la historia de lia y maría concepción divaldo franco
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LA HISTORIA DE LIA Y MARÍA CONCEPCIÓN. DIVALDO FRANCOTRANSCRIPT
LA HISTORIA DE LIA Y MARÍA
CONCEPCIÓN
Chico Xavier — Encuentro con Divaldo Franco.
Me acuerdo de un hecho en el cual participé, en compañía de
Francisco Cándido Xavier, hace más de cincuenta años, y que tiene
gran utilidad, para que nosotros, los espiritas, en este momento en
el que se abren las puertas de la divulgación, no nos olvidamos de
la fidelidad a la Codificación centrada en el Evangelio de Jesús.
Hay una tendencia inevitable de apartar a las criaturas de la
vivencia con los sencillos, los sufridores, las hijas y los hijos del
calvario. El intelecto deslumbra, las posiciones relevantes fascinan
y, naturalmente, en nuestra condición de Humanidad, somos
atraídos por el brillo efímero de las luces de proyección. Cuando
menos lo esperamos, nos distanciamos, sin darnos cuenta del
camino recto, del deber, atraídos por los diversos desvíos, que se
abren, fascinantes, a nuestro frente.
No fue diferente lo que aconteció con el Cristianismo. A partir de
Constantino, en 313, cuando se le abrieron las puertas del Imperio
Romano y el Cristianismo pasó a experimentar ciudadanía,
naturalmente comenzó también el ofuscar de sus luces
libertadoras de la ignorancia, de la impiedad, del crimen, de los
desvíos de conducta.
El mensaje cristiano puro resistió casi inalterado por
aproximadamente trescientos años. Soportó persecución por casi
tres siglos, ofreció más de un millón de mártires como testigos.
El Espiritismo, sin embargo, aún no completó ciento cincuenta años
y, en su estrada central, ya notamos muchas veredas invitando a
desvíos peligrosos, envolviendo y atrayendo a personas
bondadosas, sensatas, dedicadas que, por una u otra razón, se
dejan atraer por esos caminos más cortos de la fascinación y de la
proyección personal…
En el año 1954, en el mes de junio, yo me encontraba el Pedro
Leopoldo. Como en el momento yo hacía viajes dos veces al año
aquella ciudad, en aquella ocasión, el día 20 de junio, al terminar la
reunión en la que Chico Xavier psicografiaba, los sábados por la
noche, después del atendimiento a los sufridores, en los alrededores
de su ciudad, el me dijo, mientras caminábamos en dirección a la
residencia de su hermano André, que aquella noche experimento un
fenómeno muy especial.
Estando desdoblado parcialmente, mientras los benefactores
psicografiaba, había recibido la visita de dos damas españolas
(encarnadas) que estaban recibiendo su ayuda material durante la
expiación redentora en la actualidad, y venían a pedirle para que
no olvidase de llevarles comida, porque aún no había terminado su
rescate doloroso, más el hambre podría interrumpir ese proceso
libertador, y que, en domingo — ya era madrugada de domingo —
a la tarde, nosotros iríamos a visitarlas.
Se llamaban Lía y María de la Concepción, las dos señoras muy
pobres que residían cerca de allí, en un lugarcito conocido como la
Lampiña. Estaba presente, en esta ocasión, una figura eminente de
las finanzas paulistas, el Dr. Francisco Pereira de Andrade, en
aquella época, uno de los tres directores del Banco del Estado de
San Paulo, que, en aquella oportunidad, era una potencia
financiera.
En el mismo día, a las 15 horas, Chico contrató dos taxis, porque el
Dr. Francisco estaba con la esposa, Doña Lucy, y una cuñada – la
pareja residente en la ciudad de San Paulo y la cuñada en Santos -,
y también vendría con nosotros la hermana de él, D. Luisa. Nos
dirigimos a Lapinha, un lugar muy humilde. Hacía mucho frio,
porque, en aquella época, el invierno era riguroso en la región.
Al llegar allí, nos lanzamos, mientras que Chico nos estaba diciendo
que el drama de esas dos señoras era tan grande que su madre,
antes de desencarnar, en 1914, ya se refería a que, cada vez que
experimentaba grandes dolores, encontraba confort en el
testimonio de Doña Lía y en el coraje de María Concepción.
Eso había quedado en su memoria, como resultado de los relatos
maternos dentro de casa — él era un niño de tres para cuatro años.
Nunca más el oyó hablar sobre esas señoras hasta que, más o
menos por los años cuarenta, Luisa, su hermana mayor, narró la
historia de Doña Lía, elucidando que esa señora se había casado
con un hombre portador de trastornos psiquiátricos muy graves.
En aquella época, ella residía con la familia en una de las haciendas
en torno del Corral del Rey, cuando ese señor muy rico se apasiono
y la pidió en casamiento. El padre de ella aceptó, y ella vio al
futuro marido solo ese día y el día de la boda.
Él, la llevo para su propiedad, tras el consorcio matrimonial, es
cuando comenzó el calvario de la señora, porque, muy
atormentado, entre los variados desvíos de conducta, el era
portador de un celo mórbido, y después que nació la primera hija,
desvariando, el comenzó a atribuir que la niña no era suya, y si del
capataz.
Después de mandar azotar al empleado y expulsarlo de la
hacienda, quemó con tizón de fuego las partes calientes de la mujer,
para que ella quedase imposibilitada de traicionarlo otra vez con
quien quiera que fuese. Doña Lía crio a la hija con abnegación, con
mucho sufrimiento, sin nunca salir de aquella hacienda. La hija se
casó, más tarde, conforme los padrones de la época, y fue a morar
con su marido en otra propiedad.
Dos años después, estando grávida, mandó pedir a la madre que
fuese a acompañarla, en el momento del nacimiento, y llevase
también a una matrona, muy famosa que había en la región. Era la
primera vez que Doña Lía salía de casa, para ir ayudar a la hija en
una situación muy grave.
El parto fue muy difícil y, cuando nació la criatura, la matrona
tuvo un choque muy grande, porque la niña presentaba anomalías
teratológicas muy graves: la cabeza era normal, más el cuerpo se
presentaba retorcido, como si fuese moldeado por manos
impiedosas que le cambiaran la estructura. La matrona, asustada,
la mostró a la madre, aún en el lecho. La señora tuvo una crisis de
locura y tiró a la hija por la ventana.
Entonces Doña Lía salió corriendo — la abuela —, tomó a la
criatura ye desapareció. No se supo, durante muchos años, del
paradero de las dos, hasta que las noticias comenzaron a aparecer,
narrando la historia dolorosa de una señora que cargaba un
monstruo, pidiendo limosna por las ciudades interioranas
próximas a Belo Horizonte.
Doña Luisa recordó y llegó contándole todo eso al hermano
conmovido. Al comienzo de los años 50, es estaba en una de sus
reunión de actividades mediúmnicos doctrinarias, psicografiando,
cuando, fuera del cuerpo, el vio adentrarse dos damas muy bellas,
vestidas ricamente, ala española, y que se le acercaban.
Aquella que parecía ser la de más edad le preguntó en Espíritu: -
¿Usted es el hijo de Doña María Juan de Dios, el Chico Xavier? El
respondió: Si, soy – Si, su madre fue muy amiga nuestra. Nosotras
estamos reencarnadas, rescatando dolorosos crímenes
anteriormente cometidos. Nos encontramos en una situación muy
lamentable y Doña María Juan de Dios me sugirió que viniese a
pedirle socorro, porque usted está dotado de sentimientos
cristianos y de mucha misericordia. Nosotras estamos morando
aquí cerca, en Lampiña, y precisamos de alimentos para que
nuestros cuerpos resistan la expiación. ¿Usted podría visitarnos,
Chico? El confirmo: - Si con mucho placer.
Ella, entonces, le explicó que había ejercido, en la corte de Felipe II,
una posición muy relevante, habiendo sido madre de una
personalidad de alta significación en el clero, habiendo contribuido
con su ambición para atormentar a personas que eran acusadas
como dignas del proceso inquisitorial, por herejía.
Ella y su hija, hermana, por tanto, de alta personalidad clerical, se
beneficiaban de las denuncias que eran hechas contra personas
muy ricas, porque, la ley de la época, los bienes pasaban a
pertenecer al Estado, que se quedaba con el 59%, otra parte iba
para la Iglesia, y la otra para la denunciante. Ellas se complacían
en eso, nunca se dieron al trabajo de ver cómo eran extraídas las
confesiones de sus víctimas.
Sabían, no en tanto, que eran por procesos muy bárbaros, y que, al
desencarnar los tres — ella primero, el hijo después y la hija en
último lugar —, tuvieron el despertar de la conciencia y
encontraron a un gran número de sus víctimas, que los castigaron
de manera impiedosa, casi hedionda.
La Misericordia Divina, apiadada de sus sufrimientos, les trazó
expiaciones dolorosas y, durante varias veces, se reencarnaron
bajo los espículas de la lepra, mas esta, en la cual se encontraban,
seria la última fase de recuperación, y que ellas pretendían —
porque el hijo ya estaba redimido — coronar la jornada con mucho
éxito. Chico quedó muy sensibilizado y prometió visitarlas.
Al día siguiente, en compañía de Doña Luisa, procuraron reunir
algunos víveres de lo poco que tenían y fueron a visitar el cuchitril
de Doña Lía y Doña Concepción. Era una de esas construcciones de
madera muy modestas, encaramada en una pendiente, en un lugar
separado del aglomerado de casas.
A partir de entonces, una vez que otra, cuando el disponía de
cualquier recurso, compraba alimentos e iba a llevárselos a las dos
señoras. Doña María de la Concepción era sordo-muda, además
de la deformidad que presentaba en el cuerpo, y era casi ciega.
Ella lo oía, lo sentía y los dos conversaban mentalmente. Cuando él
se acercaba, ella se agitaba de felicidad, porque percibía su
presencia. Entonces, con un gesto muy peculiar, él me dijo: —Sí. Yo
soy su peluqueo. Yo soy su manicure.
Soy yo el que le corto los cabellos... ¡Lindos! — Divaldo — el me
afirmó —, ella es linda! Parece Rita Hayworth. Estaba en la época
de Gilda, la célebre Rita Hayworth. Y yo, con mi imaginación
juvenil, en aquella época, ya imagine aquella mujer de Hollywood,
fascinante, comenzando a concebirla deslumbrante. — Ahora, el
corpiño es deficiente — el acrecentó, con una risa maliciosa.
Subimos la pendiente y, cuando el llamo a la puerta, Doña María la
abrió. Se trataba de una mujer nonagenaria, y fue conmovedor el
encuentro, porque ella lo miró, tuve una exclamación, informando:
—Chico, está noche yo soñé con vos. Yo decía: — Venga a traer
comida para nosotras, Chico, que nos estamos muriendo!
El entonces me miró y sonrió, porque ahí estaba la confirmación de
lo que nos había contado. Entramos. Doña Luisa fue a la cocina,
que era un pequeño vano al lado, a llevar los alimentos y preparar
un lanche, mientras nosotros íbamos al otro cuartito.
La cama era polos, ensartadas en el suelo con otra transversal, un
poco de hierba cubierto con viejos, tejidos sucios, y un cuerpo, que
no debe ser más de seis palmos de una mano adulta.
La cabeza era perfectamente normal. El cabello, desgreñado, no
tenía nada que ver con aquel del que Chico había hablado. ¡Como
el poseía belleza en los ojos y en el alma! Yo la mire… la mire...
Era... Agraciada… Mas no parecida con Rita Hayworth, como el
había definido.
En ese ínterin, ella se agitaba, se retorcía. Él se acercó, y le dijo: -
Pues esta es, María de la Concepción, yo estoy aquí – y le acarició los
cabellos. Ella precisaba de higiene, porque era una vez por semana
cuando él podía ir a ayudarla. De inmediato, se puso a conversar,
calmándola, sutemente
En esos cómenos, Doña Luisa vino de la cocina y, para que nosotros
viésemos las deformidades de la paciente, retiró el paño que la
cubría. Fue la escena más chocante que yo vi. Era como si el cuerpo
fuese retorcido, no exactamente como un tornillo, más si algo
parecido, pequeño, con muchas limitaciones.
Entonces ella gritó, y Chico elucido: — ¡Luisa, usted sabe que ella
tiene pudor, cúbrala! Ella la cubrió con cariño. Dona Lucy, que era
una señora muy generosa, elegante, estaba vestida con una
chaqueta de pieles de alto precio, mientras Doña Lía, la anciana,
temblaba de frio, con un tejido muy fino sobre el cuerpo purpura,
sin casi ropa íntima...
Muy agitado, sensibilizo a la dama paulista que se quitó la
chaqueta de pieles y la vistió, en aquel momento, con un gesto tan
natural, como si fuese la cosa más sencilla del mundo. Entonces, la
señora no entendió nada. Fue de inmediato a la cocina y, cuando
volvió, estaba sucia de las brasas. Chico exclamó con jovialidad: —
¡Más que belleza, Lía! Ya tiró el sello. Es así como la gente tiene
que hacer... Aquello me impresiono, porque la mente racional
pensaría de manera diferente. Diría: Bueno, cuando llegue a casa,
yo iré a comprar algunos suéteres, adquiriré un abrigo y los
mandaré después.
Instantáneamente me acorde que, muchos años antes, por tanto, al
final de los años 40, el propio Chico me había contado algo que le
fue narrado por el Dr. Becerra de Meneses, de cuya reflexión el
benefactor espiritual había cuñado el siguiente concepto: Cuando
la caridad es muy discutida, el socorro llega tarde.
Me contó, el bendecido médium, que dos damas estaban en el
teatro Bolshoi, en Moscú, al final del siglo XIX, asistiendo a la pieza
de Boris Godinho. Se sensibilizaron mucho. Nevaba en el exterior.
Cuando salieran del teatro, muy emocionadas, vino, a la puerta, un
hombre caído y mal abrigado. Una de ellas se quitó el abrigo para
cubrirlo. La otra, más práctica, sin embargo, la advirtió: — ¡No
haga eso! Él no va valorizar ese abrigo. ¡Es muy caro! Cuando
lleguemos a casa, elegiremos ropas calientes, mandaremos un
lacayo a traerlas, y todo quedará bien. ¡Su abrigo vale una fortuna!
La amiga detuvo el gesto. Fueron para casa. Mas al llegar fueron a
tomar leche caliente. Conversaron, se distrajeron y olvidaron al
necesitado.
Al día siguiente por la mañana, la que tuvo el gesto de caridad
recordó al sufridor y mandó al lacayo y, cuando llegó, el hombre
había muerto de frio durante la madrugada. De ahí el Dr. Becerra
advoca: - La caridad no puede ser muy discutida. Puede ser hasta
delineada, punteada, más no muy discutida mientras la miseria
llora, sufre y muere. Tiene que ser el gesto espontaneo, como ese
que Doña Lucy había practicado, sin haber oído la narración que
Chico me hiciera antes. Quedamos allí bajo fuerte emoción. El trató
de higienizar a las dos. La hermana nos trajo un caldo vigorizante
y caliente.
Entonces, el Dr. Francisco Pereira de Andrade propuso: — Chico, yo
puedo cambiar esa situación. Me gustaría de recordarle de que yo
tengo mucha influencia en la Sana Casa de Misericordia de San
Paulo. Yo podría mandar buscar a las dos pacientes para
internarlas, retirándolas de esa situación deplorable. Chico lo miró
cariñosamente. Se detuvo, silencioso, y, luego después, respondió:
— Andrade, su gesto es conmovedor, más las dos se nutren del
amor recíproco. Cuando una desencarne, la otra luego
desencarnará.
Además, no tenemos el derecho de alterar los designios divinos. La
Divinidad las colocó aquí y, si nosotros las retiramos,
probablemente estaremos interfiriendo en una planificación de
alta magnitud. Si usted las quiere ayudar, ayúdelas aquí. Usted
podría asumir la responsabilidad de un auxiliar para venir a darles
baños, para cuidar de ellas, prepararles la alimentación. En esto, si,
podemos contribuir en la condición de buenos samaritanos.
El Dr. Andrade asintió de buena mente, informando que, a partir
de aquel momento, el asumía ese encargo bendecido y procuraría
ayudarlas. Volvimos a Pedro Leopoldo, ya de noche. Yo viaje de
retorno a Salvador.
Al año siguiente, en el mes de marzo, cuando yo retorne a Pedro
Leopoldo, pregunte a Chico: — ¿Y Doña Lía, no a iremos visitarla? El
me respondió: — ¡Ah, Divaldo, usted no tiene idea de lo que
aconteció! Yo no le conté todo. En aquel período, yo estaba muy
triste. La prensa… Las acusaciones desproporcionadas, las
incomprensiones dentro y fuera de casa.
Mi propio padre no me entendía. Era muy severo con las personas
que venían a conversar conmigo. Algunas veces, se portaba mal,
diciendo que yo no era médium en ninguna cosa, aunque no lo
hiciese por mal.
Él era vendedor de billetes da Lotería Federal, y afirmaba que si yo
fuese médium y si existiese Espíritus, esos darían el número del
billete para él y acabaríamos con la problemática de nuestra
pobreza. El no entendía la mediumnidad.
¡Yo estaba, en una noche de navidad, muy amargado! Sin nadie,
físicamente. Luisa se encontraba con sus hijos y esposo, en el hogar,
y yo no quería perturbarlos. Mis hermanos se reunían con las dos
familias modestas, y ese era el momento de ellos. Entonces, cuando
tomado por la tristeza y soledad, recordé: ¿Cómo estarían Lía y
Concepción?
Y ya que nosotros éramos, posiblemente, las personas más
aisladas que yo podría identificar, más solitarias, resolví visitarlas.
Tome un taxi y fui corriendo hasta la Lapinha. Cuando yo salí del
vehículo y me aproxime a la colina, yo vi una especie de luz, que se
desprendía de un punto, que yo no podía identificar, del Infinito
salpicado de estrellas.
Estrellas matizadas cubrían aquella choza modesta. Cuando yo me
acerqué, en la puerta estaba Eurípedes Barsanulfo, aunque con la
indumentaria de Rufus — para quien no se acuerda o no leyó el
libro Ave Cristo dictado por Emmanuel, Rufus era un esclavo que, en
el siglo II, en la ciudad de Lyon dio su testimonio de fe cuando
Ticiano mandó matar a los cristianos que vivían en la entonces
llamada Galia Lugdunense. La muerte de Rufus fue muy dolorosa,
porque el fue amarrado a la cola de un potro salvaje, para salir
disparado y despedazarlo. Cuando Rufus estaba en esa situación
pungente, se acordó que la esposa y los hijitos habían sido vendidos
a un mercader de esclavos. El reflexionaba en agonía: — ¿Jesús, qué
hacer? Yo podría acabar con esta situación si abjurara a la fe por
amor a mis hijos y a mi Mujer. ¿Mas, qué hacer? Ser fiel a Jesús...
¿Mi vida yo la doy, más la de mis hijos y compañera?— siendo así
mismo el optó por permanecer fiel a Jesús. En ese trance, que son
algunos segundos que parecen horas, el hombre que comprara a su
familia como esclavos se acercó y le dio una bofetada. Al hacerlo, se
inclinó y susurró al oído: — Muere en paz. Yo también soy
cristiano. Cuidare de tu familia. El entonces se entregó a Dios. Y
Chico me narraría, después, que los pedazos de Rufus quedaron por
los caminos, y que el vio, psíquicamente, y esa parte no consta en el
libro, la sepultura de los despojos recogidos por sus hermanos de fe,
en aquella noche, conduciendo antorchas y cantando himnos de
exaltación al Bien. Estaba allí Rufus, el bienaventurado, porque, si
él ya era cristiano de ese jaez, aquella época, su ministerio de
apóstol sacramentado era natural (Una preparación para tareas
de Chico en el mundo social de la misma región triangulina. Y
entonces, era la Navidad más linda que se podía imaginar. Las
voces entonando himnos, y las dos, que una visión apresurada
podría confundir con obsesadas, como está muy de moda en
nuestro Movimiento. Cuando se ve a una persona marcada por
determinados sufrimientos, o con determinados disturbios, y luego
se rotula: Ese es un obsesado. Son obsesores. ¿Tiene una legión de
Obsesores! Algunas veces, no hay ninguno. Se trata de una
expiación libertadora – el Espíritu erro en la carne y en la carne se
redime. Entonces, el paso la Navidad más feliz de su actual
existencia.
A partir de aquella vez, toda época de Navidad, cuando terminaba
las tareas, él iba a la casa de Doña Lía y Doña Concepción. Dando
continuidad a la respuesta, el me informó: — Sí. Yo estaba, en el
mes de enero último, psicografiando, cuando el Dr. Becerra se me
acerco, solicitándome: — Chico, así que termine las actividades
programadas, no dialogue nuestros hermanos, porque María
Concepción está volviendo al Gran Hogar. Ya estamos operando el
proceso de liberación del Espíritu, desimantándolo de los hilos
materiales y, luego, dentro de dos horas, lo máximo, ella estará con
nosotros. Nos gustaría que usted fuese a participar de ese
momento. El terminó el trabajo, se disculpó, tomo un automóvil,
siguió a la Lapinha y, entonces, se conmovió con la misma
presencia vidente de entidades nobles que allí visitaban el cuchitril
modesto, y acompaño el momento en que el propio Dr. Becerra de
Meneses desenovelo a la moribunda, actuando en el centro
coronario, liberándola de los últimos vínculos con la materia.
Desprendiéndose, ella lo reconoció, sonrió, y fue conducida por el
benefactor para el mundo espiritual. Ante la nueva realidad, el
quedó en un panorama doloroso. ¿Qué hacer ahora con Doña Lía,
que ya estaba con más de noventa años? Sepulto a Doña María de
la Concepción y llevó a Doña Lía para Pedro Leopoldo. Alquilo un
cuartito, próximo a su casa, para darle asistencia, lo mandó
comunicar al Dr. Pereira de Andrade y, más o menos, quince días
después, también en un sábado por la madrugada del domingo, el
venerando guía lo invito, nuevamente, explicándole: — Estamos
retirando a Lía del involucro carnal. Concepción vino a buscarla, el
hijo y algunos beneficiarios hoy de sus sufrimientos, de sus
testimonios dolorosos, se encuentran presentes. Terminada la
reunión, nosotros lo aguardamos. Concluida la reunión, el corrió a
la nueva residencia de la anciana y de lejos vio, sobre aquella calle
sin salida, las luces y el movimiento de entidades nobles, oyendo a
una coral, que había oído acostado anteriormente, cuando la
hermanan desencarno, que entonaba un himno a la vida.
Cuando Doña Lía fue retirada del cuerpo, el anoto, como lo hubiera
hecho por ocasión de la desencarnación, el poema de exaltación de
la Vida, que dice, en parte: Se rasgaron los velos de la noche. Un
nuevo día resplandece/El viajero, descansa en oración/ Al lado de
la propia cruz/ En el horizonte vuelve a brillar la nueva aurora
matutina/ Pues la muerte descortina/ Día nuevo con Jesús. La
música continuaba, el aún pudo ver a Doña Lía sonreírle, sin la
posibilidad de agradecerle, ser retirada del cuerpo, llevada para el
mundo de origen.
Pocos días después de desencarnada, ella retornó, trayendo a la
nietecita, que falleciera con cincuenta y cinco años de edad, más o
menos, la cual entonces transmitió un mensaje de rara belleza, por
psicofonía, que se encuentra en el libro “Voces del Gran Más Allá,
publicado por la FEB, organizado por Arnaldo Rocha, resultado de
las sesiones mediúmnicos del Grupo Meimei, de Pedro Leopoldo,
entre 1952-1956. Este hecho me vino a la mente para presentarlo
aquí, coloquialmente, a fin de invitarlos a un relato del Evangelio
de Jesús, sin disfraces. Fuente: EL REFORMADOR, nº 5/2005
Traducido por: M. C. R