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La vida conventual durante el periodo colonial ofrecía a las mujeres que profesaban como religiosas la oportunidad de dedicarse a la lectura y escritura, tareas que en el mundo exterior no eran posibles, o que en el mejor de los casos eran consideradas un complemento a su principal dedicación que era lo doméstico. De ahí que el alfabetismo en las mujeres era privilegio de pocas, principalmente de aquellas que provenían de familias acomodadas y que por su condición social tenían acceso a alguna formación que se les proporcionaba en sus casas o en los conventos. Con el tiempo, cada vez más mujeres con menos posibilidades, accedían a una educación básica en lectoescritura.

El hecho de que los conventos femeninos solo admitían a mujeres de extracción social alta para profesar como monjas, explica el hecho de que la mayoría llegase al convento, al menos con una instrucción básica. Las órdenes religiosas exigían que las monjas fueran letradas por

razones prácticas. Por un lado, los conventos, que eran instituciones altamente organizadas, requerían ser manejados por mujeres capaces de hacerse cargo de la administración de la comunidad, de los asuntos financieros y de mantener comunicación con las autoridades religiosas constituidas por hombres letrados. Por otra parte, en los ámbitos intelectual y religioso, la habilidad para leer obras religiosas permitió mejorar y enriquecer su fe, rezar el Oficio Divino y esencial en el aprendizaje de la disciplina y los rituales de observancia de sus reglas. (Lavrín, 2016: 392)

El Carmen Antiguo de San José o Carmen Alto, que pertenece a la austera orden de las Carmelitas Descalzas reformadas por Santa Teresa de Jesús, fue uno de los más exclusivos y exigentes conventos de Quito, según el padre Cicala: “solo entra la flor de la nobleza, hijas de titulados, condes, marqueses, presidentes, oidores y personas por el estilo”. Dada su condición social

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privilegiada, las monjas del monasterio carmelita eran letradas. Cronistas de la época destacaron no solo sus habilidades manuales, sino también sus capacidades intelectuales.

Los conventos femeninos disponían de bibliotecas, aunque éstas no eran comparables con las grandes bibliotecas de los conventos masculinos; no obstante, disponían de brevarios, libros de reglas de su orden religiosa, vidas de santos, y libros de oraciones dedicados a celebraciones especiales como la Semana Santa y Navidad, o bien a la devoción de diferentes advocaciones religiosas.

Durante la Colonia, la palabra escrita era atribución de los hombres, con muy pocas excepciones que surgieron en los conventos femeninos que, pese a ser espacios de amparo para las mujeres solas en una sociedad que no concebía la autonomía femenina, se convirtieron en lugares donde la educación de la mujer alcanzó ciertos logros.

Para algunas mujeres, el conocimiento de las letras les abrió la posibilidad de desarrollar una escritura femenina, aunque bajo el estricto control de confesores y guías espirituales. (Astudillo, 2010: 43) Pues es bien sabido que al optar por la vida religiosa, las mujeres pasaban del tutelaje de sus padres y esposos al de los religiosos; es decir, las mujeres eran consideradas subalternas dentro de una estructura patriarcal.

El género literario que se desarrolló en la vida conventual femenina fue principalmente el epistolar. Miles de cartas formales e informales fueron escritas por abadesas, prioras y otras religiosas a cargo de la administración de sus comunidades. En menor cantidad, quienes tenían habilidades para ir más allá del género epistolar, escribieron poemas, obras teatrales, biografías, obras devocionales, crónicas y escritos espirituales íntimos; los mismos que son difíciles de clasificar dentro de un género en particular, dada su ambigüedad, ya que se trata

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de una especie de diarios o cartas dirigidas a sus confesores en los que describían sus sentimientos personales, dudas y experiencias visionarias. Estos escritos contenían rasgos autobiográficos, en tanto que recogían memorias de sus propias vidas. (Lavrín, 2016: 394)

La Iglesia católica tuvo una larga tradición de mujeres escritoras. Tanto en la Edad Media europea como después del siglo XVI, muchas mujeres escribieron sobre sus vivencias espirituales íntimas. Como es de suponer, cualquier intromisión femenina que pudiera desafiar la hegemonía masculina en el ámbito de la escritura, era vista con sumo recelo por los hombres que controlaban la expresión intelectual a través de las letras, llegando a obstaculizar o impedir la publicación de escritos femeninos. (Lavrín, 2016: 395) Ese fue el caso de Santa Teresa de Jesús, una de las más grandes escritoras místicas de la Iglesia católica.

La santa de Ávila fue vigilada muy de cerca por la Inquisición por elevar su voz femenina en un mundo regido por hombres. Las críticas también se alzaron en contra de otras mujeres cuyos escritos sobre sus experiencias visionarias eran puestas en duda por las jerarquías eclesiales; sobre todo porque la obediencia y el silencio se consideraban virtudes loables en las mujeres. (Ibíd.) San Pablo afirmaba: “las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas”. (Astudillo, 2010:63) Con estas palabras queda evidenciado lo que se esperaba de la mujer.

Muchas monjas escritoras permanecieron anónimas dentro de su encierro conventual, siendo una de las grandes excepciones la mexicana Juana Inés de la Cruz. La mayoría de sus escritos salieron de su convento en copias manuscritas y muy pocos de ellos llegaron a publicarse en pequeños tirajes en la ciudad de México. (Lavrín, 2016: 396)

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Muchos manuscritos desaparecieron o en algunos casos, fueron destruidos por sus propias autoras por considerarlos escritos íntimos dirigidos a sus confesores y que no tenían interés para nadie más, pues trataban por lo general, del mundo interior de las monjas, de sus experiencias místicas, visiones, señales y gracias que ellas decían experimentar. Las monjas escribían obedeciendo órdenes directas de sus confesores quienes vigilaban cada palabra de estos escritos que eran prácticamente una confesión dirigida a su guía espiritual. Leer las reflexiones escritas por las monjas era parte de la labor pastoral de supervisión y control de las almas a su cargo. Sin embargo, no todas las monjas recibían la orden de escribir, sino únicamente aquellas que demostraban a su confesor tener habilidades intelectuales y una vida espiritual compleja e inusual. Otro objetivo que perseguían estos escritos era el de difundir la vida excepcional de alguna religiosa para que sirviera de ejemplo a otras.

Una de las grandes espiritualidades quiteñas del siglo XVII fue la monja clarisa Gertrudis de San Ildefonso, destacada prosista de la época colonial. Gertrudis Dávalos Valverde nació el 4 de noviembre de 1652 en Quito. Desde pequeña aprendió a leer y escribir, canto y música. Se la describe como una mujer bella que optó por la vida religiosa rechazando propuestas amorosas. A los dieciséis años ingresó al Monasterio de Santa Clara. (Jimbo, 2016: 48) Durante los primeros años en el monasterio, Gertrudis tuvo dudas de su vocación, “parecía vacilar entre una vida monástica y el estado de beatitud, pues abandonó en una ocasión el monasterio de Santa Clara y luego volvió a ingresar, sin explicar las razones”. (Larco, 1998: 72)

Al volver a la vida religiosa, Gertrudis comenzó a escribir las experiencias místicas que vivió durante su permanencia en el monasterio bajo la atenta mirada de su confesor, el carmelita fray

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Martín de la Cruz. En aquel entonces se había instaurado el modelo literario teresiano: “la escritura cultivada como vehículo de transmisión de la experiencia ascético- mística, y la poesía escrita para alabar al Creador, festejar y resaltar acontecimientos fundamentales de la vida conventual”. (De Fiori, 2008, pág. 248. Citado en: Jimbo, 2016: 48). En los escritos de Sor Gertrudis se puede percibir el fervor religioso que la envolvía en un juego de visiones y éxtasis:

Acabando de comulgar -escribía Gertrudis-, empezó el corazón material a dar tan grandes latidos, sentí como que me lo arrancaban de su puesto, y quedaba sin corazón. Y en este me dio a entender el Señor, que todo un Dios y Hombre estaba poseyendo el corazón ... Y pasado volvió a experimentar otra influencia, que unida al amor Divino en la unión habitual, la tuvo como una hora en estos caldeamientos y fraguas amorosas, disponiendo el alma para otros recibos.

El escrito de Sor Gertrudis fue modificado por Fray Martín de la Cruz, su confesor, quien hizo algunas añadiduras al texto original, y le puso por título: La perla mística

escondida en la concha de la humildad. Se podría decir que la obra tiene dos autores. Gertrudis escribió en prosa sobre sus visiones, gracias, tentaciones, humillaciones. Mientras que su director espiritual, redactó las introducciones, comentarios, glosas y la muerte de Gertrudis usando una prosa que trata de exaltar la experiencia mística de la monja clarisa. (Rodríguez H., 1980, pág. 379 citado en: Jimbo, 2016: 49)

Sor Gertrudis de San Ildefonso murió en 1695, a los 43 años de edad. En el año de 1712, fray Martín de la Cruz, se dedicó a relatar los últimos días de la monja, con el fin de dar testimonio de humildad, obediencia y compromiso ante el amor divino y la espiritualidad que ella inspiraba a sus compañeras de oración y penitencia. La obra dejada por Sor Gertrudis constituye uno de los trabajos intelectuales de la literatura mística quiteña más importantes del siglo XVII. Se encuentra inédita bajo el resguardo de las monjas del Monasterio de Santa Clara. Está estructurada en tres tomos que suman mil seiscientas veinte y dos páginas. (Jimbo, 2016: 48).

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Portada del libro:

La perla mística escondida en la concha de la humildad,

1700

Durante el siglo XVIII se destacó la obra autobiográfica escrita por la monja dominica Catalina Jesús Herrera, religiosa de coro del Monasterio de Santa Catalina de Quito. Nació en Guayaquil el 22 de agosto 1717. Perteneció a una familia distinguida, pero con dificultades económicas. Su padre, el capitán don Juan de Herrera, murió cuando Catalina tenía once años, agravando la situación económica de la familia. Doña María Navarro Navarrete, su madre, pertenecía a una familia de tradición intelectual, junto a ella, Catalina aprendió a leer y escribir, (Rodríguez, 2002: 707-708) y le transmitió la fe y el rol que desempeñaba la mujer en su contexto social. El siguiente fragmento habla sobre su infancia:

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“Paréceme que oía contar a mi madre, que desde edad de tres meses nacida o tres años, se me entabló un mal de asma, que me ponía a la muerte, por haberme bañado al aguacero con pechuguera por dar gusto a mi alegría, que decían había sido extremada desde que nací. Pues no habían experimentado en otra criatura lo que en mí: que antes de ocho días nacida, me reía a carcajadas. Y desde que empezaba a reír el alba, comenzaba yo a gorjear y reírme. Y de que comenzaban los pajarillos a cantar a la madrugada, junto con ellos era mi alegría. De suerte que, no volviendo yo a dormir después que mis padres gustaban de esto, me enviaban fuera de la casa para dormir ellos.”

Alejada de las vanidades humanas, rehuía fiestas, diversiones y noviazgos. En su propia hacienda vistió un hábito dominico, y profesó en la Tercera Orden de Santo Domingo. Su anhelo de ser monja se cumplió a la edad de 23 años, cuando un caballero rico le dio la dote necesaria y así pudo viajar a Quito y tomar el hábito en el Monasterio de Santa Catalina en 1740.

Escribió su autobiografía en mandato de obediencia en dos ocasiones: la primera vez en 1747, a los 30 años de edad; texto que su autora decidió quemar por considerarlo una especie de relato de sus “delitos”, como ella misma decía. (Rodríguez, 2002: 703). Más tarde, en 1758 empezó a escribir el texto que se conoce actualmente, por orden de su nuevo confesor, fray Tomás Corrales, O.P. La obra se titula “Secretos entre el alma y Dios”, se trata de un manuscrito en prosa que se conserva en el Monasterio de Santa Catalina. A partir de ese original autógrafo, el dominico P. Alfonso Jerves hizo una edición en 1954, la cual contiene 509 páginas, hasta el momento es la única edición conocida como: “Autobiografía de la Vble. Madre Sor Catalina de Jesús Herrera, Religiosa de Coro del Monasterio de Santa Catalina de Quito”. El editor dividió el texto en tres partes, capítulos y números, y modificó la acentuación y puntuación del original. (Rodríguez, 2002:703).

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Se trata de una obra de gran valor, ya que además de los aspectos autobiográficos y experiencias místicas, Catalina nos cuenta también sobre la vida cotidiana al interior del convento y sobre los aguaceros, pestes y terremotos que sacudían a Quito en su tiempo.

Los fragmentos citados a continuación hablan sobre el terremoto que se produjo el 26 de abril de 1755, en el que las monjas debieron abandonar el convento, seguramente por los daños que el sismo causó al edificio:

“Al día siguiente, domingo a las cinco de la tarde, estando en el Oratorio, hubo otro temblor pequeño que no lo sintieron muchos. Y al tiempo de éste, se me oscureció el alma y corazón, porque en éste me diste a conocer; Señor, que a media noche habían de apurar tus iras.

Y a las nueve del día, nos botaste, amante Dueño mío, fuera de tu Casa. Donde experimentamos, Señor mío, que sólo en la clausura éramos vistas como Esposas

Tuyas. Y fuera, el desprecio de todos como personas de las más ruines, experimentando desaires y desprecios de los del mundo que de un sitio a otro nos botaron, con palabras de poca caridad.” (citado en Rodríguez, 2002: 746-747)

Cuando narra una enfermedad que padeció en algún momento, Catalina da cuenta de ciertos usos y costumbres en el monasterio:

“Cuando así me veía, se movía a caridad mi Maestra. Y levantándose de su cama a esas horas, aunque tan vieja y enfermiza, me hacía unas mazamorras con una porción del aguardiente que en esta tierra se usa, en lugar de vino; echaba eso en la mazamorra, porque era pobre y no tenía otra cosa, y me hacía tomar aquel brebaje, causándome cada trago fuertes arcadas, que me parecía echar las entrañas, sin poder yo rehusar a la obediencia que me ponía a cada trago”. (Citado en

Rodríguez, 2002: 746-747).

También dio cuenta del ambiente de chismes, falta de solidaridad, divisiones internas y

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relajamiento que reinaba entre las monjas al interior del convento:

“Con esto, me vine a conocer el Convento…y no me causó novedad, porque lo hallé como y conforme me lo habías Vos, Señor, mostrado en dos ocasiones… Y vi a las Religiosas que me mostraste entonces, con la misma ropa relajada, y sin hábitos, como conforme me las mostraste allá. Y a las otras más observantes, también”.

Catalina de Jesús llegó a ser priora del monasterio y obtuvo fama de espiritual y vidente. Con gran autoridad, dirigió avisos a obispos, eclesiásticos y seglares. Murió con fama de santidad el 29 de septiembre de 1795”. (Rodríguez, 2002: 709).

Para concluir es preciso señalar que el oficio de “escritora” nunca existió como tal entre las ocupaciones de los conventos femeninos; sin

embargo, las monjas produjeron una importante cantidad de escritos relativos a aspectos administrativos y sobre todo espirituales, siempre bajo la vigilancia masculina, cuyo estudio constituye una fuente clave para adentrarnos en la cultura conventual femenina en el periodo colonial.

Myriam NavasInvestigadoraMuseo del Carmen Alto

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BIBLIOGRAFÍA

Astudillo; Alexandra. (2010) La emergencia del sujeto femenino en la escritura de cuatroecuatorianas de los siglos XVIII y XIX.

Jimbo Tamay, Juan Sebastián. (2016). Los imaginarios franciscanos y dominicos sobre las prácticas religiosas referentes a las ilustraciones de sor Gertrudis de San Ildefonso del siglo XVII en la ciudad de Quito. Quito.

Larco, Carolina. (1998). “Mariana de Jesús en el siglo XVII: santidad y regulación social” en: Procesos, Revista ecuatoriana de Historia, n°12. Corporación Editora Nacional. Quito.

Lavrín, Asunción. (2016). Las esposas de Cristo. La vida conventual en la Nueva España. México. Fondo de Cultura Económica.

Rodríguez Castelo, Hernán. (2002). Literatura en la Audiencia de Quito, siglo XVIII. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión núcleo de Tungurahua.

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