participación ciudadana, al menos ya sabemos que están de acuerdo en algo: no ponen en cuestión el modelo de ciudadanía nacional. Y, sin embargo, a pesar de las propuestas que han aparecido para diseñar una ciudadanía sin su carácter nacional (Kostakopoulou 2008), parece difícil prescindir de un concepto tan anclado en la política estatal como el de nación y su proyección colectiva. En el presente es imposible plantear un modelo de Estado culturalmente neutro y sin su correspondiente ideología nacional.

La potencialidad ética que supone rechazar una exclusiva identidad nacional como indisoluble elemento para la formación y desarrollo del Estado no significa que podamos olvidar que cada Estado está basado en una identidad diferenciada. Los Estados deben ser más inclusivos con otras formas culturales en un movimiento reciproco entre la sociedad de acogida y los nuevos grupos que se instalan en ella, pero las instituciones publicas necesitan siempre trabajar con unas identidades específicas y, por ello, incompatibles con una aséptica neutralidad cultural o nacional (Kymlicka 2001 17 ; Norman 2007: 51). Incluso los más avanzados Estados multinacionales necesitan manejar sólo ciertas lenguas, costumbres y culturas para la plasmación de su acción pública (Moore 2001: p. 130). Y aunque los Estados presenten normalmente “nested national identities” (Miller 2000: 140) y las sociedades siempre sean más plurales que las proclamas del discurso oficial, no se puede prescindir de la cultura colectiva.

Así la pretensión de separar la noción nacional del Estado, de manera análoga a la que en la modernidad buscó la distinción con la religión, no deja de ser una manifestación que aunque pudiera ser bienintencionada, es tan irrealizable como

primero, adquisición por las trabajadoras de derechos sociales, vinculados a su función reproductora, después, los derechos políticos con el sufragio universal femenino; y sólo a mediados del siglo XX, la plena igualación en derechos civiles dentro del matrimonio. Y, a pesar de las críticas, como simplificación, el modelo de Marshall sigue siendo una referencia insoslayable (Bellamy 2008: 47-51). 17 Will Kymlicka incluso afirma que la democracia sólo puede desarrollarse dentro de un contexto nacional y, más aún, que la política democrática es política en lengua vernácula, de ahí su nacionalismo liberal.

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ilusoria. Compartir valores cívicos es fundamental para el buen funcionamiento de la democracia, pero el “plebiscito diario” de la concepción nacional de Renan, como voluntarismo subjetivo para pertenecer a una nación, en su decir metafórico, prescinde de la complejidad del término (Sanz Moreno 2005: 18; 2010: 787-821). Nadie pierde su condición de nacional por su rechazo a los valores constitucionales18; y menos aún la gana por su mera adhesión a ellos, como el cierre de fronteras -y los nuevos muros frente a la inmigración, fundamentalmente económica- nos demuestra sin lugar a dudas19.

De ahí que nuestro dilema no sea volver a la pugna maniquea entre buenos y malos,

entre naciones cívicas y naciones étnicas, sino rechazar lo peor de las últimas y potenciar los mejores valores de las primeras. Pero, a pesar de ello, somos conscientes que toda nación tiene, en su formación y desarrollo, elementos objetivos y subjetivos, étnicos y cívicos, lógica racional y rasgos irracionales, voluntarismo y factores exógenos, etc. Para los más, la pertenencia a una nación no es ninguna elección voluntaria, sino cuestión de nacimiento. La vinculación entre elementos culturales y valores políticos se halla sometida a cambiantes presiones y nuevas delimitaciones, pero permanecerá siempre en el centro del debate público. El verdadero problema es cuando el nacionalismo basado en una identidad exclusiva presenta al Estado como su expresión absoluta; y esto no es sólo rechazable ante el grupo mayoritario, sino también ante todo nacionalismo que considere su territorio como posesión absoluta y a sus miembros como sujetos subyugados a una única identidad, la nacional (Norman 2007: 64). 3. Nueva ciudadanía.

La ciudadanía ni se puede disolver en el mero universo cosmopolita de los derechos

humanos, ni cabe su reducción a la vinculación inexorable con la nacionalidad. En un mundo global/local los retos que plantean las reivindicaciones nacionalistas y las nuevas corrientes migratorias ni se reconducen a partir de cánticos de unidad dentro de una excluyente identidad colectiva, ni con supuestos irreales de una ciudadanía universal o cosmopolita.

18 Como ejemplo la Constitución Española de 1978: “Ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad” (art.11.2). 19 Antinomia hipócrita del derecho internacional entre libre circulación de las personas y soberanía estatal fronteriza: “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su propio país” (artículo 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948), pero este derecho a salir no tiene su correlato con el derecho a entrar en otros: podemos ser emigrantes, pero la entrada al resto de los países nos puede estar vedada. La superación del concepto tradicional de soberanía estatal no ha significado una quiebra del monopolio sobre el territorio a través de las políticas de inmigración y de nacionalización, sino, más bien, su reforzamiento (Benhabib 2004).

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La nueva ciudadanía debe preguntarse por su viabilidad futura en su anclaje con la idea de Estado-nación y su vinculación, e incluso identificación, con el concepto de nacionalidad. Sin embargo, su reconstrucción no se puede disolver en el mero universo cosmopolita de los derechos humanos. Por ello, y sin perjuicio de la loable positivación y desarrollo de sistemas transnacionales de protección de derechos, será en la concreción estatal donde se deben salvaguardar las diferentes esferas de la ciudadanía:

1º Garantía estatal de la dignidad de la persona y de los derechos inviolables que le son inherentes.

Protección constitucional de los derechos humanos, de todos los individuos por el mero hecho de serlo.

2º Participación de todos los sometidos a un sistema jurídico en su conformación. Educación cívica e

incremento de la participación en las distintas esferas de actuación pública de aquellos que residen, de manera estable y continuada, en los diferentes niveles territoriales.

3º Reconocimiento de la pluralidad en sociedades cada vez más heterogéneas y dentro de la sujeción constitucional a los valores y principios compartidos. Derecho a la diferencia y a la combinación de identidades yuxtapuestas en el sometimiento de todos -en la forma y con los fundamentos anteriores- a un mismo orden constitucional.

Por lo tanto, y dejando fuera otras muchas cuestiones20 , la identificación entre ciudadanía y nacionalidad se rompe principalmente por dos frentes: de un lado, un grupo de dentro que puede anhelar mayores cotas de autogobierno e incluso un fuera (minorías nacionales territorializadas y su derecho de autodeterminación interna y, en su caso, externa); de otro, grupos que se mantienen fuera (de los derechos políticos), cuando ya se encuentran dentro (extranjeros con residencia estable).

En ambos grupos la igualación absoluta entre ciudadanía/nacionalidad sirve de poco. Para buena parte de los miembros de minorías nacionales, la concepción nacional no coincide con la del Estado-nación homogéneo y con una única identidad nacional21. Y para los extranjeros no cabe negarles la categoría de ciudadanos en cuanto titulares de derechos (civiles, socio-económicos, en incluso, políticos), pero, sin embargo, se les priva de los derechos que acarrea la ciudadanía política plena (en especial, su incapacidad para participar en las elecciones más relevantes para la formación de los

20 En concreto, la resolución de las desigualdades históricas, dependiendo del grupo humano al que quedamos adscritos: género, orientación sexual, discapacidades, etc., y, también, evidentemente, la desigualdad económica de partida en una sociedad estratificada por la renta poseída. 21 De ahí la necesidad de hablar de dobles o múltiples identidades.

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órganos representantes de la soberanía nacional)22.

Los residentes extranjeros -independientemente incluso de su carácter legal o ilegal- han ido adquiriendo derechos y privilegios que originalmente habían sido reservados a los nacionales. Y, en cuanto portadores no ya sólo de obligaciones, sino también de derechos (los inherentes a la persona por el hecho de serlo y también derechos socio-económicos), negarles el nombre de ciudadanos más que “políticamente incorrecto” es una falsedad manifiesta, a pesar de que continúen sin ser ciudadanos políticos plenos. Pero, aunque esto puede significar separar en parte ciudadanía de nacionalidad, también podemos preguntarnos si la exclusión de los inmigrantes extranjeros de los más importantes derechos políticos no pone en peligro la realización efectiva de la democracia.

Ahora, de lo que se trataría es de saber si, desde el Estado, se puede mantener el concepto de ciudadanía apegado a una concreta manera de entender la identidad nacional o, al contrario, se debe prescindir definitivamente de su adhesión a una concreta nación. Nos encontraríamos, por tanto, ante una opción insoslayable: a) o reconstruimos el modelo de ciudadanía nacional para buscar la mejor armonía dentro de la comunidad común en unas sociedades cada vez más plurales; b) o rompemos con la estrecha relación entre ciudadanía y nación y buscamos la inclusión de todos los que residen en un territorio, independientemente de su identificación nacional (Kostakopoulou 2008: 75). La primera vía es la que ya ha sido consumada, tanto desde la doctrina como desde su plasmación estatal, con diferentes resultados23; la segunda, podemos decir que sigue inédita y para muchos sería irrealizable por la necesaria vinculación individual a una concreta identidad nacional y, además, tan utópica como el sueño de una ciudadanía cosmopolita.

Aunque algo es claro: la nación no puede seguir siendo considerada la única fuente de determinación de la identidad. Las identidades de las personas son múltiples y variables y si bien es cierto que muchas personas pueden sentir la necesidad de vincular su identidad con una concreta construcción nacional, también cabe decir que la simplificación que supone la identificación de los individuos dentro de la igualación ciudadanía/nacionalidad no puede soslayar la realidad de múltiples identidades combinadas entre sí, dentro y fuera, de las fronteras estatales. Y decir esto no significa propugnar un modelo que busque erradicar la identidad nacional, sino simplemente

22 Ver, a este respecto, el artículo 13 y su relación con el artículo 23 de la Constitución Española. 23 Aquí, los diferentes modelos multiculturales deberían resolver tres cuestiones emparentadas: el reconocimiento diferencial (cultural); la redistribución (social); y la inclusión y, al tiempo, la acomodación a la sociedad (presupuestos nacionales de partida y su transformación bidireccional y dinámica) (Fleras 2009).

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admitir su combinación con otras formas de identidad (nacionales o no) y, en muchos casos, la rivalidad con ellas24.

El proceso de naturalización -como instrumento que permite la transformación de un

extranjero en ciudadano con los derechos y privilegios de miembros de la comunidad- puede ser visto como el ejemplo paradigmático de cómo el nacionalismo y su modelo de legitimidad inserta la teología en la política, sustituyendo el sacramento del bautismo (admisión en la comunidad de fe y creencias) por la adquisición de la nacionalidad con la comunión en una concreta nación. Así, las leyes sobre la atribución y adquisición de la nacionalidad en un Estado, reproducen un determinado modelo de nación, desde una concepción más étnico-cultural (ius sanguinis, o adquisición de la ciudadanía por ascendencia) hasta una posición más territorializada (ius solis, vinculada el mero hecho de nacer en el territorio sometido a la jurisdicción estatal). En concreto, los procedimientos de naturalización buscan fortalecer la lealtad y el sentido de pertenencia a una nacionalidad singular para conseguir la mayor integración en la comunidad política.

Los diferentes requisitos que son exigidos pueden ser descritos como la específica inserción de los más importantes modelos de ciudadanía (Kostakopoulou 2008: 80-88): 1) el liberalismo y su adhesión a los valores universales de los derechos individuales; 2) el republicanismo, con el juramento o promesa a un modelo constitucional que, también recoge una vinculación singular del Estado con la nación y que, por ello, pude incluso requerir la renuncia a la nacionalidad anterior; 3) el comunitarismo, en cuanto búsqueda de la asimilación dentro de la cultura mayoritaria y que, por ello, puede demandar el aprendizaje de una lengua concreta, la asunción de tradiciones, costumbres, etc. Sólo dos requisitos son exigidos por todos los modelos: la residencia y la ausencia de antecedentes penales. Y respecto al resto (conocimiento mínimo de la lengua

24 En este sentido, no se trata de demonizar ningún proyecto de construcción nacional, sea estatal mayoritario o de minorías nacionales, pero habrá que fijar, de manera adecuada, cuáles son las reglas de juego y las respuestas a los anhelos de autodeterminación no sólo interna (mayor o menor grado de autogobierno de las nacionalidades sub-estatales), sino, en caso de existencia de un porcentaje amplio que busca la secesión, determinar los cauces procedimentales que deban seguirse ante la llamada autodeterminación externa. Y, aquí, el derecho internacional no nos sirve demasiado, salvo ante la violación masiva de derechos (ver, en especial, Declaration on the Granting of Independence to Colonial Countries and Peoples, 1960, y Declaration concerning Friendly Relations among States, 1970; Knop 2002: 75-86). Será, por tanto, desde el derecho constitucional dónde deberemos afrontar los retos del choque de legitimidades antagónicas con los valores y presupuestos de la democracia. Y, precisamente, el caso de Quebec nos presentó los riesgos que asume un sistema democrático cuando no cuenta con un procedimiento preestablecido para saber cuándo una parte del territorio estatal puede emprender el camino de la secesión. La respuesta de la Canadian Supreme Court y su Opinion es, en este sentido esclarecedora: claridad de la pregunta, claridad de la mayoría que opta por la secesión y, sólo así, negociación entre las partes (Norman 2006: 192-203). Aunque qué sea esa claridad de la cuestión formulada y de la mayoría obtenida es algo que los jueces, obviamente, dejaron en manos de los órganos estrictamente políticos y su determinación específica.

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mayoritaria, historia, sistema político, constitucional, etc.) ¿son necesarios o, mejor, debemos prescindir de ellos y reducir los requisitos para la adquisición de la nacionalidad a la residencia (ius domicilii)?, es decir, transcurrido un plazo mínimo, que demuestre el grado de permanencia dentro del territorio, ¿cualquier inmigrante extranjero debería estar en condiciones de acceder a la nacionalidad?

Los analistas que reducen los requisitos a la mera residencia hablan de dos o tres años (De Lucas 2006: 11-43)25. Pero sus críticos argumentan que, además, los residentes que quieran ser nacionalizados también deben compartir las normas, valores y las prácticas culturales de la sociedad de acogida26. Por tanto la pregunta que deberíamos responder es si podemos ir más allá del modelo nacional de ciudadanía27. Esta es la apuesta de Dora Kostakopoulou con su sistema de “anational citizenship” (2008: 100-126). Parte de sus críticas al modelo de ciudadanía nacional pueden ser compartidas: en concreto, la distinción de grado y no realmente cualitativa entre un modelo más excluyente de nacionalidad y uno más incluyente y que, por lo tanto, la flexibilización de los requisitos para adquirir la nacionalidad en un modelo más inclusivo siempre pueden ser revocados con la vuelta a la caverna de un modelo más étnico28; o su afirmación de que una ciudadanía nacionalizada socava los ideales normativos de la igualdad y la participación democrática. Y, sin embargo, es difícil obviar la realidad nacional de los Estados y, con ello, la necesidad de adecuación recíproca, en cuanto proceso bidireccional, tanto de los que llegan como de los que ya estaban aquí.

Lo que parecería evidente es que apelar a una ciudadanía universal o cosmopolita sigue siendo una quimera: ni estamos ante la Paz Perpetua de Kant, ni siquiera nos aproximamos el Estado Mundial preconizado por Kelsen. Por tanto, hablar de un modelo de ciudadanía global, dónde todos los individuos compartan el mismo sistema de determinación de sus derechos y obligaciones que permita una desterritorialización del concepto, impide afrontar una realidad que sigue fuertemente amarrada a la órbita del Estado. Tiene que ser desde el Estado donde trabajemos para: o reforzar su adhesión a un concepto nacional dominante (democracia nacionalizada), o para asumir la necesaria

25 Javier de Lucas, al rechazar la vinculación entre nacionalidad y ciudadanía, postula un concepto de ciudadanía gradual en cuanto retorno de la ciudadanía a su origen etimológico, sobre la base de la residencia (tres años) y la libre aceptación del ordenamiento jurídico-constitucional. 26 El Código Civil español recoge el indeterminado “suficiente grado de integración en la sociedad”. 27 En la mayoría de los Estados el ius sanguinis ha sido complementado con el ius solis. Si el ius sanguinis se halla sujeto a la concreta visión de un modelo de ciudadanía nacionalizada, el ius solis refleja la conexión tanto formal como real de una persona con un orden jurídico determinado y, con ello, coloca al individuo en relación directa con el Estado. Desde esta posición, todas las personas que nacen dentro del territorio sujeto a la jurisdicción estatal, incluso los hijos de los llamados inmigrantes ilegales, deberían tener el derecho a adquirir la nacionalidad del Estado desde el momento de su nacimiento. 28 Y, precisamente, éste ha sido el ejemplo seguido en muchos países, tras el 11 de Septiembre.

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desvinculación a la idea de una nación viva y volitiva (democracia como participación de todos los sujetos a un determinado orden estatal, independientemente de la nacionalidad y de las identidades plurales de los individuos). En cualquier caso, la importancia de modular los procesos para la atribución y adquisición de la nacionalidad no puede ser ignorada.

En un mundo dividido entre Estados y dónde su organización internacional más importante se denomina, no de los Estados, sino “de las Naciones Unidas”, prescindir del concepto de nacionalidad tiene poco sentido y ninguna utilidad a medio plazo. La nacionalidad es el instrumento jurídico que representa la realidad de ese pluriverso interestatal y, precisamente, significa básicamente esa estatalidad, es decir, el mecanismo de diferenciación para los individuos que tienen los lazos más estrechos de sujeción a un Estado concreto.

Con todo lo dicho, podemos decir que la ciudadanía, en sus distintas dimensiones29,

se convierte en un término plural con diferentes esferas de actuación en los ámbitos institucionales públicos: 1) ciudadanía como vecindad, plenos derechos en el ámbito local o municipal; 2) ciudadanía gradual y multinivel, como diversidad de posiciones jurídicas de los individuos en cada uno de los niveles territoriales 30 ; 3) ciudadanía pluriestatal, rompiendo con la necesidad de renuncia de la nacionalidad original y posibilitando dos o más nacionalidades.

29 Destacamos tres dimensiones de la ciudadanía: 1) Garantía de derechos y prescripción de deberes. La interrelación entre los derechos y las obligaciones, en un sistema que no sólo protege derechos, sino que demanda el cumplimiento de deberes y, entre ellos, habría que pensar en la posibilidad de imponer el cumplimiento de las obligaciones políticas (el voto-deber implantado en algunos países, por ejemplo, artículo 93 de la Constitución de Costa Rica, “el sufragio” como “función cívica primordial y obligatoria”), sancionando al incumplidor, con el no acceso a determinadas prestaciones sociales o bienes públicos, salvaguardadas las necesidades vitales; 2) Idea de pertenencia colectiva e identificación común. Diálogo identidad estatal e identidades diferenciales: nacionalidad mayoritaria y minoritarias de dentro (nacionalidades sub-estatales y su derecho de autodeterminación interna, como autogobierno y, cuando la desafección fuera mayoritaria, posibilidad de plantear un proceso de autodeterminación externa, con una cláusula clara de los requisitos a seguir y sus costes, inserta incluso en la propia Constitución; Buchanan 2004; Norman 2006) y minorías de fuera (extranjeros residentes estables y derechos multiculturales; Kymlicka 2007); 3) Lealtad institucional-solidaridad colectiva. La relación entre legalidad y legitimidad del sistema en cuanto sometimiento a un ordenamiento jurídico que, garantizando los principios y valores compartidos y de protección de los derechos fundamentales recogidos en la Constitución, se plasma en su forma de realización democrática: modelo de ciudadanía plural y de atribución y adquisición de la nacionalidad sin requisitos indeterminados a discrecionalidad del interprete (administración o tribunales); plasmación de la representación política e incremento de la participación de todos los sometidos al orden en su configuración; y proyección material y social de los principios transformadores de las políticas públicas. 30 En el caso español: municipal, autonómica, estatal y ciudadanía europea.

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Así, lo singular de la nacionalidad31 se combina con la pluralidad de la ciudadanía en cuanto diversidad de status de los residentes en un determinado territorio. De ahí que sea en el propio desarrollo del Estado democrático dónde debamos afrontar el reto de la inclusión de todos los que comparten un lugar para vivir32. 4. Definición de la democracia en el siglo XXI.

El concepto de democracia no puede reducirse al modelo excluyente de identidad

nacional, ni quedarse reducido al mero procedimiento de acceso y disfrute del poder a que tan acostumbrados nos tuvo el siglo XX. En la nueva realidad de unas sociedades cada vez más plurales y heterogéneas, la democracia tiene que adecuarse a su propio adagio clásico: “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. El del de la representación, el por de la participación y el para de los fines a desarrollar, serían las diferentes proyecciones de una democracia 33 que, sin embargo, precisa definir, primero, qué entendemos por pueblo y quiénes lo conforman.

31 Singular en la comprensión de que sólo se es nacional de un Estado, e incluso aquí con las salvedades cada vez mayores de dobles o múltiples nacionalidades. Cabe citar ahora la propuesta del llamado patriotismo constitucional de Habermas, que, para evitar caer en un etnocentrismo y frente los excesos del nacionalismo alemán y su deslegitimación histórica tras la experiencia nazi, busca la identificación de los individuos dentro de una cultura política con la inserción de la identidad colectiva en unos principios y procedimientos normativos de valor universal (1990; 1999; 2001); o, también el amor a la patria de Viroli, en su refuerzo del concepto de patriotismo cívico en libertad como vacuna frente al nacionalismo étnico en sociedades cada vez más plurales, pero sin poner en cuestión los valores clásicos del patriotismo, su concepción bélica y el carácter excluyente de la lealtad que persigue (1995). El nuevo patriotismo republicano rompe con el modelo nacionalista de corte étnico y se renueva desde la plasmación de un nacionalismo cívico. Pero, según Dora Kostakopoulou, ni Habermas, ni Viroli ponen en cuestión la legitimidad del modelo nacionalista de ciudadanía, sino que, a pesar de sus esfuerzos de renovación, lo mantienen anclado a la idea nacionalizada del Estado (2008: 68-74). En este sentido y como complemento final, no podemos olvidar la visión de Häberle: la dignidad de la persona como premisa antropológica y cultural del Estado constitucional democrático coloca a los ciudadanos en su función de artífices de la Constitución, pero de una Constitución dinámica y abierta al futuro que, aunque expresión del grado de desarrollo cultural de un pueblo determinado, no es un mero instrumento normativo, sino determinación de una cultura particular y, con ello, también sujeta a la necesidad del cambio y a la posibilidad de modificación de los valores comunes por la entrada de otros (Häberle 2004; García Herrera 2004). 32 Así, pues, la confrontación individualismo/liberalismo frente a comunidad/comunitarismo sólo se puede superar con el desarrollo del Estado democrático: siempre desde el respeto a los valores y principios insertos en el orden constitucional, tanto en su forma (procedimientos de articulación de la democracia y de auto-producción de las normas de un ordenamiento jurídico abierto y dinámico), como en su contenido (fundamentos del orden político y de la paz social, así como reglas de convivencia democrática y desarrollo de la libertad y la igualdad, reales y efectivas de individuos y grupos) . Y como exponente de esta democracia finalista: la educación, que según el art. 27.2. de la Constitución Española, tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales. 33 Tres posibles formas de entender el término democracia serían las siguientes: a) participación en la formación de las decisiones políticas; b) garantía contra la tiranía de la mayoría y la supresión de la minoría; c) protección de los derechos humanos (Doehring 2009: 199-205).

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Aquí nuestra alternativa es meridiana: o sucumbimos a Schmitt, o reflotamos la democracia de la mano de Kelsen. Con el primero ya sabemos el presupuesto y sus resultados: una democracia de identidad que se define como homogeneidad nacional e igualdad sustancial y que, sin embargo, precisa de una representación tan total que preludia la aparición del dictador más absoluto y terrible, el que dice personalizar al pueblo entero34. En cambio con Hans Kelsen, aunque haya caído la concepción pura del derecho y su formalismo positivista, se mantiene la potencialidad de su reconstrucción democrática para el siglo XXI: el valor de la libertad como autodeterminación de un individuo que, en un Estado incluso democrático, sólo podrá participar en la construcción y desarrollo de un orden jurídico, siempre coercitivo y que constriñe su esfera de actuación (Sanz Moreno 2002; 2009).

Por tanto, algo ya ha quedado patente de nuestro recorrido: la retórica de la soberanía nacional es la antinomia del valor constitucional de la democracia. De un lado, la soberanía tiende a la unidad (al poder total); de otro, la democracia debe buscar la participación de los más y, por ello, presentará siempre una pluralidad política. Atribuir soberanía a un sujeto colectivo, nacional y prexistente, como fundamento ontológico del orden constitucional, busca definir el poder, pero no nos presenta sus manifestaciones. En la realidad, la titularidad del poder (el pueblo/nación, como sujeto político con voluntad de acción y decisión) se concreta en sus formas de expresión (en democracia, el ejercicio de los derechos políticos por parte de las personas capaces de plasmarlos, los ciudadanos plenos).

Así, en el Estado constitucional y democrático de Derecho, aunque se recoge en solemnes declaraciones la soberanía nacional y/o popular, se ha suprimido toda totalización del poder bajo la proclama de palabras cuyo contenido viene delimitado por los preceptos insertos en la Constitución y su integración en un orden internacional que rechaza independencias absolutas. Desaparece el Poder constituyente y ya todo poder es constituido; por ello, lo absoluto deviene en limitado. De ahí que podemos hablar de una democracia convertida en nomocracia: el gobierno del pueblo, en imperio de la Constitución; la

34 La democracia de identidad de Schmitt, al concebirse desde una noción de igualdad que se convierte en igualación entre gobernantes/gobernados, los que mandan y los que obedecen, parte de una supuesta homogeneidad sustancial que disuelve al individuo en el ser colectivo que lo identifica. Pero, con el carácter inorgánico del pueblo (el sujeto colectivo informe se determina a través de sus representantes), la necesidad de acudir a una representación total coloca a la democracia ante su verdadera plasmación práctica: bajo ropajes plebiscitarios o de aclamación popular, la exigencia de un pueblo/nación con voluntad propia se concreta en la destructiva relación amigo/enemigo y en su realización por el representante supremo del soberano, el dictador que concentra todo el poder y crea el “derecho” de la nada, o, peor, lo saca de su chistera.

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legitimidad popular en el principio de supremacía constitucional35.

Sin embargo, debemos tener cuidado: la traslación del Poder constituyente a una forma también absoluta, en cuanto soberanía de la Constitución, relativiza tanto el concepto de democracia y el sentido material del Estado constitucional, que posibilita su defunción36. Pero, a pesar del riesgo asumido, el antagonismo entre Soberano absoluto y Estado constitucional hace tiempo que fue superado: el poder, incluso el del pueblo en democracia, siempre

35 Ejemplo paradigmático, el artículo 1 de la Constitución Italiana: “La soberanía pertenece al pueblo, que la ejercerá en las formas y dentro de los límites de la Constitución”. De ahí la inconsistencia de una jurisprudencia que, como la del Tribunal constitucional español, afirma que los ciudadanos, siguiendo el proceso de reforma constitucional, podrán modificar la Constitución sin límite material alguno: “Sólo los ciudadanos, actuando necesariamente al final del proceso de reforma, pueden disponer del poder supremo, esto es, del poder de modificar sin límites la propia Constitución (art. 168 CE)” (FJ 2, STC 103/2008, de 11 de septiembre, que declara inconstitucional la Ley del parlamento vasco de consulta popular para recabar la opinión de la ciudadanía). La cláusula de intangibilidad, cuando no es explícita, como en los modelos italiano, alemán, francés, portugués o chileno, tiene siempre que entenderse implícita, como sería en el caso español, a pesar de la literalidad de un articulado que recoge incluso la posibilidad de una revisión total de la Constitución; y, sin embargo, la jurisprudencia, tan lúcida en su fundamentación jurídica pero tan poco pensada en este aspecto básico, no puede cambiar los fundamentos básicos del Estado constitucional de Derecho. 36 La Constitución democrática no puede ser simple procedimiento, vacío de contenido axiológico. La democracia o es material y, por ello, militante, en mayor o menor medida, o queda a merced de sus enemigos. El término “democracia militante” procede originalmente de K. Loewenstein (1937), se recoge por la jurisprudencia constitucional alemana en 1956 y más tarde se alude a ella como “una democracia capaz de defenderse a sí misma”, 1975 (Thiel 2009). Así, para Denninger “no cabe duda de que el establecimiento de un núcleo constitucional especialmente protegido contra ataques –el orden fundamental libre y democrático– y la limitación de la (...) competencia de reforma del legislador constituyente como pouvoir constitué tienen su origen en la misma convicción de necesidad de una estatalidad militante, de relativización no ilimitada”. De ahí la plena vigencia de su reflexión: “La democracia en libertad únicamente puede existir como programa y realidad en cuanto democracia pluralista, es decir, como orden político que concibe el bien común no como una constante previamente determinada, sino como una tarea a acometer continuamente, y como resultado de la abierta y permanente controversia política. Por tal razón, y únicamente por ello, rechaza la democracia ideologías y proyectos totalitarios, que pretenden sustituir la apertura de la búsqueda del bien común por una pretensión absoluta de verdad y dominación” (Deninnger 1996: 462 y 484). No obstante, la inexistencia de valores absolutos -para todo tiempo y lugar- no significa que la democracia sea tan relativista como para mantenerse impasible ante su propia destrucción. Y, sin embargo, para el Tribunal constitucional, el modelo de democracia militante no tiene cabida en España; y lo razona de una manera tan endeble como la siguiente: ya que carece “para ello del presupuesto inexcusable de la existencia de un núcleo normativo inaccesible a los procedimientos de reforma constitucional que, por su intangibilidad misma, pudiera erigirse en parámetro autónomo de corrección jurídica. (...). La Constitución española, a diferencia de la francesa o la alemana, no excluye de la posibilidad de reforma de ninguno de sus preceptos ni somete el poder de revisión constitucional a más límites expresos que los estrictamente formales y de procedimiento” (FJ 7 STC 48/03, de 12 de marzo). Dejar la Constitución y la democracia en manos, sin más, de “límites estrictamente formales y de procedimiento” es sucumbir a la dictadura de la forma y, por ello, a la tiranía de las mayorías, olvidando la principal delimitación de todo Estado constitucional: la protección de la libertad y de los derechos fundamentales y la renuncia a la concepción del poder soberano como absoluto y total. Pero, aunque lo dijera Agamenón, el modelo constitucional democrático no puede confundirse con una mera técnica formal.

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está sujeto a límites37. Con la Constitución, el pueblo/nación se transforma no ya en nacionales, sino en las acciones públicas de los ciudadanos activos, titulares de los derechos políticos que los ejercen (directa o indirectamente).

El ciudadano, a pesar del contractualismo de Hobbes o Locke, no realiza ningún pacto, como presupuesto previo de su compromiso con la construcción estatal; al contrario, en la mayoría de los casos se produce una adscripción automática -por el simple acto de nacer- a una concreta forma estatal. El eje dominio-obediencia, definidor del Estado nacional y soberano se halla modulado por la relación inclusión-participación, propia de la ciudadanía en democracia.

De aquí que no podemos seguir anclados en la paradoja de la democracia de la que nos hablara Chantal Mouffe (1999: 38-52): la democracia significa trazar fronteras entre nosotros y ellos, entre los que conforman el pueblo y los que no pertenecen a nuestra colectividad; pero la distinción entre los que integrar del demos y los de fuera no puede servir para justificar la necesidad de asimilación, la discriminación, la exclusión o, peor, la eliminación del diferente38.

La democracia tiene que prescindir de su concepción de lo político, en el sentido

schmittiano, como distinción amigo/enemigo y, por ello, con la posibilidad real de expulsión, e incluso, de aniquilación del diferente (Schmitt 2007 y 2008). Bien al contrario, debemos asumir que su mejor realización será en espacio público compartido por todos los que se hallan sujetos a un concreto orden jurídico. El modelo democrático ya no significa asimilación en la homogeneidad nacional, sino inclusión e igualdad en la participación de todos los sometidos a un ordenamiento estatal39. Y, sin embargo, la democracia si quiere ser algo más que mera forma no puede ser definida como simple medio para la creación y desarrollo del derecho, incluso en su compresión desde el incremento de la participación política de todos los sometidos a un orden social de dominación.

37 El propio Tribunal constitucional español, al determinar el sentido de la autonomía territorial como parte del todo (unidad de la Nación española), afirmó que “autonomía no es soberanía, y aún este poder tiene sus límites” (FJ 3 STC 4/81, de 2 de enero). Lo que era evidente en los primeros años de vigencia de la Constitución española, la soberanía también está sujeta a límites, ¿se ha convertido, ahora, en una ciudadanía con poder supremo no sometido a ninguna restricción? Una respuesta afirmativa imposibilitaría la defensa del Estado constitucional y sus no explícitos límites materiales para su reforma/revisión; que, aun siendo minimalista, serían, al menos, los recogidos en el artículo 10.1 de la Constitución española: la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes como fundamento del orden político y de la paz social. 38 Para lograr la ficticia homogeneidad nacional y superar la diversidad, “nation-building in the past involved some or all of the following: genocide, forced mass-population transfers, coerced assimilation, and domination and control by the ruling group” (Bellamy 2008: 71). 39 Así, por ejemplo, en Dahl, el demos debe incluir a todos los miembros adultos de la asociación, excepto residentes temporales o incapaces (1989: 70).

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Así, siguiendo a Kelsen (2000 y 2007; Sanz Moreno 2002: 121-130, y 2009: 184), podemos decir que las formas de Estado se dividen en dos: autocráticas o democráticas. En las primeras, los sometidos al ordenamiento coercitivo no participarían en su configuración y, por ello, serían meros súbditos. En cambio, en democracia los ciudadanos podrían participar en la producción de un orden jurídico que, no obstante, también sería coactivo. En el gobierno popular, el concepto de pueblo puede ser visto como objeto de derecho – sometimiento a un ordenamiento jurídico –o como sujeto de derecho– los ciudadanos que participan en su conformación, directa o indirectamente. Por tanto, para Kelsen, la diferencia no es la coactividad y la eficacia del orden, existente tanto en el modelo autocrático como en el democrático, sino la posibilidad de participación en el segundo como transformación de la libertad natural del individuo aislado (autodeterminación como obediencia a las normas por el mismo creadas) a la constricción siempre presente en todo orden social. Históricamente, los individuos no suelan participar en la creación del Estado al que pertenecen, o en la primera Constitución que inaugura el orden socio-político en el que se encuentran inmersos. De ahí que sólo en la modificación de dicho orden podrán participar los ciudadanos sometidos a sus normas y, en ese sentido, el principio de mayoría será la mejor aproximación a una idea de libertad natural que siempre muta en inevitable coerción jurídica: la metamorfosis de la irrealizable idea de libertad natural del individuo aislado a la libertad convertida en participación ciudadana en la conformación del orden social de una colectividad.

Pero, la democracia, a pesar de Kelsen y de su denuncia de la ficción de la teoría de la representación, no puede ser mera forma: no puede limitarse a la participación en la producción de normas mediante la elección por sufragio universal del órgano colegiado que, con carácter general, las crea, el Parlamento. No sólo cabe rechazar la democracia de identidad de Schmitt, tampoco nos sirve la visión formal de Kelsen y menos aún la simplificación de Schumpeter como mera técnica de acceso al poder40. La democracia no es sólo esa participación indirecta como técnica procedimental41. El contenido del orden

40 “Incluso el Estado nacionalsocialista siguió ajustándose a formalidades tradicionales”. Por eso podemos afirmar, con E. Benda, que “cuando tan sólo se requiere respetar las formas en las que se crea y aplica el Derecho, nada impide que aparezca bajo la púrpura del Derecho la mayor de las injusticias”. De ahí los riesgos de una Constitución neutra en valores y de una “concepción totalitario-decisionista de la democracia”: la mayoría soberana “decide absolutamente y sin límites” y “sus decisiones son consideradas justas con independencia de cuál sea su contenido” (1996: 489). Recordando las palabras de W. Kägi (“el Estado de Derecho es el orden en el que un pueblo políticamente maduro reconoce sus límites”; “Rechtsstaat und Demokratie”, 1953), Benda precisa los márgenes entre los que se debe mover la mayoría en democracia: no decisión absoluta; no competencia global; vinculación a las formas jurídicas; respeto a la división de poderes; y que su decisión no es justa eo ipso (496). 41 Incluso cuando el mismo Kelsen nos diga que las sociedades modernas se articulan por la división social del trabajo y el principio de mayoría, no podemos entender esa profesionalización de la política como tiranía de la mayoría, sino como transacción y compromiso con las minorías. En la democracia

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constitucional no puede ser obviado si se quiere dar a la democracia un sentido sustancial que la aleje y proteja de la tiranía de la mayoría.

La democracia como sistema político basado en la producción de normas a través de la libre manifestación de opiniones será, para Kelsen, la expresión del relativismo político. Frente a la verdad absoluta, propia de la autocracia, la filosofía democrática parte de la imposibilidad de conocer, por siempre, cuál sea la verdad (Dyzenhaus 1999: 138-140). Y, sin embargo, una democracia que no se asiente en determinados valores sustantivos no deja de ser una cáscara formal, siempre propensa a la llegada de la dictadura, aunque sea de manos de una mayoría numérica que decreta cuál es su verdad.

Para garantizar la democracia, las Constituciones ni pueden ser neutras en valores, ni confundirse con su modelo de reforma. La soberanía del pueblo en democracia no podrá nunca traducirse en un procedimiento formal e ilimitado, incluso cuando así pudiera derivarse de la literalidad del proceso de reforma inserto en el propio texto. A la realización de una técnica formal y de su fundamentación popular siempre le deberán acompañar la plasmación de los siguientes fundamentos básicos: el presupuesto universal de la dignidad de la persona y de los derechos inviolables que le son inherentes; la adecuación procedimental de la democracia como articulación de la representación política en un Estado de partido42 con diferentes niveles territoriales; y la concreción material y finalista, en cuanto incremento de la participación ciudadana y justicia re-distributiva del modelo social.

kelseniana, a pesar de su definición como sólo forma, como sólo método de creación del orden social, las minorías tienen sus derechos. El principio de mayoría no significa la absoluta dominación de la mayoría y su dictadura sobre las minorías (Kelsen 2000: 102, 106; 2007: 287). 42 Ejemplos en el Estado de partidos políticos: Alemania, art. 21.2. “Serán anticonstitucionales los partidos que por sus objetivos, o por el comportamiento de sus afiliados, se propongan menoscabar o eliminar el orden constitucional liberal y democrático o poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania”; Italia, art. 49. “…derecho a asociarse libremente en partidos para concurrir con procedimientos democráticos a la determinación de la política nacional” y DF XII, donde “se prohíbe cualquier posible reorganización del disuelto partido fascista”; Francia, art. 4. “Los partidos…deberán respetar los principios de la soberanía nacional y de la democracia”; Grecia, art. 29.1. “…la organización y la actividad de los partidos (debe) estar al servicio del libre funcionamiento del régimen democrático”; Portugal, art. 10.2. “Los partidos políticos concurren a la organización y expresión de la voluntad popular, dentro del respeto a los principios de independencia nacional y de democracia política”. Además, por su contundencia, conviene recordar la Constitución chilena: primero, reconoce una limitación al ejercicio de la soberanía (“el respeto a los derechos esenciales que emana de la naturaleza humana”, art. 5); y, después, afirma que “son inconstitucionales los partidos, movimientos u otras formas de organización cuyos objetivos, actos o conductas no respeten los principios básicos del régimen democrático y constitucional, procuren el establecimiento de un régimen totalitario, como asimismo aquellos que hagan uso de la violencia, la propugnen o inciten a ella como método de acción política” (art. 19.15º). La artificiosa distinción entre ideología y actuación se resuelve al extender la inconstitucionalidad a “objetivos, actos o conductas”.

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Desde estos fundamentos básicos, el demos desdeña la noción monolítica que lo identificaba con un sujeto colectivo con voluntad propia y, al contrario, se define desde la inclusión de todos aquellos individuos que, al encontrarse subordinados a un concreto ordenamiento jurídico, deberían estar capacitados para participar activamente en su configuración. Porque si bien reivindicar la democracia puede que sea anhelar lo imposible -y sabemos que la política es el arte de lo posible-, mejor pretender lo imposible que caer el reverso amargo de la política: esa tiranía real que siempre amenaza al gobierno de, por y para todos los que comparten los mismos espacios públicos.

De ahí nuestra apuesta final por un Estado constitucional de derecho que, sin embargo, es lo suficientemente avanzado para no pretender ni la excluyente homogeneidad sustancial del Estado-nación de siglos pretéritos -y sus políticas de asimilación, expulsión o erradicación de la pluralidad y del diferente-, ni debe sucumbir ante una concepción más cívica, pero tan positivista y vacía de contenidos que olvida que la democracia no es mera forma e imposición de la mayoría. La reconstrucción de la ciudadanía democrática será siempre adecuación a los procedimientos jurídicos, pero también, y, fundamentalmente, el desarrollo de la mayor libertad de todos los individuos en la consecución de sus derechos, el cumplimiento de sus deberes públicos y el incremento del bien común.

La democracia no es una forma de Estado entre otras posibles, sino la única manera

de fundamentar la legitimidad de un ordenamiento jurídico, siempre coercitivo, siempre distinguiendo entre gobernantes/representantes y gobernados/representados. La legitimidad democrática no será determinada sólo como forma, como procedimiento ordenado, sino por los valores y fines a salvaguardar e incrementar.

Por todo lo dicho, la limitación de una visión absoluta de la soberanía estatal -y no

sólo de los representantes como poderes constituidos, sino incluso de su titular, el pueblo como Poder constituyente- estará en la base de una nueva definición de la ciudadana que necesita la inclusión de todos los sometidos al orden jurídico y defiende el valor material de la democracia.

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