la memoria de los naranjos - t. h. seco.pdf

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  • La memoria de los naranjos

    T. H. Seco

  • DERECHOS REGISTRADOS, 2009.1 edicinDerechos de AutorNo. de Registro: 03-2009-050813501900-01MxicoTtulo: La memoria de los naranjos

  • A la memoria de aquel que lleg y se fue dejando una marcada impresin a su paso como para

    escribir una novela de la cual estoy seguro gozar all donde est.Si la historia recuerda, es para respetar el lenguaje del amor

    y no repetir el sonido de las armas.

  • Agradecimiento a todos cuantostuvieron la actitud y la emocin

    de ser parte de este proyecto, en especial a: Karina Guevara Verdugo

    Ma. Amparo Saavedra MolinaDiseo Portada, Gabriel Araiza Alcaraz,

    de Tarn Marketing CreativoGabriel Humberto Bojorquez

    Desarrollo y Diseo Web-hechoensonora

  • NDICEPrembulo

    Nota del autor.

    CAPITULO I

    CAPITULO II

    CAPITULO III

    CAPITULO IV

    CAPITULO V

    CAPITULO VI

    CAPITULO VII

    CAPITULO VIII

    CAPITULO IX

    CAPITULO X

    CAPITULO XI

    CAPITULO XII

    CAPITULO XIII

    CAPITULO XIV

    CAPITULO XV

    CAPITULO XVI

    CAPITULO XVII

    CAPITULO XVIII

    CAPITULO XIX

    CAPITULO XX

    CAPITULO XXI

    CAPITULO XXII

    LO QUE SUCEDI DESPUS DE MUCHO TIEMPO

  • Prembulo

    La Guerra Civil Espaola tiene sus historias. La mayora se revisten de un patrn comn:el odio que generaron entre s los dos bandos, y la venganza del bando de los vencedores sobre los

  • vencidos una vez que termin la guerra.Sin embargo, existen tambin otras historias que sorprenden porque nada tienen que ver

    con la guerra y la venganza. Poco se habla de ellas, la mayora se mantienen ocultas, perdidas enlos miles de expedientes de desaparecidos, quizs exentas de la reivindicacin de su memoriahistrica.

    Esta es una. Y por fortuna, recordada muchos aos despus.

  • NOTA DEL AUTOR.

    A modo de composicin de lugar es bueno conocer, en primera ins tancia, y aunque sea deforma sintetizada, el espacio fsico en donde se desenvuelven los personajes de esta historia: LaAlbufera.

    La Albufera. Del rabe Al-boeira o Al-buhera, es una laguna formada gracias a las aguadel mar Mediterrneo, que est situada al Sur de la ciudad de Valencia, con una superficie de2.800 hectreas, y que se alimenta de las agua de los ros Turia y Jcar, comunicndose con elmar por tres puntos, llamados hoy golas o canales. El uso tradicional ms importante del lagoha sido y es la pesca. Desde tiempos prehistricos, la riqueza pisccola del lugar atrajo alhombre, que se fue instalando para vivir en torno a sus aguas dulces, especializndose en lasartes de la pesca. Tambin, gracias a la penetracin de sus corrientes hacia el interior delterritorio, se fueron conformando grandes arrozales, que, al igual que la pesca, les aportaron asus habitantes importantes beneficios econmicos.

    Durante generaciones, la Albufera de Valencia no solamente fue el lugar para vivir de ungran nmero de familias, sino tambin una propiedad peleada por reyes, conquistadores, personajes importantes y caciques de la poca. Adems, se convirti en un espacio privilegiadopara la inspiracin romntica y artstica de poetas, escritores, paisajistas y pintores de diferentesgneros. En 1841, el lago de la Albufera se declar propiedad de la Corona espaola, pero en1869, el Estado lo toma como bien nacional. Sin embargo, en el ao de 1911, tanto el lago comolas dehesas de sus alrededores pasan definitivamente a ser propiedad de la ciudad de Valencia, ysu territorialidad es administrada por diferentes terratenientes o caciques, que se pelean porella.

    En la poca actual, la Albufera es un maravilloso Parque Natural conformado por el lago,el entorno de humedades y el cordn litoral, llamado Dehesa del Saler, que nutren unimpresionante tesoro ecolgico de flora y fauna, y que constituyen una de las ms increblesexperiencias contemplativas del hombre.

  • CAPITULO I

    Cuando el nico coche de los pueblos de la Albufera se detuvo frente a la casa, un extrao

    presentimiento de algo inexplicable, a mi corta edad, me estremeci de la cabeza a los pies. Lalocura de alegra que reinaba en toda la casa junto al olor a chocolate recin hervido que madreestaba sirviendo a mis amigos, qued opacada en un lapso de segundos ante ese ruido de motorque conocamos demasiado bien todos los habitantes de la regin siempre que observbamospasar la fantstica mquina conducida por el chofer del seor de la Albufera. La chavaladafestejaba a vuelta de rueda la maravilla de un increble medio de transporte que, a pesar de lasblasfemias de quien conduca, stas no eran impedimento alguno para desentumecer todos lossentidos dando rienda suelta a la agilidad de nuestras piernas; eso s, sin tocar, ni rozar elcascarn de la divina mquina. Ay de aqul que simplemente pusiera su mano sobre lacarrocera del ingenio mvil; hubiese sido la desgracia ms previsible y radical para l y toda sufamilia. Todo lo hacamos y lo reamos a la distancia suficiente para ser capaces de disfrutar yadmirar hasta el ltimo detalle reluciente y hermoso, tanto si el vehculo estaba en marcha, comoestacionado. En las noches, cansados ya, nos reunamos en los portales de la iglesia construida enlos aos 20, y el coche del seor era tema da s y da tambin de nuestras exclamaciones ydisputas. Cada uno de nosotros le sacaba alguna objecin nueva que el resto de los camaradasera incapaz de descubrir, y, como si el vehculo creciera y se desarrollase cada vez que

  • atravesaba el pueblo, siempre presentaba matices diferentes ante la astucia de nuestraimaginacin que no dejaba de volar vindose subida en un torbellino de velocidades demasiadoingenuas atravesando nuestra polvorienta localidad a treinta o cuarenta kilmetros por hora.Santo Dios, eso era increble para nosotros! Las cosas que podramos hacer y los lugares hastadonde pudiramos llegar con un tipo de mquina as! Algo nos quedaba muy claro en lasdiscusiones de esos vagos atardeceres: con una mquina de esas entenderamos mejor todo lo queel maestro nos enseaba a base de golpes en la cabeza, sobre geografa e historia, mapas decapitales fantasmas, y haramos menos adivinanzas acerca de en qu parte del baln terrqueo seubicaban las mesetas, los valles, las montaas, los puertos, las carreteras principales y loscaminos rurales de los que nos hablaba con tanta vehemencia el hombre ms sabio de lacomunidad pesquera. Todo eso y mucho ms se atropellaba en la imaginacin de cada uno denosotros en el prtico del lugar ms sagrado del pueblo, preguntndonos siempre por qudemonios el hombre sabio nunca estaba ah a nuestro lado cada tarde, en vez de estar en lacantina con los pescadores jugando a la baraja? Entonces, fcilmente podra descubrir por smismo que con un mnimo empuje a nuestras fantasas ramos capaces de recordar todo cuantol se esforzaba en ensearnos a base de violencia y que, por el contrario, la rutina de esa malacostumbre en muy pocas ocasiones reciba la recompensa adecuada a la pregunta oportunaarrastrada casi siempre de un azote de temor y miedo que bloqueaba nuestro cerebro. Slo elvehculo de paseo; de motor y cuatro ruedas; negro como el azabache; brillante como unagalaxia de estrellas; gritador cuando dejaba or sus bocinas bramando a su paso o despertando laatencin del vecindario para evidenciar as quin era el seor y quines los plebeyos, ocupabaentonces nuestro precioso tiempo sacndonos de la tonta rutina diaria y metindonos alentusiasmo de nuestra imaginacin con el escaso lenguaje pueblerino de unos adolescente delSaler.

    El resto de la jornada no ramos nadie, simples muchachos hijos de pescadores o arrocerosde la Albufera, sin inteligencia, sin sueos, cuyo destino se resuma en correr de un lado a otro dela nica calle del pueblo y cargar, adems, con todas las rdenes que, a docenas, nuestros padresarrojaban sobre nosotros a lo largo del da, como si de una manada de borregos se tratase. Jamsen mi corta experiencia de vida haba visto que el coche se parase frente alguna de las casas delvecindario. Por eso, cuando aquella tarde en que yo celebraba mis catorce aos al olor delchocolate con churros y una buena horchata de chufa que madre haba preparado para misamigos, present que lo que suceda no era normal. Nadie felicitaba a nadie el da de sucumpleaos. Mejor dicho, a nadie se le ocurra perder el tiempo pensando en los cumpleaos ocelebrando fiestas a base de chocolate y horchata casera. Pero madre era distinta a la mayorade las mujeres del Saler. Poco haba salido del pueblo, apenas si conoca Valencia despus de unavisita a la capital en sus treinta y dos aos de vida; sin embargo, contaba con algn instintoespecial a diferencia de las madres de mis amigos. Al menos en casa era maravillosa, la sentacomo madre, cosa que muchos de los colegas lamentaban al no poder decir lo mismo de la suya.Siempre narrando historias. Era brillante con el lenguaje. Me lea libros despacio, para queasimilara las ideas, pero yo lo entenda todo de inmediato. Adems le gustaba recordar las fechasimportantes de nuestra familia, como por ejemplo el da en que se cas con padre en la viejaiglesia de la localidad, rememorando femeninamente el olor a flores frescas recin cortadas en lamisma maana antes de vestirse para la ceremonia, y despus de no haber podido dormir en todala noche a causa de la pesadez de su estmago por las emociones del da siguiente. As lo narrabauna y otra vez para sentirse orgullosa de sus pocos recuerdos. Nunca olvid los cumpleaos. El de

  • padre, el de ella y el mo. Y de continuo festejaba sorprendernos con dulces horneados de supropio ingenio, que saborebamos desde muy temprano, en la maana, cuando yo corra desdemi rincn, recin nacido el alba, hasta la cama de ellos. Slo mi cumpleaos era abierto paracuantos amigos quisiera invitar. Los otros dos eran secreto de familia. Y as, como cada ao, lahorchata especial de chufa con canela, el chocolate con leche, y los churros de mi meriendaaparecan por arte de magia en la memoria de mis amigos, como algo esperado que sueleirrumpir automticamente en la rutina de nuestro aburrimiento cotidiano donde losprotagonistas ramos nosotros, la gente menuda.

    Si nadie felicitaba a nadie porque nadie saba felicitar en los das de cumpleaos,rpidamente supuse que la visita inesperada y adems en el momento menos adecuado, nadatena que ver conmigo. A todos nos chorre el chocolate por la barbilla, y a m no slo eso, sinoque para colmo se me cay el churro que acababa de untar, en el tazn de barro blanco y queapenas estaba queriendo llevarme a la boca. Ni caso le hice a la salpicadura con que embadurnla camisa limpia de los domingos que madre se empe me pusiera esa tarde por ser el anfitrinde la fiesta. Normalmente, en cuanto escuchbamos a lo lejos el zumbido del motor del coche delseor, todos nos alborotbamos y salamos corriendo desde el lugar donde cada quin estaba,dejando tirado con la desbandada cualquier compromiso, a expensas de las protestas queprovocaba nuestra ligera actitud, y que al rato quedaban desvanecidas por todo el griterocallejero. Era en esos precisos momentos cuando al chofer le encantaba sonarindiscriminadamente el clxon de su mquina compitiendo sagazmente con nuestros gritos que,en honor a la verdad, nunca supe entender si su pretensin serva slo para prevenirse denuestras estampidas, o simplemente como argucia perfecta a fin de llamar la atencin y marcarel territorio con su llegada. Lo cierto es que, en lo ms emocionante de nuestra chocolatada ycon un montn de churros camino de la boca, todos nos sentimos divididos ante el instinto desalir corriendo o permanecer sentados, en una situacin que era nada comn en cada uno denosotros. El coche del amo llegaba al pueblo varias veces al mes, y en la mayora de los casossiempre nos agarraba o en plena tarea domstica, o cortando lea, arreglando redes, pisandobarro, limpiando pescado, desmontando matorrales o jugando en plena calle para matar el largoy tedioso tiempo libre del que disponamos en nuestro pueblo. De ah nuestra justificacin pordejarlo todo tirado y salir corriendo.

    Pero esa tarde no. Esa tarde estbamos en orden. Casualmente en orden y sin ganas demovernos, y, para colmo y sorpresa de todos, el coche del amo que grua desgaitadamente antela ausente desbandada de los muchachos, se par delante de nuestra casa, el lugar donde menosnos podamos imaginar. Y, en esa tarde, pens que de seguro la parada del lujoso coche nadatena que ver con mi cumpleaos.

  • CAPITULO II

    Padre acababa de llegar de la Albufera con sus cestos de pescado. En la maana madre le

    haba comentado que hoy no podramos ir a la orilla del lago y ayudarlo en la faena de limpiar lapesca y recoger sus redes; quizs por eso padre lleg a la casa un poco ms tarde de loacostumbrado. En cuanto atraves la puerta nos salud:

    Hola, muchachos! Se han fijado que todos tienen cara de risa?... el chocolate se comecon la boca, no con las orejas.

    Y una atragantada carcajada revolvi el nimo de todos nosotros que, unos s y otros no,tuvimos el tiempo suficiente de levantar la cabeza del tazn y apreciar las zancadas de padreatravesando la cocina cargado con sus aparejos hacia la parte trasera de la casa, hasta que la vozdel amo lo llam con autoritaria premura a que saliera servil ante sus reclamos porque no tenademasiado tiempo que perder, mientras que tambin nosotros escuchbamos el estruendosoruido de utensilios y cacharros que suponamos rodaban por el suelo porque presumiblementepadre desvaneca todo con demasiada rapidez de sus manos y sala corriendo por entre lascortinas fajndose sus sucios pantalones de faena y sacudindose lo mejor posible el polvo o lapestilencia de su propio trabajo. Madre, que en un primer momento intent seguirlo, se parprudentemente delante de nosotros en la cocina, que durante toda esa tarde haba estadoembriagada de frituras y dulce de chocolate, prefiriendo no intervenir en algo queinteligentemente supuso sera cosa de hombres; mientras tanto yo, indiferente al hecho dehaberme manchado o no la camisa blanca de los domingos, comenc a recorrer con el rabilloasustado de mis ojos no slo las caras sorprendidas de mis amigos, que nunca acertaban a cmocomportarse en un lugar ajeno al suyo, sino tambin la conducta de madre, abrumada de repentecon un desconocido rostro blanco plido que me congel el alma porque no dejaba de arrugarcon sus manos nerviosas, a la altura del vientre, el mandil que haba llevado puesto a lo largo detodo ese da, apretndolo una y otra vez contra su estmago, como si imprevisiblemente algo ledoliera dentro de su cuerpo.

    Ninguno de nosotros supo ya qu hacer, hasta que padre entr de nuevo a la casa. Aquellosminutos previos nos parecieron a todos por igual, interminables; sobre todos cay un silenciolapidario; nada se escuchaba salvo el ruido de los animales, que deambulaban a su aire entrenuestras piernas al azar de las migas que caan de la mesa: los pollos, las gallinas, un cochinopequeo que sola alimentar con mucho gusto, la gata callejera y torpe, porque ya era vieja yhaba perdido uno de sus ojos por culpa de un desafortunado petardo en nuestra tronadora nochede San Jos, y que apareca siempre despus de perderse das enteros, regresando cuando a ellale daba la gana asustndonos en la oscuridad con el reflejo de su nico ojo de fuego disparadodesde el hueco oscuro de la pared menos imaginado. Nada, nada se escuchaba; ni los sorbos delchocolate, ni el crujido de los churros, ni las cucharas que madre haba tenido que pedirprestadas a las vecinas, porque no tenamos cucharas para todos; apenas ramos tres en la casa,y que golpeaban el fondo de los tazones buscando ansiosos los ltimos pedazos de frituras. Casicomo de forma intuitiva contuvimos la respiracin al igual que lo hacamos cada vez queentrbamos en competencias de resistencia dentro del agua en las fiestas de la Albufera. Nadiemiraba a nadie, salvo yo, que de reojo trataba de acaparar lo ms posible las variantes de laescena que se haba creado, mientras los dems observaban expectantes hacia la puerta siempre

  • abierta dejando entrar a diario la tenue claridad de un crepsculo de final de primavera, y elltimo chocolate llevado al paladar escurra lentamente por la barbilla de mis amigos hastadejar el mantel de madre hecho un verdadero campo de batalla.

    Padre entr serio a la casa, pero erguido, como acostumbraba a mostrarse siempre quehaba que afrontar problemas; por eso, rpidamente supe que acababa de verse ante unodemasiado grande, porque su porte luca, sobre el marco de la puerta, tosco y severo, a pesar deno permitir que los rasgos de la cara ni su propio paso atravesando de nuevo toda la cocina deregreso hacia los aparejos, consciente de cmo los haba dejado, delataran frente a nosotros loque haba ocurrido.

    -Qu sucede? -pregunt madre, pretendiendo cerrarle el camino a la parte de atrsy desahogar la desazn que tambin ella arrastraba-.

    -Todo est bien; todo est bien! -contest padre, con un simple desvo de su cuerpo haciala izquierda, esquivando as la cercana de su mujer; pero antes de desaparecer entre las cortinasque separaban la cocina del resto de la casa se gir de nuevo para tranquilizarla-

    -De verdad, todo est bien; despus hablamos -lo dijo con pronunciada amabilidad sinsaber ocultar, lamentablemente, una cierta ira en el brillo de sus ojos-. Y en una actitud de segundos, muy propia de la fortaleza y el carcter de madre, y asumiendodulcemente la posicin de control sobre todos nosotros, dibuj ella una hermosa sonrisa de lado alado de sus mejillas, que se transform para m y mis amigos en la mejor explicacin de cuanto poda haber sucedido en esos escasos minutos No haba pasado nada especial, y eso era todo;nada; y por lo tanto, lo ms aconsejable consista en seguir con el mismo nimo que reinaba en lacocina antes de escuchar el fatdico ruido del motor recorriendo la calle y realizando una paradaen el sitio menos esperado. Esa sonrisa se transform en la orden ms reverente y menosdiscutida de la tarde; de nuevo, como si lo extraordinario no tuviese presencia ms all de unaajetreada actividad en una casa no acostumbrada a tanto chaval, el jolgorio, las bromas y losgolpeteos de tazones volvieron a llenar una y otra vez la estancia de la cocina, que poco a pocoiba perdiendo su sabor a chocolate.

  • CAPITULO III

    Cuando yo nac, cuenta madre, las garzas de la albufera y las cientos de especies

    variopintas de pjaros y aves que embellecan nuestro templado invierno con su presencia -haban huido de continentes mucho ms glidos para soportar con dulzura la serena frialdad delnuestro- comenzaban a levantar su vuelo y a dejarnos hurfanos con la melancola de un nuevootoo que revivira con su regreso, meses despus, los colores, los olores y los sonidos que nuestramadre naturaleza, la Albufera, regalaba a cuantos all vivamos, como una verdadera bendicinque justificaba el soportar la dureza de la vida cotidiana de los hijos de la laguna. Aunque notodos pensaban as, porque casi a diario se escuchaba al viejo Escardon maldecir sus idas yvenidas hacia el brocal del embarcadero donde enganchaba su msera barcaza, a base de unablasfemia tras otra. Y lo mismo la tejedora, madre de mi amigo el zurdo que, de cinco palabras,tres eran para escupir hacia arriba renegando por partida doble del oficio con el que daba decomer a sus hijos, y del da en que su madre la pari solita, como una perra callejera, pero enmedio de los arrozales, dejando en su cuerpo la huella de una asquerosa pestilencia de la quenunca quiso librarse. Y qu decir de las lamentaciones que escuchaba en la taberna cuandoocasionalmente iba a buscar a padre! El grito de los hombres era muchas veces cantado porjaculatorias malditas sobre la vida que llevaban y las ganas que tenan de salir corriendo haciacualquier lugar del que jams pude entender su nombre en boca de muchos de ellos.

    Quien me traa demasiado confundido sobre nuestra desgraciada forma de vivir era elcura, que apenas apareca por el Saler un par de veces al mes para celebrarnos la misa, porque el

  • resto de los das la vida cristiana de todos nosotros estaba en manos de la vieja Clara, queapagaba y encenda velas a diario para que el Santo Cristo del agua protegiera la orfandad de laque muchos alardeaban en la laguna. Cada da tocaba la campana de la torre de la iglesia conprecisin de ngelus a medioda y en la tarde, convirtiendo su sonido en la verdadera orientacinque fraccionaba los quehaceres de la jornada en la hora de los alimentos y el descanso. Slogracias a ella, la vieja Clara, aprendimos a rezar repitiendo hasta el cansancio la manera en quepodamos ir al cielo o al infierno, cascabeleando una y otra vez en cada leccin de catecismo losmandamientos de Dios y de la Iglesia, sin que ninguno de sus alumnos entendiramos qusignificado tenan cada uno de ellos.

    A la vieja Clara poco le importaban nuestras entendederas. Su nica obsesin se centrabaen la capacidad repetitiva de recitar sin perder la respiracin todas y cada una de sus oraciones,mientras nos macheteaba insistentemente con emotivas lgrimas en los ojos, docenas de veces,que su misin en este mundo era nuestra salvacin eterna. Pero lo mismo les haba enseado alos mozos de la laguna cuando eran nios; y a nuestros padres, que fueron sus primeros pupilos;y lo mismo les enseaba a todos cuantos en la comarca acudan a su servicio para lacatequizacin religiosa, sin la cual era imposible recibir sacramento alguno y, por deduccin,tener salvacin eterna. Por esas lgrimas, y por la gran ayuda que significaba el tair de lacampana para la vida diaria de cuantos ah vivamos, la vieja Clara era para todos nosotros lapersona ms respetada de la laguna y los arrozales, y aunque arrastraba montones deprovocadoras manas que nos tentaban a ocasionarle grandes enojos, nadie, absolutamente nadie,se atrevi nunca a traspasar la frontera de la burla ofensiva. Era como la Virgen Mara, laMadre de Dios en medio de nosotros, la abuela comn. Todos, absolutamente todos, tarde otemprano acudamos a sentirnos seguros bajo su proteccin y amparo. Eso no suceda con D.Florencio, que arremangado de sotana negra hasta la cintura, se haca presente dos semanas almes pateando entre los barrizales que terminaban en el prtico de la iglesia, donde, con grandesbrincos, sacuda lo embarrado de sus sucias botas; cuanto ms caminaba, ms lodo salpicaba porsu manera equina de mover los pies, arqueado de patas, levantando chorros de agua al posar suspezuas contra el suelo, mientras saludaba a quienes encontraba en su camino con un dejo deacostumbrado mal humor al que todos respondamos con una reverente inclinacin de cabeza facilitando as el no mirarle a la cara y evitando el enfrentarse a las desafortunadasinterrogaciones con las que presuma sorprendernos siempre que le daba la gana, dejando aldescubierto, delante de quien fuese, la ignorancia o la torpeza de todos nosotros. Desde suplpito, D. Florencio haca memoria continuamente de las prerrogativas de nuestro pas,rescatado de los rojos, el cual difcilmente llegara a ser grande con gente como nosotros, ratasde agua, que slo nos limitbamos a comer y a dormir gratuitamente de la madre naturaleza,pero ramos incapaces de ser mejores hijos de Dios, de arreglar la vieja iglesia y de darle ms viandas para sobrevivir como pago a sus desvelos dentro de la comunidad. En ms de unaocasin a m me golpe fuertemente la cabeza con los nudillos de su mano cerrada por estar,segn l, distrado en la iglesia mirando fijamente a no s quin.

    -Se mira hacia delante, chaval!, no tienes nada qu ver en la cara de esos rufianes.Y as bramaba muy seguido vigilando los movimientos aburridos de todos nosotros, sin

    pudor, con voz potente, enrojeciendo mi vergenza de la cabeza a los pies. Y era cierto, enocasiones me quedaba embelesado mirando fijamente, sin saber por qu, los rasgos del mentn,la nariz, las orejas o los ojos de los que tena cerca; tanto as, que en ocasiones me llevaba

  • grabada en mi memoria la imagen de una cara completa sin poderme deshacer de sus lneasdurante un largo tiempo, ignorando yo mismo las causas de esa inclinacin ma en la que muchasnoches, y con los ojos cerrados, se redibujaban con mis sentidos en el escenario de miimaginacin una y otra vez los trazos de rostros que secretamente traa a la casa, llegando asentirlo como el juego que atrap mi sueo durante demasiadas noches de insomnioocasionndome serios problemas a la hora de dormir, pero facilitndome, por otra parte, en msde una ocasin, la silueta perfecta de alguien imaginario que acompaaba esos espacios oscurosllenos del vaco por estar en un rincn siempre solo.

    Madre era una gran mujer. Madre siempre estaba feliz. Era una mujer callada quecon su prudencia se haba ganado el respeto de todos porque jams increp a nadie con opiniones dolientes; dispuesta en cada momento a ser la primera en remangar sus faldones paraayudar a quienes la necesitaban, con una asombrosa energa femenina que daba realce a labelleza rural de su cuerpo, que ella procuraba mantener lo ms arreglado posible sobre el pasodel tiempo, provocando el orgullo de Padre, y no digamos el mo. Pocas eran las mujeres queolan a limpio en el Saler. Por eso resultaba difcil ocultar la admiracin hacia la mujer de lacasa que jams escatim esfuerzos en ayudar a padre y dedicarse por completo a m,ensendome cosas que ninguna otra madre de la laguna enseaba a sus hijos con la paciencia desentarnos cada tarde a compartir sentimientos cuando el viento comienza siempre a refrescar ala espera del regreso de los pescadores, y hablar de una y mil cosas que ella provocaba con unlenguaje que fcilmente, saliendo de su boca, yo siempre entenda; o tambin jugando los dos adescifrar con adivinanzas las simetras de las nubes y el variopinto color del horizonte, ante lacada vez mayor ausencia de las aves que emprenden vuelo de regreso a desconocidas aventurascon la proximidad del verano, abandonando sus acostumbrados dormideros y dejndonos anosotros siempre ah, amarrados al tenue oleaje de sus aguas y al pcimo olor del arrozal,huyendo en el pensamiento, sin querer, con cada brisa de tarde, hacia el interior del mar yperdindonos en un desconocido infinito que nos permita dormir, la mayora de las noches, conun escarchado sabor a sal fresca, dejando que el remanso de una albufera cansada dieraigualmente permiso a las ratas de los canales a encontrar entre los juncos de sus orillas, lainvisible ausencia de quienes las desollaban como manjar de mesa.

    Ella me cantaba pedazos de canciones en valenciano, la lengua de mis abuelos, queaunque estaba prohibida, madre nunca dej de insistirme que esa lengua la guardara en micorazn como una reliquia de la que un da, deca, me sentira orgulloso. Madre me ayudaba apensar, a soar, a construir imaginaciones que facilitaban luego mi huda por otros mundos cadavez que lograba estar solo conmigo mismo; la verdad es que nunca supe si ese era un afnpremeditado de ella hacia m: sacarme de aquel sitio a como diera lugar, o result, sinproponrselo, la herramienta idnea en el uso que yo le daba casi a diario a los ejercicios de laimaginacin que provocbamos juntos.

    Por eso, aquella noche, cuando por primera vez los escuch conversar a gritos, medesconcert mucho y slo sent ganas de esconderme bajo el jergn de mi cama y desaparecerpor miedo a que pudiera ocurrir una desgracia. Apenas medio entend las palabras: irnos a vivirfuera del Saler. Fue lo que en esos momentos me aferr extraamente a este mundo, con unenorme miedo sobre todo lo que pudiera significar una realidad distinta a la cotidiana, sinapenas entender los argumentos que ellos esgriman con frases atropelladas en el otro cuarto,tras las cortinas, contra esquina de la cocina.

  • Cuando todo se calm, despus de minutos que se me hicieron eternos, casi horas,escuchando el llanto, y ms tarde el sollozo de madre, que se perdi con el ruido de los aparejosde padre yndose a pescar a punto del amanecer, empec a comprender por qu se par delantede nuestra casa el coche del seor de la Albufera, y por qu padre le dijo a madre que en la nochehablaran.

    Slo en ese momento, la sensacin de un abandono fugaz de mi cotidiana vida, perodemasiado imprevisto y sin habrmelo planteado tan de repente, me produjo un bao demelancolas que me llevaron a pensar con nostalgia en todo cuanto me rodeaba: el barro denuestra nica calle, las casitas de paja y madera en las que todos vivamos, la pestilencia de losarrozales y lo incmodo de sus mosquitos; el recoger las redes o limpiar pescado una tarde s yotra tambin; las extraas muecas que dibujaban las caras de de mis amigos a los que yo noquera llevarme grabados al silencio de mis noches; los capones del cura sobre mi cabeza; losacalorados bramidos procedentes de la taberna acompaados en ms de una ocasin de peleas ygolpes escurridos de cerveza; o la persistente ternura de la vieja Clara para querernos a todos enel cielo con ella Segundos despus, sin que nadie me dijera nada y como un improvisado toquede magia, present todo eso como perdido. Ya nunca ms volvera a ser parte de ese mundo queme arrancaban en una sola noche dejndome en un infinito de dudas sobre qu iba a ser dem?, qu poda ser yo de ahora en adelante, si me desnudaban de lo nico construido durantetodos y cada uno de los pocos aos de mi vida?

    Con no menos sorpresa me olvid de mis sueos. Mi cabeza qued vaca de las horas deimaginacin en las que sola encontrarme frecuentemente volando, surcando los cielos sobre elfino plumaje de una de las garzas de nuestra laguna llevndome a espacios y lugares no reales, nopor haberlos visto solamente en fotografas o libros pintados, sino por ser construidosexclusivamente por mi fe en su existencia. En mis sueos y en mi imaginacin nunca tuve miedo;jams me vi acobardado por dejar atrs todo cuanto yo era, y, sin embargo, desde ese momentohasta ahora, slo con escuchar a gritos la frase: irnos a vivir a otro lugar, todo quedcongelado en el interior de mis sentidos.

    Los ruidos que padre provocara en esa maana a la hora de agarrar sus aparejos noeran nada normal en l, siempre meticuloso y prudente en sus movimientos para no incomodarnuestro sueo, pero en esta jornada parece que todo qued atrabancado con el reguero deutensilios dejado tras su alterada salida. Ms tarde, madre me lo contara todo cuando medescubri sobre mi cama desvelado y plido, esperando que de una vez por todas, alguno de losdos me aclarase qu haba ocurrido en la noche. Admiti que cometieron un error al haberseolvidado de m suponiendo que la distancia de la cocina que separaba los dos cuartos era ms quesuficiente para no enterarme de nada.

    Padre haba nacido en el Palmar, al oeste de la Albufera. Siempre me contaba conorgullo sobre el da que conoci a madre. Fue una de las pocas ocasiones que atraves el lagovestido de domingo, obligado por otros mozos a salir de la isla para conocer muchachascasaderas. l dice que se trajo la mejor; y luego corrige: la mejor me sac a m de los matorralesen los que estaba empantanado como las nutrias y las ratas de los Caizares, slo pensando envivir y morir sin prisas mientras pudiera contar con una barca y unas redes, presuponiendoquizs, que las propias aguas a las que serva le regalasen de sus mismas entraas la mujer de suvida. Y as sucedi, s fueron ellas quienes le llevaron hasta el Saler, mirando hacia el este,rompiendo el viento y pasando pgina a su vida sin dejar de contemplar desde el otro lado los

  • lmites de su infancia. Padre no supo vivir nunca de otra cosa salvo del lago, aunque en la comarca era conocido

    por el coraje que prestaba a cualquier otra actividad que mejorase la vida de la pequeacomunidad asumiendo con frecuencia un atrevido talante que levantaba el nimo de los hombresdel lugar ante las frecuentes adversidades a las que nos tena acostumbrados el clima. Cavabapozos para encontrar agua dulce, movilizaba cuadrillas para limpiar la calle o ajardinar elprtico de la iglesia con motivo de las fiestas mayores, apuntalaba las casas de los vecinos paraprevenir su derrumbe ante la llegada de las tormentas, encabezaba la quema de matorrales ylimpieza de malezas para prevenir la invasin del dengue proveniente de los arrozales, y, otracosa importante que tambin a m me aumentaba la admiracin hacia su persona, siempre erallamado a apaciguar los pleitos de la taberna. Quizs por eso, me deca madre, el amo se fij enpadre para que l, y no otro, se hiciese cargo del cuidado de su hacienda a partir de ese verano.

    -Y por qu gritaron tanto anoche? -le pregunt yo a madre--Quizs porque no supe entender que al seor no se le puede replicar y tenemos que

    acceder a lo que l nos pida.-Entonces es cierto que nos vamos a ir del Saler? -pregunt, no sin antes poner una cara

    inequvoca de demasiada incertidumbre--Es cierto, pero slo ser en el verano -madre quera de la mejor forma posible evitarme un

    golpe de separacin demasiado violento para m-. El seor quiere que todo est bonito en suhacienda para cuando llegue su familia de Valencia, y ha pensado que padre es el mejor paraocuparse de algunas tareas importantes.

    -Pero padre slo sabe pescar -repliqu yo--Nooo! -defendi madre a su favor-, padre sabe hacer muchas cosas, no lo olvides -era poco

    comn ver a madre elevando el tono de su voz mirndome fijamente a los ojos como queriendoproteger una fortaleza familiar en la que ambos necesitbamos estar plenamente convencidos-

    Agach la cabeza y call la boca, ya no volv a preguntar ms. A partir de ahora todo lo iracomprendiendo poco a poco y por mi cuenta. Madre me abraz con ternura y sent que los dosqueramos llorar, pero ninguno se atreva hacerlo por no incomodar al otro.

    -Te gustar, ya vers, te gustar -los matices de madre murmurando ternura eran siemprecomo el dardo y la fuerza precisa para dar en el blanco-; adems, me alegro por ti, saldrs delSaler y conocers cosas nuevas. Vamos!, vstete que llegars tarde a la escuela -y me empujjugando como siempre a saltar de la cama sin titubeos, como si nada especial hubiese ocurridohoras antes. Al final terminaba siendo ella misma, la mujer a la que yo tanto amaba-Y en efecto, esa noche, madre con un argumento distinto al que comparti conmigo interpel yreclam a padre sobre la silenciosa sumisin ante la atropellada exigencia del seor. Le pudohaber pedido tiempo para consultar con la familia, o al menos preguntarles si estaban deacuerdo o no con la propuesta de llevrselos a la hacienda. Y, en contra de lo que madre mesugiri a m con efusivo orgullo de aceptar la decisin de padre sin dudar de sus capacidades ycon obediencia, ella s le reclam sobre su actitud para hacerse cargo del cuidado de la casa deverano, porque nunca haba hecho otra cosa ms que entrar y salir del agua arrastrando redes ypescado. Qu saba l de jardines y de plantas, de rboles y de poda, de adornar caminos odecorar fachadas? Pero padre, sopesando todo eso en su cabeza mientras reciba rdenes del

  • seor sin titubeos, tambin presinti qu sucedera si se negaba a las decisiones del amo. La casadonde vivamos era del seor, como todas las del Saler y el Pinedo y el Perellonet, el Palmar, elPerell; las ayudas recibidas en tiempos de catstrofes, venan del seor; los crditos para sacaradelante nuestras deudas cotidianas eran igualmente gestos de su generosidad prcticamentetodos estaban sujetos a l por algn compromiso. Las tierras eran suyas y slo estaban prestadasen comodato con el fin de que no envejecieran abandonadas y a cambio de un simblicoimpuesto. Lo mismo la mayora de las barcas y montones de aparejos del trabajo de cada da. lera el seor de la Albufera, y poco o nada haba que discutir.

    De alguna manera, padre sacara fuerzas de su acostumbrado coraje para estar a la alturadel nuevo trabajo; adems, el verano son slo unos meses y pronto volvera a su barca y a susredes, a todo lo que conoci desde nio, desenvolvindose con gran profesionalismo y mucholiderazgo entre los vecinos.

    Lo que ya no le haba gustado tanto de aquella actitud prepotente, y s se atrevi areplicarle al seor, fue que ste le ordenara rotundamente que se llevara con l a la familia;madre trabajara en la cocina, y yo sera su ayudante de campo. Pero de nada sirvieron laspobres palabras de padre ante la decisin ya tomada del seor. Cuando ste par su cochedelante de nuestra casa, no vena a preguntar, sino a ordenar; ya todo estaba decidido, saba quese llevaba al mejor hombre del Saler, y eso, en su orgullo de patrn, era un golpe de autoridadirrevocable.

  • CAPITULO IV

    Alfafar estaba para m al otro lado del mundo. Mejor dicho, ni saba de su existencia hasta el

    da en que comprend que todo aquello iba en serio. Era necesario abandonar el lago, cosa quenunca antes haba hecho. Salir del lago, en mis sueos, se converta en lo infinito, loinconmensurable las distancias no tenan sentido tanto si eran grandes como pequeas; medaba lo mismo, yo dejaba mi mundo y todo era un imprevisible misterio que me regodeaba en unms all. Nunca conoc la casa de los abuelos maternos porque jams la barca me llev cruzandoel horizonte del corazn del lago. Desde ah, padre, previo a esa lnea imaginaria, extenda sumano grande marcando siempre un supuesto arco en el vaco con su dedo ndice y me sealabalas diferentes realidades que l tampoco antes haba visto pero que de tanto escuchar historias aunos y a otros se senta lo suficientemente capaz de compartirlas con su hijo.

    -Ah est Valencia -me deca-, la capital del reino. Una ciudad tan antigua como el mundo,porque la fundaron los romanos. Aguantadora de invasiones de hombres feroces que llegabande mar adentro cortejndola como a una deseada princesa heredera de codiciadas riquezas. Elreino de Valencia era muy rico -comentaba siempre-, pero nunca nadie pudo con ella; ni losvisigodos, ni los suevos, ni los judos, ni los hombres del Islam procedentes de una religin que noes la nuestra. Durante muchos, muchsimos aos quisieron sustituir nuestro reino por el suyo,hasta que el cadver de un hombre valiente venido de las montaas del norte de la pennsula,montado sobre un blanco corcel de nieve llamado Babieca, e izando magistralmente su espadaTizona al viento, y slo con un pequeo ejrcito de muy pocos hombres, venci en las mesetas deMislata a miles de infieles, recuperando as de nuevo nuestras tierras y nuestro reino.

    Me gustaba escuchar las narraciones de padre, que l a su vez las escuchaba de las lecturasde madre; l y yo solos, sobre el remanso de la barca que esperaba silenciosa la fortuna de quenuestras redes se cargasen de una buena pesca, mientras la inventiva de su imaginacinfortaleca con cmulo de matices la personificacin de los hechos, y yo, mantenindome siempreboquiabierto al vaivn de su dedo indicando el supuesto escenario de las batallas. Jams tuve lasensacin de estar escuchando historias; ms bien las gozaba, como si el propio narrador fuese elhroe de todas ellas. Lo poco que de odas saba padre era traducido para m con una pacienteimaginacin que nada tena qu ver con los libros de historia de nuestra escuela.

    Al sureste de la capital, las tierras firmes, las huertas del sur. Desde ah -decapadre- agarras camino sin parar a todas las grandes ciudades del pas no te alcanzar tu vidapara conocerlas todas, hijo. Y mira -y entonces respiraba realizando un alto en la elocuencia desu narracin girando al mismo tiempo su dedo ndice hacia la derecha, mantenindolo en el airecomo reafirmando mi inters; era su costumbre, bordear una y otra vez todo el perfil de lainvisible costa mediterrnea subiendo y bajando pausadamente la mano hasta pararse en unpunto al oeste de la laguna para continuar su narracin-, ah est el Palmar, la cuna de tusraces, la isla hermosa de este brillante paraso de la Albufera que Dios nos ha regalado y dondepodemos vivir. Quien quiera llegar a ella, tiene que pasar por el Saler; as es de importante elpueblo donde ahora vivimos.

    Luego supe que Alfafar estaba en una parte de tierra adentro hermosa y frtil. Era lacuna de los ms esplndidos arrozales regados por las generosas aguas de la Albufera que sedejaban empapar con entrelazados tejidos de canales que escurran alegremente por toda su

  • extensin llegando de forma imposible de imaginar, para mi pequea cabeza, hasta unexhuberante barbecho de abundantes aguas en lo ms frtil de la hacienda de verano del seor.Nunca conoc Alfafar, ni sus calles, ni sus edificios. Jams. Salvo aquella fatdica noche, semanasdespus de nuestra llegada en que sin yo quererlo, me dej asustar no slo por lo sucedido a mialrededor, sino tambin por la lamentablemente desaprovechada oportunidad, muy a pesar mo,de conocer un lugar con un atractivo tan especial. Viviendo a pocos metros de su belleza, nuncalleg a ser parte de mi aprendizaje.

    Sin embargo, la hermosa casa del amo y sus alrededores resultaron un escenario losuficientemente amplio como para dar rienda suelta a los retos que acostumbraba dibujar desdemis fantasas a sitios algo ms lejanos de la nica calle principal del Saler, de sus conocidasbarracas, todas iguales, y los idnticos colores y olores desde que vine a este mundo. Poco a pocome fue dejando de importar qu tan lejos haba quedado de todo aquello, pues por primera vezdescubra costumbres y escenas que le daban impulso real a mi imaginacin, cosa que comenz agustarme mientras se silenciaba el dolor que produce una realidad, cuando sta es, en serio,distinta a la tuya y no slo suposiciones. Despedirse cuesta, y hasta dan ganas de dar marchaatrs al ver las caras de tus amigos decirte adis. Padre me dijo:

    -da el primer paso; el resto, los pies caminan solos.Nunca antes le haba llamado amo. Pero en la hacienda era esa la forma tpica que todos

    usaban para dirigirse al seor. Y , la verdad, a m me resultaba indiferente cualquier calificativoa la hora de comunicarme con el dueo de la casa; difcilmente tendra necesidad de usarlocuando desde la maana, muy temprano, casi al amanecer, hasta cada la tarde, me la pasabaamontonando rastrojos con el rastrillo en la mano, llevando agua a la cocina, limpiando las botasde los seores grandes y pequeos; sus hijos; dando la comida a los perros, podando matorrales,abriendo surcos de rosal en rosal para que el agua de la lluvia se repartiera debidamente entretodas las plantas y siguiendo a cada rato las instrucciones de padre en todo lo que l me peda.Por cierto, padre cada vez estaba ms callado y realizaba su trabajo con una perfeccin y unempeo tal, que yo no saba si admirarlo o sentir lstima por l; era como si con su forma detrabajar y la tensin que imprima a los msculos en la fuerza de todas sus actividades, quisieraacelerar el final del verano para regresar pronto a nuestra casa y olvidar lo que estabasucediendo. Se volvi silencioso an en las noches cuando nos encontrbamos solos los tres en lamsera cabaa que nos haban prestado para vivir a un costado de las huertas de la casa, dondeiniciaban los naranjos, mismos que madre inteligentemente supo embellecer slo con el adornode la limpieza. Observando nuestras propias conductas, yo estaba convencido de que jugbamosa engaarnos, que nuestras bromas y risas se encontraban hurfanas de la felicidad del Saler; lostres realizbamos grandes esfuerzos en nuestra relacin familiar para que los otros dos sesintieran bien. Yo trataba de dormir cada noche sin dejar de dar cabida a la recreacin de misimgenes como un patrimonio nico, personal, slo para m, sin importarme tener una simplecortina como puerta improvisada en las divisiones de madera de la barraca en lo quecorresponda a mi habitacin; ellos, por su parte, se esforzaban tambin en descansar tras largasjornadas de trabajo, quizs en ocasiones sin conseguirlo mucho, porque con bastante frecuencialos escuchaba hablar cada vez ms bajo para ocultar sus propios lamentos.

    Por el contrario, la mansin de los seores me impresion desde el primer da que la vi.Imponente y hermosa toda ella. Con un montn de gente variopinta movindose de un lado paraotro, cada quen dedicado silenciosamente a lo suyo entrando y saliendo de la fantstica casa de

  • grandes alturas, de un blanco de leche inmaculado, coronada de impresionantes techos exterioresde teja roja recin pintada, como acostumbraban hacer cada ao antes de la llegada de lafamilia. La hacienda inclua en su fachada un majestuoso porche de columnas y arcos de piedrapor los que trepaban en muchos de ellos hiedras verde hmedo tejiendo caprichosamente losentresijos de la cantera y dando variopintos matices de sol y sombra a las pequeas mesas decaf y poltronas desparramadas a lo largo de todo un gran pasillo exterior donde cada tarde sesentaba la familia viendo desfilar nuestro sudoroso cansancio de peones regresando a lasbarracas familiares despus de un agotador da de labores, al tiempo que las boinas de loshombres de la labranza, los encargados de las caballerizas, y nosotros los cuidadores de las reasverdes y jardines, dejbamos al descubierto nuestras cabezas en un habituado ritual de reverenteinclinacin de buenas noches, como si de ellos recibisemos el veredicto para amanecer al dasiguiente.

    Si no hubiese sido por ese temeroso silencio, por ese ir y venir de las faenas, sumiso ycallado a cada momento, por ese miedo, pavor a perder lo poco que se tena y despertar unamaana abandonados y vacos sin saber dnde buscar un empleo, siempre bajo el riesgo de serperseguido o acusado por lo que nunca habas hecho o dejado de hacer aquel lugar habra sido,al menos para m, un verdadero paraso con el que empec a sentirme cmodo en los juegos demis sueos no slo por el esplendor y la grandeza de la plantacin que ofreca espaciososrincones apropiados para dar abundante cabida a mis pensamientos, sino introducindometambin de la misma forma imaginaria, en los recovecos interiores de la mansin llena de salascoloridamente amuebladas por lujosas piezas tradas, segn hablaban las mujeres de la cocina,de todos los rincones del mundo: sillones, butacas, mesas, cuadros, lmparas, jarrones, tapices, yhasta un piano inmenso que cada sbado sonaba con diferentes ritmos casi hasta el amanecer,cuando la casa acostumbraba a llenarse de invitados elegantemente vestidos, las mujeres confinos faldones de extraos cortes y colores como nunca antes yo haba visto; y los hombres,uniformados unos y trajeados de negro carbn otros, pero todos por igual, alardeandocontinuamente con sus puros o pipas humeantes de tabaco llegado de las colonias hasta el puertode Valencia, que cada sbado le impregnaba a la mansin un corriente sabor a cantina y lerobaban su original olor a naturaleza fresca.

  • CAPITULO V

    En el pueblo de Alfafar la vida se mova con mucha tensin. Poco a poco me fui

    dando cuenta de que el mundo real, no el de mis sueos, no se limitaba a la nica calle del Saler oa la hermosa hacienda del amo.

    Digamos que directamente nadie nunca me dijo lo que suceda a nuestro alrededor;que los que estbamos all dentro no ramos en absoluto una clase privilegiada, personas aisladasy felices en un rincn de la tierra, o que el universo se limitaba exclusivamente a la regin de laAlbufera. Al contrario, para alegra ma y gracias a lo que me iba enterando, todos nosotrosformbamos parte de un mismo ideal, una gran nacin recin salida de una guerra entrehermanos, heredera de demasiados odios y rencores como para poder vivir despreocupadamentey contentos. Nacin, ideales, hermanos, rencores una confusin que empujaba a poner msatencin a cuanto aconteca alrededor nuestro, aunque fuesen pequeos detalles o conversacionesvagas que a cada rato se dejaban or porque muy pocos llevaban a la prctica el ejercicio de laprudencia, pero que a m me ayudaban a hilvanar los interrogantes a ms preguntas; y as, comoun cuento que no tiene fin, yo me iniciaba en el razonamiento. Algn da lo tendra todo claro.

    Desde que sal del Saler, el mundo de conversaciones e imgenes que rodeaban miingenuidad dieron paso a una cadena de sensaciones fsicas y mentales a las que me tuve queenfrentar de manera sorprendente hasta para m mismo, experimentando con extraeza yhumildad el nacimiento y la comprensin de un cmulo de razonamientos que fueron dandocabida a mis propias ideas y conclusiones, al igual que a mis primeros grandes miedos,rebeliones y vergenzas.

    En ese primer verano, a mis catorce aos, fuera ya de mi mundo infantil y con unasensacin de hombre, comprend lo que era un pas y una guerra civil, y a quines llamaban losnacionales, y a quines los rojos, y por qu la mayora de las mujeres vesta de negro y loshombres caminaban cabizbajos; tambin comprend las causas y motivos por los que a cada ratola guardia civil rastreaba los rincones ms inslitos y los sitios abandonados o en lamentablesruinas, o entraban a la fuerza y atropelladamente en las casas, o la razn por la que llevaban y

  • traan a la gente a zarandazos por las calles hacia los cuarteles; el por qu llegaban militares a lahacienda cada tarde y cada maana, con grises aires de ritual misterioso, sentndose en elporche a la altura de las escaleras el tiempo suficiente que duraba tomarse un caf, o dos, yescuchar las arengas del seor sin que absolutamente nadie abriese la boca. Ahora ya conoca yentenda tambin el significado del saludo con el brazo derecho en alto y la palma de la manoabierta hacia abajo, al tronido de un choque de tacones y el himno nacional falangista que cadamaana nosotros cantbamos en la escuela antes de rezar el Padre Nuestro y el Ave Mara, y quede repente ahora lo escuchaba sonar en mquinas de msica o en altavoces de carros militares oen grupos de muchachos que pasaban abrazados sobre los hombros, vestidos militarmente, pordelante de la reja de la hacienda hacia una de las alamedas del pueblo, al este de donde nosotrosestbamos, y donde muchos se perdan para festejar y llevar a la novia, o simplemente parapasar una buena tarde con los amigos.

    Yo comenc a crecer. Y no slo mi cuerpo creca, tambin mi cabeza y las ideas. Me hacams fuerte. Y en la medida que padre y madre dejaron de lamentar nuestra estancia en lahacienda, asum sobrellevar silenciosamente el trabajo del verano y esperar pacientemente lallegada del otoo. Dediqu las noches para adecuar mis propios pensamientos hasta el punto deno necesitar dormir demasiado o simplemente relajarme con el mundo de preguntas y respuestasque yo mismo iba tejiendo. Y aunque nunca, en el tiempo que estuve en la hacienda, visitpaseando el entramado del pueblo: sus plazas, sus calles y rincones, s llegu a saber de susrecovecos y misterios gracias a las atropelladas historias que escuchaba entre los peones que casisiempre pretendan acallar sus propios miedos con las fanfarronadas y exageraciones de creerque lo saban todo haciendo de menos al contrario o humillando ingenuamente a quienes, comoyo, desconocamos las respuestas de los porqus de muchas de las cosas que estaban sucediendo;sin embargo, al igual que ellos, tambin yo deseaba saberlo todo.

    Al principio me llegaban historias con un adulador sinfn de detalles slo paradesacreditar al contrincante y mostrar la sagacidad del informador por encima del ignorante;eran mordaces, no conmigo, sino con los que no entendan, no limitaban para nada su lenguaje ypoco a poco encontr en ellos una excelente escuela de conocimientos e informacin de cuantoaconteca ms all de nuestro entorno de trabajo en la medida en que los peones describan lascosas desmenuzadamente en base a las conversaciones que de la misma manera ellos tambinescuchaban dentro o fuera de la casa, con vecinos, los capataces, algunos militares, la guardiacivil o falangistas; cada quin aparentaba tener informacin minuciosa de los contrarios alrgimen, y no slo eso, sino conocimiento real de las formas de suplicios con el ms crudo detalle,que se llevaba a cabo para arrancar confesiones de ciudadanos que terminaban en la traicinsobre sus propios familiares y amigos, eliminando as clulas de opositores al sistema que elpatrn, entre otros, controlaba a la perfeccin en toda la regin de la Albufera, dando con ellouna gran tranquilidad al gobierno de Valencia.

  • CAPITULO VI

    Cuando lo conoc, me gritaron para que bajara el equipaje del carro del seor y lo

    acomodara en el porche. Entonces apareci l. Y nuestras miradas se encontraron a empujones,como si uno de los dos sobrase en ese espacio campestre. Yo slo s que tuve el tiempo suficientecomo para grabarme, segn acostumbraba hacerlo en la iglesia, las lneas de su cara, hastaconstruir despus, en la noche, el rostro perfecto que a m me hubiese gustado apreciar a pesardel tumulto de los criados en el recibimiento de los seores de la casa. Lo dems, casi todo, fueatropellado y violento entre los dos en ese verano, una sombra incmoda con la que meencontraba cada vez que levantaba mi rostro del suelo o giraba la cabeza, tropezndome con sumirada burlona cuyo nico deseo de su parte, as lo senta yo, no era otro ms que el destrozarmepor completo o hacerme desaparecer.

    Resultaba curioso, pero en las noches, cuando deseaba odiarlo hasta la muerte o buscarmedios primitivos para una gran venganza, comenc a experimentar sensaciones nuevas defortaleza, a escuchar voces procedentes de lo ms hondo de mi persona gritndole a mi orgullo ano doblegarse ante nada ni nadie, cuando prcticamente eso era todo lo que hacamos en eltrascurso de cada da padre, madre y yo, doblegarnos, someternos calladamente al desordenadosuplicio de decenas de rdenes que nos zarandeaban a cada rato a lo largo de las jornadas detrabajo, como veletas al viento en lo alto de la torre, confundiendo entonces en mi cabeza, entreotras cosas, el carcter sublime y frreo de padre, al que me tena acostumbrado cuando lomiraba en la taberna, fuerte y erguido arengando a los hombres que lo urgan entusiasmados a

  • pronunciar motivadoras palabras de coraje y esperanza, en curioso contraste a la humillanteactitud a la que todos ellos haban doblegado sus vidas personales sin ms alternativa que lasumisin como un nico destino que les hered la cuna de su madre. Ahora entenda mejor -porque yo en ese entonces poco poda comprender la transcendencia que implicaba para lospescadores el sujetarse a ese liderazgo natural dentro del cdigo de su propio lenguaje detaberna-. La escuela de la vida en la que estaba metido las veinticuatro horas del da, el cmulode viejas imgenes del pueblo recuperadas al azar, las conversaciones escuchadas a laservidumbre en la cocina, los arremolinamientos de los hombres en la plantacin, lashabladuras a media voz dentro de las caballerizas o las frases cortas al odo en el mismo porchede la hacienda; todo ello a la vez, se iba hilvanando en mi cerebro de manera desordenada hastaconformar poco a poco una ordenada realidad mezquina, confusa, compleja, totalmente ajena ala de un muchacho que se est convirtiendo en hombre, batallando demasiado sobre qu pensar,en qu creer, o de qu dudar ante el terrible mundo que le estaba esperando fuera de los lmitesde su imaginacin, a cambio de irse desnudando para siempre de la ingenua felicidad en la quesupo vivir durante los anteriores aos de su infancia.

    A borbotones me brotaban desde mi memoria el laberinto de palabras sueltas agarradassiempre al azar, llenas de contradicciones y sufrimientos por todo lo que estaba ocurriendo ennuestro pas en los ltimos aos y guardadas como en un refugio en mi memoria, y que en estosmeses me forzaron a encontrar la forma de estructurar las ideas y los razonamientos,especialmente siempre que mis odos tropezaban con ellas en mi camino como historiasdolorosas de las personas cercanas, o cuando llegaban abultadas de una sensacin de miedo,fanfarronera o cobarda que las transformaba en mucho ms misteriosas y dramticas,llevndome a deducciones, a pesar de mi pequea intuicin sobre su peligrosidad, de valorar laurgente necesidad que debera haber entre todos nosotros, de una sensata conducta de prudencia,no de riesgos. Hasta para m, un muchacho sin importancia, pensar demasiado en lo que ibadescubriendo a mi alrededor, hablar de lo que ocurra a mi alrededor, era peligroso, muypeligroso.

    Fue ah, en ese momento de mi conflicto mental, cuando me atrev a cuestionar a padre.Santo Dios, qu difcil! Busqu la circunstancia apropiada y el mejor momento en el que

    estbamos solos y no ramos escuchados por nadie para cuestionar a bocajarro sobre por qu sehablaba tanto entre los peones de nacionalistas y fusilamientos, de burgueses, republicanos,ateos, represin, fascismo, huelga, sindicato, falange, rojos. A qu se deba el que unoscaminaban por fuera de la reja sonrientes, canturrones y felices; y otros muchos, cabizbajos,acobardados, solitarios o con prisas, provocndome siempre, ambos estilos de conducta,sensaciones muy diferentes en el momento en que yo los observaba escondido entre losmatorrales del jardn?

    Le coment a padre que en ms de una ocasin pude ver remolques o camiones cargadosde detenidos; que una tarde fui testigo de una violenta persecucin entre los guardias civiles y ungrupo de arroceros huyendo a la desesperada. Padre, que no haba levantado la vista de su faenamientras yo hablaba, clav de repente con fuerza la azada en la tierra y se enfrent a m con unadesesperada dureza a la que yo no estaba acostumbrado, seguida inmediatamente de un silencioautoritario que no pretenda otra cosa que deshacer todos los entresijos de mi imaginacin. Sinembargo, por primera vez en mi vida permanec retador, y sosteniendo mi mirada ante la suyasin dejarme intimidar y antes de que l dijera nada contrario a lo que yo necesitaba escuchar, le

  • record con atrevimiento:-De todo esto hablabas t con los hombres en la taberna. Quiere decir que las cosas no

    andan nada bien, verdad?Entonces sent que padre no tena otra alternativa que afrontar frente a m una de dos

    opciones: o seguir tratndome como a un nio incapaz de entender cuanto ocurre a su alrededor,o reconocer que ya era un hombre y haba llegado la hora de ayudarme a comprender todo lo queestaba sucediendo. Por un momento, cuando alarg demasiado su silencio, llegu a pensar queoptara por la primera y que mi interrogatorio terminaba en una fuerte cachetada, cosa nohabitual en l; no tengo recuerdo alguno del uso de la fuerza contra m. Para sorpresa ma, mearrastr hacia los matorrales, me sent casi en voladas sobre unos sacos de estircol seco ycomenz a hablarme con el mismo tono de misterio que lo hacan los hombres en las cuadras, lasmujeres en la cocina y los campesinos en el surco de las huertas de la hacienda, enfrentndomecon su dedo ndice, dirigido esta vez hacia mi cara y no hacia el abanico infinito e imaginario queacostumbraba dibujar encima de la barca desde el corazn de la Albufera cada vez que mehablaba o explicaba cosas de ms all de nuestros lmites. Sin embargo ahora, igual que antes, ysin perder la efusin que derrochaban sus palabras cuando quera que algo me quedase muyclaro, me seal:

    -Mira, hijo, con estas cosas de los hombres, con sus ideas, tenemos que tener muchocuidado; lamentablemente no todos pensamos igual y esto nos ha llevado a situacionespeligrosas; es preciso ser prudentes. Inteligentemente prudentes.

    -Pero, padre -pregunt yo, que me senta acorralado, como si tuviese delante de m un torosemental-, siento que unos tienen miedo de otros. O como si unos pocos se burlan y doblegan lavoluntad de la mayora. Tienen que ser as las cosas?

    -Lamentablemente -y not que el rostro de padre empez a sudar ms de lo acostumbradomientras elevaba el tono de sus explicaciones; sac de la parte de atrs del pantaln un pauelocolor blanco manchado, se lo pas por la frente y luego prosigui como si ya le diera lo mismo latensin que se haba creado- despus de la guerra hemos seguido divididos; unos han ganado yotros han perdido la batalla, pero quien verdaderamente ha perdido ha sido Espaa, estamospeor que antes; ahora quien gobierna el pas es el miedo. Por eso, hijo, no lo olvides nunca, t yyo trabajaremos sin levantar la cabeza del suelo es mejor no ver nada.

    -Sin embargo -me atrev a seguir cuestionando la situacin pese a que l lo quera zanjartodo con una sola sentencia- yo te escuch en la taberna hablar a los hombres sobre ser valientesy perder su miedo y, contradictoriamente, lo que t y los hombres siempre hacen es hablar conmiedo, atentos a que nadie ajeno a ustedes los escuche.

    -Entiende -y padre se esforz, a pesar de la rudeza de su cara, en mostrar un rasgo desonrisa conciliatoria capaz de ablandar en esos momentos la tensin creada en el lenguaje deambos; yo estaba casi seguro que esta era la primera vez que mantena este tipo de conversacinlejos del acostumbrado escenario de la taberna, entre los hombres del Saler-, un largo caminorequiere de mucha paciencia y buena administracin de fuerzas; los que piensan diferente seenfrentan a ser descubiertos y encarcelados, por eso la paciencia es tambin una buena arma decombate.

    -Usted piensa diferente, padre? -Creo que mi pregunta fue demasiado imprudente ydirecta; presumo que la sinti como estocada en la nuca, como toro recin rendido-

  • -Yo pienso que en este pas cabemos todos , pero no como amos y esclavos -no s si era larespuesta que yo esperaba, pero la di por buena; al menos no me cachete-

    -Me espanta el rugido de esos camiones -dije yo, recordando la imagen dramtica y casiinvisible que permaneca anclada en mi cabeza- Cada vez que los oigo en las noches me preguntopor qu rugen con tanta ansiedad?, esos son los esclavos, padre?

    -Son los idealistas!-Pero, a dnde los llevan?-No lo s. Todos dicen que a la muerte, pero nadie lo sabe a ciencia cierta.-Y la guardia civil, y los que estn en el gobierno, a qu se dedican entonces? Ya se acab

    la guerra, padre. Por qu no se pierde el miedo? -Creo que el momento dio un giro menosdramtico del que yo esperaba; padre empez a ablandarse y yo me encontraba envalentonadocon la fuerza de mi atrevimiento. Era ahora o nunca para despejar tantas y tantas dudas que meoxidaban los sesos con preguntas sin respuestas sobre el clima que se viva fuera de la barraca;por eso decid no dar marcha atrs, y aunque a cada segundo sospechaba que la conversacinhaba llegado a su fin, no quise desaprovechar esa oportunidad de conversar como dos adultos-

    -Lamentablemente -contest padre, con ms inters del que me imaginaba- el rgimen noest buscando la reconciliacin entre los espaoles; al contrario, se regodea en su supremacasobre los vencidos, y con su represin nunca va a cerrar las heridas de una guerra que nos siguehaciendo mucho dao a todos.

    Al eco de sus palabras cargadas de demasiado sentimiento, se me ocurri hacerle un ruegodesesperado que me sali de lo ms escondido del alma, como si en esos pocos minutos deintercambio de preguntas y respuestas acurrucados en lo sombro de los matorrales, hubiesecomprendido lo que durante aos de infancia no haba estado al alcance de mis capacidades, peroque en ese preciso momento entraba en mi vida como un arrebato de madurez que me dejarairremediablemente abierto a todo cuanto ocurriese de ahora en adelante a mi alrededor.

    Por esos das ya no fue slo el despertar brusco al razonamiento de la realidad poltica osocial que me rodeaba, sino tambin la convulsin emocional entre mis propios sentimientos,sensaciones corporales, razonamientos, imaginacin A partir de esas experiencias sent que memova por la hacienda con otra soltura, como si un poder interior le inyectara riendas a miseguridad, llegando a construir la misma estrategia de padre a la hora de desenvolverme entrelos peones, que eran las gentes que tena ms cerca: sumiso, respetuoso e indiferente a losasuntos ajenos al trabajo, pero reflexivo y sagaz en el secreto de mi cerebro, lo cual le dara a mipersona, desde ese da, una fogosa firmeza.

    -Padre, promtame que nunca se lo llevarn esos camiones.-Sera lo ltimo que yo quisiera, hijo.

  • CAPITULO VII

    Cada vez que entraba al interior de la casa me hervan siempre en el estmago las ganas de

    explorar la parte de arriba. De una u otra manera tena la visin completa de las estancias de laplanta baja: el porche, la cocina, el cuarto de costura, el saln de caf, el despacho de reuniones,la sala de msica, y los dos comedores, uno exageradamente grande para las visitas y otro mspequeo, algo as como dos veces nuestra barraca, pegado a la cocina, en el que a diario realizabasus diferentes comidas la familia. Las grandes veladas de fin de semana se celebraban en elvestbulo de la entrada, un majestuoso espacio, grandioso, alto, impresionante con sus lmparasde cristal labrado chorreando haces de luz desde el brillo de sus lgrimas transparentes hacia lahora del medioda, cuando el sol se cuela penetrante al interior de la casa por entre los recovecosde un bello mitral repujado de fuertes colores que rompe en dos una de las floreadas paredes definos tapices con que est estampada la estancia del recibimiento, representando una barca quese desliza suavemente en las aguas tranquilas de la Albufera. Del centro del vestbulo, segn lapuerta principal de la hacienda, y a mano derecha, naca como imponente serpiente elevndosesobre su propia belleza, una hermosa escalera de maderas finas y dorados de lmina de oro queexplayaba el abanico de su hermosura en un impresionante barandal delimitando la planta alta ydando lugar a derecha e izquierda a un misterioso pasillo en el que yo no supona ninguna otracosa que el mismsimo espacio de los aposentos de los seores; no imaginaba en qu otro lugarpudieran dormir, que no fuese en esa parte alta de la casa, desconocida para los peones como yo.

    En la maana, desde muy temprano, poco a poco se iban abriendo los cuarterones demadera de las ventanas grandes que obligaban tambin a madre a estar lista en la cocinaprincipal para la hora del desayuno. Madre no trabajaba sola, ni era la cocinera ms importante.Quien mandaba en ese lugar era una feroz mujer, pequea y gruesa, que desde nia viva ytrabajaba para los seores y conoca hasta el ltimo detalle de los gustos y caprichos de cada unode ellos. Sin embargo, madre se haba convertido, sobre el resto de las mujeres, en la otrapersona capaz de entender los rugidos de la cocinera y traducirlos en rdenes a las asustadasasistentes, que en cuanto escuchaban cualquier tipo de pasos hacia el interior de la cocina

  • agachaban la cabeza olvidando automticamente el montn de risas y chismorreos que entredientes acompaaban sus labores de la maana a la tarde. Me sorprendi mucho una tarde,avanzadas las horas, llevando yo lea seca para el encendido de la maana siguiente y cuandomadre tena que estar camino de la cabaa, segn su rutina de trabajo, verla acurrucada en losbrazos de esa ancha y dominante mujer que la consolaba con ternura mientras se limpiaba suslgrimas con el mandil; al verme, de repente madre cambi por completo de actitud, y antes depermitir que saliese alguna pregunta de mi boca, ella se adelant a mi sorpresa exclamandoenfticamente que no ocurra nada, slo la desesperacin porque senta que el trabajo no loestaba realizando con la precisin que a ella tanto le gustaba. Un pequeo incidente que acepttal y como me lo hicieron creer en ese momento.

    A cada rato yo era sujeto de una orden desde el interior de la cocina: llevar agua, traerverdura fresca de la huerta, sacar basura, corretear pollos, acarrear lea, escuchar gritos milrequerimientos dispuestos a interrumpir, al toque de una pequea campana que sonaba slo yexclusivamente para llamar mi atencin, las labores que realizaba al lado de padre o perdido, yosolo, en algn extremo del jardn con la tarea que se me haba encomendado.

    En la hacienda vivan otros jvenes que eran tratados como cualquier adulto, sincontemplacin alguna. Tambin haba un gran nmero de nios -los hijos de los peones- quelamentablemente se tomaban ms en serio el trabajo de ayudar a sus padres en la recogida de lafruta cada de los rboles o llevando forraje a las cuadras para el ganado, que a sus propiosjuegos. De todos ellos, yo era el nico que entraba a la casa, el nico que reciba rdenes de losamos, del mayordomo, del ama de llaves y de la gorda de la cocina; el nico que se senta al finalde la jornada desgraciado o importante, segn el nimo de mi cuerpo. Todos los dems tenan supropio mundo rutinario y montono. Los jvenes se encerraban en un ocioso crculo de laboresdiarias cuya repeticin no provocaba ni sugera demasiado brillo al cotidiano de sus rutinas,fanfarronadas o conversaciones que no iban ms all de las mujeres, la baraja o el alcohol. Por elcontrario, a m me suceda algo muy diferente. En mi cabeza galopaban escenarios distintos quecincelaban una frontera entre el trabajo y los sueos que, especialmente en las noches, eranabsorbidos por un largo silencio contemplativo dispuesto siempre para volar a mundosimaginarios. Gracias a esos momentos nocturnos mi nimo aguantaba sufridamente todas lasamarguras de las contrariedades diarias que, como moscas empalagosas en jornadas de sofoco,bailaban tercas a mi alrededor mientras frenaban tambin los jalones que desde mi cabezarasgaban el deseo de revelarse y echar a correr a como diera lugar, no s a dnde, pero s salir deall y abandonarlo todo, porque muy poco de cuanto me rodeaba satisfaca el sentido de missueos o se acomodaba a la vida que a borbotones experimentaba mi cuerpo, creciendo cada vezcon ms fuerza no sin la confusin poco clara de lo que yo, de verdad, quera ser, frente a unasensibilidad suficientemente razonable que me deca a cada rato que aquello no era para m, quelo mo tendra un destino diferente, en nada parecido a la rutina cotidiana o al fin ltimo detodos los peones de la hacienda.

    Y para colmo, ese maldito niato, el hijo del amo, pretendiendo hacer de su verano enAlfafar un divertido juego de humillaciones y provocaciones hacia mi persona para sacarse laespina de sus aburridos das, que comienzan para l cuando ya todo en la hacienda llega a sumedia jornada. A esas horas se abren los cuarterones de sus ventanas. Y a esas horas, desde loalto de la casa, da paso a las indagaciones sobre mis movimientos que de inmediato detectan suobsesiva persecucin, cruzndose rabiosamente en mi camino con aires provocativos que slo la

  • presencia de padre o de alguno de los trabajadores, impedan que lo patease hasta el extremo deromperle sus huesos y dejarle arrastrado en su insolencia, de hacerle entender lo vago y pendejoque se mira.

    Por qu nunca madruga, como el resto de la familia, y sale de cacera temprano en lasmaanas, o en las tardes, cuando ya casi se pone el sol, cargando su propia escopeta? Deberahacerlo, aunque sea para espantar las hbiles bandadas de pjaros que llenan los canales de laalbufera, como es costumbre entre los hombres de la casa y sus invitados, que hacen de lasparvadas su juego cotidiano para fanfarronear sobre sus habilidades cinegticas, cuandometidos en toneles de madera, escondidos en barcazas, o camuflados muchas veces en espesoslugares de blindado follaje, ojean con paciencia las posibles presas de aves asustadas por lasrfagas de disparos que empaan, humeantes, el pintoresco lienzo azul de la laguna que se dejasalpicar, como lgrimas del cielo, con la cada de sus pjaros muertos y convierten la hazaa decada maana, o de cada tarde, en un botn que se transforma en otro de los afanosos trabajospara los hijos pequeos de los campesinos de la hacienda, agrupados y divertidos durante lashoras dedicadas al desplumaje con la ayuda de pequeos bidones de agua hervida sobre parrillasde brasas. Ms tarde, todo termina en la reparticin de los pichones o las aves entre las propiasfamilias, porque jams son parte del men de la cocina de la hacienda. Curiosamente, ningunode estos sacrificados animales fue nunca presa de la escopeta del hijo del amo. Eso s, era diestro,casi a diario, para agarrar su bicicleta y perderse durante horas, todas las tardes, fuera de loslmites de la barda, regresando siempre a la cada del sol, cuando ya el movimiento de lahacienda entraba en reposo. Si en algo le tena envidia a ese muchacho, era solamente el no ser yodueo de una bicicleta como la suya, hermosa, verdaderamente hermosa, que despertaba en misadentros una ilusin de vagancia con la que me hubiese gustado explorar todo cuanto nosrodeaba en el exterior, cosa que ya mi cabeza maquinaba en secreto con la roosa y viejabicicleta que me regal uno de los herradores de caballos, que decidi dejar arrinconada en lascaballerizas porque ya poco le serva para trasladarse a las cuadras de los pueblosdeshacindose el alma en los caminos rurales.

    Desde el momento en que tom posesin de ella fue parte importante de mi pequeopatrimonio que padre, con gran paciencia, increment con su esfuerzo mecnico para transformar en til una pieza de desecho que me ayudara a hacer ms llevaderas mis horas deocio entre las huertas y los naranjales por donde fui capaz de disear mi propio circuitoesquivando con sagacidad el mundo de complicaciones y obstculos que representaban losterrenos de sembrado, frutales y labranza, alimentando de esa manera una ms de mis vlvulasde escape para experimentar la libertad. La libertad. Una palabra que escuchaba muy seguidopronunciada demasiado entre dientes por los hombres en la huerta y en los naranjos,refirindose al descontento que con frecuencia se generaba con los arroceros protestando por lasinclemencias de su trabajo, los bajos salarios que reciban de los patrones, las difcilescondiciones del medio, y las muchas enfermedades que contraan a causa de las aguas y lasincmodas especies de mosquitos que convertan en desesperantes las jornadas laborales detrabajo. No pocas de las protestas suscitadas tanto en el tajo como en el pueblo, eran lo queocasionaba la irritacin del patrn, que se pasaba largas horas, cada da, dando rdenes yrecibiendo visitas de uniformados para impedir cualquier tipo de sublevacin que se pudieraolfatear entre los asalariados y mantener, al mismo tiempo, perfectamente dominada, una reginque haba heredado de su padre, antiguo gobernador de Valencia; era esta frrea actitud

  • militarizada una forma de garantizar ante el rgimen, que su territorio se converta en unemblemtico modelo nacionalista, impecable en tranquilidad y orden, aunque para ello tuvieseque diezmar a cuanto rojo comunista o rebelde indisciplinado se le pusiera por delante.

    Cada maana, desde temprano, el caf del porche se transformaba en una agencia deinformacin y rdenes que daban paso durante el da al trajn de hombres, carreras y camionescuyo objetivo era el de desplazarse por toda la regin de la laguna intentando sofocar cualquierindicio clandestino de ideas contrarias al sistema. Cuanto ms le contaba a padre, siempre con sucabeza mirando al surco, mejor entenda yo la delicada tela de araa que se estaba tejiendoalrededor de todos nosotros, divididos, peleados, traicionados, convirtiendo en desconfiada y peligrosa cualquier relacin de trato y amistad que, por otra parte, disimulaba muy bien lanatural y espontnea comunicacin diaria entre juegos, risas, saludos, chismes obscenos, peleasde solteros y casados, y el montn de intromisiones en la vida de los dems, que lograba hacerbastante divertida y llevadera la parte cotidiana de la mayora de nuestras conversaciones, no sindejar oculto el recelo, siempre alerta, que pudiera delatar los mnimos detalles agarradossigilosamente con campesina destreza para pretender saber algo ms del otro, y siempre comoun arma escondida, afilada; una cualidad oculta pero continuamente al acecho en caso denecesitar disponer de ella, como patrimonio muy til para ocasiones peligrosas autodefensapersonal o la pieza apropiada que les daba a todos la capacidad de acumular datos ajenospara una pronta culpabilidad o denuncia del otro por causas cuya nica recompensa comodenunciante consista siempre en no ser, uno mismo, objetado o detenido. Y este estilo deinquietante relacin, de la que la mayora ramos absolutamente conocedores, por ms que lodisimulsemos, impeda llevar una vida de gran amistad con quienes nos rodeaban. Sospecho queesa fue la causa por la que padre poco a poco fue entendiendo que resultaba difcil mantenermeal margen de cuanto ocurra a nuestro alrededor y opt no slo por consentir que fueseobservador de lo que estaba ocurriendo, sino tambin tom la decisin de ayudarme a serprudente, consciente de que el amo era un hombre peligroso, y era preciso estar preparado paracualquier sorpresa.

    Nunca sabamos a ciencia cierta, por ms que corrieran las habladuras, lo que estabamaquinando en su cabeza y con sus golpeadores, el sabueso mayor de toda la Albufera,prisionera la regin en sus manos. Sumisa la hered de su padre, y sumisa estaba comprometidoa conservarla ante el rgimen, a costa de lo que fuese necesario, porque tambin l tena grandesaspiraciones en el gobierno de Valencia y preparaba, con la sagacidad de un zorro, su salto alpoder, a cambio de lo que fuera, desde la compra y el dominio total de los gremios de la zona:pescadores, arroceros, carpinteros, pirotcnicos, agricultores, campesinos que escuchabanhasta el hartazgo, en la totalidad de la regin lagunera, el sarcasmo de su omnipotencia: yo aqusoy Dios, que no se les olvide, susurraba siempre al odo de cuantos senta que titubeaban en supresencia con quebrantada fidelidad, sobradamente controlada con generosidad de violencia porel ejrcito de rufianes que adulaban el podero del patrn, amarrados todos ellos en unahumillante habilidad poltica que lograba postrar a los habitantes de los pueblos, en unaescalofriante cultura de la desconfianza, y el miedo, que el propio amo supo disimular ante elrgimen poltico con esplndidos golpes de populismo, que no slo entusiasmaban en los das defiesta a la poblacin aburrida, sino que consegua mantener tambin contentos a lostrabajadores agremiados, con regalos el da de reyes para sus hijos, paella y regueros de cervezaen abundancia en las fiesta de San Jos, y aportando a los casales falleros y a las cofradas

  • religiosas, pero slo de sus agremiados, abultados donativos para las fiestas de la Cheperudeta yla Virgen del Carmen. A todo esto hay que sumarle la variante de sorpresas a las que nos tenaacostumbrados en la comarca del arroz, que ansiaba ver en l los espectaculares baos de puebloque nos generaban, a todos, el suficiente pan y circo capaz de sacarnos de la lamentablemonotona en la que estbamos metidos. Como por ejemplo, el da que hizo pblico su deseo deprestar al sindicato de los arroceros el edificio del casino construido muchos aos atrs por supadre; un smbolo del esparcimiento y ocio, y que meses ms tarde pasara a ser centro dereuniones y almacn principal de la organizacin obrera, sellando de esta manera con granastucia compromisos de autoridad y sumisin que muy pocos en la regin se atreveran acuestionar.

    De la noche a la maana el bello edificio de excelente imitacin barroca construido con elexagerado gusto de quien pretende dejar bien claro quin es el dueo del dinero y lo que sepuede hacer con l, terminaba su poca de esplendor para los habitantes de Alfafar como la joyade la corona en la arquitectura de la localidad. Sus espacios, escaleras, columnas, recovecos ysalones de techos altos jams carcomidos por la humedad o las goteras, mantenan an intactoslos trazos del pincel que Joaqun Sorolla plasmara poco antes de su lamentable ataque dehemiplegia que lo retirara definitivamente de sus pasteles y ocres, rumores marinos, frondososverdes entre naranjos y atardeceres, y bellas mujeres zarandeadas por la brisa del mar deValencia todo un celo artstico regalado a un edificio de pueblo gracias a la persistentesolicitud del polmico Blasco Ibez, amante de visitar la localidad por ser el sitio favorito deMara, su esposa. Toda esta pujante obra pictrica y literaria haba quedado marcada en lostechos, repujados, paredes, trabes y columnas de la gran casona, permitiendo que por muchosaos, hasta la llegada de esa desafortunada decisin sindicalista, tuviese para sus habitantes lasolemnidad emblemtica o la referencia ms sobresaliente de la localidad, para cuantos allvivan o por all pasaban. Fue a partir de ese momento, cuando apareci el desdn sentimental,arquitectnico y oportunista mostrado por sus nuevos administradores, que empez adesmerecer el cuidadoso orgullo del que alardeaban sus vecinos, para dar paso a la msmiserable apata provocada por la conflictiva administracin de sus nuevos socios y lasconductas autoritarias e irreverentes, que lo convertan en un smbolo moderno, pero deintolerancia y abuso de poder poltico.

  • CAPITULO VIII

    El verano para m transcurra lento, muy lento. Sin embargo, los momentos de mayor

    placer, gracias a los cuales esa lentitud a m poco me importaban, eran, el tiempo de los espaciosprivados en los que me adueaba de todo para convertir mi aislamiento en la mejor herramientapara poder pensar a mis anchas. Entonces, mi mente divagaba ampliando la dimensin de lossueos hasta lo inimaginable, sorprendindome a m mismo en ms de una ocasin tanto por locomplicado de mis razonamientos como por la energa que experimentaban mis sensacionesfsicas que, en ms de una ocasin, ambas llegaron a enfrentarse al mismo tiempo, generando un

  • caos entre el conflicto de mis pensamientos y la sensibilidad de mi cuerpo, regodendome conbastante frecuencia tanto en el xtasis de la mente como del placer corporal.

    Eran bocanadas de libertad que invadan por instantes la totalidad de mi imaginacin,que daba como aceptable la felicidad experimentada a ratos, hasta volver de nuevo a la pequeeztemporal, triste avergonzado en demasiadas ocasiones de haber cado en algo tan mezquino einfrenable, que contradeca a gritos el montn de enseanzas y doctrinas recibidas durante miinfancia. No pocas veces me sorprendieron mis lgrimas, creo que como decepcin ante lasposibles preguntas sin respuestas sobre el derecho que yo tena, o no, a ser parte de la trama demis silencios.

    Sospecho que me gustaba creer en mi felicidad. Como feliz era el personaje de mis sueos,aunque sin desmerecer tampoco el mundo al que perteneca, el cual, lamentablemente, mebrindaba muy pocas posibilidades de disear mi existencia de manera distinta a como la vivapadre o los hombres de la laguna. Me imaginaba, en momentos, un poco idiota. Mejor dicho, asme vea. Me ro cuando pienso que en excesivas ocasiones el rostro se encharcaba en humedadessentimentales quedando a la deriva de una nube difcil de atrapar entre mis manos, casi hastavagar dormido en una compleja sensacin de la que poco o nada, luego recordara textualmentedas ms tarde, donde la vida repetitiva y spera de la hacienda se impone por encima decualquier cosa, brindndome escasas oportunidades de creerme lo que la imaginacin le susurraal sentimiento, ocasionando entonces que ste se confunda atropelladamente, desde la maana ala noche, con los olores, sonidos, esfuerzos y sudores que ms tienen qu ver con la esclavarealidad del da a da que con una potica forma de interpretar o sublimizar lo que me atrapa yme rodea en esa traviesa imaginacin, a pesar de ser consciente, a pesar de que mi cerebro,demasiado prudente, me aconseja y empuja a no desconsiderar de manera muy relajada todocuanto sucede en el entorno al que pertenezco.

    Padre me golpea la nuca en muchas ocasiones con su pesada mano callosa, hacindomevolver a la realidad.

    En ocasiones, no cabe duda, tiene razn, me encuentro mentalmente demasiado lejos, y noslo descubre enojado mi contemplativa forma de trabajar, sino que me regresa al mundo de loreal a costa de burlarse de mi distrada actitud, o lanzndome piedras si la distancia no puedeejercer el poder de su mano.

    Tampoco fueron pocas l as ocasiones en las que escuch a madre y a l hablando de esaextraa forma de ser de su hijo, que ella justificaba siempre otorgndole un valor aadido a misensibilidad o ponderando lo mucho que yo aoraba el estilo de vida y la libertad de El Palmar.

    Las cosas para m cambiaron un poco, o comenzaron a cambiar bastante, cuando descubrel cancel de riego del campo de naranjos. Al principio no le di gran importancia, me pareci unams de esas pequeas compuertas de acero con su respectiva palanca, que simplemente regulanel paso del agua y ah se acaba todo. Pero de repente algo fluy en mi imaginacin, que me hizosospechar que esa peculiar pieza de hierro adosada a la barda principal de la hacienda por ellado sur, mirando hacia lo ms frondoso de la alameda y en lnea recta con el canal de riego queciertos das de la semana daba paso al agua de los naranjos, me dara a m la oportunidad dehacer lo que en tantas ocasiones haba deseado: portarme mal y vivir una experiencia con afnde riesgo, olvidndome, aunque fuese por una sola vez, de quin era, dnde estaba, y el alcancede mis limitaciones.

  • Lo visualizaba todo muy claro. Ahora o nunca, pensaba yo, mirando a la diminutacompuerta adosada al muro, y midiendo mentalmente no slo los riesgos a correr, sino tambinlas dimensiones de mi bicicleta para meterla y sacarla por esa abertura; en ms de una ocasin, ycoincidiendo con las tardes en que el canal no traa agua porque le corresponda el turno de riegoa las huertas vecinas a la nuestra, divagaba sobre la posibilidad de salir y entrar entre el misterioque podra implicar para m traspasar ese hueco de riego.

    Para la huerta valenciana las aguas son muy importantes; por eso estn regulados susturnos de uso. Padre me ha contado muchas historias que se comparten entre amigos, en lataberna, sobre un Tribunal de Aguas que cada jueves se rene en Valencia desde hace siglos, enla Plaza de la Cheposita, a las 12 del medioda, cuando comienzan a sonar las campanas del Miguelete Cmo me gustara estar presente en una de esas reuniones donde los hombresdiscuten el tema de los turnos, los conflictos que genera el mal manejo del agua, y elordenamiento y defensa del patrimonio ms valioso con el que cuenta la comarca.

    No lo dud ms. Tras darle en mi cabeza un montn de vueltas a la aventura durante dosdas, tiempo que dur la espera para el corte de agua, lleg la tarde en que, como hijo que huyede su casa, me arrastr por el hueco del muro y me liber tal y como lo haba planeado, y, comonunca antes, me anim a experimentar.

    De inmediato me sent diferente, con mi bicicleta vieja, tras los espesos caminos de laarboleda, entre olores dulces y amargos que fluan como fantasmas del polen de las flores y laresina llorona de los pinos; todo reventaba la fuerza de su hermosura en la poca ms brillantedel ao que se deja querer y cuidar por la abundante gama de hierbas, flores, matorrales ypastos de verdes ocres impredecibles, que conforman, al inicio del verano, la alfombra de unsuelo maravilloso que te permite entusiasmarte, saltar, correr y romper el viento con latranquilizadora emocin de que engrandeces, no perturbas, el espacio, dueo ste, a su vez, demiles de pequeos insectos o animalitos diminutos que le dan ritmo y voz por igual a la vidacampestre. Sub, baj, disfrut, admir, grit, sud no paraba de robarle con mi bicicleta msy ms profundidad a ese lugar natural que me prodigaba minuto a minuto la sensacin de quereracaparar con demasiada ansia todo cuanto me envolva en el poco tiempo con el que contaba,hasta enloquecer mis sentidos de felicidad pedaleando con fuerza entre los quebrados rastrosnaturales, convertidos con el paso del tiempo en sendas, represos de aguaceros de verano, oespesos y coloridos matorrales enzarzados como un jardn de fantasa que cuelga de las ramas delos rboles como si cayeran de las nubes, acogiendo silenciosos y musicales nidos de pjaros queescuchas pero no ves, mientras sospechas que sus criaturas se balancean hermosas al comps dela brisa agradable de un atardecer que comienza a regalar la humedad provocada por lascorrientes frescas saliendo entre los pequeos cerros encorvados sobre el desnivel del suelo,diferente todo ello al simtrico entramado de canales y arroceros, que ya conoca, y quedifcilmente ofrecen la oportunidad de esconder la sensacin de perderse, desaparecer,contemplar.

    En esos momentos la naturaleza era ma. Los cerros mi propiedad. Gozaba el monte, queera de todos, como si fuese un patrimonio nico para m. Qu difcil expresar sentimientos tansimples y particulares a la vez, en alguien que ha nacido esclavo de la naturaleza, aunque viva ycrezca en medio de una supuesta libertad natural, pero que jams posee ni podr nunca disfrutara plenitud, porque los argumentos de aceptar sin ms el ser quien eres, y el donde te ha tocadovivir, y para qu estas destinado en este mundo pesan demasiado en alguien tan joven como

  • yo; pesa mucho ms que cualquier inquietud de contrariar tu destino, o querer romper lasamarras de tu cultura y pretender volar. Y es entonces, en estos momentos de vuelo prohibido enlos que me encuentro dominando el monte, cuando comprendo, luego de muchas preguntas enmuchas silenciosas noches atrapado entre la fantasa y las sombras muchas de las cosasposibles: como la validez de la libertad que te regala la imaginacin, a pesar de la esclavitud delas ideas preconcebidas por tu educacin en la escuela y en la iglesia; o el aliento que provoca labelleza de las cosas para darte nimos y cultivar la propia esperanza por encima de lasobligaciones impuestas en el rutinario obedecer de cada da.

    Feliz como estaba, y cansado por haber forzado el cuerpo con la excitacin de una rutinadifer