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La escritura de lo posible : el sistema poético de José Lezama Lima © Remedios Mataix Índice La escritura de lo posible El sistema poético de José Lezama Lima o 1. Para llegar a Lezama. Esbozo de un método o 2. Entre el canon y la utopía. El ceremonial de los orígenes 2.1. Orígenes : una vanguardia sin vanguardismo 2.2. Prehistoria de un proyecto. Lezama y la Generación del 27 2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, José Martí o 3. Lezama en su circunstancia 3.1. La Cuba secreta. Lecciones de María Zambrano 3.2. Los orígenes de Orígenes : Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño, Poeta 3.3. Orígenes : La República de la Poesía 3.4. El otro extremo del péndulo. La poesía después del Ciclón o 4. Soledades habitadas por Lezama 4.1. Muerte de Narciso y nacimiento de una poética 4.2. «Laberinto, tragaluz, estómago de ballena»: la curiosidad barroca o 5. Del anatema al diálogo: Lezama y la Revolución 5.1. Sombras del paraíso

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La escritura de lo posible : el sistema poético de José Lezama Lima

© Remedios Mataix

Índice •

La escritura de lo posible

El sistema poético de José Lezama Lima

o 1. Para llegar a Lezama. Esbozo de un método o 2. Entre el canon y la utopía. El ceremonial de los orígenes

2.1. Orígenes : una vanguardia sin vanguardismo 2.2. Prehistoria de un proyecto. Lezama y la Generación

del 27 2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez,

José Ortega y Gasset, José Martí o 3. Lezama en su circunstancia

3.1. La Cuba secreta. Lecciones de María Zambrano 3.2. Los orígenes de Orígenes : Verbum, Espuela de

plata, Nadie parecía, Clavileño, Poeta 3.3. Orígenes : La República de la Poesía 3.4. El otro extremo del péndulo. La poesía después del

Ciclón o 4. Soledades habitadas por Lezama

4.1. Muerte de Narciso y nacimiento de una poética 4.2. «Laberinto, tragaluz, estómago de ballena»: la

curiosidad barroca o 5. Del anatema al diálogo: Lezama y la Revolución

5.1. Sombras del paraíso

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o 6. Bibliografía

La escritura de lo posible

El sistema poético de José Lezama Lima

Remedios Mataix

[9]

1. Para llegar a Lezama. Esbozo de un método

«¿Por dónde saco la cabeza para respirar, frenético de ahogo, después de esta profunda natación de seiscientas diecisiete páginas?», se preguntaba Julio Cortázar, uno de los primeros y más entusiastas críticos de Paradiso. «Leer a

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Lezama -continúa- es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse. La perseverancia que exige el maestro cubano es infrecuente, incluso entre "especialistas"»(1).

Es cierto: Lezama no es un autor cómodo. Hace ya más de sesenta años que nació para la literatura y desde entonces ha sido considerado, con razón, uno de los más difíciles y exigentes para con el lector. Las reacciones ante su escritura parecen ir siempre de la fascinación o la perplejidad al franco fastidio, mucho más cuando se pretende una lectura analítica que pueda ofrecer después una explicación: ya aseguraba él querer evitar que su obra se convirtiera en «ente de tesis» o «pasto profesoral»(2). Quiso que fuera una fiesta intelectual para los que la amaran y la comprendieran, eso sí, «más allá de la razón»(3).

Desdibujado entre las volutas de aquellos Habanos que lo acompañaron siempre, legendario por su asma, por su apetito voraz (en lo cultural como en lo gastronómico) y por su habilidad como conversador, entre lo socrático y lo criollo, lo tomista y lo revolucionario, Lezama se ha convertido para las letras hispanoamericanas en una figura [10] a la vez sagrada y polémica. Su vida transcurrió encadenada a una peculiar mística de la literatura (de la poiesis en su sentido más amplio, prefería él) que fue ideológicamente progresista y profundamente católica: una combinación que no entendieron ni unos ni otros. La incomprensión llegó al extremo tras 1959, cuando las consecuencias menos recomendables de la Revolución Cubana convirtieron a Lezama en víctima de su propia paradoja y, primero, se vio rechazado simultáneamente por los dos bandos, y luego, abanderado como símbolo también por los dos, desde dentro y desde fuera de Cuba. Superados ya -o casi- esos extremismos iniciales, Lezama ha recuperado por consenso el lugar de honor que le corresponde en las letras cubanas, pero quizá la dificultad de su obra ha hecho que el monumento erigido siga siendo igualmente paradójico: es un autor venerado y muy citado, aunque poco o sólo parcialmente leído y no siempre bien interpretado.

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Porque Lezama es, sí, el poeta deslumbrante y complejo que escribió Muerte de Narciso, Enemigo rumor, Aventuras sigilosas, La Fijeza y Dador, a la vez que reflexionaba sobre la poesía y sus temas afines en una prosa no menos compleja; él es el insólito novelista de Paradiso y Oppiano Licario, y el raro cuentista de Fugados, Juego de las decapitaciones o Invocación para desorejarse. Pero Lezama es también el cronista atento al entorno de Sucesiva o coordenadas habaneras, el autor de textos tan diáfanos para ser suyos como los poemas de Fragmentos a su imán o los ensayos de La expresión americana, y el tenaz promotor de la revista Orígenes; un escritor que intentó dar expresión a lo que llamó «lo cubano» y profundizar en lo que pudiera contribuir mejor al enriquecimiento de su cultura. En la obra de Lezama confluyen esas dos vertientes, y ambas vertebran una amplia labor de poiesis que se resiste a ser estudiada de manera excluyente desde una u otra de sus múltiples facetas. En esa labor palpitó desde siempre una secreta unidad que da coherencia a su obra, que enriquece cada género que practica con ingredientes procedentes de los demás, y que otorga a la poesía, al ensayo, a la narrativa y hasta al artículo periodístico un inconfundible «estilo Lezama», porque sus diversos itinerarios parten de un mismo lugar: la suya fue una de las propuestas de creación y de interpretación de la cultura (cubana, americana y universal) más sólidas y originales de nuestro siglo.

Como ocurre con otros autores que en diversas épocas han reflejado en su obra el conjunto de problemas de su tiempo a través de un sistema estrictamente personal, más o menos hermético (Nicolás de [11] Cusa, Giambattista Vico, Goethe, José Martí, Baudelaire, Ortega y Gasset, María Zambrano, para citar sólo algunas referencias de la afiliación de Lezama), la interpretación de esa obra nos obliga al ejercicio de la lectura con método, pues en ella están implicadas una particular forma de ver el contexto, unas intenciones al respecto y una tupida red de referencias literarias, religiosas, políticas, culturales, que construyen una peculiar visión (y misión) del hecho literario.

Y con esto tocamos ya una de las cuestiones más debatidas de la obra de Lezama: su carácter sistemático. Por muchos críticos ha sido incluida entre las

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manifestaciones de ese hermetismo que ha dado resultados tan significativos como la poderosa corriente de poesía pura, calculada y «racional» que atraviesa buena parte del siglo XX. Algunos han visto en ella una delirante sucesión verbal que brota del irracionalismo poético que la Vanguardia inauguró, mientras otros han hablado de su simbolismo epigonal o, en el extremo opuesto, de su posmodernidad avant la lettre. Para intentar explicar a Lezama se ha recurrido al barroco de Góngora, a la teoría de Valéry, al carnaval de Bajún, por supuesto a Freud, al estructuralismo, a la estructura ausente, al pensamiento salvaje y al Tao Te Kin. Incluso se ha apelado a la arbitrariedad y las deficiencias filosóficas de una presunta «cultura del subdesarrollo» para resolver la cuestión, situando al autor muy lejos de ser un pensador respetable. Tal vez por eso escribió en su diario:

¡Cuidado con la filología! Después de leer a algunos críticos se nos puede ocurrir definir la poesía como la pervivencia del tipo fonético por la vitalidad interna del gesto vocálico que la integra. Pudiera pensarse que el objeto último de la filología es el intento diabólico y perezoso de definir la poesía. Hay en esa ciencia la obstinación diabólica de querer hundir un alma... Pero la poesía, que no está definida, sigue mostrándose.(4)

No hay pensamiento que no sea sistemático de algún modo, aunque es verdad que en el de Lezama parece caber todo y también lo contrario de todo. Pero ese afán de totalidad es algo que reaparece incluso en escritores tan poco sospechosos de frivolidad filosófica como Jorge Luis Borges. Él hasta llegó a imaginar un objeto mágico, el Aleph, en el que también se reflejaba todo, aunque respondía quizá a otros influjos menos latinos que los que movieron a Lezama. Su deseo [12] de apertura, de totalidad, es algo que aparece desde muy temprano, por ejemplo, cuando reclamaba una «cultura mediterránea de innumerables aportes e impulsión decisiva» para el hombre americano, en la que se fundieran -como ya lo estaban en la realidad- cuatro continentes:

Los decididos por una América muy segura de definiciones y perfiles olvidan que lo que van alcanzando es un perfil prematuro que puede confundirse con la cariátide. Una síntesis anticipada e inoportuna puede darnos la egiptización actual americana (...) egiptización como homogeneidad de las formas, como preludio de la muerte y como trabajar con materiales endurecidos que refractan incesantemente la imaginación. Lo indio contemplativo, lo negro trasplantado y lo europeo emigrante forman una síntesis que hasta ahora, por su ingenuidad y su impotencia histórica, no ha podido sino ofrecer un producto frío, voluptuoso o desterrado (...) Para no caer en la egiptización, el hombre americano tendrá que unir el aporte de la cuenca mediterránea con el concepto de libertad como riesgosa libertad de elegir.(5)

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Lezama presenta su Sistema Poético del Mundo como ese lugar de confluencia de lenguajes, tiempos y culturas; en él una poderosa fuerza de asimilación acaba por borrar los ecos, absorbiéndolos y modificándolos según los postulados de un pensamiento que parece delirante a primera vista, pero resulta inobjetablemente lógico dentro de sus propias leyes; tal vez por eso el autor calificó su intento como una locura: «Al llegar a mi posible madurez, se me ocurrió hacer una temeridad, hacer una locura que fue mi sistema poético del mundo, que lo considero un intento de intentar lo imposible. Pero si en nuestra época no intentamos eso ¿qué es lo que merece la pena intentar? Lo que tenemos que intentar es eso: lo imposible»(6).

Lezama pudo haber aprendido de José Martí que «Lo imposible es posible. Los locos somos cuerdos»(7), y, como otra de esas paradojas que parecen ser su mejor definición, al hablar así de su Sistema, nos estaba indicando, precisamente, la perspectiva desde la que acceder a él: lo que lo construye es la libertad absoluta de investigar. Él mismo [13] lo aclara: «Algunos, aterrorizados por la palabra sistema, han creído que mi sistema es un estudio filosófico ad usum sobre la poesía. Nada más lejos de lo que pretendo. He partido siempre de los elementos propios de la poesía»(8). Su pensamiento quiso ir más allá de la originalidad literaria y aun más allá de la originalidad filosófica, para practicar esa digestión de la totalidad en lo que Lezama llamaba con humor su Estómago del Conocimiento, y que no confundió nunca la «síntesis horizontal del eclecticismo»(9) con la martiana (y cubanísima) tradición electiva, puesta al servicio de un eje vertical de valores, de una unidad. Lo que aporta esa asimilación lezamiana es «un nuevo saber», según sus palabras; un logos intransmisible o transmisible sólo en forma de símbolos, de enigmas que resolver, cuyo descubrimiento a través de la lectura comenzaría con la dificultad misma, si aceptamos el credo desafiante que propuso el autor:

Sólo lo difícil es estimulante. Sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento.(10)

Entender a Lezama, y mucho más intentar explicarlo, exige practicar esa fe como la experiencia que precede a todo método; una fe que presupone la certeza de que nada es del todo hermético y en todo muro hay al menos una

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rendija, como insinuaba él mismo cuando proponía una «potencia de razonamiento reminiscente» como la crítica que más conviene a un poeta:

Digo potencia porque supone un material hostil, una resistencia. Resistencia que puede describir un arco de infinitas variaciones, desde la frustración hasta el acierto momentáneo que, agrandado, puede situar la definitiva gracia (...) y digo razonamiento reminiscente porque las nueve musas son hijas de Nemósine. Esa crítica, cuyo instrumento es el razonamiento reminiscente, favorece una mutua adquisición, apega lo causal a lo originario y vuelve el guante para mostrar no tan sólo las artificiosas costuras, comunicándole a la razón una proyección giratoria de la que sale espejeada y gananciosa.(11) [14]

Esa práctica que es la suya y que exige repetir en la exégesis crítica la quiebra de la causalidad que permite operar libremente sobre el imaginario cultural, podría insertarse quizá, como se ha propuesto, en la corriente anagógica de Northrop Frye(12), o en la «subjetividad cultivada» de Roland Barthes(13). « Pero ese método crítico que propone Lezama se inserta, por encima de todo, en su propio pensamiento: su Sistema Poético, su escritura y desde luego, buena parte de la oscuridad lezamiana, son resultado ejemplar de ese razonamiento reminiscente; incluso los prodigios metafóricos del autor derivan de la relectura del mundo propiciada por «la hipérbole de la memoria que lo es también de la curiosidad»(14); operación que a su vez otorga el dominio de la sobreabundancia, todo un sacramento lezamiano:

La abundancia es el lleno comunicante, pero la sobreabundancia es un sacramento, ya no se sabe de dónde llegó...

El sobreabundante es el poseso que posee, muestra el sacramento encarnado y dual, dos a dos, prescinde de la vasija de seguir y se risota...

El sobreabundante tiene la justicia metafórica.(15)

Para acercamos al Sistema Poético conviene no olvidar que lo es, y que esa cualidad esencialmente poética de los intereses del autor sitúan su pensamiento en las antípodas de la Razón entendida al modo racionalista y sistematizada en forma arquitectónica cerrada. De ahí, también, sus constantes advertencias contra ese conocimiento discursivo que él llama «dialéctico». Sin embargo, es indudable que su proyecto parte de un conjunto «racional» de ideas, aunque éstas se expresen a través de su particular metodología, y que esa metodología, como todas, supone la existencia de una «lógica», aunque sólo fuera válida para su propia obra. Hay que precisar también que Lezama nunca negó, sino todo lo contrario, la existencia de una «lógica poética»: en

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realidad, su pensamiento comporta (entre otras) esa contradicción; pero él no sólo fue consciente de eso, sino que incluso lo [15] fomentó, quizá para que su sistema -es decir, su obra- pudiera perdurar en su independencia estética y filosófica, como una obra de arte original, como una creación. Recordemos sus versos:

De la contradicción de las contradicciones, la contradicción de la poesía, obtener con un poco de humo la respuesta resistente de la piedra...(16)

Esa perspectiva debe tenerse muy en cuenta al valorar el alcance del pensamiento poético de Lezama, para no exigirle un nivel de sistematización que no puede, por su propia naturaleza, asumir. El suyo es un pensamiento que pocas veces se presenta a sí mismo ya hecho, y su práctica en la literatura se anticipa a su explicitación. El propio Sistema Poético del Mundo se practicó antes de ser formulado teóricamente como tal, y se fue formulando y reformulando constantemente al mismo tiempo que se ejercía a través de poemas, notas críticas, conferencias, novelas y ensayos. Lo importante, creo, es valorar que el propio Lezama concibe su sistema poético como una creación. Dice: «El Sistema Poético no pretende tener ni aplicación ni inmediatez. No aclara, no oscurece. Es, está, respira»(17).

De todo esto parte su dificultad: entender algo sólo nos es posible con orden y conexión, y el Sistema de Lezama no es sino un orden en perpetuo hacerse; un laberinto intelectual en el que el único hilo de Ariadna es Lezama mismo, y cuya finalidad se revela sólo cuando vamos enlazando piezas en apariencia inconexas. Su Sistema Poético es exactamente toda su obra.

Este trabajo tiene, pues, el propósito de «ordenar» y comentar algunas claves de esa poética dispersa. Naturalmente, mi atención se ha centrado más en aquellos textos de tema literario que abordan directamente el asunto y conforman lo que se puede llamar la «poética explícita» de Lezama, es decir, sus postulados teóricos formulados como tales. Pero ya he dicho antes que tales textos no abundan en la bibliografía del autor. Estudiar la poética de

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Lezama no consiste sólo en analizar un ideario estético teórico, sino en rastrear esos postulados y su realización práctica en textos de ficción compuestos con esa [16] intención, en poemas de frecuente contenido metapoético, en ensayos que aparentemente tratan otros temas, y en cartas, apuntes, borradores y una abundantísima «papelería» lezamiana que descansaba en su archivo de la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí y que ha sido rescatada y organizada recientemente.(18) La suya fue una poética sugerida más que dictada, y una buena parte de sus claves se nos revela a través de esa otra poética implícita o sumergida que nos obliga a profundizar, lo que tanto interesó al autor.

No creo superfluo precisar también cuál es la noción de «poética» en la que baso mi análisis. Me parece muy acertada para aplicarse a Lezama y, sobre todo, muy próxima a mis convicciones, la acepción del término que expone en sus escritos críticos otro origenista -y lezamista- de excepción: Cintio Vitier. Dice el autor:

Por poética entendemos, no la organización sistemática y analítica de los recursos expresivos de un determinado autor, sino la idea que de la poesía él se hace y declara, o se trasluce en su obra (...). Pero la concepción que un poeta tiene de la poesía resulta inseparable de la que tiene de la realidad en su más vasto sentido, por donde su poética viene a confundirse, en último extremo, con su idea del mundo.(19)

En realidad, no hay obra literaria que no responda a la particular visión del mundo de su autor, en sintonía (o no) con la cosmovisión colectiva de su época. Pero las características de la obra de Lezama que hemos repasado hasta aquí creo que nos ofrecen ya muestras suficientes para justificar un acercamiento que privilegie esa noción de poética entendida como un «estilo» que trasciende lo estrictamente literario. Y él mismo nos autoriza a hacerlo: «El estudio de la literatura -reflexionaba en 1964- debe rebasar las fuentes estrictamente literarias (...) Así puede apreciarse con más precisión la extensión de las motivaciones de toda índole que expresa un poema»(20). [17]

De acuerdo con eso, intento estudiar la poética lezamiana según se refleja en su obra, pero con un método que, en su búsqueda de eso peculiar, de lo diferencial en Lezama, quizá se acerque a esa idea de la Estilística que entiende el estilo como algo más que el aspecto formal de la obra literaria.(21)

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Quiero decir: mis intereses incluyen detenerme en los rasgos más característicos de la escritura de Lezama, desde luego, pero no en el análisis formal de sus textos. No intento un análisis pormenorizado de su tejido verbal, ni la sistematización de los recursos expresivos concretos que cristalizan en su poesía. Creo que esa tarea -que ya ha sido acometida, además-(22) corresponde a otras líneas de investigación más cercanas a la Retórica General que a esa idea de estilística que acabo de mencionar y que me parece la más rentable para acceder al autor.

He renunciado también a la aplicación en exclusiva de los recursos explicativos que ofrecen otras aportaciones teórico-literarias recientes, y no tanto por mi entusiasta adhesión a esa corriente de opinión que ha denunciado la impostura intelectual extensible a algunas de ellas, que complican más que explican.(23) No: es por algo tan consustancial al universo lezamiano como aquello de la experiencia que determina el método.

Cuando empecé a estudiar a Lezama, empecé también a recorrer diferentes propuestas de la crítica contemporánea, a las que, desde luego, debo agradecer más de una orientación, especialmente a la llamada Poética del imaginario, fraguada por Gaston Bachelard y sistematizada después por Gilbert Durand y los críticos afines a su método.(24) Pero esos «universales antropológicos de lo imaginario» adquieren en cada autor un significado diferente y no siempre previsible, [18] que no podemos alcanzar sino acudiendo al discurso en el que aparecen, de modo que, para que el texto crítico aporte algo, se impone empezar por el principio: saber qué dijo y qué quiso decir Lezama para poder averiguar por qué dijo lo que dijo y para qué, lo que podría parecer una obviedad si no fuera porque a cada paso la dificultad de su obra nos obliga a regresar a ese principio. Ya lo advertía él, a propósito de uno de sus alter ego: «No se le puede conocer con intentos de penetrar con un farol en sus profundidades; es más fácil dejarse invadir por él, aclara más cosas que intentar acorralarlo en su presunto laberinto»(25).

Otro punto de interés para lograr ese fin es la atención a las múltiples influencias que Lezama, más que recibir pasivamente, asimila o digiere para la

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formación de su poética. De él ha llegado a decirse que es «el alminar cubano del siglo XX, donde se resumen las disímiles escuelas literarias de nuestro siglo de oro con sus infinitas raíces sembradas en la historia lírica del mundo»(26). Pero no he pretendido una exhaustiva búsqueda de «fuentes». Aunque en su obra se vislumbran huellas de una amplísima variedad de lecturas, y, más aún, aunque Lezama cita (o atribuye citas inventadas) a una infinidad pasmosa de autores, me ha parecido más interesante detenerme sólo en los que creo contribuyen de manera inequívoca a la formación del pensamiento lezamiano, y en algunas afinidades indiscutibles que se advierten en su obra con autores que no siempre han sido incluidos en esa «síntesis mediterránea» que constituyó la base de su poética.

No hay obra que no sugiera, al menos, cuál es el modo adecuado de leerla y de juzgarla. Alguna vez le preguntaron a Lezama si la crítica servía para algo, y respondió: «La crítica sirve para dar testimonio de las nuevas zonas ganadas por la expresión, pero qué mejor testimonio que el dado por la propia obra de creación. Toda obra verdadera es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica»(27). Así fue la suya: Lezama no sólo elabora una obra difícil con advertencias preliminares, sino un cuerpo de ideas desarrollado sobre [19] y para esa obra, como una creación que contiene su propia crítica; incluso se permite ofrecernos pistas sobre el método adecuado para acceder al mensaje que propone:

Exégetas andaluces, tened ángel, pedía Darío. Tener ángel. Yo propondría tener novela. Prolongarse de lo visible hacia lo invisible, gravitar de lo invisible a lo visible, es decir, tener novela.(28)

Tal vez por eso aquella «profunda natación» de Cortázar sumergido en las aguas de Paradiso nos dé la clave no sólo de una experiencia de lectura individual, sino de un método de validez más general, previsto ya por el autor. María Zambrano, a propósito de Ortega -ambos referencias ineludibles, como veremos, para acercarse a Lezama-, señalaba un proceso similar como la situación intelectual privilegiada para que surja el pensar: es la situación que Ortega llamó «de naufragio». En ella no hacemos pie en la realidad, no sabemos a qué atenernos, y esa extrema indigencia fuerza a la búsqueda de

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un método, de una forma mentis sostenida por la necesidad de orientación. Entonces «pensar es nadar»(29).

Quizá sea ese Método del Naufragio el que exige Lezama para acercarse a su obra y aprehender el logos sumergido que propone: bastaría pensar en los múltiples rituales de inmersión por los que debe atravesar el protagonista de Paradiso para alcanzar la sabiduría poética(30), pero unos apuntes inéditos del autor parecen coincidir también con esto que digo:

Llevado el hombre a la última encina, brusco paredón o multiplicada jauría, ¿cómo organiza los ligamentos de su resistencia, qué nuevas facultades surgen entonces, más allá de su aliento y de su piel? Esa situación in extremis lo lleva casi a tornarse en un animal de cerdillas defensivas. Pero es entonces cuando la luz busca ese punto que se mueve debajo de un caparazón. ¿Qué ha sucedido? Lo imposible ha obrado sobre lo posible organizando el reino de la posibilidad en la infinitud.(31) [20]

La última frase es además toda una declaración de principios: esa «infinita posibilidad» fue otra de las fervientes creencias del autor. El descubrimiento de que la poesía podía ser ese instrumento mágico o profético que «evita una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento»(32) fue determinante, e intuyo que el motivo central de toda su obra. El título de este trabajo responde a esa intuición: las implicaciones (no sólo literarias) de un descubrimiento semejante condicionan tanto el pensamiento de Lezama que perseguirlas exige el recorrido detallado y por entero de su obra. Él practicó en su literatura la escritura de esa posibilidad, la escritura de lo posible, con la plena convicción de que su tarea podía constituir una vía fecunda de revelación de los secretos del mundo, la historia y el hombre; una «dignidad de la poesía» que opuso esa visión esperanzada de la cultura a la intemperie espiritual de nuestro siglo que el autor llegó a diagnosticar.(33) Pero ése es un saber accesible sólo para quienes antes han naufragado en su búsqueda, o, mejor dicho, han estado a punto de hacerlo pero se han resistido a ello: la dificultad suscita nuestra potencia de conocimiento, nos decía el autor, convertido en guía iniciático de su propio mundo.

De María Zambrano pudo aprender también Lezama que es propio del guía no declarar su saber, sino ejercerlo, sin más. Porque él enuncia, ordena, advierte, a veces tan sólo insinúa sin tener demasiado en cuenta si se entenderá su

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insinuación, pero sus herméticas orientaciones ofrecen siempre, como habría querido su maestra y amiga, las notas, en sentido musical, de un Método: «Todo poeta construye su Discurso del Método -escribía Lezama en 1939- Si consideramos la cultura de un poeta como arsenal cuantitativo, el único método posible es el de un impresionismo sinfónico: si el impresionismo es la reacción variable y temporal ante el mundo externo, el impresionismo sinfónico viene a unir todas esas variantes provocadas por momentos diferentes de reacciones ante la circunstancia»(34).

En ese progresivo hacerse del Sistema de Lezama resulta muy difícil establecer épocas o trazar divisiones entre las diferentes formas en que se manifestó, pero podemos señalar tres etapas, o, mejor, tres «movimientos» de esa sinfonía global, que se iluminan mutuamente y conforman el Sistema de pensamiento que este trabajo trata de analizar: [21] el primero, la irrupción de su obra, concebida como acción revulsiva en el ambiente cultural cubano que el autor percibió «necrosado» y creyó poder revitalizar; el segundo, la profundización en esas circunstancias y el intento de interpretarlas y actuar sobre ellas, modificándolas; y el tercero, la consolidación y explicitación de su sistema. Al primero corresponde, obviamente, el poema inaugural de Lezama, Muerte de Narciso, y varios textos publicados a la vez, poco después o incluso con anterioridad, que ayudan mucho a entender los fundamentos de una poética cuyos propósitos acabaron siendo muy dilatados: «Queríamos hacer tradición, donde no existía -resumió-; queríamos hacer también profecía para diseñar el destino y la gracia de nuestras próximas ciudades»(35). En Muerte de Narciso (1937) se tradujo ese programa a la renovación poética, con un lenguaje personalísimo y sin concesiones al facilismo, que continuaría tejiendo sus redes en Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949) y Dador (1960), mientras trazaba en prosa reflexiones paralelas, a través de abundantes ensayos recogidos luego en volúmenes como Analecta del reloj (1953), Tratados en La Habana (1958), La cantidad hechizada (1970) o Imagen y posibilidad (1981). Es un ensayismo también difícil pero perfectamente estructurado, que problematiza los fundamentos de la poesía y de la labor del intelectual, dando razón de ser a toda su obra literaria.

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Al segundo movimiento correspondería especialmente la aventura editorial de la revista Orígenes y sus propuestas, que sustentan una estética que tuvo también una gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso -aunque difuminada en su formulación- una actitud políticamente comprometida. El pensamiento de Lezama empieza a explicitarse ya en esos momentos, pero la madurez de su obra coincide con la publicación de los ensayos de La expresión americana (1957) y de sus dos novelas (o «poéticas noveladas», como las llamó él): la célebre Paradiso (1966), que le valió el reconocimiento internacional, y su continuación Oppiano Licario (1977), que no llegó a terminar, donde se insinúa incluso una línea autocrítica que anunciaba quizá el cambio de rumbo que los poemas del volumen Póstumo Fragmentos a su imán (1977) parecen demostrar.

En esa misma línea autocrítica o tal vez de orientación para el crítico lector, Lezama se permitió incluso cuestionar, no sé si angustiado o cercano al choteo, el sentido de su vida y de su obra. Fue en 1953, [22] en las páginas de Orígenes, cuando publicó, todavía como cuento, el momento en que la madre de Oppiano Licario confiesa su inquietud acerca del hijo y sus «mágicas elucubraciones», temiendo que se convirtiera en la burla de los letrados, que podrían tomarlo por «un Aladino de la filología» o «una víctima de la alta cultura», sin verle «ese misterio» que ella había sabido respetar:

Ha llegado a tener tal perfección -dijo la madre- en esa manera, no digo método, porque desconozco totalmente su finalidad, que me atemoriza si todas esas adecuaciones no logra aclararlas en un sentido final (...) Él está ahora en un momento muy difícil, si no se nos aclara en una combinatoria o en una piedra filosofal, no nos parecerá un estoico persiguiendo lo que él ha creído que es el soberano bien de su vida, sino un energúmeno que aúlla inconexas sentencias zoroástricas, o un cándido embaucador...(36)

Para Lezama lo más negativo que podía decirse de un poeta es que no tuviera misterio, que no tuviera inconnu. Su obra misteriosa pone en juego todos los registros de la sugerencia, y al hacerlo exige orientar el análisis hacia esa otra vertiente, poética, del saber, que fue la que le interesó al autor. Me refiero al saber como aletheia, como revelación. Decía Ortega: «Quien quiera enseñamos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto que inicie en el aire una trayectoria (...), que nos sitúe de modo

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que la descubramos nosotros»(37). Y a esa mayéutica Lezama pudo añadir: «El secreto de la poesía está dicho a voces, sólo que no se puede oír con los dos oídos»(38). A ese ejercicio socrático nos invita su obra, y es en ese gusto por la sugerencia opuesta a la evidencia donde se fundamenta el ya tópico hermetismo lezamiano.

A pesar de su tan mencionado gongorismo, Lezama no ha tenido, como Góngora, un Dámaso Alonso que haya «traducido» pacientemente a un lenguaje comprensible las enrevesadas series metafóricas de sus versos. Y probablemente no lo ha tenido porque no puede tenerlo: no lo necesita. Su gongorismo es otro, y también es otra su «oscuridad». Lezama acertó a ver en Góngora una poesía «hecha de [23] laberintos difíciles, pero no oscuros»(39), mientras su orfismo irredimible apostaba por ese «saber nuevo» que «ha brotado siempre de la fértil oscuridad»(40). El hermetismo de Lezama no es verbal.

Pero esa imagen del Lezama hermético ha ido desechando poco a poco lo accesible en el poeta para convertirlo en un semidiós impenetrable, cargado de enigmas; y él alimentó esa leyenda con comentarios sobre su obra que multiplicaban la oscuridad. Es ya célebre su críptica respuesta a la inevitable pregunta de crítico «¿qué es para usted la poesía?»: «La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua», contestó más de una vez, subrayando la raíz irónica de esa no definición.(41) De la acusación de hermetismo difícilmente podía escapar una obra que propone una aprehensión de esencias por vía de lo mítico y lo esotérico en todas sus formas, pero pulimentar boquiabiertos el mito no nos da al verdadero Lezama; al contrario: nos aleja de él. Su obra sigue conservando una imagen demasiado elitista y casi impermeable a su contexto, que no le corresponde, al menos en tan alto grado.

Es cierto que en un momento idóneo en Cuba para el compromiso militante del intelectual, Lezama desdeñó esa actividad. También es cierto que se entregó a la elaboración de una obra difícil, sin concesiones al lector y cada vez más densa (seguramente como compensación frente a esa «oquedad ambiental» de la que hablaba constantemente), pero nunca dejó de exigirle esa dimensión

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histórica concebida como posibilidad que llevó a la práctica, no como evasión del presente, sino como un modo de compensar sus carencias y ejecutar una labor subterránea de oposición y resistencia, para usar el término que tantas implicaciones alcanzó en su poética. Y en esa línea fue una las propuestas más serías de su momento.

Aunque al autor no le preocuparon mucho las acusaciones relacionadas con el hermetismo y la torre de marfil, su autodefensa mejor debemos verla en Orígenes, la revista que fundó en La Habana en 1944 tras ocho años de trayectoria editorial en otras publicaciones, y en el amplio grupo de escritores, críticos, pintores, escultores y músicos (entre ellos algunas de las más importantes figuras contemporáneas) [24] que se reunió a su alrededor, dando lugar a un sólido movimiento cultural que proyecta su influencia más allá de los límites cronológicos de su generación. Lezama fue el artífice de ese proyecto, su impulsor más tenaz y el más insistente narrador de la trayectoria origenista, sin duda consciente de que constituía una contribución a la cultura cubana por lo menos tan importante como su poiesis individual, y consciente también de que sería una de las vertientes de su obra (inseparable del resto) que mejor permitiría ajustar desenfoques que todavía desorientan, sobre todo en lo que concierne a las relaciones de esa obra con el medio en que se produjo.

Su pensamiento intentó una síntesis «mediterránea», pero también «responsable» que resolviera la disyuntiva que se planteaba en el contexto entre una evasión purista o una participación directa en las circunstancias. Intentar reducir a una definición esa síntesis lezamiana, nutrida en las fuentes más diversas e imprevisibles -desde las grandes figuras de la Modernidad hasta la China del siglo VI a. C., pasando por el Popol-Vuh-, es poco menos que imposible, pero arriesgo una fórmula que en las páginas que siguen intentaré justificar: la poética de Lezama, su sensibilidad y su ideología, serían el resultado de la fusión de sus dos grandes modelos literarios, Góngora y San Juan de la Cruz, más sus dos grandes maestros espirituales, Juan Ramón Jiménez y María Zambrano, vertebrado todo ello por su principal referencia filosófica, José Ortega y Gasset, y por su fervor casi religioso hacia la figura y la obra de José Martí.

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Tampoco los mecanismos de esa fusión van a ser fáciles de explicar, pero quizá una de sus claves fue la convicción de que lo realmente nuevo no es nunca una continuación sin más, pero tampoco una brusca ruptura, sino algo que realiza posibilidades ocultas en lo anterior. Así, su obra propone una revisión, una relectura de la tradición, a la búsqueda de una originalidad que se siente deudora de una antigüedad milenaria y apuesta por situar la identidad de lo cubano tan lejos de la mentalidad culturalmente colonizada como del rechazo hacia lo europeo. Martí era el gran ejemplo del pasado para una síntesis semejante, y la recuperación de su legado parecían exigirla también las circunstancias inmediatas: una cultura debilitada por «falta de sustancia ósea» en palabras de Lezama, y víctima de los modelos introducidos en la Isla por los Estados Unidos.

Siguiendo esos presupuestos, el autor intentó la puesta en práctica de un programa de salvación nacional por la cultura, a la vez que inauguró un nuevo espacio estético que intentaba romper con las formas [25] expresivas que lo rodearon, sin renunciar a la mejor herencia cubana, americana, hispánica y universal. Todo ello empapado de un esoterismo que se traduce en el sentido litúrgico y misional de su labor, en una relación reveladora de la poesía con las circunstancias, y en la asunción de las propuestas de un idealismo cristiano-martiano que integró en su estilo de vida y en su labor artística como búsqueda de un principio esperanza(42) en un contexto que le parecía carente de ella.

Tener todo esto en cuenta me parece fundamental para acercarse a la obra de Lezama sin riesgo de caer en ese estado de desconcierto que uno de sus primeros críticos resumió con un desamparado «no entiendo»(43). En ella lo más importante no es el texto en sí (por detonante que parezca su poder verbal) sino lo que hay antes del texto, lo atraviesa y se proyecta más allá de él: una actitud cultural, unas convicciones y unas ambiciones no sólo literarias, que son seguramente lo más valioso del autor, aunque también lo menos subrayado por la crítica, desconcertada o acostumbrada ya a celebrar otros destellos del poeta. Y esas convicciones, el tema medular de toda su obra, se defendieron con fervor misional, crearon buen número de conversos -también

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de hostiles antagonistas- e iniciaron un diálogo con diferentes generaciones literarias que aun continúa.(44)

El quehacer de Lezama adquiere a través de su obra escrita, su labor editorial y su conversación los perfiles de un proyecto sagrado, o quizá los de una locura de estirpe quijotesca. «Todo lo que el hombre hace es un enigma -concluyó-, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un sentido»(45). Tratar de desvelar ese sentido me ha parecido el mejor acercamiento a su obra. Porque intentar definirla sería detenerla: «Toda definición es un conjuro negativo. Definir es cenizar»(46). [26] [27]

2. Entre el canon y la utopía. El ceremonial de los orígenes

Queríamos hacer tradición, donde no existía; queríamos hacer también profecía, para diseñar la gracia y el destino de nuestras próximas ciudades.

José Lezama Lima

No es necesario insistir en que la labor de José Lezama Lima rebasa su obra literaria individual, y que ésta encontró su mejor explicación en esa actividad que la rodeaba, configurándola a cada paso. Entender la aventura cultural que desembocó en la formación del Grupo Orígenes es otro modo -pienso que el más acertado- de intentar la comprensión de su figura central.

Orígenes es la revista que fundó el autor en La Habana en 1944 y el amplio grupo de escritores, críticos, pintores, escultores y músicos que se reunió a su alrededor y que acabó adoptando el nombre de esa publicación, pese a que su formación se remonta hasta sus primeras confluencias de intereses en la Universidad, hacia 1935. El sentido general del grupo puede definirse como el afán por conjugar y resolver la oposición radical entre lo que podemos llamar el regreso al canon y la proyección utópica, esas dos fuerzas elementales que parecen promover alternativamente la progresión pendular de la historia de la

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literatura, de la cultura en general: Orígenes quiso hacer confluir en su proyecto esas dos fuerzas, resolviendo la oposición que a primera vista parece suscitarse entre las dos. El regreso al canon, a la tradición, a la herencia del pasado, a los orígenes (el título que Lezama dio a la más importante de sus revistas no es casual) no fue en ellos un sinónimo de clasicismo, de evasión, de conservadurismo ni de regresión; todo lo contrario: ese gesto clásico de regreso al canon, a los orígenes de «lo cubano» -algo que formularon con la rotundidad [28] de una categoría cultural-, era en realidad un proyecto encaminado a su reconstrucción, y ese mismo ímpetu fundacional conllevaba el aliento romántico (o utópico) de estar haciendo algo de cuya vigencia y proyección de futuro estaban convencidos. A esa ambiciosa filosofía responde la cita de Lezama que encabeza este capítulo. Recordémosla completa: «Queríamos hacer tradición, reemplazándola, donde no existía; queríamos hacer también profecía para diseñar el destino y la gracia de nuestras próximas ciudades. Queríamos que la poesía que se elaboraba fuese una seguridad para los venideros. Si no había tradición entre nosotros, lo mejor era que la poesía ocupara ese sitio y así había la posibilidad de que en lo sucesivo mostráramos un estilo de vida. No era pues la poesía un alejamiento, sino que clamaba proféticamente para ser convertida en un recinto tan seguro como la tradición»(47).

Por supuesto, Lezama, y así lo transmitió a su grupo, partía del reconocimiento de la existencia de una tradición cubana, válida pero incompleta, hecha de vacíos y de «pérdidas esenciales» que había que recuperar para que la cultura, lo cubano, adquiriera un sentido que a su vez pudiera generar una expresión. En uno de sus ensayos fundamentales sobre el tema, Paralelos: la poesía y la pintura en Cuba (1966), explicaba claramente la situación:

Paradójicamente, con mucha abundancia de luz, tendemos a la pérdida de lo esencial. En nuestra expresión lo mismo se pierde el rasguño de los primeros años que lo más rotundo y visible de lo inmediato. Lo mismo perdemos un anillo hecho por Darío Romano, nuestro primer platero en el siglo XVI, que se inutiliza por la humedad un baúl lleno de la letra de José Martí en el anteayer que viene sobre nosotros como una avalancha (...) Casi todo lo hemos perdido, los crucifijos tallados y el cuadro de la Santísima Trinidad de Manuel del Socorro Rodríguez; las recetas médicas de Surí puestas en verso; las frutas pintadas por Rubalcava; las aporéticas joyas de Zequeira, pérdida en este caso más lamentable todavía puesto que nunca existieron, las pláticas sabatinas de Luz y Caballero; las cenizas de Heredia; las pulseras y las peinetas de carey de Plácido; no conocemos ni siquiera un sermón de Tristán de Jesús Medina, brillante y sombrío como un faisán de Indias; sabemos que Julián del Casal hizo

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aprendizaje y algunos intentos de pintar: nadie ha visto una de sus telas de aficionado; y en el Museo no hay un solo cuadro de Juana Borrero: sus «Negritos» son para mí la única pintura genial del siglo [29] XIX. Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía no hemos invencionado la guadaña que le corte las piernas.(48)

De ahí sus constantes exploraciones del pasado histórico, literario y cultural, a la búsqueda de esa unidad, de ese sentido esencial o de sus vestigios, practicada, eso sí, con una metodología propia e intuitiva, mezcla de erudición y prodigiosas sorpresas poéticas, que interpreta la cultura sin ajustarse siquiera a los principios más elementales de la lógica formal: ir de lo general a lo particular. Y ello porque a esa lógica poética no le importa tanto la ubicación en el tiempo (o en la realidad) de los objetos de estudio, como la resonancia cultural de los posibles hallazgos, sustituciones o correspondencias -paralelos- a los que se podía llegar.(49) Tras una de esas exploraciones por la tradición, Lezama revelaba el porqué de ese método:

Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado, ni siquiera señalado en su regirar ectoplasmático. Si no aparecen las larvas, cómo vamos a abrillantar el caparazón. Lo larval sólo podemos captarlo en sus mutaciones, en su devenir para llegar a ser forma, cuerpo, materia artizada.(50)

La conclusión no podía ser otra:

La historia está hecha, pero hay que hacerla de nuevo. La historia se ha hecho sobre el dromenón de los griegos, el hecho cumplido que está en la raíz del concepto generacional de Tucídides: la historia [30] comienza en nosotros (...) Pero ahora ya sabemos que la historia tiene que empezar a valorarse a partir de lo que ha sido destruido. Es decir, que vastísimas extensiones temporales que no lograron configurarse se igualarán a grandes extensiones que alcanzaron la ejecución de su forma (...) Y únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó.(51)

Lezama llamaba a esa tradición cubana incompleta «la tradición de las ausencias posibles»(52). Acercarse a ella sólo puede hacerse buscando el vislumbre de lo larval, de las esencias, expresadas en la literatura y el arte, esa materia artizada donde «cada objeto hierve y entrega sucesión». Ese ejercicio abría la posibilidad de recuperar las ausencias y llenar los vacíos para dar una expresión completa a lo cubano, lo que significaría también la superación definitiva de ese «complejo inesencial» que detectaba Lezama en su pueblo y que, según él, determinaba la «desintegración» como un destino fatal para su Isla. Todo eso suponía la asunción de nuevos deberes generacionales, por los

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que Lezama y su grupo se concebían participando en «el caudal mayor de la historia». Él lo explicaba así:

Aquella generación buscaba en la hondura, en los verídicos planteamientos estilísticos, sentir el caudal mayor de lo histórico, confluir hacia metas donde se clarificase nuestro destino histórico (...) Nos proponíamos metas, sutilizábamos nuestras vueltas para penetrar en lo histórico, buscábamos el relieve de una confluencia donde el arte, al alcanzar su saturación, lograse la posibilidad de un nuevo estilo en lo histórico nuestro.(53)

Lezama fue el artífice de ese proyecto y su impulsor más tenaz. En el hallazgo de esa metodología por la que el arte opera sobre la historia por sustitución (como la metáfora), y nos devuelve una imagen más completa de ella, está, por ejemplo, el origen de su larga exploración por las Eras Imaginarias, que ocupa buena parte de su ensayística desde 1958 hasta 1965(54), y, desde luego, la interpretación-reconstrucción [31] de la historia de América, siempre «A partir de la poesía», que acometerá el autor en La expresión americana (1957).(55) Pero, en el fondo, su obra toda aspiraba, más que a ser una «novedad», a insertarse en esa tradición de ausencias posibles, no sólo explicándola o trazando correspondencias con que poder enlazar los eslabones de su cadena incompleta, sino también sustituyendo él los que se habían perdido, completando esos vacíos de la tradición con su propia «materia artizada», sus textos de creación. Deslizó algunas claves reveladoras.

Estableciendo las bases de su obra en la «Introducción a un Sistema Poético» (1954)(56), comentaba Lezama que «la imago sólo ha participado entre nosotros en dos ocasiones: a través del título de un libro de contenido escaso y pobrísimo, y en la sentencia y la muerte de José Martí». Se refería, claro, al primer poema escrito en Cuba, Espejo de paciencia (1608) de Silvestre de Balboa, y añadía: «Comenzar una literatura con título de tan milenario refinamiento como Espejo de paciencia, título que menos que un esqueleto regala una nadería, nos sobresalta y acampa, nos maravilla y aguarda». Enseguida establece el paralelo entre ese gran título sin obra y la gran obra sin título de José Martí, para señalar otra de esas «ausencias posibles» de la tradición:

Estaba dispuesto José Martí, y ésa es su imago más fascinante junto con su muerte, a llenar el contenido vacío de ese espejo de paciencia (...) Poco antes de su retiramiento había soñado con escribir un libro,

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que para nosotros cobra su existencia por la testarudez aragonesa de su inexistencia, del que se le escapa una frase dicha ante el lanzazo final: el Sentido de la Vida (...) Hubiéramos comenzado con un Enchiridión custodiado por José Martí, con una secular paciencia de escritura, con un hieratismo en el lento tejido de las danaides devuelto por el espejo...

Pero Martí no pudo hacerlo. Y tal vez la escritura de Lezama tenga mucho que ver con las sugestiones derivadas de esos dos vacíos. Ya Cintio Vitier apuntaba en la misma dirección cuando interpretaba el [32] verso inicial de Muerte de Narciso («Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo») como «un tiempo original» con el que Lezama brindaba «un verdadero principio»(57). Pero creo que puede darse un paso más, y afirmar que ese «libro talismán» de los cubanos quiso elaborarlo él, llenando aquel espejo vacío con su propia obra. Así podemos entenderlo a partir de sus declaraciones en aquel ensayo:

Supongamos que una obra alcanzase una calidad tan refinada y misteriosa, tan secular y tan contemporánea, como la que [ese] enigmático título nos sugiere (...) Si aquel Espejo de paciencia lograse articular de nuevo el prodigioso alcance de su título con la extraordinaria imago desplazada por la sentencia y las ejecuciones de José Martí, tendríamos entonces nuestro Enchiridión, el libro talismán, custodiado por aquellos que lograron con sus transfiguraciones, con sus transustanciaciones, participar como metáfora en el Uno procesional penetrando en la suprema esencia.

Tal vez por eso hablaba Lezama de una «secular paciencia de escritura» y de un «tejido de danaides devuelto por el espejo». Y tal vez por eso también, en 1949, el mismo año en que apareció el primer capítulo de Paradiso en la revista Orígenes y precisamente en el número anterior de la revista, publicó un texto en el que, como si se tratara de un prólogo, decía:

Si una novela nuestra tocase en lo visible y más lejano, nuestro contrapunto y toque de realidades, muchas de esas pesadeces o lascivias se desvanecerían al presentarse como cuerpo visto y tocado, como enemigo que va a ser reemplazado. Si una poesía de alguno de los nuestros alcanzase tal tejido que mostrase en su esbeltez una realidad aún intocada, aunque deseosa de su encarnación, por tal motivo cobraría su tiempo histórico, recogeríamos claridades y agudezas que despertarían advertencias fieles...(58)

Para ya tramar su segunda novela, Oppiano Licario, sobre el motivo de «esos libros secretos entregados como una custodia, que se pierden, reaparecen, se les hace interpolaciones». Son, dice allí, «El Libro, El Espejo y la Llave, la transmisión de los fundadores»(59), abundando en la «proeza cultural» que en otro de sus ensayos -casi [33] me atrevo a asegurar que aplicándola a sí mismo- había atribuido a Confucio, su doctor Kung-Tsé:

Al nacer recibe de golpe toda la herencia de la cultura china, comprende muy bien su destino, dominar

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toda esa gran tradición, tratar de apoderarse de lo impalpable y terrible: meter al dragón en una biblioteca. Pero este hombre sentencioso no está frente a la materia inmensa que recoge, sino que es su centro, su aumento y extinción, no se sabe, no se sabrá nunca, cuándo añade y cuándo tacha, y al final de su vida ostenta un título único, el de ser dueño de una tradición, su guardián y su creador.(60)

También fue Lezama el más insistente narrador de esa aventura conjugada en plural: la origenista. Mucho de lo que sabemos sobre la trayectoria del grupo lo contó él, convertido en portavoz apasionado de su «ceremonial de las artes», y convencido, sin duda, de que aquel «sueño de muchos» que él quiso que fuera Orígenes constituía una contribución a la cultura cubana por lo menos tan importante como su sueño individual (su poesía, la compleja ensayística que la acompaña o su monumental narrativa). Y puede que consciente también -por si su obra finalmente sí había de ser «ente de tesis»- de que la aventura origenista sería una de las fases de ese sueño que mejor permitiría entender las relaciones de su obra con el medio en que se produjo.

Más que reincidir en una historia de la revista ya muy bien trazada y al alcance de cualquier lector interesado(61), me ha parecido más útil detenerme en algunos momentos clave y tratar algunos aspectos que aún provocan desacuerdo entre la crítica, precisamente porque son también los más determinantes y los que mejor ayudan a dilucidar los fundamentos del pensamiento lezamiano, que fue lo que en realidad dio unidad de fines a un grupo muy heterogéneo y muy difícil de reducir a otro tipo de definición. [34]

Ciñéndonos a lo literario(62), la aventura de Orígenes desemboca en la formación de lo que se ha llamado también «la galaxia Lezama»(63), que cuando nace la gran revista llevaba ya muchos años gravitando en torno a otras cinco publicaciones, y que reúne alrededor de Lezama a las «estrellas» Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Ángel Gaztelu, Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, Octavio Smith, y -para seguir con esa imagen planetaria- también a un desorbitado genial: Virgilio Piñera, una especie de antiorígenes, pese a ser parte irrenunciable del grupo. Todos ellos participaron del ambicioso proyecto cultural de Lezama, y fueron protagonistas de un fenómeno polifónico que quizá sólo se pueda explicar, como ha hecho Fina García Marruz, «a partir de ese versus uni martiano: unidad de fines, diversidad de modos»(64).

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Pero la aventura de Orígenes se entiende mejor si se tiene en cuenta el afán de apertura y totalidad que sirve de base a la obra de Lezama, lo que implica tener especial cuidado en no considerarla, por su novedad, un fenómeno de época único y sin diálogo con otros grupos y publicaciones de su momento. En rigor, ni la Orígenes de los años cuarenta y cincuenta, ni su disidente -y replicante- Ciclón (1956-1959) como tampoco, obviamente, las cinco revistas anteriores del grupo (Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño y Poeta) fueron órganos de una generación en sentido estricto, como a veces parece haberse entendido. El mismo Lezama contribuyó a esa confusión terminológica, llevado por el entusiasmo con que se lanzaba a definir y redefinir los objetivos del grupo, sus logros y sus publicaciones. Por ejemplo: «Sabemos que lo que ya se puede llamar con evidencia la Generación de Espuela de plata -escribía en 1945- fue esencialmente poética, es decir, que su destino dependerá de una realidad posterior»(65). Orgulloso de la novedad que representaba esa actitud en el panorama cubano, propuso también la denominación Generación [35] de la Poesía, con la que pretendía enfatizar, no sólo la principal actividad a la que el grupo se dedicaba, la poiesis, el acto de crear, sino especialmente la actitud de insatisfacción y de rechazo frente al pragmatismo del entorno que esa labor traducía:

A aquella generación, que por mi parte lo mismo puede llamarse de Espuela de plata o de Orígenes, yo la llamaría, por contraste irritante con el medio cubano que se endurece, logra su punto gelée y le molesta [sic] por saturniana y errante la expresión espíritu (...), yo la llamaría, por hostilidad a ese milieu carcinomoso, sencillamente, la Generación de la Poesía.(66)

Sin embargo, otro de esos mismos origenistas, Gastón Baquero, llegó a opinar todo lo contrario: «No hay tal generación de Orígenes -aseguraba-: no se puede hallar nada más heterogéneo, más dispar, menos unificado, que el desfile de la obra de cada uno de los presuntos miembros de esa generación»(67). Sin necesidad de llegar a tales extremos categóricos (hay que tener en cuenta que algunas disputas internas de los años cuarenta enemistaron a Baquero desde entonces y para siempre con el grupo de Lezama)(68), sí es preciso recordar que la llamada tercera generación de la República incluye a otros muchos escritores cubanos que no se identificaron ni colaboraron con sus coetáneos de Orígenes y que, por tanto, usar el término

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«generación» para referirse a lo que, en rigor, fue un grupo (por las razones que ha estudiado detalladamente Jesús Barquet)(69), confunde más de lo que ayuda.

Cuando el grupo de Lezama nació para la literatura, las letras cubanas atravesaban una de sus épocas más fecundas, algo así como una «edad de oro» en la que seguían creando o empezaban a hacerlo la mayor parte de las principales figuras de su literatura del siglo XX. Y esa década presentaba también un panorama riquísimo en publicaciones culturales: la revista de Lezama no fue, desde luego, un brote único en su contexto, como se pudo recordar en el Congreso Internacional [36] «Cincuentenario de Orígenes» celebrado en La Habana en 1994(70), quizá proponiendo que no se distorsione su significado ni su influencia creyendo que fue una experiencia insólita. De hecho, el afán de fundación y sostén de revistas fue especialmente firme entre los escritores nacidos entre 1910 y 1920 (la generación de Lezama), de modo que la nómina de revistas insulares entre los años 30 y 50 llegó a ser amplísima, según documenta el detallado Diccionario de la Literatura Cubana del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana.

En cualquier caso, lo que sí conviene aclarar es que ese término, «generación», aunque Lezama mismo lo utilizó, no debe hacernos caer en un error que contradiga esa convicción profundamente antigeneracional que fue una de las claves del grupo y fundamental para él, que insistió toda su vida en lo inútil de semejante confrontación:

Destruir las generaciones que pasaron puede ser un macabro entretenimiento, pero es mejor la penetración en lo oscuro y en la poesía, en el entredeux pascaliano. Todas las generaciones cantan en la gloria. En el valle del esplendor no existen jóvenes ni viejos... La tierra prometida, la Orplid, la Fata Morgana, interesan más que el grupito que se tiene enfrente por orden de Cronos o de Saturno.(71)

Aunque estas declaraciones respondían aún al tono de los acalorados debates sobre el asunto de los primeros años de gobierno revolucionario, para Lezama -y así lo hizo constar en sus revistas-(72) el afán de ruptura que parece obligar siempre a las nuevas promociones a ese faire autre chose, faire le contraire, no es más que «la primera piel», mera «marca superficial de lo generacional», y sólo conduce a malgastar [37] la energía necesaria para lo que él consideraba

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fundamental en toda labor artística o intelectual: la ocupatio de la totalidad. Los grandes creadores confluyen en una intemporalidad que operará siempre con idéntica capacidad de inspiración para los demás: «Los dieciocho años de Rimbaud, los cuarenta y dos de José Martí, los ochenta y dos de Goethe, no forman parte de una generación. ¿Qué es lo que nos sigue atrayendo? Su ocupatio de la totalidad, la fuerza de impulsión enorme de su poiesis»(73), concluyó.

Ya en 1962, en ese mismo ambiente de polémicas generacionales -y de autolegitimación política, en última instancia-, Roberto Fernández Retamar había aclarado que en aquella generación, además de los origenistas como Lezama, Gaztelu, Diego, Vitier, García Marruz y sus colaboradores más jóvenes (Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís, Edmundo Desnoes o el propio Fernández Retamar), se incluyen escritores como José Antonio Portuondo, Ángel Augier, Mirta Aguirre, Onelio Jorge Cardoso, Carlos Felipe, Alcides Iznaga, Aldo Menéndez o Samuel Feijoo, que casi nada o nada en absoluto tuvieron que ver con la estética origenista, a los que no eran aplicables las características de aquel grupo ni, decía Fernández Retamar, «la acusación de desapego político» Y explicaba:

En grado mayor o menor, vivieron con la mirada puesta en las realidades de su país. Algunos llegaron a la franca militancia en un partido revolucionario, como Mirta Aguirre; otros, procediendo más por la libre, se acercaron a los campesinos humildes en vida y obra (Cardoso) e incluso lucharon durante años por reivindicaciones campesinas (Feijoo); y no faltó entre ellos quien tomara las armas en la loma, como Aldo Menéndez. Su obra literaria es un testimonio de esa preocupación, de esa actitud.(74)

En realidad, como veremos más adelante, ni esa acusación al grupo Orígenes era del todo fundada, ni fue tan radical tampoco la separación entre los origenistas y sus compañeros de generación: Feijoo, Iznaga y Menéndez, por ejemplo, colaboraron también en la revista del grupo. En descargo de aquellas orgullosas proclamaciones generacionales de Lezama, hay que recordar que los, digamos, no origenistas nunca mostraron en lo literario ni una cohesión ni un proyecto colectivo equiparables a los del grupo de Lezama -apenas lograron [38] mantener a flote la Gaceta del Caribe (1944), que no vivió más de un año, y Viernes (1950), aún más breve que la anterior-, de modo que difícilmente podrían haber desestimado el prestigio y la solidez que ofrecían los proyectos

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editoriales del grupo de Lezama. La diferencia fundamental entre esas dos facciones estuvo, no tanto en el grado de compromiso con la realidad sociopolítica del país, sino en cómo se expresó ese compromiso, vital y literariamente, por parte de una y otra tendencia, y, sobre todo, en cómo se entendió esa expresión por parte de la generación inmediatamente posterior.

La interrelación dialéctica entre esos dos grupos, Orígenes y autores no origenistas, pertenecientes a la misma generación y sólo aparentemente antagónicos, pero significativamente recibidos por sus sucesores con una muy distinta consideración, constituye sin duda un estudio aún por hacer, que yo sólo pretendo esbozar aquí. Resumiendo mucho una cuestión que retomaremos después, puede decirse que, mientras lo que se consideró el legado fundamental de Orígenes se redujo a esa insistencia del grupo en la seriedad y la constancia con que debía enfrentarse la labor cultural, al margen (o a pesar de) la indiferencia oficial y los vaivenes nocivos de la actualidad -una actitud que entonces se consideró, en el mejor de los casos, escapista y amante de la torre de marfil-, los autores no origenistas ofrecían una mucho más nítida militancia política, heredera directa del modelo ideológico revolucionario de los primeros años de la República, que generó la llamada Protesta de los Trece (1923), el Grupo Minorista, la revista de avance (1927-1930) y, en suma, la llamada Generación del 23, abanderada en Cuba del arte «nuevo» y los movimientos de Vanguardia. Pero por encima de todo eso, aquellos autores significaban para los más jóvenes «el aliento de la extraviada Revolución del 33», en palabras de Fernández Retamar.(75)

Sin duda la obra de Lezama (y Orígenes fue en ella la portavoz privilegiada de esta cuestión) padeció también la frustración histórica de esa extraviada revolución, pero él prefirió trasladar sus coordenadas a un espacio más afín con su sensibilidad: la creación cultural. Continuar o romper con el legado de esa Generación del 23 eran a fines de los años 30 las dos opciones disponibles para los autores que, como Lezama y su grupo, empezaban entonces su trayectoria intelectual. Para ellos ese legado se recibió como una «parálisis» que interrumpía las enormes posibilidades que ellos atribuían a la creación, [39] pues las virtudes iniciales de la Generación del 23 acabaron siendo

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deformadas por una «secreta vinculación con los vicios de la época». Cintio Vitier, en sus famosas conferencias de 1957 sobre Lo cubano en la poesía -como «la Biblia del Origenismo» se las llegó a conocer después-(76) explicaba los pormenores de esa recepción:

...Intentaron superar la ausencia de finalidad en que se hundían el país y las letras, atacando enemigos de cartón como eran la cursilería, el academicismo y la oratoria engolada, y proponiéndose la meta abstracta del avance por el avance, de lo nuevo por lo nuevo. Pero ¿a dónde se iba? Después del primer impacto, su movimiento era más ilusorio que real. Ninguno de los grandes esfuerzos creadores de la época, poco o nada conocidos entonces en Cuba (la obra de Proust, de Joyce, de Eliot, de Claudel) halló eco decisivo en sus páginas, que se mantuvieron siempre sobre la más visible y fugaz espuma de «lo nuevo», cifrado en la hueca palabra «vanguardismo».(77)

Para ellos, pues, la «fuerza de impulsión» inspiradora de aquel grupo se había extinguido: «tiene ya sabor y aroma de época», añade Vitier, y en su obra «todo tiene poco fondo, una intrascendencia y una lisura peculiar»(78). También Lezama, algunos años antes, en una carta abierta de 1949 a Jorge Mañach (representante de aquel vanguardismo ya extinguido), había afirmado sentenciosamente que aquella generación «cumplió y se cumplió». Según él, esos autores habían traicionado la entrega a su poiesis al relegarla a un segundo plano, atraídos por la «inmediatez» de lo que él llama «la ganga mundana de la política positiva» (por oposición a la política «esencial»):

...No era, como en México, con el caso ejemplar de Alfonso Reyes, o en la Argentina, con Martínez Estrada o Borges, donde se encontraba, cualquiera que sea la valoración final de sus obras, con decisiones y ejemplos rendidos al fervor de una obra (...) Habían adquirido la sede a trueque de la fede y estaban dañados para perseguirse a través del espejo del intelecto o de lo sensible.(79)

A la parálisis que suponía aquella generación se unía, pues, el descrédito [40] de la conducta individual de algunos de sus miembros, Jorge Mañach entre ellos.(80)

Pero esa apreciación generalizada a toda la promoción del 23 constituía, más que una verdad constatable, una cuestión de valoración personal: para los no origenistas, no sólo no existió esa parálisis en la creación, sino que vincularon su obra a una continuidad ideológica con la de algunas de las figuras más politizadas de la generación anterior (como Nicolás Guillén y Juan Marinello, muy en activo ambos entonces) y practicaron una explícita orientación

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antiorigenista desde la Gaceta del Caribe, en nombre de la creación militante que, según ellos, «bebía sus jugos vitales en el humus popular»(81).

Como sugiere el análisis de Jesús Barquet, la influencia de César Vallejo puede ser un elemento revelador de las verdaderas diferencias que produjeron esa polarización de la generación de Lezama en torno a la percepción de la generación literaria inmediatamente anterior: «La admiración por Vallejo, compartida por ambos sectores, revela las peculiaridades de cada uno. La obra del peruano los llevó [a los origenistas] a comprender la unidad indisoluble entre ética y creación», mientras que para los neoorigenistas, según el crítico, la influencia fundamental de Vallejo se tradujo en la adopción de «sus prosaísmos vigorosos, su inquietud, su esquemática sequedad (...) y el ansia por donde César Vallejo -el César Vallejo de España, aparta de mí este cáliz- edificaba hombres»(82).

Sin pretender agotar esta cuestión, creo que entre los inéditos de Lezama que publicó la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, hay un texto muy interesante para entenderla mejor. Me refiero a [41] «Los Zurdos» (1948), una de las escasas referencias satíricas de Lezama contra otros escritores de su generación no pertenecientes a su grupo.(83) En ella realiza una durísima crítica contra las actividades culturales conformadas al amparo de la política militante. Vale la pena reproducir algunos fragmentos:

Como el río hace tiempo trae sucio revuelto, están ahí ya los cazadores de última hora. Dicen que traen cuchillo y con tatuaje viriloide. Son fieros, incisivos (incisagueados). Como es característica de estos zurdos llegar tarde a todas partes, tienen que detonar, insultar y -costumbrosos en el tiempo perdido- hacer perder tiempo y alegría. Se empeñan en dar una batalla, que sólo a ellos interesa, por buscar posiciones y nombradía. Son los que nacieron tarde, los que toman el agua estancada, los que tienen un aguado veneno que no saben dónde depositar (...) Calados de habitantismo congénito, le han entregado su alma al tertulión inocuo y al café con leche profético e incesante. Productos de la actual desintegración política, pasan a la cosa intelectual en su terrorismo pornográfico y su viveza de tropical perezoso. Habrá que sufrirlos unos cuantos meses más... y después irán a la provincia, en comisiones agrícolas, a vender velitas de novias o requerirán la gualdrapa de agentes de pompas fúnebres.

Pero el título del texto no debe hacemos caer en un error: con esa denominación, los Zurdos, Lezama no se burlaba de nada que tuviera que ver con la filiación ideológica de izquierdas -que era también la suya- de varios de esos no origenistas, sino de la manera burda, poco diestra, de practicar una labor intelectual. El propio texto aclara ese malentendido poco después:

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Son los zurdos, combaten a aquellos que por natural jerarquía les pueden enseñar de todo y a los que envidian con celo cainita. Les llegaron los treinta años sin haber hecho intelectualmente ni una nuez foradada, y mientras buscan becas quieren darse viajecitos a Nueva York «para aumentar su paisaje cultural» y traicionan la poca juventud que ya les queda.

Lezama no cita nombres, pero parece que se estaba despachando a gusto contra los contemporáneos que habían atacado «con coces, injurias y mala prosa» la recién publicada antología de los poetas origenistas Diez poetas cubanos (1948) preparada por Cintio Vitier, y su propia obra, que se presentaba ante el público destacando en ella [42] purezas altivas y ascetismos cómodos. Uno de esos contemporáneos, el poeta Alberto Riera Gómez, había escrito en 1942 a propósito de Enemigo rumor: «¿Qué está más lejos de Lezama? La estrella del proletariado. ¿Qué está más cerca? Un alma fuera del tiempo y del espacio que pena por salvarse»(84).

Y con el texto del que hablamos, entre otras divertidas críticas, Lezama parece devolver a esos zurdos uno de los dardos que con más frecuencia lanzaron contra el grupo Orígenes: el de su presunto elitismo (o capillismo) intelectual. Concluye el autor:

...Hablan de capillitas, porque no se han podido colar en ninguna, ya que esas gentes sólo se unen por el bostezo, la comisión de amedrentar o el brazalete coprófago. Estaba escrito en las profecías de Nostradamus: en el año 1948 un grupo de mediocres hará un homenaje a los escritores cubanos, con coces e injurias, con coces y mala prosa.

Y me permito terminar, muy lezamianamente, con un da capo: volvemos a la «prehistoria» lezamiana, al año 1935, y la continuidad para estas reflexiones la podemos encontrar en una carta de Lezama (sin fecha pero datada aproximadamente en ese año) dirigida a una profesora de la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana y miembro del consejo de redacción de la revista Lyceum. Escribe Lezama:

La vida americana viene demostrando que cuando el periodo subsecuente a una revolución es recogido y potenciado por las clases bien orientadas, toca un momento de granazón para la cultura. Quizás nosotros empecemos a atravesar ese momento que, aprovechando la impulsión revolucionaria en lo que ésta tiene de rico y matizado, sea necesario conducirla hasta la nueva forma, donde el proyecto del artista y del artesano es recogido por la nueva clase capaz de receptarlo y realizarlo. En nuestro país existen fuerzas inestimadas, existen núcleos que pueden ya mostrar su apetencia de penetrar en lo histórico, de hacer, de mostrar, de cumplir (...) Quien tenga la suficiente sutileza para captar lo que aún en nuestro país no está deshecho, corrupto y finiquitado, y pueda acercarse a esa verdad de lo que de veras es creador, no solamente habrá vencido el pesimismo y el complejo de autoinferioridad [sic] que suele apoderarse de lo cubano, sino que será claro indicio de verdadera integración de la nacionalidad, que únicamente puede logarse por la suma de las creaciones, [43] de lo que lo hondamente creador

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pueda expeler (...) ¿Quizá le corresponde a usted la grata misión de facilitar a esa clase, que es al mismo tiempo una generación, los recursos para que su trabajo alcance una forma?(85)

Parece indudable que Lezama y su grupo quisieron combatir el mismo desencanto presente que la otra vertiente de su generación, aunque ellos lo hicieron en y por la poesía; una poesía que recibió también el aliento utópico de aquella frustrada Revolución del 33, aunque no adquirió sus formas.

2.1. Orígenes: una vanguardia sin vanguardismo

Precisamente uno de los aspectos todavía controvertidos entre la crítica lezamiana es el que se refiere a las relaciones de Lezama y el grupo Orígenes con la Vanguardia cubana, representada por esa Generación del 23 de la que hablaba Fernández Retamar. Adelanto que, en mi opinión -comparto la de otros-(86), no es posible entender Orígenes ni el movimiento de expresión que canalizó, sin el vanguardismo precedente de la revista de avance. Siendo aparentemente contrapuestas, definen posiciones que confluyen en muchos puntos (el pensamiento de José Martí como soporte ideológico, sin ir más lejos) y, desde luego, son dos fenómenos culturales que se determinan mutuamente.

Sé que con esto contradigo al propio Lezama: él se negó siempre a sentirse heredero del movimiento avancista, y la única vez que traicionó su espíritu antipolémico fue para entrar en una batalla dialéctica con uno de sus representantes -Jorge Mañach-, que le reprochaba, entre otras cosas, no reconocer su deuda con la generación anterior.(87) Ese cruce público de acusaciones y reproches fue inaugurado por una carta abierta de Jorge Mañach agradeciendo a Lezama el regalo de su libro La fijeza, publicado, como él dice, en «esas bellas ediciones de [44] la revista Orígenes, que usted viene dirigiendo desde hace algunos años con heroísmo y prestigio sumos». Sin embargo, el agradecimiento inicial se convierte rápidamente en una sucesión de reproches que acaba centrando el asunto en esa cuestión generacional de la que hablábamos: «Poeta: esa deferente dedicatoria suya dice Para el Dr. Jorge Mañach, a quien Orígenes quisiera ver más cerca de su trabajo poético.

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Con la admiración de José Lezama Lima», empieza diciendo Mañach. Pero confiesa que ante la «generosidad de esa inscripción», se siente obligado a «descargar mi conciencia ante usted y los demás escritores de Orígenes que me han hecho patente la misma actitud a la vez de estimación y reserva». Y la descarga, diciendo:

Hacia 1925 empezamos a liquidar en Cuba, como usted sabe, una rutina literaria en que los residuos del modernismo, ya en su mayor parte muy raídos, llenaban un lamentable vacío de poesía y de prosa significativas, pero se avenían bastante con la efusión provinciana y oratoria que por las letras cundía (...) Entonces se produjo, bajo las consignas críticas primero del «minorismo» y después, más explícitamente, de la Revista de avance que Ichaso, Lizaso, Marinello y yo dirigimos, la campaña que se llamó del «vanguardismo». De lo que se trataba era de barrer con toda aquella literatura trasudada y de estimular una producción fresca, viva, audazmente creadora, capaz de ponerse al paso con las mejores letras jóvenes de entonces. Exaltamos lo que por entonces el sagacísimo Mariátegui se atrevió a llamar «el disparate lírico», adoramos la «asepsia» y el pudor antisentimental (...) le abrimos la puerta del sótano a toda la microbiología freudiana, pusimos por las nubes la metáfora loca, los adjetivos encabritados, las alusiones a toda la frenética de nuestro tiempo, los versos sin ritmo y rima (...) Hicimos la estética de lo feo y de lo ininteligible, la apología del arte como expresión pura y del sentido poético como mera irradiación mágica de imágenes y vocablos. Mucha gente sensata nos insultó, y nosotros los insultamos de lo lindo a nuestra vez...

Pues bien: ustedes los jóvenes de Orígenes son, amigo Lezama, nuestros descendientes. Si usted me reprocha a mí mi desvío respecto de ustedes, yo a mi vez podría reprocharle a ustedes su falta de reconocimiento filial respecto de nosotros. Nos envuelven ustedes hoy en el mismo menosprecio que entonces nosotros dedicábamos a la academia, sin querer percatarse de la deuda que tienen contraída con sus progenitores de la Revista de avance, que fuimos los primeros en traer esas gallinas de la nueva sensibilidad.(88) [45]

La réplica de Lezama no se hizo esperar, y su «Respuesta y nuevas interrogaciones» se publica en las mismas páginas desde las que se cuestionaba su originalidad. Pero ni en esa ocasión consintió Lezama acercarse a los planteamientos vanguardistas, ni siquiera para plantear su autodefensa o la de Orígenes en términos que pudieran recordar las polémicas que habían caracterizado a la Vanguardia. Contesta, pero con altivo desdén:

No le es necesario a la continuidad de Orígenes nutrirse de hipertrofias polémicas o negativas. Creemos que aquella Revista de avance cumplió y se cumplió. Si le ponemos reparos es para propiciar claridades y luces nuevas. En muchos años que llevo haciendo gemir las ruedas impresoras con palabras y aleluyas, no he hablado nunca, ni en leves confidencias ni en poderosas arrogancias, de esos trabajos.

Y añade:

Gran parte de su epístola está recorrida por el pro domo sua (...) ¿Filiación y secuencia de la Revista de avance? Había radicales discrepancias. A Orígenes sólo parecía interesarle las raíces protozoarias de la creación. Sus pronunciamientos no se reducían a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que señala tan sólo un camino y un camino. Dispénseme pero su fervor por la Revista de avance es de añoranza y retrospección...

No podíamos mostrar filiación, mi querido Mañach, con hombres y paisajes que ya no tenían para las siguientes generaciones la fascinación de la entrega decisiva a una obra y sobrenadaban en las vastas

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demostraciones del periodismo o la ganga mundana de la política (...) Con socarronería de ágil criollo nos afirma usted que fue la Revista de avance la que trajo la gallina de los huevos de oro del arte nuevo. Quizá en eso reconozcamos su verdad, porque ese arte fue para nosotros alción y albatros. Cínife sombrío o soledad brumosa del que se sabe sobre una labor sin compañía...(89)

Sin embargo, como luego intentaré explicar, el verdadero trasfondo de esa polémica acabó siendo otro, y se fue definiendo cada vez más en esa dirección a medida que se ampliaba el número de participantes (autoexcluido ya Lezama) en el cruce de opiniones. Además, entender ciertos vínculos culturales siempre es más fácil después, con la perspectiva suficiente, de modo que me atrevo a contradecir a Lezama [46] y sigo pensando que Orígenes constituye una «vanguardia», en la medida en que su proyecto fue también de ruptura y fundación, de afirmación estilística y de voluntad de revisión profunda de los valores de lo cubano.

Pero, claro, se trata de una vanguardia atípica, que escapa a los límites de la definición académica del término. Fue una vanguardia sin vanguardismo, como dijera Cintio Vitier, cuyo proyecto renovador se niega a la recepción militante de cualquier ismo y rechaza la parafernalia provocadora vanguardista, pero, a la vez, asume sus mejores conquistas decantadas por el tiempo (la amplitud metafórica, la liberación del lenguaje poético, la transgresión de reglas y límites de géneros) de una manera ya metabolizada, para emprender la puesta en práctica de algunos de los valores profundos que el breve vanguardismo cubano había esbozado sin llegar a desarrollarlos.

Esa vanguardia cubana, digamos, «ortodoxa», la que se definía a sí misma como tal, tuvo tardía repercusión en el panorama cultural de la Isla y se identifica con la publicación que fue su portavoz desde 1927 hasta 1930: la revista de avance, aunque su verdadero nombre era el número cambiante del año, con lo que se subrayaba así, hasta en el título, su afán de renovación constante; su deseo de avanzar. La metáfora de un barco zarpando que daba pie al manifiesto «Al levar el ancla», firmado por Juan Marinello, Francisco Ichaso, Alejo Carpentier, Martín Casanovas y Jorge Mañach, condensaba los objetivos radicalmente aventureros del grupo:

Lo que no lleva en su bagaje [este nuevo bajel] es la bandera blanca de las capitulaciones. Lo inmediato en nuestra conciencia es un apetito de novedad, de movimiento. Por ahora sólo nos tienta la diáfana

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pureza que se goza mar afuera, lejos de la playa sucia, mil veces hollada, donde se secan, ante la mirada del mar, los barcos inservibles o que ya hicieron su jornada (...) Salimos, pues, rigurosamente a la aventura, a contemplar estrellas, a ver si por azar nos topamos con algún islote que no tenga aire provinciano, donde uno se pueda erguir en toda su estatura.(90)

En sus cuatro años de viaje, avance cumplió el papel histórico que le correspondía: intentar renovar ese «ambiente provinciano», difundir los movimientos de vanguardia e introducir el mayor número de [47] tendencias, corrientes y figuras del «arte nuevo» (y con él, las primeras manifestaciones de poesía «pura» y «social»). Pero, sobre todo, la revista fue esencial para canalizar la revitalización política en Cuba que se acentuaba desde principios de los años veinte: recordemos, sólo como ejemplo, que en 1926 se publica el famoso poema «La zafra» de Agustín Acosta, donde el poeta se hace eco de esas preocupaciones de signo social y nacionalista, lamentando el desastre republicano con versos destinados a alcanzar resonancia emblemática: «Musa patria, esto no fue / lo que predicó Martí».

Idénticas inquietudes constituían la razón de ser del movimiento "de ideas» que se concretó alrededor del llamado Grupo Minorista, núcleo de la joven izquierda habanera que se había ido constituyendo desde 1923. Ese año tuvo lugar lo que se conoce como la Protesta de los Trece (trece «minoristas»), que, encabezados por el poeta Rubén Martínez Villena, concentraron el movimiento de oposición contra la corrupción y los turbios gobernantes de la llamada seudorrepública. Y cinco de esos trece -los firmantes del manifiesto «Al levar el ancla»- decidieron fundar en 1927 la revista de avance, quizá no con el propósito de dar voz pública al minorismo, pero así fue.

Tal vez la trayectoria individual de Martínez Villena, su enérgica reacción frente al estancamiento republicano a través de su entrega al activismo político más contundente, señalara la verdadera vocación del grupo renovador: la «generación del optimismo ciego», en palabras de Carlos Ripoll(91), se abría paso histórico armada con las ansias renovadoras del vanguardismo. Eso explicaría la rápida orientación del grupo vanguardista hacia la militancia política (no obstante alguna desorientación individual, como la de Jorge Mañach), cuando en 1930 se intensificó la lucha contra la dictadura de Gerardo

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Machado y sus conciencias creyeron encontrar una oportunidad de expresión en la organización de aquella Revolución que quiso estallar en 1933, pero fue duramente reprimida.

Ambas cosas, política y literatura, habían avanzado íntimamente unidas hasta entonces, y las consecuencias se habían revelado ya notablemente profundas para la segunda, que desembocaba en un panorama dual, como resumía José Antonio Portuondo:

La lucha contra la dictadura impuso como quehacer la satisfacción de las necesidades populares como un aspecto de la lucha política. [48] Los escritores «descubren» entonces al pueblo, a las masas, en sus porciones más explotadas: el negro, el campesino, el proletario. Por otra parte, la creciente preocupación social de la literatura, que acentúa su carácter ancilar, determina la evasión de un grupo de escritores que aspiran a eludir las urgencias políticas y salvarse a sí mismos en el seno de sus propios universos poéticos, de acuerdo con las fórmulas contemporáneas de la poesía pura.(92)

La vanguardia, pues, cuando no se politizó, se criollizó o se depuró: esta última orientación, para la que fue determinante la influencia de Paul Valéry, ofrece en Poemas en menguante (1928) de Mariano Brull sus manifestaciones más nítidas, que continuarían con Júbilo y fuga (1931) de Emilio Ballagas, o Trópico (1930) de Eugenio Florit. Y la segunda tuvo también en 1930 una fecha clave: la publicación de Motivos de son de Nicolás Guillén se considera el momento de la definitiva consolidación del negrismo, cuyos representantes más significativos acabarían siendo el Ballagas de Cuaderno de poesía negra (1934) y el propio Guillén, que con aquel breve libro y Sóngoro cosongo. Poemas mulatos (1931) se consagra como figura principal del movimiento.

Así, la revista de avance, después de haber cumplido con su cometido estético, se extinguió quizá justo cuando debía hacerlo: en 1930 la intensificación de la lucha contra la dictadura de Machado tuvo como consecuencia el recrudecimiento de la represión. El gobierno amenazaba con instaurar la censura previa a la prensa y avance decidió autosilenciarse como modo de protesta y para no tener que someterse a esa otra «depuración», ya nada poética.

Del complejo de intenciones del breve vanguardismo cubano surge el contexto en el que ha de inscribirse la obra de Lezama, que desafió con idéntica

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determinación (aunque con algo de estar de vuelta de batallas inútiles) las mismas frustraciones, las mismas inconsistencias y, en suma, la misma atmósfera disolvente de la república que la vanguardia quiso combatir. Su proyecto, por tanto, constituye otro ejemplo paradigmático de ruptura y fundación: Orígenes quiso también «nacer de nuevo». Pero, con la dosis correspondiente de parricidio generacional, el grupo se negaba a sentirse heredero de las dogmáticas exclusiones vanguardistas -aún más a serlo de aquellos representantes de una vanguardia «oficializada»- y emprende su propia [49] aventura con clara conciencia de estar haciendo algo original. Lo explicaba Vitier a propósito de otro de los poetas de Orígenes:

La última generación de poetas y artistas cubanos está empeñada en el replanteamiento radical de nuestros materiales y medios expresivos (...) Lo que aquí y ahora cada cual está intentando, según sus medios y registros, es la imprescindible y fértil tabla rasa, sin que esto tenga que ver con ninguna especie de irreverencia o iconoclasticismo.(93)

Éste era un gesto tan vanguardista como el de avance, aunque sin manifiestos explícitos -de ahí la dificultad para perfilar nítidamente sus contornos- y en sentido contrario: pensaban que lo realmente nuevo no es una brusca ruptura, sino algo que realiza las posibilidades ocultas en lo anterior. Así, los nuevos poetas siguen a Lezama en su oposición a las novedades a ultranza y las rupturas rebeldes, y emprenden la revisión y reconstrucción de una tradición milenaria que enriquecen con los aportes de las grandes figuras de la Modernidad. Frente a un arte desmitificador e irreverente, apuestan por uno empapado de afirmaciones utópicas, por una devoción litúrgica en la labor artística y por una fe absoluta en sus posibilidades de redención. Oponen también, frente al cuestionamiento polémico de modelos culturales, esa sed integradora que animaba la «síntesis mediterránea de innumerables aportes» defendida por Lezama y que se acercaba a la vocación ecuménica que para ellos tuvo el Modernismo (especialmente Martí, pero también Darío y Casal), convertido, con otra lectura -la lezamiana- en antecedente perfecto para un proyecto que buscaba la identidad de lo cubano desde unos presupuestos tan alejados de la colonización mental como del rechazo hacia lo hispánico.

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A esas afinidades estéticas del grupo se sumaba una formación común, en gran parte autodidacta, nutrida en las fuentes más diversas, interesada en los clásicos y muy atenta a la literatura contemporánea europea e hispanoamericana, pero marcada por la Generación española del 27 como referencia inicial y tutelada por la Revista de Occidente (1923-1936), su compatriota Cruz y Raya (1933-1936) y sus compañeras mexicana y argentina de generación: las prestigiosas Contemporáneos (1928-1931) y Sur (1931-1970).(94) Ambas podrían [50] añadir a su extendida influencia por tierras americanas la que ejercieron sobre Lezama y el resto de los entonces jóvenes universitarios que conformarían la tercera generación republicana. Pero las dos tutoras fundamentales en el proceso de gestación del pensamiento lezamiano fueron, por razones opuestas, la mencionada revista de avance y la Revista de Occidente de Ortega y Gasset, que no fue sólo el puente entre sus ideas y las de los poetas del 27 español: cruzó el Atlántico e influyó también poderosamente en sus lectores del otro lado del océano.

A partir de esas bases comunes y con la amistad como elemento de cohesión, el grupo se fue animando a emprender una nueva aventura cultural, «ya no tan interesada en avanzar como en sumergirse en busca de los orígenes», como apuntara Cintio Vitier.(95) Esa búsqueda se tradujo pronto en un acercamiento con ánimo renovado a la tradición occidental y, en definitiva, a la herencia española (uno de los «pecados» del vanguardismo precedente) como parte innegable de su identidad cultural. Y en ese modo de replantearse las cosas tuvieron también mucho que ver las grandes figuras de la cultura española que habían pasado por La Habana o que lo harían después, exiliados tras la guerra civil.

2.2. Prehistoria de un proyecto. Lezama y la Generación del 27

La influencia de la Generación del 27 se ha dado por supuesta, por razones de época, en la vuelta a Góngora que también realiza Lezama. Pero reducir la vertiente hispanista de su pensamiento a esa influencia directa es deformar una

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realidad mucho más compleja. La importancia que para sus reflexiones sobre la poesía adquiere el autor de las Soledades responde sin duda a ese ambiente de época que él respira a través del grupo que debía su nombre y sus señas de identidad [51] más reconocidas a la conmemoración del tricentenario de ese autor. Pero la fascinación por Góngora no fue en Lezama ni tan incondicional ni tan honda como se suele presentar, y, sobre todo, no se debió a esa identificación de su poesía con el ideal de virtuosismo metafórico y pureza cerebral extrema que, al menos al principio, fue característica en los poetas del 27 español.

En realidad, la relación de Lezama con las grandes figuras del 27, que llegó a ser intensa, no tendría lugar hasta los años de Orígenes, es decir, cuando su obra estaba ya plenamente formada y resuelta a ser ella misma: Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas y Manuel Altolaguirre colaboraron en la revista desde su fundación, en 1944. Por supuesto, Lezama los había sabido admirar desde mucho antes, pero el magisterio fundamental que esos poetas ejercieron fue en realidad el servir de puente hacia el descubrimiento de las «influencias» que ellos habían recibido y que coincidían con ese desencanto de la vanguardia que Lezama empezó muy pronto a manifestar con un repliegue hacia la tradición.

Entre esas lecciones estaban las advertencias de Juan Ramón Jiménez sobre la poca viabilidad de una poesía que renegara de su pasado literario, así como sus frecuentes recomendaciones a los poetas del 27 sobre la necesidad de una vuelta a «eso humano que les faltaba cuando la crítica los señaló como deshumanizados»(96); unas recomendaciones que expuso también insistentemente en las conferencias que dictó durante sus cuatro años de estancia en La Habana (1936-1939), defendiendo «el espíritu contra el injenio» y la expresión por la poesía de «lo intuitivo de la existencia material y espiritual de un país»(97).

La influencia de los autores del 27 en la obra de Lezama, pues, habría que cifrarla, sobre todo, en ese magisterio indirecto, y en el recibido a través de las publicaciones que fueron portavoces del grupo. O concentrarla sobre todo en la

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obra de uno de ellos, que desde muy temprano inspiró a Lezama reflexiones sobre la poesía que resultaron decisivas para su orientación estética posterior. Me refiero a Luis Cernuda. [52]

La presencia real de Cernuda en el universo lezamiano se reduce a sus colaboraciones en Orígenes entre los años 1950 y 1953, y apenas suele mencionarse como algo anecdótico. Pero creo que no se ha dado suficiente importancia al hecho de que el primer ensayo sobre literatura que publicó Lezama (en 1936, a sus veintiséis años)(98) estuvo dedicado a ese autor o, al menos, inspirado por la lectura de su obra. La crítica lezamiana no parece haber reparado en ese texto, e incluso es ya un lugar común hablar de «El secreto de Garcilaso», publicado un año después, como de la primera aparición pública del autor.(99) Pero aquel ensayo, titulado «Soledades habitadas por Cernuda» y publicado en agosto de 1936 en la revista Grafos(100), contenía in nuce importantes elementos que Lezama plasmaría en su poética y en la práctica de la misma inmediatamente posterior. Vale la pena detenemos en él.

Teniendo en cuenta el acusado gongorismo del que sería su poema inicial, Muerte de Narciso, escrito por esas mismas fechas, no es de extrañar que Lezama dedicara a Góngora también sus primeras reflexiones teóricas. Ahora bien: quien había de defender muy poco después la originalidad literaria como «la dignidad de la palabra» vinculada a «la exigencia de recalcar un propio perfil, un estilo y una técnica de civilidad»(101), no se iba a conformar con deslizar su poesía por un terreno entonces ya muy trillado. Sobre el gongorismo de Lezama habrá mucho que decir, pero baste por ahora con señalar que él no fue un dócil seguidor de modas literarias, aunque tuvo la inteligencia suficiente como para no rechazar aquéllas que pudieran ofrecer aportaciones valiosas a su estética. [53]

Naturalmente, en el ensayo del que hablamos comienza por unir su voz a «las que vibran frente al silencio de tres siglos con que la desconfianza castellana se ha mantenido al margen de las ganancias gongorinas», pero "Soledades habitadas por Cernuda» pronto deriva hacia planteamientos que muy poco tienen que ver con posturas reivindicativas o deslumbradas ante el barroco

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cordobés, y mucho con las convicciones que vertebrarán la obra de nuestro autor de aquí en adelante. «Empezábamos a preguntamos cuál sería la resolución poética que sobrevendría después de tantas ausencias exclusivas y de tanto paraíso hermético -reflexiona allí Lezama- ¿Cómo es que después del milagro de las Soledades no se llegó a la resolución de las preguntas poéticas en un espejo exacto de poesía y de verbo?» Y responde, rotundo:

Se abrían dos soluciones, poblar la argentería de Góngora por la novela de una nueva sensibilidad (...), o llevar la palabra, ascendiendo a mero son, hasta su desaparición representativa absoluta (...) Góngora no puede repetir con Cézanne: he descubierto un camino con respecto a cuyas posibilidades últimas puedo considerarme un primitivo. Las etapas posteriores fueron de una ingenua mezquindad.

Creo que podemos ver ahí un resumen exacto de la disyuntiva con la que Lezama veía enfrentarse la trayectoria poética que él mismo estaba empezando a transitar: o el espíritu o el ingenio verbal, según dijo Juan Ramón. El texto parece alertar incluso contra los peligros de un gongorismo incondicional fenómeno de época del que también a su poesía le fue difícil escapar- que, según Lezama, «acaba inutilizándonos para la creación». Góngora interesa al autor porque «descubrió un camino» cuyas posibilidades últimas él trataba ahora de explorar, y lo hace señalando ya en la poesía de Góngora esa «carencia» que estudiará en sus ensayos de madurez con más precisión y que, como puede verse, su propia obra desde el principio intentaba cubrir: el «cosmos poético» gongorino es para él

... vida deshabitada, cuerpo vacío, palabras sin encarnación, vertiginosos duendes, colección de cristales (...) Su esencial falla, reparo generalizable a casi todo el arte contemporáneo, es que el desfile vertiginoso de sus impresiones sensibles no nos entrega el mito de una verdad poética paralela, cuyo dichoso acoplamiento pudiéramos llamar momentáneamente metafísica sensible, o tal vez carnal geometría. [54]

Lo que Lezama echa en falta en la poesía de Góngora es un componente idealista, espiritual, metafísico; es decir: no gongorino. Dámaso Alonso ya había denunciado algunos años antes la «lamentable limitación» de la poesía de Góngora: «Nos deja admirados, pero insatisfechos. No es nuestro poeta, ni menos el poeta»(102). Pero el texto de Lezama encuentra en la obra de uno de sus compañeros de generación la presencia de Góngora que se estaba buscando: en la obra de Luis Cernuda. Sobre él escribe:

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Ya se había observado sobre Góngora que en el momento de la aprehensión poética del objeto se le interponía un reflejo. Sin embargo, en esta poesía de Cernuda, a fuerza de fijeza inefable, el objeto poético acaba por ser más que suavemente anegado, tocado en su centro inconfundible. No hay rudeza de proyección sino húmeda y leve envoltura (...) Perseguir las etapas de esta poesía de Cernuda en La realidad y el deseo es revisar el proceso poético contemporáneo.

Cernuda había reunido en La realidad y el deseo (1936) todo lo publicado hasta entonces: Perfil del aire (1927), Donde habite el olvido (1934), El joven marino (1936) y algunos inéditos más. En esa recopilación encontró Lezama claves poéticas que sus intenciones compartían al cien por cien: el recorrido por los laberintos de las poéticas contemporáneas; la entrega a un destino, total, sin reservas y confiando también en lo posible; la sabiduría de un poeta que unió esa rebeldía individual a la defensa de valores colectivos traicionados por la sociedad y, desde luego, ese conflicto central en Cernuda entre la realidad y el deseo (o entre apariencia y verdad) que él no tardaría en incorporar, traduciéndolo a su propio código. Por eso encuentra en Cernuda, sobre todo, un esbozo de su anhelada metafísica:

Cernuda crea los valores de ese misticismo corporal cuya legitimidad viene entregada por sus valores de proyección sobre el cuerpo (...) Una mística que no busca sumergirse para reaparecer diluida, sino que se hunde para salvarse en la gracia de ese encuentro. Misticismo que necesita la recepción sensible, opuesto a los anegarse teresianos (...) Una angustia sensual que engendra esa mística proyección chirriante como la única aventura posible después que la palabra se ha abandonado en el desfile vertiginoso del tiempo. [55]

«Poblar» la argentería de Góngora, proyectarse más allá de sus cristales verbales; dotar de mística proyección y «habitar» sus Soledades, rehumanizarlas: he ahí el proceso que según Lezama debía cumplir la poesía contemporánea para que el milagro gongorino rindiera sus frutos más perdurables. La poesía debía dar trascendencia al ingenio verbal, hacerse «mística» y profundizar. No hace falta subrayar que ésas fueron las bases de la búsqueda tenaz de Lezama, porque él mismo concluía su primer ensayo literario anunciando cuál iba a ser su camino:

Vamos a saltar de la torre gongorina al agua nebulosa que la rodea y que acabará por negarla, dejando la seguridad de una penetración en el delirio.

Es en función de ese «salto» como Lezama se volcará sobre el Barroco, como poeta y como estudioso del mismo: tratando de descubrir una metafísica, un espíritu, en (y contra) el frío ingenio verbal que había hecho del autor de las

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Soledades un símbolo del arte puro y la deshumanización; algo que en su posterior apología de un Góngora «envuelto por la noche oscura de San Juan»(103) adquiere la rotundidad de un manifiesto.

Entre estas huellas del 27 en Lezama tampoco hay que descartar un posible influjo temprano de Federico García Lorca, aunque las relaciones del poeta durante su visita a La Habana en 1930 se concentraron alrededor de la familia Loynaz y de los autores de la Generación del 23.(104) Lezama, que definió a Lorca muchos años después (y ya muy lezamianamente) como «una impulsión y una detención, sangre y espíritu», nos dice también que asistió fascinado a sus recitales en aquella ocasión:

Recuerdo aún desde mi adolescencia la seguridad de su voz en el recitado (...) La visibilidad de los mitos de la cuenca mediterránea, unida a la gracia voluptuosa incrustada por los árabes en la España [56] sureña, unida también a una intuición vivaz y rápida de lo cotidiano poetizable, hicieron de los aportes lorquianos una fascinante imantación para la curiosidad que siempre ha despertado la española piel de toro.(105)

Pero al principio su acercamiento a Lorca parece que fue sólo superficial: en él precisamente encontró algunas de esas «cosas a las que en poesía había que poner fin», entre ellas, «el popularismo y los pastiches fáciles del folclorismo a la española y a tanto verde que te quiero verde, y tanto verde verderol endulza la puesta de Sol»(106). En sus apuntes de la época Lezama reflexiona repetidas veces sobre esas cuestiones del folclorismo, el arte popular y el popularismo, y casi siempre en contra de esas tendencias coetáneas que, dice, «parecen empujarnos hacia lo popular, no ya como en las grandes épocas clásicas donde observamos un constante nutrirse de esa dolorosa sustancia sin la cual el arte se seca en el preciosismo, sino de una manera furibunda»(107).

Sin embargo, el mismo Lezama partía de la asunción de una «voluntad del artesano» como condición imprescindible para la realización de una verdadera obra de arte literaria. Para referirse a la labor de Orígenes, donde vio cristalizado «el tercer estado poético cubano» (los otros dos habían sido individuales: Julián del Casal y José Martí)(108), alabó en ella su «marca de artesanía de buen signo», e incluyó, orgulloso, la opinión coincidente de Alejo Carpentier:

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Es indudable que la generación nacida de Orígenes ha dado con una forma de ver y de sentir lo cubano que nos redime del abominable realismo folclórico y costumbrista visto hasta ahora como única solución para fijar lo nuestro.(109)

Y es que en esa distinción terminológica (y por lo tanto semántica) es donde Lezama se define, cifrando la diferencia entre el arte popular como creación y el popularismo como copia de modelos populares: [57] la grandeza del «artesano», dice Lezama, es que «trabaja con materiales duros, resistentes, y ganancias estilísticas sólo posibles con un perfeccionamiento yuxtapuesto, a través de generaciones», frente al «artista», cuyo «deseo aventurero no se encuentra con esas dos limitaciones»(110). Y aún añade: «Este divorcio entre el artista y el artesano ha originado la riqueza meramente cuantitativa del arte contemporáneo (...) Es similar a eso que se llama tragedia del lenguaje: diferenciación entre la finalidad y los métodos de realización»(111). De esa matización fundamental partía Lezama también cuando calificaba a Orígenes como un «taller renacentista». Escribía ya en 1935:

En este sentido apetecemos la palabra «Taller», que tenga un sentido simbólico que no esté lejos de las corporaciones de artesanos donde el artista, saltando las limitaciones de su orgulloso individualismo, procura abandonarse a la alegría de una búsqueda coral, trascendental humanismo, engendrada por honradas intuiciones del tiempo histórico.(112)

Si existió algún vínculo entre su poética artesana y la popularista que pudo ver al principio en Lorca, Lezama sólo lo descubre mucho después, quizá cuando profundizó en ello para escribir el prólogo de una edición de las Conferencias y charlas de Federico García Lorca que publicó en 1964(113), o tal vez, sencillamente, cuando tuvo la perspectiva que le daba haber orientado su propia obra como un intento más para esa confluencia entre lo culto y lo popular que tanto caracterizó la de Lorca, pero que Lezama no parece haber recibido de él, sino de lo que llamó, matizándola, «La integración poética de Juan Ramón»(114).

En una de esas intervenciones habaneras de Juan Ramón Jiménez que Lezama se apresuraba a comentar, dijo el poeta:

La gran poesía, ¿no es y será siempre la que funde lo popular con lo «aristocrático» en una suma de naturaleza y conciencia? La mejor [58] poesía contemporánea viene intentando unir más concientemente que nunca lo popular y lo aristocrático, no en una clase media lírica, sino en una sobreclase única final, permanente, de espíritu natural por popular y supremo por idealista.(115)

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Y Lezama matiza, volviendo sobre ese tema:

Ese misterio no fue hecho por el pueblo, ni hecho o deshecho por el letrado. J.R.J. [sic] establece una diferencia entre lo popular y lo literario. Yo no diría poesía popular, nido de enredos, sino poesía ancestral. Ese velante, inapresable acierto, aparece siempre como lo ancestral acarreado y misterioso.(116)

Aquel popularismo que detectaba en el «Romance sonámbulo», pues, era algo muy distinto de la grandeza ancestral que él pretendía alcanzar. No obstante, Fina García Marruz ha insistido recientemente en que «Lorca fue muy querido por los origenistas. Lezama lo escuchó en su visita a La Habana en el 30 y hay huellas de él en su poesía inédita anterior al Narciso»(117). Esos poemas iniciales de Lezama fueron incluidos por Emilio de Armas en su edición de la Poesía Completa del autor.(118) Como explica el crítico, se encontraron manuscritos en un cuaderno, en cuya página principal aparece un título, Inicio y escape, que agrupa veintiún poemas fechados entre 1927 y 1932. La lectura de esos textos nos ofrece un Lezama en pleno proceso de búsqueda de esa voz propia y casi definitiva que alcanzaría ya en Muerte de Narciso. Y es verdad que en algunos momentos se vislumbran -además de otros tanteos y hasta jitanjáforas al estilo Mariano Brull-, esos ecos de Lorca de los que hablaba García Marruz: en Inicio y escape hay tragedias pasionales en «la noche intensa por mil voces herida», ríos con «agua de cara de luna», lunas tan «luneras» y cantos tan «sonámbulos» como los que Lorca inmortalizó. Pero también es verdad que los poemas escapan al final, y uno de ellos parece cerrar la serie incluyendo esos mismos motivos (los lorquianos y los puristas) entre las «Razones del tedio»: [59]

Largas hojas de tedio concentrado, aguja y arcoluna danza el trompo de agua y seda. Y otro y otro cigarro, inapagablemente. El agua saltaba, saltaba. Blanco y verde, verdinegro. Todo era, menos agua. Pegado fuerte a los flancos, viraba fuerte entusiasmo, pura unidad de álgebra. Volvía gris sin entusiasmo.(119)

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En unos apuntes del mismo cuaderno, Lezama anotó: «Clásico es el escritor que lleva un crítico consigo y que lo asocia íntimamente a sus trabajos»(120). Quizá él, en este sentido, fuera un clásico y el crítico que llevaba consigo decidió olvidar ese Inicio y escape que nunca se publicó.

Al parecer, aquel Federico García Lorca triunfante en La Habana de 1930 sólo adquirió verdadera y profunda significación tras el estallido de la guerra civil española, seis años después. La conmoción por su brutal asesinato y por el exilio obligatorio que muchos de los autores españoles más conocidos tuvieron que emprender hizo fijar más la atención en sus obras. Esa tragedia propició también una actitud general de solidaridad hacia los republicanos españoles que, en el caso de Lezama, tiene su origen documental en su suscripción de una apasionada carta pública contra el actor español José González Marín que fue difundida en La Habana el 14 de febrero de 1937, en la que se podía leer:

Después de explotar con largueza el verso maestro de Federico García Lorca, al que debe sus mejores éxitos, José González Marín ha llegado al extremo de ofrecer en Puerto Rico un recital de poesía a beneficio de los generales traidores y de las tropas moras que están desangrando a España y que en Granada segaron la vida fecunda del autor de Romancero gitano. Por un deber de fidelidad y devoción a la memoria del gran poeta del pueblo español, cuya sangre gloriosa -maltratada, destruida por los enemigos de la cultura- nos duele para siempre, los poetas cubanos que suscriben expresan su más sentida repulsa a los recitales de González Marín, quien, al poner su arte al [60] servicio de los verdugos de su patria, profana la obra del gitano ejemplar.

A continuación aparecía la firma de José Lezama Lima junto a la de Emilio Ballagas, Nicolás Guillén, Ángel Augier, Regino Pedroso, Manuel Navarro Luna, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, José Ángel Buesa, Eugenio Florit, Ramón Guirao, José Zacarías Tallet y trece firmantes más.(121) Ésa es, de hecho, la primera presencia constatable de Lorca en el universo lezamiano durante los comienzos de su carrera literaria.

Pero de los recuerdos escritos por Lezama se puede inferir que asistió también a la famosa conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora» que Lorca pronunció durante su estancia en Cuba en 1930.(122) Las posibles huellas que dejó en él aquel discurso sólo son detectables en un ensayo muy posterior, aunque fundamental, sobre el que volveremos después: en «Sierpe de don Luis de Góngora» (1956), donde esa influencia, si la hubo, ha sido ya plenamente asimilada a su poética.

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Quizá Lezama reservara para Federico García Lorca un homenaje mejor que dejarse influir por él: en La expresión americana, cuando celebra la fuerza moral y «el romanticismo del hecho americano», Lezama sitúa a Lorca en un lugar de honor -junto a Fray Servando Teresa de Mier, Simón Rodríguez y José Martí-, para recordar esa «gran tradición hispánica» de vivir y morir poéticamente, que ilustra evocando a «un García Lorca que asciende como un delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba sin nombre»(123).

En realidad el mejor magisterio que Lezama recibe del 27 español consistió, sobre todo, en una invitación para recuperar a quienes habían sido sus principales maestros: Juan Ramón Jiménez y José Ortega y Gasset. Esos dos nombres, junto al de José Martí, conforman la tríada en la que se sustenta la vertiente ético-poética del pensamiento de Lezama. [61]

2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, José Martí

Juan Ramón Jiménez llegó a La Habana en 1936. Su estancia se prolongó allí hasta 1939 y su presencia significó mucho más que la considerable suma de las actividades promovidas y los textos publicados durante esos años. En torno a su figura se reunió un círculo de jóvenes intelectuales, entre ellos Lezama, para quien el contacto con el poeta significó el comienzo de una larga amistad»(124), pero además, una verdadera iniciación:

Juan Ramón ha sido para mí un secreto impulso. Hacerme digno de esa amistad que él me regaló en la adolescencia ha sido siempre para mí como una voz que oía en la soledad de la conciencia. Contemplábamos fríamente cómo la poesía recorría las más opuestas etapas, de la tragedia del lenguaje a la expresión de la angustia, rabiosamente temporal, fuera del toque de la gracia (...) Habíamos huido de esas seguridades elementales; nos fijamos en el acto naciente y en la redención por la gracia. Y aquí podemos encajar la claridad y la dulce luz y la gracia en vagos ángeles de Juan Ramón Jiménez. Colocada frente a la más decisiva prueba, la gracia se hacía eficaz y palpable.(125)

Eso, que podría entenderse como un «retraso formativo», un volver atrás (Juan Ramón Jiménez, ya se sabe, había sido un modelo para la generación anterior, en Cuba y en España), no lo era: la figura del poeta significó para él y para los

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poetas que lo acompañaron un poderoso estímulo hacia adelante. Cintio Vitier, uno de los origenistas más marcados por la influencia de Juan Ramón, al menos en sus comienzos, ha explicado por qué:

Las obras poéticas de Brull, Florit y Ballagas carecían de virtud fecundante para las generaciones posteriores. Ningún poeta pudo hallar impulso en aquellas órbitas cerradas (...) Lo mismo habría de ocurrir en España con la generación correspondiente -la de Lorca, Alberti, Guillén, Salinas, Cernuda, Aleixandre-, que no ha podido [62] engendrar sucesión válida. La explicación en ambos casos es idéntica, aunque tal vez se agrava en el nuestro: son herederos y diversificadores de las intuiciones poéticas sucesivas y el impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez. Por eso algunos de los más jóvenes por esos años, animados de un oscuro instinto, nos dirigimos directamente a ese venero juanramoniano, que entonces algunos podían juzgar como algo que se situaba en el antes. Pero ese antes era una verdadera raíz, un verdadero comienzo, contenía un eros poético original que podía provocar nuevas fuerzas liberadas del causalismo inmediato y a la postre cerrado de los epígonos.(126)

En 1936, al amparo de la Institución Hispanocubana de Cultura dirigida por Fernando Ortiz, Juan Ramón propuso, seleccionó y prologó la antología titulada La poesía cubana en 1936, publicada al año siguiente, en la que se incluyó a Lezama. Como casi toda antología, ésta fue muy discutida y generó encendidas polémicas, lo que obligó a Juan Ramón Jiménez a explicar en más de una ocasión los criterios, los fines y el «sentido secreto» de la selección que había llevado a cabo: él quiso que fuese «no un álbum de escritores que poetizan amenamente sino el granero de la cosecha mejor de los poetas cubanos de 1936»(127). Y en esa cosecha creyó ver el latido auténtico de una identidad cultural, «libre ya del popularismo de pandereta, aquí de maracas, y de tópico y floreo nacionales»:

Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque lo busca y lo siente por los caminos ciertos y con plenitud, desde sí misma; porque busca en su bella nacionalidad terrestre, marina y celeste, su internacionalidad verdadera.(128)

A la luz de la obra posterior de Lezama, no cabe duda de que esas palabras debieron ser para él, no sólo una formulación válida de esa anhelada metafísica poética en la que ya había empezado a creer, sino la definitiva legitimación de su propio proyecto cultural. Así permite interpretarlas la evocación de aquellos momentos en una de las últimas entrevistas que concedió el autor: [63]

1936 fue una fecha excepcional para nuestra poesía: Juan Ramón sospechó que tras las capas muertas de la cultura convencional y de propaganda se agitaban las posibilidades de una poesía que mostraba la dedicación total de una vida. De ahí salió mi afán de mostrar el mundo hipertélico de la poesía, cómo la

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poesía es un en sí que va al mismo tiempo mucho más allá de su finalidad.(129)

En realidad, la influencia más profunda de Juan Ramón Jiménez sobre Lezama no fue (o no fue sólo) literaria, sino personal, de actitud; el contacto con el poeta español funcionó como catalizador de sus propias ideas. Lo recordaba así: «Nuestra generación, que no pudo oír la encarnación del idioma en Martí, ni ver caminar por La Habana Vieja a Julián del Casal, vio en Juan Ramón una dignidad irreprochable y una palabra que rezumaba una gran tradición penetrando en el porvenir». Pero añadía:

En él la influencia que perdura es la de la poesía. Por encima y por debajo de su poesía fluían los secretos que van de Góngora a Bécquer, sus intuiciones de Darío, la gravedad de la sentencia española resistiendo la tensión inglesa o el ensalmo con Mallarmé (...) Lo que movilizaba su presencia era la poesía, no su poesía.(130)

De hecho, en 1937 se celebra el Coloquio con Juan Ramón Jiménez(131), donde Lezama discute con él, como de igual a igual, sobre pureza e impureza artística, versos brotados o calculados, y sobre poesía y sensibilidad insular. «En contraste con otros acercamientos que se resolvieron naturalmente a favor de su maestrazgo -recuerda Cintio Vitier-, Lezama entró en lo juanramoniano haciéndolo, a su vez, entrar en lo lezamiano, convirtiendo el memorable Coloquio en tensión de fuerzas, juego de resistencias, desafío de esencias»(132). Por ejemplo, frente a la tan explotada estética de la rosa, Lezama propuso en el Coloquio (no sin cierta dosis de ironía, pero ironizaba siempre sobre las cosas que realmente le importaban) una personal Filosofía del [64] Clavel, que escribió luego en verso y recogió en Enemigo rumor (1941), así como un Doctrinal de la Anémona o Anemología, valiosísima para reflexionar sobre esa cubanidad a la vez terrestre, marina y celeste, pues supone «la comprensión de los silencios botánicos y atrapa también los meteoros maravillosos»(133). Y, a pesar de su veneración por el poeta español, no tuvo nunca reparos en declararse lejos de esa sensibilidad suya que «a fuerza de buscar la unidad de la blancura, lograba unos esbeltos cristales helados»(134). Incluso profetiza una evolución de la obra de Juan Ramón Jiménez acorde con el «momento barroco» que él mismo estaba buscando:

La perfección de la rosa, jaula de aire perfecto, derecho y descreído, que se va a clavar en su tortura del tiempo ínfimo en las escalerillas de agua, donde la rosa lucha con el clavel y con la anémona, flor más

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sucia y bajada (...) El romance, la rosa, la forma desnuda, empiezan a sentir un extraño contorno. Es el momento barroco llegado para cierta etapa de la obra de Jiménez, en que la forma desnuda oscilará -temblará- entre la gracia de la rosa y el torcedor de la muerte...

para concluir: «Este aguijón en Jiménez empieza a punzar en una descarga contra la armadura formal»(135).

Pero lo realmente importante de aquel coloquio fue que, estimulado por las preguntas y respuestas de Juan Ramón Jiménez, el discurso de Lezama -complejísimo- planteaba por primera vez la necesidad de entender lo cubano como «insularidad cósmica», y de buscar su expresión a través de una poética que «bucea en los orígenes pero no rehuye soluciones universalistas». Lezama (y sintetizo una dialéctica de más de catorce páginas) propone allí superar lo que llama las «tesis disociativas», que habían generado, bien el «insularismo fanático» de «hombres-isla» entregados a la observación «hacia adentro» de su peripecia individual, o bien la «síntesis apresurada» del negrismo o la poesía mulata -en referencia obvia a la obra de Nicolás Guillén-, un «eclecticismo artístico» a su juicio superficial e insuficiente:

Una realidad étnica mestiza no tiene nada que ver con una expresión mestiza. Entre nosotros ha habido mestizos que se han expresado dentro de los cánones del parnasianismo, y gran parte de la poesía [65] afrocubana es, en cambio, obra de poetas de raza blanca. Una cosa es el mestizaje y otra abogar por una expresión mestiza (...), cuyo principal hallazgo ha sido la incorporación de la sensibilidad negra y más frecuentemente la incorporación del vocablo onomatopéyico. Entre nosotros la poesía se resiente de haber estado de espaldas a la prueba del nueve, a la que debe responder toda poesía, según Cocteau, y se ha contentado con la primera simpatía de la prueba orejera (...) Abogar por una expresión mestiza es intentar un eclecticismo sanguinoso. La poesía será siempre amor absoluto o definitivo rencor.

Lezama respondía así a las palabras de Juan Ramón acerca de la cubanidad de la poesía, que debe estar «del lado del espíritu», y no «de la sangre, que enemista y separa», exponiendo a continuación su propuesta basada en la confluencia de dos principios salvadores: por una parte, la absorción universal, la apertura, lo que llama «los trabajos de incorporación» propios de toda «cultura de litoral», y, por otra, «la resaca» como contrapunto, es decir, el aporte de la Isla a las «corrientes marinas» universales. Era la versión lezamiana de las ideas de Martí sobre la dialéctica entre lo cubano, lo americano y lo universal, que apareció muy poco tiempo después formulada como lema para su revista Espuela de plata: «La ínsula distinta en el cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos»(136).

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Y esa insularidad cósmica era también el objetivo de la Teleología que por las mismas fechas Lezama proponía a un todavía desconocido Cintio Vitier en su primera carta: «... Venga a verme, pregunte por mí (...) Se siguen haciendo invisibles cosas que algún día serán la mismísima voz central que a todos nutre y que de todos es apetecida. Ya va siendo hora de que todos nos empeñemos en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor»(137).

Esta propuesta me parece esencial para entender a Lezama, y desde luego al Grupo Orígenes. Porque Lezama deslumbró a quienes le seguirían, sin duda, con una obra sólida, totalizadora, pero en el establecimiento de las bases para su fundación, actuó como fuerza aglutinante el proyecto utópico que brotaba de esa teleología: su fe en el poder regenerador de la reconstrucción cultural culminaba en la utopía (nunca llamada así) que aseguraba la reforma de la historia por la [66] poesía. Ese proyecto se convertiría en una de las directrices principales del grupo Orígenes, sobre todo después de que a ese sentido inicial de la Teleología como propósito, se unieron las ideas sobre «La Cuba secreta» que plasmó en su revista María Zambrano, ratificando las orientaciones origenistas y haciéndolas coincidir con la secreta filosofía en la que hundía sus raíces el proyecto de Lezama: la de Ortega y Gasset.

José Ortega y Gasset había inaugurado y difundido un estilo de pensamiento que intentaba desentrañar el sentido profundo, vital, de la cultura heredada; un «leer lo de dentro» que sin duda sirvió a Lezama como modelo para su propio modo de lectura y recuperación cultural. Tanto en los propósitos de la Revista de Occidente como en las Meditaciones del Quijote (1914) pudo encontrar Lezama inspiración para orientar su propia labor de reconstrucción por la poesía de una tradición mutilada. Decía Ortega:

Toda labor de cultura es una interpretación -esclarecimiento, explicación o exégesis- de la vida. La vida es el texto eterno. La cultura (arte o ciencia o política) es el comentario, es aquel modo de la vida en que, refractándose ésta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación.(138)

La presencia de Ortega y Gasset en el «estómago del conocimiento» lezamiano se manifiesta pronto. En el Coloquio con Juan Ramón Jiménez, Lezama encuentra en Ortega una feliz confirmación de su teoría cultural que

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abomina del «insularismo disociativo» porque puede hacer olvidar ese fundamental «sentimiento de lontananza»; una opinión que, dice Lezama, «coincide con la del maestro Ortega y Gasset cuando afirma que los isleños sólo entornan los ojos a la vista de los barcos cargados con enfermedades infecciosas»(139). Pero en general el pensamiento de Ortega, que tuvo tanto de Tema de nuestro tiempo (1923) como de buceo en la tradición, que progresaba adentrándose y que proclamó como «su circunstancia» aquella España invertebrada (1921) que la Conciencia Histórica debía salvar, hubo de suponer para Lezama un modelo deslumbrante y, como enseguida veremos, plenamente acorde con sus convicciones regeneracionistas de [67] raíz martiana, dispuestas a evitar la «desintegración» que adivinaba en Cuba y a dar proyección de futuro a su país.

De acuerdo con esas convicciones, en el perspectivismo de las Meditaciones de Ortega pudo encontrar Lezama la declaración de un modo de pensar la «circunstancia» que, sin duda, le tuvo que apasionar:

La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo a través de él puedo integrarme y ser yo mismo.(140)

Como se sabe, con aquel «Yo soy yo y mi circunstancia», Ortega estaba dando carta de naturaleza filosófica a un entrañamiento en la propia realidad (la Conciencia Histórica) destinado en última instancia a desahuciar la vieja política a favor de la nueva, esa política sui generis que practicó intuitivamente la mayoría de los autores del 98 y que exigía evitar una disparidad (la desvertebración) entre la España oficial y la España «vital». Por eso la Razón Vital de Ortega se llamó después Razón Histórica: aquel reabsorber la circunstancia consistía, no sólo en comprenderla, sino en actuar sobre ella, en transformarla. En su momento esa Razón Histórica debió constituir para Lezama algo así como la explicitación de su fe (histórica también) en el arraigo profundo en aquella «circunstancia cósmico-insular» que reveló su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, y que no es imposible procediera de la dialéctica incorporación/disgregación sobre la que Ortega había construido su principal discurso regeneracionista sobre España.(141) Además, su pensamiento político

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parece que prosiguió guiado por una vocación muy similar: a la Cuba invertebrada había que salvarla adentrándose en su ser, comprendiendo su circunstancia e intentando transformarla, sin necesidad de militar en partido alguno; es más: a condición de no militar.

En ese peculiar regeneracionismo de Lezama confluían también sus lecturas de José Martí y un fervor casi religioso hacia su figura que supo transmitir al grupo y que comprendía, además del estudio riguroso y la difusión de su obra (basta pensar en la vertiente crítica [68] de la obra de Fina García Marruz y Cintio Vitier), la interiorización de su mensaje y una actuación acorde con los principios de su pensamiento. Martí fue para el grupo Orígenes, no una influencia, sino una presencia esencial y constante -una de esas «ausencias hirvientes» de la tradición- cuya significación impregna, en mayor o menor grado, casi todas las facetas del pensamiento de sus autores. Ya el primer ensayo de García Marruz sobre Martí, publicado en 1952, contiene palabras mucho más elocuentes que cualquier explicación que yo intente dar a la presencia de ese autor en el grupo.(142) Decía allí la autora:

Desde niños nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever en su oscura y fragmentaria ráfaga el misterioso cuerpo de la patria o de nuestra propia alma. Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal.(143)

Y destacaba la función salvadora que el pensamiento de Martí debía adquirir en aquellos momentos: «Si estuviera entre nosotros todo sería distinto»; él es «el conjurador de todos nuestros males, el último reducto de nuestra confianza». Desde este punto de vista, el ensayo anunciaba la construcción mítica que elevó Lezama alrededor de José Martí, y que culminó en las tesis de un famoso texto profético publicado apenas unos meses antes del asalto revolucionario al Cuartel Moneada el 26 de julio de 1953, que declaró a Martí su autor intelectual.(144)

Todavía en los umbrales de ese destino, Lezama había convertido a José Martí en el ejemplo máximo de la promesa que la poesía hace a la historia. Con Martí tiene lugar la «culminación de la expresión criolla», pero también con él es con quien alcanza plenitud el sueño [69] de propia pertenencia, la rebelión

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romántica que Lezama atribuye a lo americano y la gran tradición de las «ausencias genitoras», aquella que «crea un hecho por el espejo de la imagen»(145). Su figura y su obra nutren secretamente el pensamiento lezamiano desde siempre, y en ellas encuentra Lezama, para empezar, la respuesta para una de las más apremiantes preguntas de su Sistema Poético:

¿Cómo aumentar la corriente mayor, el pez y la flecha caudal, sumando la poiesis y el ethos? Buscar la manera en que creación y conducta puedan formar parte de la corriente mayor del lenguaje.(146)

Mientras la crítica martiana contemporánea reflexionaba sobre el estilo o sobre la ideología del que fuera gestor de la «guerra necesaria» del 98 que diera a Cuba su primera independencia, Lezama convertía a Martí en el símbolo por excelencia de la posibilidad de la segunda, que ya iba siendo imprescindible acometer: «Su muerte tenemos que situarla dentro del Pachacámac incaico, del dios invisible -escribía en 1957-. No ha querido hacernos vivir dentro del ideal micénico del culto a los muertos: cuando agotemos, por el conocimiento poético, su sepultura, él mismo nos llevará a nuestra pequeña empresa jónica, a la poesía como preludio de la entrada en la ciudad»(147). Y, cuando de un poeta estudioso de Góngora como él se podía esperar un interés por Martí dirigido, por ejemplo, a las sonoridades difíciles de sus «endecasílabos hirsutos», lo único que señaló Lezama para conmemorar su centenario fue la «capacidad de impulsión histórica» de su legado.

Lo que más admiraba en él es lo que el propio Martí llamaba el «decir-hacer» cuando hablaba de sí mismo como «poeta en actos», así como esa cualidad de su expresión poética que ya había elogiado Unamuno llamándola «su lengua protoplasmática», anterior a la escisión entre prosa y verso.(148) En ese Martí poeta en actos se apoyaba la expansión que el Sistema lezamiano atribuye a la imagen poética como instrumento de la infinita posibilidad. Lezama lo explica: [70]

Lo que pretendo es un henchimiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte. Este henchimiento se acerca con veneración a don Luis de Góngora, respirante carbunclo, lince de diamante, grave como la mariposa cuando ya no está. Y a José Martí, fabulosa suma del idioma, incesante genitor por la imagen que vuelve a jugar al ajedrez con el hechizado Hernando de Soto y vuelve a oírle a Atahualpa las leyendas sobre el agua de vida. Se me podrá argüir que todo henchimiento o dilatación termina por engendrar tangencias. Es cierto: en Martí el lenguaje termina por reformar la realidad.(149)

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Pero, en contra de lo que sería lógico esperar, no encontramos en la obra de Lezama un gran estudio sobre José Martí. Él, que recorrió tan atentamente la tradición literaria cubana (incluidas sus «ausencias»), en proporción al enorme fervor que demostró siempre hacia su figura y su obra, dedica muy pocas páginas a Martí. Fina García Marruz recuerda haberle planteado a Lezama esa misma pregunta:

Acercándose el año del Centenario [1953], le pregunté cuándo nos iba a dar ese ensayo suyo que todos esperábamos sobre Martí. Me respondió: «Todavía debo esperar». ¿Qué tenía que esperar él, que se atrevió con todos los temas? Era evidente que no se trataba de un impedimento literario: necesitaba descifrarlo a la luz de nuestro destino, insertarlo en una historia mayor de la que no parecía tener aún todas las claves (...) Sentía que nosotros no podíamos venir después de Martí, de ahí lo de sus «Influencias en busca de José Martí» o lo de su «tradición por futuridad» (...) Creo que incluso necesitó crear todo un Sistema Poético para poder insertar en él -no con sentido de pasado, sino de futuridad- a José Martí.(150)

Lezama dedicó relativamente pocas páginas a Martí, aunque lo cita a lo largo de toda su obra con extraordinaria frecuencia. Sus «estudios» más relevantes quizá se encuentran, además de en el breve y fulgurante editorial que le dedicó en Orígenes con motivo del Centenario, en dos ensayos de Tratados en La Habana, «La sentencia de Martí» (1957) e «Influencias en busca de José Martí» (1955), y en el capítulo que le dedicó en el prólogo a la Antología de la poesía cubana que elaboró en 1965. Pero en conjunto todas las referencias a Martí se revelan fundamentales para la obra de Lezama. Martí es para él héroe indiscutible y excelente poeta, pero su verdadera grandeza, [71] dice, está en «operar sobre la tierra prometida que le es negada»(151). Ése fue el Martí del fervor de Lezama y de Orígenes: el «dios fecundo, preñador de la imagen de lo cubano»(152); el creador que conjuga historia y poesía porque «iguala sus inauguraciones en el lenguaje con sus configuraciones como constructor de pueblos» y convierte su muerte en el rito necesario para encarnar la tradición fundadora de un pueblo: «Creó una revolución en la más novedosa fundamentación: la imagen termina por encamar en la historia, la poesía se hace cántico coral»(153).

José Martí era el núcleo perfecto para esa tradición «con rasguños proféticos» que se propuso levantar Lezama, y era también el mejor símbolo de esa posibilidad infinita de la palabra poética que, ya lo decía el autor, acaba por

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reformar la realidad. Por eso su ínsula tuvo a Martí como habitante central. Haciendo inventario de sus Eras Imaginarias, escribió: «La última era imaginaria es la posibilidad infinita que entre nosotros la acompaña José Martí»(154). Y según él, el acto fundacional de esa última era se celebró el 30 de septiembre de 1930: ese día tuvo lugar en La Habana una masiva protesta universitaria, violentamente reprimida, contra la tiranía de Gerardo Machado y el imperialismo, como preámbulo de la frustrada Revolución del 33 que quiso llegar después. Lezama participó en ella y años más tarde interpretaba el sentido profundo de aquellos hechos como el nacimiento de la era presidida por «la ausencia operante» de José Martí: «Bastaba aquel sumergimiento para que comenzase entre nosotros la historia de los prodigios y los ecos»(155).

Antes, Martí había sido en la obra de Lezama «el indescifrado» omnipresente. En el enrarecido clima de los años cincuenta el autor se había referido a él, exhortando a la «celebración de su aliento, invisible resistencia, soplo sobre el mundo»(156) para lograr su «resurrección» como fuerza histórica «capaz de saltar las insuficiencias toscas [72] de lo inmediato, y avizorarnos las cúpulas de los nuevos actos nacientes»(157). La verdadera voluntad que latía bajo la construcción mítica que rodea a Martí en la obra de Lezama era la que el propio autor había desvelado desde las páginas del Diario de la Marina: «Poder justificar que su nacimiento tenía que ser entre nosotros, [lo] que podría justificar de una vez la avivadora posibilidad de una historia»(158). Por eso advertía también que Martí iba «obligando a todos al heroísmo, a la decisión extrema»(159), e insistía en que alguien debía descifrar lo extraordinario de su herencia:

Todos los signos que corren a su totalidad son los que tenemos que tocar y reverenciar, descifrar y habitar. Ahora es un fragmento; de nuestras imágenes creadoras en lo histórico depende que vuelva a ser una totalidad. Su sentencia de la que dependemos deberá ser el encantado instrumento de Anfión que romperá los impedimentos sombríos, las murallas que no son transparentes y el aliento que metamorfoseado en piedra decapita la prolongación de las raíces.(160)

Ya había dicho Lezama que «la poesía evita una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento», pero aún así sorprende encontrar en su obra esa especie «premonición» pronunciada desde muchos años antes de que se produjera el triunfo de una Revolución que se declaró inspirada en Martí. Y es que ese autor

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protagoniza uno de los más logrados paralelos de Lezama, el que acaba por extraer su reflexión sobre la historia del terreno especulativo para encarnarla, como diría él, en el futuro de su Isla. Ese deseo tenaz pareció convertirse en enero de 1959 en algo realizable y localizado. La utopía lezamiana, pues, dejaba de serlo y se convertía en el cumplimiento de un destino americano escrito desde siempre y, además, plenamente conciliable con los principios del Sistema Poético. De ahí su entusiasta invocación en 1959 a un cubano Ángel de la Jiribilla quizá heredero del Ángel de las maracas de Carpentier(161), pero protector de la historia posible: [73]

Ángel de la Jiribilla, hociquillo simpático, simpatía de raíz estoica, arca de nuestra resistencia en el tiempo, ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda. Enseña una de tus alas, lee: realízate, cúmplete. Sé el guardián del etrusco potens, de la infinita posibilidad. Repite: lo imposible, al actuar sobre lo posible, engendra un posible en la infinidad. Ya la imagen ha creado una causalidad, es el alba de la era poética entre nosotros (...) Ahora ya sabemos que la única certeza se engendra en lo que nos rebasa y que el icárico intento de lo imposible es la única seguridad que se puede alcanzar, donde tú tienes que estar ahora, Ángel de la Jiribilla.(162)

El triunfo revolucionario no sólo significó para Lezama que la sentencia de Martí era por fin descifrada, sino también que su Sistema Poético aplicado a la historia parecía funcionar a la perfección. La Revolución Cubana, tal como él la sintió en esos momentos, lo confirmaba: la fuerza de la poesía actuando en la historia había construido una teleología que despertaba a la Isla de su largo sueño utópico y la hacía retomar las riendas de su destino. «Mostramos la mayor cantidad de luz que puede, hoy por hoy, mostrar un pueblo en la tierra»(163), aseguró entonces el autor.

Como Martí, como su Martí, Lezama acarició la confluencia de la poesía y la historia en un solo acto. Sin embargo, aquella «era de la infinita posibilidad» quedó sólo en un esperanzado esbozo; no fue continuación orgánica de las eras imaginarias, sino un testimonio de adhesión poética y emocional ala Revolución, profundamente incomprendido en aquellos momentos. En la que fue su última entrevista, se defendía el autor:

Yo creo que siempre he sido un escritor revolucionario, porque mis valores son revolucionarios (...) No he sido un hombre de acción. He asumido la realidad cubana de otra forma; pero nunca he sido una foca que espera tranquilamente que le tiren la sardina por la ventana. Jamás he puesto la cultura por encima de la vida, ni la vida por encima de la cultura (...) Y quien lea atentamente mi obra verá cosas que, si bien no están en la superficie, están, y constituyen un grito de nuestra generación en defensa de nuestra identidad cultural, en contra de la desintegración y de la frustración política del país. Hicimos las

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revistas Verbum, Espuela de plata y Orígenes porque [74] consideramos que ese era nuestro deber histórico, y creo que esas publicaciones -vanidad aparte, que la tengo, como todo escritor- contribuyeron a salvar la situación cubana. Porque no era sólo señalar los males; nosotros señalamos remedios para ellos y pudimos ver en Martí el mayor impedimento frente a frustración, la intrascendencia y la banalidad.(164)

Quizá pensaba en todo eso Lezama cuando anotó en su diario: «Ortega y Gasset me ha revelado una preciosa etimología: el adjetivo religiosus significaba escrupuloso. La primera consecuencia de Ortega frente a esa etimología es ver al hombre religioso como el enemigo de toda negligencia»(165). La «preciosa etimología» de Ortega apareció en su obra más de una vez.

Y con esto tocamos otra de las cuestiones que han desatado controversia: la religiosidad de Lezama y la de Orígenes, por extensión. Aunque también sobre el catolicismo «respondón» del autor(166) habrá más que decir después, quiero subrayar ante todo que tampoco en eso el grupo se sometió a un dogma, y que en su obra se entreteje una religiosidad más o menos heterodoxa en cada caso con otros intereses comunes, presididos «aquí sí sin duda» por el fervor hacia la figura de Martí. Muchos de los componentes del grupo fueron (o son) creyentes: Lezama, Eliseo Diego, Octavio Smith, Gastón Baquero, Cintio Vitier, Fina García Marruz y obviamente el Padre Gaztelu, sacerdote católico. Pero Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega constituyen la otra vertiente, radicalmente agnóstica e incluso rotundamente atea en el caso del segundo, y la cohesión del grupo se dio también por encima de estas diferencias privadas: las dos vertientes son Orígenes y ambas convergen en un punto que quizá sólo podamos entender si hablamos de la catolicidad -y no catolicismo- del pensamiento lezamiano, no sólo por su rechazo de cualquier ismo excluyente (también éste, identificado demasiado a menudo con opciones conservadoras en lo político y retrógradas en lo social), sino especialmente por su voluntad de inserción en la catolicidad entendida como una rama de su árbol genealógico, como parte ineludible de la [75] cultura occidental. Como avanzaba antes, esa religiosidad del grupo -que aceptó todas las formas del saber esotérico- se tradujo sobre todo en el sentido ceremonial y misional de su labor, en esa relación reveladora de la poesía con las circunstancias y en la asunción de las propuestas esperanzadoras de un peculiar idealismo cristianomartiano, que

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integraron en su estilo de vida y en su labor artística como alimento para el espíritu en un contexto que les parecía carente de él. De ahí su caracterización como «poetas trascendentalistas», según la ya clásica denominación de Roberto Fernández Retamar(167), aceptable si tenemos en cuenta que el término «trascendencia» no hay por qué adscribirlo necesariamente a una confesión religiosa en particular. El propio Fernández Retamar prevenía contra esa posible confusión, cuando advertía: «Nos ceñimos al término en su prístino sentido (...) Poesía trascendente en cuanto no se detiene morosamente en el deleite verbal, y en la que es evidente una voluntad de trascender la arquitectura de palabras»(168), en este caso, a través del lenguaje poético entendido como un vehículo para descifrar mejor la realidad asomándose a la trascendencia.

Siguiendo con esas orientaciones del pensamiento trascendentalista de Lezama, es interesante señalar que lo que más impacto causó al autor del magisterio de Juan Ramón Jiménez, según su propia confesión(169), fueron sus teorías sobre «la República de la poesía» expuestas en la conferencia «El trabajo gustoso (política poética)» que pronunció en la Institución Hispanocubana de Cultura en diciembre de 1936. Dijo allí Juan Ramón:

La poesía no puede convertirse, sería empequeñecerla y empequeñecernos, en un medio para esto o para lo otro, sino que, en calidad de fin, debe acompañamos constantemente, con apariencia quizá de medio (...) Para todo ello, viviendo todos en un estado natural de poesía y siendo todo lo poético de verdad, no haría falta otro estímulo que ese mismo fin (...) Ese comunismo ideal, el comunismo poético, es muy sencillo de pensamiento y de práctica: cada país debe constituirse y administrarse «poéticamente» con arreglo a su propio, profundo y bello carácter popular. Lo demás (amor, relijión, familia, [76] etcétera) se resolverá ello solo sobre el firme fundamento anterior.(170)

El máximo solitario de la poesía española contemporánea dictaba lecciones de «comunismo poético» inolvidables para un Lezama ya orgullosamente censado en la República Moral de Martí y ávido de nuevas utopías. Cuatro meses después, escribió en la revista Verbum, la primera que tuvo bajo su dirección:

Quizá uno de los giros más claros de este poeta sea lo que él ha llamado la república de la poesía. Abierto un debate sobre la poesía, no ha de faltar nunca el tonto peligroso que nos afirma jubilosamente que la vida está condicionada por factores socioeconómicos (...) Hoy que podemos recoger la regalía de que uno de los grandes líricos contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana, meditemos en el secreto y la claridad de su palabra (...) únicamente un trabajo poético realizado sin intermediarios, y esto no evita las naturales influencias que son el aire en el reino de la cultura, nos permitirá disparamos en persecución de esa fugitiva liebre, rápida y sorprendente, para alcanzar «lo

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secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora vigila y cuida nuestra poesía.(171)

Las diferencias que separaron a Lezama y a Orígenes de lo que hemos llamado los no origenistas de su generación parecen entenderse mejor a la luz de esas palabras afiliadas sólo al partido poético de Juan Ramón y de Martí. Además, son ideas que guardan un curioso parentesco -creo que no casual- con la asimilación del pensamiento orteguiano que exhibió Lezama con motivo de la muerte del filósofo español. En una carta a María Zambrano, se refería a él, dolido por el escaso reconocimiento que se le estaba demostrando en España:

Con la muerte de Ortega y Gasset pensé escribirle, pero estaba yo todavía muy dentro de los relatos que me llegaban de España... He preferido dejar pasar el tiempo, pues me molestaba terriblemente que aquél que había representado en la historia de España la reaparición del espíritu de fineza y que había dominado con regia agudeza una poderosa extensión de conocimiento, pudiera ser tratado con tan descampada frialdad. ¡Qué rencor! Se imponía silencio y se obligaba a subrayar sus errores. Ese trato brutal con el hombre que más había [77] enseñado en nuestro idioma en los últimos cincuenta años era de una terrible indignidad...(172)

Su otro homenaje a Ortega, el público, lo tributó desde las páginas del que sería el último número de la revista Orígenes. Lezama le concede entonces los más altos honores al investirlo como «Ortega el americano», en nombre de su cultura. Pero quizá estaba entonando un réquiem que sabía doble, e insiste en subrayar algunas de esas cosas «valientes, inteligentes y voluntariosas» que dijo Ortega, con las que él tanto se identificó y que tanto había tratado de difundir durante más de doce años desde las páginas de esa revista que ya no se volvería a publicar. Bastaría leer «lo cubano» donde dice «lo hispánico» para creer que Lezama estaba hablando de sí mismo y de su propio destino:

Ortega no apetecía la tradición como disfrute, sino el disfrute de una tradición matinal, reciente, descubierta. La historia se había hecho tópica, repetición, cartoné, y comprendió que había que despellejar aquel falso ordenamiento que dañaba lo hispánico, «la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia». Se enfrentó hasta su muerte con esa idiotez; combatió, hasta que una mezquina circunstancia histórica le cerró todas las puertas (...) De ese destino derivó su concepción de la esencial frustración del hombre dentro de la órbita hispana. Ortega y Gasset se empeñó toda su vida en superar esa frustración, ese no habitar su destino del hombre hispano. En el señalamiento de esa frustración no hubo pesimismo en Ortega, sino virtudes aurorales, enérgicas flechas elevadas a un más alto potencial hispánico. Los que se contentaban y aprovechaban esa frustración mirarán siempre con recelo maligno ese esplendor, ese triunfo de la inteligencia, ese recio señorío de Ortega para combatir las enfermedades de su circunstancia. Él era un místico del fervor del conocimiento, del apetito de las esencias (...) A su espíritu de fineza, a la noble voracidad de su fervor humanístico a la sobriedad de su muerte, rodeada de la maligna incomprensión que se complació en escarnecerlo durante sus últimos años, el homenaje, un angustioso detenemos en la marcha, de los que trabajamos en Orígenes.(173)

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3. Lezama en su circunstancia

No deja de ser conmovedor (también revelador) comprobar que el destino poético de Lezama, quizá como un último gesto de regreso a sus orígenes, reservaba para la Revista de Occidente el que sería el último texto que publicó en vida el autor. Apareció en julio de 1976 -Lezama moría en La Habana el nueve de agosto siguiente- y se titulaba «Un poeta que camina su propia circunstancia». El artículo es, en principio, un comentario a Las palabras de la tribu, de José Ángel Valente, pero, como en casi todo texto crítico de Lezama, también éste nos dice más de él mismo que del poeta objeto de su reflexión. Esa habitual deformación manierista se traduce en este caso en algo así como un autorretrato difuminado con el que Lezama proyecta sobre Valente algunas de las inquietudes que dieron sentido a su propia poética; entre ellas una de las más claras definiciones de su «método»: «Encontrar por el intelecto y descifrar por la penetración inefable, por la vía iluminativa», y un resumen muy breve pero muy sugerente de la vertiente regeneracionista de su Sistema, aquél que «buscaba otra verdad, otro bien, otra belleza» guiado por «la eticidad fundamental» de españoles como «Giner de los Ríos, Sanz del Río, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez»:

Esa eticidad se fundamenta no en el yo, rescate del individuo, sino en un yo universal, en la creencia de raíz religiosa en una conciencia universal para lo visible y lo invisible.

Además, el texto parece querer completar esa recapitulación final con nuevas reflexiones a propósito de aquel «entrañamiento cósmico» en la propia circunstancia, heredero directo del perspectivismo de Ortega. Leemos allí:

Partiendo de los Alpes suizos o de la llanura castellana se puede mostrar la alegría de adentrarse por todos los caminos (...) Un grupo [80] de españoles está más allá sin dejar de estar más acá de sus fronteras. María Zambrano, como J. A. Valente [sic] y otros españoles hace años que han buscado en los ventisqueros suizos, tal vez la Alta Engadina, como Nietzsche, para su vivir más profundo. Eso les ha dado un extrañamiento y una perspectiva, y también un entrañamiento, una facultad para poder tomar de un pasado el germen viviente y actualizarlo o sembrarlo de nuevo.(174)

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«Caminar la propia circunstancia» es, pues, un ejercicio centrífugo y centrípeto a la vez, plenamente lezamiano.

Ya había determinado Ortega que la identificación íntima, espiritual, mental, entre un hombre y un lugar es un síntoma de cultura superior: había que reconciliar el yo con la circunstancia y el espíritu con la razón, tras las diversas disyunciones padecidas a lo largo de la Modernidad. Ése fue el sentido profundo de su Raciovitalismo, y su eminente (y diferente) discípula María Zambrano entendió bien lo poético que latía secretamente en aquel método: la circunstancia vital -«realidad radical» de Ortega- debía comenzar por encontrar esa raíz, su origen perdido o desdibujado, y su meta trascendente; algo que ella consideró consustancial al fenómeno poético. «Todos los iniciados tienen la necesidad de un lugar. A veces, les es más necesario ese lugar que la palabra», precisó(175), y eso explica por qué la pensadora española supo captar tan pronto y tan bien el profundo significado de las búsquedas de Lezama y su grupo:

Cuando alguien está iniciado por nacimiento y por tradición, cuando alguien habita verdaderamente un lugar, como José Lezama Lima La Habana; cuando el laberinto que forman las propias entrañas reclama ser recorrido y resulta ser coincidente con el laberinto de su ciudad, podría decirse que se produce una conjugación que no desmiente, sino que cualifica la trascendentalidad (...) Y la obra toda de Lezama -asistí a ello durante largos y hondos años- tuvo ese poder conjugante.(176) [81]

3.1. La Cuba secreta. Lecciones de María Zambrano

Cuando, como ella misma ha narrado, en octubre de 1936 María Zambrano llega a La Habana y conoce a las pocas horas y en el emblemático restaurante La Bodeguita del Medio al joven poeta José Lezama Lima, se estaba produciendo un encuentro cuya significación marcaría los dos destinos: «Aquel joven pertenecía a mi vida esencial -escribió-. Fue un encuentro sin principio ni fin»(177). Comenzaba también entonces ese entrañable vínculo con Cuba, donde encontró, como ella dijo, su «patria prenatal»(178), que la llevó a residir en la Isla durante casi quince años de los cuarenta y cinco a que se prolongó su largo exilio. Y desde sus primeros contactos, intuyó esa misma vinculación especial entre Lezama y su circunstancia insular:

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Los poetas del grupo de Lezama me pidieron ayuda para que su labor tuviera el reconocimiento que merecía. Les prometí que así lo haría en mis colaboraciones en revistas de prestigio de América y Europa. Uno de ellos me respondió: «No, María; nosotros somos de aquí, queremos ser reconocidos aquí». Les di entonces mi primer artículo para su revista. Ese «ser de aquí» resonó en mí avasalladoramente: ese «aquí» era el lugar universal que yo había presentido y sentido en la presencia de José Lezama Lima. Él era de La Habana como Santo Tomás era de Aquino y Sócrates de Atenas. Él creyó en su ciudad.(179)

Afinidades similares hicieron que María Zambrano ofreciera a Lezama algunas de las más hondas lecciones espirituales que recibió y que encontrarían eco inmediato y perdurable en su poética. A través de los cursos y conferencias que impartió durante su estancia en La Habana (desde 1939 hasta 1953, ininterrumpidamente)(180), pero, sobretodo, a través del trato personal, «nuestra María», como la llamara [82] Eliseo Diego(181), ejerció sobre Lezama y los poetas que lo acompañaron un profundo magisterio, derivado, precisamente, de una de esas grandes diferencias que la separaron de su maestro Ortega: el arraigo de su obra, no ya en el terreno de la especulación o la ciencia filosófica, sino en el del desciframiento y la revelación; eso que ella denominó «Razón Poética» y que sitúa su pensamiento (paradójico, incomprendido y transgresor) siempre un poco más allá o más acá de cualquier sistema filosófico o doctrinal. Cintio Vitier definía ese peculiar magisterio en su novela autobiográfica De Peña Pobre:

Aquella voz lejanísima, de la que no perdía una insinuante sílaba, la voz más hecha de silencio que de sonido de la profesora andaluza, peregrina de la guerra civil española, sacabala filosofía del marco didáctico para mostrarla viva, desnuda, sutil y trágica, en figura de Ifigenia o de Antígona. No sólo en ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir, remando intensa, aguda, delicadamente, en la misma dirección de las aguas deslumbrantes que arrastraban al muchacho y a su novia.(182)

Todo el quehacer filosófico de María Zambrano estuvo regido por la aplicación de esa síntesis donde poesía y filosofía, sentir y pensar, pensar y creer forman una unidad última que apunta siempre hacia cuestiones trascendentes, desde lo visible hacia lo oscuro de las cosas, y que -por eso- estableció la literatura como un modo privilegiado de expresión de los interrogantes esenciales y las grandes cuestiones filosóficas. No creo casual que esa filosofía madurara durante los años de su estancia en Cuba como exiliada, ni que lo hiciera vinculada a Lezama y a los poetas de su grupo: su visión trascendente y poética de la cultura, por la que todo enlaza con otra cosa y conlleva un sentido

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esencial, tenía que acercarla al ámbito de Orígenes, y muy especialmente a Lezama, para quien inquietudes semejantes constituían ya la base de su obra. No en vano evocaba, en una de las últimas cartas que escribió a su «querida y grande amiga», aquella profunda comunión intelectual: [83]

...En realidad siempre la sitúo en aquellos años en que nos veíamos con tanta frecuencia que nuestra conversación parecía no interrumpirse. (...) Desde aquellos años usted está en estrecha relación con la vida de nosotros. Eran años de secreta meditación y desenvuelta expresión y nos daba la compañía que necesitábamos. Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la desesperación. Porque sin duda, donde usted hizo más labor de amistad secreta e inteligente fue entre nosotros. Yo recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida (...) Usted estaba y penetraba en la Cuba Secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá en formas impalpables tal vez, pero duras y resistentes como la arena mojada...(183)

La fe común en lo trascendente valía en ellos tanto para la vida y la cultura como para la historia. Por eso también fue Zambrano quien percibió antes y mejor que nadie esa Cuba Secreta, esencial, sumergida pero auténtica, que palpitaba en la obra origenista: también para ella una España esencial y verdadera latía aún bajo la sepultura de la guerra civil»(184). En esas concurrencias de historia y poesía se basan muchas de las más marcadas afinidades entre el Sistema Poético de Lezama y la filosofía también poética y asistemática de María Zambrano: sus historias y vidas esenciales eran tanto la España verdadera de ella como la Cuba secreta de Orígenes; la República Moral de Martí y la República española, ambas interrumpidas por estafa oficial, y ambas revestidas tanto por Lezama como por Zambrano de un sentido mucho más trascendente que el histórico inmediato: eran un símbolo de la Historia verdadera.

Es a la luz de esa fe común como creo que hay que interpretar las palabras de la autora en el célebre ensayo «La Cuba secreta» que publicó en Orígenes en 1948, a propósito de la aparición de la antología origenista Diez poetas cubanos.(185) Aquel texto fue clave para impulsar el desarrollo del proyecto cultural de Lezama y resultó casi más decisivo que la propia antología para la cohesión del grupo, pues, aunque el libro fijaba el canon y la nómina origenista, el ensayo de María Zambrano establecía sus principales valores e intereses, y los interpretaba otorgándoles un alcance -y un prestigio- filosófico que coincidía

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[84] plenamente con la orientación que ellos querían dar a lo que se llamó después su trascendentalismo. Recordemos algunos fragmentos:

Como el secreto de un viejísimo, ancestral amor, me hirió Cuba con su presencia (...) Yo sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: sustancia poética visible ya. Cuba: mi secreto. Ahora, un libro de poesía cubana me dice que mi secreto, Cuba, lo es en sí misma y no sólo para mí. Y no puede eludirse la pregunta acerca de esta maravillosa coincidencia: ¿Será que Cuba no haya nacido todavía y viva a solas tendida en su pura realidad solitaria? Los Diez poetas cubanos nos dicen diferentemente la misma cosa: que la isla dormida comienza a despertar, como han despertado un día todas las tierras que han sido después historia.

Es de esperar que no se interprete este pensamiento como negación de lo que Cuba ha conquistado ya de Historia, ni como desvaloración de lo que ha producido de pensamiento. Despertar poético, decimos, de su íntima substancia, de lo que ha de ser el soporte, una vez revelado, de la Historia y que ha de acompañar al pensamiento como su interna música. En medio de la vida de Cuba tan despierta, Cuba secreta aún yace en su silencio...

Y su análisis concluía incidiendo en las profundas conexiones entre esa historia «secreta» de Cuba y la labor silenciosa y tenaz de Orígenes:

...Nada es de extrañar que este grupo de poetas cubanos haya llevado y prosiga una vida secreta y silenciosa (...) Sentimos la coincidencia de ese destino secreto con lo secreto de Cuba que se despierta; es la unidad del instante en que situación vital y obra literaria se funden (...) Cabe esperar, y aun exigir de ellos la cristalización de ese futuro que les está abierto.(186)

No hace falta insistir mucho en la resonancia que un planteamiento como ése hubo de tener para Lezama: a partir de esas palabras podemos entender mejor su fervor misional por el cumplimiento de un destino generacional o sus tesis sobre la «infinita posibilidad» de la poesía; incluso para entender sus crípticas reflexiones sobre la imagen como causa secreta de la historia, basta enlazar con la «traducción» que ofreció en aquel texto María Zambrano: «Cuando una tierra dormida despierta a la vida de la conciencia y del espíritu por la poesía -y siempre será por la poesía- es el instante en que van a producirse [85] las imágenes que fijan el contorno y el destino de un país, lo que se ha llamado en la época griega los Dioses»(187). Esos dioses eran quizá los mismos a los que se había referido Lezama en el poema «Noche insular», incluido en la antología objeto de aquel ensayo:

La mar violeta añora el nacimiento de los dioses, ya que nacer aquí es una fiesta innombrable, un redoble de cortejos y tritones reinando (...) Dance la luz reconciliando al hombre con sus dioses desdeñosos.(188)

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Y de ningún modo podía quedar indiferente ante una filosofía que animaba a practicar la «profecía moderna (...) incorporando el pasado al hoy, mejor: al mañana, como una visión profunda de la realidad social»(189), quien había escrito esos versos y quien sólo cuatro años después de aquellas palabras había de formular, ya desde las páginas de Orígenes, sus famosas tesis sobre la tradición «con rasguños proféticos»:

Quizá la profecía aparezca entre nosotros como un candoroso empeño por romper la mecánica de la historia, el curso de su fatalidad. Suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que habitar como estilo de vida (...) No era una profecía de acentos directos, que solicitara de inmediato la calcinación de las piedras, por el contrario, consistía en esperar con estoica dignidad que el soplo, lo numinoso, fuera algún día, por la arribada de la poesía a la tradición, un castillo fuerte.(190)

Lo posible lezamiano se convertía así en categoría origenista fundamental, determinando la noción conexa de futuridad entendida como renacimiento continuado y reorientación de la historia; en suma, una utopía entendida, no como ensoñación evasiva que sustituyera lo real por lo irreal, sino como una suerte de profecía social basada en el rescate, de entre las profundidades de lo cubano, de ciertas fuerzas impulsoras -lo germinativo- del progreso histórico. Lo posible así [86] concebido como meta otorgaba un sentido a la tradición e inspiraba la trayectoria origenista, orientando sus búsquedas hacia la revelación por la poesía de nuevas y mejores realidades.

La otra gran antología origenista, Cincuenta años de poesía cubana (1902-1952)(191), veía ya el proceso poético de esos años desde una lectura crítica que coincidía en todo con los planteamientos de Lezama y de Zambrano. Y conviene recordar que de esos mismos presupuestos partieron casi todas las obras fundamentales del origenismo, desde luego Lo cubano en la poesía (1957), pero también otros ensayos de Cintio Vitier como Mnemosyne (1947), La luz del imposible (1956) e incluso Ese sol del mundo moral: para una historia de la eticidad cubana (1975); que Gastón Baquero reflexionaba sobre las mismas cuestiones en artículos como «La historia respira por la poesía» (1944)(192), mientras Fina García Marruz abordaba desde sus primeros textos las mismas confluencias(193), y Eliseo Diego las plasmaba en sus poemas de En la calzada de Jesús del Monte (1944), todos ellos sobre bases filosóficas tan poéticas, míticas y utópicas a la vez como las que había expresado con

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insistencia la pensadora española desde sus primeros libros. Veamos hasta qué punto. Decía la autora:

Se había llegado en la vida española a un extremo de desintegración, de aislamiento; precisamente al sentirse el individuo sin horizonte se sentía, no ligado, sino aislado. Es lo que sucede siempre que la relación entre lo íntimo, lo individual y lo social ha sido alterada. Resulta una mecanización de la vida social que encubre un absoluto desamparo del individuo que queda inerme (...) La nueva historia tendrá que ser un saber de reconciliación. Trataremos de encontrarla en su origen, en sus instantes fundamentales, tendremos que haber visto antes cuál es su íntima y verdadera constitución; cuáles son los sucesos fundamentales que la conforman. Esos sucesos, creemos, son aquellos que se trasparentan en sus formas más verídicas de expresión: pensamiento y poesía, tomando como género de la poesía, igualmente, la novela.

En ese sentido, la interpretación de nuestra literatura es indispensable. Los sucesos de nuestra historia, lo que real y verdaderamente [87] ha pasado entre nosotros en comunidad de destino aparece como en ninguna parte en la voz de la poesía. Poesía es revelación siempre, descubrimiento. Sucede que como nuestra más honda verdad se revela no es por la pura razón, sino por la razón poética.(194)

No cabe duda de que fue a la luz de esos mismos planteamientos (casi uno por uno) como enfocó Cintio Vitier sus decisivas «Consideraciones finales» que definían lo cubano origenista «bajo especie de fundación» y las búsquedas del grupo como antídoto contra esa otra desintegración que se producía también en la Cuba republicana:

Lo que en [otros] poetas era ingenuo, preconcebido o agresivo intento de «cubanizar» la poesía (...), es en nosotros necesidad profunda de conocer nuestra alma, cuando parece que sus mejores esencias se prostituyen o evaporan (...) Quizás, junto a la hermosa tradición de nuestro pensamiento eticista, la poesía signifique la única continuidad profunda que hemos tenido. A los pocos años de inaugurada la República, de la inspiración política de los fundadores coronada en la obra y la acción de Martí, apenas quedaba un grotesco fantasma. Hoy ya ni eso. Tenemos la sensación del estupor ontológico, de la situación vital en el vacío. Por eso volvemos los ojos al testimonio poético, donde ese mismo vacío puede adquirir sentido como síntoma del ser y del destino (...) Es preciso situar lo cubano bajo especie de fundación.(195)

Por eso Lezama, confluyendo en todo con María Zambrano, defendió con su vehemencia habitual la criticada selección de Vitier en Cincuenta años de poesía cubana, subrayando una vez más la voluntad del grupo por fundar el «proceso creador de la nación», patente en la incorporación a la antología de poetas muy jóvenes entonces (Roberto Fernández Retamar o Fayad Jamís) pero que formaban parte ya, a su entender, de ese «invisible metagrama histórico»:

Esperaban los contumaces letargíricos la inscripción oficiosa y proliferante del nombre de todos los que forman el séquito del dios de la cacería. La antología que encaraba cincuenta años de poesía cubana venía a sobresaltarlos porque iban a ser rechazados por aquella justicia poética de que habla Goethe (...) El concéntrico, la ovillada fuerza histórica de Diez poetas cubanos, iba a cobrar su relevancia [88] al verificar esos cincuenta años, no como centón o fría súmula inoperante, sino procurando participar en el

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proceso creador de la nación. Es así que nos ha parecido admirable que hombres de veinte años (...) aparezcan ya en esa antología, pues se vislumbra de inmediato que forman parte de la mejor corriente de poesía que estructura la imaginación como historia, la imaginación encamando en otra clase de actos y de hechos.(196)

Es evidente que la dimensión trascendente en la que asentó sus reflexiones humanistas María Zambrano había dejado huellas indelebles en Lezama, en ese espiritualismo que impregnará para siempre su poética, sus lecturas de la tradición, su interpretación de la historia y hasta sus proyectos para dinamizar la sociedad. Con ellos la figura de Lezama se convierte en el núcleo rector de un espacio imantado de afinidades -y de tensiones- que durante veinte años, de Verbum a Orígenes, fue reuniendo en su ínsula a escritores, críticos, pintores, escultores y músicos.

3.2. Los orígenes de Orígenes: Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño, Poeta

«Imaginad La Habana de 1935 -escribía Lezama en unos «Recuerdos» escritos en 1957-, henchida de politiquería, con un inútil subconsciente alborotado de pesadilla colectiva, los tomos de la erudición apilando boñigas, el anual fabliaux [sic] profesoral y el horrible rechinar de los tarjeteros del Bajo Imperio»:

...La inteligencia no aspira en aquellos momentos a dominar por la saturación ejercida por sus obras, sino que grita por las esquinas de la polis, carece de energía para enfrentar o espumar el demos y saborea el perfume de la guanábana, los lentos envíos del eco del subconsciente siboney o los juegos de pelota (...) En medio de toda esa turbamulta, las sonrisillas provincianas frente a la universalidad manejadas con malévola astucia por los agentes macabros del resentimiento vernáculo, los infames ignorantes de muy alto rango y la autoridad universitaria, enfrentada a la comisión estudiantil que le pide el honorable recinto para escuchar la poesía dicha por Juan Ramón Jiménez, y se oye: «Miren muchachos, hay que tener cuidado con quien viene a hablar aquí ¿es conocido ese señor Jiménez?»Y la [89] prensa, tronada de incultura, que en la insignificancia de a una columna nos previene: «Han llegado los dos ilustres viajeros Menéndez y Pidal». Habían propiciado una zona pesimista, necrosada, indecisa, donde la frustración era la norma de acatamiento.(197)

Sin embargo, no es que la vida cultural cubana de aquellos años no ofreciera ninguna posibilidad. No abundaban, pero sí las había. Por ejemplo, una publicación habanera como Grafos (1933-1946), aunque de información general, en su momento desempeñó un notable papel cultural, incluyendo entre

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sus «actualidades» las artísticas y literarias. La revista publicó ilustraciones de los que luego serían los pintores de Orígenes, y brindó sus páginas a futuros origenistas como Cintio Vitier y Gastón Baquero (responsables de las secciones «Miniaturas literarias» y «Antología poética del siglo XIX»); el propio Lezama publicó en Grafos, como sabemos, sus primeros textos. Incluso parece ser que en cierto momento llegó a ofrecérsele la jefatura de redacción de la revista(198), pero seguramente pudo más que la tentadora oferta la inclinación del autor hacia la creación de un espacio editorial dedicado sólo a la poiesis y, sobre todo, no supeditado a voluntades ajenas a la suya, tan rotunda desde siempre.

Verbum será el debut de Lezama en esa empresa. La revista nace en 1937 en la Universidad de La Habana, con René Villarnovo como director y él como secretario, y logra publicar tres números. A pesar de que tampoco era una publicación exclusiva o principalmente literaria (constituía el «órgano Oficial de la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho»), esa «condición de centro» de Lezama que, como recuerda Fina García Marruz, «tornaba séquito todo lo que estaba en torno»(199), acabó haciendo de Verbum una revista que muy poco tenía que ver con el Derecho pero mucho con la literatura y el arte, y mucho también con un ensayo de lo que luego sería Orígenes, desde la nómina de colaboradores habituales o el estilo de los editoriales, hasta la presencia tutelar de Juan Ramón Jiménez, que inaugura y clausura la revista, y evitó, según Lezama, «el peligro con el que toda generación se enfrenta: ir a la novedad vocinglera, pura abstracción [90] de tétano enfático, prescindiendo del círculo coral donde entonan todas las generaciones en la gloria»(200). La nota de presentación tiene ya esa vocación coral inconfundible:

Quisiera Verbum ir desplegando la alegría de las posibilidades de expresión, ir con silencio y continuidad necesarias reuniendo los sumandos afirmativos para esa articulación que ya nos va siendo imprescindible (...) Estamos urgidos de una síntesis, responsable y alegre, en la que podamos penetrar asidos a la dignidad de la palabra y a las exigencias de recalcar un propio perfil, un estilo y una técnica de civilidad.(201)

El texto funciona como un poderoso imán, y en un momento en el que el panorama artístico parecía dividirse en dos grandes líneas mutuamente excluyentes -una «realista», de temática afrocubana o social, y otra «pura»

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más distanciada-, los primeros «sumandos» que siguieron a Lezama (Ángel Gaztelu, Gastón Baquero -muy próximo a los poetas más jóvenes, y enlace entre ellos y Lezama-, Guy Pérez Cisneros y René Portocarrero) emprendieron esa «síntesis responsable» que resolviera la disyuntiva entre una evasión purista o una participación inmediata en las circunstancias. Defendían para ello el ejercicio de una «dignidad» cuya primera consecuencia debía ser, según Lezama, «brindarle al cubano una levadura más alta, procurar elevarlo artísticamente para engendrar un eco de noble resistencia en la conducta»(202). Martí, ya lo sabemos, era el ejemplo, con su labor fundacional alimentada en la confluencia de ética y estética, y siguiendo esa estela, el grupo criticaba la incompetencia del profesorado o denunciaba «la piratería y el amiguismo» en el proceso de adjudicación de las cátedras(203) con la misma pasión con que promovía conferencias, celebraba recitales poéticos u organizaba conciertos y exposiciones de la joven pintura cubana. Precisamente a propósito de una de esas exposiciones, Guy Pérez Cisneros resumía en la revista los puntos principales de un programa común de «salvación nacional» por la cultura:

Primero: Derrocar todo intento artístico de tendencia política, pues en este momento toda tendencia política que no sea estrictamente [91] nacional está forzosamente equivocada y sólo nos puede conducir a una desaparición total.

Segundo: Derrocar todo arte racista, hispanoamericano o afrocubano, que puede ser un gran obstáculo para la integración de nuestra nacionalidad.

Tercero: Derrocar todo arte servil que se ponga a disposición de esos seres rubios que nos vienen a observar detrás de espejuelos ahumados y a pasear sus autos repletos de camisitas de colores (...) Tenemos que convencernos de que un país de arte exclusivamente turístico será siempre clonesco [sic] y nunca podrá aspirar a un verdadero rol histórico.

Cuarto: Alentar con celo todo lo que sea capaz de crear la sensibilidad nacional y desarrollar una cultura. El deber ahora no está en la política; está en el estudio desinteresado y rudo, en la búsqueda del centro de gravedad de nuestra civilización, en el desarrollo de un orgullo patriótico sano, potente, sincero, y de una sensibilidad nacional.(204)

El programa, aunque todavía demasiado iconoclasta para lo que sería el ideal conciliador origenista, resume algunas actitudes características del momento en que se está gestando el grupo: en lo estético, ante el poderoso desarrollo del negrismo(mal entendido al principio como mero folclorismo), se busca profundizar en una «sensibilidad nacional» más abarcadora, más plural; y en lo ético, con el descrédito en que cayó la acción política tras la frustración de la Revolución del 33 contra Machado, en ellos se imponía otra militancia apasionada, la cultural, y la urgente «búsqueda del centro de gravedad de

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nuestra civilización» por otras vías más resistentes a los agentes desintegradores con que amenazaba la república mutilada ya casi endémica y sus atributos más visibles: apatía cultural, crisis de legalidad en general, un avance imparable de la influencia norteamericana, y el reverso de esto último: los peligros de un nuevo provincialismo atrincherado en lo costumbrista o lo folclórico.

El grupo rechazaría siempre esas estrecheces en que, según ellos, había desembocado la «ambigua embestida creadora» de la Vanguardia(205), y trazó sus coordenadas, como hemos visto, alrededor de ese impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez del que hablaba Cintio Vitier. Sin embargo, Lezama quiso siempre situar su labor más [92] allá del «rencor hacia atrás» que plantea la mecánica generacional, y en su concepto coral de las generaciones se hizo acompañar, ya desde esta primera revista, por las más sólidas figuras poéticas de la generación anterior: Emilio Ballagas, Mariano Brull y Eugenio Florit, que publicarán también en la definitiva Orígenes o bajo su sello editorial.

Quizá por ese espíritu antipolémico, y a pesar de la pasión de futuro de las exhortaciones de Guy Pérez Cisneros, Verbum publica también otros textos de Lezama que pueden considerarse los verdaderos manifiestos sin serlo de la nueva sensibilidad. Me refiero a su segunda incursión ensayística en las profundidades literarias, El secreto de Garcilaso (publicado en el mismo número l), y a su poema inaugural Muerte de Narciso (publicado en el número 2). Volveré a esos textos en el capítulo siguiente, pero ahora me interesa destacar que en El secreto de Garcilaso, a propósito de la figura del poeta español entendida como «equilibrada síntesis renacentista» entre obra y conducta, Lezama planteaba explícitamente por primera vez una «solución unitiva» frente a todo dualismo y proponía una poética nueva pero integradora, «eficaz» precisamente por «lo decisivo de sus confluencias»:

El dualismo poético que va a traspasar todo el siglo XVI, aparece en Garcilaso centrado y resuelto, sin intentar excluir, sin cruz de problematismo. Caso raro. (...) Garcilaso no necesita de la originalidad en el peor sentido, es decir, sentir la poesía como contrastante virtud, como lucha de generaciones, tal como la quieren imponer los retóricos de la antirretórica. Obra y conducta van a engrosar una suprema unidad, el prodigio en la fusión de amigos contrarios, sin mezquina superposición (...) Su originalidad no

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consistió en el hallazgo, sino en el desarrollo de las formas. Poesía tradicional, caramillos, Virgilio, Petrarca, y sale de él un feroz marfil culto.(206)

Garcilaso fundamenta su secreto en la resolución de las antinomias de su época (Edad Media-Renacimiento, España-Italia, lo culto-lo tradicional) en una suprema unidad, y el ensayo de Lezama -éste era su otro «secreto»- en realidad proyectaba sobre esas dualidades renacentistas el panorama poético coetáneo, haciendo de Garcilaso de la Vega un ilustre antecedente para el proyecto del autor, también articulador de arte y vida y de «lo telúrico y lo estelar», según su terminología, que pronto dejó de ser individual. Y Muerte de Narciso era la imagen de esa misma actitud, un resumen poético [93] de la toma de postura de Lezama en el contexto literario de su época. Cintio Vitier destacaba años después el papel fundador que tuvieron aquellos textos:

Ante la frustración de lo inmediato, Lezama se sumergía en lo remoto, pero no para evadirse como en el puro juego intelectivo, sensual o angustiado de Brull o de Ballagas, sino para afincar el pie en roca de cultura y replantear la batalla en otra dimensión. Su tema, tan remotamente formulado, tenía en el fondo una absoluta actualidad: se trataba de refutar el dualismo de lo culto y lo popular que ya empezaba a escindir a nuestra poesía en polémicas estériles. El unitivo Garcilaso lo remitía, además, a la incorporación del Renacimiento que no tuvimos y que, a su vez, proyectado hacia los orígenes de la fábula, esplende en Muerte de Narciso. Se trataba, en suma, frente a la traición y la chapucería, de, realmente, comenzar.(207)

Así se explica que tuvieran mayor poder de convocatoria que cualquier manifiesto programático. Tras ellos, dijo Vitier, «cada poeta inicia, estremecido por la señal de José Lezama Lima, la búsqueda de su propio canon, de su propia y distinta perfección»(208). Y con ellos se inauguraba no sólo una nueva poética, sino una nueva lectura de la tradición que abría una nueva vía para encontrar lo cubano: al escribir sobre su Garcilaso, al hacer suyo un Góngora muy distinto del de la Generación del 27, al discutir con Juan Ramón Jiménez sobre insularidad, o al emprender una reescritura personal del mito de Ovidio, Lezama estaba definiéndose y definiendo una identidad, una forma nueva de entender lo cubano y sus referencias; estaba haciendo algo «nuevo» y, además, creador (o recreador) de tradición: exactamente lo que se estaba buscando.

Por eso apenas dos años después de la desaparición de Verbum, en septiembre de 1939, sale a la venta Espuela de plata, la primera gran

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confluencia del grupo. A los que habían dado vida a la anterior revista se añaden ahora el exiliado español Manuel Altolaguirre, el músico José Ardévol, el escultor Alfredo Lozano, los pintores Mariano Rodríguez, Jorge Arche y Amelia Peláez, y los poetas Virgilio Piñera (el colaborador más activo de Espuela de plata, por cierto) y Cintio Vitier, a través de quien más tarde se incorporará a Orígenes el «Grupo de la calle Neptuno»: Eliseo Diego, Fina García Marruz, Octavio Smith y Agustín Pi. [94]

La Teleología Insular, ya lo sabemos, exigía la apertura a la cultura universal. Eso quedó lezamianamente expuesto en aquel aforismo incluido en las «Razones» del primer número, que proclamaba a Cuba la ínsula distinta e indistinta en el Cosmos.(209) Los seis números de Espuela de plata (identificados con letras, de la A a la H) son ya una muestra clara de esa insularidad cósmica, que unió a la publicación de la obra de Lezama, Piñera, Gaztelu, Vitier y Baquero, traducciones de autores clásicos y modernos (de Lactancio a Joyce, de Whitman a Eliot), la colaboración de poetas españoles (Jorge Guillén, Pedro Salinas y Luis Cernuda), la presencia de Juan Ramón Jiménez -ahora desde la distancia, como otra «ausencia operante» de la tradición- y la primera colaboración de María Zambrano, que seguirá con ellos hasta el final de Orígenes.

Otra de las «Razones» que Lezama esgrimió al frente del primer número señalaba para siempre la actitud de aquel grupo decidido a luchar sólo «contra el desgano inconcluso»:

Mientras el hormiguero se agita -realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre-, pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente y nos da la mejor solución: Prepara la sopa, mientras tanto, voy a pintar un ángel más.(210)

La polémica directa quedaba descartada, a favor de esa actitud ajena a los debates sobre pureza e impureza, evasión y compromiso, que ya habían escindido la poesía española(211) y empezaban a establecer dicotomías obligadas en la cubana: sólo había tiempo para la «artesanal alegría» de la creación y la necesidad de lograr con ella esa resistencia silenciosa que, por otra parte, avanzaba la norma fundamental del grupo que se expondría luego

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en Orígenes: «La justicia que nos interesa consiste en dividir a los hombres en creadores y trabajadores, o, por el contrario, en arribistas y perezosos»(212). El empeño dio hermosos resultados y Espuela de plata, como queda subrayado en el último número, representó un «rotundo sí» que demostraba «cuánto es posible hacer al margen de nuestras inútiles esferas oficiales [95] de cultura, por encima de su ignorancia y de su homogéneo dormir»(213).

Quizá esa marginalidad y esa independencia costaron el cierre de la revista, tal como explicaba Lezama a Juan Ramón Jiménez en una carta: «Espuela de plata se hacía con esfuerzos increíbles, pero sin eco, y el cansancio y la imposibilidad nos apretaban terriblemente»(214). Pero parece que no fueron las únicas causas. Otro origenista, Lorenzo García Vega, aportaba una reflexión interesante al hablar de la cultura provinciana («folletinesca», la llama él) y «la sensación de estar frente a un espejismo» que dominaban la vida de los años treinta:

Lezama, como nadie en Cuba, comprendió lo sin salida y frustrante de esa pesadilla de irrealidades mezcladas y de interminables confusiones que la realidad cubana imponía a quienes se acercaban demasiado a ella. Frente a esa actitud ante los espejismos, Espuela de plata pareció dar un paso hacia adelante. Quiso metamorfosear esa realidad; quiso, ante los frutos híbridos que siempre confundían sus identidades, robar otros frutos, e inventar el hambre para cuando se robaran esos frutos...

García Vega alude ahí a una de las más famosas sentencias culturales de Lezama: «Europa hizo la cultura. Y aquel verso: tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿es eso lo que nos queda a los americanos?»(215) Y concluye atinadamente: «Pero ese paso hacia adelante no dejó de ser demasiado complicado»(216). Sí: tal vez Martí habría escrito también sobre Lezama aquello de «pecó de finura en tiempos crudos»(217). Pero además, como director parece que era extremadamente exigente, y de ahí vinieron algunos problemas(218), a los que se sumaron otras disputas internas, al parecer relacionadas [96] con la incorporación de Ángel Gaztelu a la dirección de la revista(219), que desataron la «rebelión» de Virgilio Piñera (era sólo la primera) y encendidas discusiones que acaban dividiendo al grupo.

Las verdaderas causas del conflicto siguen siendo un enigma, parece que hasta para los propios origenistas, pero los durísimos términos en que Virgilio

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Piñera se dirige a Lezama en una carta de esas fechas dan muestras inequívocas de que ese «turbio affaire», como lo llama él, llegó a alcanzar una trascendencia casi tan cósmica como la integración estética que sus protagonistas pretendían alcanzar. Escribió Piñera entonces:

Ciñéndonos a la gran síntesis podremos afirmar que tú, ante un problema de mano derecha y mano izquierda, optaste por el procedimiento de la mano izquierda. Hasta ese momento, antes de tal determinación, yo creía en ti. Creía y lo sostenía a brazo partido que tú (aunque no te lo hubieras nunca propuesto) eras aquél que instalado en «su túmulo» se frotaba los labios con el espíritu de una justicia genial; aquél que plantado en la raya invitaba a un dios y no a un tonto o a un oportunista. Eso creía yo y por ello acudía a tus convivios por considerarte entre los poquísimos con derecho al elegante diálogo (...) Un coup d'eventail y todo trastocose: quien debía ser negado era confirmado; quien por propio reconocimiento tuyo significaba una integridad entre defecciones era arrojado, ignorado, desoído (...) Una asimilación de la sociedad como fiscal y como adecuado ferrocarril de ancha vía para completar un periplo brillante te impidió ponerte de mi lado (que era el tuyo), obligándote a aceptar la amañada fórmula del personaje condenado la víspera (...) Ahora sólo creo en Espuela de plata y no en su admirable director José Lezama Lima.(220)

Así empezaba una tensa relación entre Lezama y Piñera, llena de peleas antológicas (verbales y no verbales) y espectaculares reconciliaciones(221) que acabaron en una mutua y respetuosa admiración, que, no obstante, no anuló nunca las diferencias fundamentales, de esencia, entre dos estéticas -dos visiones del mundo, en realidad- opuestas e irreconciliables, que en buena parte determinan algunas tendencias de la literatura cubana hasta nuestros días. [97]

La dispersión del grupo dio lugar a la aparición entre 1942 y 1943 de tres revistas distintas: en Clavileño, editada por Gastón Baquero, se integran Cintio Vitier y su grupo de amigos; Lezama y Gaztelu publican diez números de Nadie parecía, y Virgilio Piñera funda Poeta, que, a pesar de su corta vida (sólo dos números de apenas cinco páginas), dio muestras suficientes de la propensión del autor hacia esa fecunda «tradición de la ruptura» de que hablara Octavio Paz.(222) Pero en su caso el objetivo favorito fue siempre Lezama, el reverso de sí mismo, y Poeta ha pasado a la historia sobre todo por la publicación del artículo «Terribilia meditans...», donde Piñera arremete contra él en abierta hostilidad, aunque no lejos de ofrecer una valoración acertada sobre la tenacidad de su poética:

Después de Enemigo rumor -testimonio rotundo de la liberación- era preciso, ineludible, haber dejado atrás ciertas cosas que él no ha dejado. Era absolutamente preciso no proseguir en la utilización de su técnica usual. Hacer un verso más con lo ya sabido y descubierto por él mismo significaba repetirse

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genialmente, pero repetirse al fin y al cabo.(223)

La vocación conciliadora de la mayoría logró por fin superar las diferencias y en la primavera de 1944 la experiencia acumulada por cada uno se reúne en la revista definitiva común: Orígenes, Revista de Arte y Literatura, dirigida por Lezama y el por el recién incorporado al grupo José Rodríguez Feo, cuya presencia significó -además de su contribución literaria, que fue importantísima- que el proyecto pudiera realizarse libre de vínculos oficiales (lo que era ya un imperativo del grupo), gracias a su casi completa financiación.

En el editorial que presenta la revista se incluye una extensa declaración de principios acorde con ese ideal de confluencia que situaba la labor del grupo «dentro de la tradición humanista, incorporando el mundo a su propia sustancia»; de nuevo un gesto cósmico con epicentro cubano, al que responde el significado de un título que proponía también fundir tradición y modernidad, orígenes y originalidad:

No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela. Como no cambiamos con las estaciones, no tenemos que justificar en extensos alegatos una piel de camaleón. [98] No nos interesan superficiales mutaciones, sino ir subrayando la toma de posesión del ser. Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a buscar la pureza o impureza, la cualidad o descalificación de todo arte. Toda obra ofrecida dentro del tipo humanista de cultura, o es una creación en la que el hombre muestra su tensión, su fiebre, sus momentos más vigilados y valiosos, o es por el contrario una manifestación banal de decorativa simpleza. Nos interesan fundamentalmente aquellos momentos de creación en los que el germen se convierte en criatura y lo desconocido va siendo poseído.(224)

De acuerdo con sus presupuestos iniciales, Orígenes evitó siempre pronunciar cualquier filiación o rechazo programáticos: «Hemos procurado que la diversidad sea nuestro balance y nuestra euforia -se decía orgullosamente en el cuarto aniversario-. Todo podrá tener acogida en nuestras páginas, menos lo chusma, lo frío informe, lo apresurado y el rezagado que quiere ahora pasarse de listo cuando todos sabemos que llegó tarde a la fiesta»(225). No podemos hablar tampoco de una «poética origenista» explícita que todos compartieran: en aquella constelación de poéticas cada una ofrecía una marcada singularidad. De hecho, el grupo se definió a sí mismo como «un estado de concurrencia, pero nunca un modo grupal de operaciones y coincidencia de criterios»(226) y es suficiente recordar a autores tan diferentes entre sí y

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respecto a Lezama como Eliseo Diego, poeta intimista de lenguaje sobrio, y Virgilio Piñera, cuya obra existencialista, insolente e irónica pareció siempre obsesionada por lo insustancial y lo absurdo de la existencia, precisamente eso que Orígenes quiso afanosamente trascender.

Sin embargo, el grupo ha pasado a la historia como grupo, compartió sus aventuras estéticas y editoriales con clara conciencia de grupo y es reconocible como tal, de modo que algo los unió; según ellos, era una «secreta imantación». Una explicación más aclaradora sería decir que en esa atracción magnética que ejerció Lezama sobre los demás no se transmite (al menos de forma permanente) una influencia literaria, formal, visible, tal vez porque su torrente verbal, tan avasallador y tan suyo, sólo habría permitido una imitación sin escapatoria. [99] Pero lo que sí tuvo un enorme poder de seducción fue su actitud: la completa entrega al ejercicio creativo y al ambicioso proyecto que brotaba de él fortaleciendo la fe en la cultura, en su poder contra el pragmatismo vigente y en su capacidad de influencia social. La de Lezama, por tanto, fue una influencia poderosa, pero tan «misteriosa» como la que él atribuyó a Juan Ramón: lo que movilizaba su presencia era la poesía, no su poesía.

«Yo sigo fiel a la manera clásica, es decir, un hallazgo, una creación, y después convertirlo en una religión, un alimento que pueda ser de todos», advirtió.(227) Esa «religión» resultó decisiva para la cohesión del grupo, pues daba forma a unas inquietudes comunes pero desdibujadas acerca de la utilidad de la literatura y la responsabilidad social del escritor.

3.3. Orígenes: La República de la Poesía

Como explicó José Antonio Portuondo en su Bosquejo histórico de las letras cubanas, el vanguardismo de avance, al enmudecer voluntariamente en 1930, quiso acabar con un período de la literatura cubana durante el cual «los escritores creyeron hallar la solución de los problemas fundamentales del país

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mediante el esfuerzo minoritario de las porciones cultas, con ignorancia de las grandes mayorías nacionales»: la lucha contra los procedimientos cada vez más cruentos de la dictadura de Machado habría empujado a esos escritores «hacia el convencimiento de la impotencia de los intelectuales, y al descubrimiento de las masas, cuya «revelación» intelectual les hiciera, entre otros sofismas, don José Ortega y Gasset»(228).

Los dirigentes más radicales de aquella generación pronto publicarían un llamamiento a las armas titulado «Tiene la palabra el camarada máuser», donde Raúl Roa condensaba en ese verso de Vladimir Maiakovski los nuevos principios revolucionarios:

Estamos viviendo no sólo el resquebrajamiento objetivo del régimen colonial. Estamos en presencia, también de una revuelta de masas contra el imperialismo yanqui y su verdugo Machado (...) Por [100] eso ya sobran la palabra y la pluma. La conciencia popular está madura para el vuelo redentor. Ahora se hace urgente predicar a balazos. La consigna es única y definitiva: ¡tiene la palabra el camarada máuser!(229)

Lezama es un ejemplo perfecto de asimilación en sentido contrario (el verdaderamente orteguiano, a mi entender(230)), de aquel sofisma de Ortega del que hablaba Portuondo: no sólo nunca padeció esa «impotencia de los intelectuales», sino que su convencimiento en el poder regenerador de las minorías cultas y su valoración de la cultura como resistencia -según su término emblemático- adquieren, como sabemos, proporciones míticas. Lo explicaba con palabras apasionadas en su polémica con Jorge Mañach, quien había sido de los primeros en propugnar una superación de lo que él mismo llamó La crisis de la alta cultura en Cuba (1925). Por eso le respondió Lezama:

De la lucha contra la espantosa realidad de las circunstancias surgió en la sangre de todos nosotros la idea obsesionante de que podíamos, al avanzar en el misterio de nuestras expresiones poéticas, trazar, dentro de las desventuras rodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que penetra y la tierra que se hace transparente.(231)

Aquella «revuelta de masas» contra Machado prosiguió hasta 1933, cuando Rubén Martínez Villena organiza la huelga general que provoca la caída y la fuga del dictador el doce de agosto. Pero el país no quedó en manos revolucionarias: las maniobras norteamericanas para prolongar los días de gobierno afín siguieron tejiendo sus redes en torno al presidente provisional

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Carlos Manuel de Céspedes, y lo harían con cada uno de sus sucesores (Mendieta, Barnet, Gómez y Laredo) gracias a Fulgencio Batista. Hombre de confianza de Washington, Batista gobernó en la sombra desde 1934 como jefe del ejército, y después lo hizo como presidente constitucional (1940-1944), aunque distó mucho de llevar a la práctica las apreciables conquistas políticas [101] y sociales de la Constitución de 1940. «La farsa republicana adquiría la invisibilidad de un simulacro perfecto -apunta Vitier-. La ficción se apoderaba, no sólo del ideal republicano como sucedió hasta Machado, sino también del ideal revolucionario»(232), pues los gobiernos del Partido Revolucionario Cubano («Auténtico») de Grau San Martín (1944-1948) y Prío Socarrás (1948-1952) tampoco fueron mucho mejores.

Eduardo Chibás, líder de la alternativa más honesta, el «Ortodoxo» Partido del Pueblo Cubano -cuyo emblema electoral era una escoba, para barrer a los corruptos-, se suicidó públicamente en 1951 después de un mitin radiofónico. El desprestigio de los «Auténticos» y la debilidad de los «Ortodoxos» sin Chibás, convencieron a Batista de la viabilidad de un golpe militar, que llevó a cabo el diez de marzo de 1952.(233) Eran tiempos de desilusión y fatalismo:

Después de haber llevado a las ciudades la lucha que nuestras guerras de independencia desarrollaron en los campos, la revolución del 30 se quedó clamando muda en la conciencia del pueblo como un gesto ensangrentado y trunco.(234)

Cuba vivía y padecía la frustración ya casi endémica de esa República Moral que animó el proyecto liberal nacionalista del siglo XIX, con la aguda nostalgia que sugería Eliseo Diego en un poema de los años cuarenta:

Tendrá que ver cómo mi padre lo decía: la República... Como si fuese una materia, el alma, la camisa, las dos manos, una parte cualquiera de su vida. Yo, que no sé decirlo: la República.(235) [102]

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Pero la tarea cultural de Orígenes, animada por su oscura fe, compensaba el pesimismo histórico posmachadista con su optimismo trascendente, eje central de una especie de revolución pacífica donde la palabra y la pluma volvían a desempeñar un papel fundamental:

Creíamos que cada forma alcanzada artísticamente tenía que lograr, por una nobleza más evidente, una claridad para el estado, entonces indeciso, fluctuante, mediocrísimo (...) Queríamos un arte, no a la altura de la nación, indecisa, claudicante y amorfa, sino de un estado posible, constituido en meta, en valores de finalidad.(236)

Algo parecido a ese Estado ideal concebido como meta común debía ser para ellos la España republicana que representaban las ilustres figuras que habían pasado por La Habana y sufrían las consecuencias de la dictadura de Franco. Sobre todo, María Zambrano, cuyo magisterio tuvo mucho de poético y filosófico, pero también de compromiso por un futuro mejor y de apuesta intelectual por algo que pudiera revocar de una vez «esa ley fatal de nuestra historia» que formulaba el pensamiento origenista: «El callejón sin salida en que siempre había desembocado el esfuerzo heroico: la ley del imposible»(237). El proyecto de Lezama elaboraba una poética que superaba ese imposible histórico a través de su concepto de la imagen, entendida, precisamente, como «infinita posibilidad». La poesía era el «gran puente» que podría unir las dos orillas, la de lo real y la de lo posible:

En medio de las aguas congeladas o hirvientes, un puente, un gran puente que no se le ve, pero que anda sobre su obra manuscrita... (...) Un puente, un gran puente, El asunto de mi cabeza... Un gran puente, pero he ahí que no se le ve, sus aguas hirvientes, congeladas, rebotan contra la última pared defensiva y raptan la testa, y la única voz vuelve a pasar el puente, como el rey ciego que ignora que ha sido destronado y muere cosido suavemente a la fidelidad nocturna.(238) [103]

Pero quizá por oposición con la generación de avance, que no dudó en entregarse a la militancia más activa, durante mucho tiempo se aceptó sin cuestionarla una caracterización de Lezama y los poetas de Orígenes como

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grupo apolítico, voluntariamente aislado en su «taller renacentista» y ajeno a los acontecimientos que sacudían su país durante unas décadas convulsas y decisivas para su historia. La verdad es que los origenistas, con Lezama a la cabeza, siguen conservando aún buena parte de esa imagen que creo no les corresponde, al menos en tan alto grado: el significado de Orígenes no puede entenderse del todo si no vemos su aventura como algo mucho menos autista de lo que suele pensarse. Si sus componentes más conocidos se entregaron a la elaboración de una obra difícil y cada vez más densa, con ello pretendían compensar la oquedad ambiental, ese «raimiento» del que se hablaba constantemente en la revista. Y aunque renunciaron a cualquier activismo que no fuera el poético, sustentaron con su obra una actitud cultural que tuvo una gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso una actitud políticamente comprometida, aunque desdibujada por la complejidad de su formulación. Ahí quizá estuvo su error o por lo menos su insuficiencia. El propio Cintio Vitier, en un nuevo prólogo de 1968 añadido a Lo cubano en la poesía (1957), emprendía una interesante autocrítica de estas cuestiones, que señalaba la «carencia» fundamental de aquella actitud origenista: «Eliminada la acción (por desconfianza y desconocimiento de sus posibilidades), quedaban desconectadas historia y poesía. La primera era el sin sentido y la segunda, desde luego, el sentido, pero un sentido sólo platónica o proféticamente verificable»(239).

Pero aquella sentencia de Lezama que acabó siendo divisa del grupo, «Un país frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza»(240), no condujo nunca a una fuga de la realidad; se llevó a la práctica como un modo de compensar sus carencias y como una labor sumergida de oposición que abanderaba en sus publicaciones la figura de Martí como «cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad»(241), a la espera de ese gran momento que según Lezama traería su «resurrección» como operante fuerza histórica. En una de las «Señales» sobre la realidad sociopolítica del país que publicaba la revista, se apuntaba en 1949: [104]

Medio siglo es unidad de tiempo apreciable para cualquier conclusión. Lo que fue para nosotros integración y espiral ascensional en el siglo XIX, se trueca en desintegración en el XX. ¿Por qué? Las conspiraciones bolivarianas, las guerras del 68 y del 95, Martí, la propaganda autonomista eran

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proyecciones que no han tenido par en el medio siglo siguiente (...) Aun los jouisser más optimistas tendrán que reconocer que las fuerzas de desintegración han sido muy superiores a las que en un estado marchan formando su contrapunto y la adecuación de sus respuestas (...) Esa corriente, honda en lo negativo, indetenible casi, hubiera podido ser contrastada si en otros sectores del gusto y de la sensibilidad se hubiera proyectado un deseo de crear, de mantener una actitud de búsqueda de lo capital y secreto.(242)

Pero si en la política republicana Lezama no encontraba estadistas dignos de ese nombre y de su cargo, tampoco había encontrado a esos artistas capaces de orientarlos en la dirección adecuada:

Que no hemos tenido estadistas agudos en la interpretación de los instantes o de los fenómenos de la polis, bueno: tampoco hemos tenido artistas capaces de comunicarle al hombre de estado una misión, o de enviarlos [sic] a una tierra descubierta por su extrañeza.(243)

Por eso quiso asumir él ese papel: «explotar la decisión del arte para crear las posibilidades de un estado mucho antes que la visión tosca de los estadistas»(244), con la instauración, frente al estado real (república o ciudad), de lo que llegó a llamar en su respuesta a Mañach «una pequeña república de las letras»(245).

De acuerdo con la labor «silenciosa» de Orígenes, Lezama no expuso nunca ese proyecto a través de un programa o una formulación acabada, y su coherencia se va revelando sólo a medida que enlazamos piezas en apariencia inconexas. Pero poco a poco la postura política del grupo fue cobrando nitidez y sus «Señales» se hicieron más valientes, protestando por la fuga de talentos, acusando a los representantes oficiales de la cultura de ser «contumaces letargíricos», o denunciando la «falta de imaginación estatal» y la «marcha hacia la desintegración» que los sucesivos gobiernos no hacían sino acelerar.(246) [105] También resultó muy expresivo su altivo rechazo a la subvención oficial que se le ofreció en 1954 desde el Ministerio de Cultura (y que, claro, implicaba cierta complicidad con el régimen de Batista) cuando Rodríguez Feo dejó de financiar la revista:

Si andamos diez años con vuestra indiferencia, no nos regalen ahora, se lo suplicamos, el fruto fétido de su admiración. Les damos las gracias, pero preferimos decisivamente vuestra indiferencia. La indiferencia nos fue muy útil. Con la admiración no sabríamos qué hacer. A todos nos confundiría, pues nada más nocivo que una admiración viciada de raíz. Estáis incapacitados vitalmente para admirar. Representáis el nihil admirari, escudo de las más viejas decadencias...(247)

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Y en otra de esas «Señales», Lezama deslizaba algunas claves ya inconfundibles, a propósito del célebre anatema -desintegración- que la revista lanzaba contra la seudorrepública:

Ha existido siempre entre nosotros una médula muy por encima de esa desintegración. Existe entre nosotros otra suerte de política, otra suerte de regir la ciudad de una manera profunda y secreta. Han sido nuestros artistas, que procuran definir, comunicar sangre, diseñar movimientos. Mientras, la otra política, la fría, la desintegrada, ha rondado con su indiferencia y su dedo soez esa labor secreta que asombra ver en pie dando pruebas incesantes de su vocación como quien se dirige a su destino con misional misterio (...) Y ese grupo de nuestros artistas, si no ha vencido, está afanoso de mostrar quien venza.(248)

Había, por tanto, dos formas de hacer política: la inculta, falsa y desintegradora de los gobernantes oficiales, y la otra, una política secreta, profunda, auténtica, defensora de los valores de lo cubano y cultivada por los artistas, que ejercen en la amable República Lezamiana un misterioso poder redentor.(249) Ese atractivo planteamiento [106] hubo de ser decisivo para la cohesión del grupo, pues daba cauce a una ideología que no había encontrado acomodo en ninguna de las corrientes políticas cubanas de aquellos años, ni se reconocía con la capacidad (ni el interés) para crear una nueva. La propuesta lezamiana daba solvencia histórica a una aventura que buscaba oscuramente en lo poético, en las esencias y en la vuelta a los orígenes, una conquista del futuro. Recordemos que los poetas de Orígenes querían hacer tradición, pero también querían hacer profecía, «suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que habitar como estilo de vida».

Desde esa misma convicción escribió Lezama también para Orígenes uno de sus textos más desconcertantes: «X y XX»(250), un hermético diálogo en el que dos voces discuten de nuevo la insularidad «como interrogación para la cultura» y aclaran algunos puntos que permiten entender mejor su propuesta y descubrir en ella con relativa facilidad las grandes líneas de su proyecto utópico: «Lo que en la esfera de pensamiento se llama paradoja, en lo terrestre se llama isla», escribe allí. Y concluye:

Hay que evitar una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento (...) No es un lujo de la inteligencia zarpar unas naves para contemplar unas arenas no holladas. Que nuestra demoníaca voluntad para lo desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y la fruición para llegar hasta ellas.

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Y entendemos que esa isla-paradoja -más que una (u otra) objetivación de Utopía en territorio americano-(251) fue una apuesta intelectual a favor de la «navegación riesgosa» del pensamiento, si enlazamos ese texto con lo dicho en «las imágenes posibles» (1948): «Ninguna aventura, ningún deseo por el que hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una imagen»(252), y con su editorial del último número de Nadie parecía, que llevó el significativo título de «Resistencia»: [107]

Cuando la resistencia ha vencido lo cuantitativo, entonces empieza a hervir el hombre. Entonces... En esta noche al principio della vieron caer del cielo un maravilloso ramo de fuego en la mar (Diario de Navegación, 15 de septiembre 1492). No caigamos en lo del paraíso recobrado, que venimos de una resistencia, que los hombres que venían apretujados en un barco que caminaba dentro de una resistencia pudieron ver un ramo de fuego que caía en el mar porque sentían la historia de muchos en una sola visión. Son las épocas de salvación, y su signo es una fogosa resistencia.(253)

Hay que subrayar que esa vertiente salvadora del pensamiento de Lezama no fue una derivación tardía o un añadido inconexo a su poética, sino algo que brotaba espontáneamente de una obra que rehuyó siempre cualquier intento desprovisto de esa proyección. Recordemos, por ejemplo, que en su «Rapsodia para el mulo» escrita por las mismas fechas -poema que María Zambrano vio como himno de raíz teleológica y canto a «la tenacidad de un Sísifo vencedor»(254)- Lezama situaba, frente a la «estéril cabeza negadora», la callada labor del mulo impulsada por «el agua de los orígenes»(255). La terquedad del mulo en el cumplimiento de su «destino frente a la piedra», una misión que lo sitúa contra lo inerte, es capaz de transformar la piedra en árbol y «sembrar árboles en todo abismo». Desde este punto de vista, el poema sintetiza, no sólo su afán de resistencia ante lo difícil, sino también su destino misional, fértil a través de la creación(256): [108]

Su don ya no es estéril: su creación, La segura marcha en el abismo.

La obsesión por esa salvación cultural de Cuba se remonta, como es sabido, por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando los principales letrados del movimiento nacionalista (Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Domingo del Monte) inventan la tradición de «la cubanidad» y propagan la idea de una literatura nacional que «brota» naturalmente de ella. Desde entonces ese

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concepto cultural ha estado determinado por fines políticos, explícitos u ocultos(257), y creo que esa misma determinación es innegable en el proyecto de Lezama. Su defensa de lo cubano ha podido entenderse como la de una noción de identidad absoluta, inmutable e impermeable al contexto -a ello contribuye el uso constante de términos como 'esencia', 'raíz', 'resistencia', incluso 'orígenes'-, pero en realidad está determinada por unas circunstancias históricas muy concretas.

Al evaluar la importancia de aquella «Biblia del Origenismo» que fue Lo cubano en la poesía de Cintio Vitier en el proceso de afirmación nacionalista cubano, Arcadio Díaz Quiñones concluyó que cumplía una función crucial, pues no sólo era el recuento de las diversas formulaciones del problema llevadas a cabo por sucesivas promociones de escritores (lo que «impone una trama a la historia literaria y a la historia de la cubanidad»), sino, además, convertía la literatura en «un instrumento de exaltación nacionalista»:

Esos textos críticos e históricos de Vitier pueden interpretarse como un ambicioso intento de fundamentar, preservar y sistematizar la continuidad cultural nacional, a la vez que se funda un discurso acerca de la literatura en el que la conciencia de la herencia marca su pensamiento, creando las condiciones que autorizan su propio discurso.(258)

El propio Vitier había insistido en el carácter histórico de los propósitos [109] de su libro, explicando en el prólogo que entendía esa noción de lo cubano como el resultado de un complejo proceso de toma de conciencia de «lo que más genuinamente nos expresa en cada instante»:

No hay una esencia inmóvil y preestablecida, nombrada lo cubano que podamos definir con independencia de sus manifestaciones sucesivas y generalmente problemáticas, para después decir: aquí está, aquí no está. Nuestra aventura consiste en ir al descubrimiento de algo que sospechamos, pero cuya identidad desconocemos. Algo, además, que no tiene una entidad fija, sino que ha sufrido un desarrollo y que es inseparable de sus diversas manifestaciones históricas.(259)

En otras palabras: la identidad no puede verse como expresión de una realidad previamente constituida, al margen de los discursos que la articulan, de ahí que podamos concluir que también en la visión origenista de lo cubano bajo especie de fundación, esa fundación estuviera puesta al servicio de un proyecto cultural (y político) específico. Creo que con esa reformulación, en la que la definición de la nación se entiende de acuerdo con la imagen que ofrece de ella la

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escritura, el proyecto origenista se orientaba hacia la legitimación del papel fundamental de los representantes de la cultura en la construcción de un nuevo Estado. Con él Lezama obedecía al perfil del «buen letrado» que exigió para Nuestra América Martí: «estrategia es política»; «la solución está en crear»(260).

El enorme poder regenerador que el proyecto de Lezama y su grupo atribuye a los representantes «selectos» de la cultura (ellos mismos) como idóneos dirigentes del país, puede ser interpretado como el equivalente en lo simbólico del compromiso político que otros autores expresaron explícitamente, o ejercieron entonces a través de la militancia real. «La nación consistía en una dilución de sus jugos, en un escaparse sus aromas mejores», explicó Gastón Baquero: «Se imponía concentrarla en espíritu, en forma, en expresión»(261). Así, si entendemos su poética, entendemos su política, y viceversa: definir y defender la identidad de lo cubano fue para ellos la única forma fecunda [110] de hacer política en un momento en que «el país estaba hueco. Sólo su alma, oculta, vivía»(262).

La dilución amenazaba tanto desde la creciente influencia norteamericana(263), como desde la complicidad de sucesivos gobiernos que parecían empeñados en imponerla. Había que combatir al tigre de adentro y al tigre de afuera, como ya había advertido Martí(264). España, aportaba, en cambio, un linaje idóneo para preservar la identidad de lo cubano: «la terca resistencia de lo español» y «el eticismo hispánico eterno»(265).

Las circunstancias no podían ser más acordes con la oportunidad de ese renovado arielismo(266). Para ellos el contexto replanteaba, agravándola, la problemática del 98: el período semicolonial, oficialmente, había llegado a su fin con la derogación de la famosa Enmienda Platt en 1934 -por la que la Constitución cubana establecía el derecho de Estados Unidos a «intervenir para garantizar la independencia y ayudar a cualquier gobierno a proteger las vidas, la propiedad y la libertad individual»-, pero en la práctica la «república mediatizada» suponía una menos explícita pero igualmente poderosa situación neocolonial con pretensiones anexionistas, lo que se agudizó más aún con la llegada al poder de Batista como dictador (1952-1958). El sentimiento

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independentista también se reavivó, y el proyecto origenista, en el fondo, recordaba las claves martianas para emprender la resistencia. Por eso afirmaba Vitier, parafraseando el curioso «Principio de la ley de gravitación de Cuba» de John Quincy Adams, que, si en lo económico y hasta en lo político ese «fruto maduro de una rama [111] lejana del árbol hispánico» había caído en manos del imperialismo norteamericano, «desde el ángulo espiritual nos escaparemos siempre», explica, «si somos capaces de entrar en contacto con las fuerzas positivas que laten detrás de nuestros vicios y flaquezas»(267). Idénticos propósitos habían inspirado el gran poema anticolonialista de Lezama, «Pensamientos en La Habana», publicado en Orígenes en 1944(268):

...Si un estilo anterior sacude el árbol, decide el sollozo de dos cabellos y exclama: my soul is not in an ashtray. Como quieren humillarnos les decimos the chief of the tribe descended the staircase. Ellos tienen unas vitrinas y usan unos zapatos. En esas vitrinas alternan el maniquí con el quebrantahuesos disecado, y todo lo que ha pasado por la frente del hastío del búfalo solitario. Ellos no quieren saber que trepamos por las raíces húmedas del helecho y que, aunque mastiquemos su estilo, we don't choose our shoes in a show-window. Los abalorios que nos han regalado han fortalecido nuestra propia miseria. Pero nos sabemos desnudos y el ser se posará en nuestros pasos cruzados. Y mientras nos pintarrajeaban sabíamos que como siempre el viento rizaba las aguas y unos pasos seguían con fruición nuestra propia miseria. (...) Pobre río bobo que no encuentra salida, ni las puertas y hojas hinchando su música. Escogió, doble contra sencillo, los terrones malditos, pero yo no escojo mis zapatos en una vitrina. (...) Yo continúo trabajando la madera, como una uña despierta, como una serafina que ata y despierta la reminiscencia. Mi alma no está en un cenicero. [112]

Y ése fue el propósito también de sus conferencias sobre La expresión americana, que coincidieron en 1957 con las de Vitier sobre Lo cubano en la

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poesía; dos grandes «actos» origenistas que, cada uno a su modo, intentaron contribuir «al rescate de nuestra dignidad»(269) confiando una vez más en el poder salvador -compensador, al menos- de la cultura.

Algunos críticos han interpretado el poderoso sustrato hispanista del proyecto cultural del grupo Orígenes, y la consecuente relegación de lo indígena y lo negro-africano, como una limitación en su aprehensión de la identidad cultural cubana. Pero lo que defendieron como lo hispánico esencial constituía para ellos el elemento catalizador de la diversidad cultural de su pueblo, el punto de confluencia. Ahí vieron la clave para consolidar un sentimiento de identidad más resistente que las diferentes «tesis disociativas» debilitadoras. Lezama lo explicó claramente en alguna ocasión:

Al querer subrayar valores populares en el arte, nos subordinábamos a lo hispánico: ¿no hemos visto acaso, en colecciones de versos populares negros, el A Pedro, mi hermano -el santo que tengo en la mano- roto y descosío -que no sabe ni el santo que ha sío, que era en realidad una coplilla burlesca del XVI hispano? Surgían así los temas negros tratados en octosílabos romanceados y los cuentos malcriados, donde nuestros guajiros hablan como andaluces (...) Si temíamos a los integrantes nacionales, al arte que en definitiva venía a rendirnos a lo hispánico, precisábamos ya que sólo la eticidad resistente de lo hispánico podría lograr la unidad. Sabíamos ya que lo hispánico no podía ser la norma para lograr la universalidad de nuestra expresión artística, pero si ésta se lograba, la eticidad hispánica ayudaría a la rotundidad de su pleno.(270)

El «enfrentamiento» de Orígenes nunca podía ser contra lo que «nutre» a lo cubano -fuera de origen hispánico, indígena, africano u oriental-, sino contra lo que lo «desintegra»: la norteamericanización resultante de esa otra teleología fatalista de la inevitable subordinación al más fuerte.

Esa orgullosa defensa de la herencia cultural española es probable que se suscitara, en parte, por oposición a las búsquedas hispanoamericanas decimonónicas, vanguardistas y posvanguardistas de modelos [113] alternativos al hispánico, cuya adopción implicaba para ellos forzarse a ser distintos a como se era. Pero además ese problema apuntaba hacia al peligro principal de la historia cubana: el de la absorción por el otro, errónea solución al atraso histórico contra la que ya se había opuesto su adorado Martí. Así, el rescate de lo hispánico -que no era sólo lo español- lo exigían los siglos de historia común, y parecían exigirlo también las circunstancias inmediatas: una cultura aquejada de «males de osteína, de falta sustancia ósea» y víctima de

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los modelos introducidos en la isla por los Estados Unidos. Lo explicó Cintio Vitier cuando presentó su antología Diez poetas cubanos:

Lo que debemos a Europa no podría ser olvidado sin caer en la triste ingenuidad americana de negar el papel todavía rector de la cuenca del Mediterráneo en los rumbos del espíritu. Y decimos «todavía» porque un nuevo espíritu, si así puede llamarse, amenaza con helar nuestras mejores esencias (aquellas que, por el contrario, Europa nos ayuda a partear y definir), desde la nación más poderosa de este mismo hemisferio.

Lejos de cualquier tesis hispanizante o eurocentrista, para ellos un nuevo acercamiento reflexivo a lo hispánico suponía en realidad un conocimiento más profundo y una mejor definición de lo cubano. Por eso, se insiste:

Estamos muy lejos de constituir esa exquisita especie de evadidos que algunos imaginan (...) Resulta para nosotros evidente que el poeta hispanoamericano ha de realizarse dentro del ámbito de la poesía occidental (...) Pero no es sólo que no hayamos olvidado el conmovedor hogar histórico en que vivimos, la traicionada isla que nos mira, sino que el centro mismo de nuestro fervor ha sido el hallazgo de una realidad cubana universal, la provocación de nuestra sustancia más dura y resistente.(271)

Desde este punto de vista, el proyecto de Orígenes puede entenderse sin dificultades como continuador de los que el pensamiento anticolonialista cubano del XIX intentó llevar a cabo, apuntalando las bases, demarcando los contornos y estableciendo los principios éticos y estéticos que debían regir ese «estado alternativo» que también se llamó la República de las Letras: [114]

Durante las primeras décadas del siglo XIX, los letrados prominentes se proponen reestructurar el campo intelectual cubano creando un campo literario alternativo que ellos definen como un espacio autónomo que ha de permitirles alcanzar una mayor independencia intelectual y profesional. Desde ese espacio, designado metafóricamente como la «República de las Letras Cubanas», esos letrados aspiran a tener una influencia cultural y política decisiva en la sociedad.(272)

Lo que sugiero es que, en el pensamiento de Lezama -que por algo despreciaba los intentos disolventes de la Vanguardia- no hay solución de continuidad entre esas aventuras intelectuales independentistas de la Cuba colonial, las regeneracionistas de fines del XIX (con Martí o Rodó como modelos principales), las vertebradoras de Ortega en la España del XX, y la suya propia(273), emprendida en un momento en que la historia de Cuba hacía particularmente oportuna la aplicación de ese legado para el establecimiento de aquella República de la Poesía aprendida de Juan Ramón. Y ahí se fundamenta buena parte de la famosa marginalidad lezamiana: al margen de modas y coyunturas estéticas, su pensamiento se identificó con el de aquéllos

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que antes que él habían asumido la causa de la cultura como una misión heroica, convencidos de que la labor del intelectual podía triunfar donde la política había fracasado. En ellos encontró una tradición donde enraizar su proyecto teleológico, que insistió siempre en fundamentar poéticamente tanto la vida como la política, en entender el compromiso desde la poesía, y en perseguir la creación de una Cuba posible -es decir: irrealizada pero no irrealizable-, que pudiera materializar la confluencia (también poética y también martiana) entre la justicia, la belleza y la verdad.

La tan mencionada resistencia origenista se basaba en el fondo en la creación de algo similar a esa República de las Letras anticolonial: un espacio alternativo y autónomo que aspiraba a hacer de la cultura [115] una nueva religión en un mundo sin valores, que se opuso al poder vigente y sus excesos anticulturales, y que intentó combatir la desintegración y la docilidad ante la influencia norteamericana. Orígenes fue también una realización de esa ciudad letrada que estudió Ángel Rama y que «articula las relaciones de la cultura con el poder, consolidando el orden por su capacidad para expresarlo rigurosamente en el nivel cultural»(274); pero en este caso por oposición, mediante una ideologización destinada a derribar el orden vigente -la «farsa republicana» primero, la dictadura después- y a consolidar otro que ellos entendieron más auténtico. Eso hacía del grupo «más que una generación, un Estado de lo necesario posible en nuestra sensibilidad, una resistencia erguida frente al tiempo»(275).

Pero el tiempo no pasaba en vano, y ya en los años cincuenta, precisamente cuando sus más famosos integrantes daban el paso a la madurez creativa, el grupo empezaba a no poder ser tenido como tal: la década final de Orígenes, tan agitada en lo político con el golpe de estado de Batista y el inicio de la lucha guerrillera en las montañas, fue agitada también por nuevos enfrentamientos internos que aceleraron el final quizá biológico de la revista. Esta vez la causa fue la publicación, en el número 34 de 1953, del texto «Crítica paralela» de Juan Ramón Jiménez, donde el poeta, ya desde su retiro, lanzaba los últimos dardos contra los que alguna vez reconoció como discípulos(276). Juan Ramón arremete allí contra Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Gerardo

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Diego y, sobre todo, Jorge Guillén, a quien dedica juicios implacables como respuesta a unos «Epigramas» suyos aparecidos en el número 31 de Orígenes, con los que se sintió paródicamente aludido. Al parecer, Lezama publicó el texto de Juan Ramón sin consultar con Rodríguez Feo (quizá a sabiendas de que no lo aprobaría, pues era amigo personal de los atacados)(277) y, [116] aunque ni el texto ni las turbulencias que produjo eran para tanto, su publicación provocó la ruptura entre los directores y fue el motivo público del «cisma» que hizo que del número 35 de Orígenes salieran a la venta dos versiones distintas, una dirigida por Lezama y la otra por Rodríguez Feo.

Muy similares, pero no idénticas(278), la revista de Lezama conservó casi al completo -hubo casos de vacilación- la nómina de colaboradores durante ése y cinco números más, hasta el cierre de la publicación en 1956 por dificultades económicas. La de Rodríguez Feo tampoco se alejaba mucho del espíritu de la revista común, pero pronto se convertiría en la enérgica Ciclón (1955-1957 y 1959) dirigida por él y con Virgilio Piñera como secretario, que, de acuerdo con su nombre, se proponía arrasar con todo, empezando por Lezama y su grupo. «Borrón y cuenta nueva» se titulaba el texto de presentación, enteramente dedicado al asunto, donde se proclamaba:

Lector, he aquí a Ciclón, la nueva revista. Con él borramos a Orígenes de un golpe. A Orígenes, que como todo el mundo sabe tras diez años de eficaces servicios a la cultura en Cuba, es actualmente sólo peso muerto. Quede pues sentado de entrada que Ciclón borra a Orígenes de un golpe. En cuanto al grupo Orígenes, no hay que repetirlo, hace tiempo que, al igual de [sic] los hijos de Saturno, fue devorado por su propio padre.(279)

Afortunadamente, Orígenes no era sólo la revista, y a las virtudes del grupo que han perdurado hay que añadir la proyección que alcanzaron las Ediciones Orígenes, que consiguieron publicar veintitrés títulos, entre ellos los de quienes han constituido puntos de referencia fundamentales para la poesía cubana más reciente (Eliseo Diego y el mismo Lezama, por ejemplo) o estudios y antologías que aún hoy son de obligada consulta, como las dos de Vitier o La poesía contemporánea en Cuba de Fernández Retamar (1954). Por todo eso, Orígenes ha pasado a la historia como un hecho cultural que permitió la apertura a la cultura universal y el desarrollo y la maduración de las obras [117]

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de sus ilustres colaboradores, así como la promoción de una nueva expresión poética que orientó a la poesía cubana por caminos opuestos a los que el grupo de Lezama había transitado: aquella República de la Poesía sentó también las bases para su propia disidencia.

3.4. El otro extremo del péndulo. La poesía después del Ciclón

En 1942, en su revista Poeta, Virgilio Piñera había escrito: «El desarrollo es como sigue: del síntoma (Verbum) se origina el sentimiento (Espuela de plata); de éste surge el disentimiento (Clavileño, Nadie parecía y Poeta)»(280). Siguiendo ese juego de palabras, Cintio Vitier añadía años después:

Luego vino el consentimiento (Orígenes) y finalmente el resentimiento (Ciclón). Éste ya estaba pronosticado en aquel editorial «Terribilia meditans», donde se lee: «en este consejo poético de familia poética la salvación vendrá por la enemistad, por las contradicciones, por la patada de elefante». Y Ciclón fue exactamente eso, la patada de elefante cuyos destrozos fueron a aumentar la confusión y el arribismo seudorrevolucionarios de Lunes de Revolución (1959-1961).(281)

Pero esa «patada de elefante» simbolizaba, más allá de las rupturas personales y la hostilidad consecuente, la oposición radical que existió desde siempre -recordemos el cisma de Espuela de plata- entre dos poéticas, dos cosmovisiones y, por tanto, dos proyectos culturales, irreconciliables. José Prats Sariol ya aplicaba un enfoque similar cuando analizaba las duras críticas contra la poesía de Lezama que pronunció Virgilio Piñera desde Poeta:

Obsérvese cómo [esa crítica] se fundamenta en un principio de la estética romántico-vanguardista: la teoría de la búsqueda y el cambio permanentes, opuesta de raíz a la concepción clásica que en este aspecto caracterizaba a Lezama. Tal oposición es fundamental para distinguir la poética de Orígenes de la que sostuvo la revista Ciclón.(282) [118]

Estoy de acuerdo: Piñera reaccionaba entonces contra una obra que quizá aún admiraba, pero que no era ya la que él quería hacer. Y en su caso era una negación «dialéctica», no generacional.

No parece verosímil que aquel conflicto entre los directores de Orígenes, por grave y hasta justificado que fuera, provocara por sí solo la rencorosa ruptura que se proclamaba ya en el primer editorial de Ciclón y que convirtió a Virgilio

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Piñera por largos años en «Némesis de los origenistas»(283). Tal disidencia, y los ataques correspondientes contra la obra de Lezama, adquieren, con la perspectiva que da el tiempo, los valores de esa constante cultural de «agotamiento de las formas». Y Virgilio Piñera, cuya obra pareció vivir siempre adelantada a su tiempo, pudo ser portavoz también de ese pronóstico. Desde Las furias (1941), El conflicto (1942), La isla en peso (1943) y Verso y prosa (1944) demostró que su obra obedecía a otro rumor, muy distinto del que inspiraba a Orígenes, y su ensayo «El país del arte» (1947) puede interpretarse sin dificultades como su primera diatriba anti-Lezama, lanzada con la furia del ciclón, pero todavía desde dentro de la revista anterior. Leemos allí:

Uno se levanta todas las mañanas diciéndose que ya no puede más con esos artistas, con esas pláticas, con esas exclamaciones, con uno mismo; que basta ya de Arte, de Belleza, de Sacrificio, de Rigor, de Seriedad, de Resistencia; que no hay tal predestinación, tal éxtasis, tal destino...; que somos francmasones del Arte ¡qué horror!: yo te muestro y tú me muestras, y todos se muestran; que la meta está próxima, que ya llegaremos, ¡cómo no! ¡No faltaba más! Finalmente me digo que se nos ha hecho una sucia jugada, que mentira, que no hay tal Arte, que estamos condenados per saecula saeculorum a seguir una sombra cuyo cuerpo real y propio nada tiene que ver con el triste uso que hacemos de la misma. Bueno, me digo todo esto y mucho más, me pongo en sumo grado energético y ¿qué pasa entonces? Que el resto del día me lo paso en artista...(284)

Con la aparición de Ciclón en 1955 se abría, pues, una tribuna para un autor que nunca cupo en Orígenes y que rompe entonces definitivamente con ella, con su estética, con su ética y con su figura central. Pero esa fue una ruptura anunciada y razonada desde mucho antes. Las reflexiones de Piñera al respecto permiten comprobar que ya en [119] 1944 el autor estaba anunciando, al mismo tiempo, la necesidad de un nuevo lenguaje y el agotamiento del anterior. Como acuse de recibo del primer ejemplar de Orígenes, escribió a los editores:

Señores, hoy me llega Orígenes, que ustedes editan. Su recibo me obliga a un comentario (...) Llega en un momento crítico de nuestras letras: Imposible a la altura a que estamos continuar con las soluciones de hace un lustro y medio; entonces ellas funcionaban; hoy no serían sino peso muerto. Orígenes tiene que superar ese delicuescente marbete de morceaux choisis con que se adornan las culturas cuando, habiendo cumplido su fase dinámica, entran a esa elegante pero estéril postura de la momia. Yo quiero decir concretamente que Orígenes tiene que llenarse de realidad, y lo que es aún más importante y dramático: hacer real nuestra realidad.(285)

La de Ciclón fue, sin duda, una postura más acorde con la inquieta personalidad de Piñera y más acorde también con las nuevas corrientes de

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pensamiento y expresión que ya empezaban a imponerse y exigían romper con una visión de las cosas que, a la luz de los cambios que se avecinaban, podían ser tachadas de anacrónicas en el nuevo contexto. La vocación de la revista, igual que la de Orígenes, siguió siendo más literaria que política, pero es interesante señalar que su silencio de dos años se explicó a los lectores aduciendo esa segunda motivación: según señala su director cuando reaparece en 1959, la revista había suspendido su publicación en junio de 1957 «...porque en los momentos en que se acrecentaba la lucha contra la tiranía de Batista y moría en las calles de La Habana y en los montes de Oriente nuestra juventud más valerosa, nos pareció una falta de pudor ofrecer a nuestros lectores simple 'literatura'»(286).

Los acontecimientos que se habían sucedido vertiginosamente durante aquellos años sin duda ayudaron a Rodríguez Feo a intuir astutamente por dónde irían las cosas. El golpe de estado de 1952 ya había violentado la legitimidad y legitimado la violencia, pero 1956 significó para el gobierno de Batista el inicio del terrible ciclo de toda dictadura amenazada: la represión oficial que incita al terrorismo, y [120] los actos terroristas que justifican la represión. Ese año trajo también fuertes sacudidas que debilitaron la apariencia de estabilidad que trataba de mantener el gobierno: se consolidaba el Directorio Estudiantil Revolucionario orientando hacia la acción violenta la oposición al régimen; en abril fue descubierta y desarticulada una conspiración contra Batista organizada por militares leales a la Constitución, que provocó largas secuelas de arrestos; y en diciembre, Fidel Castro desembarcó del Gramma en la provincia de Oriente y se internó en las montañas con sus seguidores, perseguido por las Fuerzas Armadas. El gobierno expidió partes oficiales dándolo por muerto, pero sólo dos meses después, en febrero de 1957, el New York Times publicaba su célebre entrevista a Fidel Castro desde Sierra Maestra, cuyas consecuencias inmediatas fueron la popularización de su imagen, que adquirió el monopolio del liderazgo revolucionario, la noticia de que sus guerrillas seguían activas desde los montes de Oriente y la certidumbre de que el panorama político amenazaba turbulencias. Quizá nadie sabía a ciencia cierta lo que esos acontecimientos podían significar, pero debió

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ser muy difícil sustraerse a la inquietud del ambiente: eran signos inequívocos de que algo estaba pasando y de que ese algo podría convertirse en otro «borrón y cuenta nueva» que esta vez escribiría las páginas de una historia inédita.

No es extraño que, en ese contexto, las respuestas que dio Lezama a una encuesta de 1956 sobre literatura y política(287) parecieran pronunciadas desde otra Cuba, ajena a la que se conmocionaba por la fuerza de los acontecimientos. Pero la fecha en que Lezama escribe su respuesta también es significativa por otras razones: 1956 fue el año en que Orígenes llegó a su fin, recordémoslo, tras haber rechazado públicamente una subvención estatal que habría garantizado el sostén económico de la revista. Hacía poco que Lezama había tenido que publicar su doloroso epitafio (ese «angustioso detenernos en la marcha de los que trabajamos en Orígenes» que cerró el último número(288)), y, fiel a su estilo y tal vez también a su luto, no entra en ese [121] asunto que podría haber resultado rentable para una entrevista similar, e insiste, en cambio, en sus convicciones de siempre: sus respuestas son un rechazo a cualquier relación mecánica entre literatura y política, entendida como sinónimo de Estado.

La «brusquedad en el arte de la argumentación», dice allí, ha generado en nuestra época un «confusionismo up to date» que ha llevado a creer que toda obra de arte ha de ser política, olvidando que «puede carecer de virtud operante». Recuerda entonces su «premisa mayor»: a diferencia del concepto de 'nación' (que es ético o espiritual), y del de 'estado' (que es político), la 'sociedad' es para él «un estilo en el vivir» que exige una expresión propia y un contenido poético en lo cotidiano -lo que él llama «ceremoniales»-, que le permiten «organizar su resistencia frente al aluvión temporal». Y propone practicar otro «método relacional» entre literatura y sociedad, el suyo:

Para nosotros las tangencias entre literatura y sociedad son tan sólo permisibles por evaporación o imagen, por saturación o metamorfosis, o por reducción o metáfora (...) Son las formas aportadas por los artistas de muchos milenios para esclarecer, descubrir o penetrar en la ciudad. Provocarán siempre el perplejo de la sociedad, pero he ahí el sacudimiento de la literatura para empujarles la puerta y amigarlos con esa sociedad hasta donde sea posible.

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Ciclón hablaba ya otro idioma. Quería penetrar en los nuevos horizontes que se empezaba a avizorar y proponía practicar sus «tangencias» con la sociedad con otras formas de sacudimiento cultural, más cercanas a valores «vanguardistas», favorables a la ruptura sin nostalgias, al contacto con las masas y a la renovación del lenguaje poético; algo que, al menos en apariencia, chocaba con esos «perplejos» de Lezama y con sus aspiraciones acerca de hallar una sustancia esencial y resistente frente al tiempo. De hecho Ciclón rompió tanto y tan explícitamente con su antecedente que más bien se subordinó a él por negación: publicar en la revista de Piñera era ya en buena medida estar en contra del proyecto de Lezama. Claro que la opinión (privada) de este último no quedó a la zaga de aquella contundencia. Escribía en 1957:

En la actualidad háblase en poesía de la vuelta a la sencillez, contra una generación que se considera complicadísima, barroca y extremadamente cargada. Pero una parada en tercia, como dicen los esgrimistas: una sencillez lograda a voluntad, escalada a soga gimnástica, conseguida en marcha opuesta a la anterior estructura, ¿es [122] acaso una sencillez? (...) Una generación voluntariosa de la sencillez, porque la anterior fue lujosa y barroca, estrena una complicación más peligrosa y secreta que la anterior, y mucho me temo que esa decantada sencillez caiga en lo simple del recuento o en la disfrazada complicación intermedia.(289)

Y la pública había quedado lezamianamente expuesta a través de la oscuridad militante de su obra, que ya desde La fijeza (1949) había definido la «Aclaración total» como «trabajar en hueco / llenando / un cántaro al revés, vaciando, vaciando», o insistía en que sólo «la sobreabundancia» otorga «el lleno comunicante»(290), mientras protestaba desde sus Tratados en La Habana:

Esos reparos que se señalan con frecuencia, claro que entre los vulgares, de preciosismo, de oscuridad, de esterilidad, de falta de comunicación, ¿cuál es la correcta actitud frente a ellos? Lo contrario de lo precioso no es lo grande y humano sino lo vil y deleznable (...) Lo contrario de lo oscuro no es lo cenital o estelar, sino lo nacido sin placenta envolvente.(291)

Precisamente es en este contexto donde podemos insertar las derivaciones de la ya mencionada polémica entre Lezama y Jorge Mañach en 1949. La lectura de los textos que generó permite intuir que, en el fondo, las críticas de Mañach no pretendían tanto atacar a Orígenes -«la generación poética mejor dotada que Cuba ha dado», los llama(292)- como defender otro lenguaje entonces incipiente. Lezama, desde su primera y única respuesta, había respondido a su «no entiendo» con su característica defensa de «lo difícil, lo que no se rinde a

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los primeros rondadores»(293), pero en los últimos textos de aquel diálogo que continuó con nuevos interlocutores(294) se habla ya con insistencia [123] de claridad, de «eficacia» y de «poesía comunicativa»(295), algo que quizá el olfato de Mañach -vanguardista arrepentido pero experto en reconocer lo nuevo- identificó en aquel momento, finales de 1949, como los primeros síntomas de cambio hacia esa sensibilidad comunicante, según la conocida denominación de Mario Benedetti(296), que se extenderá poderosamente en la poesía hispanoamericana desde los años cincuenta.

Si los nuevos poetas vacilaban al emprender una orientación común antes de 1959 -trascendencia origenista o inquietudes existenciales; intimismo neorromántico o surrealismo «comprometido»; sobreabundancia barroca o sencillez testimonial(297)-, Ciclón les pudo ayudar a encontrarla: al oponerse al trascendentalismo de Orígenes, la revista estaba defendiendo un interés por lo inmanente, por la realidad, por el día a día, que la Revolución confirmaría como prioritario. Basta recordar que en Ciclón publicó buena parte de la nueva generación de escritores que emprendería muy poco tiempo después la defensa del coloquialismo desde las páginas literarias del periódico Revolución.

Desde este punto de vista, el antiorigenismo de Virgilio Piñera tal vez estaba anunciando desde siempre, no sólo la confrontación que estallaría inmediatamente después entre el grupo Orígenes y algunos portavoces «oficiales» de las primeras urgencias revolucionarias, sino también el nuevo realismo que se impondría de ahí en adelante: él fue, de todo el grupo Orígenes, «el único que se aproxima, más que por la tangente, por la secante, al orbe coloquial»(298). Y ya desde las páginas de Ciclón, los poemas que siguieron escribiendo Lezama, Vitier, García Marruz, incluso Diego, se identificaron con esa sensibilidad remota y ese «trasnochado hermetismo», contra cuyo auge se volvería a pronunciar la revista El Caimán Barbudo en 1966, decretando el triunfo definitivo del coloquialismo.(299) [124]

Quizá la breve trayectoria de Ciclón constituya otro de los momentos cruciales de la cultura cubana, cuyo estudio -aún pendiente cuando escribo- ayudaría a entender mejor las actitudes, y el grado de las mismas, que adoptaron los

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intelectuales, entonces y después, a favor o en contra del proceso revolucionario y a favor o en contra de sus dictados estéticos. [125]

4. Soledades habitadas por Lezama

En 1615 Góngora defendía la «oscuridad» de sus Soledades apelando al ingenio barroco: «Hase de confesar que tiene utilidad avivar el ingenio, y eso nació de la oscuridad del poeta»(300). Más de tres siglos después, José Lezama Lima tramaba su obra bajo el lema «Sólo lo difícil es estimulante» y otorgaba a otro ingenio, el ingenio azucarero, el valor de «símbolo de lo nuestro», cifrando en «su genésico espacio oscuro» el proceso de cristalización de lo cubano, que es también «síntesis súbita de acarreos y materiales superpuestos»(301).

Las de Lezama fueron desde el principio una prosa, una poesía y una poética difíciles, oscuras, insólitas, de «un barroquismo que no era el previsible»(302). No había en ellas continuidad con lo inmediatamente anterior, pero su originalidad no buscaba la ruptura polémica: su novedad estaba en lo ecléctico, laberíntico y «trasmutativo» de sus referencias, y su imprevisible barroquismo proclamaba como tal «el verdadero espíritu clásico [que] no rehúsa la mordida de la sierpe»(303). Una estética asombrosa y desconcertante, cuya esencia paradójica es la «solución unitiva» por la que, dice Lezama, «todo viene a parar en lo de Gracián: nos concertamos de desconciertos»(304).

Uno de los mayores desconciertos lezamianos ha sido siempre ese barroquismo. La crítica, en general, proclama a Lezama barroco con [126] Góngora como modelo indiscutible de su poesía(305), aunque no faltan trabajos que incluso consideran al autor un «antigóngora», tanto en verso como en prosa(306), tal vez por la imposibilidad de «traducir» a términos lógicos su personal terminología, más aficionada a los conceptos que al «culto marfil».

«Los estudiosos, tan abrumados por mi obra, tienen suerte de que abordo el ensayo; allí busco clarificar mi concepción poética», aseguraba Lezama(307),

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pero en ellos nos habla del súbito, la vivencia oblicua o el azar concurrente como si fueran temas de dominio público y con una capacidad de asociación que llega a extraviar al lector, pero le permite enlazar a Pascal con el Andrógino, a la catedral de La Habana con la pirámide de Keops o a Simón Rodríguez con el vacío taoísta. A pesar de que Góngora es referencia constante y una clave indiscutible de la poética de Lezama, el suyo es un gongorismo tal vez demasiado visible para ser generador de tanta «oscuridad». El propio Lezama dijo muchas veces que entre Góngora y él había diferencias notables:

Mi amiga Fina García Marruz dice que Góngora las cosas claras las volvía oscuras y que yo las cosas oscuras las vuelvo claras. (...) Góngora partía de un color, de un metal, de un sonido, a los que aplicaba una hipérbole desproporcionada resuelta en un verbo poético con suficiente abertura para que el nuevo monstruo se rindiese como la seda. Yo parto de un oscuro y por una contemplación obsesionante logro establecer un centro irradiante en el centro de esa oscuridad que se fragmenta por la penetración de la mirada.(308)

Góngora fue, ya lo sabemos, la apertura de un «camino» cuyas posibilidades últimas Lezama trataba de explorar desde aquel primer [127] ensayo en que anunció su «salto» de la torre gongorina, a la búsqueda de «una mística corporal o tal vez metafísica sensible»(309), aunque los pormenores del método sólo los desveló mucho después. En «Sumas críticas del americano» (1957)(310), explicaba que la originalidad ya no podía seguir siendo ese concepto que «estallaba» en los años veinte y juzgaba en función de la divisa faire le contraire, «convirtiendo a Cézanne y Picasso en dos reyes que hacían sus juramentos caminando de espaldas el uno al otro». La verdadera originalidad, dice allí, es «una secreta continuidad», la apertura de nuevos espacios de confluencia por una relectura («memoria creadora») de la tradición cultural:

Detrás de los valores que se aprecian como originales, se admira ahora a título de súmulas históricas, de sentido crítico concentrado, la astucia para pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían aposentado viveros de innovaciones que se habían quedado inexpresivas en su totalidad y que ahora se presentan como un fragmento aditivo.

Y, lo que es más importante, Lezama entiende que es de ahí de donde brota lo que considera un nuevo tipo de «creador», nutrido por los aportes de una vasta cultura que, lejos de amedrentarlo, «exacerba sus facultades, haciéndolas

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terriblemente sorpresivas». Es el artista (Lezama mismo) que se deja guiar por un saber intuitivo «hipostasiado en lo histórico» para desmontar los repertorios culturales y tramarlos de otra forma, en otro discurso, descubriendo así formas de expresión que permanecían inéditas. Y ésa es la «utilidad» del escritor:

Formar parte de un estilo acreciéndolo, llevándolo a su plenitud. Si al final de su vida un escritor cree que ha esclarecido o aumentado el flujo creador de su época, se sentirá como si su obra hubiese producido un henchimiento, un desarrollo, y ésa es su principal utilidad.(311)

A esas motivaciones responden todas las «reminiscencias» que confluyeron en su proyecto teleológico. Pero las razones para el acusado hispanismo de las fuentes que lo nutren creo que hay que buscarlas, no sólo en la constatación de objetivos culturales afines entre Lezama y los autores que inspiraron su pensamiento, sino también, por negación, en el acusado antivanguardismo lezamiano. El caso de Ortega y Gasset puede ser un buen ejemplo para explicar lo que digo. [128]

Como se sabe, entre los non serviam que la Vanguardia hispanoamericana animó a practicar se encontraban los que derivaron del rotundo rechazo a la dependencia de España insinuada por el establecimiento en 1927 de cierto «meridiano intelectual» trazado desde la antigua metrópoli.(312) La encendida polémica suscitada por aquel editorial de Guillermo de Torre en La Gaceta Literaria de Madrid y «su anacrónica pretensión de reconquistarnos»(313) no era en realidad sino la radicalización de un conflicto que existía (manifiesto o latente) desde los primeros movimientos hacia la emancipación política y mental de Hispanoamérica. Pero no creo descabellado pensar que en ese ambiente tan caldeado por la polémica del meridiano y en el marco de aquella «feroz respuesta colectiva que une a griegos y troyanos en una especie de cruzada antiespañola»(314), pudo consolidarse también el rechazo hacia el pensamiento de Ortega y Gasset, director de aquella Revista de Occidente cuya occidentalidad confesa, a sólo tres años de su aparición, ya había sido duramente criticada y contrapuesta a las pretensiones de la «Poesía nueva» por César Vallejo en ensayos con enorme difusión en tres de los grandes centros intelectuales de la vanguardia hispanoamericana: París, Lima y La Habana.(315)

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Ese rechazo, desde luego, habría que relacionarlo con las frecuentes declaraciones de independencia que el vanguardismo hispanoamericano abanderó, «previo tijeretazo a todo cordón umbilical», como recomendaba en 1924 la revista argentina Martín Fierro(316), y no es [129] imposible que existiera desde que en 1918 el «pionero» Rafael Cansinos Assens -cuya antipatía por Ortega era manifiesta- ejerciera como promotor del movimiento Ultra y como maestro reconocido de Jorge Luis Borges y otros poetas fundamentales para el desarrollo hispanoamericano de la Vanguardia.

Por supuesto, rebasa el propósito de estas líneas trazar siquiera un esbozo de las complejas relaciones entre Ortega y los intelectuales coetáneos de uno y otro lado del Atlántico, pero pienso que aquella polémica de 1927 que radicalizó las posturas hispanoamericanas frente a España -en cuyo fondo latía el eterno debate sobre la identidad cultural, ahora centrado en la paternidad de algunos ismos-, pudo orientar su «cruzada antiespañola» hacia la figura de Ortega y Gasset, por cualquiera de esas dos razones apuntadas, o por ambas a la vez: era Ortega quien, a caballo entre Modernismo y Vanguardia, 98 y 27, tenía el privilegio histórico de proyectar idéntica influencia intelectual sobre las dos tendencias (regeneracionistas y rupturistas) de la cultura española coetánea. El mismo Antonio Machado, mayor que él y con toda la autoridad que le daba ser el máximo poeta de la Generación del 98, se había dirigido a Ortega ya en 1912 en términos tan elocuentes como éstos:

Usted pertenece a esta misma generación; pero más joven, más maduro, más fuerte, tiene la misión de enseñar a los que nos sucedan en sólidas y altas disciplinas. No dude usted de su influencia sobre los que vienen ni tampoco de la retrospectiva sobre los que quedamos algo atrás. Sea usted, como es, maestro, en el más noble sentido de esta palabra.(317)

Por supuesto, no todos los «mayores» estuvieron dispuestos a considerarlo un maestro -me refiero, obviamente, a Unamuno-, pero Ortega mantuvo durante largos años un liderazgo cultural incuestionable, quizá compartido sólo con Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna, otros dos «polos opuestos» de la poesía española del momento.

Así pues, bien por la excesiva españolidad de su obra, bien por el papel de ideólogo principal de la Vanguardia peninsular(318) que la interpretación [130] en

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positivo de su obra más difundida, La deshumanización del arte (1925), le adjudicó(319), el vanguardismo hispanoamericano pudo ver personificada en la prestigiosa figura de Ortega esa España cuya hegemonía cultural se cuestionaba. No hay que perder de vista que entre las múltiples e inmediatas respuestas hispanoamericanas a aquel texto de La Gaceta Literaria, hubo una divertida sátira escrita en lunfardo y atribuida, no a un «Giménez Cavallieri» o a un «Guillermo Torrelli», por ejemplo (los responsables de la revista y del polémico editorial), sino precisamente a un burlón -y burlado- Ortelli y Gasset(320).

Y eso para empezar, porque poco más tarde, con la politización de la Vanguardia, las voces que exigían una poesía responsable y comprometida volvieron a acusar a Ortega de apologeta del hermetismo, el distanciamiento y la depuración, incluyendo entre las marxistas «teorías de la decadencia» las ideas orteguianas sobre el arte deshumanizado, una vez más entendidas como lo que no quisieron ser.(321)

Insisto en que es sólo una hipótesis, pero creo interesante contemplarla, entre otras razones, porque de ella derivaría una explicación más para entender el pensamiento de Lezama: su apasionada asimilación de la filosofía de Ortega y Gasset fue, desde luego, el reconocimiento de un magisterio innegable, pero significaba también una toma de postura más en el contexto intelectual de su época, a favor de la continuidad de ese cordón umbilical que la Vanguardia hispanoamericana había querido anular.

Las palabras de Ortega en La deshumanización del arte, como casi todas las suyas, dejan espacio para más de una interpretación, pero [131] creo que, aunque su agudo diagnóstico de las letras del momento se interpretó como un «manifiesto filovanguardista» por las principales figuras del vanguardismo español(322), aquel ensayo de Ortega señalaba el peligro fundamental de esa deshumanización que describía: glorificar la técnica, la «razón», y anular la «vida», algo del todo incompatible con el equilibrio de su Raciovitalismo.(323) Porque «Si se analiza el nuevo estilo -escribía allí-, se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende 1) a la deshumanización del

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arte; 2) a evitar las formas vivas; 3) a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; 4) a considerar el arte como juego y nada más; 5) a una esencial ironía; 6) a una escrupulosa realización. En fin, 7), el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna»(324). En sus Ideas sobre la novela, texto publicado también en 1925 y que se ha considerado complementario del anterior, las palabras de Ortega parecían despejar dudas cuando subrayaban que en el arte «lo importante no es lo que se ve, sino que se vea bien algo humano, sea lo que quiera»(325).

Sin entrar más a fondo en la cuestión, creo que a la ruptura programática de las vanguardias, beneficiosa en parte («eran demasiados siglos de decir lo mismo en la misma forma», escribe Ortega(326)), se asignaba, además, un carácter destructivo, o, al menos, empobrecedor: convertirse en antítesis, y no en síntesis, de la tradición cultural anterior. Romper con la tradición desvinculaba al arte de su «realidad radical», todo lo contrario de lo que aconsejó su pensamiento, empeñado en vertebrar el signo de los tiempos con la fidelidad al historicismo por el que todo encuentra su raíz.

Ése es el Ortega que Lezama veneró. En 1947, dueño ya de sus juicios y prejuicios, escribía sobre esa «herejía mayor» de los vanguardistas hispanoamericanos: [132]

Generación que abría los ojos al ajeno deslumbramiento, creía fabricar cuando reconstruía, adivinar cuando recogía el dictado del espejo. Generación necesaria desde el punto de vista de lo ornamental sucesivo pero de sustanciales hallazgos dudosos, abría un paréntesis desmesurado, que tenía que atolondrar o desesperar a los que venían después, que, imposibilitados de toda tregua, tenían que trazarse de nuevo una continuidad invisible, aunar la ruptura y la continuidad, el respeto y el rapto, la herejía y el acatar un lugar irremplazable que había sido negado (...) Esa generación había sido necesaria, pero la continuidad de su parábola, que se había iniciado con cumplimiento y recta interpretación del tiempo, terminaba ya en el puro hastío de un interregno humoso o en prolongaciones indecisas. Unos, nutriéndose de migas, insistentes, insuficientes; otros, repitiendo las tres o cuatro verdades que creían haber adquirido.(327)

En ese texto resumía Lezama su opinión general sobre los movimientos de Vanguardia: oportunos en su audacia frente a «lo ornamental sucesivo», pero deficitarios en lo esencial. «Lo que es tan sólo novedad se extingue en formas elementales -concluiría después en Paradiso-: lo verídico nuevo es una fatalidad, un irrecusable cumplimiento»(328).

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Desde sus primeras páginas y siempre con su determinación característica, Lezama se propuso reconstruir esa «continuidad invisible» que la Vanguardia había suspendido, armado de un Sistema Poético del Mundo que opuso a las exclusiones vanguardistas una labor de inclusión, de «suma crítica», en nombre de «la voracidad trasmutativa americana de raíces ancestrales», algo así como una personal y «energética» versión del concepto de transculturación acuñado por Fernando Ortiz(329), que «legitima la potencia recipiendaria de lo nuestro» y configura el de América como un «espacio gnóstico» (espacio de/para el conocimiento) que aporta «la temperatura adecuada para la recepción de todos los corpúsculos generatrices»(330). Es otra de las grandes convicciones culturales de Lezama y, en lo que nos ocupa, origina tanto el rechazo del autor al «paréntesis desmesurado» [133] de la Vanguardia como la práctica de una recuperación casi sistemática de cada uno de los ingredientes de la tradición que el vanguardismo había negado o cuestionado por insuficientes. Si la entusiasta recuperación del legado histórico del siglo XIX cubano podía incluirse en la vertiente contravanguardista del proyecto político origenista, la orgullosa defensa que hace Lezama de la herencia española, encarnada en uno de sus máximos representantes en aquel momento, José Ortega y Gasset, puede responder (¿inconscientemente?) a la misma motivación. Lo confirmaría la posibilidad de interpretar como un gesto antilezamiano más el sorprendente número especial que la revista Ciclón (cuya disidencia respondía en el fondo a la pervivencia en sus directores de «ese espíritu negador de la vanguardia», según García Marruz(331)) dedicó a la figura de Ortega, y que incluía como broche final algo impensable en un supuesto homenaje rendido con ocasión de la muerte del filósofo: el artículo de Borges «Nota de un mal lector», donde el autor argentino manifiesta sin rodeos ese rechazo de la obra orteguiana que había heredado de Cansinos Assens.(332)

En cualquier caso, la recuperación que Lezama hace de Ortega no fue caprichosa: su propio pensamiento tenía mucho de orteguiano por la multiplicidad de sus intereses, su afán de síntesis y su modo de ser sistemático de otra forma. Además, el Ortega que pudo asimilar Lezama a través de la Revista de Occidente o Cruz y Raya, es el de la relectura que en los primeros

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años treinta ya empezaba a resolver malentendidos -por esa vía rehumanizadora que a Lezama le interesó(333)- en torno a las reflexiones orteguianas sobre literatura. A ese proceso de reivindicación de un «nuevo» Ortega contribuyó también notablemente María Zambrano, con su propia obra filosófica y con la defensa y difusión de la de su maestro. En sus conclusiones a propósito de las Obras de José Ortega y Gasset (1914-1932), escribía en 1933: [134]

De su obra, de su vida, llega una corriente que nos enciende el infinito deseo de ser, en irrefrenable afán de saltar sobre nuestra propia vida y vivirla profunda, inalienablemente nuestra. La medida de su poder creador está, aparte de los descubrimientos de carácter teórico, en ese contagio de autenticidad que produce.(334)

Con esa lectura, el Raciovitalismo de Ortega quedaba muy lejos aún (como estaría siempre) de la «impureza»(335) en que desembocó aquel proceso de «vuelta a lo humano» que constataba a la vez la crisis del vanguardismo purista y la relación cada vez más estrecha entre literatura y circunstancia política; pero sí se mostraba vinculado ya a aquellas recomendaciones de Juan Ramón Jiménez sobre el «espíritu» contra el «injenio» sólo verbal, que fueron asimiladas por el joven Lezama con entusiasmo y que reaparecen en su obra con frecuencia. Por ejemplo, en sus Tratados en La Habana, retomando la cuestión e insistiendo precisamente en la confusión formalista -las «Torpezas contra la letra»- que la Vanguardia y sus derivaciones habían contribuido a generar:

La antítesis entre letra y espíritu sólo puede existir cuando alguno de los términos está descentrado y errante, vacío e inapropiado. La letra mata solamente cuando el espíritu nutricio ya se extinguió o pasa a ella venenoso y desinflado. El verbo espurio es el que motiva la letra yacente (...) El indolente joven escriba sueña con ideogramas grafológicos y con reemplazar el hiriente rasgueo de la estilográfica por el caricioso pincel. Escribir a pinceladas, sin despertar ni ahuyentar el monstruo, musita con esa ingenuidad radical de los pasados de listo. Si el escriba ha debilitado su memoria ancestral, olvidando que la letra va surgiendo de la inscripción en un coloso, no podrá ser el escriba jubiloso en la eternidad de su oficio. Su misión estaba ya entorpecida cuando el signo en sus manos dejó de ser operante.(336)

Un panorama que Cintio Vitier explicaba por las mismas fechas diciendo que del «confuso vanguardismo» cubano se desprende el [135] grupo de poetas de la entonces llamada «poesía nueva» -Emilio Ballagas, Mariano Brull, Eugenio Florit y Nicolás Guillén-, en quienes detecta el ejemplo «decisivo» de la

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generación española de 1927: «Los ideales estéticos de ese grupo serán centralmente los de nuestros poetas: juego, lucidez, belleza intelectual»(337).

Y todo eso no sin un ilustre precedente, ya que Ortega (de nuevo) había elaborado en su breve ensayo Góngora 1627-1927 -que forma parte de la obra titulada, precisamente, El espíritu de la letra (1927)(338)-, una especie de poética-guía de la Generación del 27 que establecía la relación de la nueva estética neogongorina con la labor iniciada por el vanguardismo, por su mirada a la realidad desde perspectivas opuestas, pero igualmente extremas: desde la inspiración popular o desde el cultismo del «logaritmo de la metáfora» (cuyo propósito es «tapar lo real con su fantasmagoría»). O, lo que es lo mismo, ese popularismo que la poética artesana de Lezama quiso superar, y esa «argentería de Góngora» -«vida deshabitada, palabras sin encarnación, colección de cristales»- que Lezama decidió «poblar» desde aquel ensayo de 1936, «Soledades habitadas por Cernuda».

Puede ser aclarador interpretar esa toma de postura a la luz de aquel debate que llegó a enfrentar a dos grandes de la poesía del momento -Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda-, y que en 1930 ofrecía ya el primer intento teórico de superar la tendencia purista. Me refiero al ensayo El nuevo romanticismo de José Díaz Fernández, ampliamente comentado en las revistas de la época(339), cuya alternativa ideológica al vanguardismo -una «literatura de avanzada»- proponía una «tarea constructiva» que consistía en «construir una obra con todos los elementos modernos (síntesis, metáfora, antirretoricismo), pero que organice en producción artística el drama contemporáneo de la conciencia universal»(340). Esa construcción obedecía ya a los dictámenes [136] de Mariátegui que habían subrayado «la fe» (revolucionaria, por supuesto) como elemento esencial para que el arte fuera arte:

La literatura de la decadencia es una literatura sin absoluto. Pero así sólo se puede dar unos cuantos pasos. El hombre no puede marchar sin una fe, porque no tener una fe es patiner sur place. El artista que más exasperadamente escéptico se confiesa, es, generalmente, el que tiene más desesperada necesidad de un mito.(341)

Toda una versión laica del trascendentalismo lezamiano. Porque, «¿Qué cosa es un poema sino creencia por anticipado? Los que trabajamos con la imagen

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sabemos que la fe es su comienzo. Una cantidad habitable entre la metáfora y la imagen: la cantidad por recorrer es la fe; la cantidad recorrida con fe es la caridad, omnia credit, que todo lo cree»(342). Una fe similar defendía Alejo Carpentier por las mismas fechas en su formulación de lo real maravilloso: «La sensación de lo maravilloso presupone una fe (...) Lo maravilloso invocado en el descreimiento -como hicieron los surrealistas durante tantos años- nunca fue sino una artimaña literaria»(343).

La obra de Lezama dirigió siempre críticas implacables a cualquier aventura artística desprovista de proyección espiritual. Cuando en sus Tratados en La Habana enfrentaba al poeta «Complejo» y el poeta «Complicado», en realidad estaba atacando un arte «absorto en la excepción de la aventura, entregado a las insinuaciones de la adjetivación» -lo complicado- y defendiendo lo propio, una creación compleja e impulsada por el optimismo trascendente que otorga la infinita posibilidad, en la que el artista está siempre «en sobreaviso para las órdenes del ángel», dispuesto a «recibir la anunciación que lo pondrá en marcha para atrapar la respuesta a la voz que lo despertó para siempre»(344). Y tampoco le satisfacen otros planteamientos del arte contemporáneo alejados de esa convicción: acaban «en la nada o en el absurdo sin salida, como en los existencialistas»(345). [137]

Para Lezama (como para Ortega(346)) el «exceso de arte» era algo antiartístico -reproche curioso de alguien a quien se acusó de esteticista-, y la falta de fe, sencillamente «vida deshabitada». De esas mismas convicciones procede uno de los pronunciamientos centrales en su labor y que aparecía en su «Presentación de Orígenes» marcando la trayectoria del grupo con ese rechazo tan suyo a la separación entre lo artístico y lo vital:

Sabemos que cualquier dualismo que nos lleve a poner la vida por encima de la cultura, o los valores de la cultura privados de oxígeno vital, es ridículamente nocivo y sólo es posible en etapas de decadencia. En épocas de plenitud, la cultura, dentro de la tradición humanista, actúa con todos sus sentidos, incorporando el mundo a su propia sustancia. Cuando la vida tiene primacía sobre la cultura, es que se tiene de ésta un concepto decorativo. Cuando la cultura actúa desvinculada de sus raíces, es pobre cosa torcida y maloliente (...) En estas cosas no hay primero, no hay después, que siendo ambas, vida y cultura, una sola y misma cosa, no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías (...) En las fundamentales cosas que nos interesan, todo dualismo es superficial; todo apartarse de lo primigenio -que no tolera dualismos o primacías-, obra de falacia o de apresurados inconscientes.(347)

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El texto intentaba neutralizar el viejo debate ideológico sobre las relaciones entre arte y vida que se venía replanteando con toda seriedad por lo menos desde los años veinte, con una sorprendente lucidez, y yo diría que con argumentos de plena vigencia aún en nuestros días. Lezama critica los esfuerzos que se han derrochado en discutir sobre un conflicto que cree inexistente, o existente sólo con un planteamiento superficial y apresurado: se ha pensado erróneamente que con la disputa entre lo «puro» y lo «impuro» se trataba de dilucidar una cuestión estética fundamental, sin tener en cuenta hasta qué punto esa presunta antítesis es una contraposición falsa, por artificial: la pureza o impureza del arte está «en la calidad de sus jugos nutricios» -que pueden derivar, bien en «la desnudez», bien en «la plenitud que logren diseñar»-, pero nunca «en las manifestaciones externas o ruidosas movidas por manos que pueden ser estériles, aunque se agiten en el orbe de una extremada locuacidad». Lo «primigenio», lo que es [138] auténtico, no tolera ese dualismo: «Las esenciales cosas que nos mueven», concluye Lezama, no sólo «parten del hombre» sino «regresan a él, dejando su nutrición»(348). Aquellos binomios indisolubles espíritu-ingenio y yo-circunstancia habían abierto para él una parábola que iba del yo a las cosas, y de ellas de nuevo al yo.

Y es muy significativa esa conclusión, porque demuestra que la propuesta lezamiana no fue exactamente un punto medio entre esas dos filosofías del arte (la «pura» y la «empírica») que para entonces ya habían dividido también el panorama cultural cubano entre «elementos de la decadencia» y «elementos de revolución» según la fórmula de Mariátegui, sino una original concepción del hecho cultural que recuperaba las ideas de Ortega al respecto y convertía la poesía en una forma de pensar la vida que desborda los límites de lo literario: también para Lezama se trataba de conjugar la «vida espiritual» con la «vida espontánea», para obtener resultados «con consistencia transvital»(349).

Por eso irrumpió con una expresión nueva en su contexto que, frente al uso en exclusiva de un lenguaje de raíz popular (como la poesía negra), de vocación abstracta (como en la poesía pura), de registro realista (como en la poesía social), o de inspiración neorromántica (como el lirismo intimista de, por

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ejemplo, Dulce María Loynaz), buscaba fundir en uno los dos modos de la poesía: el canto a lo interior y a lo exterior del hombre; la confluencia entre lo inmediato y lo trascendente. De ahí la «metafísica sensible o tal vez carnal geometría» de la que hablaba en su ensayo de 1936 sobre las Soledades, incubado exactamente en ese contexto en que se produce uno de los más importantes cambios de orientación de la literatura en español de nuestro siglo, el que habría de llevar a los intelectuales desde el purismo vanguardista hacia posiciones comprometidas. En esa encrucijada es donde hay que insertar el peculiar barroco rehumanizador de Lezama, es decir, su «vanguardia sin vanguardismo», y todas las paradojas consecuentes.

Por eso su gongorismo, que no practica, por supuesto, un parricidio, tampoco es una continuación, sin más, de Góngora, sino otra «incorporación transmutativa» del Sistema Poético que proyecta sobre la obra del autor más emblemático de su tiempo todas las inquietudes [139] que impulsaron su proyecto teleológico. La insistente lectura practicada por Lezama sobre la obra de Góngora sigue a grandes líneas las propuestas de los más conocidos exégetas del Barroco que fueron dados a conocer activamente por Ortega a través de la Revista de Occidente, Wölfflin y Worringer sobre todo. Sus estudios proporcionan a Lezama las claves para construir una teoría personal, que es la base sobre la que construye su gran ensayo sobre Góngora. Por ejemplo: los dos elementos que Worringer aísla como términos de una dialéctica barroca nunca resuelta -anhelo de trascendencia y presencia de lo sensual(350)-, son fundidos por Lezama en una personal concepción de lo barroco como expresión exacta de su metafísica sensible. Y a partir de esa noción acaba señalando graves carencias en Góngora, que intentará completar inspirado aún por aquel «secreto» de Garcilaso, esto es, «el prodigio en la fusión de amigos contrarios que van a engrosar una suprema unidad»(351). El ensayo «Sierpe de don Luis de Góngora» (1951)(352) nos da las pistas, a pesar de que es un texto difícil que parece trabajar en dirección opuesta a los intentos clarificadores de Dámaso Alonso, con un resultado a menudo hermético. Pero repasemos algunas claves.

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Según Lezama, «Góngora, sin proponérselo, prepara la anunciación de lo que ya hay que sacrificar». Él ha creado en la poesía lo que llama Lezama «el tiempo de los objetos o los seres en la luz», un rayo metafórico fulminante cuyo destello «nos obliga a torcer el rostro» y somos nosotros los que, deslumbrados, creemos en «el añadido o ciempiés de la interpretación» que, por el contrario, «se apega al único sentido». Según Lezama, es esa potente luz lo que define la poesía de Góngora, y no la oscuridad que erróneamente se le atribuye. El «destello» de sus metáforas, con el «escudo de su chisporroteo», endurece la poesía del cordobés, como las escamas que cubren el cuerpo de la sierpe que da título al ensayo. Pero el secreto de Góngora no apunta a lo difícil: ofrece sólo «superposiciones sensoriales resueltas en la homogeneidad óptica del campo poético». Se le escapa lo esencial: su «escudo de luz», paradójicamente, lo oculta, y el poeta deja escapar las piezas en su cacería. Es lo que Lezama llama la consagración de los metales: «Desaparece más que detiene, entonando más la consagración de los metales que el ejercicio sobre la presa». [140]

Jorge Guillén llegaría a conclusiones similares años después, cuando veía en Góngora una poesía hecha de «laberintos difíciles, pero no oscuros», «luz condensada, luz convertida en algo más palpable, luminosidad corpórea» y una «energía objetivadora» que tiende relaciones entre objetos concretos con «imágenes y metáforas que proceden sobre todo del mundo sensible» y han sido descubiertas «por los ojos y la razón o, más bien, por los ojos de la razón»(353).

Pero quizá en Lezama encontramos ecos de otra luz gongorina que sí le fue dada a conocer antes de escribir su ensayo. Me refiero a esa «fría luz de plata» de la que habló Federico García Lorca en aquella conferencia sobre «La imagen poética de don Luis de Góngora» que pronunció en La Habana en 1930, a la que Lezama recordaba haber asistido emocionado. Ese texto puede ofrecernos también algunas claves sobre el peculiar gongorismo lezamiano, porque si Lorca ve en Góngora a un maestro y lo evoca «con la rama novísima en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia

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objetiva y su sentido de la metáfora»(354), Lezama censura en Góngora exactamente lo que Lorca entonces celebraba.(355)

El texto de Lorca respondía a la fascinación característica del momento (se escribió en 1927) ante el poeta que «elevó la palabra hasta [141] un grado casi sobrehumano de exigencia artística», y consagró la metáfora en formas «escultóricamente definidas» y «exentas de congojas comunicables». Y ésa es precisamente la «carencia» que Lezama detecta en Góngora: lo intrascendente de su arte.

Como explica en el ensayo, el endurecimiento del rayo metafórico gongorino, «orgulloso de sus escamas», endurece también la poesía, la paraliza en vez de permitirle realizar su trascendencia, y la palabra se petrifica en el «sentido único». El «ángel de la luz» alabado por Lorca se muestra aquí encadenado a su «dolorosa incompletez»; su luz es su limitación. Es decir: el punto a partir del cual Lezama intenta forjar su propia poética. Y ahí es donde introduce a San Juan de la Cruz:

Destella la luz por la corteza del cordobés, pero, después de la ofrenda, sólo quedan los que San Juan de la Cruz llama «ejercicios de pequeñuelos».

El barroco incandescente de Góngora es una poesía que trabaja del lado de la luz, y, según el orfismo irredimible de Lezama, «todo saber nuevo ha brotado siempre de la fértil oscuridad»(356). El saber luminoso de Góngora es incompleto; al ángel de la luz le faltaba «la noche oscura de San Juan», porque «aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura, sólo podía mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escayolada». Nunca ha habido un «planteamiento de la poesía» tan «concentrado», dice Lezama, como en ese momento en que «el rayo metafórico de Góngora necesita y clama, mostrando dolorosa incompletez, aquella noche oscura, envolvente y amistosa». La insuficiencia de Góngora radica, pues, en que no accede a los misterios de la metafísica, en que su poesía, como también diría luego Jorge Guillén, «vive muy alejada de la poesía espiritual»(357).

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El «complicado» Góngora, en fin, no es poeta órfico; el barroco «complejo» de Lezama sí lo es, y hasta el extremo. La conclusión está clara:

Cuando ese dualismo sea vencido, volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante, volverá a presentarse la necesidad poética como [142] un alimento que rebasa la voracidad cognoscente y de gratuidad en el cuerpo (...) Serán la pervivencia del barroco estético español las posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan.

Ahí está la poética de Lezama: unidad de «ingenio» barroco y «espíritu» místico, metafísica sensible que «depende de un internamiento en el caracol», y no del «chisporroteo de sus metáforas». O, como la definió María Zambrano:

La poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa, a pesar de sus complicadas formas, en ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad, despertándola y despertándose (...) No de otro modo nos conduce a las oscuras cavernas del sentido. La poesía se alimenta del mundo de los sentidos, buscando en la physis su metafísica.(358)

El suyo era un barroco americano del siglo XX que no compartía el sentido anticlásico que se le atribuyó al del XVII, ni el sentido sobrehumano o deshumano que quiso verle la Vanguardia; un barroco que, en tiempos de dualidades enfrentadas, defendió «la contradicción de las contradicciones» por la contradicción de la poesía que iba de lo aparente a lo profundo. Un barroco paradójico empeñado en «habitar» las Soledades y en construir con «el fervor, la plenitud y el cosmos de lo gótico»(359) una poética, una ética, una política, una metafísica y hasta una erótica. Un barroco, en fin, que alcanza el disfrute de lo trascendente por el goce de lo sensual. Paradiso (1966) y Oppiano Licario (1977) serán ya la novela de ese disfrute(360), que Lezama persiguió desde su primer poema, «volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante» del que habló a propósito de Góngora:

Última contradicción: entrar en el espejo que camina hacia nosotros.(361) [143]

4.1. Muerte de Narciso y nacimiento de una poética

El mito de Narciso, vorazmente trasmutado, fue el principio de esa poética reintegradora, el pórtico espectacular de toda la poesía de José Lezama Lima.

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Su largo poema Muerte de Narciso apareció en 1937, en el segundo número de la revista Verbum, fue editado ese mismo año en un cuadernillo por Impresiones Úcar, y sirvió para consolidar una amistad poética que se convirtió en el impulso decisivo de una nueva sensibilidad:

Lezama no empezaba su discurso desde el mismo plano que los otros. No había en él la menor continuidad con lo inmediatamente anterior, pero esa fuerza de irrupción no lo encerraba tampoco en un contrapunto polémico. Su espacio y sus fuentes no estaban en relación esencial con la circundante atmósfera poética. Su tiempo no parecía ser ni histórico ni ahistórico, sino literalmente, fabuloso (...) Rompiendo todo causalismo, la poesía de Lezama irrumpió como una inexplicable explosión de matinalidad. Las aguas del verbo se rizaban con soñadora alegría en Muerte de Narciso.(362)

El poema es uno de esos «fragmentos imantados» de la obra de Lezama, una paradójica culminación inicial que a la vez cierra y abre; resuelve los tanteos anteriores del autor y apunta una cosmovisión poética y una teoría del arte que preludian la evolución de su obra futura: «Es todo un tratado poético -se ha dicho-, y para explicarlo haría falta otro tratado y una erudición a toda prueba ligada a una imaginación y un poder de síntesis propio de un alter ego del poeta. O tal vez un conciliábulo para tratar de descifrar en colectivo lo que un hombre solo nos ha transmitido»(363). Sobre Muerte de Narciso operan ya los ingredientes más significativos del pensamiento de Lezama: desde el primer verso, mítica coordenada temporal en que «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo», el poema despliega sus enlaces ocultos sobre el imaginario cultural y nos sumerge en un mundo fabuloso donde el poeta (como Dánae) va tejiendo asociaciones, imágenes, juicios, metáforas, lecturas, en una «cantidad hechizada» de veinticinco estrofas que tienen ya ese carácter monumental típico de la obra de Lezama que Cristina Peri Rossi definió «como [144] una catedral barroca, recargada, churrigueresca, que ha de impresionar por su grandeza»(364). Desde sus primeros versos:

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo envolviendo los labios que pasaban entre labios y vuelos desligados. La mano o el labio o el pájaro nevaban. Era el círculo en nieve que se abría. Mano era sin sangre la seda que borraba la perfección que muere de rodillas y en su celo se esconde y divierte. Vertical desde el mármol no miraba

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la frente que se abría en loto húmedo. En chillido sin fin se abría la floresta al airado redoble en flecha y muerte. ¿No se apresura tal vez su fría mirada sobre la garza real y el frío tan débil del poniente, grito que ayuda a la fuga del dormir, llama fría y lengua alfilereada?(365)

Toda una «lección de retórica», como también se ha dicho(366), aunque sólo en un primer nivel: no es álgebra superior de las metáforas ese complejo barroquismo. La sintaxis de Lezama, su modo de dejar las proposiciones en el aire o resolverlas con un giro inesperado, sus concordancias imposibles y sus versos abruptos e intraducibles son elementos propios del gongorismo contemporáneo, sin duda, y quizá una confusión más reciente, en la línea del barroco de Sarduy -uno de los más asiduos estudiosos de Lezama-, haya contagiado el suyo con cierta tendencia al carnaval y la «carencia de espesor», haciendo olvidar las implicaciones simbólicas (barrocas, en el sentido lezamiano del término) que él quiso darle. Pero recordemos su irrevocable «Principio formal»:

El principio formal ¿tiene entrañas y escudo? (...) Sus desgañites palpebrales [145] el agua lustral no encierran. Escoge cáscaras labiales, la boca muerta encierra. Y exhibe su modorra en las lecturas zodiacales pavón de atrévetes formales.(367)

En su poesía no hay intención de deslumbrar por el significante ni de hacer uso del «verbo jeroglífico»(368). Sus laberintos barrocos invitan siempre a la búsqueda de un sentido, sólo que a través de lo difícil, que debe despertar «un loco apetito de desciframiento»(369). Así, lo que un verso o una estrofa quiere decir, importa menos que lo que el poema en su conjunto sugiere. Con ello Muerte de Narciso pone en práctica ya la reformulación de los conceptos de imagen y metáfora que será característica del Sistema Poético; una reformulación que apunta más allá del decoro de la poética aristotélica y más

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allá de cualquier definición de la retórica tradicional, al servicio de un proyecto que parte nada menos que

...de la metáfora como superadora de la metamorfosis y de la metanoia del mundo antiguo; de la imagen como nueva causalidad entre el hombre y lo desconocido; de la resistencia del cuerpo de la poesía; de la sentencia poética como unidad de la doble refracción; de la dimensión o extensión como fuerza creadora (...); del posibiliter infinito y las nuevas leyes de la gravitación de la sustancia de lo inexistente; y de la mayor exigencia conocida hecha a la imaginación del hombre, es decir, la resurrección.(370)

Ese tipo de «sustancia» poética, «cantidad secreta no percibida por los sentidos»(371), es en sus poemas el «Invisible rumor» que «Inalcanzable vuelve», o «Un apetito» que tienta continuamente al poeta: «me persigues, pasas y repasas / vienes o te ausentas»(372), cuya conquista es [146] una afanosa búsqueda, un deseo insatisfecho que Lezama convierte en insaciable Eros Cognoscente, por el que esas soluciones unitivas, teñidas de erotismo «copulativo», desembocan en toda una Metafísica del Sexo que puede hacer del «conocimiento carnal», como lo llama él, «secreto alquímico, revelación que se comprende en la quintaesencia»(373), hasta proclamar «la universalidad del roce, / del frotamiento, / del coito»(374). Es decir: «La imagen llega a expresarse por el sexo»(375).

Los dos cuerpos avanzan, después de romper el espejo intermedio... El anverso y el reverso en el borde de la hoja. Entrechocando, frotándose los pies con la llave maestra del patio secreto que asciende en el elevador precipitándose sobre una cascada...(376)

La trayectoria que lleva a la fusión de dos elementos separados o contrarios que se desean (lo masculino y lo femenino, lo gótico y lo barroco, lo telúrico y lo estelar, el poeta y la poesía) y su transformación en otro cuerpo (el poema, por ejemplo), es la trayectoria de la metáfora hasta la imagen, y ambas están regidas por la misma ley de atracción -el Eros Cognoscente-, y por el mismo (y poderosísimo) afán «reintegrador» por el que la poesía «mantiene el imposible

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sintético: no una síntesis de antinomias, sino esa momentánea homogeneidad lograda por la corriente que se dirige hacia el sentido»(377).

Según su concepción, el hombre conoce la realidad a través de la imagen, él mismo es imagen y toda la aventura humana, que progresa «superando las leyes del contorno», comienza en la imaginación como posibilidad que se proyecta hacia el futuro. Esa función poética (es decir, no sólo receptora de la realidad, sino creadora de nuevas [147] realidades), permite a la poesía ser el vehículo perfecto para la exploración de lo desconocido, a través de la metáfora (o «causa») que «penetra en lo incondicionado» (la nueva causalidad) y avanza por ese espacio o «cantidad hechizada» hasta llegar a la captación de la imagen, resultado final (y «consecuencia») de la metáfora.

Para esta concepción de la nueva causalidad poética, «el gran ordenamiento aristotélico» constituía el obstáculo más contumaz. De ahí surge del peculiar antiaristotelismo lezamiano, que analiza concienzudamente la Poética de Aristóteles para concluir que es una metodología basada en «la causalidad» y «el análogo aparencial» (la mimesis, entendida como 'imitación'), algo que considera «limitaciones cognoscitivas»: «Para que la imitación aristotélica llegara a ser imago, tenía que reactuar en el ser y lo real absoluto»(378), concluye. Frente a las ideas de Aristóteles libremente interpretadas, él propone el perplejo de la imagen como «posesión de secretos», «seguridad de tierra revelada» y puente invisible hacia el otro lado de la realidad, que permite «reducir lo sobrenatural a los sentidos transfigurados del hombre». La metáfora es su reverso, un fragmento visible que con su fuerza conectiva va avanzando, a través de infinitas analogías («continuo de conocimiento»), hasta alcanzar esa imagen que «vuelve sobre la metáfora creando el territorio sustantivo de la poesía»(379). El proceso aparece metaforizado en el título de su último poemario, Fragmentos a su imán, pero lo explica insistentemente el autor hasta en sus entrevistas. Por ejemplo:

Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis (...) Las conexiones de la metáfora son progresivas e infinitas; el cubrefuego que la imagen forma sobre la sustantividad poética es unitivo y fijo como una estrella.(380)

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Y en uno de sus últimos poemas:

Así, los fragmentos oscuros buscan su incandescencia, esperando la llegada espiraloide de una fuerza [148] que los remacha como un astro en el espacio. La espera se hace tan creadora como el vencimiento de la distancia. El espacio se contrae para parir...(381)

El Sistema Poético traza sus coordenadas en esa concurrencia «magnética» donde la poesía «mantiene el imposible sintético» y la causalidad y lo incondicionado confluyen. Ahora bien: «Se necesitaba una región donde esa concurrencia fuera a la vez una impulsión, la impulsión una penetración y la penetración una esencia». Y ahí entra Pascal, claro que «lezamizado»:

Pascal, al señalar su inquietante entredeux, señala, sin proponérselo acaso, la región de la poesía. En realidad, la poesía es el único hecho o categoría de la sensibilidad donde no es posible la antítesis, es la total ruptura del entredeux pascaliano (...) Es ahí donde hay que buscar las tierras incógnitas de la poesía, colocándose en la tradición de Pitágoras, que creía que la escritura, tesis incomprensible para el contemporáneo romanticismo antisignario, nace de un misterio, no de la horticultura de la pereza.(382)

Surge así la Metafísica de la Imagen, por la que Lezama despliega la espiral argumentativa que descontextualiza, reinterpreta fuentes y trenza su interpretación de «lo imposible creíble» y «lo máximo se entiende incomprensiblemente» que atribuye a Giambattista Vico y Nicolás de Cusa, con lo incondicionado kantiano, el etrusco potens («sí, es posible», traduce él) y el credo quia absurdum de San Pablo como «omnicomprensión poética y totalidad de la creencia», para convertir la poesía en «la línea donde lo imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad»(383) y, de ahí, a la «resurrección»:

Como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía tenía que expresar su mayor abertura de compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrento a la teoría heideggeriana del ser para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer la causalidad prodigiosa del [149] ser para la resurrección. Cuando el potens actúa en lo visible, sus derivaciones son el dominio de la physis; cuando se desarrolla en lo invisible, nos regala el prodigio de la imagen de la resurrección. En esa dimensión, tal vez la más desmesurada y poderosa que se pueda ofrecer, el poeta es el ser causal para la resurrección.(384)

A propósito del intelectualismo de Valéry, pensaba el autor que el saber como «llave o signo paradisíaco» sólo puede lograrse con «una solución poética-

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católica»(385), que él consigue fundiendo, de nuevo, los dos polos de la dualidad. Recordemos que la poesía resuelve cualquier antítesis, y que el poeta es el posibiliter cuyo testimonio, el poema, es encarnación verbal de esa «cantidad hechizada» por la metáfora y la imagen, y leamos:

Entre los símbolos, la fe acompaña a la poesía, la única visibilidad de su itinerario, y muele entre el Padre, el Hijo y Espíritu Santo, incesantemente. El Padre, con las virtudes de la semilla y el henchimiento. El Hijo, ya encarnado, ofreciendo con el Verbo, el Logos, las dos naturalezas del Padre y el Hijo relacionadas. El Espíritu Santo que resuelve la unión de lo real con lo irreal, de lo visible con lo invisible...(386)

Entendido de ese modo y sustentado por esa nueva Trinidad, «un Sistema Poético del Mundo puede reemplazar a la religión, se constituye en religión»(387). Y a ello añadía: «Es innegable que la gran plenitud de la poesía corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección»(388).

Teniendo en cuenta que este tipo de piruetas intelectuales son constantes en Lezama, subordinar (como se ha hecho) la solvencia teórica de su Sistema Poético a una estricta cuestión de credo, me parece una simplificación excesiva. Cuando Lezama acude al catolicismo, está, una vez más, sumando «incorporaciones» a un sistema que sugiere un dilatado horizonte de conocimiento universal, caracterizado por «la condición de deudor sanguíneo que necesita el católico: a [150] griegos y romanos, antiguos y modernos, nos dice San Pablo, a todos soy deudor»(389).

Y, como estamos en esa región donde todo confluye, la Poética de Aristóteles, a pesar de todo, facilita a Lezama un gran hallazgo: la «vivencia oblicua», un instrumento poético fundamental. La vivencia oblicua es, en resumen, el momento culminante de la nueva causalidad, cuando un hecho genera otro sin que entre ellos exista ninguna relación lógica (sólo poética) de causa-efecto. Lezama, como es habitual en su método de exposición, explica esa noción acudiendo al imaginario cultural, a través de la gran escena central de Ifigenia en Táuride de Eurípides:

Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia a Orestes que

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hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y aunque la metáfora ofrece su penetración, es la llegada primera de la imagen la que le presta su penetración de conocimiento (...) Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y misteriosa en sus decisiones asociativas, y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia oblicua.(390)

Lezama resume ahí la escena del reconocimiento o anagnórisis por la que Orestes reconoce la identidad de su hermana Ifigenia (que está frente a él, pero ellos no lo saben), después de que ella cuente el contenido de una carta dirigida al propio Orestes, que en ese momento la identifica instantáneamente. La experiencia de Orestes, por la que reconoce oblicuamente a Ifigenia, es la experiencia de la vivencia oblicua, y el robo de la estatua de Ártemix, desenlace de la tragedia, es alegoría, según Lezama, de ese proceso de conocimiento poético: «Mientras se cumplen las progresiones del conocimiento cada una de las metáforas ocupa su fragmento y espera el robo de la estatua que se despliega como imagen»(391). Pero eso no es todo, porque la forma de anagnórisis urdida por Eurípides permite a Lezama extraer otra de las nociones claves del Sistema Poético: el «súbito» o «silogismo del sobresalto» que veremos practicar a Oppiano Licario. La explicación que se nos da en la novela, algo abreviada, es la siguiente: [151]

El ancestro había dotado a Oppiano Licario desde su nacimiento de una poderosa res extensa. En él muy pronto la extensión y la cogitanda se habían mezclado en equivalencias de una planicie surcada incesantemente por trineos (...) La ocupatio de la extensión por la cogitanda era tan cabal, que en él la causalidad y sus efectos reobraban incesantemente en corrientes alternas, produciendo el nuevo ordenamiento del ente cognoscente. La analogía de dos términos desarrollaba una tercera progresión o marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En la intersección de ese ordenamiento espacial de los dos puntos con el tercer móvil errante, desconocido, situaba Licario lo que él llamaba Silogística poética.(392)

Lo que Aristóteles criticó en Ifigenia como «silogismo» que no obedece a la fábula(393), es considerado por Lezama de un altísimo valor poético, precisamente porque no se ajusta a los límites de la mímesis y su verosimilitud está más allá de la causalidad aristotélica. Ese sobresalto cognoscitivo, «contracifra de la vivencia oblicua», constituye el «súbito» lezamiano(394), que «se apodera de la totalidad en una fulguración»(395).

Sería, por tanto, inútil (y quizá imposible) acercarnos a Muerte de Narciso intentando «traducir» el poema verso a verso, o queriendo reducir a una lógica

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argumental algo que Lezama, con su afán totalizador, quiso global. No quiero decir con esto que haya que admitir sin más aquel «lo máximo se entiende incomprensiblemente» como dogma crítico, o limitarse a señalar metáforas deslumbrantes (que las hay) y versos rotundos pero incomprensibles (que también los hay). Lo que quiero decir es que todo el poema es en realidad una gran imagen, o un aluvión de imágenes que se ofrecen como el «significante» (en bloque) de un «significado» a cuyo sentido último sólo tenemos acceso al final, exactamente como el súbito: la «revelación» resultante de la trayectoria (vivencia oblicua) de la metáfora. [152]

Para Lezama, la «palabra simbólica» -esto es: «el verbo que significa»- funciona como en el mito: no importa tanto el fragmento aislado como la fábula completa; los versos, las estrofas, los enlaces de estrofas, nos conducen hacia una imagen, un sentido final: el «tercero desconocido» que «engendran» imagen y metáfora unidas por el Eros Cognoscente. La sobreabundancia lezamiana, por supuesto, concede a la palabra un valor en el conjunto, pero es el conjunto lo que de verdad importa, de modo que para entenderlo debemos centrar el análisis en la interrelación de versos en progresión hacia la imagen, y en ésta como portadora de la revelación que el poeta concibe como conclusión «natural». Ha logrado traducir lo que eso significa en la obra de Lezama Virgilio López Lemus:

A Lezama se llega como a una ciudad desconocida: primero con mirada de turista, luego volviendo a ella, visitando otras ciudades y comparando, residiendo en ella para desentrañar lo que es aún el secreto de sus calles y plazas, escrutando éste o aquel edificio, hasta que todo se hace luz, y sin darnos cuenta sabemos que ya la conocemos. A Lezama hay que leerlo, releerlo, permanecer en sus páginas.(396)

En la escritura de Lezama el «perplejo» aspira siempre a la anagnórisis por la que un dato, un verso, una resonancia, pueda -como la carta de Ifigenia- ofrecer las claves para el reconocimiento de todo lo demás; de ahí la explicación teatral que ofrecía el autor de la vivencia oblicua. Y en esta concepción, hasta el ritmo ritual de un poema se hace significado. Por eso creo que Muerte de Narciso no puede entenderse si no contamos con que el pensamiento del autor estaba condesando allí poéticamente, en una sola imagen y en los apretados versos de aquel gongorismo que no era el

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previsible, toda esa nueva visión y misión de lo poético que hemos repasado en los capítulos anteriores.

Se ha escrito mucho acerca de Muerte de Narciso entendido como uno de esos poemas-poética donde el autor fija ciertos presupuestos y recursos estilísticos característicos de su obra, lo cual no es, naturalmente, una innovación lezamiana. Quizá la única diferencia que puede señalarse es que eso suele hacerse una vez que el autor siente asentada su creación, y Lezama lo hace al principio, a modo de prólogo orientador. Pero ninguna poética nace en el vacío y el insólito barroquismo de Muerte de Narciso obedece ya a esa dificultad emblemática [153] de un autor que siempre concibió el mensaje de la poesía como algo «que no se rinde a los primeros rondadores», y su primer poema quiso ser algo más que la primera muestra de una nueva lengua poética, aunque también lo fuera.

Desde ese punto de vista es fácil detectar en el poema de Lezama ciertos ecos del registro poético que fascinó al Modernismo: nieve, espejos, plumajes, rubíes, personajes mitológicos, dorado hastío, un rubio doncel, hermosas aves, alusiones a la vida y la muerte, a las estaciones de otro año lírico, y hasta cisnes, vuelven a tomar cuerpo en este poema que, sin embargo, no es modernista. Para entender este regreso aparente basta pensar de nuevo en el antivanguardismo lezamiano. Cuando poetas como Nicolás Guillén, Emilio Ballagas o Eugenio Florit, por citar los tres más diferenciables, se habían apartado hacía tiempo de esa estética para iniciar nuevas líneas de la poesía cubana, Lezama regresaba a los orígenes de su modo de entender las cosas. Lo incorporativo de su poética coincidía para él con el ecumenismo modernista integrador de referencias disímiles, con su afán fundacional y mítico, y con esa concepción de lo bello como una estética, una ética y una moral que Lezama detecta en los modernistas con los que se siente más identificado(397): por supuesto José Martí, pero también Julián del Casal, «secreto donde vida y poesía se resuelven»(398), y Rubén Darío, «el americano, el innovador, el dueño de la palabra nueva, el que llegó primero, el que aprendió mejor»(399).

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Una parte del lenguaje lezamiano viene del Modernismo, otra del Barroco culterano y conceptista, otra más (a pesar de sus fobias) de los hallazgos expresivos de la Vanguardia y, desde luego, también de los poetas que tutelaron su formación, desde la estilizada belleza de Juan Ramón Jiménez hasta la exuberancia lorquiana o lo «angélico» de Jorge Guillén, todo ello encaminado en este poema inicial a esa inevitable «graduación» gongorina que también hubo de obtener el joven Miguel Hernández, coetáneo de Lezama. Pero el Sistema Poético elabora en Muerte de Narciso una «síntesis gananciosa», nutrida [154] por una cultura de ensortijada erudición y de increíble vastedad en la que todo se interrelaciona, y, a través de «lo transmutativo» decanta los materiales más heterogéneos para ofrecer lo que será la clave de toda su obra: la relectura/reconstrucción de la tradición cultural. Lo recordaba Cintio Vitier:

Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba tan violentamente heterogéneos (Garcilaso, Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke), que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo. Esto último fue lo que sucedió; y no sólo un mundo para él, sino la posibilidad para todos de comenzar la crecida súbita de la ambición creadora.(400)

«La tradición -advertía Lezama-, como en la célebre frase sobre la libertad, es un don, pero es también una conquista»(401), y la estrategia consistía en «apretar una cultura y destilarla»(402). Ese ejercicio se tradujo en un acercamiento con ánimo renovado a la tradición occidental, a eso que a propósito de los Diez poetas cubanos se llamaba en Orígenes «la cuenca del Mediterráneo y su papel todavía rector en los rumbos del espíritu»(403) y que Lezama concentra en «lo mitológico» porque, asegura, «lo mitológico es siempre esclarecimiento, árbol genealógico»(404). Es en estas motivaciones donde hay que buscar algunos elementos de comprensión para un poema tan complejo como Muerte de Narciso, sin duda un poema-manifiesto conscientemente elaborado como tal, que inauguraba también el recurso a la materia mitológica como procedimiento autoexplicativo, algo que será constante en la obra de Lezama. Por sus páginas desfila todo un Olimpo propio en el que conviven amistosamente Eco y Narciso, Europa y Taurus, Orfeo, Osiris, el Gran Semí, Confucio, José Martí, Hernando de Soto y los dioses del Popol-Vuh, para rendir paralelos tan convincentes como el que le permite

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sustentar su poética profética con otro ilustre antecedente de la tradición: el mito de Casandra. Acosada por Apolo, explica Lezama, Casandra «se ve obligada a ofrecerle sus primicias virginales, pero se burla del ofrecimiento hecho a un dios, [155] y Apolo viene a vengarse esterilizándole el don de la profecía y encerrándola en una torre. Aconsejada por su indescifrable voluntad, Casandra se acerca de tarde en tarde a las ventanas de la torre y se le oye como un grito»(405). La poesía desde entonces recoge su mensaje oracular.

En Muerte de Narciso el procedimiento explicativo es más complejo, pero es el mismo. El mítico antecedente es aquí la maldición que hizo a Narciso víctima de una pasión estéril que posee y no posee al mismo tiempo lo que ama: él mismo, su reflejo. Nada pudo distraerlo del deseo y la contemplación de sí mismo en el estanque, hasta que murió y se transformó en la flor que lleva su nombre, símbolo medieval de la vanidad.

Tampoco ese ejercicio de relectura de Ovidio era una novedad. A partir del libro tercero de las Metamorfosis en que se fija la narración, cada época -casi cada autor- ha interpretado la historia de Narciso de acuerdo con sus gustos y necesidades.(406) Tras las numerosas versiones de la Antigüedad, la moralización medieval de Ovidio, la lectura neoplatónica del mito, los Narcisos bucólicos renacentistas, los Narcisos «a lo divino» del Barroco y los Narcisos románticos, el mito llega a nuestro siglo ya como un signo fuertemente polisémico.

Dejando al margen el profundo significado psíquico de la formulación del mito por Freud(407), el Narciso de la tradición que confluye en Lezama ha entrado ya en contacto con la dimensión estética y de ahí ha pasado a convertirse en símbolo de la introspección y la autoconciencia: la puesta en cuestión del proceso de creación desemboca en el autocuestionamiento. Es la lectura que inauguran André Gide con su Traité du Narcisse. Théorie du Symbole (1891) y Paul Valéry con Narcisse parle y Fragments du Narcisse (1919-1922):

Narcisse: la confrontation du Moi et de la Personnalité; la différence pure des moi (...) Je n'ai pas su le dire dans le Narcisse, dont c'était le vrai sujet, et non la beauté revenant sur elle-même.(408) [156]

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La misma que continúan, entre otros, Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez o el propio Lezama. Pero Muerte de Narciso creaba algo nuevo dentro de esa tradición de reinterpretaciones.

Para empezar, su lectura recoge sólo un fragmento del mito: estamos ante Muerte de Narciso y no Metamorfosis o Historia de Narciso; el poema no es una actualización de la fábula clásica que diluya lo anecdótico, sino un proceso de resemantización del que sale totalmente transformada y convertida en algo así como una alegoría lezamiana de significados propios que encaja la materia mitológica en los moldes formales de las Soledades. La poesía de Lezama nacía clásica, pero mordida por la sierpe gongorina: toda una «solución unitiva» cultural. Por eso cuando en 1957 dictó su conferencia sobre Mitos y cansancio clásico, parecía responder aún a los múltiples interrogantes que veinte años antes había planteado su poema:

Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos al reaparecer de nuevo nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.(409)

Los Narcisos «intelectuales» de la tradición inmediata sin duda están presentes en ese mito que «reinvenciona» Lezama, cuyo significado incluye también aquel drama de la conciencia que se busca a sí misma, como parece indicar el cambio de voz narrativa en algunos de los versos («pez mirándome», «siempre me preguntan»). Pero el poeta parece implicarse en la aventura cognoscitiva de su personaje sólo para ilustrar -en negativo- esa Metafísica de la Imagen que puede «zurcir el entredeux» y conectar lo aparentemente escindido animada por el Eros Cognoscente. Creo que no es en el intelectualismo de Valéry donde encontramos «el sustrato más activo de la simbolización poética que del mito nos ofrece Lezama»(410), sino en algo opuesto a él: la espiritualidad de la filosofía que alimentó el Sistema Poético desde sus comienzos. Escribió María Zambrano:

Objetivarse artísticamente es una de las más graves acciones que se pueden cometer, pues el arte es la salvación del narcisismo; y la [157] objetivización artística, por el contrario, puro narcisismo. El artista perpetuamente adolescente, enamorado de sí. Mortal juego, en que no se juega a recrearse sino a morirse. Todo narcisismo es juego con la muerte. La poesía puede caer en él; es un riesgo mortal. No es camino sino trágica y a la par grotesca galería de espejos; alucinatoria repetición, mezquina exhibición de lo que no es.(411)

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Para Lezama el tema constituye una especie de gran era imaginaria que pone en práctica la incorporación simultánea de todos los Narcisos posibles, donde al significado clásico del mito y al motivo barroco del reflejo ilusorio, se unen las lecciones de María Zambrano, otra Muerte de Narciso, la de Pierre de Ronsard, y, por supuesto, Sor Juana Inés de la Cruz, que ocupa un lugar central.

El poema de Ronsard, alegoría de la imitatio renacentista(412) y ejercicio de imitatio él mismo, reactualiza el mito como modelo erudito, pero se distancia de la fábula ovidiana a través de una amplificación que sitúa el espacio del poema en el locus amoenus propio de su época. Veremos que Lezama emprende un proceso similar localizando el mito en un espacio tan inequívocamente suyo como esas «islas no cuidadas» que le sirven de escenario. La presencia de Sor Juana, por último, la revela Lezama mismo, y no procede, como sería previsible, de su auto sacramental El Divino Narciso(413), aunque él lleva a cabo la misma «temeridad» que atribuye a la monja mexicana: acudir al mundo mitológico para adaptarlo a su propia «teología», su Sistema Poético que, ya sabemos, «puede convertirse en religión». Sor Juana proporciona a Lezama un modelo de lo barroco que él persigue, «un barroco donde se vuelve a las antiguas súmulas del saber de una época con afán de conocimiento universal»(414), y, sobre todo, un método para componer su primer poema. Hablando del Primero sueño, comenta: [158]

Aunque Sor Juana declara que lo compuso imitando a Góngora, es una humildad encantadora más que una verdad literaria. La dimensión del poema es muy otra que las fiestas sensuales que rodean los himeneos meridionales. Es lo más opuesto a un poema de los sentidos (...) Su oscuridad desciende a nuestras profundidades para fundirse con lo inexpresado evitando que la luz, al invitarlo, lo ahuyente.

Y «la manera» que detecta en Sor Juana es exactamente la misma que practica él en su Muerte de Narciso:

Conocimiento superficial del tejido mitológico, simple presentación o presencia, ahondada por referencias personales disimuladas, acrecidas por el propio devenir del poema, que así viene a darle sombra de profundidad (...) La grandeza no está en la habilidad o extrañeza de su desarrollo, sino en la extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte, del que extrae no las maravillas y las excepciones, sino cautelas distributivas, graduaciones del ser, para recibir el conocimiento.(415)

Para entender cómo realiza Lezama su operación de reinvención del mito hay que acercarse también a esas referencias disimuladas y esas «cautelas

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distributivas», y entenderlas como un recurso más al servicio del mensaje que encierra el poema.

Entre ellas está la dilución argumental de la que hablábamos antes, y que ya en la que fue la primera aproximación crítica a Muerte de Narciso permitió a Ángel Gaztelu definir el poema como «culta, impetuosa y rauda cetrería de metáforas»(416). Como señaló en su momento Dámaso Alonso(417), también en las Soledades de Góngora la historia es sólo un pretexto; el argumento es casi inapresable y el poema se construye con una sucesión de «escenas» (aldeanas, pastoriles, épicas, de pesca, de cetrería), unidas sólo por el leve hilo conductor de la presencia del protagonista, el peregrino solitario. Tampoco de él nos da Góngora mucha información: sabemos que es «el mísero extranjero» (I, 46)(418) que llega a un lugar desconocido, para convertirse en espectador casi siempre pasivo de lo que ocurrirá a su [159] alrededor. El peregrino es, pues, un ser aislado, desterrado, doblemente desarraigado: «náufrago, y desdeñado sobre ausente» (I, 9); un ser incompleto que proyecta una imagen perfecta de soledad y alienación. Como los epítetos que nombran al Narciso de Lezama: «pulso desdoblado», «fría mirada», «olvidado papel», «marmórea cavidad», «aislado cabello», «ciego desterrado».

También como el peregrino de las Soledades, rodeado por «el húmido templo de Neptuno» (I, 478), Narciso está en una isla extraña, y otro de los elementos reveladores del poema es la elección de ese escenario. Como Ronsard y siguiendo a Góngora, Lezama reubica el mito y hace de su Narciso -personaje aislado ya por la circular contemplación de sí mismo-, un ser doblemente insular y, además, marino, habitante de unas contradictorias «islas no cuidadas, guarnecidas / islas» (vv. 37-38), que pueblan el poema de «conchas», «olas», «sal», «playas», «espumas», «caracolas». Fácilmente puede interpretarse esa insularidad como una de las primeras representaciones que ofrece el autor del espacio original cubano, tanto por la exuberancia y la fuerza primigenia en que envuelve desde el principio al decorado y sus «invasores»:

En chillido sin fin se abría la floresta al airado redoble en flecha y muerte...

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como por la definición de ese espacio como depósito cultural: «islas donde acampan / los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene». Es una insularidad todavía «disociativa» -el Coloquio con Juan Ramón Jiménez se celebraría después-, y obligada por Europa (que Lezama nombra sólo por su epíteto mitológico) a recibir pasivamente los restos que dejan llegar a sus orillas las corrientes marinas:

La blancura seda es ascendiendo en labio derramada, abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.

En la versión lezamiana destaca también la presencia de uno de los elementos del mito clásico que en las versiones «estéticas» del mismo no suele aparecer, o tiene un valor sólo anecdótico: la ninfa Eco, enamorada fatalmente de Narciso, es en el poema de Lezama una presencia anónima pero constante y con un significado fundamental. Eco, a quien Hera castigó permitiéndole hablar sólo para repetir lo que otros decían, ilustra por sí sola buena parte del pensamiento cultural de Lezama: como «boca negada», «dócil rubí», «lengua alfilereada» o «aislada paloma muda» persigue a Narciso a lo largo del [160] poema y funciona como refuerzo de la idea central. Su «garganta muerta» es un ejemplo más de comunicación imposible, de lo estéril de una voz condenada a no poder hablar por sí misma y a ser también sólo un reflejo que repite lo que otros han dicho ya.

Por último, el elemento principal, la figura de Narciso, sale del «ingenio cubano» de Lezama profundamente trasformado. Narciso es «Rostro absoluto»; «la perfección que muere de rodillas / y en su celo se esconde y se divierte». Su actitud ensimismada lo empuja también a la incomunicación, «la mudez primera ya sin cielo», y la muerte acecha: absorto en su contemplación superficial, se encierra en «el círculo en nieve que se abría», una forma de morir, un «sepulcro». Pero el poema parece plantear esa muerte de Narciso como la extinción necesaria de lo que el personaje simboliza: una actitud ensimismada, fanáticamente insular, y un Eros Cognoscente estéril, que sustituye lo carnal por un reflejo y lo profundo por lo aparente.

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Por supuesto, Muerte de Narciso es mucho más que un mensaje de sabiduría, pero ése es otro de los elementos medulares del poema. El «nuevo saber» lezamiano es un modo de conocimiento poético que sólo comienza atravesando la superficie para sumergirse en lo esencial de la realidad, de la historia o del hombre. Como dijo María Zambrano: «La poesía de Lezama atraviesa la superficie de los sentidos para llegar a sumergirse en el oscuro abismo que los sustenta»(419). Sólo así «el espejo su puerta entreabre», parece confirmar el poema.

Narciso, por tanto, pudo haber penetrado en esa trascendencia, pero equivoca la vía cognoscitiva y -«terco rostro»- queda anclado en la contemplación de su imagen reflejada en la superficie el agua, sin rebasarla. Su flecha no emprende el tránsito:

Una flecha destaca, una espalda se ausenta. Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

En todas las formas del pensamiento esotérico está presente esa idea de transición entre ambas dimensiones de la realidad, la visible y la oculta. En la misma línea, el Eros Cognoscente accede a la sustancia de las cosas penetrando más allá de la barrera que interpone su engañoso reflejo. Es, claro, otra formulación de la resistencia cuyo vencimiento sustenta la poética lezamiana como motivación para la creación; y ahora es el espejo de agua lo que en Muerte de Narciso éste debería atravesar para trascender y trascenderse. El poema lo advierte: [161]

Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído. Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.

Pero Narciso parece ignorarlo; cae en la trampa de la «firmeza mentida del espejo», la cree única meta apetecible y ahí se detiene, atrapado en una sabiduría inútil en la que «desde ayer las preguntas se divierten o se cierran». Por eso «Las hilachas que surcan el invierno / tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta» y la suya es ya una quietud mortal -«marmórea cavidad que mira»-, incompatible con el fluir sobreabundante de la poesía que todo absorbe. Lezama parece recriminárselo:

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Narciso, Narciso, las astas del ciervo asesinado son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados...

Al Narciso de Ovidio le fue permitido reconocer su error: «Iste ego sum! Sensi; nec me mea fallit imago» (v. 464)(420). Era el cumplimiento del destino que predijo Tiresias, el reconocimiento fatal que inicia la agonía también en la elegía de Ronsard: «Je cognois maitenant l'effet de mon erreur / Rien je ne voy dans l'eau que l'ombre de moymesme [sic]»(421). Pero el Narciso lezamiano no advierte su error:

...ya no advierte mano sin eco, pulso desdoblado: los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.

Contradice a Tiresias y muere porque no se conoce, y no se conoce porque no atraviesa en ningún momento la superficie del agua-espejo, lo que lo separa de sí mismo, lo que se interpone, lo que ofrece resistencia, que se convierte desde aquí en un correlato objetivo fundamental en el pensamiento de Lezama(422). El espejo es en el poema «ausencia», «río mudo» o «laberinto y halago». Es el lugar donde el silencio y el olvido se reúnen: «sombra es del recuerdo y minuto del silencio»; es «sepulcro» que ofrece el reflejo fatal de «aquel que quería ser al mismo tiempo el otro», como evocará Foción en Paradiso(423). [162]

El tipo de saber perseguido por Lezama reúne todas las claves del Sistema Poético en un Narciso «a lo esotérico», una propuesta que, como ha sugerido Lourdes Rensoli, podría identificarse «con la idea platónica de la fronesis» y está dirigida a obtener «la función creadora de la poesía, que, como subraya Lezama, aparece como consecuencia de la sabiduría, no de la soberanía de la sensibilidad o de la precisión del intelecto»(424). Pero lograr esa sabiduría requería, por lo menos, una metamorfosis de Narciso, un cambio en su actitud: un sumergimiento. Y el Narciso del poema de Lezama no atraviesa en ningún momento la superficie del agua ni experimenta metamorfosis alguna. La fábula se suspende sin que se haya verificado la transformación que Ovidio atribuye a su personaje y el poema de Lezama parece cerrarse con la muerte de Narciso anunciada en el título, que aniquila también su actitud:

Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada

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que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio. Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas. Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado. Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.

Este misterioso final ha sugerido variadas interpretaciones por parte de la crítica, pero todas, incluso las más recientes, coinciden en explicar la «fuga» de Narciso recurriendo al catolicismo de Lezama para hablar de una «resurrección» del personaje que se ha convertido ya en un lugar común. De acuerdo con esa opinión, el poema comenzaría «aludiendo al misterio de la encarnación (con la referencia al mito de Dánae)», y continuaría con «algo que es tanto una alegoría teológica de la resurrección como el cuestionamiento de tal posibilidad: el que Narciso se lance al agua puede interpretarse como un suicidio o como un martirio de salvación»(425). El fervoroso catolicismo de Lezama entendería la muerte como «la fantástica aventura humana cuando constituye culminación de la vida en algún sentido»(426), y la [163] de su Narciso sería «un grado en el proceso de redención», pues el poema ilustraría un primer paso para la penetración en el misterio: «Como transfiguración, la muerte de Narciso supondrá su fusión definitiva con la trascendencia»(427).

Pero en Muerte de Narciso no hay transfiguración, ni metamorfosis, ni el personaje nombrado como «manos secas» se lanza al agua. Y ya hemos visto antes la poca ortodoxia del catolicismo de Lezama, que no viene dada sólo por su aceptación de todas las ramas del saber esotérico -el cristianismo primitivo no fue ajeno a ellas-, sino por la reformulación de carácter poético que sobre la religión (las religiones) practica el autor, No me lo propongo, ni me atrevería nunca a discutir su fe, pero creo que en su obra los misterios católicos son adoptados como potentes instrumentos poéticos, y la historia sagrada, algo así como un temario de donde extrae mitos, sentencias e imágenes esperanzadas, de modo que el concepto de resurrección debe ser asumido también con esas «cautelas distributivas» de que hablaba el autor y de manera muy poco ortodoxa. A esa objeción frente a la interpretación que «redime» al personaje lezamiano se suman otras: el Narciso de Lezama no puede ser, en la línea del de Valéry, un «símbolo de la autoconciencia irreversible del sujeto»(428), porque, de acuerdo con lo que ilustra el poema, Narciso no se conoce, es incapaz de

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hacerlo, se aferra un simulacro y no va más allá. Olvida que «el revés de la sombra no es el cuerpo ante el agua», y no trasciende. Por eso muere. Su fuga desalada es difícil que pueda ser un símbolo de «la elevación espiritual propia de un personaje gótico»(429), o «acto supremo» por el que Narciso «crece y se trasciende en pleamar hasta la última dimensión de su espíritu»(430). Todo lo contrario: en la simbología de inconfundibles raíces martianas que practica Lezama, «sin alas» equivale al desahucio espiritual. Narciso fugó sin alas y sin posibilidad de ser. En ese verso final se cumple el hondo temor escatológico que plasmó el autor en sus «Sonetos infieles», parte de cuya infidelidad viene dada precisamente por la lectura poética de los símbolos católicos. Se preguntaba allí: [164]

¿Y si al morir no nos acuden alas?(431)

Lo más creíble es que Muerte de Narciso expusiera como «mensaje», sencillamente, el que el título anunciaba, sobre todo porque la muerte de ese Narciso puede interpretarse como el valor apodíctico que el mito adquiere en el Sistema Poético: el arte ha de ser salvación del narcisismo, como pudo aprender Lezama de María Zambrano. Y esa muerte de Narciso podía ser, además, una especie de rito iniciático que abriera paso a todo lo que luego desarrollaría la obra del autor, porque la idea obsesionante de sumergirse en aguas profundas y luego emerger con un raro tesoro es parte de su concepto poético (u órfico, o católico) del saber como «revelación». Y Narciso no se sumerge.

No es extraño encontrar una reinterpretación del mito en esa línea situada en los umbrales de su obra, si tenemos en cuenta que Muerte de Narciso admite también sin dificultades una lectura social de ese mismo mensaje: el poema expresaba esa voluntad origenista de Lezama, aquí proclamada en verso, de acabar con ese otro narcisismo insular (colectivo, social, cultural) de una cubanidad que él sentía incompleta por estar anclada, bien en una autocontemplación superficial -léase: los peligros de lo costumbrista o lo folclórico-, o bien en una falacia especular: la inercia de copiar modelos recibidos; el destino fatal de seguir hechizada por la cultura del Otro.

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Ese Narciso doblemente incompleto debía morir como gesto fundacional de una poética dispuesta a sumergirse en las profundidades de lo cubano para abolir su narcisismo. Y para ello el poema de Lezama tal vez se inspiraba en la Coda que Góngora agregó a la Soledad segunda, planteando un vuelo mortal como el que «a la Sicana diosa / dejó sin dulce hija, / y a la Estigia Deidad con bella esposa» (vv. 977-979). Como ella, Muerte de Narciso encierra el contrapunto de un mito ascendente y otro descendente, ofreciendo un final «abierto» que podría relacionarse también con el cierre en suspenso de su presunto modelo gongorino, que deja al peregrino a la deriva de su enigmático destino.

En este sentido, John Beverley planteaba en su «lectura política» de las Soledades una hipótesis que puede ser interesante:

El efecto del truncamiento que Góngora opera en la Soledad segunda consiste en que el lector se aliena del poema y se ve obligado a acabarlo en otra parte. La obra restante es la creación de un sentido [165] de lo hispánico no ligado a su ideología (...) Tal vez por esta razón la cultura hispanoamericana lleva la fuerte influencia de Góngora, ya que comparte con las Soledades la función de buscar una cultura posible partiendo de la mutilación que el imperialismo ha infligido en sus pueblos.(432)

Naturalmente, el crítico no menciona a Lezama, pero creo que Muerte de Narciso podría ser una confirmación de su intuición. Su sentido tampoco es algo que nos venga dado dentro del poema; es «lo difícil» lezamiano y ha de descifrarlo el lector después:

En realidad ¿qué es lo difícil? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco (...) Una primera dificultad es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica, que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago.(433)

Quizá Góngora dejara en Muerte de Narciso algo más que «un apetito, una facultad gustativa de la lengua»(434).

Hablando del «Nacimiento de la expresión criolla», decía Lezama que entonces es cuando lo barroco alcanza su auténtica dimensión, «sus intenciones de vida y de poesía»:

El gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante, de orgullo desatado por lograr dentro del canon gongorino un exceso aún más excesivo que

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los de don Luis, de crepitación formal, de contenido plutónico que va contra las formas como contra un paredón. (...) El gongorismo americano rebasó su contenido verbal para constituir el cotidiano desenvolvimiento de ese señor barroco, instalado en el paisaje que ya le pertenece.(435)

No descubro nada al afirmar que en la América moderna toda reflexión sobre la cultura es una reflexión sobre la identidad, sobre la condición de su existencia y la revelación de sí a sí misma. Y Lezama no fue el único que recurrió a la figura de Narciso para hacer esa reflexión.(436) [166] Tal vez al emprender una reescritura personal, gongorina, insular y marina pero sobre todo teleológica del mito de Ovidio, el autor estaba haciendo algo en la línea de aquella «conquista» de la tradición de la que habló siempre; es decir, un discurso de identidad cultural, aunque de otro tipo, clasificable quizá entre lo que se ha llamado «ficción ideológica»(437). La obra posterior de Lezama parece confirmarlo continuamente, y en ella el ensayo «Las imágenes posibles» (1948) marcaba una trayectoria inconfundible:

...No hay la novela de Afganistán ni la metafísica americana. Europa creó la cultura, una segregación suya, con personajes que claman la dialéctica griega, la coral bachiana, la metafísica alemana, Dostoyevski [sic], la novela francesa del siglo XIX. Los hemos convertido en dramatis personae. A través de la imagen que los ha reconstruido, danzan, con sólo un nombre, no hay un río, se dice un río, o el mar, y se descorre una cortina y aparece el mar.(438)

Cuando en aquel Coloquio con Juan Ramón Jiménez Lezama esbozaba su proyecto de una Teleología Insular, Juan Ramón concluyó: «Creo que lo que usted me ofrece es un mito». Y él reconocía lo siguiente: «Yo desearía nada más que la introducción al estudio de las Islas sirviese para integrar el mito que nos falta»(439). Emprendió personalmente esa aventura construyendo un Sistema Poético del Mundo e intentando reconquistar con sus ensayos una tradición adecuada a su Teleología Insular. Pero si todo en el Sistema Poético obedecía a los resortes de ese proyecto, también lo hicieron sus realizaciones, porque esa Teleología Insular, insistentemente expuesta en prosa y verso, había sido pensada, además, como sinécdoque también de raíz martiana: era exportable de la isla al continente. De ahí la continuidad natural que se puede establecer entre el primer poema de Lezama y las aventuras que emprende el Sistema Poético veinte años después, a la búsqueda de La expresión americana que pudiera revocar la pena de ecolalia, la condena a ser una

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eterna repetición, con que pudo ser castigada alguna vez América-Eco por la diosa Europa.

4.2. «Laberinto, tragaluz, estómago de ballena»: la curiosidad barroca

Por «concertados desconciertos» como los que hemos visto hasta ahora, José Lezama Lima planteó en su momento y sigue planteando, creo que como pocos escritores, el problema de la accesibilidad de su obra, en todos los sentidos: ¿Cómo leerla? pero, sobre todo ¿cómo estudiarla? ¿cómo analizar ese súbito donde leer, escribir, recordar e «invencionar» confluyen y desdibujan sus múltiples referencias? Las respuestas de la crítica a esos interrogantes han sido de lo más variado. No podía ser de otro modo en una obra como ésta, que todo lo absorbe pero todo lo trastoca, donde la actitud parece parnasiana, la reflexión purismo abstracto, la poesía culterana y la novela proustiana, cuando en realidad está más cerca de Martí que de Casal, de San Juan de la Cruz que de Góngora, atiende más a lo cubano que a la «retórica blanca» del purismo y liquida las distancias entre arte y vida con su metafísica sensible; todo ello envuelto en un curioso programa social de corte nacionalista-cósmico. Son estratos innumerables: poéticos, filosóficos, éticos, especialmente mixtos, y todos se comunican, como en el Puraná, donde confluyen los objetos más disímiles. Tal vez por eso Lezama tituló «Confluencias» uno de sus últimos ensayos, una especie de confesión final en la que resume sus puntos de vista sobre la poesía. Decía allí:

Una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y se pone a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y coincidentes ternuras. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin embargo, es el río que lleva a las puertas del paraíso.(440)

Abel Enrique Prieto reúne acertadamente una recopilación de ensayos del autor con ese título, y plantea el suyo como un espacio estético que obedece a esa definición.(441) Confieso mi incapacidad para encontrar otra fórmula que pueda recoger, sin resultar insuficiente, semejante desmesura. Una de las

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aspiraciones de Martí era crear una filosofía del mundo a partir de la palabra universo, lo uno en lo diverso: [168] quizá Lezama aspiraba a algo similar con su insularidad cósmica y su Sistema Poético del Mundo, una «oscura pradera» que convida, donde «la memoria prepara su sorpresa»:

Allí se ven ilustres restos, cien cabezas, cornetas, mil funciones abren su cielo, su girasol callando, donde sin querer vuelven pisadas . y suenan las voces en su centro henchido.(442)

En cualquier caso, lo que sí creo imprescindible es entender el proyecto barroco, complejo, difícil y «confluyente» de Lezama como parte de ese «salto hacia dentro de nosotros mismos» que trajo consigo el fin de la Vanguardia hispanoamericana.(443) Quizá esta puntualización parezca innecesaria, por obvia, pero lo cierto es que la contemporaneidad del autor se ha cuestionado muchas veces, hasta el punto de que ciertas valoraciones han negado eso que parece una obviedad, y consideran la suya una estética epigonal cuya «originalidad anacrónica» haría de Lezama, por ejemplo, «un simbolista rezagado»:

Históricamente, Lezama Lima resulta un simbolista rezagado. Integrante de una promoción postvanguardista, conoce las manifestaciones estéticas de su época, pero no afinca mentalmente en lo contemporáneo (...) Su poética es regresiva, es ajena a la noción de crisis, de colapso, de corte epistémico. Su escritura inocente, su visión beatífica, permanecen inmunes a la óptica desintegradora de la vanguardia y a toda carencia óntica. No hay en Lezama Lima ni atisbos de conciencia escindida o conciencia faústica. No hay en Lezama Lima ni atisbos de historicismo.(444)

La tentación de valorar la obra de Lezama como «regresiva» es casi inevitable, si nos guiamos por las principales fuentes del pensamiento del autor sin tener en cuenta «lo trasmutativo» que opera sobre todas ellas. Y el simbolismo de Lezama, por ejemplo, es, en todo caso, su simbolismo, esto es, «una gran corriente poética que viene [169] desde el poderoso Dante hasta el delicioso Mallarmé»(445) y que no vacila en oponer reparos al simbolismo «histórico»:

¿El simbolismo? Se había ido convirtiendo en el banquete sin comensales del que sólo se escapaban el frío último de los manteles y el rebrillo inicial de los candelabros. El símbolo se entremezclaba con el címbalo (...) La música no acompañaba, sino que en la embriaguez de no estar, intentaba nutrir los residuos de cada poema, de cada abandonada experiencia, con las tubas del órgano en sus más difíciles situaciones de medianoche.(446)

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Sin embargo, es innegable que, a pesar de esos reparos, la tradición simbolista es también su tradición. Lo que ocurre es que, una vez es digerida por su poética, se convierte en uno más de sus múltiples acarreos, y por tanto deja de ser cualidad distintiva de modo absoluto. Proponer fórmulas unívocas olvidando que lo que genera la obra del autor es precisamente «lo incorporativo», conduce, cuando menos, a un desenfoque.

Lezama se aparta desde muy temprano y explícitamente de toda polémica sobre «realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre», para declarar las «cosas que no nos interesan: el sueño, el escándalo, el tablero de ajedrez, ¿las cenizas?»(447). Debemos ver ahí, según sugiere Jorge Luis Arcos(448), referencias a lo impresionista, lo vanguardista, lo neoclásico y lo discursivo (pienso también en lo surrealista y lo negrista, como sugiere la referencia a los sueños y al tablero de ajedrez) que se desarrollaba en el contexto literario del momento. Naturalmente, eso no quiere decir que el contacto con esos elementos no afectara a la obra de Lezama; su influencia, de hecho, podría señalarse, sólo que como ingredientes que el Sistema Poético abraza desde su perspectiva integradora, sin atribuirles individualmente la capacidad de acceder a un conocimiento poético (es decir, verdadero) de la realidad. El mismo Lezama advierte sobre el Sistema Poético que «es muy difícil señalar los elementos de esa secreta reducción» que todo lo asimila y que se niega incluso a formar parte de una «generación anti-Darío», a pesar de que la fantasía modernista y su «vagaroso [170] misticismo», dice, «forman ya parte del tedium vitae y no son la voz que oímos entre dos nubes»(449).

No se puede afirmar que el pensamiento poético de Lezama permanece al margen de las manifestaciones estéticas de su tiempo; lo que sí hace es atravesarlas, para crear una propia que bebe de todas ellas, pero no se ciñe a los márgenes de ninguna y no se deja archivar en ningún ismo, ni siquiera en el barroquismo, que no era lo barroco que tanto amó:

Creo que ya va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio, con el que se trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales (...) La sorpresa con que nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a ese término, pero la palabra barroco se emplea inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento.(450)

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En cuanto al Surrealismo, existe ya suficiente perspectiva histórica para aceptar su poderosa influencia sobre la creación poética desde fines de los años veinte. Pero, tal como Lezama lo interpretó, significaba, no un paso más hacia el abandono de esa deshumanización vanguardista que tanto le inquietaba, ni siquiera algo que al bucear en lo inconsciente se acercara a esos orígenes que también perseguía él, sino, sorprendentemente, un renacer del racionalismo con el que tanto discrepó: «La magia de los surrealistas me ha parecido siempre una forma encubierta, escondida entre la fronda de su metaforismo, del mecanismo que cae en la trampa de lo que intenta combatir: la causalidad dejada por el helenismo en la era de la madurez del Sileno»(451).

Ya sus primeras definiciones de lo que llama impresionismo del subconsciente (la escritura presuntamente automática) no dejan lugar a dudas: «Larvas oníricas dominadas por una arquitectura neoclásica: pura y absoluta mentira, inutilidad, mezquindad. Lo primario en absoluta pureza, caos de caos, maldición inexpresiva, autodestrucción». Y explica: «Sin criticismo dominador, esos monstruos que se desperezan se extienden fríos y verdeantes. Palabras que todavía no se ajustan a una imagen y desaparecen en el pentagrama borroso de la subconciencia»(452). Ahora bien: tampoco el extremo opuesto se ajusta [171] a su idea de la poesía, pues un exceso de ese criticismo dominador llevaba directamente al intelectualismo de Valéry, «ese simbolista metafísico que, como él mismo dice, a fuerza de buscar el matiz se ha encontrado con el hastío»(453).

La imaginación totalizadora de Lezama rechazó cualquier corriente artística en la que dominara una sola perspectiva y «los pronunciamientos queden reducidos a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que señala tan sólo un camino y un camino»(454). Su Sistema Poético desbordaba los cauces del realismo, la poesía política o la que estallaba en denuncia social, pero eso no lo afiliaba al bando de la literatura como reino autónomo: la poesía pura -considerada por él una réplica de escuelas europeas- era otra de esas tesis disociativas de la cubanidad, y los juicios contra ella pueden rastrearse desde muy temprano. En su Coloquio con Juan Ramón Jiménez ya oponía reparos a la poesía «artificial, voluntaria e ilusoria» que «persigue la unión de momentos

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inefables con técnica sistemática y coherente»(455); y Espuela de plata se hacía eco de las polémicas del momento sentenciando: «Los que hablan de poesía pura tendrán que reconocer un estado inicial impuro, luego abrirán un paréntesis de inefabilidad y el resto del poema quedará giboso»(456).

Así, frente a la abstracción especulativa y el desarraigo del purismo, se erige la obsesión origenista por bucear en lo cubano, identificar sus esencias y darles expresión. Pero esa noción de lo cubano también se opuso a la que parecía expresar la poesía negra, duramente criticada al principio porque se temió que el fenómeno, inicialmente imprevisible en sus derivaciones, desembocara en un autoexotismo excesivamente simplificador, o en un «resentimiento vernáculo» que acabara rechazando lo español. De que no ocurriría eso fue prueba suficiente la obra de Nicolás Guillén, y Lezama se reconcilió muy pronto con ella, igual que con la de las grandes figuras de la poesía pura, Mariano Brull y Eugenio Florit, que publicaron en la revista Orígenes y bajo su sello editorial.

De hecho, la obra de Lezama comparte con la de Guillén -pese a las grandes diferencias entre uno y otro, de sensibilidad, de formación y de actitud ante la poesía- esa marcada vocación por profundizar en [172] lo que cada uno creyó que podía contribuir mejor al enriquecimiento de su cultura. Y comparte también con el purismo una constante reflexión sobre la propia creación, que se plasma en un denso ensayismo o en poemas y textos narrativos de frecuente contenido metapoético. Pero no compartió nunca la «matemática» de Valéry: «Es tautológica -concluía-, el Monstruo que no puede llegar a ser»(457). Aunque en Orígenes se tradujo su obra y el propio Lezama reflexiona en numerosos ensayos sobre ella, en una Conversación sobre Paul Valéry, de 1943, ofrecía un resumen muy clarificador de cuál fue la verdadera influencia del autor francés:

En nuestra adolescencia, cuando nos preguntábamos qué debe saber un poeta, qué debe ser la cultura del poeta, en qué forma se manifiesta en el poeta la sabiduría, nos encontramos con El cementerio marino, que ejerció sobre nosotros una influencia deslumbradora. El estudio de ese poema venía a poner fin a las siguientes cosas: a) a la poesía como copia del diseño del sueño. Pesadilla de Proust; b) a los pastiches fáciles del folclorismo a la española; c) a las acumulaciones superficiales del surrealismo; d) a la forma de mandarín de algunos maestros del simbolismo que ofrecían como respaldo de su obra las compulsiones de la música y no una cosmovisión, una penetración, un combate entre el devenir y la duración. (...) Después el estudio esforzado de Valéry nos iba sumiendo en dudas. Llegaba así a ser para nuestra generación un maestro doblemente venerable: en nuestra adolescencia nos había llenado de

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inquietud; y nos llevaba al paso del tiempo a rendirle el mayor de los homenajes: el de nuestra inconformidad con su obra.(458)

No cabe duda de que también esa inconformidad era un fenómeno de época, desde que en 1925 Paul Valéry y Henri Brémond enfrentaran sus diferentes concepciones de «pureza» poética.(459) La repercusión de aquella polémica en las letras hispanoamericanas, inmediata, se tradujo en un relevo en la influencia de los dos mentores de la poesía pura: a la pureza «de fabricación» de Valéry sucedió la pureza «de inspiración» del abate Brémond.(460) Y en el caso de Lezama ese relevo [173] tenía mucho que ver también con el magisterio de Juan Ramón Jiménez, manifiestamente partidario de la segunda propuesta, que era, en el fondo, una poesía emparentada con la religión. El referente inexcusable era la poesía mística y, en concreto, la de San Juan de la Cruz(461), de ahí las conexiones, imposibles en apariencia, entre la transparencia de Juan Ramón y la oscuridad lezamiana: ésta pretende también extraer la quintaesencia, pero de la sobreabundancia, y expresarla de forma que su conocimiento equivalga a una «revelación». Porque «si se elimina la vía iluminativa, como han pretendido Valéry y Jorge Guillén -resumía Lezama-, la poesía queda reducida a una especial combinatoria»(462).

Él mismo supo resumir mejor que yo cómo resolvió todo ese laberinto de realismos, purismos, surrealismos e influencias dispares:

Nuestra generación había desdeñado lo popular turístico, las fáciles onomatopeyas del negrismo musical o poético (que eran disfraces de lo hispánico menor y del cosmopolitismo desangrado), y huía del hieratismo enfático mexicano, de su rotundidad muralista, para librarnos también de la poesía diplomática, fina, entrecomillada y como en marco de doradilla. Y, lo que es más irremplazable y periódicamente valioso, huyó de la imaginación haitiana, del terror visto a lo francés, a través de los cristales de refracción del surrealismo. Si había buscado esa generación para lo cubano una levadura más alta, era natural que actuase por saturación, por una lenta acumulación de lo occidental y el súbito interviniendo en ese lleno, como pinchazo temporal de la circunstancia, de lo histórico a que se obligaba.(463)

La solución (si es que Lezama pensó en términos de «solución») no estaba en afincarse en alguno de esos extremos, sino en el gesto barroco de «alcanzar una forma unitiva» enemiga de los dualismos que obstaculizan la expresión -y la comprensión- de un mundo donde se entrelazan todos los hilos. Es, nos dice en La expresión americana, como si «el señor barroco, auténtico instalado en lo nuestro, quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo, una imposible

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[174] victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y su despilfarro»(464).

La filosofía de esa posición totalizadora configura una doctrina ontológica cuyo resultado más espectacular es la negación del «ser-para-la-muerte» de Heidegger y las corrientes existencialistas, con ese «ser para la resurrección» por la poesía que ya conocemos, pero tuvo otros. Como ha señalado Emilio Bejel, el de Lezama es un pensamiento que se inserta en «la corriente que minó la ideología basada en la lógica racionalista, el sujeto individualista y la representación realista»(465), en su caso, de la mano de un Eros Cognoscente que privilegia el discurso poético sobre el lógico (son «las imágenes posibles», no los razonamientos posibles) y apunta hacia lo desconocido armado de un saber en el que la aletheia ha desbancado a la ueritas y el silogismo del sobresalto al cogito cartesiano, de modo que «ha derivado no una disciplina, sino una manera secreta, un plein air, algo que en algún momento se llegaba dichosamente a descubrir»(466).

El Sistema Poético del Mundo es sistema sólo porque remodela sistemáticamente el mundo, y es poético porque se opone a lo racional-filosófico con ese logos de la poesía en continuo ejercicio. Más aún: Lezama estudia detenidamente a Descartes, analiza el Discurso del Método y se interesa mucho por su famosa duda hiperbólica, pero de su análisis concluye: «Lo que prueba demasiado no prueba nada». Lo único irreductible a la duda es «la poética verdad realizada [que] aprovecha un potencial verificable que se libera de la verificación»(467). Al liberar a la poesía de las pruebas de la razón, se asume una lógica poética que niega la concepción del hombre como «la cartesiana sustancia que piensa»(468) y reivindica apasionadamente algunos de los postulados de la Ciencia nueva con que Giambattista Vico combatió el racionalismo:

El hallazgo genial de Vico consistió en ver con evidencia que hay en el hombre un sentido, llamémosle el nacimiento de la razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio (...) Esa adivinación, ese Deorum interpretes que nos recuerda Vico, hacía de la [175] poesía la línea donde lo imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad (...) Tres frases colocaría yo al frente de esta nueva vicisitud de la imagen en la historia. Primera: «Lo imposible creíble», de Vico. Es decir, el que cree acepta un movimiento sobrenatural, una propagación sobrenatural, un sobrenatural estar en todas las cosas. Segunda frase: «Lo máximo se entiende incomprensiblemente», la línea que va desde San

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Anselmo hasta Nicolás de Cusa. (...) Tercera, esta frase de Pascal, como resguardo o conjuro: «No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante como para creer que posee. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza».

Y a ello se añade un gesto inconfundiblemente lezamiano:

Entrecruzados con esos nombres mayores del umbral, deslizamos también nuestro interrogante, pues el original se invenciona sus citas: el imposible al actuar sobre lo posible crea un posible actuando en la infinitud. Todo lo que hombre hace es un enigma, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un sentido. Lo imposible, lo absurdo, crean su posible, su razón.(469)

Así se inauguraba la incorporación al Sistema Poético del filósofo napolitano de las «remembranzas universales», de donde arranca buena parte del discurso cultural lezamiano. De ellas proceden, sin duda, las Eras Imaginarias, una viquiana reconstrucción de la historia organizada en diez «fulgurantes agrupamientos» que tienen en común ser «metáforas vivientes, milenios extrañamente creadores o inmensos contrapuntos culturales» en los que «la causalidad metafórica llega a hacerse viviente por personas donde [sic] la fabulación unió lo real con lo invisible», o en los que «la imagen actúa sobre determinadas circunstancias excepcionales»(470). Esas Eras Imaginarias constituyen también algo así como una antología de motivos, temas y mecanismos del Sistema Poético, cuyo verdadero desarrollo es el Sistema mismo. La primera es la «Era filogeneratriz» y comprende el estudio de los mitos cosmogónicos, de «lo fálico totémico» y de la sexología angélica. El estudio de «lo tanático de la cultura egipcia» es la segunda era imaginaria y la tercera corresponde a «Orfeo y su espíritu de reconciliación». El resto, un estudio de «la poesía que va desde Parménides a Valéry», de «los reyes como metáfora», de «las piedras incaicas», de los conceptos católicos de gracia, caridad y resurrección, [176] la «era de la posibilidad infinita» que ya conocemos y «que entre nosotros la acompaña José Martí»(471), y un estudio sobre el Tao Te Kin y las ceremonias del budismo zen japonés, donde Lezama encuentra en el tokonoma (un lugar privilegiado de la casa, «donde se coloca una flor para avivar el vacío»(472)) la formulación perfecta de esa «ausencia genitora» que recorre su obra y desemboca en su premonitorio poema último, «Pabellón del vacío», fechado poco antes de su muerte: «Me duermo en el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando»(473).

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Plenamente de acuerdo con esas bases filosóficas se muestran las reflexiones de Lezama sobre «la crisis de lo contemporáneo», que él entiende derivada de una «pérdida de sumergimiento y trascendencia» que, entre otras cosas, deja a la poesía «ciega para las verdades reveladas»(474). Por eso en la Fábrica de Metáforas y Hospital de Imágenes que visitamos en Oppiano Licario se aplica como terapia «volver al enigma, a los emblemas, a la gran dificultad, a la orilla del mito y a aquellos tiempos en que la poesía fundaba la casa de los dioses». Vale la pena recordar el fragmento:

...Al fin de la pieza se veía una inscripción de fósforo que se hacía visible en la oscuridad del fondo: Fábrica de Metáforas y Hospital de Imágenes. Abajo, como un exergo, la frase que le había oído muchas veces a Cemí: Sólo lo difícil es estimulante. Por las paredes, laberintos, emblemas y enigmas. El loquillo lucía en su cabeza un sombrero cónico con los signos zodiacales. Comenzó a oírle:

-Tengo que vivir al lado de una posesa para despertar y ennoblecer de nuevo a la poesía. El más poderoso instrumento que el hombre tiene ha ido perdiendo significación profunda, de conocimiento, de magia, de salud, para convertirse en una grosería de lo inmediato. (...) Así como para Descartes no hay más que pensamiento y extensión, para mí no hay más que cuerpo e imagen. Y lo único que puede captarlo es la poesía, por eso me desespero ante la inferioridad que la recorre en los tiempos que sufrimos y lloramos. Hay que volver al enigma, en el sentido griego, es decir, partiendo de las semejanzas [177] llegar a las cosas más encapotadas (...) Pero lo que sí es una obligación es devolver la poesía al laberinto donde el hombre cuadra y vence a la bestia.(475)

Ésa es la verdadera «regresión» lezamiana, con la que se vincula íntimamente otro de los desconciertos que provoca su obra. Su peculiar pensamiento, que recupera por afinidad natural las propuestas de la tradición anticartesiana occidental y el pensamiento mítico y esotérico de todos los tiempos y culturas, es parte de un debate que la crítica ha mantenido en torno a la erudición y la validez filosófica del proyecto de Lezama, «un tremendo fracaso de enorme belleza», según algunos estudiosos.(476)

Las «limitaciones del autodidacta caribeño»(477) se han explicado a veces acudiendo a una «cultura del subdesarrollo» que otorgaría una visión de las cosas infantil, carnavalesca, lúdica (cuando no ridícula), que sitúa al autor muy lejos de ser un pensador serio. Por ejemplo:

La cultura de Lezama está absorbida a la carrera, según se va encontrando y con herramientas inadecuadas, de ahí el constante transcurrir de lo verdaderamente inteligente y eficaz a lo absurdo, pasando por lo simplemente ininteligible, de lo pedestre a lo ridículo (...) Lo imperfecto de esa asimilación, con sus enormes lagunas, sus errores y confusiones, y las exageraciones deliberadamente tremebundas que tratan de compensar aquéllos, constituyen al fin y al cabo una imagen ideal del subdesarrollo, según era de esperarse en el escritor que ha servido de mentor e inspiración artística y espiritual a los intelectuales cubanos de los cuarenta y los cincuenta.(478)

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Pero han tenido también defensores entusiastas:

Magnificar las tachas es un pretexto acaso inconsciente para quedarse de este lado de Lezama, para no seguirlo en su implacable sumersión en aguas profundas. El hecho incontrovertible de que Lezama parezca decidido a no escribir jamás correctamente un nombre [178] propio inglés, francés o ruso, y de que sus citas estén consteladas de fantasías ortográficas y de fondo, induciría a un intelectual rioplatense típico a ver en él un no menos típico autodidacto de país subdesarrollado, lo que es muy exacto, y a encontrar en eso una justificación para no penetrar en su verdadera dimensión, lo que es muy lamentable.(479)

La leyenda del Lezama ingenuo nació a partir de ese excelente estudio de Cortázar sobre Paradiso, «Para llegar a Lezama Lima», en el que hablaba de «un barroquismo de complejas raíces» que él define con «la palabra más aproximada: ingenuidad; una ingenua inocencia americana abriendo eleáticamente, órficamente, los ojos, en el comienzo mismo de la creación. Lezama Adán previo a la culpa... Un primitivo que todo lo sabe»(480). Pero esas afirmaciones se distorsionaron, hasta hacer perder de vista que quizá estemos ante un poeta que construye su propia Docta ignorancia: «El extremo refinamiento del verbo poético se vuelve tan primigenio como los conjuros tribales -asegura Lezama-. La cultura nos lleva a la inocencia tanto o más que lo primigenio o lo salvaje»(481). El pensamiento del autor no es «primitivo» por actitudes anacrónicas o deficiencias culturales; está firmemente afincado en «lo contemporáneo», como diría él, pero defiende la inocencia, la fe poética y la energía creadora del pensamiento mágico como solución a sus «crisis». El adanismo lezamiano debe entenderse de otro modo, y creo que en esa dirección apuntaban las ideas de Cortázar cuando lo describía como prometeico:

Lezama en su isla amanece con una alegría de preadamita sin corbata de pájaro, y no se siente culpable de ninguna tradición directa. Las asume todas, desde los hígados etruscos hasta Leopold Bloom sonándose en un pañuelo sucio, pero sin compromiso histórico (...) Puede escribir lo que le dé la gana sin decirse que ya Rabelais, a Marcial... ¿Cómo es posible ignorar o desafiar a tal punto los tabúes del saber, los no escribirás así de nuestros mandamientos profesorales vergonzantes? Con Lezama lo genial irrumpe sin los complejos de inferioridad que tanto nos agobian en Latinoamérica, con la fuerza del robador del fuego.(482)

El propio Lezama parecía responder por anticipado a esas lecturas [179] parciales cuando, hablando de Góngora, se había referido oblicuamente a su propio Sistema y sus necesidades poéticas:

Los que detienen, entresacándolos de sus necesidades y exigencias poéticas, los errores de los animales

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a que gustaba aludir el cordobés creyendo que los tomaba de Plinio el Viejo, como «las escamas de las focas», olvidan que esas escamas existían para los reflejos y deslizamientos metálicos que él necesitaba.(483)

Pero en su segunda novela ofrecía ya las claves de esa ingenuidad. En Oppiano Licario, Lezama adopta a Henri Rousseau como nuevo alter ego, y por más de una razón: la figura del Aduanero es tanto un nuevo instrumento autoexplicativo como una oportunidad de autodefensa.(484) La poética que se adjudica a Rousseau en la novela es la poética misma de Lezama, por «su místico y alegre sentido de la totalidad», su originalidad «en el sentido de poderosa raíz germinativa», porque brota de «un órfico encantamiento», y porque su fusión de elementos dispares logra una muy lezamiana «zona de hechizo en el tiempo paradisíaco», signo de todo artista poderoso, se añade. Con esas lecciones alegres y esos laberintos resueltos, «el Aduanero podía considerarse con justeza un excelente representante de la manera moderna, candorosa, alucinada, fuerte frente a las potencias infernales»(485). La disertación sobre la pintura de Rousseau ocupa más de doce páginas, pero Lezama avanza algo que podría haber estado en el centro mismo de su Introducción a un Sistema Poético: la tesis del «conocimiento de salvación». Dice el texto:

¿Tenía como los primitivos un mundo plástico que al intentar reproducirlo se quedaba en sus impedimentos? ¿Expresaba con lo que tenía, con sus recursos intuitivos, sin agazaparse el reto de las formas? O, una ulterior posición ante sus obras, ¿había en él una malicia de los estilos detrás de sus órficos encantamientos? (...) Ni la tristeza, ni el cansancio del conocer aparecen nunca en su pintura ni en su persona, conoce a la sombra del Árbol de la Vida. Sabe lo que tiene que saber, sabe lo necesario para su salvación, no con el soplo [180] de Marsyas o de Pan bicorne, sino con la flauta del dios de la justicia alegre y de la suprema justicia poética (...) La pureza de La gitana dormida está en haber acercado la gitana al león sin que quepa la menor posibilidad de que sea destruida. Sabemos que tiene que existir una extraña relación entre dos incomprensibles cercanías, sabemos también que es inagotable su indescifrable liaison. Ahí no encontramos problematismo a puñetazos, pero no comprendemos. Su hechizo en esa situación es superior a la distancia, la causalidad y el hábito esperado.(486)

La ingenuidad de Rousseau es, pues, una rigurosa disciplina artística que «estudia, distribuye, reordena» y «obliga a estar muy vigilantes, muy despiertos»; una cultivada inocencia que «cree que la conciencia de nuestro arte tiene que desprender una universal inconsciencia que después cada cual intenta descifrar e incorporar», porque sabe también que «frente al mundo exterior el artista es como un deus absconditus que sale de su guarida, da sus plumerazos y vuelve a esconderse»(487):

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Cuando se burlan de él no hace esfuerzos por parecer grave y agresivo, por el contrario, cree ver en esos guiños la apreciación de su fuerza y el anticipo ingenuo del panteón de la inmortalidad (...) Esos escritores y pintores que desdeñan el fondo de profundidad de la letra y el emblema, ignoran que hay también en la letra y el emblema un fuego robado a los dioses. En la letra hay un fondo de rebeldía contra la maldición, un dios dispuesto a traicionar a los dioses en favor de los mortales. Cadmo, de donde se deriva el alfabeto cadmeo, era para los griegos un dios del mismo linaje que Prometeo.(488)

Lezama llamaba a ese impulso prometeico Horno trasmutativo de la Asimilación, ingenio cubano por el que la historia, el arte, la literatura y el pensamiento universal son espacios donde «la hipérbole de la memoria, que lo es también de la curiosidad»(489) acumula erudición asimilada por una lectura inteligente (y sobre todo entrecruzada) al servicio de un proyecto cultural por el que levantar una nueva tradición que las asume todas, un fuego robado a los dioses, donde lo americano, como dijo Cortázar, irrumpe sin complejos de inferioridad. [181] Sin duda por eso «invencionó» Lezama su célebre «imagen posible» de Taurus frente a Europa:

Taurus siempre ha sido débil con la blancura de Europa y consentía en dejarse poner flores de almendro en el testuz. Pero el toro comenzó a caminar hacia el mar, luego hacia el mar con noche... Y Europa comenzó a gritar. El toro, antiguo amante de su blancura y su abstracción, siguió hacia el mar con noche, y Europa fue lanzada sobre los arenales, hinchada con un tatuaje en su lomo sin tacha: tened cuidado, he hecho la cultura.

Europa, con su blancura y su abstracción, está sola en la playa. Europa hizo la cultura y aquel verso: Tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿Es eso lo que nos queda a los americanos? El toro ha entrado en el mar, se ha sacudido la blancura y la abstracción, y se puede oír su acompasada risotada baritonal. Recibe otras flores en la orilla, mientras la uña de su cuerpo raspa la corteza de una nueva amistad.(490)

Y por eso también desde muy temprano el Sistema Poético intentaba «levantar la voluntad de un pueblo y una sensibilidad que siempre padecieron de complejo de inferioridad»(491). Toda la obra de Lezama está vertebrada por un destacado interés por encontrar solución intelectual a los complejos de cultura subordinada, porque «una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado»(492). El Sistema Poético del Mundo fue también el instrumento ideado por el autor para ese peculiar ejercicio de reconquista de una tradición. En él la curiosidad barroca, la suma crítica, la hipérbole de la memoria y la de la invención forman parte de una misma actividad de relectura cultural, Horno trasmutativo de la Asimilación, que permite explorar los «misterios del eco» y encontrar «la huella de la diferenciación». No es extraño que nos recordara

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Lezama, de nuevo me atrevo a asegurar que aplicándola a sí mismo, la afirmación de Valéry sobre Mallarmé: «Para leerlo hay que aprender a leer de nuevo»(493). [182] [183]

5. Del anatema al diálogo: Lezama y la Revolución

Decir que la literatura cubana (y no sólo cubana) de los últimos cuarenta años habría sido distinta sin el impacto que tuvo sobre ella la Revolución de 1959, significa abordar un lugar común que no hace falta repetir, salvo para recordar el gesto crítico que eso conllevó: con el triunfo de la revolución empieza en Cuba otra literatura, lo cual no sólo significa que aparecen nuevos autores o que se crea un nuevo modo de escribir. Embriagados por las perspectivas que la Revolución parecía abrir ante ellos, los jóvenes intelectuales cubanos, apoyados por un poder impaciente por mostrar al mundo los cambios que era capaz de generar, entrarán a formar parte decididamente de los organismos culturales creados o reformados a partir de 1959. Y eso significa también que se crea una nueva lectura, una forma nueva de leer el presente y de releer el pasado, de reinventarlo, para darle a aquél una contextualización.

Desde este punto de vista, la Revolución Cubana reinventó también a José Lezama Lima, y no sólo en la medida en que durante esos años y gracias a la atención internacional depositada sobre la Isla su obra adquiere una difusión que no había tenido antes. Me refiero a las sucesivas reinvenciones que hicieron progresar la valoración de su obra desde el rechazo más absoluto hasta la conversión de Lezama en toda una institución cultural.

Sus opiniones al respecto siempre estuvieron enfocadas desde una perspectiva cenital, abarcadora (altiva también, quizá), que juzgaba la historia de la cultura como una sucesión de momentos adversos y afines a su obra: «Así como soporté la indiferencia con total dignidad -resumía en 1975-, ahora soporto la fama con total indiferencia. He sido en la cultura cubana un valor muy polémico, pero esa manera sigue como una ley de corsi y ricorsi: cuando se me

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ha negado con [184] furia, yo he sabido esperar, trabajando y sonriéndome, y poco después ha llegado el ricorsi, el reconocimiento, el acercamiento y el estudio de mi obra»(494). Pero algunos discípulos suyos han puntualizado más y han recordado los inicios de esa paradójica trayectoria, como Reynaldo González, entonces recién incorporado al Departamento de Publicaciones del Ministerio de Cultura, donde trabajaba Lezama:

Mi generación comenzó su vida pública y literaria a comienzos de los años sesenta, bajo la impronta de la revolución. Entre nosotros Lezama seguía siendo respetado y querido por unos, al tiempo que lo rodeaba cierta desconfianza y el extrañamiento de quienes se acogían a una concepción del arte que extrapolaba recetarios ya vencidos. Desde ángulos muy diversos pero entrecruzados de la sensibilidad y la inteligencia, ambas tendencias orquestaron alrededor del poeta una atmósfera paradojal, que todavía alimenta interpretaciones paradojales.(495)

Es cierto que el tránsito de la obra de Lezama desde la incomprensión más tajante hasta la veneración generalizada no tiene fácil explicación si pensamos en lo inflexible de su cosmovisión, incapaz de dogmatizarse y hasta de encajar mínimamente en otros moldes que no fueran los suyos. En esa línea, algunos críticos e historiadores de la literatura han condenado una presunta manipulación oficial de la obra del autor: Enrico Mario Santí, por ejemplo, en un interesantísimo artículo escrito a propósito de la según él «oportuna y sospechosa» publicación en 1981 de la selección de ensayos lezamianos Imagen y posibilidad, calificaba esa publicación como «un esfuerzo oficial por contrarrestar el efecto de las Cartas (1979) en edición de Eloísa Lezama Lima, que contienen múltiples confidencias de Lezama que son dañinas a la imagen exterior de la política cultural cubana»(496). El crítico atribuye lo que llama «la rehabilitación oficial de Lezama» desde los años setenta a un ejercicio deliberado de lecturas forzadas que pudieran redimir no tanto su obra como los múltiples errores cometidos por la Revolución contra un autor que ya había alcanzado resonancia y prestigio internacionales. [185]

A partir de 1970, con motivo de la celebración pública de su sesenta cumpleaños, Lezama vivió una especie de boom doméstico y ese año se publican en Cuba libros suyos fundamentales como La cantidad hechizada y sus Poesías completas, a la vez que se le rinde homenaje en revistas como La Gaceta de Cuba y la prestigiosa colección Valoración Múltiple de Casa de las

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Américas publica su Recopilación de textos sobre José Lezama Lima. Pero el autor interpretó aquellos gestos de reconocimiento de otro modo, como «una confluencia generacional pasado el tiempo de los grandes antagonismos», y sumó agradecido esas recopilaciones a su ejercicio personal de recuento:

Me he negado siempre a aceptar homenajes, pero éste realmente me ha dado alegría. En la vida de uno hay dos cumpleaños que se sienten, lo demás es un desfile de años: cuando se cumple treinta y cuando se cumple sesenta años, uno se da cuenta de que algo distinto ha sucedido. Algo termina y algo comienza. Cuando uno llega a los treinta se ha despedido ya de la juventud y los años se escapan de nosotros. Cuando uno llega a los sesenta, los años marchan hacia nosotros, a buscarnos. Es decir: sesenta años es edad de recuento y nuevo comienzo (...) por eso me siento alegre, pues al cumplir esa edad siento que puedo llamar también a éste «el Año de la Imprenta» para mí, por la cantidad de obras que se han publicado y por los trabajos que se han hecho, pues ha sido un acercamiento a mi obra regido por comprensiones de tipo amistoso (...) Creo felizmente que en los últimos tiempos, después de momentos de violencia, ha habido cierta fusión de las generaciones en Cuba. Hoy la gente joven y la gente más madura buscamos una compenetración. Todos marchamos hacia una finalidad... Y en mi caso me siento muy a gusto con un grupo de jóvenes investigadores y escritores en los que percibo la misma cualidad que en mi juventud: un afán de irradiar y de comprender.(497)

Sea como sea, es obvio que esa institucionalización cultural de Lezama (fuera dirigida o espontánea) no habría sido posible nunca si no hubiera existido desde antes una adhesión del autor al proyecto revolucionario. Claro que esa adhesión se expresó en términos que no eran los habituales en el discurso político; pero la esencia sí estaba clara: Lezama nunca fue un disidente, como la publicación de aquella [186] parte de su epistolario en 1979 pudo dar a entender.(498) Por eso se incorporó a trabajar en los organismos culturales creados por el gobierno revolucionario, con la misma pasión con la que había rechazado en el pasado ofrecimientos similares del régimen anterior. Sin duda, su visión romántica de la revolución se sintió siempre más cerca del Che Guevara que de Fidel, pero nunca se manifestó en contra del nuevo Estado, aunque sí censuró sin medias tintas los excesos políticos de una revolución que cada vez más se desviaba de la ilusión humanista y se acercaba peligrosamente a una nueva concentración personal del poder: «Todo contribuye a crear este aire tenso, trágico, que rehúsa el tiempo dilatado -escribió en 1963-. Es el acecho del silencio. Si no hay libertad, no hay nada, no hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía. Si no hay libertad no puede haber verdad»(499).

Puede resultar interesante repasar unos breves apuntes de Lezama del año 1949 en los que emite juicios sobre Marx muy en la línea de los reparos

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«metodológicos» que le había señalado Martí con motivo de la muerte del filósofo en 1883.(500) Porque Lezama encuentra también «el error de Marx» en su «olvido» de que «el hombre total se forma en el curso de una historia». Su interés se dirige más a lo marxiano que a lo marxista, y se concentra en «la juventud de Marx, cuando estaba más apegado a Hegel, que fue el creador de la Alienación». Sus principales elogios van dirigidos a la rentabilidad filosófico-humanista de esa noción, que Lezama entiende como la desposesión obligada de lo que se es. A partir de ahí expone su peculiar interpretación del marxismo:

Causas y modalidades de esa alienación: +) soledad y sentimiento de la soledad. [187] +) alienación de las masas cuando los individuos permanecen sin individualidad. +) alienación por falta de dinero, pues la falta de dinero arranca al hombre de sí mismo: el cubano arrancado.

+) la propiedad privada nos vuelve tan limitados que un objeto no es nuestro sino cuando lo poseemos. +) la esencia humana debe caer en la pobreza absoluta para que nazca de si misma [sic] toda su riqueza. +) el trabajo y el trabajador están alienados cuando el trabajador se convierte en un instrumento del trabajo mismo, y cuando su trabajo se convierte en un medio de ganancia para quien posee los medios de producción.

+) el error del hombre nuevo: se escoge de acuerdo con la preferencia de cada uno. (...) Otra causa de la alienación: confundir la división del trabajo con la separación de los trabajos, convirtiéndose unos hombres en extraños para otros.

Consecuencia: la división del trabajo ha implicado la diferencia del trabajo manual y el intelectual, la separación de la teoría y la práctica, de la metafísica y la técnica, lo que trajo como consecuencia la caída del mundo antiguo, griego.(501)

De este modo Lezama «traducía» a Marx a su propia fenomenología del espíritu, igual que haría después en La expresión americana, llevando sus reflexiones sobre el tema hasta «el socialismo del harnero colectivo implantado por Manco Cápac»(502).

Un pensamiento como ése y una obra como la suya no podían tener fácil adaptación ni en las preceptivas literarias ni en las políticas, pero basta recordar aquellos textos donde presentaba a la Revolución como la última de sus eras imaginarias, en la que «todos los conjuros negativos han sido decapitados», para comprobar que Lezama fue de los primeros en interpretar el proceso revolucionario como esa definitiva posibilidad de cambio que tanto había anhelado su generación. [188] A partir de esa comprensión entusiasta aunque, eso sí, muy personal (nunca traicionó su concepción poética de las

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cosas), celebró la coyuntura histórica recién llegada y expresó su adhesión a un proyecto que permitía vislumbrar un futuro autónomo y mejor; una adhesión que se hizo apoyo explícito en muchos de sus textos de los primeros años revolucionarios. Ensayos como «Ernesto Guevara, comandante nuestro» o «El 26 de julio: imagen y posibilidad» no dejan lugar a dudas; son textos que ni siquiera plantean graves dificultades de comprensión: Lezama se muestra allí consciente del profundo significado de lo ocurrido y, a su manera, siempre poética pero nada ambigua, dice, por ejemplo, que aquel 26 de julio de 1953, si no fue un éxito inmediato, «despertó» la posibilidad de un cambio social necesario:

Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos. Como una piedra de frustración, el cubano contemplaba a Martí muerto, expuesto a la entrada de Santiago de Cuba, o a Calixto García obligado a quedarse contemplando las montañas sin poder entrar en la ciudad. Pero el 26 de julio rompió los hechizos infernales y trajo una alegría, pues hizo ascender como un poliedro en la luz el tiempo de la imagen que encendió sus fogatas en la medianoche impenetrable. No fue un fracaso, fue una prueba decisiva de la posibilidad, la posibilidad creando el hoc age, el hazlo, el apodérate, la posibilidad extendiéndose como una pólvora de platino fue interpretada y expresada.(503)

Y en «A partir de la poesía» (1960) ese despertar se identifica nítidamente con el significado que Lezama atribuyó al triunfo revolucionario del 59:

Comienza ahora la etapa poética cubana, cenital, creadora, intensamente afirmativa. Ahora sabemos que hay un Martí que hizo en vida y que engendró después de muerto. Germinativo en la tierra que transfiguró, ahora es una imagen fecundante. (...) El héroe entró en la ciudad. Comenzamos a vivir nuestros hechizos y el reinado de la imagen se entreabre en un tiempo absoluto. Martí, como el hechizado Hernando de Soto, ha sido enterrado y desenterrado hasta que ha ganado su paz. (...) La Revolución Cubana no es otra cosa que la creación del verídico Estado Cubano. Albricias, aquí revolución es creación. No revolución dentro de un estado anterior, que nunca [189] existió, sino creación de un nuevo ordenamiento estatal, justo y sobreabundante.(504)

Por supuesto, no pretendo presentar a Lezama como un guerrillero de la Sierra Maestra; sólo quiero subrayar algo que muchas veces se ha perdido de vista con sorprendente facilidad, bien por desenfoques críticos que agrandaron lo hermético hasta convertirlo en ahistórico -un recurrente enemigo rumor-,o bien como parte de cierta campaña destinada a imponer la imagen de un Lezama perseguido por la Revolución, a causa del anacrónico contenido ideológico de sus Aventuras Sigilosas: Lezama fue, y quiso serlo de manera plenamente consciente y decidida, un hombre de su tiempo y muy atento a su orteguiana circunstancia, nada más. Pero tampoco menos.

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Esa atenta inserción literaria y vital era la condición imprescindible para su «entrar en la ciudad» que hemos visto reaparecer en la entusiasta cita anterior. Y recordemos que esa expresión, entrar en la ciudad, la usa Lezama siempre como símbolo de la mayor contribución de la cultura al cumplimiento de un destino histórico pendiente, como cuando proponía desde sus primeras páginas en Verbum «la ciudad dignificada», o cuando en 1957 se refería al mismo Martí con tristeza como «el héroe que no pudo entrar en la ciudad». María Zambrano acertó a decir que Lezama era de La Habana como Sócrates de Atenas, porque creía en su ciudad. Todas sus Coordenadas fueron habaneras y sus Tratados se entretejen en La Habana, como sus «Pensamientos». Él defendió siempre su inserción en la circunstancia insular, e intentó hacer entender ese compromiso durante toda su vida; hasta su habitual mansedumbre parece que se irritaba ante el más leve cuestionamiento de ese profundo vínculo con un tiempo y un lugar. Quienes lo conocieron no dudan en atribuir casi todas las salidas de tono de un ya voluminoso anecdotario lezamiano a un recelo causado por esa incomprensión. Reynaldo González recordaba otro episodio muy revelador de esto que digo:

Lezama era amable y gentil, pero distanciado. No resultaba fácil llegar a él. Era particularmente sensible y estaba herido. Pronto supe la causa de aquel recelo: había afrontado serios problemas con algunos miembros del semanario Lunes de Revolución, quienes lo hostigaron [190] e hirieron mucho y de manera gratuita. Iban de la agresión escrita a la ofensa personal y le hacían bromas de pésimo gusto (...) Contra eso su lengua podía volverse un estilete. Una vez un poeta joven a quien no profesaba particular simpatía fue comisionado para invitarlo a un almuerzo en el cual pretendían reunir a poetas mayores. Por temor o por torpeza, el poeta joven masculló al teléfono: «Lezama, se nos ha ocurrido que sería bueno reunirnos y almorzar con poetas cubanos de otro tiempo». Rápido y como sin pensarlo, Lezama le respondió: «Pues invite usted a Silvestre de Balboa», y colgó el teléfono.(505)

Sorprende, por lo tanto, que a pesar de esos insistentes «ser de aquí», «de ahora» y de todos sus pronunciamientos políticos (algunos yo diría que hasta patrióticos y muy en la línea que exigía la nueva situación), esa vertiente realista de la obra de Lezama no consiguiera desmantelar la imagen de poeta aislado e indiferente que sus enemigos literarios habían reservado para él, desde mucho antes de 1959, por cierto.

Lezama cultivó un sentido de la cubanidad que huyó siempre de lo explícito, y sobre esas premisas poéticas, más una querencia hacia el inconnu tan tenaz como su Sistema, no pudo hacer suyas las tesis europeas del «artista

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comprometido» aunque la realidad lo reclamara con urgencia. Las formas de su compromiso obedecían a otras tesis menos explícitas y desde luego no dictadas por ninguna moda intelectual. Según explicaba a Carlos Fuentes en una entrevista de 1956, «la cotidianidad, el contorno de su realidad, la fidelidad a su circunstancia, es la sustancia que tiene que, no tan sólo nutrir, lo cual es siempre transfigurativo y profundo, sino expresar el artista»(506). Su obra, profundamente comprometida en esa fidelidad, intuyó, rastreó, trabajó y deseó afanosamente en y para lo cubano, pero se alejó de definiciones apriorísticas. Como dijo en aquella ocasión, para él el compromiso era «algo hecho en lo invisible»(507), afirmación que pudo parecer elusiva para quien no conociera la urdimbre del discurso lezamiano, pero él mismo se encargó de concretarla un poco más en entrevistas posteriores:

Pudiéramos decir que la más firme tradición cubana es la tradición del porvenir. Pocos pueblos en América se han atrevido a entrar con [191] tanta decisión en lo porvenirista. Pudiéramos decir que el cubano tiene sus catedrales, sus grandes mitos, en el futuro, y las catedrales se construyen poco a poco (...) Todos marchamos hacia una finalidad que vemos todavía un poco lejana, pero esa imprecisión es conveniente, nos enriquece. Esa falta de límites nos presta más entusiasmo en el acercamiento y nos da una atmósfera mayor y más plena. La imantación de lo desconocido es, por el costado americano, más inmediata y deseosa. Lo desconocido es casi nuestra única tradición. Yo prefiero ver lo cubano como posibilidad, como ensoñación, como fiebre porvenirista. La atracción de vencer las columnas de la limitación o las leyes del contorno está en nuestros orígenes.(508)

Esas respuestas se pronunciaban ya en su madurez, y asombra la coherencia de una vida y una obra tercamente sumergidas en su tiempo, leyéndolo e interpretándolo ávidamente con una peculiar fijación por apresar sus significados ocultos. Si más de una vez hubo de afrontar Lezama la resistencia contextual, no renunció nunca a expresar su personal visión de las cosas, ni se acogió a pragmatismos cómodos que quizá le habrían dado más paz, pero que para su comprensión de la poiesis habrían resultado restrictivos en exceso. Además, quizá esa marginación que sufrió como pocos era ya para él una costumbre. La incomprensión -o el desprecio- rodearon durante décadas, desde los años cuarenta hasta después de su muerte, el apego de Lezama a esa interpretación de todo por la poesía, donde ese todo debía alcanzar «su definición mejor», como dijo en un poema.(509)

Su obra no cupo nunca en una receta artística, ni mucho menos en un dogma ideológico, es verdad, pero eso no lo enemistó con la realidad revolucionaria:

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no hubo nunca un Caso Lezama similar al Caso Padilla, aunque éste afectara indirectamente a nuestro autor. El verdadero «Caso Lezama» sería quizá la curiosa paradoja de que fueran precisamente algunos de los que atacaron su obra durante los primeros años del nuevo régimen y desde dentro de él, los que después, desde fuera, acusaron al régimen de perseguir al autor. En 1960, a propósito de una de esas avalanchas críticas que tuvo que sufrir, Lezama escribía indignado, como si presintiera esa contradicción:

Me he enterado de que en la Bohemia de Miami ha salido o va a salir un manifiesto en el que se me alude de forma agresiva. Siempre [192] veo mi nombre rodeado de incomprensión, tironeado por aquí, vejado por allá, siempre tengo que estar soportando flechazos de la ira y el rencor. ¿Tienen acaso tanta autoridad como para exigirles normas de conducta a los demás? Batistianos, priístas, todos en amalgama arremeten en contra de los que nos quedamos. En el mundo contemporáneo se han acostumbrado a considerar al escritor como un bulto, con una etiqueta, para colocarlo aquí o allá como un pisapapeles. No aman su trabajo, el esfuerzo que ha costado la obra que ha realizado (...) Es el sanguinario rencor de todo el que ha tenido que sufrir la incoherencia de dos bandos en discordia. Vivo siempre mortificado, ¿acaso tengo yo la culpa de tantos disparates y falta de sentido histórico? Esa gente de la Bohemia de Miami siempre me ha tenido la misma antipatía, que ahora se vuelca en sentido revanchista. Nada de delicadeza, nada de cuidado para enjuiciar actitudes y puntos de vista. Siempre buscando una víctima a quien recriminar y culpar de cosas que están en sus antojos, sin una visión profunda de las cosas que han ido sucediendo, de las cuales son ellos los más culpables, pues no tienen ojos para el porvenir, sino para la oportunidad y la apetencia inmediata.(510)

Esos «flechazos» de incomprensión habían empezado un año antes dentro de Cuba. El dirigente de ese grupo opositor interior fue el joven periodista y crítico de cine de la revista Carteles Guillermo Cabrera Infante, una figura muy conflictiva desde los inicios mismos de la Revolución. A él le fue encargada la dirección del ambicioso magazine Lunes, suplemento cultural del diario Revolución, que, desde su fundación en marzo de 1959, se convierte en portavoz de un amplio grupo de intelectuales y artistas reunidos en torno a una «nueva cultura» comprometida por entero con el nuevo poder.

En esos momentos el objetivo era encontrar una expresión estética acorde con la novedad, la creatividad y el dinamismo del primer entusiasmo revolucionario: «Intentamos hacer de la revolución algo leíble y, por tanto vivible», escribió Cabrera Infante(511). El teatro, el cine, la poesía, las artes plásticas recibían con ese entusiasmo propio de lo que se ha llamado «el período romántico de la Revolución (1959-1961)»(512), una enorme transfusión de energía: todos los intelectuales [193] querían hacer algo, todos querían formar parte del proceso. Ese algo se concretó, de entrada, en las páginas de aquel Lunes de Revolución

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que daba a conocer obras, nombres y traducciones de autores poco difundidos, imágenes nuevas del cine soviético o el neorrealismo italiano, y músicas desconocidas hasta entonces, a la vez que materializaba sus exaltaciones revolucionarias a través de poemas, novelas, películas, espectáculos, canciones, reportajes, carteles y hasta nomenclatura.

En el editorial «Una posición» que abría el primer número del semanario, se explicaba esa toma de postura:

La Revolución ha roto todas las barreras y le ha permitido al intelectual, al artista, al escritor, integrarse a la vida nacional, de la que estaban alienados. Creemos -y queremos- que este papel sea el vehículo o más bien el camino de esa deseada vuelta a nosotros (...) No formamos un grupo, ni literario ni artístico, sino que simplemente somos amigos y gente de la misma edad más o menos. Creemos que la literatura, y el arte, por supuesto, deben acercarse más a la vida y acercarse más a la vida es, para nosotros, acercarse más a los fenómenos políticos, sociales y económicos de la sociedad en que vive. No tenemos una decidida filosofía política, aunque no rechazamos ciertos sistemas de acercamiento a la realidad y cuando hablamos de sistema nos referimos, por ejemplo, a la dialéctica materialista o al psicoanálisis o al existencialismo.(513)

Sin embargo, desde las páginas de Lunes se lanzaron manifiestos, anatemas y bendiciones, pronunciadas por quienes se consideraron representantes de la intelligentsia revolucionaria y responsables de traducir la nueva ideología a una nueva poética. En ella se rechazaba tanto la copiosa impureza de Neruda(514) como el supuesto hermetismo origenista, la influencia yanqui y el folclore comercial, a la vez que se difundían las posiciones de los contestatarios beatniks norteamericanos, y se dedicaban números especiales a la Clase Obrera (núm. 7), a la Reforma Agraria (núm. 10), al 26 de Julio (núm. 19), a la Exposición Soviética en La Habana (núm. 46), al 1.º de Mayo (núm. 57), a la situación [194] del negro en Estados Unidos (núm. 66), a la «Victoria del pueblo cubano sobre las tropas mercenarias en Playa Girón» (núms. 105-106 y 106-107), a Viet Nam (núm. 116), a la República Popular de Corea (núm. 117), o al Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (núm. 120). Se asumió como propia una línea afín al surrealismo que fue luego reemplazada por las influencias de Nicanor Parra y Ernesto Cardenal, vinculadas al conocimiento de los textos del existencialismo, del marxismo y de la izquierda europea. Y, contra lo que creyeron tenido hasta entonces por poético -un discurso totalizador y solemne que ellos consideraron pretencioso y ya caduco-, la nueva estética de los Lunes propuso imponer un registro «antipoético»,

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muy cercano al prosaísmo, cuyas señas de identidad han sido definidas por quien fuera su director con las siguientes palabras:

Teníamos el credo surrealista por catecismo y en cuanto a estética, al trotskismo, mezclados, con malas metáforas o como un cóctel embriagador.(515)

Naturalmente, la opinión de Lezama coincidía con esa última apreciación: «Se ha puesto de moda el virtuosismo, libritos, cositas, intentos de himnos babosos, todo acompañado de trompetas propagandistas. La gentuza piensa en publicar, no en hacer; cuando hacen, no crean. Si crean, es un homúnculo de algodón»(516). Pero la poderosa influencia que ejerció Lunes de Revolución, con una tirada cercana a los doscientos mil ejemplares, se ampliaría más aún a partir de la creación de las prestigiosas Ediciones R, dependientes del suplemento semanal, que fueron configurando poco a poco un gusto y un panorama editorial también radicalmente nuevos, en los que Virgilio Piñera fue el único «rescatado» de la generación anterior. El mejor homenaje lo recibió con la publicación en R de su Teatro completo, y fue muy admirado por los Lunes no sólo por su genialidad, sino especialmente por su irreverencia: su personalidad inquieta y atormentada daba rienda suelta en su obra a lo fantástico, lo angustioso y lo absurdo, desplegando una mirada ambigua sobre el mundo, a la vez cómplice y hostil, feroz y tierna, que encajaba bien con el predominio que alcanzó a fines de los cincuenta la corriente existencialista que el propio Piñera había contribuido a iniciar en Cuba. Pero en Ediciones R publicaron sobre todo los principales representantes de la nueva [195] generación. En sus publicaciones, a la poesía todavía surrealista o ya testimonial de Rolando Escardó, José A. Baragaño, Pablo Armando Fernández, Roberto Fernández Retamar, Félix Pita o Manuel Díaz Martínez, se unieron novelas de corte existencial que exploraban las frustraciones de la vida republicana (Humberto Arenal, Edmundo Desnoes, Juan Arcocha), cuentos que recuperaban la historia más reciente, como los de Cabrera Infante, Calvert Casey o el propio Piñera, o novedades teatrales como Los próceres de Rolando Ferrer, La Palangana de Raúl de Cárdenas, Joaquín, el obrero de Ignacio Gutiérrez o El vivo al pollo de Antón Arrufat. Y no faltaron tampoco libros-reportaje de testimonio social y político como Con las milicias de César

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Leante o Cuba: Z.D.A. de Lisandro Otero. Lo tajante de estas preferencias editoriales significaba en el fondo una necesidad de establecer límites precisos a la noción de «compromiso», en un momento en que las actitudes se clasificaban estrictamente con, contra o al margen. Lo ha explicado bien Cabrera Infante:

La revista, al contar con el aplastante poder de la revolución (y el gobierno) detrás suyo [sic], más el prestigio político del Movimiento 26 de Julio, fue como un huracán que literalmente arrasó con muchos escritores (...) Desde esa posición de fuerza máxima nos dedicamos a la tarea de aniquilar a respetados escritores del pasado.(517)

Pero, a pesar de esa actitud combativa y explícitamente comprometida, la publicación irritaba a los sectores más dogmáticos de la política cultural de la Revolución: al parecer la exaltación de los Lunes era demasiado súbita y ruidosa como para ser tenida por auténtica. Uno de ellos, Lisandro Otero, ha resumido esa cuestión con una pregunta muy pertinente:

¿Era suficiente? Yo creo que no. Se trataba más bien de una descarga emocional, de una liberación de la presión acumulada después de tanta frustración republicana. No había una actitud consciente, un análisis de las razones y de los objetivos de la revolución. Casi nadie se planteaba esas cuestiones en aquellos momentos románticos y exaltados.(518)

Los intelectuales procedentes de una militancia «histórica» encontraban en esa descarga muy poco fondo, un ejercicio de provocación [196] y escándalos fáciles que juzgaron irresponsable para tener en sus manos la formación cultural del país, porque faltaba el rigor de unos sólidos fundamentos ideológicos. Desde las páginas de la revista Verde olivo (órgano oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias) se cuestionaba la función del semanario y la seriedad de sus redactores, que parecían más preocupados por las modas extranjeras o por su propio éxito que por el futuro de la Revolución: se exigía más compromiso, o más «ortodoxo», incluso a ellos.(519) Esos polémicos desajustes se fueron envenenando poco a poco y la parafernalia de Lunes acaba por convertirse en algo molesto; tanto, que provoca la primera crisis grave entre los intelectuales y la Revolución, aquélla que culminó con las reuniones de la Biblioteca Nacional en junio de 1961, y el célebre discurso de Fidel Castro en la clausura conocido como Palabras a los intelectuales(520). En el marco de esa crisis se produce el cierre del semanario, ese mismo mes de

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junio, por decisión oficial, y se inicia una profunda reestructuración de la política cultural y los organismos responsables.(521) Pero Lunes había cumplido ya su cometido y había dado cauce al surgimiento de una nueva generación artística, con las rupturas, las polémicas y las negaciones correspondientes.

Entre los anatemizados por el semanario había destacado, sobre todos los demás, José Lezama Lima. El tajante rechazo de su obra, además de responder a esa urgencia de autoafirmación política quizá inevitable, tiene aún otra sencilla explicación: Lunes de Revolución contaba para eso con la complicidad de los dos origenistas disidentes, Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo, que pasaron a formar parte del [197] nuevo grupo junto a otros colaboradores de su ya desaparecida Ciclón (el mismo Cabrera Infante, sin ir más lejos, había publicado allí), de modo que continuaron su particular vendetta contra Lezama, ahora desde un soporte «oficial» que parecía otorgar legitimidad a esa confrontación: «Mi primer error como director de Lunes -reconoció después Cabrera Infante- fue intentar limpiar los establos del auge literario cubano recurriendo a la escoba política para asear la casa de las letras». Y precisaba: «Pero lo que hicimos en realidad fue tratar de asesinar la reputación de Lezama»(522).

Uno de los artífices más destacados de esa operación de limpieza, el poeta Heberto Padilla, fue quien escribió el artículo clave de aquella agresión: «La poesía en su lugar», publicado en el magazine(523). Padilla atacaba allí muy duramente no sólo a Lezama, sino a todo el grupo Orígenes y hasta extendía sus críticas a Virgilio Piñera, a pesar de que entonces hacía ya más de quince años que se había desvinculado de aquel grupo y se había convertido en un modelo para la nueva generación. El propio Cabrera Infante admitía en un texto escrito a raíz de la muerte de Lezama que aquel texto de Padilla fue, en efecto, un golpe bajo contra su reputación (literaria, ideológica, personal y hasta sexual), que además no expresaba sólo la opinión de su autor: «Esa política expresada por Padilla era la que sostuvo el magazine en tiempos de su sarampión político (...). Fue un acto de justicia de veras poética, pero también una gran injusticia que echaba sobre Lezama todo el peso (que para entonces

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era considerable) del periódico Revolución, el diario oficial, como quien dice»(524).

Sin embargo, todo esto no impidió que Lezama, al parecer sin ningún rencor(525), colaborara pocos meses después en un número extraordinario [198] del semanario titulado A Cuba, con amor, para el que se le encargó escribir un ensayo destinado al inocente apartado «La comida cubana». Lezama, de acuerdo con esa petición, escribió para Lunes un texto dedicado a la piña titulado «Corona de las frutas», como única y sorprendente respuesta a todo el discurso dirigido contra su obra en los meses anteriores desde esa misma publicación.

Ésa fue siempre su reacción habitual: no contraatacar sino «ofrecer, como decía Darío, una soberbia insinuación de brisa»(526). Así pues, tampoco en el caso de «Corona de las frutas» el título del texto y su asunto aparentemente central nos deben conducir a error: Lezama no iba a desaprovechar semejante oportunidad de ofrecer su dariana respuesta desde las mismas páginas en que se habían publicado los más duros ataques contra él: con «Corona de las frutas» entraba en la confrontación -aunque de manera oblicua, muy lezamianamente, eso sí-, y exponía una rotunda autodefensa que supo elaborar, además, sin practicar ninguna renuncia, ni a su espíritu antipolémico, ni a sus convicciones poéticas más profundas.(527)

La fruta protagonista del texto nos remite a un Zequeira casi obvio, aquél que, según Lezama, fue «el primer poeta ganado por lo cubano», con quien comienza «la sacralización de la cubanía»(528), que en [199] su «Oda a la piña» entroniza a esa fruta en el Olimpo, convirtiéndola en emblema patriótico. Pero las obviedades lezamianas siempre esconden algún «perplejo». El ensayo comienza planteando la existencia de «dos grandes bandos frutales, tan vehementes como las dos familias de gatunos y caninos» enfrentados, según Lezama, desde las primeras descripciones de los cronistas de Indias: «los que alzan la blandura del almibarado mamey sobre la dureza de la piña». Y enseguida vemos que estamos ante otro de esos peculiares paralelos del autor que buscaron «el significado profundo de los símbolos de lo cubano», esta vez

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convirtiendo a la piña, la «fruta nacional», nada menos que en un trasunto simbólico de su propia poética, protegida, como esa fruta, por una coraza «resistente», a cuya pulpa -tan cubana como la de aquélla- resulta difícil (y estimulante) acceder. El texto lo expone así:

No soy yo de los que me encuentre en ese bando del gusto, porque sigo manteniendo la postura del triunfo de la piña. Su corteza no es de las que ceden al rasguño, antes bien sus escamas parecen guardarla hasta de la caída al mar. Su pulpa hay que reencontrarla con el cuchillo, librándola de unas tachuelas que están como ijares que acicatean la perfumada evaporación. Llevarla al gusto, en el punto donde proclama su dulzor, su perfección sutilísima, es ya una muestra de saber trabajar los manjares.

A partir de esa identificación inicial, Lezama va desplegando en el texto sucesivas y complejas imágenes de «las entrañas de la fruta» hasta construir una espiral que desemboca en una nueva defensa de esa noción de «compromiso invisible» -la suya- que entiende y defiende lo cubano como «fruto único», a la vez terrestre, marino y celeste, que debe cultivarse lenta y cuidadosamente, porque «conforma y organiza el espíritu de una naturaleza»:

De la posibilidad americana viene un agua ejercitada en adentrarse por las entrañas de la fruta (...) En esta cosmogonía el fruto se forma en una naturaleza, pero participa de la sucesión del oleaje, de la respiración de los astros, de la dilatación de las plantas, prolongados dictados donde la plenitud de las formas logra inscribir la posibilidad de una aventura.

La críptica y frutal autodefensa de Lezama parecía esquivar con olímpica indiferencia la debatida cuestión sobre el compromiso del escritor, parecía ratificar esa oposición radical entre acción y evasión que establecieron ruidosamente sus detractores, y parecía dar la razón a quienes en ese mismo semanario habían retratado a un Lezama impasible [200] y absorto en su fijeza. Pero no: algo de altivo cansancio había quizá, pero «Corona de las frutas» era en realidad la reafirmación de una toma de postura que rechazaba de nuevo toda polémica estéril entre lo puro y lo comprometido, reafirmaba las posibilidades de la acción mental y repetía una vez más que la apertura al cosmos de aquella ínsula origenista no anuló nunca su compromiso intelectual con lo inmediato; al contrario: lo enriqueció.

Con la insistencia en la necesidad de proteger aquel «fruto único» de triple naturaleza terrenal, marina y cósmica, Lezama estaba recuperando además -para ofrecerlas a los jóvenes y dogmáticos Lunes- las lecciones sobre poesía y

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cubanidad aprendidas en su juventud de Juan Ramón Jiménez. Recordemos sus palabras:

Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque busca en su bella nacionalidad terrestre, marina y celeste, su internacionalidad verdadera.(529)

Y si recordamos también las reflexiones lezamianas de entonces, entendemos mejor por qué Lezama vio tan oportuno recordar aquella orientación que él había recibido en momentos decisivos para su formación:

Estamos en presencia de una aventura excepcional: un poeta de cuidada madurez va a tropezar con una lírica incipiente (...). Hoy que podemos recoger la regalía de que uno de los grandes líricos contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana, meditemos en el secreto y la claridad de su palabra. (...) Únicamente un trabajo poético realizado sin intermediarios nos permitirá dispararnos en persecución para alcanzar «lo secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora vigila y cuida nuestra poesía.(530)

De acuerdo con esas premisas, como sabemos, Lezama había intentado desde siempre captar el latido auténtico de lo insular, lejos de dogmas estéticos e ideológicos, autóctonos o trasplantados, y lejos también de cualquier delimitación artificial entre lo «poético» y lo «real» que pudiera entorpecer la confluencia entre lo inmediato y lo trascendente que su obra quiso materializar. A mi juicio, Lezama interpretó los ruidosos ataques de Lunes de Revolución, no tanto como algo personal, quizá ni siquiera como un problema político grave, sino como ese «pinchazo temporal de lo generacional» (y puede que [201] hasta como una gamberrada juvenil) que afectaba ahora a esos poetas que buscaban «su lugar» -como decía el título del texto de Padilla- por oposición radical a sus padres literarios: de ahí la lección magistral que les ofreció en «Corona de las frutas», como única respuesta a sus provocaciones.

Y quizá sí esos ataques fueran sobre todo eso, una forma de afirmación generacional, porque así se entendería que Padilla hiciera extensivas sus críticas a Virgilio Piñera, cuya asociación con Orígenes o con Lezama en esas fechas era ya un disparate cultural. Creo que aquella avalancha de agresiones procedente de Lunes de Revolución no puede entenderse del todo si no insertamos su innegable contenido político en el marco más amplio de una confrontación literaria intergeneracional (lo que no era algo excepcional ni siquiera en la trayectoria del propio Lezama, a pesar de su sostenida vocación

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de coralidad(531)), agravada en este caso por ese otro «empezar de nuevo» que quiso ser también el recién estrenado contexto revolucionario. El triunfo de la Revolución significaba el comienzo de otro tiempo; otra literatura buscaba su lugar, y quizá esos textos no eran sino una especie de ritual parricida con el que hacer pública y muy sonada la ruptura de los nuevos autores con la generación anterior y su poética.

De hecho, aquel episodio no tuvo mayores consecuencias, y ni siquiera cortó las relaciones de Lezama con el semanario ni con sus redactores: publicó en Lunes de Revolución un total de diez textos, y ocho con posterioridad a los ataques de Padilla, llevado siempre por su inamovible convicción de estar haciendo lo que debía hacer. Apenas superadas aquellas tensiones, escribió:

Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada que pueda traer odio o venganza. Si esos hechos se engendran, es por viejos resentimientos que nadie puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los dominios de la expresión y el intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismos, donde los hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio. He creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía.(532) [202]

El único hito grave en la relación entre los dos protagonistas de aquella polémica del 59 lo marcaría un hecho posterior: el célebre mea culpa de Padilla, pronunciado doce años después, aunque Lezama volvió a ser el único que, a sabiendas, rehusó la invitación para asistir a aquella reunión en la UNEAC.

El poeta Heberto Padilla, después de haber sido el centro de numerosas polémicas que desde 1967 lo habían situado en la peligrosa postura de haber defendido a escritores sospechosos al menos de desviación ideológica(533), fue arrestado por la policía política el 20 de marzo de 1971, acusado de disidencia intelectual. Desde la cárcel, Padilla firmó un extenso documento de autocrítica (y de imaginativas delaciones que convirtieron las letras cubanas en un paisaje plagado de agentes de la CIA) que le devolvió la libertad. Un mes después fue conducido ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde hizo pública una retractación de sus «errores imperdonables» que lo disculpó a él, pero que habría de provocar el primer distanciamiento serio entre el régimen cubano y

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los medios intelectuales internacionales, que hasta entonces habían compartido la confianza en esa Revolución Humanista que vio Jean Paul Sartre en su paradigmático viaje a Cuba a mediados de 1960.

En aquella confesión pública, y entre otras autodefensas que no dudó en pronunciar, Padilla señaló un «contagio» del «resentimiento amargo», según él característico de su antiguo amigo Guillermo Cabrera Infante, que lo había llevado a adoptar una pose de «poeta y enfant terrible político» que había podido interpretarse como contrarrevolucionaria.(534) Pero su lamentable alegato incluía la acusación a otros escritores bajo la apostilla de que sus juicios y sus obras tampoco podían quedar totalmente libres de aquella acusación, entre ellos, Pablo Armando Fernández, César López, Norberto Fuentes, Manuel Díaz Martínez y Lezama, que se llevó la peor parte en aquella intervención. Dijo Padilla: [203]

Yo sé, por ejemplo... No sé si está aquí, pero me atrevo a mencionar su nombre con todo el respeto que me merece su obra, su conducta en tantos planos y su persona; yo sé que puedo mencionar a José Lezama Lima. Y lo puedo mencionar por una simple razón: la Revolución Cubana ha sido justa con Lezama, la Revolución Cubana le ha editado a Lezama este año dos libros hermosísimamente impresos... pero los juicios y las actividades de Lezama no han sido siempre justos con la Revolución Cubana. Y todos esos juicios, compañeros, todas esas actitudes y actividades a las que yo me refiero son muy conocidas, muy conocidas en todos los sitios y además muy conocidas en Seguridad del Estado. Yo no estoy dando noticias aquí a nadie; esas actitudes las conoce Seguridad del Estado, esas opiniones dichas entre cubanos y extranjeros, opiniones que van más allá de la opinión en sí, opiniones que constituyen todo un punto de vista que instrumenta el análisis de libros que después difaman a la Revolución sobre la base de apoyarse en juicios de escritores connotados. Y yo me decía: Lezama no es justo y no ha sido justo, en conversaciones que ha tenido delante de mí con otros escritores extranjeros, no ha sido justo con la Revolución. Ahora: yo estoy convencido de que Lezama sería capaz de venir aquí a decirlo, a reconocerlo; estoy convencido porque Lezama es un hombre de una honestidad extraordinaria, de una capacidad de rectificación sin medida. Y Lezama sería capaz de venir aquí y decirlo, y decir: sí, chico, tú tienes razón...(535)

Las opiniones sobre las consecuencias que esas acusaciones tuvieron para Lezama varían mucho. Hay quienes consideran que aquello fue «lo que propició su caída en desgracia, su ostracismo junto con el de muchos otros, durante sus últimos cinco años de vida»(536) y quienes defienden que aquella crisis marcó el comienzo de su más decidida rehabilitación. Así lo entendió Cintio Vitier:

En un momento dado, la dirección más alta del país se da cuenta de que todo ha sido un disparate, de que ese hombre [se refiere a Lezama] no se va, de que ese hombre no es un contrarrevolucionario, que es una figura que está adquiriendo realce fuera y que todo estaba bien encaminado para que volviera a publicar, para que volviera a ocupar el primer lugar que le correspondía..., cuando sobreviene la muerte

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de Lezama, que nos coge a todos por sorpresa. Pero había un firme propósito de rectificar todo eso.(537) [204]

Tiempo después, Ambrosio Fornel resumía el ambiente de aquellos años como «El triunfo de la mediocridad»: «No me refiero a personas -explicaba- sino a una concepción puramente escolástica de la cultura, mejor dicho, de la llamada 'alta cultura' (...) En realidad, aquello parece haber sido un intento, no siempre deliberado, de sustituir a la 'vieja intelectualidad' -nuestra generación- por una intelectualidad 'nueva' no contaminada por el pecado original»(538). Parece que en algunos momentos la edad se convirtió en uno de los principales «méritos» que compartían los escritores seguros de ser intachables para determinados representantes de la Revolución: haber dejado la adolescencia a las puertas de 1959 parecía suficiente garantía de pureza ideológica o de asunción de la nueva circunstancia sin connotaciones sospechosas ni lastres vinculados a responsabilidades del pasado, sobre todo a partir de que el Che Guevara diera a conocer sus tesis sobre «el pecado original de los intelectuales cubanos», que no era otro sino haber permanecido indiferentes ante la lucha insurreccional contra la dictadura de Batista(539).

El camino que prosiguió la cultura en la Revolución a partir de entonces parece que estuvo marcado por esas directrices: «La autoridad moral de Guevara, acentuada por su posterior muerte en Bolivia -comenta Pío Serrano-, dio paso a una nueva clase de intelectuales que, abrumados por la culpa, se dieron a la urgente tarea de lavar su pecado», o bien se entregaron a la práctica de cierta autocensura ideológica, «en beneficio de su supervivencia como intelectuales en activo de la revolución»(540). Y la tensión tras el caso Padilla dio nuevas razones para la disidencia a quienes no habían escogido la crisis anterior, sellada en 1961 con las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro, como motivo para el exilio.

En algún momento aquel pecado original llegó a confundirse con un presunto pecado origenista, pero creo que la verdadera «desgracia» de Lezama consistió en seguir convencido de su visión humanista, [205] poética y hasta litúrgica de la revolución en un contexto real que no la compartía y para el que su insistencia en evocar la inicial vocación martiana del proceso debía resultar

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un recordatorio por lo menos incómodo en ciertos momentos de acusado dogmatismo: «Nuestra solución tiene que ser poética a lo Martí -había insistido en 1966-, no antipoética, no preconcebida ni seudocientífica»(541).

El «pecado original» de Lezama fue seguir siendo tercamente él, «un hombre que vivía en la libertad irreductible», como dijo de otros(542), y persistir con su terquedad de siempre en lo que era: un poeta. Como tal, apoyó el significado profundo de la Revolución, su imagen, el símbolo de impulsión histórica que era para él, pero rechazó siempre cualquier relación de dependencia entre la cultura y el poder. Ya había definido qué entendía por libertad en su primer editorial de la revista Orígenes:

La libertad consiste para nosotros en el respeto absoluto que merece el trabajo por la creación, para expresarse en la forma más conveniente a su temperamento, a sus deseos o a su frustración, ya partiendo de su yo más oscuro, de su reacción o de su acción ante las solicitaciones del mundo exterior, siempre que se manifieste dentro de la tradición humanista y de la libertad que se deriva de esa tradición, que ha sido el orgullo y la apetencia del americano.(543)

Y cuando tuvo que explicar públicamente las relaciones de su obra con la revolución que había vivido su país, supo conjugar ambos elementos -poesía y política-, sin traicionar sus convicciones en ninguno de los dos. Un buen ejemplo son las respuestas que dio a una entrevista publicada en Casa de las Américas en 1969(544), como parte de una campaña de política cultural emprendida entonces para afianzar las simpatías internacionales hacia la Revolución. Los responsables de aquella entrevista quedarían defraudados si pretendían encontrar en las respuestas de Lezama propaganda explícita: no subordinó sus [206] respuestas a ninguna defensa del régimen, ni siquiera a una exaltación de sus innegables logros culturales, como sí hicieron algunos de sus colegas en esa misma encuesta. Pero no lo condenó tampoco: no podría haber rechazado nunca lo que de posibilidad había en esa realidad histórica. La revolución que invoca allí Lezama es sólo y exactamente eso. Ante la pregunta «¿Cuál diría usted que es la mejor forma en que la Revolución se ha expresado en la cultura cubana?», contestó:

Una revolución no se expresa en una forma, sino en la acrecida de un devenir, imposibilidades que se rinden ante posibilidades, hechos que terminan en imágenes que aclaran una perspectiva. Es el camino de lo increado creador.(545)

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Semejantes sentencias no eran, aunque pudieran parecerlo, «retórica contra censura», según la fórmula de José Sánchez Reboredo(546), ni cautas indefiniciones para esquivar la cuestión, sino el resultado de una convicción poética inamovible. Mejor dicho: el resultado de una convicción política fundada en una poética que era también una cosmovisión. Él mismo lo explicó a su modo, cuando contestó a la delicada pregunta «¿Ve usted relaciones entre su producción literaria y la Revolución?»:

Como en la primera pregunta reaccionaba contra la concepción de las formas, ahora reacciono contra lo que se ve. Es algo más profundo que lo que se ve, lo que encuentro en esa relación. Está no tan sólo en lo que se ve, sino en la fundamentación, en la raíz, que se extiende más allá de su finalidad visible (...) En vísperas de la Revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen en la historia. Y, de pronto, se verifica el hecho de la Revolución. Nuestra historia se vuelve un sí, una inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud. Eso es para mí su lección fundamental.(547)

Pero no hay duda de que aquel caso Padilla y sus derivaciones provocaron en Lezama, al menos, una profunda conmoción. Sus cartas sobre el asunto permiten comprobarlo: «El cuadro no puede ser más sombrío, incierto y aterrador -escribía a su hermana entonces-. [207] Vivo para el temor y la más arrasante melancolía. Las últimas semanas han sido las más trágicas que he pasado en mi vida. Vivo en la ruina y la desesperación»(548). El «cuadro» venía a agravar la desolación en que lo había sumido el exilio voluntario de parte de su familia, la muerte de su madre en 1964 y, finalmente, su delicado estado de salud. Encerrado en su casa y en sí mismo, Lezama atraviesa desde entonces su más honda crisis personal:

Si morirnos es separarnos de todo lo nuestro, la separación de todos los nuestros es también morirse. Es la soledad metafísica, el silencio aterrador que nos rodea. Ahora comprendo, al final todo se aclara, por qué hace tanto tiempo que decía que vivo en una dimensión egipcia: como viviente soy un muerto, pero como muerto soy un fantasma que golpeo. Soy un fantasma que paso algodonoso golpeándome mis entrañas deshechas. Soy un fantasma que ni paso, miro la puerta (...) Jamás pensé que los temas del existencialismo, la nada, la náusea, pudieran tener una presencia tan amenazadora.(549)

5.1. Sombras del paraíso

En ese ambiente de «soledad metafísica» y en el contexto de lo que se ha llamado en Cuba el Quinquenio Gris (1971-1976) se gestan las dos últimas

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obras de Lezama, la novela inconclusa Oppiano Licario y los poemas de Fragmentos a su imán, ambos de publicación póstuma en 1977.

Oppiano Licario es continuación indiscutible de la primera novela de Lezama, Paradiso (1966), que supuso el reconocimiento (o conocimiento) internacional del autor, pero ahora Lezama se arriesga a una concepción de la novela como reescritura de lo escrito y lo leído, personajes que hablan de sí mismos como personajes y una peripecia como suma de fragmentos en los que el autor se nutre de su propia obra. Esa autorreferencialidad encontraría explicación en la soledad y el encierro a que lo condenó la enfermedad en sus últimos años:

Oppiano Licario se gesta en un momento de su vida en que escasean los nutrientes naturales. Necesita fagocitarse (...) Ya se ha desvanecido la casa trepidante del entra y sale familiar. Es una casa llena [208] de sombras donde sólo viven dos personas y el recuerdo de los ausentes. En una de sus cartas me dice: «En mi vida no hay anécdotas. Perdona que sólo te hable de cosas intelectuales».(550)

Fragmentos a su imán recoge la versión poética de esa misma situación, en un libro que resulta ser el más circunstancial de Lezama, y rompe en cierto modo esa continuidad metapoética que se ha señalado tantas veces en su poesía, desde Muerte de Narciso (1937) -«una revelación», según Max Henríquez Ureña- y Enemigo rumor (1941) -«una revolución»(551)-, hasta Dador (1960), su «logro mayor», cuyo título nombraría ya a la poesía como esa divinidad generosa pero huidiza que el poeta perseguía en sus Aventuras sigilosas (1945) y asía por fin en La fijeza (1949)(552).

Tras Dador, Lezama no publica ningún nuevo libro de poemas hasta que en 1970 aparece su Poesía completa, en la que incluye desde Muerte de Narciso hasta poemas aún inéditos. Entre ellos destaca la «Oda a Julián del Casal»(553):

Sea maldito el que se equivoque y te quiera ofender riéndose de tus disfraces. (...) Todos sabemos ya que no era tuyo el falso terciopelo de la magia verde, los pasos contados sobre las alfombras, la daga que divide las barajas para unirlas de nuevo con tizne de cisnes. No era tampoco tuya la separación que la tribu de malvados te atribuye,

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entre el espejo y el lago... Ninguna estrofa de Baudelaire puede igualar el sonido de tu tos alegre. Podemos retocar, pero en definitiva lo que queda es la forma en que hemos sido retocados ¿por quién? [209] Respondan la chispa errante de tus ojos verdes y el sonido de tu tos alegre. Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya, llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina... Habiendo vivido como un delfín muerto de sueños, alcanzaste a morir muerto de risa. Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire...

Víctima tan a menudo de la búsqueda de influencias y antecedentes, Casal es elegido por Lezama precisamente para desplegar a partir de él su teoría de «los misterios del eco», esa nueva posición crítica con que el pensamiento cultural del autor propone al americano releerse a sí mismo e iniciar la búsqueda de su originalidad fuera del «desteñido complejo de epígono» que deriva del historicismo buscador de fuentes(554) y que empieza por rebatir la imagen que convierte a Casal en mera réplica de descubrimientos ajenos. «Tu muerte habría influenciado a Baudelaire», anima Lezama a Casal en la Oda, convirtiéndolo a él en el antecedente y burlando así el causalismo de las influencias y su «furibundo pesimismo».

Pero el poema se ha considerado además el mejor ejemplo de «transición» hacia un nuevo registro, que será el que predomine en Fragmentos a su imán. Abel Prieto, por ejemplo, ha visto en ese registro una nueva actitud «más complaciente con el lector» y un lenguaje «más accesible, más elegante en la elección del vocablo»(555). Serían éstas «cualidades nuevas» en las que Virgilio López Lemus ha creído detectar «el modo de acercarse Lezama a la poesía de los coloquialistas cubanos que escriben por los años en que surge ese poema»(556). Puede ser, pero habría que subrayar rápidamente que una siempre posible evolución en la poesía de Lezama se habría desarrollado, en todo caso, desde su Sistema; sin variar en lo fundamental una concepción previa de la poesía ya muy consolidada y que estuvo siempre muy lejos del

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coloquialismo. Digo esto porque la apreciación de Virgilio López Lemus llega más lejos al hablar de Fragmentos a su imán: [210]

Como gran Poeta, Lezama sintió el latido del pueblo en el alto momento de su historia, y tal vez sin proponérselo haya sido influido en su poesía por el lenguaje directo, preciso, a veces más cercano a lo narrativo que a lo lírico, de la mejor poesía coloquial que en la década del 60 se hacía (...) Como legítimo creador, renovarse a sí mismo no debería ser para él una profanación de su sistema poético, a pesar de que el poeta tiene otra formación, lo que naturalmente le podría afectar alguna desgarradura.(557)

Me parecen más convincentes las apreciaciones de Cintio Vitier cuando subraya que «siempre hemos podido ver ese enigmático carácter narrativo, novelesco e incluso a veces francamente épico, que tienen los poemas de Lezama», y ve intensificados esos rasgos en los de su último libro(558). Eso es quizá lo más «nuevo» de Fragmentos a su imán: la intensificación de un procedimiento que ya existía antes en una poesía empeñada en transmitir lo metafísico, incluso lo metapoético, sin rehuir lo histórico ni apartarse de la realidad, porque aun «queriendo ver en ella lo mágico, lo sorprendente, no abandona, para tal sorpresa, la cotidianidad», como ya había observado Roberto Fernández Retamar(559). En eso consisten los «perplejos» de Lezama y su «metafísica sensible», en trascender la realidad a través de la imagen, pero una imagen que arranca siempre de esa realidad; la realidad natural («Variaciones del árbol», «Culebrinas»), el paisaje («Himno para la luz nuestra», «Bahía de La Habana», «El arco invisible de Viñales»), la realidad personal («La esposa en la balanza», «Llamado del deseoso») e incluso la realidad material, los objetos cotidianos: «El retrato ovalado», «La rueda», «Cuento del tonel», «Los dados de medianoche». Por tanto, Fragmentos a su imán no procedía a «profanación» alguna del Sistema Poético: la «desgarradura» del poeta es de otro tipo.

Abel Prieto afina más al señalar en ese libro, junto a cierta «claridad» formal, algo mucho más profundo: «Fragmentos a su imán es la gran entrada, a torrente abierto, de la angustia en la poesía de Lezama». Pero establece las coordenadas de esa angustia en una «frustración» de tipo literario: [211]

En Fragmentos a su imán Lezama vuelve con características nuevas sobre el tema -recurrente en toda su obra- de la gestión infructuosa del poeta en busca de las esencias que huyen (...) No es posible aprehender, definir ese cuerpo que siempre se escapa. El cambio de tono es muestra inequívoca del

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proceso que nos presenta [el libro]. La suficiencia del poeta se ha quebrado en una muy humana impaciencia por conseguir resultados tangibles (...) Aquí Lezama está percibiendo la tragedia de la poesía «pura». El mito de la poesía que se alimenta a sí misma encuentra en Fragmentos a su imán un mentís angustioso e indudable.(560)

Creo que puede hacerse otra lectura de toda esa evolución que termina en «tragedia». El propio Lezama, en el ensayo mencionado sobre Julián del Casal, había definido como «frustración involuntaria» la característica principal del poeta cubano, y había establecido que en ella la imaginación «ocupa su posición más legítima», esto es: «encontrar en la frustración de una búsqueda pasada una justificación de la posible plenitud que anhelamos». E insistía para concluir:

No se trata de un universo poético, cosa poetizada, que sería después de todo candorosa reducción. Todo parece dirigirse, imantarse o provocarse alrededor de una sustancia que suprime toda incoherencia. Pero de esta última posición poética, ¿cómo podría yo hablar ahora? (...) ¿No veis en la frustración de Casal, en su sacrificio, el cumplimiento del destino armonioso que anhelamos?(561)

En mi opinión es una frustración de ese tipo la que genera la filosofía de la peculiar fragmentariedad de Fragmentos a su imán, en un momento en que la obra de Lezama sí podía abordar ya «esa última posición poética». El libro despliega una dialéctica entre esos dos términos, la «frustración» y «el destino que anhelamos», apoyado en una estructura dual de universos contrapuestos. En ella una armoniosa visión cósmica que celebra jubilosamente los ciclos naturales y recrea mundos lejanos por la fantasía o el recuerdo, contrasta estrepitosamente con horribles pesadillas y poemas de interior en los que la angustia es la de quien confiesa «Esperar la ausencia» mientras se pregunta «¿Y mi cuerpo?», e intenta en vano ahuyentar una aplastante soledad que lo mantiene «adherido a la madera del sillón» mientras «los cigarros van reemplazando / los ojos de los que no van a llegar». [212]

Un mundo cerrado, desolado, gris, frente a otro abierto, luminoso y pleno coexisten angustiosamente en los poemas del libro, como coexisten el anhelo escapista y el martilleo sordo de que se trata de un intento inútil: hasta las ensoñaciones luminosas apuntan al final también hacia esa «Doble noche» que «no logra terminar, / malhumorada permanece». Incluso el famoso poema último de Lezama, «Pabellón del vacío», además de ser una premonición de la

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muerte que sentía ya cercana, o plasmar el interés que despertaba en él lo que llamó wu wei, tokonoma o vacío creador, brota de esa misma necesidad de escapar de la soledad:

Estoy en un café multiplicador del hastío, el insistente daiquirí vuelve como una cara inservible para morir, como la primavera. Recorro con las manos la solapa que me parece fría. No espero a nadie e insisto en que alguien tiene que llegar. De pronto, con la uña, trazo un pequeño hueco en la mesa. Ya tengo el tokonoma, el vacío, la compañía insuperable la conversación en una esquina de Alejandría...

Sin duda todo eso tiene algo que ver con la dolorosa circunstancia histórica y personal que vivió el poeta en los años de composición del libro. Lezama ha visto cómo se derrumbaba a su alrededor el sueño utópico que creyó acariciar con el triunfo de la Revolución, y su mundo familiar se ha desintegrado. Su paradiso está hecho añicos: «Todo allí está roto, con soplos arenosos, / con fondos de botellas que se clavan» («Retroceder»). Por eso «abrir los ojos es romperse por el centro» y la noche «reparte por mi rostro enormes cicatrices» («Los fragmentos de la noche»). Hasta de los objetos cotidianos brota angustia: un colchón escoltado por la muerte («¿Y mi cuerpo?»), «un zapato que crece hasta la silla / y nos ponemos a temblar» («Brillará»), una mesa que «camina y lanza su reojo» («Enemigos»), un cenicero que muestra los dientes, o un sillón que aprisiona misteriosamente («Esperar la ausencia»). Pero el exterior no es mucho mejor: es «una muchedumbre de ciempiés destartalada» («Estoy»), «una multitud / que escandaliza su nombre, / aunque él apenas lo oye» [213] («La caja»), «juramentos, perogrulladas, testigos» («Sorprendido»), o un extraño acantilado («Retroceder»).

A la entusiasta invocación al Ángel de la Jiribilla y al optimismo que otorga la infinita posibilidad suceden ahora los poemas más desgarrados que escribió

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nunca Lezama, donde el alma devastada se proyecta en una especie de Caprichos que recogen la herencia del Quevedo expresionista y esperpéntico y del Goya visionario. Los sobrecogedores paisajes interiores de aquel «Esperar la ausencia», «La caja» («Vive en una caja de acero / y por la noche se asoma a la mirilla») o «¿Y mi cuerpo?», son buenos ejemplos de esa angustia: «Siento que nado dormido / dentro de un tonel de vino. / Nado con las dos manos amarradas».

Muchos otros poemas son la reiteración de esa misma impotencia y de una misma frustración: «¿En dónde encontrar sentido?» («Consejos del ciclón»). El poeta descubre un ciervo que lame su mesa de lectura, pero «cuando lo voy a acariciar / queda un vacío barbado» («Retroceder»), o intenta dibujar un espárrago y «brota un fantasma dificultoso» («Me hace propenso»). Es el mismo deseo siempre insatisfecho que se plasma también en abundantes poemas gastronómicos, donde «un apetito / del tamaño de todo el cuerpo» deja «la boca infinitamente abierta», o se intenta «avanzar hacia la pulpa de una fruta» pero «se verifica la horrible bifurcación» («Desembarco al mediodía»). En otros se analiza la materia anhelada queriendo entrar en ella para saborearla mejor o para descifrar sus significados ocultos, como en «Se desprendió» con una patata, en «Estoy» con las espinas del pescado, o en «El cuello» -es el de una botella de vino-, que acaba siendo expresión de «el barroco carcelario» y hasta una nueva constatación (inalcanzable) de la amorosa interrelación universal donde «la uva emparienta con el cristal / un equilibrio indescifrable / como el aire en la balanza de Osiris».

No creo desacertado interpretar esa imaginación material que en algunos poemas del libro indaga en los objetos y dibuja siniestros bodegones como nuevo contrapunto al paraíso genésico que dibujan otros, habitados por la inquieta fauna que recorre sus versos (pájaros, peces, hormigas, culebras, abejas, caracoles); además de ser un modo peculiar de expresión metafísica, en la que el significado (impotencia, alienación, angustia) a menudo se expresa a través de un significante que denotativamente nada tiene que ver con lo que sugiere en el cuerpo del poema. El caso extremo sería la incoherencia objetual de «Sorprendido»: [214]

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No puedo. Es así. Y el caballo dobla el naipe. Voy. La toronja escampa, deletreo. ¿Qué pregunta cabe? ¿Qué codo se entremezcla? Un índice torcido como una nariz. No sirve. Ceniza, redondea. Una estocada de cartón. Presunciones. Araño, voy y me sumerjo, ya no hay navegantes. Toco, vuelvo la cara, ya las persianas repiqueteando. Cruce de peces por las piernas abiertas. Tijeras. La salamandra sigue saltando del chaquetón con mucha fiebre. No puedo. Voy a acostarme. Despertaré sin el resguardo.

Al leer en Fragmentos a su imán visiones fabulosas del origen del mundo, amables «Décimas de la querencia», fuerzas amorosas en perpetua realización y luminosos cantos panenteístas, es cuando -por contraste- adquiere verdadera autoridad ese existencialismo del que hablaba Lezama: la extrañeza, el vacío, «la soledad metafísica, el silencio aterrador, mis entrañas deshechas», ensombrecen poderosamente aquella otra vertiente jubilosa que se convierte así en el testimonio de un destino traicionado. Como dice Lezama en el poema dedicado a Virgilio Piñera:

Sabemos, qué carcajada, que lo lúdico es lo agónico (...) Sobre un tablón, jugando lo terrible, el bien y la ausencia. («Virgilio Piñera cumple sesenta años»)

Ese «bien» armónico se expresa en Fragmentos a su imán a través de textos que quieren ser algo así como cosmogonías, mundos fabulosos que vuelven al «Nacimiento del día», a la cópula universal de los elementos o al agua del arco iris «donde hierve el caldo de la vida». Hay varios ejemplos muy notables, como «Oigo hablar», donde la mirada y el oído atentos acaban descubriendo el «ombligo» del mundo y el gran concierto universal a partir del canto de un pájaro y de una hormiga posada en la hoja de un árbol. O como «El abrazo», donde la desnudez paradisíaca da pie a un encuentro sexual con resonancias cósmicas.

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Pero ni siquiera esa vertiente mítica de Fragmentos a su imán puede explicarse acudiendo sólo a una fantasía de cuño surrealista donde «la imaginación, fecundación fabulosa, crea poemas contemporáneos [215] de las teogonías»(562). El espíritu que se refugia en ese paraíso no es un alma satisfecha, sino angustiada.

El poema «Los dioses», con toda la solemnidad que le da su asunto mitológico, acaba con una gran apoteosis en la que esos dioses salen del mar, pero nos ofrecen la respuesta. Al salir, «alzan sus caracolas retorcidas / y ladean sus colas verdinegras». Moraleja:

Ésa es nuestra morada: la pureza que se recibe y la siniestra semilla que se hunde.

En esa misma línea desmitificadora se sitúan muchos otros poemas como «Antonio y Cleopatra», por ejemplo, donde la descripción del mundo que rodea a la fastuosa reina de Egipto, para la que Lezama no ahorra barroquismo, queda al final bruscamente resuelta en la visión prosaica pero real de una cochinilla caminando por una hoja de lechuga:

Decimos galeras de seda y cerramos los ojos. La reminiscencia milenaria mueve de nuevo la sierpe. Vean la cochinilla caminando la lechuga.

Lo que se describe jubilosamente es siempre un mundo fuera del tiempo. La irrupción de la realidad (como esa cochinilla) rompe la magia evocadora y construye una cosmovisión marcadamente dual que subraya la interrelación -imantación- de los fragmentos contrapuestos. Fragmentos que podemos llamar pasado y presente, fantasía y realidad, mito e historia o utopía y decepción: una promesa rota, una dicha robada, un paraíso perdido. El mensaje central del libro queda así resaltado: la desolación de un ahora gris u oprimente destruye lo que podría haber sido un paraíso, a cuya evocación se dedica el poeta. Es de ahí de donde brota la frustración y esa «angustia paradisíaca» que no

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puede proceder exclusivamente de «una fantasía genésica al lezámico modo», como quiso ver Cintio Vitier:

Ese despertamiento fabuloso, que puede convertir a una hormiga en una doncella planetaria, situación paradisíaca, no está exento, como todo paraíso, de peligros y de engaños, porque allí surgió la maldición de la culpa y la relación trágica con el padre.(563) [216]

Pero es verdad que esa interpretación permitía dar una explicación «políticamente correcta» al delicado contenido ideológico del libro:

Dice Martí, en palabras preciosas para nosotros: «Preservad la imaginación, hermana del corazón, fuente ampia y dichosa. Los pueblos que perduran en la historia son los pueblos imaginativos. La imaginación es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo.» Sentencia esta última que nos reafirma en nuestra interpretación. Compañera de la inteligencia, hermana del corazón, la imaginación en estado naciente, soplando en las hojas del libro como si fueran las hojas de los árboles en el alba del mundo, campea en los pasos de danza de este discurso (...), balanza de aire cuyo platillo de sombras a veces parece pesar más, alzando el otro platillo, el de la luz, para iniciar la gran aventura cotidiana que tiene un final feliz.(564)

Me inclino a pensar que ese desenfoque, sorprendente en quien más y mejor conocía la obra de Lezama, pudo ser un modo de protegerla, una manera de evitar, con el prestigio que le daba ser un opinante tan cualificado, otras interpretaciones menos idealizadas.

Si la fascinante Paradiso ya fue considerada en su momento una novela «peligrosa»(565), Fragmentos a su imán ofrecía con su ambigüedad un peligro doble: la fascinación de dos abismos. En un extremo, el de esos «temas del existencialismo» que decía Lezama, la nada, el vacío, la autodestrucción; en el otro, el de la tentación paradisíaca. La dialéctica del libro, que arranca de una circunstancia histórica precisa y contrapone a un hoy inhóspito o desencantado el ayer de una utopía que no llegó a realizarse, llevaba implícita una condena del entorno mucho más audaz que la que pudo verse en la novela. En ese contraste de luces y sombras resuena a menudo una filosofía que Lezama pudo aprender de Vicente Aleixandre y su Sombra del paraíso [217] (1943)(566): la recreación de un mundo paradisíaco como expresión de una frustración que a la vez formula un veredicto contra el entorno que la produce. O una que pudo tomar de Julián del Casal: la expresión de una «frustración involuntaria» a través de la imaginación que realiza su labor más legítima y «encuentra en la frustración de una búsqueda pasada la plenitud que hoy anhelamos».

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En cualquier caso, creo que Fragmentos a su imán ofrece como claro mensaje final un no era esto dirigido a sus contemporáneos; el mensaje que resumen los versos de «Aquí llegamos»:

Aquí llegamos, aquí no veníamos.

«¿Qué misión le confiere usted a la literatura?», le preguntaron a Lezama en 1970. Y respondió: «Nunca un sentido directo o inmediato de catequesis, pues nadie ve porque se le indique en la dirección del índice, sino cuando se nos caen las escamas de los párpados»(567). Con Fragmentos a su imán no hizo más que seguir fiel a ese método y a su creencia en el poder salvador de «la poesía que estructura la marcha de la imaginación como historia, la imaginación encarnando en otra clase de actos y de hechos»(568). Su mensaje no exhortaba a la acción tampoco aquí, pero la evocación de un mundo idílico era otra «soberbia insinuación de brisa» que activaba ese poder subversivo de la imago que sostuvo su obra desde siempre, porque «ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una imagen»(569).

Una lectura global de la obra de Lezama permite ver que entre sus complejas propuestas se perfilaba también un proyecto humanista «revolucionario», orientado por esa acción-transformación artística en la que nunca dejó de insistir, o, al menos, una apuesta intelectual [218] a favor de la poesía que puede orientar la marcha de la historia porque ofrece principios en los que creer.

Con esa perspectiva, el proyecto de Lezama y Orígenes aparece más político e incluso más a tono con el primer impulso revolucionario de lo que se pensó entonces -y a veces se sigue pensando- desde fuera de aquella ínsula origenista: a lo largo de más de cuarenta años, en un contexto cambiante, pero casi siempre sordo y a veces hostil, su obra intentó atesorar y mantener vivos ciertos valores de identidad, no sólo literaria, que el autor vio en peligro en la Cuba de entonces por amenazas externas e internas.

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A lo que hoy conocemos como Grupo Orígenes Lezama le dio con la elección de ese título más de una señal que los definía: búsqueda de las raíces, de lo esencial, de lo original, sí, pero también principio, fundamento, fase inicial de algo que debía venir después. Recordemos que él sólo encontraba poético lo germinativo, lo posible, lo que debía encontrar confirmación en una realidad posterior. Creyó acariciar ese sueño con el triunfo en su país de una revolución incruenta, con bases humanistas y sin una militancia definida que parecía ofrecer inmunidad contra cualquier dogmatismo, pero, con el tiempo, un contexto de creciente rigidez frustró sus esperanzas de una solución «poética» a la crisis nacional.

Por supuesto, la hermosa República de la Poesía que él quiso instaurar proponía fórmulas irrealizables de «salvación por la cultura». Pero a medida que se profundiza en él, ese proyecto va revelando su coherencia como propuesta regeneracionista de raíz martiana y demuestra que sus enemigos fueron idénticos a los de quienes confiaron en una revolución para ofrecerle a Cuba un futuro mejor. Aunque ese acercamiento va haciendo evidente también que la labor intelectual del autor fue siempre como él quiso que fuera: supo mantener el suficiente grado de inconnu -y la suficiente independencia- como para desconcertar a quienes, desde uno u otro extremo, pretendieron instrumentalizarla. [219]

6. Bibliografía

1. OBRAS DE JOSÉ LEZAMA LIMA

1.1. Poesía

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Enemigo rumor, La Habana, Úcar, 1941.

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1.3. Narrativa breve (recopilaciones)

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Juego de las decapitaciones, ed. de José Ángel Valente, Barcelona, Montesinos Editor, 1982.

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Relatos, ed. de Reynaldo González, en Madrid, Alianza, 1987. [220]

1.4. Ensayo

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La materia artizada (críticas de arte), ed. de José Prats Sariol, Madrid, Tecnos, 1996.

1.5. Ediciones críticas y antologías

La nómina de ediciones de clásicos españoles y cubanos cuya publicación dirigió o recomendó Lezama, desde su cargo en el Consejo Nacional de Cultura, y luego desde el Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las [221] Américas, es amplísima. Recojo sólo los títulos que aparecieron bajo su responsabilidad como editor:

FEDERICO GARCÍA LORCA, Conferencias y charlas, edición y prólogo de José Lezama Lima, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1964.

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Antología de la poesía cubana, selección, edición y estudio preliminar de José Lezama Lima, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1965, 3 vols.

VENTURA PASCUAL FERRER, El Regañón y El Nuevo Regañón, edición y estudio preliminar de José Lezama Lima, La Habana, Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, 1965.

JUAN CLEMENTE ZENEA, Poesía completa, edición y prólogo de José Lezama Lima, La Habana, Editora Nacional, 1966.

JUAN CLEMENTE ZENEA, Prosa completa, edición y prólogo de José Lezama Lima, La Habana, Editora Nacional, 1967.

1.6. Textos inéditos (varios géneros)

Monográfico de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, núm. 2 (1988).

Ligereza y sombra. Textos inéditos de José Lezama Lima, ed. de Ernesto Hernández Busto, en Biblioteca de México, núms. 11-12 (1992); páginas I-XIX.

Fascinación de la memoria (textos inéditos de José Lezama Lima), ed. de Iván González Cruz, La Habana, Letras Cubanas, 1993.

Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, ed. de Iván González Cruz, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1998.

1.7. Obras completas

Obras completas, ed. de Cintio Vitier, México, Aguilar, 2 vols., 1975 y 1977.

2. CORRESPONDENCIA

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José Lezama Lima. Cartas (1939-1976), ed. de Eloísa Lezama Lima, Madrid, Editorial Orígenes, 1979.

RODRÍGUEZ FEO, José (ed.), Mi correspondencia con Lezama Lima, La Habana, Ediciones Unión, 1989.

José Lezama Lima. Cartas a Eloísa y otra correspondencia, ed. de José Triana, Madrid, Verbum, 1998.

3. ENTREVISTAS

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