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LA CAZA Y LOS TOROS

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  • LA C A Z A Y LOS TOROS

  • Publicado por la R. de O., Coleccin El Arquero, Madrid, 1960.

  • NOTA PRELIMINAR

    Bofo el ttulo editorial La caza y los toros se publican y renen en este nuevo volumen de la coleccin El Arquero diversos escritos de Ortega algunos inditos acerca de esos temas. Su precedente edicin o las cir-cunstancias de su redaccin y su carcter indito se indican al inicio de cada escrito.

    Acerca de la ca^a agregamos al penetrante estudio Sobre la caza (as denominado por su autor en su versin alemana ber die Jagd) un discurso, indito, que complementa el anterior, dedicado especialmente a la montera, pues atiende a la ca%a solitaria con can y escopeta.

    Las corridas de toros interesaron viva y tempranamente a Ortega, pues entre las Meditaciones que anunciaba en su primer libro las Medita-ciones del Quijotefigura ya la denominada Paquiro, o de las corridas de toros; posteriormente reiter la promesa de ese libro en el que estudiara la trgica amistad, tres veces milenaria, entre el hombre espaol y el toro bravo y todava, en el citado ensayo sobre la ca%a, lo promete, pero no lleg a escribirlo. Sin embargo, las pginas que reunimos bajo la denominacin Los toros permiten apreciar la profundidad y el detalle con que Ortega estudi las corridas de toros. En su mayor parte estas pginas son inditas, pero su carcter fragmentario y su relacin con el resto del volumen nos han decidido (como se hi%p con ciertas partes de los tomos sobre Vel%que%y Goya de esta coleccin) a publicarlas en este tomo que agrupa dos temas que, en el pensamiento de Ortega, conforme comprobar el lector, aparecen con frecuencia conexos.

    Por su afinidad con estos temas, pues a ambos alude, reimprimimos al final el artculo Sobre el vuelo de las aves anilladas, nunca recogido en tomo suelto (i).

    Los C O M P I L A D O R E S .

    (1) [Al insertar este volumen en el tomo I X de Obras completas elimina-mos los trabajos ya incluidos en tomos anteriores y en su lugar cronolgico de primera edicin.]

    TOMO I X . 2 9

  • [ L A C A Z A S O L I T A R I A ]

    LAS palabras tan deferentes, tan amables del seor coronel Brando no quedaran adecuadamente contestadas por m si yo me limitase a agradecerlas con el ms sincero sentimiento,

    procurando ostentar en otras cuantas mi gratitud, la cual, ni que decir tiene, va a la vez dirigida a todas las seoras y seores aqu reunidos, a quienes el seor coronel Brando representaba para dedicarme este yantar ( i ) . No quedaran adecuadamente con-testadas porque ante esta gentileza y homenaje que ustedes me ofre-cen no basta con agradecerlo sino que es preciso saber extraarse, saber sorprenderse del hecho. La impresin de extraarse, de sorpren-derse es una de las ms profundas capacidades humanas y de ella han brotado muchas de las mejores cosas que el hombre ha produ-cido, ante todo la ciencia. Nos extraamos, nos sorprendemos de que algo ha acontecido, de que es realidad, de que incuestionable-mente es y es as. Lo natural parecera que ante una realidad nos contentsemos con tomar noticia de ella, con presenciarla, con verla. Qu quiere decir que adems nos extraemos, nos sorprendamos de ella? Evidentemente, que consideraramos ms natural que aquel hecho no hubiese acontecido, que aquella realidad no fuese realidad, que en su lugar hubiese nada. La extraeza, la sorpresa imaginan, por tanto, tras de una realidad su posible ausencia, su nada; y esto, el sencillo caer en la cuenta de que en vez de pasar una cosa poda no haber pasado nada es lo que moviliza a la inteligencia forzndola a preguntarse: por qu ha pasado esto y es real esto en vez de no haber pasado nada ni haber nada? Lo que se llama conocimiento y

    (1) Notas para el discurso pronunciado en la comida que me ofrecieron los cazadores portugueses el 5 de abril de 1945. Lisboa.

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  • ciencia y, sobre todo, filosofa no es sino el ensayo de responder a preguntas de este tipo. Por eso el filsofo es el hombre que va por el mundo, como un nio, con los ojos siempre exorbitados, dilatados por una perpetua extraeza, sorpresa y maravilla. Qu crean uste-des, que no iba yo a vengarme de la amabilidad superlativa pero injustificada que significa haberme dedicado este yantar, obligndoles a or un poco de filosofa? En esta ocasin, seores, la ms depurada gratitud tiene que tomar cierto tenue perfil de venganza.

    Porque yo no puedo menos de extraarme y sorprenderme al descubrirme ahora en un yantar de cazadores, con la agravante de que me es dedicado. Y dcil a mi hbito mental me pregunto: por qu estoy aqu en vez de no estar, cuando lo nico natural sera en este caso mi ausencia, mi no estar? Y o no soy cazador, como he hecho constar en el Prlogo (i) que ha sido pretexto para esta reunin. Pero si en un banquete de cazadores yo no puedo estar en calidad de cazador, en qu calidad puedo estar y estar con tan destacada posicin? La cosa no deja margen a la duda: si yo estoy en este sitio de la mesa como cazador preeminente, lo que hay en m hoy de preeminente es que soy la piezala pieza cobrada por esto seores en su ltima batida. Ya el conde de Yebes haba ejecutado mi pri-mera captura inducindome a escribir un prlogo a su excelente libro de montera. L o que ha podido interesar en aquellas pginas mas es haber yo subrayado enrgicamente y sacado las inmediatas consecuencias de un hecho simplicsimo y patente, a saber: que es la caza una de las ocupaciones ms antiguas y ms pertinaces del hombre, que se ha cazado en todos los tiempos y en todos los pueblos, que se han dedicado a cazar lo mismo los ricos que los pobres. Lo cual indica que no es la caza una ocupacin caprichosa y sin substancia autntica con que han tratado de llenar sus horas vacias unos cuantos hombres ociosos y socialmente privilegiados, sino que es una forma de vida y un ejercicio profundamente arraigados en la condicin humana; es, en suma, una de las formas de la felicidad, del existir feliz a que todo hombre aspira. Mi prlogo al libro del conde de Yebes no se propone otra cosa que esclarecer un poco el cmo y el por qu es esto as. N o tendra sentido intentar ahora repetir o resumir lo dicho all voy a pronunciar muy pocas palabras, pero s me importa advertir que ese estudio representa un captulo mnimo de una gran labor que es urgente iniciar y que nos viene motivada e impuesta precisamente por los gigantescos y terribles aconteci-

    (1) [Es el estudio: Sobre la caza. E n Obras completas, vol. VI . ] 4 5 2

  • mientos en medio de los cuales estamos, pues conviene hacer constar que, aunque prestemos durante este rato atencin a la caza, no dejan de estar presentes ante nosotros esos tremendos hechos que son hoy el fondo inexorable de nuestras vidas. Esos hechos significan que es ya ineludible la tarea inmensa de reformar radicalmente la organiza-cin de la existencia humana en todas sus dimensiones. Mas cuando se dice esto suele entenderse solo lo que de ella es ms aparente y acaso ms superficial: la modificacin de las lneas de frontera, el nuevo reparto de poder sobre el mundo y el cambio de preponde-rancias, la transformacin en este o aquel rumbo de las instituciones polticas. Pero se olvida que ms que todo eso variar el programa de la vida humana en su curso cotidiano, es decir, el rgimen de sus ocupaciones. N o es ocasin oportuna esta para aventurarse a vati-cinios ni atreverse a presagiar si las cosas van a ir a mejor o a peor para el conjunto de los hombres. Pero s es cosa desde luego clara esto: el sistema de las ocupaciones que integran la vida humana haba llegado a nosotros constituido en una determinada y tradi-cional jerarqua. Ciertas ocupaciones estn tenidas por las ms impor-tantes, otras como las menos valiosas. Pues bien, no parece en modo alguno probable que en los tiempos que llegan pueda subsistir intacta esa jerarqua tradicional. Para aclarar algo de lo que, al decir esto, tengo en la mente me bastara recordar la penetrante impresin que me produjo, hace lo menos quince aos, una conferencia que escuch a uno de los hombres con cabeza ms clara que haba en Occidente, el gran economista ingls Mr. Keynes. Nos haca ver este agudo espritu que si las tcnicas de la civilizacin no se que-brantaban por catstrofes externas se acercaba rpidamente el mo-mento en que la mayor parte de los hombres no necesitaran trabajar ms de cuatro o cinco horas. El avance automtico de la industrializa-cin y de la maquinaria, unido al progreso constante de la legislacin social, iban a colocar muy pronto al hombre medio en una situacin inaudita: la de encontrar ante s la mayor parte del da sin saber qu hacer de ella. De suerte que despus de siglo y medio en que se ha vivido obseso por el problema del trabajo, es decir, de que los hombres tengan menos quehacer forzoso, resuelto este problema del trabajo, surgira con caracteres pavorosos el opuesto: el problema del ocio. Libertados del quehacer impuesto por la necesidad, los hombres se encontraran sin saber qu hacer. Y la nueva y paradjica tarea consistira en inventar quehaceres para la humanidad ociosa, en idear ocupaciones gratas para el hombre enfermo de desocupacin. Entonces se vera que si es difcil al hombre trabajar le es mucho

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  • ms difcil divertirse. Esta idea de Mr. Keynes es mucho menos utpica de lo que al pronto parece y en cierta medida la cuestin estaba ya de hecho planteada, preocupando a los hombres de gobierno durante los aos anteriores a la guerra, en las naciones ms adelan-tadas por su industria y sus leyes sociales.

    La paradoja de Mr. Keynes, ahorrndose consideraciones ms complicadas e impropias de este instante, nos sirve para advertir cmo es tema ms importante y grave de lo que suele pensarse la cuestin de las diversiones; de lo que he llamado, frente a las ocu-paciones trabajosas, las ocupaciones felicitaras del hombre, aquellas a que se dedica, no porque son ineludibles y le vienen impuestas, sino porque se siente feliz en ellas. Porque estas son imposibles si el hombre no tiene espontneamente aficin a ellas, y el hecho es que, salvo casos siempre excepcionales, el repertorio de autnticas aficiones ha sido siempre sumamente escaso en la mayor parte de los hombres. La caza es una de esas pocas cosas por las cuales enorme nmero de hombres han sentido siempre aficin. De aqu que sera verda-deramente doloroso y una prdida irreparable en el reducido haber humano que la caza desapareciese o quedase limitada a ciertos lugares del planeta muy remotos y poco asequibles.

    Si se compara con las otras diversiones los espectculos o los juegos deportivos salta a la vista la superior calidad que posee la aficin a la caza. Frente a ella todas esas otras distracciones parecen meros inventos arbitrarios que lo mismo podan existir que no existir, mientras la aficin a la caza se encuentra preformada en la condicin misma del hombre y brota en zonas mucho ms profundas de su ser. De aqu que en su ejercicio participe el hombre entero, arrancndole por completo de su existencia habitual. Por lo mismo es la distraccin ms radical porque en ella descansa todo el hombre de la vida tra-bajosa en que suele estar. Recuerden ustedes el temple de nimo con que salen de caza y sobre todo la sensacin vital en que se hallan cuando, llegados al campo, inician la faena venatoria. Lo que sienten no es cierto? es una impresin como de haberse evadido no se sabe de qu crcel o prisin. Parece como si el sentirse vivir cazando fuese toda una vida completamente opuesta por sus carac-teres a la vida cotidiana. Esta se halla constituida por innumerables obligaciones, mayores o menores y obligacin significa sentirse ligado, atado, preso; son las obligaciones que nos impone el trato con los dems. Trato que suele consistir en tratar con ellos asuntos cuya solucin nos mantiene llenos de preocupaciones, las cuales, a su vez, sentimos como pesadumbres. La vida normal es, en efecto,

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  • pesadumbre, nos pesa porque tenemos que llevarla y sostenerla a pulso, a fuerza de voluntad. Pues bien, recordarn que al salir de caza ese sentimiento de evasin, de liberacin, es a la vez un desapa-recer la pesadumbre, un perder peso nuestra existencia y como si, en vez de sostenerla nosotros a pulso, fuese ella quien nos lleva en volandas. Nos sentimos ingrvidos, ligeros. A la pesadumbre sucede la alegra, y alegra de alacer, en latn significa originariamente el andar rpido, la ligereza, y ligero de kvarius quiere decir sin peso. En la alegra nuestra vida adquiere una emocin aerosttica y parece que se levanta, flota leve en todo elemento. Y es esto tan verdad en la caza que los esfuerzos a veces terribles, casi desespe-rantes que ella trae consigo, no tienen nunca ese carcter de pesa-dumbre que las ms simples actividades obligatorias suelen poseer.

    Todo esto es especialmente verdad en la que, a mi juicio, cons-tituye la forma no ms elevada y gloriosa pero s ms ntima y clave superior de la caza: la caza solitaria con can y escopeta. En ella el hombre descansa de los hombres, en convivir con los cuales consiste su habitual vivir. Deca Nietzsche que si nos sentimos tan a vontade en medio de la naturaleza es porque esta no tiene opinin sobre nos-otros. Y , en efecto, uno de los ingredientes deliciosos de la caza solitaria es que ella interrumpe la constante presin que sobre nos-otros ejercen las opiniones y los prejuicios acerca de nuestra persona.

    Pero esta soledad de los hombres y esta evitacin de sus opi-niones sobre nosotros no significan que el cazador solitario se sienta completamente solo. Precisamente aqu est el nervio de la caza, su esencial raz. Si el paisaje dentro del cual se halla el cazador soli-tario se compusiese solo de minerales y plantas, su soledad sera absoluta, porque la soledad no es sino lo contrario de la compaa y para que haya compaa es menester que en nuestros actos contemos con otro ser capaz de respondernos, es decir, capaz de contar l tambin con nosotros. En el trato con la piedra y el vegetal estos existen para nosotros, pero nosotros no existimos para ellos; por eso, con el mineral y la planta no se convive. Mas cuando el cazador se halla por la espesura del monte sabe que si est libre de los otros hombres no est, sin embargo, solo; antes bien; se siente en relacin con innumerables seres que se ocupan de l, que siguen su compor-tamiento en vista de l: son los animales silvestres, cuya existencia entera es un perpetuo alerta ante el cazador, presente o posible. Sabe que cada gesto suyo, que el menor barullo por l producido al moverse o andar, que el olor mismo de su corporeidad humana van a influir en la conducta de todos esos seres. He aqu una pecu-

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  • liarsima forma de compaa en que nuestro compaero que ahora es el animal bravio o silvestre no se permite opinar sobre nuestra individual persona y, no obstante, opina sobre nuestra condicin genrica de cazador y se conduce en vista de ella. Esta intimidad, este trato vivacsimo con el animal, esta compaa mltiple, arisca, dramtica con los bichos del campo es la delicia bsica de la caza. Porque no se trata solo de la pieza que hemos visto, que perseguimos y que diestramente se esquiva de nosotros, sino de todos los dems que no vemos pero que presentimos que nos han descubierto, que nos espan desde el fondo de sus escondrijos. El sobresalto siempre renovado que experimenta el cazador ante el revuelo bronco, sbito, imprevisto de una perdiz tras un matorral es testimonio de lo que digo, porque ese sobresalto se origina en que somos nosotros quienes hemos sido descubiertos por el animal que no habamos sido capaces de descubrir. Ese sobresalto incluye para el cazador cierta sana humillacin que es un aliciente ms en el ejercicio de la caza.

    Una vez situado el cazador en el campo, toda la vida animal que hay en una extensin amplsima se polariza en torno a l. E l cazador no ve de esto sino algunos sntomas las piezas que saltan a su vista, que se desplazan, que rumorean, pero presiente todo lo dems y y avanza sumergido en este ambiente dinmico de vidas orientadas hacia l. Y o he tenido, sin embargo, ocasin de contemplar esa vida invisible en torno del que caza, esa realidad oculta del campo viviente en su derredor. Fue en la pampa y en la estancia nombre que all dan a las enormes propiedades rsticas del procer argentino Rodr-guez Larreta, que es, a la vez, muy destacado escritor. Es tierra tan plana que Darwin, al visitarla hace ms de un siglo, escriba: Camino y direccin son sinnimos en este pas llano. Es decir, que un vehculo puede avanzar por donde quiera. Esto nos permiti una noche rodar con un automvil fuera de todo camino. Llevbamos un faro mvil que podamos dirigir a voluntad. Y entonces vimos que avanz-bamos entre centenares de esmeraldas, de rubes, de topacios que brillaban misteriosos, como estrellas terrestres, todo en derredor. Eran los ojos de innumerables animales raposas a docenas, guana-cos, avestruces americanas o andes, liebres, bizcochas, que son los conejos pamperos, etc., todos ellos sorprendidos en el aban-dono de su vida normal y propia, pero todos atentos a nuestro paso, huyndonos y evitndonos, ocultndose en el yerbaje o paralizados por el espanto. El carcter nocturno de la inmensa escena haca del espectculo algo as como una radiografa de lo que, a plena luz y por lo mismo invisible, suele rodear al cazador en su marcha venatoria.

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  • Al hablar de que si yo hubiera sido cazador hubiese preferido la caza solitaria doy a entender que son igualmente posibles otras pre-ferenciasms an, que si realizsemos aqu una encuesta entre los cazadores presentes averiguaramos con mxima probabilidad que no hay dos cuya aficin a la caza tenga el mismo perfil. Esto revela la gran riqueza de elementos que contiene la caza.

    Pero hay que decir de la caza algo ms decisivo y que debiera ser ms conocido, a saber: cmo la caza es el origen de la civilizacin. Reduciendo el asunto a sus ltimos y ms sabrosos trminos, el hecho es este:

    La forma ms primitiva de la convivencia humana en que la vida casi no es an humana fue lo que un poco desacertadamente se ha llamado la horda. Las hordas eran grupos de hasta treinta o cuarenta seres humanos, unidos por consanguinidad, que vivan separadas y sin tener que ver las unas con las otras. N o exista en ellas organizacin ninguna, no se conoca la idea de familia ni la autoridad. Se ignoraba la funcin de la paternidad y los hijos nacan de las madres como engendrados por mgicos poderes.

    Pero he aqu que los muchachos de varias hordas prximas y antes hostiles, impulsados por ese anhelo de sociabilidad coetnea que lleva a los jvenes a vivir en grupo, en equipo, deciden juntarse, vivir en comn. Claro es que no para permanecer inactivos: el joven es sociable, pero es tambin, por condicin innata, hazaoso, necesita acometer empresas. El grupo de la horda no exista en vista de finalidad ninguna consciente: era una manada, de origen zoolgico y de sentido infrahumano o prehumano. Pero este grupo de los jvenes no se funda en la consanguinidad: es una sociedad artificial, deliberada, que solo puede existir en vista de algn fin. Este fin es, por lo pronto, la caza. Se emprenden arriesgadas caceras. Esto impone un mnimum de plan, de organizacin, de autoridad. Por vez primera, pues, y con motivo de la caza aparecen germinalmente grandes cosas en la humanidad (i).

    Indefectiblemente, entre los jvenes asociados surge un tempe-ramento o ms imaginativo o ms audaz o ms diestro, que propone la gran osada. Cul? Sienten todos, sin que sepan por qu, un extrao y misterioso desvo por las mujeres parientes o consanguneas con

    (1) Lo que digo no es imaginario. Todava hoy entre los esquimales, que son pueblos de los ms primitivos y exclusivamente cazadores, no existe ms autoridad que una momentnea; la de un hombre que l laman issulkek, lo cual significa el que piensa. Pero lo que piensa este pensador es solo el plan y la organizacin de la cacera.

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  • quienes viven en la horda, por tanto, desvo hacia las mujeres cono-cidas, y un apetito de imaginacin hacia las mujeres otras, las desco-nocidas, las no vistas o solo entrevistas.

    La aficin a la caza toma una direccin imprevistadeciden cazar las mujeres jvenes de hordas distantes. La caza, sin dejar de ser caza, se convierte en forma germinal del amor. Y , por lo pronto, nace la institucin matrimonial en su forma primigenia: el rapto, que va a quedar como smbolo perenne del amor; porque amor, si lo es de verdad, es para la mujer sentirse arrebatada, raptada.

    Ntese, de paso, cmo la primera forma del sentimiento ertico fue ya la ms romntica, no obstante la rudeza, el salvajismo de aque-llos hombres que antes la sintieron. Esta ilusin por la mujer distante, por la princesse ontame, es el amor a distancia, que fue el de los trova-dores y de los cantares de amigo portugueses, el amor de Dante a Beatrice y el que rebrota en el siglo xix a barlovento del romanti-cismo. El amor, ni que decir tiene, reclama la proximidad del ser amado, una proximidad superlativa que siempre parece escasa. Cuando el ser amado se aleja nuestro sentimiento se estira como un elstico se distiende, y esta distensin es dolor, es la pena de amor; mas por lo mismo, en ese dolor y cuanto mayor sea, ms y mejor se siente a s mismo el amor, ms se embriaga con su propia pena este amor a distancia, hecho de lgrimas, nostalgia y saudade.

    Vean, pues, cmo la aficin juvenil a la caza combinada con la imaginacin amorosa dispara todo el proceso de lo que se ha llamado civilizacin.

    . . .No es cierto que es la ms linda figura esta Diosa encantadora, esta divina mujercita nubil, de pie gil, de calcao elstico, de seno breve, que avanza rpida, seguida de sus canes y se pierde misteriosa en el fondo del bosque? Tan linda, tan encantadora es esta mujer que la dejo vagando por la mente de ustedes y aprovecho la inme-jorable ocasin para esconderme tras ella, desaparecer y callarme.

    Gracias, seores.

  • [BORRADOR DEL EPLOGO PARA DOMINGO ORTEGA]

    ONSTiTUYEN [toro y torero] lo que los matemticos llaman un grupo de transformacin, y lo as llamado es tema de una de las disciplinas ms abstrusas y fundamentales de la ciencia

    matemtica. Y como es sabido que la geometra reclama en sus cul-tivadores una peculiarsima dote nativa para la intuicin de las relaciones espaciales, ello acontece tambin con la geometra del toreo. Solo que esta es una geometra actuada, aun en el caso inslito de esta conferencia que busca la formulacin terica de lo que antes se ejecut. En la terminologa taurina, en vez de espacios y sistemas de puntos, se habla de terrenos, y esta intuicin de los terrenos el del toro y el del torero es el don congnito y bsico que el gran torero trae al mundo. Merced a l sabe estar siempre en su sitio, porque ha anticipado infaliblemente el sitio que va a ocupar el animal. Todo lo dems, aun siendo importante, es secundario: valor, gracia, agilidad de msculo. El esfuerzo y un continuado ejercicio permiten que quien carece de ese don llegue a aprender algunos rudimentos de la ciencia de los terrenos y consiga realizar, sin ser atropellado, algunas suertes gruesas como los capotazos de los peones. Pero el toreo autntico y pleno presupone ineludiblemente aquella extraa inspiracin cinemtica que es, a mi juicio, el ms sustantivo talento del gran torero. Por eso la excelencia de este aparece inme-diatamente desde sus primeras actuaciones. Tampoco el torero se hace, sino que nace.

    Pero si no decimos ms, esa intuicin de los terrenos queda ante nosotros como un puro enigma y, ciertamente, todos los talentos

    (1) [Texto de un borrador del escrito Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro, aparecido entre los papeles inditos del autor, que contina al primer prrafo de aquel. Vase dicho Eplogo en Obras com-pletas, vol. VII . ]

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  • tienen un fondo intransparente. Sin embargo, creo que puede escla-recerse un poco el asunto si nos preguntamos cul es el componente primario de aquel don. La respuesta sonar al pronto con son de gran perogrullada, pero no lo es tan resueltamente. Ese compo-nente primario de la intuicin tauromquica no es geomtrico, sino llammosle psicolgico: es la comprensin del toro. N o me refiero con ello al conocimiento de las varias propensiones que los toros manifiestan en su comportamiento. Este conocimiento no es nativo. Se adquiere en larga experiencia, en suma, se hace. Lo que llamo comprensin del toro, lo que en ella se comprende cuando se comprende, es su condicin genrica de toro. Ahora bien, el toro es el animal que embiste. Comprenderlo es comprender su embestir. Esto es lo que sonar a desesperante perogrullada, porque se da por supuesto que todo el mundo comprende la embestida del corn-peta. Mas el aficionado que en un tentadero se ha puesto alguna vez delante de un becerro aojo saliendo casi indefectiblemente atro-pellado, si reflexiona un poco sobre su fiasco caer en la cuenta de que la cosa no es tan perogrullesca. Porque sabe muy bien que no fue el miedo la causa de su torpeza. Un aojo no es mquina sufi-ciente para engendrar temblores. La frustracin fue debida a que no comprendi la acometida de la res. La vio como el avance de un animal en furia y crey que la furia del toro es, como la del hombre, ciega. Por eso no supo qu hacer y, en efecto, si el embestir fiel del toro fuera ciego, no habra nada que hacer, como no sea intentar la huida. Pero la furia en el hombre es un estado anormal que le deshumaniza y con frecuencia suspende su facultad de percatarse. Mas en el toro la furia no es un estado anormal, sino su condicin ms constitutiva en que llega al grado mximo de sus potencias vitales, entre ellas la visin. E l toro es el profesional de la furia y su embestida, lejos de ser ciega, se dirige clarividente al objeto que la provoca, con una acuidad tal que reacciona a los menores movi-mientos y desplazamientos de este. Su furia es, pues, una furia diri-gida, como la economa actual en no pocos pases. Y porque es en el toro dirigida se hace dirigible por parte del torero.

    Esto es tan sencillo de decir como de entender y se ha dicho incontables veces y se ha entendido otras tantas. Pero con ello no se ha hecho sino entender unas palabras y absorber una definicin, cosas ambas que nada sirven prcticamente delante de un res brava. Lo que hace falta es comprender la embestida en todo momento conforme va efectundose, y esto implica una compenetracin genial, espontnea y valdra decir que instintiva entre el hombre y el animal.

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  • Eso es lo que llamo comprensin del toro y no me parece un error considerarla como el don primigenio que el torero de gran fondo encuentra dentro de s, sin saber cmo, apenas comienza a capear. Como todo lo que es elemental, suele ser dejado a la espalda cuando se intenta esclarecer el misterio de la tauromaquia, pero es evidente que solo ese don hace posible, de un lado, la intuicin de los terrenos, y de otro, el valor del torero. Aquella, porque solo entonces tienen para el hombre los movimientos furiosos del toro una direccin precisa y una ley que permiten anticipar su desarrollo y acomodar a este el propio movimiento o la propia quietud. E l valor en el gran torero no tiene nada que ver con la insconsciencia de cualquier mozo insensato, sino que en todo instante se halla bien fundado, como dira Leibniz, a saber, fundado en la lcida percepcin de lo que el toro est queriendo hacer. Como la furia del astado es clarividente, lo es tambin el valor del diestro ejemplar. Ni pueden ser las cosas de otra manera para que se produzca esa sorprendente unidad entre los dos antagonistas que toda suerte normalmente lograda manifiesta. Ante la furia del bravio animal el aficionado o el mal torero se limi-tan, cuando ms, a articular un ensayo de fuga. E l torero egregio, en cambio, se apoya en esa furia como en un muelle y es ella quien sostiene su actuacin. La crtica a que Domingo Ortega somete en estas pginas otros modos de torear lleva implcita la censura de que estos eluden y soslayan la furia del toro, mientras que el definido por l solicita esa furia obligndola a iniciarse y la deja ser en toda su plenitud. Dgaseme si la doctrina por l expuesta no puede resu-mirse as: torear bien es hacer que no se desperdicie nada en la embes-tida del animal, sino que el torero la absorba y gobierne ntegra.

    Quien lea esta conferencia encontrar disculpable que yo me haya dejado ir por esta vertiente de la geometra, porque la sentimos latir bajo sus palabras. Es, en efecto, extrao que no se haya compuesto nunca una geometra o cinemtica taurina, cuando todo el que ha querido explicar una suerte ha tenido que echar mano del lpiz y dibujar lneas en que se simbolizan movimientos. El primer axioma de la geometra taurina aparece formulado en una de las ltimas composiciones poticas de Zorrilla (i), que era nada amigo de las corridas de toros, pero tena grandes aciertos de visin:

    El diestro es la vertical; el toro, la horizontal.

    (1) [De la composicin Fragmentos de Mi ltima brega. Obras com-pletas. Librera Santarn, Valladolid, 1943. Tomo I I , pg. 648.]

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  • Los versos son misrrimos, pero la frmula es certera. De ese axioma se deriva con la habitual evidencia matemtica este puro teorema: en la medida en que la horizontal sea ms corta, por serlo absoluta-mente o porque una mayor velocidad la contraiga, la horizontal se va asemejando a la vertical y el toreo ser ms difcil. Esta expresin esquemtica es mucho menos arbitraria y artificiosa de lo que su semblante denuncia. Podra demostrarse por muchos caminos, pero elijo uno en que el tal teorema nos aparece produciendo uno de los cambios ms profundos en la historia de las corridas de toros. Como el tema afecta a los estratos ms recnditos de esa historia, reclamara una larga exposicin. Y o voy a enunciarlo en abreviatura.

    El manejo ms o menos espectacular de reses bravas ha existido inmemorialmente dentro de Espaa, en las tres porciones del pas donde existan toros de casta brava. Dejemos fuera de cuestin por qu la variedad vacuna dotada de bravura, que es una especie zoolgicamente arcaica, perdur en Espaa cuando desde muchos siglos antes haba desaparecido, salvo reducidsima excepcin, de todo el mundo. Esas tres regiones donde se daba el bovino furi-bundo eran: el pas vasconavarro, la comarca que va de Salamanca a la Mancha y la baja Andaluca occidental, sobre todas las mrgenes del Guadalquivir en el ltimo trozo de su curso. En cada una de estas regiones se haba producido un tipo de toro distinto: el toro navarro, el toro castellano y el toro andaluz. Quede a un lado el castellano, porque interesa menos para la consideracin en que entramos. E l toro navarro se diferenciaba en extremo del andaluz. Era muy pe-queo, de cuerpo corto, pero nerviossimo. Era el toro revoltoso por excelencia; es decir, que se revolva con superlativa velocidad en pocos palmos de terreno. Tenemos, pues, el caso de la horizontal mnima, que se comporta con cierta semejanza a la vertical. El toro andaluz, en cambio, era de mucha mayor corpulencia, de espina larga; su acometida era honda, de modo que tardaba mucho ms que el navarro en revolverse. Dos tipos de toro tan distintos reclamaban dos maneras de torear tambin muy diversas.

    En su conferencia Domingo Ortega se constrie deliberadamente a describir, con los giros ms claros posibles, el esquema del movi-miento que hay que hacer para torear con capa o muleta, esto es, para seorear los movimientos del toro. Pero del modo ms expreso hace constar que el toreo no consiste solo en eso, sino que el esquema de movimientos necesarios tiene que ser modulado con el estilo de moverse que el torero posea. N o se confunda, pues, que a l le interese por buenas razones aislar aquel esquema con suponer que

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  • la modulacin expresiva que el torero, quiera o no, le aade como revistindolo, es cosa secundaria. Sin duda, torear es dominar al animal, pero es tambin, y a la vez, una danza, la danza ante la muerte, se entiende, ante la propia.

    El extranjero que asiste a una corrida no puede advertir que los movimientos del torero, adems de estar regidos por la necesidad de defenderse y obtener lo que se propone de la res, se ajustan a ciertas normas rigorosas de coreografa. Siendo las corridas de toros de origen popular, los andares, posturas, gestos del torero son la proyeccin espectacular del repertorio de movimientos que los hombres de su comarca ejecutan en su vida cotidiana. Ahora bien, haba en el pueblo espaol dos repertorios de movimientos que aun en su ejercicio cotidiano tienen ya una primaria estilizacin: eran los modos de moverse y gesticular propios al hombre vasco y al hombre andaluz. En la mocin y ademn del vasco se advierte como principio el ngulo, el zigzag y predominan los movimientos rpidos. Pueden todava observarse en cualquier momento, pero ms clara-mente en los bailes de aquella tierra, el aurresku, por ejemplo, a donde han pasado de la calle y de la sidrera. En los movimientos del hombre andaluz nada es anguloso sino, por el contrario, es su principio la lnea curva, el desarrollo redondo o elptico, que con frecuencia se complace en relativa morosidad voluptuosa.

    La diferencia entre ambos estilos de mocin encajaba admira-blemente en la diferente condicin de los toros criados en ambas regiones. Se comprende que la suerte ms caracterstica de los vasco-navarros fuese el quiebro, que es el manejo ms veloz para engaar al animal. Lo propio acontece con el lance a la navarra, ejecutado como sus inventores lo hacan, es decir, que el hombre, al terminar el lance dando salida al toro, retira la capa y gira velocsimamente sobre sus talones, de modo que el nervioso torillo al revolverse con su celeridad habitual se encuentre ya en suerte al diestro. Ante un enemigo que por su breve cuerpo y su ligereza de revolucin es casi una vertical, la otra vertical no tiene ms remedio que practicar ante l una serie de apariciones y desapariciones. Esto permite solo un toreo de telgrafo Morse, muy elemental y sin complicada sin-taxis. El toro andaluz, en cambio, al ser una larga horizontal por su corpulencia y su trayectoria, da lugar a mayor reposo, hace posible suertes de ms combinada arquitectura sobre consentir todas las del otro.

    Me parece por completo improbable que se encuentren nunca datos reveladores de que alguna de esas tres regiones indicadas haya

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  • precedido cronolgicamente a las otras en lo que he llamado con deliberada vaguedad manejo ms o menos espectacular de reses bravas. Pero esto no quiere decir que acontezca lo mismo con lo que entendemos estrictamente por corridas de toros, es decir, el espectculo que empieza a modelarse hacia 1726 y que es muy dis-tinto tanto de aquel informe manejo como de las fiestas reales en que los nobles alanceaban y rejoneaban. Pues bien, aunque los datos hasta ahora encontrados sobre los dos primeros decenios de nuestra fiesta taurina, tomada en aquel estricto sentido, son sobremanera escasos, hay algunos que nos empujan vehementemente a la sospecha de que la regin vasconavarra posey cierta precedencia temporal en la formacin e historia de esta fiesta, segn hoy la entendemos. Cuando hace bastantes aos enunci esto en una conversacin pri-vada caus la mayor sorpresa. El hecho de que desde el ltimo tercio del siglo xvTii hayan sido diestros andaluces quienes llenaban las plazas haba forjado en la conciencia pblica la inconcusa conviccin de que las corridas de toros son una creacin andaluza.

    Y , sin embargo, tenemos los datos siguientes: El nombre ms antiguo del torero que se conoce torero en el

    sentido preciso de que se presentaba con una cuadrilla orgnica y disciplinada, lo que parece traer consigo que el espectculo por l ofrecido tena ya un cuadro fijo no ostenta fontica andaluza, sino que es, nada menos!, Zaracondegui. [...].

  • [ N O T A S P A R A U N B R I N D I S ] ( 1 )

    SEGN acaban de or ustedes, un mero incidente sobrevenido hace unos meses en la vida intelectual espaola ha motivado que nos encontremos esta noche reunidos aqu y en este momento,

    cada cual delante de su copa, dispuestos a la libacin ritual. La copa del brindis no se bebe, como las dems, para propia satisfaccin: es una potacin dedicada al hombre o entidad a quien se festeja. Pero esta dedicacin no consiste en hacer que beba el lquido aquel a quien se dedicaque a veces, repito, no es un hombre, sino un grupo social o una idea. Los antiguos derramaban esa copa del brindis sobre la tierra o sobre el fuego de un altar y esto era estrictamente la libacin. Entre nosotros el dedicante la absorbe, pero con la con-ciencia de que al hacerlo no hace sino representar fortuitamente a no se sabe qu bebedor trascendente de quien depende la vida de todos los reunidosllmesele providencia, destino o azar. Se trata de uno de los ms vetustos actos religiosos que, al travs de toda la chabacanera contempornea, conserva an una chispa de magia ritual, como se demuestra en que hace un instante, cuando me levant con la copa en la mano, sintieron todos ustedes y no cier-tamente por tratarse de m un ligero estremecimiento en la mdula. Por muy empeados que estemos en ser chabacanos no lo conse-guimos del todo y, queramos o no, los dioses asoman en nuestra cotidianeidad su pattica fisonoma.

    Una ligera rectificacin necesito hacer, sin embargo, a lo dicho. N o considero este yantar como un banquete dedicado a m. Si as fuese no lo habra aceptado. Sin ms que una excepcin, yo no he

    (1) [Notas para un brindis en un homenaje que se proyect tributar al autor.]

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  • aceptado nunca banquetes. N o los he aceptado porque me falla la fe en los banquetes y creo que solo se debe hacer aquello en que se tiene fe.

    Pero era imprescindible referir el motivo por el cual estamos aqu reunidos. Todos los presentes nos hallbamos en autos, pero esta reunin no se compone solo de los presentes, sino que a ella asisten, merced a la ubicuidad que la radiodifusin proporciona, muchos otros espaoles, de toda calaa, de toda condicin, y tal vez muchos extranjeros desde remotos pases, curiosos de lo que est aqu y ahora aconteciendo, de la extraa, inslita combinacin que repre-senta reunirse a comer unos toreros en torno a un filsofo. Aunque el hecho en s no tiene pretensiones ningunas y es de microscpica importancia, conviene desde luego hacer notar, para que sirva de ejemplo, cmo precisamente eso que tiene de extraa combinacin es, si no garanta, al menos sntoma vehemente de que est aconte-ciendo algo histricamente autntico. Lo que no es nada extrao, lo que es cosa demasiado prevista y de antemano sabida o esperada tiene mximas probabilidades de ser cosa humanamente falsa, con-vencional, arbitrariamente fingida e inautntica. En cambio, esta comida en que comulgan tauromaquia y filosofa es una cosa que nadie haba premeditado, que hace un par de meses ninguno de nosotros tena a la vista, sino que de hilo en ovillo ha resultado as. Todo lo que es histricamente real y genuino acontece... porque ha resultado as. Pero esto quiere decir que toda humana realidad es un resultado que no surge de la nada por arbitrio de una voluntad caprichosa, sino algo a que de incidente en incidente el hombre llega, sin la petulancia de presumir que l lo ha creado; antes bien, encon-trndose dentro de ello sin saber cmo ni por qu, por tanto, en estado de inocencia. Y o no veo muy claro eso de que el hombre fue arrojado del paraso donde no haba historia, pues no pasaban cosas imprevisibles y condenado a arrastrarse por las vicisitudes y los rumbos amargos que constituyen la historia, porque haba perdido la inocencia. La historia universal, es decir, la historia de la autenticidad humana produce la impresin, ms bien, de una serie inacabable de inocencias, grandes unas, otras minsculas. Para quedar bien con la Iglesia, y que no nos ponga reparos, admitamos que a la inocencia paradisaca sucedi otra forma de inocencia con tragi-cmico cariz, la del inocente que cree que no es inocente, antes bien, pretende ser l la causa de que le pase lo que le pasa, lo cual me parece el colmo de la inocencia. Es la petulancia, es la soberbia del hombre que le hace presumir ser dueo de sus destinos. Por ello ese

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  • colmo de inocencia, segn el cristianismo, es principio y fuente del pecado. Caput omnium pecatorum superbia est, dice San Agustn en uno y otro sitio. Como ven ustedes, llevo dentro de m una capacidad de sermn nunca gastada que fcilmente chorrea. Pero esta vez me ha servido para armar un burladero que me ampare ante toda posible embestida eclesistica, porque dije y ahora repito que nos hallamos aqu en estado de inocencia, que no hemos reunido filosofa y tauro-maquia por un rebuscamiento amanerado de contrastes y paradojas, sino que... por su propio pie las cosas han resultado as. Y ya que as han resultado debemos aprovechar la ocasin a fondo. Para qu? Muy sencillo: para que, por primera vez, se hable de las corridas de toros seriamente. N o se me enfaden los aficionados prematuramente al or esto. Noten que su papel y misin en cuanto aficionados no es hablar de toros seriamente, sino apasionadamente. De no hacerlo as faltaran a su cometido y quedara amputado todo un hemisferio de la fiesta taurina consistente en la resonancia inacabable de lo que acontece dentro de las plazas, en las tenaces e incesantes discusiones alrededor de las mesas en tabernas y cafs, en casinos, tertulias y peridicos. Una de las gracias mayores de las corridas de toros es que siendo el toreo ocupacin silenciosa, que se ejercita taciturna-mente, sin embargo, da enormemente que hablar. Sin duda, es gran caridad dar a los hombres de qu comer, pero sabe poco de cosas humanas quien no advierte todo lo que hay de generosa caridad en dar a los hombres de qu hablar. Imaginen ustedes que mgicamente extirpsemos a la vida espaola de los dos ltimos siglos las discu-siones sobre asuntos taurinos y represntese el hueco enorme, el pavoroso agujero de vaco que en ella habramos abierto. Se olvida demasiado que una de las cosas a que el hombre en general, y muy especialmente el hombre meridional, ha venido a este mundo, es a hablar, y no es tan fcil, como al pronto podra suponerse, que el hombre medio de cada pas tenga temas de qu hablar. Una de las cosas que se han estimado siempre ms es la fama. Pues bien, seores, fama es una palabra griega que no significa ms que eso: lo famoso es lo que da mucho que hablar, esplndido donativo, magnfica limosna!

    Entre los aficionados ha habido algunos, muy pocos, hasta menos de los que debi haber, que se han ocupado, benemritamente, en rebuscar datos sobre el pretrito de las corridas de toros y gracias a ellos nos es posible intentar lo que ahora vamos a intentar. Vaya, pues, nuestra ms expresiva gratitud hacia la labor de esos aficionados eruditos que culmina en la obra monumental de Jos Mara de Cosso.

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  • Pero una vez reconocido su mrito sin la menor escatimacin, necesito aadir que tampoco ellos hablan en serio de los toros. Su trabajo va inspirado y dirigido por pura curiosidad de aficionado y nada ms. El aficionado, como tal, se regodea en contemplar el objeto a que es aficionado, en tenerlo presente, en descubrir con minucia sus formas presentes y pasadas. Por tanto, parte siempre de aquella realidad que estimula su aficin y procede, diramos, a acariciarla morosamente con la atencin. Ahora bien, hablar en serio de una cosa no es eso, es tarea mucho ms grave y en cierto modo ms dra-mtica, casi truculenta. Hablar en serio de una cosa es hablar a fondo de ella y hablar a fondo es penetrarla tan radicalmente que pasamos a todo su travs y nos encontramos del otro lado de ella, fuera de ella, donde an no est, sino que en su lugar est su inexistencia, su nada genital. Inmediatamente va a ser a ustedes difana esta expresin al pronto opaca y enigmtica.

    Muchos de los presentes recuerdan cmo Unamuno, propenso en sus chistes a la reiteracin, refera a menudo que un profesor de la Universidad de Coimbra, en su texto de Derecho romano, al llegar al captulo de los impuestos deca: Los impuestos en Roma comen-zaron por no existir. Todos reamos grandemente con la ancdota, pero la verdad es que los reidores no tenamos razn. Quien la tena era el humilde y turulato profesor de Coimbra. En efecto, no solo los impuestos en Roma, sino las cosas todas de este mundo han comenzado por no existir y no se logra de ellas una idea clara, no se entiende bien lo que son en su autntico y propio ser, en suma, no se las conoce si no sabemos sorprendernos de que existan, lo cual implica representarnos su inexistencia, lo que eran cuando no eran an, por tanto, cuando eran nada, cuando era su propia y originaria nada. Toda cosa de este mundo lleva pegada a la espalda esa su anterior inexistencia, esa su nada fecunda, genital, y pensar en una realidad, averiguar su verdadero ser implica que la retrotraigamos a ese momento en que an no era; por tanto, que nos la quitemos de delante, que imaginariamente la suprimamos, la aniquilemos.

    T O R O Y T O R E O

    Para un espaol la palabra toro no significa un concepto tan genrico como Bu// para un ingls o Strer para un alemn. Me refiero a un espaol que lleve en las venas la tradicin nacional. Los espaoles de hoy, que en su mayora, por causas muy curiosas mas no oportunas

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  • aqu, hace un cuarto de siglo perdieron la continuidad de la tradicin, andan cerca del ingls o del alemn al usar la palabra toro: la enva-guecen y la dilatan.

    Mas para un espaol de cepa repito toro no significa cual-quier macho bovino, sino precisa y exclusivamente el macho bovino que tiene cuatro o cinco aos y del que se reclama que posea estas tres virtudes: casta, poder y pies. Si no tiene cuatro aos no es toro, es novillo o becerro. Si no posee, en una u otra dosis y combinacin, aquellas tres virtudes, podr llamrsele toro, pero comprometin-dose a agregar malo ser un toro malo, donde malo significa lo que, cuando haba duros de plata, llevaba a decir: Hombre, hoy me han dado un duro malo!, donde malo significaba que, por haches o por erres, no era un duro. Esto le pasa a un toro que no posea ni casta ni pies ni poder. Aparte los cuernos, ligero detalle que va ya anticipado y presumido en el vocablo bovino, son estos los tres ingredientes sine quibus non de la estupenda realidad que los espaoles castizos llaman toro. Ms an, esos tres componentes constituyen, en sus varias dosis y modos, los trminos que nos permiten precisar la ecuacin que es cada toro.

    (Respecto a los aos: cuando de ellos se habla se suele entender que se refiere uno al tamao. Esto es una tontera! Un toro que tuviese las tres virtudes, aun siendo diminuto, le sobrara tamao para hacer las fechoras imaginables. Es ms vaya como paradoja frente a la preferencia actual por pequeos supuestos toros, hubo un momento en que fue preciso eliminar de la fiesta a los toros navarros, precisamente porque eran pequeos. Dejo para luego explicar el sentido de esto, porque interviene en uno de los cuatro o cinco hechos fun-damentales en la historia de las corridas de toros.)

    Da un poco de vergenza haber tenido que tomar la precaucin de definir rigorosamente al toro cuando hablo no solo ante espaoles sino ante aficionados a toros. Pero si sois sinceros reconoceris que no sobra. Adems me era imprescindible para esto que necesito decir a porta gatola.

    El asunto de que voy a hablar no es el toreo en el sentido que casi todos los que estn aqu dan a la palabra y en que se basan casi todas las discusiones actuales entre los aficionados. Si yo digo que los buenos y mejores aficionados de hace cincuenta aos discutan muy poco sobre el toreo dirn ustedes que no lo entienden, y, sin embargo, es la pura verdad. Con la palabra toreo ha pasado lo contrario que con la palabra toro. A esta se le ha ensanchado el sentido, a aquella se le ha constreido.

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  • Lo que ms me diferencia de los de hoy es que ellos hablan de este o del otro toreo y con ello se refieren al modo de ejecutar una docena, o muy poco ms, de suertes, unos cuantos lances de capa y unos pases de muleta. Como veremos, esta retraccin y angostamiento de sentido falsea ya de partida toda discusin sobre si ahora se torea mejor o peor que antes. La falsea porque aisla esas pocas suertes, arrancndolas del conjunto que es una corrida de toros; por tanto, convirtiendo en algo separado y abstracto lo que solo tiene su autn-tica realidad como una y solo una de las cosas que pasan y hay en una corrida de toros. A m me asfixia or hablar as del toreo, porque estoy acostumbrado a respirar una relidad vastsima, amplsima, enorme, que es precisamente la corrida de toros.

    Hace cincuenta aos no se llamaba torear a lo que hoy. Por torear se entenda defino otra vez el significado de un vocablo hacer y padecer todo aquello a que da ocasin cuanto acontece en una plaza desde que el toro sale del toril hasta que se lo llevan las mulillas. Y es su sentido ms natural, a saber, habrselas en todas las formas con el toro en ese breve espacio en que culmina su serel tiempo en que permanece en la plaza. Pues si se habla de toreo de campo es para subdecir que no es propiamente toreo.

    Conste, pues, lo que quiero decir: yo no acepto conversacin sobre el toreo si se usa esta palabra en el restringido y anginoso sentido actual, y mi negativa no es oriunda de mi capricho, sino que se origina en mi conviccin de que con aquel sentido se falsea ya a limine toda la cuestin. Pero ahora aado que para mi tema es tambin estrecho el sentido, que era normal, del vocablo toreo. Porque al fin y al cabo es este, s, todo lo que hacen en la plaza los toreros; pero en la plaza no hay solo toreros, porque hay adems el pblico, pero sobre todo hay adems y, antes que nada, el toro. El conjunto de todo esto es lo nico que no es abstraccin, sino precisa, concreta e integral realidadlo que se llama corrida de toros y de esto es de lo que voy a hablar. [...]

  • [ S O B R E EL L I B R O L O S T O R O S ] * "

    30 diciembre 1943.Lisboa.

    Sr. D . Jos Mara de Cosso.

    Querido amigo: Aunque la parezca a usted inverosmil, el tomo primero de

    Los Toros, que tan amablemente me enva, dedicado en abril y llegado a la oficina de Correos portuguesa en julio, no se me ha hecho pre-sente hasta este preciso instanteseis de la tarde del 30 de diciembre. As las gastamos aqu y este hecho puede servirle a cualquiera como smbolo y cifra de toda la existencia de este pas. Justo es, sin em-bargo, aadir que algo semejante acontece hoy en todo el mundo, lo cual engendra constantemente situaciones que son irremedia-blemente equvocas, pues no hay modo de que las gentes reconozcan de una vez y para todos los casos que la anormalidad es radical y universal.

    Pero si su libro no me ha llegado hasta ahora, claro es que hace mucho all por agosto lo haba ledo con bastante cuidado en el ejemplar que un amigo me proporcion. Es enorme la labor que ha metido usted tanto en este como en el tercer tomo (tambin lo he visto aunque, por su carcter, menos detalladamente an). Los grabados son esplndidos y abundantes. Comprender la emocin con que he visto todo esto, pues sobre la que la materia me produce hay el sentirme as como el abuelo de esta gran obra.

    Ni que decir tiene que est bien, muy bien, pero la unin, la solidaridad en que me siento con usted y con su trabajo me obliga a expresarle a usted ahora o en futuras ocasiones cuantos desiderata

    (1) [Carta hallada entre los papeles inditos del autor, pero que no fue recibida por su destinatario.]

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  • me pasen por la cabeza. Las circunstancias no han permitido que durante su gestacin estuvisemos juntos, en canje constante de juicios y proyectos. Pero entiendo que esta obra debe irse elaborando hasta su perfeccin en sucesivas ediciones. Lo ya logrado en esta primera es mucho y ello reclama que todos los amigos en fervorosa colaboracin contribuyamos, cada cual como pueda, a proporcio-narle lo que pueda considerarse que le falta. Oigo, adems, que el libro, no obstante su inevitable precio, se vende como pan bendito. A l menos aqu, cuantos ejemplares llegan a las libreras se volati-lizan inmediatamente. En el caso de que apareciese pronto en el horizonte la eventualidad de una reedicin no deje de avisarme para enviarle en serio un minucioso y completo dictamen sobre ambos tomos, dictamen a mi tiempo entusiasta, desinteresado y rigoroso. Pues hay cosas que me parece son incuestionables, como esta: que debe desaparecer el estudio del agrnomo (y el que este incluye del veterinario). Eludo soltar la compuerta a la presa de los adjetivos violentos. En cambio, es preciso que el seor Vera ample mucho, con morosidad y fruicin, su encantador captulo. Ignoro si en el segundo tomo piensa usted volver con detalle a la historia de las ganaderas (y a su prehistoria), pero no es posible que este tema no se apure superlativamente ms. Es esplndido el captulo de las Castas, con sus anejos de ndice alfabtico y de Toros clebres. Conviene, sin embargo, aadir dos cosas: una, aparato automtico para poder encontrar en cualquier punto de su historia toda ganadera del pasado. Otra, dividiendo este en cuartos de siglo u otros perodos no mayo-res, determinar listas con las ganaderas, la mayor prez a la sazn. Importa mucho acusar en todos los elementos de la fiesta las etapas por que ha pasado.

    Excelentsima idea ha sido el diccionario de las plazas y no merece otro epteto su realizacin. Hay, sin embargo, que completar las medidas de algunas plazas importantes que, por azar u olvido, faltan. En la introduccin convendra discutir, con dictmenes de tcnicos (toreros y aficionados) las ventajas y desventajas de las plazas grandes y las chicas. No sera posible hacer una encuesta mediante circulares a gentes que vivan en las ciudades y villas donde estas plazas se hallan, preguntndoles cosas curiosas que recuerden en estas acontecidas? Y o suprimira el anecdotario, no solo porque es gravemente insuficiente, sino porque, a mi juicio, falsea por com-pleto la realidad del Torero, de los toreros individuales y de la fiesta en general. Encuentro una dolorosa desproporcin entre el captulo Clases de fiestas de Toros y el titulado Al margen de la lidiao hay que 472

  • agrandar aquel o hay que achicar este. Asimismo, yo quitara de aqu las Suertes en desuso, trasladndolas al tomo II, si en l va la historia de la fiesta. All estarn arropadas y, por lo mismo, comprensibles su existencia y su desaparicin. En este tomo yo no tratara sino la tauromaquia de nuestro tiempo, es decir, la que en su torso ha perma-necido invariable desde Paquiro hasta hoy. Mas como las extremi-dades o periferia de este torso s han tenido variaciones, yo no dejara, muy subrayadamente, de hacerlas constar no considerando como figura cannica del repertorio de suertes la que domina desde hace quince aos, porque es tpicamente inestable y no formar poca es patolgica-mente reducida, sino que ser pronto vista como mera transicin. Bien claramente aparecen en el pretrito distintas esas dos clases de pocas. Aun empezando solo en 1835, tenemos: Paquiro, Chiclanero, Cuchares, estado del toreo a que sigue transicin hasta el Gordito, con Lagartijo, Frascuelo y el Guerra que fue el segundo estado durante el siglo xix, transicin Fuentes, Bombas, Machaco, nuevo estado con Joselito y Belmonte. Desde entonces nueva transicin. Los con-ceptos de estado y transicin son independientes, aunque suelen coincidir en las etapas gloriosas o descaecidas. La fiesta de toros toma estructura tauromquicamente distinta en cada estado, la cual se puede definir rigorosamente con larga lista de atributos donde se advierte que ni un solo elemento de la corrida ha dejado de sufrir, en uno u otro sentido, modificacin.

    La objecin que necesito poner al modo general de tomar todo el tema (en los dos volmenes publicados), pero muy especialmente en este captulo euclidiano y fundamental del Anlisis es que el toreo est visto demasiadamente de su momento actual. Hay una dosis de preferencia por el presente que es inevitable en la ptica histrica, pero, por lo mismo, exige ser compensada con otra no emprica sino impuesta por la evolucin misma del arte que se historia.

    Pero con todo esto no hago sino comenzar la conversacin. Lo de menos es que tenga yo o no razn en estas observaciones que le adelanto. Lo de ms es que le demuestren el cario y la temperatura apasionada con que he ledo su trabajo enorme.