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DIECIOCHO 36.1 (Spring 2013) 109 JOSEPH TOWNSEND Y LA CUESTIÓN DE LOS POBRES EN LA ESPAÑA ILUSTRADA JOSÉ LUIS RAMOS GOROSTIZA Universidad Complutense, Somosaguas Introducción El socorro de los pobres fue uno de los grandes temas económicos europeos desde comienzos de la Edad Moderna, cuando la expansión económica y la revolución comercial otorgaron una nueva dimensión a la mendicidad, que se convirtió entonces en un verdadero problema social (Perrotta 96-7) 1 . De hecho, desde principios del siglo XVI hasta finales del XVIII el prolongado debate de ideas que se dio en los distintos países en torno al mejor modo de abordar el citado problema revela que éste nunca consiguió atajarse de modo plenamente satisfactorio. En la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII, el reverendo Joseph Townsend (1739-1816) fue uno de los autores más destacados en relación a la controvertida cuestión de los pobres, con dos obras importantes sobre el particular: A Dissertation on the Poor Laws (1786) y Observations on Various Plans Offered to the Public, for the Relief of the Poor (1788). Cuando viajó por España en 1786 –a lo largo de un año y cuatro meses– también se interesó muy especialmente por la forma en que la problemática de los pobres era abordada en el país. Aunque otros viajeros británicos aludieron de pasada al tema, Townsend fue el único que lo trató con amplitud y conocimiento de causa en A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787 (1791), auténtico modelo de libro de viajes de la Ilustración y quizá el mejor texto sobre España escrito por un extranjero en el siglo XVIII. No en vano, Townsend unía a su gran capacidad analítica unas amplias inquietudes intelectuales –incluyendo la agronomía, la paleontología y la geología–, una buena formación –con estudios de cultura clásica en Cambridge y de medicina en Edimburgo–, y una notable experiencia viajera previa –Irlanda, Francia, Holanda y Flandes– (Robertson 134) 2 . La figura de Joseph Townsend constituye un vehículo idóneo para aproximarse a la cuestión de los pobres en la España de la Ilustración. Por 1 Sobre la cuestión de la pobreza en la época moderna, véase Woolf (11-58). 2 Sobre la interesante vida de Townsend véase el artículo de Morris, donde también se analizan someramente sus trabajos sobre medicina, ciencia política, asuntos religiosos, botánica, geología y paleontología.

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DIECIOCHO 36.1 (Spring 2013)

 

109

JOSEPH TOWNSEND Y LA

CUESTIÓN DE LOS POBRES EN LA ESPAÑA ILUSTRADA

JOSÉ LUIS RAMOS GOROSTIZA

Universidad Complutense, Somosaguas

Introducción El socorro de los pobres fue uno de los

grandes temas económicos europeos desde comienzos de la Edad Moderna, cuando la expansión económica y la revolución comercial

otorgaron una nueva dimensión a la mendicidad, que se convirtió entonces en un verdadero problema social (Perrotta 96-7)1. De hecho, desde principios del siglo XVI hasta finales del XVIII el prolongado debate de ideas que se dio en los distintos países en torno al mejor modo de abordar el citado problema revela que éste nunca consiguió atajarse de modo plenamente satisfactorio.

En la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII, el reverendo Joseph Townsend (1739-1816) fue uno de los autores más destacados en relación a la controvertida cuestión de los pobres, con dos obras importantes sobre el particular: A Dissertation on the Poor Laws (1786) y Observations on Various Plans Offered to the Public, for the Relief of the Poor (1788). Cuando viajó por España en 1786 –a lo largo de un año y cuatro meses– también se interesó muy especialmente por la forma en que la problemática de los pobres era abordada en el país. Aunque otros viajeros británicos aludieron de pasada al tema, Townsend fue el único que lo trató con amplitud y conocimiento de causa en A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787 (1791), auténtico modelo de libro de viajes de la Ilustración y quizá el mejor texto sobre España escrito por un extranjero en el siglo XVIII. No en vano, Townsend unía a su gran capacidad analítica unas amplias inquietudes intelectuales –incluyendo la agronomía, la paleontología y la geología–, una buena formación –con estudios de cultura clásica en Cambridge y de medicina en Edimburgo–, y una notable experiencia viajera previa –Irlanda, Francia, Holanda y Flandes– (Robertson 134)2.

La figura de Joseph Townsend constituye un vehículo idóneo para aproximarse a la cuestión de los pobres en la España de la Ilustración. Por

                                                                                                                         1 Sobre la cuestión de la pobreza en la época moderna, véase Woolf (11-58). 2 Sobre la interesante vida de Townsend véase el artículo de Morris, donde también se analizan someramente sus trabajos sobre medicina, ciencia política, asuntos religiosos, botánica, geología y paleontología.

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una parte, fue sin duda el más capacitado de cuantos visitaron el país en el siglo XVIII para analizar dicha cuestión con criterio y perspicacia, dado su especial interés personal en los temas socioeconómicos, su aptitud para la penetrante observación y su bagaje previo en el tratamiento del tema de la pobreza. Su mirada fue, por tanto, la más informada de las extranjeras y la que mejor revela cómo cabía contemplar “desde fuera” las peculiaridades españolas de una problemática que en realidad era común a toda Europa; si bien es cierto que dicha mirada pudo estar limitada por la urgencia del viaje, al mismo tiempo nunca se encontró constreñida por el temor a la posible censura política o religiosa. Por otra parte, la contraposición de la visión de los ilustrados españoles sobre la cuestión de los pobres con la postura de Townsend permite poner de manifiesto discrepancias interesantes entre España e Inglaterra en el ámbito de los valores culturales y las concepciones socio-políticas subyacentes en cada país. Asimismo, no hay que olvidar que, mientras la postura de Townsend reflejaba cómo estaba cambiando la percepción del problema de los pobres en una Inglaterra en proceso de intensa transformación, que vivía los inicios de la Revolución Industrial, la visión de los ilustrados españoles respondía a un marco socio-económico más estático y aún muy arraigado en el Antiguo Régimen.

En este trabajo se pretende, por un lado, contrastar la visión de Townsend sobre el problema de la pobreza en España –tal como queda recogida en su libro de 1791– con lo que de hecho fue la política de pobres de Carlos III. Es decir, lo que se busca es examinar en qué medida la imagen ofrecida por Townsend reflejaba efectivamente la política ilustrada de socorro de pobres y sus problemas.

Por otro lado, el objetivo es comparar la postura teórica de Townsend ante la cuestión de los pobres –expresada en sus obras de 1786 y 1788– con la que mayoritariamente mantuvieron al respecto los principales economistas españoles de la segunda mitad del siglo XVIII. Se trata, en suma, de analizar si verdaderamente había diferencias significativas entre ambas posturas, que a su vez se inscribían en los largos debates sobre los pobres que venían desarrollándose –respectivamente– en Inglaterra y España.

Townsend y la política española de pobres: visión crítica y realidad. El panorama de la pobreza en la España de Carlos III según Townsend

Townsend se mostró muy crítico con la forma de abordar el problema de los pobres en España, y en consecuencia valoró negativamente tanto la actitud paternalista de la Iglesia española, como la política a gran escala de hospicios promovida por la Corona.

Por una parte, Townsend consideraba que la Iglesia fomentaba y practicaba una caridad indiscriminada que alimentaba el vivir ociosamente de la mendicidad profesional, haciendo crecer de manera constante el

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número de pobres y generando otros problemas adicionales. Sus descripciones son en este sentido muy reveladoras.

En Oviedo, por ejemplo, el obispo daba limosnas cada mañana a todos los que se acercaban a su puerta y repartía pensiones semanales a viudas y huérfanos; además, seis conventos de la ciudad distribuían pan y sopa cada mediodía, y había un hospital siempre dispuesto para recibir a los enfermos que lo necesitasen (Townsend, Viaje 161). Igualmente ocurría, por ejemplo, en León. Los mendigos eran alimentados en los conventos y el palacio episcopal, donde –respectivamente– desayunaban y comían; luego, recibían adicionalmente pequeñas cantidades de dinero en el monasterio de San Marcos de forma regular: “En San Marcos reciben, día sí día no, los hombres un cuarto de penique, las mujeres y niños la mitad” (150). Y en Córdoba el obispo –con sus rentas anuales de 80.500 ducados (unas 8.843 libras)– había llegado a socorrer en una sola jornada a más de setecientas personas, además de distribuir diariamente unas treinta fanegas de trigo (262). Por lo tanto, era esperable que en aquellas ciudades como Salamanca, donde el número de clérigos e instituciones religiosas era especialmente amplio, la cantidad de pobres se disparara y todas las calles bulleran de vagabundos cubiertos de harapos y miseria (189). Adicionalmente, a las ayudas de la Iglesia había que sumar la caridad particular, a veces importante: así, en Málaga un tal José Martínez contribuía a obras de caridad con más de 800 libras anuales (314).

Lo cierto era que toda esta caridad indiscriminada no resolvía nada. Al contrario, sólo producía más pobreza y ensanchaba “los límites de la miseria humana”, pues “el número de pobres […] es siempre directamente proporcional a la cantidad de comida que se destina a su atención” (329; 189). En cualquier caso, la inevitable elección era dura: “Si carecieran de [limosna] podrían morir; pero si se les sigue suministrando, propagarán su raza y multiplicarán el número de los seres desdichados” (329).

Al margen de la mayor miseria, el reparto indistinto de limosnas tenía además otras indeseables consecuencias: “suciedad y porquería, inmoralidad y vicio”, y –sobre todo– pereza e indolencia (315; 329). De hecho, Townsend no se extrañaba de que en Málaga “apenas se [vieran] rastros de industria” (315), al tiempo que comentaba en relación a Oviedo: “El pobre encuentra aquí el mismo incentivo para trabajar que encontraría un hombre para cavar un pozo si dispusiera de una fuente que le proporcionara agua” (161). La solución, sin embargo, era sencilla: “si la fuente se secara, todos se pondrían al instante a cavar un pozo”, tomando la senda del trabajo, el ahorro y el esfuerzo (161)3.

                                                                                                                         3 El viajero inglés Swinburne se expresaba en términos muy similares: “su caridad, por muy loable que sea en su intención, es muy perjudicial para la prosperidad general, porque fomenta la mendicidad y la pereza; porque ¿quién trabajará en un país donde se tiene la seguridad de que se hallará comida cada día en las puertas de los conventos, además de las limosnas, donde la dulzura del clima hace que la ropa

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Townsend destacaba además que los recursos comprometidos en esta caridad indiscriminada, de tan funestas consecuencias, eran tremendamente cuantiosos, y bien podrían haberse empleado en fines más productivos: por ejemplo, de los cuarenta conventos granadinos sólo los cartujos distribuían pan y sopa por valor de 60.000 reales anuales, mientras que el obispo de Málaga dedicaba a limosnas más de la mitad de sus ingresos (329; 314). Es decir, la Iglesia no sólo acumulaba grandes riquezas que quedaban fuera del circuito económico, sino que aquellas no atesoradas en altares, imágenes y suntuosas decoraciones de los templos, tenía que gastarlas en el mantenimiento de los pobres que ella misma había contribuido a fomentar.

Pero quizá lo más sorprendente para Townsend y el resto de viajeros británicos de la época era la notable consideración social con que eran tratados los pobres. Así, Jardine hablaba de la mendicidad como una ocupación “casi digna de elogio en España” (380), mientras que Thicknesse –quien subrayaba que pedir limosna se veía como un derecho y darla como una obligación cristiana– se extrañaba de la gran deferencia con que todo el mundo trataba a los mendigos, incluso cuando no les daba dinero. Así, por ejemplo, relataba que, ante la desatención mostrada por un extranjero frente a un mendigo que pedía caridad, éste le dijo: “¿cómo, ni caridad ni cortesía?” (Thicknesse 58-9)4.

Por otra parte, Townsend –que visitó un buen número de hospicios para pobres en diversas ciudades de España– mostró serias reservas frente a tales instituciones, tanto por su elevado coste como por su absoluta ineficacia para resolver el problema de la pobreza. Él, que había podido observar el relativo fracaso de las “workhouses” inglesas, tampoco aprobaba los hospicios que habían ido surgiendo, mayoritariamente por iniciativa de la Corona, al amparo de los caudales públicos, la limosna privada y la ayuda de la Iglesia.

                                                                                                                                                                                                                                                                               sea un lujo más que una necesidad? Quizás sería mejor para España si su riqueza se dividiera entre los industriosos y honestos y no se malgastara en mantener la existencia de los ociosos y, a menudo, libertinos” (Swinburne 125-6). 4 George Borrow, que viajó por España en la década de 1830, pensaba que el país era todavía entonces un paraíso para los pobres: “[España] es uno de los pocos países de Europa donde no se mira con desprecio la pobreza […] En España, los mismos mendigos no se sienten seres degradados, porque no besan ningún pie e ignoran lo que es verse abofeteados o escupidos” (223). Sin embargo, de acuerdo con Shubert (37), la idea de que los pobres mantuvieron un estatus aceptable en la España del siglo XIX no es acertada: la imagen de los pobres cambió radicalmente (los mendigos pasaron a ser vistos primero como una molestia y luego como un peligro), y las clases medias y altas españolas abrazaron efusivamente un concepto muy burgués de la pobreza, negando la obligación de asistir a los pobres.

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De las detalladas informaciones que Townsend facilita sobre número de internos y características de éstos, se puede deducir que los hospicios acogían una gran variedad de situaciones personales, no sólo asimilables a la categoría de pobres “fingidos”, y que estas instituciones estaban muy lejos de autofinanciarse.

El hospicio de Barcelona, por ejemplo, tenía en 1786 unos 1.400 pobres de los que sólo 1.000 eran aptos para el trabajo (otros trescientos eran deficientes mentales y el resto niños). El producto de las labores que llevaban a cabo –relativas a la manufactura textil– era escaso (apenas una medida de penique y medio por persona y día), aunque la producción era proporcionalmente mayor que la de instituciones similares de Inglaterra. Por tanto, los gastos de mantenimiento de la institución –48.200 libras catalanas anuales o unas 5.164 libras esterlinas– debían cubrirse esencialmente con donaciones del rey y contribuciones voluntarias, completándose el resto por el obispo de la ciudad (Townsend, Viaje 58-9). En el caso de la casa de caridad de Oviedo, donde se recogían unas 280 personas, el costo anual de más de 30.000 ducados se obtenía en buena parte de las licencias para vender coñac en Asturias, proviniendo lo demás de otras fuentes (160). Y en Toledo, en cuyo Alcázar el arzobispo había creado un hospicio para 700 indigentes dedicados a la fabricación de seda, lo obtenido de la producción propia era tan insuficiente que se precisaban 40.000 ducados adicionales al año para el mantenimiento de la institución, sufragados en gran medida por el propio prelado (123).

Townsend se refirió asimismo a otros hospicios en ciudades como Salamanca, León, Alicante o Valencia. Sin embargo, el mejor organizado del país era –según el reverendo– el de Cádiz (287-9). Recogía, entre otros, huérfanos, niños abandonados, personas mayores que ya no podían trabajar, ciegos, lisiados, idiotas y locos, pero especialmente ancianos sacerdotes que estaban en la miseria. En concreto, contaba con 834 pobres, de los que había 59 hombres y 38 mujeres en régimen correccional; 109 ancianos y 131 ancianas; 235 chicos y 271 chicas; además de 34 dementes y deficientes mentales, y 18 personas casadas. El gasto total anual de la institución –consignado en unas cuentas claras, minuciosas y exactas– era de 1.385.000 reales o 13.850 libras esterlinas, que se sufragaban básicamente gracias a donaciones voluntarias, legados testamentarios y un impuesto de un real por cada fanega de trigo que entraba en la ciudad. El carácter modélico de este hospicio derivaba no sólo del hecho de que los muchachos estaban limpios, sino también bien vestidos, alimentados e instruidos: además de aleccionarles en la doctrina cristiana, se les enseñaba a leer, escribir y hacer cuentas, examinándolos cada seis meses; aquellos que mostraban mayor habilidad, aprendían asimismo a dibujar y los principios de geometría. Adicionalmente, chicos y chicas eran adiestrados en todo lo relacionado con la artesanía textil y, como el conjunto de los internos, trabajaban en una serie de talleres. Con objeto de fomentar el espíritu de trabajo, se le abría a cada persona una cuenta donde se iban depositando

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pequeños ingresos, de modo que con el tiempo pudiera salir del hospicio y organizar su propia vida.

Pero, al margen de destacar estos méritos, Townsend era en realidad muy crítico con el hospicio de Cádiz y con el resto de los hospicios españoles en general. En primer lugar, creía que el trato dispensado a los pobres en estos establecimientos era demasiado bueno: los internos estaban mucho mejor alimentados y alojados que los propios trabajadores, cosa que no le parecía justa. En Cádiz, por ejemplo, “comen mucho y trabajan muy poco”, puesto que no sólo disponen de 92 días de fiesta al año, sino que “se gasta en alimentación y ropa el doble de lo necesario” (290). Townsend llegaba a preguntarse dónde estaba la diferencia entre un prisionero, un pobre recluido en un hospicio y un honrado trabajador, si a la postre todos tenían trabajo, comida y alojamiento: “Esta alimentación, las buenas ropas que visten, la comodidad del alojamiento y el escaso trabajo que tienen que realizar hacen que su situación sea envidiable para el pobre trabajador” (353).

Convencido de que los pobres, si estaban capacitados, debían ganarse su propio pan y nunca debían vivir en mejor situación que el resto de los trabajadores, Townsend consideraba que las condiciones de trabajo y disciplina debían ser tan duras en los hospicios que la gente hiciese todo lo posible por hallar trabajo por su cuenta y gozar de libertad. Por eso apelaba al ejemplo del hospicio de Bradford, donde el administrador asignaba diariamente a cada uno la tarea que le creía capaz de realizar, y no le dejaba comer ni beber hasta que efectivamente la hubiera realizado. Así, según Townsend, actuaba “el doble incentivo de la esperanza y el temor” (290). No sólo se cumplía con el objetivo de “acoger a los pobres y aliviar sus miserias”, sino que se satisfacía el fin de enseñarles diligencia y “deshacerse de ellos lo antes posible” (290). Es decir, había que ayudar a los que había tropezado con la desgracia a que volvieran a ser útiles y productivos, y no una carga para la sociedad.

En segundo lugar, la producción de los hospicios o bien no encontraba salida en el mercado y se acumulaba en almacenes (como en Cádiz), o bien suponía una competencia desleal para la producción privada (como en Toledo) (289; 123). En consecuencia, eran instituciones problemáticas y excesivamente caras a la larga, por lo que se carecía a menudo de los fondos precisos para su gravoso mantenimiento y entraban inevitablemente en decadencia5. En el caso de Toledo, por ejemplo, las

                                                                                                                         5 Todo parece indicar que así ocurrió efectivamente con el hospicio de Cádiz. Lady Holland, al visitar dicho hospicio dieciocho años después que Townsend, comentaba: “es una institución admirable, pero desafortunadamente está en decadencia porque los fondos son demasiado pequeños en relación al gasto” (Holland 52).

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buenas intenciones [del arzobispo] sólo han servido para arruinar a la ciudad, pues, amparado en la fuerza de su capital, ha elevado el precio de la mano de obra y de la materia prima, al tiempo que ha saturado el mercado y obligado a bajar los precios tanto que los fabricantes, que antes daban trabajo a un número de hombres que oscilaba entre los cuarenta y los sesenta, ahora sólo pueden emplear a dos o tres, y muchos que nadaban en la abundancia ahora lo hacen en la miseria. (123)

En tercer lugar, para Townsend los hospicios eran completamente ineficientes: si una de sus finalidades básicas era evitar que los pobres deambulasen por las calles, el objetivo no se había logrado en absoluto, pues en muchas ciudades –como Sevilla, León o Salamanca– las calles seguían infestadas de mendigos6. Respecto a León, por ejemplo, escribía: “si se siguen distribuyendo semejantes limosnas, la misma cantidad de infelices holgazanes surgirá para reemplazar a aquellos que hayan sido confinados” (150). Y en Salamanca, donde el hospicio recogía a unos 450 pobres, repetía esta misma idea: subrayaba la inutilidad de que el gobierno aportase más fondos a dicha institución, pues cualquier aumento de los recursos de beneficencia sólo servía al fin para incrementar el número de mendigos (161; 189).

En conclusión, Townsend reconocía las buenas intenciones de los hospicios y estaba en principio de acuerdo en obligar a trabajar a los gandules y ayudar a los imposibilitados, pero era consciente de que en la práctica no siempre era fácil dividir la masa de pobres en estos dos grupos7. Además, opinaba que esperar beneficios de personas en reclusión era absurdo (292). Creía que lo mejor era socorrer al verdadero pobre en su propia casa:

por el bien de la salud, la comodidad y la economía, y mirando a favor del aumento de la población, sería mejor que cada familia habitara una casa independiente y aprendiera a vivir del producto de su propio trabajo. Como consecuencia de la incomprensión de este asunto, la caridad en Inglaterra, Francia y España debería suspirar y decir: «cuando intento hacer el bien, genero mal». Estos establecimientos [los hospicios]

                                                                                                                         6 Otros viajeros británicos, como Twiss, se quejaban a menudo de la omnipresencia de los pobres y de su agobio constante, calificándolos de “insufriblemente molestos”. 7 “Proporcionar a los indigentes ropa y comida, siempre que ello no suponga un premio a la indolencia, al derroche y al vicio, es saludable. Corregir a los holgazanes y a los despilfarradores y confinarlos en ciertas instituciones hasta que hayan aprendido a ser sobrios y trabajadores es justo y prudente; pero el que en estos establecimientos se les proporcione comida, ropa y alojamiento mejores que los que disfrutan las personas sobrias y diligentes no concuerda con ningún principio de equidad ni demuestra sensatez” (Townsend, Viaje 292).

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aumentan los males que intentan solucionar y agravan la miseria que procuran aliviar. (124)

En este sentido, elogiaba la labor del gobernador de Alicante, Don Francisco Pacheco, quien antes que nada había hecho que los predicadores más populares de la villa sermonearan contra la limosna indiscriminada que premiaba la pereza, la prodigalidad y el vicio (373). Luego había fundado una institución benéfica (con las autoridades eclesiásticas y los ciudadanos más ricos del lugar) que distribuía ayuda directa a los verdaderamente necesitados de la ciudad, la cual se había dividido en doce zonas para facilitar la identificación los mismos y de sus problemas específicos. No obstante, existía también en la ciudad un hospicio donde “los niños aprendían oficios útiles y los perezosos estaban obligados a trabajar” (374).

En definitiva, en opinión de Townsend parecía poder establecerse una clara conclusión general sobre la cuestión de los pobres en España: la conjunción de la actuación de la Iglesia y de las instituciones civiles había creado una perniciosa situación providencialista, en la que cualquiera –trabajase o no– sabía que encontraría asistencia ante toda contingencia y no moriría de hambre ni de enfermedad:

Si tiene hambre, los monasterios le alimentan; cuando cae enfermo siempre encuentra un hospital dispuesto a recibirle; si tiene hijos no tiene necesidad de trabajar para mantenerlos, pues estarán bien atendidos y no tiene de qué preocuparse; y si es demasiado holgazán para trabajar, sólo necesita ingresar en un hospicio para resolver sus problemas.8 (161)

La política española de pobres en la segunda mitad del siglo XVIII

Al margen de las opiniones críticas de Townsend, que –como se verá en el siguiente apartado– respondían a sus propias ideas sobre lo que debía ser el alivio de pobres, éste aportó información abundante y veraz sobre lo que de hecho fue el tratamiento del problema de la pobreza en la España de                                                                                                                          8 Además de los hospitales y de los hospicios para pobres, también había hospicios para pequeños huérfanos. Como relataba Twiss (223): “en cada ciudad importante de España hay un hospicio para huérfanos, en el que todos los niños son admitidos; hay una pequeña puerta en la pared, cerca de la que hay una campana; cualquier niño puede ser llevado allí a cualquier hora del día o de la noche, se toca la campana, se abre la portezuela y una persona se hace cargo del niño y pregunta si ha sido bautizado. Si los padres desean más tarde reclamar al niño, pueden hacerse cargo de él de nuevo describiéndolo; no se cuidan allí sólo hijos naturales, sino que muchas personas de las clases bajas colocan a los recién nacidos durante unos años en estos hospitales”. En cualquier caso, parece que la mortalidad en estas instituciones era elevada. Por ejemplo, en el hospicio para niños abandonados de Barcelona, el promedio de internos durante los dos años previos a la visita de Townsend había sido de 528 niños, de los cuales las dos terceras partes murieron (Townsend, Viaje 62).

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la segunda mitad del Dieciocho. Es decir, el panorama descrito por el reverendo, aunque necesariamente incompleto, nos transmite bastante bien lo que fue la política ilustrada en este terreno.

Por un lado, las descripciones de Townsend reflejan a la perfección la perniciosa persistencia en la sociedad española de una extendida caridad indiscriminada, pese a los intentos del gobierno por erradicarla y las críticas a la misma de la élite ilustrada, que consideraba que los verdaderos pobres eran sólo una pequeña parte de la población mendicante. La caridad indiscriminada respondía en realidad a la arraigada idea católica de la caridad entendida como obligación de todo buen cristiano en proporción a sus medios, y sus beneficios espirituales residían en la minoración de los pecados y la posibilidad de salvación eterna9. Del mismo modo, tenía aún gran predicamento popular la idea medieval que asociaba la mendicidad a los valores cristianos de resignación y austeridad. Sin embargo Townsend, quien por un tiempo llegó incluso a militar en el calvinismo metodista (Morris 472), veía las cosas de forma muy diferente desde la óptica de la ética protestante. Así, cuando preguntó al obispo de Oviedo si no pensaba que estaba haciendo daño con su amplia distribución de limosnas, quedó atónito ante lo que éste le respondió: “sin duda, pero así como es deber del magistrado limpiar las calles de mendigos, el mío es repartir limosnas entre todos aquellos que me las piden” (Townsend, Viaje 161).

Por otra parte, Townsend nos transmite bien la espectacular proliferación de hospicios de pobres que tuvo lugar en España durante la segunda mitad del siglo XVIII bajo promoción estatal o de eclesiásticos destacados (Lorenzana en Toledo, Climent en Barcelona, Rajoy en Santiago, etc.). De hecho, entre 1750 y 1800 llegaron a constituirse cerca de cincuenta instituciones de este tipo en todo el país (Carasa Soto 433-5)10. Dentro del propósito general borbónico de mejorar la eficiencia de las instituciones del Estado y expandir la acción del gobierno, los hospicios eran uno de los elementos clave de una política más comprehensiva, coherente y racional de alivio de pobres. No en vano, se trataba de abordar un problema importante: la amplia mendicidad no sólo era un lastre para el progreso económico del país, sino que además se asociaba a la degradación moral y el libertinaje y significaba una amenaza potencial para la estabilidad social y el orden público. Como se verá más tarde, en ello coincidían tanto los economistas ilustrados como algunos de los más reconocidos prelados de la época (Lorenzana, Climent, Fabián y Fuero, Bertrán o Rodríguez Arellano),

                                                                                                                         9 Callahan (“The Problem” 2-3) cita algunos textos religiosos españoles del siglo XVIII sobre la caridad hacia los “pobres de Cristo”. Entre otros, aparecen autores como Antonio Arbiol, Pedro de Calatayud o Gregorio Baca de Haro. 10 En el Diccionario de Canga Argüelles se recogía la existencia de 101 hospicios en el año 1797 (Trinidad 44).

             Ramos Gorostiza, "Joseph Townsend y la cuestión de los pobres"

 

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que entendían que los hospicios no sólo no eran incompatibles con la tradicional obligación de caridad hacia los verdaderos pobres, sino que permitían incluso su mejor cumplimiento (Callahan, “The Problem” 3-4, 6-10)11. En la práctica, los hospicios se convirtieron también en un elemento básico de la política de orden público (tras los motines de 1766), así como en centros de trabajo y enseñanza de oficios fuera del sistema gremial, y en lugares de corrección y castigo de comportamientos desviados de la norma moral católica.

Aunque desde el siglo XVI, tomando como base las ideas de Luis Vives, había habido en España diversas propuestas de instituciones de confinamiento para vagabundos y pobres “fingidos” –a cargo de autores como Juan de Medina, Miguel de Giginta o Cristóbal Pérez de Herrera–, no se llevaron finalmente a la práctica y encontraron una notable oposición fundamentada en los argumentos del dominico Domingo de Soto12. Sólo bajo los Borbones se logró un clima intelectual suficientemente favorable al respecto, que vino a unirse a la prioridad gubernamental de lograr el mayor progreso económico del reino movilizando todos sus recursos ociosos (Callahan, Honor 56-8, 60).

Por tanto, para cuando se impulsaron los hospicios en España, la idea de regenerar a vagos y mendigos a través del confinamiento y el trabajo forzoso ya llevaba tiempo en marcha en distintos países europeos: desde el siglo XVI existían en Holanda las “tuchthuizen” y en el XVII surgieron en Francia, Inglaterra y Alemania respectivamente los “hôpitaux généraux”, las “workhouses” y las “zuchthäusern”. En España, si bien durante los siglos XVI y XVII habían existido diversas instituciones de asistencia a pobres (casas de misericordia, hospitales, casas de expósitos, casas de arrepentidas, etc.), el sistema de hospicios propiamente dicho –como equivalente a las “workhouses” inglesas– sólo se desarrolló plenamente a partir de 1750, es decir, con cierto retraso respecto a otros países europeos (Helguera 74; Santana 342; Lis y Soly 138). De hecho, ya por entonces –como señala Callahan– en Francia o Inglaterra se había empezado a cuestionar seriamente estas instituciones de confinamiento, y la ayuda a los pobres se estaba reorientando hacia la creación de oportunidades de empleo y hacia iniciativas filantrópicas de asistencia privada (“The Problem” 24).

En principio, el ideal ilustrado era que los hospicios fueran gestionados por la Administración pública con un plan uniforme de ejercicios y gestión. Recogerían separadamente vagos inhábiles y pobres verdaderos de diversa condición (ancianos, lisiados, niños, mujeres, etc.), y fomentarían la educación popular y el aprendizaje de un oficio, además de velar por la regeneración moral de los internos (Ramos Vázquez 252; Helguera 76). Es

                                                                                                                         11 Callahan (1971: 3-4; 6-10). 12 Véase el trabajo de Iglesia en relación al debate sobre el socorro de pobres en la España del siglo XVI.

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decir, pretendían ser ante todo instituciones de transformación social y en ello se insistía para intentar ganarse los donativos de los fieles. Sin embargo, la opinión pública –apegada a la interpretación tradicional de la doctrina de la caridad– veía los hospicios con recelo, convencida de su carácter esencialmente penal y represivo, y a veces escandalizada ante escenas de abuso y violencia en los arrestos de mendigos y vagabundos (Callahan, Honor 63; Lis y Soly 138-9).

Townsend fue también capaz de identificar algunos de los problemas clave que llevaron al fracaso de los hospicios, tales como la insuficiencia de los recursos financieros, la falta de mercado y calidad de muchas de las manufacturas elaboradas en ellos, o la heterogeneidad de los internos (ancianos, niños pequeños, lisiados, simples vagabundos, etc.), muchos físicamente incapaces de desarrollar un trabajo. Pero, al margen de esto, quizá la más seria contradicción era que el Estado había tomado la iniciativa en una reforma a gran escala de la asistencia a los pobres, y al mismo tiempo carecía de los recursos necesarios para financiar adecuadamente y hacer funcionar con eficiencia las actividades de los hospicios. Es decir, en último término el Estado controlaba la administración del sistema, pero los escasos recursos disponibles provenían mayoritariamente de la Iglesia y de aportaciones privadas (Callahan, “The Problem” 19-20, 22-3).

No obstante, los hospicios –en los que Townsend concentró su atención– eran sólo uno de los pilares en los que se apoyaba la política borbónica de pobres ya desde antes de Carlos III. El otro estaba constituido por las abundantes disposiciones sobre policía de vagos, que pretendían evitar la ociosidad y la conversión de la mendicidad en una profesión13, así

                                                                                                                         13 En cuanto a policía de vagos, la Real Ordenanza de Vagos, de 30 de abril de 1745, fue quizá la norma fundamental: intentó delimitar qué debía entenderse por tales y ordenó la persecución de los holgazanes para el servicio del ejército, continuando la línea ya marcada por una primera norma de 1733 (luego se dictaron sendas Instrucciones en 1751 y 1759, así como su Explicación y Suplemento en 1765, con el fin de detallar procedimientos concretos y medios de actuación). Años después, la Real Cédula de 6 de octubre de 1768 dividió Madrid en ocho “cuarteles”, cada uno de ellos con un “alcalde de cuartel” que contaba con la ayuda de ocho “alcaldes de barrio”, entre cuyas funciones estaba la de matricular a todos los vecinos del barrio, conociendo cómo y de qué vivían. A los pobres verdaderos y niños abandonados debían recogerlos para llevarlos a hospicios o procurarles algún lugar donde aprender un oficio o servir. Y a los vagos o mal entretenidos en buenas condiciones físicas y de salud debían ponerlos a disposición de la justicia para que sirvieran en el ejército, la marina o las obras públicas. Esta norma se extendió al resto de las principales ciudades de la monarquía –incluyendo las de las colonias americanas– por la Real Cédula de 13 de agosto de 1769. Sin embargo, la aparición de nuevas normas de policía de vagos indica la falta de efectividad real de la legislación anterior; así, por ejemplo, el 7 de mayo de 1775 se dictó una ordenanza de levas: se trataba de hacer al menos una leva anual en capitales y pueblos numerosos donde solieran encontrarse vagos para destinarlos al ejército (Ramos

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como por medidas específicas para identificar y socorrer directamente a algunos verdaderos necesitados (jornaleros, desocupados y enfermos convalecientes) con los fondos recibidos para fines caritativos de particulares, parroquias e instituciones religiosas. En este sentido, en 1778 el Consejo de Castilla creó en Madrid las “diputaciones de barrio” o “juntas de caridad”, compuestas por el “alcalde de barrio”, un cura nombrado por el párroco respectivo, y tres vecinos “acomodados y celosos”. Dado que había una “junta de caridad” para cada uno de los sesenta y cuatro barrios en que estaba dividido Madrid, se creó también una Junta General de Caridad con fines de supervisión. Luego este mismo modelo organizativo se extendió a las principales ciudades españolas14. Así, la descripción de Townsend de la organización del alivio de pobres en Alicante –a la que antes se ha hecho alusión– parece indicar que en dicha ciudad levantina también se intentó seguir dicho patrón.

En cualquier caso, en el gobierno había conciencia de que poner en marcha de forma efectiva todas estas medidas, con el desarrollo paralelo de los hospicios, requería dinero y tiempo, por lo que se siguió con el viejo sistema de control de la mendicidad a través de licencias para pobres verdaderos que ya se había empleado bajo los Austrias. Es decir, se siguió permitiendo ejercer la mendicidad a un número reducido de pobres bajo una estricta regulación, limitando sus zonas de acción (Ramos Vázquez 250). Townsend y el debate sobre los pobres en la España de la Ilustración. Las ideas de Townsend sobre el alivio de pobres

Las críticas de Townsend a la política española de pobres –con especial referencia a los hospicios– no eran más que el fiel reflejo de sus ideas generales sobre lo que debía de ser el alivio de pobres, que se enmarcaban a su vez en una feroz censura de la ley inglesa de pobres y de la proliferación de las “workhouses”15. De hecho, Townsend fue uno de los más destacados

                                                                                                                                                                                                                                                                               Vázquez 233-48; Pérez Estévez 165-95). Para una relación de la abundantísima legislación de vagos a lo largo del siglo XVIII, desde 1717 a 1789, véase el cuadro recogido en Pérez Estévez (193-5). Dicha abundancia era la mejor prueba de su fracaso. 14 El modelo de las diputaciones de barrio se creó por el Auto Acordado de 30 de marzo de 1778, y se extendió a las principales ciudades españolas por la Real Cédula de 3 de febrero de 1785 (Guillamón 34, 44-5). 15 Mientras en España el alivio de pobres careció de una organización sistemática hasta la llegada de los Borbones, el sistema inglés estaba bien definido desde el comienzo del siglo XVII. Tenía su origen en la ley de 1601 de la reina Elizabeth I, que creaba un sistema administrado a nivel de las parroquias que se financiaba con un impuesto local sobre la propiedad inmobiliaria (“poor rate”). Pretendía proporcionar trabajo a los parados, enseñar un oficio a los niños, asistir a los

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críticos de la llamada Old Poor Law (junto a autores como Eden, Malthus, Bentham, Colquhoun o Chalmers), que pedían su reforma drástica, si no su completa abolición, tanto por su inoperancia para atajar el problema como por su creciente y elevado coste (Himmelfarb 77, 183).

Para Townsend, cualquier sistema de alivio a los pobres debía basarse en una serie de principios fundamentales16, dirigidos a preservar y fomentar en todo caso la laboriosidad, la frugalidad y la prudencia. A partir de ahí, proponía varias medidas de actuación, siendo tres las fundamentales. En primer lugar, reducir progresivamente el impuesto de pobres:

Para promover la industria y la economía, es necesario que el alivio de los pobres sea limitado y precario; […] [Por tanto,] el impuesto de pobres debe reducirse gradualmente cada año en cierta proporción, y la suma a

                                                                                                                                                                                                                                                                               pobres incapacitados para el trabajo, y castigar o corregir a los mendigos aptos para el trabajo que no querían trabajar. Hasta su total abolición en 1834, la citada ley definió las líneas básicas de la política inglesa de pobres, si bien fue completada por otras disposiciones adicionales. Así, por ejemplo, en 1662 se promulgó la Settlement Act, que restringía la asistencia exclusivamente a los residentes estables en una parroquia. A finales del siglo XVII, buscando un empleo provechoso de los pobres para la economía nacional, comenzó en Inglaterra el amplio movimiento de construcción de “workhouses”. En 1696 se unieron todas las parroquias de Bristol mediante un acta parlamentaria, constituyendo la Bristol Corporation of the Poor, y construyeron una workhouse; esta medida fue imitada en otras zonas. En 1723 la Workhouse Test Act negó la asistencia a aquéllos pobres que no ingresaran voluntariamente en una “workhouse”, lo que supuso un espaldarazo a la proliferación de tales instituciones dependientes de las parroquias. En 1782 se aprobó la Gilbert’s Act, que con carácter general autorizaba a las parroquias a unirse para crear sus propias “workhouses”; además, permitía prestar ayuda a los capacitados para el trabajo –“able-bodied”– sin obligarles a ingresar en una “workhouse”. Sobre la pobreza y las leyes de pobres en Inglaterra véanse los trabajos de Marshall y Bagley. 16 “1o. Todo hombre debería tener el primer derecho sobre el producto de su propio trabajo y frugalidad. 2o. Los hombres nunca trabajarán tan alegremente, tan duro y tan bien, ni ahorrarán tanto para otros como para sí mismos. 3o. Las comodidades y lujos de la vida deberían ser las recompensas de la frugalidad y la laboriosidad, y nunca deberían ser otorgados a la insistencia de ociosos y viciosos. 4o. Ningún hombre debería esperar ayuda de otro hasta haber hecho todo lo que está en su mano para ayudarse a sí mismo. 5o. Cualquier ayuda otorgada por el público debería ser dispensada de tal manera que suscitase los mayores esfuerzos por parte de aquel que es objeto de socorro, con gratitud a sus benefactores y la debida subordinación a sus patronos. 6o. La caridad, sin límites, tiende a aumentar el número y las aflicciones de los pobres” (Observations 38-39).

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recaudar en cada parroquia debe ser fija y cierta, no irrestricta y obligada a responder a demandas ilimitadas.17 (A Dissertation 94-5, 96-7)

Ello permitiría aumentar la presión sobre los pobres para que adquirieran hábitos adecuados de diligencia y sobriedad. No obstante, el ideal para Townsend era que se llegase a abolir por completo el citado impuesto de pobres y se pasase a un sistema de donaciones voluntarias18. De hecho, consideraba que

aliviar a los pobres a través de donaciones voluntarias no sólo es lo más sabio, prudente y justo; […] sino que es lo más efectivo a la hora de prevenir la miseria, y lo más excelente en sí mismo, dado que despierta [...] los afectos más amables del pecho humano, piedad, compasión y benevolencia en los ricos, amor, veneración y gratitud en los pobres. (A Dissertation 107-108)

Pensaba que siempre que la gente tuviera la capacidad de disponer

plenamente de su propiedad, los más ricos tenderían a ayudar generalmente a aquellos vecinos laboriosos que, de modo ocasional –por determinados accidentes o contingencias–, estuvieran pasando por una situación calamitosa. Así, afirmaba: “[los pobres] serían más eficazmente socorridos si no existieran otras leyes que las primeras grandes leyes de la naturaleza humana, el afecto filial y la benevolencia general de la humanidad” (A Dissertation 4). En el caso concreto de los cristianos, la caridad nunca podía ser ciega, sino que debía atender a una cuidadosa elección de los verdaderamente merecedores de ella19, puesto que “nada puede ser más inconsistente con la equidad que dar el pan de la laboriosidad a la indolencia y el vicio. La caridad cristiana nunca significó desalentar la diligencia y la aplicación” (90-1).

                                                                                                                         17 Para reforzar sus argumentos, añadía: “Ningún hombre economizará agua si puede ir a la fuente o al arroyo cuando le plazca; ni prestará solícita atención a mantener el equilibrio entre sus ingresos y gastos si está seguro de ser socorrido en caso de necesidad” (A Dissertation 94-95). 18 “Si el conjunto del sistema de caridad obligatoria fuera abolido, sería todavía mejor para el Estado. […] Mantener a los pobres que están incapacitados para trabajar podría dejarse sin temor a la caridad voluntaria, no forzada por ninguna ley de obligado cumplimiento” (A Dissertation 97). 19 “Entre los diversos sujetos susceptibles de socorro debe hacerse una elección, seleccionando primero aquellos que son los más dignos de él, y reservando el resto para aquellos que no tienen nada sino su miseria para excitar la compasión. Dejemos que los ciudadanos virtuosos sean alimentados, luego los derrochadores y los pródigos compartirán lo que la prudencia y la frugalidad hayan dejado tras de sí” (A Dissertation 90).

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En segundo lugar, proponía “asistir a los pobres industriosos que no tienen herramientas ni materiales, pero sobre todo formar a los niños de los disolutos en el trabajo útil, para lo que debería haber uno o más talleres en cada parroquia” (97-8). En estos talleres no se alimentaría ni se alojaría a los niños. Su propósito sería enseñarles a depender de sí mismos sobre la base de la diligente aplicación a su trabajo.

En tercer lugar, se trataría de fomentar las asociaciones de ayuda mutua (“associations for mutual assistance” o “friendly societies”) a las que habría que pertenecer con carácter obligatorio, de forma que “ningún hombre que no perteneciera a una de ellas debería tener derecho a ser socorrido por el fondo parroquial” (99). Además, las contribuciones monetarias que cada cual habría de realizar a la asociación variarían según su situación personal (estado civil, número de hijos, etc.).

A la vista de los planteamientos de Townsend sobre el alivio de pobres a los que se acaba de hacer referencia, no es extraño que su postura frente a las leyes de pobres vigentes en Inglaterra fuera radicalmente contraria. Ante todo, pensaba que promovían la ociosidad y el vicio (2). El miedo al hambre era un incentivo claro a la laboriosidad20 y llevaba también a aceptar los trabajos más duros, como el servicio en el ejército o la armada (Observations 30); sin embargo, las leyes de pobres habían terminado con este elemento básico de presión. Del mismo modo, las leyes de pobres desincentivaban las mejoras en la agricultura (debido a la creciente carga del impuesto de pobres) y desalentaban la manufactura: al fijar a los pobres a una parroquia obstaculizaban la movilidad del trabajo y hacían subir los salarios, lo cual –además de llevar a los trabajadores a esforzarse menos– presionaba al alza sobre los precios de las subsistencias, lo que a su vez tendía a aumentar más el precio del trabajo (A Dissertation 26-31)21.

Pero sobre todo, las leyes de pobres conseguían el efecto contrario al pretendido: extender la miseria de la mano de un fomento artificial de la

                                                                                                                         20 “El hambre no es sólo una presión pacífica, silenciosa e irremisible, sino también el motivo más natural para la industria y la laboriosidad. […] Es un hecho universalmente reconocido que donde el pan se puede obtener sin preocupación y trabajo ello conduce a través de la ociosidad y el vicio a la pobreza. Antes del descubrimiento de las minas de oro y plata de Perú y México, los españoles se distinguían entre las naciones de Europa por su industria y artes, por sus manufacturas y su comercio. Pero, ¿qué son ahora?” (A Dissertation 15-16). 21 Las leyes de pobres también eliminaban el estímulo de la envidia y la emulación, es decir, el efecto positivo que tenía sobre el esfuerzo y la laboriosidad el deseo de acceder al disfrute de determinados bienes que no eran de primera necesidad: “Con el actual sistema de nuestras leyes de pobres […] el más imprevisor puede estar seguro de que compartirá, en todo caso, estas superfluidades con los más activos y laboriosos” (A Dissertation 36).

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población22. Aunque esta idea se plantea ampliamente en A Dissertation on the Poor Laws, es en el Viaje donde quizá está expresada de modo más sintético y claro:

La raza humana, aunque pueda gozar de la abundancia al principio y mientras su número sea reducido, tenderá a crecer constantemente hasta equilibrarse con la cantidad de comida disponible. Cuando esto ocurra, tendrá que combinar dos apetitos diferentes para regular su número. A partir de entonces, si sigue multiplicándose y salta los límites naturales de su población, sufrirá necesidades. En estas circunstancias, si el observar a muchos pobres desnudos y medio muertos de hambre llevara irreflexivamente a los hombres a decretar que ningún miembro de la comunidad debiera sufrir necesidades de comida o alojamiento; o, en otras palabras, si establecieran una comunidad de bienes, ¿no es evidente que […] sus esfuerzos por aliviar los sufrimientos sólo servirán para extender los límites de la miseria humana? (Viaje 346-7)

En relación a las “workhouses”, éstas se habían difundido ampliamente

en Inglaterra desde 1723, y por tanto hacia finales del siglo XVIII se contaba ya con una prolongada experiencia sobre su funcionamiento real. Recogían pobres, radicados en una determinada parroquia, de todas las edades, capacidades y comportamientos, si bien tenían especial presencia las mujeres, los niños y los ancianos. En muchos casos se reutilizaban como “workhouses” edificios que no habían sido pensados originalmente para tal uso y el hacinamiento en las naves dormitorio era frecuente, llegando incluso los internos a compartir cama, por lo que resultaba fácil la transmisión de enfermedades epidémicas. Además de alojamiento, ropa y comida, los internos recibían asistencia médica. Estaban sujetos a una estricta rutina diaria, incluyendo el trabajo en manufacturas, que se seguía más rígidamente en aquellas instituciones de mayor tamaño, como las creadas en algunas ciudades importantes o las que se constituían a veces cuando varias parroquias se unían para mantener una “workhouse”; pero, en todo caso, el castigo físico formaba parte de los medios normales para asegurar la disciplina. Era por otra parte frecuente que la gestión de estas

                                                                                                                         22 “Cuando la industria y la frugalidad siguen el ritmo de la población, o cuando la población es sólo la consecuencia de éstas, la fuerza y la riqueza de una nación guardan proporción con el número de sus habitantes; pero cuando el incremento de la población es antinatural y forzado, cuando surge sólo de una comunidad de bienes, [la nación] tiende a la pobreza y la debilidad” (A Dissertation 54). Es al hilo de esta discusión cuando Townsend anticipa ideas maltusianas. Por ejemplo, expone su famoso modelo de “equilibrio natural” en una isla desierta entre cabras y perros (42-45), y hace afirmaciones tales como: “Es la cantidad de alimentos la que regula los números de la especie humana” (45); o “Las mujeres son más prolíficas que la tierra” (61).

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instituciones se dejase en manos de concesionarios o contratistas23 (Tomkins 47-51; 54-6). Al igual que hacía con sus equivalentes españoles, los hospicios, Townsend criticaba también duramente las “workhouses” desde distintas perspectivas. Desde el punto de vista económico, consideraba que su coste era mucho mayor que el que supondría atender a los pobres en sus propias casas, y que además el rendimiento de éstos era bastante menor en régimen de confinamiento que trabajando por cuenta propia y en libertad24. En consecuencia, discrepaba por completo de aquellos que veían en las “workhouses” un buen medio para fomentar la manufactura y mejorar el comercio de exportación. Además, veía descabellada la idea de intentar crear manufacturas en cada parroquia inglesa cuando en muchos casos no se daban las condiciones apropiadas25. Por lo que se refería a la carga al contribuyente, y tras analizar una larga serie de datos concretos sobre lo que había sido la evolución temporal del impuesto de pobres (“poor rate”) en numerosas localidades inglesas en las

                                                                                                                         23 Esto último marcaba sin duda una diferencia importante respecto a los hospicios españoles: probablemente llevaba a endurecer las condiciones de trabajo y disciplina, y contribuía a que la producción de bienes fuera más eficiente en estas “workhouses” inglesas, pues los administradores concesionarios sin duda tendían a dirigirlas intentando sacar el mayor beneficio del trabajo de los internos. Por otra parte, aunque el planteamiento de las “workhouses” y los hospicios fuera en esencia muy similar en cuanto a objetivos y funcionamiento, no hay que olvidar que las “workhouses” dependían de las parroquias y tuvieron un desarrollo cuantitativo y un recorrido temporal mucho mayor: se habían empezado a crear ya a finales del siglo XVII y en 1776 su número en Inglaterra y Gales ascendía a 1.978, con una capacidad total de unas 90.000 plazas (según el Abstract of Returns Made by the Overseers of the Poor recogido en Higginbotham). En España, los hospicios propiamente dichos fueron promovidos mayoritariamente por la Corona y –en algunos casos– por ciertos eclesiásticos destacados, su periodo de expansión fue la segunda mitad del siglo XVIII, y su número en 1797 –según Canga Argüelles– apenas rondaba la centena, si bien tenían un tamaño medio mayor que muchas pequeñas “workhouses” parroquiales. Sobre la Workhouse Test Act y a la Gilbert’s Act, dos leyes importantes para el sistema inglés de “workhouses”, véase la nota 15. 24 “Los pobres, cuando son internados [en «workhouses»], cuestan tres veces más que en sus propias casas, y no hacen ni la mitad de trabajo” (Observations 14). “No es razonable imaginar que los hombres, privados de libertad, trabajarán para otros con el mismo entusiasmo que cuando lo hacen para sí mismos” (A Dissertation 79). 25 “Nunca podremos estar de acuerdo [...] con que las grandes manufacturas puedan funcionar bien en «workhouses» parroquiales o provinciales” (Observations 15). “La idea de establecer manufacturas en cada parroquia de Inglaterra es disparatada y extravagante. Éstas dependen […] de las circunstancias locales y de una variedad de accidentes” (31).

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que se había establecido una “workhouse”, Townsend llegaba a la conclusión de que, si bien a corto plazo su efecto había sido reducir las tasas de pobres significativamente, luego éstas se habían incrementado de forma muy importante, superando con creces sus niveles iniciales:

Las «workhouses» […] funcionan como las figuras [con forma humana] que colocamos para ahuyentar a los pájaros, hasta que éstos aprenden primero a despreciarlas y luego a posarse sobre el objeto de su terror. […] [Del mismo modo,] en todos los casos aducidos anteriormente vemos que los impuestos [de pobres] se reducen casi a la mitad al abrirse por primera vez la «workhouse»; pero cuando el miedo ha pasado, los impuestos suben otra vez rápidamente hasta llegar a doblar lo que habían sido antes. (Observations 19-20)

Townsend creía también que en último término las “workhouses”

fomentaban la indolencia, puesto que allí “los perezosos, sin ansiedad, sin preocupación, sin fatiga, están mejor alimentados, mejor vestidos, mejor alojados, y mejor atendidos en caso de enfermedad de lo que lo estarían en sus propias casas” (Observations 26). Pese a todo ello, el efecto psicológico de las “workhouses” sobre los pobres era muy negativo: “Lejos de ser felices, son desgraciados. […] Se sienten en un estado desesperado de destierro de sus amigos y familiares” (A Dissertation, 82)26. Además, en estos establecimientos, en los que los internos vivían apiñados, no era posible disfrutar de aire puro o de serenidad y paz27.

Comparación con las ideas sobre los pobres de los economistas españoles del siglo XVIII

Pese a contar con cierto conocimiento de la obra de Campomanes y citar en su Viaje a autores como Feijoo, Townsend desconocía el debate de pobres que se venía desarrollando en España a lo largo del siglo XVIII28.

                                                                                                                         26 En otro pasaje de su obra, Townsend señalaba: “Deja a un hombre sin metas, sin esperanzas ni miedos, y podrás también tomar la médula de sus huesos […] Puedes alimentarle bien, pero sin hacer de él un miembro más útil de la sociedad le dejarás arrastrar una existencia miserable, una carga para sí mismo y para el público” (A Dissertation 80). 27 “Anhelan el aire puro y sano que nunca pueden esperar respirar donde tantos están confinados dentro estrechos límites, y suspiran por la serenidad y la paz que deben desistir de encontrar donde se reúnen los más disolutos de la especie humana” (A Dissertation 81). 28 Para Townsend el referente básico fue Campomanes, a quien conoció personalmente y de quien citó en el Viaje su Discurso sobre la educación popular de los artesanos [1775], y en menor medida su Discurso sobre el fomento de la industria popular [1774]. También nombró de pasada a Feijoo y citó a Uztáriz y Ulloa –que muy probablemente había conocido a través de La Riqueza de la Naciones–. Asimismo se

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Tampoco los autores ilustrados españoles tenían conocimiento de las opiniones de Townsend al respecto. No obstante, como se verá a continuación, las coincidencias entre Townsend y los españoles eran importantes. Tanto los economistas españoles como el autor inglés estaban imbuidos de la idea de trabajo productivo como principal fuente de riqueza de un país, y entendían que era necesario movilizar de forma útil todos los recursos humanos disponibles29. Por eso mostraban su preocupación por el elevado número de pobres, en su mayoría fingidos, dado el grave problema económico que ello suponía y los perniciosos efectos morales y sociales que conllevaba, pues la ociosidad estaba en la base del vicio, el delito e incluso el posible amotinamiento30. Así, por ejemplo, Campomanes señalaba que los mendigos “cometen desórdenes y viven con poca cristiandad y ninguna sujeción a las leyes” (CLXXV), o que “la ociosidad distraída enerva el ánimo y envilece las costumbres” (CXXVII).

No es de extrañar entonces que, al igual que Townsend, los ilustrados españoles fueran muy críticos con la práctica de la caridad indiscriminada, que en realidad no hacía más que fomentar la mendicidad como oficio, tal como subrayaba Sempere y Guarinos (129-30). Sisternes i Feliu, por ejemplo, proponía repartir las limosnas a través de los párrocos como mejores conocedores directos de las necesidades de sus convecinos, o al menos que los pobres se acreditasen como verdaderos merecedores de limosna mediante una certificación proporcionada por los párrocos (Pérez Esteve 320-1). Por su parte, Gándara creía que las limosnas eran “seminario de ocio y escuela de holgazanería”, y en el mejor de los casos sólo socorrían la necesidad momentánea (20; 27); por eso, lo mejor era emplear ese dinero en mejoras permanentes (caminos, puentes, riegos, pósitos, etc.) al servicio de la felicidad pública31.

                                                                                                                                                                                                                                                                               refirió a Ward o Zavala –a quienes seguramente conociera de forma indirecta a través de Campomanes (Ramos Gorostiza, “La imagen” 160). 29 “La fuerza de una nación reside la cantidad de gente [...] si está útilmente empleada” (Townsend, Observations 30). En relación a esta idea en los ilustrados españoles, véase Llombart (27). Campomanes (CII, CCLXVI) describía a los mendigos como una población onerosa que no daba fruto alguno, suponía una carga insoportable para los aplicados, y debilitaba diariamente a la nación. 30 Véanse a este respecto, por ejemplo, las explícitas afirmaciones de Argumosa y Gándara recogidas en Pérez Esteve (312-3). 31 Sobre la necesidad de encauzar las limosnas para fomentar el trabajo útil, por ejemplo mediante la creación de escuelas patrióticas donde se enseñasen oficios, véase también Campomanes (LXXXIX, CXI-CXII, CXXXV, CLXVII). Para el asturiano –como ha destacado Sarasúa– una de las causas de la pobreza y la desocupación era precisamente, junto a la ruina de las manufacturas, el abuso en el repartimiento de limosnas.

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Sin embargo, hay un profunda diferencia entre la visión de Townsend y la de los ilustrados españoles. Townsend, como se ha visto, criticó desde todos los puntos de vista tanto las “workhouses” –que en Inglaterra venían proliferando desde principios del siglo XVIII–, como los hospicios –que en España sólo se desarrollaron ampliamente a partir de 1750–. Por contra, para la gran mayoría de los economistas españoles los hospicios debían ser una pieza clave de la política de pobres, si bien había diferentes visiones respecto a la orientación concreta que debía darse a los mismos, tal como se verá a continuación32. No obstante, antes conviene detenerse en las dos únicas excepciones a esta corriente mayoritaria de opinión, que encontramos en dos miembros de la ilustración tardía, Cabarrús y Foronda. Cabarrús (63-5) creía que en los hospicios se degradaba y pervertía a los pobres, y por tanto era mejor atenderlos en sus casas y proporcionarles materias primas para que elaborasen manufacturas en sus domicilios de acuerdo a sus posibilidades. Según Sarrailh (533), Cabarrús era seguidor de Rousseau y censuraba el confinamiento en hospicios en nombre de la naturaleza, pues se sustituían los impulsos de la sensibilidad por la frialdad y el cálculo. En cuanto a Foronda, también se mostraba crítico con la práctica de “encerrar [a los pobres] en aquellas magníficas cárceles decoradas con el hermoso nombre de casas de misericordia” (37).

Ya en la primera mitad del siglo XVIII, Uztáriz (136) se había referido a los hospicios como lugares en los que recoger a aquellos mendigos imposibilitados por la edad u otras circunstancias, adiestrándoles en algún oficio para que fueran útiles y trabajasen de acuerdo a sus posibilidades. En un sentido similar se había manifestado también el padre Feijoo, quien además recomendaba destinar a los vagabundos holgazanes al ejército y la marina o a la construcción de infraestructuras y el plantío de árboles.33. Pero fue Campillo (80, 82-3, 174) quien quizá hizo el planteamiento más amplio durante esta primera mitad de la centuria. Además de crear hospicios para recoger en régimen de “puertas abiertas” a los “verdaderos pobres”, proponía crear también otros hospicios que incorporasen fábricas capaces

                                                                                                                         32 En realidad, como señalan Perdices y Reeder (215), para los ilustrados españoles lo prioritario era ante todo descubrir las causas de la pobreza; es decir, en el fondo se ocuparon más de eliminar la raíz del problema (con proyectos de reforma agraria, industrialización, y fomento del comercio interior y colonial), que de proponer medidas parciales para mitigarlo. Sin embargo, consideraban que, mientras tales proyectos a largo plazo daban resultado, los hospicios eran absolutamente necesarios. 33 Feijoo reclamaba la erección de hospicios para recoger en ellos a todos los pobres inválidos, negando a todo mendigo la limosna fuera de ellos. Allí trabajarían “a beneficio común para algunas especies de fábricas, pues muy raro hay tan impedido que no pueda emplearse en alguna ocupación mecánica” (Feijoo 259).

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de sufragar los gastos de mantenimiento de estas instituciones, y en los que se emplearía a los “pobres por conveniencia” (los cuales, asimismo, podrían ser destinados a la construcción de obras públicas).

En 1750 se publicó la Obra Pía de Bernardo Ward, cuya influencia entre los economistas españoles de la segunda mitad del XVIII iba a ser importante. Proponía la creación de una Hermandad o Congregación central para coordinar y encauzar la caridad y dirigir los establecimientos caritativos con uniformidad de criterio (Ward 329-32). Los pobres impedidos serían atendidos básicamente en sus pueblos de residencia (si bien aquellos que pudiesen realizar algún trabajo serían destinados a los hospicios a tareas de poca fatiga) (340-1). Por tanto, la reclusión en hospicios iría principalmente dirigida a los vagabundos renuentes a corregirse, que realizarían un trabajo exigente en telares confeccionando paños burdos (343-4, 346)34. Los recursos necesarios para dichos establecimientos y para la obra pía en general provendrían de las donaciones eclesiásticas (de obispos, cabildos, monasterios, etc.) que antes se destinaban a limosnas, de la generosidad de los miembros de la Hermanad o Congregación –especialmente a su muerte a través de legados testamentarios–, de las loterías, o de colectas en Indias entre altos personajes35 (348-55).

Campomanes, el economista más importante de la época de Carlos III cuando Townsend visitó España, entendía que lo prioritario era aplicar con rigor las leyes de vagos existentes, con censos que permitieran discernir los verdaderos de los falsos pobres y con prohibición explícita de mendigar allí donde existiera un hospicio (CXLVII, CXCIII-CXCIV). En los hospicios el objetivo de los internos sería triple: “aprender doctrina cristiana, buenas costumbres y algún oficio” (CXLVIII). A tales instituciones, situadas extramuros de las ciudades y con reglas de gobierno “uniformes y bien meditadas”, irían destinados –con separación interna– los ancianos, los adultos no aptos para el ejército o la marina, las mujeres de malas costumbres, y los niños desvalidos, intentando sacar de todos ellos el mayor

                                                                                                                         34 En su Proyecto económico, escrito en 1762 tras sus viajes por Europa, Ward (199, 202) opta por destinar directamente a los vagos al ejército, la marina y la construcción de obras públicas; ya no contempla la posibilidad de su reforma en hospicios. 35 La Hermandad o Congregación central propuesta por Ward para coordinar y encauzar la caridad no tenía equivalente en Inglaterra, cuyo sistema de asistencia era descentralizado a nivel local, basado en las parroquias. También la forma de financiación de la asistencia a los pobres propuesta por Ward difería del modelo inglés, donde la citada financiación provenía esencialmente del “poor tax” (véase nota 15).

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partido compatible con sus fuerzas (CLXXVIII-CLXXXIV, CCXXXVII)36. Pero, de cualquier modo, Campomanes era pragmático: había que “nivelar la recolección de los pobres a la posibilidad de su sustento y educación: tolerando los demás interin se facilitan los medios de mantener y emplear a todos” (CLXXXVIII).

Otros ilustrados abundaron en planteamientos esencialmente similares a los anteriores, aunque con matices diferentes. Olavide, que llegó a ser director del hospicio de San Fernando, “modelo” para el resto de España según el conde de Aranda, estaba a favor de hospicios generales, donde se recogieran tanto verdaderos pobres (expósitos, lisiados, ancianos, desempleados) como mendigos y vagos, mujeres públicas, y delincuentes con delitos leves (Perdices 147). También Arriquíbar (251) y Anzano (35-45) se inclinaron por esta opción, que Jovellanos sin embargo criticó por motivos de moral pública, proponiendo a cambio la creación de siete tipos de hospicios específicos con total separación de las distintas clases de individuos, lo que evitaría la relajación de costumbres37. Olavide defendió asimismo –como Campillo o Gándara (173)– la creación de fábricas en los hospicios (Perdices 149), algo que no fue de aceptación general entre los ilustrados españoles (aunque sí estuvieran mayoritariamente a favor de establecer pequeños talleres para enseñar un oficio a los jóvenes y mantener ocupados a los internos). Anzano (73-93) por ejemplo, quien también llegaría a ser director del hospicio de San Fernando y se distinguiría por la concreción de sus propuestas según su experiencia directa, veía inviables las fábricas en los hospicios tanto por la imposibilidad de contar con una mano de obra disciplinada, como por el ejemplo concreto de las fábricas del hospicio de Madrid, cuyas pérdidas eran cuantiosas38.

Queda claro en cualquier caso –sin pretender una revisión exhaustiva39– que había una notable uniformidad de criterio entre los ilustrados españoles en torno a la necesidad de los hospicios. Esto les alejaba claramente de Townsend, quien había constatado cómo dichas instituciones, que en Inglaterra contaban ya para entonces con un recorrido bastante más amplio

                                                                                                                         36 A los niños mayores de siete años se les colocaría con un maestro para que aprendieran un oficio (Campomanes CXLX). 37 “¿Qué aprenderá una huérfana inocente de una ramera pública? ¿Qué enseñará al mozuelo incauto un chusco vicioso y corrompido?” (Jovellanos 432). 38 36.759 reales de vellón en los años 1773-1775 (Anzano 80-81). 39 Para una revisión más amplia puede consultarse Pérez Estévez (301-36), quien se ocupa de autores como Amor de Soria, Argumosa o el conde de Floridablanca, y se refiere también de pasada a otros muchos, tales como Romà i Rosell, Campany o Asso. Asimismo puede verse el trabajo de Maza Zorrila.

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que en España, arrastraban problemas importantes y no eran realmente eficaces a la hora de resolver la cuestión de los pobres.

Lo que quizá explica mejor la diferencia de planteamientos entre Townsend y los ilustrados españoles es que para estos últimos la pobreza no era un problema tan esencialmente económico. La ociosidad, el vagabundeo y la vida suelta en calles y caminos suponían no sujetarse a una filiación vecinal, ni someterse a una jerarquización laboral y al designio paternal del rey; además, la limosna reforzaba la dependencia popular de la acción eclesiástica y la obediencia religiosa, y estaba aún inspirada por las actitudes contrarreformistas de sufrimiento y salvación por las obras, y por la vieja dialéctica medieval de la pobreza querida por Dios como instrumento de salvación para el pobre resignado y para el rico limosnero. Pues bien, los ilustrados españoles impulsaron precisamente los hospicios como medio de favorecer un modelo político-social distinto, marcado por una nueva cultura social de la utilidad y de la valoración del trabajo, en el que se limitara la excesiva influencia popular de la Iglesia y se erradicara la mendicidad como cultura de la dependencia y huida de los vínculos vecinales, laborales y políticos. Sin negar la perspectiva económica del problema de la pobreza –pues entendían que el trabajo productivo era la principal fuente de riqueza de un país–, consideraban que la cuestión de los pobres era sobre todo una amenaza para el orden establecido. Confiaban en la intervención estatal para su resolución y creían posible el progreso y la modernización del país dentro del absolutismo reformista.

Por su parte, los planteamientos de Townsend respecto al tema de la pobreza –un sistema de donaciones voluntarias bien encauzadas, la promoción de asociaciones de ayuda mutua, la abolición del impuesto de pobres, y el rechazo del confinamiento en las “workhouses”– reflejan en buena medida las diferencias de Inglaterra frente a España en el ámbito social, político y económico. No sólo responden a una ética protestante, sino a un marco socioeconómico cada vez más liberalizado, cambiante y competitivo, inmerso ya en la intensa transformación asociada a la incipiente Revolución Industrial. Responden asimismo el creciente peso de las consideraciones económicas y a la penetración de las ideas liberales en Inglaterra, ideas que limitaban la intervención del gobierno (a la sazón una monarquía parlamentaria, lejos del despotismo ilustrado español) y que otorgaban mayor peso a una sociedad civil cada vez más dinámica40.

                                                                                                                         40 De hecho, uno de los aspectos de la sociedad que les resultó más llamativo a los viajeros ilustrados españoles que visitaron Inglaterra –como Ponz, Moratín o el Marqués de Ureña– fue la implicación de la aristocracia y de las clases acomodadas en el coleccionismo y el mecenazgo de las artes, el fomento de instituciones científicas, la promoción de sociedades patrióticas, y el sostenimiento de obras benéficas. Respecto a esto último, subrayaron que muchos hospitales, hospicios y escuelas de caridad eran fruto de una creciente actividad filantrópica que se había desarrollado en paralelo a la prosperidad económica. También percibieron unas

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Conclusiones Joseph Townsend fue una figura muy destacada del intenso debate de pobres que tuvo lugar en la Inglaterra del siglo XVIII, y realizó uno de los análisis más elaborados sobre el tema. Quizá por ello, en su Viaje de 1786-7 fue capaz de ofrecer un panorama amplio y coherente de la pobreza en la España ilustrada. En cierto modo, constató en primera persona el fracaso de la política borbónica de pobres, que en realidad era reflejo de la desarrollada en toda Europa. Dicha política estuvo basada en la creación a gran escala de hospicios desde 1750, y complementada por una interminable serie de disposiciones de policía de vagos y medidas específicas para la identificación y el socorro de los verdaderos necesitados.

Las duras críticas de Townsend a la política española de pobres no eran más que el fiel reflejo de sus particulares ideas sobre la cuestión recogidas en sus obras de 1786 y 1788. Dichas ideas de corte maltusiano (antes de Malthus) se relacionaban a su vez con su condena radical de la entonces vigente ley inglesa de pobres. En opinión de Townsend, sólo aumentando la presión sobre los pobres adquirirían éstos hábitos de laboriosidad y frugalidad, y para ello el alivio de los mismos debía ser limitado y precario. Por otro lado, Townsend se manifestó completamente contrario al confinamiento y el trabajo forzoso de los mendigos en las “workhouses”, por ser establecimientos muy costosos para el contribuyente y completamente ineficaces a largo plazo para atajar el problema de la pobreza, además de tener un impacto negativo en la psicología de los internos.

Era precisamente la crítica abierta de Townsend de las “workhouses” y los hospicios –su equivalente español– lo que más le alejaba de los planteamientos de los economistas españoles, para quienes –de modo mayoritario aunque con diferentes enfoques– tales instituciones eran un elemento absolutamente esencial de la política de pobres. Sin embargo, había plena coincidencia entre el autor inglés y los ilustrados españoles en cuanto a los graves problemas económicos y los perniciosos efectos morales y sociales que suponía la mendicidad, así como en la necesidad de erradicar la caridad indiscriminada y formar a los niños en oficios útiles.

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