juego sin nombre

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Juego sin nombre Juego sin nombre Nora Roberts Juego sin nombre (2006) Título Original: The name of the game (1993) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Top Novel 17 Género: Contemporáneo Protagonistas: Sam Weaver y Johanna Patterson Argumento: Johanna era una mujer de éxito que no entregaba fácilmente su confianza, y aún menos a un hombre que vivía expuesto a la opinión pública y con una legión de admiradoras que lo perseguían. Así pues, ¿por qué no dejaba de pensar en Sam Weaver? Sam se las

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Juego sin nombreJuego sin nombreNora Roberts

Juego sin nombre (2006)Título Original: The name of the game (1993)Editorial: Harlequin IbéricaSello / Colección: Top Novel 17Género: ContemporáneoProtagonistas: Sam Weaver y Johanna Patterson

Argumento:

Johanna era una mujer de éxito que no entregaba fácilmente su confianza, y aún menos a un hombre que vivía expuesto a la opinión pública y con una legión de admiradoras que lo perseguían. Así pues, ¿por qué no dejaba de pensar en Sam Weaver? Sam se las ingeniaba para traspasar todas sus barreras defensivas y atraerla a sus brazos; era amable, encantador y ansiaba

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desesperadamente ganar aquel juego... cuyo nombre era amor.

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Nadie como Nora Roberts puede expresar la felicidad de los deseos conseguidos.

New York Times.

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Capítulo 1—Marge, ésta es su oportunidad de ganar diez mil dólares. ¿Preparada?

Marge Whittier, una maestra de Kansas City con cuarenta y ocho años y dos nietos, se removió en su silla. Los focos brillaban, el tambor redoblaba y la posibilidad de que Marge se mareara aumentaba a cada momento.

—Preparada.

—Buena suerte, Marge. El reloj empezará a correr cuando elija usted el primer número. Adelante.

Marge tragó saliva, se estremeció y eligió el número seis. Los sesenta segundos comenzaron a correr, y la tensión fue aumentando a medida que Marge y su compañera, una celebridad, se estrujaban las neuronas para hallar la respuesta acertada a cada pregunta. Contestaron en un periquete a preguntas tales como quién fundó el psicoanálisis y cuántas yardas tiene una milla, pero de pronto se pararon en seco. ¿Qué elemento químico contienen todos los compuestos orgánicos?

Marge se puso pálida y le temblaron los labios. Era profesora de lengua, sabía algo de historia y era un hacha en cuestión de cine, pero las ciencias no eran su fuerte. Miró con expresión suplicante a su compañera, más conocida por su ingenio que por su cultura. Los preciados segundos fueron pasando. La campana sonó mientras titubeaban, y a Marge se le escaparon diez mil dólares entre los sudorosos dedos.

El público del estudio rugió, decepcionado.

—Lástima, Marge —John Jay Johnson, el presentador, un tipo alto y relamido, posó su mano sobre el hombro de la concursante. Su voz bella y sinuosa expresaba la combinación justa de desilusión y esperanza—. Has estado en un tris. Pero, con ocho respuestas correctas, añades otros ochocientos dólares a tu marcador. ¡Impresionante! —sonrió a la cámara—. Volvemos después de una pausa publicitaria para sumar las ganancias de Marge y darles la respuesta correcta a la pregunta. Quédense con nosotros.

Entró la música. John Jay dejó a mano su sonrisa paternalista y aprovechó la pausa de noventa segundos para acercarse a la bella celebridad.

—Será capullo —masculló Johanna.

La pena era que el aspecto de galán y las maneras untuosas de John Jay mantenían alto el índice de audiencia de ¡Alerta!, y Johanna lo sabía. Como productora ejecutiva, había tenido que resignarse a aceptar a John Jay como parte del decorado. Miró el segundero de su reloj y se acercó a las perdedoras. Compuso una sonrisa, las felicitó y les expresó su simpatía al tiempo que intentaba tranquilizarlas. Las necesitaba delante de la cámara para el final del programa.

—Entramos en cinco —anunció, y dio la señal para que entraran los aplausos y la música—. En el aire.

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John Jay rodeó a Marge con el brazo, enseñó sus fundas dentales de tres mil dólares y despidió el programa.

Eran todos una gran familia cuando el ayudante del realizador paró su cronómetro.

—¡Se acabó!

Kiki Wilson, estrella de una popular comedia televisiva y compañera de Marge, se quedó charlando unos minutos con Marge tan afectuosamente que sin duda la maestra de escuela recordaría con cariño aquel momento muchos años después. Cuando se levantó y se acercó a John Jay, Kiki llevaba aún puesta su sonrisa.

—Si vuelves a hacer eso —le dijo en voz baja—, te hará falta una ambulancia.

John Jay, que sabía que se refería al rápido (y, a su modo de ver, sutil) manoseo que le había dedicado antes de que acabara el descanso, sonrió.

—Es parte del servicio. En cuanto a esa copa, cariño...

—Kiki —con un ademán suave que no parecía tan precipitado y ansioso como era en realidad, Johanna alejó de allí a la actriz—, quiero darte las gracias otra vez por venir al programa. Sé lo ocupada que estás.

La cálida voz y las suaves maneras de Johanna disminuyeron un poco la presión arterial de Kiki.

—Me he divertido —Kiki sacó un cigarrillo y le dio distraídamente unos golpecitos sobre la pitillera esmaltada—. El programa está muy bien. Es ágil. Y bien sabe Dios que nunca viene mal que la gente te vea.

Aunque no fumaba, Johanna llevaba siempre un pequeño encendedor de oro. Lo sacó y le dio fuego a Kiki.

—Eres un cielo. Confío en que vengas otra vez.

Kiki exhaló el humo del cigarrillo y miró a Johanna con fijeza. «Ésta conoce su trabajo», se dijo, «aunque parezca una modelo de anuncios de champú o de yogures». El día había sido muy largo, pero el catering era de primera clase y el público del estudio había sido generoso con sus aplausos. En cualquier caso, su agente le había dicho que ¡Alerta! era el concurso de moda esa temporada. Teniendo en cuenta eso, y el hecho de que ella tenía sentido del humor, Kiki sonrió.

—Podría ser. Tienes un buen equipo, con una notable excepción.

Johanna no tuvo que volverse para adivinar sobre quién se había posado la mirada entornada de Kiki. A John Jay se le quería o se le despreciaba. No había término medio.

—Debo disculparme si te ha causado alguna molestia.

—No te preocupes. En este negocio hay un montón de capullos —Kiki observó a Johanna de nuevo. «Menuda cara», pensó. «Hasta sin maquillaje»—. Me extraña que tú no tengas unas cuantas marcas de col-millos.

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Johanna sonrió.

—Tengo la piel muy dura.

Cualquiera que la conociera sabía que era cierto: Johanna Patterson podía parecer dulce y delicada, pero tenía la energía de una amazona. Durante un año y medio había trabajado como una esclava para conseguir que ¡Alerta! saliera a antena. No era una novata en el negocio del entretenimiento, y precisamente por ello era consciente de que, entre bastidores y en las salas de reuniones, aquél seguía siendo un mundo de hombres.

Eso cambiaría algún día, pero algún día era un plazo de tiempo demasiado largo para ella. Johanna no tenía paciencia para esperar a que las puertas se abrieran. Cuando ambicionaba algo, las abría de un empujón. Para ello estaba dispuesta a hacer ciertos ajustes. El negocio del entretenimiento no tenía secretos para ella; ni los tratos, ni las concesiones, ni los compromisos. Siempre y cuando el producto final fuera de calidad, lo demás le traía sin cuidado.

Había tenido que tragarse su orgullo y que sacrificar un principio o dos para que su criatura viera la luz. Por ejemplo, no era su nombre, sino el logotipo de su padre el que centelleaba en grandes letras al final del programa: Cari W. Patterson Productions.

Era a su padre a quien estaba vinculada la cadena de televisión, y en el que confiaban los peces gordos de la junta directiva. Así que Johanna usaba aquel nombre (a regañadientes) y luego hacía las cosas a su manera.

De momento, aquel difícil maridaje estaba en su segundo año y seguía en pie. Pero Johanna conocía el negocio (y a su padre) demasiado bien como para dar por sentado que las cosas seguirían siempre así.

Así que trabajaba con ahínco, amarraba los cabos sueltos, resolvía con presteza los problemas que surgían y delegaba cuidadosamente todo aquello de lo que no podía ocuparse en persona. El éxito o el fracaso del concurso no la haría despegar ni la hundiría financiera o profesionalmente, pero no era sólo su dinero o su reputación lo que estaba en juego. Johanna tenía sus aspiraciones y su amor propio.

El público había salido del estudio. En el plato quedaban aún un par de técnicos que estaban chismorreando o concretando algún asunto de última hora. Eran más de las ocho de la tarde, y Johanna llevaba catorce horas trabajando.

—Bill, ¿tienes las copias?

El editor le dio los duplicados de las cintas de ese día. En una jornada completa, se producían y grababan cinco programas. Cinco cambios de ropa para los concursantes famosos (Johanna se negaba a llamarles «estrellas invitadas»), y cinco visitas al guardarropa de John Jay, quien insistía en cambiarse hasta de calzoncillos para cada programa. Sus elegantes trajes y sus corbatas a juego serían enviados de vuelta al sastre

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de Beverly Hills que se los prestaba a cambio de que su nombre apareciera en pantalla al final de cada programa.

El trabajo de John Jay había acabado, pero el de Johanna acababa de empezar. Había que revisar las cintas, editarlas y hacer los ajustes de tiempo necesarios. Johanna supervisaba cada paso. Había correo que revisar, cartas de telespectadores que esperaban ser elegidos como concursantes y otras de personas que no estaban de acuerdo con ciertas respuestas. Debía reunirse con el coordinador de documentación para repasar datos y seleccionar nuevas preguntas para las siguientes emisiones. Y, aunque no podía entrevistar personalmente a cada posible concursante, repasaría la selección del coordinador encargado de elegirlos.

Los escándalos de los concursos de los años cincuenta habían quedado muy atrás, pero nadie quería que se repitieran. Las normas y la regulación eran muy estrictas. Johanna acostumbraba a no relajarse nunca, y a repasar cada detalle ella misma.

Cuando los concursantes seleccionados llegaban al estudio el día de la grabación, se les dejaba en manos de miembros del personal que los mantenían apartados del equipo, del público y de sus posibles compañeros. Se les entretenía, se les tranquilizaba y se les mantenía alejados del plato hasta que llegaba su turno.

Las preguntas se guardaban en una caja fuerte cuya combinación sólo conocían Johanna y su ayudante personal.

Luego había que tratar, claro está, con los famosos, que querían que en el camerino hubiera flores y sus bebidas favoritas. Algunos se dejaban llevar y le hacían la vida más fácil, y otros se ponían quisquillosos sólo para darse importancia. Johanna sabía (y ellos sabían que lo sabía) que muchos aparecían en programas concurso matinales no por dinero, ni por diver-sión, sino por ser vistos. Para ello aparecían en series o programas especiales, adulaban a los peces gordos de las cadenas de televisión y se desvivían porque el público no se olvidara de sus caras.

Por suerte, muchos de ellos se divertían una vez se echaba a rodar la pelota. Había aún más, sin embargo, a los que había que mimar, adular y engatusar. Johanna estaba dispuesta a hacerlo siempre y cuando la ayudaran a mantener su programa en antena. Cuando una había crecido en el mundillo del entretenimiento y entre temperamentos artísticos, había muy pocas cosas que pudieran sorprenderla.

—Johanna...

Johanna puso en espera su fantasía de un buen baño caliente y un masaje en los pies.

—¿Sí, Beth? —guardó las cintas en su enorme bolso y esperó a su ayudante. Bethany Landman era joven, lista y enérgica. En ese mismo instante parecía hallarse en estado de ebullición—. Espero que sea una buena noticia. Los pies me están matando.

—Es una buena noticia.

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Bethany, una joven morena y vivaz cuyo físico contrastaba con la rubicunda frialdad de Johanna, agarró su portafolios y prácticamente se puso a bailar.

—Lo tenemos.

Johanna se colocó el asa del bolso sobre la hombrera de su fina chaqueta azul violáceo.

—¿A quién tenemos y qué vamos a hacer con él?

—A Sam Weaver —Beth se mordió el labio inferior al sonreír—. Y se me ocurren un montón de cosas que podríamos hacer con él.

El hecho de que Bethany fuera aún tan inocente que se dejara impresionar por un cuerpo musculoso y una cara bonita, aunque ruda, hizo que Johanna se sintiera vieja y cínica. En realidad, la hizo sentirse como si hubiera nacido así. Sam Weaver era el sueño de cualquier mujer. Johanna jamás habría negado su talento, pero hacía ya mucho tiempo que no se le aceleraba el pulso ante una mirada provocativa y una sonrisa altanera.

—¿Por qué no me dices las más plausibles?

—Johanna, no tienes ni un pelo de romántica.

—No, no lo tengo. ¿Podemos hablar mientras andamos, Beth? Quiero ver si el cielo sigue ahí.

—¿Te has enterado de que Sam Weaver ha hecho su primer programa para televisión?

—Sí, una miniserie —respondió Johanna mientras zigzagueaban por el pasillo del estudio.

—Ahora no lo llaman miniserie. Los de publicidad lo llaman «evento fílmico de cuatro horas».

—Me encanta Hollywood.

Bethany se echó a reír y cambió de sitio su portafolios.

—En fin, aproveché la ocasión y me puse en contacto con su agente. La película es para nuestra cadena.

Johanna abrió de un empujón la puerta del estudio y respiró hondo. Aunque era aire de Burbank y, por tanto, distaba mucho de ser fresco, le sentó bien.

—Estoy empezando a ver por dónde vas.

—La agente fue muy ambigua, pero...

Johanna estiró los hombros y buscó sus llaves.

—Creo que me va a gustar ese pero.

—Acabo de recibir una llamada de arriba. Quieren que lo haga. Habrá que pasar los programas la semana antes de que emitan la película y darle tiempo para que lo mencione cada día —se detuvo el tiempo justo para dar a Johanna oportunidad de asentir con la cabeza—. Con esas garantías, le presionarán y lo conseguiremos.

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—Sam Weaver —murmuró Johanna.

No podía negarse su poder de atracción. Era alto, larguirucho y guapo, aunque un tanto tosco. Sin embargo, había en él algo más. Un papelito en una película, hacía cinco o seis años, había sido su trampolín hacia la fama. Desde entonces se contaba entre los mejor pagados y los más taquilleras. Era más que probable que fuera un incordio trabajar con él, pero valía la pena intentarlo. Johanna pensó en los millones de televisores de todo el país y en los índices de audiencia. Sí, valía la pena intentarlo.

—Buen trabajo, Beth. A ver si firma pronto.

—Eso está hecho —Bethany permaneció junto al pequeño Mercedes mientras Johanna subía—. ¿Me despedirás si babeo?

—Desde luego que sí —Johanna le lanzó una sonrisa mientras giraba la llave—. Nos vemos mañana.

Sacó el coche del aparcamiento como una bala. Sam Weaver, pensó mientras subía la radio y dejaba que el viento le agitara el pelo. No estaba mal, se dijo. No, nada mal.

Sam se sentía como un pez con el anzuelo clavado en la boca, y no le gustaba la sensación. Arrellanado en el mullido sillón de su agente, con las largas piernas estiradas, tenía en la cara aquel hosco ceño que tanto gustaba a las mujeres.

—Cielo santo, Marv. ¿Un programa concurso? ¿Por qué no me pides que me vista de banana y haga un anuncio?

Marvin Jablonski masticaba con denuedo una almendra garrapiñada, su sustituto del tabaco. Admitía tener cuarenta y tres años (diez más que su cliente) e iba vestido y acicalado con un estilo sutil que denotaba riqueza y suficiencia. Había vestido igual incluso en los tiempos en que su despacho consistía en una cabina telefónica y un maletín. Sabía lo esenciales que eran las apariencias en aquella ciudad, lo mismo que sabía que era vital tener contento a un cliente mientras se le manipulaba.

—Ya me parecía que era demasiado pedir que tuvieras amplitud de miras.

Sam advirtió la nota de reproche en el tono de Marv: el pobre agente que se sacrifica para intentar cumplir con su cometido. Marv distaba mucho de ser pobre, y jamás se había sacrificado a sí mismo. Pero aquel tono surtía efecto. Sam exhaló una especie de suspiro, se levantó y cruzó el ostentoso despacho de Marv en Century City.

—Ya demostré bastante amplitud de miras cuando acepté hacer el circuito de los programas de entrevistas.

En la suave voz de barítono de Sam se adivinaba aún el deje de su Virginia natal, pero en Los Angeles su reputación no era precisamente la de un caballero rural. Mientras se paseaba por la habitación, sus largas zancadas hacían pensar al observador en un hombre que sabía exactamente lo que se traía entre manos.

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Y así era, pensó Marv. De otro modo, él, un reputado y exigente agente teatral, no habría tomado a su cargo seis años antes a aquel joven y pujante actor. El instinto, solía decir Marv, era tan importante como un buen desayuno.

—La promoción forma parte del negocio, Sam.

—Sí, y yo hago mi parte. Pero ¿un programa concurso? ¿Cómo va a subir los índices de audiencia de Rosas el que yo adivine qué hay detrás de una puerta?

—En ¡Alerta! no hay puertas.

—Gracias al cielo.

Marv dejó pasar aquel sarcasmo. Era una de las pocas personas de aquel mundillo que sabían que a Sam Weaver se le podía convencer recurriendo a palabras tales como «responsabilidad» y «obligación».

—Subirá la audiencia porque millones de personas ven ese programa cinco días a la semana. A la gente le encantan los juegos, Sam. Les gusta jugar, les gusta mirar y les gusta ver cómo otro se va a casa con un almuerzo gratis. Podría enseñarte miles de datos y estadísticas, pero digamos simplemente que gran parte de esos espectadores son mujeres —su sonrisa se extendió fácilmente, moviendo su fino bigote entrecano—. Mujeres, Sam, las mismas que compran el grueso de los productos que venden los anunciantes. Y ese refresco que patrocina Rosas también se anuncia en ¡Alerta!. A la cadena le gustan esas cosas, Sam. Así todo queda en casa.

—Qué bien —Sam enganchó los pulgares en los bolsillos de sus vaqueros—. Pero los dos sabemos que no acepté ese contrato para vender un refresco con burbujas.

Marv sonrió y se pasó una mano por el pelo. Su nuevo bisoñe era una obra de arte.

—¿Y por qué lo aceptaste?

—Ya sabes por qué. El guión era oro puro. Necesitábamos cuatro horas para hacerlo bien. Para una película de dos horas, tendríamos que haber destrozado el guión.

—Así que utilizaste la televisión —Marv juntó los dedos ligeramente, como si cerrara una celada—. Y ahora la televisión quiere utilizarte a ti. Es un trato justo, Sam.

«Justo» era otra palabra por la que Sam sentía debilidad.

Su opinión, sin embargo, se resumió en un breve epíteto malsonante. Después se quedó mirando en silencio la panorámica de la ciudad que se divisaba desde el elevado despacho de su agente. No llevaba tantos años con los pies fuera del pavimento como para haber olvidado cómo se filtraba el calor por las suelas de sus zapatillas y cómo podía apoderarse de él la frustración. Marv había corrido un riesgo con él. Un riesgo calculado, pero riesgo a fin de cuentas. Y a Sam le gustaba pagar sus deudas. Pero detestaba ponerse en ridículo.

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—No me gusta jugar —masculló—, a menos que sea yo quien imponga las normas.

Marv hizo caso omiso del timbre de su intercomunicador; era la prerrogativa del suplicante.

—¿Hablas de política o del concurso?

—Me da la impresión de que las dos cosas van unidas.

Marv se limitó a sonreír otra vez.

—Eres un chico listo, Sam.

Sam giró la cabeza ligeramente. Marv había recibido el impacto de aquellos ojos otras veces. Eran una de las razones por las que había reclutado a un desconocido cuando estaba en situación de rechazar a astros bien asentados. Los ojos de Sam eran grandes, azules y de densas pestañas. De un azul eléctrico, poseían la energía de un relámpago y eran intensos como su rostro de alargadas facciones, fino y de boca firme. El mentón parecía, más que hendido en dos, esculpido. La suya era una de esas barbillas que dan la impresión de aguantar un buen puñetazo. Y su nariz estaba un tanto torcida, porque así había sido, en efecto.

El sol de California había bronceado su piel intensamente y había añadido a su rostro el interés de unas cuantas arrugas leves, de ésas que hacían estremecerse a las mujeres imaginando las experiencias que las habían inscrito allí. Su cara poseía un aire misterioso que atraía a las mujeres, y una rudeza que despertaba la admiración de los hombres. Su cabello era oscuro y lo bastante largo como para que lo llevara a su aire.

No era el de Sam un rostro digno del póster del cuarto de una adolescente, pero era de ésos que poblaban los sueños secretos de las mujeres.

—¿Qué capacidad de elección tengo en este asunto? —preguntó Sam.

Marv, que conocía a su cliente, pensó llegado el momento de decirle la verdad pura y dura.

—Casi nula. Tu contrato con la cadena te obliga a promocionar tu trabajo. Podríamos escaquearnos, pero no te conviene ni para este proyecto, ni para los que puedan surgir más adelante.

A Sam le importaban un bledo las conveniencias. Rara vez pensaba en ellas. Pero aquel proyecto era importante.

—¿Cuándo sería?

—Dentro de dos semanas. Me encargaré del papeleo. Intenta no perder la perspectiva, Sam. Es sólo un día de tu vida.

—Sí, ya.

Un solo día, pensó, no podía importar gran cosa. Y no era fácil olvidar que, diez años antes, la ocasión de participar en un concurso le habría parecido tan milagrosa como si lloviera maná del cielo.

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—Marv... —se detuvo en la puerta—, si hago el ridículo, te lleno de pegamento el peluquín.

Resultaba extraño que dos personas que tenían negocios en el mismo edificio y tomaban a menudo el ascensor, no se cruzaran nunca. Sam no recorría a menudo el trayecto entre Malibú y el despacho de su agente. Ahora que su carrera iba en ascenso, solía estar muy ocupado con ensayos, rodajes y reuniones con guionistas. Cuando disponía de un par de semanas libres, como en ese momento, no perdía el tiempo batallando con el tráfico de Los Angeles, ni encerrándose entre las impresionantes paredes de Century City. Prefería la soledad de su rancho.

Johanna, por su parte, hacía a diario el viaje hasta su oficina en Century City. Hacía dos años que no se tomaba vacaciones, y solía invertir sesenta horas semanales trabajando en su programa. Si alguien hubiera dicho que era una adicta al trabajo, ella se habría sacudido aquella etiqueta sin darle importancia. A su modo de ver, el trabajo no era ninguna lacra; era un medio para alcanzar un fin. El éxito justificaba sus largas horas de esfuerzo y de dedicación. Estaba decidida a que nadie la acusara de beneficiarse del triunfo de Cari Patterson.

Las oficinas de ¡Alerta! eran cómodas, pero sencillas. Su despacho era lo bastante grande como para impedir que sintiera claustrofobia y lo bastante práctico como para que fuera evidente que allí se trataba de negocios. Llegaba como un clavo a las ocho y media, descansaba para comer sólo si el almuerzo incluía una reunión de trabajo, y luego seguía trabajando de un tirón hasta que acababa. Aparte de su devoción casi maternal por su programa concurso, Johanna estaba dándole vueltas a otra idea: un concurso de palabras, un proyecto que estaba casi listo para presentárselo a los directivos de la cadena.

Estaba con la chaqueta colgada de la silla y la nariz pegada a las posibles preguntas de toda una semana que le habían pasado los documentalistas. Tenía que acercarse mucho al papel porque se negaba a ponerse las gafas de leer.

—¿Johanna?

Johanna profirió un leve gruñido y siguió leyendo.

—¿Sabías que Howdy Doody tenía un hermano gemelo?

—Nunca fuimos íntimos —dijo Bethany en tono de disculpa.

—Doble Doody —le informó Johanna con una inclinación de cabeza—. Me parece buenísima para la ronda rápida. ¿Has visto el programa de hoy?

—Casi todo.

—Creo que deberíamos intentar que volviera Hank Loman. Las estrellas de teleserie tienen mucho tirón.

—Hablando de tirón... —Bethany puso un montón de papeles sobre la mesa de Johanna—. Aquí está el contrato para Sam Weaver. He pensado que querrías echarle un vistazo antes de que se lo suba a su agente.

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—Bien —Johanna apartó unos papeles y se acercó el contrato a la cara—. Vamos a mandarle una cinta del programa.

—¿El queso y la fruta de siempre para el camerino?

—Aja. ¿Han arreglado ya la cafetera?

—Sí.

—Estupendo —miró de refilón su reloj, un reloj sencillo, con una correa de cuero negro. El de diamantes que la secretaria de su padre había elegido para su último cumpleaños seguía metido en su caja—. Vete a comer, anda. Ya se lo subo yo.

—Johanna, estás olvidando otra vez que tienes que delegar.

—No, sólo estoy delegando en mí misma —se levantó y sacudió su chaqueta rosa pálido para quitarle las arrugas. Tras recoger el mando a distancia que había sobre su mesa, lo dirigió hacia el televisor del otro lado de la habitación. Las imágenes y el sonido se apagaron—. ¿Todavía sales con ese aspirante a guionista?

—Siempre que puedo.

Johanna sonrió mientras se ponía la chaqueta.

—Pues será mejor que te des prisa. Esta tarde tenemos que reunimos para hablar del concurso para los telespectadores. Quiero que esté listo el mes que viene —recogió los contratos y los guardó junto a una cinta en su maletín de piel—. Ah, y recuérdame que le dé una colleja a John Jay, ¿quieres? Ha vuelto a facturarnos una caja de champán.

Bethany anotó aquello con entusiasmo en letras mayúsculas.

—Encantada.

Johanna se echó a reír mientras salía.

—Los resultados de las pruebas de vídeo a los candidatos a concursantes, a las tres —prosiguió—. La mujer de ese técnico, Randy, está ingresada en Cedros del Líbano para una pequeña operación. Mándale flores —Johanna miró hacia atrás y sonrió—. ¿Quién dice que no sé delegar?

Mientras subía en el ascensor, sonrió para sus adentros. Era una suerte contar con Beth, se dijo, aunque preveía ya el momento en que su ayudante ascendería y le diría adiós. El talento y la inteligencia rara vez se conformaban con el sueño de otra persona. A Johanna le gustaba pensar que ella era una prueba fehaciente de esa teoría. En todo caso, ahora tenía a Beth, y, junto con el resto de su brillante y joven equipo, iba camino de abrirse un hueco en el competitivo mundo de la televisión diaria.

Si podía conseguir que se hiciera un programa piloto de su nueva idea, estaba segura de que lograría venderlo. Luego, quizás, una telenovela de día, algo con mucha acción y dramatismo. Aquella historia estaba ya en sus comienzos. Además, estaba decidida a emitir una versión nocturna de ¡Alerta! en las cadenas independientes. Así pues, iba camino de lograr su objetivo: fundar su propia productora a cinco años vista.

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Mientras el ascensor seguía subiendo, se alisó automáticamente el pelo y se tiró del bajo de la chaqueta. Sabía que las apariencias eran tan importantes como el talento.

Cuando las puertas se abrieron, se dijo con satisfacción que tenía un aspecto enérgico y profesional. Cruzó las amplias puertas de cristal de la oficina de Jablonski. Este no era partidario de la sencillez. Había allí enormes vitrinas anaranjadas llenas de abanicos y plumas, el bronce bruñido de una escultura que parecía representar un torso humano refulgía sin cesar, y la alfombra era de un blanco inclemente. Johanna pensó que debía de ser un infierno limpiarla.

Junto a las mesas de cristal había amplias butacas de piel negra y roja. Las revistas comerciales y los diarios del día estaban colocados en pulcros montones. El decorado convenció al instante a Johanna de que a Jablonski no le molestaba hacer esperar a sus clientes.

Los satinados escritorios de la zona de recepción eran también rojos y negros. Johanna vio a una atractiva morenita sentada tras uno de ellos. Apoyado en una esquina de la mesa e inclinado sobre la morenita, estaba Sam Weaver. Johanna levantó ligeramente una ceja.

No le sorprendió ver a Weaver coqueteando con la recepcionista. En realidad, era lo que esperaba de él y de los de su pelaje. A fin de cuentas, su padre se acostaba con todas las secretarias, recepcionistas y ayudantes que trabajaban para él.

Su padre también había sido alto, moreno y guapo, pensó. Todavía lo era. Lo único que la sorprendió al toparse con Sam Weaver fue que resultara ser de esos raros actores que parecían más guapos en persona que en la pantalla.

Impresionaba al instante.

Johanna pensó que los vaqueros ceñidos le sentaban bien, al igual que aquella camisa blanca de algodón, más propia de un trabajador que de una estrella del celuloide. No llevaba oro, ni refulgentes diamantes. No los necesitaba, pensó Johanna. Un hombre capaz de mirar a la recepcionista como miraba Sam a aquella morenita no necesitaba artificio alguno para llamar la atención.

—Es preciosa, Gloria —Sam se inclinó un poco más hacia las fotografías que la recepcionista le estaba enseñando. Desde la perspectiva de Johanna, parecía estar susurrándole halagos—. Tienes mucha suerte.

—Hoy hace seis meses —Gloria sonrió al mirar la fotografía de su hija y luego volvió a mirar a Sam—. He tenido suerte de que el señor Jablonski me diera una baja maternal tan larga. Es agradable volver al trabajo, pero ya la echo de menos.

—Se parece a ti.

La morenita se sonrojó, llena de placer y de orgullo.

—¿Tú crees?

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—Claro. Mira esa barbilla —Sam tocó con un dedo la barbilla de Gloria. No estaba simplemente mostrándose amable. Lo cierto era que siempre le habían gustado los niños—. Seguro que no te aburres con ella.

—No te creerías... —la nueva madre podría haber seguido hablando largo y tendido de no ser porque, al levantar la vista, vio a Johanna. Azorada, volvió a guardar las fotos en un cajón. El señor Jablonski había sido muy generoso y comprensivo, pero Gloria no creía que le agradara que se pasara su primer día de trabajo enseñando las fotos de su hija—. Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?

Johanna inclinó un poco la cabeza y cruzó la habitación. Mientras tanto, Sam se giró hacia ella. No la miró de arriba abajo, pero casi.

Era preciosa. El no era inmune a la belleza, a pesar de que a menudo se hallaba rodeado de ella. A primera vista, podía tomársela por una de aquellas rubias esbeltas y patilargas cuyas hordas poblaban las playas de California y adornaban satinados carteles publicitarios. Tenía la piel dorada; no bronceada, sino muy clara y deliciosamente dorada. Su cutis realzaba el cabello rubio y humoso, que se ahuecaba y rozaba las hombreras de la chaqueta. A su cara, ovalada y de rasgos clásicos, le prestaban dramatismo unos pómulos prominentes y una boca carnosa. Sus ojos, de delicados matices de rosa y violeta, eran del azul claro de un lago montañoso.

Era voluptuosa. Sutilmente voluptuosa. Sam también estaba acostumbrado a mujeres así. Tal vez fuera su modo de andar, la forma en que se movía debajo de la larga y holgada chaqueta y la falda recta, lo que la hacía tan especial. Sus zapatos, de color marfil, eran de tacón bajo. Sam descubrió con sorpresa que hasta se había fijado en ellos y en los pequeños y finos pies que contenían.

Ella ni siquiera lo miró, de lo cual Sam se alegró. Así tendría ocasión de observarla, de deleitarse en su contemplación, antes de que ella lo reconociera y echara a perder aquel instante.

—Traigo un sobre para el señor Jablonski.

Hasta su voz era perfecta, pensó Sam. Suave y tersa, tirando a fría.

—Se lo daré encantada —Gloria puso su sonrisa más amable.

Johanna abrió la cremallera de su maletín y sacó los contratos y la cinta de vídeo. Seguía sin mirar a Sam, aunque era muy consciente de que la estaba observando fijamente.

—Éstos son los contratos para el señor Weaver, y esto una cinta de ¡Alerta!.

—Ah, bueno...

Sam atajó a Gloria limpiamente.

—¿Por qué no se los llevas, Gloria? Yo espero.

Gloria abrió la boca, volvió a cerrarla y se aclaró la garganta al tiempo que se levantaba.

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—Está bien. Si espera un momentito... —le dijo a Johanna, y echó a andar por el pasillo.

—¿Trabaja usted para el concurso? —preguntó Sam.

Johanna le dedicó una sonrisa leve y desinteresada.

—¿Es usted aficionado al programa, señor...?

No lo había reconocido. Sam se quedó por un instante sorprendido y desconcertado, pero enseguida advirtió lo cómico de la situación y sonrió.

—Soy Sam —le tendió la mano, obligándola de ese lodo a presentarse. Ella aceptó su apretón.

—Johanna —dijo.

La espontaneidad con que había reaccionado Sam hizo que se sintiera mezquina. Estaba a punto de darle una explicación cuando notó que él no le había soltado la mano. La de él era dura y fuerte. Como su cara, como su voz. Fue su propia respuesta, aquella súbita e íntima reacción, lo que impulsó a Johanna a continuar fingiendo.

—¿Trabaja para el señor Jablonski?

Sam sonrió de nuevo. Era una sonrisa rápida y torcida que parecía avisar de que no era de fiar.

—En cierto modo, sí. ¿A qué se dedica usted en el programa?

—A un poco de esto y un poco de aquello —dijo ella sin apartarse de la verdad—. Pero no quisiera entretenerlo.

—Preferiría que lo hiciera —le soltó la mano, viendo que ella tiraba—. ¿Le apetecería ir a comer?

Ella levantó una ceja. Cinco minutos antes, Sam Weaver estaba pelando la pava con la morenita; y de pronto invitaba a comer a la primera mujer con que se topaba. Típico.

—Lo siento, estoy ocupada.

—¿Por cuánto tiempo?

—Bastante —Johanna miró a la recepcionista, más allá de Sam.

—El señor Jablonski se ocupará de que se firmen los contratos y de que le sean devueltos a la señorita Patterson mañana por la tarde, como muy tarde.

—Gracias —Johanna cambió de mano su maletín y dio media vuelta. Sam le puso una mano sobre el brazo y aguardó a que lo mirara.

—Hasta pronto.

Ella le sonrió desinteresadamente y se alejó. Cuando llegó al ascensor, se iba riendo a mandíbula batiente, sin darse cuenta de que se había metido en el bolsillo de la chaqueta la mano que él le había estrechado.

Sam la estuvo mirando hasta que dobló la esquina.

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—¿Sabes, Gloria? —dijo a medias para sí mismo—, creo que a fin de cuentas me va a gustar ese juego.

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Capítulo 2El día que tocaba rodaje, Johanna estaba siempre en el plató a las nueve. Y no porque no se fiara de su equipo, que se fiaba, sino porque, sencillamente, se fiaba más de sí misma. Además, la semana anterior había habido algunos problemas mecánicos con el decorado móvil que colocaba en el centro los estrados de los concursantes y luego retiraba para la ronda final. Pequeños problemas como aquél podían retrasar la grabación entre cinco minutos y dos horas. Y, al revisarlo todo personalmente de antemano, Johanna eliminaba en parte la posibilidad de que eso ocurriera.

Había que comprobar todos los focos en el panel de mando, arreglar los camerinos y tener preparados café y pastas para los concursantes.

A éstos no se les esperaba hasta la una, pero Johanna sabía por experiencia que la mayoría llegarían temprano para morderse las uñas en el plato. Tranquilizarles era una labor que Johanna delegaba de buen grado. Los famosos también llegaban a la una, para que pudieran hacer un ensayo previo y les quedara tiempo para la peluquería, el maquillaje y el vestuario.

John Jay llegaría a las dos, quejándose de los trajes que le habían elegido. Luego se encerraría en su camerino a refunfuñar hasta que llegara el momento de maquillarse. Cuando estuviera vestido, empolvado y rociado de laca, saldría listo para brillar ante las cámaras. Johanna se había acostumbrado a ignorar su temperamento artístico (casi siempre), y a tolerar el resto. Su cuota de popularidad no admitía discusión. La cola que se formaba fuera del estudio para conseguir entradas los días de grabación se debía en buena medida a él.

Johanna supervisó sus tareas una por una, y luego revisó las de todos los demás. Con los años, la eficacia había pasado de ser una costumbre a convertirse en una obsesión. A mediodía engulló algo que se parecía a una ensalada de gambas. La grabación empezaría (Dios mediante) a las tres, y acabaría a las ocho.

Por suerte, la famosa de turno había acudido al programa al menos una docena de veces, al igual que a muchos otros concursos. Un quebradero de cabeza menos para Johanna. En cuanto a Sam Weaver, ni siquiera había vuelto a pensar en él.

O eso se decía ella.

Cuando Weaver llegara, lo dejaría en manos de Bethany. Así le daría una alegría a su ayudante y se quitaría de encima a aquel regalo que Dios les había lecho a las mujeres.

Sólo esperaba que Weaver se portara bien en el concurso. Las preguntas eran graciosas, pero no siempre fáciles. Más de una vez algún famoso se había quejado amargamente porque su incapacidad para contestar le

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había hecho parecer estúpido. Johanna tenía por costumbre que en cada programa hubiera preguntas obvias y divertidas, y otras más complicadas.

No sería culpa suya si Sam Weaver resultaba ser un cabeza hueca. Sólo tendría que sonreír para hacerse perdonar por el público.

Johanna recordó cómo le había sonreído Sam al preguntarle ella si trabajaba para Jablonski. Sí, una sonrisa era lo único que necesitaba para que todas las mujeres, en sus casas y en el estudio, se derritieran. Salvo ella, claro.

—Vamos a comprobar la campana —Johanna se hallaba de pie en medio del plato, dándole instrucciones al técnico de sonido. A una señal suya, sonó el alegre tintineo de la campana que indicaba un acierto—. Y ahora el timbre —se oyó el ruido plano que señalaba un error—. Encended las luces del círculo de los ganadores —asintió con satisfacción al ver que las bombillas se encendían—. ¿Y los concursantes?

—Secuestrados —Bethany comprobó su portafolios—. Tenemos al contable de Venice de la semana pasada. Ha ganado tres veces. La primera en desafiarlo será un ama de casa de Ohio que está en la ciudad visitando a su hermana. Tiene los nervios desquiciados.

—Está bien, mira a ver si puedes ayudar a Dottie a calmarla. Voy a echar un último vistazo a los camerinos.

Johanna recorrió el pasillo calculando de cabeza el tiempo de que disponía. La famosa de ese día era Marsha Tuckett, una señora amable y maternal que formaba parte del elenco de una teleserie familiar que iba ya por su tercera temporada. Una buena antagonista para Sam Weaver, pensó. Se aseguró de que había rosas frescas en la mesa del camerino de Marsha y suficiente agua con gas en la nevera. Viendo satisfecha que la habitación estaba en orden, cruzó el estrecho pasillo y entró en el camerino si-guiente.

Como las rosas no le parecían adecuadas para Sam Weaver, se había conformado con poner un bonito helecho en un rincón. Comprobó por rutina las luces, ahuecó los cojines del angosto diván y se aseguró de que las toallas estaban limpias y eran abundantes. Al echar una última ojeada, le pareció que Sam Weaver no podría quejarse de nada. Tomó despreocupadamente un caramelo del cuenco que había sobre la mesa y se lo metió en la boca; luego se dio la vuelta.

Sam estaba en la puerta.

—Hola otra vez —Sam ya tenía pensado buscarla, pero no esperaba tener tanta suerte. Entró en el camerino y soltó una bolsa de ropa sobre una silla.

Johanna empujó el caramelo hacia un rincón de su boca. El camerino era pequeño, pero no recordaba haberse sentido nunca atrapada en él.

—Señor Weaver —puso su mejor sonrisa de «a su servicio» mientras le tendía la mano.

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—Soy Sam, ¿recuerda? —él le estrechó la mano y se acercó tanto que Johanna empezó a sentirse incómoda. Los dos sabían que no era un accidente.

—Claro. Sam. Estamos todos encantados de que haya podido unirse a nosotros. Dentro de poco haremos un ensayo. Entre tanto, avísenos si necesita algo —miró más allá de él, sorprendida—. ¿Ha venido solo?

—¿Tenía que traer a alguien?

—No.

¿Dónde estaba su secretaria, su ayudante, su chico de los recados? ¿Su amante ocasional?

—Según mis instrucciones, sólo necesitaba cinco combinaciones de ropa. De sport. ¿Valdrá con esto para empezar?

Ella observó el jersey de cuello redondo azul marino y los pantalones beige como si ello importara.

—Está usted muy bien.

Sabía desde el principio quién era, se dijo Sam. Pero, lejos de enfadarse, sintió curiosidad. Y ella estaba incómoda. Eso era algo más a tener en cuenta.

Hacer que una mujer se sintiera cómoda no tenía por qué ser siempre un objetivo. Tras meterse en la boca un caramelo, se apoyó en la mesa del camerino, acercándose así un poco más a Johanna. Notó que a ella se le había quitado el carmín, y la forma generosa y desnuda de su boca le parecía atractiva.

—Vi la cinta que envió.

—Bien. Se divertirá más si conoce el formato. Póngase cómodo —hablaba con rapidez, pero sin precipitación. Se notaba que tenía experiencia. Pero quería largarse de allí cuanto antes. Era cuestión de instinto—. Alguien vendrá a buscarlo para llevarlo a maquillaje.

Sam bloqueó la puerta como si tal cosa.

—También leí los créditos. Y noté que la productora ejecutiva era una tal Johanna Patterson. ¿Es usted?

—Sí.

Mierda, la estaba sacando de quicio. No recordaba la última vez que alguien había conseguido ponerla nerviosa. Fría, comedida y capaz. Cualquiera que la conociera la habría descrito así. Miró con intención su reloj.

—Siento no poder quedarme a charlar, pero vamos justos de tiempo.

Él no se movió.

—La mayoría de los productores no entregan en mano un contrato.

Ella sonrió. Aunque su sonrisa era dulce en apariencia, Sam advirtió que bajo ella había hielo y se preguntó por qué.

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—Yo no soy como la mayoría de los productores.

—Eso no se lo discuto —aquello no era ya simple atracción: era un rompecabezas que había que resolver. Sam había logrado resistirse a muchas mujeres, pero nunca había podido resistirse a un rompecabezas—. Dado que el otro día no pudimos ir a comer, ¿qué le parece si vamos a cenar?

—Lo siento, estoy...

—Ocupada. Sí, eso ya me lo dijo —ladeó la cabeza un poco como si quisiera estudiarla desde otro ángulo. No era sólo el hecho de que estuviera acostumbrado a que las mujeres estuvieran siempre disponibles para él. Era que Johanna parecía empeñada quitárselo de encima, y no con mucho tacto—. No lleva ningún anillo.

—Es usted muy observador.

—¿Está comprometida?

—¿Con qué?

Él tuvo que echarse a reír. Su ego no estaba tan hinchado que no fuera capaz de aceptar un no por respuesta. Sencillamente, prefería que le dieran un motivo.

—¿Cuál es el problema, Johanna? ¿No le gustó mi última película?

—Lo siento, me la perdí —mintió ella con una sonsa—. Ahora, si me perdona, tengo que ocuparme del programa.

Sam seguía en la puerta, pero Johanna pasó a su lado, rozándolo. Los dos sintieron una sacudida inesperada.

Enojada, Johanna siguió andando.

Intrigado, Sam se quedó mirándola.

Johanna tuvo que reconocer que Sam Weaver era todo un profesional. Mediada la grabación del primer programa, Sam había insertado hábilmente y con naturalidad una mención a su nueva miniserie, Sin rosas para Sara. Tan hábilmente, que hasta la propia Johanna sabía que no se la perdería. Los patrocinadores y los peces gordos de la cadena estarían en-cantados. Sam había encandilado a su compañera, una señora de Columbus, madre de dos hijos, que había entrado en el plato tan tensa que la voz le salía en gallitos. Incluso había conseguido contestar a un par de preguntas correctamente.

Resultaba difícil no sentirse impresionada, a pesar de que Johanna trabajaba en ese mundillo. Cuando los focos estaban encendidos y las cámaras en marcha, Sam Weaver era la encarnación misma de ese concepto tan esquivo y que a menudo se utilizaba con tanto descuido: una estrella. A su lado, las poses y los centelleantes incisivos de John Jay pasaban a un segundo plano.

No todos los actores se encontraban a gusto delante del público en directo. Él, sí. Johanna notó que era capaz de expresar la cantidad justa de entusiasmo y de regocijo cuando las cámaras estaban grabando, pero

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también que durante los descansos actuaba para el público del plato gastando bromas con su adversario y, de vez en cuando, contestando a una pregunta que alguien le gritaba.

Incluso pareció alegrarse sinceramente cuando su compañera ganó quinientos dólares en metálico durante la ronda rápida de bonificación.

Aunque sólo estuviera fingiendo, Johanna no podía reprochárselo. Quinientos dólares era una suma importante para una madre de Columbus con dos hijos. Tan importante como aquel momento de celebridad que había compartido con un famoso galán.

—El juego está muy igualado, amigos —John Jay sonrió enfáticamente a la cámara—. La pregunta final decidirá el ganador de hoy, que pasará al círculo de los ganadores para llevarse los diez mil dólares. Las manos sobre los timbres —sacó la tarjeta de una ranura de su estrado—. Y la pregunta final, para decidir el ganador, es... ¿quién fue el creador de Winnie de Pooh?

Sam apretó velozmente el timbre. La señora de columbus lo miró con expresión suplicante. John y impuso un dramático silencio.

—A. A. Milne.

—¡Señoras y caballeros, tenemos una nueva campeona!

Mientras el público bramaba y su compañera le echaba los brazos al cuello, Sam advirtió la mirada de sorpresa de Johanna. Era fácil leerle el pensamiento y deducir que no le consideraba aficionado a la lectura. Y, menos aún, a los libros infantiles.

John Jay despidió al contable de Venice y dio paso a publicidad. Sam tuvo que llevar prácticamente en volandas a su compañera al círculo de los ganadores. Al acomodarse en su silla, miró a Johanna.

—¿Qué tal lo estoy haciendo?

—Sesenta segundos —dijo ella, pero su voz sonó más cordial porque vio que él le estaba dando la mano a su compañera para tranquilizarla.

Cuando pasaron los sesenta segundos, John Jay logró poner a la concursante el doble de nerviosa al recitar las normas y las posibilidades que ofrecía el juego. El cronómetro se puso en marcha con la primera pregunta. Sam se dio cuenta de que las preguntas no eran muy difíciles. Era la tensión lo que las complicaba. Ni siquiera él escapaba a ella. Quería que aquella señora ganara. Al ver que ella empezaba a balbucear, se apoderó de los focos y de la cámara como hacía siempre durante una escena importante. Las normas decían que sólo podía contestar a dos preguntas. Las contestó mientras dejaba que su compañera le agarrara la mano con la fuerza de un torno, y gracias a ello la concursante logró pasar aquel bache.

Quedaban diez segundos cuando John Jay formuló la última pregunta dándole a su voz el tono adecuado de emoción.

—¿Dónde tuvo lugar la derrota final de Napoleón?

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Ella lo sabía. Claro que lo sabía. El problema era decirlo. Sam se inclinó hacia delante en aquella silla giratoria tan incómoda, como si quisiera obligarla a escupir la palabra.

—¡Waterloo! —gritó la señora, apretando el botón en el último instante.

Por encima de sus cabezas empezó a brillar un luminoso en el que se leía en grandes letras rojas: 10.000$. Su compañera se puso a gritar, le plantó un beso en la boca y luego siguió gritando. Durante la pausa publicitaria, Sam le sujetó la cabeza entre las rodillas y le pidió que respirara hondo.

—¿Señora Cook? —Johanna se agachó junto a ellos y le tomó el pulso a la concursante. No era la primera vez que un concursante se tomaba las cosas tan a pecho—. ¿Se encuentra bien?

—He ganado. He ganado diez mil dólares.

—Enhorabuena —Johanna le alzó la cabeza lo justo para asegurarse de que sólo estaba hiperventilando—. Vamos a hacer un descanso de quince minutos. ¿Quiere echarse un rato?

La señora Cook empezaba a recuperar el color.

—No. Lo siento. Estoy bien.

—¿Por qué no acompaña a Beth? Ella le dará un poco de agua.

—De acuerdo. Pero estoy bien, de veras —la señora Cook, que estaba tan nerviosa que había perdido la vergüenza, logró levantarse con ayuda de Johanna y Sam—. Es que nunca antes había ganado nada. Mi marido ni siquiera ha venido. Se ha llevado a los chicos a la playa.

—Pues le va a dar usted una maravillosa sorpresa —dijo Johanna en tono tranquilizador, y siguió caminando—. Tómese un pequeño respiro, y luego puede empezar a pensar en qué quiere gastarse el dinero.

—Diez mil dólares —dijo débilmente la señora Cook al quedar en manos de Beth.

—¿Se desmayan muchos? —preguntó Sam.

—Unos cuantos. Una vez tuvimos que parar porque un obrero de la construcción se desmayó durante la ronda rápida y se cayó del asiento —se quedó mirando un momento más, hasta que vio que Bethany tenía a la señora Cook bajo control—. Gracias. Ha actuado usted muy rápidamente.

—No tiene importancia. Tengo cierta práctica.

Johanna pensó en mujeres desmayándose a sus pies.

—Apuesto a que sí. En su camerino hay bebidas frías y fruta fresca. Si la señora Cook se recupera, empezaremos a grabar dentro de diez minutos.

Sam la agarró del brazo antes de que pudiera alejarse.

—Si no es mi última película, ¿qué es?

—¿Qué es qué?

—Todas esas espinas que siento clavarse en mi corazón. ¿Le molesta que haya venido?

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—Claro que no. Estamos encantados de tenerlo con nosotros.

—No me refería al programa, sino a usted.

—Estoy encantada de tenerlo aquí —rectificó ella, y de pronto deseó que Sam no tuviera por costumbre echarse encima de ella. Con los zapatos de tacón bajo que llevaba puestos, los ojos le llegaban al nivel de su boca. Y aquélla no era precisamente una vista tranquilizadora—. Esta serie de programas se emitirá en mayo, como su miniserie. ¿Qué podría ser mejor?

—Una conversación amistosa mientras cenamos.

—Es usted muy insistente, señor Weaver.

—Estoy intrigado, señorita Patterson.

Los labios de Johanna estuvieron a punto de esbozar una sonrisa. El deje lánguido con que Sam había pronunciado su apellido tenía cierta gracia.

—Una simple negativa no debería intrigar a un hombre que, obviamente, sabe lo que hace —miró adrede su reloj—. Ya ha pasado la mitad del descanso. Será mejor que se cambie.

Todo fue como la seda, de modo que pudieron grabar tres programas antes del descanso para cenar. Johanna empezaba a fantasear con la idea de acabar a tiempo. Se guardaba para sí aquellas fantasías, pues sabía lo fácil que era gafar un posible éxito. La cena no era sofisticada, pero sí abundante. A Johanna no le gustaba escatimar gastos en cosas de poca monta, como la comida. Quería tener contentos a los famosos que iban al programa, y que los concursantes se sintieran a gusto.

Durante el descanso no se sentó; agarró un plato y unas cuantas cosas esenciales y se quedó por allí. El público había salido, y pronto entrarían nuevos espectadores para la grabación de los dos últimos programas. Lo único que tenía que hacer era evitar cualquier crisis, mantener el nivel de energía y asegurarse de que John Jay no le hacía proposiciones a cual-quiera de las mujeres que había en el plato.

Teniendo lo primero en mente, mantenía los ojos fijos en la nueva concursante, una joven del condado de Orange que parecía estar embarazada de seis meses.

—¿Algún problema?

Johanna había olvidado que su otra prioridad era evitar a Sam Weaver. Recordándose que debía tener contentos a los famosos, se volvió hacia él al tiempo que tomaba una gamba de su plato.

—No, ¿por qué?

—Usted nunca se relaja, ¿no? —sin esperar respuesta, él le quitó una pequeña zanahoria del plato—. He notado que vigila a Audrey como un halcón.

A Johanna no la sorprendió que conociera ya a la futura mamá por su nombre de pila.

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—Sólo soy precavida —mordió la gamba y se relajó lo suficiente como para sonreírle. A fin de cuentas, el día casi había tocado a su fin—. En uno de los primeros programas, tuvimos una embarazada que se puso de parto estando en el círculo de los ganadores. Es una experiencia que no se olvida fácilmente.

—¿Qué tuvo? —preguntó él, burlón.

—Un niño —su sonrisa se tornó generosa cuando lo miró a los ojos. Aquél era uno de sus mejores recuerdos—. Para cuando ella iba de camino al hospital, el equipo ya había hecho una porra —se comió lo que quedaba de la gamba—. Gané yo.

Así que le gustaba apostar. Sam procuraría recordarlo.

—No creo que tenga que preocuparse por Audrey. No sale de cuentas hasta la primera quincena de agosto —notó la mirada curiosa de Johanna—. Se lo he preguntado —explicó—. Ahora, ¿puedo hacerle a usted una pregunta? Profesional —añadió al percibir su recelo.

—Desde luego.

—¿Cuántas veces ha tenido que darle calabazas a John Jay?

Ella tuvo que echarse a reír, y no se molestó en protestar cuando Sam tomó un taquito de queso cheddar de su plato.

—Más que darle calabazas, le bajo los humos. En realidad es inofensivo. Sólo se cree irresistible.

—Me ha dicho que eran ustedes muy... amigos.

—¿En serio? —miró fugazmente al presentador. Aquella mirada altiva parecía tan espontánea y natural que Sam sonrió—. También es muy optimista.

Sam se alegró mucho de saberlo.

—Bueno, hace su trabajo. No sé cómo, pero consigue parecer algo intermedio entre un animador y un padre confesor.

Ocultar su opinión personal bajo la profesional era una vieja costumbre. Para ella, el entretenimiento era, en primer y último término, un negocio.

—La verdad es que tenemos suerte de contar con él. Presentó otro programa hace unos cinco años, así que no sólo le resulta familiar al público, sino que tiene mucho tirón.

—¿Va a comerse ese sandwich?

Johanna no contestó; tomó el sandwich de ternera asada y queso suizo y se lo dio.

—¿Se está divirtiendo?

—Más de lo que esperaba —Sam dio un mordisco al sandwich. Así que a Johanna le gustaba la mostaza picante. A él también le gustaba el picante, y no sólo en la comida—. ¿Se ofendería si le dijera que me fastidiaba tener que venir?

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—No. Yo soy la primera en reconocer que el programa no es una obra de Shakespeare, pero cumple su propósito —se apoyó contra la pared y se quedó mirando a un miembro del personal que se estaba sirviendo un segundo plato—. ¿Qué es lo que más le ha gustado?

Él evitó la respuesta obvia. Ella. Pero la que le dio era igualmente cierta.

—Me encanta ver ganar a esa gente. Naturalmente, siento debilidad por la señora Cook. ¿Y usted por qué se dedica a esto?

Ella evitó varias posibles respuestas. Pero aquélla por la que se decidió era en buena medida cierta.

—Me divierte.

Cuando él le ofreció su vaso de agua con una rodaja de limón, lo aceptó sin pensarlo dos veces. Estaba relajada y contemplaba con optimismo lo que quedaba del día. Aunque no se diera cuenta, se sentía a gusto en su compañía.

—No sé si decirlo, pero parece que al final estamos cenando juntos.

Johanna lo miró de nuevo lentamente, como si lo calibrara a él tanto como calibraba el efecto que surtía sobre ella. Si hubiera tenido un pasado distinto, vivencias distintas, menos desilusiones, se habría sentido halagada. Incluso se habría sentido tentada. Sam parecía mirarla como si estuvieran solos; como si, en una habitación en la que hubiera cientos de personas, la hubiera elegido a ella y sólo a ella.

Trucos del oficio, se dijo, y su propio cinismo la desagradó.

—¿No es una suerte que nos hayamos quitado eso de encima? —le devolvió el vaso.

—Sí. Así será más fácil que volvamos a hacerlo.

Ella hizo señas a sus subalternos para que empezaran a recogerlo todo.

—No quiero meterle prisa, pero empezamos a grabar dentro de quince minutos.

—Yo nunca llego tarde a un rodaje —se movió para impedir que Johanna pasara a su lado. Ella pensó que sus movimientos eran muy suaves y ágiles—. Tengo la impresión de que te gusta jugar, Johanna.

Su voz tenía un tono desafiante. Johanna se dio cuenta, y de pronto se sintió atrapada. Aunque su voz sonó fría, mantuvo el tipo y lo miró a los ojos.

—Depende de la apuesta.

—Está bien, ¿qué te parece ésta? Si gano los dos siguientes juegos, cenas conmigo. Yo fijo la hora y el lugar.

—No me gusta esa apuesta.

—No he acabado. Si pierdo, vuelvo al programa dentro de seis meses. Sin cobrar —notó, complacido, que aquello lograba captar su atención. No se había equivocado al calcular su dedicación al programa, ni su debilidad ante un reto.

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—Dentro de seis meses —repitió ella mientras lo observaba, intentando decidir si podía confiar en él. En absoluto, pensó, en muchas cuestiones. Pero no le parecía de los que incumplían una apuesta.

—¿Trato hecho? —su voz sonó deliberadamente desafiante mientras le tendía la mano.

Era una apuesta demasiado buena para rechazarla. Y los ojos de Sam eran demasiado burlones para ignorarlos.

—Trato hecho —ella le dio la mano un instante y luego se alejó—. Diez minutos, señor Weaver.

Johanna tuvo un mal presentimiento cuando Sam y su compañera ganaron la primera partida. Desde el inicio del programa había procurado no decantarse nunca por uno u otro equipo. Daba igual que nadie pudiera leerle el pensamiento. Ella sabía lo que pensaba, y le parecía poco profesional abrigar prejuicios de la clase que fueran. Jamás se habría imaginado tomando partido. Pero así era.

Ello se debía a que quería que Sam Weaver volviera al concurso, se dijo cuando empezó la grabación del último programa del día. Quien había he-cho la apuesta era la productora ejecutiva, no la mujer. Era ridículo pensar que tenía miedo, que estaba nerviosa siquiera, por tener que cenar con él. Eso sería sólo un pequeño inconveniente: como una cucharada de jarabe amargo.

Sin embargo, permaneció apostada tras la cámara dos y se alegró para sus adentros cuando el equipo contrario tomó la delantera.

Sam no parecía nervioso. Era un actor consumado; jamás mostraba su nerviosismo ante la cámara. Pero los nervios le reconcomían. Se trataba de una cuestión de principios, se decía. Por eso, y no por otra razón, estaba empeñado en ganar y obligar a Johanna a satisfacer la apuesta. No estaba prendado de ella, naturalmente. Tenía demasiada experiencia como para prendarse de una mujer sólo porque fuera bonita. Y distante, añadió una vocecilla en su cabeza. Y terca y obstinada. Y condenadamente sexy.

No estaba prendado de ella. Sólo odiaba perder.

Al comenzar la ronda final, los dos equipos iban empatados. El público del plato rugía. Los concursantes estaban en ascuas. Y Johanna tenía un nudo en el estómago. Cuando, durante una pausa publicitaria, Sam se volvió y le guiñó un ojo, estuvo a punto de enseñarle los dientes.

Los equipos se adelantaban el uno al otro continuamente. Johanna sabía que, cuando se emitiera, aquel programa lograría enganchar a la audiencia. De eso se trataba, a fin de cuentas. Pero, en su fuero interno, deseaba que el equipo contrario ganara abrumadoramente, aunque el programa resultara más aburrido.

Cuando llegó el momento de la pregunta final, contuvo el aliento. Sam se apresuró a pulsar el botón, pero su compañera fue aún más rápida. El estuvo a punto de soltar un taco. La futura madre del condado de Orange no tenía en las manos únicamente su propia suerte.

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—¡Ríndete, Dorothy! —gritó.

Cuando los focos se encendieron, Sam la tomó de la cara y la besó. Con ímpetu. Audrey se alimentaría de aquel recuerdo durante meses. Sam la rodeó con el brazo mientras se acercaban al círculo de los ganadores. Tras despedirse de Audrey, se acercó tranquilamente a Johanna y le dijo al oído:

—El sábado por la noche, a las siete. Te recojo yo.

Ella se limitó a asentir con la cabeza. Costaba trabajo hablar teniendo los dientes apretados.

Johanna encontró varios asuntos de vital importancia de los que ocuparse cuando acabó la grabación. No fue a darles las gracias personalmente a las estrellas invitadas, como tenía por costumbre. Dejó aquel cometido en manos de Bethany y se escondió durante media hora para asegurarse de que Sam Weaver se había marchado y de que se lo había quitado de encima. Hasta el sábado.

Ni siquiera sentía el optimismo que se apoderaba de ella al final del día cuando se sentía satisfecha con su trabajo. Hizo, por el contrario, una lista de cosas que había que revisar al día siguiente y que la mantendrían ocupada desde que se levantara hasta que volviera a casa arrastrándose. No pasaba nada, se dijo, y rompió la punta del lápiz.

—Todo el mundo está contento —le dijo Beth—. Las preguntas que no hemos usado en la ronda rápida están otra vez en la caja fuerte. Los concursantes que no han participado están dispuestos a volver la semana que viene. Tus copias —le dio a Johanna unas cintas—. Algunos programas han salido genial. Sobre todo, el último. Hasta los técnicos estaban en vilo. Sam se los ha metido en el bolsillo —Bethany se apartó un mechón de pelo—. Y ya sabes cómo son los técnicos con experiencia. En cualquier caso, es agradable saber que, además de estar buenísimo, es un tipo inteligente.

Johanna profirió un gruñido y metió las cintas en su bolso.

Bethany ladeó la cabeza.

—Iba a preguntarte si querías llevarte a casa la fruta que ha sobrado, pero creo que preferirías algo de carne cruda.

—Ha sido un día muy largo.

—Ya —Beth conocía muy bien a su jefa. Johanna había sacado un tubo de antiácidos del bolso y se había tragado dos. Señal segura de problemas—. ¿Quieres ir a tomar una copa y a charlar un rato?

Johanna no tenía por costumbre confiar en nadie. Sencillamente, no había mucha gente en la que pudiera confiar. Conocía a Beth. Su ayudante era joven y enérgica, pero también era digna de confianza. Y era lo más parecido a una amiga en cuyo hombro llorar que había tenido nunca.

—Paso de la copa, pero ¿y si me acompañas hasta el coche?

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—Claro.

El sol no se había puesto aún. A Johanna aquello le pareció tranquilizador, después de haber pasado todo el día dentro del plato. Bajaría la capota, se dijo, y tomaría la carretera que atravesaba las colinas. Quizá con cierta temeridad. Tenía cierta inclinación por lo temerario, inclinación que por lo general sabía dominar y que había heredado de su padre. Pero esa noche le haría bien entregarse a ella un rato.

—¿Qué te ha parecido Sam Weaver?

Bethany arqueó una ceja.

—¿Antes o después de dejar de babear?

—Después.

—Me ha gustado —dijo con sencillez—. No esperaba que tendiéramos una alfombra roja, no es condescendiente, ni mantenía las distancias con los concursantes.

—Todas esas frases empiezan con una negación —señaló Johanna.

—Está bien. Me ha gustado que bromeara con el equipo. Y que firmara autógrafos como si de verdad le apeteciera, en lugar de comportarse como si estuviera haciendo un favor —no añadió que ella misma le había pedido uno—. Se ha comportado como una estrella sin recordarle constantemente a todo el mundo que su nombre hay que escribirlo en letra mayúscula.

—Una curiosa manera de decirlo —murmuró Johanna—. ¿Todavía llevas ese librito con la lista de concursantes famosos?

Beth se puso un poco colorada. Estaba en el mundillo, pero eso no impedía que fuera una fan.

—Sí. A Sam le he puesto cinco estrellas.

Johanna torció los labios un poco.

—Supongo que debería alegrarme oír eso. El sábado ceno con él.

La boca de Bethany formó una enorme O. Los ojos le hacían chiribitas. No podía remediarlo.

—Guau.

—Es confidencial.

—Está bien —dijo Bethany, y Johanna sabía que cumpliría su palabra—. Johanna, sé que te criaste en este mundillo y que seguramente Cary Grant te acunó en sus rodillas, pero ¿no te hace ni un poquito de ilusión?

—Me saca de quicio —contestó Johanna secamente mientras abría la puerta de su coche—. Los actores no son mi tipo.

—Eso es demasiado general.

—Está bien. Los actores larguiruchos, de ojos azules y con acento sureño no son mi tipo.

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—Estás enferma, Johanna. Muy, muy enferma. ¿Quieres que vaya yo en tu lugar?

Johanna se echó a reír y se sentó en el coche.

—No. Puedo apañármelas con Sam Weaver.

—Qué suerte la tuya. Oye, no es por cotillear ni nada por el estilo...

—¿Sí?

—¿Te importaría recordar todos los detalles? Tal vez quiera escribir un libro o algo así.

—Vete a casa, Beth —el motor cobró vida cuando giró la llave. Sí, decididamente, esa noche le apetecía pisar el acelerador.

—De acuerdo, pero dime si siempre huele tan bien. Me conformo con eso.

Johanna sacudió la cabeza y salió rugiendo del aparcamiento. No se había fijado en cómo olía Sam Weaver.

A hombre, le informó su memoria. Olía a hombre.

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Capítulo 3Sólo era una cena. No había de qué preocuparse. Ni había por qué enojarse, cuando hubieran pasado unos días y pudiera mirar todo aquello con cierta perspectiva. Irían sin duda a uno de los restaurantes de moda de Los Ángeles, donde Sam podría ver y dejarse ver. Entre el paté y la mousse de chocolate, él saludaría y charlaría con los famosos que formaban la clientela de esa clase de locales.

Carnicerías, había llamado su segunda madrastra a tales lugares. Y no por la carta, sino por la exhibición de la carne. Darlene había sido una de las compañeras más sinceras y menos estiradas de su padre.

Rizando mucho el rizo, Johanna podía considerar aquello una cena de negocios. Descubrió que quería rizar el rizo. Podía soportar aquello, como había soportado muchas otras comidas de negocios, como parte del juego cuyas normas tenía que aprender todo aquel que quisiera seguir figurando en aquel mundillo. Dado que se trataba de un asunto de negocios, se mostraría parlanchina y encantadora, incluso graciosa, hasta que todo acabara y pudiera dar carpetazo a aquel episodio.

No le gustaban los hombres insistentes.

Ni los hombres con reputación.

Ni Sam Weaver.

Pero eso fue antes de que llegaran las flores.

Johanna se había pasado la mañana del sábado trabajando en el jardín, esperando a medias que Sam Weaver no encontrara su dirección. No la había llamado para preguntársela, ni para confirmar sus planes. Ella se había pasado toda la semana en vilo, esperando a que llamara. Otra falta más que podía achacarle.

Cuando trabajaba en el jardín, tenía por costumbre llevarse el teléfono inalámbrico. Podía surgir algún asunto de trabajo hasta en fin de semana. Ese día, sin embargo, fingió haberlo olvidado y pasó una cálida y grata mañana ocupándose de un parterre de columbinas.

Aquél era su respiro; incluso su vicio, en cierto modo. Nutría y mimaba las flores que plantaba, y ellas la recompensaban renovándose año tras año. Su continuidad la serenaba. Aquello, tal y como sucedía en otros aspectos de su vida, era algo que había hecho con sus propias manos. Fueran cuales fuesen los frutos que cosechara, los fracasos que sufriera, eran sólo suyos.

Las flores duraban. Las personas que pasaban por su vida, rara vez.

Tenía las rodillas de los vaqueros manchadas de tierra y las manos espolvoreadas de abono cuando apareció el mensajero. Johanna se levantó y se hizo sombra con la mano sobre los ojos.

—¿Señorita Patterson?

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—Sí.

—Firme aquí, por favor —el mensajero se encontró con ella en medio de la pradera de césped y le entregó primero un portafolios y luego una larga caja blanca que llevaba grabado el nombre de una floristería e iba atada con una cinta de raso roja—. Bonito jardín —dijo, llevándose la mano a la gorra mientras volvía a montarse en su furgoneta.

Johanna sentía debilidad por las flores. Abrió la caja sin esperar a entrar o a lavarse. Eran rosas. No una docena de rosas rojas, ni dos docenas de rosas rosas, sino un ejemplar de tallo largo de todos los colores que Johanna había visto, desde el blanco más puro al rojo más intenso, pasando por toda la gama de rosas y amarillos. Encantada, acercó la cara a la caja para olerlas.

Eran embriagadoras. Las rosas siempre lo eran; embriagadoras, opulentas e impúdicamente voluptuosas.

No era su cumpleaños. En cualquier caso, su padre (o más bien la secretaria de su padre) no tenía imaginación suficiente como para enviarle un regalo tan encantador. Aunque tenía los dedos manchados de tierra, abrió la tarjeta que iba con la caja.

No sé cuál es tu color favorito. Todavía. Sam.

A Johanna le habría gustado desentenderse. Para algunas personas, era muy fácil tener un gesto amable. Sólo hacía falta darle una orden a un ayudante para enviar unas rosas. ¿Quién mejor que ella lo sabía? Así que la había encontrado, pensó encogiéndose de hombros mientras cruzaba el césped. El trato seguía en pie, y ella tendría que dar la talla hasta el final.

Intentó con denuedo olvidarse de las rosas y volver a concentrarse en las que ella misma había plantado. Pero no podía, no tenía valor para arruinar el placer que sentía. Sonrió al oler de nuevo las rosas. Y seguía sonriendo cuando entró en la casa para ponerlas en un jarrón.

Hacía mucho tiempo que no esperaba con tanta ansiedad una cita. Era fácil comparar aquella sensación con la que se experimentaba en una mano de póquer ganadora o en un día triunfante en el hipódromo. Nunca le había importado tanto el dinero como el triunfo. Habría preferido considerarlo en esos términos, pero lo cierto era que estaba deseando pasar unas horas en compañía de Johanna Patterson.

Tal vez sentía tanta curiosidad por el desinterés que mostraba ella. Sam tomó una curva a toda velocidad mientras la radio se desgañitaba a través de las ventanillas abiertas. ¿A quién no le gustaban los desafíos? Si ella le hubiera tomado la palabra en su primer encuentro, habrían disfrutado de un agradable almuerzo y de una hora de asueto. Nunca sabría si ahí habría acabado todo. El hecho de que ella se hubiera negado y hubiera seguido negándose, sólo renovaba sus ansias de hacerla morder el polvo.

Las mujeres se le daban bien. Demasiado bien. No podía negar que, durante una época de su vida, se había aprovechado de ello. Pero su

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pasado, y los valores que muchos podían considerar más bien pintorescos y tradicionales, habían vuelto a aflorar a la superficie.

La prensa podía anunciar a bombo y platillo sus aventuras amorosas tanto como quisiera. Pero lo cierto era que Sam era un romántico. Saltar de una cama a la siguiente nunca había sido su estilo.

Había dos Sam Weaver. Uno era profundamente reservado y discreto acerca de asuntos como la familia y las relaciones amorosas, cosas que le importaban de verdad. El otro era el actor, un tipo pragmático que asumía que el precio de la fama era el consumo público de su persona. Concedía entrevistas, no se molestaba en eludir a los paparazzi, y siempre estaba dispuesto a firmar un autógrafo. Había aprendido a desentenderse de las noticias que eran simples exageraciones o mentiras descaradas. Ésas cosas eran asunto del Sam público. Al Sam íntimo le importaban un bledo. Se preguntaba, dado lo que sabía ya del pasado de Johanna Patterson, a cuál de los dos entendería ella.

Johanna era la única hija del respetado productor Cari Patterson, fruto de su primer y, según se decía, más tormentoso matrimonio. Su madre había desaparecido del mapa o, como decían algunos, «se había retirado» tras el fracaso de su matrimonio. Johanna se había criado entre los lujos de Beverly Hills, y había asistido a los mejores colegios. Algunos rumores afir-maban que adoraba a su padre, y otros que no se tenían ningún cariño. En todo caso, era la única hija que había tenido Patterson tras cuatro matrimonios y numerosos romances.

A Sam le sorprendía que viviera en las colinas. Esperaba que tuviera un elegante ático en la ciudad, o que habitara en un ala de la finca de su padre en Beverly Hills. Aquella mujer áspera y eficiente parecía fuera de lugar tan lejos de la acción. Pero más aún se sorprendió cuando dio con la casa.

Era diminuta. Como una casa de muñecas, pero sin pastel de jengibre. Poco más que una cabaña, recia y rústica, con la madera sin pintar y ventanales que relumbraban al sol de la tarde. Quedaba poco espacio que no ocuparan los árboles y las colinas, y lo que había era abrupto y pedregoso. Para compensar aquello (o más bien para realzarlo), había flores y enredaderas por todas partes. El pequeño Mercedes aparcado en el camino de entrada parecía haber sido dejado allí por error.

Sam permaneció junto a su coche, con las manos en los bolsillos, y miró de nuevo la casa. No había vecinos cercanos, y la vista no era nada del otro mundo, pero Johanna parecía haber forjado allí su propio rincón en la montaña. Sam sabía mucho de aquello. Y lo admiraba.

Al llegar a la puerta, notó un olor a alverjillas. Su madre las plantaba cada primavera junto a las ventanas de la cocina. Johanna abrió la puerta y se lo encontró sonriendo.

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—Brigadoon —dijo Sam, y vio que su sonrisa cortés se convertía en una expresión de asombro—. Estaba pensando a qué me recordaba tu casa. A Brigadoon. Como si sólo apareciera una vez cada cien años*.

Maldito fuera, pensó Johanna casi con resignación. Apenas había conseguido olvidarse de las rosas y allí estaba él, embelesándola de nuevo.

—No sabía si lo encontrarías.

—Tengo un buen sentido de la orientación. Casi siempre —miró las flores que bordeaban ambos lados de la casa—. Parece que las rosas estaban de más.

—No —habría sido una tontería no decirle cuánto le habían gustado—. Has sido muy amable por mandarlas.

Sam no llevaba traje, sino una fina y vaporosa camisa de lino y unos pantalones de pinzas. Johanna se alegró de no haberse equivocado al olvidarse de vestidos extravagantes y elegir las líneas más sutiles de un vestido blanco de falda estrecha.

—Si quieres pasar un momento, voy a por mi chaqueta.

Sam entró, aunque le pareció una pena que Johanna se tapara los brazos y los hombros. El cuarto de estar era pequeño y acogedor. Johanna había puesto mullidos sillones junto a la chimenea de ladrillo blanco y añadido montones de cojines. Aquello hizo pensar a Sam que, cuando acababa su trabajo, le gustaba quitarse los zapatos y acurrucarse allí.

—Esto no es lo que esperaba.

—¿No? —ella se puso una chaqueta de color rojo tomate—. A mí me gusta.

—No he dicho que no me guste, he dicho que no era lo que esperaba —se fijó en que sus rosas ocupaban un lugar de honor sobre la repisa de la chimenea, puestas con esmero en un jarrón trasparente y de boca ancha en cuyo fondo relucían guijarros de colores—. ¿Tienes una favorita?

Ella miró las rosas.

—No. Me gustan todas las flores —sus pendientes de rubíes brillaron cuando se los puso—. ¿Nos vamos?

—Dentro de un momento —Sam se acercó a ella y notó con cierto interés que Johanna se ponía tensa, a pesar de lo cual la tomó de la mano—. ¿Vas a jugar limpio?

Ella dejó escapar un leve suspiro.

—He estado pensándolo.

—¿Y?

La curvatura espontánea de sus labios la hizo relajarse.* Brigadoon: Referencia a la película musical dirigida por Vincent Minnelli, según la cual, dos neoyorquinos de viaje por Escocia, encuentran un pueblo que reaparece en el mundo cada cien años y sólo durante un día (N. del E )

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—He decidido que sí.

—¿Tienes hambre?

—Un poco.

—¿Te importa que vayamos un poco lejos?

Ella ladeó la cabeza, llena de curiosidad.

—No, supongo que no.

—Bien.

Sam seguía agarrándola de la mano cuando salieron.

Debería haber imaginado que estaba tramando algo. No se dirigían hacia la ciudad, como ella esperaba. Pero, en lugar de hacérselo notar, Johanna dejó fluir la conversación mientras se preguntaba cómo debía tratarle. Los actores eran muy astutos. Sabían preparar el escenario, leer sus líneas, poner la cara apropiada a cada situación. De momento, Sam parecía haber decidido presentarse como un acompañante cordial con el que una podía relajarse. Pero Johanna no estaba dispuesta a bajar la guardia.

Él conducía deprisa, un poco por encima de lo que permitía la ley y un poco por debajo de lo que aconsejaba la sensatez. Incluso cuando abandonaron la autopista y enfilaron una carretera tosca y apenas poblada, siguió a la misma velocidad.

—¿Te importa que pregunte dónde vamos?

Sam tomó una amplia curva. Se había estado preguntando cuánto iba a tardar en formularle aquella pregunta.

—A cenar.

Johanna se volvió para observar el paisaje. El campo se extendía ondulante, ancho y polvoriento.

—¿Vamos a hacer una fogata?

Él sonrió. Johanna había vuelto a emplear aquel deje altivo que tanto le gustaba.

—No, he pensado que podíamos cenar en mi casa.

Su casa. La idea de cenar a solas con él no la inquietaba. Confiaba en su capacidad para lidiar con cualquier situación que le saliera al paso. Lo que le extrañaba era que Sam Weaver tuviera una casa tan lejos de las luces y el ajetreo de la ciudad.

—¿Vives en una cueva?

Sam sonrió ampliamente al advertir la nota de regocijo que había en su voz.

—Puedo permitirme algo un poco mejor. Sólo como en restaurantes cuando es necesario.

—¿Por qué?

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—Porque siempre acabas hablando de negocios y todo el mundo te mira. Y esta noche no me apetecían ninguna de las dos cosas.

Giró para atravesar un portón de madera lisa y los neumáticos levantaron la grava del camino.

—Eso forma parte del juego, ¿no?

—Claro, pero tiene que haber alguna razón para jugarlo —pasó zumbando delante de una linda casa blanca con postigos azules e hizo sonar dos veces el claxon—. Mi capataz vive aquí con su familia. Si sabe que soy yo, no irá en buscar de intrusos.

Pasaron junto a establos y cobertizos que parecían tener un propósito no meramente decorativo, lo cual sorprendió a Johanna. Divisó prados con cercados de madera y una tierra densa y oscura. Un perro (o más bien un par de ellos) comenzó a ladrar.

La carretera se bifurcaba, y de pronto Johanna vio la casa del rancho. Era también blanca, pero los postigos eran grises y la intemperie había descolorido las tres chimeneas de ladrillo hasta dejarlas de un rosa polvoriento. Baja y extensa, tenía forma de H vuelta de lado. Pero, pese a su tamaño, no resultaba apabullante. Había en el porche recias mecedoras de madera que daban la impresión de que alguien se sentaba en ellas a menudo. Los cercos de las ventanas habían sido pintados recientemente de un rojo alegre y brillante. De ellos rebosaban pensamientos y petunias. Aunque el aire era cálido y seco, las flores parecían lustrosas y bien cuidadas.

Johanna salió del coche y giró lentamente sobre sí misma. Aquello parecía, en efecto, un rancho ganadero.

—Menuda casa.

—A mí me gusta —dijo él, imitando su respuesta anterior.

Ella respondió con una rápida, aunque cauta, sonrisa.

—Debe de ser muy incómodo ir y venir de la ciudad.

—Tengo una casa en Los Ángeles —dijo Sam con despreocupación, como si no fuera más que un armario trastero—. Lo mejor de acabar una película es poder volver aquí y atrincherarse una temporada. Antes de que me enganchara la actuación, quería venir al oeste para trabajar en un rancho —la tomó del brazo mientras subían los dos escalones de madera del porche. Los escalones crujían. Por alguna razón, a Johanna le pareció enternecedor—. Tuve la suerte de poder hacer las dos cosas.

—¿Crías ganado?

—Caballos —Sam había dejado la puerta abierta. Era una costumbre que tenía desde niño—. Compré esto hace unos tres años. Convencí a mi contable de que sería fabuloso para ahorrar impuestos. Así se sintió mejor.

Los suelos de tarima estaban tan pulidos que relucían, y salpicados de alfombras de estameña tejidas a mano en apagados tonos pastel. En la entrada había un velador, alto hasta la cintura, con una colección de

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objetos de peltre: cuencos, cucharas, tazas, hasta una palmatoria mellada. La luz temprana del ocaso se colaba por las ventanas.

Aquella casa suscitaba una agradable sensación de solidez. Aunque nunca lo habría admitido en voz alta, Johanna había creído siempre que las casas tenían su propia personalidad. Ella había elegido la suya porque la había hecho sentirse cómoda y resguardada, y había abandonado la de su padre porque le parecía posesiva y deshonesta.

—¿Te quedas aquí a menudo? —le preguntó.

—No lo suficiente —Sam pasó la mirada por las paredes, que él mismo había pintado. La casa, al igual que su carrera, era algo que nunca daba por descontado. Aunque nunca había conocido la pobreza, le habían enseñado a apreciar la seguridad, y que, para conseguirla, había que sudar—. ¿Te apetece una copa, o prefieres que vayamos a cenar?

—A cenar —contestó ella con firmeza. Sabía que no debía beber, ni acompañada ni sola, con el estómago vacío.

—Esperaba que dijeras eso.

La tomó de la mano otra vez con la espontaneidad que le caracterizaba y la condujo por el pasillo. Esa ala de la casa discurría en línea recta y se abría al final a una amplia cocina campestre. Sobre la isleta central colgaban de ganchos cazos de cobre. Bordeaban la habitación repisas y armarios a un lado y una pequeña chimenea de piedra al otro. Una hilera de ventanas ofrecía una amplia vista del atardecer, que iba aposentándose sobre una terraza de ladrillo y una piscina de mosaico. Johanna esperaba encontrarse a una o dos sirvientas preparando la cena. Pero lo único que encontró fue un olor a guiso.

—Huele de maravilla.

—Bien —Sam se puso dos manoplas y se agachó junto al horno—. Lo he dejado puesto para que no se enfríe —sacó una fuente de burbujeante lasaña.

Johanna no solía ilusionarse con la comida, pero el simple olor de la lasaña la atrajo a su lado. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a alguien sacar una comida casera del horno?

—Tiene muy buena pinta.

—Mi madre siempre me decía que la comida sabe mejor si tiene buen aspecto —sacó una larga barra de pan italiano y comenzó a cortarlo en rebanadas.

—No lo habrás hecho tú.

—¿Por qué no? —él miró hacia atrás, y le hizo gracia ver que Johanna había vuelto a fruncir el ceño. Parecía tan pensativa que le dieron ganas de pasar un dedo por la leve arruga que se formaba entre sus cejas—. Cocinar es muy fácil si uno empieza como es debido y tiene el estímulo necesario.

Johanna se conformaba con comida para llevar y alimentos precocinados.

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—¿Y tú tienes ambas cosas?

—Quería ser actor, pero no un actor famélico —untó el pan con mantequilla aromatizada con ajo, puso el horno y metió dentro el pan—. Cuando llegué a California, iba de prueba en prueba y de figón en figón. Después de un par de meses, llamé a casa y le pedí a mi madre unas recetas. Es una excelente cocinera —descorchó una botella de vino y la dejó a un lado para que respirara—. En cualquier caso, me costó menos tiempo aprender a saltear una trucha que conseguir un papel memorable.

—Y, ahora que tienes en tu haber unos cuantos papeles memorables, ¿cuál es tu incentivo?

—¿Para cocinar? —se encogió de hombros y sacó una frondosa ensalada de espinacas del frigorífico—. Me gusta. Bueno, esto ya está listo. ¿Te importa llevar el vino? He pensado que podíamos comer fuera.

El problema de Hollywood, pensó Johanna mientras seguía a Sam, era que las cosas nunca eran lo que parecían. Creía tener calado a Sam Weaver. Pero el hombre al que ella había juzgado y desdeñado no le habría pedido recetas a su madre. Ni tampoco era, pensó al dejar el vino sobre la mesa, de los que habrían preparado aquella deliciosa cena para dos, al fresco, con bonitos platos de porcelana azul y gruesas velas amarillas. Aquello era tan amistoso como romántico. El toque de romanticismo se lo esperaba, y sabía cómo eludirlo. El ofrecimiento de una amistad era otro cantar.

—Enciende las velas, ¿quieres? —Sam miró a su alrededor un instante con el aire de quien ya sabía que las cosas estaban donde quería que estuvieran—. Yo voy a por lo demás.

Johanna lo vio entrar de nuevo en la casa. ¿De veras alguien que caminaba así (pensó), como si se dirigiera a un rodaje, preparaba ensalada de espinacas? Prendió una cerilla y la acercó a la mecha de la primera vela. Al parecer, sí. Había cosas más importantes por ahí que cocinar. Acercó la cerilla a la segunda vela y luego la apagó a propósito. No habría considerado un rasgo de superstición evitar encender tres velas con un mismo fósforo. Sencillamente, era práctico.

Notó que él había puesto música; una música baja y tirando a blues, con mucho saxo. Mientras él sacaba el resto de la cena, ella sirvió el vino.

Su intuición no se había equivocado, pensó Sam cuando se sentaron a la mesa de mimbre. Había estado a punto de reservar mesa en un restaurante de postín, pero se había arrepentido. Había cocinado para otras mujeres, pero nunca allí. Nunca llevaba a nadie al rancho, porque el rancho era su hogar. Un lugar privado, vedado a la prensa y al público; un refugio y un santuario donde se aislaba del mundo del cual formaba parte por decisión propia... cuando quería. No había sabido, de momento, por qué había roto con Johanna aquella norma. Pero ahora empezaba a entenderlo.

En el rancho podía mostrarse tal y como era: sin fingimientos, ni papeles. Allí era Sam Weaver, de Virginia, y era donde se sentía más a gusto. Allí no tenía que estar en guardia. Y con Johanna quería ser él mismo.

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Ella, en cambio, no estaba libre de fingimientos, pensó mientras la observaba. No del todo. A menos que se equivocara, su resquemor se había disipado en su mayor parte, pero no su recelo. Y él ya había resuelto satisfacer su curiosidad y descubrir la razón de la actitud de Johanna.

Tal vez llevara clavada la espina de una relación que había acabado mal. Un corazón roto a menudo quedaba mellado. Si la había traicionado un hombre al que quería y en el que confiaba, era lógico que hubiera levantado ciertas barreras defensivas. Sam tardaría algún tiempo en derribarlas, pero tenía la impresión de que valía la pena. Empezaría por lo que creía era el meollo de su vida: su trabajo.

—¿Quedaste contenta con la grabación del otro día?

Johanna era demasiado ecuánime como para no reconocer sus méritos.

—Más que contenta. Estuviste muy bien, no sólo con las respuestas, sino en general. Muchas veces la gente contesta a las preguntas volando, pero es mortalmente aburrida —partió un trozo de pan y mordió la corteza. Sam había pulsado la tecla adecuada. A Johanna siempre le resultaba más fácil relajarse cuando se hablaba de trabajo—. Y fue una suerte tenerte en el programa, claro.

—Me siento halagado.

Ella volvió a observarlo con aquellos fríos ojos azules.

—Dudo que sea tan fácil halagarte.

—Los actores siempre queremos que nos quieran. Bueno, hasta cierto punto, claro —añadió con una rápida sonrisa—. ¿Sabes cuántos programas concurso he rechazado en los últimos dos días?

Ella sonrió y bebió un sorbo de vino.

—Bueno, podría aventurar un número.

—¿Cómo te metiste en el mundillo de la producción?

—Cuestión de herencia —sus labios se tensaron levemente. Tras beber un segundo trago, dejó la copa sobre la mesa—. Supongo que podría decirse que me gusta manejar los hilos.

—Habrás aprendido desde pequeña, siendo Cari Patterson tu padre —Sam advirtió un destello fugaz, pero nítido. Más que resentimiento y menos que dolor—. Tu padre ha producido algunos de los programas de televisión de más éxito, y un número impresionante de películas. Pero imagino que ser la segunda generación supondrá cierta presión.

—Ya lo creo —la lasaña sabía a queso y a especias. Johanna se concentró en ella—. Esto está buenísimo. ¿Es una receta de tu madre?

—Con algunas variaciones —así que su padre era terreno vedado. Sam lo entendía... de momento—. ¿Qué me dices del programa? ¿Cómo empezó?

—Con la gripe.

Ella, que volvía a sentirse a gusto, sonrió y tomó otro bocado.

—¿Te importaría explicarte?

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—Hace un par de años tuve la gripe, una gripe horrorosa. Tuve que quedarme en cama una semana, y como me dolían los ojos y no podía leer, me pasaba las horas muertas viendo la tele. Me enganché a los programas concurso —no puso objeciones cuando Sam le llenó de nuevo la copa. El vino era muy dulce y seco, y Johanna conocía bien hasta dónde podía llegar—. Te identificas con la gente que participa en esos concursos y te involucras en el juego. Pasado un tiempo, empiezas a inclinarte por un concursante u otro y te pones nervioso, como si quisieras ayudarles. Cuando alguien gana, uno siente una emoción instantánea. Y, además, se tiene la ventaja de que en casa casi siempre es uno más listo, porque no hay presión. Y eso produce una satisfacción muy agradable.

Sam la observaba mientras hablaba. Parecía animada, al igual que cuando se paseaba por el plato a toda prisa para asegurarse de que todo estaba en su sitio.

—Entonces, después de tu ataque de gripe, decidiste producir uno.

—Más o menos —recordaba cómo se había topado con el muro de ladrillo de la junta directiva de la cadena y como, al final, había tenido que recurrir a su padre—. En cualquier caso, tenía una idea y experiencia en producción. Había hecho un par de documentales para la televisión pública y había trabajado en un especial que se emitió en la hora de mayor audiencia. Tirando un poco de los hilos, conseguimos hacer un programa piloto. Y ahora estamos sólo a un par de puntos del primer lugar de los índices de audiencia. Estoy esperando luz verde para empezar a emitir por la tarde.

—¿Y qué pasa entonces?

—Que la franja sociológica se abre. Están los chavales que han acabado sus deberes y los oficinistas que están deseando poner los pies sobre la mesa media hora. Se suben las apuestas. Se regalan coches y cantidades de dinero más grandes.

La sorprendió descubrir que había dejado el plato limpio. Por lo general comía unos bocados y acababa picoteando el resto, impaciente porque la comida (y el tiempo que pasaba sentada) acabara.

—¿Quieres más?

—No, gracias —Johanna levantó su copa de vino mientras lo observaba—. Sé que perdí la apuesta, pero parece que he salido ganando en el trato.

—No, desde mi punto de vista.

Cayeron las sombras. Así, de pronto. Un cumplido, aunque inocente, y ella se replegaba. Al notarlo, Sam se levantó y le ofreció la mano.

—¿Quieres dar un paseo? Hay luz suficiente.

No tenía sentido mostrarse desagradecida, se dijo Johanna. Detestaba ponerse quisquillosa sobre cosas sin importancia.

—Está bien. Los únicos ranchos que he visto eran decorados.

Sam envolvió lo que quedaba del pan y se lo dio.

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—Vamos al estanque. Puedes darles de comer a los patos.

—¿Tienes patos?

—Varios, y obesos —le pasó un brazo por los hombros para indicarle el camino. Ella olía como la tarde mientras caminaban, serena y prometedora—. Me gusta mirarlos por la mañana.

—Tu personaje de Jake en Mestizo se los habría zampado para desayunar.

—Así que sí has visto mi última película.

Ella se mordió la punta de la lengua.

—Ah, ¿ésa era la última?

—Demasiado tarde. Ya has inflado mi ego.

Johanna lo miró. Su sonrisa era tan atractiva que resultaba fácil responder a ella. Resultaba fácil reaccionar ante Sam. Para defenderse, Johanna volvió a mirar la casa.

—Es preciosa desde aquí. ¿Vives solo?

—Me gusta un poco de soledad de vez en cuando. Tengo un par de trabajadores que cuidan de todo esto mientras estoy fuera, claro, y Mae viene un par de veces por semana a quitar el polvo —la tomó de la mano—. Mi familia viene un par de veces al año y lo revuelve todo.

—¿Tus padres vienen a verte aquí?

—Ellos, mi hermano, mis dos hermanas, sus familias, diversos primos... Los Weaver somos muchos, y muy ruidosos.

—Entiendo —pero no era cierto. Sólo podía imaginárselo. Y sentir envidia—. Estarán orgullosos de ti.

—Siempre me han apoyado, hasta cuando pensaban que estaba loco.

El estanque estaba casi a medio kilómetro de la casa, pero el camino era fácil. Saltaba a la vista que Sam lo recorría a menudo. Johanna sintió el olor de los cítricos y, poco después, el olor más intenso del agua. La luna rielaba en el estanque y hacía brillar la hierba que se había dejado crecer hasta la altura del tobillo. Al notar su presencia, varios patos marrones y pintos se acercaron nadando a la orilla.

—Nunca tengo valor para venir con las manos vacías —le dijo Sam—. Creo que me seguirían hasta casa.

Johanna abrió el paño de hilo y partió un trozo de pan. Ni siquiera había rozado el agua cuando fue engullido. Ella se echó a reír; su risa era baja, gutural y deliciosa. Al instante partió otro trozo de pan, lo tiró más lejos y vio cómo un pato macho se arrojaba sobre él.

—Siempre he querido mirarlos desde abajo, para ver cómo se mueven sus patitas —siguió tirando trocitos de pan. Los patos los buscaban en grupos y se abalanzaban sobre ellos entre graznidos malhumorados y picotazos—. Mi madre y yo solíamos ir a dar de comer a los patos. Les poníamos nombres ridículos y luego probábamos a distinguirlos la siguiente vez que íbamos.

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Se detuvo de pronto, asombrada porque hubiera aflorado aquel recuerdo y por haberlo compartido con Sam. Cerró la mano sobre el pan.

—Cuando yo era pequeño, había un estanque a unos diez kilómetros de mi casa —dijo Sam como si no hubiera notado su cambio de humor—. En verano robábamos de la cocina un paquete de galletas saladas o lo que hubiera y nos íbamos en bici. Les tirábamos las galletas a los patos, y a un par de cisnes engreídos, y nos caíamos accidentalmente al agua lo más a menudo posible —contempló el agua—. Parece que alguien ha tenido familia.

Johanna siguió su mirada y vio que un pato marrón se deslizaba sobre el agua seguido por una larga sombra. Al acercarse, vio que no era una sombra, sino una bandada de esponjosos patitos.

—Mmm... ¿No son preciosos? —se agachó para verlos más de cerca, olvidando el bajo de su falda. Las crías seguían a su mamá en su paseo vespertino, rectas como una flecha—. Ojalá hubiera más luz —murmuró.

—Vuelve cuando la haya.

Johanna levantó la cabeza. A la luz de la luna, los rasgos de Sam parecían más recios, más atractivos de lo que debían. Sus ojos, unos ojos que atraían invariablemente a las mujeres, eran tan oscuros como el agua. Y, lo mismo que ocurría con el agua, Johanna no sabía qué yacía bajo la superficie. Se volvió de nuevo y siguió partiendo pan y lanzándolo a la charca.

A Sam le gustaba cómo rodeaba el cabello su cara, formando un halo a unos pocos centímetros de los hombros. Podía uno llenarse las manos con él. Parecía suave, como la mano que ella rara vez ofrecía y que, sin embargo, él se empeñaba en tomar. Y tendría aquel mismo olor sutil.

La piel de la nuca sería también así, bajo aquella densa cabellera rubia. Sam sintió el impulso de tocarla, de deslizar los dedos sobre ella y ver si se estremecía.

La algarabía de los patos cesó al acabarse el pan. Un par de ellos siguieron merodeando junto a la orilla del estanque, esperanzados, y luego se alejaron, satisfechos. El súbito silencio quedó roto por el canto de un ave nocturna y el susurro de un conejo que atravesaba corriendo la maleza.

—Este sitio es precioso —dijo Johanna y, poniéndose en pie, se sacudió las migas de los dedos—. Entiendo que te guste tanto.

—Quiero que vuelvas.

Sam pronunció aquellas palabras con suma sencillez, de modo que no deberían haber significado tanto. Johanna no reculó, porque eso habría supuesto admitir que importaban mucho, en efecto. Si su corazón latía un poco más rápido, podía disimular. Se recordó que las cosas a menudo parecían más importantes a la luz de la luna que en pleno día.

—Hicimos una apuesta y perdí —dijo con ligereza, consciente ya de que su tono nada importaba—. Pero esta noche he pagado mi parte.

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—Esto no tiene nada que ver con apuestas, ni con juegos —Sam le acarició el pelo, como deseaba hacer—. Quiero que vuelvas.

Debería haber hecho caso omiso, atajar aquello antes de que lo que estaba empezando llegara a florecer. Pero no le resultó tan fácil como esperaba componer una fría sonrisa e improvisar despreocupadamente una negativa. Lo miró con fijeza y sólo se le ocurrió una cosa que decir.

—¿Por qué?

Los labios de él se curvaron. Johanna vio que aquella sonrisa se extendía lentamente por su cara, que sus facciones cambiaban, que las sombras jugueteaban sobre su rostro.

—Que me aspen si lo sé. Pero puede que cuando vuelvas los dos sepamos la respuesta. Mientras tanto, ¿por qué no nos quitamos de en medio esta duda?

Se inclinó hacia ella. Johanna se dijo que no quería que la besara. Que no le gustaría. No era una persona dada a efusiones, y para ella un beso no era un simple roce de los labios. A pesar de que había crecido en un mundo en el que un beso significaba poco más que un apretón de manos (y a menudo comprometía menos), para ella era algo íntimo que denotaba afecto, confianza y cordialidad.

Se había dicho que no quería que la besara. Pero eso había sido antes de la luz de la luna y el canto del pájaro. Antes de que Sam la tocara.

Sus ojos tenían una expresión recelosa. Sam lo notó al tiempo que rozaba suavemente sus labios. Quería que aquel primer beso fuera leve, natural, apenas más que un ofrecimiento de paz. Era tan fría y encantadora, y estaba siempre tan en guardia, que no había podido resistirse.

Un beso insignificante. Un beso amistoso. Ahí es donde Sam pretendía empezar y acabar. Pero eso fue antes de que probara su boca.

Retrocedió, sin saber muy bien si hacía pie. Estaba preparado para una súbita sacudida, pero no para un zarpazo. El agua se agitaba suavemente a su lado. Miró a Johanna. La luz de la luna le daba en la cara. Tocó su mejilla, sobre la que bailaba la luz. Ella no se movió. Sam no podía saber que el estupor que le había causado su propia reacción la había dejado clavada en el sitio.

La tocó de nuevo, deslizando los dedos entre su pelo. Ella siguió sin moverse. Pero cuando sus labios se encontraron de nuevo, con mayor ansia, respondió con brío a su pasión.

No pretendía que las cosas salieran así. Pero el deseo la atravesaba y la impulsaba a seguir su paso. La boca de Sam se deslizó por su mandíbula, sobre su cara, y ella se estremeció de placer y se retorció hasta que sus labios se encontraron otra vez.

Un anhelo que nunca había creído tener, un sueño que jamás se permitía en sus horas de vigilia, eso era él. Las manos de Sam se demoraban allí donde la tocaban, como si no se cansara de acariciarla. Perdida en la primera oleada del placer, Johanna se apretó contra él.

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No, Sam no se cansaba de acariciarla. Echó la cabeza de Johanna hacia atrás y la besó con mayor ansia. Ella sabía como la noche, oscura y atormentada. La fina seda que llevaba bajo la chaqueta se movía provocativamente. Sam tuvo que sofocar el deseo de arrancársela. La deseaba toda entera. Allí, entre la hierba crecida y húmeda, ansiaba descubrir todos sus secretos y hacerlos suyos.

Johanna jadeaba cuando al fin se separaron. Aquello la asustó. Su cautela, su templanza, eran lecciones duramente aprendidas, y siempre, sin excepción, las aplicaba a todas las facetas de su vida. Pero había perdido ambas cosas de un plumazo, por culpa del roce de los labios de Sam.

Debía recordar lo que era él: un artista, tanto en su oficio como con las mujeres. Tenía que recordar quién era ella. En su vida no había sitio para pasiones desenfrenadas a la luz de la luna.

Sam alargó los brazos de nuevo sólo para acariciarle la mejilla con los nudillos, y ella se apartó, porque incluso aquel leve gesto la turbaba.

—Ésta no es la respuesta, ni para ti ni para mí —le supo mal la crispación que advirtió en su propia voz, y la aterciopelada aspereza que él había provocado.

—Ha sido mucho más de lo que esperaba —dijo él.

Ella había vuelto a levantar sus defensas. Sam la tomó de la mano antes de que pudiera replegarse tras ellas por completo.

—Sentí algo la primera vez que te vi. Y ahora empiezo a entender por qué.

—¿Lujuria a primera vista?

—Maldita sea, Johanna...

Ella se despreció al instante por haber dicho aquello, pero no podía desdecirse. Si reculaba, estaba perdida.

—Vamos a dejarlo, Sam. Seré sincera: ha sido fantástico, pero no me interesa la secuela.

Sam comenzaba a enfadarse. Conocía su temperamento, y sabía que debía tomarse las cosas con calma.

—¿Y qué es lo que te interesa?

Johanna percibió su furia apenas contenida y sintió casi alivio. Si él hubiera sido amable, si se hubiera mostrado un poco persuasivo, ella se habría derrumbado.

Intentó sonreír y casi lo logró.

—Mi trabajo. Con eso tengo suficientes complicaciones.

—¿Sabes?, cualquiera que bese así está pidiendo complicaciones a gritos.

Johanna no sabía que pudiera besar así. Ni que abrigara el deseo de hacerlo. Y lo que resultaba aún más perturbador era el hecho de que deseara besar a Sam otra vez.

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—Supongo que eso es un cumplido. ¿Quedamos en que ha sido una noche interesante y lo dejamos así?

—No.

—Es lo único que te puedo ofrecer.

El le tocó el pelo otra vez, pero ya no con indecisión, sino con avidez.

—Está bien. Aprenderás con el tiempo.

Johanna no pudo fingir que aquello le hacía gracia, porque Sam la estaba asustando. No temía que la tirara al suelo y acabara lo que habían empezado, sino que resultara ser más voluntarioso y decidido que ella.

«Apártate de su camino», le advertía su razón. «Ahora mismo».

—Ha sido una velada demasiado bonita para que acabe con una discusión. Te agradezco la cena y el paseo, pero se está haciendo tarde y, como el camino es largo, deberíamos irnos.

—Está bien.

Sam estaba tan irritado que ni siquiera quería pelearse con ella. Era mejor, pensó, hacer exactamente lo que ella quería y reevaluar luego la situación. Se volvió hacia la casa y extendió los brazos para enseñarle el camino y que no tropezara. Al ver que ella daba un respingo, sonrió de nuevo y su enojo se disipó en parte.

—Los viajes más largos son a menudo los más entretenidos, ¿no crees?

A Johanna le pareció preferible dejar aquella pregunta sin respuesta.

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Capítulo 4—¿Cuántos maletines de Dieta Zing tenemos?

Johanna aguardó a que Bethany repasara su lista.

—Contando los que hemos requisado por ahí, unos ciento cincuenta. Pero todavía nos quedan las aspiradoras, los regalos de consolación y las enciclopedias, claro —Bethany le dio la vuelta a la lista de regalos de despedida. Le chocó que Johanna estuviera mirando por la ventana, en lugar de repasar su propia lista, pero no dijo nada—. En cuanto al concurso de los telespectadores... —prosiguió.

—¿Mmm?

—El concurso de los telespectadores.

—Ah.

Johanna maldijo para sus adentros y apartó la mirada de la ventana y la mente de Sam Weaver. Soñar despierta era siempre una pérdida de tiempo, pero en horas de oficina era imperdonable.

—Quiero que concretemos eso esta misma mañana —abrió el cajón superior de su mesa y sacó una carpetilla—. Tengo varias posibles preguntas. Los de documentación se esforzaron mucho la semana pasada. La idea es que John Jay anuncie una distinta cada día, en algún momento del programa —miró de nuevo la lista con satisfacción—. No quiero que lo haga a la misma hora todos los días, ni al principio del programa. Si queremos enganchar a la gente, quiero que estén atentos a la tele todos los días de la semana. ¿El asunto del coche está arreglado?

—Casi. Vamos a usar coches americanos y a hacerlo coincidir con el sorteo de la semana del Cuatro de Julio.

—Está bien, pero quiero dos.

—¿Dos qué?

—Dos coches, Beth. Vea ¡Alerta! y salga ganando —sonrió un poco al tiempo que daba unos golpecitos con la punta del lápiz sobre la mesa—. Dos coches de lujo. Uno debería ser un descapotable. La gente de Omaha con dos niños no suele comprarse un descapotable. Que sea rojo, al menos para los anuncios. El otro, el familiar, que sea blanco. Y John Jay llevará un traje azul.

—¿Quieres darles una buena ración de patriotismo?

—Algo así. Mira a ver si podemos subir el precio total hasta cincuenta mil.

—Claro —Bethany se apartó el flequillo de los ojos—. Usaré mis encantos. Y, si eso no funciona, usaré al Increíble Hulk.

—Usa los índices de audiencia —sugirió Johanna—. Quiero un anuncio enorme en Guía TV y en los suplementos dominicales. En blanco y negro para la guía, y en color para los suplementos —esperó mientras Bethany

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tomaba notas—. Lo del anuncio de diez segundos a las diez ya está arreglado. Lo grabaremos en cuanto lleguen los coches. Tenemos que elegir cinco preguntas de la lista —le dio a Bethany una copia—. Y la lista no puede salir de este despacho.

Bethany le echó una ojeada.

—¿Dónde conoció Betty al jefe de la pandilla? —frunció los labios y levantó la mirada—. ¿Qué Betty?

—Tienes que repasar tus conocimientos sobre grupos femeninos. Rock de principios de los años sesenta.

Bethany se limitó a hacer una mueca.

—Son muy difíciles.

Eso era exactamente lo que Johanna quería oír.

—Valen cincuenta mil dólares.

Bethany asintió con un murmullo y siguió leyendo la lista.

—Pero, Johanna, ¿quién va a saber a cuántas brujas quemaron en Salem?

—A ninguna —Johanna se recostó en la silla y se pasó el lápiz por entre los dedos—. Las ahorcaron.

—Ah, bueno. No doy una.

Sonó el teléfono de Johanna y Bethany siguió mirando la lista.

—La llama el señor Weaver, señorita Patterson.

Johanna abrió la boca, pero para su sorpresa ningún sonido salió de ella.

—¿Señorita Patterson?

—¿Qué? Ah, sí. Dígale al señor Weaver que estoy reunida.

Cuando colgó, Bethany levantó la mirada.

—No me habría importado esperar.

—Dudo que llame para hablar del programa —diciéndose que debía hacer oídos sordos, Johanna tomó su lista y procuró concentrarse—. ¿Qué te pa-rece la número seis?

—Tampoco sé la respuesta. Johanna... —a pesar de que era extrovertida y sincera, Bethany respetaba la reserva de su jefa—, ¿salió todo bien la otra noche?

Habría sido una estupidez fingir que no sabía a qué se refería.

—Sí, fue bien. Muy agradable —Johanna hurgó en su bolsillo en busca de un tubo de antiácidos—.Yo me inclino por la uno, la cuatro, la seis, la nueve y la trece.

Beth leyó las preguntas una por una, pensó que la número trece le sonaba y luego asintió con la cabeza.

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—Vale —le devolvió la lista a Johanna para que la guardara en la caja fuerte—. ¿Podríamos fingir que estamos fuera de la oficina, tal vez en casa, con los pies en alto y una buena botella de vino a medio beber?

Johanna giró la llave y se la guardó.

—¿Te pasa algo, Beth?

—No, pero juraría que a ti sí.

—Estoy bien —Johanna comenzó a apilar y enderezar papeles sobre su mesa—. Tuvimos una cena amistosa, una conversación agradable, y eso fue todo. No tengo ni idea de por qué me llama a la oficina, pero no tengo tiempo para charlar con él.

—Yo no he mencionado a Sam —puntualizó Bethany—. Has sido tú. Yo sólo te he preguntado si te pasaba algo —sonrió comprensivamente—. Tengo la sensación de que es lo mismo.

Johanna se levantó y se acercó a la ventana con las manos metidas en los bolsillos de la falda.

—No le entra en la cabeza que no me interesa.

—¿Ah, no? ¿No te interesa? —preguntó Bethany al ver que Johanna giraba la cabeza.

—No quiero que me interese. Es lo mismo.

—No. Si no te interesara, podrías sonreír, tal vez darle una palmadita en la cabeza y decirle gracias, pero no. El hecho de que no quieras que te interese significa que lo estás y que intentas ignorarlo evitando hablar con él por teléfono e inventando excusas.

Johanna metió los dedos entre el geranio trepador que colgaba de una cesta, junto a la ventana. La tierra estaba húmeda. Lo había regado esa misma mañana.

—¿Cómo es que sabes tanto de estas cosas?

—Por desgracia, he aprendido más de la observación que de la práctica. Parece un buen tipo, Johanna.

—Puede ser, pero ahora mismo no tengo tiempo para hombres, y menos aún para un actor.

—Eso es muy duro.

—Esta ciudad es muy dura.

Bethany no estaba dispuesta a tragarse aquella explicación. Sí, sólo llevaba tres años viviendo en Los Angeles, pero aún la fascinaba. Para ella, seguía siendo la ciudad donde los sueños podían cumplirse.

—Espero que no me rompas el corazón diciéndome que es un capullo.

—No —Johanna esbozó una sonrisa desganada y se giró de nuevo—. No, no es un capullo. La verdad es que tienes razón. Es un tipo muy agradable. Es encantador y se puede hablar con él... —se contuvo—. Para ser actor, claro.

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—A mí me hace estremecerme —confesó Bethany espontáneamente.

«A mí también», se dijo Johanna. Razón por la cual no iba a volver a verlo.

—Se supone que tienes que pensar en tu guionista —dijo con viveza, y se detuvo al ver la expresión de Beth—. ¿Pasa algo?

—Me ha plantado —se encogió de hombros con despreocupación. Pero Johanna sólo tuvo que mirarla a los ojos para entender lo dolida que estaba—. Pero no pasa nada. No íbamos en serio.

Tal vez él no, pensó Johanna con una mezcla de simpatía y resignación.

—Lo siento. Todo el mundo discute alguna vez, Beth.

Bethany lo sabía, y lo esperaba. Lo que no esperaba era el engaño.

—Nosotros fuimos un poco más allá. Pero es mejor así, de verdad. Creía que estaba interesado en mí, ¿sabes?, pero cuando descubrí que estaba más interesado en mi puesto... —se refrenó, maldijo para sus adentros y luego sonrió—. No importa. Era uno de los muchos sapos a los que hay que besar para encontrar al príncipe azul.

—¿Qué pasa con tu puesto? —Johanna nunca tardaba mucho en sacar conclusiones. Guionista, ayudante de la productora. Si se añadía una pizca de ambición, todo encajaba perfectamente—. ¿Quería que colocaras algún guión?

Bethany se removió, incómoda.

—No exactamente.

—Suéltalo de una vez, Beth.

—Está bien. Tenía la idea de que yo podía influir en ti para que tú influyeras sobre tu padre para que produjera su película. Cuando le dije que no daría resultado, se enfadó. Entonces yo me enfadé, y una cosa llevó a la otra —no añadió que todo había sido muy feo. No hacía falta.

—Entiendo —¿por qué había tantos capullos en aquel mundillo?, se preguntó Johanna. Tantos manipuladores—. Lo siento mucho, Beth.

—Los golpes se pasan —dijo Beth con desenfado, aunque sabía que el suyo duraría largo tiempo—. Además, tengo esperanzas de que no venda nada más que canzoncillos para anuncios durante los próximos diez o veinte años.

—Hazte un favor —le aconsejó Johanna—. Enamórate de un vendedor de seguros —miró hacia la puerta cuando su secretaria asomó la cabeza.

—Un telegrama, señorita Patterson.

Johanna murmuró un gracias y tomó el telegrama. «Idiota», se dijo al ver que se le crispaban los dedos sobre el papel. Habían pasado casi veinticinco años desde que recibiera aquel breve y desconsolador telegrama de su madre. Ni siquiera tenía edad suficiente para leerlo ella sola. Ahuyentó aquel recuerdo y rasgó el sobre.

Puedo ser tan testarudo como tú. Sam.

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Johanna miró con el ceño fruncido aquella única línea. Lo leyó otra vez y luego hizo con él una bola. Pero en lugar de arrojarlo a la papelera, se lo guardó en el bolsillo.

—¿Malas noticias? —preguntó Bethany.

—Una amenaza sin importancia —dijo Johanna, y tomó el mando a distancia—. El programa va a empezar.

Aquella condenada mujer le estaba sacando de sus casillas. Sam estaba cepillando a la yegua, a la que sólo unas horas antes había montado su preciado se mental. Estaba todavía nerviosa y con ganas de morder. Inquieta, refinada y temperamental, a Sam le recordaba a Johanna. Aquello le hizo sonreír, si bien con cierta amargura. No creía que a Johanna le hiciera gracia que la compararan con un caballo, aunque fuera de pura sangre.

No le había devuelto ni una sola llamada. La señorita Patterson no está disponible. La señorita Patterson está reunida.

La señorita Patterson te evita como a la peste.

Empezaba a sentirse como un adolescente torpón colado por la reina de la clase. Más de una vez se había dicho que debía olvidarse de ella y buscarse una mujer menos complicada con la que pasar la noche.

La yegua giró la cabeza y le lanzó un bocado al hombro. Sam se quitó de su alcance y siguió acariciándola para que se tranquilizara. No quería pasar la noche con una mujer menos complicada. Quería pasarla con Johanna. Sólo para probar, se decía, si lo que había ocurrido junto al estanque volvía a suceder. Y, si así era, ¿qué demonios iba a hacer al res-pecto?

Lo mejor sería no volver a verla. Uno tenía mucha más libertad cuando abarrotaba de mujeres su vida que cuando se dedicaba sólo a una. Aunque él no tenía intención de dedicarse a Johanna, se dijo. Era sólo que no lograba quitársela de la cabeza.

¿Qué secretos guardaba dentro de sí aquella mujer? Tenía que averiguarlo.

Al besarlo, no había mostrado reserva alguna. Había sido abierta, apasionada y tan sincera como cupiera esperar. Aquél no había sido un beso corriente. Sam sabía lo que era besar a una mujer por placer, por obligación o por exigencias del guión. En aquel instante con Johanna no había habido ni la sencillez del placer, ni la indiferencia de la obligación. Y la reacción de ambos no formaba parte de guión alguno.

Ella se había sentido tan perpleja como él, e igual de turbada. ¿Acaso no quería saber por qué razón?

Al diablo con lo que quisiera Johanna, pensó Sam al cerrar la puerta del establo. Él tenía que saber por qué. Y Johanna iba a seguirle la corriente, quisiera o no.

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Estaba molida. Engulló dos aspirinas y un cartón de yogur junto al fregadero de la cocina. Se había pasado el día de reunión en reunión, y aunque debía estar celebrando la emisión nocturna de ¡Alerta!, había decidido pasar una tarde tranquila en casa. Tendría que organizar una fiesta para el equipo la semana siguiente. Se lo merecían. Y se ocuparía de que a Beth le subieran el sueldo. Pero, por esa noche, no quería pensar en reuniones de producción, ni en patrocinadores. Tenía que atender sus flores.

El cálido sol le dio en la cara y los brazos cuando salió al jardín. Había que expurgar las rosas que trepaban por la espaldera del flanco de la casa. Había que quitar las malas hierbas de las linarias y las malvarrosas. Algunas de las plantas más altas y floridas necesitaban rodrigones. Complacida por los olores y colores del jardín, se puso manos a la obra.

Había pasado muchas tardes con el jardinero de la finca de su padre, aprendiendo los nombres de las plantas y los cuidados que requerían. El jardinero le dejaba un pedazo de terreno para ella sola, y le había enseñado a remover la tierra y a plantar semillas, a separar las raíces y a podar. De él había aprendido Johanna a mezclar plantas en busca de un color, una textura o un tamaño determinado, y había aprendido también los periodos de floración. Los días de lluvia, o durante una ola de frío, la dejaba curiosear por el invernadero, donde se nutrían los semilleros más frágiles y se forzaba a los bulbos exóticos a brotar tempranamente.

Johanna nunca había olvidado los perfumes del invernadero, su bochorno, su calor, la húmeda fragancia de la tierra mojada. El jardinero era un buen hombre, algo encorvado y ventrudo. Algunas veces, Johanna había imaginado fugazmente que era su padre y que trabajaban codo con codo.

Sólo al oírlo hablar con otro sirviente se había enterado de que sentía lástima por ella.

Todos los sirvientes se compadecían de ella, la niñita a la que sólo sacaban para exhibirla conforme al capricho de su padre. Tenía una casa de muñecas de tres pisos, un juego de té de porcelana inglesa y una chaqueta de piel blanca. Daba clases de ballet y de piano, y aprendía francés con una profesor particular. Otras niñas pequeñas habrían soñado con tener lo que Johanna tenía con sólo levantar una mano.

A los seis años, su fotografía había aparecido en toda la prensa. Llevaba un vestido de terciopelo rojo que le rozaba los tobillos y una pequeña diadema de diamantes, y era la niña que llevaba las flores en la segunda boda de su padre. Una princesa de Hollywood.

La novia era una actriz italiana que disfrutaba teniendo berrinches. Su padre se había pasado buena parte de aquel matrimonio, que sólo había durado dos años, en la Riviera italiana. Johanna, mientras tanto, se había quedado en los jardines de su finca de Beverly Hills.

Hubo un escándalo y un divorcio arrabalero. La actriz italiana se había quedado con la villa en Italia, y su padre había tenido una romance relámpago con la protagonista de su siguiente película. A la edad de ocho

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años, Johanna había desarrollado ya una opinión desapasionada y adulta (quizá demasiado) de las relaciones humanas.

Ella prefería las flores. No le gustaba ponerse guantes. Tenía la impresión de que palpaba mejor la tierra y las delicadas raíces con las manos descubiertas. Cuando lograba sacar algo de tiempo para hacerse la manicura, tenía que enfrentarse al estupor y el desaliento de la esteticién. Tenía por costumbre llevar las uñas muy cortas, y no se molestaba en li-márselas.

Poco femenina. Eso había dicho Lydia de ella. Lydia había sido una de las amantes más duraderas y deslenguadas de su padre. Poseía una belleza desvaída y un egoísmo sin freno. Por fortuna, tenía tan poco interés en casarse con Cari Patterson como él en casarse con ella.

Manda a la niña a un colegio de monjas en Suiza, cariño. No hay nada como un colegio de monjas para que una niña aprenda a ser grácil y femenina.

A los doce años, Johanna vivía aterrorizada ante la posibilidad de que la enviaran al extranjero, pero Lydia fue sustituida antes de que lograra convencer a su padre de que la mandara al internado.

Poco femenina. Aquellas palabras todavía se le pasaban por la cabeza de cuando en cuando. Solía hacer oídos sordos; había encontrado su propio estilo de feminidad. Pero, de tarde en tarde, como una vieja herida, aquellas palabras todavía le dolían.

De rodillas en el suelo, hurgó entre las dalias del patio y luego entre la fresia, que aún tardaría en florecer un par de semanas. Quitó con cuidado y precisión las malas hierbas que habían tenido la audacia de brotar allí. La primavera había sido seca, y tras palpar la tierra decidió regarlo todo bien antes de acostarse.

Oyó un coche pero no se molestó en levantar la mirada, porque esperaba que pasara de largo. Al sentir que se detenía, tuvo el tiempo justo de girar la cabeza antes de que Sam saliera por el lado del conductor.

No dijo nada y permaneció arrodillada y muda.

Sam estaba furioso. En el largo trayecto desde su rancho había tenido tiempo de sobra para avivar su ira. Allí estaba, en busca de una rubia de fríos ojos y desdeñosa mirada, y sólo se le ocurría pensar en lo guapa que estaba a la luz de la luna.

Estaba atardeciendo; la luz era suave y tenue. Johanna estaba arrodillada delante de un arriate de flores, como una virgen pagana. No se levantó. Tenía las manos manchadas de tierra y verdín. El aire olía deliciosamente, denso y rico.

—¿Para qué cono tienes secretaria y contestador si no te molestas en contestar a tus mensajes?

—He estado ocupada.

—Has estado grosera.

Johanna detestaba aquello. Detestaba saber que era cierto.

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—Lo siento —compuso su sonrisa más fría y profesional—. El programa va a empezar a emitirse de noche y he estado muy liada con reuniones y papeleo. ¿Pasaba algo importante?

—Sabes perfectamente que sí.

Johanna pasó los siguientes diez segundos sacudiéndose con esmero el polvo de las manos sobre los vaqueros mientras se miraba fijamente las botas.

—Si hay algún problema con tu contrato...

—Corta el rollo, Johanna. Los dos hicimos nuestro trabajo, y se acabó.

Ella lo miró.

—Sí, tienes razón.

Sam se metió las manos en los bolsillos. Si no, la habría estrangulado.

—No me gusta sentirme como un tonto.

—No lo dudo —Johanna se levantó, procurando mantenerse apartada de él—. Se me está acabando la luz, Sam. Si no quieres nada más... —el resto de sus palabras quedó enmudecido cuando Sam la agarró de la pechera.

—Me estás dando calabazas más de lo necesario —dijo con calma. Con excesiva calma—. Siempre me he considerado de temperamento bastante comedido. Pero parece que estaba equivocado.

—Tu temperamento no es cosa mía.

—Y un cuerno —para demostrar lo que decía, la atrajo hacia sí de un tirón. Ella levantó las manos automáticamente para no perder el equilibrio y defenderse de él. Pero Sam ya la estaba besando.

Esta vez, no hubo besos indecisos, ni acercamientos amistosos, sino sólo un arrebato ávido y enérgico que llevaba días atenazándolo. Ella no se debatió. Sam no quería pensar en lo que habría hecho de haber sido de otro modo. Pero Johanna se quedó muy quieta, y por un instante ambos creyeron que no sentía nada.

Luego gimió. Aquel sonido, sumiso y desesperado, surgió de su boca y penetró en la Sam. Antes de que se apagara, lo había rodeado con los brazos y había clavado los dedos en sus hombros.

El crepúsculo, cada vez más intenso, refrescaba el aire, pero, pegada a él, Johanna sólo sentía el calor de su cuerpo. Pensó, aturdida, que aquel olor formaba parte de una fantasía profundamente enterrada. Un caballero en un blanco corcel. Pero ella no quería que la rescataran. Como una tonta, había pensado que podía escapar de él y de sí misma. Sólo tardó un momento en comprender lo firmemente que estaba atada.

Sam rozó con la boca su cara, deleitándose en su sabor y su tersura. Ella besó ansiosamente su mandíbula. Sam la estrechó con fuerza entre sus brazos. Creía saber lo que era desear con locura a una mujer. Pero nunca había sentido nada parecido a aquello. Le dolía todo el cuerpo, con un dolor más erótico que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Cuanto más la acariciaba, más sufría. Cuanto más sufría, más ansiaba tocarla.

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—Te deseo, Johanna —había posado las manos sobre su pelo, como si temiera que se pusieran a vagar de nuevo sobre su cuerpo—. Llevo días sin dejar de pensar en ti. Noches enteras. Quiero estar contigo. Ahora mismo.

Ella también quería. Se estremeció al abrazarse a él. Deseaba a Sam. Quería abandonarse, deponer sus recelos, y sentir como él la hacía sentir. Sabía por alguna razón que Sam podía proporcionarle cosas en las que nunca había creído. Una vez lo hiciera, nunca volvería a ser la misma.

Resistió un momento más. Un arrepentimiento más intenso que cualquier otro que hubiera conocido reemplazó al deseo al tiempo que se apartaba de él. Con esfuerzo logró esbozar una sonrisa al mirar las manchas que había dejado sobre sus hombros.

—Tenía las manos sucias.

Él se las tomó.

—Vamos dentro.

—No —Johanna apartó suavemente las manos—. No saldría bien, Sam. No podría salir bien.

—¿Por qué?

—Porque yo no quiero. No quiero que funcione.

Él la agarró de la barbilla.

—Bobadas.

—No quiero —cerró la mano alrededor de su muñeca y notó su pulso rápido, tan rápido como el suyo—. Me siento atraída por ti, no lo niego. Pero esto no puede llevar a ninguna parte.

—Ya ha llevado a alguna parte.

—Entonces, no puede llevar más lejos. Créeme cuando digo que lo siento, pero será mejor para los dos que lo asumamos cuanto antes.

—Yo también lo siento, pero no puedo aceptarlo —acercó la mano a su mejilla en un gesto cuya ternura conmovió a Johanna—. Si esperas que me vaya y te deje en paz, vas a llevarte una desilusión.

Ella respiró hondo y lo miró fijamente a los ojos.

—No voy a acostarme contigo.

Él levantó las cejas.

—¿Ahora o nunca?

Lo último que Johanna esperaba era echarse a reír, pero se le escapó la risa.

—Buenas noches, Sam.

—Espera. Aún no hemos acabado —había una nota divertida en su voz cuando señaló los escalones de la puerta—. ¿Por qué no nos sentamos? Hace muy buena noche —al ver que ella vacilaba, levantó las manos con las palmas hacia fuera—. Nada de contacto.

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—Está bien —Johanna no se sentía del todo a gusto, pero tenía la impresión de que le debía al menos aquello—. ¿Te apetece beber algo?

—¿Qué tienes?

—Café de esta mañana.

—Paso, gracias —se sentó cómodamente junto a ella—. Me gusta mucho tu casa, Johanna —comenzó a decir al tiempo que se preguntaba si sería capaz de llegar a entenderla a través de aquel lugar—. Es apacible, íntima y pulcra. ¿Cuánto tiempo hace que la tienes?

—Unos cinco años.

—¿Has plantado tú todo esto?

—Sí.

—Y esas flores, ¿qué son?

Ella miró el borde de unos de sus parterres.

—Jaboneras.

—Feo nombre para algo tan bonito —las flores rosas parecían delicadas, pero Sam notó que se extendían a su aire—. ¿Sabes?, acabo de darme cuenta de que no nos conocemos muy bien —se recostó contra el siguiente escalón y estiró las piernas. Johanna pensó que parecía hallarse a sus anchas.

—No —dijo con cautela—. Supongo que no.

—¿Te gusta salir con chicos?

Ella entrelazó las manos alrededor de sus rodillas y sonrió.

—Es una bonita ocupación para adolescentes.

—¿No crees que los adultos puedan hacerlo?

Johanna se puso en guardia de nuevo y movió los hombros.

—La mayoría de la gente que conozco tiene amantes, no novios.

—Y tú no tienes ni una cosa ni otra.

—Lo prefiero así.

Su modo de decirlo hizo mirar de nuevo a Sam las florecillas rosas.

—¿Por qué no usamos otro término? Acompañantes, por ejemplo —se volvió para observar su perfil—. Podríamos probar a ser acompañantes una temporada. Es un término sencillo y sin complicaciones. Sin ataduras.

Sonaba así, pero Johanna tenía sus dudas.

—Lo que he dicho antes, iba en serio.

—Estoy seguro de ello —Sam cruzó los tobillos—. Por eso he llegado a la conclusión de que te daba miedo llegar a conocerme mejor.

—No me da miedo —dijo ella al instante, demostrándole que había dado en el clavo.

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—Bien. El viernes por la noche hay una gala benéfica en el Beverly Wilshire. Te recogeré a las siete.

—No voy a...

—Apoyas la recaudación de fondos para las personas sin techo, ¿no?

—Claro que sí, pero...

—Y, dado que no tienes miedo, no te importará ser mi acompañante. Es una fiesta formal —prosiguió suavemente—. No me gustan mucho esa clase de eventos, pero es por una buena causa.

—Te agradezco la invitación, pero no me da tiempo a llegar casa del trabajo y cambiarme para estar en una fiesta de gala en el Wilshire a las siete —y con eso, pensó, quedaba zanjada la cuestión.

—Está bien, entonces iré a buscarte a la oficina. De ese modo podemos quedar a las siete y media.

Ella exhaló un largo suspiro y luego cambió de postura para no mirarlo directamente.

—¿Por qué intentas embaucarme de este modo, Sam?

—Johanna... —la agarró de la mano y le besó los dedos tan rápidamente que ella no pudo objetar nada—. Podría embaucarte mucho mejor.

—Apuesto a que sí.

El sonrió, divertido.

—Me encanta cuando usas ese tono. Es tan correcto... Me da ganas de despeinarte.

—No has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta? Ah, ésa —añadió al ver que ella entornaba los ojos—. No intento embaucarte, sólo intento salir contigo. Bueno, salir no —se corrigió—. Los adultos no salen juntos. Tampoco podemos llamarlo una reunión. Sonaría demasiado profesional. ¿Qué te parece un encuentro? ¿Te gusta más?

—Creo que no.

—Johanna, una cosa que ya he aprendido sobre ti es que eres difícil de complacer —se estiró de nuevo con un suspiro—. Pero eso está bien. Puedo quedarme aquí sentado hasta que demos con la palabra adecuada. Están saliendo las estrellas.

Ella levantó la mirada involuntariamente. A menudo se sentaba allí sola de noche. Le gustaba mirar sola las estrellas. Pero, por alguna razón, la noche parecía más hermosa con él allí, y eso le preocupaba. Depender de otra persona para ser feliz era un tremendo error.

—Empieza a hacer frío —murmuró.

—¿Me estás pidiendo que pase?

Ella sonrió y luego apoyó el codo sobre su rodilla.

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—No hace tanto frío —guardaron silencio un momento. Después un chotacabras rompió la quietud—. ¿Por qué no estás en algún club del centro donde puedan verte con una actriz en ciernes con muchos dientes?

Sam posó los codos sobre el escalón de atrás y se quedó pensando.

—No lo sé. ¿Por qué no estás tú en algún club del centro con un director de moda con un perfecto bronceado?

Ella mantuvo quieta la cabeza, pero lo miró de soslayo.

—Yo he preguntado primero.

—Me encanta actuar —dijo él al cabo de un momento. Su voz sonaba tan calmada y seria que Johanna giró de nuevo la cabeza—. De veras, me en-canta cuando todo sale bien: el guión, el rodaje, el equipo. Y tampoco me importa que me paguen bien por ello. Dispongo de un par de semanas antes de que empecemos a rodar. Una vez empecemos, los días serán muy largos y duros. No quiero perder el poco tiempo que tengo en un club —le acarició el pelo. Los dos recordaban que había prometido no tocarla, pero Johanna no protestó—. ¿Vas a volver a darles de comer a mis patos, Johanna?

Era un error, se dijo ella mientras le sonreía. Un error estúpido. Pero, al menos, iba a cometerlo con los ojos abiertos.

—Creo que podré arreglármelas el viernes por la noche, si no te importa que nos vayamos de la fiesta un poco pronto. Tengo mucho lío en la oficina.

—¿A las siete y media, en tu despacho?

—De acuerdo. ¿Sin ataduras?

—Trato hecho.

En cuanto se inclinó hacia ella, Johanna levantó la mano.

—No me beses, Sam.

Él se apartó, no sin esfuerzo.

—¿Ahora o nunca?

Johanna se levantó y se sacudió la culera de los pantalones.

—Ahora, en todo caso. Nos vemos.

—Johanna... —ella se detuvo en lo alto de los escalones y miró hacia atrás—. Nada —le dijo Sam—. Sólo quería verte otra vez de noche.

—Conduce con cuidado. Es un largo viaje.

Él le lanzó una sonrisa por encima del hombro.

—Cada vez se me hace más corto.

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Capítulo 5A las cinco y media, las oficinas eran como una tumba. Johanna se alegró de tener un rato para sí misma. El papeleo, que nunca parecía disminuir durante un día de trabajo normal, podía resolverse de un tirón en una hora. Las preguntas para la grabación del lunes habían sido elegidas y revisadas, pero Johanna las repasó de nuevo para cerciorarse de que eran tan entretenidas como educativas.

Contestó un sinfín de mensajes, leyó y firmó cartas y dio el visto bueno a un montón de facturas. Lo mejor de los programas concurso, pensó mientras trabajaba, era que eran baratos de producir. En una semana triunfal, podían regalar cincuenta mil dólares y, aun así, gastaban sólo una parte de lo que costaba una telecomedia de media hora.

Estaba decidida a poner en antena otro programa, y ya estaba lista para hacer una oferta para el programa piloto, de modo que, cuando todo estuviera resuelto, pudieran empezar a emitir en otoño. Y todo saldría bien, se dijo. Un éxito duradero más, y su propia productora podría empezar a luchar para sobrevivir.

Producciones del Invernadero. Ya veía el logotipo. Y, al cabo de dos años, los demás lo verían también. Y lo recordarían.

Seguiría haciendo concursos, claro, pero empezaría a ampliar sus horizontes. Una teleserie diurna, un par de películas en la franja de mayor audiencia, una serie semanal. Ya veía crecer el negocio paso a paso. Pero, de momento, debía concentrarse en pasar el resto del día. Y de la noche.

Tras despejar su mesa, sacó su secreto. Había escondido la bolsa en el cajón del fondo, detrás del papel timbrado. Habría habido un revuelo si hubiera llevado un vestido de noche a la oficina. Sacó la caja de la bolsa, la abrió y leyó las instrucciones dos veces. No parecía tan complicado. Pero haría de ello una aventura, se dijo, aunque fuera una estupidez. Se había dicho que era una bobada al mismo tiempo que dejaba que la dependienta la persuadiera para comprarlo.

Dispuso con esmero su equipo en fila, sin perder de vista las instrucciones, y luego se examinó las manos; primero el dorso y luego la palma. La dependienta tenía razón: sus uñas eran un desastre. ¿Y qué había de malo en probar algo nuevo? Recogió la primera uña postiza y empezó a limarla. La probaba a menudo; se la puso sobre la uña del pulgar, corta y sin pintar, hasta que vio, satisfecha, que no quedaba demasiado larga. Sólo quedaban nueve, pensó, y siguió con el resto.

Mientras trabajaba, se quitó los zapatos y recogió las piernas bajo el cuerpo. Jamás se habría permitido adoptar aquella postura habiendo alguien en la oficina. Pero, sola, la adoptó sin pensarlo dos veces. Una vez tuvo las diez uñas uniformemente limadas sobre el cartapacio, continuó con el siguiente paso.

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Las instrucciones decían que era fácil, rápido y limpio. Johanna destapó el adhesivo y se lo aplicó a la uña. Fácil. Cortó cuidadosamente con las tenacillas la punta del reverso de la uña postiza y empezó a quitarle el plástico. El papel adhesivo se hizo una pelota. Johanna lo estiró pacientemente y lo intentó de nuevo. Al tercer intento logró que se pegara. Complacida, tomó la primera uña y la alineó cuidadosamente con la suya. Tras apretar, examinó el resultado.

No parecía su pulgar, pero quedaba bastante elegante. Cuando la pintara con el esmalte rosa nacarado que le había vendido la dependienta, nadie notaría la diferencia.

Tardó veinte minutos en acabar una mano, y tuvo que sacar sus gafas de leer, otra cosa que jamás habría hecho de no haber estado completamente sola. Estaba maldiciendo a la dependienta, a sí misma y al fabricante cuando sonó el teléfono. Pulsó el botón de la línea uno, y saltó la uña postiza de su dedo índice.

—Johanna Patterson —dijo entre dientes.

—Soy John Jay, cielo. Cuánto me alegro de que seas una adicta al trabajo.

Johanna miró con fastidio su desnudo dedo índice.

—¿Qué pasa?

—Tengo un problemilla sin importancia, cariño, y necesito que vengas en mi auxilio —al ver que ella no decía nada, se aclaró la garganta—. Mira, parece que mi tarjeta de crédito está al límite y estoy en un apuro. ¿Te importaría hablar con el gerente de Chasen's? Dice que te conoce.

—Pásamelo.

Enojada, se pasó la mano por el pelo y saltó otra uña. Tardó menos de dos minutos en sacar a John Jay del apuro. Después colgó y se miró la mano. Dos de las uñas que se había puesto con toda meticulosidad habían desaparecido, y tenía los dedos manchados de pegamento. Exhaló un largo suspiro y empezó a quitarse las demás.

Era una mujer inteligente y capaz, se dijo. Estaba a punto de cumplir treinta años y tenía un trabajo complejo y exigente. Pero también era posiblemente la única mujer del país que no sabía ponerse uñas postizas.

Al diablo con aquello. Lo tiró todo, incluido el frasquito de esmalte, a la basura.

Hizo lo que pudo con su pelo en el aseo de señoras. Luego, como se sentía desmañada y poco femenina, se le fue la mano con el maquillaje. Vestida únicamente con unas medias y unas braguitas, abrió la cremallera de la bolsa del vestido. Sólo se lo había puesto una vez, hacía un año. Era ceñido, no tenía tirantes y estaba muy lejos de su estilo habitual. Enco-giéndose de hombros, se lo puso, se lo alisó y a continuación intentó abrocharse la cremallera. Maldijo otra vez y se preguntó por qué había permitido que la convencieran para salir. Una vez abrochado el vestido, intentó verse todo lo posible en los espejos de medio cuerpo.

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El vestido le quedaba bien, se dijo al ponerse de lado. Y el color, que habría ido a juego con el esmalte de uñas, le favorecía. Aunque no lo veía, el bajo de la falda le llegaba a las rodillas por delante y descendía luego gradualmente hasta el suelo por la parte de atrás. Cambió sus pendientes de diario por unos redondos de perlas y diamantes y se abrochó luego una gargantilla a juego.

«No está mal», se dijo mientras guardaba su ropa en la bolsa. El lunes le diría a su secretaria que la enviara al tinte. Con la bolsa colgada del brazo, emprendió el camino de regreso a su despacho. Había hecho bien diciéndole a Sam que fuera a buscarla allí, pensó. De ese modo, su encuentro parecía menos una cita, y además tendría que dejarla en el aparcamiento del edificio para que volviera a casa en su coche.

Qué cobarde. Se encogió de hombros con una pizca de irritación mientras caminaba. No era cobarde, se dijo, sino precavida. Lo que sentía por Sam, fuera lo que fuese, era demasiado repentino y demasiado intenso. Tener una aventura no entraba en sus planes, ni profesionales ni personales. Sencillamente, había asistido a demasiadas aventuras de su padre.

Su vida jamás sería como la de él. En cuanto a Sam Weaver, se mostraría sensata, cauta y, sobre todo, en perfecto dominio de la situación.

Oh, Dios, estaba guapísimo.

Se hallaba de pie, en su despacho, junto a la ventana, con las manos en los bolsillos del esmoquin y el pensamiento fijo en algo que ella no podía ver. Una incómoda oleada de placer se apoderó de ella. Si hubiera creído en los finales felices, habría creído en él.

Sam no la había oído, pero estaba pensando en ella con tanta intensidad que supo al instante que había entrado en el despacho. Se dio la vuelta, y su imagen de ella se disolvió y volvió a ensamblarse.

Parecía muy delicada con el pelo recogido sobre el cuello y los hombros desnudos. Aquel práctico despacho cuadraba con la mujer a la que había visto por primera vez. El hermoso jardín y la casa aislada cuadraban con la mujer que se había reído con él junto al estanque. Pero aquélla era una nueva Johanna, una Johanna que parecía demasiado delicada para ser tocada.

Por ridículo que le pareciera, tuvo que contener el aliento.

—Creía que te habías escapado.

—No —dándose cuenta de que estaba agarrando con tanta fuerza el asa de la bolsa que tenía los nudillos blancos, relajó un poco la mano—. Me estaba cambiando —ansiaba mostrarse natural, y se obligó a acercarse al armario—. Siento llegar un poco tarde. Me he entretenido. Con cosas de trabajo —dijo, y de un vistazo se aseguró de que las uñas de plástico y el esmalte no estaban a la vista.

—Estás maravillosa, Johanna.

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—Gracias —cerró el armario e intentó tomarse aquel cumplido con la misma naturalidad con que había sido pronunciado—. Tú también. Yo estoy lista, si tú lo estás.

—Necesito un minuto más —se acercó a ella, y advirtió la fugaz expresión de sorpresa de sus ojos antes de posar las manos sobre sus hombros desnudos y besarla. Se demoró en el beso, y luchó por no apretarla demasiado—. Sólo quería ver si eras real —murmuró.

Era real, sí, tan real que sentía cómo su sangre palpitaba, ardiente y veloz.

—Deberíamos irnos.

—Yo preferiría que nos quedáramos aquí arrullándonos. Pero, bueno, tal vez en otra ocasión —añadió al ver que ella levantaba una ceja. La tomó de la mano y salió del despacho en dirección a los ascensores—. Oye, si la fiesta es muy aburrida, podemos irnos pronto. Dar un paseo en coche.

—Las galas de Hollywood nunca son aburridas —dijo ella con tanta sorna que Sam se echó a reír.

—No te gustan.

—Por lo general no me parece necesario asistir a ellas —entró en el ascensor al abrirse la puerta.

—Es difícil formar parte de este mundillo e ignorarlo al mismo tiempo.

—No, nada de eso —ella llevaba años haciéndolo—. Algunas personas se manejan mejor entre bambalinas. He visto un anuncio de tu miniserie —prosiguió, cambiando de tema antes de que él insistiera—. Estaba bien, muy clásico, muy erótico.

—Es puro marketing —dijo él con desdén al tiempo que el ascensor se detenía en el aparcamiento subterráneo—. Y en realidad no es erótico. Es romántico, que no es lo mismo.

No era lo mismo, en efecto, para a Johanna le causó sorpresa que él lo supiera.

—Cuando te quitas la camisa y te brilla el pecho, la gente piensa en sexo.

—¿Sólo hace falta eso? —abrió la puerta del acompañante de su coche—. Puedo quitarme esta faja en menos de cinco segundos.

Ella metió las piernas dentro del coche.

—Gracias, pero ya te he visto el pecho. ¿Por qué la televisión? —preguntó cuando Sam se reunió con ella—. En este momento de tu carrera, quiero decir.

—Porque la mayoría de la gente no aguanta sentada cuatro horas en un cine, y quería hacer esta película. La pequeña pantalla es más personal, más íntima, y el guión también lo era —el motor retumbó en el garaje casi vacío cuando Sam dio marcha atrás y comenzó a sacar el coche—. El personaje de Sarah es muy frágil y trágico. Es absolutamente candida y confiada. Me dejó alucinado cómo lo hizo Lauren —añadió, refiriéndose a su compañera de reparto—. Logró captar la esencia de esa inocencia.

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Según la prensa, Lauren y él habían tenido tantas escenas amorosas ante las cámaras como fuera de ellas. Sería sensato recordarlo, se dijo Johanna.

—Es raro oír a un actor hablar de un personaje que no es el suyo.

—Luke es un cabrón —dijo Sam sin ambages al detenerse ante un semáforo—. Un oportunista, un mujeriego y un jeta. Pero encantador y con mucha labia.

—¿Y tú captaste su esencia?

Sam la observó antes de que se abriera el semáforo.

—Tendrás que ver la película y decírmelo tú.

Ella apartó la mirada deliberadamente.

—¿Cuál es tu próximo proyecto?

—Una comedia.

—No sabía que hicieras comedias.

—Está claro que te perdiste mi gran interpretación como el hombre de la chocolatina con pasas hace unos años.

Johanna se echó a reír.

—Me avergüenza decir que sí.

—No pasa nada. A mí me avergüenza decir que no. Eso fue justo antes de hacer los anuncios de la colonia Mano. «¿Qué mujer puede resistirse a un hombre que huele a hombre?»

Johanna se habría echado a reír otra vez si no hubiera recordado el efecto que surtía sobre ella su olor.

—Bueno, nadie puede decir que no te has esforzado.

—A mí me gusta pensar que sí, y también soy consciente de que, gracias a la campaña de Mano, conseguí una prueba para Infiltrado.

Johanna no lo ponía en duda. Había visto aquellos anuncios. En ellos, Sam estaba tan atractivo que hacía hervir la sangre, y tan viril y altivo que a una se le hacía la boca agua. Su personaje en Infiltrado era exactamente igual, pero poseía una profundidad que había sorprendido tanto al público como a la crítica.

—Esas oportunidades no surgen a menudo —dijo en voz alta—. Y, cuando así es, suelen ser merecidas.

—Bueno... —dijo él lentamente—. Creo que eso era un cumplido.

Ella se encogió de hombros.

—Nunca he dicho que no fueras bueno en tu oficio.

—Tal vez podamos darle la vuelta a la tortilla y afirmar que el problema ha sido desde el principio que lo soy.

Ella no dijo nada, pero a Sam su silencio le pareció respuesta suficiente.

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Johanna arrugó un poco la frente cuando se acercaron al Beverly Wilshire, profusamente iluminado y adornado de limusinas.

—Parece que hay mucha gente.

—Todavía podemos volver a tu despacho a arrullarnos.

Ella le lanzó una rápida y suave mirada al tiempo que un conserje uniformado abría la puerta del coche. En cuanto salió a la acera, centellearon los focos y los flashes de las cámaras.

Johanna odiaba aquello. No tenía palabras para explicarse cuánto lo odiaba. Con un ademán que podía tomarse por distancia más que por pánico, se dio la vuelta. Sam la rodeó con el brazo y, al hacerlo, volvieron a centellear los flashes.

—Te dan menos la paliza si sonríes y cooperas —le susurró al oído.

—¡Señor Weaver! ¡Señor Weaver! ¿Qué puede decirnos sobre su nueva serie para la televisión?

Sam dirigió su respuesta hacia la multitud de periodistas y la personalizó con una sonrisa mientras echaba a andar.

—Creo que la serie habla por sí misma: tiene un guión magnífico y un reparto que incluye a Lauren Spencer.

—¿Ha roto su compromiso con la señorita Spencer?

—Nunca ha habido tal compromiso.

Uno de los periodistas se acercó lo suficiente como para agarrar a Johanna del brazo.

—¿Podría decirnos su nombre, señorita?

—Patterson —respondió, y se desasió.

—Es la hija de Cari Patterson —oyó decir a alguien entre el gentío—. La hija del viejo. Señorita Patterson, ¿es cierto que peligra el matrimonio de su padre? ¿Qué opina de que se le relacione con una mujer a la que le dobla la edad?

Johanna atravesó las puertas del vestíbulo sin decir nada.

—Lo siento —Sam seguía enlazándola con el brazo. Ella temblaba un poco, y Sam pensó que se debía a que estaba furiosa.

—Tú no tienes la culpa.

Sólo necesitaba un momento para calmarse, se dijo. Sí, estaba enfadada, pero también sentía aquella inquietud que le encogía el estómago cada vez que se enfrentaba a las cámaras y le preguntaban por su padre. Había ocurrido otras veces y volvería a ocurrir mientras siguiera siendo la hija de Cari W Patterson.

—¿Quieres que vayamos a tomar una copa al bar? ¿Que nos sentemos un momento en un rincón oscuro?

—No, no, de veras, estoy bien —le sonrió cuando la tensión empezó a disiparse—. No soportaría pasar por eso tan a menudo como tú.

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—Son gajes del oficio —le levantó la barbilla con un dedo—. ¿Seguro que estás bien?

—Claro. Creo que...

Pero su plan de hacer una breve escapada se vio frustrado cuando varias personas se acercaron para saludar a Sam.

Ella las conocía; a unas, de vista; a otras, de oídas. La coprotagonista de la última película de Sam iba acompañada de su marido y estaba felizmente embarazada de su primer hijo. La flor y nata de la prensa a la que se le había permitido la entrada aprovechó la oportunidad para sacar fotografías.

Mientras avanzaban lentamente hacia el salón de baile, otras personas se acercaron para saludar a Sam o para presentarse. Johanna conocía a muchas de ellas a través de su padre. Había mejillas que besar, abrazos que dar, manos que estrechar. Un veterano actor de plateada cabellera y cuyo rostro aún adornada vallas publicitarias la estrechó con fuerza. Johanna le devolvió el abrazo con un afecto que sentía por pocas per-sonas. Nunca había olvidado que aquel hombre había subido a su habitación para entretenerla contándole cuentos hacía mucho tiempo, durante una de las fiestas de su padre.

—Tío Max, estás más guapo que nunca.

El siguió enlazándola con el brazo y se echó a reír con una risa baja y grave.

—Jo–Jo, verte hace que me sienta viejo.

—Tú nunca serás viejo.

—Mary querrá verte —dijo él, refiriéndose a la que era desde hacía mucho tiempo su esposa—. Se ha ido de safari al tocador de señoras —la besó en la mejilla de nuevo y luego se volvió hacia Sam—. Así que por fin te has dado por vencida y sales con un actor. Por lo menos has elegido uno bueno. Admiro su trabajo, joven.

—Gracias —tras seis años en aquel mundillo, Sam se creía inmune al deslumbramiento de las estrellas—. Es un honor conocerlo, señor Heddison —dijo sinceramente—. He visto todo lo que ha hecho.

—La pequeña Jo–Jo siempre ha tenido buen gusto. Me gustaría trabajar con usted alguna vez. Y no hay muchos de su generación a los que les diría eso.

—Dígame cuándo y dónde.

Max entornó los ojos y asintió lentamente con la cabeza.

—Estoy sopesando un guión. Tal vez se lo mande para que le eche un vistazo. Jo–Jo, me gustaría ver tu linda cara más a menudo —la besó de nuevo y se alejó en busca de su mujer.

—Creo que te has quedado sin habla —comentó Johanna al ver que Sam seguía mirando la espalda de Max.

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—No hay ningún actor vivo al que admire tanto como a Max Heddison. No sale mucho, y las veces que lo he visto no he tenido valor para presentarme.

—¿Tímido, tú?

—Intimidado sería un modo suave de decirlo.

Johanna lo tomó de la mano de nuevo, enternecida.

—Es el hombre más bueno que conozco. Una vez, por mi cumpleaños, me regaló un perrito. Mi padre se puso furioso (odia a los perros), pero no dijo nada porque era del tío Max.

—¿Jo–Jo?

Ella le lanzó una mirada.

—El tío Max es la única persona que me ha llamado y me llamará así.

—Me gusta —él le pasó un dedo por la nariz—. Hace que me pregunte qué pinta tenías con trenzas y un sombrero de paja. Oh, Dios.

Johanna notó que su expresión divertida se tornaba resignada justo antes de que unos brazos finos y blancos lo rodearan.

—¡Oh, Sam! ¡No puedo creerlo! ¡Cuánto tiempo! —aquella mujer de roja melena de cíngara giró la cara lo justo para que las cámaras captaran su lado bueno—. Querido, ¿dónde te has metido?

—Aquí y allá —Sam logró desasirse con considerable esfuerzo—. ¿Cómo estás, Toni?

—Bueno, ¿qué aspecto tengo? —echó hacia atrás su magnífica cabeza y rompió a reír. Johanna notó que su vestido tenía el escote más grande que permitía la ley—. He estado tan terriblemente ocupada que he perdido el contacto. Acabo de empezar a rodar y casi no he podido hacerle un hueco en mi agenda a esta fiestecita. Es tan aburrido no poder ver a los amigos...

—Johanna Patterson, Toni DuMonde.

—Es un placer conocerla.

Johanna conocía la reputación de DuMonde como actriz mediocre que comerciaba más con su sex appeal que con su talento. Se había casado bien dos veces, y ambos maridos habían impulsado su carrera.

—Cualquier amiga de Sam... —comenzó a decir, y se detuvo—. Tú eres la hija de Cari, ¿verdad? —antes de que Johanna pudiera contestar, Toni echó de nuevo la cabeza hacia atrás y volvió a reír, asegurándose de que su cabellera se agitara como una cascada—. ¡Qué maravilla! Querida, estaba deseando conocerte —puso una mano sobre el hombro de Johanna y paseó la mirada por el salón. Sus ojos, pardos y penetrantes, pasaron por encima de celebridades de poca monta, sonriendo a las que valía la pena mirar y se achicaron al posarse en una rival. Cuando encontró su objetivo, su sonrisa se iluminó con cientos de kilowatios. Johanna se fijó en el reluciente diamante que llevaba en la mano izquierda cuando señaló con el dedo.

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—¡Qué feliz coincidencia! —prosiguió Toni—. Seguro que entenderás que esté tan contenta. Cariño, mira a quién he encontrado.

Johanna miró a su padre al tiempo que Toni se pegaba a él con un movimiento calculado que hizo brillar con fuerza, a la vista de todos, su anillo de diamantes.

—Johanna, no sabía que ibas a venir —Cari le rozó la mejilla con un beso, como habría hecho con cientos de conocidas.

Era un hombre alto, ancho de hombros y plano de estómago. Había dejado que su rostro se arrugara porque le daba miedo someterse al bisturí, aunque fuera por una cuestión de estética. Pero nunca había permitido que su cuerpo se ajara. A sus cincuenta y cinco años, Cari W. Patterson parecía hallarse en la flor de la vida. Las mujeres se sentían atraídas hacia él igual que treinta años antes. Tal vez más, pues el poder aumentaba su sex appeal.

—Tienes buen aspecto —le dijo Johanna. Sam advirtió que no lo saludaba con el mismo afecto que a Max Heddison—. Cari Patterson, Sam Weaver.

—Un placer —Cari tomó en su mano pulcra y cuidada la mano de Sam—. Sigo con atención su carrera. Se dice que pronto empezará a rodar una película con Berlitz. Somos viejos amigos.

—Lo estoy deseando.

—¿No es maravilloso? —dijo Toni, agarrando del brazo a Sam—. Mira que encontrarnos los cuatro aquí. Tenemos que sentarnos juntos, ¿verdad, Cari? Quiero conocer a tu hija, ahora que vamos a ser familia.

Johanna no se quedó de una pieza. Ni siquiera reaccionó. Ya nada la sorprendía de su padre. Sólo hizo una leve mueca cuando centelleó un flash.

—Felicidades.

—Aún no hemos fijado la fecha —Toni miró a Cari con una sonrisa deslumbrante—. Pero pensamos hacerlo pronto. En cuanto se solucionen un par de asuntillos.

Asuntillos que sin duda pasaban por la eliminación legal de su cuarta esposa, supuso Johanna. Por suerte, ya no le afectaban ni la volubilidad, ni la variable presencia de sus madrastras.

—Estoy segura de que seréis muy felices.

Cari, que miraba más a Toni que a su hija, le dio unas palmaditas en la mano a su prometida.

—Ésa es nuestra intención.

—Vamos a buscar una mesa, Cari, y a tomar una copa para celebrarlo —Toni sujetaba levemente a los dos hombres por el brazo. Tan levemente, que apenas notó que Sam se desasía de ella y le daba la mano a Johanna. Esta tenía la mano rígida y helada.

—Lo siento, pero no podemos quedarnos mucho tiempo —la sonrisa de Sam era encantadora y ligeramente compungida.

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—Pero tenéis tiempo para tomaros una copa antes de que este sitio se convierta en un circo —Toni pasó las puntas de los dedos sobre el brazo de Cari—. Cariño, debes insistir.

—No hace falta —no se pondría enferma, se dijo Johanna. Ni se enfadaría. Pero tampoco sonrió al levantar la vista hacia su padre—. Lo menos que puedo hacer es brindar por vuestra felicidad.

—Estupendo —a Toni le parecía maravilloso que la vieran al mismo tiempo con un hombre tan importante como Cari y con uno tan atractivo como Sam—. Bueno, Johanna, querida, no debes creer todas esas cosas horribles que habrás leído sobre Sam y yo. Ya sabes cuánto le gusta hablar a la gente de esta ciudad —se giró para entrar y lanzó una sonrisa por encima del hombro, como si desafiara a Johanna a no creer todas y cada una de las cosas que se habían dicho.

—¿Por qué demonios haces esto? —le preguntó Sam a Johanna.

—Porque forma parte del juego —respondió ella y, con la cabeza muy alta, entró en el salón de baile.

El ruidoso salón brillaba como es propio de tales acontecimientos. Las fotos en People serían excelentes. La gala conseguiría reunir gran cantidad de dinero (cien, tal vez ciento cincuenta mil dólares), pero la velada valía la pena. Y la comida era abundante.

Johanna, sin embargo, no probó bocado. Apenas se fijaba en lo que le ponían delante, a pesar de que Toni alababa cada plato y hacía comentarios acerca de sus calorías. Su anillo refulgía triunfalmente cada vez que movía los dedos. Hacía bromitas coquetas acerca de la caballerosidad que Sam demostraba hacia su futura hijastra, se reía, regocijada, por tener una hija de su misma edad, y le daba besos a Cari en la mejilla cuando no estaba coqueteando con otro.

Cari parecía deslumbrado por ella. Johanna bebía champán y observaba cómo se ufanaba su padre cada vez que la pelirroja halagaba su ego. Nunca lo había visto deslumbrado por una mujer. Deseoso, codicioso, furioso, sí; pero nunca deslumbrado.

—Sólo un poquitín más —dijo Toni cuando Cari le sirvió más vino—. Ya sabes lo tonta que me pongo cuando bebo demasiado —le lanzó una mirada cómplice que parecía decir que se ponía mucho más que tonta cuando bebía—. ¡Qué jaleo! —saludó alegremente con la mano a algún invitado de otra mesa—. Dios mío, qué vestido tan horrendo. Y esos diamantes no compensan el mal gusto, ¿verdad? Sam, querido, he oído decir que Lauren está saliendo con no sé qué corredor de carreras francés. ¿Te ha roto el corazón?

—No —contestó él llanamente, y se apartó cuando Toni le dio unas palmaditas en la rodilla.

—Eso es porque el rompecorazones eres tú. Ten cuidado con este hombre, Johanna, tesoro. Ha hecho llorar a muchas mujeres mejores que yo.

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—No lo dudo —dijo Johanna dulcemente, y bebió más champán.

—Dime una cosa, ¿cómo es que no le dices a tu papi que te saque en alguna película? —Toni la miró de mujer a mujer por encima de su copa.

—Yo no soy actriz.

—¿Y a qué te dedicas?

—Johanna produce programas de televisión —dijo Cari—. Los últimos informes que pasaron por mi mesa eran excelentes, por cierto.

—Gracias.

—¿La emisión nocturna ya está en marcha?

—Sí, ya casi hemos acabado. Te habría mandado un mensaje, pero creía que estabas de viaje.

—Acabamos de pasar dos semanas en un rodaje deprimente en el Amazonas —Toni le dio unas palmaditas en la mano a Cari—. Menos mal que Cari estaba allí para asegurarse de que no me dejaban completa-mente agotada. Sam, he oído maravillas acerca de tu serie de televisión. La emiten dentro de un par de semanas, ¿no?

El sonrió de nuevo y asintió con la cabeza. Sabía que Toni había hecho una prueba para el papel de Sarah y que aún no lo había perdonado por no utilizar su influencia para que se lo dieran.

—En serio, deberíamos hacer una película juntos. Cari sería el productor.

«Cuando se hiele el infierno», pensó Sam.

—Lamento dejaros así, pero Johanna y yo ya llegamos tarde —se levantó antes de que pudieran decir nada y les tendió la mano—. Ha sido un placer conocerlo, señor Patterson, y permítame felicitarlo por su mejor producción —tomó a Johanna de la mano y sonrió a Toni—. No cambies nunca, querida.

—Buenas noches —le dijo Johanna a su padre—. Y enhorabuena —no puso reparos a que Sam la agarrara del brazo al salir del salón—. No hacía falta que te despidieras tan pronto por mí —le dijo.

—No es tan pronto, y no me voy sólo por ti. No me gusta codearme con pirañas como Toni —sacó el resguardo del aparcamiento de su coche y se lo entregó al mozo que esperaba en la acera—. Además, tienes cara de necesitar un poco de aire fresco.

—No estoy borracha.

—No, pero casi.

—Nunca me emborracho, porque no me gusta perder el control.

Sam estaba seguro de que nunca se habían dicho palabras más ciertas.

—Está bien, pero voy a llevarte a comer algo de todas formas —le dio al chico que le llevó el coche un billete de veinte y ayudó a Johanna a entrar—. ¿Podrás con una hamburguesa?

—No tengo hambre.

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«Testaruda», pensó Sam, «y además arisca».

—De acuerdo. Yo quiero una hamburguesa.

Ella estuvo a punto de chasquear la lengua, pero en el último instante se dio cuenta de que se estaba poniendo desagradable.

—Te lo agradezco, Sam, pero no quiero nada, de veras. ¿Por qué no me llevas a recoger mi coche?

—Te has tomado cinco copas de champán. Las he contado —nada más advertir el estado de ánimo de Johanna, él se había conformado con tomarse sólo una, y muy despacio—. Voy a llevarte a casa..., después de comer algo.

—No puedo dejar mi coche en la ciudad.

—Haré que alguien te lo lleve mañana.

—Es demasiada molestia. Yo puedo...

—Johanna... —se acercó a la acera y esperó a que lo mirara—. Deja que me comporte como un amigo, ¿de acuerdo?

Ella cerró los ojos y deseó con ansia hacer otra cosa que nunca hacía: llorar con ganas y sin ninguna razón aparente.

—Gracias. Creo que me vendría bien comer algo y tomar el aire.

Sam entró con su esmoquin en un restaurante de comida rápida, pidió hamburguesas, patatas fritas y café, firmó un puñado de autógrafos y volvió a salir.

—La vida es muy extraña —le dijo a Johanna mientras ponía la bolsa entre sus pies—. La chica del mostrado quería invitarme, y estoy seguro de que ha metido su número de teléfono en la bolsa. Y no tenía más de diecinueve años.

—Deberías haber dejado que entrara yo.

—Cada cual tiene su cruz —salió del aparcamiento del restaurante—. Johanna, no suelo prestar atención a lo que se dice sobre mí en la prensa, como no sea una crítica, pero me gustaría hacer una excepción y decirte que Toni y yo nunca hemos estado juntos.

—Eso no es asunto mío, Sam.

—Lo sea o no, me gustaría que me creyeras. Ya es bastante que te hubieras hecho una idea sobre nosotros, pero si a eso se le añade que al parecer va a casarse con tu padre, la cosa se vuelve grotesca.

Johanna abrió los ojos y lo observó mientras conducía. No se le había ocurrido antes. Estaba tan ensimismada que no se había dado cuenta. Pero ahora lo entendía.

—Te ha avergonzado. Lo siento.

—No me ha gustado que insinuara que... —«insinuar, ¡y un cuerno!», pensó. Prácticamente había puesto un anuncio—. Me sentiría mejor si entendieras que nunca ha habido nada entre nosotros —quiso decir algo

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más, pero le costaba trabajo expresar su opinión sobre una mujer que iba a entrar a formar parte de la familia de Johanna—. En todo caso, no era esto lo que tenía pensado.

Poco después detuvo el coche en la cresta de una colina. Allá, extendida como un juego de luces, se hallaba la cuenca de Los Angeles. Sam bajó la capota. Johanna oyó a lo lejos el aullido de un coyote.

—No vamos vestidos para comer hamburguesas, pero hay servilletas de sobra —Sam tomó la bolsa y, al hacerlo, rozó con el dorso de la mano la pantorrilla de Johanna—. Johanna, tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

—Que tienes unas piernas preciosas.

—Dame una hamburguesa, Sam —dijo ella, y se quitó los zapatos.

—Huelen mejor que los medallones de solomillo.

—¿Eso es lo que hemos cenado?

—No, es lo que tú no has cenado. Aquí está el ketchup —le pasó un puñado de sobrecitos de plástico y esperó hasta ver que se ponía a comer. No recordaba haber visto a nadie tan triste como Johanna en aquella bonita mesa adornada con flores. Y lo peor de todo era que se había esforzado por no darle importancia.

—¿Quieres que hablemos? —al ver que ella se encogía de hombros, insistió un poco más—. Supongo que no sabías que tu padre estaba pensando en casarse otra vez.

—No sabía que estaba pensando en divorciarse otra vez. A mí esas cosas no me las cuenta.

—¿Le tienes cariño a tu actual madrastra?

—A la actual esposa de mi padre —le rectificó ella automáticamente, lo cual a Sam le aclaró muchas cosas—. No sé, sólo la he visto un par de veces. Creo que regresó a Nueva York hace un par de semanas. Me he quedado sorprendida porque normalmente no se casa enseguida. Deja pasar un año o dos entre contrato matrimonial y contrato matrimonial.

—Tendrá unos meses para conocer mejor a Toni. Tal vez cambie de opinión.

—Estoy segura de que sabe exactamente cómo es. No es ningún tonto.

—A veces, decirle a alguien que estás enfadado con él ayuda a relajar la tensión.

—No estoy enfadada con él, de veras.

Él le acarició la mejilla con los nudillos.

—¿Estás dolida?

Johanna, que por un instante se sintió incapaz de hablar, se limitó a menear la cabeza.

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—Mi padre vive su vida. Siempre ha sido así. Y eso me facilita a mí vivir la mía.

—¿Sabes?, yo me llevaba fatal con mi padre —agitó la bolsa de patatas fritas para que tomara alguna.

—¿Ah, sí?

—Dios, cómo nos peleábamos —Sam se echó a reír, abrió su café y empezó a beber—. Los Weaver tenemos mucho temperamento. Nos gusta gritar. Creo que, entre los quince y los veinte años, me pasaba la vida discutiendo con mi padre. Porque, sólo por romper con el coche el cercado de Greenley, no tenía por qué confiscarme el carné un mes y medio, ¿no crees?

—Imagino que a Greenley le pareció muy bien. ¿Alguna vez te salías con la tuya?

—Creo que la proporción era de un setenta y cinco por ciento a un veinticinco por ciento, y él se llevaba la mejor parte. Supongo que a veces lograba salirme con la mía porque él estaba muy ocupado gritando a mi hermano o a alguna de mis hermanas.

—Tiene que ser muy distinto, tener una familia numerosa. Siempre he imaginado que...

—¿Qué?

El champán atenuaba la vergüenza. Sin él, Johanna jamás habría dicho aquello en voz alta.

—A veces, cuando era pequeña, pensaba que sería bonito tener hermanos y hermanas. No sé, abuelos a los que ir a visitar, riñas familiares... Tenía hermanastros, claro, de vez en cuando. Pero normalmente mi padre se divorciaba antes de que llegáramos a acostumbrarnos los unos a los otros.

—Ven aquí —Sam se desplazó para rodearla con un brazo—. ¿Te sientes mejor?

El pelo de Johanna olía como el aire más allá de las ventanas. Limpio y suave. El impulso de acercar la cara a él era natural, y Sam lo siguió sin pararse a pensar.

—Ojalá no hubieras bebido tanto champán.

—¿Por qué?

—Porque así no iría contra las reglas que te sedujera.

Johanna volvió la cara hacia él, lo cual la sorprendió. No le gustaba la palabra seducir. Denotaba falta de voluntad. Pero en ese instante le pareció liberadora, y algo más que tentadora.

—¿Vives conforme a las reglas?

—No mucho —Sam acercó la mano a su cabello—. Quiero hacerte el amor, Johanna, pero cuando lo haga quiero que estés sobria. Así que, por ahora, me conformaré con algo menos.

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Mordió suavemente su labio inferior para probar su suavidad y su sabor. Había en su boca calor, tirando a fogosidad, y también aceptación, sólo a un paso de la sumisión.

De todas las visiones y fantasías que Sam ya había tenido con ella, la más poderosa era aquélla en la que se veía a sí mismo abrazándola así, bajo el cielo estrellado, mientras la brisa nocturna soplaba fresca y límpida.

Johanna podría haberse apartado. Las caricias de Sam eran tan delicadas que ella sabía que no iba insistir. Esa vez, no. Habría otras. Eso Johanna ya lo había asumido. Alguna otra noche, cuando la brisa agitara las hojas de los árboles, Sam la abrazaría así, y no se mostraría tan paciente. Ni ella (se temía) tampoco. Algo había echado raíz, por más que ella había inten-tando apartarlo de sí. Dejó escapar un suspiro y acercó una mano a la cara de Sam.

Él deslizó la mano sobre sus hombros desnudos, a pesar de que ello era un suplicio. Quería llevarse su tacto cuando se separaran, del mismo modo que se llevaría el sabor de su boca y el olor de su piel durante el largo y solitario viaje de regreso a casa.

—Ojalá supiera lo que estaba sintiendo —murmuró ella cuando pudo hablar otra vez. No era por el champán. Habría sido una falacia achacarlo a algo tan ordinario. Sentía los párpados pesados, y estaba un poco aturdida. Su boca era muy suave. Con sólo mirarla, Sam comprendió que podía hacerla suya. Un empujoncito más y serían amantes.

Entonces recordó las normas acerca de las mujeres frágiles.

—Tendremos que hablar de ello —la besó de nuevo rápidamente—. Y luego tendremos que hacer algo al respecto. Pero ahora mismo voy a llevarte a casa.

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Capítulo 6Johanna consideraba el sábado el día concedido a los trabajadores para ponerse al corriente de todas aquellas cosas que sus empleos les obligaban a descuidar durante la semana. Más que un día libre, lo consideraba un sucedáneo. Los sábados no eran para quedarse en la cama hasta tarde, aunque una tuviera resaca y estuviera algo grogui. Eran para quitar las malas hierbas del jardín, hacer la compra, revisar el correo y poner al día las cuentas. Sus sábados, como el resto de los días de la semana, se regían por una rutina que apenas variaba. A Johanna le gustaba todo bien organizado porque una vida ordenada era una vida segura.

Primero se ocupaba de la limpieza. Aunque no se consideraba particularmente casera, nunca se le había ocurrido contratar a alguien para que hicieras las faenas domésticas. Su casa era un lugar íntimo, y, como las demás facetas de su vida, prefería ocuparse de ella sin ayuda.

Pasar la aspiradora, limpiar el polvo, restregar y sacar brillo no eran nunca tareas banales. Johanna hallaba en ellas cierto goce esencial, pero lo que la impulsaba a hacerlas era el convencimiento de que su casa, sus cosas, merecían su atención. Era así de sencillo. Podía arrastrar el cubo y los trapos del polvo de habitación en habitación con la misma dedicación y esmero que ponía en leer contratos o cuadrar presupuestos.

Le gustaba tener la radio alta para oírla desde cualquier rincón de la casa que decidiera atacar primero. El sábado era un día dedicado al mismo tiempo al trabajo y a la soledad. Con los años, Johanna había desarrollado cierta dependencia de ambas cosas.

Pensó en su coche, y ello la condujo irremediablemente a pensar en Sam. Confiaba en que no olvidara su promesa de enviar a alguien a por él, pero, si la olvidaba, prescindiría de ir a hacer la compra y le diría a Bethany que fuera a recogerla el lunes por la mañana.

Johanna nunca se fiaba ni de las promesas, ni de la memoria de los otros.

Pero pensaba en Sam y, aunque sus pensamientos le causaban cierto desasosiego, no podía olvidar que Sam había sido muy amable, y mucho más considerado de lo que esperaba. Recordaba quizá con demasiada viveza cómo se había sentido cuando la había besado: plena, excitada, y seducida. A decir verdad, cada vez que estaba con él se sentía más proclive a romper el pacto que había hecho consigo misma muchos años atrás. Aquel pacto prohibía las relaciones íntimas que no pudiera controlar desde el principio: nada de promesas, ni de dependencias, ni de ataduras a corto o largo plazo.

Era un pacto sensato, tácito pero vinculante. Y el hecho de que Sam casi la hubiera persuadido para que lo olvidara la inquietaba. Pero también le suscitaba algunas dudas.

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¿Qué tenía aquel hombre que la hacía perder un poco de terreno cada vez que estaban juntos? Podía descartar su físico, por muy atractivo que fuera. Sabía apreciar la belleza física, pero ésta no le causaba desmayos.

Sam Weaver tampoco, se dijo mientras llenaba un cubo de agua caliente. Tenía en muy poca estima a las mujeres que construían castillos en el aire y relaciones en torno a hoyuelos en la barbilla y prominentes bíceps.

Tampoco podía achacarlo a su reputación, que, a decir verdad, trabajaba en su contra. Johanna hundió la fregona en el agua caliente y jabonosa y empezó a fregar el suelo de la cocina. El hecho de que fuera actor era un punto en su contra. Y el hecho de que fuera un actor con fama de mujeriego lo era aún mas.

Sabía, naturalmente, que tales noticias eran por lo general exageradas y a menudo pura invención. Pero había veces... Había veces, se dijo mientras movía la fregona arriba y abajo, que los chismorreos que contaba la prensa no eran ni de lejos tan escabrosos como la realidad.

La prensa nunca había sabido lo sucedido con su madre. Con el cuidado y la firmeza que daba la experiencia, Johanna alejó de sí aquel recuerdo.

De modo que no era su físico, ni su reputación de donjuán. Ciertamente, tampoco era su fama. El modo en que había crecido le había hecho tolerar la fama desde pequeña. Tampoco era su talento, aunque sin duda lo respetaba. Sabía que a menudo la gente se sentía atraída por el talento y el poder. Su padre y la retahíla de mujeres que habían pasado por su vida eran buena prueba de ello. La gente también se sentía atraída por la riqueza y la posición social. Pero Johanna era demasiado ambiciosa y había pasado demasiado tiempo intentando perfeccionar sus capacidades como para dejarse arrastrar por las de otros.

Así pues, si su atracción no se debía a los atributos de los que obviamente Sam estaba dotado, ¿qué la hacía pensar en él cuando no debía?

Todo aquello no había empezado con el primer beso. Habría sido muy fácil atribuirlo a una atracción sexual elemental, pero Johanna prefería analizarse a sí misma con honestidad. Desde su primer encuentro había allí la semilla de algo más. Si no, ella no se habría empeñado en hacerle pasar un mal rato.

Un mecanismo de defensa, pensó Johanna.

Luego estaba su encanto, claro. Johanna escurrió la fregona y comenzó a aclarar el suelo. No era un encanto artificioso, ni relamido. A eso, ella habría sido inmune. Era natural, espontáneo, incluso cordial. Las rosas habían logrado girar la llave de una cerradura muy vieja y bien guardada. El beso había conseguido abrirla brevemente, el tiempo justo para darle motivos de alarma.

Alarma. Sí, eso era lo que sentía por encima de cualquier otra emoción que Sam despertara en ella. Ahora que lo había admitido, tenía que decidir qué hacía al respecto.

Podía ignorarlo. Pero no creía que sirviera de nada. Podía seguir con cautela su sugerencia de que llegaran a conocerse un poco mejor. Poco a

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poco. Y podía cerrarse en banda y no complicarse la vida con una relación que fuera más allá de una precavida amistad.

La solución tenía que estar en alguna parte, se dijo. Daría con ella, y la siguiente vez que tuviera que vérselas con él, estaría preparada.

Johanna era increíble. De pie en la puerta de la cocina, Sam la miraba fregar el suelo. Había llamado, pero la música estaba tan alta que había ahogado el sonido. Como la puerta no estaba cerrada con llave, había entrado y recorrido la casa hasta encontrarla.

Johanna Patterson. Era siempre algo distinta cada vez que la veía. A veces sofisticada, y maravillosamente sencilla al instante siguiente. Tentadora, y luego fría. Tímida, y dura después. Podían tardarse años en llegar a conocerla bien. Y él tenía tiempo de sobra.

En ese instante, iba vestida con unos pantalones de algodón descoloridos, enrollados por los tobillos, y una holgada camisa de hombre arremangada. Estaba descalza y llevaba el pelo recogido con descuido. Manejaba la fregona con soltura, sin ahorrar esfuerzo ni sudar en exceso. Sam supuso que se dedicaba a las faenas domésticas con el mismo ímpetu que ponía en todo lo demás. Eso le gustaba, y Johanna le gustaba aún más por ello.

Sabía exactamente por qué se sentía atraído por ella. Era preciosa, pero eso no habría sido suficiente. Era lista, pero, aunque admiraba la inteli-gencia, ello no le habría hecho volver a su lado. Era vulnerable. Normalmente, eso le habría hecho recular, en lugar de seguir avanzando sin descanso. Johanna poseía una hosquedad que tal vez al cabo de unos años se hubiera convertido en dureza. Pero, de momento, era sólo una mujer cauta y con algunas heridas que no se dejaba impresionar fácil-mente. Aquella combinación bastaba para seguir atrayéndolo hacia ella.

Y ella hubiera preferido que no fuera así, pensó Sam. En apariencia, al menos, le habría gustado que la dejara en paz. Pero, en el fondo (creía él), estaba buscando a alguien, o algo, igual que él.

No era tan ingenuo como para creer que las cosas eran así simplemente porque era lo que él quería, pero estaba decidido a averiguar la verdad.

Se quedó donde estaba mientras ella se iba acercando a él sin soltar la fregona. Cuando chocó con él, Sam la agarró del brazo para que no perdiera el equilibrio.

Johanna se giró, empuñando automáticamente la fregona como un arma. El alivio que pareció sentir al verlo se convirtió rápidamente en enojo.

—¿Cómo demonios has entrado aquí?

—Por la puerta —contestó él despreocupadamente—. La llave no estaba echada. He llamado. Supongo que no me has oído.

—No, no te he oído —Johanna gritaba para que se la oyera por encima de la música—. Por lo visto te lo has tomado como una invitación.

—Sólo he pensado que no me habías oído —levantó las llaves que ella le había dado la noche anterior—. Pensaba que querías tu coche.

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—Gracias —Johanna se las guardó en el bolsillo. Lo que sentía no era tanto ira como vergüenza. No le gustaba que la sorprendiera desprevenida.

—De nada —le dio un ramo de margaritas y dragones. Como sospechaba, su mirada se suavizó—. Las he robado del jardín de Mae. Pensé que no se daría cuenta.

—Son muy bonitas —Johanna las tomó, exhalando un suspiro que sólo en parte era de resignación—. Te agradezco que me hayas traído el coche —sabía que se estaba ablandando, y procuró no hacerlo—. Me pillas en mal momento. Ni siquiera puedo ofrecerte algo de beber porque el suelo está mojado, y estoy muy liada.

—Te llevo a tomar algo. O, mejor aún, vamonos a comer.

—No puedo. Todavía no he acabado, y no puedo salir con esta pinta. Además...

—Estás muy bien —concluyó él—. Será mejor que las pongas en agua. Están empezando a marchitarse.

Johanna podría haberse puesto desagradable. Sabía que era capaz de hacerlo, pero descubrió con sorpresa que no tenía valor. Por el contrario, no dijo nada. Sacó de un estante una vieja botella cuadrada y entró en el baño para llenarla. Mientras tanto, notó que el volumen de la música bajaba. Cuando volvió, Sam estaba en el cuarto de estar, mirando su colección de cristalería antigua.

—Mi madre tenía unos platos parecidos a estos verdes. Son de tiempos de la Depresión, ¿no?

—Sí.

—Yo pensaba que eso debía de ponerla triste. Nunca entendí por qué los guardaba.

Aquello no debía hacerle gracia, pensó Johanna. Al menos, no mucha.

—Sam, no deberías hacer esperar a la persona que te ha seguido hasta aquí en mi coche.

—No me ha seguido nadie —enganchó los pulgares en sus bolsillos y sonrió.

Tal vez alguien hubiera podido pensar que tenía una expresión dócil, pero Johanna no se dejó engañar.

—Supongo que ahora querrás que te lleve.

—En algún momento.

—Llamaré a un taxi —dijo ella, y se volvió hacia el teléfono—. Incluso lo pagaré.

Sam puso una mano sobre la de ella encima del teléfono.

—Johanna, te estás poniendo borde otra vez.

—Y tú te estás poniendo pesado.

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—Sí, pero contigo no funcionan las sutilezas —Sam le colocó una horquilla floja entre el pelo. Habría preferido soltarle la melena y quitarle la ropa, pero prefirió esperar—. Bueno, ¿nos vamos a comer?

—No tengo hambre.

—Entonces, daremos un paseo primero —le acarició la mejilla—. Creo que deberíamos irnos, porque, si nos quedamos aquí, voy a querer hacerte el amor, y dado que supongo que aún no estás preparada, es mejor que salgamos a dar una vuelta.

Johanna carraspeó e intentó persuadirlo de nuevo.

—Agradezco tus razonamientos, pero tampoco tengo tiempo para ir a dar una vuelta.

—¿Es que tienes una cita?

—No —contestó, y al instante deseó haberse mordido la lengua—. Es decir...

—Ya has dicho que no —Sam vio que entornaba los ojos y pensó que estaba casi tan guapa cuando se enfadaba como cuando se reía. «Ya te has hundido hasta la cintura, Sam», se dijo. «Un poco más, y te colarás por ella. Pero ¡qué diablos!»—. Hace un día demasiado bonito para pasarlo en casa, limpiando lo que ya está limpio.

—Eso es cosa mía.

—Está bien. Entonces, esperaré hasta que acabes.

—Sam...

—Soy muy insistente, Johanna. Tú misma lo dijiste.

—Voy a llevarte a casa —dijo ella, dándose por vencida.

—No, no me conformo con eso —Sam la agarró por los hombros.

Su modo de abrir los dedos, la forma en que encajaban sus palmas sobre ella, tenía algo de especial. Su expresión había cambiado lo justo para que Johanna se sintiera incómoda. El regocijo había desaparecido, pero no lo había reemplazado la ira. Su enfado no la habría turbado. Lo que percibía en él era una determinación sólida e inquebrantable.

—Quiero pasar el día contigo. Sabes perfectamente que también quiero pasar la noche contigo, pero me conformaré con el día. Si me das cinco razones para que me vaya, me iré andando a la autopista y haré auto–stop.

—No quiero que te quedes.

—Eso es una afirmación, no una razón. Y, de todos modos, no me la trago.

—Tu ego no se la traga.

—Lo que tú digas —resistiéndose a enfadarse, Sam se sentó en el brazo del sofá, tomó distraídamente un cojín y empezó a lanzarlo al aire—. Mira, tengo todo el día. No me importa quedarme aquí sentado hasta que dejes de limpiar ese polvo imaginario. Qué demonios, hasta te echaré una

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mano, pero luego tendremos que salir de aquí, porque estar contigo a solas largos periodos de tiempo no me resulta fácil —ella abrió la boca, pero Sam siguió hablando antes de que pudiera decir nada—. Sigo queriendo tocarte, Johanna, en toda clase de sitios interesantes.

—Vamonos —se apresuró a decir ella antes de verse obligada a admitir que ella también quería.

—Buena idea. ¿Qué te parece si conduzco yo?

Ella se disponía a protestar por una cuestión de principios, pero entonces cayó en la cuenta de que Sam le daría menos problemas si tenía los ojos fijos en la carretera.

—Está bien —apagó la radio y volvió a darle las llaves del coche—. Sólo tardaré unos minutos en cambiarme.

—Estás muy bien así —repitió él, y la tomó de la mano—. Da la casualidad de que esta Johanna me gusta tanto como las que he conocido en estas últimas dos semanas.

Ella decidió no preguntarle de qué demonios estaba hablando.

—Entonces tendrá que ser un almuerzo muy informal.

—Lo será —Sam le abrió la puerta del coche—. Te doy mi palabra.

Sam siempre cumplía su palabra.

El perrito caliente chorreaba mostaza, y el nivel de ruido era alto. Johanna se sentó casi en la sombra y vio cómo elefantes de color rosa daban vueltas por el cielo. No era un sueño, ni los últimos vestigios de una resaca. Era Disneyland.

—No puedo creerlo —le dio otro bocado al perrito caliente mientras por delante de ellos pasaba un niño con orejas de ratón que les gritaba a sus padres que se dieran prisa.

—Es fantástico, ¿verdad? —Sam llevaba gafas de sol y un sombrero de vaquero de ala baja que (Johanna no tuvo más remedio que admitirlo) le sentaba muy bien. Los chinos y la sencilla camiseta también le favorecían. El disfraz no era muy imaginativo, y habría sido trasparente como el cristal si alguien se hubiera fijado. Sam le había dicho que el mejor sitio para conservar el anonimato era una multitud. Y allí, ciertamente, había una multitud.

—¿Vienes a menudo a comer aquí?

—En Fantasyland hacen unos perritos estupendos —le dio otro enorme mordisco al suyo para demostrarlo—. Además, estoy enganchado a la Mansión Encantada. Es genial, ¿no crees?

—No lo sé. Nunca he estado.

—¿Nunca? —su tono de sorpresa no era fingido. Se bajó las gafas de sol y la miró—. Pero creciste aquí, ¿no?

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Ella se limitó a encogerse de hombros. Sí, había crecido no muy lejos de Anaheim, pero ni a su padre ni a sus sucesivas madrastras o tías, como le habían enseñado a llamar a las otras mujeres que transitaban por la vida de su padre, se les había ocurrido nunca llevarla a pasar el día a un parque de atracciones.

—¿Me estás diciendo que nunca habías estado en Disneyland?

—No es obligatorio.

El volvió a subirse las gafas y se limpió las manos con una servilleta. Recordó el beso impersonal que le había dado su padre la noche anterior. Su familia había sido siempre muy expresiva, tanto física como verbalmente. No, no era obligatorio visitar Disneyland, como no lo era cultivar muchos otros pequeños placeres. Pero debería serlo.

—Vamos, tu educación es muy defectuosa.

—¿Adonde vamos?

—Al trenecito del señor Sapo. Te va a encantar.

Cosa rara, a Johanna le encantó.

Aquella atracción era rápida, absurda y estaba pensada para los más pequeños, pero Johanna se descubrió riendo a carcajadas mientras el cochecito cruzaba los túneles traqueteando. Apenas había vuelto a poner pie a tierra cuando Sam la llevó a rastras a la siguiente cola.

Subieron a una montaña rusa acuática cuya última cascada le arrancó un grito. Mojada y jadeante, ni siquiera protestó cuando Sam tiró de ella otra vez. Para cuando hubieron recorrido todo Fantasyland, había volado, flotado y girado mil veces. El té del Sombrerero Loco la había dejado mareada y con las rodillas flojas, y sin la mejor noción de estar recibiendo una lección educativa.

Sam le compró unas orejas de ratón con su nombre bordado en la frente, y usó sus propias horquillas para sujetárselas, a pesar de sus refunfuños.

—Te quedan genial —le dijo, y la besó. Tal vez ella no lo supiera, pensó Sam, pero nunca la había visto tan relajada—. Creo que estás lista para la Mansión Encantada.

—¿Da vueltas?

—No, pero es terrorífica. Por eso vas a agarrarte a mí y a hacer que me sienta un valiente —le rodeó los hombros con el brazo y echó a andar.

Johanna ya había descubierto que conocía muy bien el parque.

—Es cierto que vienes mucho aquí, ¿no?

—Cuando llegué a California, tenía dos prioridades: encontrar trabajo como actor y visitar Disneyland. Siempre que viene mi familia pasamos por lo menos un día aquí.

Johanna miró a su alrededor mientras caminaban. Había muchas familias. Bebés y niños pequeños en sus carritos, y crios con la cara pegajosa que,

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sentados a hombros de sus mayores, marcaban con el dedo el rumbo hacia la siguiente aventura.

—Supongo que es un sitio asombroso. Todo parece real mientras está en marcha.

—Es real mientras está en marcha —Sam se acercó al final de la cola, sin dejarse arredrar por su longitud. Tras vacilar un momento, añadió—. Yo fui Pluto seis semanas.

—¿Pluto?

—Sí, el perro.

—Sé quién es Pluto —masculló ella. Y, mientras se ajustaba el sombrero, lo miró con el ceño fruncido—. ¿De veras trabajaste aquí?

—Vestido de perro. O, más bien, por el calor que hacía, de perrito caliente, y perdón por el juego de palabras. Así pagué mi primer mes de alquiler.

—¿Qué hacías exactamente?

La fila se movió.

—Desfilaba, posaba para las fotos, saludaba con la mano y sudaba a chorros. Yo en realidad quería ser el Capitán Garfio, porque es malo y lucha con la espada, pero sólo quedaban puestos para Pluto.

Johanna intentó imaginárselo, y casi lo consiguió.

—A mí siempre me ha parecido muy mono.

—Yo era un Pluto fabuloso. Muy cariñoso y leal. Lo quité de mi curriculum al cabo de un tiempo, pero sólo por insistencia de Marv.

—¿Marv? Ah, tu agente.

—Él pensaba que no me convenía proyectar la imagen de un perro de metro noventa.

Mientras Johanna meditaba sobre aquello, entraron en la atracción. La historia era retro y estaba plagada de juegos de palabras de poca monta, pero, pese a todo, la enganchó. Las imágenes de las paredes cambiaban, la habitación se movía, las luces se apagaban. No había vuelta atrás.

Para cuando por fin se montaron en su cochecito y empezaron el recorrido, Johanna empezaba a ambientarse, por así decirlo.

Como productora, no dejó de sentirse impresionada por el espectáculo. Hologramas, música y los actores se combinaban para entretener al público, poner los pelos de punta y arrancar risillas nerviosas. No era lo bastante terrorífico como para que los niños que formaban parte del grupo tuvieran pesadillas cuando volvieran a casa, ni tan suave que los adultos sintieran que les habían timado en el precio de la entrada, pensó Johanna mientras veía fantasmas y espíritus girando alrededor de un destartalado comedor cubierto de telarañas.

Sam tenía razón en una cosa: aquello era real mientras estaba en marcha, cosa que no podía decirse de todo en la vida.

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Sam no tuvo que insistir más, ni para que visitara un barco pirata y esquivara las balas de los cañones, ni para que emprendiera una travesía por el Amazonas, ni para que tomara un tren que cruzaba territorio indio. Johanna vio actuar a osos mecánicos, comió un chorreante helado y olvidó que era una mujer adulta que había estado en París y cenado en una mansión inglesa, pero que nunca había visitado Disneyland.

Cuando emprendieron el camino de regreso al coche, estaba deliciosamente exhausta.

—No he gritado —insistió.

Llevaba en las manos el pequeño Pluto de peluche que Sam le había comprado en un puesto.

—No has parado de gritar —la corrigió Sam—. Desde el momento en que el cochecito empezó a moverse por la Montaña Espacial hasta que se paró. Tienes unos pulmones excelentes.

—Todo el mundo gritaba.

A decir verdad, no sabía si había gritado o no. El coche se había lanzado por la primera pendiente, y de pronto los planetas se habían precipitado hacia ella. Se había limitado a cerrar los ojos y a agarrarse con fuerza.

—¿Quieres que volvamos y montemos otra vez?

—No —dijo ella con firmeza—. Una ha sido suficiente.

Sam abrió la puerta del coche, pero se volvió antes de que ella subiera.

—¿No te gustan las emociones fuertes, Johanna?

—De vez en cuando.

—¿Y qué me dices de ahora? —tomó su cara entre las manos.

La besó como deseaba hacer desde que la había visto fregando metódicamente el suelo, esa mañana.

Sus labios eran cálidos, como él imaginaba, pero mucho más suaves de lo que recordaba. Vacilaron. Había en su duda una dulzura que poseía su propio atractivo.

Así que se demoró en aquel beso más de lo que pretendía. La deseaba más de lo que era sensato. Cuando ella comenzó a retirarse, la atrajo hacia sí y la besó con mayor ansia de la que ninguno de los dos esperaba.

No tenía que ser así, se dijo Johanna al tiempo que dejaba de resistirse. Ella debía permanecer fuerte, dueña de sí misma, ponerse a su alcance sólo cuando decidiera hacerlo. Pero Sam sólo tenía que tocarla... No, sólo tenía que mirarla para que empezara a perder pie.

Su minucioso análisis de esa mañana se deshizo en polvo en cuanto la besó.

«No quiero». Su mente intentaba aferrarse a esa idea mientras su corazón latía firmemente, diciéndole: «Sí, sí que quieres». Casi podía sentir cómo iba desgajándose en dos partes, una distante y fría, y la otra tan

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vulnerable que casi resultaba penosa. Lo que más miedo le daba de todo era que, esta vez, su parte vulnerable resultara ser la más poderosa.

—Quiero estar a solas contigo, Johanna —dijo Sam contra sus labios, y luego volvió a decirlo mientras le besaba la mejilla—. Donde sea, en cualquier parte, mientras sólo estemos tú y yo. No dejo de pensar en ti.

—No creo que lo hayas intentado.

—Te equivocas —la besó de nuevo, y sintió que su resistencia, renovada, iba tornándose en pasión. Eso era lo más excitante, lo más irresistible de ella: el modo en que deseaba y refrenaba su deseo—. Lo he intentado mil veces. No dejo de decirme que eres demasiado complicada, demasiado histérica, demasiado terca —sintió que los labios de Johanna se fruncían y sintió la tentación de morderlos—. Y luego te veo de otro modo.

—Yo no soy una histérica.

Sam advirtió su cambio de humor, y le hizo gracia. Johanna enrabietada era fascinante.

—Señorita, la mitad del tiempo eres como un resorte a punto de saltar. Y yo pienso estar ahí cuando por fin saltes.

—Eso es ridículo. Y no me llames señorita —de pronto decidió que conducía ella, y le quitó las llaves.

—Eso ya lo veremos —Sam montó en el coche y logró apenas estirar las piernas y ponerse cómodo—. ¿Vas a llevarme a casa?

Johanna sintió la tentación de ordenarle que saliera y dejarlo plantado en el aparcamiento, bajo el airoso pico del Pato Donald. Pero decidió darle un paseo en coche que nunca olvidaría.

—Claro.

Puso el coche marcha atrás y condujo con cuidado a través del aparcamiento. Estaba, a fin de cuentas, lleno de peatones, muchos de ellos niños. Pero las cosas cambiaron cuando salió a la autopista. Sorteó tres coches, se colocó en el carril rápido y pisó a fondo el acelerador.

También conducía como si estuviera a punto de saltar como un resorte, pensó Sam, pero no dijo nada. El velocímetro rondaba los ciento cincuenta kilómetros por hora, pero ella manejaba con soltura el volante. Así, se dijo Sam, desfogaría el mal humor que se le había puesto al llamarla él histérica.

Johanna odiaba que tuviera razón. Eso era lo peor. Sabía muy bien que era muy nerviosa, que estaba llena de angustias e inseguridades. ¿Acaso no se pasaba la vida combatiéndolas o intentando disimularlas? No le hacía ningún bien que Sam pusiera el dedo en la llaga como quien no quería la cosa.

Cuando, tras mucho cálculo, tomó la decisión de hacer el amor con un compañero de clase de la universidad, aquel chico también la había llamado histérica. Sexualmente histérica. «Relájate», había sido su sabio consejo. Ella no había podido; ni con él, a quien le tenía mucho cariño, ni

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con los demás hombres con los que había mantenido relaciones suma-mente cautelosas. Así que había dejado de intentarlo.

No odiaba a los hombres. Eso sería absurdo. Simplemente, no quería atarse, ni sentimental ni sexualmente. Le habían abierto los ojos muy pronto, y nunca olvidaría cómo podían usarse aquellas dos herramientas. Así que tal vez fuera una histérica, a pesar de que detestaba aquella palabra. Mejor eso que enamorarse de dos hermosos ojos azules o de un lánguido acento.

Estaba furiosa, se dijo Sam. Eso estaba bien. El prefería las emociones fuertes. En realidad, prefería cualquier emoción que procediera de Johanna. No le importaba que estuviera enfadada con él, porque, si estaba enfadada, estaba pensando. En él. Y quería que pensara mucho en él.

Bien sabía Dios que él no paraba de pensar en ella. Constantemente. Le había dicho la verdad al afirmar que había intentando quitársela de la cabeza. Viendo que no daba resultado, había decidido dejar de darse cabezazos contra la pared y ver adonde le llevaba el camino.

El camino era accidentado, pero él disfrutaba de cada instante.

Tarde o temprano, Johanna sería suya. Confiaba en que fuera más pronto que tarde, por el bien de su cordura. Pero, de momento, la dejaría conducir un rato.

Cuando vio que iba a pasarse la salida, le hizo una seña.

—Tienes que tomar ese desvío.

Johanna cambió de carril, desafiando agresivamente a los demás conductores, y tomó la salida a toda velocidad.

—¿Qué te parece si cenamos la semana que viene? —dijo él como si nada, a pesar de que la escena del aparcamiento había sido tan increíble como el resto del día. Al ver que ella no decía nada, reprimió una sonrisa y pasó el brazo por encima del asiento—. A mí me viene bien el miércoles. Puedo ir a buscarte a la oficina.

—La semana que viene estoy ocupada.

—Pero tendrás que comer. Digamos a las seis.

Ella cambió de marcha para tomar una curva.

—Vas a tener que aprender a aceptar un no por respuesta.

—Yo no lo creo. Toma el desvío de la izquierda.

—Ya me acuerdo —dijo ella entre dientes, aunque no se acordaba.

Siguió conduciendo en silencio. Sólo aminoró un poco la marcha al traspasar las puertas del rancho. Sam se inclinó hacia ella despreocupadamente y tocó el claxon. Cuando Johanna detuvo el coche frente a su casa, se quedó allí sentado un momento, como si estuviera reflexionando.

—¿Quieres entrar?

—No.

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—¿Quieres que nos peleemos?

Ella no quería reírse, ni dejarse embaucar, ni ablandarse.

—No.

—Está bien, podemos pelearnos alguna otra vez. ¿Quieres oír una teoría que tengo? Es igual —añadió antes de que ella pudiera responder—. Escucha de todos modos. A mi modo de ver, una relación tiene tres etapas. Primero, te gusta alguien. Luego, si las cosas van bien, empiezas a querer a esa persona. Y, si las cosas van de maravilla, te enamoras de ella.

Ella mantenía las manos pegadas al volante porque de pronto habían empezado a sudarle.

—Es una teoría muy interesante. Ojalá la vida fuera tan sencilla.

—Yo siempre he pensado que lo es..., si uno lo permite. En todo caso, Johanna, anoche dejaste de gustarme y pasé directamente a la segunda fase. Una mujer como tú querrá saber por qué, pero todavía no estoy muy seguro de los motivos.

A ella habían dejado de sudarle las manos; de pronto, las tenía frías como el hielo, a pesar de que el calor atravesaba el parabrisas.

—Sam, ya te he dicho que no creo que esto sea buena idea. Todavía lo creo.

—No, todavía quieres creerlo —él esperó pacientemente hasta que lo miró—. Hay una diferencia, Johanna. Una gran diferencia. Siento algo por ti, y creo que es mejor para los dos que lo sepas —se inclinó para besarla—. Tienes hasta el miércoles para pensártelo.

Salió del coche y luego se inclinó hacia la ventanilla.

—Conduce con cuidado, ¿quieres? Siempre puedes liarte a patadas con algo cuando llegues a casa, si todavía estás enfadada.

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Capítulo 7Había sido un día muy largo. En realidad, varios días muy largos. Pero a Johanna no le importaba. La tensión que le había causado tener que resolver varios problemas y solventar algunas pequeñas crisis había mantenido su mente alejada de su vida privada.

El director de iluminación había elegido el lunes, día de grabación, para hacerse extirpar el apéndice. Johanna le envió flores y le deseó (no del todo por razones altruistas) una pronta recuperación. En mitad de las negociaciones de su contrato, John Jay había decidido padecer una laringitis. Johanna había tenido que rogarle y adularle (y hacerle unas cuantas amenazas veladas) para conseguir una cura instantánea y milagrosa. El ayudante del director de iluminación se había mostrado competente y tranquilo, incluso después de tres fallos técnicos. Aun así, la jornada se había alargado dos horas más de lo previsto.

El martes, el día se había alargado aún más, entre reuniones para hablar sobre las sesiones de fotos para los anuncios y los últimos preparativos del concurso de la semana siguiente. Las medidas de seguridad se habían reforzado para salvaguardar aquella batería de preguntas. Se había comprado una caja fuerte especial, cuyo combinación sólo tenía Johanna. Únicamente Bethany y ella sabían qué cinco preguntas había dentro. Johanna empezaba a sentirse como la jefa de la CIA.

Había tenido una reunión ardua y agotadora con su padre. Los dos se habían hablado de igual a igual, como productores ejecutivos, y habían debatido acerca de la situación del programa y de sus planes de expansión. Él mencionó de pasada que iba a celebrar una fiesta de compromiso y le dijo que su secretaria se mantendría en contacto con ella.

Naturalmente, Johanna veía ¡Alerta! cada mañana, pues lo consideraba parte de su trabajo. Fue un desafortunado capricho del destino que la aparición de Sam se emitiera esa misma semana. Le era bastante difícil no pensar en él, pero le resultó imposible cuando se vio obligada a verlo cada día en largos primeros planos. El miércoles habían recibido ya un montón de cartas de espectadores entusiasmados.

El miércoles.

Sam le había dado hasta el miércoles para pensárselo. Para pensar en él. En ellos. Pero no había tenido tiempo, se dijo Johanna mientras subía el volumen del televisor y se preparaba para ver la emisión matinal. Si se hubiera permitido pensar en ello, habría dado con un modo cortés y razonable de librarse de una cena que ni siquiera había aceptado.

La alegre sintonía del programa comenzó a sonar y las luces centellearon. Los dos concursantes famosos cruzaron el arco y se detuvieron para recibir un aplauso antes de tomar asiento. Johanna intentaba fijarse en todo, pero su mirada se concentraba sin cesar en él.

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Relajado. Sam parecía siempre relajado y seguro de sí mismo. Eso era algo que no podía evitar admirar en él. Estaba tranquilo y hacía que su compañero se sintiera a gusto al tiempo que mantenía aquella actitud altiva que la gente esperaba de las estrellas.

Así que era bueno en su oficio, se dijo Johanna mientras se paseaba por la habitación durante la pausa publicitaria. Pero eso no significaba que estu-viera enamorada de él.

Cuando acabaron los anuncios, volvió a sentarse y deseó no verse obligada a tener aquel leve e indirecto contacto con él.

«Es mi trabajo», se recordó. Pero perdió el hilo del juego mientras lo miraba. Y recordó con excesiva claridad que, tras grabar aquel segmento del programa, había tenido su primera conversación auténtica con él. Había aceptado una apuesta y había perdido. Desde aquel tropiezo, nada había vuelto a ser lo mismo.

Ella quería que las cosas volvieran a su cauce. El súbito ataque de ansiedad que sentía la sorprendió, pero logró sofocarlo e intentó pensar de manera lógica. Quería que las cosas fueran como antes, cuando estaba volcada en su carrera y sólo la impulsaba una ambición que el orgullo calentaba y enfriaba al mismo tiempo. Entonces no había noches de insomnio. Tensión e inseguridad, tal vez, pero no noches en vela.

Ni tampoco había montañas rusas, le dijo la voz de su conciencia.

No las necesitaba. Sam podía guardarse sus emociones fuertes. Ella lo único que necesitaba era paz.

Sam estaba en el círculo de ganadores, rodeado de luces, con el público rendido a sus pies. Johanna recordó que aquella sonrisa rápida y engreída se la había dedicado a ella. En cuanto comenzaron a sonar los últimos aplausos, apagó el receptor.

Movida por un impulso, se acercó al teléfono. Pero, en lugar de pedirle a su secretaria que le pasara la llamada, marcó directamente. Aquellas sutiles precauciones llegaban un poco tarde, pues su fotografía con Sam ya había aparecido en la prensa, y las especulaciones acerca de su relación ya se habían desatado. Johanna había llegado a la conclusión de que no tenía sentido dar pábulo a las habladurías que ya circulaban por la oficina.

Estaba tranquila, se dijo mientras se enredaba al cable del teléfono en los dedos. No estaba siendo testaruda, ni desdeñosa, sino sensata.

Contestó una mujer. Al oír su voz, Johanna no necesitó más justificaciones. Un hombre como Sam siempre tendría mujeres a su alrededor. Y eso era precisamente lo que ella quería evitar.

—Quería hablar con el señor Weaver. Soy Johanna Patterson.

—Sam no está, pero le dejaré recado —al otro lado de la línea, la mujer estaba buscando la libreta que siempre llevaba en el bolsillo del mandil—. ¿Patterson? —repitió, y luego se cambió de mano el teléfono y sonrió—. Sam me ha hablado de usted. Es la de ¡Alerta!

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Johanna frunció el ceño al pensar que Sam podía haberle hablado de ella a una de sus amantes.

—Sí, soy yo. ¿Le importaría...?

—Nunca me lo pierdo —continuó Mae alegremente—. Lo dejo siempre puesto mientras hago la casa. Luego, por la noche, cuando cenamos, pruebo a ver si Joe puede contestar a las preguntas. Joe es mi marido. Soy Mae Block.

Así que aquélla era Mae, la que limpiaba el polvo y se ocupaba de las flores. La visión de Johanna, en la que aparecía una linda invitada matinal, se desvaneció, dejándola algo avergonzada.

—Me alegra que le guste el programa.

—Me encanta —le aseguró Mae—. La verdad es que ahora mismo lo tenía puesto. He disfrutado muchísimo viendo a Sam. Ha estado muy bien. Hasta lo he grabado en vídeo para que Joe lo vea luego. Estamos como locos con Sam. Y de usted cuenta maravillas. ¿Le gustaron las flores?

Johanna, que había encontrado por fin un hueco entre la atropellada conversación de Mae, logró insertar una palabra.

—¿Qué flores?

—Sam cree que no lo vi cortándolas.

—Eran preciosas —a pesar de su determinación, Johanna notó que se ablandaba—. Espero que no le molestara.

—Hay muchas más. Además, las flores hay que disfrutarlas, ¿no cree?

—Sí, sí, claro. Señora Block...

—Mae. Llámeme Mae, tesoro.

—Mae, ¿podría decirle a Sam que he llamado? —«cobarde», le dijo la vocéenla de su cabeza con demasiada nitidez. Johanna hizo oídos sordos y continuó diciendo—. Y que...

—Puede decírselo usted misma, querida, porque acaba de entrar. Espere un momento.

Antes de que Johanna pudiera balbucir una excusa, oyó que Mae gritaba:

—¡Sam! ¡Esa chica por la que estás colado está al teléfono! Y me gustaría saber cómo se te ocurre ponerte una camisa blanca cuando estás trajinando con los caballos. No sé cómo quieres que quite esas manchas. ¿Te has limpiado las suelas de los zapatos? Acabo de fregar el suelo de la cocina.

—Sí, señora. Y la camisa es vieja —añadió con un leve tono contrito que Johanna reconoció desde el otro lado de la línea.

—Vieja o no, está hecha un pingo. Un chico de tu edad debería tener más cabeza. Pero no dejes a esa pobre chica esperando todo el santo día. Voy a hacerte un bocadillo.

—Gracias. Hola, Johanna.

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Mae no había mencionado su nombre. «Esa chica por la que estás colado». Eso era algo en lo que Johanna tendría que pensar más tarde.

—Siento molestarte a estas horas. Estarás ocupado.

—Acaban de echarme la bronca —Sam sacó un pañuelo y se enjugó el sudor de la frente—. Me alegra que hayas llamado. Estaba pensando en ti.

—Sí, bueno...—¿dónde estaban las primorosas excusas que había preparado?—. Sobre lo de esta noche...

—¿Sí?

Ella desenrolló cuidadosamente el cable del teléfono, que tenía anudado a los dedos.

—No quedamos en nada, y resulta que tengo una reunión a última hora. No sé a qué hora acabaré, así que...

Sam sabía reconocer una mentira.

—¿Por qué no te vienes para acá cuando acabes? Ya sabes el camino.

—Sí, pero puede que se me haga tarde. Y no quiero estropearte la noche.

—Sólo me la estropearías si no vinieras.

A ella no se le ocurrió cómo contestar a eso.

—La verdad es que nunca dije que fuera a ir —su conciencia insistía en recordarle que tampoco se había negado—. ¿Por qué no lo dejamos para otro día?

—Johanna —dijo él con mucha paciencia—, no querrás que acampe delante de tu puerta, ¿verdad?

—Es que me parece mejor...

—Menos arriesgado.

—Mejor —insistió ella.

—Como quieras. Si a las ocho no has aparecido, iré a buscarte. Tú decides.

Ella dio un respingo, lo cual no resultaba muy efectivo hablando por teléfono.

—No me gustan los ultimátums.

—Pues es una lástima. Nos vemos cuando llegues. No trabajes mucho.

Johanna se quedó mirando el teléfono con cara de malas pulgas y colgó. No pensaba ir. Ni loca.

Pero, naturalmente, fue.

Sólo para demostrar que no era una cobarde, se dijo. En todo caso, evitar una situación no resolvía nada; sólo servía para posponer las cosas. Ella ataba invariablemente todos los cabos sueltos.

Era cierto que disfrutaba de la compañía de Sam, de modo que no había razón para ponerse de mal humor, de no ser porque había vuelto a embaucarla. No, no la había embaucado él, se dijo. Se había bastado ella

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sola, muchísimas gracias. Si no hubiera querido ir, le habría llamado para decírselo. En el fondo había querido mantener la cita porque siempre había tenido la necesidad de enfrentarse a cuanto le salía al paso.

Y con Sam Weaver podía enfrentarse.

Una simple cena, se dijo. Entre amigos. Para entonces ya podía llamárseles amigos, aunque con cierta cautela. Un poco de conversación nunca hacía mal, sobre todo entre dos personas que se movían en el mismo mundillo. Concursos o películas, todo era entretenimiento. Aceleró un poco, y las bolsas de plástico de la tintorería, que llevaba colgadas atrás, crujieron un poco en sus perchas.

Al menos esta vez llevaba su propio coche. Podía marcharse cuando quisiera. Eso la tranquilizaba un poco.

Cuando cruzó las puertas que llevaban al rancho, se prometió que disfrutaría de la velada en lo que era: una simple cena con un amigo. Detuvo el coche delante de la casa y salió, sin mirarse antes en el espejo retrovisor. No iba a retocarse el maquillaje, ni a alisarse la ropa. Su traje gris era elegante, aunque ciertamente formal, al igual que los tres que colgaban en el coche. Sus zapatos de tacón bajo eran cómodos y, al mismo tiempo, elegantes; por eso los había comprado.

Miró su reloj y vio con satisfacción que llegaba puntual. Eran las siete y media. No era ni lo bastante pronto como para que Sam pensara que estaba ansiosa por llegar, ni tan tarde que pareciera desdeñosa.

Sam pensó que estaba igual que el día que la conoció. Fría, compuesta, sutilmente sexy. Su reacción al verla fue idéntica a aquel primer día. Una fascinación instantánea. Salió al porche y le sonrió.

—Hola.

—Hola.

Johanna no quería ponerse nerviosa otra vez, como parecía ocurrirle cada vez que lo veía. Respondió a su sonrisa con cautela y comenzó a subir los escalones. El siguiente movimiento de Sam fue tan inesperado que no tuvo ocasión de impedirlo.

El la agarró de la nuca y la besó; sin pasión, ni urgencia, sino con una intimidad despreocupada y fortuita que la hizo estremecerse por entero. «Bienvenida a casa», parecía decir. Johanna se quedó sin habla.

—Me encanta cómo llevas un traje, Johanna.

—No he tenido tiempo de cambiarme.

—Me alegro —oyó una camioneta y miró más allá de ella. Se hizo sombra con la mano sobre los ojos y esbozó una media sonrisa—. Has olvidado tocar el claxon —le dijo.

—¿Va todo bien, Sam? —en la cabina de la camioneta había un hombre de unos cincuenta años, con los hombros macizos como bloques de ceniza.

—Sí, va todo bien —Sam enlazó a Johanna por la cintura.

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El de la camioneta se echó a reír y luego giró el volante y dio media vuelta.

—Ya lo veo. Buenas noches.

—Ése era Joe —explicó Sam mientras veían cómo se alejaba la camioneta por el camino de grava—. Mae y él cuidan de la casa. Y de mí.

—Ya lo veo.

Resultaba demasiado fácil y natural hallarse allí, en el porche, abrazada a él, mientras se ponía el sol. Johanna no se apartó deliberadamente. Su movimiento fue automático.

—Tu asistenta me dijo que veía el programa.

«También dijo que estabas colado por mí». Johanna no le contó que le había oído decir aquello a Mae. Era ridículo, claro. Los hombres como Sam Weaver no se colaban por nadie.

—Religiosamente —murmuró él mientras la observaba. Estaba nerviosa. Él creía que ya habían superado ese punto, y no sabía si sentirse satisfecho o frustrado al descubrir lo contrario—. En realidad, Mae considera mi... actuación de esta semana la cúspide de mi carrera.

Johanna esbozó una súbita sonrisa. Sus dedos se aflojaron sobre la barandilla.

—Digna de un Emmy, estoy segura.

—¿Eso era un chiste?

—Yo nunca hago chistes, y menos aún con mi programa. Supongo que tendré que arriesgarme a inflar tu ego, pero ya hemos recibido un montón de cartas. «Sam Weaver es la cosa más mona sobre dos patas» —citó de memoria, y le hizo gracia que él hiciera una mueca—. Lo dice una señora de setenta y cinco años de Tucson.

—Sí, ya —Sam la tomó de la mano y la condujo al interior de la casa—. Cuando dejes de hacer chistes...

—Ya te he dicho que yo nunca hago chistes.

—Ya, pero cuando acabes, nos ocuparemos de la cena. Se me ha ocurrido hacer una barbacoa, porque no sabía a qué hora acabaría esa reunión.

—¿Qué reunión? —la mentira se le había escapado. Al darse cuenta, Johanna hizo algo que no recordaba haber hecho nunca: se sonrojó. Sólo un poco, pero lo suficiente—. Ah, bueno, fue más rápido de lo que es-peraba.

—Entonces, hemos tenido suerte —podría habérselo reprochado, pensó Sam, pero decidió dejarlo correr. Si entendía a Johanna tan bien como creía, sin duda ya se estaba castigando por haber inventado aquella excusa, y por haberla arruinado—. Tengo pez espada. ¿Por qué no te sirves una copa de vino mientras caliento la parrilla?

—De acuerdo.

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La botella ya estaba abierta. Johanna llenó las dos copas que Sam había dejado sobre la encimera de la cocina mientras él salía por la puerta trasera.

Sam sabía desde el principio que lo de aquella reunión era sólo una excusa. Johanna no recordaba haber sido nunca tan trasparente. Suspiró, bebió un sorbo de vino y suspiró de nuevo. Sam no había querido insistir por no avergonzarla. Pero eso sólo empeoraba las cosas. Lo menos que podía hacer, pensó al tiempo que recogía la copa de Sam, era mostrarse amable el resto de la velada.

La piscina parecía fresca y deliciosamente tentadora. Cuando vivía en casa de su padre, tenía por costumbre nadar todos los días. Y ahora no parecía encontrar tiempo para ir al gimnasio al que se había apuntado a sabiendas. Rodeó la piscina hasta llegar junto a la barbacoa de piedra, frente a la cual se hallaba Sam de pie, con dos filetes de pescado en una bandeja, y miró el agua con añoranza.

—¿Quieres darte un baño rápido antes de cenar? —preguntó Sam.

La oferta resultaba tentadora. Cuando estaba con él Johanna se sorprendía a menudo a punto de ceder a la tentación.

—No, gracias.

—Siempre puedes dártelo después —puso los filetes en la parrilla, y empezaron a chisporrotear. Tomó la copa que le había llevado Johanna, la hizo chocar con la suya y bebió—. Adelante, siéntate. Esto no tardará mucho.

Johanna, sin embargo, se alejó un poco y contempló los campos, los pulcros cobertizos, el paisaje desierto. Sam parecía hallarse muy a gusto allí, pensó. Como si se sintiera en su casa. Podía ser cualquiera, una persona corriente. Pero entonces recordó los que había leído sobre él esa misma mañana.

—Hay una crítica muy encendida en el Guía TV de esta semana sobre Sin rosas para Sarah.

—Ya la he visto.

Sam veía también cómo se reflejaba el sol en el agua de la piscina y en la piel de Johanna, haciendo que pareciera un espejismo. Su elegante traje gris no le hacía pensar en oficinas y reuniones, sino en apacibles veladas al final del día.

—La de Variety era igual de entusiasta. «Engancha, no hay que perdérsela», y esas cosas —Johanna sonrió un poco al volverse hacia él—. ¿Cuál era el adjetivo que usaban para referirse a ti? —hizo una pausa, como si no se acordara, aunque la cita exacta se le había quedado grabada en el cerebro—. «Weaver lleva a cabo una...» ¿Cómo era? ¿Una «actuación impecable»?

Sam dio la vuelta a los filetes, que siguieron siseando. El humo de la barbacoa se elevaba hacia lo alto, caliente y oloroso.

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Sam, que sabía cuándo alguien pretendía adularlo, se apresuró a corregirla.

—Chispeante.

—Sí, chispeante —Johanna hizo una pausa y se tocó el labio superior con la lengua—. «Una actuación chispeante en el papel de un buscavidas venido a menos que seduce a Sarah y al público con idéntica insolencia». Insolencia —repitió—. Esa palabra se desliza sobre la lengua, ¿no crees?

—No sabía que fueras tan candida, Johanna.

Ella se echó a reír y se acercó a él.

—Yo también soy humana. El sábado por la noche, cuando emitieron la primera parte, no hubo nada que pudiera apartarme del televisor.

—¿Y el lunes?

—Eso dependerá, ¿no crees? —bebió otro sorbo de vino y olfateó con delectación el humo de la madera de mezquite—. Dependerá de lo chispeante que estés el domingo.

Sam esbozó una rápida y sesgada sonrisa, como si estuviera seguro de que, el lunes, Johanna estaría ante el televisor a las nueve.

—Échale un vistazo a esto, ¿quieres? Enseguida vuelvo.

Johanna no les echó un vistazo a los filetes pero confiaba en que no hicieran nada inadecuado mientras él volvía. Al quedarse sola, estiró los brazos y flexionó los músculos de la espalda. Lo de la reunión de última hora era mentira, pero el día había sido, en efecto, muy largo. Miró de nuevo la piscina con anhelo. Era realmente tentadora.

Si ella fuera una persona corriente (si lo fuera él), podría cenar con Sam y reírse de lo que había pasado ese día. Después, mientras el vino estuviera todavía frío y el aire caliente, se meterían en el agua y se relajarían juntos, como dos personas que disfrutaban de su mutua compañía y de una apacible velada.

Más tarde, cuando saliera la luna, tal vez se quedaran en el agua, hablando tranquilamente, y se acariciarían, deslizándose suavemente hacia una forma más íntima de relajación. El volvería a poner música, y las velas de la mesa se consumirían y se ahogaría en su propia cera.

Notó que algo le rozaba las piernas y, al dar un respingo, parte del vino se le derramó sobre la mano. Aquella fantasía se había hecho demasiado nítida, demasiado irresistible, y eso no era propio de ella. Se alejó de la piscina y de las ideas que había suscitado en ella. Se llevó una mano al corazón y, al bajar la mirada, vio un grueso gato gris. El gato se frotó otra vez contra su pierna al tiempo que le lanzaba una mirada larga y afilada, y luego empezó a lamerse.

Johanna se agachó para acariciarle las orejas.

—¿De dónde has salido tú? —preguntó.

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—Del establo —dijo Sam, que se había acercado a ella por detrás—. Silas es uno de los gatos del establo. Supongo que habrá olido el pescado y ha bajado a ver si podía sacarnos un poco.

Johanna no miró a Sam enseguida; siguió concentrada en el gato. Aquella fantasía seguía siendo demasiado vivida.

—Pensaba que los gatos de establo eran flacos y ágiles.

«No, si siempre hay alguien que les da comida», pensó Sam con desgana mientras dejaba la fuente con la ensalada de pasta sobre la mesa y ponía el pescado en la bandeja.

—Silas puede ser un encanto —dijo, y retiró una silla para Johanna.

—Es enorme.

—¿No te gustan los gatos?

—Sí, sí me gustan. La verdad es que hasta he pensado en tener uno. ¿Por qué le pusiste Silas?

—Por Silas Marner —explicó Sam con naturalidad al tiempo que servía su plato—.Ya sabes cómo amontonaba oro. Pues Silas amontona ratones.

—Ah.

Él se echó a reír al ver su expresión y volvió a llenarle la copa.

—Tú lo has preguntado. Quería preguntarte —dijo, pensando que Johanna merecía un cambio de tema— cuándo empezáis a emitir de noche.

—Dentro de dos semanas —Johanna se dijo que no estaba nerviosa; en absoluto—. Bueno, grabamos dentro de dos semanas, y salimos a antena dentro de un mes.

—¿Estás buscando más personal?

—Sí, un poco. Pero en realidad sólo vamos a tener que grabar dos días a la semana, en lugar de uno. ¿Te interesa volver al programa?

—Voy a estar un poco liado durante una temporada.

—La nueva película —Johanna se relajó un poco más. Así era como había imaginado la velada. Una conversación banal, nada más—. ¿Cuándo empiezas?

—Cualquier día, en teoría. Pero, en realidad, dentro de una semana o dos. Hay que hacer aquí algunas tareas de preproducción y de estudio. Luego nos iremos al este. Quieren rodar tres semanas en Maryland, en Baltimore y sus alrededores.

—Estarás ansioso por empezar.

—Entre película y película, siempre me vuelvo muy vago. Pero no hay nada como despertarse unos cuantos días a las seis de la mañana para volver a ponerse en marcha. ¿Qué tal está tu pescado?

—Delicioso —de nuevo había dejado limpio su plato sin darse cuenta—. Me compré una parrilla hace unos meses, pero todo se me quema.

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—La llama tiene que arder lentamente —dijo él, y algo en su voz hizo estremecerse a Johanna—. Hay que tener cuidado —la tomó de la mano y entrelazó sus dedos—. Y paciencia.

—Yo... —Sam se llevó su mano a los labios y la miró mientras le besaba los dedos—. Tendré que volver a intentarlo.

—Siempre te huele la piel como si hubieras estado caminando bajo la lluvia. No puedo evitar pensar en eso hasta cuando no estás aquí.

—Deberíamos... —«deja de fingir», pensó. «Date por vencida. Toma lo que ambos deseáis»—. Ir a dar un paseo —añadió—. Me gustaría volver a ver el estanque.

—Está bien —«paciencia», se dijo Sam. La llama, sin embargo, no ardía lentamente—. Espera un momento.

Tiró un par de trozos de pescado a la hierba antes de recoger los platos. Johanna sabía que debía ofrecerse a ayudarlo, pero quería, necesitaba, quedarse a solas un momento.

Vio cómo el gato se acercaba al pescado lentamente, con una arrogancia que la convenció al instante de que desde el principio sabía que obtendría lo que había ido a buscar. Sam caminaba también así, pensó, y, sintiendo frío de repente, se frotó los brazos.

No le tenía miedo a Sam. Se dijo esto para animarse. Pero era la verdad. No temía a Sam; a sí misma, en cambio, quizá.

Estaba allí porque quería. ¿No iba siendo hora de afrontarlo? Ya había reconocido que no había ido porque Sam la hubiera embaucado. Se había embaucado a sí misma, o más bien a esa parte de sí que todavía se empañaba en mantener las distancias.

Había otra parte de su ser, una parte que comenzaba a imponerse poco a poco, que sabía exactamente lo que quería. A quién quería. Y aquella parte había cometido ya un tremendo error al enamorarse de Sam.

Antes de que tuviera ocasión de asimilar la enormidad de esa certeza, Sam regresó llevando una bolsa de plástico llena de galletas saladas.

—Esperan que... ¿Te encuentras bien?

Estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. De no haber sabido que era imposible, Sam habría jurado que alguien se había acercado inesperadamente y le había propinado una bofetada.

—Sí, estoy bien —por suerte, su voz seguía siendo firme. Todavía la tenía bajo control—. Tus mascotas hacen contigo lo que quieren, ¿verdad?

Sam asintió con la cabeza, a pesar de que notó que la sonrisa de Johanna no alcanzaba sus ojos.

—Eso parece —le tocó la cara. Ella no se sobresaltó, pero Sam sintió que los músculos de su mandíbula se tensaban—. Pareces un poco aturdida, Johanna.

Aterrorizada, mejor dicho. Enamorada de él, le repitió la vocecilla de su conciencia. Cielo santo, dónde, cómo y, sobre todo, por qué.

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—Será por el vino. Se me pasará si ando un poco.

Sam sabía que su aturdimiento no se debía al vino, pero no insistió. La tomó con firmeza de la mano y echó a andar hacia el sendero.

—La próxima vez que vengas, tendrás que venir vestida para esto. Aunque esos zapatos son prácticos, para andar por el campo es mejor llevar botas o deportivas.

Prácticos. Johanna frunció el ceño y miró sus elegantes mocasines italianos de tacón bajo. Sí, eran prácticos. Logró sofocar un suspiro. Prácticos. Como ella.

—Ya te he dicho que no he tenido tiempo de cambiarme.

—No importa. Siempre puedo llevarte en brazos.

—No será necesario.

Allí estaba otra vez, aquel tono frío y grave. Sam no se molestó en disimular una sonrisa mientras la guiaba por el camino.

El sol ya casi se había puesto, y la luz era suave y nacarada. Había a lo largo del camino flores silvestres que no habían florecido aún la última vez que lo recorrieron. Sam supuso que Johanna podría decirle sus nombres si se lo preguntaba, pero prefirió que siguieran brotando de la tierra anónimamente.

Sentía ya el olor del agua, y oía su leve oleaje contra la hierba alta. Durante las semanas anteriores, siempre que se había acercado hasta allí, había pensado en ella. Los pájaros, que se iban acomodando para pasar la noche, permanecían en silencio, y los que se enseñoreaban de la noche no se rebullían aún. A Sam le gustaba la quietud del crepúsculo, su soledad, y se preguntaba si Johanna sentía lo mismo. La recordó arrodillada frente al arriate de flores mientras se ponía el sol, y se figuró que sí.

El agua del estanque empezaba a oscurecerse, como el cielo. Las sombras de los árboles eran alargadas y opacas. Johanna sonrió al ver cómo se deslizaban sobre el agua los patos, que, como si presintieran la aparición de su público, iban limpiándose las plumas.

—Imagino que Silas y sus compañeros no les molestan.

—Es demasiado esfuerzo venir hasta aquí y cazarlos, teniendo el establo. Toma —le dio la bolsa.

Johanna se echó a reír al ver las boberías que hacían los patos cuando les tiraba las galletas.

—Supongo que nadie los mima así cuando tú no estás.

—Mae, sí. Aunque no quiere reconocerlo.

—Ah, no había visto acercarse al macho —le lanzó una galleta—. Es precioso. Y mira cómo han crecido las crías —esparció las migas por el agua hasta que la bolsa estuvo vacía y, sin pensarlo siquiera, se la guardó en el bolsillo—. Se está tan bien aquí... —murmuró—. Sólo con el agua y la hierba...

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«Y contigo», pensó. Pero no miró a Sam hasta que él posó la mano sobre su mejilla, acercándola suavemente hacia él.

Fue como la primera vez. Y, sin embargo, completamente distinto. Esta vez, Johanna sabía cómo se sentiría, hasta qué punto se agitaría su deseo, cuando Sam la besara. Sabía que le acariciaría el pelo antes de atraerla hacia sí. Sabía que se le nublaría el entendimiento y que se le aceleraría el pulso.

Sabía todo aquello y, pese a todo, quedó asombrada.

Sam se sentía como si hubiera esperado una eternidad. No habían pasado simples semanas desde la primera vez que la viera. Johanna estaba bajo su piel, dentro de su corazón, desde que podía recordar, como un ensueño, como un anhelo a medio formar que, con sólo verla una vez, hubiera cobrado vida. Era todo tan perfecto... Por alguna razón, era todo perfecto y puro cuando sus labios se encontraron.

Johanna no estaba segura aún. Sam sintió su vacilación y la pasión que redoblaba bajo ella. Pero con la certeza de él bastaba para los dos.

El destino quería que fuera allí, donde ambos habían sentido por vez primera aquella onda expansiva. El destino quería que fuera en aquel instante, antes de que cayera la noche.

Johanna lo agarró con fuerza de la camisa y se aferró a él, a pesar de que intentaba todavía refrenarse. Sabía que, pasado un momento, no podría pensar con claridad. Lo más sensato habría sido retirarse de inmediato, dejar las cosas como estaban. Pero los labios de Sam la persuadían para que se quedara. Para que confiara en él.

Johanna murmuró algo y se tensó al sentir que Sam le quitaba la chaqueta de los hombros. Acababan de dar un paso. Luego, Sam comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras y le dio tiempo, pero no elección. Desabrochó los botones de su espalda uno a uno, con morosa delicadeza. Al sentir que sus dedos le rozaban la piel, Johanna se estremeció y quiso hacer acopio de fortaleza para detenerlo.

Pero los labios de Sam le rozaron la garganta al tiempo que le quitaba la blusa. Johanna se sentía indefensa, pero aquella sensación ya no la asustaba.

¿Era aquello lo que se sentía al entregarse al fin completamente a algo que, lejos de entenderse, sólo se percibía con los sentidos? ¿Acaso no esperaba ella aquello, no lo ansiaba, a pesar de haber intentado resistirse? Ahora, su lucha había casi acabado.

Sam tuvo que esforzarse por no apremiarla. A pesar de que sus deseos se cerraban como puños en su interior, sabía que Johanna requería tiempo y delicadeza. Había imaginado ya cómo sería tocarla así y sentirla temblar. La falda de Johanna se deslizó por sus caderas. Las manos de Sam la siguieron.

El sol se había puesto, pero Sam podía verla: veía el nimbo que formaba su cabello alrededor de su cara; veía sus ojos enormes e indecisos. La besó de nuevo, lentamente, deslizando los labios sobre su mandíbula

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mientras se quitaba la camisa. Vio que ella le tendía los brazos y que luego vacilaba cuando casi lo había tocado. Tomó su mano, se la llevó a los labios y sintió que Johanna quedaba inerte.

La tumbó sobre la hierba.

La hierba estaba fresca, blanda y húmeda por el rocío temprano. Johanna comprendió que recordaría siempre aquella sensación. Sam estaba sobre ella, de modo que sólo podía verle la cara y, un instante después, sólo los ojos. Oyó la llamada del primer búho antes de que Sam se inclinara sobre ella. Luego, él lo cubrió todo.

La tocaba. Ella se estremecía, no por miedo, ni por indecisión, sino por un placer tan puro que no podía describirlo. Sam la saboreaba. Ella flotaba, ya no indefensa, sino complaciente. Y cuando le tendió los brazos y lo atrajo hacia sí, el mundo exterior desapareció para ambos.

Johanna era tan suave, tan generosa... Sam se preguntaba si todavía podía sorprenderle que tuviera tantas facetas. Se había abierto a él tan completamente corno podía haber esperado.

Sus caricias eran todavía tímidas, pero amorosas. Sam quería que para ella todo fuera dulce y memorable, tan especial como sin duda sería para él. En algún punto del camino, Johanna había dejado de ser una mujer, aunque deseable y fascinante, para convertirse en su mujer.

Cuando ella gimió, el deseo redobló en su interior con fiereza. Sam se refrenó; quería que Johanna se deslizara sobre la cresta de aquella ola mientras ambos pudieran soportarlo. Le bajó muy despacio el body hasta la cintura y luego hasta las caderas, y dejó que el ansia se apoderara de él.

Ella hundió los dedos en la hierba mientras Sam seguía besándola. Sentía que su piel se estremecía allí donde sus labios se posaban. Luego, bruscamente, el placer se hizo más intenso y superó todo cuanto ella hubiera creído posible. Gritó su nombre y se arqueó. El placer dio la vuelta, y Sam se reunió con ella. Johanna clavó los dedos en sus hombros desesperadamente.

Sobre ellos, las estrellas comenzaban a cobrar vida centelleando.

El aire entraba y salía trabajosamente de los pulmones de Sam cuando la penetró. Ahora el indefenso era él; tenía la cara enterrada en su pelo y el cuerpo aprisionado por ella. El deseo se expandió y se convirtió en el centro del universo. Y luego hasta eso se rompió en pedazos, y sólo quedó ella.

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Capítulo 8Sam no podía articular palabra. En ese momento, no sabía si alguna vez recuperaría aquella función básica. Sabía que debía apartarse de ella, pero no podía romper aquel lazo.

Fuera lo que fuese lo que había sido (pasión, deseo, química), había forjado un vínculo.

En el cielo seguían saliendo las estrellas. Johanna ya podía verlas, pero sólo alcanzaba a pensar en cómo corría el corazón de Sam contra su pecho. Hasta ese instante, ignoraba que fuera capaz de dar y recibir tanto placer. A pesar de que el ardor se había disipado, el cuerpo de Saín seguía siendo cálido, en contraste con la fresca hierba que ondulaba a su alrede-dor. El agua, empujada por la brisa nocturna, se agitaba a unos pasos de distancia.

Había sido un shock darse cuenta de que era capaz de sentir algo tan intenso, pero aún más la había impresionado descubrir, al ver los ojos de Sam y sentir cómo se estremecía su cuerpo, que podía procurar tanto gozo a otra persona.

Sin apenas darse cuenta, levantó una mano para acariciarle el pelo. Sam era consciente, aunque ella no lo fuera, de que era la primera vez que lo tocaba sin necesidad de que la arrinconara. Cerró los ojos y se aferró a esa idea. Lo que en otro tiempo hubiera sido para él una menudencia, cobraba de pronto una enorme importancia. Se había deslizado casi sin darse cuenta en la tercera fase, la del amor.

—Johanna...

Cuando se sintió capaz de hablar, su nombre fue la primera palabra que articuló. Quería verla y encontró fuerzas para incorporarse sobre los codos. Ella tenía el pelo esparcido sobre la hierba, aplastada bajo ellos. Sus ojos permanecían medio cerrados, pero Sam notó que seguían aún enturbiados por el placer.

—Eres preciosa.

Ella esbozó una sonrisa y le acarició de nuevo la cara.

—No creía que esto fuera a ocurrir. Me parecía imposible.

—Yo lo había imaginado aquí, como ahora —Sam bajó la cabeza y le rozó suavemente los labios—. Pero mis fantasías no son nada comparadas con la realidad. Nada puede compararse con esto —sintió que ella se replegaba de pronto levemente, pero ello bastó para que se sintiera impelido a tomar su cara entre las manos—. Nada, ni nadie, Johanna.

Insistió con la mirada en que lo creyera. Ella deseaba creerle, pero algo en su interior seguía impidiéndoselo.

—Te deseaba —al menos, podía ser sincera—. Pero no sé qué va a pasar ahora.

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—Pues habrá que averiguarlo. Porque no tengo intención de dejarte marchar —Johanna abrió la boca para protestar, para inventar alguna excusa, pero sólo logró emitir un gemido al sentir que él volvía excitarse dentro de ella—. De eso nada —murmuró él antes de que el deseo le nublara por completo la razón.

Cuando pudo volver a pensar otra vez, Johanna intentó apartarse. Iba a necesitar tiempo para pensar en aquello con distancia, para ir paso a paso. Lo primero era comportarse como una persona adulta, y no hacerse ilusiones.

Habían compartido algo. Tal vez para ella no hubiera sido baladí, pero sabía desde siempre que toda relación tiene sus limitaciones. Debía recordarlo y tenerlo en cuenta desde el principio. Quería a Sam más de lo que le convenía, pero aun así sabía que no debía acurrucarse a su lado y empezar a pensar en el mañana.

—Es tarde —se pasó las manos por el pelo al sentarse—. Tengo que irme.

A Sam le habría sorprendido poder moverse de nuevo hasta pasadas ocho horas.

—¿Adonde?

—Tengo que volver a casa —buscó su body, pero Sam la agarró de la muñeca.

—Estás loca si crees que voy a dejarte ir a alguna parte esta noche.

—No sé de qué estás hablando —su voz sonó divertida mientras intentaba desasirse—. En primer lugar, no es cuestión de que tú me dejes ir a alguna parte —recogió su body y lo sacudió—. Y no puedo dormir en la hierba toda la noche.

—Tienes toda la razón —de no haber estado tan relajada, Johanna se habría dado cuenta de que había cedido con excesiva facilidad—. Toma, ponte mi camisa. Será más fácil que te vistas dentro.

A Johanna le pareció sensato, y permitió que la tapara con la camisa. Ésta todavía conservaba su olor. Sin darse cuenta, frotó la mejilla contra el cuello mientras Sam se ponía los vaqueros.

—Deja que te eche una mano con eso —Sam recogió su ropa, ya doblada, y se la puso sobre el brazo—. Es mejor que vaya yo delante. Esta noche no hay mucha luz.

Johanna lo siguió por el sendero, confiando en parecer tan a gusto y relajada como él. Lo ocurrido junto al estanque, hacía semanas y esa noche, había sido muy hermoso. Johanna no quería perder de vista su importancia. Pero tampoco quería exagerarla.

Nada, ni nadie.

No, sería una estupidez creerle, tener esperanzas. Tal vez Sam lo hubiera dicho en serio en aquel momento. Johanna podía creerlo porque había llegado a comprender que Sam no era hombre dado a decir mentiras; ni siquiera mentiras piadosas. Podía creer también que sentía algo por ella. Pero sólo de momento.

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Los sentimientos intensos rara vez duraban, y las esperanzas y promesas que se construían sobre ellos acababan derrumbándose. Así que ella no se permitiría abrigar esperanzas, ni hacer promesas.

Todavía tenían un largo camino que recorrer, se dijo Sam. Johanna no estaba preparada para aceptar lo que (según había descubierto) él estaba dispuesto a darle. El problema, ahora que se había enamorado de ella, era que no sería capaz de armarse de paciencia. Johanna iba a tener que ponerse a su ritmo.

Cuando llegaron a la terraza, Sam dejó sus ropas pulcramente colocabas sobre la mesa y se quitó los vaqueros. Johanna frunció el ceño al verlo.

—¿Qué haces?

Él permanecía ante ella, a la luz de la luna, magnífico en su desnudez. Con una sonrisa, la estrechó entre sus brazos.

—Querrás decir qué hacemos —dijo con sencillez, y saltó a la piscina.

El agua estaba varios grados más caliente que el aire nocturno, pero aun así Johanna sufrió una fuerte impresión. Antes de que su cabeza quedara sumergida, tuvo tiempo de proferir un chillido de sorpresa. Sus piernas se enredaron con las de él cuando la inmersión les separó, y la camisa se elevó, hinchada, por encima de su cabeza. Luego sus pies tocaron el fondo, y se impulsó instintivamente hacia arriba. Emergió jadeando y parpadeó para quitarse el agua de los ojos.

—¡Maldita sea! —sacó el brazo con el puño cerrado y le salpicó la cara sonriente.

—Nada como un baño a medianoche, ¿no crees, Jo–Jo?

—No me llames así. Debes de estar loco.

—Sólo por ti —respondió Sam, y la salpicó con fuerza.

Johanna se escabulló por poco y se dijo que aquello no tenía gracia.

—¿Qué demonios habrías hecho si no hubiera sabido nadar?

—Salvarte —él nadaba sin apenas esfuerzo—. Nací para ser un héroe.

—Un capullo, más bien —masculló ella.

Se volvió y en dos brazadas alcanzó el borde de la piscina. Pero, antes de que pudiera salir, Sam la agarró de la cintura.

—Cuando se te pase el enfado, reconocerás que te ha gustado —le besó el cuello—. ¿Quieres echar una carrera?

—Lo que quiero es... —se giró: otro error. Las manos de Sam se deslizaron sobre su piel mojada hasta sus pechos al tiempo que se inclinaba para besarle el cuello.

—Yo también —murmuró él.

Johanna posó una mano sobre su hombro, donde se deslizó sobre su piel fresca, que empezaba a calentarse.

—Sam, no puedo.

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—No importa. Yo sí —y se deslizó dentro de ella.

Johanna se despertó con un leve gruñido e intentó darse la vuelta. Tardó varios segundos en darse cuenta de que el brazo de Sam le impedía moverse. Se quedó quieta y giró la cabeza cautelosamente para mirarlo.

Sam estaba dormido y tenía la cabeza apoyada más bien en la almohada de ella que en la suya. Bueno, las dos eran suyas, se dijo Johanna. Aquella era su cama, y aquella su casa. ¿La consideraría una mema o un bicho raro si le decía que era la primera vez que despertaba en la cama de un hombre? Daba igual; no se lo diría. ¿Cómo iba a decirle que era el primer hombre que le gustaba y en el que confiaba lo suficiente como para compartir aquella íntima flaqueza llamada sueño?

Aún no estaba segura de cómo había conseguido persuadirla. Estaba de pie, desnuda, goteando aún junto a la piscina, y al instante siguiente... Ni siquiera habían hecho el amor allí; sencillamente, habían caído en la cama como dos niños exhaustos.

Sam la había hecho reír, y había hecho realidad, sin saberlo, su dulce fantasía.

Ahora era de día y ella tenía que recordarse de nuevo que era una mujer adulta. Se habían deseado y habían gozado el uno con el otro. Era importante no añadir complicaciones a aquella fórmula tan simple. No habría arrepentimientos. La mala conciencia solía ser síntoma de culpa, y ella tampoco quería eso. Para bien o para mal, había tomado una decisión. Y aquella decisión la había llevado a intimar con Sam. Prefería no utilizar la expresión «tener una aventura».

Ahora que había pasado, debía ser realista. Aquella intensidad, aquel destello de emoción, se desvanecería, y, cuando eso pasara, sería ella quien sufriera. No podía evitarlo, pero podía prepararse para ese mo-mento.

Sus sentimientos habían escapado ya a su control, pero todavía disponía de su fortaleza y de su sentido común. Nada de ataduras. Él mismo lo había dicho. Y ella se lo había tomado en serio.

Pero, pese a todo, le apartó suavemente un mechón de pelo de la frente.

«Dios, estoy enamorada de él, locamente enamorada de él, y voy a hacer el ridículo».

Cuando él abrió los ojos, aquellos ojos oscuros y de densas pestañas, a Johanna todo lo demás le importó un comino.

—Hola.

Ella bajó la mano, azorada porque la hubiera sorprendido acariciándolo.

—Buenos días.

Estaba allí, incluso después de la noche increíble que habían compartido: aquel atisbo de timidez que Sam encontraba irresistible. Y excitante.

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Como no quería darle tiempo para que lo disimulara recurriendo a su aplomo, se tumbó sobre ella.

—Sam...

—Estoy pensando —comenzó a decir mientras le arrancaba largos y lánguidos besos—, que nunca hemos hecho el amor en una cama —pasó la mano por su costado, desde el hombro a la cadera, y de la cadera al muslo—. Y esta mañana me siento tradicional.

Ella no tuvo tiempo de analizar lo que estaba sintiendo. Mientras intentaba decir de nuevo su nombre, se quedó sin aliento. Esa mañana, Sam no fue tan paciente. O quizás ella, que sabía lo que podía ocurrir, estaba más sensible.

Se ovilló a su alrededor y se dejó llevar.

Se le había escapado el tiempo. Se le había escapado todo, rectificó Johanna al salir de la ducha y empezar a secarse rápidamente. Si se vestía, dejaba que el pelo se le secara de camino al trabajo y pisaba el acelerador, tal vez llegara a tiempo.

Sacó unos cuantos cosméticos básicos de su bolso. Se arregló con poco esmero, pero no podía hacer otra cosa. En el dormitorio, le arrancó la bolsa de plástico al primer traje que Sam le había llevado del coche. Tendría que ponerse la blusa del día anterior. Maldiciéndose a sí misma por no haberlo previsto, se subió la cremallera de la falda y corrió por el pasillo con los zapatos en la mano.

—¿Dónde es el fuego? —preguntó Sam al verla con la mano apoyada en la pared mientras intentaba ponerse los zapatos.

—Llego tarde.

El levantó una ceja.

—¿Y te regañan si llegas tarde?

—Yo nunca llego tarde.

—Bueno, entonces hoy puedes permitírtelo. Tómate un café.

Ella tomó de buen grado la taza que le ofrecía.

—Gracias. De veras, tengo que irme.

—No has comido nada.

—Nunca desayuno.

—Hoy, sí —la agarró del brazo. Para impedir que el café se le derramara sobre el traje recién lavado, Johanna apretó el paso—. Cinco minutos, Johanna. Tómate un respiro y bébete el café. Si discutes, serán diez.

Ella masculló una maldición, pero se bebió el café de un trago mientras él la empujaba hacia la cocina.

—Sam, eres tú el que está de vacaciones, no yo. Tengo un montón de cosas que hacer hoy. Con suerte, terminaré a las seis.

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—Razón de más para que desayunes como es debido —no recordaba haberse sentido mejor por la mañana, más vivo y lleno de energía. Deseó por un instante hallarse en mitad de un rodaje para poder verter toda aquella energía en una actuación—. Siéntate. Voy a prepararte unos huevos.

Johanna, cuyo enojo empezaba a debilitarse, bebió más café.

—Te lo agradezco, de veras, pero no tengo tiempo. Hoy vamos a grabar los anuncios para el concurso de los telespectadores, y yo soy la única que sabe manejar a John Jay.

—Dudoso talento —la magdalena inglesa que había puesto en el tostador apareció de un salto—. Por lo menos podrías comerte esto.

Irritada, le quitó la magdalena, hizo caso omiso de la mantequilla y la mermelada que había sobre la mesa, y le dio un mordisco.

—Ya está —dijo, y tragó—. ¿Satisfecho?

Todavía le goteaba el pelo alrededor de la cara, y había olvidado pintarse los labios. Sus ojos, ensombrecidos aún por la larga noche, lo miraban con enojo. Sam sonrió y le quitó una miga de la barbilla.

—Te quiero, Johanna.

Si le hubiera dado un puñetazo en la barbilla, Johanna no se habría quedado tan sorprendida. Lo miró con fijeza, mientras la magdalena se deslizaba entre sus dedos inermes y caía a la mesa. Retrocedió por instinto, a la defensiva. Sam levantó una ceja, pero eso fue todo.

—No me digas eso —logró decir ella al fin—. No necesito oírlo. No quiero oírlo.

Sam pensó que sí lo necesitaba. Tal vez no quisiera, pero lo necesitaba. Y él iba a asegurarse de que lo oyera a intervalos regulares. Pero, de momento, ella había vuelto a palidecer.

—Está bien —dijo él lentamente—. Sea como sea, eso no cambia las cosas.

—Yo... tengo que irme —hurgó casi desesperadamente en su bolso en busca de las llaves—. Ya llego tarde.

¿Qué se suponía que debía decir? ¿Qué se decía a la mañana siguiente de hacer el amor? Con las llaves en la mano, levantó la mirada.

—Adiós.

—Te acompaño.

Sam le rodeó los hombros con el brazo. Ella intentó no tensarse. Ni apoyarse en él. Sintió que aquellos dos propósitos batallaban entre sí mientras caminaban.

—Hay algo que me gustaría decirte, Johanna.

—Por favor, no es necesario. Ya antes de anoche estábamos de acuerdo en que no haríamos promesas.

—¿Ah, sí?

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El no recordaba nada parecido, pero, si se había mostrado de acuerdo en algún momento, tendría que romper aquel compromiso. Abrió la puerta y salió al porche antes de hacerla volverse hacia él.

—Tendremos que hablar de ello.

—Está bien.

Johanna habría aceptado casi cualquier cosa con tal de que la dejara marchar. Porque quería quedarse. Ansiaba más que cualquier otra cosa tirar las llaves por encima del hombro, arrojarse en sus brazos y quedarse tanto tiempo como él se lo permitiera.

—Entre tanto, quiero que sepas que en esa cama no ha dormido ninguna otra mujer —vio un destello de duda en sus ojos antes de que ella lograra disimularlo. Y, sin poder refrenarse, la agarró de las solapas—. Maldita sea, estoy harto de que tu cerebro diseccione todo lo que digo. Nunca he dicho que no haya habido otras mujeres, Johanna, pero nunca ha habido otra mujer aquí. Porque esto es especial para mí. Es importante. Y tú también lo eres —la soltó—. Piénsatelo un rato.

Johanna sacó otra tableta del tubo de antiácidos. Le había dicho la verdad a Sam: ella era la única que sabía manejar a John Jay. Lo que pasaba era que ese día no se le estaba dando muy bien. La sesión fotográfica de dos horas se había alargado hasta tres, y los ánimos empezaban a sulfurarse. Si no sacaba del estudio al personal, la equipación y los dos coches en cuarenta y cinco minutos, el productor de Melodía con Nina se le echaría encima.

Resignada, masticó la tableta y rezó porque cumpliera su cometido mejor de lo que ella estaba cumpliendo el suyo. Ordenó hacer una pausa con la esperanza de que los cinco minutos de descanso impidieran que el fotógrafo estrangulara a John Jay.

—John Jay —Johanna, que se las sabía todas, compuso una sonrisa al acercarse a él—. ¿Podemos hablar un momento? —su voz era tranquila, su contacto leve y amistoso cuando, tomándolo del brazo, lo llevó a un rincón—. Estas sesiones son una pesadez, ¿verdad?

Él se apresuró a aceptar su compasión.

—No lo sabes tú bien, Johanna. Ya sabes que quiero lo mejor para el programa, querida, pero ese hombre... —miró al fotógrafo con repugnancia—. No tiene ni idea del concepto, ni de la estética.

—Ese hombre es uno de los mejores en su oficio, y se le paga por horas una cantidad exorbitante —Johanna reprimió una maldición a tiempo y exhaló un suspiro—. Sí, ya sé, pero tenemos que trabajar con él. Vamos con retraso, y no quiero que tenga que sacar sólo fotos de los coches —dejó que la amenaza quedara suspendida en el aire hasta que estuvo segura de que John Jay la había captado—. A fin de cuentas, aquí hay tres estrellas. Los coches, el programa, y tú, claro. Las cuñas han quedado preciosas, por cierto.

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—Es que estaba fresco —él empezó a toquetearse el nudo de su corbata.

—Lo entiendo perfectamente. Pero tengo que pedirte que intentes mantener la energía unos minutos más. Ese traje te sienta muy bien, John Jay.

—Sí, ¿verdad? —él estiró un brazo y lo giró para observar la manga.

—Las fotos van a quedar de maravilla —si no lo estrangulaba primero—. Lo único que quiero que hagas es ponerte entre esos dos coches y poner esa sonrisa que toda América ama.

—Voy a hacerlo por ti, querida —le apretó la mano, dispuesto a sacrificarse por las masas—. ¿Sabes?, no tienes buena cara.

La sonrisa de Johanna no se desvaneció; sólo se heló.

—Es una suerte que no sea a mí a quien tienen que hacerle fotos.

—Pues sí, desde luego —respondió él, y le dio unas palmaditas en la cabeza. Ya sabía que a su productora ejecutiva podían salirle colmillos si le daba palmaditas en otra parte—. Tienes que intentar relajarte un poco más, Johanna, y tomar esas vitaminas que te recomendé. Bien sabe Dios que yo no podría acabar el día sin ellas —vio que el fotógrafo volvía al decorado. Soltó un bufido y le hizo una seña al maquillador—. Johanna, corre por el ahí el rumor de que estás saliendo con Sam Weaver.

—¿Ah, sí? —Johanna apretó los dientes mientras a John Jay le empolvaban la cara—. Es asombroso cómo empiezan estas cosas.

—¡Qué ciudad! —John Jay decidió que estaba perfecto y, satisfecho, regresó a su puesto.

Sólo tardaron veinte minutos más. En cuanto se despidió de John Jay, Johanna se disculpó con el fotógrafo, se ofreció a invitarles a comer a él y a su ayudante y les dio entradas para la grabación del lunes por la noche.

Cuando salió en su coche del estudio de Burbank para regresar a sus oficinas en Century City, iba con dos horas de retraso y se había tomado la mitad del tubo de antiácidos que llevaba en el bolsillo.

—Tienes un montón de mensajes —le dijo Bethany en cuanto entró—. Pero sólo dos requieren respuesta inmediata. Me he puesto en contacto con el agente de Tom Bradley. Está interesado en hacer el piloto.

—Bien. Vamos a ultimar los detalles —al entrar en su despacho, tiró el maletín, aceptó la taza de café que Bethany ya le estaba ofreciendo y se sentó en el borde de la mesa—. Se me han ocurrido veintisiete maneras distintas de matar a John Jay Johnson.

—¿Quieres que las pase a máquina?

—Aún no. Quiero esperar hasta tener treinta —Johanna bebió un sorbo de café y deseó tener cinco minutos para estar completamente a solas, quitarse los zapatos, poner los pies sobre la mesa y cerrar los ojos—. Bradley tiene fama de ser muy profesional.

—Es un veterano. Hizo su primer programa en 1972, cuando todavía estaba en pañales. Duró cinco años, y de ahí pasó directamente a

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Bingopalabra, ese gran clásico. El programa se emitió entre 1977 y 1985, todo un récord. Bradley se retiró siendo el gurú de los programas concurso, pero al público todavía le suena su cara porque aparece de vez en cuando en otros programas diurnos y en galas especiales. Conseguir que vuelva no será fácil.

Bethany se detuvo porque Johanna estaba mirando por la ventana mientras se bebía el café. Se fijó en que tenía ojeras y una extraña mirada de melancolía.

—Johanna, tienes un aspecto horrible.

Sorprendida, Johanna dejó a un lado el café.

—Eso me han dicho.

—¿Va todo bien?

—Sí, va todo bien.

Salvo que Sam decía que estaba enamorado de ella, y ella estaba tan aterrorizada que sólo quería meterse en el coche y conducir sin rumbo fijo. Sacó su tubo de pastillas.

Beth lo miró con el ceño fruncido.

—¿Ese tubo lo has abierto esta mañana?

—Sí, pero lo he gastado casi entero por culpa de John Jay.

—¿Has comido algo?

—No preguntes.

—Johanna, ¿por qué no te tomas el resto del día libre, te vas a casa, te echas la siesta y ves unas cuantas teleseries?

Johanna esbozó una sonrisa y se levantó para ponerse tras la mesa.

—Tengo que responder a esos mensajes. Beth, mira a ver si podemos concretar lo del programa piloto para dentro de dos semanas. Y no olvides informar a Patterson Productions.

Bethany se encogió de hombros y se levantó.

—Tú mandas —dijo, y dejó el montón de mensajes sobre la mesa de Johanna.

Cierto, pensó Johanna mientras Bethany cerraba la puerta a su espalda. Ella mandaba. Se frotó las sienes, que empezaban a dolerle, y se preguntó por qué se sentía como si fuera otra persona quien manejaba los hilos.

No sabía qué hacía allí, sentado en los escalones de la puerta de Johanna como un adolescente enfermo de amor. La razón era que estaba enfermo de amor, se dijo mientras cruzaba los tobillos.

No había hecho tantas tonterías por una mujer desde que se coló por Mary Alice Reeder. Ella era mayor, sofisticada, sabia y, como casi todas las chicas de dieciséis años, no le hacía ni caso a un pelmazo de catorce. Pero

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él la había amado con una especie de devoción religiosa durante casi nueve meses.

Amor de ternerito, lo llamaba su madre, no sin afecto.

Desde entonces, había pasado a la segunda fase, la del cariño, con cierto número de mujeres. Pero no había querido a nadie desde Mary Alice Reeder. Hasta conocer a Johanna.

Casi deseaba poder recuperar aquel amor de adolescente. Por doloroso que fuera, se pasaba, y lo dejaba a uno con un montón de dulces, aunque vagos, recuerdos. Corazones e iniciales grabados a hurtadillas en el tronco de un árbol y ensoñaciones en las que él siempre salvaba a la chica de una espantosa catástrofe que le abría los ojos a su encanto y su bravura.

Sam se rió de sí mismo y se quedó mirando una flor azul y puntiaguda que empezaba a abrirse en el jardín de Johanna. Los tiempos cambiaban. Mary Alice se le había escapado entre los dedos temblorosos. Pero ya no tenía catorce años, y Johanna no iba a escapársele, quisiera o no.

La quería. Allí sentado, frente a su casa apacible y desierta, con una cesta a su lado y las flores de Johanna dormitando al sol de la tarde, la quería. Para siempre. No era aquélla una decisión que hubiera tomado chasqueando los dedos, aunque ella lo creyera así. Era algo que, simplemente, había ocurrido, y que no resultaba del todo de su agrado. Los únicos planes con los que había contado, las únicas presiones que esperaba, eran las relacionadas con su carrera.

Si las cosas hubieran salido a su gusto, hubiera seguido así unos cuantos meses más, tal vez un año. O diez. El tiempo no tenía nada que ver con ello. Pero había mirado a Johanna, la había tocado, y la decisión se le había escapado de las manos.

¿Acaso no le había dicho allí mismo, sentado en la escalera, hacía no mucho tiempo, que tenían que llegar a conocerse mejor? ¿Que debían ser acompañantes sin ataduras? Lo había dicho en serio, con la misma sinceridad con que le había dicho que la quería.

Johanna había aceptado lo primero. A regañadientes, pero lo había aceptado. Lo segundo, sin embargo, había despertado su pánico.

¿Por qué era tan esquiva? ¿Por culpa de otro hombre? Nunca le había hablado de ninguno; ni siquiera lo había insinuado. A menos que él fuera tonto de remate, la mujer con la que había hecho el amor la noche anterior era casi aterradoramente inexperta. Sam tenía la impresión de que, si alguien le había hecho daño, aquel dolor estaba profundamente enterrado en su pasado. Ya iba siendo hora de que se librara de él.

No tenía mucho tiempo, se dijo mientras levantaba la tapa de la cesta para echarle un vistazo a su regalo. Cualquier día podía recibir una llamada que lo mandaría a seis mil kilómetros de distancia. Pasarían semanas antes de que volviera a verla. Eso podía soportarlo. Pero únicamente si Johanna le daba algo que pudiera llevarse con él.

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Cuando oyó el coche, colocó cuidadosamente la tapa en su lugar. Enfermo de amor, pensó al sentir que se le hacía un nudo en el estómago y que sus nervios empezaban a chirriar. Era una frase muy acertada.

Johanna aparcó detrás de su coche y se preguntó qué demonios iba a hacer. Se había convencido de que podría encerrarse en casa, meterse en la cama y dormir horas y horas sin pensar en nada. Pero allí estaba él, invadiendo su intimidad y robándole sus horas de sosiego. Y lo peor de todo era que se alegraba de verlo.

—Llegas muy tarde —Sam se levantó pero no se acercó a ella.

—De repente se han amontonado muchas cosas.

Sam aguardó hasta que se detuvo delante de él.

—Sí, ya sé —le acarició suavemente la mejilla—. Pareces cansada.

—Eso me han dicho con irritante regularidad.

—¿Vas a dejarme pasar?

—Está bien.

Sam no la había besado. Esta vez, Johanna esperaba que la besara, estaba preparada para ello. Al volverse hacia la casa, se dijo que seguramente por eso él no lo había hecho. Vio la cesta de mimbre y se detuvo para mirar a Sam.

—¿Te has traído la merienda por si llegaba tarde?

—No exactamente.

Sam entró tras ella. La casa estaba como la última vez. Limpia y acogedora, olía levemente a ambientador y a flores frescas. Peonías, esta vez: grandes flores rojas en un jarrón azul oscuro.

Johanna hizo amago de quitarse los zapatos, pero se contuvo y dejó en el suelo el maletín.

—¿Puedo ofrecerte una copa?

—¿Por qué no te sientas y te preparo una? —Sam dejó la cesta junto al jarrón de flores—. El que está de vacaciones soy yo, ¿recuerdas?

—Yo suelo tomar café, pero...

—Está bien. Yo te lo traigo.

—Pero...

—Relájate, Johanna. Sólo tardaré un minuto.

Sam se fue mientras Johanna permanecía donde estaba. Que ella recordara, nadie la había cortado tantas veces en medio de una frase. En fin, él se había ofrecido, pensó. Podía calentar el café tan bien como ella. Y ella estaba deseando sentarse, aunque sólo fuera un minuto.

Eligió una esquina del sofá y se le ocurrió descansar los ojos hasta que oyera volver a Sam. Sofocó un bostezo, cerró los ojos y se quedó dormida en cuestión de segundos.

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Despertó del mismo modo: repentinamente. No sabía cómo, pero se había tumbado y tapado con una manta hasta la barbilla. Se incorporó, se pasó las manos por el pelo y entonces vio a Sam sentado frente a ella, bebiendo café.

—Lo siento —se aclaró la garganta—. Debo de haberme quedado dormida.

Había dormido como un tronco media hora. El mismo la había arropado.

—¿Cómo te sientes?

—Avergonzada.

Sam sonrió y se levantó para acercarse a la cafetera, que había dejado en un calentador.

—¿Quieres café?

—Sí, gracias.

—Anoche no dormiste mucho.

—No —Johanna tomó el café y observó la tacita pintada como si la fascinara—. Tú tampoco.

—Pero yo no he trabajado diez horas —Sam se sentó a su lado.

Ella se levantó como un resorte.

—Estoy muerta de hambre —dijo apresuradamente—. No hay gran cosa en la cocina, pero puedo preparar unos sandwiches.

—Te echaré una mano.

Mientras él se levantaba, ella se quitó la chaqueta.

—No te preocupes, no es molestia.

Estaba tan nerviosa que le dio la vuelta a la chaqueta y se vaciaron los bolsillos. Sam se agachó y recogió algunas monedas, una horquilla y lo que quedaba de un tubo de antiácidos.

—¿Para qué necesitas esto?

—Para sobrevivir —Johanna se lo quitó todo y lo puso sobre la mesa.

—Te esfuerzas demasiado. ¿Cuántas pastillas de éstas te tomas?

—Por el amor de Dios, Sam, más que medicinas, son caramelos.

El entornó los ojos al advertir que se ponía a la defensiva. Demasiadas, pensó.

—Tengo derecho a preocuparme por ti —al ver que ella empezaba a menear la cabeza, la agarró del mentón—. Sí, lo tengo. Te quiero, Johanna, aunque no quieras asumirlo.

—Me estás agobiando.

—Aún no he empezado a agobiarte.

Sin soltarle la cara, la besó. Sus labios exigían respuesta. Pero no una respuesta tímida, ni desapasionada. Johanna notó en ellos el sabor de la ira y una pizca de frustración. El deseo, espoleado por otras emociones, se

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apoderó de ella. Si hubiera podido, se habría retirado, habría puesto fin a aquello en el acto. Pero no podía.

Acercó una mano a su mejilla sin darse cuenta de que intentaba aplacarlo. Mientras el beso se hacía más ansioso, deslizó la mano hasta su pelo. Su nombre sonó como un suspiro entre sus labios y los de Sam. Luego, Sam la atrajo hacia sí.

El torbellino se desató de nuevo, rápido y furioso. Esta vez, fue ella quien le tiró de la camisa. Ansiaba su contacto, el roce íntimo y secreto de su carne. Su deseo avivaba el de Sam. Entrelazados, cayeron sobre el sofá mientras se tiraban de los botones de la ropa.

La noche anterior, en aquel primer arrebato de pasión, Johanna no se había comportado así. Temblaba como había temblado la noche anterior, pero ahora era anhelo, incluso impaciencia, lo que la hacía estremecerse. Lo que buscaba no era dejarse arrastrar. No le bastaba con que Sam la hiciera suya. Sólo había tardado una noche en darse cuenta de su propio poder. Era el deseo de poner a prueba aquel poder lo que la impulsaba.

Sam se esforzaba por tratarla con delicadeza al tiempo que el deseo lo atenazaba, avivado por el ansia de Johanna. Ella buscaba con la boca, abierta y ansiosa, el sabor de su pecho, de sus hombros, de su garganta, mientras tiraba del botón de sus vaqueros y hacía contraerse los músculos de su estómago.

—Johanna...

Sam intentó aflojar el ritmo por el bien de ambos. Pero ella volvió a besarlo en la boca para acallarlo, y su control se hizo añicos.

La última luz del día entraba por las ventanas de una habitación perfumada por las flores, en una casa casi escondida entre las colinas. Mientras viviera, Sam pensaría en Johanna de ese modo: bañada por una luz suave, entre frescos olores, sola.

Johanna no sabía que podía comportarse así. Tan llena de deseo, tan ansiosa. Osada, inquieta, desconsiderada. Notó que el body que él le había quitado con tanto cuidado la noche anterior se rasgaba al tirar Sam de él.

Entonces se apoderó de Sam ansiosamente, lo atrajo dentro de sí y se arqueó, asaeteada por el deseo. Cada vez más rápido, les condujo a ambos a una carrera hacia aquella deslumbrante liberación final.

Sam siguió abrazado a ella incluso después de vaciarse y de que Johanna quedara inerme en sus brazos. Su timidez le había encantado, pero aquella Johanna, que podía arder en una blanca hoguera, podía convertirlo en su esclavo. No estaba seguro de qué había hecho, sólo recordaba aquella arrolladura y titánica inmersión en el delirio.

—¿Te he hecho daño? —murmuró.

—No —estaba tan anonadada por su comportamiento que no notaba dolor alguno—. ¿Y yo a ti?

El sonrió contra su garganta.

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—No he sentido nada —intentó colocarla en una posición más cómoda y vio los restos de su body en el suelo—. Tengo que comprarte algo de lencería —musitó al recogerlo.

Johanna miró la prenda desgarrada y de pronto se echó a reír. Se sentía igual: abierta y desgarrada, y sólo Dios sabía qué saldría por entre sus jirones.

—Nunca antes había atacado a un hombre —logró decir.

—Pues puedes practicar conmigo cuando quieras. Toma —recogió su camisa y la echó sobre los hombros de Johanna—. Parece que siempre te estoy prestando una camisa. Johanna, quiero que me digas cómo te sientes. Lo necesito.

Ella se abrochó lentamente la camisa mientras intentaba recobrarse.

—Hay ciertas cosas... No puedo hablarte de ellas, Sam, pero hay razones por las que no quiero que esto vaya en serio.

—Esto ya va en serio.

Sam tenía razón. Johanna lo comprendió incluso antes de mirarlo y adivinarlo en sus ojos.

—¿Hasta qué punto?

—Creo que ya lo sabes. Pero estoy dispuesto a explicártelo otra vez.

Johanna no estaba siendo justa. Era muy importante, y a veces imposible, ser justa. Había muchas cosas que no podía contarle. Demasiadas cosas que él jamás podría entender, aunque ella pudiera.

—Necesito tiempo.

—Tengo un par de horas.

—Por favor.

—Está bien —no era fácil, pero se prometió darle tiempo, a pesar de que tenía la impresión de que las horas se le escapaban. Se puso los vaqueros y luego se acordó de la cesta—. Casi se me olvidaba. Te he traído un regalo.

Recogió la cesta y la puso sobre el regazo de Johanna.

No quería presionarla. Ella le lanzó una rápida mirada de gratitud, y luego añadió una sonrisa.

—¿Qué es? ¿Un picnic? —levantó la tapa, pero en lugar de pollo frío vio un gatito dormido. Lo sacó y se enamoró de él al instante—. ¡Oh, Sam! Es adorable.

El gatito maulló, adormilado, y Johanna frotó la mejilla contra su pelaje rojizo.

Sam le acarició las orejas al gatito.

—Blanche tuvo una carnada el mes pasado.

—¿Blanche? ¿Como Blanche Dubois?

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—Eso es. Es una especie de desvaída belleza del sur a la que le gusta enfrentar a unos gatos con los otros. Ésta está destetada, y en la cesta hay suficiente comida para gatos para una semana.

La gatita bajó por la falda de Johanna y empezó a pelearse con un botón.

—Gracias.

Johanna se volvió hacia él mientras Sam le acariciaba la cabeza a la gatita. Por primera vez, le echó los brazos al cuello y lo abrazó.

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Capítulo 9Sam sabía que no debía ponerse nervioso. Era una producción excelente, con un guión de calidad, un reparto de primera fila y un director lleno de talento. Ya había visto el copión, así como el preestreno para la crítica. Sabía que había hecho un buen trabajo. Pero, aun así, se paseaba de un lado a otro por la habitación y miraba sin cesar el reloj, ansioso porque llegaran las nueve.

No, lo que deseaba era que fueran las once y que aquello acabara de una puñetera vez.

La cosa era peor aún porque Johanna estaba enfrascada en la lectura del guión que le había mandado Max Heddison. Así que Sam se sentía solo y acongojado mientras mecía un coñac que no le apetecía y deambulaba por el salón. Hasta la gatita pelirroja, a la que Johanna había bautizado con el nombre de Lucy, estaba tan atareada luchando a brazo partido con una bobina de hilo bajo los pies de Johanna que no le hacía ni caso.

Sam se obligó a sentarse, enredó un poco con el periódico del domingo y se levantó de nuevo.

—Podrías salir a dar un paseo para cambiar de aires —le sugirió Johanna desde el otro lado de la habitación.

—¡Vaya! ¡Pero si habla! ¿Por qué no vamos a dar una vuelta en coche, Johanna?

—Tengo que acabar esto. Sam, el de Michael es un papel maravilloso para ti, un papel realmente maravilloso.

Sam había llegado a esa misma conclusión, pero era Luke, el personaje que en cuestión de media hora aparecería ante los ojos de millones de personas, el que le preocupaba en ese instante. De Michael ya se preocuparía a su debido tiempo, si aceptaba el papel.

—Sí. Johanna, es muy malo para la vista que te acerques tanto el papel.

Ella alejó el guión automáticamente. Pero menos de un minuto después lo tenía otra vez pegado a la nariz.

—Es fantástico, realmente fantástico. Vas a aceptarlo, ¿verdad?

—Por trabajar con Max Heddison, lo aceptaría aunque fuera una mierda.

—Entonces tienes suerte de que no lo sea. Dios, esta escena de aquí, la de Nochebuena, la deja a una boquiabierta.

Sam se detuvo un instante para mirarla. Johanna estaba releyendo el guión con la misma avidez que lo había leído la primera vez. Y tenía las hojas a dos centímetros de la cara.

—Si sigues así, vas a necesitar gafas —notó que ella fruncía y desfruncía el ceño, y sonrió, distraído—. A no ser que ya las necesites, claro.

Ella pasó la página sin molestarse en levantar la mirada.

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—Cállate, Sam. Me estás desconcentrando.

Sam le quitó el guión y lo sostuvo a una distancia razonable delante de ella.

—Léeme algún diálogo.

—Ya sabes lo que dice —ella intentó agarrar el guión, pero Sam lo apartó.

—No puedes, ¿verdad? ¿Dónde están tus gafas, Johanna?

—No necesito gafas.

—Entonces, léeme algún diálogo.

Ella enfocó los ojos, pero las palabras se le confundían las unas con las otras.

—Es que tengo la vista cansada.

—Y un cuerno —Sam dejó el guión y la tomó de las manos—. No me digas que mi Johanna, siempre tan sensata, es demasiado vanidosa para llevar gafas de leer.

—Yo no soy vanidosa, y no necesito gafas.

—Seguro que te quedarían muy bien —cuando Johanna apartó las manos, Sam formó dos círculos con el índice y el pulgar y los puso ante sus ojos—. Estudiosa y sexy. Con la montura oscura. Sí, sería lo mejor. Muy serias. Me encantaría llevarte a la cama con ellas puestas.

—Nunca me las pongo.

—Ah, pero las tienes. ¿Dónde están?

Johanna intentó agarrar de nuevo el guión, pero Sam se lo impidió.

—Sólo intentas distraerte.

—Tienes razón. Johanna, me estoy volviendo loco aquí encerrado.

Ella se enterneció y le tocó la cara. Aquello seguía siendo un gesto que rara vez hacía. Sam la agarró automáticamente de la muñeca.

—Las críticas no podrían haber sido mejores, Sam. Toda América espera conteniendo el aliento a que den las nueve.

—Y puede que toda América esté roncando a las nueve y cuarto.

—Tonterías —ella estiró un brazo para tomar el mando a distancia y encender el televisor—. Siéntate. Vamos a ver otra cosa hasta que empiece.

Sam se acomodó en el sillón, junto a ella, y la hizo tumbarse sobre su regazo.

—Preferiría mordisquearte la oreja hasta que empiece.

—Entonces nos perderemos la primera escena.

Satisfecha, Johanna apoyó la cabeza en su hombro y pensó que aquél había sido un fin de semana muy extraño. Sam se había quedado con ella. Tras su desasosiego inicial, habían adoptado una rutina sencilla que

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distaba mucho de ser monótona: hacer el amor, dormir, pasear, las pequeñas tareas que exigía la casa, hasta un viaje al supermercado para comprar verduras frescas.

Durante cuarenta y ocho horas, Johanna no se había sentido como una productora ejecutiva, ni había pensado en Sam como un actor. O como en un famoso. Sam había sido su amante. O, como había dicho él en una ocasión, su acompañante. ¡Qué dulce sería la vida si fuera así de sencilla! Le había costado trabajo fingir que podía serlo, aunque fueran sólo dos días. Resultaba mucho menos arduo desearlo.

Johanna había cambiado su vida. Sam no sabía cómo explicarlo, ni cómo hacérselo entender con palabras, pero le había cambiado la vida. Se había convencido de ello al recibir el guión.

Max Heddison había cumplido su palabra. Sam se había sentido como un estudiante de teatro novato al recibir la oferta de encarnar al protagonista de aquella película. El guión le había llegado a través de Marv, quien le había hecho llegar también sus comentarios acerca de las posibilidades de la película, de la vieja y la nueva escuela de actuación, y de la necesidad de pedir un millón y medio de dólares más porcentajes en concepto de emolumentos. Sam lo había tenido todo en cuenta. No era sensato olvidar que el negocio del espectáculo se guía siendo eso: un negocio. Luego había devorado el guión.

Había una parte de él (una parte que confiaba estuviera siempre allí) que todavía rompía a sudar ante la perspectiva de conseguir un nuevo papel. El de Michael era un personaje complejo y desorientado que intentaba desesperadamente desvelar el misterio de su muy amado y odiado padre. Ya se imaginaba a Max Heddison en el papel del progenitor. Había vuelto a leer el guión muy despacio, intentando verlo como un todo, así como un vehículo de expresión.

Y se había dado cuenta de que quería hacerlo. Tenía que hacerlo.

Si Marv podía conseguir un millón y medio, genial. Pero si sólo conseguía cacahuetes y una jarra de cerveza, daba igual. Sin embargo, en lugar de levantar el teléfono y llamar a su agente para decirle que adelante, había metido el guión en un sobre y se lo había llevado a Johanna.

Necesitaba que ella lo leyera. Le hacía falta su opinión, a pesar de que, a lo largo de su carrera, siempre se había dejado guiar por su instinto. Con agente o sin él, la decisión final siempre había quedado en sus manos. Ahora, eso había cambiado.

En cuestión de semanas, Johanna se había entretejido en su vida, en sus pensamientos, en sus motivaciones. Aunque no se consideraba un solitario, había dejado de estar solo. Johanna estaba de pronto allí para compartir con él las cosas grandes, como el guión, y las pequeñas, como una nueva carnada de gatitos. Tal vez fuera cierto que todavía intentaba mantener las distancias, pero en los dos días anteriores Sam había sentido que se relajaba. Poco a poco, ciertamente, pero había advertido el cambio. Esa mañana le había parecido casi acostumbrada a despertarse a su lado.

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Le estaba dando tiempo, pensó Sam mientras le daba un beso en el pelo. Pero también estaba haciendo progresos.

—Aquí viene la cuña —murmuró Johanna, y Sam regresó al presente con cierto sobresalto.

Se le hizo un nudo en el estómago. Se maldijo a sí mismo, pero de todas formas el nudo se tensó, como sucedía siempre que se disponía a verse a sí mismo en la pantalla. Apareció en el televisor llevando únicamente unos vaqueros descoloridos, un panamá gastado y una sonrisa, mientras la voz del locutor prometía voluptuosas y sorprendentes sensaciones.

—Bonito pecho —Johanna sonrió y lo besó en la mejilla.

—Se pasaban la mitad del tiempo rociándomelo para que tuviera ese brillo, como si acabara de salir exhausto de la jungla. ¿De veras os gustan a las mujeres los pechos sudorosos?

—Claro que sí —contestó ella, y se acomodó para ver los créditos del principio.

El episodio la enganchó antes de que pasaran los primeros cinco minutos. Luke llegaba a la ciudad con dos dólares en el bolsillo, una reputación a la espalda y buen ojo para las damas. Ella sabía que era Sam, cuyo talento se mezclaba con el del guionista, pero todo aquello parecía real. Casi podía olerse el bochorno y el hastío del aletargado pueblecito de Georgia.

Durante la primera pausa publicitaria, Sam se sentó en el suelo y le dejó el sillón a Johanna. No quería preguntarle nada de momento; no quería romper la atmósfera. Pero apoyó una mano sobre su pierna.

Durante dos horas, no se dijeron nada. Johanna se levantó una vez para ir en busca de unos refrescos, pero no intercambiaron palabra alguna. Ella veía en la pantalla al hombre con el que se había acostado, al hombre al que amaba, seducir a otra mujer. Lo veía librarse de una pelea a fuerza de labia y levantar los puños para luchar en otra. Él se emborrachaba. San-graba. Mentía.

Pero Johanna había dejado de pensar en él como en Sam. El hombre que veía era Luke. Sentía la leve presión de los dedos de Sam sobre su pierna y mantenía los ojos fijos en Luke.

Era irresistible. Era inolvidable.

La primera parte de la película acabó con las rosas de Sara marchitándose en su jarrón y con Johanna en suspenso.

Sam siguió callado. Su intuición le decía que la película era buena. Mejor que buena. Era lo mejor que había hecho. Todo encajaba a la perfección: las actuaciones, la ambientación, aquellos diálogos de doble filo que desde el principio habían atrapado su imaginación y avivado sus ambiciones. Pero quería oírselo decir a ella.

Se levantó y se sentó en el brazo del sillón. Johanna, su Johanna, seguía mirando la pantalla con el ceño fruncido.

—¿Cómo puede hacerle eso a ella? —preguntó—. ¿Cómo puede utilizarla de ese modo?

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Sam aguardó un momento, todavía cauteloso.

—Está acostumbrado a utilizar a la gente. Es lo único que sabe hacer.

—Pero ella confía en él. Sabe que ha mentido y engañado, pero aun así confía en él. Y él...

—¿Qué?

—Es un cabrón, pero... Maldita sea, hay en él algo que atrae, algo que gusta. Una quiere creer que puede cambiar, que ella le hará cambiar —se rebulló, inquieta, y levantó la mirada hacia Sam—. ¿De qué te ríes?

—Ha funcionado —la levantó en vilo y la besó—. Ha funcionado, Johanna.

Ella se echó hacia atrás para respirar.

—Aún no te he dicho cuánto me has gustado.

—Acabas de hacerlo —la besó de nuevo y a continuación comenzó a subirle la camisa.

—Sam...

—De pronto me siento rebosante de energía. Déjame demostrártelo —se deslizó en el sillón y la arrastró con él.

—Espera un momento —Johanna se echó a reír y, cuando él empezó a acariciarla, dejó escapar un gemido—. Dame un minuto, Sam.

—Tengo horas enteras para ti. Horas y horas.

—Sam... —le dio un empujón para mantenerlo a distancia—. Quiero hablar contigo.

—¿Va a llevarnos mucho tiempo? —él tiró de la cinturilla de sus pantalones holgados.

—No —para detenerlo, Johanna le tomó la cara entre las manos—. Quiero decirte que has estado realmente excepcional. Antes fingía que no les había prestado atención a tus películas, pero no es cierto. Y nunca has estado mejor que esta noche.

—Gracias. Significa mucho viniendo de ti.

Ella respiró hondo y logró levantarse del sillón.

—Te has volcado en ese papel.

Johanna quería llegar a alguna parte. Aunque no sabía si le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, Sam se dejó guiar por ella.

—Un papel no vale nada, a no ser que uno se vuelque en él. Nada vale la pena, de otro modo. Sí, tenía razón.

—Yo, eh... Cuando estamos así, casi se me olvida quién eres. Estas últimas semanas, aquí, en el rancho, ha sido como si no estuviera con Sam Weaver en letras mayúsculas.

Sam se levantó, sorprendido.

—Johanna, ¿no estarás intentando decirme que los actores te intimidan? Llevas toda la vida en este mundillo.

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—Toda mi vida —musitó ella. No quería amar a Sam. No quería amar a nadie, pero menos todavía a un actor, a una estrella de cine, a una celebridad. El problema era que ya lo amaba—. No es que me intimiden, es que ha sido muy fácil olvidar que no eres un hombre corriente con el que me he tropezado y al que le he tomado cariño.

—Cariño —repitió él con esfuerzo—. Bueno, vamos mejorando —la agarró por los hombros. Su lánguido acento hacía olvidar fácilmente lo ágil que era—. No sé de qué demonios va esto, pero llegaremos al fondo de la cuestión dentro de un momento. Ahora, quiero que me mires. Mírame fijamente, Johanna —repitió, zarandeándola un poco—. Y dime si estás enamorada de mí.

—Yo nunca he dicho...

—Nadie sabe mejor que yo lo que no has dicho —la atrajo un poco hacia sí e insistió en que la mirara a los ojos—. Quiero oírlo ahora, y no tiene nada que ver con cómo me gano la vida, ni con lo que digan los críticos, ni con lo que valgo en taquilla. ¿Me quieres?

Ella hizo amago de negar con la cabeza, pero no pudo. ¿Cómo iba a mentirle mientras la miraba y la tocaba? Respiró hondo para asegurarse de que su voz sonaba tranquila.

—Sí.

Sam deseó abrazarla, apretarla contra sí y estrecharla entre sus brazos. Pero sabía que no sólo tenía que oír aquellas palabras: Johanna tenía que decirlas.

—¿Sí, qué?

—Sí, te quiero.

Sam se quedó mirándola un rato. Ella temblaba un poco. El bajó la cabeza y la besó en la frente. No sabía aún por qué le resultaba tan difícil decirlo. Pero estaba decidido a averiguarlo.

—Así las cosas serán más fáciles.

—No es cierto —murmuró ella—. Eso no cambia nada.

—Ya hablaremos de eso. Vamos a sentarnos.

Ella asintió con la cabeza. Ignoraba de qué tenían que hablar, pero suponía que tenía que haber algo. Intentando aparentar normalidad, se acercó a la puerta para cerrarla con llave. Luego oyó una noticia en las noticias de la noche.

—Acabamos de recibir la noticia de que el respetado productor Cari W. Patterson ha sufrido un ataque al corazón esta tarde. Una ambulancia acudió a su casa de Beverly Hills, que actualmente comparte con su prometida, Toni DuMonde. Su estado en este momento sigue siendo crítico.

—Johanna... —Sam le puso una mano sobre el brazo. Ella no había gemido, ni gritado. No había lágrimas en sus ojos. Sencillamente, se había parado

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en seco, como si hubiera chocado contra un muro—. Ve a por tu bolso. Te llevaré al hospital.

—¿Qué?

—Yo te llevo —apagó el televisor y fue a buscar él mismo el bolso—. Vamos.

Ella se limitó a asentir con la cabeza y dejó que la guiara.

Nadie la había avisado. Aquello era tan extraño que Sam seguía anonadado cuando tomaron el ascensor para subir a Cardiología. Su padre había sufrido un infarto, y nadie la había avisado.

El año anterior, cuando su madre resbaló en la nieve y se rompió un tobillo, él recibió tres llamadas en cuestión de horas. Una de su hermana, otra de su padre y la última de su madre para decirle que su padre y su hermana eran unos histéricos.

Pese a todo, se preocupó tanto que hizo algunos ajustes en su agenda para poder viajar al este. Sólo pasó allí treinta y seis horas, pero le bastó para ver a su madre con sus propios ojos, firmarle la escayola y quedarse tranquilo.

Y entre un tobillo roto y un ataque al corazón distaba un abismo.

Johanna era la única hija de Patterson y, sin embargo, había tenido que enterarse del estado de su padre por las noticias de las once. Aunque no estuvieran muy unidos, como él ya había deducido, eran familia. Y, a su modo de ver, las familias debían permanecer unidas en momentos de crisis.

Johanna apenas había abierto la boca desde que salieron de su casa. Él había intentado reconfortarla, ofrecerle esperanza y consuelo, pero ella no había reaccionado. Sam tenía la impresión de que se movía mecánicamente. Estaba pálida y un poco aturdida, pero su dominio sobre sí misma se había apoderado de ella de manera automática. Sam la vio acercarse al control de enfermería. Tenía las manos firmes y, cuando habló, su voz sonó firme y tranquila.

—Cari Patterson ha ingresado esta tarde. Abajo me han dicho que está en cuidados intensivos.

La enfermera (recia, cuarentona y acostumbrada al turno de noche) apenas levantó la mirada.

—Lo siento, pero no se nos permite facilitar información sobre los pacientes.

—Es mi padre —dijo Johanna con sencillez.

La enfermera la miró entonces. Los periodistas y los curiosos usaban toda clase de trucos para sonsacar información acerca de los famosos. La enfermera había ahuyentado ya a unos cuantos esa noche. Pero la mujer que esperaba al otro lado del mostrador no parecía una periodista (la enfermera se preciaba de tener buen olfato para los periodistas). Nadie,

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sin embargo, le había dicho que se esperaba a la familia del paciente. Viendo que dudaba, Johanna sacó su cartera y le enseñó un carné.

—Me gustaría verlo, si es posible, y hablar con el médico.

La enfermera sintió un hormigueo de simpatía. Su mirada se movió y se posó en Sam. Lo reconoció y, aunque verlo cara a cara le daría algo que contarle a su marido en la mesa del desayuno, no pareció muy impresionada. Llevaba veinte años trabajando como enfermera en Beverly Hills, y estaba acostumbrada a ver a celebridades, a menudo desnudas, enfermas e indefensas. Recordaba, con todo, haber leído que Sam Weaver tenía una aventura con la hija de Cari Patterson.

—Enseguida aviso al médico, señorita Patterson. Hay una sala de espera al fondo del pasillo, a la izquierda. La señorita DuMonde ya está allí.

—Gracias.

Johanna dio media vuelta y echó a andar. No quería pensar más allá del instante presente; se negaba a pensar más allá de las acciones que requería pasar aquel momento. Oyó que un timbre sonaba con suavidad, casi en secreto, y luego el leve tableteo de unos zapatos con suela de goma.

El pánico había desaparecido, aquel primer arrebato de miedo que había inundado su cabeza al oír las noticias. Pero tras él había quedado la certeza de que tenía que poner un pie delante de otro y hacer lo que hubiera que hacer. Estaba acostumbrada a hacer tales cosas sola.

—Sam, no sé cuánto tiempo llevará esto. ¿Por qué no te vas a casa? Puedo tomar un taxi cuando acabe.

—No seas tonta —se limitó a contestar él.

Aquello bastó para que Johanna comenzara a respirar agitadamente. Deseó de pronto volverse hacia él y apretar la cara contra su pecho. Deseó que la abrazara, permanecer inerte y dejar que él se encargara de todo. Pero entró en la sala de espera.

—¡Sam! —los ojos de Toni, ya húmedos, se anegaron de nuevo. Se levantó de la silla de un salto y se arrojó en sus brazos—. Oh, Sam, cuánto me alegra que estés aquí. Estaba tan asustada... Esto es una pesadilla. Estoy muerta de preocupación, Sam. No sé qué haré si Cari muere.

—Cálmate —Sam la llevó a una silla y luego encendió uno de los cigarrillos que ella había sacado de un paquete y esparcido sobre la mesa. Se lo puso entre los dedos—. ¿Qué ha dicho el médico?

—No lo sé. Dice cosas tan técnicas y es tan antipático... —le tendió la mano a un tipo rubio que iba vestido de esmoquin—. No habría podido pasar por esto sin Jack. Ha sido un gran consuelo, un gran consuelo. Hola, Johanna —sollozó llevándose a la cara un pañuelito de encaje.

—Sam —Jack Vandear inclinó la cabeza mientras le daba una palmaditas en la mano a Toni. Había dirigido dos producciones de Patterson y coincidido con Sam al menos media docena de veces en una u otra fiesta—. Ha sido una noche muy dura.

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—Eso he oído. Ésta es la hija de Patterson.

—Ah —Jack se levantó y le ofreció la mano.

—Me gustaría saber qué ha pasado.

Toni miró a Johanna a través de un atractivo velo de lágrimas.

—Ha sido horrible. Horrible.

Jack le lanzó una mirada en la que había tres cuartas partes de impaciencia y una de compasión. No le había importado reconfortarla, pero lo cierto era que estaba allí por Cari. De pronto se le ocurrió que, es-tando allí Sam, tal vez pudiera hacerse cargo de la llorosa prometida.

—Estábamos celebrando una pequeña cena. Cari parecía un poco cansado, pero pensé que había estado trabajando demasiado, como siempre. Luego pareció que no podía respirar y se desplomó en un sillón. Se quejaba de un dolor en el pecho y en el brazo. Llamamos a una ambulancia —se disponía a pasar de puntillas sobre el resto de lo sucedido, pero de repente le pareció que Johanna parecía capaz de so-portarlo—. Tuvieron que reanimarlo una vez —Toni dejó escapar un gemido desgarrador del que nadie hizo caso—. El médico dice que ha sido un infarto masivo. Están intentando estabilizarlo.

A Johanna le temblaban las piernas. Podía mantener las manos firmes y el semblante impasible, pero no podía impedir que le temblaran las piernas. Un infarto masivo. Darlene, la tercera esposa de su padre, una mujer acida e ingeniosa, habría dicho que Cari W. Patterson nunca hacía las cosas a medias.

—¿Os han dicho que posibilidades tiene?

—No nos han dicho gran cosa.

—Llevamos esperando una eternidad —Toni se enjugó las lágrimas de nuevo y luego le dio una calada al cigarrillo. A su modo, le tenía cariño a Cari. Quería casarse con él aunque sabía que, al final del arco iris, la esperaba el divorcio. El divorcio era fácil. Pero la muerte era otro cantar—. La prensa se presentó a los cinco minutos de que llegáramos aquí. Yo sabía lo mucho que odiaría Cari que informaran de esto.

Johanna se sentó y por primera vez miró con atención a la prometida de su padre. Fuera lo que fuese, era evidente que aquella mujer conocía a Cari. Un ataque al corazón suponía una debilidad, y su padre detestaría que aquello se hiciera público.

—Yo me ocuparé de la prensa —dijo sin inflexión alguna en la voz—. Lo mejor será que les digáis lo menos posible —dijo, incluyendo a Jack—. ¿Lo habéis visto?

—No desde que lo trajimos —Toni le dio otra calada al cigarrillo y miró hacia el pasillo—. Odio los hospitales —tras apagar el cigarrillo, comenzó a doblar el pañuelo. Las lentejuelas plateadas de su vestido de noche centelleaban, opulentas, a la luz mate de la sala de espera—. Íbamos a irnos a Mónaco la semana que viene. Cari tiene que resolver unos asuntos allí, pero más que nada era una especie de luna de miel anticipada.

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Parecía tan... bueno, tan viril... —comenzó a llorar de nuevo cuando el médico entró en la sala de espera.

—Señorita DuMonde...

Toni se levantó y lo agarró de ambas manos; parecía la personificación de la amante acongojada que apenas lograba refrenar su histeria. A Johanna la sorprendió descubrir que sólo estaba fingiendo a medias.

—Dígame que está bien, doctor.

—Su estado es estable. Estamos haciendo pruebas para determinar la extensión de daño. Es un hombre fuerte, señorita DuMonde, y en general su salud parece excelente.

El médico parecía cansado, pensó Johanna mientras lo observaba. Insoportablemente cansado, pero ella comprendió que les estaba diciendo la verdad. Se levantó cuando él la miró.

—¿Es usted la hija del señor Patterson?

—Soy Johanna Patterson. ¿Cuál es la gravedad de la situación?

—Debo decirle que es muy grave. Sin embargo, su padre está recibiendo la mejor atención posible.

—Me gustaría verlo.

—Sólo un momento. ¿Señorita DuMonde?

—Él no querrá que lo vea así. No lo soportaría.

Johanna, que sabía que tenía razón, procuró ignorar una leve punzada de rencor y siguió al doctor.

—Está sedado —le dijo éste—. Y le estamos vigilando muy de cerca. Las próximas veinticuatro horas son decisivas, pero su padre es relativamente joven, señorita Patterson. Los casos como éste suelen ser avisos para aflojar el ritmo y afrontar la propia mortalidad.

Había que decirlo, aunque sólo fuera una vez, aunque supiera que nadie podía ofrecerle certezas.

—¿Va a morir?

—No, si podemos impedirlo —el médico empujó una puerta de cristal.

Allí estaba su padre. Johanna había vivido en su casa, comido su comida, obedecido sus reglas. Y apenas lo conocía. Las máquinas que facilitaban su respiración y controlaban sus constantes vitales zumbaban sin cesar. Tenía los ojos cerrados y la cara macilenta bajo el bronceado. Parecía viejo. Johanna pensó que nunca lo había considerado viejo, ni siquiera cuando era niña. Siempre había sido guapo, ágil, viril.

Recordó que Toni había usado aquella misma palabra: viril. Aquello era muy importante para Cari. A menudo se le describía como un hombretón: procaz en el hablar, ancho de hombros, osado con las mujeres. Siempre había sido impaciente con la debilidad, con las excusas, con las enfermedades. Tal vez por eso, al alcanzar la mitad de su vida, había ido teniendo relaciones con mujeres cada vez más jóvenes.

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Era un tipo duro, incluso frío, pero siempre lleno de vida. Tenía genio, un genio que ella admiraba tanto como lo temía. Era un hombre honesto, un hombre de palabra, pero nunca daba más de lo que se proponía.

Johanna posó la mano sobre la suya. Jamás se le habría ocurrido hacer aquel gesto estando él despierto.

—¿El infarto volverá a repetirse?

—Su padre tiene muchas posibilidades de recuperarse por completo, si deja de fumar, vigila su consumo de alcohol y trabaja menos. Está su dieta, claro —continuó el médico, pero Johanna ya había empezado a menear la cabeza.

—No me lo imagino haciendo ninguna de esas cosas.

—A menudo la gente hace lo que los demás no imaginan tras acabar en cuidados intensivos. Será él quien decida, claro está, pero no es ningún tonto.

—No, no lo es —ella apartó la mano—. Habrá que emitir un comunicado de prensa. Yo puedo encargarme de eso. ¿Cuándo estará despierto?

—Creo que podrá hablar con él por la mañana.

—Le agradecería que me llamara si pudiera ser antes. Le dejaré mi número a la enfermera.

—Podré decirle algo más por la mañana —el doctor volvió a empujar la puerta—. Usted también haría bien en descansar un poco. La recuperación de un paciente cardíaco puede ser muy fatigosa.

—Gracias.

Johanna echó a andar por el pasillo, sola. Para protegerse, ahuyentó la imagen de su padre tendido en la cama del hospital. En cuanto entró en la sala de espera, Toni se levantó y la agarró de las manos.

—¿Cómo está, Johanna? Dime la verdad, cuéntamelo todo.

—Está descansando. El médico es muy optimista.

—Gracias a Dios.

—Cari tendrá que cambiar algunos hábitos: la dieta, el ritmo de trabajo, esas cosas. Mañana podrás verlo.

—Uf, debo de estar hecha un asco —su necesidad de mirarse al espejo era tal, que ya estaba echando mano de su cajita de maquillaje—. Bueno, eso ya lo habré arreglado mañana. No quiero que me vea con los ojos rojos y el pelo hecho un desastre.

Sabiendo que tenía razón, Johanna refrenó su sarcasmo.

—No se despertará hasta mañana, según el médico. Yo voy a ocuparme de la prensa (a través de un portavoz del hospital, creo), y a asegurarme de que su relaciones públicas emita con tiempo un comunicado. Puede que pasen un par de días antes de que pueda tomar esa clase de decisiones por sí mismo —vaciló un momento, intentando imaginarse a su padre incapaz de tomar una decisión—. Lo importante es que procures que esté

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tranquilo. Vete a casa y descansa un poco. Nos llamarán si hay algún cambio.

—¿Y tú? —le preguntó Sam cuando Jack y Toni se alejaron por el pasillo—. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien.

Sam, que quería juzgar por sí mismo, la agarró de la barbilla y pensó que había una expresión extraña en sus ojos. Algo que no era sólo estupor, y que en nada se parecía a la pena. Grandes secretos, decidió. Grandes temores.

—Háblame, Johanna.

—Ya te lo he contado todo.

—Sí, sobre el estado de tu padre —Sam la retuvo cuando intentó apartarse—. Pero quiero saber cómo estás tú.

—Un poco cansada. Me gustaría irme a casa.

—Está bien —era mejor, pensó, que hablaran de aquello, fuera lo que fuese, en casa—. Enseguida nos vamos. Pero voy a quedarme contigo.

—No hace falta, Sam.

—Claro que sí. Vamonos a casa.

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Capítulo 10Era más de la una de la madrugada cuando llegaron a casa de Johanna, pero ella se fue derecha al teléfono. Con un bolígrafo en una mano, comenzó a hojear su agenda.

—No creo que tarde mucho en arreglar esto —le dijo a Sam—, pero no hace falta que me esperes levantado.

—Te espero.

Tenían muchas cosas de que hablar, y Sam quería que se las contara antes de que tuviera ocasión de volver a levantar sus barricadas defensivas. Aunque parecía tranquila, tal vez demasiado, él empezaba a comprenderla. Aun así, la dejó a solas cuando empezó a marcar.

Había poco más que ella pudiera hacer. Estaba segura de que su padre sólo toleraría la más mínima interferencia por su parte, pero también de que querría que se informara a su gente. Johanna puso al corriente a su relaciones públicas y luego improvisó una nota de prensa breve y directa.

Mientras intentaba tranquilizar al ayudante de su padre y asegurarse de que los asuntos cotidianos de Patterson Productions seguían yendo como la seda, Sam le alcanzó una taza. Johanna bebió, agradecida, esperando que fuera café. Pero al instante notó el sabor de la tisana tranquilizante que había comprado movida por un impulso y que se preparaba de vez en cuando tras un día especialmente largo.

—Mañana podrá decirle algo más, Whitfield. No, lo que no pueda resolver usted u otro miembro de su equipo, tendrá que cancelarse. Ese parece ser su problema, ¿no?

Al otro lado de la habitación, Sam no tuvo más remedio que sonreír al oír su tono.

—¿Dónde está Loman? Pues llámelo —hizo una rápida anotación en un cuaderno—. Sí, está bien, pero estoy segura de que él mismo le dará instrucciones dentro de un par de días. Tendrá que consultarlo con el médico, pero no creo que pueda discutir sobre eso, ni sobre cualquier otra cosa, con Cari hasta dentro de cuarenta y ocho horas, por lo menos —su voz se volvió gélida—. No se trata de eso, Whitfield. Tendrá que considerar a Cari fuera de servicio hasta nueva orden. No, yo no voy a asumir la responsabilidad, lo hará usted. Para eso le pagan —colgó, enfurecida por la sensibilidad de su interlocutor—. Idiota —masculló mientras tomaba de nuevo su taza—. Lo que más le preocupa es que Cari insistió en supervisar el montaje de Campos de fuego, y el infarto va a retrasar el proyecto.

—¿Has acabado?

Johanna repasó sus notas sin desfruncir el ceño.

—No creo que pueda hacer nada más.

—Ven y siéntate —Sam aguardó a que se sentara junto a él en el sofá, y luego volvió a llenarle la taza de infusión. Sintió su tensión antes de

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tocarla, y comenzó a masajearle los hombros—. Es duro no poder hacer nada, salvo esperar.

—Sí.

—Te manejas muy bien, Johanna.

Ella bebió un sorbo de infusión y miró fijamente hacia delante.

—He tenido un buen maestro.

—Háblame de tu padre.

—Ya te he dicho todo lo que me dijo el médico.

—No me refiero a eso —ella volvió a tensarse a pesar de que Sam seguía masajeándole los músculos—. Cuéntame cosas de él, de él y de ti.

—En realidad no hay nada que contar. Nunca hemos estado muy unidos.

—¿Por tu madre?

Ella se puso rígida.

—¿Qué tiene mi madre que ver con eso?

—No sé. Dímelo tú —Sam había estado dando palos de ciego, pero no le sorprendió haber dado en la diana—. Johanna, no hace falta ser un cotilla para saber que tus padres se divorciaron cuando tú tenías... ¿cuántos? ¿Cuatro años?

—Acababa de cumplir cinco —todavía le dolía. Por más que se dijera que era absurdo, incluso insano, el dolor y la confusión de la niña inundaban a la mujer—. Eso es historia, Sam.

Él no pensaba lo mismo. La intuición le decía que aquello formaba parte del presente tanto como él.

—Ella volvió a Inglaterra —insistió—. Y tu padre se quedó con tu custodia.

—No tenía elección —la amargura volvió a aflorar. Johanna hizo un ímprobo esfuerzo por sofocarla—. En realidad, es irrelevante.

—Yo no soy Whitfield, Johanna —murmuró él—. Haz lo que te pido, por favor.

Ella se quedó callada tanto tiempo que Sam decidió probar otra táctica. Pero en ese momento Johanna suspiró y comenzó a hablar.

—Mi madre volvió a Inglaterra para intentar retomar su carrera teatral, que creía haber sacrificado cuando se casó. Y no había sitio para mí en ella. —Supongo que la echabas de menos—. Lo superé.

Sam no estaba tan seguro.

—Imagino que un divorcio nunca es fácil para un niño pequeño, pero será peor cuando uno de los padres acaba a varios miles de kilómetros de distancia.

—Fue mejor así para todos. Siempre se estaban peleando. Ninguno de ellos era feliz con su matrimonio, ni con... —se detuvo antes de decir lo

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que estaba pensando. «Ni conmigo. Ninguno de los dos me quería»—. Con la situación —concluyó.

—Tú eras muy pequeña para saber eso.

Sam empezaba a formarse una imagen de una Johanna de cinco años que intentaba lidiar con los inexplicables altibajos de un matrimonio tumul-tuoso.

—No hay que ser muy mayor para darse cuenta de que las cosas son un caos. En cualquier caso, mi madre me lo explicó. Me mandó un telegrama desde el aeropuerto —la infusión se le había quedado fría, pero bebió automáticamente.

«Un telegrama es como una carta», le había dicho una linda y joven sirvienta. Si la sirvienta no hubiera sido nueva, el telegrama le habría sido entregado a Cari, quien lo habría hecho desaparecer. Pero la sirvienta estaba ansiosa por conocer el contenido del telegrama, y más que dispuesta a ayudar a Johanna a leerlo.

Mi querida niña:

Estoy destrozada por tener que dejarte así, pero no tengo elección. Mi situación, mi vida entera, se ha vuelto desesperada. Créeme, lo he intentado, pero al fin me he dado cuenta de que mi único modo de sobrevivir es el divorcio y la completa separación de todo aquello. Me desprecio por dejarte en manos de tu padre, pero de momento las mías son demasiado frágiles para aferrarse a ti. Algún día lo entenderás y me perdonarás. Con amor, Mamá.

Todavía lo recordaba palabra por palabra, aunque en aquel momento sólo había entendido que su madre iba a abandonarla porque no era feliz.

Sam la estaba mirando con fijeza, atónito porque se mostrara tan indiferente.

—¿Te mandó un telegrama?

—Sí. Yo era pequeña y no lo entendí del todo, pero capté el mensaje. Era terriblemente infeliz y estaba desesperada por encontrar una salida.

«Zorra». Sam sintió que aquella palabra subía con ímpetu por su garganta, pero tuvo que tragársela. No podía concebir que alguien fuera tan egoísta que pudiera despedirse de su única hija enviándole un telegrama. Intentó tener presente que Johanna le había dicho que su madre solía llevarla a dar de comer a los patos, pero no lograba relacionar ambos gestos con la misma mujer.

—Debió de ser muy duro para ti —la rodeó con el brazo, como si pudiera encontrar un modo de protegerla de lo ya sucedido.

—Los niños son muy fuertes —Johanna se levantó, consciente de que, si Sam le ofrecía consuelo, se derrumbaría. Y no se había derrumbado en

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más de veinte años—. Hizo lo que tenía que hacer, pero creo que nunca fue feliz. Murió hace unos diez años.

Se había suicidado. Sam se maldijo por no haberlo recordado antes. Glenna Howard, la desgraciada madre de Johanna, nunca había tenido el brillante retorno que esperaba. Había ahogado su decepción en pastillas y alcohol, hasta tomar deliberadamente una sobredosis de ambas cosas.

—Lo siento, Johanna. Perderla dos veces... Debió de ser terrible para ti.

—No la conocía muy bien —ella tomó de nuevo su taza para tener las manos ocupadas—. Y eso fue hace mucho tiempo.

Sam se acercó, pero ella se dio la vuelta. Él la hizo volverse con paciencia, pero con firmeza.

—Yo no creo que esas cosas dejen de doler nunca. No me des la espalda, Johanna.

—Desenterrar todo esto no tiene sentido.

—Yo creo que sí —la agarró de los hombros con determinación, para que ella supiera que no pensaba darse por vencido—. Desde el principio me he preguntado por qué te reprimías. Al principio pensé que era porque habías tenido una mala experiencia con otro hombre. Pero lo que te ocurre se remonta a mucho más atrás, y es más profundo.

Johanna lo miró con el semblante serio y ojos desesperados. Había hablado demasiado. Más que nunca. Y, al hablar de ello, los recuerdos se hacían demasiado vividos.

—Yo no soy mi madre.

—No —Sam levantó una mano para acariciarle el pelo—. No, no lo eres. Ni tampoco eres tu padre.

—Ni siquiera sé si es mi padre.

En cuanto lo dijo, se puso pálida. Las manos, que tenía cerradas, se abrieron y quedaron inermes. Ni una sola vez, en toda su vida, había dicho aquello en voz alta. La duda estaba ahí, encerrada, pero nunca del todo silenciada. Ahora oyó que las palabras volvían a ella como un eco y sintió miedo, un miedo terrible, de estar loca.

—¿De qué estás hablando, Johanna?

La voz de Sam sonó suave y calmada, pero atravesó como una bala el estupor de Johanna.

—De nada, de nada. Estoy disgustada. Y cansada. Mañana va a ser un día difícil, Sam. Necesito dormir.

—Los dos sabemos que estás demasiado nerviosa para dormir —mientras la abrazaba, sintió que se estremecía violentamente—. Y seguirás así hasta que lo saques todo fuera. Háblame de tu padre, Johanna. De Cari.

—¿Por qué no me dejas en paz? —había en su voz lágrimas que la asustaban aún más. Sentía cómo se iban resquebrajando los muros, cómo cedían los cimientos, pero no tenía fuerzas para sujetarlos—. Por el amor

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de Dios, ¿es que no ves que no puedo más? No quiero hablar de mi madre. No quiero hablar de él. Podría estar muriéndose —se le saltaron las lágrimas, y comprendió que estaba perdida—. Podría estar muriéndose, y yo debería sentir algo. Pero no siento nada. Ni siquiera sé quién es. No sé quién soy.

Se resistió, intentó apartarse a empujones y empezó a maldecirlo, pero Sam siguió abrazándola. Luego, se deshizo en una tormenta de llanto.

Él no le ofreció palabras de consuelo. Ignoraba cuáles elegir. Pero la tomó en brazos, se sentó y la acunó mientras ella lloraba sobre su hombro. Le acarició el pelo y dejó que se desahogara. No imaginaba que alguien pudiera guardar tantas lágrimas dentro de sí.

Johanna se sentía enferma. Le ardían los ojos y la garganta, le dolía el estómago. Cuando dejó de llorar, siguió sintiéndose mareada. Sus fuerzas se habían agotado, como si alguien hubiera tirado de un tapón y hubiera dejado que se vaciaran. No protestó cuando Sam la cambió de postura, ni cuando se levantó. Iba a marcharse. Y ella lo aceptaba, a pesar de que su corazón vapuleado sufriera otra grieta.

Pero Sam se sentó de nuevo junto a ella y le puso en las manos una copa.

—Puede que te alivie —murmuró—. Tómatelo despacio.

Johanna se habría echado a llorar otra vez, si le hubieran quedado lágrimas. Asintió con la cabeza, bebió un sorbo de coñac y dejó que cubriera sus heridas abiertas.

—Siempre lo admiré —comenzó a decir sin levantar la vista—. No sé si lo quería de pequeña, pero siempre ha sido la figura más importante de mi vida. Después de que mi madre se fuera... —hizo una pausa para beber otra vez—, después de que mi madre se fuera, me daba pavor que él también se marchara, o que me alejara de él. Entonces no entendía lo importante que era para él mantener en secreto sus asuntos privados. El público podía entretenerse con sus romances y sus bodas, pero, si se hubiera librado de su única hija sin pestañear, se lo habría tomado de muy distinta manera. Nadie olvidaba que había estado casado con Glenna Howard y que tenía una hija. Nadie, salvo él.

¿Cómo podía explicarle lo perdida que se había sentido? ¿Lo desconcertante que era ver que su padre entretenía a otras mujeres como si su madre nunca hubiera existido?

—Cuando volvió a casarse, fue horrible. Hubo una boda por todo lo alto, montones de fotógrafos, micrófonos, desconocidos... Me vistieron y me dijeron que sonriera. Yo lo odiaba. Odiaba las miradas y las insinuaciones sobre mi madre. Los rumores sobre ella. Él podía hacer oídos sordos. Siempre había presencia de ánimo para esas cosas, pero yo no dejaba de pensar que mi madre había sido reemplazada por otra a la que ni siquiera conocía. Y tenía que sonreír.

Idiotas insensibles y egoístas... Mientras pensaba esto, Sam le apretó los hombros.

—¿No tenías a nadie más? ¿No había más familia?

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—Los padres de Cari habían muerto hacía muchos años. Recuerdo haber oído decir en algún momento que lo crió su abuela. Pero en aquella época ella también había muerto. Yo no la conocí. Tenía lo que podría llamarse una institutriz, quien podría haber muerto literalmente por mi padre. Las mujeres solían comportarse así con él —dijo cansinamente—. Nada podría haberlo impedido: mi presencia en la boda era importante. Por las apariencias, por las fotografías... Esas cosas. Cuando acabó, no volví a verlo en tres meses. En aquella época pasaba mucho tiempo en Italia.

—Y tú te quedaste aquí.

—Iba a la escuela —se pasó las manos por el pelo y luego las juntó sobre el regazo—. A él le parecía perfectamente legítimo dejarme aquí, con mis tutores y mis instructores. En cualquier caso, su segunda mujer no soportaba a los niños. Como la mayoría de sus amigos —Johanna sintió la compasión de Sam y sacudió la cabeza—. Yo era más feliz aquí. Pasaba mucho tiempo con los Heddison. Se portaron de maravilla conmigo.

—Me alegro —Sam la tomó de la mano—. Continúa.

—Fue después de su segunda mujer, cuando estaba liado con... Da igual con quién. El caso es que yo no iba al colegio y me sentía muy mal. Subí a su habitación. Ni siquiera sé por qué. Creo que sólo para estar allí, para ver si podía resolver el misterio de mi padre. Y lo resolví. Siempre me había sentido incómoda y torpe con él. Parecía haber algo en mí que le impedía quererme como debía. Tenía en su habitación un precioso escritorio de roble, uno de esos con un montón de maravillosos recovecos y compartimentos. El no estaba, así que no tenía que preocuparme de que me sorprendiera curioseando. Encontré cartas. Algunas de ellas eran de sus amantes. Yo era ya lo bastante mayor como para sentir vergüenza, así que las dejé a un lado. Pero luego encontré una de mi madre. Era vieja. La había escrito justo después de volver a Inglaterra. Tenerla en mis manos era como verla otra vez. Algunas veces no era capaz de recordarla, pero en cuanto encontré la carta, la vi con toda claridad. Dios, era preciosa, tan frágil y atormentada... Incluso podía escuchar su voz, esa voz educada y extraordinaria. La había querido tanto...

Sam le quitó la copa y la dejó sobre la mesa.

—¿Leíste la carta?

—Ojalá no la hubiera leído —cerró los ojos con fuerza un momento, pero era ya demasiado tarde para dar marcha atrás, como entonces—. Me hacía tanta falta cualquier cosa que ella hubiera tenido en sus manos, cualquier indicio de ella, que al principio ni siquiera me di cuenta de que la estaba leyendo. Debía de estar furiosa cuando la escribió. Se notaba su rabia, su amargura, su necesidad de hacerle daño. Yo sabía, a pesar de lo pequeña que era, que su matrimonio no había sido fácil. Pero hasta que leí aquella carta no supe cuánto habían llegado a odiarse.

—En esas circunstancias, suelen decirse cosas que no se sienten, o al menos que no deberían decirse.

—En fin, ella ya no está, así que no hay modo de saber si sentía lo que decía. No hay modo de que lo sepamos ni yo, ni mi padre... quiero decir,

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Cari —se le quedó la boca seca, pero ya no quería el coñac. Apretó los labios y continuó—. Le echaba en cara todas sus ofensas, todas sus promesas rotas, todas sus infidelidades, reales o imaginarias. Y a continuación sacaba la artillería pesada. Dejarme con él era la mayor venganza que podía concebir. Le había cargado con una hija que ni siquiera era suya. Él no podía demostrarlo, y ella jamás le diría quién era el padre de la niña a la que le había dado su apellido. Existía, natu-ralmente, la posibilidad de que la niña fuera suya, pero... Le deseaba que pasara la vida preguntándoselo. Y, dado que yo leí la carta, a mí me condenó a lo mismo.

Sam se quedó mirando por la ventana en sombras largo rato. Su rabia era tan aguda, tan cercana a la superficie, que temía hablar. Johanna había sido una niña, inocente e indefensa. Y a nadie la había importado un comino.

—¿Alguna vez le hablaste de ello?

—No, no había motivo para hacerlo. Él no cambió de actitud hacia mí. Yo estaba bien atendida, bien educada y se me permitía hacer lo que quería siempre y cuando no le avergonzara.

—No te merecían. Ninguno de los dos.

—No importa —dijo ella cansinamente—. Ya no soy una niña.

No había vuelto a serlo desde la lectura de aquella carta.

—A mí sí me importa —tomó su cara entre las manos—. Tú me importas, Johanna.

—No pensaba decírtelo, ni a ti ni a nadie. Pero ahora que lo he hecho, debes comprender por qué no puedo permitir que lo nuestro vaya más lejos.

—No.

—Sam...

—Lo que entiendo es que tuviste una niñez espantosa, y que a tu alrededor pasaban cosas en las que ningún niño debería verse implicado. Y entiendo también que tengas heridas.

—¿Heridas? —ella dejó escapar una risa breve y áspera y se levantó—. ¿Es que no lo ves? Mi madre estaba enferma. Sí, se mantenía en secreto para que no se enterara la prensa, pero yo conseguí desenterrarlo. Se pasó los últimos años de su vida entrando y saliendo de hospitales psiquiátricos. Era maníaco depresiva, inestable, alcohólica... Y las drogas... —Johanna se apretó los ojos con los dedos y procuró dominarse—. Ella no me educó, y no sé quién es mi padre, pero ella era mi madre. Eso no puedo olvidarlo, ni puedo olvidar lo que tal vez haya heredado de ella.

Sam se levantó lentamente. Sintió al principio el impulso de andar con pies de plomo, pero enseguida se dio cuenta de que estaba en un error. Johanna necesitaba una reacción rápida y firme.

—No es propio de ti ponerte melodramática, Johanna.

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Sus palabras tuvieron el efecto que esperaba. En los ojos de Johanna brilló un destello de rabia, y el color volvió a sus mejillas.

—¿Cómo te atreves a decirme eso?

—¿Cómo te atreves tú a inventar excusas absurdas para no comprometerte conmigo?

—No son excusas, son hechos.

—Me importa un bledo quién fuera tu madre y quién sea tu padre. Estoy enamorado de ti, Johanna. Tarde o temprano tendrás que asumirlo y dar el siguiente paso.

—Te he dicho desde el principio que esto no podía llevar a ninguna parte. Ahora te estoy diciendo por qué. Y eso sólo es la mitad. Mi mitad.

—¿Es que hay más? —Sam enganchó los pulgares en sus bolsillos y osciló sobre los talones—. Esta bien, cuéntame el resto.

—Tú eres actor.

—Sí, pero con esa respuesta no vas a conseguir que suene ninguna campanita.

—Llevo toda la vida rodeada de actores —continuó ella, intentando hacer acopio de paciencia—. Comprendo las tensiones y las exigencias de vuestro trabajo, la imposibilidad, sobre todo para un actor con talento, de hacer respetar su vida privada. Y sé que, incluso con las mejores intenciones y el mayor esfuerzo, las relaciones se deterioran. Aunque creyera en el matrimonio (que no creo), no podría casarme con un actor.

—Entiendo —resultaba difícil no enfadarse con ella, pero aún más difícil resultaba no enfurecerse con la gente que había contribuido a formar sus convicciones—. Entonces, me estás diciendo que, porque soy actor, estar conmigo es demasiado arriesgado.

—Te estoy diciendo que lo que hay entre nosotros no puede ir más lejos —se detuvo, intentando recobrar fuerzas—. Y que, si no quieres volver a verme, lo entenderé.

—¿Sí? —él la observó un momento, como si se lo estuviera pensando.

A unos pasos de él, Johanna se preparó. Sabía desde el principio que el final le dolería, pero ni siquiera sus peores temores se acercaban a lo que sentía. Cuando Sam se acercó a ella, se obligó a mirarlo a los ojos. Pero no logró leer nada en ellos.

—Eres idiota, Johanna —la apretó contra sí con tanta fuerza que ella soltó un leve gemido de sorpresa—. ¿Crees que puedo encender y apagar a voluntad lo que siento por ti? Maldita sea, tú sí puedes, ¿no? Lo veo en tu cara. Pues no pienso salir de tu vida limpiamente, y si crees que puedes echarme, vas a llevarte una desilusión.

—No quiero que te vayas —las lágrimas le nublaban los ojos, aunque creía haberlas agotado—. Es que pienso que no...

—Pues no pienses —Sam la tomó en brazos—. Piensas demasiado.

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Johanna no protestó cuando la llevó arriba. Estaba harta de discutir, de dar excusas y explicaciones. Tal vez fuera débil por desear que se ocuparan de ella, pero esa noche se sentía sin fuerzas. No quería pensar. Sam tenía razón en eso. No quería pensar en nada durante las horas que quedaban de noche. Por una vez, no le costaba trabajo sentir y podía permitir que sus emociones la dominaran.

Necesitaba a Sam. Si no hubiera estado tan agotada, le habría dado miedo darse cuenta.

El dormitorio estaba a oscuras, pero Sam no encendió la luz. La brisa arrastraba las fragancias del jardín a través de las ventanas. Sam la depositó en silencio sobre la cama y se sentó a su lado.

Había tantas cosas que decir que en ese momento no podían hablar en absoluto. Sam la había considerado fría, dura y autosuficiente. Esa mujer lo había atraído y había despertado su curiosidad. Hasta tal punto que había sentido el impulso de indagar un poco más. Pero, cuanto más sabía sobre ella, más capas descubría.

Johanna era dura en el mejor sentido de la palabra. Había asumido los golpes de la vida, las decepciones, y se había abierto camino entre ellas. Sam sabía que algunas personas se habrían sentido abrumadas, habrían buscado un bastón en el que apoyarse o se habrían dado por vencidas. Pero Johanna, su Johanna, se había labrado un lugar propio y había conseguido salir adelante.

Bajo su dureza, él había encontrado pasión. La había percibido intuitivamente y ahora estaba seguro de que había permanecido siempre encerrada. Ya fuera cuestión de suerte, de destino o de oportunidad, él había encontrado la llave que la había liberado. Y no permitiría que volviera a quedar encerrada, o que la abriera otro que no fuera él.

Bajo la pasión, había una timidez conmovedora. Una dulzura que era un milagro en sí misma, teniendo en cuenta su infancia o los palos que había recibido de niña.

Ahora, bajo todo lo demás, había encontrado un núcleo de fragilidad. Estaba decidido a salvaguardar aquella vulnerabilidad. Y era a aquella Johanna tan frágil a quien iba a hacerle el amor esa noche.

En la ternura como en el amor. En la compasión, como en el deseo.

Le apartó suavemente el pelo de la cara, con una caricia semejante a un susurro. Las lágrimas seguían secándose aún en sus mejillas. Sam se las enjugó con las yemas de los dedos. No podía impedir que derramara más, pero haría lo que pudiera porque no tuviera que derramarlas sola.

La besó una vez, y luego dos, allí donde las lágrimas se habían posado. Después la besó de nuevo con ternura. Las sombras nocturnas se deslizaban sobre su rostro, pero él podía verle los ojos, medio cerrados por el cansancio, pero atentos.

—¿Quieres dormir? —le preguntó él.

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—No —Johanna posó una mano sobre la de él—. No, no quiero dormir. Y no quiero que te vayas.

—Entonces, relájate —se llevó su mano a los labios. Sus ojos, tan oscuros e intensos, parecían absorberla por entero—. Y deja que te ame.

Era así de sencillo.

Johanna no sabía que el amor podía ser sedante. Era ésa una lección que Sam no le había enseñado aún. Esa noche, mientras sus emociones se hallaban en carne viva y su amor propio había alcanzado su punto más bajo, Sam le mostró otra cara del deseo. El deseo de complacer, de nutrir. El deseo de poseer y el de sanar. La acarició como si sólo ella importase.

Le quitó la camisa haciendo que la tela se deslizara sobre su piel antes de caer al suelo, pero no tomó lo que ella estaba dispuesta a darle. Con los ojos fijos en los suyos, se quitó la camisa. Y, cuando Johanna le tendió los brazos, la agarró de las manos y se las llevó a los labios.

La desnudó despacio, con sumo cuidado, como si estuviera dormida y no quisiera despertarla. La ternura de sus gestos despertó en Johanna un extraño deseo. Aunque estaba desnuda y totalmente expuesta a él, Sam se contentó con darle lentos y largos besos y acariciar su cabello.

La piel de Johanna, muy blanca, resaltaba sobre la colcha oscura. Sam pasó la mano sobre su brazo mientras miraba su propio gesto. La luna, menguante y fina, derramaba poca luz, pero Sam ya la conocía muy bien. Aun así, trazó con las yemas de los dedos las facciones de su cara sólo por placer.

Sam nunca la había tratado así. Johanna cerró los ojos y se dejó llevar por el gozo. Incluso poseído por la pasión y el ansia, Sam siempre le mostraba una inesperada ternura. Pero aquello... aquello era lo que significaba sentirse adorada. Así era como se hacían las promesas destinadas a durar. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su corazón se rompió un poco ante tanta belleza.

A pesar de su delicadeza, Sam se sentía más fuerte. Nunca había deseado tanto a Johanna, y sin embargo nunca había sentido menos necesidad de precipitarse. La pasión estaba allí, y crecía, pero rebosaba el deseo de reconfortarla.

El tiempo pasó inadvertidamente, sin que le prestaran atención. En las horas más oscuras de la madrugada, Sam la condujo suavemente hacia lo más alto.

El corazón de Johanna palpitaba bajo sus labios con un ritmo rápido e irregular, pero aún no desbocado. Ella lo rodeaba con los brazos, lo apretaba con fuerza, pero no le clavaba los dedos, presa del ansia. Se movía con él, dispuesta a que fuera Sam quien marcara el ritmo y agradecida porque hubiera comprendido, incluso antes que ella, que necesitaba que la cuidara.

¿Había notado ella alguna vez lo fuerte que era él? ¿Cómo se tensaban y distendían los músculos de su espalda y de sus hombros cuando se movía? Lo había tocado antes, lo había abrazado de aquel mismo modo,

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pero siempre hallándose en el límite del placer. Ahora la cadencia era suave y parsimoniosa, como si flotara sobre una barca en un lago en calma.

Inspirada por el amor, Johanna intentó ofrecerle la misma ternura que le daba él. Sus caricias eran leves; sus exigencias, escasas. Sintió, al pronunciar él su nombre, que sentía lo mismo que ella. Tal vez nunca volvieran a unirse de manera tan perfecta y generosa.

Johanna se abrió para él con un leve suspiro. Se fundieron sin enardecimiento, pero con extrema ternura.

Más tarde, mucho más tarde, Johanna aún yacía a su lado, insomne, cuando el cielo comenzó a aclararse.

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Capítulo 11Podría haberla estrangulado. Cuando se despertó, se encontró solo en la cama, y la casa vacía. En el baño, una toalla todavía húmeda colgaba pulcramente sobre la mampara. La habitación conservaba un leve per-fume a ella. La ropa que él le había quitado la noche anterior había desaparecido. Abajo, vio que su maletín no estaba y que les había cambiado el agua a las flores. Los mensajes del contestador habían sido borrados.

En momentos de crisis o en pleno dominio de sí misma, Johanna era siempre ordenada y metódica.

Sam seguía teniendo ganas de estrangularla.

En la cocina, encontró los vasos que habían usado la noche anterior concienzudamente lavados y secos. Apoyada en la cafetera había una nota escrita con la esmerada letra de Johanna.

No quería despertarte. Tengo que ir al hospital temprano y luego al estudio. El café está recién hecho.

Había escrito algo más, pero lo había tachado, y finalmente había firmado la nota con un simple Johanna.

Sam permaneció en la cocina, vestido únicamente con sus vaqueros, y tiró la nota sobre la encimera. Nadie podría acusar nunca a Johanna de no tener los pies firmemente pegados al suelo. Pero había veces en que era preferible, incluso necesario, mantenerlos plantados junto a los de otra persona. Johanna tenía que aceptar aún que esa otra persona era él. Sam estaba seguro de que había logrado hacerle captar el mensaje, pero había olvidado lo increíblemente testaruda que podía ser.

Se agachó, distraído, y tomó en brazos a la gatita, que estaba haciendo eses alrededor de sus piernas. No tenía hambre. Johanna también se había ocupado de ella: le había puesto un plato lleno en un rincón. Lucy sólo buscaba un poco de afecto. Como casi todos los seres vivos, pensó Sam mientras le acariciaba el pelo. Pero, al parecer, eso no bastaba para que Johanna ronroneara y se acomodara confiadamente en sus brazos.

Por lo visto, su lucha aún no había terminado. Sam acarició una última vez las orejas de la gatita antes de dejarla en el suelo. Él también podía ser muy cabezota.

Johanna estaba pensando en él. Sam se habría quedado asombrado de haber sabido cuánto le había costado escribir las pocas líneas de aquella nota. Quería darle las gracias por estar allí y decirle cuánto había significado para ella su comprensión y su ternura en aquellos momentos de desánimo. Quería decirle que lo quería como nunca había querido a na-die, ni antes ni después. Pero las palabras le parecían banales e inadecuadas sobre el papel.

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Le costaba necesitar a alguien, necesitar a Sam, habiendo pasado toda su vida sola. ¿Cómo se habría sentido él si hubiera sabido que había estado a punto de despertarlo para pedirle que la acompañara, porque temía afrontar sola el día que la esperaba? Pero no podía pedírselo, del mismo modo que no podía olvidar que ya no tenía secretos para él, ni física ni anímicamente. Enfrentarse sola a aquel día era obligado, si quería volver a afrontar cualquier otro sin él.

La enfermera de guardia esa mañana era más joven y accesible que la de la noche anterior. Le dijo a Johanna que su padre estaba descansando y le pidió que se sentara hasta que pudiera localizar al doctor Merritt.

Johanna eligió la sala de espera porque los pasillos le parecían demasiado expuestos. Había logrado eludir a los periodistas de la calle, pero no quería encontrarse con alguno que hubiera logrado colarse en el hospital.

Dentro de la sala, una mujer mayor y un chaval de unos veinte años permanecían adormilados en un sofá, con las manos unidas. En la televisión, montada sobre una repisa, en la pared, un alegre programa matinal emitía una lección de alta cocina. Johanna se acercó a la mesa en la que había dos termos idénticos, uno de café y otro de agua caliente. Pasó de las bolsitas de té, ignoró los sobrecitos de nata en polvo y de azúcar y se sirvió una taza de café solo. Al beber el primer trago, oyó que empezaban a dar las noticias locales.

Cari W. Patterson era la noticia estrella. Johanna escuchó desapasionadamente cómo recitaba el locutor la nota de prensa que el relaciones públicas y ella habían acordado por teléfono la noche anterior. La nota ofrecía mucha más información sobre la carrera de Cari que sobre su estado. Johanna sabía que Cari le habría dado el visto bueno. El reportaje acababa diciendo que Toni DuMonde, la compañera y prometida de Patterson, no había querido hacer declaraciones.

Por lo menos no era tonta, pensó Johanna al tiempo que elegía un asiento. Algunas se habrían desahogado con la prensa y habrían disfrutado del me-lodrama. Pero, si Toni lo hubiera hecho (suponía Johanna), Cari habría cortado todas las ataduras que los unían en cuanto hubiera sido capaz.

—¿Señorita Patterson?

Johanna se levantó automáticamente. En cuanto vio al médico, su calma se evaporó. La enfermera le había dicho que Cari descansaba apaciblemente, pero eso no era más que un eufemismo hospitalario. Re-primió una punzada de miedo y le ofreció la mano.

—Doctor Merritt, espero no llegar demasiado temprano.

O demasiado tarde.

—No, la verdad es que su padre ya se ha despertado y está estable. Como medida de precaución, vamos a mantenerlo en cuidados intensivos otras veinticuatro horas. Si sigue mejorando, pronto podremos trasladarlo a una habitación privada.

—¿Y el diagnóstico?

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—El diagnóstico es bueno, si él coopera. Es esencial que trabaje menos. ¿Cuánta influencia tiene usted sobre él?

La sonrisa de Johanna pareció casi divertida.

—Ninguna en absoluto.

—Bueno, entonces puede que tenga que quedarse en el hospital uno o dos días más de lo que espera —Merritt se quitó las gafas para sacar brillo a las lentes con el bajo de la chaqueta—. Como le expliqué anoche, tendrá que cambiar de hábitos. El señor Patterson debe darse cuenta de que, como el resto de nosotros, tiene ciertas limitaciones.

—Entiendo. Y le deseo suerte a la hora de explicárselo.

—Ya he hablado con él un momento —Merritt volvió a ponerse las gafas sobre la nariz y le dedicó a Johanna una sonrisa que desapareció casi antes de formarse—. De momento, lo más importante es tranquilizarlo. Hablaremos de sus futuros cuidados muy pronto. Ha pedido ver a la señorita DuMonde y a un tal Whitfield. Puede que le haga bien ver a su prometida, pero...

—No se preocupe por Whitfield. Yo me ocupo de eso.

Merritt se limitó a asentir con la cabeza. Ya había deducido que la hija de Patterson tenía una buena cabeza sobre los hombros.

—Su padre es un hombre afortunado. Si es sensato, no hay razón para no que lleve una vida plena y productiva.

—¿Puedo verlo?

—Sólo quince minutos. Necesita calma y tranquilidad.

Johanna entró sin hacer ruido el pequeño habitáculo de cuidados intensivos, cuyas cortinas estaban corridas. Su padre estaba como la noche anterior, con los ojos cerrados y conectado a diversas máquinas. Pero tenía mejor color. Johanna se colocó junto a la cama y lo observó atentamente hasta que abrió los ojos.

Él tardó un momento en enfocar la mirada. Johanna pensó que nunca antes se habían mirado a los ojos tanto tiempo. Al ver que la reconocía, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Buenos días —dijo con voz cuidadosamente neutra—. Menudo susto nos has dado.

—Johanna... —la tomó de la mano, y ella se sor prendió. Nunca antes había estado tan solo, ni tan débil—. ¿Qué te han dicho?

«Está asustado», pensó, y sintió lástima por él. No se le había ocurrido que pudiera estar asustado.

—Que eres un tipo con suerte —dijo con viveza—. Y que, si eres sensato, el mundo todavía verá unas cuantas producciones de Cari W. Patterson.

Aquello era justamente lo que él necesitaba oír. Johanna no se había dado cuenta de que lo conocía tan bien.

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—Qué mal momento para que el cuerpo me ponga la zancadilla —paseó la mirada por la habitación, y aquel instante de intimidad se disipó.

—El hospital ya se ha puesto en contacto con Toni —le dijo Johanna—. Estoy segura de que llegará enseguida.

Cari volvió a mirar a su hija, satisfecho.

—Dicen que piensan tenerme aquí encerrado otro día.

—Sí. Y más, si les das mucho la lata.

—Tengo cosas que hacer que no pueden hacerse desde una cama de hospital.

—Vale. Les diré que te den el alta. Puede que consigas montar Campos de fuego antes de volver a desplomarte.

El semblante de su padre pasó de la sorpresa al estupor, y luego adquirió una expresión que Johanna rara vez había visto dirigida a ella: una expresión de regocijo.

—Supongo que puedo tomarme un par de días libres. Pero no quiero que ese torpe de Whitfield le ponga sus manazas encima a la película.

—He mandado avisar a Loman —la expresión de Cari se tensó al instante; de pronto era de nuevo el hombre frío y severo con el que Johanna había vivido casi toda su vida—. Lamento haberme extralimitado, pero cuando contacté con Whitfield anoche y vi cómo estaban las cosas, pensé que preferirías a Loman.

—Está bien, está bien —él desdeñó su disculpa agitando la mano—. Prefiero a Loman. Whitfield tiene su sitio, pero bien sabe Dios que no está en una sala de montaje. ¿Qué hay de la prensa?

Su padre había olvidado su miedo, pensó Johanna, y sofocó un suspiro. Las cosas volvían a ser como siempre.

—Bajo control. Tu relaciones públicas ha emitido esta mañana un comunicado que actualizará cuando sea necesario.

—Bien, bien. Me reuniré con Loman esta tarde. Organízalo tú, Johanna.

—No.

El esfuerzo de hacer planes había consumido las fuerzas de Cari, lo cual sólo logró ponerlo más furioso.

—¿Cómo que no? ¿Qué coño quieres decir con que no?

—Eso está descartado —su voz sonó tranquila, lo cual la satisfizo. En otro tiempo, se habría echado a temblar si su padre hubiera empleado aquel tono con ella—. Quizá puedas verlo dentro de un día o dos, cuando te encuentres con más fuerzas y estés en una habitación privada.

—Yo mando en mi vida.

—Eso nadie lo sabe mejor que yo.

—Si se te ha pasado por la cabeza hacerte cargo del negocio mientras estoy postrado...

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La furia se apoderó de los ojos de Johanna, y su padre se detuvo en seco. Nunca había visto aquella mirada, ni había percibido la energía que se escondía tras ella. O, si estaba allí desde siempre, nunca se había molestado en prestarle atención.

—No quiero nada de ti. En otro tiempo, sí, pero ya he aprendido a vivir sin nada tuyo. Ahora, si me disculpas, tengo que ocuparme de mi programa.

—Johanna...

Ella había empezado a descorrer la cortina, y el temblor de su voz la detuvo.

—¿Sí?

—Te pido disculpas.

Otra primera vez, pensó ella, y se volvió con esfuerzo.

—Está bien. El médico me ha dicho que no me quedara mucho tiempo, y seguramente ya te he fatigado.

—He estado a punto de morir.

Lo dijo como un viejo, como un hombre mayor y asustado.

—Te vas a poner bien.

—He estado a punto de morir —repitió él—. Y, aunque no puedo decir que mi vida entera haya pasado ante mis ojos en un destello, vi unas cuantas escenas —cerró los ojos. Le enfurecía tener que pararse para recuperar fuerzas—. Recuerdo una vez que me monté en la parte de atrás de la limusina. Iba al aeropuerto, creo. Tú estabas en las escaleras, con ese perro que Max me obligó a aceptar. Parecía que querías decirme que volviera.

Johanna no recordaba aquel incidente en particular. Había tantos similares...

—Si te lo hubiera dicho, ¿te habrías quedado?

—No —reconoció él con un suspiro, pero sin arrepentimiento—. El trabajo siempre ha sido lo primero. Nunca he sido capaz de ensamblar un matrimonio como ensamblaba una película. Tu madre...

—No quiero hablar de mi madre.

Cari abrió los ojos de nuevo.

—Podría haberte querido más si me hubiera odiado menos.

Aquello dolió a Johanna. A pesar de que lo sabía desde hacía años, le dolía oírlo en voz alta.

—¿Y tú?

—El trabajo siempre ha sido lo primero —repitió él. Estaba cansado, demasiado cansado para arrepentimientos o disculpas—. ¿Vas a volver?

—Sí. Volveré después de la grabación. Él se quedó dormido antes de que apartara la cortina.

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La casa de Max Heddison era tan distinguida e impecable como su dueño. Sam fue conducido a través de la mansión de treinta habitaciones que el gran actor había comprado hacía un cuarto de siglo. En la terraza había mullidas tumbonas y media docena de sillas de mimbre que invitaban a los visitantes a tenderse y a ponerse cómodos. En una de ellas había acurrucado un viejo golden retriever que roncaba ruidosamente.

Más allá de la terraza, en la refulgente piscina en forma de L, Max Heddison estaba haciendo unos largos. Al otro lado de la empinada pradera de césped, escondido en parte por recortados setos, había varias pistas de tenis. Hacia el este, identificable sólo por una bandera distante, se extendía un campo de golf.

Un sirviente con una inmaculada chaquetilla blanca ofreció a Sam elegir asiento. Al sol o a la sombra. Sam eligió el sol. Mientras miraba a Max, contó diez largos, limpiamente ejecutados a buen ritmo, y se preguntó cuántos habría hecho ya antes de su llegada. Su biografía oficial aseguraba que Heddison tenía setenta años. Pero podría haberle restado quince años sin perder verosimilitud.

Sam aceptó el café y aguardó mientras Max salía de la piscina.

—Me alegra verte de nuevo —Max se pasó una toalla por el pelo antes de ponerse un albornoz.

—Le agradezco que me haya dejado venir así —Sam se había puesto en pie automáticamente.

—Siéntate, muchacho. Haces que me sienta como un rey a punto de ser destronado. ¿Has desayunado?

—Sí, gracias.

En cuanto Max se sentó, el sirviente regresó con una bandeja repleta de fruta fresca y pan tostado.

—Gracias, José. Tráele al señor Weaver un poco de zumo. Recién exprimido de nuestras naranjas —le dijo a Sam—. Creo que sólo me cuesta tres dólares el vaso —con una sonrisa, atacó su desayuno—. La fanática de la salud es mi mujer. Nada de aditivos, ni de conservantes. Le dan ganas a uno de darse a la bebida. Está en su clase matinal, lo cual significa que tendré tiempo de fumar un cigarrillo a escondidas antes de que vuelva.

A Sam le sirvieron el zumo en una fina copa de cristal. Mientras bebía, dejó que Max le hablara de podas y abonos orgánicos.

—Bueno, supongo que no habrás venido a hablar de fertilizantes —Max dejó a un lado la bandeja y buscó en su bolsillo un paquete de cigarrillos sin filtro—. ¿Qué te pareció el guión?

—¿A quién tengo que matar para conseguir el papel?

Max se echó a reír y expelió el humo con gran placer.

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—Eso me lo reservo. ¿Sabes?, no les tengo mucho aprecio a los cineastas de hoy en día. Lo único que les importa es ganar dinero. En los viejos tiempos, hombres como Mayer podían ser auténticos tiranos, pero sabían hacer películas. Hoy no son más que una panda de contables que andan por ahí cargados con libros de cuentas y rotuladores rojos, más interesados en el beneficio que en el entretenimiento. Pero mi instinto me dice que, con esta película, podríamos darles ambas cosas.

—Están empezando a sudarme las manos —dijo Sam con sencillez.

—Conozco esa sensación —Max se recostó en la silla y lamentó que su cigarrillo estuviera acabándose—. Llevo haciendo películas desde antes de que tú nacieras. He hecho más de ochenta, y sólo un puñado de ellas me han hecho sentir así.

—Quiero darle las gracias por haber pensado en mí.

—No es necesario. Leí diez páginas del guión y tu nombre se me vino a la cabeza. Y seguía ahí cuando acabé —aplastó el cigarrillo y exhaló un suspiro—. Y, naturalmente, acudí directamente a mi consejero. Es decir, a mi mujer —sonrió, bebió un poco más de café y pensó que era una pena que su mujer hubiera ordenado que fuera descafeinado—. Llevo confiando en su criterio más de cuarenta años.

Sam recordó entonces lo importante que había sido para él conocer la opinión de Johanna.

—Ella acabó de leerlo, me lo devolvió y me dijo que si no lo hacía, estaba loco. Y luego me dijo que convenciera al joven Sam Weaver para que hiciera el papel de Michael. Por cierto, admira mucho tu... potencia —dijo Max—. Mi santa esposa es una mujer muy terrenal.

Sam esbozó una rápida sonrisa que se demoró en su cara.

—Me encantaría conocerla.

—Ya lo arreglaremos. ¿Te he comentado que han contratado a Kincaid para dirigir la película?

—No —el interés de Sam se avivó de nuevo—. No podría haber nadie mejor.

—Eso mismo pensé yo —Max miró pensativo a Sam desde debajo de sus tupidas cejas blancas—. El productor es Patterson —vio que los ojos de Sam se afilaban y tomó de nuevo su café—. ¿Algún problema?

—Podría ser.

Sam deseaba aquel papel más de lo que había deseado cualquier otro. Pero no a costa de sacrificar su todavía tenue relación con Johanna.

—Si lo dices por Jo–Jo, no creo que debas preocuparte. Nuestra Jo–Jo es toda una profesional. Y respeta el trabajo de su padre —notó un sofocado destello de enojo en los ojos de Sam y asintió con la cabeza—. De modo que así están las cosas, ¿eh? No sabía si Johanna permitiría alguna vez que alguien se acercara tanto a ella.

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—No ha sido tanto cuestión de elección, como de circunstancias —Sam no había ido allí únicamente para hablar del guión. Al llamar para concertar la cita, había decidido ya escarbar en busca de todo aquello que Max pudiera tener enterrado—. Supongo que no se habrá enterado de que Patterson sufrió anoche un infarto.

—No —Max se alarmó al instante. Hacía más de un cuarto de siglo que eran amigos—. Hoy no he puesto las noticias. Paso días enteros sin verlas. ¿Es grave?

—Bastante. Que yo sepa, está estable. Johanna ha vuelto al hospital esta mañana.

—Cari lleva una vida dura —dijo Max, pensativo—. Parece que nunca ha sido capaz de sentar la cabeza el tiempo suficiente como para disfrutar de aquello para lo que trabaja. Espero que todavía tenga ocasión de hacerlo —se recostó en la silla y miró la piscina y el jardín—. ¿Sabes?, yo tengo tres hijos. Además de cinco nietos y un bisnieto de camino. Hubo veces en que no estuve ahí cuando me necesitaron, y siempre lo lamentaré. En este negocio, tener familia y hacer carrera es como hacer malabarismos con huevos. Siempre se rompe alguno.

—Algunas personas hacen malabarismos mejor que otras.

—Cierto. Es necesario mucho esfuerzo y hacer muchas concesiones para conseguir que funcione.

—En mi opinión, fue Johanna quien hizo todas las concesiones.

Max se quedó callado un momento. Sopesó la idea de fumarse otro cigarrillo, pero llegó a la conclusión de que el fino olfato de su esposa le descubriría.

—Odio a los viejos que meten las narices en los asuntos de los jóvenes. Deberían estar por ahí, dando de comer a las palomas o jugando a las damas. Pero... ¿hasta qué punto es serio lo tuyo con Jo–Jo?

—Vamos a casarnos —se oyó decir Sam, para su propio asombro—. En cuanto la convenza.

—Pues buena suerte. Y te lo digo de corazón. Siempre he sentido debilidad por esa niña —Max se sirvió otra taza de café y comprendió que no estaba preparado para irse a dar de comer a las palomas—. ¿Qué te ha contado?

—Lo suficiente como para saber que me espera un arduo camino cuesta arriba.

—¿Y cuánto la quieres?

—Lo suficiente como para seguir trepando.

Max decidió arriesgarse a fumar un segundo cigarrillo. Si su mujer empezaba a husmear, siempre podía decirle que había sido Sam. Encendió el pitillo lentamente, con delectación.

—Voy a decirte una cosa que Johanna no querría que te dijera. No sé si te dará o no alguna ventaja, pero espero que sí.

—Se lo agradezco.

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Mientras el humo se deslizaba morosamente entre sus dedos, Max echó la vista atrás, hacia un tiempo muy lejano.

—Yo conocía bien a su madre. Una mujer muy hermosa. Un rostro soberbio. La estructura facial siempre marca la diferencia. Johanna se parece a ella en el físico, pero en nada más. Puedo decir que jamás he conocido a nadie tan autosuficiente como Johanna.

—Yo tampoco —murmuró Sam—. Y no siempre es fácil.

—Eres demasiado joven para desear que las cosas sean fáciles —le dijo Max desde la cómoda perspectiva de sus setenta años—. Cuando algo se consigue fácilmente, se deja ir de la misma manera. Ésa es mi filosofía. Ahora bien, Glenna era una mujer egoísta, atormentada por sus propios demonios. Se casó con Cari tras un breve y tórrido romance. Los romances eran igual de tórridos hace treinta años, sólo que un poco más discretos.

Inhaló el humo del cigarrillo y recordó sus propios amoríos. Aunque había renunciado a ellos sin arrepentimiento tras su matrimonio, todavía se ale-graba de haber tenido aquellas experiencias.

—Eran una pareja de oro, los preferidos de los fotógrafos. Cari era moreno y muy guapo, aunque algo tosco, con los hombros muy anchos. Glenna parecía casi una niña, era muy pálida y frágil. Organizaban unas fiestas increíbles y unas broncas memorables. Para serte sincero, yo disfrutaba de ambas cosas. Supongo que habrás oído decir que de joven fui un poco golfo.

—Sí, he oído que fue un poco golfo —dijo Sam—. Pero no sabía que fuera cosa del pasado.

—Creo que tú y yo vamos a llevarnos bien —declaró Max. Le dio una última calada al cigarrillo y lo apagó—. Cuando se quedó embarazada, Glenna se gastó miles de dólares decorando la habitación de la niña. Luego empezó a engordar y se puso histérica. Podía posar para un fotógrafo como una madona, y luego beberse un whisky y maldecir como un marinero. Glenna no tenía término medio.

—Johanna me dijo que estaba enferma; que era maníaco depresiva.

—Puede ser. No pretendo entender de psiquiatría. Sólo digo que era débil; no débil mentalmente, sino débil de espíritu. Y que la atormentaba el hecho de no haber alcanzado el éxito que esperaba. Tenía talento, talento genuino, pero no tenía impulso, o garra, para mantenerse en lo más alto. Le resultaba fácil echarle la culpa a Cari. De eso, y del fracaso de su matrimonio. Luego le resultó aún más fácil echarle la culpa a la niña. Cuando nació Johanna, Glenna pasó por fases en que era una madre devota y cariñosa. Pero luego se volvía casi obscenamente negligente. Su matrimonio se estaba derrumbando. Cari tenía aventuras, ella tenía aventuras, y a ninguno de los dos se le ocurría siquiera poner a la niña en primer lugar. No estaba en su naturaleza, Sam —añadió al ver un nuevo destello de furia—. Eso no es excusa, claro, pero sí es una razón. A Cari no le importaba si Glenna tenía un hijo o treinta. Sólo había tenido en ella un interés pasajero. Cuando al fin rompieron, Glenna utilizó a la niña como

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arma. No pretendo pintar a Cari como un héroe, pero él al menos nunca utilizó a Johanna. Por desgracia, nunca le ha importado hasta ese punto.

—¿Cómo es posible que dos personas así hayan tenido una hija como Johanna?

—Otra pregunta para la posteridad.

—¿Patterson es su padre?

Max levantó las cejas.

—¿Por qué lo preguntas?

Sam se sintió obligado a romper aquel secreto. No por sí mismo. Había decidido ya que a él le traía sin cuidado quién fuera el padre de Johanna, pero la verdad podía ser importante para ella.

—Porque, cuando era pequeña, Johanna encontró una carta que su madre le escribió a Patterson justo después de regresar a Inglaterra. En ella le decía que nunca sabría si era el padre de Johanna.

—Cielo santo —Max se pasó una mano por la cara—. No tenía ni idea. Es un milagro que eso no destruyera a Johanna.

—No, no la destruyó, pero le hizo mucho daño.

—Pobre Jo–Jo —murmuró Max—. Era una niñita tan solitaria... Pasaba más tiempo con el jardinero que con cualquier otra persona. Eso no hubiera importado, si Cari hubiera sido distinto. Ojalá me lo hubiera dicho.

—Creo que no se lo había dicho a nadie hasta anoche.

—Será mejor que no la decepciones.

—No pienso hacerlo.

Max se quedó callado un momento, pensando. Los padres de Johanna habían sido amigos suyos. Había podido aceptarlos tal y como eran, con sus virtudes y defectos, pero nunca había dejado de lamentar la suerte de la niña.

—Por si sirve de algo, yo diría que esa carta era una bobada, puro despecho. Si el padre de Johanna fuera otro, Glenna se lo hubiera dicho a Cari mucho antes de la separación. Era incapaz de guardar un secreto más de dos horas. O de dos minutos, si había bebido. Cari lo sabía —su semblante se nubló al tiempo que se inclinaba sobre la mesa—. Lamento decir que, si Cari hubiera sospechado que Johanna no era sangre de su sangre, jamás la habría mantenido bajo su techo. La habría metido en un avión y se la habría mandado a su madre sin pestañear.

—Eso no lo convierte precisamente en un santo.

—No, pero sí en el padre de Johanna.

—Hoy tenemos algo especial para nuestros telespectadores —comenzó a decir John Jay al tiempo que le ofrecía a la cámara su más radiante sonrisa—. Si han estado atentos esta semana, sabrán que nuestro concurso

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Conduzca un americano ya está en marcha. Aquí, en ¡Alerta!, estamos encantados de tener la oportunidad de mostrarles a todos ustedes cuánto apreciamos su compañía. Para ganar, lo único que tienen que hacer es ver el programa y responder a unas preguntas. Todos los días de esta semana, en algún momento durante el programa, yo haré una pregunta. Ahora ha llegado el momento de mostrarles lo que tienen ocasión de ganar.

Hizo una pausa para darle al anunciante tiempo de describir los coches y los requisitos para participar en el concurso. El público aplaudió y vitoreó, como se le había pedido.

—La semana del Cuatro de Julio —prosiguió John Jay—, uno de ustedes ganará no uno, sino estos dos coches de lujo. Lo único que tiene que hacer es responder en orden a cinco preguntas. Envíen sus respuestas a ¡Alerta!, Conduzca un americano, apartado de correos 1776, Burbank, California 91501. Ahora, la pregunta de hoy.

Hubo una pausa dramática mientras John Jay sacaba el sobre lacrado de la ranura.

—Pregunta número tres. ¿Cómo se llama el alter ego del Capitán América? Escriban su respuesta y no se pierdan mañana el programa para conocer la cuarta pregunta. Todas las respuestas acertadas podrán participar en el sorteo. Ahora, volvamos a nuestro juego.

Johanna miró su reloj y se preguntó cómo iba a poder soportar dos segmentos más. Iban ya con retraso, debido a una demora causada por un miembro del público que, poseído por el entusiasmo, se había puesto a gritar las respuestas en mitad de la ronda rápida. Habían tenido que parar, volver a montar, calmar al concursante y empezar otra vez con una nueva batería de preguntas. Por lo general, Johanna se tomaba aquellas cosas con calma, pero en algún momento su calma se había descompuesto, y llevaba dos horas luchando por recuperar el ritmo.

Cuando el segmento acabó, estuvo a punto de suspirar de alivio. Tenía un cuarto de hora antes de que empezaran otra vez.

—Beth, tengo que hacer una llamada. Estaré en el despacho, si surge alguna crisis.

Salió del plato sin esperar respuesta. Al final del pasillo había un pequeño despacho con las cosas esenciales: un teléfono, una mesa y una silla. Johanna hizo uso de las tres cosas para llamar al hospital. Todavía le quedaban diez minutos cuando le dijeron que habían rebajado el nivel de gravedad de Cari de crítico a grave. Estaba frotándose los ojos y pensando en tomar otra taza de café cuando se abrió la puerta.

—Beth, si no es cuestión de vida o muerte, ponlo en espera.

—Podría serlo.

Johanna se irguió inmediatamente al oír la voz de Sam.

—Ah, hola. No te esperaba.

—No me esperas casi nunca —cerró la puerta tras él—. ¿Qué tal te va?

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—No muy mal.

—¿Y tu padre?

—Mejor. Creen que podrá salir de cuidados intensivos mañana.

—Eso está bien —Sam se acercó y se sentó al borde de la mesa antes de lanzarle una mirada larga y severa—. Te estás cayendo de cansancio, Johanna. Deja que te lleve a casa.

—No hemos acabado, y prometí pasarme por el hospital después de grabar.

—Está bien. Iré contigo.

—No, por favor. No es necesario, y esta noche no soy una compañía muy agradable.

Ella se miró las manos. Las tenía unidas con fuerza. Él se las tomó con determinación y se las separó.

—¿Estás intentando dar marcha atrás, Johanna?

—No. No lo sé —respiró hondo y relajó las manos—. Sam, no sabes cuánto te agradezco lo que hiciste por mí anoche, el modo en que me escuchaste sin juzgarme. Estabas ahí cuando te necesité, y eso nunca lo olvidaré.

—Eso suena a despedida —murmuró él.

—No, no, nada de eso. Pero ya deberías entender por qué me resisto a tener una relación contigo. Por qué creo que no funcionaría.

—Debo de ser muy estúpido, porque no lo entiendo. Entiendo, en cambio, por qué estás tan asustada. Johanna, tenemos que hablar.

—Tengo que volver. Sólo quedan unos minutos.

—Siéntate —le dijo él cuando hizo ademán de levantarse. Ella podría haber ignorado la orden, pero la mirada de Sam la hizo sentarse otra vez—. Intentaré darme prisa. De todos modos, ahora el tiempo es una suerte o una desgracia. Pasado mañana me voy al este para empezar a rodar.

—Ah —ella se esforzó por componer una sonrisa—. Bueno, eso está muy bien. Sé que estabas ansioso por empezar.

—Estaré fuera tres semanas, posiblemente más. Me es imposible posponerlo.

—Desde luego. Espero... bueno, espero que me cuentas qué tal van las cosas.

—Johanna, quiero que vengas conmigo.

—¿Qué?

—He dicho que quiero que vengas conmigo.

—Yo... no puedo. Tengo mi trabajo y...

—No te estoy pidiendo que elijas entre tu trabajo y yo, del mismo modo que no esperaría que tú me pidieras que eligiera entre mi trabajo y lo que siento por ti.

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—No, claro que no.

—Me gustaría creer que lo dices de verdad —se detuvo un momento para escudriñar su cara—. El guión que me mandó Max... quiero hacerlo.

—Deberías. Es perfecto para ti.

—Tal vez, pero quiero saber si también es perfecto para ti. Tu padre es el productor, Johanna.

—Ah —ella se miró un momento las manos, que Sam seguía sujetando—. Bueno, entonces, tienes al mejor.

—Quiero saber cómo te sientes, Johanna. Cómo te sientes de verdad.

—Se trata más bien de cómo te sientes tú.

—Esta vez, no. No hagas que te suplique.

—Sam, las decisiones que tomes en tu trabajo tienen que ser tuyas, pero creo que sería una estupidez desaprovechar la ocasión de trabajar con Max y con Patterson Productions. Esa película parece escrita para ti, y me decepcionaría no verte en ella.

—Tú siempre tan sensata.

—Eso espero.

—Entonces, sé sensata también con esto. Tómate unas vacaciones para venir al este conmigo —antes de que ella pudiera protestar de nuevo, Sam prosiguió—. Tienes un equipo fantástico, Johanna. Yo los he visto trabajar con mis propios ojos. Sabes que pueden ocuparse de todo durante un par de semanas.

—Supongo que sí, pero no sin previo aviso. Además, está mi padre... —dejó que sus palabras se disiparan.

Tenía que haber un sinfín de motivos, pero parecieron desvanecerse antes de que pudiera aprehenderlos.

—Está bien. Tómate una semana para asegurarte de que tu equipo está al tanto de todo y de que tu padre se recupera. Luego, ve a reunirte conmigo.

—¿Por qué?

—Me preguntaba cuándo ibas a hacerme esa pregunta —se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita. A lo largo de su vida, había hecho muchas cosas impulsivamente. Ésta no era una de ellas. Lo había pensado cuidadosamente, y al final había dado con una respuesta. Necesitaba a Johanna—. Cosas como ésta suelen hablar por sí mismas —abrió la tapa, la tomó de la mano y le puso la cajita en la palma—. Quiero que te cases conmigo.

Ella se quedó mirando aquel diamante perfecto. Tenía un corte cuadrado, muy clásico y sencillo. Era la clase de anillo, pensó, con el que soñaban las chicas cuando fantaseaban con caballeros blancos y castillos en el aire.

—No puedo.

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—¿Que no puedes qué?

—No puedo casarme contigo. Ya lo sabes. No tenía ni idea de que estabas pensando en esto.

—Yo tampoco, hasta hoy. Cuando me llamó Marv, comprendí que tenía dos opciones: podía irme al este y darle vueltas, o podía dar el paso y dejar que se las dieras tú —le tocó las puntas del pelo—. Yo estoy seguro, Johanna.

—Lo siento —ella le devolvió la cajita. Al ver que Sam no la aceptaba, la dejó sobre la mesa—. No quiero hacerte daño. Ya lo sabes. Por eso no puedo aceptar.

—Ya va siendo hora de que sueltes parte del lastre que has estado arrastrando, Johanna —Sam se puso en pie y la hizo levantarse—. Los dos sabemos que lo nuestro no pasa todos los días. Tal vez pienses que me estás haciendo un favor al rechazarme, pero te equivocas. Te equivocas del todo.

Sus dedos se enredaron entre el pelo de Johanna cuando la besó. Incapaz de refrenarse, ella le rodeó con los brazos y se aferró a sus hombros mientras en su cabeza giraban en torbellino docenas de preguntas.

—¿Me crees cuando te digo que te quiero? —preguntó él.

—Sí —Johanna lo abrazó con más fuerza y escondió la cara contra su hombro para absorber su olor—. Sam, no quiero que te vayas. Sé que tienes que irte, y sé que voy a echarte muchísimo de menos, pero no puedo darte lo que quieres. Si pudiera... si pudiera, tú serías el único al que se lo daría.

Sam ni siquiera esperaba oír aquello. Otro hombre se habría sentido desalentado, pero él se había tropezado con tantos muros a lo largo de su vida que uno más no iba a hacerlo desistir. Sobre todo, porque tenía la intención de derribar aquél ladrillo a ladrillo.

La besó en la frente.

—Yo ya sé lo que quiero y lo que necesito —la apartó hasta que sus ojos se encontraron—. Será mejor que empieces a pensar en ti misma, Johanna. En lo que quieres, en lo que necesitas. Sólo en ti. Eres muy lista y sé que pronto darás con una respuesta —la besó de nuevo hasta dejarla sin aliento—. Mantente en contacto.

Johanna no tuvo fuerzas para hacer nada, salvo dejarse caer en la silla cuando Sam se marchó. El programa iba a empezar, pero ella siguió sentada, mirando fijamente el anillo que él había dejado atrás.

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Capítulo 12Sam estaba jugando con ella. Johanna lo sabía y, aunque intentaba no morder el anzuelo, sentía ya cómo iba recogiendo el sedal. Sam llevaba fuera dos semanas y sólo la había llamado una vez.

Pero le enviaba flores.

Llegaban cada tarde. Susanas de ojos negros un día; orquídeas blancas, otro. Johanna no podía entrar en ninguna habitación de su casa sin pensar en él. Tras la primera semana, las flores habían empezado a llegar a su oficina: un ramillete de violetas, un enorme ramo de rosas de té. Ni siquiera allí podía escapar de él.

Sí, definitivamente Sam estaba jugando con ella, y no estaba jugando limpio.

Naturalmente, no iba a casarse con él. Eso era absurdo. No creía que la gente pudiera amarse, honrarse y respetarse toda la vida. Se lo había dicho a él, y se había sentido muy mal, pero no tenía intención de cambiar de idea.

Tal vez llevara el anillo consigo (para no perderlo, claro), pero no lo había sacado de la cajita. Al menos, no más de dos o tres veces.

Se alegraba de tener más trabajo; de ese modo, estaba incesantemente ocupada y no tenía mucho tiempo para deprimirse y echarlo de menos. A no ser que se contaran las largas y solitarias noches que pasaba esperando que sonara el teléfono.

Sam le había dicho que se mantuviera en contacto, pero no le había dicho dónde iba a estar. De haber querido, podría haberlo encontrado con bas-tante facilidad. Daba la casualidad de que ciertas pesquisas, muy discretas, habían hecho llegar a sus manos el nombre y la dirección de su hotel, pero eso no significaba que pretendiera llamarlo. Si llamaba, él sa-bría que se había tomado la pequeña molestia (mejor dicho, la gran molestia) de averiguar dónde estaba.

Y entonces sabría que no sólo había mordido el cebo, sino que se lo había tragado entero.

Al acabar la segunda semana, estaba furiosa con él. La había arrinconado, la había puesto en una situación incómoda, la había forzado a entrar por el aro y luego se había marchado dejándola atrapada. Uno no le pedía a una mujer que se casara con él, le ponía un anillo en la mano y luego se largaba como si nada.

En alguna ocasión se le había ocurrido meter el anillo en un sobre y mandárselo por correo. Eso había sido a las tres de la madrugada del decimoquinto día. Había dado mil vueltas en la cama, vapuleado las almohadas un par de veces y jurado hacer justo eso en cuanto abrieran la estafeta de correos por la mañana.

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Y lo habría hecho, de no ser porque había salido de casa con unos minutos de retraso. Luego, a la hora de comer, había estado muy liada y no había podido sacar cinco minutos hasta pasadas las seis. Pero al final decidió no mandar el anillo por correo, pensando que sería más civilizado y amable arrojárselo a la cara en cuanto volviera a Los Angeles.

Era mala suerte que, precisamente ese día, él hubiera decidido enviarle un ramo de nomeolvides, que, por casualidad, era una de sus flores preferidas.

Al acercarse la tercera semana, Johanna estaba hecha polvo. Sabía que se merecía las miradas recelosas de sus compañeros. Pasó la grabación del lunes gruñendo a cada interrupción. Pero tenía la excusa de que había quedado en llevarle unas copias a su padre esa noche.

Cari no estaba particularmente interesado en el programa, y ella lo sabía, pero la convalecencia le estaba sentando bien. Ansiaba tanto vivir que estaba dispuesto a seguir las órdenes del médico, pero eso no significaba que no pudiera revisar todo aquello en lo que estaba metida su productora. Johanna aguardó las copias con impaciencia, paseándose de un lado a otro por el plato mientras jugueteaba con la cajita que llevaba en el bolsillo.

—Aquí tienes —Bethany compuso una sonrisa exagerada—. Intenta no comértelas de camino a casa.

Johanna se las guardó en el bolso.

—Mañana te necesito aquí a las nueve. Podemos ir adelantando algo antes de que llegue la hora de grabar.

—Lo que tú digas.

Johanna achicó los ojos al percibir el tono excesivamente vivaz de su ayudante.

—¿Tienes algún problema?

—¿Yo? —Bethany abrió los ojos de par en par, toda inocencia—. No, yo no. Bueno, está mi espalda.

—¿Tu espalda? ¿Qué le pasa a tu espalda?

—Nada. Que suele dolerme un poco cuando me azotan.

Johanna abrió la boca y luego volvió a cerrarla con un soplido.

—Lo siento. Supongo que estoy un poco nerviosa.

—Sólo un poquito. Tiene gracia, pero si alguien me hubiera estado mandando flores durante semanas, yo estaría un poco más alegre.

—Cree que es lo único que hace falta para manejarme con un dedito.

—Hay cosas peores. Perdona. Olvida que lo he dicho —dijo Bethany inmediatamente, levantando una mano—. No hay nada más diabólico que mandar una cesta de lirios. Está claro que ese tío es un cerdo.

Johanna sonrió por primera desde hacía semanas.

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—Es maravilloso.

Aquella sonrisa confirmó lo que las malas caras de Johanna ya le habían dicho a Bethany.

—¿Lo echas de menos?

—Sí, lo echo de menos. Y él lo sabe.

Bethany tenía una visión de las relaciones amorosas sumamente franca y directa. Si uno quería a alguien, lo demostraba, y luego invertía toda su energía en que aquello funcionara. Su solución para Johanna era igual de simple.

—¿Sabes, Johanna?, hay la misma distancia de la costa oeste a la este, que de la costa este a la oeste.

Johanna ya había pensado ir. No lo había considerado seriamente, pero lo había pensado.

—No, no puedo —tocó la cajita que llevaba en el bolsillo—. No sería justo para él.

—¿Por?

—Porque yo no quiero... no puedo... —movida por un impulso, sacó la cajita y la abrió—. Por esto.

—¡Oh, Dios mío! —Bethany no pudo reprimir un largo suspiro—. Oh, cielos —logró decir, oliendo ya a flores de azahar—. Felicidades, mis mejores deseos y buen viaje. ¿Dónde hay una botella de champán cuando una la necesita?

—No, no he aceptado. Ni voy a aceptar. Le dije que no.

—Entonces, ¿por qué llevas el anillo?

Como la pregunta era razonable, Johanna sólo pudo fruncir el ceño y mirar fijamente el reluciente diamante.

—Es que me lo puso en la mano y se marchó.

—Qué romántico, ¿no?

—Bueno, no fue así exactamente... Pero casi —añadió—. Fue más bien un ultimátum que una declaración, pero en todo caso le dije que no.

A Bethany todo aquello le parecía deliciosamente romántico, pero se mordió la lengua.

—Entonces, sólo se te ha ocurrido ir por ahí con el anillo en el bolsillo unos días.

—No, yo... —tenía que haber alguna excusa razonable—. Quería tenerlo a mano para devolvérselo.

Bethany se quedó pensando un momento y luego ladeó la cabeza.

—Creo que es la primera mentira que te oigo contar desde que te conozco.

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—No sé por qué lo tengo todavía —Johanna cerró la cajita de golpe y volvió a guardársela en el bolsillo—. Pero no tiene importancia.

—No, la verdad es que yo siempre he pensado que las proposiciones de matrimonio y los anillos de diamantes no eran como para tirar cohetes —le puso una mano sobre el hombro—. Lo que necesitas es un poco de aire fresco.

—Yo no creo en el matrimonio.

—Eso es como no creer en Santa Claus —al ver que Johanna levantaba una ceja, Bethany meneó la cabeza—. Johanna, no me digas que tampoco crees en Santa Claus. Puede que sea una fantasía, pero lleva rondando por ahí mucho tiempo, y va a seguir así.

Resultaba difícil contradecir aquel argumento. Johanna decidió que estaba demasiado cansada para intentarlo.

—Hablaremos de eso en algún otro momento. Tengo que ir a llevar estas cintas —se dirigió a la salida con Bethany a su lado—. Me gustaría que esto quedara entre nosotras.

—Me lo llevaré conmigo a la tumba.

—Me haces mucho bien —le dijo Johanna, riendo—. Voy a sentir mucho perderte.

—¿Estoy despedida?

—Tarde o temprano serás tú la que se despida. No te conformarás mucho tiempo con ser la ayudante de otra persona —al salir a la calle, Johanna respiró hondo. Habían cambiado tantas cosas desde que, unas semanas antes, salió con Bethany del plato...—. Dejando a Santa Claus aparte, ¿tú crees en el matrimonio, Beth?

—Yo soy una chica chapada la antigua con fuertes convicciones feministas. Sí, creo en el matrimonio siempre y cuando los implicados estén dispuestos a poner todo de su parte para que funcione.

—¿Sabes qué probabilidad hay de que un matrimonio salga bien en esta ciudad?

—Muy pocas. Pero para marcar un tanto hay que batear la bola. Nos vemos mañana.

—Buenas noches, Beth.

Johanna le estuvo dando vueltas a la cabeza mientras iba en su coche hacia Beverly Hills. Estaba confusa, pero siempre acababa pensando en Sam. Empezaba a darse cuenta de que no podía evitarlo, aunque no estuviera con él.

La verja estaba cerrada, como siempre. Estiró el brazo, apretó el botón del intercomunicador y esperó a que el ama de llaves de su padre le preguntara su nombre. Un momento después, las puertas se abrieron silenciosamente.

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El camino que llevaba a la casa no avivaba en ella ningún recuerdo infantil. Veía la finca como una adulta. Tal vez siempre había sido así. Era deslumbrante: las columnas blancas, las terrazas y los balcones. El exterior había cambiado poco desde sus recuerdos más tempranos.

El interior había sufrido mayores reformas, dependiendo de su señora. Su madre prefería el estilo delicado y femenino de la época de Luis XV. Darlene se había decantado por el art nouveau hasta en los apliques de la luz. La última esposa de su padre se había decidido por un estilo opulento y elegante. Sin duda Toni no tardaría en dejar también allí su impronta.

Le abrió la puerta una doncella de uniforme gris antes de que llegara a lo alto de la ancha y curvada escalinata.

—Buenas noches, señorita Patterson.

—Buenas noches. ¿Me está esperando el señor Patterson?

—Él y la señorita DuMonde están en el cuarto de estar.

—Gracias.

Johanna cruzó las relucientes baldosas y esquivó el estanque de peces que había hecho instalar la última esposa de su padre. Cari tenía buen aspecto; iba vestido con un batín azul oscuro y parecía impaciente. Tendida lánguidamente en el sofá, frente a él, Toni bebía vino y hojeaba una revista. Johanna estuvo a punto de sonreír al ver que era una revista de moda y decoración.

—Te esperaba hace una hora —dijo Cari sin preámbulos.

—Hemos acabado tarde —sacó las cintas del bolso y las dejó sobre la mesa, junto a él—. Tienes buen aspecto.

—No me pasa nada.

—Cari está un poco aburrido —Toni se estiró y se sentó. Llevaba un pijama de seda del color de un melocotón maduro. El mohín que lucía en la cara iba perfectamente con el pijama—. Quizá contigo se divierta más que conmigo —se levantó y salió tranquilamente de la habitación.

Johanna levantó una ceja.

—¿Llego en mal momento?

—No —Cari se levantó con esfuerzo y se dirigió al bar. Johanna reprimió una protesta y se alegró al ver que se servía un agua con gas—. ¿Quieres algo?

—No, gracias. No puedo quedarme.

Cari añadió con desgana una rodaja de limón.

—Creía que ibas a quedarte hasta que vieras las cintas.

—Para eso no me necesitas —se dio cuenta de que su padre quería compañía. Y, como recordaba lo solo y viejo que le había parecido en el hospital, dio marcha atrás—. Puedo ponértelas y contestar a las preguntas que se te ocurran sobre uno o dos segmentos.

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—Ya he visto el programa, Johanna. Dudo que se me ocurra alguna pregunta sobre mi propio concurso.

—Ya —Johanna recogió el bolso que acababa de dejar en el suelo—. Entonces, te dejo.

—Johanna —Cari se aclaró la garganta, se dio la vuelta y se sentó de nuevo—. Has hecho un buen trabajo con el programa.

Esta vez, Johanna levantó ambas cejas.

—Gracias —volvió a dejar el bolso y miró su reloj.

—Si tienes una cita, vete de una vez.

—No, la verdad es que intentaba memorizar la hora. Como es la primera vez en mi vida que me haces un cumplido, quiero recordar cuándo ha sido.

—No hace falta que te pongas sarcástica.

—Puede que no —cruzó la habitación para sentarse, pero se quedó al borde de la silla. Nunca se había sentido cómoda en aquella casa—. Me alegra que estés tan bien. Por si te interesa, puedo hacer que te envíen las copias de la grabación de mañana de los programas nocturnos. Vamos a regalar un viaje para dos a Puerto Vallaría durante la ronda rápida.

Él se limitó a gruñir. Johanna cruzó las manos y continuó.

—Si un concursante alcanza el círculo de los ganadores y contesta solo a todas las preguntas, sin que intervenga su compañero, ganará un coche. Esta semana vamos a usar un sedán. De cuatro puertas.

—No me interesan los premios.

—Eso me parecía, pero tal vez prefieras un enfoque distinto o veas algún defecto cuando revises las cintas. Seguro que sabes que puedes hacer tantas cosas aquí como en una oficina.

—No pienso estar aquí sentado eternamente.

—De eso no hay duda —no, su padre retomaría su trabajo, a todo vapor, muy pronto. Tal vez aquella fuera la única ocasión de que dispusiera—. Antes de que me vaya, me gustaría preguntarte una cosa.

—Si tiene que ver con el nuevo piloto, ya lo he visto y le he dado mi aprobación.

—No, es personal.

Cari se sentó, acunando su vaso. No le importaba prescindir del alcohol ni la mitad que prescindir de sus habanos. En lugar de contestar, se limitó a inclinar la cabeza para que Johanna continuara.

—¿Por qué quieres casarte con Toni DuMonde?

A Cari, aquella pregunta le pareció surgida de la nada. Nadie cuestionaba sus motivos, ni sus decisiones.

—Yo diría que eso es cosa de Tony y mía. Si te incomoda la diferencia de edad...

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—A mí me importaría bien poco que hubiera el doble de diferencia de la que ya hay —repuso Johanna—. Sólo es por curiosidad.

—Voy a casarme con ella porque quiero.

Johanna se quedó callada un minuto, observándolo. Tal vez con Cari las cosas fueran así de simples. Lo que quiero, lo hago. Lo que codicio, lo poseo.

—¿Piensas permanecer casado con ella?

—Mientras nos convenga a ambos, sí.

Ella sonrió un poco y asintió con la cabeza. Eso, al menos, era una verdad inapelable.

—¿Por qué te casaste con mi madre?

Si su primera pregunta lo había sorprendido, ésta lo dejó sin habla. Al mirar a Johanna, advirtió el parecido que siempre había procurado ignorar. Pero su rostro tenía más carácter. Más brío.

—¿A qué viene esto? Nunca antes me habías preguntado por ella.

—Tal vez debí hacerlo. Empezamos a hablar de ella cuando estabas en el hospital, pero supongo que entonces no estaba preparada. Ahora tengo que tomar una decisión y no puedo hacerlo hasta que la entienda un poco mejor. ¿La querías?

—Claro. Era preciosa, fascinante. Los dos estábamos empezando. En aquella época no había hombre que conociera a Glenna y no se enamorara de ella.

Johanna no encontraba razones para el amor y la fidelidad en aquellas respuestas.

—Pero tú eres el único que se casó con ella. Y el único que se divorció de ella.

—Nuestro matrimonio fue un error —contestó él; de pronto parecía incómodo—. Los dos nos dimos cuenta antes de que pasara un año. No es que no nos sintiéramos atraídos el uno por el otro. Como te decía, era preciosa, muy delicada. Tú te pareces a ella —sostuvo la copa a medio camino de la boca al ver la expresión de Johanna. Quizá nunca hubiera sido un padre cariñoso, pero era un hombre astuto—. Si te preocupa su salud, olvídalo. Glenna siempre fue inestable. Y, cuando bebía, todavía lo era más. Pero yo nunca he visto esos síntomas en ti. Y te aseguro que me he fijado.

—¿Ah, sí? —murmuró Johanna.

—Tú nunca has sido dada a los extremos —prosiguió él—. Por lo visto, lo que has heredado de mí ha compensado el resto.

—¿De veras? —esta vez, su voz sonó firme y su mirada segura—. Siempre me he preguntado qué había heredado de ti, si es que he heredado algo.

El pareció tan sorprendido que a Johanna le pareció que no estaba fingiendo.

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—Eres productora, ¿no? Y muy buena. Con eso está todo dicho. Los Patterson siempre hemos sido personas fuertes y prácticas. Y ambiciosas. Ahora que lo pienso, yo diría que sales a mi abuela. Era una mujer muy decidida, nunca se quedaba sentada viendo pasar el mundo. Además, has heredado su pelo —concluyó, y por primera vez desde hacía años miró atentamente a su hija.

Johanna se llevó la mano al pelo, desconcertada.

—¿De tu abuela?

—De tu madre no lo has sacado —repuso él con una risa amarga—. Ella lo sacaba de su peluquero. Era uno de sus más preciados secretos. El suyo era castaño. Castaño claro y sin brillo. Bien sabe Dios que de ella no has sacado la energía. Eso lo has heredado de los Patterson —no lo dijo con orgullo; se limitó a enunciarlo.

Así pues, Cari era, a fin de cuentas, su padre. Johanna se quedó parada y esperó una oleada de emoción. Al ver que no llegaba, exhaló un suspiro. Nada había cambiado en realidad. Entonces curvó los labios. Claro, que tal vez hubiera cambiado todo.

—Me gustaría que alguna vez me hablaras de ella. De tu abuela —se levantó y miró su reloj con atención—. Tengo que irme. Salgo de viaje. El equipo se las arreglará sin mí durante unos días.

—¿De viaje? ¿Cuándo?

—Esta noche.

Johanna tomó el último vuelo. Había tenido el tiempo justo antes de embarcar para llamar a Bethany y darle instrucciones rápidas y precisas para el día siguiente y para que cuidara y diera de comer a su gata. Había despertado a Bethany de un profundo sueño, pero podía confiar en ella.

Sentada en su asiento, con el cinturón puesto, contempló Los Ángeles y sintió que las convicciones que habían regido toda su vida se desvanecían. Había dado un salto, el más importante de su vida, sin estar siquiera segura de si aterrizaría en terreno sólido.

En algún lugar sobre Nevada se quedó dormida y se despertó sobrevolando Nuevo México, presa de un pánico ciego. En nombre del cielo, ¿qué estaba haciendo, viajando miles de kilómetros sin siquiera un cepillo de dientes? Era impropio de ella no hacer planes, ni listas. Al día siguiente tenían que grabar. ¿Quién iba a ocuparse de los pormenores, de supervisar al personal? ¿Quién se las vería con John Jay?

Otra persona, se dijo. Por una vez, tendría que ser otra persona.

Viajó de costa a costa, durmiendo a ratos, con sobresaltos, y preguntándose si había perdido la cabeza. En Houston estuvo a punto de perder los nervios. Pero cambió de avión y se acomodó en el segundo decidida a llegar hasta el final.

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Tal vez no estuviera siendo sensata o responsable, pero todo el mundo tenía derecho a actuar impulsivamente una vez en la vida. Aunque luego se pasara el resto de sus días lamentándolo.

Casi segura de que así sería, llegó a Baltimore poco después de amanecer. La terminal estaba desierta, de no ser por los escasos pasajeros que dormitaban a la espera de sus transbordos. Hacía frío en Maryland, y se alegró de llevar la chaqueta del traje.

La misma chaqueta, pensó, que se había puesto la mañana anterior, cuando todavía estaba cuerda. El cielo, lleno de nubes plomizas, auguraba lluvia cuando subió a un taxi y le dio al conductor el nombre del hotel de Sam.

La suerte estaba echada, se dijo. Le alivió un poco cerrar los ojos y hacer caso omiso de aquel paisaje desconocido. Si no lo miraba, se pensaría que estaba al otro lado del país. En Los Angeles, la gente estaba dando vueltas en sus camas, ovillada en sus almohadas, y la mañana aún quedaba lejos. Allí se estaban despertando y preparándose para encarar el día.

Igual que ella.

Pagó al taxista e intentó no pensar. La lluvia empezó a caer cuando entró en el vestíbulo.

Suite 621. Por lo menos sabía el número; así se ahorraría el mal trago de tener que acercarse al mostrador de recepción y convencer al empleado de que no era una fan. Agarró el asa de su bolso y subió al sexto piso. Salir del ascensor le resultó fácil. Incluso consiguió recorrer el pasillo hasta su puerta.

Luego se quedó mirándola fijamente.

¿Y si Sam no la quería allí? ¿Y si no estaba solo? A fin de cuentas, no tenía derecho alguno sobre él, no le había hecho ninguna promesa. Y se había negado a aceptar, incluso a escuchar, las de él. Sam era libre para... para hacer lo que quisiera y con quien quisiera.

Convencida de que no podría soportarlo, dio media vuelta y se alejó dos pasos de la puerta.

Era absurdo, se dijo. Acababa de pasar un montón de horas en un avión, había viajado miles de kilómetros, y ahora no tenía valor para llamar a la puerta.

Irguió los hombros, levantó la barbilla y llamó. Al sentir que se le revolvía el estómago, se metió automáticamente la mano en el bolsillo en busca de sus antiácidos. Sus dedos se cerraron sobre la cajita de terciopelo. Envalentonada, llamó otra vez.

Sam se despertó maldiciendo. Habían estado rodando hasta pasadas las dos, y apenas había tenido fuerzas para desvestirse antes de meterse en la cama. Y ahora el maldito ayudante del director se ponía a aporrear su puerta. Cualquier idiota sabía que no podían filmar ninguna de las escenas previstas en exteriores con aquella lluvia.

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Aturdido y presa del deseo de vengarse, arrancó la sábana de arriba de la cama y se envolvió el cuerpo con ella. Se tropezó con el bajo, maldijo otra vez y abrió la puerta de un tirón.

—Maldita sea... —de pronto se le quedó la boca seca. Tenía que estar soñando. Johanna estaba al otro lado del continente, acurrucada bajo sus sábanas. Entonces vio que sus labios se curvaban antes de que empezara a balbucir una disculpa.

—Siento haberte despertado. Debí... esperar. O llamar.

«O no haber venido», pensó, angustiada.

Pero Sam la arrastró dentro de la habitación, y ella dejó de pensar. La puerta se cerró de golpe y Johanna se encontró con la espalda pegada a ella y la boca cautiva.

—No digas ni una palabra —le ordenó él al ver que tomaba aire—. Ni una palabra. Aún no.

Habría sido imposible hablar. Mientras la llevaba a través del cuarto de estar, Sam fue quitándole la chaqueta y luchando con los botones de su blusa. Con una risa gutural, Johanna tiró de la sábana, que quedó tras ellos, formando una blanca estela, mientras se abrían paso hacia el dormitorio.

La falda de Johanna se deslizó hasta sus caderas, y Sam la levantó en vilo para quitársela del todo. Mientras la acariciaba, ella se quitó un zapato. Estaban casi en la puerta del dormitorio cuando logró librarse del otro.

Sam ni siquiera estaba despierto. Seguía aferrado a los dedos adormecidos del sueño cuando cayeron en la cama.

Johanna estaba allí. Sueño o realidad, estaba allí. Su piel seguía siendo igual de suave y fragante. Sus labios, que se abrieron para él, conservaban aún aquel sabor único que añoraba desde que lo había probado por última vez. Cuando ella suspiró y lo rodeó con los brazos, Sam comprendió que había oído todo lo que necesitaba oír.

Llenos de dicha, rodaron sobre la cama revuelta mientras la lluvia arreciaba y golpeaba las ventanas.

Johanna no se había equivocado al ir. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido antes, lo que ocurriera después, había acertado al aprovechar el momento. Y al darle tiempo a Sam. No hubo preguntas, ni necesidad de explicación, ni de excusas; sólo una alegría que crecía y crecía hacia un placer deslumbrante.

Se unieron en cuerpo y alma, en sintonía, y llevaron aquel gozo hasta su cúspide.

Los truenos se desataron mientras Sam la abrazaba de nuevo. O quizás ya habían empezado, y no se habían dado cuenta. Ahora, mientras la tormenta se desataba sobre la ciudad, estaban juntos, solos y enamorados. A veces eso era realmente lo único que importaba.

Johanna tenía la mano posada sobre el pecho de Sam y la cabeza sobre su hombro mientras regresaban, flotando, a tierra firme. La penumbra de la

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tormenta mantenía la habitación a oscuras, pero para Johanna nunca había habido una mañana más hermosa.

—¿Sólo venías de paso? —murmuró Sam.

Ella abrió los dedos sobre su pecho.

—Me surgió un asunto urgente en la costa este.

—Entiendo —eso esperaba, pero podía permitirse esperar—. ¿Estás buscando un concursante?

—No exactamente —los nervios empezaban a apoderarse de ella otra vez—. Supongo que hoy no tenías que madrugar.

—Si sigue lloviendo (cruzo los dedos), hoy no tendré que trabajar —se estiró lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Íbamos a rodar en el puerto. Un sitio genial. El mejor marisco que he probado —ya se imaginaba llevando allí a Johanna—. En cuanto eso esté terminado, habremos acabado aquí.

Un mohín, cosa que Johanna nunca se permitía, se formó en sus labios.

—Ya han pasado algo más de tres semanas.

Sam confiaba en que lo que creía advertir en su voz fuera enojo.

—Sí, algo.

—Supongo que has estado tan ocupado que no has podido llamarme para decirme qué tal iban las cosas.

—No.

—¿No? —Johanna se apoyó en el codo y lo miró con el ceño fruncido.

—No, no he estado demasiado ocupado para llamarte. Pero no te he llamado.

—Ah, entiendo —Johanna hizo amago de levantarse, pero un instante después se encontró de nuevo tumbada y con Sam inclinado sobre ella.

—Espero que no creas que vas a salir de esta habitación.

—Ya te he dicho que tengo cosas que hacer.

—Sí. ¿Es una coincidencia que tengas asuntos que resolver en Baltimore y que por casualidad te alojes en mi hotel... y, según parece, en mi habitación?

—No voy a quedarme.

—No me digas —Sam le mordió suavemente la mandíbula—. ¿Por qué has venido, Johanna?

—Preferiría no hablar de eso. Quiero mi ropa —dijo ella, crispada.

—Claro. Deja que te la traiga.

Sam salió de la habitación dejando a Johanna cubierta apenas con una almohada. Ella empezó a levantarse cuando él volvió con su traje arrebujado en los brazos. Luego, Sam abrió la ventana y lo tiró fuera. Johanna se quedó boquiabierta.

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—¿Qué coño haces? —olvidó la almohada, se levantó de un salto y corrió a la ventana—. Has tirado mi ropa —lo miró, aturdida—. ¡La has tirado por la ventana!

—Eso parece.

—¿Es que te has vuelto loco? Sólo he traído esa ropa, y ahora está ahí abajo, y empapada. No tengo nada que ponerme para salir de aquí. Sólo los zapatos.

—Con eso contaba. Me parecía el mejor modo de asegurarme de que te quedabas.

—Tú estás loco —hizo amago de asomarse a la ventana, pero recordó que estaba desnuda y se dejó caer en la cama—. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Ponerte una de mis camisas, supongo. Sírvete tú misma —señaló el ropero—. De paso, tírame unos vaqueros. Me resulta difícil hablar contigo razonablemente si no llevamos puesto nada, excepto una sonrisa.

—Yo no estoy sonriendo —replicó ella entre dientes mientras le tiraba unos pantalones—. Era uno de mis mejores trajes, y además... —se le helaron los dedos sobre los botones de la camisa que acababa de ponerse—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío! ¡En la chaqueta! ¡Estaba en la chaqueta! —corrió a la puerta con la camisa todavía a medio abrochar. Pero Sam consiguió cerrarla antes de que saliera.

—Creo que no vas vestida para dar un paseo, Johanna. Aunque estás preciosa. En realidad, estás tan guapa que creo que quiero que me devuelvas mi camisa.

—¿Quieres dejar de hacer el tonto? —ella intentó apartarlo de un empujón, pero no pudo—. ¡Lo has tirado por la ventana! No puedo creer que seas tan idiota. ¡Has tirado mi anillo por la ventana!

—¿Qué anillo?

—Mi anillo, el que me diste. ¡Oh, por el amor de Dios! —pasó por debajo de su brazo para correr de nuevo a la ventana—.Va a llevárselo alguien.

—¿El traje?

—No, el traje me importa un bledo. ¡Al diablo con el traje! Quiero mi anillo.

—Está bien. Aquí lo tienes —Sam estiró el meñique y se lo ofreció—. Creo que se te cayó la caja del bolsillo cuando... cuando te dije hola.

Johanna soltó un grito de alegría y echó mano del anillo antes de darse cuenta de lo que hacía.

—Maldita sea, Sam, lo has tenido todo el tiempo y me has hecho creer que lo había perdido.

—Ha sido agradable saber que te importaba —sostuvo el anillo entre los dos—. ¿Vas a dejar que te lo ponga?

—Por mí puedes...

—Estoy abierto a sugerencias —le sonrió de un modo que a Johanna le pareció completamente injusto. Hasta su enfado le falló.

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—Me gustaría sentarme un momento —se sentó, dejándose caer en la cama. La alegría y el enojo habían pasado. Había ido allí con un propósito, y era hora de llevarlo a cabo—. He venido a verte.

—¿Sí? ¿De veras?

—No te burles de mí.

—Está bien —Sam se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros—. Entonces creo que puedo decirte que, si no hubieras venido o llamado en las próximas veinticuatro horas, pensaba volver, con película o sin ella.

—No me has llamado.

—No, no te he llamado porque creo que los dos sabemos que eras tú quien tenía que dar el siguiente paso. Y espero que lo hayas pasado tan mal como yo —le besó el pelo—. Bueno, entonces, ¿qué va a ser?

—Quiero decirte que anoche hablé con mi padre —ladeó la cabeza para poder mirarlo—. Es mi padre.

Sam le apartó con delicadeza el pelo de la cara.

—¿Va todo bien?

—No es una historia de esas en las que todo acaba bien, pero no está mal. Supongo que nunca estaremos unidos, y ahora puedo aceptarlo. No soy como él, ni tampoco como mi madre. Me ha costado todo este tiempo darme cuenta de que no pasa nada. De que estoy bien.

Sam la besó otra vez y sintió el placer tanto de su olor como de su confianza.

—Eso podría habértelo dicho yo, si me hubieras escuchado.

—Ahora te escucho; ahora que me lo he dicho a mí misma —exhaló un largo suspiro y tomó las manos de Sam—. Necesito preguntarte algo, Sam. Casi podría decirse que es la pregunta ganadora.

—Yo trabajo mejor bajo presión.

Los ojos de Johanna, sin embargo, no sonreían.

—¿Por qué quieres casarte conmigo?

—¿Eso era? —él levantó las cejas y luego se echó a reír y la abrazó—. Creía que ibas a hacerme una pregunta difícil. Quiero casarme contigo porque te quiero y te necesito. Mi vida cambió cuando tú entraste en ella.

—¿Y mañana?

—Vaya, una pregunta con dos partes —murmuró él—. Podría prometerte cualquier cosa —la apartó para besarle la mejilla y luego las cejas y los labios—. Ojalá hubiera garantías, pero no las hay. Sólo puedo decirte que, cuando pienso en el mañana, cuando pienso en lo que sucederá dentro de diez años, pienso en ti. Pienso en nosotros.

No podría haberlo dicho mejor, pensó ella mientras le acariciaba la cara. No, no había garantías, pero tenían una oportunidad. Una buena oportunidad.

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—¿Puedo preguntarte una cosa más?

—Siempre y cuando al final me des una respuesta.

—¿Crees en Santa Claus?

Lo que lo hizo más perfecto, si cabía, fue que él ni siquiera vaciló.

—Claro. ¿No cree todo el mundo?

Johanna sonrió.

—Te quiero, Sam.

—Esa era la respuesta que quería.

—Parece que has ganado —le tendió la mano para que le pusiera el anillo en el dedo. Daba la impresión de que aquel era su sitio, y el de ella—. Parece que los dos hemos ganado.

Fin

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