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La Hermosa Vampirizada (1849) Alexandre Dumas Yo soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un pa s donde las leyendas se tornan art culos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y acaso m s que en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una caba a que no tenga su genio familiar. En la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la caba a, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo. A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la caba a como del castillo, y aldeanos y nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, nicos resguardos contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios m s terribles a n, m s furiosos e implacables, se encuentren all enfrentados: la tiran a y la libertad. El a o 1825 vio empe arse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales crey rase agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, hab an ido a alinearse bajo la bandera de la independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un d a supe que mi hermano menor hab a sido muerto; otro d a me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y por fin, despu s de una jornada angustiosa, durante la cual yo hab a escuchado aterrorizada el tronar siempre m s cercano del ca n, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a caballo, residuo de tres mil hombres que l comandaba.

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La Hermosa Vampirizada(1849)

Alexandre Dumas

Yo s oy polaca, naci da en Sandomir, vale decir en un país don de las leyen das se tornan artí culos de fe, don de creemos en las tradici on es de fami l ia com o y —acas o más que— en el Evangeli o. No hay casti l l o entre n os otros que n o tenga su espectro, ni una cabañ a que n o tenga su geni o fami l iar. En la casa del r i co com o en la del pobre, en el casti l lo com o en la cabañ a, se recon oce el princi pi o amigo y el princi pi o enemigo.

A veces estos dos princi pi os entran en lucha y se combaten. Entonces s e escuchan rui dos tan misteri os os en los corredores, rugidos tan horren dos en las an tiguas torres, sacudi das tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabañ a com o del cas ti l lo, y aldean os y n obles corren a la iglesia en procura de la cruz ben dita o de las s antas reliquias, únicos resguardos contra los dem oni os que n os atormentan. Pero otros dos princi pi os más terribles aún, más furi os os e implacables, s e encuen tren all í enfrentados: la tiranía y la l ibertad.

El añ o 1825 vi o empeñars e entre Rusia y P oloni a un a de es as luchas en las cuales creyéras e agotada toda la sangre de un pueblo, com o a menudo s e agota la sangre de una fami l ia entera. Mi padre y mis dos herman os, rebelados con tra el nuev o zar, habían i do a alin earse bajo la ban dera de la indepen dencia polaca, postrada s iempre, s iempr e renaci da. Un dí a supe que mi herman o menor había s i do muerto; otr o dí a me anunciaron que mi herman o mayor estaba mortalmente heri do; y por f in, des pués de una jorn ada an gustiosa, duran te la cual yo habí a escuchado aterrorizada el tron ar s iempre más cercan o del cañón, v i l legar a mi padre con un centenar de s oldados de a cabal lo, resi duo de tres mi l hombres que él coman daba.

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Había veni do a en cerrarse en nuestro casti l lo con la intención de sepultarse bajo sus ruinas. Mi entras no temía n ada por él, temblaba por mí . Y en ef ecto, para él era único ri esgo la muerte, porque estaba segurís imo de n o caer v ivo en man os del en emigo; pero a mí me amenazaba la esclav itud, el deshon or , la vergüenza. Mi padre escogi ó di ez hombres en tre los ci en que le quedaban, l lamó al inten dente, l e hiz o entrega de cuan to din ero y objetos preci os os poseí amos y, recordan do que — en ocasión de la s egunda div is ión de P oloni a— mi madre, casi niña aún, habí a encon trado un asi lo inaccesible en el monasteri o de Sabastru, s ituado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó con ducirme a aquel m onasteri o que abrir ía a la hi ja, com o hací a tiempo a la madre, sus hospitalarias puertas.

A despecho del gran am or que mi padre alimentaba por mí , nuestros saludos n o fueron largos. Según todas las probabi l i dades, los rus os debían l legar el dí a s iguien te a la v ista del casti l lo, por lo que n o habí a tiempo que perder. Me pus e de prisa un vestido de amaz ona, con el que s olía acompañar a mis herman os en la caz a. Me trajeron ensi l lado el mejor caballo de la cuadra; mi padre me puso en los bols i l los del arzón sus propias pistolas, obras maestras de las fábricas de Tula, m e abrazó y di o la orden de parti da.

Durante aquella n oche y el día s iguiente recorrim os veinte leguas, costeando un o de es os ríos sin nombre que des embocan en el Vístula. Esta primer doble etapa n os había sustraí do al peligro de caer en manos de los rus os. El sol s e dir igía al tram onto, cuan do v imos bri l lar las nevadas cimas de los Cárpatos.

Hacia la n oche del dí a s iguiente l legamos a su pi e: al f in, en la mañan a del tercer día, com enzamos a avanzar por una de sus gargantas. Nuestros Cárpatos n o se parecen a los férti les montes de vuestr o occi den te. Cuanto la n aturalez a tien e de ex traordinari o y gran di os o se pres enta al l í en toda su majestad. Sus tempestuosas cumbres s e pi erden en las nubes cubi ertas de eternas nieves; sus inmensos bosques de abetos se inclinan s obre el ters o espejo de lagos que por su vastedad s emejan mares; y de aquel los lagos, jamás naveci l la a lgun a ha surcado sus on das, jamás redes de pescadores turbaron su cristal

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profun do com o el azul del ci elo; apen as, de ti empo en ti empo, resuen a all í la v oz humana, hacien do escuchar un canto moldav o al qu e contestan los gritos de los animales s elváti cos: y cantos y gri tos van a desvelar algún s olitari o eco, atóni to de que un rui do cualqui era le hay a revelado su propi a existenci a. Por mi l las y mi l las se v iaja al l í bajo la umbría bóveda de los bosques entrecruzados de las inesperadas maravi l las que la s oledad n os descubre a cada instante, y que hacen pas ar nuestro ánimo del estupor a la admiración. A hí doquiera hay peligro, y el peligro s e com pon e de mi l r iesgos divers os; pero n o s e tien e tiempo para atem orizarse, tan sublimes son aquellos ri esgos. Aquí hay algun a cascada a la que dio origen imprevistamente la l icuefacción de los hi elos y que, s altan do de roca en roca, invade de pron to el angosto sen dero que se recorre, trazado por el pas o de las f ieras en fuga y del cazador que las persigue; all í hay árboles minados por el ti empo, que se despren den del suelo y se derrumban con horri ble estrépito semejan te al de un terrem oto; en otra parte, en fin, son los huracan es los que os envuelven de nubes, en medi o de las cuales se ve centellear, exten ders e y contorsi onarse el relámpago, com o sierpe inf lamada. Luego, tras de haber superado aquellas m oles agrestes, aquellos bosques primitivos, tras de encontraros en medi o de gigantescas montañas y bosques interminables, os veis ante inmensos páram os, com o mares que ti enen también sus ondas y sus tempestades, ári das y gibosas estepas, don de la v ista se pierde en un horiz onte s in l ím ite. Entonces n o es terror lo que ex perimentáis , s ino una triste y profun da melan colí a, de la cual nada hay que pueda distraeros, porqu e el as pecto de la regi ón, por lejos que se alargue vuestra mirada, es s iempre el mismo. Ascen ded o descended las ci en veces iguales pen dien tes, buscan do en van o un camino traz ado: al hal laros tan perdi dos en aquel ais lamiento, en medi o de desiertos, os creéis s olos en la naturaleza, y vuestra melancolía se convierte en des olación. Os parece inúti l caminar más adelan te, porque n o veis una meta para vuestros pas os; no encon tráis una aldea, ni un casti l lo, ni una cabañ a, ni en suma vestigio de human a morada. Sólo de cuan do en cuando, com o una tristeza más en aquella regi ón melancólica, un pequeñ o lag o s in cañas, s in arbustos, dormido en el f ondo de un barran co, casi otr o mar Muerto, os ci erra el camino con sus verdes aguas, sobre las cuales se levantan al acercaros algun as av es acuáti cas de gritos prolongados

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y discordantes. Rodead ese lago, trasponed el collado que está delante de v os otros, descen ded a otro valle, superad otra colin a, y así sucesivamente, hasta que hay áis l legado a los comienz os de la caden a de m ontes que van siempre disminuyen do más. Pero s i al concluir esa caden a os v olvéis hacia el medi odía, la región recobra un carácter majes tuos o, se os presen ta un a naturalez a más grandi os a y descubriréis otra cade na de m ontañas más altas, de f orma más pintoresca, de más rica v egetaci ón, toda cubi erta de es pes os bosques, toda surcada de arroyos: con la s ombra y con el agua renace también la v i da en aquella comarca; se escucha ya el tañi do de la campan a de una ermita , y s obre el f lanco de aquel la montaña s e ve serpentear un a caravana. Por f in, a los últim os rayos del s ol poni ente s e perci ben des de lejos, a guisa de ban dada de pájaros blancos, apoyán dos e las unas en las otras, las casas de una aldea, que parece se hubi eran agrupado en cierto modo para defen derse de un asalto n octurn o; pues con la v ida ha vuelto el peligro: aquí n o se luchará con os os y lobos, com o en aquella al tas montañ as, s ino con hordas de ban di dos moldav os.

Entretanto n os acercábam os a nuestra meta. Diez días de camin o habían transcurri do s in ningún incidente. Ya distinguíamos la cumbre del m onte Pion, que s e eleva s obre toda aquella fami l ia de gigantes, y sobre cuya v erti ente meri di on al está s ituado el conv ento de Sabastru al cual yo me trasladaba. Tres dí as más, y nos hal lábam os al término de nuestro v iaje. Eran los últimos dí as de jul i o. Habí amos teni do un a jorn ada muy cáli da, y haci a las cuatro res pirábam os con ansios o delei te las primeras brisas del atardecer. Habíam os dejado atrás hací a poco las torres ruinosas de Nian tz o. Bajábamos a una l lanura que empezábam os a ver a través de una hendi dura de la montaña.

Desde el s iti o don de estábamos, ya podí am os seguir con la v ista el curs o del Bistriza, de ri beras esmaltadas de bermejeantes viñedos y dealtas campánulas de f lores blancas. Bordeábam os un abismo en cuy o fon do corría el r í o, que en aquel lugar tenía apenas f orma de torrente, y nuestras cabalgaduras tenían escas o espaci o para caminar dos de frente. Nos precedí a un guía, quien, incli nado de f lanco s obre la grupa de su cabal lo, cantaba una canci ón morlaca, cuyas palabras seguía con

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singular atención. El can tor era también al m ismo tiempo el poeta. Necesitaría s er un o de aquellos m ontañeses para poder ex presarn os la melancolía de su can ción con su salvaje tristeza, con toda su profun da sen ci l lez . Las palabras de la canción eran poco más o men os las siguientes:

"¡Ved al l í es e cadáver en la palude de Stavi la, don de corri era tant a sangre de guerreros! No es un hi jo de I l i r ia, n o; es un feroz ban di do, que después de haber engañado a la genti l María, robó, exterminó, incen dió.

"Rauda com o el relámpago una bala ha venido a atrav esar el corazón del ban di do; un yatagán le ha tron chado el cuello. Pero, oh misteri o, después de tres días, su sangre, tibi a aún, riega la ti erra bajo el pin o tétrico y s olitari o y enn egrece el páli do Ovigan.

"Sus ojos turquí es bri l lan siempre; huyamos, huyam os: guay de qui en pas e por la palude cerca de él : ¡es un vampiro! El feroz lobo se aleja del impuro cadáv er, y el fúnebre bui tre huye al m onte de calv o frontis ."

De pron to se oyó la deton aci ón de un arma de fuego y el s i lbar de un a bala. La canción quedó interrumpi da, y el guía, heri do de muerte, preci pitóse al abismo, mientras su cabal lo se detenía temblan do y ten di en do la inteligente testa hacia el fon do del precipi ci o, don de desapareci era su dueñ o. Al mismo tiempo, se levantó por los aires un grito estri den te, y sobre los f lancos de la montaña v imos aparecer un a treintena de ban di dos: estábam os completamente rodeados. Cada un o de los nuestros empuñó un arma, y bi en que tomados in opinadamente, m is acompañ antes, com o que eran viejos soldados av ezados al fuego, no s e dejaron intimidar, y se pusi eron en guardi a. Yo misma, dando el ejemplo, empuñé una pistola, y con oci en do bi en cuán desventajosa era nuestra s ituaci ón, grité: ¡Adelan te! , y di con la es puela a mi caball o que se lanzó a toda carrera haci a la l lanura. Pero teníamos qu e vérnosla con m ontañes es que brincaban de roca en roca com o verdaderos dem oni os de los abismos, que aun saltan do, hací an fuego, mantenien do a nuestros f lancos la posición tomada. P or lo demás, nuestro plan había s ido previsto. En un punto don de el camino s e ensanchaba y la m ontaña s e allanaba un poco, aguardaba nuestro pas o

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un joven a la cabeza de diez hombres a caballo. Cuan do n os vieron, pusieron al galope sus cabalgaduras, y n os asaltaron de frente, m ientras aquellos que n os perseguí an bajaban saltan do en gran canti dad, y cortada de tal modo nuestra retirada, n os rodeaban por todas partes.

La s ituaci ón era grav e y s in embargo, acostumbrada des de niña a las escenas de guerra, pude apreciar la s in que s e me escapara una s ol a circunstancia. T odos aquellos hombres, vestidos de pi eles de carn ero, l levaban inmensos sombreros redon dos, coron ados de f lores nat urales al modo de los húngaros. Cada un o de ellos manejaba un largo fusi l turco, que agitaban vivamente luego de haber disparado, dan do gritos salvajes, y en la cintura portaba un sable corv o y dos pistolas. Su jef e era un jov en de apen as veinti dós añ os, de tez páli da, de ojos negros y cabellos ens orti jados y cayén dole sobre las espaldas. Vestía la casac a moldava guarn eci da de pi el y ajustada al cuerpo por una faja con listas de oro y s eda. En su mano resplan decía un sable corv o, y en su cintura relucían cu atro pistolas. Durante la lucha daba gritos roncos e inarticulados que parecían n o pertenecer al habla human a, y s in embargo eran un a ef icaz expresión de sus des eos, pues a aquellos gritos obedecí an todos sus hombres, ora echán dos e a ti erra boca abajo para esquivar nuestras descargas, ora levantán dose para disparar a su vez, haci en do caer a aquel los de n os otros que aún estaban de pi e, matan do a los heri dos, haci en do en suma de la lucha una carnicería. Yo habí a v isto caer uno des pués del otro los dos terci os de mis def ens ores. Cuatro estaban aún i lesos y se apretaban a mi alrededor, n o pi dien do una gracia que tenían la certi dumbre de n o conseguir, y pensan do sólo en ven der la v ida lo más cara que fues e posible. Entonces el jov en jef e di o un grito más ex presivo que los anteri ores, ten dien do la punta de su sable haci a nos otros. En verdad aquella orden signif icaba que debía rodearse nuestro úl timo grupo de un cerco de fuego y fusi larn os a todos juntos, pues de un golpe v imos apuntarn os todos aquel los largos m osqu etes.

Compren dí , que había l legado la hora f inal. Alcé los ojos y las manos al cielo, murmuran do una última plegaria, y aguardé la muerte. En es e instante v i , no descen der s ino preci pitarse de peñ a en pen a, un joven

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que se detuv o enhi esto s obre una roca que dominaba la escen a, semejante a una estatua en un pedestal, y, exten di en do la man o haci a el campo de batalla, pron unció esta sola palabra: "¡Basta!" T odas las miradas se v olv ieron a esa v oz, y cada uno pareció obedecer al nuev o amo. Sólo un ban di do apuntó de nuev o su fusi l e hiz o el disparo. Un o de nuestros hom bres di o un gri to; la bala le había roto el braz o izquierdo. Se v olv ió al punto para lanzarse sobre el que le hir i era, pero aún n o había hecho cuatro pasos su cabal lo, que un relámpago bri l ló por en cima de n os otros y el ban di do rebelde cayó heri do por un a bala en la cabeza. . . Tantas y tan diversas emoci on es habí an acabado mis fuerza; me desvanecí . Cuan do recobré los senti dos, me hallé acos tada sobre la hi erba, con la cabeza apoyada en las rodi l las de un hombre, de quien n o veía s in o la man o blan ca y cubierta de ani l los rodeándom e el cuerpo, mientras ante mí estaba parado, de braz os cruzados y la espada bajo la axi la, el jov en jef e moldav o que dirigiera el asalt o contra n os otros. "Kostaki", decí a en francés y con gesto autoritari o el que me s ostenía, "haced que vuestros hombres se retiren de inmedi ato, y dejadm e el cui dado de esta joven. "Herman o, herman o", respon di ó aquel a quien eran dirigi das tales palabras, y que parecía conten ers e con esfuerz o, "cuí date de n o cansar mi paci encia; yo os dejo el casti l lo, dejadme a mí el bos que. En el cas ti l lo v os sois el am o, pero aquí yo s oy todopoderos o. Aquí me bastaría un a sola palabra para obligaros a obedecerm e". "Kostaki , yo s oy el mayor; lo que quiere decir que s oy amo en todas partes, así en el bosque com o en el casti l lo, allá y aquí . Como a vos, me corre por las venas la sangre de los Brankovan, sangre real que ti en e el hábito de mandar, y yo man do." "Man dad a vuestros serv idores, Gregoriska, n o a mis solda dos." "Vuestros soldados s on ban di dos, Kos taki . . . ban di dos que haré ahorcar en las almenas de nuestras torres si n o me obedecen al instante." "Bien, probad de dar les una orden."

Sen tí enton ces que qui en me sostenía retiraba su rodi l la, y colocab a suavemen te mi cabeza s obre una pi edra.

Le seguí ansi osa con la mirada, y pude ex aminar a aquel jov en, que cayera, por así decir lo, del ci elo en medi o de la refriega, y que y o había podi do v er apen as, es tan do desmayada, mien tras aparecía a

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punto en escen a. Era un jov en de veinti cuatro añ os, de alta estatura y con dos gran des ojos celestes y resplandeci entes com o el relámpago, en los que s e leía una extraordinari a decis ión y f irmeza. Los largos cabellos rubi os, indici o de la estirpe eslava, le caí an sobre las espaldas com o los del arcángel Miguel, circun dando dos meji l las rubi cun das y frescas; sus labi os realzados por una sonrisa des deñ osa, dejaban ver una doble hi lera de perlas. Vestí a un a es peci e de túnica de v elludo negro, calz ones ceñidos a las piern as y botas bordadas; en la cabez a tení a un gorro punti agudo ornado de un a pluma de águi la; en la cintura portaba un cuchi l lo de caza, y al hom bro una pequeña carabina de dos cañ os, cuya precis ión habí a apren di do a apreci ar un o de los bandi dos . Exten dió la man o, y con es e gesto imperios o pareció impon ers e hasta a su herman o. Pronun ció algunas palabras en lengua moldava, las cuales parecieron causar profun da impresión sobre los ban di dos. Entonces, a su v ez, habló en la misma lengua el jov en jef e, y me pareció que su discu rs o estaba l len o de amenazas y de imprecaci on es. A aquel largo y v ehemen te discurs o el herman o mayor contestó con una s ola palabra. Los ban di dos s e s ometieron; hiz o un gesto, y los ban di dos s e s ometi eron; hiz o un gesto, y los ban di dos s e reunieron detrás de n os otros.

" ¡Bien! Sea, pues, Gregoriska", di jo Kostaki volv ien do a hablar en francés. "Esta mujer n o irá a la cav erna, pero n o por ello s erá men os mía. La encuentro hermosa, la he conquistado yo y la qui ero yo." Así dici en do, s e lanzó él hacia mí , y me levantó en tre sus braz os. "Esta mujer será l lev ada al casti l lo y en tregada a mi madre, yo n o la aban don aré", di jo mi protector. " ¡ Mi caballo!" , gri tó Kostaki en lengu a moldava. Vari os ban di dos se apresuraron a obedecer, con dujeron a su señ or la cabalgadura pedi da. . . Gregor iska miró en torn o, asió las bri das de un caballo s in dueñ o, y saltó a la s i l la s in tocar los estribos . Kostaki , bi en que me tenía aún apretada en tre sus braz os, mon tó en la s i l la casi tan ági lmente com o su hermano, y parti ó a todo galope. El caballo de Gregoriska pareció haber recibi do el m ismo impulso y fue a pon erse pegado al f lanco y al pescuez o del corcel de Kos taki . Extrañ o de vers e eran aquel los dos caballeros que v olaban el un o junto al otro, taciturn os, s i lenci os os, sin perders e de vista un s ol o instante, aun cuan do aparentaran n o mirarse, y s e entregaban por

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entero a sus cabalgaduras, cuya impetuosa carrera los l levaba a través de bos ques, rocas y preci pici os.

Tenía la cabeza caí da, y es to me permitía ver los bel los ojos de Gregor iska f i jos en mí. Kostaki lo advirtió, me lev antó la cabez a, y ya no v i más que su tétrica mirada dev orán dom e. Bajé los párpados, per o en van o; a través de su velo, veí a n o obstante s iempre aquella mirada relampaguean te que me penetraba hasta las v ísceras y me punzaba el corazón. Enton ces me acaeció un a ex traña alucin ación; parecíame ser la Leon ora de la balada de Bürger, l levada por el caballo y el caballero fantasmas, y cuan do s entí que se me cerraban abrí los ojos amedrentada, tan persuadi da estaba de ver alrededor mío sólo cruces rotas y tumbas abi ertas. Vi algo un poco más alegre; era el pati o intern o de un casti l lo m oldav o construi do en el s iglo décimocuarto.

Kostaki me dejó resbalar a ti erra, bajando casi en segui da después que yo; pero, por rápi do que hubi era s ido su acto, Gregoriska le habí a precedi do. Com o lo di jera, en el casti l lo él era el am o. Al ver l legar a los dos jóv enes y a la extranjera que l levaban con el los, acudieron los serv idores; pero, aunque div idi eron sus di l igenci as entre Kostaki y Gregoriska, aparecía claro que los mayores miramientos, el respet o más profundo eran para el segun do. Se aproximaron dos mujeres, Gregoriska les di o una orden en lengua m oldava, y con la man o m e indicó que la s iguiera. La mirada que acompañaba aquel gesto era tan respetuos a que yo n o vaci lé abs olutamente en obedecerle. Cinco minutos des pués me encon traba en una cámara que, aun cuan do pudi era parecer desnuda y triste a una pers on a de men os fáci l contentamiento, era s in embargo evi dentemen te la más herm osa del casti l lo. Una gran habi tación cuadrada, con una especie de diván de sayal verde, asiento de dí a, lecho de noche. Había también all í cinco o seis si l lon es de encina, un inmenso cofre, y en un ángulo un tron o semejante a una gran si l la de coro.

No habí a que hablar de cortinas en las ventan as y en el lecho. A los costados de la escalera que l levaba a aquella cámara, erguí anse, dentro de nichos, tres estatuas de los Brankovan de tamañ o superi or al natural. Al poco rato trajeron nuestros bagajes, entre los cuales se

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encon traban también mis maletas. Las mujeres me ofrecieron sus serv ici os. Pero n o obstante, reparan do el des orden que lo sucedi do causara en mi tocado, conservé mi vestimenta de amaz ona, la cual, más que cualqui er otra, acordaba con el m odo de v estir de mis huéspedes. Apenas habí a hecho los pocos cambi os n ecesari os en mis ropas, cuan do oí golpear levemente en la puerta.

"Adelante", di je en francés, s iendo esta lengua para n os otros los polacos, com o sabéis , casi una segunda lengua matern a. EntróGregoriska. "¡Ah! señ ora, cuánto me complace que habléis francés." "Y yo también", respon dí , "estoy con ten ta de saber esta lengua, porque de tal modo he podi do, graci as a este hecho, apreci ar toda la gen erosi dad de vuestra con ducta con migo. En esa lengua vos me def endisteis de los designios de vuestro herman o, y en esa lengua os ofrezco yo la ex presión de mi s incero recon ocimiento". "Os l o agradez co, señ ora. Era cos a muy natural que me preocupara de un a mujer que se encon traba en vues tra s ituación. Andaba de caza por los montes, cuan do l legaron a mi oí do algunas deton aci on es an ormales y continuas; compren dí que se trataba de un asalto a man o armada, y marché al encuen tro del fuego, com o decimos n os otros en términos guerreros. A Di os gracias, l legué a ti empo, pero ¿serí a tal vez demasiado atrevi do s i os preguntara, oh señ ora, por cuál m otiv o un a mujer de al to l inaje, com o lo s ois vos, se ha v isto reduci da a aventurars e en nuestros m ontes?" "Yo soy polaca", le con testé: "Mis dos herman os sucumbieron, n o ha muc ho, en la guerra con tra Rusia; mi padre, a quien dejé yo mientras se preparaba a def en der su casti l lo, s in duda se les ha reuni do ya a esta hora, y yo, huyen do por orden de mi padre, de todos aquellos estragos, iba en busca de refugi o al monasteri o de Sabastru, don de mi madre, en su juv entud y en circunstancias semejantes, había encontrado asi lo seguro." "Sois en emiga de los rus os, tanto m ejor", di jo el jov en; "este tí tulo os será poderos a ayuda en el casti l lo, y n os otros necesitarem os de todas nuestras fue rzas para s ostener la lucha que se prepara. Pero ant e todo, señ ora, pues que yo sé quién s ois vos, sabed también quiénes som os nos otros: el n ombre de los Brankovan n o os es descon oci do, ¿verdad, s eñ ora?" Yo me incliné. "Mi madre es la última princesa de es te n ombre, la úl tima descen di ente del i lustre jefe mandado matar por

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los Cantimir, los vi les cortesan os de Pedro I . Casó en primeras nupci as con mi padre, Serban Waivady, príncipe también él, pero de estirpe menos i lustre. Mi padre había s ido educado en Viena, y al l í pudo apreciar las ventajas de la civ i l ización. Decidi ó hacer de mí un europeo. Partim os para Francia, I tali a, España y Alemania. Mi madre —no le toca a un hi jo, lo sé, narraros lo que os diré, pero, ya que por nuestra salvación es necesari o que n os con oz camos bien, recon oceréis justos los m otiv os de esta revelaci ón — mi madre, digo, que durante los primeros viajes de mi padre, mientras era yo aún niño, había teni do culpables relaci on es con un jefe de parci ales (que con tal n ombre, agregó s onri en do Gregoriska, se l laman en este país a los hombres por quien es fuisteis agredi da), ci erto con de Gi ordaki Koproli , medi o griego y medi o moldav o, escri bió a mi padre confesán dole todo y pi diéndole el div orci o, apoyando su demanda en que n o quería el la , una Brankov an, con tinuar sien do por más ti empo mujer de un hombr e que s e torn aba dí a a día más extranjero a su patria. ¡Ay! Mi padre n o tuv o necesi dad de dar su asentimiento a esa petici ón, que os podrá parecer extrañ a, pero entre n os otros es cosa muy n atural. Él habí a muerto de un aneurisma que desde mucho tiempo le atormen taba, y la carta de mi madre la recibí yo. A mí ahora n o me quedaba otra cos a que hacer votos sinceros por la felici dad de mi madre, y le escri bí una carta, en la que le comunicaba estos v otos míos jun to con la n otici a de su v iudez. En aquella carta le pedí a también permiso para poder continuar mis v iajes, que me fue con cedi do. Tenía yo la f irme intención de establecerme en Francia o Alemania para n o encon trarme cara a cara con un hombre que aborrecía, y que no podía amar, qui ero decir al marido de mi madre; cuan do he aquí , que, de improviso, v ine a s aber que el con de Gi ordaki Koproli habí a s ido as esinado, según decires, por los vi ejos cos acos de mi padre. Amaba yo demasiado a mi madre para n o apresurarme a regresar a la patria, compren día su ais lamient o y la n ecesi dad en que debí a encon trarse de tener jun to a ella en tales circunstancias las pers on as que podí an serle queridas. Aun cuan do ella nunca se hubi era mostrado muy ti erna conmigo, era su hi jo. Un a mañana l legué in esperadamente al casti l lo de mis padres. All í encon tré un joven, a quien al princi pi o tomé por un extran jero, pero luego sup e que era mi herman o. Era Kos taki , el hi jo del adulteri o, legitimado por un segundo matrimoni o; Kostaki , la indomable cri atura que v isteis ,

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para qui en s on leyes sólo sus pasi ones , que nada ti en e por sagrado aquí abajo fuera de su madre, que me obedece com o la tigresa obedece al braz o que la ha dom ado, pero rugi en do por s iempre, en la vaga esperanza de poder dev orarme un día. En el interi or del casti l lo, en el hogar de los Brakovan y de los Waivady, yo s oy aún el amo; per o fuera de este recinto, en la abierta campiña, él se convierte en el salvaje hi jo de los bosques y de los mon tes, que qui ere doblegarl o todo bajo su férrea v oluntad. Cómo hoy él y sus hombres hi cieron para ceder, n o lo sé; quizá por antigua cos tumbre, o por un resto de respet o que me ti enen. Pero n o quis iera arri es gar otra prueba. Permaneced aquí , n o salgáis de esta cámara, del pati o, del cas ti l lo en suma, y respon do de todo; s i dais un pas o fuera del cas ti l lo, n o puedo prometeros otra cos a que hacerme matar por def en deros."

"¿No podré entonces", di je yo, "según el deseo de mi padre, continuar el v ia je haci a el conv ento de Sabastru?" "Obrad, intentad, ordenad, yo os acom pañ aré, pero quedaré en mitad del camino, y v os. . . vos ciertam ente n o alcanzaréis la meta de vuestro v iaje." "Pero ¿qué hacer , enton ces?" "Quedaros aquí , aguardar, tomar consejo de los hechos y aprovechar las circunstanci as. Supon eos haber caído en una cavern a de bandi dos, y que sólo vuestro valor podrá sacaros del apuro, vuestr a calma salvaros. Mi madre, a despecho de la pref erencia que con cede a Kostaki , hi jo de su am or, es buen a y generosa. P or otra parte, es una Brankovan, vale decir un a verdadera princesa. La veréis : ella os def enderá de las brutales pasi on es de Kostaki . P oneos bajo la protección de el la: s ed cortés, os amará. Y en reali dad (agregó él con ex presión in definible), ¿quién podrí a veros y n o amaros? V eni d ahora al comedor don de mi madre os espera. No demostréis fastidi o ni desconfianza: hablad polaco: aquí nadi e con oce esta lengua; y o traduciré a mi madre vues tras palabras, y estáos tranqui la, que sól o diré aquel lo que sea conveni ente decir. Sobre todo ni una palab ra de cuan to os he rev elado: n adi e debe s os pechar que es tam os de acuerdo. Vos n o s abéis aún de cuanta astucia y dis imulación es capaz el más s incero de entre n os otros. Venid."

Le s eguí por la escalera i luminada de antorchas de resina ardi en do, puestas de ntro de man os de hierro que s obresalían del muro. Era

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eviden te que aquella insólita i luminación habí a s i do dispuesta para mí . Llegam os al com edor. A pen as Gregori ska hubo abi erto la puerta de aquella sala, y pronunci ado en el umbral una palabra en lengua moldava, que después supe s ignif icaba la extranjera , v ino a nuestr o encuen tro una mujer de alta estatura. Era la princesa Brankov an. Tenía cabellos blancos en trelazados alrededor de la cabeza, la cual estaba cubierta de un gorro de cibelina, orn ado de un pen acho, s ign o de su origen princi pesco. V estía un a especi e de túnica de brocado, el corpiñ o sembrado de piedras preci osas, sobrepuesta a un a larg a hopalanda de estofa turca, guarn eci da de pi el igual a la del gorro. Tenía en la man o un ros ari o de cuentas de ámbar, que hací a correr rápi damen te entre los dedos. Junto a ella estaba Kos taki , vesti do con el es plén di do y majestuos o traje magiar, en el cual me pareció aún más extrañ o. Su traje estaba com puesto de un a s obrevesta de v elludo negro, de ancha mangas, que le caía hasta debajo de la rodi l la , calz on es de casimir rojo, y los largos cabellos de color n egro tiran do a azulado le caí an s obre el cuello desnudo, rodeado s olamen te por l a orla blanca de un a f ina camisa de s eda. Me saludó torpemente, y pronun ció en mol dav o algunas palabras para mí ininteligibles.

"Podéis hablar en francés, herman o mí o", di jo Gregoriska; "la s eñ ora es polaca y com prende esta lengua".

Entonces Kos taki di jo en francés algun as palabras casi tan incomprensibles para mí com o las que pronun ciara en m oldav o; pero la madre, ten di en do grav emente el braz o, interrumpió a los dos herman os. Aparecía claro que intimaba a sus hi jos que esperaran a que sólo ell a me recibi era. Comenzó en tonces en lengua moldava un discurs o de cumplimiento, al cual la m ovi l idad de s us facci on es daba un senti do fáci l de ex plicarse. Me in dicó la mesa, me ofreci ó una s i l la cerca de ella, señaló con un gesto la casa toda, com o dici en do que estaba a mi disposi ción, y, sentán dos e an tes que los demás con benév ola dignidad, hiz o la s eñal de la cruz y pronun ció una plegaria. Entonces cada un o ocupó su lugar propi o, estableci do por la etiqueta, Gregoriska cerca de mí . Com o ex tran jera, yo había determ inado que a Kos taki le tocara el puesto de hon or junto a su madre Smeran da. Así se l lamaba la con desa. También Gregoriska habí a mudado de v estimenta. Llevaba é l

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igualmente la túnica magiar y los calz on es de casimir, pero aquélla de color granate y estos turquíes. T enía colgada del cuello un a esplén di da con decoraci ón, el nisciam del sultán Mahmud. Los otros comensales de la casa cenaban en la misma mesa, cada un o en el s iti o que le correspon dí a s egún el grado que ocupaba entre los amigos o los serv idores. La cen a fue triste: Kostaki no me dirigió nunca la palabra, s i bien su herman o tuv o s i empre la atenci ón de hablarme en francés. La madre me ofrecí a de todo con sus propi as manos con ese ademán solemne que le era natural; Gregoriska había di cho la verdad: era un a verdadera princesa. Luego de la cena, Gregoriska se acercó a s u madre, y le expli có en lengua moldava el deseo que yo debía ten er de estar s ola, y cuán n ecesari o que s ería el repos o des pués de las em oci on es de aquella jornada. Smeran da hizo un gesto de aprobación , me ten dió la man o, me besó en la frente, com o lo hubi era hecho con una hi ja suya, y me deseó buen a n oche en su casti l lo. Gregoriska n o s e había engañado: yo ansiaba ardien temente aquel instante de s oledad. Agradecí por es o a la princesa, qui en me con dujo has ta la puerta, don de me esperaban las dos mujeres que an tes ya me acompañaran en mi cámara. Saludado que hube a la madre y a los dos hi jos, v olv í a mi apos en to, de don de sali era una hora an tes.

El sofá estaba transformado en lecho. Otros cambi os n o s e habían hecho. Agradecí a las mujeres: les hice compren der que me desvestir í a sola, y ellas salieron en segui da con mil testimoni os de respeto qu e querí an signif icar ten er órden es de obedecerme en todo y por todo. Quedé s ola en aquel la inmensa cámara, que mi candela podía alumbrar apen as en parte. Era un singular juego de luces, una es peci e de lucha entre el resplan dor trémulo de mi cir io y los rayos de la luna qu e pas aban a través de la ventana sin cortinados. A demás de la puerta por la que en trara, y que caía s obre la escalera, habían otras dos en la cámara; pero sus grues os cerrojos, que se cerraban por den tro, bastaban para tranqui l izarme. Miré la puerta de entrada; también ella tení a medi os de defensa. Abrí la ven tan a: daba s obre un abismo. Compren dí que Grigoriska habí a elegi do aquella cámara calculadamente. De vuelta por f in a mi sof á, encon tré sobre una mesita puesta junto a la cabecera una tar jeta doblada. La abrí y leí en polaco: Dormid tranqui la: nada tenéis que temer mientras permanezcáis en el

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interi or del casti l lo. Seguí el buen consejo, y com o el cansanci o ven cí asobre las preocupaci on es que me tenían desaz on ada, me acos té y en segui da me dormí .

Desde aquel momen to quedaba f i jada mi permanenci a en el casti l lo y tení a princi pi o el drama que v oy a narraros.

Los dos herman os se enam oraron de mí , cada un o s egún su propi a índole. Kostaki me conf esó de improviso al día siguiente que me amaba, y declaró que sería suya y n o de otro, y que me mataría an tes que cederme a qui enquiera que fuese. Gregoriska n o me di jo nada, pero se mostró l len o de am or y de consi deraci on es conmigo. Para complacerme pus o en prácti ca todos los medi os de su ref inada educación, todos los recuerdos de un a juventud transcurri da en la más nobles Cortes de Europa. ¡Ay! No era cos a tan dif íci l pues ya el primer s oni do de su v oz me había acari ciado el alma, y ya su primera mirada me habí a serenado el corazón. Al cabo de tres meses Kostaki me había repeti do ci en veces que me amaba, y yo le odiaba; Gregoriska aun n o me había di cho un a palabra de amor y yo s entía que cuan do él lo deseara sería toda suya.

Kostaki había renunciado a sus incursion es. Encerrado s iempre en el casti l lo, había cedi do momen tán eamen te el man do a un lugarteni ente, quién de cuan do en cuan do venía a pedirle órdenes, y en segui da desaparecí a. También Smeran da había concebi do por mí una amista d apasi onada, cuyas expresi on es me causaban temor. Protegí a el la v is iblemente a Kostaki , y parecía celosa de mí más aún de lo que él l o fuera. P ero com o n o hablaba polaco ni francés, y yo n o com pren día el moldav o, ella n o tení a modo de insistir ante mí en fav or de su hi j o predi lecto. Había s in embargo apren dido a decir en francés unas palabras que me repetía s iempre cuando pos aba sus labi os en mi frente: — ¡Kos taki ama a Edvige! . . .—Un dí a recibí un a n oti cia horri ble que colmó mi desventura. Los cuatr o hombres sobreviv ientes al combate habían sido puestos en libertad y regresado a P olonia, prom eti en do que un o de ellos, antes de qu e pas aran tres meses, v olverí a para darme n otici as de mi padre. En efecto, una mañana s e pres entó de n uev o un o de ellos. Nuestro

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casti l lo habí a s ido tomado, incen diado, destrui do, y mi padre se habí a hecho matar def en diéndolo. En adelante estaba s ola en el mundo. Kostaki redobló sus insinuaci ones, y Smeran da sus ternuras; pero esta vez aduje com o pretexto mi duelo por la muerte de mi padre. Kostaki insistió di cien do que cuanto más sola me encon traba tant o más necesidad tení a de apoyo, y su madre insistió al par y acaso más que él.

Gregoriska me habí a hablado del poder que los m oldav os ti enen s obre s í mismos, cuan do n o qui eren que otros lean en su corazón. Él era un v ivo ejemplo de el lo. Estaba segurís ima de su am or, y sin embargo, s i algui en me hubiera preguntado en qué prueba s e fundaba tal certi dumbre, me habrí a s ido imposible decir lo: nadi e en el casti l lo habí a v isto nun ca que su man o tocara la mía, o que sus ojos buscaran los míos. Sólo los celos podí an hacer clara a Kos taki la r ivali dad del herman o, com o sólo el am or que alimentaba yo por Gregoriska podí a hacerme claro su amor. Sin embargo, lo confies o, me inquietaba much o aquel poder de Gregoriska s obre s í mismo. Yo tenía fe en él, pero n o bastaba; necesitaba s er conv enci da; cuando he aquí que una n oche, de vuelta apenas en mi cámara, oí golpear levemente a un a de las dos puertas que se cerraban por dentro. P or el m odo de golpear adiv iné que era una l lamada amiga. Me acerqué, preguntan do quién estaba all í .

"Gregoriska", con testó una v oz cuyo acen to n o podí a engañ arme. "¿Qué queréis de mí?", le pregunté toda tembloros a. "Si tenéis fe en mí", di jo Gregoriska, "s i me creéis hombre de hon or, ¿me permitís una pregunta?" "¿Cuál?" "Apagad la luz como si os hubi erais acos tado, y de aquí en media hora, abri dme esta puerta." "V olved den tro de medi a hora. . ." , fue mi única respuesta.

Apagué la luz, y aguardé. El corazón me palpi taba con violencia, pues compren dí a yo que se trataba de un hecho importante. Transcurrió la media hora: oí golpear más levemente aún que la primera vez. Durante el intervalo habí a descorri do los cerrojos; no me quedaba pues sino abrir la puerta, Gregoriska entró, y s in que me di jera, cerré la puerta tras él y eché los cerrojos. Él permaneció un instante mudo e inmóvi l , imponiéndom e s i len ci o con el gesto. Luego, cuan do estuv o

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seguro de que ningún peligro n os amenazaba por el momen to, me l lev ó al centro de la vasta cámara, y s intien do, por mi temblor, que n o habría podi do s ostenerme de pie, me buscó una si l la. Me senté o más bien me dejé caer s obre el asi ento.

" ¡Dios mío!", le di je; "¿qué hay de nuev o, o por qué tantas precauci on es?" "Porque mi v ida, que n o contaría para nada, y acas o también la vuestra, depen den de la conv ersación que ten drem os."

Amedrentada, le af erré una man o. Se la l levó él a los labi os , m irándome com o si quis iera pedir excusas por tanta audacia. Bajé y o los ojos, era un tácito cons entimiento.

"Yo os am o", me di jo con aquel la v oz melodi osa com o un canto; "¿me amáis vos?" "Sí", le respon dí . "¿Y consentiréis en ser mi mujer?" "Sí."

Llevó la man o a la frente con prof unda expresión de felici dad. "Entonces, ¿no rehusaréis seguirme?" "Os seguiré doqui era." "Pues compren deréis bien que no podem os ser felices sino huyen do de estos lugares."

" ¡Oh sí ! Huyamos", exclamé. "¡Silencio", di jo él estremecién dos e, " ¡Silenci o! " "Tenéis razón." Y me le acerqué toda tremante. "Escuchad lo que he hecho", continuó Gregoriska; "escuchad por qué he estado tanto ti empo sin confesaros que os amaba. Quería yo, cuan do estuviera s eguro de vuestro amor, que nadi e pudi era opon ers e a nuestra unión. Yo s oy ri co, queri da Edvige, inmensamente rico, per o com o lo s on los señ ores moldavos: rico en ti erras, en ganados, en serv idores. Ahora bi en, he v en di do por un mi l lón, tierras, rebañ os y campesin os al monasteri o de Hango. Me han dado trescien tos mi l francos en muchas piedras preci os as, cien mi l francos en oro, el rest o en letras de cambi o s obre Viena. ¿Os bastará un mi l lón?" Le apreté la mano. "Me hubi era bastado vuestro amor, Gregoriska, juzgadlo v os." " ¡Bien! Escuchad; mañana v oy al mon asteri o de Hango para tomar mis últimas disposici on es con el superi or. Él me tien e l istos caballos que nos es perarán de las nueve de la mañana en adelante ocultos a ci en pas os de casti l lo. Después de la cen a, subiréis de nuev o com o hoy a vuestra cámara; com o hoy apagaréis la luz; com o hoy en traré yo en

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vuestro apos ento. Pero mañana, en vez de salir solo v os me seguiréis , saldrem os por la puerta que da s obre los campos, en contrarem os los caballos, mon tarem os, y pas ado mañ ana por la mañan a habremos recorri do treinta leguas. —¡Oh! ¡Por qué no será ya pas ado mañan a! —¡Queri da E dvige!"

Gregor iska me apretó sobre el corazón, y nuestros labi os se encon traron. ¡Oh! Lo habí a dicho él , yo había abi erto la puerta de mi cámara a un hombre de hon or; pero compren di ó bien que s i n o l e perten ecí a en cuerpo le perten ecí a en alma. Transcurrió la n oche s in que pudi era cerrar los ojos. Me v eía huir con Gregoriska, me sentí a transportada por él com o ya lo habí a sido por Kostaki : sólo que aquella carrera terrible, espantable, fún ebre, s e trocaba ahora en un apuro suav e y delici os o, al que la velocidad del movimiento agregaba delei te, pues también el movimiento veloz tien e un deleite propi o. . . Naci ó el dí a. Bajé. Parecióme que el ademán con que me saludó Kostaki era aún más tétrico que de costumbre. Su s onrisa era irónic a y amenaz adora. Smeran da n o me pareci ó cam biada. Durante l a colaci ón, Gregoriska orden ó sus cabal los. Parecía que Kostaki n o pusiera ni la mínima atención en aquella orden. Hacia loas once, Gregoriska n os saludó, anunci an do que estarí a de regres o recién a la noche, y rogan do a su madre que n o le es peras e a cenar: des pués, volv ióse hacia mí y rogóme quis iera admitir sus excusas.

Salió. La mirada de su herman o le s iguió hasta cuan do dejó la cámara, y en ese m omento le brotó de los ojos un tal relámpago de odi o que m e estremecí . P odéis imaginaros con qué inquietud pasé aquel día. A nadie habí a confiado nuestros designios, a duras pen as le hablé a Dios de el lo en mis plegarias, y parecíame que todos los con oci eran, que cada mirada puesta en mí pudi era penetrar y leer en lo íntim o de mi corazón. . . La cen a fue un suplici o; hosco y taci turn o, Kos taki , por costumbre, hablaba raramente: esta vez no di jo más que dos o tres palabras en moldav o a su madre, y s iempre con tal acento que hací a estremecer. Cuan do me lev anté para subir a mi aposento, Sm eran da, com o de ordinari o, me abrazó, y al abrazarme repi tió aquella frase qu e des de ya ocho dí as n o le sal iera de la boca: ¡Kos taki ama a Edvige!

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Esta frase me s iguió com o una amenaza hasta mi cámara, y aun all í parecíame que una v oz fatal me susurrase al oí do: ¡Kostaki ama a Edvige! Ahora el amor de Kostaki , me lo había dicho Gregoriska, equivalí a a la muerte. Haci a las siete de la n oche v i a Kos taki atravesar el pati o. Se v olv ió para verme, pero me aparté para que n o pudi era descubrirme. Estaba inquieta, pues por cuanto podí a yo ver des de mi ventana, me parecí a que él iba directamen te haci a la caballeriza. Me arri esgué a correr los cerrojos de una de las puertas internas de mi cámara y pasar a la cámara v ecina, desde don de podí a ver todo lo que él estaba por hacer . Dirigíase, en ef ecto, haci a la caballeriza, y cuan do hubo l legado a ella sacó é l m ismo su cabal l o favori to, ensi l lán dolo de su propia man o con el cui dado de un hombr e que da la mayor importan cia a cada detalle. Vestí a el m ismo traje qu e cuan do se me apar eci era la vez primera, pero n o l levaba otra arma que el sable. Cuan do hubo ensi l lado el caballo, miró otra v ez hacia l a ventan a de mi cámara. No habién dome v isto, saltó sobre la s i l la, se hiz o abrir la misma puerta por la que sali era y debí a volv er su herman o, y s e alejó a todo galope en dirección del monasteri o de Hango. Se me apretó en tonces terri blemente el corazón; un fatal pres entimiento m e decía que Kostaki iba al en cuentro de su herman o. Estuve a la ventan a hasta cuan do pude distinguir el camino que, a un cuarto de legua de distancia del casti l lo, hacía un recodo a la izquierda y s e perdía en el comienz o de un bosque. P ero la n oche se tornaba cada vez más cerrada, y pron to n o pude yo distinguir más el camino.

Me quedé todavía.

Finalmente, la inqui etud que me atormentaba ren ovó, precisamente por exces o, mis fuerzas, y pues las primeras n otici as, de un o o de otr o herman o, debían llegarme en la sala inferi or, bajé.

Miré an te todo Smeran da. En la tran qui l idad de su ros tro adv ertí que n o tenía ninguna aprensión; daba órdenes para la acos tumbrada cen a, y los cubi ertos de los hermanos estaban en los lugares habituales. No me atreví a interrogar a nadie. Por otra parte, ¿a quién hubiera podi do dirigirme? En el casti l lo ninguno, ex cepto Kostaki y

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Gregoriska, hablaban las dos lenguas que yo sabía. Me s obresaltaba al m ínimo rumor. Por cos tumbre, n os poní amos a la mesa a las nuev e.

Había bajado a la sala a las ocho y medi a, y seguía con la mirada la aguja de los minutos, cuyo avance era casi v is ible s obre el ampli o cuadran te del reloj. La v iajera aguja transitó la distancia que n os separaba del cuarto de hora.

El cuarto golpeó, y las v ibraci on es reson aron prof undas y tristes; en segui da, la aguja con tinuó su girar s i len cios o, y la v i recorrer de nuev o la di stanci a con la regulari dad y la lenti tud de la punta de un compás. Algunos minutos antes de dar las nueve parecióme oír el pataleo de un caballo en el pati o. Lo oyó también Smeran da, y v olv ió el ros tro haci a la ventan a: pero la n oche era demasiado os cura para poder distinguir objeto algun o. ¡Oh! Si me hubi era mirado en aquel momen to, cuán presto habrí a adiv inado lo que pasaba en mi corazón. . .

Se habí a oí do el patalear de un s olo caballo, y era cos a muy natural, pues estaba yo bi en segura de que habría regresado un solo caballero. ¿Pero cuál? Res onaron algun os pas os en la antecámara; pasos len tos, com o los de un hombre que camina hesitan do: cada un o de ellos m e parecía transitarme el corazón. La puerta se abri ó, y en la os curi dad v i delin ears e una s ombra.

La s ombra s e detuv o un instante en la puerta; el corazón s e me quedó en suspens o. La sombra av anzó, y a medi da que entraba en el círcul o de la luz, recobraba yo el ali ento.

Recon ocí a Gregoriska. Algun os m omentos más, y el coraz ón se me quebraba. Recon ocí a Gregoriska, pero estaba páli do com o un cadáver. Con sólo verle podí ase adiv inar que había acon teci do alg o terrible. "¿Eres tú, Kostaki?", pregun tó Smeran da. "No, madre mía", contestó Gregoriska con s orda voz. " ¡Ah, al f in!" , di jo el la, "¿y desde cuán do acá toca a vues tra madre esperaros?" "Madre mía", di j o Gregoriska mirando la péndola, "apenas s on las nueve". Y efectivamen te en ese mismo m omento s onaron las nueve. "Es verdad" , di jo Smeran da. "¿Dónde está vuestro hermano?

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A pesar mío se presentó en mi mente el pensamiento de que Dios había hecho la misma pregunta a Caín. Gregoriska n o con testó. "Nadi e ha v isto hasta ahora a Kostaki ?", preguntó Smeranda.

El vatar , o sea el mayordom o, fue a inf ormarse.

"Hacia las siete", di jo él de regres o, "el con de ha estado en las caballerizas, ha ensi l lado con propi a mano su cabal lo, y ha parti do por el camino de Hango".

En ese instante mis ojos se en contraron con los de Gregoriska. N o sé si fue reali dad o alucinación, pero me pareció n otar una gota de sangre en medi o de su frente. Me l levé lentamente el dedo a la frente indican do el punto don de creía yo v er aquel la mancha, Gregoriska m e compren dió: sacó el pañuelo, secán dos e. "Sí, sí" , murmuró Smeran da, "habrá en contrado algún lobo u os o, y se habrá en treteni do en perseguirlo. H e aquí por qué un hi jo hace esperar a su madre. ¿Dón de le habéis dejado, Gregoriska?" "Madre mía", respon dió éste con v oz conmovi da pero f irme, "mi herman o y yo n o hemos sali do juntos" . "Bien", di jo Smeran da. "V amos a la mesa, cada un o pó ngas e en su lugar, y luego ciérrense las puertas; quien esté afuera, dormirá afuera."

Las dos primeras partes de estas órdenes fueron estrictamen te ejecutadas. Smeran da se pus o en su lugar, Gregoriska se sen tó a s u di estra, yo a su s iniestra. Des pués los s erv idores sali eron para cumplir la tercera parte de las órden es, es decir para cerrar las puertas del casti l lo. En ese momen to mismo se escuchó un gran estrépito en el pati o, y un serv i dor en tró espantado di ci en do:

"Princesa, ha entrado en este instante al pati o el caballo del con de Kostaki , solo y por entero cubi erto de sangre". " ¡Oh!", murmuró Smeran da levantán dos e páli da y amen azadora; "de tal m odo v olv ió un a noche al casti l lo el caballo de su padre".

Dirigió una mirada a Gregoriska, n o estaba páli do ya, estaba l ív ido. El caballo del con de Koproli , en efecto, había regresado una n oche al casti l lo todo manchado de sangre, y un a hora después los serv idores encon traron y trajeron el cuerpo del am o cubierto de heri das.

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Smeran da tomó un a antorcha de man os de un cri ado, acercóse a l a puerta y abrién dola bajó al pati o. El cabal lo, es pan tado, era reteni do trabajos amente por tres o cuatro serv i dores que hacían toda clase de esfuerz os para tranqui l izar lo, Smeran da se aproximó al animal, ex aminó la sangre que cubría la s i l la y v i o una heri da en su testuz.

"Kostaki fue muerto de fren te", di jo ella, "en duelo, y por un s ol o en emigo. Buscad su cuerpo, hi jos míos, más tarde buscarem os al homici da".

Así com o el caballo había entrado por la puerta de Hango, todos los serv idores se preci pitaron afuera por el la, y se v ieron sus antorchas perderse en la campiña y entrar en lo profundo del bosque, com o en una herm osa n oche de estí o se ven centel lear las luciérnagas en la l lanura de Niza o de Pisa.

Smeran da, com o si hubi era estado s egura de que la búsqueda n o durarí a mucho, aguardó enhi esta en la puerta. Ni un a lágrima humedecía las meji l las de aquella madre des olada, s in embargo se v eí a que la deses peración rugía tempestuos a en lo profun do de su corazón. . . Gregoriska estaba detrás de ella, y yo cerca de Gregoriska. Al aban don ar la sala, pareció querer ofrecerme su braz o, pero n o s e había atrevi do a hacerlo. De ahí en cerca de un cuarto de hora se v i o aparecer en el recodo del camino una antorcha, luego una s egun da, una tercera, y f inalmen te distinguiéronse todas. Sólo que ahora, en vez de dispersarse estaban agrupadas en torn o a un centro común. Ese centro era, com o bien pron to s e pudo advertir , unas pari huelas con un hombre ten di do s obre ellas. El fúnebre cortejo avanzaba lentamente, pero al cabo de diez minutos, quien es le l levaban s e descubri eron instintivamente la cabeza, y taciturn os entraron en el pati o, don de fue deposi tado el cuerpo. Entonces, con un majestuos o gesto Smeran da orden ó se le abri era pas o, y acercán dos e al cadáver pus o un a rodi l la en ti erra an te él , apartó los cabellos que le f ormaban un velo s obre el rostro, y estuv o contemplán dolo largamente, s in derramar un a lágrima. Le abrió luego la vestimenta moldava y apartól a camisa ensangren tada. La heri da ha llábas e en la parte di estra del pecho. D ebí a haber s ido hecha con una hoja recta y de dos fi los.

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Recordé haber v isto esa mañan a misma al a costado de Gregoriska el largo cuchi l lo de caza que s erv ía de bayon eta a su carabina. Busqué con los ojos el arma: n o estaba ya al l í . Smeran da se hiz o l levar agua, mojó en el la su pañuelo y lavó la l laga. Una sangre pura y tibi a todaví a enrojeci ó los labi os de la heri da. El espectáculo que tenía bajo los ojos era a un ti empo atroz y sublime. Aquella v asta cámara ahumada por las antorchas de resina, aquellos ros tros bárbaros, aquellos ojos cen tellean tes de feroci dad, aquellos ropajes singulares, aquella madr e que, a la v ista de la sangre aun cáli da, calculaba cuánto tiempo hací a que la muerte arrebatara a su hi jo, aquel pr ofun do s i lenci o interrumpi do sólo por los solloz os de los ban di dos cuyo jefe era Kostaki , todo es o, repi to, tenía en sí algo de atroz y de sublime. Smeran da acercó sus labi os a la fren te de su hi jo, y se levan tó; en segui da, echán dos e a las espaldas las la rgas trenzas de blancos cabellos que se le había desuni do:

" ¡Gregoriska!", di jo. Gregoriska se estremeció, s acudi ó la cabez a y salien do de su atonía: "Madre mía", respon di ó.

"Venid aquí , hi jo mío, y escuchadm e."

Gregoriska obedeció, temblando, pero obedeci ó.

A medi da que se aproximaba al cuerpo de Kostaki , la sangre brotaba de la heri da más abun dante y más roja. Afortunadamente Smeran da no miraba más hacia aquel lado, pues a la v ista de aquella sangre n o habría tenido ya necesi dad de buscar el as esino. "Gregoriska", di j o ella, "bien sé que Kostaki y tú n o os mirabais con buen os ojos, bien sé que tú eres un Waivady por parte de tu padre, y él un Koproli por parte del suyo, pero por parte de vuestra madre s ois ambos de la sangre de los Brankov an. Sé qu e tú eres un hombre de ciuda d occi den tal y él un hi jo de las montañas orientales; pero por el sen o que os l levó a ambos, sois herman os.

¡Pues bien! Gregoriska, quiero saber s i mi hi jo será l levado a yacer junto a la tumba de su padre sin que haya s ido pronun ciado el juramento, s i yo en fin podré llorar tranqui la, com o mujer, descansando en v os, vale decir en un hombre, para el castigo". "Deci dme, señ ora, el

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nombre del homici da, y ordenad; os juro que den tro de una hora, s i v os lo exigís , habrá dejado de v iv ir ." "¿Juráis so pena de mi maldición, l o habéis enten di do, hi jo mío? ¿Juráis que el asesin o morirá, que n o dejaréis piedra s obre pi edra de su casa: que su madre, sus hi jos, sus herman os, su mujer o su prom eti da perecerán por vuestra man o? Juradlo, y, al jurarlo, invocad s obre v os la cólera celeste, s i fal táis a la sacra prom esa. Si faltáis a esta sacra promesa, padeceréis la miseria, la execración de los amigos, la maldición de vuestra madre."

Gregoriska exten dió la mano s obre el cadáver, y: " ¡Juro que el asesino m orirá", di jo.

A aquel s ingular juramento, cuyo verdadero sen ti do yo s ola y el muerto quizá podíam os com pren der, v i o creí ver cumplirs e un horrendo prodigi o. Los ojos del cadáv er se abri eron, s e f i jaron s obre mi más v ivos cual nun ca los viera, y, com o si aquella mirada hubi era s ido palpable, sentí pen etrarme hasta el corazón un hierro can den te. N o resistí tanto dolor, y me desvanecí .

Cuan do recobré los senti dos me encon tré acos tada s obre el lecho de mi cámara: un a de las dos mujeres velaba cerca de mí . Pregunté dón de estaba Smeran da; me fue con testado que velaba junto al cuerpo de su hi jo. Pregunté dón de estaba Gregor iska: se me di jo que en el monasteri o de Hango.

Ahora n o era preciso huir: ¿n o había muerto Kostaki? No se debía ya hablar de boda, ¿ podí a yo casarme con el fratrici da? Transcurrieron así tres días y tres n oches en medi o de extrañ os sueñ os. En la v igi l ia y en el sueñ o veí a s iempre aquellos dos ojos viv os en ese rostro de muerto: era una v is ión horren da. Kostak i debí a ser sepultado al tercer dí a.

Por la mañana me fue traí do de parte de Smeran da un vesti do completo de v iuda. Me lo pus e y bajé. La casa parecía vacía, todos estaban en la capi l la. Me encaminé hacia ella, y al tiempo que tras ponía su umbral, v ino a mi encuentro Smeran da a qui en n o habí a v isto desde hacia tres dí as.

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Hubierais dicho que era la imagen del Dolor. Con lento movimient o com o el de un a estatua, posó s obre mi frente sus helados labi os, y con voz que parecí a salir ya de la tumba, pronunció las habituales palabras; ¡Kostaki os ama!. . . No os podéis imaginar el ef ecto que produjeron en mi aquellas palabras. Esa protes ta de amor expresada en pres ente en vez de en pasado, que decí a os ama , y no ya os amaba ; ese am or de ultratumba que vení a a buscarme en la vida, hi z o s obre mi coraz ón un a impresión terrible. Al mismo tiempo apoderábas e de mí un ex trañ o sentimiento, tal com o si fuera verdaderamente la mujer de aquel qu e había muerto, n o la prometi da del v ivo. Aquel ataúd me atraía a mi pesar, doloros amente, com o la s ierpe atrae al pajari l lo por ella fascinado.

Busqué con los ojos a Gregoriska; lo v i páli do y en hies to contra un a columna: miraba haci a lo alto. No sé decir s i me v io. Los mon jes del convento de Hango rodeaban el cuerpo can tan do salmos del r ito griego, a veces armoni os os, con frecuencia monóton os. También y o hubiera queri do orar, pero la plegaria ex piraba en mis labi os; mi mente estaba tan confusa que parecí ame antes bi en presen ciar un consistori o de dem oni os que un a reunión de m onjes. Cuan do fu e sacado el cuerpo de al l í , quise seguirlo, pero desfal leci eron mis fuerzas. Sentí doblárseme las piern as, y me apoyé en la puerta. Entonces Smeran da s e me acercó e hizo una señ a a Gregoriska. Este se aproximó. Smeran da me habló en moldav o:

"Mi madre me orden a repetiros palabra por palabra lo que va a decir" , me expresó Gregoriska.

Smeran da habló de nuev o; cuan do hubo terminado:

"He aquí las palabras de mi madre", di jo él: "Lloráis a mi hi jo, Edvige, vos le amabais , ¿verdad? Os agradezco vuestras lágrimas y vues tr o amor; de ahora en adelante tenéis una patri a, una madre, una f ami l ia. Derramem os las muchas lágrimas debi das a los muertos, luego s eam os de nuev o dign as ambas de aquel que ya no es. . . ¡yo su madre, v os su mujer! A di ós, torn ad a vuestra cámara; yo acom pañaré a mi hi jo hasta su última morada; cuan do regres e, me encerraré en mi estan cia con mi

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dolor, y me v olveréis a v er sólo cuando lo haya venci do; esta d tranqui la, mataré este dolor, porque n o quiero que me mate a mí".

A estas palabras de Smeran da, traducidas por Gregoriska, n o pude respon der s ino con un gemido. Subí a mi cámara: el fúnebre cortejo s e alejó, y lo v i desaparecer en el ángulo del camino. El convento de Hango estaba a sólo medi a legua de distancia del casti l lo en línea recta; pero los obstáculos del suelo hacían dar muchas vueltas al camino, de m odo que se empleaban dos horas en recorrer aquel espaci o. Era el mes de n ovi embre. Las jornadas habíans e torn ado frías y breves, y a las cinco ya era n oche oscura. Haci a las siete v i reaparecer las an torchas; el cortejo fúnebre había regresado. El cadáver repos aba en la tumba de sus padres; todo estaba con clui do.

Os dije ya en qué singular pesadi l la v iv ía presa luego del fatal suces o que n os sumergiera a todos en el duelo, y s obre todo después que v iera reabrirs e y f i jars e s obre mí los ojos cerrados del muerto. L a noche que s iguió, oprimida por las emocion es ex perimentadas duran te el dí a, estaba aún más triste. Escuchaba s onar todas las horas del reloj del casti l lo, y a medi da que el ti empo fugitiv o me acercaba al momento en que había muerto Kos taki , sentí ame cada vez más descons olada. Sonaron las nueve men os cuarto. Entonces se apoder ó de mí una extrañ a sensación. Me corrí a por todo el cuerpo un terror, un estremecimiento que m e helaba; luego una es peci e de sueñ o invencible en torpecía mis sentidos, opri míame el pecho, y me velaba los ojos. Ten dí el braz o y fui a caer de espaldas sobre el lecho. Sin embargo n o habí a perdi do totalmente los senti dos com o para que n o pudi era oír com o un os pas os acercán dos e a mi puerta, después me pareció abrirse la puerta, en segui da n o v i ni escuché más nada. Sólo sentí un vivo dolor en el cuel lo. Luego de lo cual caí en profun do letargo.

Me desperté a median oche; mi lámpara ardía aún; intenté levantarme, pero estaba tan débi l que hube de repetir la tentativa dos v eces. Finalmente logré superar mi debi l i dad, y com o despi erta sen tía en el cuello el m ismo dolor que ex perimentara en el sueñ o, me arrastré, apoyán dome en el muro, hasta el espejo, y miré. Algo que semejaba l a

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punzadura de un alf i ler marcaba la arteri a de mi cuello. Creí que algún insecto me hubi era picado durante el sueñ o, y com o me sentí a abati da por la extenuación, me acos té de nuev o y me dormí . A la mañana m e desperté com o de cos tumbre; pero enton ces sentí una tal debi l i da d com o la ex perimentara sólo una v ez en mi v ida, a la mañana siguiente de un dí a en que fuera sangrada. Me miré en el espejo, y me s orpren dí de mi extraordinari a pali dez. La jornada transcurrió triste y os cura; ex perimen taba yo un a cos a s ingular; cuando me encon traba en un lugar sentía n ecesi dad de quedarme al l í : cualquier cambi o de posici ón me fatigaba.

Llegada la n oche, me trajeron la lámpara; mis mujeres, según podía yo compren der por sus gestos, s e ofrecieron a quedarse conmigo. Se l o agradecí y sali eron. A la misma hora que la n oche preceden te ex perimen té los mismos síntomas. Quise levantarme en tonces y pedi r ayuda; pero n o pude l legar a la sali da. Oí vagamente dar las nuev e menos cuarto; los pas os res onaron, abri óse la puerta, pero yo n o veí a ni escuchaba nada, y, com o la n oche anteri or, caí de espaldas s obre el lecho. Com o el día an teri or ex perimenté un dolor en el m ismo s iti o. Como el dí a anteri or me des perté a medi an oche; pero más páli da y más débi l aún. Al día s iguiente ren ovós e la horrible pesadi l la.

Estaba deci di da a bajar a la estancia de Smeran da por muy débi l qu e me s intiera, cuan do en tró en la cámara una de mis mujeres y pronunci ó el n ombre de Gregoriska. El joven la s eguí a. Intenté levantarme para reci bir le; pero v olv í a caer en mi s i l lón. El di o un grito al verme, y quis o lanzarse haci a mí; pero tuve la fuerz a de ten der el braz o haci a él.

"¿Qué venís a hacer aquí?, le pregunté. "¡Ay!", di jo é l ; " ¡venía a deciros adiós! A deciros que aban don o este mundo que me es insoportable s in vuestro am or y vuestra presenci a; a anunciaros que me retiro al m onasteri o de Hango". "Gregoriska", le respon dí , "estáis privado de mi presenci as, pero n o de mi amor. ¡Ay! Os amo siempre, y mi mayor pen a es que este am or sea en adelante casi un delito". "Entonces, ¿puedo es perar que rogaréi s por mí , Edvige? "Sí, pero n o lo podré hacer por largo tiempo", repliqué yo con un a s onrisa. "¿Por qué n o? Pero en verdad os v eo muy abati da, Deci dme, ¿qué tenéis?

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¿Por qué tan páli da?" "P orque. . . Di os ti en e ci ertamen te piedad de mí, y a él me l lama."

Gregoriska se me acercó, tomóme un a mano que n o tuve fuerza de sustraer le, mirándom e f i jo al rostro: "Esa pali dez n o es n atural . Edvige" me di jo; "¿cuál es la caus a?" "Si os la di jera, Gregoriska, creerí ais que estoy loca." "No, no, hablad, Edvige, os lo supli co; estamos en un país que n o se parece a n ingún otro país , en una fami l ia que n o s e asemeja a ninguna otra fami l ia. Deci dme, decí dmelo todo, os lo en carezco."

Se lo n arré todo: la extraña alucinación que me pos eía a la hora en que Kostaki debi ó morir ; ese terror, es e letargo, ese frí o glaci al, esa postración que me hacía caer de es paldas sobre el lecho, ese rui do de pas os que me parecí a oír , esa puerta que creí a ver abrirse, y f inalment e ese agudo dolor en el cuello s egui do de una pali dez y de un a debi l i da d s iempre creci entes. Creía yo que mi relato parecería a Gregoriska un comienz o de locura, y lo terminaba con una ci erta timidez, cuan do por el contrari o advertí que me prestaba gran atención.

Cuan do hube terminado de hablar, Gregoriska ref lexi onó un instante. "¿De manera — preguntó él— que os dormís cada n oche a las nuev e menos cuarto?" "Sí, por muchos que s ean los esfuerz os que hago par a resistir al sueñ o." "¿Y a esa misma hora creéis ver abrirse la puerta? ""Sí, aunque eche el cerrojo. " ¿Y luego ex perimen táis un agudo dolor en el cuel lo?" "Sí, aunque sea apenas vis ible la señ al de la heri da" . ¿Me permitís ver?" Doblé la cabeza haci a atrás. Examinó él la cicatriz . "Edvige — di jo Gregoriska después de un m omento de ref lexión —, ¿tenéis confianza en mí?" "¿Me lo preguntáis?", contesté. "¿Creéis en mi palabra?" "Com o creo en el Evangeli o." " ¡Bien! Edvige, por mi fe, os juro que n o tenéis ocho dí as de vida, s i n o consen tís hacer, hoy mismo, lo que v oy a deciros." "¿ Y si con siento?" "Si consentís , quizás os salvéis ." "¿Quizás? Él se calló. "Suceda lo que fuere, Gregoriska", continué dici en do yo "haré cuan to me ordenéis hacer". "Escucha d enton ces", di jo él . "y ante todo n o os espan téis . En vuestro país , com o en Hungría y en nuestra Rumania, existe una tradici ón". Temblé "porque esa tradi ción ya habí a vuelto a mi memoria". " ¡Ah! ¿Sabéis lo

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que qui ero decir?" "Sí", con testé, "en Polonia v i algun as pers onas padecer el horren do hecho". "Queréi s hablar del vampiro, ¿no es verdad?" "Sí, niña aún, me sucedi ó ver desen terrar en el cementeri o de una aldea perten eci ente a mi padre cuarenta person as muertas en quince días, s in que se hubiera podi do en ninguna ocasión acertar con la caus a de su muerte. Diecis iete de es os cadáv eres ex pusieron todos los signos de vampirismo, es decir fueron encontrados frescos com o si hubieran estado v ivos; los otros eran sus víctimas". "¿Y qué se hiz o para l iberar de es o a la región?" "Se les clavó un palo en el corazón, y luego los quemaron." "Sí, as í se acostumbra hacer; pero para n os otros es o n o basta. Para l i braros de vuestro fantasma antes quier o con ocerlo, y ¡por Dios! lo con oceré. Sí, y s i es precis o, lucharé cuerp o a cuerpo con él, qui enqui era fuere." " ¡Oh, Gregoriska!", exclamé espantada. Dijo: "Qui enqui era que fuere", lo repito. Mas para l levar a buen fin esta terri ble av entura, es necesario que consintáis en hacer todo lo que os exigiré." "Deci d." "Estad pron ta a las siete. Descen ded a la capi l la, pero descen ded sola; es neces ari o que venzáisa toda costa vues tra debi l i dad, E dvige. All í recibirem os la ben di ción nupci al. Consen tí dmelo, amada mía: para velar por ti . Luego subirem os de nuev o a esta cámara, y enton ces verem os." " ¡Oh! Gregoriska", exclamé, "¡s i es él, os matará!" "No temáis , amada E dvige. Consen ti d solamente." "Sabéis bi en que haré todo lo que queráis , Gregoriska." "Entonces, hasta luego a la n oche." "Sí, haced lo que creáis más oportun o, y os secun daré yo cuanto mejor pueda; adiós."

Se fue. Un cuarto de hora después vi a un cabal lero preci pitarse a toda carrera por el camino del mon asteri o; era él.

Apen as le hube perdi do de v ista, caí de rodi l las y oré, oré com o ya no s e reza en vuestras tierras sin fe, y aguardé a las siete, ofrecien do a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; no me levanté s ino al s on ar las siete. Estaba débi l como una m oribun da, páli da com o una muerta. Me eché s obre la cabeza un gran velo n egro, descen dí l a escalera, apoyán dome en el muro, y me dirigí a la capi l la s in encontrar a nadi e.

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Gregoriska me es peraba con el padre Basi l io, pri or del m onasteri o de Hango. Ceñía una espada santa, reliquia de un antiguo cruz ado qu e asistiera a la toma de Constantin opla con Vil le-Hardouin y Baldouin de Flan des. "Edvige", di jo él golpean do con la man o su es pada, "con la ayuda de Dios, ésta romperá el en can tamiento que amen aza vuestra v ida. Acercaos pues resueltamente; este santo hom bre, que ya h a reci bi do mi confesión, recibirá nuestros juramentos".

Comenzó la ceremonia; quizá nunca otra fue más senci l la y a un ti emp o más solemne. Nadi e asistía al mon je; él mismo n os pus o s obre la cabez a las coronas nupci ales. Vesti dos ambos de luto, giram os en torn o al altar con un ciri o en la man o; luego el monje, tras de pron unciar las sacras palabras, agregó: "I dos ahora, hi jos míos, y el Señ or os dé fuerza y valor para luchar con tra el en emigo del human o género. Armados de vuestra in ocenci a y defen di dos por Su jus ticia, venceréis al demoni o. I d, y ben di tos seáis".

Besamos los li bros santos y salim os de la capi l la. Entonces por vez primera me apoyé en el braz o de Gregoriska, y parecióme que al contacto de aquel fuerte braz o, de aquel n oble corazón, volv ía a mis venas la v ida. Estaba segura del triunfo, porque Gregoriska estab a conmigo; subimos a mi cámara. Son aban las oc ho y media.

"Edvige", me di jo en tonces Gregoris ka "n o ten emos ti empo que perder. ¿Quieres dormir, como de cos tumbre, para que todo suceda durante tu sueñ o, o bi en perman ecer des velada y verlo todo?" "Junto a ti nada temo: qui ero perman ecer despi erta y verlo todo."

Gregoriska ex trajo de su pecho un boj ben dito, húmedo aún de agua santa, y me lo di o: "T oma enton ces esta ramita", me di jo, "acuéstate en tu lecho, recita las preces de la Virgen y aguarda s in temor. Dios es tá con n os otros. Cui da ante todo de n o dejar caer la ramita; con ella podrás ordenar aun en el inf iern o. No me l lames, n o des ningún grito; reza, confía y aguarda".

Me acos té en el lecho. Crucé las man os sobre el sen o, y puse s obre é l la ramita ben deci da. Gregoriska ocultóse tras del tron o de que ya os hablé. Con taba yo los minutos, y de s eguro mi espos o hacía lo mismo.

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Sonaron los tres cuartos. Vibraba aún el tañir del marti l lo, cuan do me sentí presa del m ismo entorpecimiento, del m ismo terror y del m ismo frío glaci al de los días preceden tes; acerqué a mis labi os la rama ben di ta, y aquella primera s ensación se desvaneció. Oí enton ces muy claro el rui do de aquel con oci do pas o lento y medi do que subí a los peldañ os de la escalera, y se aproximaba a la puerta. Luego la puerta se abrió despaci os amente, s in rui do, como empujada por sobrenatural fuerza, y enton ces. . .

La v oz se apagó a medias, casi sof ocada en la garganta de la narradora.

Y entonces, con tinuó hacien do un esfuerz o, v i a Kostaki , páli do com o se me apareci era en las parihuelas; los largos cabellos n egros , cayéndole s obre las espaldas, goteaban sangre; vestía com o de costumbre, pero tenía descubi erto el pecho y dejaba ver su sangran te heri da. T odo estaba muerto, todo era cadáver. . .carn e, ropas, porte. . . solamente los ojos, aquellos terri bles ojos, estaban vivos.

Ante aquella aparición, ¡ extrañ o es decir lo! , en v ez de sen tir dupli cárs eme el espanto, sentí crecerme el valor. Di os me lo enviaba de seguro para deci dir m i s ituación y defenderme del inf iern o. Al primer pas o que el espectro di o hacia mi lecho, le clavé intrépi damente los ojos en el ros tro y le presenté la rama ben di ta. El espectro intentó avanzar, pero un poder más fuerte que él lo retuv o en el s itio. S e detuv o. "¡Oh", murmuró; "ella n o duerme, lo sabe todo". Pronunci ó é l estas palabras en lengua moldav a, y s in embargo las com prendí y o com o si hubi eran sido pronunci adas en lengua por mí sabida.

Estábam os así un o fren te al otro, el fantasma y yo, s in que pudier a apartar mis miradas de las suyas, cuan do con el rabi l lo del oj o v i a Gregoriska salir detrás del baldaquino, semejan te al ángel exterminador y con la es pada en el puñ o. Se hizo la s eñal de la cruz con la man o s iniestra, y av anzó lentamente con la espada ten di da vuelta haci a el f antasma; éste, al v er al herman o, des en vainó también el sable soltan do una horri ble carcajada; pero apen as su sable tocó el hierro ben di to, el braz o le cayó inerte junto al cuerpo. Kos taki ex haló un suspiro de rabi a y deses peración. "¿Qué quieres de mí?", pregun tó

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al herman o. "En nombre del Dios verdadero y v iv iente", di j o Gregoriska, "con júrote a que respon das." "Habla", di jo el es pectr o rechinan do los di entes. "¿Te he ten di do yo una emboscada?" "No. " "¿Te he asaltado yo?" "No." "Te he herido yo?" "No." "T e arrojast e tú mismo sobre mi es pada y tú mismo corriste al en cuentro de la muerte. Luego, ante Di os y los hom bres no s oy culpable yo del deli t o de fratri ci di o; luego n o has recibi do una mis ión div ina s ino infernal; luego has sali do de tu tumba n o com o una sombra santa s ino com o un espectro mal dito, y v olverás a tu tumba." " ¡Con ella, s í !" , exclam ó Kostaki haci en do un supremo esfuerzo para apoderarse de mí . " ¡Volv erás al lá s olo!", exclamó a su vez Gregoriska; "esta mujer me perten ece".

Y al pronunci ar tales palabras tocó con la pun ta del hierro ben di to la l lega v iva. Kos taki exhaló un grito como si le hubiera tocado un a espada de fuego y, l leván dos e un a man o al pecho, di o un pas o atrás. Al mismo ti empo, Gregoriska, con un movimiento que parecí a coordinado con el del herman o, di o un pas o adelante; enton ces, con los ojos f i jos en los ojos del muerto, con la espada contra el pecho de su herman o, comenzó un a marcha lenta, terri ble, s olemne. Era algo semejante al pasaje de don Juan y el com en dador; el espectro retrocedía bajo la presión de la sacra es pada, bajo la volunta d irresistible del campeón de Dios, que lo seguía pas o a pas o, s in pronun ciar una palabra, ambos anhelantes, ambos lív idos del rostro, el v ivo arrojan do al muerto y obligán dolo a aban don ar el casti l lo, su anteri or m orada, para volver a la tumba, su morada futura. . . Os lo aseguro, a f e mía, ¡era cos a horren da de v erse! Y sin embargo, y o misma, movida por una fuerza superi or, inv is ible, descon oci da, s in saber lo que hacía, me levanté y los seguí . Bajam os la escalera, i luminados sólo por las ardi en tes pupi las de Kostaki . Atravesam os la galería y el pati o, y luego tras pusimos la puerta s iempre con el m ismo pas o medi do, el espectro retrocedi en do, Gregoriska con el braz o ten di do, yo detrás de ellos.

Esta marcha fantástica duró un a hora, pu es era necesari o v olver el cadáver a su tumba; pero en v ez de seguir el camin o acostumbrado, Kostaki y Gregoriska atravesaron el terren o en línea recta,

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cui dán dos e poco de los obstáculos, que para ellos ya n o existían; ante ellos el suelo se allanaba, los torren tes se secaban, los árboles s e apartaban, las rocas se abrí an. El mismo mi lagro s e operaba para mí : sólo que el cielo me parecía todo cubi erto de un negro velo, las lunas y las estrel las habían desapareci do y en medi o de las tini eblas sólo veí a respl an decer los ojos l lamean tes del vampiro. Llegamos de tal m odo a Hango y pasam os a través del s eto v ivo de madroñ os que serv ía de cerco al cementeri o. A penas entrada, distinguí en tre las sombras la tumba de Kostaki , junto a la de su padre, n o sabía que estu vi era all í y s in embargo la recon ocí . Nada me era descon oci do en aquella n oche.

Gregoriska se detuv o al borde de la fos a abi erta. "Kos taki", di jo él , "aun n o está todo terminado para ti , y un a v oz del ci elo me avisa que s e puede s er concebi do el perdón si te arrepien tes; ¿prometes retornar a la tumba?, ¿n o salir de ella más?, ¿consagrar a Di os el culto que consagraste al inf iern o?". " ¡No!", respon di ó Kostaki . "¿T e arrepien tes?", preguntó Gregoriska. "¡No!" "P or ú ltima vez, ¿te arrepien tes?" " ¡No!" "P or úl tima vez, ¿te arrepien tes?" " ¡Bien!" invoca la ayuda de Satanás, com o invoco yo la de Dios, y verem os quién saldrá esta vez aún victori os o."

Res onaron simultán eamen te dos gri tos; los hi erros se cruzaron despi di en do centellas, y la lucha duró un minuto que me pareció un s iglo. Kostaki cayó; v i alzarse la terr ible espada de su herman o, introducírsela en el cuerpo, y clavar ese cuerpo s obre la tierra recién rem ovida. Un último gri to que nada tení a de human o s e alzó por el aire. Acudí : Gregoriska estaba en pie, pero vaci lan te. Le di apoyo con mis braz os.

"¿Estás heri do?", le pregun té ansios amente. "No", me respon di ó, "pero en tal duelo, querida Edvige, la lucha, n o la heri da, mata. H e luchado con la muerte, y a ella pertenez co". "Amigo, amigo", ex clamé, "a lé jate de aquí y acas o vuelv as a la v ida". "No, ésta es mi tumba, Edvige, pero n o perdam os tiempo; toma un poco de esta ti erra impregnada de su sangre y aplícala a la mordedura que te hiz o; es el único medi o que puede preservarte en el porvenir de su horren do amor."

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Obedecí temblan do. Me incliné para recoger aquella tierr a sanguinosa, y al doblarme v i el cadáver clavado al suelo: la es pada ben di ta le atrav esaba el corazón, y una sangre os cura le brotaba abun dante de la heri da, com o si hubiera muerto en aq uel momen to.

Amasé un poco de tierra con la san gre, y apliqué a mi heri da el espantos o talismán. "Ahora, mi adorada Edvige", di jo Gregoriska con voz semiapagada, "escucha bien mi últi mo consejo. A ban don a el país apen as te s ea posi ble. Sólo la distanci a es una s eguri dad para ti . El padre Basi l io recibió hoy mi suprema voluntad y la cumplirá. "Edvige, un bes o! ¡El último, el único bes o! ¡Edvige, me muero!" Y así di cien do, Gregoriska cayó jun to al herman o.

En cualquier otra circunstan cia, en medi o de aquel cemen teri o, cerca de aquella tumba abi erta, con aquellos dos cadáveres yacien do un o junto al otro, hubi era enloqueci do; pero como di je ya, Dios me habí a inspirado un a fuerza igual a los acon teci mientos, de los que é l me hací a no sólo testigo s in o también actriz . Mi entras miraba a mi alrededor en busca de ayuda, v i abrirse la puerta del m onasteri o y avanzar los monjes de a dos con duci dos por el padre Basi l i o, l levan do cir i os ardi entes y cantan do las preces de difuntos. El padre Basi l io habí a l legado hacía poco al conv ento, y previ en do lo sucedi do, dirigíase al cemen teri o con toda la congregaci ón. Me encon tró v iva cerca de los dos muertos. Una última convuls ión había retorci do el ros tro de Kostaki ; Gregoriska en cambi o estaba tranqui lo y casi sonri ente. Fue sepultado, com o lo deseara él , junto al herman o, el cristian o junto al maldi to. Smeran da, cuan do tuv o n otici a de la nueva des dicha, quis o verme, fue a buscarme al conven to de Hango, y supo de mis labi os cuan to había aconteci do en aquella tremen da n oche.

Le ref erí todos los detalles de la fan tásti ca histori a, pero ella me escuchó, com o ya me escuchara Gregoriska, s in mostrar es tupor n i espanto. "E dvige", me con testó ella después de un instante de s i lenci o, "por muy ex trañ o que sea lo que me habéis narrado, di jisteis sólo la verdad. La estirpe de los Brankovan está maldi ta hasta la tercera y cuarta gen eración, porque un Brankovan mató a un sacerdote. El término de la maldición ha l legado, pues vos, aunqu e

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espos a, sois v irgen, y en mí se extingue el l inaje. Si mi hi jo os ha dejado en herencia un mi l lón, tomadlo. Después de mi muerte, salvo los pí os legados que tengo la intención de hacer, recibiréis el resto de mis bien es. Y ahora s egui d el cons ejo de vuestro es pos o. V olveos lo más presto que podáis a aquel las ti erras don de Di os n o permite s e cumplan tan horren dos prodigi os. No necesito de n adi e para l lorar conmigo a mis hi jos. Mi dolor qui ere s oledad. A diós, no me tengáis ya en cuenta. Mi suerte futura me perten ece a mí sola y a Di os".

Y luego de besarme en la frente com o de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el casti l lo de Brankov an.

Ocho días después partí para F rancia. Com o lo esperara Gregoriska, mis noches n o fueran turbadas ya por el terrible fantasma. Restablecióse mi salud, y de aquel suceso n o me quedó otro recuerdo fuera de esta pali dez mortal que suele acom pañ ar hasta la tumba a toda humana cri atura que haya sufrido el bes o de un vampiro.