kleist (2008) terremoto en chile

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  • HEINRICH VON KLEIST

    EL TERREMOTO DE CHILE

    LA MUERTE DE UN POETAMICHEL TOURNIER

    TRADUCCiN

    JOS LUIS RISAS

    MIGUEL SENZ

    JUAN JOS DEL SOLAR

    ~.,..( ...(.....~::~.~?~....'l.:::_ ...

    ',:.,.;.../ATALANTA

    2008

  • En cubierta y contracubierta: J ohn Martn, La destruccin deSodoma y Gomorra, 1852

    NDICE

    Direccin y diseo: Jacobo Siruela. Kleist O la muerte de un poeta

    9

    El terremoto de Chile43

    '.).1 i I ')I . \ .~.

    La marquesa de O ...65),

    La mendiga de Locarno117

    Sobre el teatro de marionetas123

  • En Santiago, capital del reino de Chile, precisa-mente en el momento del gran temblor de tierra de1647, en el que perecieron muchos miles de personas,un joven espaol llamado Jernimo Rugera, acusadode un delito, se encontraba junto a una columna de laprisin donde lo haban encerrado, y tena la inten-cin de ahorcarse. Haca aproximadamente un aoque Don Henrico Asrern, uno de los nobles msricos de la ciudad, lo haba echado de su casa, dondeestaba empleado como preceptor, por haber entabla-do una relacin de cario con Doa Josefa, su nicahija. Un mensaje secreto del que tuvo noticia por lamaliciosa vigilancia de su orgulloso hijo el ancianocaballero, que haba advertido expresamente a su hija,lo indign de tal forma que la mand al convento decarmelitas de Nuestra Seora de la Montaa.

    Por una feliz casualidad, Jernimo pudo reanudarsu relacin y, una noche discreta, hizo del jardn delconvento el escenario de su dicha ms completa. Fue

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  • el da de Corpus Christi, y la solemne procesin de lasmonjas, a las que seguan las novicias, acababa de co-menzar cuando la desdichada Josefa, al sonar las cam-panas, se derrumb en los escalones de la catedral conlos dolores del parto.

    El acontecimiento caus gran revuelo; sin conside-racin por su estado, llevaron inmediatamente a lajoven pecadora a la prisin y, apenas pas el puerpe-rio, la sometieron, por or en del arzobisp , ariguroso de los procesos. En la ciudad se hablaba contan gran encono del escndalo, y las lenguas se ensa-aban tanto con el convento entero en que se habaproducido, que ni la intercesin de la familia Asterrini los deseos de la propia abadesa, que haba tomadocario a la joven por una conducta por lo dems inta-chable, pudieron suavizar la severidad con que la ame-naz la ley eclesistica. Todo lo que poda ocurrir eraque la muerte en la hoguera, a la que haba sido con-denada, fuera conmuta da por decisin del virrey, congran indignacin de las matronas y doncellas de San-tiago, por la decapitacin.

    En las calles por donde haba de pasar la comitivade la ejecucin se alquilaron ventanas, se quitaron lostechos de las casas, y las piadosas hijas de la ciudadinvitaron a sus amigas a presenciar, como hermanas,el espectculo de la venganza divina.

    Jernimo, que entretanto haba sido puesto tam-bin en prisin, crey perder el juicio al enterarse delmonstruoso giro que haban tomado los aconteci-mientos. En vano pens en la salvacin: dondequieraque lo llevaran las alas de sus pensamientos ms des-medidos, tropezaba con cerrojos y muros, y un inten-to de limar los barrotes de la ventana lo condujo, al

    ser descubierto, a un encierro todava ms severo. Searrodill ante la imagen de la Santa Madre de Dios, yle rez can infinito fervor, como si fuera la nica de laque caba an esperar la salvacin.

    Sin embargo, amaneci el da ms temido y, Con l,la ntima conviccin del absoluto desamparo en quese encontraba. Resonaron las campanas que acompa-aban a Josefa al cadalso, y la desesperacin se apode-r del alma del joven. La .da le eci a orrecible,y decidi darse muerte con Una soga que el azar lehaba deparado. Como queda dicho, estaba precisa-mente junto a una columna, asegurando a una abraza-dera de hierro, incrustada en la cornisa misma, la sogaque deba arrebatado de aquel mundo abominablecuando de pronto se hundi la mayor parte de la ciu-dad, con gran estruendo, como si cayera el firmamen-to enterrando bajo sus escombros todo cuanto respi-raba. Jernimo Rugera qued paralizado de espanto;y, como si su conciencia hubiera sido aniquilada, seaferraba ahora, para no caerse, a la columna en la quehaba querido morir. El suelo vacilaba bajo sus pies,todas las paredes se agrietaron, el edificio entero seinclin para precipitarse en la calle, y slo la cada deledificio de enfrente, que coincidi con su lenta cada,impidi, al formarse una oportuna bveda, el de-rrumbamiento total. Temblando, con el cabello eriza-do y unas rodillas que queran romperse baj o su cuer-po, Jernimo se desliz por el suelo inclinado, haciala abertura que haba quedado en el muro delanterode la prisin por la colisin de las dos casas.

    Apenas se encontr al aire libre, la calle, ya estre-mecida, se hundi por completo a causa de un segun-do movimiento de tierra. Sin saber cmo salvarse de

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  • aquella catstrofe general, Jernimo se apresur, pa-sando por encima de escombros y vigas, mientras lamuerte lo acosaba por todas partes, hacia una de laspuertas ms prximas de la ciudad. All se derrumbotra casa y, esparciendo los escombros por doquier, loempuj hacia una calle lateral. En ella, en medio denubes de humo, brotaban ya las llamas de todos losabletes, por lo que, espantado se adentro en otra

    calle. All vino hacia l, desbordado, el ro Mapocho,que lo arrastr rugiendo hacia una tercera. All habaun montn de muertos, all gema todava una vozentre las ruinas, all gritaba la gente desde los tejadosen llamas, all luchaban hombres y bestias con las olas,all se esforzaba un valiente por salvarlos, all habaotro, plido como la muerte, que alzaba silenciosa-mente al cielo sus manos temblorosas. Despus de al-canzar la puerta y de subir a una colina que haba msall, Jernimo cay al suelo sin sentido.

    Permaneci quiz un cuarto de hora en el ms pro-fundo desvanecimiento, cuando por fin despert denuevo y, dando la espalda a la ciudad, se incorpor delsuelo. Se palp la frente y el pecho, sin saber qupodra hacer, y 10 acometi un indecible sentimientode bienestar cuando un viento del oeste, que vena delocano, acarici su renovada vida, y sus ojos miraronen todas direcciones, sobre la florida comarca de San-tiago. Slo los grupos de personas alteradas que sevean por todas partes le opriman el corazn; nocomprenda lo que poda haberlos llevado a ellos y al hasta all, y slo cuando se dio la vuelta y vio la ciu-dad hundida a sus espaldas record los terriblesmomentos que haba vivido. Se inclin tan profunda-mente para dar gracias a Dios por su salvacin mila-

    grasa que roz con la frente el suelo; y, como si laespantosa impresin que se haba grabado en su almareprimiera todas las impresiones anteriores, llor dealegra por el hecho de poder disfrutar an de la agra-dable vida y de sus mltiples encantos.

    Entonces, cuando se percat de que tena un anilloen la mano, record de pronto a Josefa; y con ellarecord su prisin, las campanas que haba odo y elmomento que haba precedido al derrumbamiento.Una profunda melancola volvi a inundarle el pecho;comenz a arrepentirse de su oracin y le pareciterrible aquel ser que reinaba sobre las nubes. Se mez-cl con la gente que, por todas partes, preocupada porsalvar sus propiedades, sala atropelladamente por laspuertas de la ciudad, y se atrevi a preguntar tmida-mente por la hija de Astern, y si se la haba ejecuta-do. Sin embargo, no hubo nadie que pudiera darle in-formacin detallada. Una mujer que, con las espaldasinclinadas casi hasta el suelo, transportaba una enor-me carga de utensilios y llevaba dos nios colgadosdel pecho le dij o al pasar, como si lo hu biera visto consus propios ojos, que la haban decapitado. Jernimose dio la vuelta, y dado que, si calculaba el tiempo, nopoda dudar de aquel final, se sent en un bosquesolitario y se abandon a su inmenso dolor. Deseque el poder destructor de la Naturaleza volviera aCaer sobre l. No comprenda por qu haba escapadoa la muerte que su alma miserable haba buscado enaquellos instantes, porque le pareca liberadora en to-dos los aspectos. Se propuso firmemente no venirseabajo, aunque los robles estuvieran desarraigados ysus copas cayeran sobre l. Una vez que se hubo desa-hogado llorando y, en medio de las lgrimas ms ar-

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  • dientes, vio renacida su esperanza, se puso en pie yrecorri el campo en todas direcciones. Visit todaslas colinas en las que se haba reunido gente; todos loscaminos por los que la gente an hua en desbandadalo vieron dirigirse a su encuentro; su paso vacilante lollev a todos los lugares donde ondeaba al vientoalguna prenda femenina. Sin embargo, ninguna cubraa la amada hija de Astern. El sol se pona, y con lvolva a hundirse su esperanza, cuando lleg al bordede una roca y se le ofreci el espectculo de un ampliovalle, slo frecuentado por algunas personas. Re-corri, indeciso sobre lo que deba hacer, los distintosgrupos, cuando de pronto, junto a una fuente queregaba la quebrada, vio a una mujer joven ocupada enlavar a un nio en sus aguas. Y en ese instante le dioun vuelco el corazn. Baj de las rocas con un fuertepresentimiento y exclam: i Oh Madre de Dios ben-dito!, al reconocer a Josefa cuando, atemorizada porel ruido, mir a su alrededor. Con qu felicidad seabrazaron aquellos infelices, a los que un milagro delcielo haba salvado!

    En su camino hacia la muerte, Josefa estaba yamuy cerca del cadalso cuando, por el estruendosoderrumbamiento de los edificios, se dispers el corte-jo de la ejecucin. Sus primeros pasos aterrorizados lallevaron hacia la puerta de la ciudad ms prxima;pero la reflexin le hizo dar la vuelta enseguida y sedirigi apresuradamente hacia el convento, dondehaba quedado su nio desamparado. Encontr ya enllamas todo el edificio, y a la abadesa, a la que, enaquellos momentos que iban a ser sus ltimos, habaencomendado el pequeo, de pie ante la puerta, pi-diendo ayuda a gritos para salvarlo. Con denuedo, sin

    temer el humo que iba a su encuentro, Josefa se pre-cipit dentro del edificio, que se derrumbaba ya portodas partes y, como si todos los ngeles del cielo laprotegieran, volvi a salir enseguida, ilesa, por la puer-ta principal. Quiso echarse en brazos de la abadesa,que tena las manos juntas so bre la cabeza, cuando,con casi todas las mujeres del convento, la abadesamuri de forma lamentable al carsele encima unfrontn del edificio. Josefa retrocedi temblorosaante el horrible espectculo, cerr rpidamente losojos de aqulla y huy, llena de espanto, para arreba-tar a la muerte el querido nio que el cielo le habadevuelto.

    Apenas haba dado unos pasos, se encontr con elcadver del arzobispo, al que acababan de sacar des-trazado de los escombros de la catedral. El palacio delvirrey se haba hundido, el tribunal donde se habadictado la sentencia estaba en llamas, y en el lugar enque haba estado el hogar paterno haba aparecido unlago del que brotaba un hirviente vapor rojizo. Josefahizo acopio de fuerzas para no desfallecer. Alejandoel pesar de su pecho, avanz valientemente con subotn, de calle en calle, y estaba ya prxima a la puer-ta de la ciudad cuando vio tambin en ruinas la pri-sin en que Jernimo se haba consumido. Al verlavacil, y fue a dejarse caer sin conocimiento en unrincn. Pero el derrumbe, a sus espaldas, de un edifi-cio que los temblores haban estremecido ya, hizo quevolviera a levantarse fortalecida por el espanto. Besal nio, se limpi las lgrimas de los ojos y alcanz lapuerta, sin prestar ms atencin a los horrores quela rodeaban. Cuando se vio al aire libre, lleg a la con-clusin de que no todo el que haba vivido en uno de

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  • los edificios destruidos tena que haber sido aplastadonecesariamente por l.

    En la siguiente encrucijada se detuvo y esper paraver si apareca aquel que, despus del pequeo Felipe,era lo que ms quera en este mundo. Como no acudanadie y la multitud de personas no haca ms que cre-cer, prosigui su camino, pero se volvi otra vez, yesper de nuevo; y, derramando muchas lgrimas, seadentro en un valle oscuro, sombreado por pinos, pararogar por el alma de l, que crea liberada de su cuerpo;y fue all donde l encontr a su amada, en el valle, ytambin felicidad, como si hubiera sido el valle delEdn.

    Todo eso contaba ahora emocionada a Jernimo, ycuando hubo acabado, le dio al nio para que lo besa-ra ... Jernimo lo cogi y acarici con inefable alegrapaterna, y, como el nio llorase ante aquel rostro des-conocido, le sell la boca con caricias sin fin. En-tretanto haba cado la noche ms hermosa, llena dearomas suavsimos, tan silenciosa y plateada comoslo podra soar un poeta. Por todas partes, a lolargo del arroyo del valle, se haban asentado personas,al resplandor de la luna, y preparaban blandos lechosde musgo y hojas para descansar de un da tan angus-tioso. Y comoquiera que los pobres seguan la~en-tndose, ste porq ue haba perdido su casa, el otro asu esposa y su hijo, y un tercero, todo, Jernirrio yJosefa se ocultaron entre unos espesos arbustos parano entristecer con su secreta alegra el nimo de nadie.Encontraron un esplndido granado, que desplegabaampliamente sus ramas, cargadas de frutos perfuma-dos; y un ruiseor cantaba en la copa su voluptuosacancin. All se recost Jernimo junto al tronco,

    Josefa a su lado y Felipe en el regazo de Josefa, cu-biertos con la capa de aqul, y descansaron. La som-bra del rbol se fue desplazando sobre ellos con susluces dispersas, y la luna volvi a palidecer ante laaurora, antes de que se durmieran. Haban tenidoinfinitas cosas que contarse del jardn del convento yde sus risiones, y de lo que haban sufrido el uno porel otro, iY se conmovieron al pensar en cunta mise-ria haba tenido que caer sobre el mundo para queellos fueran felices!

    Decidieron que en cuanto hubieran cesado lostemblores iran a La Concepcin, donde Josefa te-na una amiga ntima y, con un pequeo prstamo queesperaba conseguir de ella, se embarcaran haciaEspaa, donde vivan los parientes maternos deJernimo, para pasar all felizmente el resto de susdas. Despus de mucho besarse, se quedaron dor-midos.

    Cuando despertaron, el sol estaba ya alto en elcielo, y vieron cerca de ellos a varias familias, ocupa-das en preparar junto al fuego un pequeo desayuno.Jernimo pensaba tambin en cmo conseguir comi-da para los suyos, cuando un hombre joven y bienvestido, con un nio en los brazos, se acerc a Josefay le pregunt, con aire comedido, si no podra, porcorto tiempo, dar el pecho a aquel pequen, cuyamadre yaca herida entre los rboles. Josefa se sintiun tanto confusa, cuando advirti que se tratabade un conocido. Sin embargo, l, que interpret malSU confusin, continu diciendo: Es slo por unosmomentos, Doa Josefa; este nio, desde el momentoque nos hizo a todos tan desgraciados, no ha comidonada; de forma que ella dijo: Slo callaba ... por

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  • otra razn, Don Fernando; en estos tiempos tanhorribles nadie se niega a compartir lo que posee; ycogi al nio ajeno, mientras daba el propio al padre,y se lo puso al pecho. Don Fernando agradeci mu-cho aquella bondad y le pregunt si no quera unirseal grupo que en aquel momento preparaba un peque-o desayuno junto al fuego. Josefa respondi queaceptara con gusto el ofrecimiento y, como Jernimotampoco tuvo nada que objetar, sigui a Don Fer-nando hasta donde se encontraba su familia, y allfue acogida de la forma ms entraable y cariosa porlas dos cuadas de Don Fernando, a las que conocacomo muy dignas damiselas.

    Cuando la esposa de Don Fernando, Doa Elvira,que yaca en el suelo gravemente herida en las piernas,vio que su afligido hijo tomaba el pecho de Josefa, lainvit amablemente a sentarse a su lado. TambinDon Pedro, su suegro, que estaba herido en un hom-bro, la salud con la cabeza amablemente.

    En el pecho de Jernimo y de Josefa se agitabanpensamientos extraos. Al ser tratados con tanta con-fianza y amabilidad, no saban qu pensar del pasado,del cadalso, de la prisin y de las campanas; no seranslo un sueo? Era como si los nimos, tras el terri-ble golpe sufrido, se hubieran reconciliado. Sus re-cuerdos no podan remontarse ms all de aquelmomento. y Doa Isabel, que haba sido invitada poruna amiga al espectculo de la maana anterior, perono haba aceptado el ofrecimiento, posaba de cuandoen cuando la mirada en Josefa, con ojos soadores.Sin embargo, la noticia de alguna desgracia nueva yhorrible devolvi su alma a una realidad de la queapenas haba podido escapar.

    Se habl de cmo la ciudad, inmediatamente des-pus del primer temblor importante, se llen de muje-res que dieron a luz ante los ojos de los hombres; decmo los monjes, con el crucifijo en la mano, ibande un lado a otro gritando: j El fin del mundo ha lle-gado!; de cmo una guardia que, por orden delvirrey, exiga que se abandonara una iglesia recibicomo respuesta: [Ya no hay virrey de Chile!; decmo el virrey, en los momentos ms terribles, tuvoque levantar patbulos para poner coto al pillaje; y decmo un inocente, que se haba salvado atravesandoun edificio en llamas, fue precipitadamente capturadopor el propietario, y colgado al punto.

    Doa Elvira, de cuyas heridas cuidaba con celoJosefa, en un momento en que los relatos se entrecru-zaban vivamente, aprovech la oportunidad para pre-guntarle qu le haba ocurrido en aquel da horrible.Y como Josefa, con el corazn oprimido, se lo conta rasgos generales, tuvo la dicha de ver cmo apare-can las lgrimas en los ojos de la dama. Doa Elvirala cogi de la mano, apretndosela, y le hizo gesto deque guardara silencio. Josefa crey estar entre los bie-naventurados. Un sentimiento que no pudo reprimirle hizo comprender que el da transcurrido, pormucho dolor que hubiera trado al mundo, era unagracia como nunca se le haba concedido. Y realmen-te, en medio de aquellos instantes horrorosos en losque fueron destruidos todos los bienes terrenales delos hombres y la Naturaleza entera corri el riesgo deverse sepultada, el espritu humano pareca florecer.En los campos, hasta donde alcanzaba la vista, se veamezcladas a personas de todos los estarnentos: prnci-pes y mendigos, matronas y campesinas, funcionarios

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  • y jornaleros, monjes y monjas; compadecindose mu-tuamente, prestndose ayuda recproca, compartien-do con alegra lo que haban salvado para conservar lavida, como si la desgracia general y todo lo que ha-ba escapado de ella los hubieran convertido en unasola familia.

    En lugar de las conversaciones insustanciales paralas que el mundo haba suministrado alimento en lasmesas de t, se contaban ahora ejemplos de hechosextraordinarios: personas a las que se haba prestadonormalmente poca atencin en la sociedad habanmostrado una grandeza romana; multitud de ejem-plos de intrepidez, de alegre desprecio del peligro, deabnegacin y divino sacrificio, de ofrenda ilimitadade la propia vida, como si, igual que un bien despre-ciable, pudiera recuperarse en cualquier momento.Efectivamente, como no haba nadie a quien no hu-biera ocurrido en aquel da algo conmovedor o queno hubiera realizado algo generoso, e! dolor de todoslos pechos humanos se mezclaba a tanta dulzura que,como se deca, no se poda saber si la suma de bienes-tar general no haba aumentado tanto por un ladocomo haba disminuido por otro.

    Jernimo tom a Josefa de! brazo, despus dehaberse entregado en silencio a esas consideraciones,y la llev a pasear con indecible alegra, de un lado aotro, bajo el espeso follaje del granada!. l le dijo que,dado e! estado de nimo y el cambio de las circuns-tancias, renunciaba a su decisin de embarcarse haciaEuropa; que si el virrey, que siempre se haba mostra-do favorable a su causa, segua vivo, se arriesgara apostrarse ante l; y que tena la esperanza (y le estam-p un beso) de poder quedarse con ella en Chile. [o-

    sefa le respondi que haba tenido pensamientosparecidos; que tampoco dudaba de poder reconciliar-se con su padre, si ste segua con vida; sin embargo,en lugar de prosternarse, preferira ir a La Concep-cin e iniciar desde all por escrito el proceso dereconciliacin con el virrey; as estara en cualquiercaso cerca del puerto y, en el mejor de ellos, si el asun-to tomaba el rumbo deseado, podra volver fcilmen-te a Santiago. Tras reflexionar un instante, Jernimoreconoci la sensatez de esa medida, recorri con J0-sefa an los paseos, imaginando los alegres momentosfuturos, y volvi con ella a reunirse con el grupo.

    Entretanto haba llegado la tarde, y los nimos delos refugiados que all estaban se haban tranquilizadoun poco, al haber cesado los temblores de tierra,cuando se difundi la noticia de que en la iglesia delos Dominicos, la nica que el terremoto haba respe-tado, el propio prelado del convento dira una misasolemne para rogar al cielo que los protegiera de nue-vas calamidades.

    La gente acuda ya desde todos los puntos, diri-gindose en masa hacia la ciudad. En el grupo de DonFernando se suscit la cuestin de si no deberan par-ticipar ellos tambin en la celebracin y unirse al cor-tejo general. Doa Isabel record, con cierta angustia,la desgracia que le haba ocurrido el da anterior en laiglesia, y dijo que esas ceremonias de agradecimientose repetiran, y que entonces se podra asistir a ellascon tanta mayor alegra y tranquilidad, puesto que elpeligro habra quedado atrs. Josefa manifest, levan-tndose enseguida con entusiasmo, que nunca habasentido ms vivamente el impulso de postrarse ante elCreador que entonces, cuando ste haba mostrado su

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  • sublime e inescrutable poder. Doa Elvira declarcon viveza que era de la misma opinin que Josefa.Insisti en que asistieran a la misa, y pidi a Don Fer-

    ~.,;..

    nando que condujera al grupo, y entonces todos, tam-bin Doa Isabel, se levantaron de sus asientos. Sinembargo, como esta ltima, suspirando profunda-mente, vacilaba al hacer los preparativos para salir y,a la regunta de qu le pasaba, res ondi que tena nos qu presentimiento infeliz, Doa Elvira la tranqui-liz, pidindole que se quedara con ella y con supadre enfermo. Josefa dijo: As, Doa Isabel, se cui-dar de ese pequeito que, como ve, ha vuelto a en-contrarse conmigo. Sin embargo, como ste se pusoa llorar lastimosamente por la injusticia que se le ha-ca, y no quera en absoluto, Josefa dijo sonriendoque lo mantendra a su lado, y lo bes hasta que vol-vi a callarse. Entonces Don Fernando, a quien agra-daba mucho la dignidad y el nimo de su conducta, leofreci el brazo; Josefa, que llevaba al pequeo Feli-pe, se lo ofreci a Doa Constanza; los siguieron losotros miembros del grupo; y, en ese orden, la comiti-va se dirigi a la ciudad.

    Apenas se haban alejado cincuenta pasos cuandose oy a Doa Isabel, que haba mantenido una ani-mada y secreta conversacin con Doa Elvira, gritar:Don Fernando!, y se la vio acercarse a la comitivacon paso inquieto. Don Fernando se detuvo y se vol-vi; la esper sin soltar a Josefa del brazo, y, como-quiera que Doa Isabel se detuvo a cierta distanciacomo si esperara que l fuera a su encuentro, le pre-gunt qu deseaba. Doa Isabel se acerc a l, concierta renuencia, y le murmur unas palabras al odo,aunque de forma que Josefa no pudiera orlas. En-

    tonces pregunt Don Fernando: Y qu desgraciapodra ocurrir?. Doa Isabel volvi a cuchichearle alodo, con rostro preocupado. A Don Fernando se learrebol el rostro de indignacin y respondi quetodo estaba bien y que Doa Elvira deba tranquili-zarse; y prosigui su camino con la dama ...

    Cuando llegaron a la iglesia de los Dominicos, seoa ya el rgano con musical es lendor, y una multi-tud inconmensurable se agitaba dentro de ella. Elgento se extenda mucho ms all del portal, por laexplanada de la iglesia, y subidos a las paredes, en losmarcos de las pinturas, haba muchachos que, con lagorra en la mano, miraban con ojos expectantes.Todos los candelabros irradiaban luz; las columnas, alcaer el crepsculo, arrojaban sombras misteriosas; elgran rosetn de la pared posterior de la iglesia ardacomo el propio sol del atardecer que lo iluminaba; y,dado que el rgano callaba, reinaba el silencio en todala congregacin, como si ningn pecho fuera capaz deemitir sonido alguno. Nunca haba surgido de una ca-tedral catlica tal llama de fervor hacia el cielo comoaquel da, en la catedral de los Dominicos de Santiago;y en ningn pecho humano haba una ascua msardiente que en el de Jernimo y Josefa!

    La ceremonia se inici con un sermn, pronuncia-do desde el plpito por el ms anciano de los canni-gos, revestido de pontifical. Comenz con alabanzas,elogio y agradecimiento, alzando hacia el cielo susmanos trmulas, ampliamente envueltas en la sobre-pelliz, por el hecho de que an hubiera personas que,en aquella parte del mundo en ruinas, fueran capacesde alzar sus voces temblorosas a Dios. Describi loque haba ocurrido a una seal del Todopoderoso; el

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  • juicio final no poda ser ms horrible; y cuando, sea-lando una grieta que se haba producido en la cate-dral, calific el terremoto del da anterior de simplepresagio, un estremecimiento recorri la congrega-cin. Luego, llevado por su sacerdotal elocuencia,habl de la corrupcin de las costumbres de la ciudad;se haban castigado en ella horrores como no conocie-ron Sodoma y Gomorra; y atribuy slo a la infinitalonganimidad de Dios que no hubiera sido totalmen-te aniquilada de la faz de la tierra.

    Sin embargo, fue como un pual que atravesara los. corazones ya desgarrados por el sermn de nuestrosdos infortunados el que el eclesistico, en esa ocasin,mencionara con todo detalle el crimen cometido en eljardn de las carmelitas; tach de impa la indulgenciaque haba encontrado en el mundo y, en una digresinllena de maldiciones, entreg las almas de los delin-cuentes, a los que mencion expresamente, a todoslos prncipes del Infierno! Mientras apretaba el brazode Don Jernimo, Doa Constanza grit: [Dcn Fer-nando!. Sin embargo, ste respondi tan clara y tandiscretamente como puedan compaginarse ambas co-sas: Guardad silencio, seora, no movis ni un pr-pado y haced como si os desmayarais; entonces aban-donaremos la iglesia. Sin embargo, antes de que DoaConstanza hubiera podido adoptar aquella ingeniosamedida de salvacin, se oy una voz que interrumpael sermn del cannigo: [Apartaos, ciudadanos deSantiago, que aqu estn esas personas impas!. Yotra voz llena de espanto pregunt, mientras se for-maba a su alrededor un crculo ms amplio: Dn-de?. [Aqu!, repuso un tercero que, lleno de santaruindad, agarr de los cabellos a Josefa, de forma que

    habra cado al suelo con el hijo de Don Fernando siste no la hubiera sostenido.

    - Estis locos? -grit el joven, rodeando con elbrazo a Josefa-. Soy Don Fernando Orrnez, hijo delcomandante de la ciudad, al que todos conocis.

    Don Fernando Ormez?, grit muy cerca de lun zapatero remendn que haba trabajado para J0-sefa y la conoca tan bien como conoca sus pequeospies. Quin es el padre de ese nio?, dijo volvin-dose con descaro hacia la hija de Astern. Don Fer-nando palideci ante la pregunta. Mir tmidamenteora a Jernimo ora a la gente congregada, para ver sialguien lo conoca. Josefa, empujada por la espantosasituacin, exclam: ste no es mi hijo, maestroPedrillo, como crees; mientras, con miedo infinitoen el alma, miraba a Don Fernando: [Este joven ca-ballero es Don Fernando Ormez, hijo del comandan-te de la ciudad, al que todos ccnocis!. El zapateropregunt: Quin de vosotros, ciudadanos, conoce aese joven?". Y varios de los circunstantes repitieron:Quin conoce a Jernimo Rugera? Que d un pasoadelante!. Ocurri entonces que, en ese momento, elpequeo Juan, asustado por el tumulto, quiso pasar alos brazos de Don Fernando, apartndose del pechode Josefa. Entonces grit una voz: " l es el padre! , yotra: ,,l es Jernimo Rugera!; y una tercera: jEllcsson los blasfemos!"; y toda la cristiandad congregadaen el templo de Jess: Lapidadlos! Lapidadlos!.Entonces Jernimo dijo: Alto! Monstruos! Si bus-cis a Jernimo Rugera, [aqu lo tenis! Soltad a esehombre, que es inocente! ... ,

    La furiosa multitud, confusa por la declaracin deJernimo, se detuvo; muchas manos soltaron a Don

    60 61

  • Fernando; y como en aquel momento un oficial de laArmada de alto rango lleg apresuradamente y,abrindose paso entre el gento, pregunt: jDon Fer-nando Ormez! Qu os ha pasado ?, ste, totalmentelibre ahora, respondi con una serenidad realmen-te heroica:

    -Ya veis, Don Alonso, estos criminales! Yo habraestado perdido si este hombre respetable, para tran-quilizar a la furiosa multitud, no se hubi ra hechopasar por Jernimo Rugera. Llveselo, tenga la bon-dad, y a esta joven dama, para seguridad de ambos; ytambin a ese hombre indigno -dijo agarrando almaestro Pedrillo:

    -Que es el causante del tumulto!El zapatero grit:-Don Alonso Onoreja, os los pregunto por vues-

    tra conciencia: no es esta joven Josefa Astern?Como Don Alonso, que conoca muy bien a

    Josefa, dudara entonces en su respuesta, y varias vo-ces, de nuevo encendidas de ira, gritaran: S lo es!S lo es!, y: Matadla!, Josefa dej al pequeo Fe-lipe, al que Jernimo haba llevado hasta entonces, yal pequeo Juan en brazos de Don Fernando, y dijo:Don Fernando, salvad a vuestros dos hijos y aban-donadnos a nuestro d estino!.

    Don Fernando cogi a los nios y dijo que prefe-ra morir a consentir que quienes lo acompaabansufrieran dao alguno. Despus de pedir la espada aloficial de la Armada, ofreci su brazo a Josefa y pidia la otra pareja que los siguiera. Lograron salir de laiglesia, porque, ante esa actitud, les abrieron ampliopaso con respeto, y se creyeron ya salvados. Sin em-bargo, apenas haban llegado a la explanada de la igle-

    sia, igualmente llena de gente, cuando una voz de lafuriosa multitud que los haba seguido grit: "se esJernimo Rugera, ciudadanos, pues yo soy su propiopadr e!, y lo derrib al lado de Doa Constanza conun tremendo golpe de maza. Jess, Mara y Jos! ,grit Doa Constanza, huyendo hacia su cuado;Trotaconventos!, se oy sin embargo entonces, yotro mazazo de otro lado, que la derrib sin vida juntoJ . o. Mo os!, 1 u s o o O.

    Era Doa Constanza Xares! , por qu nos mien-ten entonces ?, respondi el zapatero. jBuscad a laverdadera y matadla!. Don Fernando, al ver el cad-ver de Doa Constanza, ardi de clera; desenvainla espada y, blandindola, dio un golpe que hubierapartido en dos al fantico asesino que haba causadoaquella atrocidad, de no haber esquivado ste el furio-so tajo. Sin embargo, como no poda contener a lamultitud que se abalanzaba hacia l, Doa Josefa gri-t: [Adis, Don Fernando, cuidad de nuestros hi-jos!, y: Matadme, tigres sedientos de sangre!, pre-cipitndose voluntariamente sobre ellos para ponerfin a la lucha. El maestro Pedrillo la derrib de ungolpe de maza. Luego, salpicado de' sangre, grit:[Enviad con ella al Infierno a ese bastardo!, y seabalanz de nuevo hacia delante, con instinto asesinono aplacado.

    Don Fernando, aquel hroe divino, estaba ahoracon la espalda apoyada en la iglesia; con la manoizquierda sostena a los nios, con la derecha la espa-da. Con cada golpe fulminaba a alguien; un len no sedefendera mejor. Siete perros sedientos de sangreyacan muertos ante l, y hasta el prncipe de la sat-nica jaura estaba herido. Sin embargo, el maestro

  • Pedrillo no descans hasta arrancarle del pecho a unode los nios, cogindolo por las piernas y, hacindologirar en el aire, estrellarlo contra una de las columnasde la iglesia. Entonces se hizo el silencio y todos sealejaron. Don Fernando, al ver a su pequeo Juanante s con los sesos saliendo de la cabeza, alz losojos al cielo con un dolor indescriptible.

    El oficial de la Armada acudi de nuevo, trat deconsolado y le asegur que lamentaba su propia pasi-vidad ante aque la desgracia, aunque justi icada pormuchos motivos. No obstante, Don Fernando le dijoque no se le poda reprochar nada, y le rog que loayudara a llevarse los cadveres. Los llevaron a todos,en la oscuridad de la noche que caa, a casa de DonAlonso, adonde los sigui Don Fernando, llorando algrima viva sobre el rostro del pequeo Felipe. Pasla noche tambin en casa de Don Alonso, y retraslargo tiempo, con falsas excusas, informar a su esposade todo el alcance de la desgracia. Por una parte, por-que ella estaba enferma, y por otra porque no sabacmo juzgara su comportamiento en aquella ocasin.Sin embargo, poco tiempo despus, informada casual-mente de todo por una visita, aquella dama excelentellor en silencio su dolor maternal, y una maana,con las ltimas lgrimas brillando en sus ojos, se lan-z a su cuello y lo bes. Don Fernando y Doa Elviraadoptaron como hijo al pequeo; y cuando DonFernando comparaba a Felipe con Juan, y pensaba encmo haban llegado los dos a l, le pareca casi quedeba alegrarse.

    Traduccin: Miguel Senz