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LITERATURA UNIVERSAL 1º BACHILLERATO CURSO 2015-2016 LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA J.D.SALINGER. EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los que había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primeros de universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes que los colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrigo en el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuando el tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo como si estuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí. ¿A quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la que tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo así, me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hasta me molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe. Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, como iba diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle como locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte es culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gente es capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al hotel, pero era pronto y no tenía ganas de estar solo. Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para dejarte pasar —y nunca lo hacen— tienes que trepar prácticamente a la silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris bien

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LITERATURA UNIVERSAL 1º BACHILLERATO CURSO 2015-2016

LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA

J.D.SALINGER. EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO

A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los que había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primeros de universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes que los colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrigo en el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuando el tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo como si estuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí. ¿A quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la que tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo así, me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hasta me molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe. Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, como iba diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle como locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte es culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gente es capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al hotel, pero era pronto y no tenía ganas de estar solo. Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para dejarte pasar —y nunca lo hacen— tienes que trepar prácticamente a la silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris bien

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helados. En Ernie está siempre tan oscuro que serían capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Además, allí a nadie le importa un comino la edad que tengas. Puedes inyectarte heroína si te da la gana sin que nadie te diga una palabra. Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se les notaba en seguida que bebían muy despacio la consumición mínima para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer, escuché un rato lo que decían. El le hablaba a la chica de un partido de fútbol que había visto aquella misma tarde. Se lo contó con pelos y señales, hasta la última jugada, de verdad. Era el tío más plomo que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea no le quedaba más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas feas de verdad las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A veces no puedo ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les está encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversación era peor todavía. Había un tío al que se le notaba en seguida que era de Yale, vestido con un traje de franela gris y un chaleco de esos amariconados con muchos cuadritos. Todos los cabrones esos de las universidades buenas del Este se parecen unos a otros como gotas de agua. Mi padre quiere que vaya a Yale o a Princeton, pero les juro que prefiero morirme antes que ir a un antro de ésos. Lo que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yale iba con una chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imaginan la conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un poco curdas. El la metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo que le hablaba de un chico de su residencia que se había tomado un frasco entero de aspirinas y casi se había suicidado. La chica repetía: «¡Qué horror! ¡Qué terrible! No, aquí no, cariño. Aquí no, por favor... ¡Qué horror!» ¿Se imaginan a alguien metiendo mano a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? Era para morirse de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sentado allí solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie que si quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle que era hermano de D.B. No creo que le dijera nada. Los camareros nunca dan ningún recado a nadie. De repente se me acercó una chica y me dijo: —¡Holden Caulfield!—. Se llamaba Lillian Simmons y mi hermano D.B. había salido con ella una temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima. —Hola —le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aquella mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina que parecía que se había tragado el sable.

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—¡Qué maravilloso verte! —dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!— ¿Cómo está tu hermano? —eso era lo que en realidad quería saber. —Muy bien. Está en Hollywood. —¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace? —No sé. Escribir —le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. Se le notaba que le parecía el no va más eso de que D.B. estuviera en Hollywood. A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente que no ha leído sus cuentos. A mí en cambio me pone negro. —¡Qué maravilla! —dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de marina. Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos tíos que consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último dedo cuando le dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas! —¿Estás solo, cariño? —me preguntó la tal Lillian. Había cortado el paso por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les gusta bloquear el tráfico. Había un camarero esperando a que se apartara, pero ella no se dio ni cuenta. Se notaba que al camarero le caía gorda, que al oficial de marina le caía gorda, que a mí me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poco de lástima. —¿Estás solo? —volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquiera se molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle a uno de pie horas enteras—. ¿Verdad que es guapísimo? —le dijo al oficial de marina—. Holden, cada día estás más guapo. El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que estaba bloqueando el tráfico. —Vente con nosotros, Holden —dijo Lillian—. Tráete tu vaso. —Me iba en este momento —le dije—. He quedado con un amigo. Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo se lo contara a D.B. —Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu hermano, dile que le odio. Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas. Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no me quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si, por alguna casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier cosa antes que quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante de marina a aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me ponía el abrigo sentí una rabia terrible. La gente siempre le fastidia a uno las cosas. (…)

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—¿Te has hartado alguna vez de todo? —le dije—. ¿Has pensado alguna vez que a menos que hicieras algo en seguida el mundo se te venía encima? ¿Te gusta el colegio? —Es un aburrimiento mortal. —Lo que quiero decir es si lo odias de verdad —le dije— Pero no es sólo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir... —No grites, por favor —dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siquiera gritaba. —Los coches, por ejemplo —le dije en voz más baja—. La gente se vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo en la carrocería y siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de gasolina. No han acabado de comprarse uno y ya están pensando en cambiarlo por otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los viejos. No me interesan nada. Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo es más humano. Con un caballo puedes... —No entiendo una palabra de lo que dices —dijo Sally—. Pasas de un... —¿Sabes una cosa? —continué—. Tú eres probablemente la única razón por la que estoy ahora en Nueva York. Si no fuera por ti no sé ni dónde estaría. Supongo que en algún bosque perdido o algo así. Tú eres lo único que me retiene aquí. —Eres un encanto —me dijo, pero se le notaba que estaba deseando cambiar de conversación. —Deberías ir a un colegio de chicos. Pruébalo alguna vez —le dije—. Están llenos de farsantes. Tienes que estudiar justo lo suficiente para poder comprarte un Cadillac algún día, tienes que fingir que te importa si gana o pierde el equipo del colegio, y tienes que hablar todo el día de chicas, alcohol y sexo. Todos forman grupitos cerrados en los que no puede entrar nadie. Los de el equipo de baloncesto por un lado, los católicos por otro, los cretinos de los intelectuales por otro, y los que juegan al bridge por otro. Hasta los socios del Libro del Mes tienen su grupito. El que trata de hacer algo con inteligencia... —Oye, oye —dijo Sally—, hay muchos que ven más que eso en el colegio... —De acuerdo. Habrá algunos que sí. Pero yo no, ¿comprendes? Eso es precisamente lo que quiero decir. Que yo nunca saco nada en limpio de ninguna parte. La verdad es que estoy en baja forma. En muy baja forma. —Se te nota. De pronto se me ocurrió una idea.

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—Oye —le dije—. ¿Qué te parece si nos fuéramos de aquí? Te diré lo que se me ha ocurrido. Tengo un amigo en Grenwich Village que nos prestaría un coche un par de semanas, íbamos al mismo colegio y todavía me debe diez dólares. Mañana por la mañana podríamos ir a Massachusetts, y a Vermont, y todos esos sitios de por ahí. Es precioso, ya verás. De verdad. Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. Me incliné hacia ella y le cogí la mano. ¡Qué manera de hacer el imbécil! No se imaginan. —Tengo unos ciento ochenta dólares —le dije—. Puedo sacarlos del banco mañana en cuanto abran y luego ir a buscar el coche de ese tío. De verdad. Viviremos en cabañas y sitios así hasta que se nos acabe el dinero. Luego buscaré trabajo en alguna parte y viviremos cerca de un río. Nos casaremos y en el invierno yo cortaré la leña y todo eso. Ya verás. Lo pasaremos formidable. ¿Qué dices? Vamos, ¿qué dices? ¿Te vienes conmigo? ¡Por favor! —No se puede hacer una cosa así sin pensarlo primero —dijo Sally. Parecía enfadadísima. —¿Por qué no? A ver. Dime ¿por qué no? —Deja de gritarme, por favor —me dijo. Lo cual fue una idiotez porque yo ni la gritaba. —¿Por qué no se puede? A ver. ¿Por qué no? —Porque no, eso es todo. En primer lugar porque somos prácticamente unos críos. ¿Qué harías si no encontraras trabajo cuando se te acabara el dinero? Nos moriríamos de hambre. Lo que dices es absurdo, ni siquiera... —No es absurdo. Encontraré trabajo, no te preocupes. Por eso sí que no tienes que preocuparte. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres venir conmigo? Si no quieres, no tienes más que decírmelo. —No es eso. Te equivocas de medio a medio —dijo Sally. Empezaba a odiarla vagamente—. Ya tendremos tiempo de hacer cosas así cuando salgas de la universidad si nos casamos y todo eso. Hay miles de sitios maravillosos adonde podemos ir. Estás... —No. No es verdad. No habrá miles de sitios donde podamos ir porque entonces será diferente —le dije. Otra vez me estaba entrando una depresión horrorosa, —¿Qué dices? —preguntó—. No te oigo. Primero gritas como un loco y luego, de pronto... —He dicho que no, que no habrá sitios maravillosos donde podamos ir una vez que salgamos de la universidad. Y a ver si me oyes. Entonces todo será distinto. Tendremos que bajar en el ascensor rodeados de maletas y de trastos, tendremos que telefonear a medio mundo para despedirnos, y mandarles postales desde cada hotel donde estemos. Y yo estaré trabajando en una oficina ganando un montón de pasta. Iré a mi despacho en taxi o en el autobús de

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Madison Avenue, y me pasaré el día entero leyendo el periódico, y jugando al bridge, y yendo al cine, y viendo un montón de noticiarios estúpidos y documentales y trailers. ¡Esos noticiarios del cine! ¡Dios mío! Siempre sacando carreras de caballos, y una tía muy elegante rompiendo una botella de champán en el casco de un barco, y un chimpancé con pantalón corto montando en bicicleta. No será lo mismo. Pero, claro, no entiendes una palabra de lo que te digo. —Quizá no. Pero a lo mejor eres tú el que no entiende nada —dijo Sally. Para entonces ya nos odiábamos cordialmente. Era inútil tratar de mantener con ella una conversación inteligente. Estaba arrepentidísimo de haber empezado siquiera. —Vámonos de aquí —le dije—. Si quieres que te diga la verdad, me das cien patadas. ¡Jo! ¡Cómo se puso cuando le dije aquello! Sé que no debí decirlo y en circunstancias normales no lo habría hecho, pero es que estaba deprimidísimo. Por lo general nunca digo groserías a las chicas. ¡Jo! ¡Cómo se puso! Me disculpé como cincuenta mil veces, pero no quiso ni oírme. Hasta se echó a llorar, lo cual me asustó un poco porque me dio miedo que se fuera a su casa y se lo contara a su padre que era un hijo de puta de esos que no aguantan una palabra más alta que otra. Además yo le caía bastante mal. Una vez le dijo a Sally que siempre estaba escandalizando. —Lo siento mucho, de verdad —le dije un montón de veces. —¡Lo sientes, lo sientes! ¡Qué gracia! —me dijo. Seguía medio llorando y, de pronto, me di cuenta de que lo sentía de verdad. —Vamos, te llevaré a casa. En serio. —Puedo ir yo sólita, muchas gracias. Si crees que te voy a dejar que me acompañes, estás listo. Nadie me había dicho una cosa así en toda mi vida. Como, dentro de todo, la cosa tenía bastante gracia, de pronto hice algo que no debí hacer. Me eché a reír. Fue una carcajada de lo más inoportuna. Si hubiera estado en el cine sentado detrás de mí mismo, probablemente me hubiera dicho que me callara. Sally se puso aún más furiosa. Seguí diciéndole que me perdonara, pero no quiso hacerme caso. Me repitió mil veces que me largara y la dejara en paz, así que al final lo hice. Sé que no estuvo bien, pero es que no podía más. Si quieren que les diga la verdad, lo cierto es que no sé siquiera por qué monté aquel numerito. Vamos, que no sé por qué tuve que decirle lo de Massachusetts y todo eso, porque muy probablemente, aunque ella hubiera querido venir conmigo, yo no la habría llevado. Habría sido una lata. Pero lo más terrible es que cuando se lo dije, lo hice con toda sinceridad. Eso es lo malo. Les juro que estoy como una regadera.

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PATRICIA HIGHSMITH. LA COARTADA PERFECTA La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.

Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.

Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.

Una mujer chilló.

Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.

La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.

-¡Le han disparado! -gritó alguien.

-¿Quién?

-¿Dónde?

La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.

-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.

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Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.

Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante.

Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.

Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo

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que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.

Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.

Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.

Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.

Respondió al tercer timbrazo.

-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.

Un segundo de vacilación.

-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...

No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.

-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.

-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.

-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no

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era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary?

-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.

-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!

-Está bien.

-¡Prométemelo!

-De acuerdo.

Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.

Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.

Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.

Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos

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sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.

Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.

Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»

George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.

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Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.

-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.

-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella. -Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...

Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.

Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.

Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.

El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó

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que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.

Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.

Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...

Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.

-¿Quién es? -preguntó.

-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento 1 A? Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:

-Yo soy Howard Quinn.

Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.

-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.

Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.

-Está bien -dijo.

El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.

-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?

-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.

Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no

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necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.

Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.

Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!

El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez.

-Howard Quinn -anunció uno de los policías.

El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.

-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?

-Sí.

-¿Y a George Frizell?

-Sí -murmuró Howard.

-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?

Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación. -¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.

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-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.

-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?

Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.

-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.

-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?

Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.

-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.

Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.

-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?

Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.

-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.

Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!

-Yo... no...

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-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.

Howard comprendió de pronto.

La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán.

-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.

-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?

El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.

-¿Puedo hacer una llamada telefónica?

El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.

Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.

-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?

-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe. Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la

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dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.

Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.

El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.

-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.

El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.

-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos.

El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes. El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.

-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?

El señor Rosasco negó con la cabeza.

-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...

Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.

-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.

-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.

-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?

Howard asintió una sola vez, rígido.

-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.

Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su

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cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.

-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.

Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.

El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...

Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.

-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?

Howard asintió, con rostro avergonzado.

-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.

El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.

-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.

-Gracias, señor.

Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.

-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?

-Sí.

-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?

-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.

-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?

-Lo hice -admitió Howard.

El detective asintió con la cabeza.

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-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos?

El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.

-No -dijo.

-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.

El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.

-Eso simplemente no es cierto.

El detective se encogió de hombros.

-Está muy histérica. Pero también está muy segura.

-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.

-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.

-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...

-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?

-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -balbuceó.

-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?

-No. Por supuesto que no.

-¿No estaba usted celoso de George Frizell?

-En absoluto.

Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.

-¿No? -preguntó, sarcástico.

-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.

-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.

-No, no lo sé.

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-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?

Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.

-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.

El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.

-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?

-No -dijo Howard.

-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?

-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.

-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?

-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!

El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.

-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.

-Sí.

-¿A qué se dedica?

-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra.

-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de

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despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.

Howard lo miró con el ceño fruncido.

-No, nunca lo había visto antes.

El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.

-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.

Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.

-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.

Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.

-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.

-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?

Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.

-¿Es la que lo ha acusado?

-Sí -dijo Howard.

La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.

-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?

Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.

-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?

Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.

-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.

-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary

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tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.

-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.

-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?

-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.

-¡Mary!

-Te odio.

-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.

-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.

Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.

Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.

-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis?

-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.

Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.

Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.

Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.

Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento. Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la

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comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.

Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...

Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.

Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.

El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.

Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.

La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.

ARTHUR C. CLARKE. LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS

-Esta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... ejem... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?

-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin

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embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras. -No acabo de comprender... -Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico. -Naturalmente. -En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios. -¿Qué quiere decir? -Tenemos motivos para creer- continuó el lama, imperturbable- que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado. -¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos? -Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo? -Oh- exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto? El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta. -Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres. -Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ... -Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas. -¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.

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-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje. -Estoy seguro de ello- dijo Wagner, apresuradamente- Siga. -Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días. El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenia razón...? -No hay duda- replicó el doctor- de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil. -Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí. -¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros? -Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto. -No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas.- El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa- hay otras dos cuestiones... -Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel. -Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático. -Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes? -Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias. Desde luego - admitió el doctor Wagner-. Debía haberlo imaginado. La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los

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campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar. Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El "Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las maquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así. George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo... -Escucha, George -dijo Chuck, con urgencia-. He sabido algo que puede significar un disgusto. -¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? -ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra. -No, no es nada de eso. -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto. -¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos. -Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca... -Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.

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-...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que?5 tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó. -Sigue; voy captando. -El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia. -¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos? -No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos! -Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo. Chuck dejo escapar una risita nerviosa. -Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial como eso". George estuvo pensando durante unos momentos. -Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos. -Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle -o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca. -Comprendo - dijo George, lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía. -Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les

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tengo aprecio;?6 y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio. -Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck, pensativamente - siempre podríamos probar con un ligero sabotaje. -Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas. Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger. -No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga. -Sigue sin gustarme -dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero resistentes burritos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam. -Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después... George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos? Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las pegaban a los

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grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes. -¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es hermoso? Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba pacientemente pendiente abajo. La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj. -Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora. Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo. -Mira - susurró Chuck; George alzó la vista hacia el espacio. Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.

ALESSANDRO BARICCO. BARTLEBOOM Sucedió así. Bartleboom estaba en el balneario, en el balneario de Bad Hollen, una ciudad que hiela la sangre, no sé si me explico. Iba allí por ciertas molestias que lo afligían, cosas de la próstata, algo sumamente molesto, una gaita. Cuando hay algo que te joroba por esas partes siempre es una gaita, no es que sea nada grave, pero tienes que estar muy atento, te toca hacer un montón de cosas ridículas, humillantes.

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Bartleboom, por ejemplo, tenía que ir al balneario de Bad Hollen. Una ciudad, por otro lado, que te hiela la sangre. Pero en fin. Bartleboom estaba allí, con su prometida, una tal Maria Luigia Severina Hohenheith, una mujer hermosa, sin duda, pero del tipo palco de ópera, no sé si me explico. Pura fachada, vamos. Te entraban ganas de darle la vuelta para ver si había algo detrás del maquillaje y la grandilocuencia y todo lo demás. Luego no te atrevías, pero te entraban ganas. Bartleboom, en honor a la verdad, no se había prometido con gran entusiasmo, todo lo contrario. Eso hay que reconocerlo. Lo había preparado todo una de sus tías, la tía Matilde. Hay que comprender que por aquel entonces él estaba casi casi rodeado por tías y, para ser sinceros, dependía de ellas, es decir, desde un punto de vista económico: él no tenía un céntimo. Eran las tías las que aflojaban. Todo esto era la exacta consecuencia de la apasionada y total dedicación a la ciencia que ligaba la vida de Bartleboom a aquella ambiciosa Enciclopedia de los límites, etcétera, obra cumbre, y meritoria, pero que le impedía, obviamente, atender a sus obligaciones profesionales, induciéndole cada año a dejar su plaza de profesor y su sueldo correspondiente a un sustituto provisional que, en este caso concreto, es decir, durante los diecisiete años en que se produjo esta rutina, era precisamente yo. De ahí, como podréis imaginaros, mi gratitud hacia él, y mi admiración por su obra. Es evidente. Son cosas que un hombre de honor nunca olvida. Pero en fin. Todo lo había preparado la tía Matilde, y Bartleboom no había podido oponerse categóricamente. Se había prometido. Pero no lo había asimilado muy bien. Había perdido un poco de aquel brillo…, se le había empañado el alma, no sé si me explico. Era como si hubiera estado esperando algo distinto, algo bien distinto. No estaba preparado para una normalidad como aquélla. Iba tirando, nada más. Después, un día, allí en Bad Hollen, fue con su prometida y su próstata a una recepción elegante, champán por todas partes y musiquillas alegres. Valses. Y allí se encontró con aquella Anna Ancher. Era una mujer especial. Pintaba. Y bien, decían. Para entendernos, algo muy distinto de esa Maria Luigia Severina. Fue ella la que lo paró, en el guirigay de la fiesta. —Perdonadme…, sois el profesor Bartleboom, ¿verdad? —Sí. —Yo soy una amiga de Michel Plasson. Resultó que el pintor le había escrito mil veces, hablándole de Bartleboom y de muchas cosas más, y en especial de aquella Enciclopedia de los límites, etcétera, una historia que, por lo que le estaba diciendo, la había impresionado vivamente. —Estaría encantada de poder ver un día vuestra obra.

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Dijo exactamente eso: encantada. Lo dijo inclinando levemente su cabecita hacia un lado, y apartándose de los ojos un mechón de cabellos negros como el azabache. Magistralmente. Fue como si le hubieran inyectado aquella frase a Bartleboom directamente en la circulación sanguínea. Por decirlo de algún modo, le reverberó incluso dentro de los pantalones. Farfulló algo y a partir de aquel momento no hizo más que sudar. En determinadas circunstancias sudaba a chorros. No tenía nada que ver con la temperatura. Lo hacía él solito. Quizás hubiera acabado allí aquella historia, pero al día siguiente, mientras estaba paseando, solo, dándole vueltas en la cabeza a aquella frase y a todo lo demás, Bartleboom vio pasar un carruaje, uno de esos tan hermosos, con maletas y sombrereras en la parte de arriba. Se dirigía fuera de la ciudad. Y dentro, él la vio perfectamente, estaba Ann Ancher. Precisamente ella. Cabellos como el azabache. Cabecita. Estaba todo. Incluso la reverberación de los pantalones era la misma que el día anterior. Bartleboom comprendió. A pesar de lo que se diga de él por ahí, era un hombre que, cuando la ocasión lo requería, sabía tomar sus decisiones, sin bromas, cuando era necesario no se echaba atrás. Así que volvió a casa, hizo las maletas y, justo en el momento de partir, se presentó ante su prometida, Maria Luigia Severina. Ella estaba removiendo cepillos, cintas y collares. —Maria Luigia… —Por favor, Ismael, que llegaré tarde… —Maria Luigia, quiero informarte de que ya no estás prometida. —Vale, Ismael, ya hablaremos más tarde. —Y, por tanto, yo tampoco estoy prometido. —Es obvio, Ismael. —Entonces, adiós. Lo que era más sorprendente en aquella mujer era la lentitud de sus tiempos de reacción. Hablamos más de una vez sobre aquel asunto Bartleboom y yo, él estaba absolutamente fascinado por aquel fenómeno, incluso lo había estudiado, por decirlo de alguna manera, acabando por adquirir, al respecto, una competencia poco menos que científica y completa. En aquellas circunstancias, sabía por tanto perfectamente que el tiempo de que disponía para salir indemne de aquella casa oscilaba entre veintidós y veintiséis segundos. Había calculado que serían suficientes para alcanzar la diligencia. En efecto, exactamente en el mismo momento en que depositó sus posaderas en el asiento, el terso aire matinal de Bad Hollen quedó descoyuntado por un grito inhumano. —¡BAAAAAAARTLEBOOM!

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Qué voz la de aquella mujer. Incluso años después, en Bad Hollen, explicaban que había sido como si alguien, desde el campanario, hubiera dejado caer un piano directamente encima de un almacén de lámparas de cristal. Bartleboom se había informado: los Ancher residían en Hollenberg, cincuenta y cuatro kilómetros al norte de Bad Hollen. Se puso en camino. Vestía el traje de las grandes ocasiones. Incluso el sombrero era el de los días de fiesta. Sudaba, es cierto, pero dentro de los límites de la decencia. La diligencia corría sin problemas por el camino entre las colinas. Todo parecía ir de la mejor manera. Sobre las palabras que le diría a Anna Ancher en cuanto la tuviera delante, Bartleboom tenía las ideas claras: —Señorita, os estaba esperando. Os he esperado durante años. Y, zas, le entregaría la caja de caoba con todas las cartas, cientos de cartas, algo para quedarse pasmado de estupor, y de ternura. Era un buen plan, nada que objetar. Bartleboom estuvo dándole vueltas durante todo el viaje, y esto da que pensar sobre la complejidad de la mente de algunos grandes estudiosos y pensadores —como lo era el prof. Bartleboom, sin lugar a dudas—, a los cuales la sublime facultad de concentrarse en una idea con una agudeza y profundidad fuera de lo común comporta el incierto corolario de arrinconar instantáneamente, y de forma singularmente completa, todas las otras ideas limítrofes, vecinas y colindantes. Cabezas locas, en resumen. Así por ejemplo, Bartleboom pasó todo el viaje comprobando la inexpugnable exactitud lógica de su plan, pero sólo a siete kilómetros de Hollenberg, y en concreto entre las localidades de Alzen y Balzen, se acordó de que, para ser exactos, aquella caja de caoba, y por tanto todas las cartas, centenares de cartas, ya no estaba en su poder. Eso es un golpe. No sé si me explico. En efecto, Bartleboom le había entregado la caja con las cartas a Maria Luigia Severina el día de su compromiso. No es que estuviera muy convencido, pero se lo había dado todo, con cierta solemnidad, diciendo —Os estaba esperando. Os he esperado durante años. Después de diez, doce segundos de habitual paréntesis, Maria Luigia había abierto completamente los ojos, estirado el cuello e, incrédula, había pronunciado sólo dos palabras simples —¿A mí? «¿A mí?» no era exactamente la respuesta con que Bartleboom había soñado durante años, mientras escribía aquellas cartas y vivía solo, arreglándoselas como podía. De modo que obviamente sufrió cierta desilusión en aquella circunstancia, resulta comprensible. Lo cual explica, también, que después no hubiera pensado en el asunto aquel de las cartas, limitándose a comprobar que la caja de caoba seguía allí, con Maria Luigia, y sólo Dios sabía si alguien la

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había abierto en alguna ocasión. Suele ocurrir. Uno tiene sus sueños, cosas suyas, íntimas, y después la vida no quiere seguir jugando contigo, y te lo desmonta, un instante, una frase, y todo se desvanece. Suele ocurrir. Por esa razón y no otra vivir es una tarea dolorosa. Hay que resignarse. La vida no resulta grata, no sé si me explico. Grata. Pero en fin. Ahora el problema era que necesitaba la caja, y que estaba sin embargo en el peor de los sitios posibles, es decir, en cualquier parte de la casa de Maria Luigia. Bartleboom bajó de la diligencia en Balzen, cinco kilómetros antes de Hollenberg, pernoctó en la posada y a la mañana siguiente cogió la diligencia en dirección contraria, para regresar a Bad Hollen. Había empezado su odisea. Una verdadera odisea, creedme. Con Maria Luigia utilizó la técnica habitual, no cabía margen de error. Entró sin anunciarse en la habitación donde ella languidecía, en la cama, curándose de los nervios, y dijo sin preámbulos —Querida, he venido a buscar las cartas. —Están en el escritorio, tesoro —respondió ella con cierta dulzura. Luego, transcurridos veintisiete segundos exactos, emitió un gemido ahogado y se desmayó. Bartleboom, evidentemente, ya había desaparecido. Volvió a coger la diligencia, esta vez en dirección a Hollenberg, y la noche del día siguiente se presentó en casa de los Ancher. Lo acompañaron hasta el salón, y poco faltó para que le diera algo de repente. La señorita estaba al piano, y estaba tocando, con su cabecita, el cabello como el azabache y todo lo demás, tocando como si fuera un ángel. Sola, allí, ella, el piano, y nada más. Resultaba increíble. Bartleboom se quedó de piedra, con su caja de caoba en mano, en el umbral del salón, acaramelado por completo. Ya ni siquiera conseguía sudar. Contemplaba y basta. Cuando terminó la música, la señorita levantó la mirada hacia él. Definitivamente embelesado, atravesó el salón se colocó delante de ella, depositó la caja de caoba sobre el piano y dijo: —Señorita Anna, os esperaba. Os he estado esperando durante años. También esta vez la respuesta fue singular. —Yo no soy Anna. —¿Perdón? —Me llamo Elisabetta. Anna es mi hermana. Gemelas, no sé si me explico. Dos gotas de agua. --Mi hermana está en Bad Hollen, en el balneario. A unos cincuenta kilómetros de aquí. —Sí, ya conozco el camino, gracias.

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Eso es un golpe. Nada que objetar. Un verdadero golpe. Por fortuna, Bartleboom tenía recursos, tenía fortaleza de espíritu, en la carcasa, para dar y vender. Se puso nuevamente en camino, con destino a Bad Hollen. Si allí estaba Anna Ancher, allí tenía que ir él. Simple. Más o menos a mitad de camino empezó a parecerle un poco menos simple. El hecho es que no podía sacarse de la cabeza aquella música. Y el piano, las manos en el teclado, la cabecita con cabellos negros como el azabache, en resumen, toda aquella aparición. Algo que parecía haber sido preparado por el demonio, de tan perfecto como era. O por el destino, se dijo Bartleboom. Empezaron las tribulaciones del profesor con esta historia de las gemelas, y la pintora y la pianista, estaba hecho un lío, resulta comprensible. Cuanto más tiempo pasaba, menos claro lo tenía. Se puede decir que a cada kilómetro de camino se iba oscureciendo un kilómetro más. Al final decidió que se imponía una pausa para reflexionar. Se bajó en Pozel, seis kilómetros antes de Bad Hollen. Y allí pasó la noche. A la mañana siguiente tomó la diligencia para Hollenberg: se había decidido por la pianista. Más fascinante, había pensado. Cambió de parecer al vigésimo segundo kilómetro. Precisamente en Bazel, donde se bajó y pernoctó. Partió por la mañana temprano con la diligencia hacia Bad Hollen —íntimamente ya prometido con Anna Ancher; la pintora—, para detenerse en Suzer, pequeño pueblo a dos kilómetros de Pozel, donde pudo aclararse de manera definitiva que, caracteriológicamente hablando, él estaba más hecho para Elisabetta, la pianista. En los días siguientes, sus desplazamientos oscilatorios lo llevaron de nuevo a Alzen, luego a Tozer, de allí a Balzen, luego de regreso hasta Fazel y desde allí, en este orden, a Palzen, Rulzen, Alzen (por tercera vez) y Colzen. Las gentes de la zona habían alimentado la convicción de que se trataba de un inspector de algún ministerio. Todos lo trataban muy bien. En Alzen, la tercera vez que pasó por allí, se encontró incluso con un comité de recepción esperándolo. Él no prestó mucha atención. No era ceremonioso. Bartleboom era un hombre simple, un pedazo de hombre simple. Y justo. De veras. Pero en fin. No podía seguir eternamente con aquella historia. Aunque la ciudadanía se mostrara amable. Antes o después tenía que acabar. Bartleboom lo comprendió. Y después de quince días de apasionada oscilación, se puso el traje apropiado y se dirigió, decidido, hacia Bad Hollen. Se había decidido: viviría con una pintora. Llegó la tarde de una jornada festiva. Anna Ancher no estaba en casa. No tardaría en volver. Espero, dijo él. Y se acomodó en un saloncito. Fue allí cuando de repente le volvió a la memoria, fulminante, una imagen elemental y desoladora: su caja de caoba, tan reluciente, depositada sobre el piano de la casa de los Ancher. Se la había olvidado allí. Éstas son cosas difíciles de entender para la gente normal, yo mismo, por ejemplo, es el misterio de las mentes

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superiores, es algo muy suyo, los mecanismos del genio, capaces de acrobacias grandiosas y de pifias colosales. Bartleboom era de esa clase. Pifias colosales de vez en cuando. De todos modos, no se alteró. Se levantó e, informando de que volvería más tarde, se refugió en un hotelito de las afueras. Al día siguiente cogió la diligencia para Hollenberg. Empezaba a tener cierta familiaridad con aquel camino, estaba convirtiéndose, por así decirlo, en un verdadero experto. En el caso de que hubiera habido una cátedra universitaria dedicada al estudio de aquel camino, podríais poner las manos en el fuego a que sería para él, seguro. En Hollenberg las cosas fueron como una seda. La caja se encontraba allí, efectivamente. —Hubiera querido enviárosla, pero no tenía la menor idea de dónde encontraros —le dijo Elisabetta Ancher con una voz que hubiera seducido a un sordo. Bartleboom vaciló un momento, pero enseguida se recobró. —No importa, está bien así. Le besó la mano y se despidió. No pegó ojo en toda la noche, hasta que por la mañana se presentó puntual para la primera diligencia que iba a Bad Hollen. Un buen viaje. A cada parada todo era saludar y celebrar. La gente le estaba cogiendo cariño, son así en esos lugares, gente sociable, no se hacen demasiadas preguntas y te tratan con el corazón en la mano. De verdad. Es una zona de una fealdad terrorífica, eso hay que decirlo, pero la gente es exquisita, es gente de otra época. Pero en fin. A Dios gracias, Bartleboom llegó a Bad Hollen con su caja de caoba, las cartas y todo lo demás. Volvió a casa de Anna Ancher y se hizo anunciar. La pintora estaba trabajando en una naturaleza muerta, manzanas, peras, faisanes, cosas así, faisanes muertos, obviamente, una naturaleza muerta, ya está dicho. Tenía la cabecita ligeramente inclinada hacia un lado. Los cabellos negros le enmarcaban la cara, que era un primor. Si hubiera habido un piano no habríais dudado de que se trataba de la otra, la de Hollenberg. Y en cambio era ella, la de Bad Hollen. Ya digo, dos gotas de agua. Prodigioso lo que se dedica a hacer la naturaleza cuando se empeña. Resulta increíble. De veras. —¡Profesor Bartleboom, qué sorpresa! —exclamó ella. —Buenos días, señorita Ancher —respondió él, añadiendo inmediatamente—: Anna Ancher, ¿verdad? —Sí, ¿por qué? El profesor quería ir sobre seguro. Nunca se sabe. —¿Qué os ha traído hasta aquí, haciéndome feliz con vuestra visita? —Esto —respondió serio Bartleboom, poniéndole delante la caja de caoba y abriéndola ante sus ojos—. Os esperaba, Anna. Os he esperado durante años.

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La pintora alargó la mano y cerró de golpe la caja. —Antes de que nuestra conversación prosiga, será mejor que os informe de algo, profesor Bartleboom. —Lo que queráis, adorada mía. —Estoy prometida. —¡Cómo! —Me prometí hace seis días con el subteniente Gallega. —Óptima elección. —Gracias. Bartleboom se remontó a seis días atrás. Era el día en que, llegado desde Rulzen, se había detenido en Colzen para después volver a marchar hacia Alzen. Justo en mitad de sus tribulaciones, vamos. Seis días. Seis miserables días. Dicho sea entre paréntesis, aquel Gallega era un verdadero parásito, no sé si me explico, un ser insignificante y en cierto modo incluso nocivo. Una pena. Realmente. Una pena. —¿Ahora deseáis que prosigamos? —Creo que ya no importa —respondió Bartleboom, cogiendo de nuevo la caja de caoba. En el camino que lo llevaba a su hotel, el profesor intentó analizar fríamente la situación y llegó a la conclusión de que cabían dos posibilidades (circunstancia que, como se habrá notado, se repite con cierta frecuencia, siendo dos las posibilidades y muy raramente tres): o aquello era tan sólo un desagradable obstáculo, y entonces lo que tenía que hacer era desafiar a un duelo al susodicho subteniente Gallega y quitárselo de en medio, o era una clara señal del destino, de un destino magnánimo, y entonces lo que tenía que hacer era volver cuanto antes a Hollenberg y casarse con Elisabetta Ancher, inolvidable pianista. Dicho sea a modo de inciso, Bartleboom detestaba los duelos. Verdaderamente es que nos los soportaba. «Faisanes muertos…», pensó con cierto disgusto. Y decidió partir. Sentado en su sitio, en la primera diligencia de la mañana, enfiló otra vez el camino a Hollenberg. Estaba de un humor sereno y acogió con benévola simpatía las manifestaciones de afecto jovial que le fueron tributando los habitantes de los pueblos de Pozel, Colzen, Tozer, Rulzen, Palzen, Alzen, Balzen y Fazel. Gente simpática, como ya he dicho. Estaba oscureciendo cuando se presentó, vestido de punta en blanco y con su caja de caoba, en casa de los Ancher. —La señorita Elisabetta, por favor —dijo con cierta solemnidad al sirviente que le abrió la puerta. —No está en casa, señor. Se ha marchado esta mañana a Bad Hollen.

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Era increíble. Un hombre con otra preparación moral y cultural tal vez habría vuelto tras sus pasos y habría cogido la primera diligencia a Bad Hollen. Un hombre de menor temple psicológico y nervioso, tal vez se habría abandonado a las más teatrales expresiones de un desconsuelo definitivo e incurable. Pero Bartleboom era un hombre íntegro y justo, de los que tienen estilo cuando se trata de digerir los caprichos del destino. Bartleboom se echó a reír. Pero a reír a carcajadas, lo que se dice desternillarse, se estaba partiendo de risa, no había manera de pararlo, hasta se le saltaron las lágrimas, un espectáculo, una carcajada babélica, oceánica, apocalíptica, una carcajada que no cesaba nunca. Los sirvientes de casa Ancher no sabían ya qué hacer, no había forma de pararlo, ni por las buenas ni por las malas, seguía partiéndose de risa, algo molesto, y contagioso al mismo tiempo, ya se sabe, empieza uno y después todos lo siguen, es la ley de la hilaridad, es como la peste, tienes ganas de permanecer serio y lo intentas, pero no hay manera, es inexorable, no hay nada que hacer, los sirvientes iban cayendo uno tras otro, y además no tenían nada de lo que reírse, es más, para ser exactos tenían de qué preocuparse, dada aquella situación embarazosa, si no dramática, pero caían uno tras otro, riendo como locos, para mearse encima, no sé si me explico, para mearse encima, si no se iba con cuidado. Al final lo llevaron a una cama. Seguía riendo horizontalmente, de todas maneras, y con qué entusiasmo, con qué generosidad, un portento, en serio, entre hipos, lágrimas y ahogos, pero irrefrenable, portentoso, en serio. Una hora y media después seguía allí riendo. Y no había parado ni un instante. Los sirvientes estaban al límite, corrían fuera de la casa para no seguir oyendo aquel hipo hilarante y contagioso, intentaban escaparse, con las tripas retorcidas por el dolor, a causa de tanta risa, intentaban salvarse, es comprensible, se había convertido ya en una cuestión de vida o muerte. Era increíble. Después, en cierto momento, Bartleboom, sin anunciarlo, se paró, como una máquina atascada, se puso repentinamente serio, miró a su alrededor y localizado el criado más a tiro le dijo, completamente serio: —¿Habéis visto una caja de caoba? A aquel sirviente le parecía mentira la posibilidad de hacer algo para que parara. —Aquí está, señor. —Bueno, pues os la regalo —dijo Bartleboom, y echó a reír de nuevo, como un loco, como si tuviera en su interior sabe Dios qué chiste irresistible, el mejor de toda su vida, el más enorme, por decirlo de alguna manera, un chistazo. A partir de ese momento ya no paró.

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Se pasó toda la noche riendo. Aparte de los sirvientes de casa Ancher, que circulaban por la casa con algodón en los oídos, era un asunto molesto para toda la ciudad, la tranquila Hollenberg, porque las carcajadas de Bartleboom, todo hay que decirlo, superaban los limites de la casa propiamente dicha y se expandían de maravilla en aquel silencio nocturno. Dormir, ni por asomo. Ya era bastante difícil mantenerse serios. Y en un primer momento, en efecto, uno conseguía permanecer serio, aunque fuera tan sólo teniendo en cuenta aquel ruido molesto, pero después el buen sentido se esfumaba enseguida, y empezaba a extenderse el virus de la carcajada, irrefrenable, infectándolos a todos, indistintamente, hombres y mujeres, por no hablar de los niños, verdaderamente a todos. Como una epidemia. Había casas en las que no se reía desde hacía meses, ni siquiera se acordaban de cómo se hacía. Gente profundamente hundida en sus propios rencores, y en la miseria. Ni siquiera, durante meses, el lujo de una sonrisa. Y aquella noche venga a reír, todos, removiéndose las tripas, lo nunca visto, les era difícil reconocerse, una vez caída la máscara de sus eternas narizotas, y abierta de par en par la risotada en la cara. Una revelación. Se reencontraba uno con el gusto por la vida al ver encenderse, una a una, las luces de aquella ciudad, y oír que todas las casas se caían a causa de la risa, sin que hubiera nada de que reírse, sino así, por milagro, como si se hubiera derramado, justamente esa noche, el barril de la paciencia colectiva y unánime, y a la salud de toda clase de miseria se hubiera inundando la ciudad entera de sacrosantos ríos de carcajadas. Un concierto que llegaba al corazón. Una maravilla. Bartleboom dirigía el coro. Era su momento, podríamos decir. Y él dirigía como un maestro. Una noche memorable. Ya os digo. Preguntad si queréis. Maldito sea si no os dicen que fue una noche memorable. Pero en fin. A las primeras luces del amanecer, se aplacó. Bartleboom, quiero decir. Y después, progresivamente, toda la ciudad. Dejaron de reír, poco a poco, y después definitivamente. Tal como vino, se fue. Bartleboom pidió algo para comer. La empresa, como se comprenderá, le había metido hambre en el cuerpo, no es nada baladí reír durante tanto tiempo, y con aquel entusiasmo. En cuanto a salud, parecía tener para dar y tomar. —Nunca me he sentido mejor —confirmó a la delegación de ciudadanos que, agradecidos en cierto modo, y de todas formas, curiosos, fueron a informarse sobre su estado. En la práctica, Bartleboom había hecho nuevos amigos. Definitivamente, era su destino hacer buenas migas con la gente en aquellas tierras. Le resultaba algo más complicado con las mujeres, eso es verdad, pero por lo que se refiere a la gente parecía como si hubiera nacido predestinado a

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aquellas tierras. De verdad. Al final se levantó, se despidió de todos y se aprestó a ponerse de nuevo en camino. Tenía una idea precisa al respecto. —¿Cuál es la carretera para la capital? —Tendríais que regresar de nuevo a Bad Hollen, señor, y desde allí coger… —Ni hablar —y partió en dirección opuesta en la calesa de un vecino que trabajaba de herrero, un genio en su especialidad, un verdadero genio. Se había pasado toda la noche partiéndose de risa. En fin, tenía una deuda de gratitud, por decirlo de algún modo. Aquel día cerró su taller y se llevó a Bartleboom de aquellas tierras, y de aquellos recuerdos, y de todo, al diablo, el profesor no regresaría nunca más, aquella historia había acabado, bien o mal, pero había acabado, de una vez por todas, por Dios. Acabado. Así. Después Bartleboom ya no volvió a intentarlo. Lo de casarse. Decía que se le había pasado el momento, y que no había nada más que hablar. Yo creo que todo este asunto le hizo sufrir un poco, pero no te hacía cargar con ello, no era de ese tipo, se guardaba sus congojas y sabía cómo sobreponerse a ellas. Era de los que, a pesar de los pesares, tienen una idea alegre de la vida. De los que están en paz, no sé si me explico. En los siete años que vivió aquí, debajo de nosotros, fue siempre una alegría tenerlo debajo de nosotros, y muchas veces en nuestra casa, como si fuera alguien de la familia, y en cierto sentido verdaderamente lo era. Por otro lado, él habría podido vivir en otros barrios, con toda aquella cantidad de dinero que le llegaba en los últimos tiempos, herencias, para entendemos, las tías que iban cayendo una tras otra, como manzanas maduras, descansen en paz, una verdadera procesión de notarios, un testamento tras otro, y todos, quieras que no, llevaban líquido a los bolsillos de Bartleboom. En fin, que si hubiera querido habría podido vivir en otro sitio. Pero él se quedó aquí. Decía que se estaba bien en este barrio. Sabía valorar, por decirlo de algún modo. Se conoce a un hombre también en estos detalles. Continuó trabajando hasta el final en su Enciclopedia de los límites etcétera. Por aquel entonces había empezado a reescribirla. Decía que la ciencia daba pasos gigantescos y que, en fin, la tarea de ponerse al día, especificar, corregir, limar, era interminable. Lo fascinaba la idea de que una Enciclopedia de los límites acabara siendo un libro que nunca terminaba. Un libro infinito. Era algo absurdo, pensándolo bien, y él se reía de eso, me lo explicaba y volvía a explicármelo, maravillado, incluso divertido. Otro quizás habría sufrido. Pero él, como ya digo, no estaba hecho para ciertas tribulaciones. Era ligero. Evidentemente, también morir fue algo que hizo a su manera. Sin espectáculo, discretamente. Un día se metió en la cama, no se encontraba bien, y a la semana siguiente todo había acabado. Ni siquiera podíamos saber si sufría o no aquellos días, yo se lo preguntaba, pero a él sólo le importaba que nadie se entristeciera

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por una historia insignificante. Detestaba molestar. Sólo en una ocasión me pidió que por favor le pusiera uno de los cuadros de aquel pintor amigo suyo colgado en la pared, justo delante de la cama. También aquella historia de la colección Plasson resultaba increíble. Casi todos blancos, podéis creerme. Pero él los apreciaba muchísimo. El que le colgué por aquel entonces también era completamente blanco, todo blanco, él lo seleccionó entre todos, y yo se lo puse allí, para que pudiera verlo bien desde la cama. Era blanco, lo juro. Pero él lo miraba, volvía a mirarlo, lo saboreaba con los ojos, por decirlo de alguna manera. —El mar… —decía en voz baja. Murió por la mañana. Cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Simple. No sé. Hay gente que se muere y, con todos los respetos, no se pierde nada. Pero él era de los que, cuando ya no están, lo notas. Como si el mundo entero, de un día para otro, se hiciera un poco más pesado. A lo mejor este planeta, y todo lo que hay en él, flota en el aire sólo porque hay muchos Bartlebooms por ahí, ocupados en mantenerlo en su sitio. Con su ligereza. No tienen cara de héroe, pero mantienen el garito en marcha. Son así. Bartleboom era así. O sea: era capaz de cogerte por el brazo, un día cualquiera, por la calle, y decirte en gran secreto —Una vez vi ángeles. Estaban en la orilla del mar. A pesar de que él no creía en Dios, era un científico, y no mostraba gran predisposición hacia las cosas de la Iglesia no sé si me explico. Pero había visto ángeles. Y te lo decía. Te cogía del brazo, un día cualquiera, por la calle y con la maravilla en los ojos te lo decía. —Una vez vi ángeles. ¿Cómo no querer a alguien así?

RAYMOND CARVER. EL BAÑO

El sábado por la tarde la madre fue en coche a la pastelería del centro comercial. Después de mirar un álbum con fotografías de pasteles pegadas en las hojas, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. Era una tarta adornada con una nave espacial y una plataforma de lanzamiento bajo una cascada de blancas estrellas. El nombre, SCOTTY, iría escarchado en verde como si fuera el nombre de la nave. El pastelero la escuchó con circunspección cuando ella le contó que Scotty iba a cumplir ocho años. Era un hombre mayor y llevaba un delantal harto curioso: una pesada prenda cuyas cintas le pasaban bajo los brazos y le rodeaban la espalda y volvían de nuevo al frente, donde acababan en un enorme nudo. Seguía secándose las manos en la parte delantera del delantal mientras

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escuchaba a la mujer, y los ojos húmedos le observaban con atención los labios mientras ella estudiaba las tartas y hablaba. Le permitió tomarse el tiempo necesario. No tenía prisa. La madre eligió la tarta de la nave, y a continuación dio su nombre y su teléfono. Lo único que el pastelero se dignó contestar fue que la tarta estaría lista el lunes por la mañana, con tiempo suficiente para la fiesta, que era por la tarde. Ninguna broma, sólo ese mínimo intercambio, la información más escueta, nada que no fuera necesario. El lunes por la mañana, el niño se dirigía a pie hacia el colegio. Andaba junto a otro chico, y se iban pasando una bolsa de patatas fritas. El chico del cumpleaños intentaba sonsacar a su amigo acerca del regalo que le haría por la tarde. En un cruce, y sin mirar, el chico del cumpleaños se bajó del bordillo de la acera, y en un abrir y cerrar de ojos fue arrollado por un coche. Cayó de costado, con la cabeza sobre la cuneta; sus piernas, sobre la calzada, se movían como si estuvieran trepando por un muro. Su compañero se quedó allí quieto, sosteniendo la bolsa de patatas fritas, preguntándose qué hacer, si acabarse las patatas o seguir andando hacia el colegio. El chico del cumpleaños no lloraba. Pero tampoco tenía ganas de decir nada. Ni siquiera contestó cuando su compañero le preguntó qué se sentía cuando a uno lo atropellaba un coche. El chico del cumpleaños se levantó y echó a andar en dirección a su casa, y su amigo le hizo adiós con la mano y siguió camino del colegio. El chico le contó a su madre lo que le había pasado. Se sentaron los dos en el sofá. Ella le cogió las manos y se las puso en el regazo. Y así estaban cuando el chico apartó las manos del regazo de su madre y se tendió de espaldas en el sofá. Naturalmente no hubo fiesta de cumpleaños. El chico del cumpleaños estaba en el hospital y su madre permanecía a la cabecera de su cama. Esperaba a que su hijo despertara. El padre llegó a toda prisa de la oficina. Se sentó al lado de la madre. Ambos aguardaban a que su hijo recuperara la conciencia. Transcurrieron varias horas, y luego el padre se fue a casa a tomar un baño. El hombre iba en su coche en dirección a casa. Conducía más rápido que de costumbre. Hasta entonces su vida había sido bastante amable. Trabajo,

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paternidad, familia. El hombre había tenido suerte y era feliz. Pero el miedo le hizo desear tomar un baño. Tomó la vereda de la entrada. Se quedó sentado dentro del coche tratando de que le respondieran las piernas. Su hijo había sido atropellado por un coche y ahora estaba en el hospital, pero se iba a poner bien. El hombre se bajó del coche y fue hasta la puerta principal. El perro ladraba y el teléfono estaba sonando. Y siguió sonando mientras el hombre abría la puerta y palpaba la pared en busca del interruptor. Levantó el auricular. Exclamó: -¡Acabo de llegar! -Aquí hay una tarta que no han recogido. Esto fue lo que repuso la voz al otro lado de la línea. -¿De qué me habla? -preguntó el padre. -La tarta -insistió la voz-.Dieciséis dólares. El hombre mantenía el auricular pegado al oído y trataba de entender. Contestó: -No sé de qué me habla. -No me venga con ésas -dijo la voz. El hombre colgó el teléfono. Fue a la cocina y se sirvió un trago de whisky. Luego llamó al hospital. El estado de su hijo seguía siendo el mismo. Mientras el agua llenaba la bañera, el hombre se enjabonó la cara y se afeitó. Estaba en la bañera cuando volvió a oír el teléfono. Salió de un salto y corrió por la casa diciéndose:”Estúpido, estúpido”, porque si se hubiera quedado en el hospital no se encontraría ahora en esta situación. Levantó el auricular y gritó:”¡Diga!” La voz dijo: -La tengo preparada. El padre llegó al hospital después de media noche. Su mujer seguía sentada en la silla, junto a la cabecera. Alzó la vista hacia su marido y volvió a mirar a su hijo. De un aparato situado sobre la cama colgaba una botella con un tubo que descendía hasta el niño. -¿Qué es eso? -preguntó el padre. -Glucosa -respondió la madre. El hombre apoyó la mano en la nuca de su mujer. -Va a volver en sí -la animó. -Lo sé -asintió la mujer. Al poco, el hombre sugirió:

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-Vete a casa. Me quedaré yo. Ella movió la cabeza. -No. -Vamos -insistió él-.Ve a casa un rato. No te preocupes. Está dormido, eso es todo. Entró una enfermera. Les saludó con un movimiento de cabeza mientras se dirigía a la cama. Sacó el brazo izquierdo del niño de debajo de las mantas y le puso los dedos en la muñeca. Luego volvió a meterlo bajo las mantas y escribió algo en la tablilla adosada a la cama. -¿Cómo está? -quiso saber la madre. -Estacionario -contestó la enfermera. Y añadió-: El doctor volverá a pasar pronto. -Le estaba diciendo que podría ir a casa a descansar un poco -le explicó el hombre-.Cuando el doctor haya pasado. -Sí, claro –dijo la enfermera. La mujer objetó: -Veremos lo que dice el doctor. Se llevó las manos a los ojos e inclinó la cabeza hacia adelante. La enfermera concedió: -Claro. El padre miró a su hijo: bajo las mantas, el menudo pecho subía y bajaba. Sintió un miedo aún mayor. Empezó a sacudir la cabeza. Mientras lo hacía se habló a sí mismo. Se dijo: el niño está bien. En lugar de dormir en casa, duerme aquí. El sueño es igual en un sitio que en otro. El médico entró en el cuarto. Estrechó la mano del hombre. La mujer se levantó de la silla. -Ann -dijo el médico, y la saludó con un movimiento de cabeza. Luego añadió-: Veamos cómo está. Se acercó a la cama y tomó la muñeca del niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Apartó hacia abajo las mantas y le auscultó el corazón. Presionó el cuerpo del niño con los dedos. Aquí y allá. Fue hasta el pie de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió algo y luego observó al padre y a la madre. El médico era un hombre físicamente atractivo. Tenía la piel fresca y tostada. Vestía traje con chaleco, corbata de color vivo, camisa con gemelos. La madre se dijo a sí misma: viene de algún acto en el que había público. Le han impuesto alguna medalla.

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El médico explicó: -No es para dar saltos de júbilo, pero tampoco hay que preocuparse. Despertará muy pronto -Volvió a mirar al niño-.Sabremos más cuando recibamos los análisis. -Oh, no -se lamentó la madre. El médico dijo: -Suelen darse casos semejantes. El padre preguntó: -¿No lo llamaría coma, entonces? El padre miró al médico y aguardó. -No, no quiero llamarlo así -dijo el médico-.Está durmiendo. Es un sueño reparador. El cuerpo hace lo que tiene que hacer. -Está en coma -aseguró la madre-.Es una especie de coma. El médico insistió: -Yo no lo llamaría así. Tomó las manos de la mujer y les dio unas palmaditas. Luego estrechó la mano del marido. La mujer puso los dedos sobre la frente del niño y los mantuvo en ella unos minutos. -No tiene fiebre, al menos -afirmó. Luego añadió-: No sé. Tócale la cabeza. El hombre puso los dedos sobre la frente del niño. Y comentó: -Seguramente es normal que esté así. La mujer siguió de pie unos instantes más, mordisqueándose el labio. Luego fue hasta su silla y se sentó. El marido se sentó a su lado en otra silla. Quería añadir algo, pero no encontró palabras adecuadas a la situación. Cogió la mano de su mujer y se la puso sobre las rodillas. Cuando lo hizo, se sintió mejor. Le hizo sentir que expresaba algo. Siguieron así un breve lapso, mirando al niño, en silencio. De cuando en cuando el hombre apretaba la mano de su esposa, que la cabo la retiró de la suya. -He rezado -dijo ella. -Yo también -coincidió él-.Yo también he rezado. Volvió a entrar una enfermera; comprobó el goteo de la botella. Entró un médico y pronunció su nombre. Llevaba mocasines. -Vamos a bajarlo para hacerle más radiografías -aclaró-.Y queremos examinarle con el scanner. -¿El scanner? -preguntó la madre. Estaba de pie, entre el médico y la cama.

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-No es nada -minimizó él. -Dios mío -exclamó ella. Entraron dos enfermeros. Traían una especie de camilla con ruedas. Desconectaron el tubo y, con suavidad, pasaron el niño a la camilla. No trajeron al niño a su cuarto hasta después del amanecer. El padre y la madre entraron en el ascensor tras los enfermeros. Subieron y llegaron a la habitación. Una vez más, ambos tomaron asiento junto a la cama. Esperaron todo el día. El niño no despertaba. El médico vino de nuevo y examinó otra vez al chico y salió del cuarto después de repetir las mismas cosas de la víspera. Entraron enfermeras. Entraron médicos. Entró un ayudante de laboratorio y le extrajo muestras de sangre. -No lo entiendo -dijo la madre al asistente. -Son órdenes del doctor -explicó el asistente. La madre fue hasta la ventana y miró el aparcamiento. Coches con los faros encendidos llegaban y partían. Se quedó allí, con las manos sobre el alféizar. Y se decía a sí misma: nos está pasando algo, algo muy grave. Tenía miedo. Vio cómo un coche se paraba y subía a él una mujer con un largo abrigo. Imaginó que era aquella mujer. Imaginó que se alejaba de allí en aquel coche rumbo a cualquier otro lugar. El médico entró en el cuarto. Parecía más bronceado y saludable que nunca. Fue hasta la cama y examinó al chico. Concluyó: -Sus constantes son buenas. Todo está bien. La madre se lamentó: -Pero sigue dormido. -Sí -asintió el médico. El marido señaló: -Está agotada. Está muerta de hambre. El médico aconsejó: -Debería descansar. Debería comer algo. Ann... -Gracias -dijo el marido. Se dieron la mano, y el médico les dio unas palmaditas en el hombro. Luego salió. -Creo que uno de los dos debería ir a casa a ver cómo están las cosas -sugirió el hombre-.Hay que dar de comer al perro. -Llama a algún vecino -propuso la esposa-.Alguien lo hará si se lo pides.

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La mujer trató de pensar en quién. Cerró los ojos y trató simplemente de pensar. Al poco decidió: -A lo mejor lo hago yo misma. A lo mejor, si no estoy aquí mirándole, vuelve en sí. A lo mejor no despierta porque estoy aquí mirándole. -Puede que sea eso -concedió el marido. -Me iré a casa y tomaré un baño y me cambiaré de ropa. -Creo que es precisamente eso lo que debes hacer -la animó el hombre. La mujer cogió su bolso. Su marido la ayudó a ponerse el abrigo. Se dirigió hacia la puerta, y se volvió. Miró al niño, y luego al padre. El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió. Pasó el cuarto de las enfermeras y llegó al final del pasillo, donde al doblar la esquina vio una pequeña sala de espera. Había en ella una familia, estaba sentada en sillas de mimbre. Un hombre en camisa caqui, con una gorra de béisbol echada hacia la coronilla; una mujer corpulenta en bata y zapatillas; una chica en vaqueros, con docenas de ensortijadas trenzas.la mesa estaba atestada de envoltorios de papel encerado y de espuma de estireno y de cucharillas de café y de bolsitas de sal y pimienta. -Nelson -la abordó la mujer-.¿Se trata de Nelson? Sus ojos se agrandaron. -Dígame, señora -insistió-.¿Se trata de Nelson? Intentaba levantarse de la silla. Pero el hombre la sujetaba por el brazo. -Vamos, vamos -la tranquilizó el hombre. -Lo siento -se disculpó la madre de Scotty-. Estoy buscando el ascensor. Tengo a mi hijo en el hospital. No encuentro el ascensor. -Está por allí -indicó el hombre, y señaló con el dedo la dirección correcta. -A mi hijo lo ha atropellado un coche -explicó la madre de Scotty-. Pero se pondrá bien. Está conmocionado, aunque puede que también esté en coma. Voy a salir un rato. Quizá tome un baño. Pero mi marido se ha quedado con él. Cuidándole. Es posible que cuando me vaya haya algún cambio. Mi nombre es Ann Weiss. El hombre se movió en su silla. Sacudió la cabeza. -Nuestro Nelson... -empezó. Tomó la vereda de entrada. El perro salió corriendo de la parte de atrás de la casa. Corría en círculos sobre la hierba. La mujer cerró los ojos y dejó que su cabeza descansara sobre el volante. Escuchó el ralentí del motor. Se apeó y se fue hasta la puerta. Entró y encendió las luces, y puso agua para hacer té. Abrió una lata y dio de comer al perro. Se sentó en el sofá con una taza de té.

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Sonó el teléfono. -¡Sí! -exclamó-¡Diga! -¿La señora Weiss? -preguntó una voz de hombre-. -Sí -contestó ella-.Soy la señora Weiss. ¿Se trata de Scotty? -Scotty -dijo la voz-.Se trata de Scotty -siguió la voz-.Tiene que ver con Scotty, sí.

DAVID FOSTER WALLACE. ENCARNACIONES DE NIÑOS QUEMADOS

El Padre estaba a un lado de la casa poniendo una puerta para el inquilino cuando oyó los chillidos del niño y la voz alterada de la Madre entre los mismos. Pudo moverse deprisa, y el porche trasero daba a la cocina, y antes de que la puerta mosquitera se cerrara de un golpe a su espalda el Padre pudo contemplar toda la escena, la olla volcada en la baldosa del suelo que quedaba justo delante de la cocina y la llama azul del fogón y el charco de agua en el suelo todavía humeando mientras sus muchos brazos se extendían, el bebé con el pañal holgado de pie y rígido mientras le salía vapor del pelo y del pecho y los hombros de color rojo intenso y los ojos en blanco y la boca muy abierta y dando la sensación de estar de alguna manera separada de los ruidos que estaba emitiendo, la Madre apoyada en una rodilla intentando secarlo absurdamente con el trapo de fregar los platos y soltando gritos tan fuertes como los de su hijo, tan histé-rica que estaba casi paralizada. La rodilla de ella y los piececitos descalzos y suaves seguían en el charco humeante, y lo primero que hizo el Padre fue coger al niño por las axilas y levantarlo del charco y llevarlo al fregadero, donde tiró varios platos y accionó el grifo de un golpe para que corriera agua fría por los pies del niño mientras con la mano ahuecada recogía agua y se la derramaba o bien se la arrojaba sobre la cabeza y los hombros y el pecho, con el objeto de que antes que nada dejara de salirle va-por, y la Madre detrás de su espalda invocando a Dios hasta que él la mandó por toallas y vendas si es que tenían, el padre moviéndose deprisa y bien y con su mente masculina vacía de todo salvo aquello que estaba haciendo, sin darse cuenta todavía de la ligereza con que se estaba moviendo o del hecho de que había dejado de oír los chillidos porque oírlos lo paralizaría y le impe-diría hacer lo que hacía falta hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como la respiración y tardaron tanto en apagarse que acabaron por convertirse en una cosa más de las que había en la cocina, algo más que eludir para moverse con presteza. La puerta trasera para el inquilino, fuera, colgaba a medio atornillar de su bisagra superior y el viento la movía un poco, y un pájaro posado en el roble del otro lado de la entrada para coches parecía observar la puerta con la cabeza inclina-da mientras seguían saliendo gritos del

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interior. Las peores quemaduras parecían estar en el brazo y el hombro derechos, el color rojo del pecho y la barriga se fue volviendo rosado bajo el agua fría y el Padre no podía ver ampollas en las suelas suaves de sus pies, a pesar de lo cual el bebé todavía tenía los puños cerrados y chillaba, aunque tal vez ahora de forma puramente refleja y por miedo, el Padre no sabría hasta más tarde que ha-bía pensado en aquella posibilidad, con la carita dilatada y venas nudosas abultándole en las sienes, y el Padre no paraba de decir que estaba allí, que estaba allí, a medida que le bajaba la adrena-lina y que una furia hacia la Madre por permitir que pasara aquello empezaba a acumularse de forma intermitente en el fondo más recóndito de su mente, todavía a horas de distancia de ser expresada. Cuando la Madre regresó él no estuvo seguro de si envolver o no al niño con una toalla pero acabó por mojar la toalla y envolverlo, lo lió bien fuerte y levantó a su bebé del fregadero y lo puso en el borde de la mesa de la cocina para tranquilizarlo mientras la madre intentaba examinarle las plantas de los pies, agitando una mano en las inmediaciones de su boca y emitiendo palabras absurdas mientras el Padre se inclinaba y po-nía la cara delante de la del niño sentado en el borde a cuadros de la mesa repitiendo el hecho de que estaba allí y tratando de calmar los chillidos del niño, pero el niño seguía gritando sin aliento, con un sonido agudo, puro y brillante que podía pararle el corazón y con los labios y las encías granulosas ahora teñidas del color azul claro de una llama baja o eso le pareció al Padre, gritando casi como si siguiera debajo de la olla inclinada y sufriendo el mismo dolor. Así pasaron un minuto o dos que parecieron mucho más largos, con la Madre al lado del Padre hablando en tono cantarín a la cara del niño y la alondra en la rama con la ca-beza inclinada a un lado y una línea blanca apareciendo en la bisagra como resultado del peso de la puerta inclinada hasta que la primera voluta de vapor apareció perezosamente desde debajo del borde de la toalla y los padres intercambiaron una mirada y abrieron mucho los ojos: el pañal, que cuando abrieron la toalla e inclinaron a su niño hacia atrás sobre el mantel a cuadros y desabrocharon las lengüetas reblandecidas e intentaron quitarlo se resistió un poco provocando más chillidos y resultó estar caliente, el pañal de su bebé les quemó las manos y vieron dónde había caído realmente el agua y dónde se había acumulado y había estado quemando a su bebé todo aquel tiempo mientras él gritaba pidiendo ayuda y ellos no lo habían ayudado, no se les había ocurrido, y cuando se lo quitaron y vieron el estado de lo que había allí la Madre dijo el nombre propio de su Dios y se agarró a la mesa para no perder el equilibrio mientras el padre se daba la vuelta y le pegaba un puñetazo al aire de la cocina y se maldecía a sí mismo y también al mundo y no por última vez, y ahora su hijo podría haber estado dormido si no fuera por el ritmo de su respiración y por los ligeros movimientos acongojados de sus manos en el aire

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de encima del sitio donde estaba tumbado, unas manos del tamaño del pulgar de un hombre adulto que habían agarrado el pulgar del Padre en la cuna mientras el niño miraba cómo la boca del padre se movía al cantar una canción, con la cabeza inclinada y dando la impresión de mirar algo situado más allá, algo que hacía sentirse solo a su Padre, como apartado. Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo. «Break your heart inside and something will a child» es la canción gangosa que el Padre vuelve a oír casi como si la mujer de la radio estuviera allí a su lado mirando lo que han hecho, aunque horas más tarde lo que el Padre menos podrá perdonarse es lo mucho que quería un cigarrillo justo mientras estaban envolviendo la entrepierna del niño lo mejor que podían con vendas y con dos toallas de mano cruzadas, después el Padre lo levantó en brazos como si fuera un recién na-cido, cogiéndole el cráneo con la palma de la mano, se lo llevó corriendo a la camioneta recalentada y quemó los neumáticos hasta llegar al pueblo y a la sala de urgencias del hospital dejando la puerta del inquilino abierta y colgando durante el día entero hasta que la bisagra cedió, pero para entonces ya era demasiado tarde, para cuando la cosa fue irreversible y ellos no llegaron a tiempo el niño ya había aprendido a salir de sí mismo y ver cómo sucedía todo lo demás desde un punto en lo alto, y lo que fuera que se perdió entonces nunca más volvió a importar, y el cuerpo del niño se expandió y echó a caminar y ganó un sueldo y vivió su vida sin inquilino, una cosa entre cosas, y el alma de su yo fue en gran medida vapor en lo alto, que caía como la lluvia y luego se elevaba, y el sol subía y bajaba como un yoyó.

DONALD RAY POLLOCK. LA VIDA REAL

Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una peli cutre de platillos volantes que demostraba que los moldes de tartas podían conquistar el mundo. Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la peli en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo

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allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver ni que fuera una triste nube oscura. —Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche. Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones. Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de llevar la taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era una puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas. «Son un montón de trolas de mierda —decía siempre que alguien mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué coño tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965. Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por Knockemstiff como ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre coger el teléfono y ponerse a rajar con su hermana, la que vivía en el pueblo. —Está loco, el hijoputa, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni pagar la factura de la luz. Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la navaja del viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus palmadas cabreadas. —Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por los críos me largaría de esta hondonada de mala muerte sin pensarlo.

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Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del salpicadero y lo llenó de whisky de su botella. —Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el perrito caliente en alto, a punto de metérselo otra vez en la boca. —Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa mierda y acabas como un puto borracho de la calle. Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla empapada por la ventanilla. Llevaba privando desde el mediodía, haciendo alarde de su nuevo buga delante de sus colegas de juerga. El coche ya tenía una abolladura en uno de los paneles laterales. Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules de trabajo. La camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. —Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos buñuelos de patata grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar. Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se rindió, envolvió el perrito caliente en una servilleta y me lo devolvió. —Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo avisó. —Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se conduce solo. Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería acolchada como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se fuera al garete. Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada en sangre. —Me cago en la puta, chaval. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te muerdas las uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz. —Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las muerde. —Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—. Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de pajillero. Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la única forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El viejo

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llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome sigilosamente por el asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo se encendió. —Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada. —Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva todo el verano esperando para verla. —Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no quiero que se me mee en los asientos nuevos. Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y se remetió la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí a mi viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes con minishorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies. —Me cago en la puta, chaval —me dijo, levantándome de un tirón del brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—. A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera madre. El edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del autocine estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con estruendo, estaba en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y los retretes en la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera de hombres y chavales con las pollas colgando a lo largo de una artesa de metal verde. Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared pintada de color barro. Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso, meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando su turno con impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos y masticando una chocolatina Zero, y el viejo aprovechó para empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí. Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración, fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la película, y yo trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó a aporrear la puerta endeble. —Joder, chaval, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás cascando o qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos putos chavales te vuelven loco. Me subí la cremallera y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un pitillo a un tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha

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color púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia camisa. —Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—, este chaval le tiene miedo a su puñetera sombra. Un puto gusano tiene más pelotas que él. —No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—. Mi hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca en el anzuelo. —Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—. Joder, cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina. Cappy se sacó una cerilla larga de madera del bolsillo de la camisa, encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de hombros: —Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió la cerilla por la oreja y se hurgó la cabeza entera. —Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aun así, uno se pregunta adónde coño va este país. De pronto un hombre con gafas de montura negra se salió de su sitio en la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el cabrón más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él había un chaval de mi altura, vestido con un bañador de colores vivos y una camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al instante. —Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó por la sala y todo el mundo se volvió para mirarnos. Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón. Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por encima de él. —Joder —dijo. La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja. —¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—. Te he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a pedir... otra vez. —No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.

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Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo. Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo. —Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar unos puños del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre. Alguien al fondo de la sala dijo: —Dale una paliza. Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas de las manos. —Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. —Luego bajó la vista y se quedó mirando los zapatos negros del grandullón durante unos segundos. Yo vi que se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una cigala—. Eh —dijo por fin—, esta noche no queremos problemas por aquí. El grandullón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver qué hacía a continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz y se las volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo a mi padre en el pecho huesudo. —Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí vienen muchas familias. No me importa que seas un puñetero borracho. ¿Me entiendes? Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua. —Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja. Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante. Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la camisa blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros. —Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en particular. A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su hijo, empezó a darse la vuelta. Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a hurtadillas con ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido aquello. Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó hacia el grandullón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano. Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.

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El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire, como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire, igual que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el suelo con un ruido sordo. La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas, le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa. Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la barbilla le colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la policía. Sin soltar a mi padre, Cappy dijo: —Joder, Vern, ese hombre está malherido. Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me arreó en toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché mientras el chico se ponía a darme tortazos. —¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—. ¡Como no plantes cara, te arreo una tunda! Los perritos calientes que me había comido me subieron por la garganta y me los volví a tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado con mi viejo. Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la boca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de tres o cuatro puñetazos el chaval bajó las manos y se echó a lloriquear, atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó: —¡Rómpele la cara! Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de color rojo brillante. Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el aparcamiento, llevándome a rastras y buscando el coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba intentando respirar. —Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.

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Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se abalanzó hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de golpe. —¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta. Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si había algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de refrescos. —Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y frotándose la cara. —Un gordo hijoputa ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar, eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—. Pero les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? —Arrancó el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—. Hostia puta, chaval, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo, extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—: Esta vez van a avisar a las autoridades. —Estiró el brazo y puso el Chevy en marcha. Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde habíamos aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava suelta los salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros. Nos largamos a toda pastilla por la salida y llegamos patinando a la carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia pasó a toda velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine, en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba. —Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante con la mano ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese chaval. —Agarró la botella de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla. —¿Has metido a Bobby en una pelea? —Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo. Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza con las manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad. —Bobby, ¿estás herido? —me preguntó. —Tengo sangre. —Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de mierda? Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla. —¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos. —No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».

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Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a casa a toda pastilla. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de la botella. El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera. «Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar. Más tarde me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba tumbado en la cama, todavía vestido. A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un inmenso retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por un aullido agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había perdido. Sola mente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño. Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela encendida en las manos. —¿Bobby? —dijo. Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la ventana. A la luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moratón que se le extendía por la cara como una mancha de mermelada de uva. Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se alejó por el pasillo. —Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia? —Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura como una piedra. —No deberías beber, Vernon. —¿Está dormido? —Está agotado. —Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese chaval, por cómo sangraba —dijo mi padre. —Tendríamos que irnos a la cama. —No me lo podía creer, Agnes. Ese puto chaval era el doble de grande que Bobby, lo juro por Dios. —No es más que un niño, Vernon. Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y entraron en su dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Me tapé la cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca. Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos. Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua, yo me lamí

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la sangre de los nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya siempre querría más.

JONATHAN FRANZEN. LIBERTAD

La mañana de octubre en que por fin el mundo llegó, en forma de sedán Hyundai nuevo aparcado hacia la mitad del camino de acceso, en el ensanchamiento invadido por la hierba donde Mitch y Brenda tenían en otro tiempo su barca, no se detuvo a ver quién era. Tenía prisa por emprender viaje hacia Duluth para asistir a una reunión de Conservancy y redujo la velocidad lo justo para ver que el asiento del conductor estaba reclinado, y el conductor quizá dormido. Cabía albergar la esperanza de que quienquiera que hubiese en el coche ya no estuviese allí cuando él regresara, o de lo contrario, ¿por qué no habían llamado a su puerta? Pero el coche seguía allí, y los faros de Walter iluminaron sus reflectantes traseros cuando se desvió de la carretera comarcal a las ocho de esa tarde. Se apeó y escrutó a través de las ventanillas y vio que el coche estaba vacío, con el respaldo del asiento del conductor de nuevo en posición vertical. En el bosque hacía frío; el aire estaba quieto y olía a posibilidad de nieve; el único sonido era un leve burbujeo humano procedente de Canterbridge Estates. Volvió a su coche y siguió hacia la casa, donde había una mujer, Patty, sentada a oscuras en el escalón delantero. Llevaba un vaquero azul y una fina chaqueta de pana. Tenía las piernas encogidas contra el pecho para darse calor, y el mentón apoyado en las rodillas. Walter apagó el motor y esperó un buen rato, unos veinte o treinta minutos, a que ella se pusiera en pie y le hablara, si el que era eso lo que la había llevado hasta allí. Pero ella se negó a moverse, y al final él, haciendo acopio de valor, salió del coche y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo brevemente en la entrada, a menos de medio metro de ella, para darle ocasión de hablar. Pero ella siguió con la cabeza gacha. La negativa del propio Walter a hablar era tan infantil que no pudo contener una sonrisa. Pero esa sonrisa entrañaba una admisión peligrosa. La reprimió brutalmente, blindándose, entró en la casa y cerró la puerta a sus espaldas. Con todo, sus fuerzas no eran infinitas. No pudo evitar quedarse esperando a oscuras junto a la puerta otro largo rato, tal vez una hora, y aguzar el oído para ver si ella se movía, aguzar el oído para no perderse siquiera la más leve llamada a la puerta. Lo que en cambio oyó, en su imaginación, fue a Jessica decirle que tenía que ser justo: que debía a su mujer al menos la cortesía de decirle que se largara. Y sin embargo, después de seis años de silencio, le parecía que pronunciar siquiera una palabra sería retractarse de todo: echaría

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por tierra todas sus negativas e invalidaría todo lo que había querido decir con ellas. Al final, como si despertara de un sueño en duermevela, encendió una luz y bebió un vaso de agua y se sintió atraído, a modo de solución intermedia, hacia su archivador; al menos podía echar una ojeada a lo que el mundo tenía que decirle. Primero abrió el sobre de Jersey City. No contenía ninguna nota, sólo un CD en un impenetrable envoltorio de plástico. Al parecer, era un esfuerzo en solitario de Richard Katz en una pequeña discográfica, con un paisaje boreal en la carátula y, superpuesto, el título Canciones para Walter. Oyó un penetrante grito de dolor, suyo, como si fuera de otro. El muy cabrón, el muy cabrón... aquello no era justo. Dio vuelta al CD con manos trémulas y leyó la lista de temas. La primera canción se titulaba «Dos Hijos Bien: Ningún Hijo Mejor». —Dios mío, mira que eres capullo —dijo, sonriendo y llorando—. Esto es muy injusto, pedazo de capullo. Después de llorar un rato por la injusticia, y por la posibilidad de que Richard no careciera del todo de corazón, volvió a meter el CD en su sobre y abrió el otro, el de Patty. Contenía un manuscrito del que leyó sólo un breve párrafo antes de correr a la puerta, abrirla de un tirón y blandir las hojas ante ella. —¡No quiero esto! —vociferó—. ¡No quiero leerte! Quiero que cojas esto y te metas en el coche y entres en calor, porque aquí hace un frío de cojones. Patty, ciertamente, temblaba de frío, pero parecía inmovilizada en su postura encogida y no levantó la vista para ver qué sostenía él. Si acaso, bajó aún más la cabeza, como si él se la golpeara. —¡Súbete al coche! ¡Entra en calor! ¡Yo no te he pedido que vinieras! Quizá fuese en realidad un temblor especialmente violento, pero dio la impresión de que Patty negaba con la cabeza, un poco. —Te prometo que te llamaré —dijo Walter—. Te prometo que mantendré una conversación por teléfono contigo si te vas ahora y entras en calor. —No —contestó ella con voz muy débil. —¡Pues vale! ¡Congélate! Cerró de un portazo y, corriendo, cruzó la casa, salió por la puerta de atrás y bajó hasta el lago. Estaba decidido a pasar frío también si ella se empeñaba en congelarse. Pero cuando el frío cortante del aire pasó a ser menos tonificante y más serio, hasta penetrar en sus huesos, empezó a preocuparse por Patty. Con los dientes castañeteándole, subió por la cuesta y rodeó la casa hacia la puerta de entrada, donde la encontró caída de costado, ya no tan aovillada, con la cabeza en la hierba. Ya no temblaba, y eso era mala señal. —Vale, Patty —dijo arrodillándose—.Voy a llevarte dentro. Ella se movió un poco, aterida. Sus músculos parecían haber perdido la elasticidad, y a través de la pana de su chaqueta no se percibía calor. Intentó

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ponerla en pie, pero le fue imposible, así que la entró en brazos, la tendió en el sofá y la cubrió de mantas. —Ha sido una estupidez por tu parte —dijo, poniendo agua a calentar—. Hay gente que muere por cosas así. ¿Patty? No hace falta estar a veinte grados bajo cero; con uno o dos bajo cero ya te puedes morir. Ha sido una estupidez quedarte ahí sentada tanto rato. En serio. ¿Cuántos años viviste en Minnesota? ¿Es que no aprendiste nada? Ha sido una verdadera estupidez, joder. Subió la temperatura de la caldera y le llevó un tazón de agua caliente y la obligó a incorporarse para tomar un trago, pero ella lo escupió en el acto sobre la tapicería. Cuando Walter intentó darle un poco más, ella negó con la cabeza y emitió sonidos imprecisos de oposición. Tenía los dedos helados, los brazos y los hombros mortecinamente fríos. —Joder, Patty, qué estupidez. ¿En qué estabas pensando? Ésta es la mayor estupidez que me has hecho en la vida. Ella se quedó dormida mientras él se desvestía, y despertó sólo un poco mientras él apartaba las mantas y le quitaba la chaqueta y, con no pocos esfuerzos, el pantalón, y luego se tendía junto a ella, sin nada más que el calzoncillo, y reacomodaba las mantas encima de ellos. —Vale, ahora mantente despierta, ¿vale? —ordenó, apretando la mayor parte posible de su propia superficie corporal contra la piel marmóreamente fría de Patty—. Ahora lo que ya sería el colmo de la estupidez es que perdieras el conocimiento. ¿Queda claro? —Mmm —dijo ella. Walter la abrazó y le hizo suaves friegas, sin dejar de maldecirla, de maldecir la situación en la que lo había puesto. Durante largo rato Patty no recuperó el calor ni mínimamente, siguió adormilándose y despertando apenas, pero al final algo se activo dentro de ella y empezó a temblar y a agarrarse a él. Walter continuó masajeándola y abrazándola, hasta que, de pronto, ella abrió muchísimo los ojos y fijó la vista en él. No parpadeaba. Aún se advertía en su mirada algo casi mortecino, algo muy remoto. Parecía traspasarlo con la vista y ver más allá de él, el espacio frío del futuro en el que no tardarían en estar los dos muertos, la nada a la que habían accedido ya la madre y el padre de Walter, y sin embargo lo miraba directamente a los ojos, y él notó que recobraba el calor por momentos. Y por tanto dejó de mirarle los ojos y empezó a mirarla a los ojos, devolviéndole la mirada antes de que fuera demasiado tarde, antes de que esa conexión entre la vida y lo que venía después de la vida se perdiera, y eso le permitió ver toda la vileza que había dentro de él, todos los odios de dos mil noches solitarias, mientras los dos seguían en contacto con el vacío en que la suma de todo lo que habían dicho o hecho alguna vez, todo el dolor que habían infligido, toda la

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alegría que habían compartido, pesarían menos que la pluma más insignificante flotando en el viento. —Soy yo —dijo ella—. Sólo yo. —Lo sé —dijo él, y la besó.

GEORGE R.R.MARTIN. JUEGO DE TRONOS

—Deberíamos volver ya —instó Gared mientras los bosques se tornaban más y más oscuros a su alrededor—. Los salvajes están muertos. —¿Te dan miedo los muertos? —preguntó Ser Waymar Royce, insinuando apenas una sonrisa. —Los muertos están muertos —contestó Gared. No había mordido el anzuelo. Era un anciano de más de cincuenta años, y había visto ir y venir a muchos jóvenes señores—. No tenemos nada que tratar con ellos. —¿Y de veras están muertos? —preguntó Royce delicadamente—. ¿Qué prueba tenemos? —Will los vio —respondió Gared—. Si él dice que están muertos, no necesito más pruebas. —Mi madre me dijo que los muertos no cantan canciones —intervino Will. Sabía que lo iban a meter en la disputa tarde o temprano. Le habría gustado que fuera más tarde que temprano. —Mi ama de cría me dijo lo mismo, Will —replicó Royce—. Nunca creas nada de lo que te diga una mujer cuando estás junto a su teta. Hasta de los muertos se pueden aprender cosas. —Su voz resonó demasiado alta en el anochecer del bosque. —Tenemos un largo camino por delante —señaló Gared—. Ocho días, hasta puede que nueve. Y se está haciendo de noche. —Como todos los días alrededor de esta hora —dijo Ser Waymar Royce después de echar una mirada indiferente al cielo—. ¿La oscuridad te atemoriza, Gared? Will percibió la tensión en torno a la boca de Gared y la ira apenas contenida en los ojos, bajo la gruesa capucha negra de la capa. Gared llevaba cuarenta años en la Guardia de la Noche, buena parte de su infancia y toda su vida de adulto, y no estaba acostumbrado a que se burlaran de él. Pero eso no era todo. Will presentía algo más en el anciano aparte del orgullo herido. Casi se palpaba en él una tensión demasiado parecida al miedo. Will compartía aquella intranquilidad. Llevaba cuatro años en el Muro. La primera vez que lo habían enviado al otro lado, recordó todas las viejas historias y se le revolvieron las tripas. Después se había reído de aquello. Ahora era ya veterano de cien expediciones, y la interminable extensión de selva

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oscura que los sureños llamaban el Bosque Encantado no le resultaba aterradora. Hasta aquella noche. Aquella noche había algo diferente. La oscuridad tenía un matiz que le erizaba el vello. Llevaban nueve días cabalgando hacia el norte, hacia el noroeste y hacia el norte otra vez, siempre alejándose del Muro, tras la pista de unos asaltantes salvajes. Cada día había sido peor que el anterior, y aquél era el peor de todos. Soplaba un viento gélido del norte, que hacía que los árboles susurraran como si tuvieran vida propia. Durante toda la jornada Will se había sentido observado, vigilado por algo frío e implacable que no le deseaba nada bueno. Gared también lo había percibido. No había nada que Will deseara más que cabalgar a toda velocidad hacia la seguridad que ofrecía el Muro, pero no era un sentimiento que pudiera compartir con un comandante. Y menos con un comandante como aquél. Ser Waymar Royce era el hijo menor de una antigua casa con demasiados herederos. Era un joven de dieciocho años, atractivo, con ojos grises, gallardo y esbelto como un cuchillo. A lomos de su enorme corcel negro, se alzaba muy por encima de Will y Gared, montados en caballos pequeños y recios adecuados para el terreno. Calzaba botas de cuero negro y vestía pantalones negros de lana, guantes negros de piel de topo, y una buena chaquetilla ceñida de brillante cota de malla sobre varias prendas de lana negra y cuero tratado. Ser Waymar llevaba menos de medio año como Hermano Juramentado en la Guardia de la Noche, pero sin duda se había preparado bien para su vocación. Al menos en lo que a la ropa respectaba. La capa era su mayor orgullo: de marta cibelina, gruesa, suave y negra como el carbón. —Apuesto a que las mató a todas con sus propias manos —había comentado Gared en los barracones, mientras bebían vino—. Seguro que nuestro gran guerrero les arrancó las cabecitas él mismo. Todos se habían reído. «Es difícil aceptar órdenes de un hombre del que te burlas cuando bebes», reflexionó Will mientras tiritaba a lomos de su montura. Gared debía de estar pensando lo mismo. —Mormont dijo que siguiéramos sus huellas, y ya lo hemos hecho —dijo Gared—. Están muertos. No volverán a molestarnos. Nos queda un camino duro por delante. No me gusta este clima. Si empieza a nevar, tardaremos quince días en volver, y la nieve es lo mejor que podemos encontrarnos. ¿Habéis visto alguna tormenta de hielo, mi señor? El joven señor no parecía escucharlo. Observaba la creciente oscuridad del crepúsculo con aquella mirada suya, entre aburrida y distraída. Will había

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cabalgado el tiempo suficiente junto al caballero para saber que era mejor no interrumpirlo cuando mostraba aquella expresión. —Vuelve a contarme lo que viste, Will. Con todo detalle. No te dejes nada. Will había sido cazador antes de unirse a la Guardia de la Noche. Bueno, en realidad había sido furtivo. Los jinetes libres de los Mallister lo habían atrapado con las manos manchadas de sangre en los bosques de los Mallister, mientras despellejaba un ciervo de los Mallister, y tuvo que elegir entre vestir el negro o perder una mano. No había nadie capaz de moverse por los bosques tan sigilosamente como Will, y los hermanos negros no tardaron en explotar su talento. —El campamento está tres kilómetros más adelante, pasado aquel risco, justo al lado de un arroyo —dijo Will—. Me acerqué tanto como me atreví. Eran ocho, hombres y mujeres. Niños no, al menos no vi ninguno. Habían puesto una especie de tienda contra la roca. La nieve ya la había cubierto casi del todo, pero la vi. No había ninguna hoguera, aunque el lugar donde habían encendido una se distinguía claramente. Ninguno se movía, los observé un buen rato. Ningún ser vivo ha estado jamás tan quieto. —¿Viste sangre? —La verdad es que no —admitió Will. —¿Y armas? —Algunas espadas, unos cuantos arcos... Uno de los hombres tenía un hacha. De doble filo, parecía muy pesada, un buen trozo de hierro. Estaba en el suelo, junto a su mano. —¿Recuerdas en qué postura se encontraban los cuerpos? —Un par de ellos estaban sentados con la espalda contra la roca —contestó Will encogiéndose de hombros—. La mayoría, tendidos en el suelo. Como caídos. —O dormidos —sugirió Royce. —Caídos —insistió Will—. Había una mujer en la copa de un tamarindo, medio escondida entre las ramas. Una vigía. —Esbozó una sonrisa—. Tuve buen cuidado de que no me viera. Cuando me acerqué, vi que ella tampoco se movía. —Muy a su pesar, se estremeció. —¿Tienes frío? —preguntó Royce. —Un poco —murmuró Will—. El viento, mi señor. El joven caballero se volvió hacia el guardia de pelo cano. Las hojas que la escarcha había hecho caer de los árboles pasaron susurrantes junto a ellos, y el corcel de Royce se movió, inquieto. —¿Qué crees que pudo matar a esos hombres, Gared? —preguntó Ser Waymar en tono despreocupado. Se ajustó el pliegue de la larga capa de marta. —El frío —replicó Gared con certeza férrea—. Vi a hombres morir congelados el pasado invierno, y también el anterior, cuando era casi un niño. Todo el mundo

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habla de nieve de quince metros de espesor, y de cómo el viento gélido llega aullando del norte, pero el verdadero enemigo es el frío. Se echa encima de uno más sigiloso que Will, al principio se tirita y castañetean los dientes, se dan pisotones contra el suelo, y se sueña con vino caliente y con una buena hoguera. Y quema, vaya si quema. No hay nada que queme como el frío. Pero sólo durante un tiempo. Luego se mete dentro y empieza a invadirlo todo, y al final no se tienen fuerzas para combatirlo. Es más fácil sentarse, o echarse a dormir. Dicen que al final no se siente ningún dolor. Primero se está débil y amodorrado, y todo se vuelve nebuloso, y luego es como hundirse en un mar de leche tibia. Como muy tranquilo todo. —Qué elocuencia, Gared —observó Ser Waymar—. No me imaginaba que te expresaras así. —Yo también he tenido el frío dentro, joven señor. —Gared se echó la capucha hacia atrás para que Ser Waymar le viera bien los muñones donde había tenido las orejas—. Las dos orejas, tres dedos de los pies, y el meñique de la mano izquierda. Salí bien parado. A mi hermano lo encontramos congelado en su turno de guardia, con una sonrisa en los labios. —Tendrías que usar ropa más abrigada —dijo Ser Waymar encogiéndose de hombros. Gared miró al joven señor y se le enrojecieron las cicatrices en torno a los oídos, allí donde el maestre Aemon le había amputado las orejas. —Ya veremos hasta qué punto podéis abrigaros cuando llegue el invierno. —Se subió la capucha y se encorvó sobre su montura, silencioso y hosco. —Si Gared dice que fue el frío... —empezó Will. —¿Has hecho alguna guardia esta semana pasada, Will? —Sí, mi señor. —No había semana en que no hiciera una docena de guardias de mierda. ¿Adónde quería llegar con aquello? —¿Y cómo estaba el Muro? —Lloraba —dijo Will con el ceño fruncido. Ahora que el joven señor lo señalaba, estaba claro—. Si el Muro lloraba, no se pudieron congelar. No hacía suficiente frío. —Muy perspicaz —asintió Royce—. La semana pasada hemos tenido unas cuantas heladas ligeras, y algunas ráfagas de nieve, pero en ningún momento hizo tanto frío para que ocho adultos murieran congelados. Y te recuerdo que eran hombres con ropas de piel y cuero, que estaban cerca de un refugio y que sabían cómo encender una hoguera. —La sonrisa del caballero no podía ser más confiada—. Llévanos hasta ese lugar, Will. Quiero ver a los muertos con mis propios ojos. Y ya no hubo más que hablar. La orden estaba dada, y el honor los obligaba a obedecerla.

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Will abrió la marcha con su montura desgreñada, eligiendo cauteloso el camino entre la maleza. La noche anterior había caído una ligera nevada, y había piedras, raíces y depresiones ocultas al acecho del descuidado y el imprudente. A continuación iba Ser Waymar Royce sobre el gran corcel negro que pifiaba impaciente. Un corcel no era montura adecuada para una expedición de exploración, pero cualquiera se lo decía al joven señor. Gared cerraba la marcha. El anciano guardia iba murmurando para sus adentros mientras cabalgaba. Caía la noche. El cielo despejado se volvió de un tono púrpura oscuro, el color de un moretón viejo, y se fue tornando negro. Empezaron a aparecer las estrellas y una media luna. Will agradeció la luz en su fuero interno. —Seguro que podemos ir a mejor paso —dijo Royce cuando la luna brilló en el cielo. —Con este caballo, no —replicó Will. El miedo lo había vuelto insolente—. ¿Quiere mi señor abrir la marcha? Ser Waymar Royce no se dignó a responder. En algún lugar del bosque, un lobo aulló. Will hizo que su caballo se situara bajo un viejo tamarindo nudoso, y desmontó. —¿Por qué te detienes? —preguntó Ser Waymar. —Mejor vamos a pie el resto del camino, mi señor. Está cerca, tras aquel risco. Royce se detuvo un instante, mirando a lo lejos con gesto reflexivo. El viento frío soplaba entre los árboles. La larga capa de marta se agitó tras él como una cosa semiviva. —Aquí falla algo —murmuró Gared. —¿De verdad? —dijo el joven caballero con una sonrisa desdeñosa. —¿No lo notáis? —preguntó Gared—. Escuchad la oscuridad. Will sí lo notaba. Llevaba cuatro años en la Guardia de la Noche, y nunca había tenido tanto miedo. ¿Qué pasaba? —Viento. El susurro de los árboles. Un lobo. ¿Cuál de esos ruidos es el que asusta tanto, Gared? Al ver que Gared no respondía, Royce se bajó del caballo con gesto elegante. Ató el corcel a una rama baja, a buena distancia de los otros caballos, y desenvainó la espada larga. La empuñadura refulgía con el brillo de las piedras preciosas, y la luz de la luna parecía fluir por el acero pulido. Era un arma magnífica, forjada en Castillo; y estaba nueva. Will pensó que nadie la había blandido jamás con ira. —Aquí los árboles están muy juntos —avisó—. La espada se os va a enredar con las ramas, mi señor. Es mejor llevar un cuchillo. —Cuando necesite consejos, los pediré —replicó el joven señor—. Tú quédate aquí, Gared, vigila los caballos. —Nos hará falta una hoguera. —Gared desmontó—. Yo me encargo.

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—¿Eres completamente idiota, viejo? Si hay enemigos al acecho en este bosque, lo que menos falta nos hace es una hoguera. —El fuego mantendría alejados a algunos enemigos —señaló Gared—. Osos, lobos huargo y... y otras cosas. —Nada de hogueras. —Ser Waymar apretó los labios. La capucha de Gared le ensombrecía el rostro, pero Will advirtió que tenía un brillo duro en los ojos al mirar al caballero. Durante un momento temió que el anciano fuera a desenvainar la espada. Era un arma corta y fea, con la empuñadura descolorida por el sudor y melladuras en la hoja tras muchos años de uso frecuente, pero Will no habría apostado nada por la vida del joven señor si Gared llegaba a esgrimirla. —Nada de hogueras —murmuró Gared entre dientes bajando la vista. Royce lo consideró un acatamiento y se dio media vuelta. —Guíame —dijo a Will. Will se abrió camino por un bosquecillo y ascendió por la ladera hasta el pequeño risco donde podía ocupar una posición ventajosa junto al árbol centinela. Bajo la capa fina de nieve, el terreno estaba húmedo y fangoso, resbaladizo, plagado de piedras y raíces ocultas con las que cualquiera podía tropezar. Will no hacía el menor ruido al avanzar. A su espalda, oía el suave tintineo de la cota de malla del joven señor, el crujir de las hojas y maldiciones entre dientes cada vez que la espada se le enredaba con las ramas y se le enganchaba la espléndida capa de marta. El enorme centinela estaba justo en la cima del risco, donde Will recordaba, las ramas más bajas a menos de medio metro del suelo. Will se tendió de bruces sobre la nieve y el lodo, y se deslizó bajo ellas para espiar el claro desierto de abajo. El corazón le dio un vuelco. Durante un instante no se atrevió ni a respirar. La luz de la luna iluminaba el claro, las cenizas de la hoguera, la tienda cubierta de nieve, la gran roca y el arroyuelo casi congelado. Todo estaba igual que unas horas antes. Habían desaparecido. Todos los cadáveres habían desaparecido. —¡Dioses! —oyó a su espalda. Ser Waymar Royce acababa de cortar una rama con la espada. Se encontraba junto al centinela, con el arma todavía empuñada y la capa ondeando al viento; las estrellas iluminaban el noble perfil que cualquiera podía ver. —¡Agachaos! —susurró Will, apremiante—. Algo va mal. Royce no se movió. Contempló el claro desierto al pie del risco, y dejó escapar una carcajada. —Por lo visto tus cadáveres han levantado el campamento.

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Will se había quedado mudo. Las palabras no le venían a la mente. Aquello era imposible. Recorrió una y otra vez el campamento con la mirada. Un hacha de combate enorme, de doble filo, seguía tirada donde la había visto la vez anterior. Un arma de gran valor... —Ponte de pie, Will —ordenó Ser Waymar—. Ahí no hay nadie. No te quiero ver escondiéndote bajo un arbusto. —Will obedeció de mala gana. Ser Waymar lo miró con desaprobación—. No pienso fracasar en mi primera expedición y ser el hazmerreír del Castillo Negro. Encontraremos a esos hombres cueste lo que cueste. —Miró a su alrededor—. Sube a ese árbol. Venga, deprisa. A ver si divisas una hoguera. Will se dio media vuelta sin decir nada. Era inútil discutir. El viento soplaba y se le clavaba en los huesos. Llegó junto al árbol, el centinela gris verdoso, y empezó a trepar. Ya tenía las manos pegajosas de savia antes de desaparecer entre las agujas. El miedo le atenazaba las entrañas como una comida mal digerida. Susurró una plegaria a los dioses sin nombre del bosque y sacó una daga de la vaina. Se la puso entre los dientes para seguir trepando con las dos manos. El sabor del hierro frío le proporcionó cierto consuelo. De pronto, oyó la voz del joven señor al pie del árbol. —¿Quién anda ahí? Will detectó cierta inseguridad pese al tono desafiante. Se detuvo. Escuchó. Miró. Los bosques le dieron la respuesta: el rumor de las hojas, el gélido discurrir del arroyo, el ulular lejano de un búho de las nieves... Los Otros no hacían ruido. Will divisó un movimiento por el rabillo del ojo. Unas sombras claras se deslizaban entre los árboles. Giró la cabeza y vio otra sombra blanca en la oscuridad. Desapareció al instante. El viento agitaba suavemente las ramas y hacía que se arañaran unas a otras con dedos de madera. Will tomó aliento para lanzar un grito de advertencia, pero las palabras se le congelaron en la garganta. Quizá estuviera equivocado. Quizá había sido sólo un pájaro, un reflejo sobre la nieve, un espejismo de la luz de la luna. Al fin y al cabo, ¿qué había visto? —¿Dónde estás, Will? —preguntó Ser Waymar desde abajo—. ¿Ves algo? —Caminaba con cautela, de pronto alerta, espada en mano. Él también debía de haber advertido su presencia, aun sin verlos—. ¡Responde! ¿Por qué hace tanto frío? —añadió. Era cierto, hacía mucho frío. Will, tiritando, se aferró todavía con más fuerza a la rama. Apretó la cara contra el tronco del centinela. Notó la savia dulce y pegajosa en la mejilla.

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Una sombra surgió de la oscuridad del bosque. Se alzó ante Royce. Era alta, tan dura y flaca como los huesos viejos, con carne pálida como la leche. Su armadura parecía cambiar de color cada vez que se movía; en un momento dado era blanca como la nieve recién caída, al siguiente negra como las sombras, o salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. Con cada paso que daba, los juegos de luces y sombras danzaban como la luz de la luna sobre el agua. Will oyó cómo a Ser Waymar Royce se le escapaba el aliento en un sonido siseante. —No te acerques más —dijo el joven señor. Tenía la voz chillona como la de un niño. Se echó la larga capa de marta más hacia atrás sobre los hombros para tener libertad de movimiento en los brazos durante el combate, y agarró la espada con ambas manos. El viento había cesado. Hacía mucho, mucho frío. El Otro se deslizó adelante con pasos silenciosos. Llevaba en la mano una espada larga que no se parecía a ninguna que Will hubiera visto en la vida. En su forja no había tomado parte metal humano alguno. Era un rayo de luna translúcido, una esquirla de cristal tan delgada que casi no se veía de canto. Aquella arma emitía un tenue resplandor azulado, una luz fantasmagórica que centelleaba en su filo, y sin saber por qué Will comprendió que era más cortante que cualquier hoja. —Adelante si quieres, bailemos. —Ser Waymar le hizo frente con valentía. Alzó la espada por encima de la cabeza, desafiante. Le temblaban las manos a causa del peso, o tal vez fuera por el frío. Pero Will pensó que en aquel momento ya no era un crío, sino un hombre de la Guardia de la Noche. El Otro se detuvo. Will le vio los ojos; azules, más oscuros y más azules que ningún ojo humano, de un azul que ardía como el hielo. Miró la espada temblorosa sobre la cabeza de Ser Waymar y vio cómo la luz de la luna fluía por el metal. Durante un instante, se atrevió a albergar esperanzas. Salieron de entre las sombras en silencio, todos idénticos al primero. Eran tres... cuatro... cinco... Quizá Ser Waymar llegó a sentir el frío que emanaba de ellos, pero no los vio, no oyó cómo se aproximaban. Will tenía que lanzar un grito de aviso. Era su deber. Y su muerte, si osaba hacerlo. Se estremeció, se aferró al árbol con más fuerza y guardó silencio. La espada transparente hendió el aire. Ser Waymar la detuvo con acero. Cuando las hojas chocaron, no se oyó el ruido de metal contra metal; tan sólo un sonido agudo, silbante, casi por encima del umbral de audición, como el grito de dolor de un animal. Royce paró el segundo golpe, y el tercero, y luego retrocedió un paso. Otro intercambio de golpes, y volvió a retroceder.

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Tras él, a derecha e izquierda, los observadores aguardaban pacientes, silenciosos, sin rostro, el dibujo cambiante de sus delicadas armaduras los hacía casi invisibles en el bosque. Pero no hicieron ademán alguno de intervenir. Las espadas chocaron una y otra vez, hasta que Will sintió deseos de taparse los oídos para protegerse del lamento angustioso que emitían. Ser Waymar jadeaba ya por el esfuerzo, el aliento le surgía en nubecillas blancas a la luz de la luna. La hoja de su espada estaba cubierta de escarcha; la del Otro brillaba con luz azul. Entonces, el quite de Royce llegó un instante demasiado tarde. La hoja transparente le cortó la cota de malla bajo el brazo. El joven señor lanzó un grito de dolor. La sangre manó entre las anillas. Despedía vapor en medio de aquel frío, y las gotas eran rojas como llamas al llegar a la nieve. Ser Waymar se llevó la mano al costado. El guante de piel de topo quedó teñido de rojo. El Otro dijo algo en un idioma que Will no conocía; la voz era como el crujido del hielo en un lago invernal, y las palabras sonaban burlonas. —¡Por Robert! —gritó Ser Waymar Royce haciendo acopio de toda su furia. Y se lanzó hacia delante con un rugido, blandiendo la espada escarchada con ambas manos y descargando todo su peso en un ataque en arco paralelo al suelo. El Otro paró el golpe con un movimiento casi casual. Cuando las hojas se encontraron, el acero saltó en mil pedazos. Un grito despertó ecos en el bosque nocturno, y los restos de la espada salieron disparados como una lluvia de agujas. Royce cayó de rodillas entre gritos, y se tapó los ojos. La sangre manó entre sus dedos. Los observadores se adelantaron al unísono, como si les hubieran dado alguna señal. Las espadas se alzaron y descendieron en un silencio sepulcral. Fue una carnicería sin ira. Las hojas translúcidas hendían la cota de malla como si fuera seda. Will cerró los ojos. Bajo él, sonaban voces y risas agudas como carámbanos. Cuando reunió el valor necesario para mirar de nuevo, ya había pasado mucho tiempo, y el risco estaba desierto. Siguió entre las ramas, sin apenas atreverse a respirar, mientras la luna se deslizaba por el cielo negro. Por fin, con los músculos agarrotados y los dedos entumecidos por el frío, bajó del árbol. El cadáver de Royce yacía de bruces en la nieve, con un brazo extendido. La gruesa capa de marta estaba desgarrada por mil sitios. Allí tendido, muerto, resultaba más obvio que nunca que era muy joven. Un niño. Encontró a unos metros lo que quedaba de la espada, con la punta rota y retorcida como un árbol sobre el que hubiera caído un rayo. Will se arrodilló, miró a su alrededor con cautela y la recogió. La espada rota sería la prueba que necesitaba. Gared sabría qué significaba, y si no, lo sabría el viejo oso Mormont,

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o el maestre Aemon. ¿Seguiría Gared esperando con los caballos? Tenía que darse prisa. Will se levantó. Ser Waymar Royce estaba de pie junto a él. Sus ropas lujosas eran andrajos; el rostro, una máscara ensangrentada. Tenía un fragmento afilado de su espada clavado en la pupila blanca y ciega del ojo izquierdo. El derecho estaba abierto. La pupila ardía con un brillo azul. Veía. La espada rota se le cayó de los dedos. Will cerró los ojos para rezar. Unas manos largas y elegantes le acariciaron la mejilla y se cerraron en torno a su garganta. Iban enguantadas en piel de topo de la mejor calidad, y estaban pegajosas por la sangre, pero su roce era frío como el hielo.