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LA BIOGRAFIA Y EL
BIOGRAFO
Una glosa al libro S'Arxiduc, de Juan March*
Joaquín Calvo Sotelo
Mallorca es evidentemente una isla, y el Archiduque Luis Salvador María José Juan Bautista Domingo Raniero Fernando Carlos Zenobio Antonio
de Habsburgo-Lorena y Barbón, hijo del segundo matrimonio de Leopoldo II y de María Antonia de las Dos Sicilias, fue otra isla también.
Mallorca emergió de las aguas -fue respetada por ellas, este misterio semejante al del huevo y la gallina no se aclarará nunca- en la fabulosa época de la formación de los continentes. La aparición de la segunda isla a la que aludo, contigua a la primera, a saber, la del Archiduque, esa sí puede fijarse con mayor precisión: tiene lugar en el sombrío pero solemne Palacio Pitti, de Florencia, el cuatro de agosto del año 1847.
El año 1847 es el mismo en que Carlos Marx y Federico Engels publican el Manifiesto Comunista que tan larga resonancia ha de adquirir en el mundo moderno. Eso, tarda algo en saberse. En el ínterin, Europa entera aparece regida por monarquías sólidamente asentadas y el Archiduque es miembro de una de las más frondosas. Azares del destino: muere el 12 de octubre de 1915 en el corazón de Bohemia, en el castillo de Brandeis, y durante los sesenta y ocho años de su vida, todo ha evolucionado dramáticamente y, de una manera especial, la guadaña de la historia, ha asomado su curvatura inexorable sobre la glorieta de Schombrun. Nadie lo hubiera sospechado cuando, en los parques de su infancia, el Archiduque lanzaba al aire -era uno de sus pasatiempos favoritos- las cometas. Verlas elevarse buscando las corrientes favorables, las cometas, los papaventos, los comevientos, como se las llama en la dulce lengua galaica, yo creo que acomoda el alma de los niños para el regusto de los sueños y de la aventura del más allá, principalmente, en aquella época lejana en la que el hombre apenas si había sobrepasado el nivel de algunas torres altivas y de algunos picachos agrestes. Quizá el alma infantil de Luis Salvador siguiese con la mirada sus vuelos y revuelos y ambicionase dar a su vida de hombre maduro los mismos giros de libertad e independencia.
Juan March cuenta en su libro que el Archiduque visitó al Conde Carla Coronini Cromberg, a cuyo hijo Guillermo le preguntó su edad. -Tengo seis años, señor -le respondió Carla-.Ah, bien -le contestó el Archiduque- entoncesya puedes empezar a desobedecer a tus padres.A tu edad yo ya lo hacía.
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En todo caso, puestos a buscar alguien que haya hecho su real e imperial gana como él, yo no encuentro a nadie con quien compararle. No vivió demasiado pero sí rebasó la edad media de la época y, en ese lapso fue, volvió, anduvo y reanduvo cuanto quiso y como quiso sin límites, sin cortesías para su libre albedrío. iQué ganga! Pero, digámoslo en su honor, siempre al servicio de la inteligencia, de la cultura y de la bondad, esto es, no malgastó su tiempo frívola y alocada-. mente, a la imagen de muchos de los de su rango, en vanas suntuosidades, sino en el estudio profesional de una serie de disciplinas que le aguijoneaban, que estimulaban su talento. Eso sí, pudo hacerlo porque era un Archiduque con plenitud de ejercicio. (Permítaseme un inciso para contar una anécdota curiosa. El Embajador Rafael Gómez Jordana, que acaba de jubilarse, fue recibido en audiencia por su Majestad el Rey Juan Carlos que le preguntó qué tal había vivido en sus últimos puestos, a lo que Jordana contestó espontáneamente para ponderar sus excelencias: -Señor, como un rey. A lo que el nuestro le repuso: -Sería como los de antes.-) Pues bien, Luis Salvador vivió como podían vivir en aquel entonces los Archiduques, asistido, de una parte, por el prestigio de la púrpura y de la otra por unas rentas saneadas y opíparas, unido a su habilidad excepcional para endeudarse si era necesario, todo lo cual le ponía al alcance de la mano sus caprichos. Caprichos, desde luego, no le faltaron y él los satisfizo sin excepción y con creces. Pero lo que le unió a Mallorca no fue un capricho sino una pasión. Osear Wilde distinguía cínicamente esos dos sentimientos diciendo que la única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida era que el capricho duraba un poco más, pero esa definición no era aplicable al caso de Luis Salvador porque el capricho, si así queremos llamarle, por Mallorca, que acaso lo fuese inicialmente, no se extinguió nunca en su corazón y yo doy por cierto, sin aventurarme apenas, que en sus postreras horas, en los inmensos salones del castillo de Brandeis, que había heredado de Leopoldo II de Toscana añoró Miramar, las aguas milagrosamente remansadas de la cala, el enorme colmillo de aquella mole de piedra y, lcomo no? las sonrisas tiernas y hospitalarias, en tantos y tantos casos amorosas o filiales, de los campesinos mallorquines que formaron su séquito habitual mientras declinaban los tronos y el siglo.
El Archiduque fue, evidentemente, un ser extraño, tanto en su aspecto físico como en su comportamiento. Corti, biógrafo de Sissi -la cita es naturalmente de Juan March- dice que es un excéntrico, que no se ha casado y lleva una vida licenciosa, que viste a veces de vulgar estameña como un fraile y no posee más que un sólo uniforme militar, que cuando viene a la Corte causa verdaderas molestias y que su yate es un estado comunista en pequeño. Es, sí, hombre de gran cultura, polígrafo con extensos
Luis Salvador, adolescente en Venecia.
Dibujo de Luis Salvador en La Estaca.
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conocimientos científicos y artísticos, mecenas generoso, fácil a las dádivas con las que iniciaban su camino, como con los menesterosos a los que nunca negó asistencia y apoyo. A manera de contraste, los viejos de Valldemosa recuerdan que cuando se paseaba con las mujeres que trabajaban en sus tierras y sentía ganas de orinar eran ellas las que le abrían la bragueta y hacían todas las operaciones necesarias. No sé a qué épocas o civilizaciones hay que remontarse para encontrar ejemplos de cesarismo que se asemejen a éste. Desde luego, ahora, en Mallorca, no es frecuente que le ayuden a uno en esos trances. En efecto, aquella Mallorca de la que el Archiduque fue uno de los primeros turistas notorios que arribaron a sus costas, no tenía nada que ver con ésta que hoy inundan, los meses estivales, muchedumbres que hablan diversas lenguas y son de distintas procedencias, aunque unificados por el matonismo de las divisas que chulean nuestra pobre y delgadísima peseta. La Mallorca de antaño era, de verdad, una especie de paraíso terrenal, rico en grados termométricos pero sin caminos, fértil en almendros pero sin electricidad, con el mismo litoral, claro, que hoy dibuja sus líneas en el Mediterráneo pero sin los horribles molares de los hoteles que profanan con insolencia sus crestas más bellas y sin los autobuses que asfixian las curvas de las carreteras. Barquitas de pescadores, embarcaciones mixtas de vela y vapor rondaban sus costas, fragatas y algunos muy escasos yates. Uno de ellos se llamaba el Nixe y lo patroneaba el Archiduque. El Nixe aparejó innumerables veces para recorrer el mundo pero las garfias de sus anclas eran acogidas amicalmente por las arenas de Miramar y ese fue el principio y el fin de sus múltiples singladuras. Pues bien: esa Mallorca rústica, inocente, agrícola de fines del XIX fue la que enamoró al Archiduque. El Archiduque, alérgico a la pompa de la Corte austriaca en la que el protocolo le adjudicaba una precedenciaque muchos le envidiarían y que él, no por orgullo sino por elegancia de espíritu, desdeñaba, era refractario a las galas palatinas. (Todo ello sin perjuicio de que no rompiese sus amarras, aun distante de ella ni quebrantase los respetos debidos al Emperador Francisco José y al Archiduque Rodolfo, su amigo, a quienes dedicó sendos libros.) Pero para alimentar la fiebre creativa -que es el motor de todo intelectual- pocos lugares, a mi juicio, más adecuados que la toldillade un barco o la terraza de un palacio dorada porel tibio y fidelísimo sol mallorquín. (Nótese queel prólogo de su obra monumental sobre las Baleares, va fechado a bordo del Nixe en 1896.)Deslumbrado, sí, por las islas, el Archiduque lasinventarió como si se tratase de bienes particulares y todavía hoy, un siglo después, esa obra no hasido superada. Como complemento de los sietevolúmenes de que constaba tradujo al alemán cincuenta y cuatro «rondallas» mallorquinas. Envolvió aquella joya de precio en un ramo de flores.
Son pues muy claros los motivos que alentaron el amor de Luis Salvador hacia Mallorca. lCuáles son los motivos que han llevado a Juan March a estudiar al Archiduque?
Digamos, en primer término, sin que ninguna razón afectiva influya en nuestro juicio, que la biografía que lleva su firma, S'Arxiduc, es exhaustiva, que anula cuantas se hayan escrito anteriormente, inclusive algunas tan documentadas como la de Bartolomé Ferrá, El Archiduqueerrante, y hace perfectamente superfluas cualquiera otra que pueda escribirse en el futuro sobre el mismo tema. Yo me doy cuenta de la audacia que reviste esta afirmación pero soy consciente de que no exagero un ápice. Para alcanzar esa meta Juan March ha dispuesto, primero, de multiples fuentes bibliográficas y documentales que iluminan la vida de su biografiado, existentes en la biblioteca de Bartolomé March Servera, cuyos refinamientos de coleccionista de obras de arte y de recuerdos históricos conocemos todos. Y, segundo, de las obras del propio Luis Salvador, cerca de ochenta, que Juan March ha examinado, papeleteado y analizado con una dedicación admirable, a lo largo de varios años de trabajo.
El Archiduque llega por vez primera a Ibiza al cumplir los veinte de su edad, el 11 de agosto de 1867 y a Mallorca, al parecer, a principios de setiembre. La afectuosa dedicación de Juan March no le faltará desde su nacimiento a su muerte, a tal punto documentada que el que quiera saber dónde estaba y qué hacía y con quién andaba el Archiduque entre esas dos fechas límite, -la de su nacimiento en 1847 y la de su muerte en 1916- le bastará abrir las páginas de su libro para informarse. Sólo con eso sería meritoria su labor pero, estimándola insuficiente, la ha completado con el dibujo de los distintos lugares por los que anduvo aquel nómada de vocación al que sólo retuvieron largamente las musas mediterráneas. Uno de los meandros más apasionantes de la biografía, es el que se relaciona con la muerte nunca aclarada del Archiduque Rodolfo para cuyo cabal conocimiento aporta datos esenciales. Del mismo modo es curiosísimo el relato de la visita de la Infanta Isabel a Palma: «El golpe de vista que el muelle ofrece poco antes de las nueve -nos cuenta Juan March- era hermoso, con las altas plumas de los maestrantes y el brillo de los uniformes militares, destacando vistosos sobre la nota negra de los fracs.»
Nos equivocaríamos si creyésemos que la biografía está escrita con la frialdad notarial con que se han escrito muchas otras, o con el parcialismo apologético en unos casos o destructivo en el que incurren muchos biógrafos. No. Está hecha como debe ser. Ortega y Gasset dijo aquello de que «al crítico le corresponde potenciar la obra elegida». Juan March ha elegido la extraña y sorprendente figura y vida del Archiduque y la ha reconstruido, la ha rehecho como si tuviera en sus manos las fichas de un puzzle,
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mirándola, claro está, a través de un prisma comprensivo y generoso. Diríase que Juan March, mallorquín donde los haya, ha pretendido pagar con el Archiduque una parte de la deuda que Mallorca tiene con quien tanto contribuyó y de tan decisivo modo a centrar la curiosidad del mundo entero sobre una isla, en aquel entonces olvidada, o, lo que es peor, desprestigiada por la nefasta propaganda que Jorge Sand había hecho de ella.
Pues bien: Mallorca ha encontrado en Juan March como el Archiduque un valedor de excepción. Su biografía, repito, le ha supuesto un trabajo ingente de búsqueda, de ordenación de documentos pero lo que se transpira a las claras en sus páginas es su amor a Mallorca, no menos profundo que el del Archiduque. Me importa subrayar justo, eso, la belleza del libro, lleno de escapadas líricas, de comentarios poéticos que le suscitan ya las andanzas de su biografiado, ya los paisajes en que se desenvuelve su azacaneada existencia. Y, a la vez, el rigor científico, historiográfico de su tarea. Una noble fatiga parece invadirle al concluir su obra. No termina ésta estrictamente con la vida del Archiduque, sino que sigue con la de las figuras que desempeñaron un papel importante en su existencia. Pero ha llegado la hora del punto final. Estas son sus lineas postreras: -«lEs ése el Archiduque de aquí? preguntó hoy en la terraza de la Estaca un niño pequeño que puede ser muy bien un tataranieto de Luis Salvador- -Sí. Y hoy dejo de pensar en él. Luego se puso el sol.»
No sé cuánto tiempo ha pensado en él Juan March. Ahora ha llegado a la última vuelta del camino y el cansancio, tan legítimo, le vence. Bien. Conforme, Juan March no volverá nun-ca a pensar en el Archiduque, gracias a: � él, se habrá salvado para siempre del •� olvido. ..
* Juan March: S'Arxiduc. Biografía ilustrada de un príncipe nómada. José J. de Olañeta, Editor, Barcelona-Palma de Mallorca, 1984.
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