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PRAcTICA LA FORMACIÓN DE LA CONCIEF1CIA MORAL . En un reciente estudio de carácter más bien teórico que publicamos sobre la estructura y la génesis de la conciencia moral (1) describimos. tres modos de darse ésta, correspondientes a los tres tipos polares de Sheldon, o por mejor decir a los tres componentes temperamentales. Cada uno de ellos representa una moral de caracteres parcialmente distintos: la moral de la epiqueya sistemática (del primer componente), la moral de la eficacia en la acción (del segundo componente) y la moral del imperativp categórico, o del deber riguroso (del tercer componente). Ahora bien, el cuadro sin- tético en el que resumimos el resultado comparativo de los tres ezoti- pos (2) estaba exigiendo un complemento de carácter pastoral, que es 10 que intentamos ofrecer en el presente artículo. Basta ver, en efecto, en dicha sinopsis que los tipos primero y segundo dominantes no sienten apenas el deber antes de cumplir la ley, ni el remordimiento después de la infracción de la misma, para que cuantos se dedican a la conducción de hombres experimenten una cierta inquietud y preocupación por las consecuencias éticas .que esto supone. . Da miedo, sobre todo, el tipo segundo extremo-sin conciencia for- mada-, que junto a esa insensibilidad frente al deber y la infracción legal añade como principio práctico de acCión (aunque no se 10 haya formulado nunca expresamente) que el fin justifica los medios, y que considera fre- cuentemente al prójimo como un puro medio en la prosecución de sus planes, sin sentir apenas el daño que su conducta pueda causarle. De tales premisas se puede temer cualquier consecuencia, y es obvio suponer que los educadores no puedan quedar indiferentes ante ello. Estos sujetos fácilmente son funestos para la sociedad, sobre todo si llegan al poder (1) Génesis y estruc.tura de la conciencia moral en los' diversos tipos caracte- rológicos, en "Pensamiento" 19 (1963) 139-184. (2) "Pensamiento", 1. e., 171-172.

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Page 1: LA FORMACIÓN DE LA CONCIEF1CIA MORALsobre la estructura y la génesis de la conciencia moral (1) describimos. tres modos de darse ésta, correspondientes a los tres tipos polares

PRAcTICA

LA FORMACIÓN DE LA CONCIEF1CIA MORAL

. En un reciente estudio de carácter más bien teórico que publicamos sobre la estructura y la génesis de la conciencia moral (1) describimos. tres modos de darse ésta, correspondientes a los tres tipos polares de Sheldon, o por mejor decir a los tres componentes temperamentales. Cada uno de ellos representa una moral de caracteres parcialmente distintos: la moral de la epiqueya sistemática (del primer componente), la moral de la eficacia en la acción (del segundo componente) y la moral del imperativp categórico, o del deber riguroso (del tercer componente). Ahora bien, el cuadro sin­tético en el que resumimos el resultado comparativo de los tres ezoti­pos (2) estaba exigiendo un complemento de carácter pastoral, que es 10 que intentamos ofrecer en el presente artículo. Basta ver, en efecto, en dicha sinopsis que los tipos primero y segundo dominantes no sienten apenas el deber antes de cumplir la ley, ni el remordimiento después de la infracción de la misma, para que cuantos se dedican a la conducción de hombres experimenten una cierta inquietud y preocupación por las consecuencias éticas .que esto supone. .

Da miedo, sobre todo, el tipo segundo extremo-sin conciencia for­mada-, que junto a esa insensibilidad frente al deber y la infracción legal añade como principio práctico de acCión (aunque no se 10 haya formulado nunca expresamente) que el fin justifica los medios, y que considera fre­cuentemente al prójimo como un puro medio en la prosecución de sus planes, sin sentir apenas el daño que su conducta pueda causarle. De tales premisas se puede temer cualquier consecuencia, y es obvio suponer que los educadores no puedan quedar indiferentes ante ello. Estos sujetos fácilmente son funestos para la sociedad, sobre todo si llegan al poder

(1) Génesis y estruc.tura de la conciencia moral en los' diversos tipos caracte­rológicos, en "Pensamiento" 19 (1963) 139-184.

(2) "Pensamiento", 1. e., 171-172.

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-Napoleón, Hitler ... -; y aun sin llegar a tanto, son siempre causa de constante malestar en el medio en que se desenvuelven. Por otro lado, si el tipo segundo extremo da miedo, el tercero polar produce más bien compasión. «Conozco la conciencia de un hombre honrad()-,-ha escrito un filósofo [refiriéndose sin saberlo al cerebrotónico extremo de Shel­don] -y aseguro que es algo horrible» (3). En fin, el tipo primero polar causa más bien risa e indignación a un mismo tiempo, por la grotesca anchura de su espíritu frente a la ley moral, que se salta fácilmente a la torera. No hay, pues, que ponderar que, si todo hombre necesita formar su conciencia moral, los tipos extremos lo exigen con imperiosa necesidad. Haciendo una frase de amplia síntesis-y conscientes de la exageración que éstas suelen suponer-podría decirse de. los tipos extremos que el primero es amo1'al, el segundo inmoral y el tercero hipe1'moral; frase exorbitada, pero que apunta a una realidad importante.

y aun sin llegar a esos extremos, podría afirmarse que la urgencia de formar las conciencias de los individuos está en razón directa del opti­mismo con que se juzga este tema. Oíamos en cierta ocasión una confe­rencia de un seglar sobre los antiguos alumnos de los colegios de religio­sos, y queriendo el conferenciante caracterizarlos dió como una de sus principales notas que tenían la conciencia moral formada, «porque--dijo-­sabían distinguir el bien y el mal con claridacb>. Sin pretender negar el sentido obvio que esta frase encierra (y que es una de las principales razo-

. nes que mueve a los seglares a llevar a sus hijos a los colegios de la Igle­sia), confesamos que ese juicio nos pareció de un optimismo sin límites por el desconocimiento que muestra de lo que exige una conciencia moral bien formada. Pues bien, a subsanar en lo posible esa deficiencia y ese conformismo-corriente entre nosotros-en materia tan delicada como ésta van dirigidas estas páginas, aunque es tanta la labor por hacer que nos habremos de contentar con levantar la liebre. Indicaremos primero los momentos que son claves en .la formación de la conciencia moral y añadiremos luego algunas normas pastorales para la formación de dicha conciencia en los diversos tipos y circunstancias importantes de la vida.

1. MOMrENTOS CLAVES PARA LA FORMACION DE LA CON­CIENCIA MORAL.

Tres épocas importantes cabe señalar en la vida del hombre relaciona­das con la génesis de la conciencia ética: la niñez, para la formación de la conciencia general; la juventud-a partir de la pubertad-, para la for­mación del ezotipo o conciencia tipológica; y, en fin, para la formación de la conciencia moral profesional es de capital importancia el momento de iniciar el ejercicio de una carrera o el desempeño de un cargo.

(3) Cita,do por M. S. GILLET, O. P., La educación de la conciencia. Madrid, 1943, p. 6.

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l. NIÑEZ. APARICIÓN DE LA CONCIENCIA MORAL.

Es claro que la niñez representa el momento más importante de todos para. la estructuración de la conciencia moral general, no precisamente para la formación del ezotipo, que aparece posteriormente (si bien éste compone con aquélla, matizándola y dándole una fisonomía propia). Nunca se ponderará lo bastante la transcendencia de ese momento crítico y la necesidad de que los educadores-primeramente los padres-lo atien­dan en orden a evitar desviaciones posteriores de la conducta. La plasti­cidad extraordinaria del psiquismo en la primera infancia hace que cualquier vivencia de cienta intensidad deje en el alma huellas indelebles y que cualquier desviación inicial, por pequeña que sea y en cualquier orden que se la imagine, tenga consecuencias insospechadas y muchas veces irremediables. Hoy sabemos, por .ejemplo, que algunas esquizofre­nias pueden contraerse radicalmente en el momento del parto, si el nuevo ser percibe vivencialmente que no se le recibe bien en el mundo; que algunas neurosis tienen su origen en los primeros años por anomalías en el contacto afectivo con los padres; que algunas anormalidades sexuales se deben a una primera experiencia de placer orgánico obtenida con ocasión de un objeto inadecuado, etc., etc.; y-¡cómo nol-que también muchas conductas moralmente intachables tieneJ? su buena parte de ex­plicación en el recto encauzamiento de la conducta ética durante las pri­meras relaciones intrafamiliares. El orden moral no tiene por qué eximirse de la ley psicológica general, y tanto la criminalidad como la buena con­ducta tienen muchas veces (salva la libertad) el mismo tipo de explicación, aunque de signo opuesto. No existe el criminal nato de Lombroso y su escuela, pero sí hay predisposiciones temperamentales a las acciones de­lictivas, que pueden encontrar su primera oportunidad ya en el ambiente familiar, y que acaban fijando una actitud de conducta-un ambiente, por ejemplo, de desazón y malestar continuo en el hogar,. de trato excesiva­mente duro, de desaveniencias· clamorosas entre los padres en presencia de los hijos, de carencia inhumana de un mínimo de alimento debida al desequilibrio social y que los . niños se acostumbran a atribuir a esta causa-o

No hay una edad fija y clara en la que el niño pase de un estadio de amoralidad al de estricta moralidad. El tránsito se verifica lentamente. Los elementos que supone la conciencia moral (juicios de valOl' sobre el deber, la ley, el legislador, el pecado, la sanción; y sobre todo la actitud volitivo-afectiva frente a todos esos valores del orden ético) no aparecen todos a la vez ni de repente, sino escalonadamente, con una secuencia temporal difícil hoy de determinar. De los tres factores psicológicos que componen la valoración moral (conocimiento, tendencia y sentimiento) el primero que acusa su presencia en el tiempo es el sentimiento. Sabemos que a los dos años y meses se advierten en el niño los sentimientos de com-

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paslOn, simpatía, modestia y vergüenza elementales. A los tres años vibra con el sentimiento de injusticia hecha a sí mismo (no a los otros), etc. Estos sentimientos, que se dan finalísticamente en el niño con la enorme inten­sidad que caracteriza a las vivencias tempranas son como un caldo de cultivo en el que más tarde habrán de germinar las ideas morales y en el que más inmediatamente se desarrollará su conducta ética. Por eso se dice que el niño comienza aprendiendo a «hacer» el bien, y sólo más tarde lo llega a «conocer» distintamente. En el primer período el niño !le limita a imitar lo que ve, si bien no lo hace ciegamente, ya que la sindé­resis le orienta de un modo instintivo a determinados valor~s morales y le aparta de otros. Diríamos que muy al principio imita de,Qnmodo dor­mal», es decir, por puro instiúto de imitación, como remedó el lenguaje de los mayores en el primero-segundo año (4), y en virtud de un recurso de la naturaleza que tiende a ahorrar trámites en el desarrollo del nuevo ser. Poco después imita ya más «materialmente»; es decir, hace aquellas acciones que ve en sUs progenitores, pero llevado por motivos más o menos implícitos de respeto y obediencia a sus padres. Estos dos últimos facto­res-sobre todo el segundo-juegan un papel de Importancia' en la evolu­ción de la conciencia moral. El respeto-que es una síntesis de amor y de temor-mueve, por un lado, al niño a hacer el bien que ve en los que representan la autoridad, y por otro le impusa a obedecer. (5), viniendo a ser entonces la obediencia la primera palanca que desde fuera aviva en el niño el orden moral. En efecto, el mandato es para el niño el primer motivo de la moralidad de las acciones: las cosas son buenas o malas por­que están permitidas o prohibidas por sus padres (6). Por este procedi­miento aprende el bien concreto (<<Decir al hermanito una cosa que no es verdad, es malo» ... ); sólo más tarde-hacia los siete años-concebirá en abstracto la bondad o malicia de estas acciones (<<La mentira, el engaño, son acciones malas»). Para esa edad ya empiezan a desarrollarse con pu­janza las ideas morales, y el niño aplica a los casos concretos las normas abstractas de moralidad que capta ya plenamente, y sobre todo va toman­do una actitud, más o menos consciente, frente al legislador (considerán­dole como un padre bondadoso o como un ogro), frente a la ley (some­tiéndose con espíritu de amor o de temor), frente al pecado (valorando la gravedad que supone una infracción de la ley), frente al deber (sintiéndose obligado a él con ataduras más o menos fuertes).

La evolución general de la conciencia moral del niño la resumen así algunos autores: Hasta los t1'es-cuat1'O años el niño aprende de sus padres por pura rutina algunas buenas costumbres: ser limpio, dar las gracias, confiar en sus padres, ceder ante la autoridad paterna. «A los cinco-seis años adquiere una primera concienCia de las leyes, capta el sentido de la propiedad y empieza a comprender los conceptos de bien y mal.-A los siete años, edad de la razón, pasa del estado pueril al estado reflejo, del egoísmo absoluto a ... los primeros rasgos de generosidad. Es también capaz

(4) No negamos con esto la pequeña parte de invención que el aprendizaje de la lengua supone en el niño.

(5) 2-2, q. 104, a. 2, ad 4. (6) A. GESELt-F. L. ILG, L'entant de 5 a 10 ans. paris, 1953, p. 122.

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de justificaciones lógicas de su conducta moral. En esa edad nace el sen­tido de la lealtad ... ; puede recibir un modelo al que imitar. Su edad es la de la heteronomía, durante la cual es la letra y no el espíritu de la ley lo que importa observar ... ; la gravedad de la culpa depende del castigo» (7). A partir de los siete años aparecen más claramente las nociones de derecho y deber (8). <<A los ocho años, el niño puede ya ser respetuoso para con la ley, sensible a la virtud... Posee lo esencial del sentido moral y adopta los principios de vida que le son sugeridos.-A los diez años tiene respeto a la ley. Nace en él el sentido social y muestra deseos. de vida asociada. Se orienta hacia el estadio de la primera autonomía: las reglas del juego son concebidas como el resultado de un consentimiento recíproco y son en su esfera obligatorias.-A los once años ... se va liberando del egocen­trismo ... ; florecen los primeros síntomas del amor... Se muestra sensible a las afirmaciones dogmáticas más bien que a la persuasión, a la inter­vención autoritaria más que a la libertad» (9). El cuidado con que deben proceder los educadores en esta época tan transcendental para la forma­ción de la conciencia, huelga ponderarlo. Luego daremos algunas normas pastorales. para ello.

2) JUVENTUD. FORMACIÓN DEL EZOTlPO.

A la edad en que empiezan a actuar los componentes temperamentales, ya se ha formado la conciencia moral fundamental, y la modificación que aquéllos inducen ha de componer con ella, matizándola hasta constituir un ezotipo definido. Fichte había dicho que la clase de Filosofía que uno profesa depende de la clase de hombre que se es. Y, efectivamente, por lo que se refiere a nuestro tema, es la predisposición temperamental a de-· terminada conducta la que influye en la selección y estructuración de determinadas ideas morales.

Aunque es difícil precisar con exactitud cuándo empiezan a actuar los tipos temperamentales, puede decirse que después de la pubertad ya acusan su presencia, y consiguientemente el ezotipo se va perfilando des­de entonces lentamente. Es lástima que hayamos de dejar algo vagos los límites de este período, pues es de la mayor importancia.· Esto obliga-des­de el punto de vista pastoral-a una vigilancia más prolongada en los for­madores de jóvenes. El proceso de formación del ezotipo decimos que es lento, entre otras causas porque no se debe a un enfrentarse repentino con el código moral (como le sucede al estudiante de Teología, que al abrir

(7) G. NOSENGO, La educación moral del joven. Madrid, 1960, p. 44. (8) FA Y expresa así la racionalización implícita que hace el nifio a esa edad:

"Es preciso hacer tal cosa, que mis padres califican de bien; el esfuerzo que ello me pide, . el abandono de la conducta opuesta, me resultan agradables, porque encuentro la recompensa de un beso o una caricia, o sea que proporciona un placer a mamá, a la que tanto quiero, y al buen Dios, del que me habla y constituye lo que mamá llama el Bien. Eso es, pues, lo que hay que hacer; es decir, el deber". H. M. FAY, El desarrollo moral en los niños. Madrid, 1953, p. 39.

(9) NOSENGO, o. c., p. 44.

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el texto de Moral se asoma de un golpe a un mundo desconocido), sino que se trata de un nuevo ir tomando contacto-al ritmo de los vulgares acontecimientos de la vida-con la ley y los deberes particulares, con el legislador (Divino y humano), con la autoridad, y con el prójimo en con­tacto más personal. De este modo la conciencia moral de los diversos tipos va adquiriendo una nueva modalidad y cristalizando en formas cada vez más definidas y diversas.

Ya conocemos suficientemente la estructura general de los tres ezoti­pos (10), pero en orden a actuar pastoralmente interesaría conocer bien la génesis interna que sigue cada uno. Por desgracia esta serie concatenada de actos no podemos conocerla con exactitud, y sólo cabe deducirla de la conducta concreta de los individuos. Intentaremos, pues, reconstruir de algún modo este proceso en sus líneas más generales-y sólo en sujetos normales-, fijándonos particularmente en el segundo ezotipo, que re­quiere especial atención pastoral por las consecuencias antisociales de su conducta.

a) Primer ezotipo.-La actitud moral del primer ezotipo ya la cono­cemos sustancialmente: es la de una amplitud excesiva en la interpreta­ción de la ley. No es propiamente su norma la epiqueya, sino la epiqueya por sistema. Si el segundo tipo es laxo en la aplicación de los principios morales, el primero lo es en la interpretación de la ley misma. Quedaría éste menos tranquilo con ese modo de ser del segundo tipo, que respeta el tenor de la ley dejándola intacta en su formulación, pero destrozándola en el modo de aplicarla (como en seguida veremos); él prefiere ensanchar la ley con la interpretación que le da, y tener luego la satisfacción de que la cumple. Queriendo penetrar en el proceso interno de la formación del primer ezotipo,. diríamos que el miedo a que la ley le apriete demasiado, unido a un deseo de estar en regla con el legislador, dan como resultado esa actitud de interpretar ampliamente la ley misma y juntamente de deseo de cumplirla. No es precisamente la epiqueya-que es de suyo virtud-, sino la actitud de «epiqueya sistemática» o epiqueyismo lo que vicia esta posición ética, que quiere saltar la letra de la ley con la excusa de guar­dar mejor su espíritu.

Los defectos temperamentales del primer componente son los que fun­damentan esa actitud. Podrían condensarse en dos principalmente: amor a la comodidad propia y condescendencia excesiva con los otros. La como­didad le lleva a limar las asperezas de la ley, o aun-si es preciso-a no sentirse sujeto a ella. Pongamos un solo ejemplo. Cuando la Iglesia emana para todo el mundo cristiano una ley molesta, suelen crear ambientes los del primer ezotipo: «Esta ley la han dado para los de tal nación; no para nosotros, que somos excesivamente estrechos.» Con este principio y otros similares, disposiciones legales que tal vez son claras en su tenor, pueden quedar de hecho inoperantes para muchos por no c~msiderarse sujetos de ella. Ni. es raro que, en tales casos, contra la mentalidad del legislador, . tales leyes resulten ineficaces para todos: tanto para los de aquella nación

(10) "Pensamiento", l .. c., p. 145-171.

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que son considerados estrechos, como para los de mentalidad colectiva más amplia, cuyos tipos primeros procuran provocar un ambiente similar por camino opuesto, no creyéndose tampoco obligados a la misma ley por considerarla fruto de un legislador latino inhumanamente angosto.

Lá condescendencia excesiva es otro defecto del primer componente que intenta extender sobre los demás la interpretación amplia que él hizo de la ley. Estos sujetos, si dirigen a otros, van demasiado lejos en lo que les permiten; encubren a veces sus faltas, y aun llegan a justificarlas res­tándoles importancia. La actitud descrita del primer componente no suele ser dañina socialmente, pues-si se exceptúa el mal ejemplo que pueden dar (aun ése resulta inocuo cuando se les conoce)-no causan, de ordina­rio, perjuicio grave al prójimo, a quien sinceramente aprecian; la única perjudicada es la ley.

b) Segundo ezotipo.-La actitud moral del segundo ezotipo requiere una mayor explicación por su carácter antisocial, que puede arrastrar con­secuencias de importancia para otros. Ya dijimos que la actitud funda­mental de este tipo es el excesivo deseo de eficacia en el logro de sus fines, lo que lleva consigo dos defectos fundamentales: no mirar la licitud de los medios, y no atender al posible daño que causen al prójimo. La géne­sis interna de este perfil ético no es difícil de reproducir a la vista de los esquemas de reacción que se les ve usar en la práctica. Podría decirse que preocupados y como absortos estos sujetos por el único deseo de lograr el fin, no ven ni atienden a otra cosa, infringiendo los preceptos de la moral por este simplismo que se contenta con un solo aspecto par­cial q.e la acción. Detallemos algo este modo de ser, comprobando cómo las cualidades temperamentales del segundo componente deforman toda­vía más sus reacciones éticas.

Ante todo el segundo ezotipo no suele interpretar la ley como el pri­mero. No son estos sujetos teóricos, sino prácticos. La desviación tempe­ramental les lleva a dejar mal parada a la ley en el modo de aplicarla, aunque aceptan su tenor. El denominador común de casi todas las reac­ciones éticas de este tipo es no atender a la moralidad de los medios cuan­do les interesa la consecución de un fin. Los medios que usan son varia­dísimos, y su elección depende de las circunstancias en que ha vivido el sujeto. Aun entre personas de conciencia «oficialmente» bien formada, unos se acostumbran a usar preferentemente la restricción mental como medio normal de comunicación en su trato de convivencia, y por supuesto restricciones mentales muy amplias. En algunos casos no se dudaría en afirmar que tales personas viven a base de ficciones y metiras, que se les han hecho connaturales. En otros sujetos el medio preferido es el jura­mento, usándolo con excesiva frecuencia y con ánimo de dar fe a 10 que les interesa se crea de ellos. Sólo con subrayar la frecuencia en el uso, ya está dicho el abuso, tratándose de un medio tan delicado por razón del testigo a quien se invoca (ll). Más aún: la experiencia da que algunos

(11) Sobre todo, el juramento negativo es especialmente peligroso en moral, pero estos ezotipos no le temen. Usar con demasiada frecuencia el juramento como medio para hacer creer lo que se afirma, es algo expuesto (eso por no insistir en

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sujetos llegan a la calumnia (no. decimo.s que sean proceso.s conscientes) si la creen medio. necesario. para lo.grar un fin de impo.rtancia. Examinan­do. su co.nducta no. es difícil reco.nstruir la justificación subconsciente co.n que acallan su co.nciencia (po.rque hablamo.s en to.do. esto. de cristiano.s de conciencia oficialmente fo.rmada, y aun a veces de perSo.nas que aspiran a la perfección): «Tal perso.na hace un daño. inmenso. a las almas co.n sus do.ctrinas, su influjo., etc. Luego. hay que eliminarlo. a to.da co.sta pará suprimir tales males»; y ... no. miran más. Co.mo. primera pro.videncia juz­gan necesario. desacreditarla entre aquello.s en quienes ejerce influjo.. Para ello., o. bien recurren limpiamente a la calumnia embo.zada en una semi­verdad, o. lo. hacen de mo.do. más disimulado., esparciendo. co.mo. cierto. lo. que se so.specha co.mo. probable, o. co.n cualquier o.tro. pro.cedimiento. de lo.s mucho.s que encuentran esto.s tipo.s o.perativo.s (12).

Las cualidades temperamentales de este tipo. matizan la reacción fun­damental dicha y dan lugar a nuevo.s abuso.s mo.rales. La eficacia en la acción-que es un acento. especial puesto. so.bre el deseo. de lo.grar el fin sin mirar lo.s medio.s-fácilmente defo.rma la mo.ralidad de alguno.s de éstos, que so.n de suyo. lícito.s. Si tienen, po.r ejemplo., esto.s sujeto.s que info.rmar a un superio.r So.bre alguien a quien desean secretamente elimi­nar, le dirán cosas que de hecho. le co.nvenzan. Este deseo. de eficacia se­leccio.nará subco.nscientemente las no.ticias que el sujeto. elija y las que o.mita, le dictará el o.rden riguro.so. co.n que las ha de decir (distinto. del orden cro.no.lógico. o. del valo.rativo. de lo.s hecho.s), le sugerirá el to.no de desinterés afectado. co.n que debe hablar y las restriccio.nes mentales que ha de usar. Lo que el sujeto. aduzca en su info.rme no. puede asegurarse mucho. que respo.nda a la realidad; lo. que sí puede decirse co.n certeza es que será apto. para co.nvencer eficazmente a quien va dirigido..

La rapidez de reso.lución es o.tra cualidad que, si bien en el o.rden de lo.s nego.cio.s o. humano. en general tiene grandes ventajas, en el mo.ral más bien o.frece serio.s inco.nvenientes. Esto.s sujeto.S están aco.stumbrado.s a pensar so.bre la marcha sin tener atado.s to.do.s lo.s cabo.s antes de em­prender una obra. La experiencia les ha co.nvencido. de que quien piensa mucho. antes de o.brar, no. hace nada; y po.r eso. se lanzan a la acción co.nfiado.s en reso.lver las dificultades imprevistas co.nfo.rme vayan presen-

su ineficacia a la larga, pues cuando un medio extraordinario se desgasta, pierde su utilidad); pero si el juramento es negativo, el peligro es mucho mayor. Para que un juicio afirmativo sea verdadero, basta con que su contenido se dé en .la realidad de algún modo; pero el jUicio negativo exige de suyo que su contenido no se dé de ningún modo. Por eso el juramento montado sobre una restricción mental de carácter negativo es sumamente delicado y no es raro que estos sujetos-dema.­siado rápidos en su acción-'"'lo hagan de un modo objetivamente inaceptable.

(12) No hay exageración en lo. que decimos, ni se trata de casos raros y. de excepción. Lástima que la prudencia más elemental impida aducir ejemplos con­cretos, pero seria altamente instructivo el análisis moral de algunas acciones del dominio público en que' el esquema reaccional de los sujetos queda patente. Y no sólo a la calumnia; al intento de asesinato se llega a veces: por motivos puramente políticos en tiempo de paz, o después de pasados veinte y más años de terminada una guerra. Todo esto hecho por personas que se proclaman católicas, y sin que después de realizar tales acciones se consideren asesinos. Cualquier sujeto impar­cial juzgará aquellas acciones como vulgares delitos comunes, menos las mentes simplistas del segundo ezotipo, que miran únicamente la licitad del fin que per­siguen, sin atender a los medios.

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tándose. A pesar de la apariencia de videntes del futuro que aveces ofre­cen, en realidad no ven, o a lo más medio-ven; más aún, podría asegurarse que si vieran la complejidad de lo real, no se atreverían a actuar, pero su hiper decisión les lanza rápidamente a ello apenas creen ver algo. Los tipos más 'extremos ni siquiera piensan sobre la marcha, sino después de haber actuado. Desde el punto de vista moral ya se ve lo peligroso de este modo de proceder. Tales sujetos se forman la conciencia con excesiva rapidez, tienen superevidencia con la escasa luz que a veces tienen, y la experien­cia da que hacen disparates de consideración. Pero no es eso todo. Fruto de ese falso exceso de evidencia y del optimismo consiguiente es el no volver atrás en lo comenzado, lo que les lleva a disimular los fracasos debidos a su precipitación sin reconocerlos, y a acumular disparate sobre disparate con tal de seguir siempre adelante en la dirección comenzada. Diríase que son como esos autos minúsculos que por ahorro de piezas no tienen marcha atrás.

El simplismo a que hemos aludido antes lleva al segundo ezotipo a aplicaciones laxas de la ley, y por no perfilar mucho los conceptos, llegan a ver como lícito lo que no lo es. La restricción mental, por ejemplo, con daño injusto del prójimo no es lícita. Es evidente que si uno ha cometido una falta y usando de la restricción mental se libra ante los demás de la sospecha de responsabilidad en ella, haciéndola recaer sobre un próji­mo inocente, comete un delito contra la caridad y la justicia. Pero esos perfiles son ya sutilezas para estos tipos operativos. Ellos pueden quedar­se con que la restricción mental es lícita, sin mirar las circunstancias que pueden hacer peligrar su licitud. Otro caso típico de simplismo moral. Un sujeto de tipo segundo recibe un informe desfavorable de otro y sin atender a más, ni cerciorarse de la verdad del mismo, toma sobre él una resolución que le causa un grave daño. Al justificarse ante otros de su modo de proceder razona de este modo: «Yo puedo equivocarme, pero he obrado rectamente»; sin caer en la cuenta de que no estando forzado a actuar, no podía permitir que de su acción se siguiese un daño grave al prójimo sin estar cierto moralmente de la verdad del informe (así como -en otro orden diferente de cosas-no se puede disparar a un bosque sin estar cierto de que no hay nadie). La impresión que produce toda esta conducta es deplorable. En las almas sencillas suele causar escándalo y desidificación, sobre todo si los que así proceden fuesen sujetos que aspi­ran oficialmente a la perfección.

Mención aparte merece la delicuencia y criminalidad, que puede darse en este tipo con preferencia, cuando entra el tercer componente junto al segundo. Sheldon es gráfico en la descripción de la inescrupulosidad del somatotónico: «Es despiadado en el sentido de que olvida los objetivos, o los deseos, que se opongan a los suyos-no necesariamente en el senti­do de ser deliberadamente cruel. (La crueldad requiere cierto grado de cerebrotonía) ... No vacilan en aplastar a los pequeños, pero no porque quieran «herirles». Les deleita la caza. Es muy fácil para ellos racionali­zar el acto de matar, que no les despierta escrúpulo de conciencia algu-

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na» (13). Mas este rasgo [S-12], que es del somatotónico extremo, pero puro, hay que distinguirlo de la crueldad: «Si una persona somatotónica -añade Sheldon-es también malévola, como sucede a menudo, ello pa­rece deberse a alguna mezcla inarmónica (discrásica) del segundo y tercer componentes, no al predominio primario» (lb.) (14).

c) Tercer ezotipo.-La actitud mental que caracteriza este ezotipo es la est1'echez de conciencia. El proceso interno de su génesis podría descri­birse aproximadaniente de este modo: Tiene miedo de infringir la ley por la intranquilidad que le reportaría la conciencia de la culpa. De ahí el tuciorismo en su vida para estar cierto de que no peca, y algunas veces también en materias dogmáticas para estar seguro de que no yerra. Más aún, no sólo evita este sujeto la infracción formal de la ley, sino la mate­rial, y aun odia la apariencia externa de ella por el respeto que la ley le impone. Por eso llega a no querer usar los privilegios o exenciones que tenga. Hay-por poner un ejemplo-quien tiene la bula de la Santa Cru­zada y no hace nunca uso de sus privilegios (y no por ignorancia de ellos por motivos de perfección, sino por angosturas de corazón). Recuerdo un religioso español de conciencia angustiosa que cuando en el extranjero había de comer fuera de casa por razón de viaje, no quería tomar cerveza porque en España no se usa en las casas religiosas, ni tampoco quería pedir vino porque fuera es menos usado y más caro, por lo que, muy a su pesar, se. había de contentar con sola agua. La pusilanimidad aprieta todavía más su espíritu, que ya de suyo se ahoga en un dedal de agua sin atreverse a arriesgar nada. Otra cualidad, en fin-la dureza de juicio-le impide ver las cosas de otra manera de como las enfocó la primera vez. La diferen­cia que tiene a su favor este ezotipo es que si bien sufre mucho con sus estrecheces de conciencia, no hace sufrir a otros como el tipo segundo (a menos que tenga cargo de gobierno).

En los casos en que el tercer componente extremo deja de ser normal, suele entrar como factor deformante de la conciencia moral-de parte del ambiente------el Super-yo tiránico, que se fué estructurando en la infan­cia; pero no entramos ahora en la zona de lo estrictamente anormal, que alargaría mucho el tema.

No hay que ponderar la importancia que tiene para una pastoral acer­tada tener en cuenta el mecanismo descrito en la formación de la con­ciencia moral tipológica.

(13) W. SHELDON, Las Variedades del Temperamento. Buenos Aires, 1955, p. 60. (14) La presencia del tercer componente en el tipo delincuente, la vemos con­

firmada desde otro ángulo distinto de visión, cuando PIQUER nos di~e que en el nifío abandonado y delincuente de Espafía domina el tipo sentimental. Ver J. PI­QUER Y JoVER, El niño abandonado y delincuente. Madrid, 1946, p. 124.

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3) ETAPA PROFESIONAL DE LA VIDA.

a) Profesiones libemles.-Pero si la nmez tiene tanta importancia para la formación de la conciencia moral general, y la adolescencia y juventud para la constitución del ezotipo, no la tiene menos el momento en que el sujeto inicia el ejercicio de una carrera, o el desempeño de un cargo (o cualquier género nuevo de vida), para su conducta moral profe­sional. Es el instante en que el individuo se enfrenta realmente con una nueva tabla de valores éticos (los derechos y obligaciones profesionales), y toma una actitud estable ante ellos. Si decreta entonces que es lícita determinada conducta-tal vez insostenible moralmente-, la repetirá in­definidamente cuantas veces se le presente, y sin remordimiento alguno de conciencia. Esta toma de contacto con el aspecto ético del ejercicio de una profesión se verifica normalmente en todo individuo de recta con­ciencia al comenzar a ejercer, aunque explícitamente no se lo proponga. Un médICO, por ejemplo, que inicia su labor clínica, no puede menos de plantearse el problema de sus nuevas obligaciones y derechos respecto de sus pacientes, de la sociedad y de Dios. Mucho se hace hoy con la Deon­tología médica enseñada en la Facultad como asignatura, pero aun así el momento de comenzar a ejercer tiene especial importancia. Cuando un profano se entera de algunos procedimientos terapéuticos en uso (por ejemplo en el tratamiento de las psicosis endógenas), y sobre todo de los ensayos frustrados de que dan cuenta las revistas científicas de la especia­lidad, no puede menos de temblar por las enormidades éticas que se co­meten en nombre de la ciencia. Una historia fidedigna y pormenorizada de los progresos terapéuticos realizados en las enfermedades mentales (y no mentales), con todas sus menudas inCidencias, nos diría más de una monstruosidad intentada sin éxito-sin duda de buena fe-con la justifi-. cación simplista de hacer avanzar la ciencia en beneficio de la humanidad. y quien dice de la Medicina, puede afirmarlo de la Abogacía, que tanta penetración tiene también en los problemas Íntimos de la vida humana.

b) Novicios. Superiores 1·eligiosos.~Lo mismo se diga de un novicio al comenzar la vida religiosa, o de un superior religioso al tomar por vez primera posesión de su cargo. Un novicio, al encarar desde un principio con sus obligaciones religiosas, con la meta de perfección a que aspira su Instituto religioso, con sus superiores, o en general con todos los valores que impone su nuevo género de vida; toma una actitud que puede tener transcendencia para toda su actuación posterior. Para el superior religioso es también de suma importancia-y más aún, a veces, para sus futuros súbditos-el momento de iniciar su cargo, sobre todo si es el primero que desempeña, pues al informarse de sus nuevas obligaciones y derechos, es obvio que adopte inconscientemente una actitud que transcienda, a toda su futura actuación.

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e) Estudiante de Teología Mot'al.-Mención aparte, y muy destacada, merece el momento verdaderamente crítico en que los destinados al sacer­docio estudian la Teología Moral. Ese careo consciente y prolongado de los distintos tipos caraterológiCos con los principios de orden ético, y con toda la doctrina moral sistemáticamente tratada y casuÍsticamente expues­ta, no puede menos de dejar huella indeleble en la práctica futura sacer­dotal. Ya hemos notado en otro lugar que una sencilla encuesta-de nú­mero reducido ciertamente, pero de alto valor sugerente--hecha por nos­otros a modo de tanteo sobre la actitud· que los tres tipos de Sheldon adoptan ante el estudio de la Moral (15), nos diópor resultado que el tipo segundo, que concibe la vida como posibilidad de obrar, tiende siempre a mirar el límite máximo permitido por la ley para usarlo un día en su mi­nisterio apostólico (16); el tercero, que imagina estrechamente la vida como una prueba prolongada de cumplimiento del deber, se fija más bien en el límite mínimo de lo permitido para atenerse a él y tener de ese modo la tranquilidad de no quebrantar la ley; el primero, en fin, que concibe la vida como posibilidad de gozarla honradamente y no está hecho para la acción, atiende a todas las interpretaciones amplias de la ley para vivir en perfecta y sistemática epiqueya, salvando a duras penas la letra de lo mandado.

Veamos ahora las normas de pastoral que deben darse en las dis­tintas épocas mencionadas de la vida, y a los diversos tipos.

n. ALGUNAS NORMAS PASTORALES PARA LA FORM'ACION DE LA CONCIENCIA MORAL.

Distingamos los tres momentos que señalamos en el apartado anterior, como de importancia en la génesis de la conciencia moral: la niñez, como la época apta para la formación de la conciencia moral general; la juven­tud, para la formación del ezotipo; y la etapa profesional de la vida, para la formación de la conciencia profesional. El primer tema que abordamos de la niñez es inmenso, por lo que nos hemos de ceñir a destacar las prin­cipales normas dadas por la Pedagogía ética .. En ellas tienen los educado­res el principal núcleo de conceptos que deben tener presentes en la for­mación de la conciencia moral.

(15) Introducción a la Ascética Diferencial. Madrid2, 1962, p. 236, nota. 120. Sólo presentamos esta idea a título de sugerencia por la enorme importancia del tema.

(16) .En nuestro cuestionario sobre el arde nmoral de que ,dimos cuenta en el artículo ya citado de "Pensamiento" [19 (1963) 1511, los tipos segundos confirman esta misma actitud (de fijarse en el límite máximo permitido para usarlo en la acción) ante toda nueva obligación.

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1) NIÑEz. FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA MORAL GENERAL.

Si la conciencia moral se identifica-como afirma Gillet (17)-con «el juicio práctico de la conciencia que personalmente formulamos en el mo­mento de obrar, sobre nuestra propia acción en virtud del conocimiento natural y reflejo que podemos tener de las leyes que rigen nuestra acti­vidad humana, y del sentimiento innato o adquirido que nos empuja a obrar de esa manera», la formación de la conciencia moral habrá de tener en cuenta todo esos elementos:' Jos juicios de valor y las actitudes afec­tivo-volitivas ante los términos de las relaciones que brotan del acto moral (el legislador, la ley, el deber, el prójimo). Formar, pues, la conciencia moral será en concreto entablar bien las relaciones que ligan el acto moral con los términos relacionales de aquéllas.

En general, si la niñez es heteronomÍa-sobre todo al comienzo de este período (es decir, cuando bueno es lo que los padres dicen ser bueno, y malo lo contrario )-, se ve claramente la importancia de que los padres den buenos criterios motales, y sobre todo buenos ejemplos, que son lec­ciones vividas de moral. La primera idea moral que brota espontánea en la conciencia del niño, y que debe ser aprovechada por el educador, es la de «dependencia de una autoridad». A pesar de que el niño posee el lumen tationis y la sindéresis, y de que éstos actúan desde muy pronto, el campo de acción de ésta es muy reducido por limitarse a los principios evidentes del orden ético. Al niño se le impone la dependencia de los padres, lo mismo en el orden vital que en el moral. Pero este género de heteronomÍa parental de la ley ética comienza a resquebrajarse muy pron­to. Hasta los cinco años el niño cree que sus padres son omniscientes, todo­poderosos y omniperfectos, y aun que son indiferentes a las exigencias del tiempo y del espacio (18). Es a esa edad cuando se verifica lo que Bovet llama «primera crisis religiosa», por la que el niño se cerciora de que ms progenitores no poseen tales atributos divinos (19). Entonces se apercibe el niño, vagamente todavía, de que hay un ser por encima de sus padres dotado de aquellas mismas cualidades que él atribuía a éstos, y se da cuenta de que la dependencia que siente respecto de ellos no es sino una derivación de otra dependencia más profunda a un Ser superior. Relacionados con esta idea fundamental de dependencia de Dios está la de «libertad», tanto respecto a la aceptación de tal dependencia como a las relaciones con el prójimo. Con estas últimas están en conexión las ideas de derecho y obligación, de culpa y de sanción. Pues bien, alrededor de esas ideas básicas del orden moral deben girar oportunamente los crite­rios que los padres inculquen a sus hijos, acomodándolos a sus tiernas mentes.

(17) M. S. GILLET, La educación de la conciencia moral. Madrid, 1943, p. 84. (18) P. BOVET, Le sentiment religieux et la p81/chologie de l'enfant. Neucha­

tel, 1951, p. 28-29. (19) BOVElT, o. e., p. 32.

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Pero junto a los buenos cristerios e ideas, casi más interesa que el edu­cador inculque en sus educandos la recta actitud afectivo-volitiva ante los términos de todas las relaciones que constituyen la moralidad del acto, y con particular cuidado ante el deber. Dos palabras sobre cada uno de estos términos relacionales.

a) Actitud ante el deber.--Como la relación más radical en el orden ético-y tal vez la de desviación más peligrosa-es la de sentirse obliga­do (20), es labor primordial de los educadores formar bien ese sentimien­to y suscitar en el niño una recta actitud ante la obligación o el deber; máxime que, como en seguida diremos, no todos los tipos lo sienten natu­ralmente. Es evidente que no basta el conocimiento del deber: éste es «un gran factor de la educación de la conciencia... con la condición... de que la idea-luz del deber se convierta en idea-fuerza» (21). Esto quiere deCir que al presentar el deber, como en general todas las ideas morales, se haga destacar su belleza y grandeza de modo que al verlas exciten el amor de la voluntad, y se liguen íntimamente a los intereses personales más que­ridos.

Pero para una recta fonnación del deber no debe el educador separar nunca a éste del amor. Una formación del puro deber daría malos resul­tados y podría crear un superego excesivamente duro y exigente, má­xime en los tipos terceros, que tienden a sentir el imperativo categórico de la conciencia de un modo algo despiadado y ajeno a todo espíritu de amor. Por otra parte, esta observación es más esencial tratándose del niño. La obediencia al imperativo del deber que ha de exigirse a éste no es una obediencia cualquiera, sino filial, es decir, una obediencia al deber por amor. El medio natural para pasar del deber en concreto al deber en abstracto e impersonal; del deber con amor a los padres al deber más costoso e inmisericorde de la escuela, y más tarde al de una ley tras la cual se divisa sólo en segundo plano al legislador; es la obediencia amo­rosa a los mandatos paternos. No hay, pues, que ponderar la necesidad ineludible de que los educadores-y más en concreto los padres-den ejemplo de cumplimiento del deber con amor y. por amor, inculcando expresa y repetidamente a sus hijos que una de las felicidades más sanas del hombre es la del deber cumplido por agradar a Dios.

Cuando el niño es capaz de ello-es decir, a partir de los siete años, en que aparecen espontáneamente las ideas de derecho y deber-, la ense­ñanzas de los educadores ha de saber fundamentar con solidez los deberes para con Dios, para consigo mismo y para con el prójimo. Los deberes para con Dios estriban sobre estos dos polos: libertad y dependencia; los deberes para consigo mismo se fundamentan en la dignidad humana; y los deberes para con el prójimo se basan en el amor, en el derecho y en la dignidad humana. Algunos pedagogos ven la conveniencia de introdu­cir en la formación de la conciencia moral, junto a la idea del deber y del amor, la del deseo de felicidad. En orden a hacer sentir al niño la idea de

(20) "La oblígación-dice GILLET-caracteriza perfectamente y de manera irre­ductible al hecho de conciencia", o. c., p. 23.

(21) GILLET, o. c., p. 90.

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libertad, la moral debería proponerse no únicamente como la ciencia de los debe1''es, sino también como la ciencia de los fines (22). El hombre ha sido creado para la felicidad, y el medio para conseguir este fin es el cum­plimiento de los deberes morales. A los adultos puede proponerse esto de un modo filosófico, como lo hace San Ignacio en el Principio y Funda­mento; pero a los niños debería hacerse como el Catecismo al preguntar para qué fin fué creado el hombre:, «Para amar y se1'vi1' a Dios en esta vida [por el cumplimiento del deber] y verle y gozarle en la otm.» El unir la idea de felicidad futura al cumplimiento del deber presentes es muy conforme con la naturaleza del alma infantil, y aun del hombre maduro, por más que Kant opine de otro modo (23).

b) Actitud ante ellegislado1'.-EI deber rectamente sentido no es una atadura que emane de la conciencia personal, al modo kantiano, sin rela­ción alguna con el Creador, sino un sentimiento de dependencia inmedia­ta de Dios a través de la conciencia. Por eso la aotitud ante el deber lleva de la mano a la actitud ante el legislador. Pues bien, el autor de la ley no es sólo legislado1', sino también pad1'e, y es labor de los educadores vigilar cuidadosamente que se encaucen bien las primeras relaciones del niño con El. La primera idea de Dios que deben fomentar los niños no es la de un Ser que exige hasta lo último, sino la de un padre y amigo. Aquel concepto es verdadero, y evangélico en algún sentido (24), pero sólo más tarde puede el niño asimilarlo. Ciertamente hay que fomentar desde un principio el espíritu de amor y de santo temor armónicamente hermana­dos: el amor como forma y el temor como fondo, que se saca como los registros exquisitos de un órgano-sólo en ocasiones de importancia. Esta concepción del legislador-padre es tanto más necesaria en el niño cuanto que la debilidad e impotencia en él innata le empuja por naturaleza al mie­do irracional. En una encuesta hecha sobre los motivos por los que se mueven los adolescentes y jóvenes en sus acciones-¡cuánto más los ni­ñosl-, se advierte la predominancia de los motivos de temor y egocén­tricos sobre los de amor y alocéntricos. Helos aquí por orden decrecien­te de importancia, tal como los dió la encuesta: Temor del castigo, amor propio y deseo de alabanza; voz de la conciencia; temor al remordimien­to; la tradición; el ambiente; el hábito; el instinto o el innato sentido de piedad; la autoridad; la dignidad; la vergüenza; el amor de Dios (25).

Por otra parte, esta actitud ante Dios no es sólo para la niñez, sino para toda la vida. Hoy día se destaca con acierto que la función principal de la enseñanza de la Moral no debe ser la de evitar el mal, sino la de mover a hacer el bien. No debería concebirse esa disciplina como una moral del pecado, sino como la moral de la perfección. Aquella crea in­conscientemente un espíritu de temor y una actitud consiguiente de evitar sólo la infracción grave de la ley; ésta debe causar un espíritu de amor, que mueva a obrar con perfección. Ambas actitudes deben ser conjugadas (26).

(22) R. RUIZ AMADO, LO! educación moral. Barcelona, 1908, p. 308 ss. (23) KANT, Crítica de la Razón Práctica. Madrid, 1913, p. 161; p. 140-141. (24) Mt 5, 26. (25) NOSENGO, O. c., p. 46. (26) J. LECLERCQ, La enseñanza de la moral cristiana. Bilbao, 1952, c. 9 y 10.

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c) Actitud ante la ley.-La actitud ante el legislador conduce a la actitud ante la ley por él emanada. Desde luego requiere especial aten­ción de parte de los educadores la posición que el niño adopte ante la ley de Dios en general, y su infracción, el pecado. N o debemos cargar las tintas de lo pecaminoso para lograr lo que queremos de los niños. El explo­tar el miedo del niño a todo lo extraño para lograr los educadores sus fines inmediatos, puede ser sumamente peligroso. Si se carga, por ejemplo, la valoración moral de una acción amenazando con pecado en materia que no lo es, o con pecado grave en lo que es leve, o simplemente con peligro de consecuencias desagradables en lo que no las tiene; puede tener fata­les consecuencias el día del desengaño. Es comodísimo para librarse de las impertinencias de los pequeños-muchas y constantes-amedrentar­les con amenazas: «No hagas esto que es pecado», «No digas esto que vendrá el guardia», «No llores más que viene el coco». Cuando llegue el día en que el niño constate la exageración o el positivo engaño, el efecto. puede ser contraproducente. Cierto que es sacrificado en extremo tratar con un niño en plan de educador las veinticuatro horas del día, y que sólo puede exigirse tal sacrificio a los que le dieron el ser y le aman con delirio, pero conviene alertar a los educadores sobre el peligro de los remedios fáciles. No hay que exagerar el miedo al pecado, ni presentando como tales las cosas que no lo son, ni creando sólo una actitud de miedo ante la posi­ble infracción a la ley. El sentimiento de gratitud a Dios nuestro padre, y de amor a El, ha de acompañar al miedo de ofenderle. La actitud ante la ley ha de ser de respeto y de serena confianza en que puede guar­darse.

No es fácil formar bien esa actitud ante la ley y el pecado en general. Para ello conviene saber utilizar el proceso normal de abstracción por el que el niño, partiendo de los casos concretos se eleva a lo general-proce­so que debemos acelerar en el orden moral, del mismo modo que lo hace­mos en la enseñanza de las ciencias, literatura y filosofía-o Hasta el mo­mento en que aparece la tendencia a la generalización, el niño ha ido aprendiendo a valorar el orden moral en casos muy concretos (<<No debe engañar a su hermanito», «No debe mentir a la mamá» ... ); sólo entonces llega a la generalización de que toda mentira y todo engaño son de suyo malos. Pero la utilización de este proceso abstractivo para la formación de la conciencia ofrece su dificultad. Si el educador tuviera que crear una actitud recta ante todo pecado, provocándola en cada clase de ellos, la labor sería tan ingente como prácticamente irrealizable. Hay que acortar trámites con el mismo procedimiento que usa San Ignacio en los Ejer­cicios para desarraigar las aficiones desordenadas al pecado. Ante la im­posibilidad-e inconveniencia a veces (27)-de crear una situación afecti­va desagradable ante cada una de las clases de pecados, San Ignacio re­curre a provocar en la oración una repugnancia ante la idea sola de ofen­der a Dios (considerando la malicia intrínseca del pecado, el terrible ca s-

(27) En los pecados de impureza, por ejemplo, sería contraproducente aplicar el mismo método que es posible en los otros (00 decir, traerlos a la imaginación vivencialmente para aplicarles el remedio terapéutico).

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tigo que merece aun en personas de gran dignidad, sus consecuencias desastrosas en general, etc.). Pues bien, ese mismo es el procedimiento a seguir en la formación de una actitud recta ante la ley y el pecado. Hay que grabar en el alma de los pequeños, repitiéndoselo cuantas veces sea menester y aprovechando cuantas ocasiones se presenten, una fórmula cargada de afecto· (que al principio ha de ser trasvasado del alma de los padres a la del hijo por el mismo tono con que les hablen) y que sea apta para ahuyentarles automáticamente de cometer un pecado consciente: «¡El pecado ... nunca!», «Yo no quiero ofender jamás a mi .padre Dios!», «Dios me ama y aborrece el pecado. ¡Yo no quiero ofenderle!», «¡Yo no quiero perder el cielo por un pecado!», «La ley de Dios, nuestro Padre, hay que cumplirla por encima de todo!». Estas u otras fórmulas debida­dente repetidas, como slogan del orden ético, y orquestadas con motiva­ciones apropiadas de alto valor afectivo-este último elemento es de capi­tal importancia-irán creando en los niños disposiciones rectas ante la ley.

Por otra parte, nótese que éste es uno de los modos de lograr en nues­tros niños el conocimiento valoraUvo del orden moral que se requiere para que los actos sean plenamente humanos, y que por lo mismo se exige hoy como condición para que se dé pecado mortal. Actualmente se insiste en la necesidad del cónocimiento valorativo pa,ra pecar (28), y que por consiguiente no basta la materia grave, la advertencia plena y el consentimiento pleno-como hasta ahora se decía-para el pecado, sino que se requiere además que el sujeto se dé plena cuenta de la gravedad que implica una ofensa a Dios (29).

Capítulo aparte merece la recta formación de la castidad y la actitud sana ante el sexo. Una posición puramente negativa de miedo ante el sexo podría ser fatal y dar origen a desviaciones del instinto, si por ejemplo se cargasen las tintas en la apreciación del sexo opuesto. Frente a esa for­mación exclusivamente negativa de tabús, prohibiciones y miedos exce­sivos en todo lo relativo al sexo, se impone una formación más positiva de la castidad; pero el tema nos llevaría muy lejos (30).

d) Actitud ante el prójimo.--También debe ocupar la atención de los educadores la actitud del niño ante el prójimo. Dado el egoísmo radi­cal del niño-que por otro lado tiene el alto finalismo de contrapesar su indigencia fundamental-, conviene que pronto se le inculquen ideas apropiadas. La primera es que no está solo en el mundo, y que las cosas apetecibles las ha creado Dios para todos los hombres, con quienes debe­mos compartirlas. Cuando el niño empieza a querer ser hombre, podrá entender fácilmente el porqué sus progenitores le dieron hasta entonces

(28) G. M. FAZZARI, Valutazione etica e consenso matrimoniale. Nápoles, 1961; G. HAGMAIER-R. W. GLEASON, Orientaciones actuales de Sicología Pastoral. Santan­der, 1960, p. 393, 422.

(29) Es cuestión secundaria si este elemento es enteramente nuevo o se sobre­entendia ya antes al decir tra,dicionalmente que la advertencia había de ser plena, es decir, una advertencia dirigida a la, malicia moral y a su gravedd. Ver M. ZALBA, Theologiae Moralis Summa. Madrid, BAC, 1952, vol. 1, n. 629 y 61.

(30) Se leerá con provecho a este respecto a A. PLÉ, O. P., La vertu de Chasteté. Sa nature, ses composantes, ·ses étapes, en "Supplément de La Vie Spirituelle", 15-II-1956.

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un trato en parte contrario. Comprenderá que si bien le han tratado como si fuera el rey de la creación, atendiendo a sus gustos (y tal vez sus ca.­prichos), se debía a la necesidad que tenía de eso, dada su extrema indi­gencia; pero que luego, cuando comienza a dejar de ser un niño peque­ño, ha de contar con los demás, y ha de saber resignarse a quedar alegre­mente sin nada, o con s610 algo, en las competiciones de la vida. Todas las consideraciones que Adler hace sobre el sentimiento de comunidad para prevenir la neurosis, tienen aquÍ su sitio. Pero naturalmente la edu­cación cristiana no puede contentarse con eso, sino que ha de completar dichas ideas con la consideración de Dios-Padre universal de todos los hombres, y con la fraternidad de todos en Cristo como miembros del cuer­po místico. Por eso no podemos causar daño al prójimo, del mismo modo que no podemos hacérselo a nuestros hermanos, y Dios-Padre común­saldrá por los derechos de sus hijos ultrajados en el caso de que alguien irresponsablemente los conculque.

e) Otras normas.-Estas son las principales relaciones del acto moral, que el educador de la niñez ha de procurar se entablen bien. Naturalmente que esto no basta, aunque sea lo más importante; pero no podemos entrar en pormenores, pues aquí tienen cabida todas las normas pedagógicas que se han dado. Destaquemos sólo algunas en orden a la formación de la conciencia moral. Como norma negativa diríamos al educador: ¡Cuidado con las injusticias hechas a los niñosl ¡Cuidado con los despreciosl Y como norma positiva: ¡Educad los hábitos morales, la libertad y el carácter I

La norma negativa tiene su importancia. El sentimiento de injusticia hecha a sí es de los primeros que se desarrollan en el niño, y en esos .años de plasticidad anímica máxima, puede una injusticia dejar surco imborrable en la conciencia. Lo mismo se diga del desprecio, o la burla, en una época de inferioridad radical en que no pudiendo el niño reaccio­nar contra el ataque a su gusto, podría crearle actitudes de rencor profun­do. En cuanto a la norma positiva es labor fundamental del educador de la infancia la formación de buenos hábitos morales y el desarraigo de los malos. Los hábitos tienen en el niño un sentido marcadamente finalista de estabilización del psiquismo en un momento de inestabilidad radical. Por eso aun a los dos-cuatm años en que no son capaces de hábitos estric­tamente morales, conviene aprovechar su instinto de imitación y de ruti­na para prepararles el terreno. Sobre todo es de importancia a los ocho­trece años, la edad más receptiva, y por lo mismo especialmente a propó­sito para la adquisición de hábitos: hábitos de orden, de obediencia, de respeto a los mayores, de veracidad (31).

La formación de la libertad y del carácter son temas que requIeren ser tratados aparte, por lo que no entramos en ellos. Sólo subrayamos la eficacia que tiene el dar responsabilidad al niño-por malo que parez­ca-para que use bien de su líbertad. Se ha hecho la experiencia de dar un caballero un duro a varios golfillos (en distintas ocasiones) para que

(31) RUIZ AMADO, O. C., p. 479-509.

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le comprasen una caja de cerillas de diez céntimos en un estanco cercano. Pues bien, todos volvieron con el cambio completo (32).

No seguimos más el tema. La meta formativa de la conciencia moral, que teóricamente puede lograrse a los dieciocho-diecinueve años después de una labor pedagógica, y a la que todo educador debería aspirar, es muy alta. La resume así Nosengo (33):

- Convicción personal sobre el valor de la ley y las acciones morales que el sujeto debe practicar;

- Haber asimilado los motivos del recto obrar; - Haber alcanzado una inicial capacidad de autonomía; - Tener capacidad de discernir los buenos y malos criterios de mo-

ralidad; - Conocer la verdadera vinculación del mundo moral y del religioso; - Ser capaz de referirse a la ley eterna y a la voluntad de Dios para

el cumplimiento de las acciones que constituyen su deber; - Haber conocido bien la relación existente entre la observancia de la

ley de la vida y su propia expansión personal; - Haber comprendido y experimentado que la sola fuerza capaz de

sostenerle a uno en el cumplimiento de la leyes el amor a Dios legislador;

- Haber fortalecido la conciencia, acrecentado el sentido del deber, aumentado la estima de las leyes positivas, y experimentado los mé­todos, medios y ejercicios para vivir según la moral y para obrar conforme a motivos intrínsecos y superiores.

2) JUVENTUD. FORMACIÓN DE LA CDNClENCL>\ MOBAL PROPIA DEL TIPO CONS­

TITUCIONAL.

Ya hemos dicho que si la niñez es un momento clave en la formación de la conciencia moral general, la juventud no lo es menos para el último troquelado de la conciencia en su matiz tipológico. Suelen los directores de espíritu preguntar en la cuenta de conciencia a sus dirigidos cómo les va en las distracciones que tienen en la oración, tal vez involuntarias, o cómo llevan el examen particular sobre determinada virtud; pero no se preocupan ni mucho ni poco de la formación del ezotipo, a pesar de que -como hemos visto-puede éste suponer la comisión de pecados graves objetivos. Si se atendiese a este solo concepto en la cuenta de conciencia, la reunión mensual con el Director espiritual--que pudiera presentarse a los ojos de algunos como un molesto coloquio obligado sin tema fijo-

(32) Citado por BONET, La conciencia moral del niño. Barcelona, 1927, p. 49. En uno de los casos el nifio tardaba y el caballero tomó ya el tranvía. Pues bien, el golfillo, que venía corriendo, le siguió hasta la primera para,da para darle las cerillas y el cambio completo. El retraso se debió a que no habia cajas de diez céntimos en el estando cercano y tuvo que ir a otro más lejano.

(33) NOSENGO, o. c., p. 50.

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parecería excesivamente corto (34). Este contrasentido no debe continuar, y hay que hacer lo posible por aprovechar mejor los coloquios con el diri­gido. Por otro lado, se ve más la importancia de este punto al advertir que el director de jóvenes tropieza ya con la conciencia moral del dirigido hecha y cristalizada hace muchos años, mientras que la conciencia tipo­lógica se la encuentra todavía en formación y con óptimas posibilidades de influir en ella.

Digamos sólo lo más fundamental para la formación del ezotipo. Esta supone teóricamente dos fases que en la práctica se entremezclan: corregir la deformación temperamental de la conciencia moral y explotar la pre­disposición temperamental a determinadas virtudes morales.

a) Primer ezotipo.-El valor moral primario en este azotipo es el amor afectivo al prójimo y a Dios. Ahora bien, el predominio de este valor, que es su fuerza operante en el orden ético, supone la ausencia de otros dos valores morales, también primarios, y polarmente irreductibles a aquél: el cumplimiento del deber y el amor de obras en favor del prójimo. Ahora bien, la carencia de sentimiento del deber no puede dejar indiferente al ducador. Aunque sea un tesoro la posesión de un primer valor robusto en la escala ético-valoral, como el amor afectivo, si éste se salva a toda costa pasando por encima de otros, no es ningún ideal. Hay, pues, que suplir el sentido del deber en quien carece de él. Para ello hay que valerse, como de palanca, de la fuerza moral que este tipo siente--el amor afec­tuoso al prójimo y a Dios-. Del mismo modo que es imposible psicoló­gicamente hacer directamente el mal, por ser el bien el único objeto formal de la voluntad, pero lo hacemos envolviéndolo intencionalmente bajo la capa del bien; así es también posible que cumpla su deber quien no lo sienta naturalmente constituyendo al deber como objeto del amor, y ha­ciéndole vibrar con él. Hay que hacerle ver al primer ezotipo que si ama a Dios de veras y al prójimo por él, no puede dejar de cumplir su vo­luntad, pues Cristo puso expresamente como tésera del amor sincero a su persona, el cumplimiento del deber: «Si diligitis me, mandata mea ser­vate» (35).

Otra deformación temperamental del primer ezotipo es el epiqueyismo, esa actitud de interpretación sistemática de la ley. Hay, pues, que hacerle ver que si la epiqueya es de suyo una virtud, por querar salvar el espíritu de la ley cuando el cumplimiento literal de la misma le daña; el «epique­yismo» no salva ni siquiera la mente del legislador, en cuyo caso el epi­queyista salta a la vez por encima de la letra y del espíritu legal, por lo

. (34) Algo parecido-aunque sea apartándonos del tema-sucede en Ejercicios con el cuarto de hora de examen de oración que prescribe San Ignacio indefectible­mente para cada hora de trato con Dios (teniendo incluso que acortar la oración, no el examen, en caso de faltar tiempo para todo). Esto parece a muchos despro­porcionado. Pero cuando se enteran de todo lo que debe hacerse en ese tiempo según la mente de San Ignacio, les parece excesivamente breve. [Ver el folleto de J. CAL­V~AS, Examen de la oración. Declaración y práctica de la 5.· adición de los Ejer­cicios de San Ignacio. Barcelona, Balmes, 1940].

(35) Jn 14, 15. "Inveni... virum secundum COI' meum, qui faciet omnes volun­tates: meas". Act 13, 22.

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que se atendrá a los castigos que merecen los vulgares infractores de la ley. A estos tipos extremos no hay que temer amenazarles o asustarles, como se hace con un niño (ya que, en realidad, lo son) si no cumplen las obligaciones impuestas por el deber: «No todo el que me dice: Señor, Señor,. entrará en el Reino de los cielos» (36). Estos suj.etos quieren estar bien con Dios, pero no a costa de grandes esfuerzos; y hay que hacerles comprender que esa cómoda posición es insostenible e ineficaz para el fin que pretenden. La norma general en el trato con este primer ezotipo . es la. de est1'echa1' su conciencia, porque suele tenerla a la medida de su amplio soma (cuando no hay displasia entre biotipo y psicotipo).

Los p1'incipios morales que rigen a estos tipos también deben ser revi­sados por el director espiritual. Es cierto que la ley dudosa, o con grave incomodidad, no obliga; pero hay que abrir los ojos de estos sujetos, mos­trándoles cómo la deformación de su conciencia les hace ver fácilmente dudas donde éstas no existen, y, sobre todo, graves incomodidades donde un sujeto menos avezado a la vida fácil y placentera, no verá sino incon­venientes normales en el cumplimiento de las leyes. Consejos más particu­lares pueden darse, pero éstos bastan para intentar corregir la principal deformación tipológica del primer ezotipo.

b) Segundo ezotipo.-EI valor moral primario para este tipo es el amo1' de obras, pero su predominio exclusivo lleva también consigo la carencia de otros dos valores primarios: el deLer y el amor afectivo al prójimo y a Dios. Aunqlle ese ezotipo, bien formado, puede realizar gran­des cosas en el orden moral-como lo muestran los santos pertenecientes a él-, si está mal formado puede llegar a los extremos lamentables que hemos consignado. Sin sentir el deber ni el remordimiento de sus culpas, ni el mal que causa al prójimo, llega a veces a producir el efecto de que no tiene conciencia y a merecer ser llamado un «desalmado» (37). Sólo percibe su conveniencia, egoístamente sobrevalorada, y la conducencia de los medios para lograr sus fines personales.

El principal consejo que el director de espíritu debe inculcar una y otra. vez a un tipo segundo pronunciado es que antes de obra1' se pare a examinm' cuidadosamente no sólo la moralidad del fin, sino también la de los medíos que piensa usar. Ya hemos dicho que proceden como si el fin justificase los medios. Atienden sólo a la eficacia de éstos (38), por lo que no es raro que los usen ilícitos. Las ansias de actuar les precipita sin reflexión en el dinamismo, y no ven más.

Puede ser de vivo interés para estos sujetos el reflexionar sobre cómo

(36) Mt 7, 21. (37) El segundo ezotipo tiene sentimientos fuertes de pasionali,dad, pero ca­

rece de los suaves, que son más propios del orden moral. Ahora bien, esa falta de connaturalidad con este género de sentimientos, le ciega para los valores morales correspondientes.

(38) En realidad la misma eficacia. acaba fallando con esos procedimientos. La primera vez que uno trata con esos individuos suele ser engañado, o tal vez se ve envuelto en proyectos ajenos a su volunta,d, sintiéndose tratado como un puro medio; pero la segunda vez, ya no. Por eso la. misma eficacia de los medios les llega a fallar tarde o temprano a estos sujetos.

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los santos de su tipo han sublimado esa cualidad temperamental depu­rándola de sus defectos. Estos santos miraban ciertamente la moralidad de los medios que usaban, aunque conservando de su tipo el rasgo de va­lorar el fin muy por encima de los medios. Si San Ignacio, por ejemplo ~que es tipo segundo dominante-, da normas para hacer la oración, insistirá en que el ejercitante busque delante de Dios lo que desea (el fin), sin dar importancia alguna a la postura corporal, que es medio. Puede orar de rodillas, de pie, sentado, paseando ... y hasta echado en el suelo o en la cama (39). Unicamente le advierte dos cosas: que «si hallo lo que quiero de rodillas, no pasaré adelante, y si postrado, asimismo, etc.», y que «en el punto en el cual hallare lo que quiero, allí me reposare, sin tener ansia de pasar adelante hasta que me satisfaga» (ib.). Se ve clara la obsesión del fin, pero rectamente sublimado. Santa Teresa de Avila-tam­bién del segundo componente dominante-actuó de igual modo en sus fundaciones. Tiene, por ejemplo, propósito firme de fundar sin renta, pero si las circunstancia se lo piden, prescindirá de esta condición con tal de salvar lo principal. Nunca falta en estos tipos una cierta sobrevaloración del fin sobre los medios (que el tipo tercero no conoce), pero todo dentro de la moralidad.

El sentimiento del deber puede ser fomentado en este tipo de manera parecida a como lo sugeríamos en el primer ezotipo. El amor de obras es el que debe ser usado con esta finalidad, haciéndole ver al interesado que nada vale deshacerse en obras de caridad, si se quebranta el deber: «Qui ergo solverit unum de mandatiS istis minimis, et docuerit sic homines, minimus vocabitur in regno caelorum; qui autem fecerit et docuerit, hic magnus vocabitur in regno caelorum» (40). No se logrará con ello que el segundo ezotipo sienta el deber, pero sí puede lograrse con este arti­ficio que lo valore en más y, sobre todo, que lo cumpla. Otro medio para suplir el sentimiento del deber es el pundonor, que tanto resuena en estos tipos. Nótese de paso que el cumplimiento del deber es virtud castrense, a pesar de abundar en esa profesié n los tipos segundos que carecen natu­ralmente de ella. El medio con el que se inculca en las Academias mili­tares esta virtud cívica es, por un lado, el pundonor, afrentando a quien infringe las ordenanzas y la palabra de honor dada, y, por otra, el rigor exactivo en el cumplimiento de las órdenes. Lo interesante es notar que una profesión en la que gran número de sus miembros carece naturalmente (temperamentalmente) de sentimiento del deber, logra que sean eximios en él, no importa por qué procedimiento.

La . actitud ante la oblación legal ha de ser también objeto de cui­dado por parte del director. Este tipo acepta de suyo la obligacié,n legal, pero ya dijimos que tiende a fijarse en el límite máximo de lo permitido para usarlo luego en la acción. Ahora bien, esa actitud, contra lo que pudiera parecer a primera vista, no es aconsejable en el orden moral, y

(39) "Entrar en la contemplación, cuándo de rodillas, cuándo postrado en tierra, cuándo supino [tendido] rostro arriba', cuándo asentado, cuándo de pie, an,dando siempre a buscar lo que quiero". Ejercicios Espirituales, n. 76 (subraya­mos nosotros).

(40) Mt 5, 19.

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la práctica da que a ella se debe gran parte de las infracciones éticas de carácter grave que cometen estos tipos. Naturalmente, que si la ley per­mite algo, puede hacerse lícitamente por amplio que parezca; pero una actitud habitual de caminar por los linderos de lo permitido supone inde­fectiblemente la infracción legal, y no es, por lo mismo, aconsejable en Ascética. Esta actitud ignora el modo de ser psicológico del hombre. El estado de ánimo no puede representarse por un línea recta, sino por una línea ondulada con sus altibajos de optimismo y pesimismo más o menos pronunciados. Cuando el sujeto es más hombre y m'ás maduro--tanto psi­cológica como ascéticamente-, la línea descriptiva de su vida se acercará más a la recta, pero nunca la adecuará. Por idéntica razón las ondulaciones del alma infantil son enormes. Cruzamos una habitación de la casa y vemos en ella a un niño que está exultante de gozo porque le han dado un ca­ballo; volvemos por el mismo cuarto a los pocos minutos y vemos a ese mismo niño desconsolado y llorando como una Magdalena porque le han quitado el caballo. Pues bien, si aun la vida del hombre más maduro y equilibrado tiene sus altibajos y descensos, una actitud habitual de man­tenerse en la línea límite llevará consigo inevitablemente una infracción de la ley. Sobre todo, que en el orden moral entran dos factores que son los que aconsejan este tuciorismo operativo moderado que estamos sugi­riendo a este tipo: de un lado, el cansancio que sobreviene en el continuo y prolongado cumplimiento de las obligaciones, y que es causa de la rela­jación ocasional (41), y de otro, la imprecisión que arrastra consigo el orden moral cuando se quieren determinar exactamente sus límites, lo' que explica el que se vaya aveces más allá de lo que se había previsto (42). Por todo ello, aunque puede un sujeto hacer lícitamente cuanto permite la ley como más ancho en todos los casos sueltos que desee, por numerosos que sean, una actitud habitual de caminar siempre por el límite de lo per­mitido es ascéticamente desaconsejable, aunque en sí no puede condenarse como pecado (43).

Otro tema que debe el director espiritual tratar en los coloquios con el segundo ezotipo es el del amor afectivo al prójimo. Su insensibilidad

(41) El santo no siempre está al nivel de lo heroico en sus actos, sino que cae a veces en imperfecciones; el fervoroso tampoco está a todas horas a la miSIha temperatura espiritual e incurre a veces en faltas venianes; el tibio, en fin, cae a veces por la misma razón en pecados mortales. Esta necesidad de descenso perió­dico en el potencial psicológico-moral de los individuos es la misma que tiene en cuenta la Teología cuando enuncia el principio de que: "Sine gratia nemo potest diu vivere sine peccato gravi", y mucho menos sin pecado leve.

(42) El orden ético "objetivo" es mucho más impreciso que el psicológiCO (así como éste lo es más que el físico), y por eso se ve forzada muchas veces la Moral a trazar una línea ,divisoria más o menos arbitraria que separe lo lícito de lo ilícito. La cantidad relativamente grave del robo obliga sub gravi no tanto por ser tal cantidad y no otra, cuanto por ser una forma precisa y tangible en la que se concreta la Obligación general de no dafiar gravemente al prójimo, que es cierta, pero cuantitativamente imprecisa. Y en el orden "subjetivo" la razón de no admi­tirse en Moral la parvedad de materia en el placer carnal deliberate quaesitum es esta misma imprecisión de límites a que aludimos, que obliga a trazar una línea divisoria bien concreta, cuya justificación teórica no es otra que la necesl.dad de evitar el pecado grave de un modo per se eficaz.

(43) Incluso creen los moralistas como más probable que el propósito de de­jarse llevar en cuantas ocasiones se ofrecieren de pecar venialmente, no es pecado grave. ARREGUI, Summaríum Theologiae Moralis. Bilbao'2, 1934, n. 104.

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ante el daño que causa a veces a otros con sus procedimientos directos, no es curable directamente por faltar en él la tecla de los afectos suaves; pero dada la importancia de este defecto, hay que suplirlo de algún modo. Para ello es útil inculcarle una y otra vez la inanidad de cuanto pueda realizar externamente, volcando su dinamismo en beneficio del prójimo, si falta por otro lado el amor sincero al mismo y le causa perjuicios consi­derables: «Et si distribuero in cibos pauperum omnes facultates meas, et si tradidero corpus meum ita ut ardeam, charitatem autem non habuero, nihil mihi prodest» (44). No es sólo el daño físico o el psicológico el que debe evitar, sino el moral. El tipo segundo goza escandalizando a los dé­biles. Así como le gusta ostentar su cuerpo desnudo en alarde de masculi­nidad (45), de modo parecido le agradan las posiciones arriesgadas en Ascética y los dichos y hechos atrevidos. Ciertamente que el escándalo que pretende provocar en espíritus timoratos (tipos terceros) no pasa, en su ánimo, de ganas de llamar la atención; sin embargo, el daño real que puede causar es inmenso en quienes no conozcan la «pavería» connatural en su psiquismo, que con tal de llamar la atención sobre su persona es capaz de decir o hacer los mayores dislates. La corrección ha de ser fuerte, como la del Evangelio: «Vae mundo a scandalis. Necesse est enim ut veniant scandala; veruntamen vae homini illi, per quem scandalum ve­nit» (46)~

Siempre que hemos expuesto estas ideas en público hemos tropezado con la oposición cerrada de algunos (naturalmente quede tipos segundos), que creen excesiva nuestra perocupación por la formación de la conciencia moral de este ezotipo. Elevándose éstos a una visión panorámica de todos los tiempos, creen que hay una dialéctica inflexible a través de toda la historia de la Iglesia entre los cG1'ismáticos, que interpretan la ley con am­plitud (los tipos segundos), y los legalistas, que la interpretan con estre­chez (tipos terceros), y que, por consiguiente, no hay que preocuparse mucho de ello. Nosotros no pensamos así, y responderíamos-retorciendo la observación-que existe el mismo juego dialéctico en la historia entre los violentos y los mansos (sobre los que suelen cebarse morbosamente aquéllos), y que, en consecuencia, hay que dejarles su libre desenvolvi­miento sin darle más importancia. Pero creo que ningún educador acepte la consecuencia de cruzarse de brazos ante este hecho, sobre todo si-como en nuestro caso ocurre-median pecados mortales evitables y escándalos

. graves provocados por tales sujetos. Todos los tipos tienen sus defectos, pero los del segundo son antisociales-tanto humana como ascéticamente­y no deben toJ.erarse. Ciertamente que las diferencias en el enfoque de la santidad, en la concepción del apostolado, y aun de la misma moral es pretendida en algún sentido por Dios (por el mero hecho de haber creado los diversos temperamentos), pero los excesos, no; y es labor de los educa­dores el suprImirlos. Hay quien cree~instando en la misma dirección de la dificultad-que se cometen más pecados de omisión (que serían debidos

(44) 1 Cor 13, 3. (45) El rasgo [P-15] de nuestros hagiotipos, y el [S-l1] de los de Sheldon. (46) Mt 18, 7.

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naturalmente a los tipos primeros y terceros), que de comisión (debidos a los tipos segundos). Nosotros opinamos que así se entiende mal el pecado de omisión. La gravedad de éste recae sobre quien pudiendo actuar no lo hace, no sobre los que por cualquier razón justificada no pueden actuar. y bajo este concepto vuelve a ser el tipo segundo el principal inculpado, por poder actuar y no hacerlo (sino sólo en la dirección a que le lleva su egoísmo); no los otros tipos en quienes la incapacidad de acción es muchas veces radical. Creer que Dios, por ejemplo, pedirá cuenta de la mala distribución de la riqueza en el mundo-problema cuyo arreglo su­pondría un aguante sobrehumano ante las dificultades, un dinamismo a toda prueba, y hasta un espíritu un tanto belicoso-a un tipo tímido . incapaz de arrostrar la acción y sus consecuencias, no es hipótesis acep­table. Es a quienes pudieron hacerlo y no lo hicieron, a quienes es lógico se pida cuenta.

c) Te1'ce1' ezotipo.-El valor moral primario de este tipo es el sentido del deber, que cuando se da con predominio exclusivo lleva inherente la carencia de los otros dos valores primarios: el amor al prójimo de afecto y de obras. El modo de suplirlos es el mismo que indicamos en los otros ezotipos: presentar al sujeto los valores de que carece envueltos en aquel que posee en alto grado; es decir, en nuestro caso, considerar el amor al prójimo-tanto de afecto como de obras-como un deber: «Mandatum novum do vobis; ut diligatis invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem» (47). Sobre todo, este tipo ha de combatir lo que más alimenta en su raíz esta falta de caridad: el pensar mal del prójimo. Los juicios soberbios y farisaicos a que es propenso por su mayor fidelidad al cum­plimiento del deber (48), establecen una barrera entre él y los que le rodean que dificulta, y aun imposibilita a veces, el amor y caridad fra­terna. A estos sujetos puede recomendárseles que en tiempo de oración recorran los nombres de sus compañeros considerando en cada uno aque­llas virtudes en que dominan y de que se sienten ellos desprovistos; y aun que fomenten sentimientos de positiva alegría por estar privados de tales dones y ser en eso inferior a ellos.

Pero si la labor principal del director era, en los otros tipos, estrecharles la conciencia, en éste ha de ser más bien ensancharla. La actitud del tercer ezotipo, que no sólo es de cumplimiento exacto del deber, sin interpreta­ciones benignas, antes de un enfoque tuciorista de la obligación; le dificulta la acción, ahoga su espíritu y le crea un ambiente de temor malsano. Hay, pues, que eriponjarle la conciencia, pero el ensanchamiento debe sel; pro­gresivo, si se quiere que sea eficaz. Abrir de repente la conciencia sin preparación psicológica alguna y de un modo desmesurado, podría defor­marla todavía más. Hay que comenzar obligando al tipo tercero a que haga cosas lícitas a que no se atreve y que ve hacer a sus compañeros. Después se puede intentar algo más, aun en cosas que no le parezcan al interesado tan claras. Pero lo importante es que no actúe nunca directa-

(47) Jn 13, 34. (48) Le 18, 11.

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mente contra el dictamen práctico de su conciencia estrecha que le dicte lo contrario. Sería altamente deformativo que realizase una acción, mien­tras internamente se repite: «Esto es un disparate moral (o es pecaminoso), pero lo hago porque me dicen que debo hacerlo». La justificación debe ser esta otra: «Esto puedo hacerlo moralmente (porque mis directores, que ven más que yo, me lo dicen), y por eso lo hago». No es esto más que aplicar las normas ordinarias de la ruoral para la formación indirecta de la conciencia antes de actuar en un sentido que parezca más bien ancho (pues en sentido tuciorista no hay problema). Ni se puede obrar contra la conciencia, ni con conciencia dudosa, sino que hay que saberla justificar con un acto reflejo al modo dicho. Igualmente hay que inculcarle a este tipo que siempre que tenga la menor duda razonable sobre la exis­tencia de una obligación, o de si ya ha satisfecho una obligación cierta, que se desentienda de ella. Este consejo, que no puede darse a los otros tipos, porque ya lo cumplen espontáneamente con largueza, es esencial a éste, que por su estrechez e inseguridad anímica se siente atado a veces por obligaciones que no existen, o a repetir deberes que ya ha cumplido.

Relacionado con esto está el espíritu de temor ante la ley y el legislador, que es tan propio suyo. Hay que combatirlo fomentanQo en este tipo un espíritu de ilimitada confianza en Dios, de amor filial a un Dios-Padre, que no puede menos de ofenderse justamente con hijos que tiemblan ante su presencia. Para ello hay que buscarle materia apta de meditación para que se sienta cada día más hijo de Dios, más alegre, más optimista (49). En el extremo de esta dirección del espíritu de temor angustioso están los escrúpulos--frecuentes en este tipo-; pero para su terapéutica nos remitimos a lo que hemos escrito en otra ocasión (50).

3) FORMAClÓN ÉTICA DE LA CONCIENCIA PROFESIONAL.

No podemos internarnos a fondo en todo lo que implica este apartado. Las profesiones son muchas y exigirían dedicarles un tratado, nada fácil por cierto, en el estado embrional en que se encuentra la Deontología Pro­fesional Diferencial. Nos ceñiremos a alguna observación más importante, de acuerdo con la contextura de este artículo.

a) Diversas profesiones.-Aquí cabe todo lo que dice la Moral pro­fesional. En general, debería darse a las diversas profesiones-como ya se hace en alguna (Medicina)-un curso de Deontología propia de aquella disciplina, aunque insistiendo en que no basta aprender de estudiantes unas cuantas normas generales para dar por terminada la tarea, sino que al iniciarse el ejercicio de la profesión debería el interesado consultar con Un moralista cuantas dudas le surjan con ocasión de los casos que se le van presentando. Ya hemos dicho la importancia que tiene para la forma-

(49) La. lectura. de Santa Teresa de Avila es muy apropiada para ello. (50) Introducción a la Ascética Diferencial. Madri,d', 1962, p. 207-223.

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ción de la conciencia ética profesional, ese preciso momento de iniciar el ejercicio de la profesión. Para los médicos son preciosas las normas dadas por Pío XII sobre lo que el motivo de la investigación científica puede valer. en el uso de determinados tratamientos o técnicas operatorias (51). Pero derivemos al campo de la ascética.

b) Novícios.-A los novicios de una Orden religiosa (y lo mismo debe decirse del seminarista acomodando lo que decimos) hay que darles una valoración de los principios y criterios religiosos que cale hondo en su espíritu. Esto es obvio por demás; sin embargo, no sobra esta observación hoy, en que abundan en las generaciones jóvenes quienes dan culto exce­sivo a la personalidad, y no reciben sino muy superficialmente los nuevos criterios religiosos que se les dan, despojándose de ellos insensiblemente a los pocos años de terminado el noviciado. Callaron en el noviciado, tal vez quisieron asimilar sinceramente los nuevos modos de ver, pero, en realidad, no bajaron la cabeza de veras, no rindieron su propio juicio, que vuelve a rebrotar apenas pasado el ambiente algo coactivo de los prime­ros años.

Entre los criterios primarios, el espíritu de sumisión gustosa a las Reglas es de lo más esencial a la vida religiosa, que se diferencia de la seglar, principalmente en eso (52). Hoy se tiende a desvalorizar las reglas y la observancia regular-naturalmente que por tipos primeros y segundos-, pero debe tenerse en cuenta que estos tipos extremos, o muy predominan­tes,por su carencia de sentido del deber, son totalmente ineptos para este género de vida y, por consiguiente, no deberían admitirse, o si están admitidos, deberían eliminarse. Algunos creen que se extrema en el Novi­ciado el ambiente de deontotonÍa. Nosotros opinamos que de ordinario (no negamos posibles excepciones) no hay tal exceso, pues quien viene a la religión desde un extremo es conveniente inclinarle al otro para que se quede en el medio. Esto exige la naturaleza psicológica del hombre, que no es una máquina. Más que exceso, lo que pudiera haber es defecto en no dar la motivación debida de ese espíritu de cumplimiento fiel de las reglas.

c) Estudiantes de Teología.-AI estudiante teólogo que asiste a las clases de Moral ya hemos dicho que debería atendérsele de modo par­tim.dar. Sin una adv~rtencia oportuna del director espiritual, el estudio de la Moral pudiera producirle efectos perniciosos sin darse plena cuenta de ello. Se ha notado acertadamente que desde que por razón del enrique­cimiento progresivo de las ciencias sagradas se separó la Moral del Dogma, así como de la Ascética. y Pastoral, ganó aquélla en claridad de conceptos al adquirir plena independencia, pero perdió tal vez en la armonía de su materia, que padeció en su integridad al ser enfocada desde un ángulo excesivamente parcial de visión. La Moral estudia los actos humanos en orden a la salvación, no precisamente a la perfección, que queda casi

(51) AAS 44 (1952) 784-789; 45 (1953) 747-748; 46 (1954) 594. (52) Regular (en contraposición a "secular") viene de regula.

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exclusivamente confinada a la Ascética y la Pastoral. El moralista en orden a ese fin limitado, aquilata el sentido est1'icto de la ley, estudia las cir­cunstancias favorables que disminuyen la imputabilidad de los actos o la gravedad del pecado, se sitúa en el plano de defensa de la libertad humana, establece el probabilismo que libra al sujeto de algunas interpretaciones estrechas, etc. (53). Con todo ello, es muy posible que se cree insensible­mente en el estudiante de Moral una actitud de evitar únicamente el pecado mortal, y aun de que subconscientemente se formule como norma de con­ducta aquel «licet sub levi», que cuentan se le escapó inadvertidamente a un examinando de Moral, pero que refleja desgraciadamente toda una realidad. Es, pues, tarea del director de espíritu en sus pláticas colectivas

. y en la dirección privada contrarrestar ese mal efecto, y hacer ver al diri­gido que mientras la Moral no se oriente de otra manera, injertando en ella misma el espíritu de caridad, debe ser completada subsidiariamente con la Ascética, pues mientras aquélla mira únicamente a la ley, en orden a reglar fundamentalmente la conducta del destinado al sacerdocio, ésta atiende además a la imitación generosa de Jesucristo, que en un aspirante al altar-y aun en todo cristiano por serlo~no puede faltar.

No menor atención requieren los tipos en el momento en que se fija la actitud del sujeto ante la ley y la obligación moral. A los tipos segundos debe inculcarles el director que no se fijen sólo en el límite máximo con­cedido por la ley para usarlo el día de mañana en la acción, pues-como hemos dicho-esta norma, seguida habitualmente, les conducirá inevita­blemente al pecado objetivo y a la conducta escandalosa. A los tipos ter­ceros, por el contrario, debe invitarles a que caigan en la cuenta del límite amplio permitido por la ley para usarlo ellos mismos algunas veces, y para no juzgar como infractores de lo mandado a los que quieren atenerse lícitamente a esa interpretación amplia.

d) Superiores.-A los que estrenan cargos de gobierno-sobre todo si el componente segundo es dominante--deberÍa, quien tiene autoridad para ello, invitarles a que efectúen un careo sereno con sus nuevas obligaciones (no tanto sus derechos), para evitar actitudes que pueden costar lágrimas innecesarias a sus súbditos. Faltan exámenes prácticos destinados exclusi­vamente a los que ejercen cargos de gobierno (54), pero podrían ser supli­dos de momento por amonestaciones oportunas de personas de autoridad que recordasen al neosuperior los peligros psicológicos y ascéticos que trae consigo el ejercicio continuado del poder, así como sus remedios adecuados.

Problemas más particulares de formación de la conciencia m()ral los hay, y sumamente interesante, pero no son ahora del caso. Por ejemplo, el de la «lucha por la existencia» (ese instinto animal descrito por Darwin, que lamentablemente rige también gran parte de la convivencia humana) es de capital importancia para solventar bien la crisis de triunfo que ace-

(53) J. CARRASCAL, Moral y Ascética. Actas del II Congreso Nacional de Reli­giosos. Madrid, 1961, vol. 1, p. 125-128.

(54) Aunque incompleto, puede servil' como examen práctico nuestro estudio: Crisis de obediencia en el joven religioso, en REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 20 (1961) 55-78.

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cha a todo hombre, incluso al religioso (55). El combate desigual que se entabla entre los tipos segundos y terceros (los primeros no luchan; o si lo hacen, ceden al primer combate) con conciencias morales tan dispares y tan deformadas como las que hemos descrito, entrapa un serio problema de convivencia y el correspondiente de pastoral; pero entrar en temas tan concretos sería salirnos del marco fundamental que nos hemos impuesto.

IJI. ALGUNAS CONSECUENCIAS

Terminemos brevemente sugiriendo sólo dos temas de carácter teórico, que suscita toda esta materia. El primero podría formularse de este modo: ¿Cómo es que Dios hace a unos sujetos de conciencia escandalosamente ancha y a otros de conciencias angustiosamente estrecha, siendo así que impone a todos una misma y única moral objetiva? ¿Cómo es posible que dos terceras partes de la humanidad (tipos primeros y segundos) no sien­ten el deber, mientras que la tercera restante (tipos terceros) se angustia indebidamente con él, siendo así que todos están igualmente obligados al cumplimiento del mismo deber?

Ante todo, hemos de confesar que tocamos con este interrogante un misterio (el de la distribución de la gracia y los dones naturales) que es inútil intentar desvelarlo; hagamos, sin embargo, alguna observación que explique de algún modo la cuestión planteada. Desde luego, el problema no es tan grave como lo presenta la objeción. No es que las dos terceras partes de la humanidad tengan conciencia laxa contra una tercera parte que la tenga estrecha. Los casos que hemos descrito como sujetos que permanecen insensibles ante el daño grave causado al prójimo, que no sienten el deber, ni el remordimiento de sus actos, o que, por el contrario, se atormentas inútilmente ante el espectro del deber incumplido, a pesar de satisfacerlo tuciorÍsticamente ... ; son casos extremos, y por lo mismo pocos por fortuna. Por ello no plantean ningún problema de volumen. Por otro lado, aun en esos casos extremos, siendo Dios el autor de esas dota­ciones éticas tan deficientes, es claro que será altamente comprensivo al juzgar el modo de cumplir cada uno la ley; y no es menos evidente que dará su gracia tanto a los temperamentos laxos para cumplir la ley, Goma a los estrechos para que no se ahoguen en ella. Pero si quisiéramos-respe­tando el misterio-buscar razones de este modo de proceder de Dios, las encontraremos convincentes. Las ventajas de que existan diversos ezotipos -tres en concreto-son las mismas, en general, de que haya variedad y multiplicidad en el juego vital del cosmos. La riqueza que vemos en los seres vivos les viene de la multiplicidad de elementos que los integran. Ahora bien, en el plano ético, para emprender empresas arriesgadas se requiere una configuración de la conciencia moral en que domine el se-

(55) Ver nuestro libro Las Crisis de la Vida en Religión. Madrid, 1961, c. 2.°

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gundü componente. Sin éste, nadie haría nada, nadie se atrevería a nada, nadie se lanzaría a ninguna aventura ... ; y hay veces en que la aventura se impone, aun para servir a Dios. Por otro lado, para el cumplimiento fiel y modélico de la leyes necesario el tercer componente. Sin él no habría ejemplos que arrastrasen, y aun en determinadas circuns­tancias-si dominasen sólo los tipos primero y segundo-podría po­nerse en duda hasta la misma posibilidad de cumplir la ley. Pretender que todos los hombres fuesen éticamente dotados por igual sería, cierta­mente, suprimir el problema que comentamos, pero introduciendo, además de las consecuencias dichas, una monotonía insoportable. Los tipos medios se libran de los defectos de los extremos, pero carecen de las grandes vir­tudes de los tipos polares. La vida es síntesis de elementos antagónicos, y si los factores de variedad y multiplicidad se redujesen a una unidad absoluta, llegaría la vida primero a empobrecerse y más tarde aun a extin­guirse lentamente.

El otro problema que indicamos podría plantearse así: «Un sujeto de conciencia deformada tipológicamente, da qué normas éticas debe obe­decer?, da las objetivas que le declara su director espiritual, o a las subje­tivas que le dicta su conciencia deformada? Desde luego que la obligación primordial de todo ezotipo deformado es la, de corregir cuanto antes la malformación de su conciencia moral, tanto más pronto cuanto la defor­mación sea mayor. Pero entretanto no lo logra, creemos que hay quedis­tinguir. Tratándose del tipo tercero es sumamente conveniente seguir obe­deciendo los dictámenes estrechos de su conciencia moral subjetiva, defor­mada por el tipo. La razón de este modo provisorio de proceder es que obrar contra el dictamen subjetivo de la conciencia sin ver «claro» lo que debe hacerse, trae a estos sujetos peores y más graves consecuencias en el orden psicológico y moral; en aquél, provocando nueva inquietud y desazón, que puede agravar la turbación anímica habitual en él; en éste, porque puede exponer al sujeto a pecar realmente. La diferencia del tercer tipo con los otros parece clara. En éstos hay que distinguir dos casos, según se trate de tipos primeros y segundos de componente no muy domi­nante, o bien de componente dominante o extremo. En el primer caso, debe decirse-de un modo parecido a lo prescrito para el tipo tercero (aunque por razón diversa)-que pueden seguir los dictámenes de su con­ciencia más bien ancha (que no sean claramente ilícitos), mientras no corrijan su deformación; pues no siendo graves los inconveniente que s:e siguen de tal deformación ni para sí ni para los prójimos, puede suponerse fundadamente que Dios, que les ha dado una mayor anchura de concien­cia, no mira mal que la usen interinamente en beneficio propio. Pero otra cosa hay que decir si se trata del segundo caso. Si el componente primero o segundo es extremo o muy dominante, deben estos sujetos seguir las normas del director espiritual obrando contra lo que les dicta la con­ciencia subjetiva, porque constándoles la interpretación excesivamente laxa que dan a la ley, y conociendo ya la deformación grave de su conciencia, no quedaría justificada su conducta ante Dios, sobre todo no siguiéndose para ellos, de este modo de proceder, ningún perjuicio psicológico ni

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moral-como al tipo tercero-, sino todo lo contrario. El tipo segundo debe, además, obrar así porque tiene obligación de evitar las consecuencias antisociales de su conducta.

La consecuencia general que debería sacarse de todas estas considera­ciones es la urgencia de atender a este problema en la dirección de las almas, y de aminorar, al menos, sus malos efectos, mientras no se logre atajarlo de raíz. Por ejemplo, debería alejarse de determinadas ocupaciones a sujetos de· conciencia moral la.xa-segundo componente--, que cau­san grave daño al prójimo o a la ley, o a ambos a la vez, desde sus puestos estratégicos. Por lo menos, lo que no podemos permitir por más tiempo es que los directores de espíritu dediquen largas horas a la dirección de almas, sin darse siquiera por enterados del problema de la deformación tipológica de la conciencia moral, que tanta trascendencia puede tener, tanto social como individualmente.

ALEJANDRO ROLDÁN, SJ Facultad Filosófica SJ

Alcalá de Henares (Madrid)