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LA MANIFESTACIÓN DEL SEÑOR Ejercicios espirituales 13-15 de enero, 2006 Humocaro, Venezuela

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LA MANIFESTACIÓN DEL SEÑOR

Ejercicios espirituales

13-15 de enero, 2006 Humocaro, Venezuela

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ÍNDICE

I La jornada de los Magos 3 II El bautismo del Señor 7 III Las bodas de Caná 11 IV El llamado del Señor 16

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Capítulo I

LA JORNADA DE LOS MAGOS

Todavía estamos meditando sobre el misterio de la Epifanía, aunque ya hemos empezado el tiempo ordinario. Este domingo (segundo del año), en el año C, leemos el evangelio sobre las bodas de Caná, que es una de las tres primeras manifestaciones de Jesucristo, junto con la venida de los Magos y el bautismo en el Jordán. Jesús fue manifestado a los paganos por la estrella a los Magos, a todos los judíos en su bautismo en el Jordán con la voz del cielo, y a sus discípulos en su milagro cambiando agua en vino en las bodas de Caná.

La Epifanía, o la manifestación de Cristo al mundo, es la venida de la luz de Dios en la oscuridad de este mundo para iluminarnos. Dios quiere que seamos iluminados, que vivamos en su luz, que seamos transformados por su luz, que seamos hijos de luz, y así que resplandezcamos con su gloria y alegría, la gloria de ser hechos hijos de Dios en Cristo. Todo esto fue manifestado por primera vez en la venida de Cristo al mundo; y en la Epifanía celebramos este misterio de manifestación, de revelación: a los Magos, en su bautismo en el Jordán, y en las bodas de Caná. Este tiempo de revelación y manifestación es un tiempo de vida y luz, porque participamos en la iluminación que Cristo trajo al mundo. Nosotros mismos somos iluminados por nuestro contacto con él, por su amor que es la razón de nuestra existencia. Dios nos creó para que él pudiera amar y llenarnos de su vida y amor. Cuando nosotros permitimos que él nos ame, somos iluminados y llenos de su amor y luz. Así el misterio de la Epifanía es nuestro misterio, es la celebración de nuestra iluminación.

Por medio de su manifestación o epifanía en el mundo, somos hechos “aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col 1, 12-13). Sólo tenemos que hacer los que hicieron los Magos para experimentar esta luz. Es decir, tenemos que obedecer perfectamente la voluntad de Dios en todo, como él nos revela su voluntad por las inspiraciones del Espíritu Santo y por las responsabilidades de nuestro estado de vida. También tenemos que vivir una vida sacrificial como los Magos, dejándolo todo por Cristo. Ellos dejaron su tierra, su casa, su familia, para verlo, para adorarlo, para contemplar y amarlo. Tenemos que hacer lo mismo, haciendo grandes sacrificios por él. El sacrificio es importante. Es el amor en acción. Es el amor tomado en serio. Es el amor verdadero que es listo para hacer cosas muy difíciles por Cristo.

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¿Qué tenemos que dejar para imitar a los Magos? Apegos destructivos y placeres mundanos, es decir, placeres innecesarios de este mundo, para que Cristo sea nuestro único placer, cuanto podamos, si, de verdad, estamos tratando de vivir una vida de perfección. Sólo así será él, de veras, grande en nuestro corazón, sólo así resplandecerá dentro de nosotros con su fulgor y belleza, iluminando y regocijándonos. Él no quiere competir con otros placeres y luces para nuestra atención y amor. Él quiere reinar supremo en nuestro corazón, en un corazón indiviso, no dividido, enfocado sólo en él, sacrificando todo lo demás por amor a él.

Y esto no es porque las cosas de este mundo son malas. No son malas; sino buenas. Más bien es porque Dios quiere que nos enfoquemos sólo en él, y sacrifiquemos lo demás por amor a él, y así vivamos una vida sacrificada, que es una vida que tome el amor en serio, y lo pone en práctica, en acción.

Los monjes dejan todo, como los Magos; dejan incluso el matrimonio, el más grande gozo de este mundo, si es un buen matrimonio. Hacen así porque no quieren dividir el amor de su corazón, ni siquiera con una esposa humana. Quieren tener un solo esposo de su alma, un solo amor de su espíritu, que es Cristo. Y así Cristo puede llenarlos tanto más, cuanto más dejan. Cuanto más vacíos están de otros amores, tanto más pueden ser llenados del amor de Cristo. El sacrificio engrandece nuestra capacidad de ser llenados del amor y esplendor de Dios.

Debemos imitar también el silencio y la soledad de los Magos si queremos ser iluminados como ellos. Y ¡qué silencio experimentaron, viajando quizás por meses por el desierto, sentados sobre sus camelos! Cada uno fue en su propio mundo de silencio y dialogo personal con Dios; y así, sin duda, lo quisieron, porque estaban en un viaje de fe, un viaje espiritual. Aspiraron a conocer y adorar a Cristo el Señor en su nacimiento. Fue por eso un viaje contemplativo—no sólo en su fin, sino que también todo su viaje fue un viaje de contemplación y de experiencia espiritual, de experiencia del amor divino y de luz celestial. Pero para esto, necesitaban silencio, mucho silencio, un rico y pleno silencio, rico en amor, rico en revelación, rico en experiencia divina, rico en luz y esplendor. Nosotros también necesitamos este mismo tipo de silencio si queremos experimentar a Dios en la luz, si queremos ser llenados de su esplendor y amor, si queremos permanecer en este amor, como Jesús quiere para con nosotros cuando dice: “permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y porque su amor es espléndido, el permanecer en su amor es permanecer en su esplendor. Pero para esto, muchos sacrificios son necesarios, y mucho silencio lleno de Dios.

Y ¡qué rico es un semejante silencio! Es por ello que los monjes huyeron del mundo y se fueron al desierto, como los Magos. Buscaban el silencio. No querían que el amor con que Dios estaba llenando sus corazones hasta el punto de desbordarse, fuera disipado por hablar inoportunamente. Sí tenían tiempos para hablar, pero también guardaban celosamente sus tiempos sagrados del silencio llenos Dios, llenos de luz, como los Magos montados sobre sus camellos, moviendo silenciosamente por el desierto con sus inmensos horizontes. Me imagino que cuando camparon para dormir, rezaron y entonces se sentaron juntos en silencio, en el desierto, en la noche, perdidos en Dios, perdidos en la contemplación, en comunión con él, como siempre han amado hacer los monjes.

¡Cuántas bendiciones hay en un semejante silencio! Nos capacita para experimentar una alegría espiritual que es desconocida en el mundo. Es la alegría del

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corazón que se siente amado y abrazado por Dios. Es el júbilo de espíritu que perdura muchas horas si no lo disipamos por hablar o por pecar. Sólo los que viven así conocen esta experiencia. Yo creo que los Magos conocían y viajaban en esta alegría de espíritu.

La razón de su viaje fue fundada en su fe. Su viaje, entonces, fue un viaje de fe. Sólo los que tenían fe podían entender su viaje. Por los demás, fue incomprensible, una locura. Por eso los Magos probablemente sufrieron las burlas de sus familias, amigos y paisanos. Pero los Magos, yo creo, en su sabiduría y madurez espiritual, estaban encima de todo esto. No seguían lo que se ve, sino lo que no se ve. Y por eso sufrieron por su fe como los mártires. Y así debemos nosotros también hacer si queremos ser iluminados como ellos. Ellos no dejaron de seguir la voluntad de Dios para evitar la burla y la persecución. Ni tampoco debemos nosotros dejar de seguir nuestra estrella que Dios nos ha revelado porque la gente se está burlando de nosotros o persiguiéndonos por seguir esta bella estrella que ellos no ven ni aprecian.

Y ¿qué es tu estrella? ¿Qué es la bella visión que Dios te ha dado a ti? ¿Qué es su voluntad particular y específica para contigo, que te conducirá a él, a unión con él? ¿Estás siguiéndola fielmente como los Magos? Sí, Cristo es nuestra estrella, pero ¿de qué manera específica está él llamándote a seguirlo? Los Magos fueron llamados a seguirle al seguir una estrella con sus camellos por una larga jornada por el desierto. Esto fue algo muy específico. ¿Qué específicamente está llamándote a ti a hacer? ¿Qué sacrificios está pidiendo de ti? ¿Qué tendrás que dejar atrás para seguirlo fielmente? ¿Estás haciéndolo? ¿Qué más debes hacer para asemejarte a los Magos, y para encontrar lo que ellos encontraron? ¡Qué fieles y felices fueron en su viaje de fe! ¿Y nosotros? ¿Somos igualmente fieles y felices? ¿Qué todavía nos falta para tener una semejante fidelidad y felicidad?

Su viaje fue también un viaje de esperanza. Estaban siempre esperando ver y adorar a Cristo el Señor en su nacimiento y ofrecerle sus dones. Sus dones fueron símbolos del ofrecimiento de sí mismos. Su esperanza iluminó su viaje. Le dio un propósito. Imitemos a ellos en su esperanza, esperando ver cada día más del amor de Dios quemando nuestro corazón, deseando más iluminación, y más purificación también del pecado. ¡Qué difícil es eliminar todo pecado, toda imperfección de nuestra vida! Con frecuencia estamos cayendo o faltando en algo—faltando en el silencio, en la oración, en la lectura, en la caridad, en los pequeños deberes y responsabilidades de nuestra vocación. Pero debemos vivir en una gran y esperanza de que Cristo nos ayudara a ser más perfectos, a superar nuestras imperfecciones y pecados y salir de la tristeza y oscuridad que estos pecados nos traen, para vivir en la luz de Cristo, como él quiere para con nosotros. Esto debe ser nuestra esperanza—de vivir una vida de perfección en la luz y alegría de Cristo.

Esperamos también la venida más plena del reino de Dios en nuestra vida y ambiente. Esperamos poder permanecer en el amor de Cristo, en su esplendor y vivir en el amor verdadero a nuestro prójimo, sin apegos nocivos, porque siempre debemos vivir desapegados y desprendidos, sólo para Dios con todo nuestro corazón, con un corazón no dividido, con un corazón indiviso. Su reino está dentro de nosotros. Esperamos que se extienda más y más en nosotros, iluminándonos cada vez más. Y esperamos la última venida del Señor en gran luz con todos los santos cuando vendrá en las nubes del cielo con gran poder y voz de trompeta y voz de mando a la final trompeta cuando todos seremos transformados. Por eso debemos viajar, como los Magos, en esperanza.

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Su viaje también fue un viaje de amor, del amor divino que quemaba sus corazones. Sin este amor, creo que no hubieran empezado su viaje. Y no fue un amor puramente humano que les inspiró, no fue el amor de dinero o de descubrir tesoros y riquezas. No fue el amor de hallar una bella esposa o de ganar fama o honor humano. Fue el amor de Dios que llenó sus corazones. Ellos buscaban a Dios por amor a él. Ellos buscaban a Cristo el Señor para verlo y adorarlo en su nacimiento y presentarle sus dones: su oro, su incienso, y su mirra.

Es el amor de Dios que llena el corazón que está vacío de todo lo demás, y que lo hace resplandeciente y feliz, que lo llena verdaderamente, que lo colma de bendiciones y felicidad. Debemos vivir por el amor de Dios. Debemos ser listos a dejar todo lo demás por el amor de Dios. Cuanto más dejamos, tanto más capacidad tenemos para ser llenados del amor de Dios, que es la única cosa que nos llena verdaderamente, porque así fuimos hechos, fuimos hechos para esto, para el amor divino. Por eso vale la pena, vale todo sacrificio necesario, para que estemos vacíos de otros amores, de cosas mundanas, vacíos de amores pasajeros, para ser llenos de la única cosa que puede llenarnos—a saber: el amor de Dios. Así, pues, nuestra vida debe ser un viaje de amor como lo fue el viaje de los Magos por el desierto, de noche, en busca de Cristo el Señor. Estaban vacíos de otras cosas. Viajemos en amor, en el amor de Dios. Y como los Magos, busquemos cada vez más este amor. Tratemos de permanecer en este amor. Tratemos de no pecar, de no caer fuera del encanto del amor de Dios.

Los Magos nos dan mucha enseñanza: del despojo, del silencio, de la soledad, de la contemplación, y de una vida que es una jornada de fe, esperanza, y amor divino. ¡Sigamos sus huellas!

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Capítulo II

EL BAUTISMO DEL SEÑOR

La segunda manifestación o epifanía de Cristo al mundo fue su manifestación a los judíos en su bautismo en el río Jordán. Él entró en las aguas, y subió otra vez de ellas, bañado de la luz del Espíritu Santo que descendía sobre él en forma de una paloma. Y se oyó una voz del cielo, del Padre, diciendo: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Mc 1, 11). Aquí todas las tres Personas divinas de la Trinidad son activas. Es una revelación de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Después de su bautismo, Jesús empezó públicamente su ministerio mesiánico. Fue su bautismo del Espíritu Santo.

En su bautismo Jesús santificó las aguas del Jordán para que en adelante el agua fuese el medio para nuestro bautismo en el Espíritu Santo. Así podemos seguir en las huellas de Jesús al ser bautizados. El bautismo es nuestra iluminación. Nosotros que fuimos bautizados como niños debemos activar ahora en el presente el gran don que recibimos en nuestro bautismo, el don de ser iluminados y hechos hijos de Dios en el unigénito Hijo de Dios. En el bautismo entramos en el misterio pascual de Jesucristo. Entramos en el misterio de su muerte, descendiendo con él en el agua, y así morimos al hombre viejo y pecaminoso, que muere con Cristo en su muerte en la cruz. Entonces resucitamos con Cristo resucitado en el poder de su resurrección cuando subimos del agua. Como él surgió de las aguas del Jordán bañado de la luz del Espíritu Santo, así nosotros subimos de las aguas del bautismo iluminados, renovados, resucitados espiritualmente para vivir desde ahora en adelante una vida nueva en él, una vida transformada y divinizada, una vida llena de Dios e iluminada por el amor divino.

Resucitamos nacidos de nuevo cuando surgimos con Cristo resucitado de las aguas del bautismo, hechos capaces de ver el reino de Dios y vivir en este reino con júbilo de espíritu, bañados de luz, para vivir en el espléndido amor de Dios como hombres nuevos, una nueva criatura, una nueva creación.

Jesús dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3, 3). Pero el que sí nace de nuevo en el bautismo, vive ahora en el reino de Dios. Vive perdonado, justificado, e iluminado. Vive en el reino de la hermandad, irradiando a todos el esplendor del amor de Dios, porque él vive en las cumbres iluminadas, en las cimas de luz, en júbilo de espíritu, porque Dios vive en él. Él vive, pues, en el reino de Dios donde el lobo mora con el cordero y el león come paja como el buey. El vive en este reino pacífico, y diariamente crece más en esta paz, y extiende esta paz y amor divino en todo su ser y ambiente.

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Y ¿cómo es la vida de esta persona nacida de nuevo en Jesucristo por el bautismo, una vez que él ha actualizado su bautismo por una fe viva y una obediencia perfecta a la voluntad de Dios, confesando sus pecados y habiendo recibido el perdón de Dios por los méritos de Jesucristo en la cruz? Es la vida de una nueva criatura viviendo en la novedad de la vida en Jesucristo, perdonada y justificada. Él vive ya en la luz del Espíritu Santo, bañado de su luz, regocijándose en su espíritu, porque él vive en el Espíritu Santo. La alegría del Espíritu lo llena. Él es muerto a su pasado, y vivo ya de nuevo para Dios. Él camina en la novedad de vida en el Espíritu. “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gal 5, 25).

Si andamos por el Espíritu, no caminamos por los deseos de la carne, ni somos dirigidos por estos deseos carnales. Los hemos rechazado, despojándonos de ellos junto con el hombre viejo que hemos sepultado en la muerte de Cristo cuando activamos nuestro bautismo. Y nos hemos revestido de Cristo, como hombres nuevos. Si nos dirigimos todavía por los deseos de la carne, nos desviamos y perdemos esta iluminación y belleza que ya tenemos en Cristo, y no podremos percibir la claridad de su gracia resplandeciendo en nuestra alma. Si nos dirigimos por los deseos carnales, no podremos ver su resplandor en nosotros. Lo apagamos o lo cubrimos con barro. Así es “porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Rom 8, 13-14).

Así, pues, viviendo por el Espíritu, somos nuevos. Es como el primer día de la creación, el primer día de la nueva creación, “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor 5, 17). Nuestra vida parece como es nueva, y aun las cosas viejas nos parecen ahora nuevas y resplandecientes porque nosotros somos nuevos, llenos del amor de Dios y de su nueva vida en nosotros. El Espíritu Santo nos regocija, fluyendo como ríos de agua viva dentro de nuestras entrañas (Jn 7, 37-39). Es como una fuente de agua dentro de nosotros “que salte para vida eterna” (Jn 4, 14). Como una fuente y un verdadero río no se agotan, así también el Espíritu Santo no se agota en nosotros si siempre obedecemos a Dios. Y cuando faltamos en algo, si nos arrepentimos, él nos perdona por los méritos de Cristo, y en poco tiempo nos restaura otra vez en el esplendor de su amor. Así es el vivir en el Espíritu. Así es el nacer de nuevo. Así es el ver y vivir en el reino de Dios, en el reino pacífico como hombre nuevo.

El ser hecho un hijo de Dios por el bautismo activado es también vivir una vida de sacrificio. Tenemos que sacrificar todo lo demás si queremos vivir en esta luz y esplendor, si queremos vivir una vida de perfección. Sólo una vida sacrificada es una vida iluminada, porque es una vida de amor. Sólo una vida sacrificada es una vida de amor. Una vida no sacrificada no es una vida de amor. Y sólo una vida de amor es iluminada. Por eso sólo una vida sacrificada es iluminada. El sacrificio es la llave para hacer nuestra vida una vida iluminada. La beata Isabel de la Trinidad dice: “Pidámosle que nos haga sinceros en nuestro amor, es decir, que nos haga almas sacrificadas porque el sacrificio es el amor en acción” (Carta 231). Y dice también: “Ejercítate en el sacrificio y en la renuncia personal. Esta es la ley suprema de toda vida cristiana” (Carta 245).

¿Por qué es así? Es así porque la vida sacrificada es la vida crucificada. Y la vida crucificada es la vida ofrecida en amor a Dios como una ofrenda fragante y aceptable.

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Así fue la vida de Cristo, culminada en la cruz, completamente ofrecida en amor a su Padre. Esta es la vida perfecta, modelo de toda vida de perfección, una vida completamente ofrecida en amor a Dios, dejando todo lo demás por él, por amor a él, una vida vivida sólo para él. Esta es la vida iluminada, la vida vivida en las cimas de la luz, en las cumbres iluminadas, una vida vivida en el esplendor de Dios. Es una vida de amor en acción. Es una vida sinceramente amorosa. Y siendo sacrificada, es despojada de todo lo innecesario. Es una vida vivida sólo para Dios y desprendida de todo otro placer para que él y sólo él sea nuestro único placer. Los que viven así viven en las alturas en el esplendor de Dios. Este es el secreto de la felicidad humana.

Este es el ideal de los monjes que tratan de vivir así, lejos del mundo, lejos de todo placer, sin esposa, sin delicadezas, comiendo comida simple y austera, sin carne, sin condimentos, excepto la sal. Tradicionalmente los monjes no desayunaban, y cenaban sólo seis meses al año, desde Pascua hasta el catorce de septiembre. Renunciaron también la ropa seglar y paseos para entretenimiento. Renuncian al cine, a restaurantes y otras recreaciones, para vivir única y completamente para Dios. Y entonces ellos descubren que viven, de veras, en las alturas con Dios. Viven una vida de perfección. Viven una vida verdaderamente nueva en Cristo: “Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Apc 21, 5).

Sacrificados así, somos muertos al mundo, crucificados al mundo, y vivos para Dios en la luz, como dice san pablo: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6, 14). Vivimos en el esplendor de Jesucristo, permanecemos en su amor, lo que es su deseo, porque dijo: “permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y esto quiere decir: permaneced en mi esplendor, porque su amor es espléndido.

Finalmente, esta novedad de vida, como Pablo la llama (Rom 6, 4), que tenemos por medio de nuestro bautismo activado por fe viva, es una vida obediente en todo a la voluntad de Dios. Si somos desobedientes, perdemos este esplendor, hasta que él nos lo devuelva otra vez por los méritos de Cristo, cuando nos arrepentimos. Pero una vez perdonados y justificados por la fe, vivimos otra vez en este esplendor con que nada en este mundo se puede comparar. Este esplendor en el corazón nos trae más alegría que todos los placeres del mudo, que sólo nos dejan vacíos y tristes después. Este y sólo este es la verdadera alegría del espíritu.

Pocos saben el camino para conseguir esta alegría. Es el camino del sacrificio y de la obediencia a la voluntad de Dios. Si somos siempre obedientes, seremos sacrificantes, porque esto es la voluntad de Dios para con nosotros. También si somos obedientes, seremos silentes mucho del tiempo, porque esto también es la voluntad de Dios para con nosotros. Sólo los que conocen el silencio pueden conocer a Dios, porque Dios se encuentra por antonomasia en el silencio, en la oración silenciosa, en la contemplación. Esto es cuando él resplandece en nuestros corazones, dejándolos iluminados y llenos de alegría y amor. Pero si no somos silenciosos, ¿cómo puede él comunicar su amor a nosotros? Por eso si seguimos su voluntad, le dejaremos mucho tiempo, comunicando con él en el silencio de nuestro corazón, sin libros, sin meditación sin pensamientos y sin hablar con él, sólo sentados en su presencia quizás repitiendo una oración jaculatoria hasta que caigamos en una trance y hasta que Dios nos visita en este trance con los rayos deslumbrantes de su amor, y sentimos su presencia luminosa y amorosa en todo nuestro ser.

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Así es la vida nueva de los bautizados cuando actualizan su bautismo. Son verdaderamente muertos en la muerte de Cristo y resucitados en su resurrección para una vida nueva e iluminada en él. Son desapegados de este mundo, desapegados y desprendidos de todo, y son más felices y más llenos de luz y del amor de Dios que todos los demás. Son obedientes, sacrificantes, orantes y contemplativos. Surgen de las aguas como Cristo, ungidos del Espíritu Santo y bañados de luz. Este es el poder de Cristo en nuestro bautismo. “En el río Jordán aplastó nuestro Salvador la cabeza del antiguo dragón y nos libró a todos de su esclavitud” (2 Visp. Bautismo del Señor).

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Capítulo III

LAS BODAS DE CANÁ

La tercera manifestación de Jesucristo al mundo fue en las bodas de Caná cuando él se reveló a sus discípulos cambiando agua en vino para ayudar a una joven pareja en sus necesidades humanas, cuando faltó el vino. Jesús manifestó en esta ocasión su poder divino, porque cambiar agua en vino excede el poder humano. Pero también este milagro muestra su solicitud para nuestras necesidades humanas. ¡Qué importante es este mensaje! ¡Cuánto necesitamos esta solicitud, esta ayuda en nuestras tristezas, nuestros pecados que molestan nuestra conciencia y nos roban la paz! Y no estoy pensando aquí sólo en pecados graves. Aun discutir con ira o corregir a una persona con ira o hablar durante nuestro tiempo de silencio puede ponernos en oscuridad y robarnos la paz. ¡Qué necesitados entonces somos! ¡Cuánto necesitamos su solicitud y compasión para curar nuestro corazón herido, para aliviar nuestro dolor!

Este milagro revela que él cuida de nosotros y es listo para ayudarnos si sólo le pedimos con fe y un espíritu arrepentido. San Juan dice: “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pedimos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn 5, 14-15).

Y ¿qué es la cosa que más necesitamos? sino que él nos transforme de pecadores sentados en tristeza, culpabilidad, dolor de corazón y oscuridad en personas perdonadas y justificadas por los méritos de Cristo crucificado en amor y sacrificio propiciatorio y expiatorio a su Padre. Por esto él vino a este mundo. ¿Qué cosa hay más conforme a su voluntad que esto? Si pedimos esto, que es lo que necesitamos más, y que es a la vez la cosa más conforme a su voluntad, no debemos tener duda alguna de que seremos escuchados y nuestra petición será dada una respuesta positiva en su debido tiempo; y en poco tiempo.

A veces él nos hace esperar un poco antes de curar nuestro corazón, para disuadirnos para que no caigamos en el mismo poso en el futuro. Si él nos curara inmediatamente, no seríamos tan cuidadosos en el futuro. Pero si sabemos de antemano que si cometemos tal pecado que estaremos dos días en oscuridad y tristeza, entonces seguramente seremos mucho más cuidadosos en el futuro de no caer en este pecado otra vez.

El cambio de agua sin color, olor, ni sabor en un buen y rico vino simboliza esta transformación de un pecador sentándose en la tristeza y oscuridad, lleno del dolor de su

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culpabilidad que le molesta y entristece por una parte, en una persona perdonada y justificada, feliz y lleno del luz y del amor divino por otra parte. Y esto es exactamente lo que sucede cuando creemos en Jesucristo y los méritos de su pasión y muerte en la cruz con un espíritu contrito por haber ofendido a Dios. Acercándonos así a Cristo, él no nos dejará mucho tiempo sin ayudarnos, perdonándonos por nuestros pecados y curando el dolor y la molestia de la culpabilidad en nuestra conciencia, y en vez de estos, llenándonos con su amor y la alegría del Espíritu Santo. No tendremos que esperar mucho tiempo se venimos a él con nuestra petición que él cure nuestro corazón y espíritu.

Entonces él nos justificará por nuestra fe, transformándonos de agua en un buen vino con color brillante, diáfano y translúcido, que resplandece en la luz de mediodía, y que tiene un aroma dulce como la miel, un sabor rico y sustancial, y poder de embriagar y alegrar a los que lo beben. Así somos después de ser transformados por Cristo, como embriagados espiritualmente, justificados y renovados por la fe en él. Somos, de veras, hechos nuevas criaturas, hombres nuevos, resplandecientes con el amor divino que nos llena y regocija. Somos divinizados y podemos irradiar el amor y esplendor que tanto nos llena. ¡Qué bello símbolo, este cambio de agua en vino por el poder de Jesús para ayudar a una joven pareja en la celebración de sus bodas, cuando faltó el vino! Y si él los ayudó en una cosa así, ¿cómo es posible que él no nos ayudara a nosotros también en nuestros sufrimientos espirituales causados por nuestros pecados, errores, estupidez e imperfecciones? Por ello él vino, para librarnos del pecado y de la culpabilidad, para cambiarnos de agua insípida en un rico y sabroso vino, llenos de aroma y de la dulzura de la contemplación, llenos de alegría espiritual y luz divina.

Así somos hechos faros en el mundo, mostrando el camino a los demás, a los que anhelan este esplendor, pero no conocen el camino. Así seréis “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil 2, 15). Esta es nuestra vocación, la de ser faros en la noche de este mundo, mostrando el camino a los que están perdidos en la oscuridad, a los que están buscando la felicidad interior, pero no saben cómo conseguirla. Ellos son los que quieren ser como un buen vino brillante, fragante, sabroso y embriagante, pero a pesar de sus deseos, quedan sólo como agua insípida si color, olor ni sabor. Su vida es vacía, su espíritu vacío y deprimido, lleno de tristeza y oscuridad.

Si sólo creerían en Cristo, los méritos de su muerte en la cruz los limpiarán de todo pecado y los llenarán de gracia y vida nueva, vida divina, y la alegría del Espíritu Santo. Cristo ha sido hecho para nosotros nuestra “sabiduría, justificación, santificación y redención”, como dice san Pablo, para que, estando en él, recibamos todas estas cosas. Pablo dice: “estáis en Cristo Jesús el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Cor 1, 30-31). Estando, pues, en Cristo, lo que es lo suyo viene a ser lo nuestro. Y ¿qué es lo suyo? Sabiduría, justicia y santidad. Por la fe en él, recibimos gratuitamente todas estas cosas, toda esta riqueza, y por la fe somos hechos verdaderamente sabios, justos, y santos, y podemos incluso jactarnos de esto, gloriándonos en el Señor y por sus dones que nos divinizan y llenan con tanta riqueza, con la misma vida divina de Dios.

Esta transformación de nosotros de agua en vino es expresado en otro versículo de san Pablo, que dice: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21). Es decir, Cristo, quien

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fue libre de todo pecado, asumió nuestra naturaleza humana pecaminosa, para que unidos a él por medio de esta naturaleza que tenemos en común con él, podríamos heredar y ser hechos lo que él es—justo. A saber: él fue hecho pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia. Por medio de este eslabón de la naturaleza humana, que compartimos con él, recibimos su justicia, y somos hechos justos como él es justo. En otras palabras: somos transformados, por nuestro contacto con él en su naturaleza humana, de injustos en justos, de agua en vino: “por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21).

Y ¿cómo es esta vida nueva en él? Es una vida de amor, una vida vivida en el amor divino, una vida espléndida, porque su amor es espléndido, es una vida amada, abundantemente amada por Dios. Es una vida de fe; y la fe hace toda la diferencia para nosotros. La fe nos llena de una alegría de espíritu desconocida por los que no viven una vida de fe y una vida obediente a la voluntad de Dios. La fe nos justifica, y Dios nos perdona y llena de su gracia por medio de nuestra fe. Y esa gracia nos llena de alegría y del amor divino. Para permanecer en este amor que nos da tanta alegría de espíritu, y para crecer cada vez más en este amor y alegría de espíritu, tenemos que ser perfectamente obedientes a la voluntad de Dios. Si dejamos de obedecerle en algo, esta alegría es oscurecida y cambiada en amargura y tristeza. Pero una vez que hemos confesado y admitido nuestro error, nuestro pecado, él nos perdona, y en poco tiempo nos llena otra vez con las olas de su amor, hasta que somos inundados de su amor, bañados de las olas de su amor.

La voluntad de Dios nos pide muchas cosas, hasta en los pequeños detalles, y como crecemos en este amor, él nos pide nuevas cosas, por ejemplo más tiempo de silencio, más tiempo de oración silenciosa, más tiempo gastado en contemplación, más penitencia, más lectura espiritual, más ayuno, más separación del mundo, más caridad fraterna, más amor por nuestro prójimo, más paciencia etc.

Otras veces él nos envía una enfermedad para bendecir y santificarnos, dándonos así algo que podemos ofrecer a él en amor—nuestros pequeños sufrimientos. Es una gran bendición cuando esto viene a nosotros. Nos llena con más amor y alegría que antes. Nos confina a un mundo y a un espacio más limitado y pequeño, pero más luminoso y bello si usamos esta enfermedad para ofrecernos a él en amor. La enfermedad nos capacita para ofrecernos a Dios como víctimas de amor, y también nos separa más de este mundo, y tanto más nos separamos de este mundo por el amor a Cristo, tanto más vivimos en el esplendor de su amor. Él quiere que vivamos en este esplendor. Por eso nos dijo: “Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Permaneciendo en su amor, permanecemos en su esplendor, porque su amor es espléndido.

A veces su voluntad para con nosotros nos invita a compartir con él la persecución por causa de la justicia y la verdad, como él fue perseguido. Jesús nos dijo: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 10). Esto también a veces puede ser la voluntad de Dios para con nosotros. Hacemos el bien, y personas mundanas o secularizadas no entienden, no aprecian, no ven el valor de lo que hacemos, y nos critican o se burlan de nosotros, o nos atacan, como le hicieron a Jesús. Sí, queremos que todo el mundo nos ame y nos aprecie. Pero no será siempre así, y cuando Dios nos envía persecución, tenemos que aceptar y apreciarla como otra bendición, como la enfermedad, que aumentará nuestra alegría.

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Cuando Jesús estaba muriendo en a cruz por nuestra salvación, se burlaron de él: “Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza, y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz. De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mt 27, 39-42).

En la persecución, podemos hacernos una ofrenda a Dios con Cristo en la cruz. El que sufre por su fe es glorificado. Al momento podemos ser asustados, pero con reflexión, nuestra paz nos volverá y la luz aumentará en nuestro corazón. Así Dios nos recompensa por haber sufrido afrenta por amor a él, como los apóstoles se regocijaron después de haber sido azotados por el concilio por haber predicado a Cristo: “Y ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre. Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (Hch 5, 41-42). Vemos que no cesaron de hacer exactamente lo por lo cual fueron perseguidos—es decir: no cesaban de predicar la verdad de Jesucristo en todas partes. Y habiendo sido azotados, se regocijaron. Se regocijaron porque la alegría que tenían en el Señor fue aumentada como recompensa por haber sufrido persecución por Cristo, por haber dado testimonio de la verdad, por haber predicado la verdad de la salvación en él.

Predicaron la cruz, y experimentaron la cruz por haberla predicado; y en la cruz experimentaron toda su dulzura. Es la voluntad de Dios para con nosotros hacer lo mismo. “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais de mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15, 18-20).

Así será a veces la voluntad de Dios para con nosotros. Si la aceptamos, y hacemos su voluntad en todo, permaneceremos en su amor, y seremos vencedores del mundo.

Hoy en varios países del mundo la Iglesia está infectada por un nuevo espíritu de secularización. Es una enfermedad de espíritu que está destruyendo la fe de muchos. Personas infectadas de esta enfermedad van a criticarnos si proclamamos la verdad, si predicamos una espiritualidad auténtica y tradicional. Cuando esto sucede, es nuestra oportunidad de dar testimonio de la tradición verdadera de Jesucristo, y sufrir con y por él. Así seremos la luz y la sal del mundo, vencedores del mundo, luminares en el mundo que ha perdido el camino y está perdido en la oscuridad. “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo”. No “se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 13.14.15-16).

Así seremos vencedores del mundo en Jesucristo. “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn 5, 4-5).

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Esta es la vida iluminada, agua cambiada en un buen y rico vino, con sabor, fragancia, y color brillante, y con poder de embriagar y alegrar. Una vida renacida en Cristo por la fe y que es obediente, sacrificada, silenciosa, orante, contemplativa y despojada es una vida resplandeciente, una vida vivida en el amor de Dios.

Esta transformación de agua en vino transforma la vida crucificada por amor a Cristo en la vida resucitada. Nuestra vida perseguida, enferma, penitencial, mortificada, despojada y ofrecida en amor al Padre en sacrificio junto con el sacrificio de Jesucristo en la cruz viene a ser una vida iluminada, llena del amor de Dios y la alegría del Espíritu Santo. Cualquier cruz que Dios nos da nos santificará y nos llenará del amor de Dios si la aceptamos en fe y amor como un medio de ofrecernos a Dios, como un medio de asemejarnos más al esposo crucificado de nuestra alma.

Así, obedeciendo a Dios perfectamente en todo y aceptando en amor y con paciencia todos los pequeños sufrimientos de nuestra vida diaria, conformándonos así cada vez más a la imagen del Hijo crucificado, nos santificamos, y Dios nos cambia de agua en vino, llenándonos con su espléndido amor, en el cual él quiere que permanezcamos siempre.

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Capítulo IV

EL LLAMADO DE DIOS

I

En este segundo domingo del año B, las lecturas son sobre el llamado de Dios, es decir el llamado de Samuel, y el llamado de los primeros discípulos de Jesús. ¿A qué nos llama Dios? Él nos llama a vivir en su amor, que es el cumplimiento de todo nuestro ser y de todos nuestros deseos y anhelos. Es decir, él nos llama a algo bueno para nosotros. Él nos creó, y por eso él sabe perfectamente lo que necesitamos, lo que nos llenará completamente, lo que nos hará perfectamente felices. Cuando él vio al hombre tan perdido, caído en pecado, desviado del verdadero camino de la vida y felicidad, él nos envió a su Hijo para ayudarnos, para salvarnos, para mostrarnos y ponernos otra vez el verdadero camino de la vida. Por eso él llama al hombre. Y él quiere que respondamos completamente a su llamado, como respondieron los primeros discípulos de Jesús. Cuando Jesús los llamó, san Marcos nos dice que “dejando inmediatamente sus redes, le siguieron” (Mc 1, 18). Y cuando llamó a Santiago y Juan, dice: “y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron” (Mc 1, 20). Y cuando Jesús, enseñando a las multitudes desde la barca, llamó a Pedro a ser en adelante pescador de hombres, Lucas nos dice: “Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 11).

Así debemos responder al llamado de Dios. Dejándolo todo, debemos hacer exactamente lo que él exige de nosotros, no importa cuan difícil sea. Su camino es el mejor camino, aunque al momento cuando él nos llama, quizás no parece así. ¿Qué futuro tendrá Pedro sin su barca y sus redes? Él será pescador de hombres. Él viajará con el Hijo de Dios y después predicará el evangelio hasta Antioquia, y últimamente hasta Roma, el centro del mundo y el capital del Imperio Romano. Pero cuando Jesús lo llamó, todavía no vio nada de eso. Vio solamente el sacrificio de su barca, sus redes, y su trabajo como pescador. Fue acostumbrado a esto. ¿Qué otro tipo de trabajo pudo hacer? ¿Cómo iba a sostenerse sin su trabajo de pescador? Pero obedeció. Entonces Jesús pudo usarlo y llenarlo de su amor y luz, de sabiduría y alegría de espíritu. Así su vida será vivida en la espléndida luz del amor divino. Y él introducirá a muchos en esta luz. ¿Qué mejor vida hay que esta?

El llamado de Dios puede exigir grandes sacrificios. Jesús dijo: Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”

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(Lc 14, 33). Y dijo: “Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mt 5, 30). Cualquier amistad, cualquier cosa que nos es una ocasión de ofender a Dios, de dividir nuestro corazón, y de perder su luz y amor debe ser rechazado, aun si el rechazar y renunciarla es como cortar una mano, y exige gran sacrificio. Podemos dar el ejemplo de un hombre casado que se enamora de otra mujer. Tiene que cortar su relación con esta otra mujer si él quiere permanecer en el amor y esplendor de Dios. Sólo así podemos seguir íntegramente el llamado de Dios. Sólo así, haciendo fielmente todo lo que él pide de nosotros en obediencia completa e integral podemos tener una conciencia pura y feliz y un espíritu lleno de luz. Y no hay otra manera de ser feliz sino la de tener una conciencia limpia y pura de todo pecado y delito. Por lo tanto, si tenemos algo que abruma nuestra conciencia y nos roba la paz y alegría de espíritu, debemos arrepentirnos de esta cosa, confesar y admitir nuestra culpa y cambiar nuestro comportamiento en este asunto, y entonces esperar la mano curadora de Dios que sanará nuestro corazón en su debido tiempo. Quizás tendremos que esperar un poco tiempo antes de que nos sentimos verdaderamente perdonados y llenos otra vez de su luz y espléndido amor; y esto es para disuadirnos en el futuro para que no caigamos fácilmente otra vez en la misma falta, sino que crezcamos en la santidad y virtud, evitando más cuidadosamente aún en el futuro nuestros antiguos pecados. Así progresamos, corrigiéndonos cada vez más, y creciendo en la vida de perfección, que es una vida en la luz, una vida llena de la alegría de Dios.

II Hay muchos ejemplos en la Biblia del llamado de Dios. Hay Noé, el hombre

justo en una generación injusta y perversa. Él fue llamado por Dios a construir un arca en tierra seca, trabajando en esto por mucho tiempo. ¡Imagínate la burla que él debería haber sufrido, siguiendo este llamado de Dios! ¡Qué estúpido edificar un arca tan grande en tierra seca donde no hay agua, y tan pesado que no se puede arrastrarla a donde hay agua! Así debería haber sido la opinión de sus vecinos. Pero él fue fiel; y sólo él y su familia se salvaron en su generación. ¿Está Dios pidiendo algo semejante a nosotros, algo que parece loco a nuestros vecinos, algo que ellos no pueden entender, y por lo cual nos atacan y persiguen? Y si seguimos el ejemplo de Noé, ¿qué debemos hacer en un caso semejante? Debemos hacer lo que hizo Noé, permanecer fieles al llamado de Dios, aunque aun nosotros no sabemos al momento cómo saldremos de esta situación o dificultad.

Hay el ejemplo de Abraham. Abraham, a la edad de setenta y cinco años, fue llamado por Dios de salir de su tierra y parentela y de la casa de su padre, e ir a la tierra que Dios le mostrará. Y así hizo Abraham, el padre de la fe. Su mujer era estéril y de edad avanzada, y Dios le prometió que ella le daría un hijo, por el cual todas las naciones de la tierra serían bendecidas. Y Abraham creó y actuó conforme a esta palabra y promesa de Dios. Y Dios le justificó, y le contó su fe por justicia. Fue contado justo por su fe puesta en acción. A veces Dios nos llama a hacer algo o a vivir de una cierta manera que nos parece imposible a realizar. Humanamente nos puede parecer al

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momento como un llamado imposible, como el de Abraham, porque vemos grandes obstáculos en nuestro camino.

Y finalmente cuando Sara dio a luz al hijo de la promesa, Dios llamó a Abraham a ir y sacrificarlo sobre un monte. Y así hizo Abraham. Él preparó la leña, ató a su hijo, y levantó el cuchillo para degollarlo, cuando al último momento el ángel del Señor le paró, diciéndole que esto fue sólo una prueba, para ver si tenía fe o no, si él obedecería o no. Y él obedeció. Pasó la prueba. Y fue contado un hombre de fe. Y su fe le fue contado por justicia (Gen 15, 6).

Dios quiere que vivamos por la fe, y no por la vista. Él quiere que creamos su palabra y su promesa, y que empecemos a vivir como él nos dirige, y hacer las cosas que él nos pide para su honor, aunque no vemos cómo tendremos éxito en hacerlas o en vivir así. Y si él ve nuestra fe puesta en práctica, puesta en acción, él nos bendecirá mucho y abrirá puertas para nosotros que nunca habríamos podido predecir o prever. Pero él abre estas puertas sólo para el hombre de fe que pone su fe en práctica. Y él lo bendice mucho, y le cuenta por un hombre justo por haber creído sin haber visto. Dios quiere que vivamos en fe, obedeciendo su palabra y llamado. Y paso por paso, él nos guiará, e iluminará nuestro camino, dándonos la fuerza de espíritu que necesitamos para continuar, dándonos la alegría de espíritu, llenándonos con el esplendor de su amor. Y con esto, todo es fácil. Si estamos alegres en el Señor, ¿qué nos importa lo demás? Quizás las cosas no van a resultar como imaginábamos. No importa. Van a resultar como Dios quiere, y si seguimos su voluntad, él obrará por medio de nosotros, y los resultados serán para nuestro bien. Seremos aptos instrumentos en sus manos para promover su reino en el mundo.

Abraham tuvo muchos problemas, pero siguió creyendo, y Dios lo rescató de todas sus dificultades y conflictos; y después de cada uno de ellos, él fue más fuerte y rico que antes. Así actúa Dios con nosotros también. Esto aprendemos del libro de Génesis. Si seguimos adelante en la fe, haciendo la voluntad de Dios, él nos rescatará de todos nuestros conflictos también, y saldremos de cada uno de ellos más fuertes y benditos que antes.

Dios llamó también a los profetas y los envió a un pueblo rebelde y de dura cerviz, para predicarles su palabra. A Jeremías Dios dijo: “Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga quebrantar delante de ellos. Porque he aquí que yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, y como muro de bronce contra toda esta tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes, y el pueblo de la tierra. Y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo, dice el Señor, para librarte” (Jer 1, 17-19).

Jeremías no tendrá una vida fácil. Debe proclamar un mensaje llamando al pueblo al arrepentimiento, un mensaje que el pueblo no quería oír. Y le perseguirán, lo pondrán en la cárcel y aun en una cisterna sin agua, pero llena de barro. Pero Jeremías fue fiel, y Dios lo usó como un instrumento apto en sus manos. Nosotros debemos hacer lo mismo en nuestro ambiente, en nuestra casa, en nuestras familias, en nuestro trabajo y apostolado, en nuestra parroquia; pero siempre como Dios nos dirige, como hizo Jeremías.

Ezequiel también experimentó mucha oposición. En su llamado a Ezequiel, Dios le dijo: “Hijo del hombre, yo te envío a los hijos de Israel, a gentes rebeldes que se

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rebelaron contra mí; ellos y sus padres se han rebelado contra mí hasta este mismo día. Yo, pues, te envío a hijos de duro rostro y de empedernido corazón; y les dirás: Así ha dicho el Señor Dios. Acaso ellos escuchen; pero si no escucharen, porque son una casa rebelde, siempre conocerán que hubo profeta entre ellos. Y tú, hijo de hombre, no les temas, ni tengas miedo de sus palabras, aunque te hallas entre zarzas y espinos, y moras con escorpiones; no tengas miedo de sus palabras, ni temas delante de ellos, porque son casa rebelde” (Ez 2, 3-6).

¡Qué difíciles fueron las vidas de los profetas! Fueron hombres de Dios, hombres de visión, hombres de fe, viviendo en medio de un pueblo desviado, mundano, secularizado, semejante en muchos respectos a nuestro ambiente. Pero los profetas no pudieron callarse. Tenían que hablar y predicar el mensaje que Dios les dio, porque si no predicaban, sería como un fuego en sus huesos. Jeremías temía la persecución y por eso trataba al principio de no hablar más la palabra de Dios, para evitar la persecución; pero callándose así, no era feliz porque no estaba obedeciendo la voluntad de Dios. Y dijo: “Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude. Porque oí la murmuración de muchos, temor de todas partes: Denunciad, denunciémosle. Todos mis amigos miraban si claudicaría. Quizá se engañará, decían, y prevaleceremos contra él, y tomaremos de él nuestra venganza. Mas el Señor está conmigo como poderoso gigante, por tanto los que me persiguen tropezarán, y no prevalecerán; serán avergonzados en gran manera, porque no prosperarán…” (Jer 20, 9-11).

Para ser feliz, él tuvo que hacer la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios para con él fue que él predique la palabra de Dios, y esta predicación causó su persecución. Al fin, él aceptó esta situación y fue un profeta fiel a la misión que Dios le dio. Y el Señor le dijo: “Si te convirtieres, yo te restauraré, y delante de mí estarás; y si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos. Y te pondré en este pueblo por muro fortificado, y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo para guardarte y para defenderte, dice el Señor. Y te libraré de la mano de los malos, y te redimiré de la mano de los fuertes” (Jer 15, 19- 21).

Nosotros también somos llamados a ser profetas, a dar testimonio a nuestra fe en el mundo. Algunos aceptarán nuestro testimonio con provecho. Otros nos rechazarán, como rechazaron a Jeremías, a Ezequiel, y a Isaías; como rechazaron a Jesús y a Pablo. Este rechazo será nuestra cruz por la cual Dios nos santificará. Y también por medio de este rechazo y persecución, nuestra palabra será más extendidamente oída y más efectiva. La persecución falsa siempre llama atención al que es perseguido, y por ello su testimonio es escuchado con más curiosidad e interés, y su influencia resulta mucho más grande.

Rezando a su Padre sobre sus discípulos, Jesús dijo: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo como tampoco yo soy del mundo”, y repitió la misma cosa una segunda vez por énfasis: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14.16). Somos de Cristo, no del mundo; somos del reino de Dios, no del mundo, y por eso el mundo nos aborrece y a veces nos ataca, como hizo a los profetas, a Jesús, y a Pablo. Y dijo Jesús: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Jn 15, 18). Y ¿qué debemos hacer cuando experimentamos el odio del mundo por causa de Cristo, por causa de nuestra fe, y por

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causa del testimonio de nuestra vida y palabras? Jesús mismo nos da la respuesta. Dice: “bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mt 5, 11-12).

No es fácil alegrarnos en medio de la persecución, pero es la respuesta que debemos dar a una semejante situación. Y en su debido tiempo, Dios nos restaurará otra vez en su gran paz y alegría interior. De hecho, él nos dará aún más luz que teníamos antes, como recompensa por haber dado testimonio público de nuestra fe y por haber sufrido por nuestro testimonio. Recordemos las palabras de Jesús: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

San Pedro nos dice: “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese” (1 Pd 4, 12). Esta prueba, esta persecución no es algo extraño. Es parte normal de la vida cristiana, que es una vida muy diferente de la vida mundana de la mayoría. Es normal que estas dos chocarán. Por eso Pedro dice: “no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros” (1 Pd 4, 12-14).

Así fue la crucifixión de Cristo. Fue extremo dolor físico, y a la vez fue rechazo, vituperación, maldición, y persecución. Él usó todo esto para ofrecerse en sacrificio de amor a su Padre. Nosotros debemos hacer lo mismo, siguiendo sus pisadas, como dice san Pedro: “Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente… si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pd 2, 19-21).

Y todo esto es porque no somos del mundo porque, como dijo Jesús: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 19). Nosotros somos elegidos del mundo, y san Juan nos dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn 2, 15). Y Santiago dice lo mismo: “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (St 4, 4).

Este es nuestro llamado—de vivir en el amor de Dios por medio de Jesucristo y dar testimonio a este amor en el mundo. Todo lo que sufrimos en el mundo por este testimonio nos santificará y aumentará el amor y esplendor de Dios en nosotros.

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