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5 LA NOTICIA DEL DOMINGO Por: Pablo Andrés Palacio Montoya, Pbro. Culminando ya el Tiempo Pascual, se nos invita a vivir unidos a Cristo manifestando dicha adhesión por el amor. Pentecostés, La Santísima Trinidad y la Fiesta de Corpus Christi, nos enseñan cómo vivir el Misterio de Dios en la vida diaria: gracias a la acción del Espíritu Santo y alimentándonos del Pan de Vida, lograremos ser imagen de la Comunión de Amor que caracteriza a Dios Uno y Trino. SEXTO DOMINGO DE PASCUA Hechos 10, 25-26. 34-35. 44-48 Delante de Cornelio, un gentil simpatizante de los judíos y temeroso de Dios, Pedro pronuncia su últi- mo discurso misionero en Hechos, que se convierte al mismo tiempo en el inicio de la evangelización de los gentiles sin insistir en la observancia de la ley mosaica y considerándolos como llamados de Dios, Quien le ha expresado al Apóstol en visión que la pureza se extiende también a ellos (v. 15). Hay un detalle que no podemos dejar pasar de largo y es el contraste entre la actitud de Cornelio hacia Pedro y lo que Dios hace con sus hijos; tra- temos de explicar: la lectura de hoy comienza na- rrando cómo aquel centurión romano hizo gran re- verencia al Apóstol, a lo que él responde, aparte de la negativa a aceptar, proclamando que en Dios no hay distinción de personas: si este extranjero hacía distinción entre Pedro y otros, el Señor no hace tal; de ahí que el kerigma anunciado en los vv. 37 – 43 concluya precisamente con la aceptación de todos aquellos que crean en Jesús, de modo que dicha proclamación queda ratificada por la presencia del Espíritu. Hasta ahora en la segunda parte de la obra lucana sólo los judíos convertidos lo habían recibido; pero, llegando sobre los gentiles, muestra que la predicación de la Palabra ente ellos tiene el mismo efecto que tuvo anteriormente en el pueblo de Israel (2,38; 8,20). De esta forma, Cornelio y su familia, creyendo en Jesús (v. 43) y sumergiéndose

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La Noticia del Domingo - El Informador 193

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LA NOTICIA DEL DOMINGO

Por: Pablo Andrés Palacio Montoya, Pbro.

Culminando ya el Tiempo Pascual, se nos invita a vivir unidos a Cristo manifestando dicha adhesión por el amor. Pentecostés, La Santísima Trinidad y la Fiesta de Corpus Christi, nos enseñan cómo vivir el Misterio de Dios en la vida diaria: gracias a la acción del Espíritu Santo y alimentándonos del Pan de Vida, lograremos ser imagen de la Comunión de Amor que caracteriza a Dios Uno y Trino.

SEXTO DOMINGO DE PASCUA

Hechos 10, 25-26. 34-35. 44-48

Delante de Cornelio, un gentil simpatizante de los judíos y temeroso de Dios, Pedro pronuncia su últi-mo discurso misionero en Hechos, que se convierte al mismo tiempo en el inicio de la evangelización de los gentiles sin insistir en la observancia de la ley mosaica y considerándolos como llamados de Dios, Quien le ha expresado al Apóstol en visión que la pureza se extiende también a ellos (v. 15). Hay un detalle que no podemos dejar pasar de largo y es el contraste entre la actitud de Cornelio hacia Pedro y lo que Dios hace con sus hijos; tra-temos de explicar: la lectura de hoy comienza na-rrando cómo aquel centurión romano hizo gran re-verencia al Apóstol, a lo que él responde, aparte de la negativa a aceptar, proclamando que en Dios no hay distinción de personas: si este extranjero hacía distinción entre Pedro y otros, el Señor no hace tal; de ahí que el kerigma anunciado en los vv. 37 – 43 concluya precisamente con la aceptación de todos aquellos que crean en Jesús, de modo que dicha proclamación queda ratificada por la presencia del Espíritu. Hasta ahora en la segunda parte de la obra lucana sólo los judíos convertidos lo habían recibido; pero, llegando sobre los gentiles, muestra que la predicación de la Palabra ente ellos tiene el mismo efecto que tuvo anteriormente en el pueblo de Israel (2,38; 8,20). De esta forma, Cornelio y su familia, creyendo en Jesús (v. 43) y sumergiéndose

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en Él (v. 48) participan en el Pentecostés otorgado en un comienzo a los judíos de Jerusalén. El reto ahora consistirá, en términos de la segunda lectura y del Evangelio, en “permanecer en su amor”.

Salmo 98 (97)

Este salmo canta el gobierno universal de Dios cuyo fundamento es ante todo la justicia. Los vv. 1 – 3 hacen referencia al pasado histórico de la salva-ción obrada en favor de su pueblo; dos elementos son dignos de mención: 1) El Señor, con su poder, ha derrotado los enemigos del pueblo elegido y 2) Testigos de esta victoria son las naciones (v. 2) y los confines de la tierra (v. 3). Con la liberación de Babilonia, Dios se ha presentado como el soberano del cosmos a la vista de todos los demás pueblos y ha ratificado su misericordia y fidelidad en favor de Israel, nación que sintió cómo, a pesar de su continua infidelidad a Dios, Él permaneció siempre fiel y le dio una nueva oportunidad. Por eso la ala-banza se hace progresivamente más sublime, y el v. 4 con encuentra su clímax: toda la creación es invitada a dar gloria al Único que hace maravillas. El universalismo de la primera lectura y del alcance del amor en el Evangelio, es ya insinuado en este bellísimo himno.

1 Juan 4, 7 – 10

Hemos descrito ya en comentarios precedentes la difícil situación a la que se enfrentaba la comunidad joanea: algunos disidentes, empapados de doctri-nas gnósticas, aseguraban conocer a Dios, pero negaban dos realidades fundamentales: la huma-nidad de Cristo y la necesidad de amar a los her-manos; frente a esta última realidad se pronunciará el autor sagrado en la lectura de hoy. Si la actitud característica del mundo es el odio (3,13), el cris-tiano, a diferencia de los falsos profetas es un ser que ama! Pero … ¿de dónde proviene el amar o, en otras palabras, por qué pertenece a la fe el he-cho de darse desinteresadamente por medio de un amor oblativo, que el NT llama “agápē”? Juan no ha podido encontrar razón más profunda que esta: el agápē viene de Dios (4,7), porque esta es, por así

decirlo, su esencia; dicho de otra manera: Dios es total donación, total desinterés por sí mismo, total entrega (4,8) y, si preguntáramos cómo ha mani-festado serlo, el mismo Apóstol nos responde que ha sido capaz de enviar a su Hijo Único como ex-piación por nuestros pecados, aún cuando nosotros no hubiésemos hecho mérito alguno. Ya lo afirma Rudolf Schnackenburg, considerado por Benedicto XVI1 el más importante exégeta católico de la se-gunda mitad del siglo XX: «La culminación del amor está en que Dios colmó con misericordia el abismo abierto por el pecado entre el mundo, necesitado de redención y alejado de Él» Y más adelante con-cluye a propósito de la inexplicable actitud divina: «Estas ideas no tienen ningún paralelo extracris-tiano. Contienen un acervo de ideas genuinamente cristianas que nuestro autor ha escudriñado hasta sus honduras más profundas. En ellas él reconoce el cristianismo como la religión del amor»2

He ahí, pues, el tema central del Evangelio de hoy.

Juan 15, 9 – 17

Decíamos una semana atrás que Jesús es presen-tado en el capítulo 15 como la verdadera viña del Señor; afirmábamos, además, que Él no está solo, sino unido a unos sarmientos, aquellos que han decidido seguirlo, y que están invitados a perma-necer en Él (alusión a la Eucaristía) y a dar fruto (muriendo como el grano de trigo). Centremos aho-ra nuestra atención en la conjunción “como”, que marcará dos ideas centrales del texto que hoy pro-clamamos: hemos de tener presente que “como” puede decirse en griego empleando “hōs”, o bien, por medio de “kathōs”, que es la que aparece en nuestro discurso. Ahora bien: dice Roberto Mercier3 que “mientras que la primera indica una semejanza sencilla entre las partes comparadas, la segunda expresa una estrecha conformidad entre los su-jetos implicados; tiende a insinuar una correspon-dencia tan exacta e íntima entre ellos, que se intuye una participación mutua de naturaleza”. Destaque-

1 En su obra “Jesús de Nazaret. Primera Parte: desde el Bautismo a la Transfigura-ción. Planeta: Bogotá 2007, p. 8.

2 R. SCHNACKENBURG, Cartas de San Juan: Versión, Introducción y Comentario. Barcelona, Herder, 1980, p. 256.

3 El Evangelio según “el Discípulo a quien Jesús amaba”. Tomo II. Santa Fe de Bogo-tá, San Pablo 1995, pp. 217.

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mos, entonces, las dos ideas expresadas con dicha conjunción:

1) Los discípulos están unidos a Jesús por el mismo amor con que el Padre lo ama; en otras palabras: el amor oblativo (tema de la segunda lectura), que se dona, que se entrega hasta las últimas consecuencias (verbo “agapáō”) es lo que carac-teriza aquello que hace la vid por los sarmientos; de ahí que la permanencia en ese amor sea una exigencia trascendental, que ha de manifestarse por medio del otro “como”.

2) Se trata del amar como Cristo nos ha amado (v. 12), hasta dar la vida: «nadie tiene amor más grande, que el que da la vida por sus amigos» (v. 13).

Observamos, así, que el agápē pasa del Padre a Jesús, de Jesús a sus amigos y de sus amigos a toda la humanidad: quien está unido a la vid ver-dadera no puede sino experimentar que por sus ramas corre una savia que nutre: aquella del amor desinteresado. Ese es precisamente el fruto que Cristo espera de nosotros: que amándonos hasta las últimas consecuencias, permanezcamos en Él y vivamos una auténtica donación. Prestemos aten-ción, finalmente, a un detalle: un árbol da fruto li-teralmente “de balde”: ¿de qué le sirve o en qué lo beneficia? El fruto es útil sólo para los demás; he ahí, pues, el llamado del Maestro en este Domingo: aprender a dejar de lado nuestros propios intere-ses, tal como Él hizo por nosotros, arriesgándose a dar todo de sí, tal como el Padre lo hizo al enviar-nos a su Hijo como expiación por nuestros pecados (1 Juan 4,10).

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Hechos 1, 1 – 11

Ya desde el inicio del segundo volumen de su obra, Lucas deja claro que la fuerza motriz que impulsa la misión de la Iglesia luego de la Ascensión de Jesús es el Espíritu Santo. En efecto, el Resuci-

tado se apareció a los Apóstoles durante cuarenta días, número cargado de un hondo simbolismo, ya que indica el tiempo necesario para que se obre un cambio. Y el cambio del que hablamos es claro: la misión terrena de Cristo ha concluido; ahora ha comenzado “el tiempo de la Iglesia”, que con su predicación prolonga la obra del Maestro, que no es otra sino el Reino de Dios (v. 3). En otras palabras: Jesús sigue vivo y presente en medio de la historia y del mundo, pero a través de sus testigos, quie-nes deben hacer todo el esfuerzo posible para mos-trar que Él nos ha abierto las puertas del cielo; es por esto que la pasividad y la negligencia no tienen razón de ser (tal como afirmaremos a propósito del Evangelio): los elegidos deben disponerse a la ac-ción! En efecto, las primeras generaciones de cris-tianos (Pablo, por ejemplo), esperaban una Parusía inminente, pero con el tiempo ésta se fue dilatan-do, de modo que los creyentes seguían “mirando al cielo” y muchos de ellos no habían asumido el serio compromiso de cambiar el mundo: “¿para qué cam-biarlo, si ya está por llegar el Señor”, decían. Es por esto que las palabras de aquellos hombres vestidos de blanco (Hch 1, 10-11) son una invitación a la ac-ción: “vayan a trabajar, vayan a anunciar lo que el Maestro les enseñó, para que, cuando regrese, los encuentre cumpliendo con su mandato!”

Salmo 47 (46)

La idea dominante en este salmo es la proclama-ción solemne del señorío divino en medio de una gozosa procesión del arca ingresando a Jerusa-lén. Todo comienza con una invitación a alegrarse en Dios (v. 2) y tres son los motivos que fundamen-tan dicha alegría (v. 3), que consisten en tres ca-racterísticas divinas: 1) Él es “Altísimo”, es decir, trascendente. 2) Es “tremendo”4. 3) El último atri-buto divino es su realeza.

El v. 6, con el que respondemos al salmo, habla de “la ascensión divina”; aquí se emplea el verbo “‘lh”, que habitualmente se usa para referirse a la

4 Aquí se emplea el término hebreo “nôrāۥ”, el mismo que se usa para hablar de las maravillas del éxodo: Ex 15,11; Dt 7,21; 10,17. Lo que se quiere expresar es que el Altísimo se hace cercano.

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procesión hacia el templo de Jerusalén (Is 2, 2-5). De esta forma, el Altísimo, aún conservando su ple-na trascendencia, ha querido permanecer entre los suyos en el lugar sagrado por excelencia. Recapi-tulemos lo dicho: las naciones de la tierra han visto las maravillas que Dios ha obrado con su pueblo y son invitadas a adherirse a Él en actitud de alaban-za gozosa: Él es Rey, es Altísimo, y merece toda la gloria y honor, precisamente porque desde su plenitud ha querido compartir nuestras limitaciones Así, a Aquel que se ha abajado, suben ahora las alabanzas de quienes le entregan su vida.

Efesios 1, 17 – 23

Como hemos dicho en otras ocasiones, el autor de esta carta tiene como finalidad invitar a la unidad a cristianos provenientes del judaísmo y aquellos que antes eran gentiles; pero dicho propósito sólo es posible gracias al conocimiento de Cristo Je-sús. Es por eso que luego de la bendición a Dios (1, 3-14), comienza la parte doctrinal de este escri-to (1,15 – 3,21), cuya primera sección es una ac-ción de gracias (1, 15-23) en la que se enmarca el texto que hoy proclamamos: el autor alaba la fe y la caridad de los gentiles y pide que ellos puedan conocer cada vez más a Cristo Jesús, en Quien el “poder fuerte” de Dios (v. 19) se ha manifestado plenamente por medio de la Resurrección y exalta-ción a su derecha. Dos enseñanzas emergen de los vv. 22-23: 1) La Iglesia no puede vivir sin Cris-to. Hablamos así de una relación de dependencia que se manifiesta en el símil del cuerpo: la comu-nidad necesita absolutamente de su Cabeza. Ade-más, ya que Cristo crucificado es “instrumento de reconciliación” (2, 13-18), los creyentes tienen un imperativo urgente en sus vidas: vivir como Aquel que nutre el cuerpo. 2) Cristo ha precedido a la Iglesia: hablamos de una relación de solidaridad: existiendo una íntima unión entre los creyentes y Cristo, donde llegó la Cabeza ha de llegar todo el cuerpo. Los cristianos están llamados, por tan-to, a la vida eterna, donde todo es unidad, donde no habrá división alguna. De esta forma, ante una grave situación de división al interno de la comuni-dad, el autor de esta epístola se dará a la tarea de

enseñar progresivamente cuáles son las directrices recibidas de Aquel que es Cabeza y sin Quien no es posible vivir. Si Él ha sido exaltado, la comuni-dad que lo sigue también recibirá ese honor, pero en la medida en que no se desvincule del que la guía y orienta.

Marcos 16, 15 – 205

La ascensión de Jesús al cielo no significa en modo alguno la separación entre Él y los creyentes; por el contrario: estos han de ser capaces de mostrarlo vivo y presente en el hoy de la historia. Es por eso que culmina el Evangelio con un imperativo que de-muestra la urgencia y necesidad del cumplimiento: “poniéndoos en marcha, predicad el Evangelio”6. Los discípulos, habiendo regresado a Galilea para “deshacer los pasos” con el Resucitado y releer así la experiencia de encuentro prepascual con Él, no pueden quedarse quietos, de ningún modo pue-den acomodarse! Jesús Resucitado es sumamente exigente y les dice que de ahora en adelante no pueden permanecer inactivos; la primera frase casi que tiene un sabor a imperativo: “poneos en mar-cha SIEMPRE”, y subrayamos el “siempre” por el carácter durativo del participio. Ahora bien: ¿en qué consiste la actividad ininterrumpida que han de rea-lizar? Marcos nos habla de una proclamación gozo-sa: el Evangelio, que, desde la perspectiva misma de esta obra, especialmente en su versículo inicial (1,1), no consiste en otra cosa, sino en presentar a Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Llegamos a un punto en que las piezas encajan: los discípulos, convencidos de la centralidad de Cristo en sus vi-das, han de anunciarlo con palabras y obras.

De la proclamación y consiguiente aceptación de Cristo como Señor, sigue la celebración por medio del Bautismo y la ratificación por medio de unos

5 Esta reflexión hunde sus raíces en las grandes obras del PADRE DAVID KAPKIN: no se trata simplemente de un “homenaje postmortem”, ya que en vida muchísimas veces valoramos sus escritos, siendo frecuentemente citados y tenidos como punto de referencia no pocas veces en estos comentarios. Que aquel que con su entrega nos enseñó a amar la Escritura nos sirva hoy de ejemplo para que, viviendo como “hijos de la Luz” (1 Tsl 5,5 tema de su Tesis de Licencia), podamos acrecentar el deseo de llegar donde llegó Cristo, nuestra Cabeza.

6 Encontramos aquí un participio (“poniéndoos en marcha”), que expresa una acción durativa y un imperativo (“predicad el Evangelio”), que no siendo presente sino ao-risto, manifiesta que debe cumplirse cuanto antes. Algo parecido encontraremos en el Evangelio de la Santísima Trinidad.

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signos concretos (entre ellos exorcismos y cura-ciones), que recuerdan lo mismo que hacía Jesús en la proclamación del Reino. En otras palabras: la evangelización ha de procurar demostrar con sig-nos palpables y tangibles la victoria del bien sobre el mal.

Jesús, siendo recibido en el cielo, llevó a plenitud el Reino de Dios; de ahí que, como soberano, se haya sentado a la diestra de Dios (Cf. Sal 110,1); sin embargo, el Reino entre nosotros sigue cami-nando hacia dicha plenitud, de modo que sea tarea y compromiso esencial de todo discípulo anunciar gozosamente a Cristo por medio de las palabras y de las obras que ratifican las mismas. La Cabeza ha llegado ya a la meta; pero, mientras los miem-bros alcanzamos la plenitud anhelada, hemos de reproducir en nuestras vidas el dinamismo (“po-niéndonos en marcha”) y la capacidad de mostrar la victoria del bien sobre el mal.

PENTECOSTÉS

Hechos 2, 1 – 11

Lo que se anunciaba de manera programática en el texto del Domingo anterior (Hch 1, 1-11: el inicio del “tiempo de la Iglesia”) y que encuentra su prime-ra expresión en el texto de hoy, es lo que se hará realidad a lo largo de la segunda parte de la obra lucana gracias a la acción del Espíritu Santo. Todo comienza el día de Pentecostés, nombre griego dado a la “Fiesta de las Semanas” (Dt 16, 9 – 11) en la que se ofrecían a Dios los frutos de la cosecha. Aquel día se hizo patente un fenómeno auditivo y visual representado en el viento impetuoso y en las lenguas de fuego, imágenes del Espíritu en cuanto a dinamismo y fuerza que capacita para hablar7; y el contenido del mensaje es bien claro: las mara-villas de Dios, aspecto que viene ratificado por el entendimiento que logran los extranjeros venidos a Jerusalén para la fiesta. He ahí el primer fruto del Espíritu en esta Fiesta de la Cosecha: los Apósto-

7 Para el viento y el fuego de origen celestial simbolizando la presencia de Dios, Cf. Sal 104,4; Ex 3,2; 14, 20.24; 1 Re 19, 11-12.

les pasan de ser cobardes a ser valientes predica-dores del amor divino, y su testimonio conduce ante todo a la unidad de aquellas personas provenientes de las más diversas culturas. Así pues, pidamos al Espíritu Santo nos conceda la gracia de vivir la uni-dad en medio de nuestras diferencias; sólo así será posible vivir nuestra fe en pequeñas comunidades que lleguen a ser sal y luz para el mundo.

Salmo 104 (103)

Este bellísimo himno a la creación presenta al Creador y a las creaturas (en el centro el ser huma-no) en un ambiente festivo y de alegría, mientras los pecadores son eliminados (v. 35). Se muestra así una visión santa del cosmos que recuerda el estribillo de Génesis 1: «Y vio Dios que todo era bueno». Todo en él es, como su nombre lo indica, una perfecta armonía, y el motivo que la hace posi-ble es la providencia divina que da estabilidad a la tierra en medio de las aguas caóticas (vv. 5 – 9) y que por medio de una creación continuada dispone todo para la conservación del ser (vv. 14 – 22 y 27 – 28). Aparece entonces el ser humano en el centro de la escena (v. 23) y con su trabajo extrae de la tierra el fruto para poder vivir. Ahora bien: la conservación de esta armonía depende de su res-ponsabilidad ante el gran don que Dios le concedió para administrar. En efecto, el v. 35 nos aclara que sólo el hombre pecador puede tergiversar la crea-ción: los impíos, con su mal e injusticias, atentan contra la perfección y la alegría cósmica, son como una sombra de la gloria del Señor, ofuscan la luz de esta obra de arte que es el creado y es por eso que se pide el regreso al proyecto original: que toda la creación obedezca al designio divino. Para tal fin, es necesaria la presencia del Espíritu capaz de renovar la faz de la tierra (v. 30): Él, con su ac-ción vivificadora, puede hacer que toda la creación, con el ser humano al centro, viva para dar gloria al Creador.

1 Corintios 12, 3b-7. 12-13

Uno de los más graves problemas de la comuni-dad de Corinto consistía en que cada uno se sen-

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tía feliz con las cualidades recibidas de Dios, pero buscando su propio provecho y a veces con un gran desentendimiento de las necesidades ajenas. Es por eso que el Apóstol les hace saber desde el principio cuál es el criterio por medio del cual de-ben ser interpretados dichos carismas: el Espíri-tu Santo, gracias al cual todo creyente bendice a Jesús y lo reconoce como su Señor (v. 3); quien no sigue las enseñanzas del Maestro, sino que se dedica a buscar su propio bien, no hace más que “maldecirlo”, negando así toda acción al Paráclito (v. 3). La diversidad entre los miembros de la co-munidad se presenta en los versículos siguientes como una realidad más que evidente: se da a nivel de los dones, los servicios y las funciones; pero en medio de esta pluralidad hay algo que une: Dios mismo, Quien es ante todo unidad en el amor. De esta forma, se deduce que, si los carismas, siendo tan diversos tienen un origen común, han de servir a un propósito común: el Espíritu los reparte para el bien de todos (v. 7). Se comprende así, que la razón de ser de un carisma, su esencia, no es otra sino construir la comunidad eclesial. Y para que no quede dudas de esto, Pablo comparará la co-munidad no con una institución, sino con un cuerpo (vv. 12-13), es decir, con un ser viviente dotado de razón. Así pues, la comunidad existe para dar vida, para manifestar el deseo de una mutua entrega y todo esto es posible gracias a la acción del Espíritu Santo, Quien, fomentando la unidad entre los cre-yentes, les permite “separarse”8 de un mundo en el que reina la división y el egoísmo, al mismo tiempo que los capacita para que se lleguen a ser signos de una conversión que se manifiesta en la unidad.

Juan 15, 26 – 27. 16, 12 – 159

El texto que hoy proclamamos nos presenta la mi-sión del Espíritu Santo en tres momentos:

1) En primer lugar, se habla de Él como Quien da testimonio de Jesús. Observemos que, desde el

8 Este es precisamente el significado del adjetivo hebreo “Qādōš” que califica al Espí-ritu: Él es “Santo” en cuanto separa de lo profano y permite acercarse dignamente a Dios.

9 Comentamos la segunda opción de Evangelio que la liturgia propone para esta Solemnidad

inicio del Evangelio, la misión del Verbo que ha bajado del cielo es salvar a los hombres denun-ciando el pecado; sin embargo, dicha misión no ha contado con una aprobación unánime, ya que el mundo y especialmente la clase dirigente judía ha comenzado a acusarlo. Es entonces cuando varios testigos se levantan para defender a Je-sús: Juan Bautista (1,7), el Padre (10,38), Moi-sés, que escribió sobre Él (5,46), etc. He aquí, pues, otro gran testigo que aparece en este con-texto jurídico: el Paráclito: su presencia manifies-ta que el Salvador es digno de confianza y que sólo a Él se debe escuchar. En efecto, si el tes-timonio viene nada más y nada menos que del Espíritu, es posible creer que Jesús es el Cristo, el Ungido, el Salvador.

2) La idea anterior, propia de 15, 26 – 27, es ratifica-da ahora en 16, 12 – 15, donde pasamos del am-biente jurídico al de la enseñanza: la función del Espíritu es guiar, conducir a la verdad plena, que no es otra sino Jesús (14,6). Observemos aquí una particularidad del texto: el verbo “hodēgéō”, empleado en el v. 13, viene de la misma raíz de “hodós”, camino. De ahí que la enseñanza del Espíritu consista en guiar hacia Cristo, hacer que cada persona se adhiera a Él, y de esta forma pueda entrar en comunión con el Padre. Vemos, entonces, cómo la Trinidad está implicada en este misterio de hacer alianza con los creyentes.

3) Si tenemos en cuenta el contexto global del rela-to, en el que poco a poco irá apareciendo el Pa-ráclito, y volviendo a 15,27, es posible compren-der cómo cada creyente, gracias a su asistencia, está llamado a dar testimonio de Cristo ante un mundo que, como en el Cuarto Evangelio, se obstina cada vez más en rechazarlo.

El día de nuestro Bautismo y Confirmación re-cibimos el Espíritu Santo y Él nos capacitó para ser otros Cristos. Permitamos, pues, que su en-señanza y testimonio sobre Jesús nos lleve a ad-herirnos plenamente a Él, de modo que podamos iluminar nuestra sociedad desde su presencia amorosa.

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LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Deuteronomio 4, 32 – 34. 39 – 40

Hacia el año 622 a.C. fue encontrado en el Templo de Jerusalén un libro que contenía una serie de leyes dadas por Dios a Moisés y que habían sido olvida-das durante el largo reinado de Manasés. Ahora que su nieto Josías se preparaba para la gran reforma re-ligiosa, este libro, llamado “deuteronomio” (“segunda ley”, en cuanto complementa las ya existentes), caía como anillo al dedo. Sus ideas principales las pode-mos resumir de la siguiente manera: Israel ha sido elegido gratuitamente por Dios, Quien se ha enamo-rado de él (“hašaq”: 7,7; 10,15), llegando incluso a pactar una alianza. Ahora bien: ante este amor, el pueblo está llamado a responder de igual forma, y la mejor manera de hacerlo es observando la Ley, que, desde esta perspectiva no es algo frío y seco, no es una carga, sino la manera de demostrar el amor a Dios y serle fiel; de ahí que deba quedar grabada en la mente, en el alma, y estar atada a la mano, como señal del deber que se ha asumido libremente.

Tratemos de analizar el texto que hoy proclamamos en el contexto apenas mencionado: los primeros capítulos (1 al 4) son un gran discurso de Moisés en el que recuerda el recorrido desde el Sinaí (llamado “Horeb” en esta tradición) hasta Moab, al oriente de Israel. De esta forma, los principios fundamentales de la escuela deuteronomista se hacen evidentes en cuanto, advirtiendo sobre el peligro de la idola-tría (4, 1 – 31), resaltan la acción salvadora de Dios (vv. 32 – 34) con el consiguiente compromiso que asume el pueblo elegido de guardar la Ley para en-tregarse sólo a Él (vv. 39 – 40).

Pero vayamos más allá: ¿cómo ilumina este pasaje la Solemnidad de la Santísima Trinidad? Tres bre-ves respuestas nos pueden ayudar:

- La acción típica de Dios es la liberación: Él no quiere que sus hijos sean esclavos, Él no per-manece impasible e inmóvil ante el sufrimiento humano, sino que es capaz de hacer historia con nosotros y nos acompaña.

- Si Dios libera, hemos de reconocer que Él es el único Dios y por tanto hemos de rechazar cualquier tipo de postración ante las falsas divi-nidades de nuestro mundo que, en vez de sal-varnos, no hacen más que esclavizarnos.

- Todos los medios que la Iglesia nos ofrece para acercarnos a Dios nos sirven como referente en la respuesta que estamos llamados a dar a Aquel que nos amó primero, de la misma forma que Israel se aferró a los mandamientos para tal fin.

Salmo 33 (32)

Para el autor de este himno de alabanza el mundo ha sido diseñado por Dios como un “cosmos”, es decir, un conjunto de realidades perfectamente or-denadas: el Creador nada improvisa, sino que todo lo dispone en perfecta armonía, dando vida con su palabra y dirigiendo la historia. Pero el orante va más allá: la eficacia de la palabra divina se reve-la, además de la creación (tema que desarrollará ampliamente en los vv. 6 – 17), en el pacto entre el Hacedor y sus creaturas, que se evidencia por medio de los tres términos propios de la Teología de la Alianza: justicia – derecho – misericordia10. Ahora bien: el ser humano, culmen del creado, es el principal receptor de esta acción divina: Dios lo mira desde el cielo (v. 18) y lo libra de todo aquello que atenta contra la armonía de su existencia (19). El Padre desea con amor la comunión plena con sus hijos!

Romanos 8, 14 – 17

Recordemos que si los capítulos 1 al 4 de esta car-ta insisten en el aspecto teológico (justicia divina y fe como medio para alcanzarla), la perspectiva de Romanos 5 – 8 es más soteriológica, en cuanto describe el “status” presente y futuro de los bauti-zados, es decir, de quienes han logrado la justifica-

10 La Justicia implica cómo regular la relación del ser humano con Dios, consigo mismo, con los demás y con las cosas materiales. El Derecho viene a sistematizar el espíritu de la Justicia por medio de una serie de preceptos y normas. La Misericor-dia, por su parte, es el ya muchas veces mencionado “hésed” hebreo, que designa ante todo la fidelidad amorosa de Dios en relación con sus hijos.

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ción por la fe: esta nueva sección pretende demos-trar su estar EN y CON Cristo gracias al don del Espíritu Santo. Según la disposición retórica, de la que Pablo es experto, en el v. 1 se nos presenta la idea principal: «no hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús»; y la primera razón es la presencia en ellos del Espíritu de vida, que los guía y los libera de dicha situación (v. 2). Ahora bien: llegado el momento de presentar las pruebas de lo que se acaba de afirmar, encontramos al me-nos tres:

+ Los vv. 3 – 4 hablan de lo que ha ocurrido en el pasado: el envío del Hijo.

+ Los vv. 5 – 13 harán énfasis en el presente: los bautizados, animados por el Espíritu Santo.

+ Los vv. 14 – 17, que hoy proclamamos, constitu-yen, por así decirlo, un ”alargamiento final” y evi-dencian la acción trinitaria en quienes han hecho la opción por Jesús. El movimiento es simple, pero profundo: el Espíritu Santo nos hace to-mar conciencia de nuestra filiación (“Abbá”), de modo que, siendo hijos en el Hijo, llegamos a ser coherederos de su gloria.

Mateo 28, 16 – 20

El año pasado comentábamos este mismo pasaje en la Solemnidad de la Ascensión. Dada la impor-tancia del texto en cuanto a la Misión Continental, quisiéramos conservar las líneas escritas, a las que añadiremos ahora una breve mención sobre la fór-mula bautismal.

Las últimas instrucciones de Jesús a los Once, que han regresado a Galilea, donde tuvo inicio su mi-sión, son de absoluta importancia, de modo que de la buena comprensión que hagamos de ellas dependerá en gran parte la fidelidad al proyecto evangelizador de Nuestro Señor. Por eso centra-remos nuestra atención en los vv. 19 – 20: tres son las acciones que deben realizar los seguidores del Maestro: Hacer discípulos, Bautizar y Enseñar. El orden en que son presentadas da una primera in-

dicación, aspecto que viene ratificado por la cons-trucción gramatical de la oración11. Así pues, la primera acción de todo evangelizador, aquello que debe hacer por encima de todo, es “HACER DIS-CÍPULOS”, luego de lo cual y en medio de lo cual se pasa a la celebración y a la catequesis, medios para profundizar la experiencia de seguimiento del Maestro. Repitamos una vez más: lo trascenden-tal en la misión eclesial es permitir que todas las personas tengan un encuentro vivo y personal con Cristo, de modo que hagan de Él lo absoluto y normativo en sus vidas, experiencia que luego es alimentada por medio de los sacramentos y la en-señanza. Esto es lo que quiso Jesús y esto es lo que hacían los primeros cristianos; desafortunada-mente, nos hemos ido acostumbrando, en muchos casos, simplemente a celebrar y catequizar (lo cual obviamente es importante!), sin preocuparnos por el discipulado de quienes se benefician de dichas acciones. La consecuencia de construir sin cimien-tos, es entonces evidente: no todos los que parti-cipan en la Eucaristía ni todos los que asisten a la catequesis presacramental se comprometen en la fe; sólo pocos logran hacerlo. Corresponde, pues, a todos nosotros, acogiendo la invitación de la Misión Continental, el disponernos para vivir un verdadero y auténtico discipulado, base firme y necesaria en la que se sostiene la vida eclesial.

Pero prestemos atención a la fórmula trinitaria del Bautismo (v. 19): si la misión eclesial, insistimos, se fundamenta en el discipulado y el discipulado no es otra cosa sino aprender de Jesús Maestro, gracias a Él logramos entrar en la comunión de Dios Trini-dad, ya que Él es el camino que conduce al Padre (Jn 14,6), Él es Quien nos regala su Espíritu para animarnos en el apostolado (Jn 20,22). Desde esta perspectiva se comprende que el bautismo pro-puesto en el v. 19 implica una adhesión total a Dios, comunión de amor o, como afirma Kapkin, “con el uso de la fórmula trinitaria el bautizado es como en-tregado en propiedad al mismo Padre de Jesús, su Hijo, que actúa por medio de su Espíritu”12.

11 En efecto, de los tres verbos, el que rige la proposición es “mathēteuō” (hacer discí-pulos), ya que está en imperativo aoristo. Los otros dos verbos: “baptízō” (bautizar) y “didáskō” (enseñar), estando conjugados en participio presente, se sobreentien-den subordinados a la acción principal, determinada por el verbo inicial.

12 Mateo 2 (16 – 28). Discípulos: todos los Pueblos. FUNLAM, Medellín 2004, p. 448.

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Vemos, pues, como la Solemnidad de la Santísi-ma Trinidad nos invita a repensar la evangelización que, partiendo del discipulado, se convierta en una entrega absoluta a las tres divinas personas, actua-lizando dicha experiencia en la vida de pequeñas comunidades.

EL CUERPO Y LA SANGRE SANTÍSIMOS DE CRISTO

Éxodo 24, 3 – 8

Luego de haber sido liberado de Egipto y de su marcha hacia el Sinaí, Israel se dispone ahora a celebrar la Alianza con Dios, hecho que se va pre-parando desde el cap. 19. En primer lugar, Dios da a conocer a Moisés las clausulas del compromiso manifestadas en el Decálogo (20, 1 – 21) y el Có-digo de la Alianza (20,22 – 23,33); Moisés las co-munica al pueblo (24,3) y este se compromete a un cumplimiento absoluto y radical (vv. 4. 7).

El hecho en mención no es extraño para el lector atento del AT, quien ya ha sido testigo de la alian-za sellada con Abrahán (Gen 15); sin embargo, los contrayentes con Dios se multiplican, ya que se trata de todo el pueblo, aquel que había liberado de Egipto, aquel que había sido infiel en la trave-sía por el desierto (Ex 17). En este orden de ideas, se comprende el compromiso divino, que se da por entero y que no recuerda las maldades cometidas; sin embargo, si Él ha sido capaz de darse por com-pleto, Israel ha de aprender a entrar en comunión perfecta con el Liberador y qué signo más evidente podía existir que la sangre, elemento que dentro de la cultura hebrea simbolizaba la vida. De esta for-ma es posible comprender mejor el ritual celebrado para ratificar la alianza: el altar, signo de Dios, es rociado con sangre, así como también el pueblo. En pocas palabras: el compromiso establecido no consiste en otra cosa sino en compartir la vida, la existencia: Dios había decidido vivir sólo para sus hijos, y ellos, a su vez, entregarían todo su ser a Aquel que había sido siempre fiel.

Celebrando, pues, el día de Corpus, recordemos que en la Eucaristía, por medio de la sangre de la alianza nueva y eterna, Cristo ha querido compartir literalmente todo, absolutamente todo: no ha deja-do nada para sí, no se ha guardado nada, se ha vaciado completamente como señal de su compro-miso con nosotros. ¿Qué podremos hacer para res-ponder a nuestra parte del pacto?

Salmo 116 (115)

Proclamamos hoy la segunda parte de este himno (vv. 12 – 19), que se caracteriza ante todo por re-presentar una gozosa liturgia de acción de gracias en la que se bendice a Dios porque ha cambiado la penosa situación descrita por el orante en los vv. 3 al 11.

Todo comienza con un reconocimiento de aquello que Dios ha obrado en la vida del salmista y se habla de “beneficios”: este sustantivo en hebreo, proveniente de la raíz “gml” indica sobre todo la ac-ción salvífica del Señor en la historia del pueblo. La gratitud se enmarca en un sacrificio de acción de gracias (v. 17), al cual seguía un banquete; por eso se habla de “la copa de la salvación”. El orante se siente movido a “invocar el nombre del Señor”, hecho ya mencionado en el v. 4; pero mientras allí se trataba de una súplica estando ya cercano a la muerte, ahora se trata de celebrar que su presencia lo ha salvado. Es por eso que la gratitud se mueve en dos direcciones:

+ En el v. 15 encontramos un resumen de todo el salmo: el salmista, que parecía un moribundo, ha sido salvado y comprende que Dios no quiere la muerte del justo, ya que no escucharía más su alabanza.

+ Después de haber sido arrebatado del terrible amo, que es la muerte, el orante se transforma en siervo del Señor, tal como era costumbre para los hijos de esclavos ya al servicio de un dueño. Su más ardiente deseo es consagrar su vida por entero a Aquel que le ha dado nueva-mente la vida.

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Es posible deducir que el salmista personifica al pueblo de Israel que ha pasado de la muerte a la vida, de la esclavitud (“rompiste mis cadenas”) a la libertad y que a partir de aquel momento llega a comprender que su vida depende sólo de Dios, su único Señor, su único amo. La experiencia de la vida recobrada es lo que nos debe mover a dar la vida por los demás, de modo que muchos moribun-dos tengan aún esperanzas de alabar a Dios por todo el bien que les ha hecho.

Hebreos 9, 11 – 15

Hemos ya afirmado en comentarios precedentes que la situación de los primeros cristianos venidos del judaísmo, quienes añoraban con nostalgia el esplendor del culto del templo ya destruido y que cuestionaban el sacerdocio de Jesús por no proce-der de la tribu de Leví, motivo al autor sagrado a escribir este sermón, con el fin de aclarar las inquie-tudes apenas citadas.

Desde el inicio del capítulo 9 el hagiógrafo se ha propuesto como finalidad mostrar la superioridad del sacerdocio de Cristo con respecto al de los le-vitas y lo hace recurriendo a una serie de compa-raciones:

- Los levitas eran pasajeros y transitorios, ya que morían; en cambio el sacerdocio de Cristo, que no muere más, permanece para siempre.

- Los levitas celebraban diariamente el culto en un templo terreno; Cristo, por su parte, entró una sola vez en el Santuario del cielo (vv. 11 – 12).

- Los levitas ofrecían a Dios sacrificios de anima-les; pero Cristo, con un solo sacrificio, el de la entrega amorosa de su propia vida!, obtuvo el perdón de los pecados. He ahí el punto crucial de nuestra lectura en el contexto de esta Fiesta de Corpus: si los levitas empleaban sangre aje-na (de toros, ovejas y cabras) para realizar sus ofrendas, Cristo ofreció a Dios su propia san-gre, pura y sin mancha, para purificar a la huma-nidad (vv. 13 – 14).

Todo lo expresado hasta aquí llega a su máxima expresión en el v. 15, que recoge el mensaje cen-tral de la primera lectura y del Evangelio: Cristo, compartiendo la vida, al derramar su sangre, es mediador de la Nueva Alianza, en la que todo es gracia: Dios se ha entregado aún a pesar de nues-tra falta de méritos y lo ha hecho para llamarnos a la eterna comunión con Él, aquello que el autor llama “la herencia eterna prometida”.

En cada Eucaristía Cristo sigue derramando su sangre, sigue llamándonos a una perfecta comu-nión de amor, sigue mostrándonos que vivir nuestro sacerdocio, sea como bautizados, que como minis-tros, lleva a plenitud la Alianza Nueva y eterna.

Marcos 14, 12 – 16. 22 – 26

Dos escenas componen el relato de la Institución de la Eucaristía, que hoy proclamamos: indicación cronológica y preparativos (vv. 12 – 16) y la institu-ción propiamente dicha (vv. 22 – 26). Veamos:

Aunque siendo fiestas originalmente diversas, Ázi-mos (cuando el fruto apenas germinaba) y Pascua se habían unido en una sola en tiempos de Jesús. Todo comenzaba con el sacrificio de los corderos en la tarde del 14 de Nisán, pocas horas antes de comenzar el nuevo día; es así como, desde la cos-tumbre judía de concebir el inicio del día cuando despuntaba el primer lucero en el cielo, se com-prende mejor que en la noche del mismo todos los peregrinos se reuniesen en Jerusalén para celebrar la Pascua por familias. Observemos cómo la pri-mera escena está dominada por el gran interés en el lugar donde Jesús celebrará con sus discípulos, tanto así que lo llama literalmente “mi aposento” (14,14); además, todo parece estar meticulosamen-te dispuesto, como si el Maestro hubiese dispuesto todo con antelación. Es posible deducir, entonces, que nada viene improvisado, sino que todo se or-dena con precisión; ¿no debería cuestionarnos este hecho con respecto a cómo preparamos y nos preparamos para celebrar la Eucaristía?

Pasamos, entonces, a la segunda sección del Evangelio de hoy: nos encontramos en la Cena

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de Pascua, la última de Jesús con sus discípulos. Toda la atención está centrada en dos gestos: el pan y el cáliz:

Ya todos habían comenzado a comer el cordero pascual (v. 18) y Jesús, tal como el padre de familia acostumbraba hacer, toma el pan y se lo da. He ahí un detalle particular: Él no lo come, sino sólo los discípulos; es que se trata de su propio cuerpo que se da como alimento, que se entrega sin dejar nada para sí13.

Una vez termina la cena, Jesús toma la tercera copa, llamada “de la bendición” y la interpreta como la sangre de la nueva alianza. Recordando la pri-mera lectura, si la sangre de los novillos asperjada sobre el altar, signo de Dios y sobre el pueblo, sim-bolizaba la vida que entra en comunión, aquí no se trata de ningún signo externo: es la sangre de Dios mismo (!!!) la que muestra hasta dónde ha llegado su amor por la humanidad14.

Así, cada Eucaristía actualiza la entrega de Cristo en la Cruz, donde se ha hecho pan partido para ser consumido, donde ha derramado su sangre para entrar, paradójicamente, en comunión con quienes lo hemos ofendido.

13 KAPKIN, DAVID. Marcos: Historia humana del Hijo de Dios, pp.597 – 598.14 No ahondamos en el significado del “por muchos” “por todos”. Remitimos al excelente

análisis del Papa Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret”: desde la entrada a Jerusalén hasta la Resurrección. Planeta, Santa Fe de Bogotá 2011, pp. 160 – 171.