josé luis caravias, sj. experiencias de vida. en mis 60 años de jesuita

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1 José L. Caravias sj Experiencias de Vida En mis sesenta años de jesuita Última redacción: julio 2013 "Las fechas reales de la vida de un hombre son los días y las horas en que le ha sido dado adquirir una nueva idea de Dios" (Unamuno, Diario íntimo). Índice Introducción: Época de grandes cambios 1. El rescoldo familiar 2. Mis primeras rebeldías 3. Mi primera formación como jesuita 4. Los gitanos me rescatan 5. Sacerdote de Jesucristo 6. Las Ligas Agrarias me reclutan 7. Trabajos comunitarios 8. Triunfa la solidaridad 9. La fortaleza de pechos maternos 10. Arturo Bernal, mártir del servicio 11. Secuestro violento 12. Los motivos de mi secuestro policial 13. Sindicato de hacheros 14. Seducción en el cementerio 15. Opción por la vida religiosa 16. Corrido de Argentina 17. Monseñor Proaño me desacompleja 18. Desconfianzas radicales 19. Cartas dolorosas 20. “Ingeniero de aguas” 21. “Especialista en capulíes” 22. El Equipo EXPA y su parto conflictivo 23. Las alturas de Guairapungo 24. ¿Niñito Jesús indígena? 25. Borracho en honor del Señor de los Milagros 26. La hermana Elvira confiesa mejor que el párroco

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José L. Caravias sj

Experiencias de Vida En mis sesenta años de jesuita

Última redacción: julio 2013

"Las fechas reales de la vida de un hombre son los días y las horas en que le ha sido dado

adquirir una nueva idea de Dios" (Unamuno, Diario íntimo).

Índice Introducción: Época de grandes cambios

1. El rescoldo familiar 2. Mis primeras rebeldías 3. Mi primera formación como jesuita 4. Los gitanos me rescatan 5. Sacerdote de Jesucristo 6. Las Ligas Agrarias me reclutan 7. Trabajos comunitarios 8. Triunfa la solidaridad 9. La fortaleza de pechos maternos 10. Arturo Bernal, mártir del servicio 11. Secuestro violento 12. Los motivos de mi secuestro policial 13. Sindicato de hacheros 14. Seducción en el cementerio 15. Opción por la vida religiosa 16. Corrido de Argentina 17. Monseñor Proaño me desacompleja 18. Desconfianzas radicales 19. Cartas dolorosas 20. “Ingeniero de aguas” 21. “Especialista en capulíes” 22. El Equipo EXPA y su parto conflictivo 23. Las alturas de Guairapungo 24. ¿Niñito Jesús indígena? 25. Borracho en honor del Señor de los Milagros 26. La hermana Elvira confiesa mejor que el párroco

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27. Zoilita, la ciega que ve 28. “Las fronteras son de ellos” 29. Monseñor Labaka, una muerte redentora 30. En los “bañados” de Asunción 31. Los niños no son basura 32. Jesús no tiene escuela 33. Jesús, inundado, no tiene dónde ir 34. El contraste: niños mimados… 35. Milagros en los Bañados 36. El duelo de Ña Pancha 37. Heridas graves de infancia 38. Suicidios juveniles 39. Acompañando el paso definitivo 40. Diálogos con fundamentalistas 41. Catequesis terroristas 42. Amigo de ateos y agnósticos 43. Homosexuales en búsqueda de Dios 44. Acompañando a parejas 45. Nueva pareja, fuera de la Ley, dentro del Espíritu 46. Matrimonio y sacerdocio 47. Antología de un matrimonio eterno 48. Ejercicios Espirituales para laicos 49. Alegrías y dolores eclesiales 50. Teología de la Liberación 51. Intuiciones de futuro 52. Posibilidades humanas 53. El credo y el anti-credo que dan sentido a mi vida 54. Recordando a mis hijos 55. La “juventud” de mi madre 56. Mis gozos de ser “mayor” 57. La estación terminal 58. Algo más, por ahora 59. Gracias por la vida Epílogo. Retrato para el recuerdo

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Introducción

Época de grandes cambios

Mi vida va siendo larga. Estoy pasando el hito de los 78. A veces siento como si

hubiera vivido varias vidas. Es que mi generación ha soportado profundos cambios. Como en caballo desbocado he atravesado épocas muy diversas, siempre cuesta arriba, con precipicios profundos a los lados. He visto despeñarse a compañeros. Mi columna está dolorida de tanto trote. Pero sigo cabalgando…

Mirando mi historia y la de mi entorno, me asombra lo mucho que ha pasado an-te mí y dentro de mí. Ni yo mismo me creo a veces lo que he vivido. No sé distinguir con exactitud lo que realmente ocurrió. A lo largo de los años mi imaginación ha ido redondeando aristas y coloreando negritudes.

No pretendo redactar una estricta biografía; sino anécdotas de mi vida, tal como las siento hoy. No se puede contar todo; tengo derecho a guardar ciertos as-pectos de mi intimidad, en lo bueno y en lo malo. Tampoco quiero ofender a nadie. Lo que pretendo es sopesar lo que estas experiencias han forjado de positivo en mi vida y en los que me rodean. Y lo que me han dejado de experiencia progresiva de Dios. La fe ha sido el gran motor de mi vida.

Mi caminar ya es muy largo. El 2 de febrero del 2014 cumpliré 60 años de Je-suita. Mi gente de CVX me quiere celebrar. Este libro es el homenaje que nos ofre-cemos mutuamente.

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1. El rescoldo familiar Recibí de mis padres lo primero que un niño tiene que recibir ya desde el vien-

tre materno: amor, mucho amor. Gracias a ellos siento latente dentro de mí una ca-pacidad afectiva maravillosa. Amo mucho, a mucha gente, “in crescendo”, sin fin, cada vez más limpio, en busca siempre de más Amor.

Lo que más agradezco hoy es el testimonio de amor mutuo que papá y mamá nos dieron a sus diez hijos. Los recuerdo enamorados, ya mayores, sentados frente a la tele agarrados de la mano. Se besaban frente a nosotros, con nuestro consiguiente regocijo. Jamás los vi pelear entre sí, o levantar la voz o faltarse al respeto.

Recibí también de ellos el don de la fe. El Dios de mis padres era siempre sensato. Nunca me amena-zaron con un posible castigo divino. Se trataba de un Dios presente en todo, pero no obsesivo, ni impositi-vo, sino amable, respetuoso, cariñoso…

Es un legado invalorable heredar de los padres la fe en un Dios Amor. Y ello dentro de un caldeado cli-ma de cariño. Ese tesoro, debidamente cultivado, se convierte después en luz y energía para superar can-tidad de momentos oscuros y tensos de la vida. Puede ser el secreto del éxito o del fracaso.

Recuerdo con gusto cuando papá nos hacía ir al “cierre” de cristales para admirar las tormentas, muy frecuentes frente a la serranía de Ronda donde vi-

víamos. Cada trazado zigzagueante de rayo y cada trueno sonoro eran ponderados por él como hermosura y poder de Dios. Tanto que, hasta hoy, al escuchar el tralla-zo de un trueno se me alegra instintivamente el corazón. Nada de huir y esconder-nos bajo las cobijas, sino capacidad de admirar con los ojos bien abiertos lo hermo-so de cada realidad.

Ellos me desarrollaron de forma especial el respeto y cariño hacia los pobres, empezando por los empleados de la casa. Esto influiría mucho en mi vida futura.

Capacidad de amor, caldeada por la fe en el Dios Amor, encierran dentro de sí maravillosas fuerzas creativas. Reconozco, agradecido, que mis padres supieron desarrollar en mí deseos constantes de superación. La presión de sus exigencias era suavemente estimulante:

- “Tú puedes más, lo puedes hacer mejor, mira más arriba…” Nunca nos consintieron lloriqueos, blandenguerías o mimos… Si alguno de noso-

tros iba lloriqueando en busca de mimos de mamá, ella nos increpaba: - A ver, ¿se te ha salido alguna tripa? ¿No? Entonces a jugar… Fui muy querido, pero jamás mimado. Si despreciaba una comida, al día siguien-

te me encontraba el mismo plato en la mesa. Si nos enojábamos dos hermanos, no teníamos derechos hasta que nos reconciliáramos. Jamás quedaba una falta sin cas-

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tigo, pero siempre papá nos hacía entender con cariño el por qué de sus correccio-nes.

Mi imaginación fue alimentada de chiquito por sus cuentos populares; por los “tebeos” -los comics-, que nos compraban en abundancia, desde que aprendimos a leer; por los cursos por correspondencia desde la pre adolescencia. ¡Con qué gusto fabriqué mi primera radio-galena! Y con qué ilusión abría los paquetes de mi curso de radiotécnico…

Aprendí a ser ordenado confeccionando al detalle un buen álbum de estampillas de correos.

Aquello del dominio de la Creación lo aprendí de mi papá viéndolo injertar rosa-les y frutales, y cómo cada tarde iba a gozar con el crecimiento de sus injertos. Y disfruté de los veranos bañándonos locamente todas las tardes en la alberca de rie-go de la casa o yendo a comer directamente del árbol sabrosos “higos-reina”.

Me encantaba construir “casitas”, con barro -¡quería ser arquitecto!; cavaba canales para el riego de mis plantitas; inventaba cualquier tipo de entretenimiento, con tierra y hojas, con cualquier cosa. Aprendí a jugar junto con mis hermanos, pero solo también. ¡Nunca me aburría!

Mis padres me trasmitieron seguridad en mí mismo. Fe en mis posibilidades. Me enseñaron a exigirme y a dominarme.

De escuelero fui bastante tartamudo. No recuerdo que jamás mis padres me retaran o acomplejaran por ello. A los 18 años lo supe enfrentar y superar con éxi-to, yo solo, iluminado por un buen libro. Nos dieron fe en nosotros mismos. Por eso cada uno de los nueve hermanos que vivimos hemos desarrollado una personalidad muy definida, distintas, pero interesantes.

2. Mis primeras rebeldías

Mi papá era un hombre rígidamente religioso. Muchos buenos ideales se los debo a él. Pero también mis pri-meras rebeldías.

Yo pienso ahora, en mi vejez, que es bueno que los preadoles-centes desarrollen rebeldías como pasos necesarios para afianzar su personalidad, distinta a la de sus padres y educadores. Las mías eran ingenuas, pero mías…

Los domingos íbamos toda la familia, muy numerosa, a escuchar Misa. Nos poníamos en sillas al

comienzo de la nave izquierda de la parroquia de Coín, pueblito campesino, de her-

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mosos huertos frutales, en las serranías de Málaga. El párroco, don Telesforo, era duro y cuadriculado. Recuerdo el día en el que

rompió las carteleras del único cine del pueblo, el Salón Faura, porque anunciaban la película “Gilda”, un famoso drama pasional.

Ninguna mujer podía asistir a su misa si no llevaba mangas largas y escote ce-rrado, aun en el calor sofocante del verano. A la salida del templo, al son de fuertes resoplos, se realizaba el “destape”, que me encantaba contemplar.

Mi padre, durante la Misa, nos exigía estar siempre mirando de frente al altar. Si mirábamos al público enseguida nos caían sobre la cabeza sus duros nudillos:

- ¡Niño, mira adelante! En la parte alta del retablo del altar había una imagen del Padre Dios, calvo,

con larga barba blanca y la bola del mundo en la mano. Llegué a odiar a aquella ima-gen. Había que mirarla fijamente, como hipnotizado, porque si no, recibías ensegui-da un “coscorrón”. Después de sesenta años he vuelto allá y he verificado si real-mente existía esa imagen del Padre Dios a la que tanto repudié; y sí, allá sigue.

Un verano, después de comer, sentados todos a la entrada de la casa, teníamos

que rezar el rosario. Mi padre lo dirigía siempre, paseándose entre nosotros, en una mano el rosario y en la otra una correa. Cuando alguno cabeceábamos –era la hora de la siesta- le espabilaba enseguida un correazo:

- Niño, no te duermas. Desde entonces, asistir al rezo de un rosario es algo que me espeluzna. Es una

repulsión instintiva, muy difícil de superar… Pero reconozco que la vida fue haciendo cambiar a mi padre. Poco a poco, desde el amor a su familia y desde su honradez, se fue abriendo a nuevos enfoques de la fe.

Me rebelaban las supersticiones de la gente. La empleada de casa, Isabel, me

contó un día que dar vueltas a una silla traía mala suerte. Desde ese día delante de ella inclinaba con frecuencia una silla sobre una pata y le daba vueltas con la otra mano. Ella asustada me amenazaba con los castigos que podía mandar Dios sobre la familia por culpa mía. Y yo tozudamente daba más y más vueltas a la silla repitiendo:

- No nos ha de castigar, no nos ha de castigar… En la catequesis y en la escuela me hicieron aprender de memoria el catecismo

de Astete, cuadriculado y retrógrado, sumamente seco. Las narraciones ilustradas de las Historias Sagradas tenían enfoques fundamentalistas y elitistas, pero sin nada de mensaje. No recuerdo que mi catequesis parroquial me trasmitiera ningún tipo de experiencia de Dios.

Pero eso sí, me insuflaron a presión obsesión por la sexualidad, mezclada con una fuerte dosis de ignorancia. Era el gran tema tabú, morbosamente masturbado… Me machacaban con la prédica de un Dios que me podía mandar al infierno por un solo pecado de pensamiento contra la castidad, pues en esto –repetían- no hay “par-vedad de materia”…

Me hacían realizar sacrificios necios “por la conversión de los chinitos”, como

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meterme piedritas en los zapatos, por ejemplo. ¡Qué andares tendría! La preocupación más grande que me inculcaron en mi primera comunión fue que

la hostia no se pegara al paladar… Y la única ilusión, el hermoso traje, y los regalos. Pero no recuerdo ningún tipo de experiencia religiosa.

En la catequesis parroquial insistían en que Jesusito estaba llorando encerrado en el sagrario y debíamos ir a consolarlo… “Vamos niños al sagrario que Jesús llo-rando está…”. Un Niño Jesús llorón, que nosotros, los niños buenos, teníamos que ir a animar…

En la escuela pública –franquista-, nos hacían cantar aquello de “fuera, fuera protestantes, fuera, fuera de la nación, que queremos ser amantes del Sagrado Co-razón”… Y nos llevaban en filas a corearlo delante de las casas de las dos únicas fa-milias protestantes que había entonces a la salida del pueblo.

Me costó desenmarañarme de aquella religiosidad cuadriculada, tan embrolla-da, tan angustiante, cultivada por mis catequistas parroquiales. Aquella catequesis ahogaba y angustiaba las sanas enseñanzas de mis padres…

Ciertamente lo más válido de mi niñez fue el calor de la vida familiar: el cariño comprensivo de mi madre, las exigencias razonadas de mi padre y la amistad alegre y traviesa de mis hermanos.

Toda la secundaria la hice en un colegio de jesuitas, San Estanislao, en Málaga, a veces interno y a veces externo. Entré con suavidad en aquella disciplina. Recuer-do con mucho gusto los recreos. Y a unos pocos amigos. Pero en mi memoria actual no tengo recuerdos especiales, a no ser el cariño de algunos jesuitas.

Algo hermoso fue la devoción a la Virgen María. Entré en la Congregación Ma-riana y me sentí bien en ella. El cariño a María, concretada en un cuadro de Murillo, me ayudó un poco en las crisis de la adolescencia.

Me obsesionó el despertar sexual, tema tabú absoluto. Nadie me brindó jamás una sola palabra de explicación. En aquel colegio machista cerrado, jamás entraba una chica. Y las pocas limpiadoras que trabajaban allá eran todas viejas y feas… Ja-más íbamos de paseo a la ciudad. Nos llevaban en filas a sitios descampados.

Mi primera polución fue desesperante, pues no tenía ni idea qué podía ser aquello. Y las primeras masturbaciones, terroríficas, siempre al borde del infierno. Todo eran amenazas. Ni una explicación positiva. Depresiones profundas y escrúpu-los angustiosos… ¡Qué fea adolescencia, manoteando desesperado en la oscuridad de mis ignorancias!

En mis años de interno adolescente en el colegio nos vigilaban para que durmié-ramos con las manos fuera de las sábanas, no fuera que tocáramos algo “indecente”. Dios estaba ahí, entre las sábanas, vigilante implacable… ¡Qué horror! Era el Dios de frente fruncida y palo alzado, obsesionado con el sexo… Lo cual me acarreó una época de terribles escrúpulos: si consentí o no consentí… ¡No hay derecho!

La mujer era el enemigo del que huir… Tardaría años en descubrir la belleza y la complementariedad de la mujer. Tenía una madre excelente, y eso me salvó. Pero ningún tipo de amigas.

Parece que aquellos mis “formadores” confundían la inocencia con la ignorancia,

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el amor con el temor, cosa a la larga sumamente peligrosa, pues los brotes de la vida crecen imparables, aunque sea reventando macizos de cemento armado… Escarmen-tado, hoy disfruto ayudando a jóvenes a encauzar sus rebeldes energías…

En los últimos años de colegio, gracias al acompañamiento cercano de un buen “Padre Espiritual”, Gerardo Lara, me fui asentando. Fue básico descubrir a Jesús como amigo. El rostro del Padre Dios se fue abuenando. Encontré de nuevo al Dios de mis padres, pero más crecido. Salí del oscuro pozo de los escrúpulos y empecé a vislumbrar nuevos horizontes, con generosidad.

3. Mi primera formación como jesuita La verdad, no recuerdo bien por qué entré de jesuita. La experiencia de Dios

heredada de mis padres era muy fuerte. Y como alumno de los jesuitas, pasadas ya las tormentas adolescentes, me pareció lo más natural entrar a servir a Dios con los jesuitas. De hecho, tenía cariño y admiración a algunos de ellos.… Y a mis 18 años no dudé de que Jesús me pedía que entrara de jesuita… Ni se me ocurrió otra opción. Acabado mi bachillerato, el 2 de febrero de 1954, entré en el Noviciado del Puerto de Santa María.

Recuerdo que Isabel, la antigua empleada de casa, me insistió en que yo no servía para cura porque era muy alegre y me gustaban las chicas… Ello me afianzaba más en mis propósitos. Sentía con claridad que Dios me llamaba a esta vida… Tenía miedos de no ser fiel, pero no dudas de que ésta fuera mi misión en la vida. Y hasta hoy, después de haber superado tantos obstáculos, sesenta años después, no conci-bo mi vida de otra forma.

En los primeros años de formación jesuítica perdí mi capacidad crítica. Entrá-bamos en el molde y caminábamos embretados sin rechistar. Quizás fue la única forma de pasar entonces por aquel túnel.

En el Noviciado, entre prácticas que hoy me pare-cen absurdas, mi Maestro de Novicios, P. José Gómez, me inyectó, a través del mes de Ejercicios, lo más im-portante: un deseo grande de conocer, amar y seguir a Jesucristo. ¡Este poderoso motor me llevaría muy lejos y me haría superar muchas empinadas cuestas! Nunca an-tes había tenido una experiencia seria de Cristo. Mi primera catequesis se había limitado a frases de memo-ria. Aunque siempre permanecía el cimiento de la fe en el Dios de mis padres. La vivencia crística del Noviciado fortificó definitivamente mi futuro. Sin esta estrella matinal, me hubiera perdido en medio de tantas tormentas como me esperaban.

Otra vivencia que plasmó mi futuro fue la de la amistad de los compañeros, amistades francas, fieles y sinceras.

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Pero en aquel noviciado me hacían realizar prácticas que intuía que eran raras, y quizás contraproducentes. Nos disciplinábamos tres veces por semana. Y llevába-mos cilicio con frecuencia, para evitar tentaciones de la “carne”. Pero mi carne do-lorida parecía que se tentaba más así…

Nos insuflaron nuevas dosis de desprecio y miedo a las mujeres… Terror con-tra las “amistades particulares”… Obsesión por la “modestia”: no levantar los ojos del suelo. Había que guardar siempre la “compostura religiosa”. Ni para jugar nos podíamos sacar la sotana; dar a la pelota con el pie era malo…

En el Juniorado los libros de arte tenían raspadas todas las imágenes “insi-nuantes”… Y Teilhard de Chardin estaba en la biblioteca metido en el “infierno”, o sea, bajo llave, prohibido leerlo. Pero eso sí, nos hacían estudiar hasta la saciedad los clásicos griegos y latinos, lo cual dejó en mí un hábito de pensamiento ordenado. Y un excelente profesor de Literatura, el P. Salvador Lóring, me enseñó a escribir, de lo que le quedo eternamente agradecido. Dejaron en mí sus huellas la claridad de expresión de Cicerón y las frases cortas de Gabriel Miró.

Los estudios de Filosofía, en Alcalá de Henares, casi me vuelven loco, en latín, tan en silogismos, tan abstractos… Hasta que mi viejito Padre Espiritual me aconse-jó que no me esforzara en entender la Teodicea escolástica, que tantos dolores de cabeza me daba… Eso no era para mí. ¡Qué alivio! Pero en esta época me marcó para siempre la línea social del P. Díez Alegría, mi profesor de Ética.

Mis tres años de magisterio los hice en Asunción del Paraguay, a partir de 1961, en el colegio Cristo Rey. Di clases de castellano, creo que con éxito. Pero me obsesionaban las paraguayitas y sus amplios escotes. Hasta entonces, las pocas mu-jeres que trabajaban en las casas de formación eran “mayores”. Pero en Cristo Rey había lindas profes. No me habían formado para “esa” libertad… Había una en espe-cial que me volvía loco. Su voz musical hacía vibrar en mí cuerdas íntimas medio oxi-dadas por falta de uso.

Me gustaba ir a mezclarme en el bullicio del Mercado 4. Pero dejé de ir a ayu-dar en las compras porque una linda verdulera me insistía en que quería tener con-migo un hijo con ojos azules… ¡Y aquello me ponía muy nervioso!

Las vacaciones en Barrero y en San Ignacio me marcaron profundamente. La realidad campesina empezó a zaherirme el corazón, como cuchillo filoso. Su senci-llez, su hospitalidad, su fe profunda… Comencé a gustar la dulzura del idioma guara-ní. Intuía vivos en los campesinos tesoros desconocidos para mí, que parecía que me hipnotizaban...

Mis tres años de “magisterio” en Paraguay me zarandearon fuertemente, de forma que ablandaron y rompieron los moldes cuadriculados en los que me habían aprisionado. Salí del Paraguay en crisis, desestructurado, con luces parpadeantes en el horizonte.

Cuando llegué a Granada para estudiar Teología iba mareado. El Concilio Vati-cano II comenzaba su segundo año de funcionamiento. Juan XXIII había ya cam-biado el rumbo de la nave eclesial. Los brotes de creatividad surcaban las viejas tierras endurecidas, y comenzaban ya a germinar. Me aferré con fuerza a esos bro-

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tes nuevos que surgían en medio de tantos palos resecos. En mi segundo año de Teología, meses antes de acabar el Concilio, fue nombra-

do General de la Compañía de Jesús el P. Pedro Arrupe. Estos dos hechos –Concilio y Arrupe-, serán básicos para mi perseverancia y mi crecimiento vocacional.

Las macizas estructuras de la vida religiosa se me agrietaban, forzadas por savia nueva. Nacían experiencias novedosas. Los pobres del Paraguay me habían marcado con fierro ardiente. Y, con la herida de los pobres en el corazón, por las rendijas que abrían las nuevas experiencias, en medio de aquel torbellino eclesial, varios compañeros nos metimos a vivir en un barrio “provisorio” de gitanos. Allá nos esperaba Dios…

4. Los gitanos me rescatan

Unas lluvias torrenciales habían hundido en

Granada las cuevas de los gitanos. El Gobierno los había instalado en “albergues provisionales”.

Varios grupos de estudiantes jesuitas conse-guimos permiso para ir a vivir con ellos y como ellos. A mí me tocó “El Chinarral”, una vieja fábri-ca en ruinas en cuyos patios se habían construido cuartitos de 3 x 2 metros, con paredes de caña y yeso, que no aislaban ni ruidos ni olores. Unos so-los baños comunes. Una sola llave de agua.

Y lo peor, el Ayuntamiento había mezclado las familias sin tener en cuenta los clanes de origen, con lo que las peleas eran el pan de cada día. Las “facas” y las tijeras con frecuencia brillaban amenazantes…

Cuatro jóvenes jesuitas, acabados de llegar del Paraguay y del Perú, nos insta-lamos en un cuartito del albergue. Al comienzo los gitanos nos miraron con descon-fianza: ¿veníamos a vigilarlos? Después se volvieron pedigüeños. Pero no mucho más tarde nos consideraron casi como compañeros. Vernos “cagar” juntos o hacer cola para recoger agua fue fundamental…

Cuando se amigaron, lo más frecuente era desahogarse con nosotros. Nos echaban en cara que allá ciertamente vivíamos como ellos, pero que cada día subía-mos a estudiar en Cartuja, la Facultad de Teología, que se veía imponente recostada en la primera altura sobre Granada. Nos tachaban de hipócritas.

Pero, siempre en ambiente de sinceridad y de bromas, fuimos sintiendo el res-coldo de su amistad. Algunas familias nos invitaban a sus casas para cenar juntos. Disfrutábamos de las sabrosísimas tortillas de papas de Carmen y los retos francos de su marido ciego, Julián. Nos compartían sus rencillas y sus problemas, sus amo-res, sus ilusiones.

Me encantaban las historias de los gitanos de cómo engañaban a los “payos”

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(los blancos), contadas en la pequeña taberna en la que tomaban sin pestañear sus vasitos de anís seco.

La vida de aquel pueblo, marginado y despreciado, me iba despertando a mí también a la vida. Su descarnada sinceridad, su solidaridad, sus rencores, sus ale-grías y rebeldías a flor de piel…

Y su fe, salvajemente fuerte. Afirmaban que María era gitana que, al casarse con el payo José, lo convirtió a él también en gitano. Y su churumbel Jesús por su-puesto que era un gitanillo. No he visto pueblo marginal más orgulloso de la dignidad de su raza. Yo diría que tienen complejo de superioridad. Afirman que Dios les ha dado una inteligencia superior para poder vivir engañando a los payos.

Esta gente digna, tan alegre a contracorriente, me descubrió las riquezas del pueblo. Tan despreciados desde fuera, pero tan ricos en su interioridad.

Participé en un clásico casamiento gitano. Emocionante cuando la futura suegra entra al cuarto de la novia para comprobar su virginidad y sale bailando con un pa-ñuelo marcado con una pinta de sangre.

Tantas disquisiciones teológicas que me daban arriba, tan puras, abajo en el barrio se enlodaban y tomaban forma humana. Uno de mis profesores de Biblia, Juan Leal, afirmaba que entre gitanos no se podía aprender Biblia. Y ciertamente su elitista Biblia no encajaba para nada en las chabolas de los gitanos.

5. Sacerdote de Jesucristo Durante los estudios de Teología me apretaron muchos problemas ideológicos.

Con un pie entre gitanos y otro entre profesores anticuados era muy difícil mante-ner el equilibrio. Cantidad de preguntas afloraban a mi mente afiebrada, que mis estudios “oficiales” no lograban aclarar.

En estos años leí mucho la Biblia, y busqué con afán libros con nuevos enfoques biblicos. No quería ser “erudito” en Biblia al estilo de mis profesores, Criado y Leal, con muchas teorías, pero ningún aterrizaje pastoral. Mi rebeldía contra aquellos enfoques teóricos, era total. De hecho, los dos me aplazaron…

Me interesaba estudiar técnicamente la Biblia, pero en la medida en que esas teorías sirvieran para que el pueblo captase mejor el mensaje de cada pasaje. Para no “contagiarme”, asistía poco a clase. Para mí el colmo fue cuando el P. Criado nos dio dos clases con mucha erudición sobre si Rebeca fue montada en un camello o una camella. El lodo del barrio de gitanos que llevaba cada día a la Facultad de Teología se me subía a la garganta, asfixiándome. Quería en serio ser biblista popular, pero de ninguna manera con las teorías aéreas de aquellos profesores…

Con toda mi alma deseaba ser sacerdote al servicio de los más pobres, pero mi cabeza hervía de problemas teológicos no resueltos. Estaba entrando en un callejón aparentemente sin salida. En aquellos momentos de desconcierto la mano de Dios me salió al encuentro en personas concretas de dos nuevos movimientos eclesiales po-

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pulares: la fraternidad Iesús-Cháritas, de Foucauld, y las Hermandades Obreras de Acción Católica, la HOAC.

La espiritualidad de Carlos de Foucauld me iluminó el camino y me dio espíritu para reco-rrerlo. Empecé a aprender a interpretar la Bi-blia desde los pobres. Y en los cursillos de la HOAC, especialmente en los dados por su con-siliario, D. Tomás Malagón, fui aprendiendo a conciliar fe y ciencia, fe y lucha por la justicia. Una nueva espiritualidad empezaba a responder a mis expectativas. En ellos encontraba la hor-ma de mis zapatos… Muchas veces me escapé del Teologado, sin decir nada a nadie, para asistir a los cursillos de Don Tomás. Él me daba el oxígeno que necesitaban mis pulmones asfi-xiados…

Un día una obrera, militante de la HOAC, Rosa, al contarle mi crisis, me espetó: - “Jeremías 20,7”. -Y me pasó una Biblia muy usada. Con admiración leí aquello

de “Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Me hiciste violencia y fuiste más fuerte que yo…” Una madre de familia, en su mesa grasienta después de cenar, me había pasado la Palabra que yo necesitaba, y que mis profesores, desde sus alturas exegéticas, jamás me hubieran señalado.

En varios militantes de la HOAC y un par de chicas de “Iesús-Cháritas”, laicas consagradas de espiritualidad de Foucauld, fui encontrando respuestas a mis mu-chas preguntas e inquietudes, todo ello metido en el jugo agridulce de un barrio al-tamente marginal. Nunca agradeceré suficiente aquellas amistades tan fecundas, especialmente la de María Ángeles Manterola. Ella fue mi primera amiga de veras, para siempre, de valor incalculable.

Mis profesores auténticos, de los que realmente aprendí a vivir como cristiano en aquel mundo real, no fueron los de la Facultad, allá arriba, sino los de abajo. Los gitanos me cuestionaban y me espoleaban; y los militantes obreros cristianos me daban respuestas vitales y me abrían caminos nuevos.

Ciertamente la mezcla detonante de Biblia y pobres me abrió camino en la maraña en que muchos de mis compañeros quedaron enredados.

En ese pueblo marginal encontré sentido a mi vida religio-sa y a mi sacerdocio. Me ordené de sacerdote con mucha ilu-sión. Entre gitanos celebré mi primera Misa. Y, como es natu-ral, me cantaron la Misa Gitana… “¡Ole tu mare!”

En la estampa de recordación de mi ordenación sacerdo-tal aparecen dos niños gitanos del barrio, muy pobres. Ellos eran para mí todo un símbolo: “Sacerdote de Jesucristo al servicio de los pobres”. Era el 14 de julio de 1967.

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6. Las Ligas Agrarias me reclutan Luis Farré y yo, al volver al Paraguay, recién ordenados sacerdotes, veníamos

con la intención de ser sacerdotes-obreros. Ya en Granada, durante los veranos, habíamos trabajado algo de obreros. Pero el P. Munárriz, párroco de Santa Rosa, nos hizo caer en la cuenta de que para adaptarnos a esta realidad lo mejor sería trabajar como sacerdotes-campesinos. Nuestro Provincial, Manuel Segura, y mons. Bogarín, nuestro obispo, aceptaron nuestro proyecto y nos enviaron a San Ramón, pueblito al sur de Misiones.

Nuestros planteamientos eran radicales. Vivir como ellos, descalzos, arañando la tierra, sin ahorros…. Cultivamos dos hectáreas de tierra que nos había conseguido el obispo. E hicimos una casita con nuestras propias manos. Sólo el techo de paja nos lo puso un “baqueano”. Lo demás lo hicimos nosotros, de la madera de la capilla vieja que se había caído en un temporal.

Pero nos miraban con desconfianza. ¿Qué hacían dos sacerdotes jóvenes “me-dio locos”, en una pueblito que ni siquiera era parroquia? Creían que veníamos a en-señarles a cultivar la tierra. Y como nadie ayudaba a nuestra torpeza, la cosecha de maíz fue malísima, pues no supimos aporcarlo a tiempo. Aunque sí recogimos bastan-tes porotos, que armaron bastante alboroto en nuestros estómagos hambrientos…

Los pocos comerciantes del lugar empezaron a desconfiar de nosotros, tildán-donos de comunistas. Los campesinos, nos observaban. Hasta que después de unos meses recibimos una delegación del pueblo cercano, Santa Rosa. Eran miembros de las nacientes Ligas Agrarias Cristianas. Su propuesta fue clara y contundente:

- Es admirable la vida que tienen. Pero ustedes no sirven para esto. Para ser campesinos pobres, que pasan hambre, ya sufrimos bastante nosotros… Estamos organizando las Ligas Agrarias, y necesitamos quién nos ayude a dar cursillos de formación. Hemos decidido en asamblea que la educación es prioritaria. Por ello te pedimos, Pa’í Caravias, que dejes esta vida absurda y te dediques a la formación campesina dentro de las Ligas Agrarias. –Era Corsino Coronel.

Fue un mazazo. Quise defenderme. Hablé de opción vocacional. Pero no había caso. Me machacaban insistentemente. Tanto, que sus palabras empezaron a sonar-me como invitación divina. Y no fue posible resistir…

Desde entonces me dediqué a tiempo completo a los cursos de formación den-tro de la planificación de las Ligas. Mis superiores religiosos me apoyaron. Y, de acuerdo con ellos, acepté el cargo de asesor nacional de las Ligas Agrarias Cristia-nas, nombrado en una asamblea nacional.

Al poco tiempo las Ligas me pidieron trasladarme a la zona de La Cordillera. En la compañía Yacarey, de Piribebuy, me prepararon un lindo ranchito, lejos de la ruta, junto a un arroyito, rodeado de frutales exóticos. Allá, a la luz de un “mbopí”, lám-para de mecha, escribí los apuntes que se convirtieron en mi primer libro, sacado de

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multitud de encuentros campesinos: “Vivir como Hermanos. Reflexiones bíblicas so-bre la hermandad”. Su luz, después de más de 40 años, sigue alumbrando a miles de campesinos en muchísimas partes. Se ha publicado en más de veinte países, entre ellos la India y Filipinas.

“Karaí Perú”, el patriarca de la familia con la que vivía, me enseñó muchísimo de su sentido común, su fe sincera y realista, su solidaridad desinteresada…

A los dos años las Ligas me trasladaron a una casita construida por ellos mis-mos al lado de la ruta, pues la otra estaba muy a contramano. Aun existe, en Guasú Rocái, cerca del cruce a Piribebuy.

Por cuatro años recorrí Paraguay en moto, visitando bases campesinas y ayu-dándoles en todo lo que fuera formación. Los encuentros y cursillos se realizaban en sus mismos ranchos. Las comidas se preparaban con viandas traías entre todos. Ja-más hubo financiamiento externo. Ellos reunían la poca plata necesaria a partir de sus propios trabajos comunitarios.

Seguí a las órdenes de las Ligas, siempre trabajando en educación de base, hasta que fui sacado violentamente de mi ranchito de Guasú Rocái, arrastrado de pies y manos por la policía de Stroessner. Pero antes, recordemos algunas anécdo-tas de aquel compartir comunitario.

7. Trabajos comunitarios

Las Ligas se apoyaban básicamente en sus experiencias de trabajos comunita-rios. Rompían el individualismo y el miedo que les inyectaba la Dictadura ocupándose a fondo en experiencias comunes. Era la forma práctica de rechazar sus complejos y vivir su recién descubierta hermandad.

Al pueblo se le ha fumigado siempre con fuertes dosis de complejos. Sistemá-ticamente se ha despreciado su idioma, su cultura, sus posibilidades de futuro. Se les ha refregado por las narices lo inútiles que son. Ellos solos no son capaces de nada. Necesitan patrones, jefes, dictadores, que les hagan trabajar. Si no, mueren en la miseria y en la inutilidad…

En mis muchos años de convivencia con el pueblo, al empezar a trabajar con ellos he tropezado siempre con sus complejos de inferioridad y de inutilidad.

Un complejo es una mentira asimilada. Un autoengaño estable. - No podemos avanzar nosotros solos… Es imposible… “Ndikatúieté…” Las Ligas fueron conscientes de que tenían que destruir este freno alienante.

Campesinos minados por los virus de los complejos de inferioridad y de inutilidad, no servían para nada.

Punto clave en este asunto era la comercialización. Vendían muy baratos sus productos y compraban muy caras sus necesidades. Dialogamos largo. Ya iba en-trando fuerte en ellos la vivencia de su dignidad humana. Y decidieron enfrentar el problema, pero a su estilo. Nada de préstamos. La plata necesaria saldría de sus

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trabajos comunales. Y con lo primero recolectado empezaron comprendo una bolsa de Ka’á (yerba mate) y otra de sal. Y la fraccionaron a precio de costo (¡la mitad que en los almacenes!). La alegría comunal fue grande. Cundió el entusiasmo:

- Había sido que sí podíamos… Y así poco a poco, según sus capacidades económicas y sus posibilidades de ad-

ministración, se fueron extendiendo por todos lados los “almacenes de consumo”. El secreto del éxito consistió en realizar una serie escalonada de pequeños triunfos.

Contra los complejos no sirven para nada los “sermones”. Ni manos la benefi-cencia. Las teorías y las ayudas foráneas les acomplejan más. Lo importante son los hechos palpables. Para convencerse de que “pueden”, de que “sirven”, no hay otro camino que el palpar hechos concretos realizados por ellos mismos. El pueblo sólo cree lo que toca.

Muchas de las ayudas que gente de buena voluntad pretenden brindar a los po-bres están infectadas de paternalismo. Y con ello, aunque consigan algún progreso material, se les causa un grave daño: aumentar su complejo de dependencia…

Las Ligas lograron extender una poderosa red de almacenes comunitarios. Tan-to, que en una zona de Caaguazú, en Santa María, se declararon “libres de comer-ciantes explotadores”.

Poco a poco, a partir de estos éxitos iniciales, fueron resucitando diversas prácticas comunitarias de sus antepasados. La que brotó mejor, pues sus raíces cul-turales eran profundas, fue la minga. Se trata de trabajos comunitarios realizados gratuitamente a favor de alguna obra de servicio común: construcción o arreglo de escuela o capilla, mejora de caminos, ayudas en el trabajo a enfermos o ancianos…

Tomó especial importancia el cultivo comunitario de pequeñas chacras en tierra prestada por ellos mismos para conseguir plata para los viajes de coordinación y los cursos de formación. ¡Esta plata era sagrada! Con este fin también realizaban crianzas comunitarias de animales, a veces muy sencillas, como criar un cerdo que cada día era trasladado a la casa de un socio de las Ligas. O repartir pollitos que a los varios meses había que devolverlos ya gallinas con cuya venta conseguir la platita comunitaria, tan necesaria para la organización…

Otra joya cultural antigua resucitada fue el “cambiamanos”: Hoy trabajo gra-tuitamente contigo en tu chacra, y mañana tú haces lo mismo en la mía. Y no sólo de dos en dos, sino en grupo también.

El “jopói”, de muy vieja raigambre, consistía que cuando se carneaba un animal, un cerdo por ejemplo, se repartían porciones entre los compañeros, que quedaban en la obligación de la reciprocidad cuando ellos realizaran una tarea semejante.

En resumen, que se disparó, con mucha creatividad, su espíritu comunitario, de forma muy realista… Y mi trabajo fue siempre el de alabarles y animarles a partir de su fe.

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8. Triunfa la solidaridad

A comienzos de 1970 la autoridad policial de Kiindy se empeñó en destrozar las

Ligas metiendo miedo a los dirigentes. Para ello comenzó a apresar sin más a líderes campesinos por veinticuatro horas menos minutos, pues decía que ese derecho se lo daba la Constitución Nacional.

Cuando alguien iba a interesarse por la causa de la prisión de sus compañeros, quedaba también él preso. Así pasaron unos meses. Empezaba a cundir el miedo.

Cuando se dio citación policial por tercera vez a un campesino benemérito, don Albino, viejo catequista, de la Tercera Orden de San Francisco, dirigente destaca-do de las Ligas, se decidió probar el sistema de solidaridad planificado en la asam-blea del domingo anterior.

En pocas horas se reunieron unos ciento cincuenta campesinos dispuestos to-dos a ir presos. Se pusieron de acuerdo en cómo realizar una acción directa no vio-lenta, de forma que fuera eficaz.

En silencio absoluto marcharon a la comisaría después de cerciorarse de que el Comisario estaba dentro del edificio. Al ver llegar a tanta gente enseguida los poli-cías, cerrando ventanas, se apostaron enfrente en actitud defensiva, apuntando con sus viejos fusiles.

Nadie se inmutó. Un campesino elegido de antemano dijo con serenidad que habían sido citados por el comisario, mostrando la papeleta de citación del viejo ca-tequista.

- ¿Quién es Albino?, preguntó en guaraní un policía, levantando la voz. - ¡Yo!, -contestó cada uno de los asistentes. Sonó como un trueno, todos al unísono. Y un mar de manos abiertas reclamaba

su identidad. - ¡Albino presentáte, carajo!, -vociferó el policía. Todos dieron unos pasos como para entrar en el edificio. El policía enrojeció de rabia. Sus ayudantes levantaron sus viejos fusiles ame-

nazantes. Nadie movió un músculo. Ningún gesto de extrañeza en los rostros de los cam-

pesinos. Uno de ellos, en tono pausado, arguyó: - Todos somos Albino. Si tocan injustamente a un hermano nos tocan a todos

nosotros; por eso todos nos sentimos citados por el comisario. Todos estamos dis-puestos a quedar presos.

De diversos ángulos, gritaron varios, según lo planificado: - Queremos ver al Comisario. - El Comisario no está, -gritó el suboficial. Todos sabían que el Comisario estaba dentro, pues lo habían visto entrar antes

de marchar ellos. Un susurro de gusto corrió entre los manifestantes: - Hemos apresado al Comisario en su propia Comisaría. No se atreve a salir. Él

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es el que tiene miedo… Al no dejarles entrar a la comisaría, se sentaron en el suelo en silencio, a espe-

rar “a que viniera el Comisario”. Cantos a todo pulmón llenaron el atardecer. Cantos todos muy piadosos, para que no les acusaran de subversivos: “Ven Corazón santo, tú reinarás…”

A las varias horas se les amenazó fuertemente con las armas en la mano para que se fueran; nadie se movió. Hasta que después de entrada la noche, en vista de que no se les admitía como presos, ni que “llegara” el Comisario, decidieron mar-charse pacíficamente.

El miedo al calabozo había desaparecido. Por mucho tiempo no hubo más pre-sos. Y el espíritu de hermandad quedó fortalecido.

9. La fortaleza de pechos maternos

Allá por el 71 arreciaba la persecución contra las Ligas. Los campesinos, inspira-dos en Gandhi y Luther King, habían optado por acciones directas no-violentas. Se sentían fuertes practicando estos métodos. Contaban en su haber con triunfos con-cretos.

La policía de Stroessner, desconcertada, procuraba incitarles a la violencia. Apresaba e insultaba a los dirigentes. Algunas veces mataron a tiros a animales do-mésticos. Trataban de crisparles los nervios a los campesinos para que rabiosos se descontrolaran y cometieran un error. Parecía como que buscaban que un campesino llegara a matar a un policía… Era su ideal para poder desatar una ola de violenta re-presión.

Dentro de las tácticas policiales, en Piribebuy, donde las Ligas eran fuertes, empezaron a morir las vacas y los bueyes de los liguistas. Investigando, nos dimos cuenta de que las reses morían después de haberles aplicado la vacuna contra la fiebre aftosa. Pero sólo morían los animales de los liguistas. Y averiguando, averi-guando, se constató que les ponían vacunas en mal estado, sin refrigerar.

El problema era muy grave. Sin lecheras y sin bueyes no se podía prosperar. Y reunidos en diversas asambleas, programaron poner fin a estas muertes. Pero con sus métodos, no con los de sus represores.

Organizaron una manifestación muy especial. Era una manifestación-procesión, pues sacaron en andas la imagen histórica de Ñandejára Guasú, un hermoso Cristo crucificado, patrono de la ciudad. Era el símbolo gráfico de que Jesús estaba con ellos. Así lo creían firmemente.

Pancartas aclaraban que exigían responsabilidades por la muerte de sus anima-les. Unos quinientos campesinos recorrieron las calles del pueblo para entregar unas cartas en las diversas oficinas públicas. Cuando se acercaban a la comisaría fueron cortados por una barrera de policías con viejos fusiles en sus manos. De hecho no eran policías profesionales. Según la costumbre de entonces, se trataba de jóvenes

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del lugar que estaban realizando en la comisaría local su servicio militar. Los campesinos sabían muy bien quiénes eran los “soldaditos” que les enfrenta-

ban, “por órdenes superiores”. Prácticamente todos eran hijos de las Ligas Agra-rias.

La marcha no se detuvo. Pero cuando casi llegaban a la barrera, unas mujeres campesinas se pusieron en primera fila, cada una buscó a uno de los jóvenes reclu-tas y, desnudándose el pecho, lo pusieron contra el cañón de cada fusil. ¡Eran las madres de aquellos jóvenes!

- ¡Ejapíkena, che memby!, -dispara, mi hijo-, gritaba cada una con decisión. Y con el pecho, aquel pecho con el que cada madre había amamantado a cada uno de aque-llos jóvenes, empujaban al fusil. Como es natural, los chicos daban marcha atrás, poco a poco, hasta que llegaron a la cercana comisaría, y rojos de vergüenza y tur-bación, se refugiaron dentro, cerraron puertas y ventanas, y no salieron más. No eran capaces de obedecer las órdenes del comisario.

Entonces los campesinos se sentaron en medio de la calle y le dijeron al Comisa-rio que podía matarlos si quería. Se impuso el diálogo. Nunca más habría vacunas en mal estado. Y así fue.

Terminaron tranquilamente su recorrido con la imagen sagrada, bajo las miradas de simpatía de mucha gente del pueblo. Los pechos, ya flácidos, de unas madres desgastados, fueron más fuertes que las bocas frías y duras de unos fusiles. El Cristo sangrante de la Cruz había triunfado una vez más contra el desprecio y la violencia…

10. Arturo Bernal, mártir del servicio

Arturo Bernal se cansaba con facilidad. Jadeaba fuerte cuando subíamos algu-

na cuesta. Pedía sentarse a cada rato. Pero enseguida decía: - Vamos, los hermanos nos esperan... Íbamos con frecuencia juntos a dialogar y dar cursillos con los socios de las Li-

gas Agrarias. Era “mi socio”. Una tardecita de 1971, tomando tereré en su ranchito en los alrededores de

Piribebuy, le insistí para que fuéramos al médico. Al día siguiente, el doctor, con gesto paternal, después de auscultarlo, le puso la mano en el hombro y le dijo:

− Hijito, te vas a tu casa, te acuestas, y no te levantes hasta nuevo aviso. Come bien, y descansa...

Aparte, me avisó que Arturo tenía un proceso avanzado de tuberculosis: − Un pulmón lo tiene perdido y del otro le queda poco. No le doy más de unos

pocos meses de vida, -me dijo en voz baja. Unos días después, a la mañanita, pasé con la moto por su casa. Arturo, sentado

en su catre, me dijo en guaraní con convicción: − Pa’i, en vez de morirme de asco en este catre, prefiero dar mi vida sirviendo

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a los hermanos. Vamos... Por más que protestamos, incluidas sus tres hijitas, se vistió su camisa blanca y

su pantalón gris, y se sentó en el asiento trasero de la moto. - ¡Vamos! No pudimos bajarlo de la moto. Casi un año me acompañó en mis correrías en reuniones y cursillos con las Ligas.

Cuando íbamos a pie, en cualquier tronco pedía descansar un ratito, pero enseguida el Espíritu lo ponía de nuevo en pié:

− Vamos, nos esperan los hermanos... Hasta que en mayo del 72, un piquete policial me secuestró y violentamente me

arrojó en una calle de Clorinda (Argentina), sin ropa, sin dinero y sin documentos. Pero Arturo siguió en la lucha. Como ya apenas podía caminar, se encargó del

Almacén Comunitario Central que las Ligas tenían en el pueblo. Allá prodigó su sonri-sa y sus servicios, día a día, a miles de campesinos, sabiendo que con ello ayudaba a mitigar el hambre de sus hermanos.

Así duró cuatro años. Hasta que en aquella “Pascua dolorosa”, el 76, él fue una de las primeras víctimas. Su sonrisa de enfermo siempre servicial parece que mo-lestaba demasiado a los lacayos de la dictadura.

Se avisó a la policía de la enfermedad grave de Arturo. Pero lo metieron en la “pileta eléctrica”, y sus escasísimos pulmones no aguantaron la inmersión en aquella agua putrefacta. Arturo entregó su vida en este su último acto de servicio. No quiso esperar la muerte en su cama de enfermo. No murió de tuberculosis. Murió en una de las cámaras del terror de la dictadura, heroicamente, por no querer acusar a ninguno de sus hermanos de los disparates que le querían hacer firmar.

Arturo Bernal es orgullo del campesinado paraguayo. Es gloria de su familia, de su pueblo y de su organización. Hasta después de su asesinato quisieron mancillar su gloria tildándolo de guerrillero y amenazando a su familia. Pero juro por Dios que él fue un santo, gracias a aquella fe que le impulsaba a llevar una vida heroicamente entregada al servicio de sus hermanos. En él de nuevo murió Jesús y en él de nuevo nos llega nueva vida.

San Arturo Bernal, ayúdanos a servir a nuestros hermanos campesinos con una generosidad parecida a la tuya...

11. Secuestro violento

Hacía cuato años que trabajaba a tiempo completo con la Ligas Agrarias del Pa-raguay. Ellos mismos me habían nombrado su asesor nacional. Y con la anuencia de mis superiores, me dediqué a ayudarles en su proceso de concientización y organi-zación.

La fe cristiana era motor poderoso para su compromiso. Habían recibido la Bi-blia con sumo gusto después del Concilio. Y los documentos de Justicia y Paz de Me-

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dellín se encarnaron en su realidad. Mi trabajo casi exclusivo era impartir cursos bíblicos a lo largo de toda la Re-

pública. Siempre buscando vivir muy cerca de ellos. Sentía que la Biblia iluminaba y fortalecía su compromiso. Y en ese ambiente

nació, muy poco a poco, mi primer libro: Vivir como Hermanos. La sencillez de esta obra brotó de la sencillez campesina, compartida con ilusión.

Este librito, hijo colectivo, fue aceptado como propio por muchas comunidades campesinas. Pero los agentes del gobierno de Stroessner pronto lo calificaron de altamente subversivo.

Tanta amistad, tanta solidaridad, tanta toma de conciencia, no podía convivir entre tanta corrupción, desde el último sargento de compañía hasta las más altas esferas de la Dictadura.

Las primeras reacciones del Gobierno contra los que ayudábamos a las Ligas fueron cocinadas con altas dosis de amenazas y calumnias. Intensa guerra de ner-vios. Stroessner había ordenado conseguir desertores, y no mártires.

Pero como sus amenazas no daban resultado, decidieron buscar un chivo ex-carmentario. En su desprecio al pueblo, pensaron que yo era el culpable de aquel mo-vimiento campesino. Y decidieron expulsarme con una orquestada propaganda de desprestigio.

Unos policías, de civiles, pero con botas altas y pistolones ostensibles a la cin-tura, a las órdenes del comisario Irrazábal, célebre por sus violencias, se presenta-ron ante mi ranchito, en Guazú Rocái, de Piribebuy, el 5 de mayo de 1972. Dijeron venir en son de paz. Afirmaban que el obispo y el comisario de Ca’acupé querían ase-sorarse conmigo sobre un asunto muy importante. Me pareció rarísimo. Les pregun-té si iba preso. Me lo negaron rotundamente. Pero ante mi intentona de subir a mi moto, gritaron:

- Yahá hesé (vamos por él). Violentamente me agarraron de pies y manos y me

tiraron al cajón de la camioneta policial, que salió ense-guida disparada a toda velocidad, pues varios campesinos se acercaban amenazantes.

Me obligaron a ir acostado mientras un cordón de policías iban sentados en los bordes del cajón de la ca-mioneta. Allá los halagos primeros se convirtieron en in-sultos de alto calibre.

Me aseguraron que me iban a torturar con drogas hasta volverme loco, como acababan de hacer con el Pa-dre Monzón, cosa que habíamos comprobado hacía pocas semanas. Con lo que ciertamente me invadió el terror. ¡Cualquier cosa antes que perder la razón! Pero en el clímax de los insultos, uno de ellos dijo que hasta Dios les iba a estar agradecido si me quitaban de en medio…

En ese instante, como rayo de luz, recordé aquellas palabras de Jesús: “Llegará un tiempo en que la gente pensará que matándolos están sirviendo a Dios”. Jn 16,1

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La vivencia de esta cita me arrancó el miedo. Me senté en el suelo de la camio-neta policial y mirándole a los ojos pregunté al policía que se ufanaba de servir a Dios volviéndome loco:

- Cuando usted muera ¿será capaz de pedir a Dios que le pague por haberme li-quidado?

El policía bajó la mirada y quedó en silencio. Y, liberado del miedo, supe seguir hablando con toda libertad, en guaraní, afianzando y defendiendo mi trabajo con los campesinos. Creo que fue la última vez que hablé guaraní fluidamente.

Ya en Clorinda, al otro lado del río, en Argentina, a las once de la noche, de un empujón me dejaron arrojado en una calle, sin más ropa que la puesta, sin plata y sin documentos… Mi obispo me trajo al día siguiente algo de ropa y mis documentos. En Paraguay se levantó enseguida una gran ola de solidaridad, pues los campesinos que habían presenciado mi secuestro corrieron la noticia. Abundaron las manifestacio-nes y las cartas de protesta.

Pero a los tres días los gendarmes argentinos, por órdenes superiores, me pu-sieron un sello rojo en el pasaporte y me obligaron a salir enseguida de su país.

Me sentí profundamente frustrado, pero íntegro. No me habían drogado, como prometieron. Mi inteligencia estaba intacta, chisporroteando.

Ya en España me enteré de que el arzobispo de Asunción, Ismael Rolón, había suprimido el Te Deum de acción de gracias por la independencia durante las fiestas patrias del 15 de mayo. Y que los alumnos de los colegios católicos se habían negado a desfilar delante de Stroessner.

En Alicante, lejos de los problemas, se me acumuló el cansancio. Me sentí muy mal. Pero el cariño de mis padres, frente al mar, me ayudó a volver a la normalidad.

12. Los motivos de mi secuestro policial

En mayo del 71 había salido “Vivir como Hermanos”. El libro se publicó en am-biente difícil, tanto económica como políticamente, pero entró en corazones llenos de esperanza, en plena actividad de las Ligas Agrarias.

Fruto de multitud de reflexiones campesinas a la luz de la Biblia, se extendió rápidamente en las bases que lo engendraron. Su distribución se realizó con agili-dad, por miedo a que el Gobierno lo secuestrara enseguida.

Cuando las autoridades se dieron cuenta de su existencia, ya estaba toda la edición en manos campesinas. Y los "sesudos" del régimen apuradamente se pusieron a examinarlo con gruesas lentes de fundamentalismo sectario.

Me hace gracia imaginar los dos tipos de grupos de reflexión que creó el libro: el campesinado sencillo y consecuente con su fe, y los "intelectuales" de la dictadu-ra, fieles servidores de su fantasmagórica mentalidad represiva.

En su desprecio al pueblo, creían que el campesino era incapaz de poder enten-der correctamente la historia bíblica del Pueblo de Dios. Pero fueron ellos, "los sa-

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bios y prudentes", los que no entendieron nada. Por eso, en su ceguera, decidieron acallar para siempre al redactor de aquellas

reflexiones bíblicas, sin poder creer que habían nacido del mismo pueblo. Por ello me secuestraron, me tiraron a Argentina, sin nada, y pusieron en marcha una terri-ble campaña de calumnias en contra mía y del libro.

Todo un mes arrojaron toneladas de basura calumnienta a través de sus me-dios oficiales, el diario "Patria" y el programa radial "La Voz del Coloradismo". Guardo, ya ahora convertidos en reliquias de humor negro, todos aquellos artículos.

Su acusación más repetida era que yo en este libro me declaro enemigo de la paraguayidad, pues afirmo que para el Pueblo de Dios no hay fronteras: “todos so-mos iguales ante los ojos de Papá Dios.”

Aseguran ellos que en el libro se hace una "insidiosa campaña de negación de la Nación" (14-V-1972). "Presenta la Nación como opuesta a la voluntad divina y a todo proceso organizativo como pecaminoso... Esta confusión demoníaca no la podemos consentir" (22-V). "Es una agresión gratuita y mostrenca de elementos foráneos y desarraigados" (13-V). Dicen que el libro afirma que "Jesús no quiere paraguayos..." (18-V). "Así es el pensamiento de este tortuoso extranjero que en mala hora llegó a nuestro país" (Id.)

Después de mi secuestro policial, no ahorraron ningún tipo de insultos: "Es un desubicado, física y moralmente"; "un ignorante, que no conoce nuestro país ni por las tapas; extranjero trasnochado y conflictivo, con tortícolis intelectual (15-V). "Extranjero impertinente, entrometido y contumaz. Extraviado, desarraigado, fa-nático delirante" (18-V). La lista de "piropos" fue larga. Me querían ver "chamusca-da el alma" (15-V), lleno "de llagas mortales" (19-V).

"El desorbitado y sacrí-lego panfleto, que para ma-yor sarcasmo se llama Vivir como Hermanos" (17-V), ha recorrido el mundo entero sembrando luz y esperanza a miles de campesinos, y aun como manual de preparación de jóvenes a la confirmación. Se ha convertido en un clási-co de reflexión bíblica popu-lar. Ya ni siquiera me piden permiso para publicarlo. Que yo sepa se ha publicado, además de en Paraguay, su patria de nacimiento, en Argentina, Perú, Ecuador, Co-lombia, Brasil, Méjico, Estados Unidos, España, Filipinas, India..., siempre con varias ediciones. Me han hablado de que lo han visto publicado en África. Se ha traducido a idiomas indígenas, como el quichua o el tagalo. Calculo que se ha superado ya la cantidad de 300.000 ejemplares. Y sigue vivo, ofreciéndose gratuitamente, en va-

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rias páginas web… Este hijo mío, tan discutido al nacer, se ha convertido en propiedad y honra

del campesinado paraguayo. El éxito de este libro en las bases populares es su mejor presentación. Del

pueblo salió, y el pueblo lo recibió como suyo. Bienvenidas, pues, las nuevas edicio-nes, que dedico a Arturo Bernal, compañero-campesino, que tanto me ayudó a re-dactar el original, y que hoy goza de la corona de los mártires. Que sirva de luz y esperanza para muchos otros hermanos...

13. Sindicato de hacheros

Después de dos meses de descanso en España, entré de nuevo en Argentina, el 26 de agosto del 72, con pasaporte nuevo, ya que el anterior estaba “marcado”. El obispo de Sáenz Peña, Chaco argentino, mons. Di Stéfano, me había pedido que fue-ra a su diócesis para ayudarle en la pastoral con las Ligas Agrarias del Noreste ar-gentino. Y después de mi expulsión del Paraguay, de vuelta de España, allá me dirigí. Me recibió con mucho cariño. Pero las circunstancias del momento me hicieron ate-rrizar en la pastoral con los hacheros, en el llamado “Equipo Monte”.

Para ello me nombró párroco de un pueblito del “impenetrable”, llamado Avia Terái. Allá, junto con unas “hermanas del Niño Jesús”, nos metíamos en las picadas del monte en busca de hacheros.

La pastoral entre los hacheros era muy cuesta arriba. Aquellos hombres se ha-bían convertido en auténticos esclavos de las grandes compañías extractoras de tanino. Su trabajo era la búsqueda en el monte de árboles de quebracho, su corte y su traslado a través de espinosas picadas que tenían que abrir a machetazos. Les pagaban en “vales”, sólo válidos en los almacenes de los obrajeros, sus patrones, que se las arreglaban para que “sus” hacheros nunca pudieran saldar sus deudas.

En la zona casi el único trabajo era el de hachero del monte. Con dificultad lle-gábamos a sus “campamentos”. No había ni una sola capilla, fuera de la central en el pueblito. Les celebraba la Eucaristía bajo cualquier quebracho condenado a morir.

Palpábamos la miseria en la que vivía la gente. Les corroía el hambre, el aisla-miento, la esclavitud...

En una de aquellas folklóricas misas un anciano hachero comentó: -Cuando yo era pequeño había esto de las Misas. Luego desaparecieron de la

faz de la tierra. Y ahora, milagrosamente, vuelven a aparecer. Así de aislados vivían… Pero en cuanto dialogábamos con ellos sobre su dignidad humana y sus dere-

chos como trabajadores, enseguida comenzaban los problemas con los capataces. Peor cuando tratamos de su derecho a cobrar en efectivo, a organizarse, a gozar de un seguro médico… Empezaron a prohibirnos entrar en los “obrajes”, los lugares donde se apilaban y se preparaban los árboles de quebracho para poder llevarlos a

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las fábricas de tanino. Junto con algunos otros agentes de pastoral, -“el equipo monte”-, decidimos

dedicarnos a formar un sindicato de hacheros. Lo cual supuso muchísimos viajes por las picadas del monte en mi pequeño Citroën Dos Caballos, agilísimo entre tanto ba-rro y tantas curvas. Me acompañaba casi siempre la hermana María Elena, muy hábil para meterse por todas partes. Eran entrevistas casi de uno en uno, intentando convencerles de la ventaja de sindicalizarse.

Les frenaba el miedo a quedarse sin trabajo. Pero la explotación les pesaba tan fuerte y tan descaradamente, que poco a poco se fueron uniendo. Y los reclamos eran tan básicos, que el gobierno regional tuvo que aceptarnos como sindicato zonal, bajo el nombre de “SUDOR”. Y lentamente fueron gozando de la realización de al-gunos de sus reclamos. Aparecieron en los obrajes algunos inspectores. Empezó a cobrarse un plus familiar. Los “vales” perdían fuerza. Algo recibían ya de platita…

En el abono de su desesperanza comenzaron a germinar plantitas de ilusión. Les animaban los pequeños triunfos sindicales. Pero las tormentas tronaron cada vez más intensas.

Latigazos de calumnias, amenazas y persecución destrozaban nuestros rostros. Y nadie desinfectaba nuestras heridas. Trampas policiales, desconfianzas eclesia-les, intrigas patronales, chicanerías jurídicas… Sensación de abandono… Desilusión… Los obrajeros lo movieron todo para desprestigiarnos. Y en buena parte lo consi-guieron.

La policía intentaba ponernos trampas para implicarnos en la guerrilla. Un día se me presentaron unos jóvenes bien vestidos contándome que eran guerrilleros del ERP. Me pedían, después de una retahíla de alabanzas, que les diera algunas ayudas “tácticas”. Pero eran tan burdas sus alabanzas y sus propuestas, que me olí que eran policías disfrazados y hábilmente me los quité de en medio. Pero otros dos compa-ñeros jóvenes cayeron en sus trampas, y acabaron presos por varios años con muy graves acusaciones.

Los del equipo monte nos quedamos bastante solos. Vivíamos muy austeramen-te. Al obispo le calentaron la cabeza, y se puso en contra del equipo monte, que él mismo había puesto en marcha. Nos quitó toda ayuda económica personal. De uno en uno fue expulsándonos de su diócesis. Al P. Carlos Plancot, misionero francés, que se negó a salir de su casa parroquial, con la policía le echó todos sus enseres a la calle.

Pero el Sindicato estaba aprobado y los hacheros empezaban a disfrutar de al-gunos derechos que un par de años antes ni siquiera podían soñar…

En esas circunstancias concretas entendimos que en ese momento el compro-miso cristiano aterrizaba en un Sindicato. Y lo conseguimos. Aunque nos costó nues-tro propio martirio…

14. Seducción en el cementerio

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A pesar de repetidas opciones por seguir adelante, el ambiente seguía siendo siempre muy duro, altamente calumniante. Y por ello era normal que me invadieran sucesivas crisis: ideológicas y, sobre todo, afectivas. Ciertamente estaba profun-damente enamorado, a la distancia, de una paraguaya que parecía ser mi perfecta media naranja. Hasta entonces habíamos sabido dialogar y superar el problema. Pe-ro en aquel ambiente de tanta tortuosa soledad, en un momento dado decidí dejar aquella vida tan dura, casarme y vivir tranquilo.

El problema venía ya de largo. Era un enamoramiento serio, profundo, muy res-petuoso. Lo habíamos discernido varias veces. Y siempre, con dolor, habíamos visto que era mejor seguir nuestros compromisos respectivos con el pueblo, cada uno en su camino.

En una ocasión, el Provincial del Paraguay, Bartolomé Vanrrell, la había traído desde Asunción en su coche hasta mi casita en el Chaco argentino, para que con to-da libertad decidiéramos nuestro futuro. Nos dejó dos días solos. Y con toda serie-dad decidimos de nuevo seguir cada uno con su vocación personal, muy comprometi-dos con el pueblo, pero no en pareja. Cerramos el discernimiento con una Eucaristía en la que los dos solos, con mi mano sobre su vientre, ofrecimos a Dios los hijos que podríamos engendrar…

Pero después de unos meses, parecía que la última gota había colmado ya el va-so. Muy cansado, decidí por fin abandonarlo todo y casarme. Y con esta decisión a la que todo me empujaba, fui a sincerarme con un compañero en Quitilipi, pueblo cer-cano. Mientras compartíamos unos mates, se presentaron unos hacheros rogando que fuéramos con ellos al cementerio para comprobar si era verdad que su patrón había hecho enterrar sin caja, superficial y boca abajo a un compañero suyo, apoda-do el Rubio.

- ¿Cuánto tiempo hace que murió?, preguntó el párroco. - Casi un mes. Pero es un desprecio tan terrible, que necesitamos comprobar-

lo… A mí me aterrizó la propuesta. Pero aquellos hacheros insistían una y otra vez.

Hasta que convencieron a mi compañero. - ¿Vienes?, -me espetó. Ante la expectativa de quedarme solo en el caserón parroquial, decidí acompa-

ñarlo en categoría de curioso. Era una tarde veraniega de cuarenta grados. Había llovido toda la noche. Entramos en el cementerio, yo enojado, con bastante miedo. “Si nos agarraba

la policía violando una tumba…” Pero los compañeros de el Rubio se echaron sobre aquel lodo arcilloso, y se pu-

sieron a excavar con sus manos. Yo intentando atajarlos, clavé en la sepultura un palo que llevaba en la mano y enseguida salió un olor nauseabundo.

- Ya es suficiente. Está claro que lo enterraron superficialmente y sin caja. Vámonos. -Yo miraba de reojo hacia la puerta del cementerio temiendo que apare-ciera la policía. En esa coyuntura de mi vida lo que menos podía desear era un nuevo problema con la policía, pues había decidido abandonarlo todo.

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Pero nadie me hacía caso. Seguían escarbando con sus manos. Parecía que aca-riciaban aquella tierra nauseabunda. Ya no se distinguía lo que era tierra y lo que eran restos putrefactos del compañero.

Medio en voz baja, como rezos, susurraban: - ¡Pobre Rubio! Tú no te merecías esto. Hasta desnudo te tiraron acá… No había en ellos el menor rasgo de asco. Con delicadeza sacaban partes del

cuerpo de su amigo. - Todavía no sabemos si está boca arriba o boca abajo. Y seguían escarbando con sus manos. Hasta que uno de ellos sacó un mechón de

pelos. - ¡Son los pelos de el Rubio! El muy cabrón del patrón lo enterró boca abajo. No

hay derecho a tratar así a un ser humano. Es lo mismo que si esto lo hubiera hecho a cualquiera de nosotros. ¡El Rubio somos nosotros!

Había una identificación total entre aquellos hombres y aquella víctima. El gra-ve desprecio que el patrón había cometido contra el Rubio, caía también sobre ellos mismos. Su solidaridad era total. Por eso no le afectaba aquel olor nauseabundo. Acariciaban con aprecio a aquellos restos humanos mezclados con lodo chaqueño.

En ese momento tan tenso, como un relámpago, sentí que Jesús se identificaba también con aquella víctima. Parecía que me decía:

- ¿Por qué me quieres abandonar? Te necesito… Sabía yo muy bien a qué se refería. Estaba ya decidido a abandonarlo mi com-

promiso. Un tipo de vida tranquila parecía estar al alcance de mi mano. Sentí ver-güenza de querer escapar, alejándome de aquellos pobres masacrados.

La pregunta de Jesús, instantánea, clarísima, como rayo, se me imponía aplas-tante, incuestionable...

“¡El Rubio es Jesús! Me espera en los podridos, enterrados sin cajón y boca abajo”. Certeza terrible, incuestionable…

- ¿Me ayudas? ¿Sigues conmigo? –Era como un puñal inserto en lo más profundo de mi ser.

Miré a otro lado. Quise correr. Pero no podía. Las caricias de los hacheros a aquel cuerpo maloliente me tenían hipnotizado. De rodillas, enlodados, se identifica-ban totalmente con su compañero. Jesús estaba ahí, en el difunto putrefacto, y en sus hermanos solidarios. ¡Su presencia se me imponía!

Me llamaba de nuevo. Yo quería abandonarlo, tirar su cruz… Pero no pude resis-tir el reto. Los doloridos ojos de Jesús, de nuevo encarnado, pedían solidaridad. No una vida de azulejos limpios, sino de lodo, lodo podrido… Ahí estaba él.

Sensación profundísima de presencia de Dios. Sin palabras. Exigente. Fuerte. Agridulce. Y le dije que sí. Un sí arrancado a la fuerza. Pero verdadero. Forzado y libre a la vez.

- Tú me seduces, Señor. Me haces violencia y eres más fuerte que yo… Al volver a mi casita de Avia Terái, rompí lentamente las dos páginas de letra

apretada, redactadas el día anterior, en las que exponía mi propósito de abandonar el sacerdocio, la Compañía de Jesús y la Iglesia Católica. Los pedazos los esparcí

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por el monte chaqueño, para que se descompusieran allá… He duplicado mi edad desde aquella experiencia. Y acá estoy. Siento todavía

aquel golpe certero en el corazón. Los caminos del Señor son exigentes…

15. Opción por la vida religiosa

Poco después, aún con fuertes agujetas espirituales, durante una noche calen-turienta, en mi casita de techo de zinc de Avia Terái, me llegó la confirmación. De un tirón, a media noche, me vino la inspiración y redacté mi credo del momento. Te-nía que tomar una decisión, pues en pocos días más debería pronunciar lo que los jesuitas llamamos “los últimos votos”, que en este caso iban a celebrarse nada me-nos que con la presencia del P. Arrupe, en las ruinas jesuíticas de San Ignacio Miní.

Mociones muy contradictorias habían pasado por mi corazón. Por unas semanas mi retina se había desprendido, sin poder reflejar la luz. Y en aquel insomnio calen-turiento, de pronto me sentí tan claro, que me levanté y escribí de un tirón este credo, definitivo, en el extremo opuesto a la carta que semanas antes sembré en pedacitos por el bosque chaqueño… Era la apabullante presencia de Dios, “sin conso-lación previa”…

No conservo la redacción tal como me salió aquella noche, a flor de piel, san-grante aun. Era como un rebrotar, con fuerza imparable, todas mis antiguas raíces, incitadas por una lluvia torrencial. Más tarde, para publicarla, me hicieron suavizar-la. Y en mi posterior corrida de Argentina, perdí el original. Pero esto es lo que que-da:

“CREO EN LA VIDA RELIGIOSA Creo que Dios es bueno. Creo en la Iglesia. Creo en la presencia de Dios en mi

vida. Creo en mi profesión religiosa. Creo en mi sacerdocio. Cuando uno lleva años conviviendo con los pobres y luchando junto a ellos hasta

las últimas consecuencias, tiene que pasar por muchas angustias para mantener y hacer crecer este credo.

Llevo años procurando compartir la vida y los problemas de los más pobres de las regiones donde me ha tocado vivir. Sentí muchas veces la angustia desesperante de su miseria. Al comienzo me mordieron con frecuencia las críticas terribles que ciertos sectores obreros hacen a la Iglesia. Me humillaron las ironías y los ataques de grupos comunistas. Sentía cómo en algunas cosas tenían razón. Comprendía con dolor las contradicciones internas de mi propia vida. Y así se fueron derrumbando, por inservibles, muchas de las costumbres y algunas de las ideas que me habían en-señado como esenciales a la vida religiosa.

Pero entre estos obreros y campesinos, que tan fuertemente me hacían entrar en crisis, encontré de una manera especial a Dios. Un Dios mucho más cercano, más realista y mucho más profundo. Aprendí a ver a Dios en los pobres.

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Un equipo de varios compañeros y algunos obreros, profundamente cristianos, hizo posible el reencuentro positivo con la fe y la vida religiosa. La espiritualidad de Carlos de Foucauld me ayudó a centrarme. Con una mezcla de miedo y esperanza me recibí de sacerdote. Sabía que no iba a ser nada fácil cumplir mi misión compartien-do los problemas de los marginados. Y sabía también que Dios está en todo esto, y por eso decidí dar el paso. Durante estos últimos años he luchado codo a codo con los pobres, ayudándoles a organizarse y a formarse, integrando la fe cristiana en la lucha por su liberación integral.

He sufrido calumnias y persecuciones. Nunca me han inquietado las acusacio-nes y el control de la policía. Pero me han hecho sufrir intensamente la desconfian-za y los ataques de compañeros sacerdotes y de algunos obispos.

He sentido la tentación de la amargura. Y en diversos momentos he creído que lo mejor sería abandonar el sacerdocio y la vida religiosa.

Tampoco me han faltado problemas afectivos. La ilusión y los ensueños me han querido invadir de vez en cuando. He sentido la ternura y el encanto de un amor ex-clusivo. Me sentí maduro para el matrimonio.

En momentos de crisis me tentó también la "seguridad" que podría brindarme un puesto "honroso" y con buen sueldo, al que con facilidad podría aspirar.

¡Tú me has seducido, Señor! Pero siempre hay dentro de mí como un fuego devorador que me obliga a seguir

por el camino emprendido. La amargura o el deseo de amor exclusivo y seguridad económica no han podido triunfar en mi corazón. A veces vivo de pura fe, pero siempre hay algo dentro que me empuja hacia la alegría y el compromiso. ¡Gracias, Señor!

¿Qué quieres de mí? Siento tu mano cariñosa sobre mí; y a veces pesada. Ten-go miedo de no corresponderte. Miedo de que mi orgullo y mi soberbia lo echen todo por tierra.

Por eso, consciente de lo que hago, en la madurez de mi vida, vuelvo a renovar mi consagración religiosa.

Es la misma, pero al mismo tiempo tan distinta a aquella consagración que hice hace años. Es que siempre en el fondo estás Tú, que eres el mismo. Sé que es un la-pacho que has cultivado con mucha paciencia y amor en tierra árida. Ésta es tu obra, Señor. Tú has sido de nuevo más fuerte que yo, y has triunfado. Sin ti no sería po-sible esta paz profunda que siento.

Te consagro mi amor, Señor: este corazón grande que he recibido de ti. Te quiero más que a nadie y que a nada.

Con todo mi corazón y con todas mis fuerzas. Por ti dejé mi familia. Por ti re-nuncié al matrimonio y a los hijos. Por tu amor he podido sublimar y trascender, en la comprensión y el diálogo, las crisis afectivas de mi vida. Por amor a ti vivo entre problemas y angustias día a día.

Señor y Dios mío, Tú sabes que te quiero. Es un amor que es tuyo; que ha naci-do de ti y vuelve a ti de una manera grande e inexplicable, pues te encuentro en ca-da persona que pones en mi camino.

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Por eso me consagro a ti, Señor, para amarte sincera y profundamente en to-dos los que me rodean. Es un sí a la amistad profunda; a la complementariedad de la mujer. Un amor humano y de verdad, pero sin exclusivismos; sin guardarme a nadie para mí. Dejándome comer por todos. Dándoles todo mi tiempo, sin derecho a espa-cios reservados, ni a devolución. Atajando siempre la rienda de la sexualidad. Nadie para mí del todo; pero yo me debo a todos.

Para mi intimidad profunda estás Tú, Señor de mi vida. Sólo Tú. Por eso esta vida de soledad y de plenitud a la vez.

Sé que esto únicamente lo podrá entender quien está enamorado de ti. Te encuentro y te quiero en los pobres. Por eso te consagro también este mi

compartir un poco la vida, los problemas, la cultura y la lucha de los pobres que me rodean.

Soy un poco pobre por amor. Por amor a ti, presente en ellos. Por amor a ellos, que te representan a ti.

Me siento llamado a buscar nuevos caminos para encarnar el mensaje evangéli-co en la realidad de los pobres de nuestro tiempo.

Te consagro también mi obediencia: mi fidelidad a tu voluntad, manifestada a través de los signos de nuestros tiempos; a través de la oración y del diálogo con los superiores y los compañeros de equipo.

Disponibilidad especial para cualquier misión difícil entre los pobres, donde me creas necesario.

Y todo esto en comunión profunda con otros compañeros con los mismos idea-les. Me gusta trabajar en equipo: sentirme y hacer hermanos. No importa mucho de la congregación que sean. Cada vez se borran más las diferencias congregacionales y formamos como una nueva Congregación los que nos sentimos unidos por el mismo ideal de fe al servicio de los pobres.

En el ambiente actual, teniendo presente mi historia, y conociendo bien a lo que me comprometo, reelijo el ce-libato como consagración del amor; reelijo mi vida pobre entre los po-bres; reelijo la vida religiosa; re-elijo la Iglesia. Sin amarguras, aunque con dolor. Pero con una gran fe en el corazón. Y con la es-peranza puesta en Dios, sólo en Dios, porque creo que DIOS ES BUENO.”

A los pocos días, el 8 de agos-to de 1973, pronunciaba mi profe-

sión religiosa ante nuestro Padre General, Pedro Arrupe, en el templo en ruinas de la reducción San Ignacio Miní. Pero la decisiva había cuajado unas noches antes…

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16. Corrido de Argentina La vida en el Chaco se iba enrareciendo hasta grados asfixiantes. Hasta el

mismo obispo de Sáenz Peña, que tanto había apoyado al “Equipo Monte”, acabó po-niéndose en contra nuestra.

Las ácidas intrigas de los obrajeros acabaron por agujerear las defensas ecle-siales. Documentos “policiales” revoloteaban agriando el aire en contra nuestra. Y convencieron al obispo de la peligrosidad del “Equipo Monte”. Y con ello nos queda-mos al aire, indefensos…

A los dos jesuitas que trabajábamos en la diócesis nos visitó el Provincial del Paraguay, Bartomeu Vanrrell. Él le exigió al obispo que le diera copia de las denun-cias que decía que tenía en contra nuestra, pero se negó en rotundo a presentárse-las.

Estando el P. Vanrrell en la casa parroquial de La Tigra, donde era párroco mi compañero, Vicente Barreto, éste encontró de noche en la sacristía una caja vacía de una ametralladora, parecía que rusa. Inteligentemente la destruyó y enterró.

A la mañana siguiente la Policía Federal se presenta alegando que tenían una denuncia contra el párroco de estar repartiendo armas entre los campesinos… Fue-ron derechos a la sacristía, y al no encontrar nada, lo rompieron todo, en búsqueda desesperada de lo que ellos mismos habían depositado allí…

El P. Vanrrell nos ordenó dejar de inmediato la zona. Pues la próxima vez la misma policía podría “encontrar” un arma metida por ellos mismos… Además, mi obispo me había retirado toda ayuda financiera, con lo cual en mi parroquia de mon-te no tenía ni qué comer.

Así es como tuve que mudarme a Buenos Aires, donde el P. Jorge Bergoglio pa-só a ser mi superior provincial. Me recibió amablemente y, de acuerdo con él, pasé a vivir medio clandestino al Teologado de San Miguel, donde pasé unos meses estu-diando Cristología. Ahí redacté “Cristo nuestra esperanza”, con sed de identidad. Y poco a poco empecé a entrar en los barrios periféricos en los que vivían los para-guayos.

El 11 de mayo de 1974 el P. Carlos Mugica era asesinado a balazos en una de esos barios, donde él trabajaba. Aunque no lo conocía personalmente, sentí que esas balas me rozaban a mí también.

Durante estos meses algunas noches me reunía en un conventillo del centro de Buenos Aires con Mauricio Silva, sacerdote barrendero, perteneciente a las frater-nidades de Foucauld. Entre varios compartíamos nuestros problemas, nos animába-mos y celebramos unas sabrosas Eucaristías. Un tiempo después Mauricio sería se-cuestrado en la calle mientras barría, lo llevaron nadie sabe dónde, y después de unos meses tiraron su cuerpo agonizante a las puertas de un hospital. No pudo pro-ferir ni una sola palabra. Él había sido para mí lámpara divina para alumbrarme en aquellos oscuros vericuetos. Y es hoy uno de mis mártires amigos.

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Las acusaciones del gobierno paraguayo y de la policía del Chaco argentino se-guían cayendo, como chuzos afilados, sobre mi cabeza. Un tipo que se había dedica-do, ya en dos países, a concientizar y organizar a campesinos, no era bien visto en-trando en las explosivas Villas Miseria de Buenos Aires…

Poco después de no mucha actividad, el P. Bergoglio me aconsejó salir del país, al menos por una temporada, pues tenía informaciones fidedignas de que la “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina) había decretado mi muerte, junto a la de otros dos jesuitas más, uno de ellos Jalics.

Era el tiempo en que gobernaba de facto el ministro del Interior, López Rega, “El Brujo”, fundador de la Triple AAA.

Discernimos juntos el caso y decidimos que era conveniente que me quitara de en medio al menos por un tiempo. Ciertamente mi fichaje policial era abultado, pues aquellos gobiernos sabían pasarse las informaciones entre sí. Había ayudado a orga-nizarse a los campesinos paraguayos y a los hacheros del Chaco argentino. Y ahora comenzaba a visitar a los paraguayos en los barrios marginales donde hacía poco la AAA había asesinado al P. Carlos Mugica.

En ambientes cómodos no se puede juzgar ahora con ligereza nuestras actua-ciones en aquel clima tan cargado. La más leve insinuación podía ser causa de prisión, torturas, calumnias y aun la muerte. Muchísimos amigos murieron cruelmente. Y mu-chísimas gauchadas salvaron a otros muchos. Aquel tiempo es tierra sagrada, en la que no se puede entrar sino descalzos, pisando suave, con respeto…

Decidí aceptar la petición de Bergoglio y marcharme por un mes a España con mis padres. En ese momento no tenía aun ningún compromiso nuevo, y nos pareció que no valía la pena exponerme a una muerte casi segura, dados los legajos que ya colgaban a mis espaldas. Y, además, me vendría muy bien un descanso.

Antes de marcharme de Argentina, quise despedirme de mis muchos amigos del Chaco. Y en Resistencia, capital del Chaco, después de un día de reuniones, al ano-checer, me apresó la policía, junto con la religiosa que me llevaba en su Citroën, Ma-ría Elena, con la que habíamos puesto en marcha el sindicato de hacheros.

Escuché cómo el comisario pedía informes sobre mí, y cómo por largo rato te-cleó el telex. Después me leyó lentamente el largo mensaje recibido. A cada rato levantaba su mirada y me preguntaba:

- ¿Es esto cierto? - Si ahí está escrito… -era mi constante respuesta. La verdad es que estaban muy bien informados de mis actividades. Parecía

“muy fichado”. Hasta sabían a qué hora y con quiénes había tomado un helado esa misma tarde.

Después me hicieron creer que me iban a hacer “desaparecer”, sacándome a “pasear”, muy bien armados, con fusiles automáticos, en un coche rojo.

A la vuelta a la comisaría, llevando todos mis enseres personales, me metieron en un calabozo. ¡Qué duro me resonó el ruido seco del cerrojo! No sabía qué iba a ser de mí. ¡Es terrible esa inseguridad!

Era una noche de terrible calor húmedo. A la vuelta del “paseo”, cuando me

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tumbé aliviado, ¡vivo!, en aquel jergón del calabozo, al apoyar mi cabeza en la al-mohada, altamente mugrienta, se me pegó a ella la cara y, al levantarla, hilos de mu-gre entre almohada y cara parecían como que me amarraban al camastro.

Y allá sentí de nuevo a Jesús. ¡Cuántas personas habían apoyado en esa almoha-da su cara como para poder acumular tanta mugre! ¡En cada preso Jesús había su-dado de terror! Ese Jesús de la seducción y de la cruz… Ese Jesús que me esperaba de nuevo disfrazado con un mugriento disfraz…

Después de fotografiarme en todas las posturas sujetando un número con mis manos, y de tomarme las diez huellas digitales, a media mañana del día siguiente me dejaron libre con la orden expresa de que me fuera inmediatamente del país… Volví a Buenos Aires. Y tres días más tarde estaba ya volando. Era el 11 de octubre de 1974. Atrás dejaba el gobierno de terror del Ministro López Rega, organizador del grupo paraestatal AAA, caldo de cultivo de las sucesivas dictaduras militares.

17. Monseñor Proaño me desacompleja

Salía de Argentina dolido, solo, fracasado, acomplejado… Llevaba varios escri-tos que parecían ser impublicables, entre ellos “Cristo nuestra esperanza” y “Consa-grados a Cristo en los pobres”. Bergoglio me había comunicado que ningún obispo argentino había querido ni siquiera mirar mis originales.

Alguien de confianza me dijo que el presidente de la Conferencia Episcopal, mons. Tortolo, había dicho que a comunistas como yo había que echarlos de la Igle-sia “a como diera lugar”.

Pesimista, desanimado, con un terrible complejo de hereje en mi corazón, em-prendí mi segundo destierro. Parecía que nadie me quería en la Iglesia. Me sentía derrotado. La crisis vocacional volvía a morderme con rabia: ¿Valía la pena tanta lucha a contracorriente?

Pero a pesar de todo, me propuse pasar por diversos países latinoamericanos, buscando en cuál de ellos podría proseguir mi compromiso con el campesinado. Con la venta de mi “Dos Caballos”, el Citroen con el que había visitado multitud de obrajes chaqueños, compré mi boleto de avión hacia España con escala en casi todas las capitales de Sudamérica. Y así recalé en Ecuador, con una obsesión: visitar a Monseñor Proaño, el apóstol de los indios. Necesitaba vitalmente que un obispo siquiera me comprendiera…

Desde Guayaquil me dirigí derecho a Riobamba. Allá fui en taxi a la casa de los jesuitas, pues sabía que la residencia del obispo estaba lejos. Y mi crisis se agravó. Aquellos “compañeros” hicieron lo imposible por convencerme de que no valía la pena visitar a aquel obispo “comunista”.

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Triste, medio a escondidas, pedí a un taxista que me llevara a casa de “taita obispito”. El dueño de aquel “carro” destartalado puso cara de complacencia al cono-cer el destino. Me habló muy bien de su “taiticu”. El panorama comenzaba a aclarar-se.

El obispo, embutido en su poncho blanco y gris, con un sombrerito de fieltro de ala estrecha, al estilo de los puruháes, me recibió con una ternura inmensa. Su sua-ve sonrisa me hacía sentir en familia. Me devolvió la paz. Sentí la caricia de sus ojos. Ahora era en la figura de un obispo emponchado en el que se me presentaba de nuevo Jesús, dándome seguridad.

Casi al comienzo de nuestra conversa, al enterarse de dónde venía, me dijo que él tenía un escrito paraguayo sobre pastoral campesina, no sabía de qué autor, que había mandado editar en su diócesis, y quería que todos sus agentes pastorales fue-ran por un camino semejante.

Ante mi cara de admiración, enseguida se levantó para traérmelo. No tenía yo ni idea de quién pudiera ser el escrito.

Al ponerlo en mis manos me quedé helado. Se trataba de una edición mimeo-grafiada con el nombre de “Experiencias campesinas en el Paraguay”, fechado en 1973, sin nombre de autor. ¡Era un escrito mío sobre las Ligas Agrarias! Justo aquel que un obispo paraguayo había afirmado que se trataba de un escrito marxista que jamás un obispo católico podría apoyar…

Lo que un obispo había condenado tan duramente, otro lo ponía como modelo en su diócesis. ¿Cómo quedaba entonces aquello del magisterio episcopal que tanto me habían refregado? ¿Cómo lo que para uno era malo para otro era imitable?

Monseñor Leónidas Proaño curó mi complejo de hereje. Encontré un obispo dis-puesto a recibirme en su diócesis con inmenso cariño y esperanza.

Gracias, Leónidas. Desde el cielo me llega hasta hoy tu profunda sonrisa suave. Recuerdo tu frase en tu lecho de muerte, muy flaquito, como indígena hambriento, dicha a otro obispo, mons. Luna, gran amigo con el que me identifico: “No tengas miedo a nada, ni al Vaticano siquiera. Tu camino es de Dios…”

18. Desconfianzas radicales Monseñor Proaño me había reconfortado. Pero a la hora de intentar asentarme

en el equipo de jesuitas que trabajaba con indígenas en Guamote, se me dijo educa-damente que mi presencia entre ellos le podía traer problemas serios, y que sería mejor que buscara otro sitio.

La siguiente escala fue en Perú. Allá había otro equipo de compañeros compro-metidos con los campesinos del norte, en Piura, en un programa educativo: CIPCA. Fui recibido con mucho cariño, pero temían que mi posible presencia con ellos au-mentara los problemas que ya tenían con el gobierno: “Estás demasiado fichado…”

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Pasé a Bogotá. Tomé contacto con el CINEP, institución jesuita dedicada a la formación campesina. La respuesta fue la misma: Sí, pero no.

La siguiente escala fue en Caracas. En el Gumilla se repitieron los mismos in-convenientes.

Con tristeza crucé el charco. Llegué a España. Y me sentí jesuíticamente huér-fano. Fuera de mi familia, no tenía dónde ir. Parecía que nadie se fiaba de mí.

A los quince días de permanencia en España mi madre recibió copia de un tele-grama fechado en Buenos Aires, destinado al Provincial de Andalucía, en el que de-cía textualmente: “Padre Caravias no debe viajar Argentina razones seguridad”. Lo conservo aun. El susto de mi madre fue terrible.

El Provincial de Andalucía, mi provincia de origen, me aclaró que él no podía darme un destino porque yo pertenecía a otra provincia. En Madrid me entrevisté con el Provincial de España, pidiéndole una casa donde residir, y me contestó que las casas interprovinciales estaban llenas y que él no podía darme un destino sin peti-ción expresa del Provincial del Paraguay.

El problema estaba en que era muy difícil comunicarme con el Provincial del Pa-raguay. Los correos y los teléfonos estaban totalmente controlados por la policía de

Stroessner. En este estado de desocupado y deshabitado, la

directiva nacional de la HOAC (Acción Católica Obrera) me pidió que les ayudara a actualizar su clá-sico plan de formación. Y a ello me dediqué, haciendo horas normales de oficina, con un consiguiente suel-do básico del que poder vivir en casa de una herma-na. Esta actividad me mantuvo ocupado, con un es-fuerzo interesante de actualización de la espirituali-dad laical.

En esta temporada quise entrar en los Hermani-tos de Jesús, de Foucault, pero ellos mismos me

aconsejaron que lo mejor sería vivir a fondo mi espiritualidad ignaciana. ¿Pero cómo, si ninguna comunidad jesuítica me admitía?

Un compañero jesuita, muy amigo mío, me preguntó: - Pero chiquillo, desahógate de una vez, con toda sinceridad. ¿A cuántas perso-

nas has matado? Si ya dos gobiernos te han expulsado, es porque algo muy gordo has cometido…

Aquello me abrió los ojos. Rumores e informes muy negros manchaban mis in-formes. Juré con toda seriedad que jamás había tocado un arma de fuego. Pero pa-recía que nadie me creía.

Pasé varios meses sin ningún tipo de vinculación con ninguna comunidad jesuíti-ca. Pero reaccioné en aquel desierto, e insistí por escrito: “Mi profesión religiosa me da derecho a exigir un destino” (20-9-1974). Y el P. General, P. Pedro Arrupe, que con todo cariño había presidido mi profesión en la Iglesia en ruinas de San Ig-nacio Miní de Argentina, en un gesto maravilloso de confianza, me destinó a Ecua-

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dor. El Provincial de allá, P. Ambrosio Cruz, de vuelta de la Congregación General

32, me citó en Madrid y me comunicó que el P. General me destinaba a trabajar con campesinos en Ecuador. Me dijo que leyendo “Vivir como Hermanos” se había con-vencido que yo no podía ser lo que algunos decían de mí. Y a Ecuador marché ense-guida, en mayo del 75, dejando sin terminar mi compromiso con la HOAC, pues esta-ba loco por volver a las bases.

Mi nuevo Provincial me aconsejó recorrer el país, y al final, con su aprobación, me decidí por Cuenca. Allá encontré buena acogida. El arzobispo, mons. Álvarez, me destinó, junto con un equipo de Religiosas de La Asunción, a un pueblito indígena de larga historia llamado San Juan de Gualaceo.

Y allá me metí de lleno, sin carretera, sin luz eléctrica, sin salir casi nunca, iluminado por la luz de la presencia de Jesús en aquellos indígenas cañarejos.

19. Cartas dolorosas

En los seis meses de destierro en España recibí diversas cartas, no muchas, que contaban, siempre en lenguaje figurado, las dificultades por las que muchos de mis amigos estaban pasando. Sus problemas no eran “moco de pavo”. Se trataba de torturas y muertes. La “Operación Cóndor” estaba en su apogeo…

Ante mi insistencia en volver de nuevo a la Argentina, el P. Bergoglio me escri-bía el 15 de julio de 1975: “Respecto a tu posible venida aquí consulté a los doctores entendidos, y todos opinan que no te conviene el clima, ni aun por poco tiempo, pues temen una recaída en la enfermedad que tuviste en Resistencia pocos días antes de partir…” Se refería a aquella noche tenebrosa en un calabozo…

Diversas misivas me hablaban de torturados y muertos, pero no daban nombres ni datos concretos. Por prudencia, todo se contaba en lenguaje figurado. Lo cual me deprimía aun más. Empecé a culparme de algunas de esas muertes, pues eran amigos con los que habíamos trabajado juntos en las Ligas Agrarias del Paraguay y del No-reste Argentino. En mi angustia rompí casi todas aquellas cartas. Pero conservo al-gunas.

Una religiosa argentina muy amiga mía y de Bergoglio, Mari Paz, me describió, entre otros muchos sufrimientos, su prisión y torturas. Dice así: “Como a vos, y tan-tos otros, me llevaron detenida por unas horas. Con esposas y los ojos tapados me cachetearon bastante. Y una de las cosas que querían les dijera, es dónde estás vos. Decían que las monjas te teníamos escondido. Cuando quisieron ofenderme más me destaparon los ojos y los cinco tipos que me rodeaban se habían sacado los pantalo-nes. Todos me mostraban todo y al yo cerrar los ojos, se burlaban diciendo que de qué tenía vergüenza si yo estaba acostumbrada a acostarme con vos. Decían que vos seguramente eras ‘más blanco’, pero que eso no importaba, que yo era tu mujer, que vos eras mi amante, etc., etc… ¿Te das cuenta? Era tal mi dolor, mi indignación y mi

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sorpresa, que no logré pronunciar palabra… Esto también los enfurecía y seguían los golpes… Al final, sin decirme nada más me largaron. ¿Te das cuenta? Yo me quedé muy mal…”

Otra gran amiga argentina, María Elena, me decía: “No tengo ganas de que vuelvas... No porque no vengas. Pienso que el ogro no te dejará en paz tampoco en otro país. Creo que te la ha jurado hasta el fin. Y no olvides que las trenzas son in-ternacionales...”

Esta misma hermana me había aconsejado antes en momentos de serias dudas vocacionales: “Cambiar el rumbo de tu vida no dejaría de tener una cierta sensación de fracaso. Y a esta altura de tu vida, de tu entrega, de tu ideal, no te veo con ca-pacidad para encerrarte en la limitación de un matrimonio. Tu campo es el mundo entero, sin depender nunca de vos el rumbo que vas a tomar…”

Ciertamente la amistad sincera, limpia y profunda de algunas mujeres ha sido el instrumento usado por Dios para ayudarme a madurar en mi vocación de servicio. Su complementariedad ha sido definitiva. Y sigue siéndolo. Pero hoy día con mucha más amplitud. En mi vida hay muchas mujeres, hoy sobre todo casadas, a quien quie-ro muy sinceramente, con toda limpieza, como a hermanas o hijas. Me ayudan y les ayudo, con sencillez y eficacia.

Termino este capítulo copiando un trozo de otra gran amiga, esta vez española, María Ángeles Manterola, de una fraternidad laical de Foucault, ya viva a plenitud junto al Padre: “No me importa que sufras, que luches, que padezcas cuantas cosas me imagino que estás sufriendo…, pero te quiero fiel a Dios, fiel a los pobres, fiel al gran amor que Cristo te tiene, fiel a esa llamada tan especial que tantas veces he-mos comprobado y a la que quiero ayudarte en lo que pueda a permanecer fiel hasta la muerte”.

¡Con hermanas así no es tan difícil perseverar!

20. “Ingeniero de aguas”

Al aprobar mi nuevo provincial de Ecuador, Ambrosio Cruz, que me instalara en la arquidiócesis de Cuenca para trabajar con campesinos, como le había ordenado el P. Arrupe, el arzobispo me señaló una apartada parroquia indígena, llamada San Juan de Gualaceo. Había allá libros de bautismo desde el siglo XVII, encuadernados en piel antigua. Costumbres indígenas muy arraigadas. Humillaciones y resignaciones centenarias. Y complejos muy profundos. Tanto, que llegué a escribir que entre aquellos indígenas sentía vergüenza de ser blanco, español y cura.

Uno de los problemas básicos que detectamos fue la falta de agua. Por aquellas empinadas lomas tenían que bajar las mujeres a los arroyos –a veces hasta quinien-tos metros de desnivel- para llevar a sus casas pequeñas cantidades de agua.

Es zona donde se dan muy bien frutales, como manzanas y duraznos, pero no

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podían sembrarlas por falta de agua. Y lo peor del caso era que las numerosas ver-tientes que alimentaban los ríos nacían en terrenos más altos que los suyos. Pero los estancieros que vivían abajo en los prados junto al río Santa Bárbara declaraban que todas las vertientes de las alturas estaban denunciadas por ellos para riego de sus propiedades.

El primer paso, costoso, fue sacarles de su actitud de resignación religiosa: - Taita Diosito así lo ha querido… Después de insistir en que Dios ha creado el agua para servicio de todos, fui-

mos a la oficina de aguas de Cuenca, donde constatamos que los “de abajo” sólo te-nían denunciadas unas pocas vertientes de las alturas. ¡Llevaban más de un siglo en-gañados! Denunciamos todas las demás, “para consumo humano y riego de frutales”.

Una ONG local se comprometió a darnos los miles de metros de tuberías nece-sarios. Pero el segundo problema se presentó a la hora de realizar las tomas de agua en las nacientes. Los ingenieros que las visitaron les desanimaron diciéndoles que sus vertientes eran muy pequeñas -“meaditas de perro”-, con lo que se desanimaron de nuevo. Después de largas reflexiones llegaron a la conclusión de que “muchas meaditas de perro juntas pueden producir un caudal suficiente”. Y se pusieron a trabajar.

Una nueva dificultad: muchas de las aguas salían de nacientes pantanosas, y en-tre ellos corría la creencia de que en los pantanos vive el Diablo, que mata a todo el que entra en sus terrenos. Tuve que meterme yo el primero, y al ver que no moría, poco a poco, exhalando el humo de sus tabacos en el lodo, fueron entrando los más valientes hasta que hicieron canales y el agua comenzó a fluir.

Pero a cada paso sus complejos les frenaban: - ¿Cómo vamos a llevar el agua hasta nuestros terrenitos? ¡Que vengan los in-

genieros a hacernos el trazado! Desde todos lados se veían unos antiguos trazos rectilíneos a lo largo de los

cerros. Señalándolos, les pregunté: - ¿Qué son esas líneas que se ven en los cerros? Y ahí sí, se erguían, y respondían: - ¡Ah, eso lo hicieron nuestros antepasados indígenas para llevar agua a sus cul-

tivos! - ¿Y qué ingenieros se los trazaron? - Ellos sabían hacerlo. - ¿Y ustedes no serán capaces de aprender como ellos? El agua misma les irá

enseñando… Así, triunfo tras triunfo, en contra de la opinión de los “técnicos” llegaron a

tener agua suficiente en todas sus casas, para consumo y para el cultivo de frutas, con lo que cambió en grande su vida. Y todo ello fruto de su ingenio y su esfuerzo…

Tanto trabajé con ellos el tema agua, que se corrió la voz de que yo era un gran “ingeniero de aguas”…

Todos los seres humanos tenemos capacidades maravillosas de desarrollo. Es cuestión de saberlas cultivar. Y especialmente, de no aplastarlas.

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21. “Especialista en capulíes”

El capulí es un árbol autóctono de los valles andinos del sur ecuatoriano. Sus frutas, una especie de cerezas o guindas, son muy estimadas, tanto por las personas como por los animales. Sus hojas, de un verde intenso, alimento alternativo para el ganado en tiempo de sequía. Y su madera, rojo oscuro, casi incorruptible, es de alta calidad. Es planta dura, que nace en cualquier tierra y resiste bien las sequías, ya que su raíz pivotal crece recta hacia abajo en busca de las aguas del subsuelo.

Pero dicen los indígenas que el capulí no se siembra. La Madre Tierra lo planta donde quiere y de la calidad de fruta que se le antoja. Hay capulíes chiquitos y amargos, y los hay grandes y sabrosos. La Pacha Mama sabe a quién se los da y por qué.

Los árboles extranjeros, en cambio, sí podemos sembrarlos a nuestro antojo. Por eso las repoblaciones forestales se realizan con eucaliptos, pinos y cipreses, todas “plantas gringas”. La Pacha Mama no los reconoce como hijos suyos y por eso los podemos sembrar a nuestro antojo. Pero los autóctonos no. Ellos son controlados por el seno materno andino.

Yo, ingenuo, antes de saber todo esto, viendo las excelencias de las plantas de capulí, decidí ayudar a reforestar no con “plantas extranjeras”, sino con las autóc-tonas. Y para ello elegí el capulí. Construí un vivero de capulíes. Hermosas plantitas en bolsitas de plástico negro eran ofrecidas a precios muy económicos. Pero mi fra-caso fue rotundo. Nadie quería mis plantitas. Las respuestas de los indígenas eran unánimes, adaptándose a mi mentalidad:

- Padrecito, los capulíes sólo los siembra Diosito. Decepcionado, busqué otro árbol autóctono de mejor madera aun: el tocte, una

especie de nogal, madera preciosa, cuyos tablones se podían vender a muy buen pre-cio. ¡Ofrezcamos entonces toctes!

Para no fracasar en mis primeros ofrecimientos elegí a unos novios que venían a hacer su cursillo para casarse, que me parecieron muy buena gente. Les regalé a cada uno una maceta de tocte como regalo de bodas, haciendo referencia al futuro dichoso de sus hijos. Creí empezar bien, pero al salir más tarde al portal de la casa parroquial descubrí con asombro que las dos plantitas estaban tiradas en el suelo, hechas añicos. ¡Qué horror!

Después de mucho preguntar, un viejito me contó que sólo Diosito podía sem-brar un tocte. Cierto que era un árbol muy estimado por ellos, pero pocos podían disfrutar de esta bendición divina. Pero si un ser humano sembraba un tocte, como su madera es casi negra, en él vive el diablo, que tiene el poder de juzgar a quien lo siembra, y como lo encuentra siempre culpable, lo mata. Por eso aquellos novios ha-bían tirado y roto el regalo maldito. Que quedara claro ante la Pacha Mama que ellos no colaboraban con semejante provocación.

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También fracasé al intentar enseñarles a injertar un buen capulí en un tronco de mala calidad. ¿Quién era yo para pretender cambiar los planes de Dios? Ellos tenían que contentarse con lo que le daba la Madre Tierra, sin querer torcer sus planes.

Y no digamos cuando intentaba enseñarles a podar sus frutales. Parecía como si les amputara un brazo a ellos mismos. Así era la expresión de dolor de sus rostros.

Aquella zona era muy buena para frutales, y ellos vivían en la miseria. La resig-nación parecía que era como natural en ellos. Había que sacudir sus conciencias dormidas. ¿Pero cómo?

Lo primero fue procurar conquistarnos su confianza. Junto con las religiosas de la Asunción, pusimos en marcha multitud de visitas, sencillas, cariñosas, de escu-cha ante todo. Recorrimos profusamente aquellos cerros. Llegamos hasta donde nunca había entrado “un blanco”. Estimulamos profusamente su folklore…

Y poco a poco dejaron de correrse de nosotros. Se nos fueron acercando. Nos admitían en sus reuniones comunitarias. Su actitud hierática –cara de piedra- en las Misas, se fue dulcificando. En las reuniones empezaban a preguntar…

Después de un año, pudimos empezar a dialogar de cómo cuenta el Génesis que Dios hizo la tierra, las plantas, los animales y a nosotros mismos, cosa en la que ellos estaban totalmente de acuerdo. El atasco se centraba en aquella frase del Génesis de “dominen la creación”.

- Si Diosito sembró ante mi casita un capulí de frutas amargas, tengo que aceptarlo sin protestar. ¿Quién soy yo para oponerme al deseo de Taita Diosito?

Otro añadía: - Y si mi vecino tiene un buen capulí, feliz él. Diosito sabrá por qué se lo ha da-

do. Sólo que él tiene que ser agradecido compartiendo sus frutos con los que no tu-vimos esa suerte.

Yo había observado que los capulíes caídos al suelo eran comidos por cerdos y aun por los perros. Los “cuchi” masticaban las semillas, pero los perros no. Y al ha-cer éstos sus necesidades arrojaban las semillas enteras. Y les increpé:

- ¿Cómo siembra la Pacha Mama los capulíes? Y ellos, tan observadores, contestaron enseguida: - Con los perros cagando. Y mi nueva pregunta: - ¿Y quién vale más un perro cagando o un hombre pensando…? Diálogos ingenuos, pero fructíferos. Es cierto que Dios lo ha hecho todo para

nuestro bien, pero él, como buen Padre, quiere que sus hijos trabajemos con él me-jorando su creación. Nos deja participar de su actividad… Y nosotros tenemos que ser responsables con esa muestra de confianza suya. No es que nos castiga con ma-los capulíes, sino que nos estimula para que nosotros con la inteligencia que nos ha dado mejoremos lo que él ha puesto en nuestras manos.

A partir de los capulíes, pudimos comenzar un proceso de mejoramiento de sus cultivos. Tanto, que acabaron marcándome como “profeta de los capulíes”.

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22. El Equipo EXPA y su parto conflictivo

Mientras yo renacía en las alturas de los Andes, muchos de mis antiguos com-pañeros jesuitas del Paraguay fueron arrancados de sus trabajos y expulsados, es-pecialmente durante la cruel “Pascua Dolorosa” del 76.

Aquella decena de hombres, arrancados violentamente de sus bases, poco a poco se fueron insertando en nuevos grupos populares, repartidos entre Bolivia, Ecuador, Venezuela y Nicaragua. Pero la pasión común nos unía profundamente. Nuestra comunicación era fluida. La rica experiencia pasada no podía quedar reza-gada en el desprestigio y el olvido. Y decidimos escribir la historia de las Ligas Agrarias, en esos momentos tan vilipendiadas en el Paraguay.

Los recuerdos nos salían por los poros. Había que ordenarlos y redactarlos. Decidimos reunirnos una o dos veces cada año. Recopilamos documentos, los de cada uno y los que nos fue arrimando una buena intendencia clandestina desde Paraguay. Retocamos repetidamente el proyecto. Y empezamos a escribir. A mí me encargaron redactar el documento base. Y por largos meses, entreverado con mis nuevas aven-turas quichuas, fui redactando un texto, cada vez más rico… Mi Provincial y mi Ar-zobispo estaban fielmente al tanto de todo.

Casi dos años duró este flujo comunitario de información. Hici-mos juntos un retiro de ocho días en Manta de Ecuador. Y la criatura nació. Circuló una primera redac-ción, en búsqueda de opiniones y correcciones. Y fuimos perfeccio-nándola… Monseñor Casaldáliga lo hermoseó con un lindo prólogo. Y mons. Luna, mi arzobispo cuencano, firmó la aprobación y presentación del libro.

Ya con el texto fijo, nos llega la noticia de que en Paraguay no están de acuer-do con la publicación del libro. El Provincial prohíbe su publicación. Pero los cuatro provinciales de los países donde residíamos nos apoyaban. Entonces decidimos pu-blicar el libro, pero sin ningún nombre de autor. El padre de la criatura se llamaría “Equipo EXPA” (Expulsados del Paraguay).

Y el libro salió en Bogotá, en Indo Américan Press Service, bajo el título “En busca de la tierra sin mal. Movimientos campesinos en el Paraguay. 1860-1980”

Tardó el Provincial del Paraguay en enterarse de su publicación. Pero cuando llegó a sus manos un ejemplar se enojó muchísimo y dijo que era un acto de desobe-diencia expresa a una orden del P. General. Pensó que yo era el responsable de ta-maña desobediencia y me acusó gravemente a Roma. Y de Roma llamaron por telé-

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fono a mi Provincial ecuatoriano, P. Julio Tobar. Parece que le pedían mi cabeza. Ya no estaba al frente mi defensor Arrupe. Era la época de la intervención de la Com-pañía, con el P. Dezza.

El P Tobar comunicó el pedido de Roma a mi arzobispo, mons. Luna Tobar, su primo hermano. Y éste prometió arreglar el asunto, del que yo no tenía ni idea. A mí nunca me había llegado una orden de que no se publicara el libro. Parece que mi pro-vincial me la ocultó…

Contento en mi inocencia, fui llamado por mi arzobispo que me leyó y entregó una carta que había redactado, echándose encima él toda la responsabilidad del li-bro.

Copio la carta, pues creo que es la “gauchada” más grande que me han hecho en mi vida, homenaje a la valentía de un obispo:

“Cuenca, 27 de septiembre de 1982. P. Julio Tobar sj. Superior Provincial de Jesuitas. Quito. Muy querido Julito: Esta es una carta de hermanos; pero si tú así lo juzgas, te autorizo para que la

pongas en manos de quien mejor pueda utilizarla en bien de la verdad y la estricta justicia. No quisiera que, por sucesos que son de mi total responsabilidad, se acusa-ra a cualquier persona de lo que no ha realizado.

Tú sabes bien que en la composición del trabajo ‘En busca de la tierra sin mal’ participaron jesuitas y no jesuitas. Sabemos bien quiénes. A mis manos llegó por medio de un ‘no jesuita’ un ejemplar que leí y releí con todas las precauciones posi-bles. Tal vez también me asistiría la gracia de estado… Al menos pienso así. Encon-tré un trabajo fundamental, como experiencias verídicas, para ser conocido por to-dos los que nos empeñamos en la pastoral de las comunidades campesinas.

Sabiendo que es historia y que en su interpretación puede haber subjetivismos equivocados, aprovechando encuentros del CELAM y alguna otra reunión a la que Dios me ha llevado, tuve mucho cuidado en conversar con paraguayos de Iglesia, su-ficientemente serenos y valiosos. Con el apoyo de sus informes y opiniones y pre-viendo el bien pastoral que el trabajo puede hacer, en la primera ocasión que tuve, hablé con Indoaméricam, en donde soy algo conocido, conseguí que se interesen por la obra y di el requerido ‘imprimátur’, del que no me arrepiento. Ésa es la historia, Julito.

Si tú crees que esta carta mía puede servirte para esclarecer lo que no parez-ca claro, te autorizo para que le des el destino que mejor creas. Con todo mi afecto de siempre en Cristo.

Fr. Luis Alberto Luna Tobar acd. Arzobispo de Cuenca.” Al escucharla de su propia boca, intenté protestar, pero me cortó: - Tú a callar. Yo sé lo que hago… Y, con semejante apoyo, nuestros provinciales dieron por acabado el incidente. No quiero ni imaginarme lo que me hubiera pasado sin esta carta. En ese mo-

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mento la Compañía estaba intervenida por orden papal, y andaban buscando “chivos expiatorios”…

23. Las alturas de Guairapungo

Mi vida pudo seguir recorriendo con tranquilidad aquellos escarpados caminos andinos. Una comunidad indígena cañari llamada Guairapungo, en Ingapirca, me invitó a darles cinco días de curso bíblico. Habían formado una próspera cooperativa, como fruto de una larga lucha. Llenaban diariamente un camión de leche. Tenían su bus propio. Eran muy unidos.

En un hermoso salón, con una inmensa chimenea de leña, se reunieron unas dos-cientas personas. Su lucha y su unidad, siempre apoyados en su fe, les había dejado una ardiente sed de conocimientos. Aquel curso fue sumamente activo. Sin cesar llovían las preguntas. Ni en los recreos me dejaban tranquilo.

La altura (4.000 metros), el frío y la mucha intensidad en el trabajo me hicie-ron subir la presión hasta un grado alarmante. Tanto, que al tercer día tuve que de-cirles que no podía continuar el curso. El pesar de los cañaris fue tremendo. Me re-galaron pantalones y zamarra de piel de llamingo (llama pequeña), pensando que el problema se debía al frío. Pero cada vez me sentía peor.

Los indígenas no me creían: - A padrecito no le gusta comida india: habas y quinua… Nosotros llevamos toda

la vida en estas alturas, y a ninguno le da presión alta… A los blancos no les gusta nuestra vida…

Me dolían sus recriminaciones. Yo estaba encantado con aquel deseo tan insis-tente de iluminar su vida con la Biblia. Y me encantaban las habas y la quinua. No me comprendían. Su mente, desarrollada en aquellas alturas, no podía comprender lo que era un ataque de presión alta. Y lo malinterpretaban como desprecio contra su forma de ser…

En el silencio de aquel salón, de repente, un indígena se levantó, se ajustó su poncho colorado y su sombrerito de fieltro, y dijo lentamente:

- Ustedes no entienden. Yo fui a trabajar tres años a la costa. Y al volver a es-tas alturas me dio presión alta.

Echó su brazo sobre mi hombro, y mirándome continuó: - ¿No es verdad, padrecito, que uno se siente sin fuerzas, sin poder pensar,

como mareado, y sólo quiere uno dormir, sin que nadie lo moleste? En ese momento sentí un consuelo tremendo. ¡En medio de aquella multitud ha-

bía alguien que me entendía! Aquel señor podía comprenderme porque él había pasa-do por lo mismo que yo estaba pasando.

Estaba bien que alguien me comprendiera. Pero yo seguía con mi problema. Su consuelo no me era demasiado útil.

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Pero aquel indígena, paseando su mirada entre sus compañeros, se ajustó de nuevo su poncho colorado, y añadió:

- Mucho sufrí a mi vuelta. Pero alguien me indicó que con tal hierbita –no me acuerdo su nombre- tomada en infusión, baja rápido la presión. Es rara, pero acá crece esa hierba, -añadió mirándome a los ojos.

Mi consuelo inicial se fue transformando en esperanza… Todo el mundo se movilizó. Las mujeres pusieron al fuego todas las “pavas” lle-

nas de agua. Y en aquella tarde espléndida, limpia la atmósfera como sólo a esas al-turas se puede ver, las manadas de llamas en el horizonte, entre aquel pasto acol-chado, poco a poco manos expertas fueron encontrando aquella hierba milagrosa. Los gritos de júbilo resonaban según encontraban nuevas plantitas.

Mujeres diligentes las iban recogiendo. El agua caliente rápido les sacaba su esencia. Todo el mundo agarró su taza. Muchos corrieron hacia mí con tazas humeantes. Todos clavaban sus ojos en mí. Brindaban a mi salud…

Y envuelto en aquel cálido ambiente de esperanza, poco a poco fui recobrando mi ánimo. Algo haría la infusión, pero mucho más actuó aquel ambiente comunitario, caldeado de ilusión. Su deseo arrollador de saber más de Biblia hizo el milagro. Su “profe” recibió con gusto sus energías, y pudo seguir trabajando con ellos todo el programa planificado.

Ante un problema personal mío, bastante serio, alguien, porque había pasado por la misma experiencia, supo comprenderme y por consiguiente consolarme. Pero no nos quedamos los dos abrazados compartiendo lágrimas. Supo también llenarme de esperanza al contar que él, que había pasado por mis mismos problemas, había podido salir de ellos. Y así, el primer abrazo del consuelo, se fue convirtiendo en la búsqueda común de soluciones, y de triunfo por fin.

Parecida es la dinámica de la Encarnación divina en nuestra realidad humana. Es como si aquel indígena hubiera programado ir a la costa para poder luego com-prenderme y ayudarme…

La encarnación del Hijo de Dios tiene que llenarnos de consuelo y esperanza. Sufrió en todo igual que nosotros para poder comprendernos y ayudarnos. Por eso, cerca de él, abrazados a él, somos capaces de superar cualquier trance amargo.

24. ¿Niñito Jesús indígena?

Catorce años me pasé en el mundo andino ecuatoriano intentando todos los Ad-vientos convencer a aquellos indígenas de que el Niño Jesús había nacido como uno de ellos.

- No, padrecito, él era de buena familia. No tuvo la desgracia de nacer indio. Es de ojos azules, pelo zuco (rubio), y hay que vestirlo con ropitas brillantes con lente-juelas… Si no, se enoja, y puede ser muy castigadorcito…

En todas las Misas me esforzaba en explicarles la Encarnación del Hijo de

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Dios. Que se hizo uno de nosotros… Pero año tras año mi fracaso era radical. Viejas catequesis, como lozas pesadas, aplastaban la Encarnación.

En una Navidad, en la fiesta del Pase del Niño en una capilla pequeña de Guala-ceo que tenía muy buenas catequistas, bordadoras ellas, que era el oficio común en la región, confeccionaron unas bayetitas bordadas y una fajita con la que vistieron la imagen del Niño de la capilla, igual como ellas visten a sus bebés. Una de ellas, que era la “Madrina del Niño”, con su más elegante vestido de chola, llevó orgullosa la imagen, bajo palio, como era costumbre, con multitud de “pequeños” disfrazados, bailando a su alrededor.

Pero a muchos no les gustó el vestido de cholito que habían puesto a la sagrada imagen. Había caras largas. Pero las catequistas “concientizadas” pusieron la imagen en el altar y cerraron con llave la capilla. A la mañana siguiente, al abrir la capilla para la Misa de fiesta, encontramos admirados que la imagen del Niño tenía puesto un vestidito de tela brillante con lentejuelas. ¿Por dónde habían entrado? Nunca lo supimos. Pero había triunfado de nuevo la tesis de que el Niño Jesús no tenía la desgracia de ser indio, sino que era nacido de una buena familia. Y si no se le trata-ba según su dignidad podía castigar bravo…

Pero no me di por vencido. Al año siguiente pasé la Navidad en otro pueblo más alto, con más población indígena, San Bartolo. Junto con un compañero descubrimos que tenían imágenes del Pesebre de tamaño casi natural. Y preparamos de nuevo el escenario.

A puertas cerradas, las imágenes de José, María y Jesús quedaron vestidas tal como vestían los lugareños. Poncho rojo para José, chalina, sombrero de paja y dos polleras encimadas para María, bayetilla bordada y faja apretada para el Niño…

Una vez terminada la operación, abrimos las puertas del templo, una gran cons-trucción antigua que descollaba sobre los cerros. Nos escondimos los dos tras uno de aquellos inmensos pilares, y la primera que entró fue una viejita indígena.

Al ver las imágenes se puso a gritar en un tono de falsete típico de ellas: - ¡Pobrecito mi Niñito! ¿Quién se ha atrevido a vestirte así? Tú no tenías la

desgracia de ser indio, como nosotros. Me acerqué con sigilo hacia ella y, golpeándole suavemente en la espalda, le di-

je: - ¿Qué te pasa, mamita? ¿Por qué gritas así? Ella se agarró con fuerza a mi poncho, esperanzada: - Rápido, padrecito, quítale esas ropas de indio que les han puesto encima. Que

si no, se van a poner bravo y nos vendrá al pueblo una gran desgracia… Ni se le pasó por la imaginación que era yo el culpable de aquel “desastre”. En las Navidades siguientes viajé a España a visitar a mi familia. Allá me encon-

tré con una de las religiosas ecuatorianas que me habían acompañado en el proceso simbólico de vestir al Niño Jesús como vestían nuestros parroquianos a sus “gua-guas”. Paseando por Madrid, de pronto veo que mira con ojos asustados a un escapa-rate lleno de imágenes de Niños Jesús, toditos negros.

- En ningún lado aceptan a Jesús como propio. Acá, entre blancos, el Niño es

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negro… ¡Cómo cuesta creer que ”se hizo en todo igual que nosotros”!

Monseñor Luis Alberto Luna, arzo-

bispo de Cuenca, nos acompañaba muy de cerca en la pastoral de encarnación de nuestro equipo pastoral. Su solidari-dad era admirable. Amigo fiel, siempre dispuesto a acompañar y defender. Le encantaba que se le invitara a celebra-ciones populares, en las que participaba activamente, de forma especial con su alegría y sus chistes.

Conocedor, investigador incansable, de la cultura popular, solía tener sermones muy vivos. Y sus artículos semanales en diversos periódicos reflejaban muchas de sus vivencias populares. Y la de sus agen-tes de pastoral también.

La amistad sincera de éste mi obispo a lo largo de tantos años moldeó de forma definitiva mi vivencia de Iglesia. Me sentí siempre comprendido y acompañado de él, y en ciertas ocasiones, como ya hemos visto, solidario en extremo. Gracias, Luis Al-berto.

25. Borracho en honor del Señor de los Milagros

Don Boconsaca era uno de los cuatro regidores del Señor de los Milagros, her-mosa imagen de Jesús crucificado, patrono de mi parroquia, muy venerada en el sur ecuatoriano. Los “regidores”, cargo de gran dignidad, cuidan a la imagen y las mu-chas limosnas que recibe.

Pero don Boconsaca estaba borracho casi todos los días, en especial los domin-gos. Su familia recurría a mí a ver si lo corregía, pero asunto inútil. Él, con aire de entendido, no me hacía el menor caso.

Y llegó el día de la gran fiesta, el 14 de setiembre. Desde la víspera el pueblito, a pesar de ser de difícil acceso, vibra de romeros venidos de muy diversas regiones.

A la madrugada una señora encopetada, que por su acento venía de lejos, de Guayaquil, me despertó muy enojada. Traía a un hijito para ponerlo bajo la bendición del Señor, que estaba en el centro del templo, en alto, sobre sus andas. Los cuatro regidores, subidos a las andas recibían las ofrendas. Y a los niños los tomaban en sus brazos para que tocaran la sagrada imagen. Pero la señora tuvo la mala suerte de que a su hijo lo agarró don Boconsaca, que estaba peor que nunca. Y al querer

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acercar al niño a la imagen le dio un fuerte golpe en la cabeza con las rodillas del Cristo. Y la pobre criatura quedó manando abundante sangre.

Como era natural, la madre vino a despertar urgentemente al párroco: - ¿Cómo se le ocurre tener a un borracho atendiendo al Señor de los Milagros?

¡Esto es una blasfemia! Intentando calmarla, fui con ella al templo. Con tono imperioso grité: - Don Boconsaca, venga acá enseguida. Con dificultad, ayudado por sus compañeros, bajó de las andas. - ¿No le da vergüenza usted, regidor, precisamente en el día del Señor, estar

así de chumado? El viejete se puso todo lo más derecho que pudo y esforzándose en hablar bien

me respondió, silabeando: - Padrecito, usted no entiende nada. Nunca me entiende. Precisamente hoy he

tomado más y mejores traguitos porque yo siempre tomo en honor del Señor. Soy su regidor, y brindo en su honor. ¿No lo entiende? Tomo en su honor, y a él le gusta verme así, tan devoto suyo…

Sacó del bolsillo de atrás del pantalón su “petaquita”, y se tomó “unito”, ha-ciendo un gesto de saludo a la imagen…

No había caso. Había sacralizado su adición al alcohol, con lo que había aniqui-lado todo tipo de escrúpulo. Por eso los reclamos de su familia le resultaban medio sacrílegos. Su familia tampoco entendía su “devoción”. Era absolutamente inútil cualquier tipo de reclamo.

Otros borrachitos, en cambio, frecuentes en la fiesta, al ver al padrecito, su reacción normal era ponerse de rodillas ante él y reclamar con insistencia:

- Perdonará padrecito, perdonará. Estoy borracho. Que Dios tenga misericor-dia de mí… Bendígame, taitiku…

Don Boconsaca había justificado el problema grave de su vida inventándose que a Dios le gustaba verlo así porque tomaba en su honor. Los otros no le echaban la culpa a Dios, sino a sí mismos, y pedían con humildad el perdón divino.

26. La hermana Elvirita confiesa mejor que el párroco Una tardecita estaba en la puerta del “convento” (casa parroquial), contem-

plando los dos lindos cerros que se levantan frente a la plaza. Apurados, llegan unos indígenas, envueltos en sus ponchos rojos: - Una señora moribunda quiere confesarse, -insinúan con cierta timidez. - Vamos, pues, -contesto enseguida. Pero poniendo las manos por delante, como atajándome, me dicen: - No, padrecito, ella quiere confesarse con la hermanita Elvirita. Le aviso a la hermana, y ella muy animosa parte con ellos.

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Volvió contenta a las varias horas. Pero al día siguiente, domingo, llegaron los familiares de la capital, Cuenca, y

despreciaron bravamente como inservible la confesión realizada por la hermana. Confusos, vinieron a buscar al “sacerdote”, -el único capacitado para confesar

a una moribunda-, decían, medio avergonzados por su ignorancia, tan duramente re-fregada.

Medio confuso yo también, marché con ellos. No era demasiado lejos. El color de la cara de la enferma era como aceitunado. La tuberculosis estaba a

punto de llevársela. Los familiares que “sabían lo que había que hacer” le insistían: - Confiésate con el padrecito, que la confesión con la hermana no fue válida.

Tienes que contar tus pecados a un sacerdote. Como ella no reaccionaba, la zarandeaban, le gritaban más fuerte, la retaban… Yo presenciaba, tenso, sin saber qué hacer, tanta violencia fanática contra

aquella pobre moribunda. Estaba acostada, inmóvil, de cara a la pared. De pronto, cansada de tanto za-

randeo, volvió levemente su cara, hasta poder ver a sus “entendidos” familiares. Y echó una mirada de compasión hacia mí.

Aquellos ojos, muy brillantes, hundidos en aquella cara aceitunada, destilaban cansancio, reproche, súplica…

- ¿Por qué me molestan? Ayer me confesé tan lindo con la hermana Elvirita… Déjenme tranquila. Ya estoy preparada. Me voy contenta. Ya viene ya Dios a bus-carme…

Volvió la cara a su postura normal, y expiró. Una suave sonrisa quedó grabada en sus labios. Un denso silencio se apoderó de todos. Algunos cayeron de rodillas… Hasta hoy día me dura la impresión. ¿Valió aquella confesión de mujer? ¡Por su-

puesto! Los caminos de Dios son a veces muy distintos... El amor de Dios está muy por encima de nuestras cuadriculadas prescripciones.

¿Cuándo llegará el sacerdocio femenino? Yo pienso que está en pleno desarro-llo. Dios se comunica a través de multitud de mujeres. Ellas, bautizadas, participan del único Sacerdocio de Cristo, puente vivo entre Dios y los hombres.

Las mujeres participan del sacerdocio de Cristo a su estilo, femeninamente. No quieran participar del sacerdocio machista de los varones. Si yo hubiera ido a con-fesar a aquella moribunda hubiera resuelto el trámite en unos minutos. Pero la her-mana dedicó unas horas a recibir en total sintonía los dolores de aquella mujer, de forma que le hizo sentir el consuelo profundo de marcharse en paz con Dios…

27. Zoilita, la ciega que ve

Sucedió en mi siguiente parroquia, Chordeleg, ciudad de artesanos.

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Una madre me trae a una joven quinceañera ciega de nacimiento. Lo primero que te impresionaba eran sus dos huecos vacíos, en lugar de ojos.

- Aunque ella ha nacido inútil total, quisiera que pudiera hacer la primera co-munión, para que no sea un mero animalito-, me espeta la madre.

La joven, poco desarrollada, con la cabeza gacha, ni rechista. La madre se explaya en narrar lo inútil que Dios ha hecho a su niña y lo mucho

que ella la cuida. - No importa que sea inútil porque me tiene a mí, su madre, que no le hago fal-

tar nada… Pero hasta ahora la he tenido escondida… Deja a su “inútil” en la catequesis, y cuando converso en particular con ella in-

tuyo su inteligencia asombrosa y su espíritu exquisito. Ella no podía abrir sus ojos, pero yo los abrí muchísimo.

En los días siguientes fui descubriendo su memoria portentosa y una gran habi-lidad en sus manos. Aprendió rapidísimo a tejer croché. Y las clases de catequesis las asimilaba de maravilla.

Días después, me pidió que le ayudara a convencer a su madre para que la deja-ra aprender a leer y escribir en Braille. Y planificamos juntos cómo convencerla de que ella no era una inútil.

Llamé a su madre, que vino enseguida asustada. Delante de su hija le mostré la chalina de croché verde turquesa que estaba sobre mi mesa y le pregunté si ella sería capaz de tejer algo así. Rápida me contestó que ella no aprendería jamás a hacer una cosa tan linda. Y acto seguido le dije que esa belleza la había tejido su hija. Me cortó:

- Imposible. A ella Dios la ha hecho inútil total, y así morirá. Sin decir nada, le pasé la chalina y la aguja a Zoilita, y ella siguió su tarea con

toda destreza. Parecía que a su madre se le iban a saltar los ojos. No podía creer lo que veía.

Su hija no sólo no era una inútil, sino que era mucho más hábil que ella… Le conseguí una casa de hospedaje en Cuenca, la capital de provincia, y por tres

años pudo ir a la escuela de ciegos. Aprendía rápido. Cuando ya se manejaba bien en escritura decidimos que era hora de quitarse su

fama de inútil. En una reunión de confirmandos con sus padres le pedí a ella que hiciera de se-

cretaria. Todos me miraron con asombro. ¿Cómo se me ocurría pedir semejante dis-parate, que iba a dejar en ridículo a la pobre cieguita? Pero ella aceptó el reto. Y debajo de su poncho fue escribiendo. A la hora de leer el resumen lo hizo con una claridad maravillosa, siempre sin sacar sus manos de debajo del poncho. Todos que-daron boquiabiertos. Y al pedirle que mostrara su escrito sacó en sus manos la ta-bletilla del Braille y su punzón. El aplauso que recibió fue maravilloso.

Estábamos en Semana Santa. En la Vigilia Pascual, Iglesia llena, dije a mis pa-rroquianos que como prueba de resurrección invitaba a la ciega Zoilita a que leyera el evangelio del día. Yo ya le había conseguido una Biblia en Braille. Ella caminó sin titubear hacia el ambón y leyó de corrido el Evangelio. Daba gusto contemplar cómo

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todos alargaban sus cuellos para ver cómo ella estaba leyendo con las yemas de sus dedos.

Terminó la primaria por radio con Fe y Alegría. Se convirtió en una gran cate-quista. Se ganaba la vida tejiendo croché. La “inútil” del pasado, por algunos consi-derada como maldita de Dios, pasó a ser admirada y respetada por todos.

Caminaba sin bastón; parecía como que tuviera ojos en la punta de sus zapatos. Conocía a todo el mundo por el tono de voz. Su memoria y su capacidad de síntesis admiraba a todos.

Años después, en una ocasión en que volví a Ecuador, al visitar mi antigua pa-rroquia, pregunté por ella y me la mostraron frente al templo gerenciando un kiosco con teléfono público y venta de bebidas y golosinas. Me acerqué y bastó decir la palabra “Zoilita” para que ella me reconociera al momento y saltara a abrazarme con grande alegría. Su gratitud era maravillosa. Valió la pena.

28. “Las fronteras son de ellos”

He viajado mucho por Latinoamérica, casi siempre dando cursos o retiros a gente popular. Instigado por ellos he estudiado el mapa de Latinoamérica y repasa-do un poco su Historia.

Me esfuerzo por situarme en las perspectivas de las culturas ancestrales de este continente. E intento ver la realidad político-geográfica latinoamericana actual con los ojos un poco rasgados de los llamados “indios”, aunque no tengan nada que ver con la India. ¡Hasta el nombre que le damos es un disparate histórico!

Es muy lastimoso constatar que una gran cantidad de pueblos indígenas han si-do divididos por las fronteras políticas actuales. Recordemos, a modo de ejemplo, a los Kunas partidos por Panamá y Colombia, los chuaras entre Perú y Ecuador, los ma-yas de México y Guatemala, los aymaras divididos por Perú y Bolivia, los araucanos entre Chile y Argentina… Los tobas hechos pedacitos por Argentina, Paraguay y Bo-livia… Los guaraníes repartidos entre Paraguay, Brasil, Argentina y Bolivia. Y el Tahuantinsuyo recortado como longaniza por Ecuador, Perú, Argentina y Chile… Se podrían dar otros muchos casos de pueblos autóctonos divididos por la política de los poderosos… Estos son los casos que conozco personalmente. Hay más…

Sistemáticamente, por siglos, a los primitivos habitantes de este continente –Abya Yala- se les ha hecho respirar venenos contrarios a sus propias culturas y na-cionalidades.

Viví de cerca las necias hostilidades entre Ecuador y Perú en la zona de Pa-

quisha en 1981. Un mismo pueblo, con una hermosa cultura, los shuaras, vive a un lado y al otro de la entonces imprecisa frontera. Y sus hijos hacen el servicio mili-tar cada uno en el impreciso “país” político en el que le tocó nacer. Pero para ellos

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no hay fronteras. Y soldados shuaras ecuatorianos visitaban a sus parientes en la zona de Perú, y viceversa. Todos de la misma zona geográfica y cultural. Pero los gobiernos de Quito y Lima tenían problemas y se declararon la guerra porque “el ejército enemigo había invadido su territorio”. Así distraían la atención de sus paí-ses, exacerbando fanatismos. Y lo único que había pasado era que unos shuaras, con uniforme militar porque era la única ropa que tenían, habían ido a visitar a sus pri-mos a una hora de distancia, pero que teóricamente estaban al otro lado de la fron-tera imaginaria, ya que ni los gobiernos mismos sabían a ciencia cierta por dónde pasaba la línea fronteriza. Pero una vez más se fomentó el odio entre ecuatorianos y peruanos… Y así sucede entre tantos otros pueblos hermanos.

En cierta ocasión en el sur ecuatoriano celebrábamos una gran asamblea de

comunidades quichua parlantes. Y vinieron algunos representantes del norte andino peruano.

Los ecuatorianos instintivamente se pusieron de uñas contra los peruanos, si-guiendo los instintos agresivos que desde la escuela les habían metido en sus cora-zones.

- ¿Qué vienen estos a buscar entre nosotros? Algo malo se traen bajo el pon-cho estos peruanos… No hay que perderles ojo…

Una dirigente quichua peruana, al percatarse de la desconfianza reinante, me dijo en privado que iba a intentar reconstruir la fraternidad perdida.

Y con toda sencillez aquella cholita fue actuando de forma que salieron a relu-cir las muchas cosas que tenían en común. Su vestido de chola era muy parecido al de las del sur de Ecuador. Cantó y bailó con sabor andino, y fue aplaudida a rabiar. Luego contó sus problemas y las soluciones comunitarias por las que luchaban. Ahí el delirio fue aun mayor.

- Resultona había sido esta peruanita, -escuchó ella que comentaban. Y ya conquistado el ambiente, disparó ella con desparpajo, en quicha: - Ustedes y nosotros somos el mismo pueblo, con la misma cultura, los mismos

problemas y las mismas búsquedas de soluciones. ¡Las fronteras son de ellos! Pero nosotros no tenemos fronteras. Abracémonos como hermanos, y luchemos juntos.

Grandes aplausos y un baile general rubricaron sus palabras, en medio de gran-des hurras al mundo quichua.

29. Monseñor Labaka, una muerte redentora

El P. Alejandro Labaka, capuchino, llevaba cerco de 25 años trabajando como misionero entre los huaorani, conocidos generalmente como aucas, en la zona amazó-nica ecuatoriana, cerca de las fronteras con Colombia y Perú. En su actividad de

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obispo, desde hacía tres años, había seguido dando prioridad a su compromiso con los indígenas.

A través de esos largos años se fue introduciendo poco o poco entre los aucas, siempre con inmenso respeto y cariño hacia ellos. Aprendió a vestirse, a comer, a vivir como ellos... Aprendió a hablar el huao. Y esta amistad llegó a tal grado, que un matrimonio de ellos lo acogió como hijo adoptivo.

Alejandro llegó a ser conocido y querido por todos los grupos huaorani; todos, menos uno: los tagairi, tribu irreductible, que jamás había aceptado la intromisión de nadie en su territorio, aunque poco a poco se había visto obligada e encogerse, como tigre acorralado, en un espacio de selva cada vez menor. Sus relaciones eran hoscas hasta con las otras tribus huaorani. Pero justamente por estas circunstan-cias, el corazón misionero de Alejandro se obsesionaba con detectar en medio de aquella selva intrincada a los tagairi, y poder ser aceptado entre ellos, tal como lo había conseguido ya con sus otros hermanos.

Monseñor Labaka me había invitado a dar un retiro en su Vicariato a los agen-tes de pastoral. Unos días antes de la fecha programada lo mataron. Pero su gente insistió en se realizara el encuentro. Me hospedaron en su pieza. Y me pidieron que investigara sus escritos. Fui un privilegiado…

Me impresionó echar un vistazo sobre su correspondencia en los últimos meses de su vida. Compañías petroleras, instituciones y gobierno eran asaeteados por él en defensa de la vida y la cultura de los pueblos amazónicos. "Volvemos a reiterar nuestras reclamaciones en favor de estos pueblos minoritarios en peligro de extin-ción solicitando que se respeten sus derechos humanos”, escribe a un organismo del gobierno ecuatoriano en febrero de ese año, 1987.

Problema especial se desató cuando la petrolera brasileña BRASPETRO, adqui-rió el lote número 17, lugar en el que viven los tagairi, y decide comenzar su trabajo en la zona. La premura de la compañía le hace temer al obispo por lo vida de esos indígenas. Así se lo escuché decir a él mismo. La compañía teme entrar, y él teme que entren.

El 24 de abril monseñor escribe al Ministro de Agricultura solicitando su in-tervención en favor de ellos. Por dos meses proliferan los cartas al Ministerio de Recursos Naturales, a CEPE, al IERAC, a la Dirección Nacional Forestal...

El 17 de julio participó en una reunión con altos personeros de BRASPETRO. Monseñor salió muy preocupado y totalmente decidido a introducirse enseguida en el territorio de los tagairi. Parece que la compañía petrolera se mostró decidida a en-trar inmediatamente en dicho territorio, dispuestos a emplear métodos “convincen-tes” para sojuzgar a los tagairi...

Son conocidos los métodos sin escrúpulos que usan ciertas petroleras pera apoderarse de la selva; a veces han realizado verdaderos genocidios con pueblos in-dígenas. ¿Querían realizar algo así con los tagairi? Sabemos que monseñor Labaka discutió con ellos, y en vista del fracaso de su palabra en defensa del pueblo indíge-na, resolvió poner en serio peligro su vida, como único medio de defender la vida y la cultura de los tagairi. Pensaría poder convencerlos quizás de que cambiaran de lugar.

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O sopesó la posibilidad de su muerte: estaba dispuesto a entregar su vida como úl-timo recurso para alejar a la compañía de allá.

Su decisión de entrar enseguida a los tagairi no se hizo esperar. Después de estudiar los planos de la zona, el martes 21 de junio de 1987, a los cinco de la ma-drugada, se pone en camino junto con la hermano Inés, capuchina, hacia la base de un helicóptero alquilado. A las 11 de la mañana, logran descolgarse los dos en un claro del bosque, hacia el sur de Coca, a media hora de vuelo de helicóptero, entre los ríos Tigüino y Cachiyacu.

El helicóptero, según lo planeado, volvió al día siguiente a los ocho de lo maña-na. No encontraron a nadie. Sólo alcanzaron a divisor dos cadáveres...

Me contó el P. José Miguel Goldáraz, superior de la Misión, que bajó a recoger los cadáveres, que el cuerpo de monseñor le pereció un altar: quince lanzas de chon-ta de tres metros y medio adornadas de plumas de colores le tenían clavado a la tie-rra; alrededor se veían huellas de haber danzado en círculo toda la noche. Su rostro reflejaba una paz inmensa y en sus labios se dibujaba una sonrisa, dato que se puede verificar en las fotos.

Su cuerpo alanceado, clavado en esa tierra que tanto defendió, es el ara de un nuevo altar: muere por los que aún no le cono-cían, confundido con sus enemigos, sin esperar nada de ellos; les ofrece su vida para salvarlos. De hecho, las compañías petroleras, después del revuelo provo-cado por su muerte, desis-tieron de entrar en esa zona. ¿Era eso lo que él buscaba? Lo cierto es que su muerte es la corona de una vida de entrega hasta las últimas consecuencias en defensa de la cultura y la vida de los primeros pobladores de la selva amazónica.

Con los animadores de las Comunidades Cristianas de la zona, en oración alre-dedor de la tumba de su obispo, en diálogo rebosante de fe y de amor, fuimos en-contrando sentido a su sacrificio. Monseñor quería de verdad a los indígenas, decían, y ese amor fue grande como para dar la vida por ellos.

Sobre lo lápida habíamos puesto fotos de su cadáver sangrante, agujereado, pero lleno de paz. Alrededor de la cintura se le veía un cordón, lo único que llevaba puesto a la hora de su muerte. Era el “gumi”, ceñidor de algodón, con el que se “vis-ten” los huaorani. Alguien leyó lo que Alejandro mismo había escrito unos años antes: “El misionero no tiene que esperar que lo desnuden, sino que hará mejor en adelan-tarse a hacerlo para dar muestras de aprecio y estima a la cultura del pueblo huao-

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rani. Este es el primer signo de amor hacia el pueblo huaorani y su realidad concre-ta...” Y así había hecho él en aquel día de su muerte. Por eso alguien anotó que mon-señor había muerto vestido de huaorani. Había ido a este último reducto huaorani con el corazón lleno de amor hacia ellos.

Para monseñor Labaka fue de absoluta prioridad la vida de los indígenas. Se le puede considerar como mártir de la defensa de la vida y la cultura indígena. Paradó-jicamente los indígenas, que se sienten como tigres acorralados, le matan para de-fender su vida y su cultura, y él muere con gusto por el mismo fin. Muere como huaorani, en defensa de los huaorani, matado por los huaorani, tenido como enemigo, confundido con sus enemigos... ¡Muere como indígena, clavado a su tierra por sus propias lanzas!

En la reflexión realizada sobre su tumba, los animadores compararon su muer-te con la de Cristo. Los dos habían ofrecido su vida por personas que no le querían, pero que ellos amaban profundamente. Daban su vida para salvarlos. Esto sólo se entiende desde la fe..., fe en la dignidad humana y en el amor: fe en Cristo presente de manera especial en los más pobres.

30. En los “bañados” de Asunción .

El 2 de febrero del 89 cae el dictador Stroessner. Enseguida el provincial de Pa-raguay, Ramón Juste, pide la vuelta de los jesuitas expulsa-dos. Y acá nos presentamos todos, unos doce. Jurídicamen-te pertenecíamos a la provincia del Paraguay, y acá estaban nuestras raíces, nuestros pri-meros amores…

Poco después de mi vuelta al Paraguay, soy destinado al Bañado Sur. Los bañados son zonas aledañas al río Paraguay, terrenos fiscales, hasta hacía poco deshabitados, con la grave dificultad de que se inundan cuando el río sube de nivel por efecto de lluvias copiosas.

El centro de Asunción está asentado en una pequeña loma, abrazada por tres lados por el río Paraguay, unos metros más bajo. Esos terrenos bajos son en reali-dad propiedad del “Señor Río”, por donde se expande él cuando suben sus aguas. El río nos cobra alquiler cuando nos inunda, dicen los aledaños.

Había vivido ya con gitanos en Granada, con campesinos en Paraguay, con ha-

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cheros en el Chaco argentino, con indígenas andinos al sur del Ecuador. Me faltaba la experiencia de compartir la vida de un suburbio ciudadano. Y este fue un nuevo regalo del Señor.

Casas sencillas, la mayoría muy precarias. Capillas muy pobres. Calles llenas de lodo. Agua encharcada por todos lados. Niños sucios correteando sin rumbo. Mucha basura. Algunos borrachos por el suelo. Mujeres desgreñadas, cargando agua. Gri-tos. Música a todo volumen. La primera impresión era terrible…

La casa de los jesuitas era muy austera, al estilo de las familias trabajadoras del barrio, pero no una chabola. Siempre estaba abierta, de día y de noche.

La gente nos respetaba y nos quería. Sabían que luchábamos por ellos y con ellos. Nunca nadie me atacó, ni me robó nada, a pesar de que me metía con frecuen-cia en los sitios más conflictivos.

Los primeros meses me dediqué a recorrerlo todo. No hubo rincón, por sucio que fuera, en el que no metiera mis narices. Buscaba de una manera especial los puntos que pudieran ocasionar conflictos, como los sitios de inundación por lluvia o los nuevos grupos de “ocupantes”, normalmente en conflicto con sus vecinos.

Mi táctica era relacionarme con todo el mundo. Cada grupo pretendía asimilar-me a ellos, en actitud combativa contra los demás. Muchos ejercían la estrategia del “orekueté”, contraria a la del “ñande, oñondivepá”. En el rico lenguaje guaraní existen dos “nosotros”: el restrictivo (sólo mi grupo: oré) o el inclusivo (todos: ñan-dé). Ostensiblemente me presentaba como dialogante y amigo con todos. No acep-taba las chismorrerías de un grupo contra otro. Y ello especialmente a base de bromas y chistes.

El punto clave fue el compromiso por resolver problemas conflictivos concre-tos. Una vez detectados, había que atenderlos con resolución.

Un ejemplo típico: Con frecuencia las lluvias producían atascos en los canales de desagüe, que por estar llenos de basura se obstruían fácilmente. Pero muchos de los atascos se producían porque algunos, al echar escombros en sus terrenos para levantarlos, atascaban la salida natural de las aguas. Y al retroceder las aguas, por no tener hacia dónde fluir, inundaban las casas de los vecinos. Se trataba de casos de bien común, que había que resolver en comunidad. Pero nadie se atrevía a meter la mano en los canales cerrados por miedo a las habladurías y sobre todo a los ata-ques de algunos vecinos. El resultado era que todos quedaban cada vez más inunda-dos.

Después de estudiar detenidamente el cauce natural de las aguas, decidimos qué canales había que abrir. Pero a las mingas convocadas no acudía nadie. Y el agua cada vez inundaba más casas. Entonces decidí ir a abrir una zanja clave yo solo, con mi pico y mi pala. Después de un rato de trabajo se me unió un hombre. Los insultos de los que habían tapado los desagües eran de recio calibre. Muchos miraban en si-lencio. Hasta que después de varias horas los vecinos de los diversos grupos se de-cidieron a ayudar, al constatar que las aguas de sus casas empezaban a bajar. Es que si no lo veían, no creían… Y así fue naciendo la solidaridad. No valían las bande-rías políticas, ya que los problemas eran comunes y las soluciones también…

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Otro caso: A una señora que llevaba con frecuencia a sus hijos al dispensario médico, un día la sorprendí echando la basura sacada de su casa en un charco que había frente a su puerta. La reté directamente. Le hice ver, descubriendo con un palo, que su basura orgánica, que siempre la arrojaba ahí, se había descompuesto y tenía gusanos, y que sus hijos jugaban justo encima de ella. ¿Cómo no iban a estar sus hijos siempre infectados? Ella misma era la culpable. Al día siguiente vino a verme reconociendo que lo había pensado y aceptaba que yo tenía razón. Todas las vecinas tiraban la basura frente a sus casas. Las había reunido y habían decidido limpiar la calle y abrir un canal para que no se encharcara. Y a los varios días me llamaron para que viera lo linda que había quedado la calle. Hasta ahora, cuando la veo, me agradece aquel reto que le di…

31. Los niños no son basura Dentro del territorio pastoral encargado a los jesuitas en el Bañado Sur, la Vi-

caría Cristo Solidario, está el basural municipal de Cateura. En los años que pasé allá me relacioné bas-

tante con los “gancheros”, las personas que con un gancho en la mano rompen las bolsas de basura para seleccionar sus contenidos. Están bastante bien organizados, divididos por sectores, según el tipo de basura que reciclan. Pero su estado de salud era muy lamentable…

Es escalofriante ver cómo al descargar los camiones su hediondo cargamento, un enjambre de personas se arremolina a su alrededor hur-gando cada uno su especialidad: cartones, plásti-cos, metales, restos de comida…

Las autoridades los llaman “recicladores”. Ellos se denominan simplemente “gancheros”. Su facha es inconfundible. Pantalones ajustados con las medias encima de ellos y pañuelo en la cabeza tapando también el cuello, para que no le entren los bichos. Y un palo en la mano terminado en dos ganchos curvos de hierro.

Y en medio de esa algarabía, cantidad de vacas, chanchos y perros, buscando también ellos algo podrido que engullir.

Varias veces indiqué a los niños presentes que dejaran de comer algo podrido que se estaban llevando a la boca. Su contestación era tajante:

- Es que tengo hambre, no más… Más de mil personas viven de este rebusco diario, de día y de noche. Pero lo que supera toda expectativa es que con cierta frecuencia, como una vez

al mes, al romper con los ganchos las bolsas, encuentran el cuerpito inerte de un

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bebé. La mayoría de las veces son fetos más o menos desarrollados. Pero de vez en cuando se trata de niños nacidos vivos.

La costumbre en Cateura es que el ganchero que encuentra un cuerpito humano en la bolsa de basura que él rompe, adopta como hijo a esa criatura. Soy testigo de la seriedad con que cumplen esta misión.

Todo cuerpo de niño o niña encontrado en la basura es lavado con cuidado y amortajado. Le fabrican su cajoncito blanco, y lo velan toda una noche. Le ponen el nombre del santo del día en el que fue encontrado. Y lo bautizan, a su estilo, con ese nombre. Y al día siguiente le dan “cristiana sepultura” en un pequeño cementerio previsto para ello. Cada sepultura es cuidada y adornada por su padre o madre adoptivos.

Recuerdo de una manera especial el caso de “Juanita”. Un joven ganchero en-contró el cuerpo ya magullado por el camión de basura de una niñita nacida unos diez días antes. Estaba gordita, y su ombliguito había cicatrizado bien. Fue un aconteci-miento muy doloroso para todos los presentes. Me llamaron enseguida. Y al alzarla una señora, clamando que por qué no le habían dado a ella esa criaturita, que la hu-biera cuidado con mucho cariño, observé que su cabecita no estaba rígida, sino que se caía de un lado a otro. La observé y me di cuenta que algo rojo le asomaba un po-co por su boquita. Le abrimos la boca y encontramos unas tijeras de uñas con los anillo rojos clavada en su boca hasta atravesarle la columna. El llanto y el dolor de todos fue muy intenso. ¿Quién había hecho semejante locura?

La bauticé con gran concurrencia… No fue enterrada en basura, sino como hija de Dios… Y Dios estuvo presente en ese entierro tan sentido realizado por los “sal-vajes” del Bañado. Nunca hice un bautizo y un entierro sintiendo tan de cerca a Dios.

Escribí un artículo en un periódico local –Última Hora-, afirmando que una ma-dre no podía haber cometido semejante disparate. Y le pedía que fuera valiente y se animara a denunciar al asesino. Indicaba dónde estaba la sepultura de su hija, adornada ya con azulejos bajo el nombre de Juanita. Dos días después amaneció junto al sepulcro un jarrón con 24 claveles rojos. En el barrio ni conocían los clave-les. Sin duda fue la madre, que sólo tuvo valor como para llevar claveles rojos… Ave-rigüé con los camioneros la calle de donde habían traído esa bolsa de “basura”, pero unos velos misteriosos impidieron proseguir con las pesquisas…

32. Jesús no tiene escuela En medio de tantas miserias, lo que más me llamaba la atención en los bañados

era la cantidad de niños que no tenían escuela. En cualquier sitio donde iba, enseguida se reunían cantidad de niños, desnutri-

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dos, a veces con postemas en la cabeza… - ¿No van ustedes a la escuela? - No hay escuela… Aquellas caritas, sonrientes y tristes a la vez, golpeaban fuerte mi conciencia.

Miraban esperanzados, sin saber a ciencia cierta qué esperaban. El futuro negro de esas criaturas se enroscaba como serpiente alrededor de

mi cuello, ahogándome… En sus ojitos se traslucía la mirada suplicante de Jesús… Visité la única escuela existente, San Cayetano. Mucha suciedad. Niños a re-

ventar en aquellas aulas tan apretadas. Un patio chiquitito, enlodado…. Una de las aulas hacía el domingo de capilla, estrecha por todos lados. Me sentía molesto ante tanta necesidad, tan burdamente atendida… Pero mi susto llegó al colmo al enterarme de que aquella escuelita tan sucia era

parroquial, y que por consiguiente yo, como párroco, era el último responsable de su marcha.

Jesús, Niño sin futuro, se me imponía en aquellos ojitos vivarachos. Parecía que mi presencia daba más brillo a sus ojos. Y me rendí ante ellos; ante Él, suplicante una y mil veces.

Mejoré el plantel de profesores. Compré varios terrenos al fondo de la es-cuela. Con los padres cons-truimos nuevas aulas. Conse-guí que la escuela pasara a Fe y Alegría…

Pero muchos niños se-guían sin escuela. Especial-mente los del fondo, cerca del río. Por eso me dediqué a poner en marcha el funcio-namiento de nuevas escuelas de Fe y Alegría.

El primer barrio elegido fue San Miguel. Con dificultad logré comprar varias casuchas y solares cerca de la capilla. Y una empresa de arquitectos de la Católica construyó una hermosa escuela, en alto, previniendo inundaciones.

El segundo barrio, más al fondo, fue San Blas. La nueva escuelita comenzó en unas viviendas muy precarias. Hubo que levantar mucho el terreno a base de escom-bros. Un equipo de profesionales de CVX se encargó de la compra de los terrenos, de los planos y las primeras construcciones. Hoy ya es también una hermosa escuela, casi olvidada de sus humildísimos comienzos.

El tercer barrio fue Virgen de Luján, más al fondo. Recuerdo que la primera aula, construida con chapas de zinc, en tormentas sucesivas, voló dos veces, y en una de ellas las chapas “voladoras” cortaron los cuernos de unas vacas, que hubo que indemnizar.

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Unos años después trabajé en el Bañado Norte. También allá sentí la presencia de niños sin escuela. Y de nuevo Fe y Alegría fundó una primera escuela, Santa Cruz. Y algo más tarde, cerca del río, en un ambiente muy pobre, se construyó lentamen-te, ladrillo a ladrillo, la escuela Ca’acupemí.

Cuando hoy visito estas escuelas las encuentro lindísimas. Con gusto me vienen a la memoria las dificultades de los inicios. Y tras los ojos alegres de los niños, sien-to el agradecimiento de Jesús. Ya casi nadie me conoce ahí. Pero me veo presente en los cimientos que hicieron posible estas lindas realidades. Se nota el cambio en los niños de estos barrios…

Hace poco, visitando de incógnito la escuela de San Blas, por la que tanto luché, unos niños de preescolar me preguntaron:

- Mba’épa la rehekáva, karaí? (¿Qué es lo que busca, señor?) Me resulto simpatiquísima su pregunta. Le contesté: - Mba’eve. Amañante… (Nada. Sólo miro). Y de la mano me llevaron alegremente a hacerme conocer su escuelita… ¡Qué

gusto!

33. Jesús, inundado, no tiene dónde ir

Siendo párroco, dos veces he sufrido inundaciones en los baña-dos. Solidario con los invadidos por las aguas he luchado duramente con ellos por encontrar sitios al-ternativos donde plantar sus pre-carias casitas con paredes de hule y cartón y techo de zinc.

En el 92 aposté con un carpin-tero amigo que el agua no llegaría a mi casa. Pero una madrugada me

despertaron los ruidos de unos remos al lado de mi ventana. Era mi amigo, don Gao-na, desafiándome jocosamente. Salté de la cama y, ¡horror!, el agua me cubría por encima de los tobillos.

Cada noche el agua subía más y más. La gente amontonaba sus pocos enseres al borde creciente del río. Desesperadamente buscaban dónde poder plantar los palos de su choza, y cómo llegar hasta allá.

El único sitio posible era la parte alta de la ciudad, en veredas, sitios baldíos, canchas… Pero la gran mayoría de los habitantes de la parte alta se negaban rotun-damente a tener cerca de ellos a “damnificados” de las inundaciones.

En carros de caballos o en camiones alquilados salían de las aguas, en busca de-sesperada de un sitio seco. Pero la especulación inmobiliaria y los “derechos de pro-

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piedad” se constituían en duros muros sobre los que nos rompíamos las narices constantemente.

No demasiado lejos había varias cuadras vacías, ocupadas sólo por un poco de basura. En gran minga, con permiso de la Municipalidad, fuimos a limpiarlas para im-plantar allá un campamento. Pero los vecinos del lugar, de muy lindas casas, se opu-sieron. Nos gritaban y amenazaban tenazmente. Una señora, con un niño en sus bra-zos, alardeaba:

- Por nada del mundo voy a consentir que estos vagos indecentes vivan frente a mi casa. ¡Son capaces de violar a mi hija! Y mostraba a la bebé.

Ña Bety, una líder del basural, apoyada en su rastrillo, le contestó, con firme suavidad:

-Señora, nadie va a violar a su hija. Lo que sí es muy probable es que violen a nuestras hijas cuando trabajen como empleadas en sus casas… -Y mostraba también ella a su hija, Mili, de unos ocho años, que estaba ayudando-. Si venimos acá es por-que lo necesitamos. Pero en cuanto podamos, volveremos a nuestros ranchos de aba-jo.

Las aguas subieron cinco metros por encima de lo normal. Cubrieron muchos de los tejados. Pasábamos en canoa sobre ellos. La única indicación eran los postes de la luz.

La vida en los campamentos es muy original. Se necesita improvisarlo todo. Pe-ro en ellos se descubre a los auténticos líderes. Hay gente que en estas ocasiones extremas se entrega por entero al servicios de los demás. Y también se desenmas-caran los falsos líderes, que sólo piensan en aprovecharse de la desgracia ajena. Y a los vagos, que se sientan a la entrada de los campamentos a esperar y pelearse por las “ayuditas” que llegan.

Es tiempo de organización y planificación. De sobrevivencia extrema, que re-quiere solidaridad heroica. Se trata de poder seguir viviendo con dignidad…

También en este tiempo descarnado es más fácil reconocer a los de fuera que de veras quieren ayudarles como personas y a los que los tratan como animales. Re-cuerdo una camioneta con banderas coloradas desde cuyo cajón varios gordos tira-ban pedazos de carne al suelo y se divertían ponderando cómo se peleaba la gente por sus “zoquetes”. Les escuché que decían a carcajadas: “Parecen animales…” Y fui yo el que airado los traté de peor que animales…

Cuando bajaron las aguas, la humedad lo había calcomido todo. Pero había que empezar a vivir de nuevo. ¡Qué esfuerzo se necesita para reconstruir un hogar des-de cero! ¡Hay que tener mucha fe! Y la mayoría lo consigue…

34. El contraste: niños mimados…

Como descanso fui a ver una película. Y encontré el contraste. Me había equi-vocado de hora. Y para hacer tiempo me di una vuelta por aquel ostentoso shoping

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con varias salas de cines. Entré a curiosear en una tienda lujosa de juguetes. Me llamó la atención un ni-

ño que jalaba de la mano de la que parecía su abuela. Insistentemente señalaba con su dedito un juguete. Gruñía con fuerza. Fue levantando la voz. Hasta que se echó al suelo pataleando. Sus gritos resonaban en la bóveda del shoping. Mucha gente mira-ba, curiosa. Hasta que la abuela, aceptando el chantaje, abrió su cartera y le com-pró al “caprichosito” su capricho.

El niño, con afán, apretando los labios, abrió con dificultad el envoltorio duro de plástico. Pero su cara de ilusión pronto cambió de nuevo al enojo. Aquello no era lo que él quería. Y de nuevo el berrinche y el pataleo en el suelo. Ahora los gritos tuvieron que ser más estridentes. La abuela rezongaba que ya no tenía más dinero. Pero el nieto escandalizaba hasta tal punto que la abuela no tuvo más remedio que abrir de nuevo su cartera y comprar el nuevo juguete.

Nueva cara de triunfo del niño. Nueva frustración. Nuevos gritos. Pero había llegado la hora de mi película, y allá los dejé en su lucha de chantajes afectivos…

Por esa misma temporada conocí a un ejecutivo, de unos treinta años, que tam-

bién era un descontrolado. Vino desesperado buscando ayuda. Reconocía que de pequeño le habían dado gusto en todo. Su familia era muy

adinerada. Y él sabía hacerles chantajes como para que le dieran todo lo que se le antojara. Juguete o comida que se pusieran en su ojo tenía que llegar rápido a sus manos. Método mimos o método berrinche, todo lo conseguía.

Y creció, y se hizo profesional, y se casó, y tenía dos lindas hijas… Pero no sa-bía dominarse. Eso no había entrado en la costosa educación que le dieron.

Antes, sus caprichos se centraban en juguetes caros y golosinas especiales. Ahora, de grande, ya no le atraían esas cosas. Ahora lo que le volvía loco eran las mujeres. ¡Y los millones fáciles!

Me confesaba que cuando una mujer le atraía, se enloquecía. Era capaz de cual-quier cosa, con tal de llegar a acostarse con ella. Pero que una vez que la usaba, ya no le interesaba más. La tiraba al basurero, como había hecho de niño con los jugue-tes destripados.

Y si alguien le ofrecía una coima fácil, no había forma de atajar su firma. Aun-que fuera pisoteando a los demás…

-“Mis gustos son caros…” Reconocía amar a su esposa y a sus hijos. Pero nadie le había enseñado a ata-

jarse. Le dominaban fuerzas misteriosas, superioras a su buena voluntad. - Mis padres son los responsables de esta vida mía desgraciada. Ellos me die-

ron gusto en todo. Y yo ahora no sé atajar cualquier capricho que se me antoje… Quiero cambiar, pero no puedo. Lo malo me domina. Quiero ser fiel a mi esposa y a mis hijas, yo las quiero, pero no soy capaz…

¡Niño mimado, adulto desgraciado! ¡Qué difícil aprender de mayor las actitudes que no se cultivaron de pequeño! Es posible, pero a costa de mucho sufrimiento…

- “Yo le di a mi hijo de todo. Nunca le faltó nada. ¿Por qué me salió así?”

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Justamente por eso, porque lo tuvo todo, y no realizó esfuerzos por nada. Educar la libertad, desde pequeños, es el reto más difícil de padres y educado-

res: Que nada ni nadie pueda impidirnos ser lo que debemos ser…

35. Milagros en los Bañados En una ocasión, estando tomando tereré con una anciana al fondo de uno de los

barrios del Bañado, vimos a lo lejos que dos señoras, lindamente ataviadas, parecían venir preguntando por alguien. Sus tacos altos resbalaban en el lodo del camino.

Al acercarse a nosotros, que estábamos cobijados por la sombra de un árbol junto al camino, preguntaron:

- Buscamos al párroco de San Cayetano. ¿Lo conocen ustedes? - Yo soy. ¿Qué desean?, les contesté, ante sus caras asombradas, con sus la-

bios en O provocativamente rojos. La viejita lo aseveró. Ellas parecieron aceptarlo, y explicaron: - Venimos de lejos. Nos han dicho que el párroco de San Cayetano es muy mila-

groso y venimos a que me cure –dijo la mayor-. Mire, Padre, yo estoy muy mal del corazón, y ningún médico da con lo que tengo. Por eso acudo a usted como último recurso…

- Usted está muy equivocada, señora. Yo no hago milagros. - ¿Hay en Asunción otra iglesia llamada San Cayetano? - Que yo sepa, no. - Entonces es usted. Comenzamos a caminar por aquellas calles recién llovidas. La señora se apoyaba

en su hija, resbalando a cada rato. Y decidí realizar el milagro… Les di un largo recorrido por aquellos pasillos. Les mostré a una viejita que vi-

vía debajo de una enramada cubierta con pedazos de plásticos viejos. Les presenté a cantidad de niños, que enseguida las llenaron de barro, con sus manos y ropas en-lodadas. Entramos en algunas casas que no podían ofrecer ni una silla para sentarse. Tomaron con asco un tereré en bombilla de lata. Tuvieron que contestar a cantidad de saludos amistosos…

Cuando mi recorrido turístico estaba ya dando la vuelta, me dice la señora: - Ay, padre, creo que ya me estoy curando. Viendo tanta miseria y lo amables

que son las gentes, siento que lo que yo tengo no es nada comparado con lo de ellos. Y ellos ni se quejan. Le saludan con alegría. Lo mío no es nada. Me quejo a Dios de balde. Ya se me está quitando la apretura de corazón que sentía…

Y la señora me dijo que se fue curada. Nunca más la vi. En otra ocasión, en un anochecer calenturiento de verano, escucho desde mi

casa que viene una multitud alborotada. Apretones y gritos desencajados. Entre el griterío, se me aclara que repiten:

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- El demonio, el demonio. Tiene al demonio… Entran en tropel en el patio. En medio de ellos, un joven con los ojos desenca-

jados, señalando con insistencia a un punto impreciso. - Está endemoniado. Venimos a que lo cures… En la multitud pulula un deseo enfermizo de presenciar cosas raras. Entiendo el

problema, y mando a la multitud que desaloje el patio. Forcejeando lo consigo, y cie-rro el portón con candado. Sólo quedó con él su compañera y yo.

Entramos en una pieza, pues la multitud seguía espiando y vociferando a través de los barrotes. Le pido a la chica que lo acaricie y le hable con cariño. Yo también lo hago.

Él insistía en que veía al demonio. Pero bastaron unas pocas palabras tranquili-zadoras y unos toques de cariño para que poco a poco sus ojos se volvieran normales y sus manos dejaran de crisparse.

En pocos minutos volvía a ser el mismo de antes. Tranquilo salió de nuevo al pa-tio. El pueblo parecía decepcionado de que le hubiera quitado su espectáculo. Ante un pobre ataque de nervios ellos habían montado todo un tinglado de demonios, es-perando una morbosa diversión.

Ahora, al ver desaparecer su ansiado espectáculo, montaron otro: - Milagro, milagro… Y de nuevo recorrieron las calles con su nueva exaltación…

36. El duelo de Ña Pancha

El 1 de agosto de 2004 estalló una terrible bola de fuego en el grandioso su-permercado de Asunción llamado Ykuá Bolaños. Era una mañana soleada de un do-mingo de invierno. Había dentro más de 1.000 personas. Los desesperados clientes, alumbrados sólo por el resplandor de las llamas, encontraron además las puertas cerradas. Murieron, asfixiadas y carbonizadas, unas cuatrocientas personas. Y otras seiscientas quedaron mal heridas, en su carne y en su espíritu.

A mí me afectó muy de cerca. Pues del colegio del que era rector en ese mo-mento, el Técnico Javier, murieron 40 personas, entre alumnos, profesores y pa-dres. Y de la parroquia cercana que yo servía, en el Bañado Norte, murieron otras 20 más, algunas catequistas muy queridas.

El dueño del supermer-cado afirmó ese mismo día que era Dios el que había mandado ese “aviso” y por ello no se podía protestar. Para tensar aun más los ner-vios el párroco del lugar in-

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sinuó también que era una llamada de Dios a la conversión… El hecho de por sí era terriblemente angustiante. El dueño y el párroco echa-

ron leña encima. Las preguntas explosionaban sin cesar: - ¿Dónde estaba Dios en el momento del incendio? ¿Por qué Dios ha permitido

una desgracia tan grande? ¿Por qué se llevó a mis seres queridos de esa forma tan cruel? ¿Acaso no podía haberlo impedido?...

Intentando calmar los ánimos, personas piadosas sacaban a relucir aquello de la “resignación cristiana”.

- Dios sabe lo que hace. No hay que desesperar… Estamos en sus manos… Algunas madres, buscando ansiosamente consuelo, sacaron otra teoría: - Esa mañana Dios se levantó con ganas de tener nuevos ángeles en el cielo, y

mandó el fuego para llevarse con él a 400 angelitos nuevos. Ahora ellos están dis-frutando de la presencia de Dios.

Había unos 100 niños entre los difuntos. Con la purificación del fuego todos llegaron inocentes ante su presencia, decían.

Poco a poco fue entrando un nuevo enfoque, más cuestionante: - Los Paiva –los dueños- les cerraron las puertas. Pero Dios les abrió de par en

par las puertas del cielo. Ya no era Dios el culpable, sino el solidario con las víctimas. Jesús había ardido

en aquellos cuatrocientos hermanos suyos. Y seguía sufriendo en los heridos… Lentamente fue sobreponiéndose la certeza de que había responsables huma-

nos de tanta crueldad. Ese incendio podría haberse evitado, si se hubiera construi-do teniendo en cuenta la seguridad de los futuros clientes. Sólo se previnieron los robos. Por eso se construyó una lujosa cárcel, llena de rejas, y sólo dos posibles sa-lidas estrechas. El material empleado era altamente inflamable. Y en el momento del incendio cerraron las puertas para que nadie saliera sin pagar…

Al poco tiempo, a la luz de una fe más madura, escribieron con grandes letras en una pared calcinada: “cristiana rebeldía”.

Una de las sobrevivientes era Ña Pancha, feligresa de mi parroquia. Ella había perdido en el incendio a su hija y a sus tres nietitos, que vivían con ella. Su marido murió también un poco después, de pena. Por su corazón dolorido pasaron todos los posibles enfoques teológicos sobre las causas del incendio.

A los dos meses, el día 1, celebramos una Misa ante las puertas del Súper. En papelógrafos estaban escritos en los muros calcinados los nombres de los 400 muertos, que víctimas sobrevivientes fueron leyendo con voz de trueno, muchas ve-ces atascada por las lágrimas.

Se les pidió que trajeran fotos de las víctimas, que en el ofertorio depositaron ante el altar, formando una pira inmensa.

En el momento del perdón les pedí que se desahogaran gritando ante Dios to-dos sus dolores, sus rebeldías y sus angustias.

Allá estaba en primera fila Ña Pancha. Sus gritos, escalofriantes, abrían y de-rramaban todos sus dolores. Largo rato duró el griterío. Era su duelo. Su desahogo sincero ante Dios, ese Dios que ya habían aceptado como solidario total con las víc-

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timas de la torpeza y la crueldad humana. Después confesó Ña Pancha que en el momento de los gritos Dios le había cu-

rado su amargura resignada. No más miedo. Esos gritos terribles fueron el final de su duelo. A partir de entonces lucharía sin desfallecer para que nunca más sucedie-ra algo parecido. Los culpables no podían quedar impunes. Por amor a las víctimas, y a las posibles nuevas víctimas de la idolatría a la plata, lucharía sin descanso para que se hiciera justicia.

Y así ha sido. Después de varios años, todavía no se acaba el juicio. Pero Doña Pancha no falta jamás a una reunión, a una manifestación o a cualquier acto de soli-daridad. Su palabra ardiente anima a los que se dejan caer. Su ejemplo es un testi-monio vivo de las energías que da la fe en Dios para luchar por la justicia.

37. Heridas graves de infancia

Pasamos a otro dolor. Cuántas veces jóvenes o personas mayores han derrama-do ante mí ese dolor amargo, terrorífico, de haber sido abusados en su infancia por personas a las que ellas admiraban y querían. Quizás pocos sufrimientos llegan a ser tan agudos, profundos y duraderos. Y además rancios y agriados, por el mucho tiempo que lo guardaron en su corazón, sin atreverse a destaparlo ante nadie.

Es increíble, pero verdadero, que personas mayores lleguen a abusar sexual-mente de niñas o niños que se acercan confiados a ellos con la limpieza del cariño infantil. Atreverse a manchar tanta belleza es un crimen, una degradación muy cruel.

A los afectados les marcan por largo tiempo cicatrices horrendas. Soy testigo de esas llagas terroríficas que le supuran sin cesar. ¡Y cómo cuesta curarlas!

Por desgracia muchos de esos abusadores lo ven como algo casi normal, de poca importancia. Son tan brutos y egoístas que no perciben que ese egoísta placer mor-boso que buscan por un momento puede dejar en sus víctimas heridas muy dolorosas por muchísimo tiempo, quizás para toda la vida.

Logran que a esos niños o niñas se les paralice la lengua, tanto por miedo como por vergüenza. Pero su mente no para, alocada, de darle vueltas a sus tristes re-cuerdos.

Si en aquellos momentos algunos se atrevieron a insinuar siquiera lo que les es-taba pasando, con frecuencia recibieron reproches, críticas y ataques, que dejaron en su espíritu sedimentos sucios de culpabilidad. Ellos eran los culpables, los morbo-sos, los buscones… Y no tuvieron más remedio que encerrarse, como ostras, dentro de un caparazón cada vez más duro.

A estas personas, ya adultas, les cuesta muchísimo salir de su acomplejado círculo vicioso. Siguen siempre insultándose en su interior a sí mismas. Son descon-

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fiadas. Les es dificilísimo unir sexo y amor. Fracasan con frecuencia en sus tanteos de enamoramiento…

Jesús ya dijo que los que escandalizan a los pequeños mejor les sería atarles una rueda de molino al cuello y arrojarlos al mar. O sea, que esto tiene que desapa-recer radicalmente y hay que poner medios eficientes para que no se repita. Abusar de niños o adolescentes creo que es de los delitos más graves que podemos cometer los seres humanos. Y de ninguna manera deben quedar impunes. Lo de la tolerancia cero debe tomarse muy en serio.

38. Suicidios juveniles

Me he tropezado también con cierta frecuencia con casos de suicidio, a veces de personas conocidas y aun queridas, y en otras ocasiones con familiares que, en su dolor, se han desahogado. En esos momentos el tema Dios salta con fuerza; se sien-te su presencia o su ausencia, según los casos. Son momentos privilegiados de cre-cimiento de la fe o de pérdida de ella. Acompañar estos casos es duro. Me implico a fondo. Y ello me ha llevado a nuevos tipos de experiencia de Dios.

En un programa de radio, un padre de familia me dijo angustiado que él sentía que entre su hija quinceañera y él había un muro de piedra que impedía toda clase de comunicación entre ellos dos. Le pregunté que si cuando su hija era pequeña él se había echado al suelo alguna vez para jugar con ella. Que si la había acurrucado con cariño sobre su pecho. Que si había sabido responder a las muchas preguntas que seguramente le dirigió en su crecimiento. Que si le ayudó a superar las grandes du-das de su preadolescencia…

Me respondió secamente: - Yo no tengo tiempo para atender esas tonterías. Me mato trabajando por mis

hijos, y por ello llego a casa muy cansado, sin ganas de atender sus niñerías… Pero nunca les faltó nada.

Yo le contesté: - Les faltaba lo más importante: ¡su cariño! Cada vez que no atendió las necesi-

dades vitales de su hija, puso usted una piedra entre los dos. Usted mismo fue construyendo poco a poco ese muro del que ahora se lamenta.

Los bebés, ya a partir de los seis meses, empiezan a sentirse distintos a sus

madres, pero tienen miedo de separarse de ellas. Necesitan imperiosamente los brazos cariñosos de un padre -¡o un abuelo!-, que les dé seguridad e identidad.

Y cuando empiezan a crecer en sus capacidades mentales, y les corroen dudas vitales, necesitan a quién consultar con confianza. Tienen hambre insaciable de que-rer y sentirse queridos, a su medida. De comprender y sentirse comprendidos. De encontrar respuestas… Cuando no se ha sabido cultivar bien esas lindas plantitas

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que son los hijos, no pueden luego los padres quejarse de sus malos frutos. Cuando no se cultiva la amistad con los pequeños, no podemos quejarnos del muro que nos separa de ellos en su adolescencia.

Me ha tocado varias veces atender el duelo de familiares que han sufrido el dolor terrible del suicidio de un hijo o una hija adolescentes, a quienes yo conocía y estimaba. Y en el velorio más de un padre me ha preguntado angustiado que por qué su hijo o su hija hizo eso, si él nunca le había hecho faltar nada…

Recuerdo algún caso concreto en el que la chica se había desahogado conmigo quejándose de que su papá no la comprendía porque no la quería. Y ese mismo padre, ante el cadáver de su hija, que se había disparado en la cabeza con su revólver, llo-raba preguntándose qué le había faltado a su hija. En momentos tan trágicos no le podía decir a aquel padre enloquecido, de lo que se quejaba su hija: Jamás le dijo que la quería…

Dolorosamente participé en otro caso en el que la hija se ahorcó en la calle en un árbol frente a la puerta de su casa. Ella, muy idealista, había sido machacada pe-sadamente por la incredulidad de su padre.

Una linda quinceañera se había cortado cinco veces su muñeca izquierda. Sus padres le prohibían duramente, sin diálogo, sus primeros escarceos de enamorada. Se me quejaba que los cuchillos que usaba nunca eran suficientemente filosos. Es que de hecho no quería suicidarse, sino llamar la atención para que se la escuchara. Y una escucha cariñosa por mi parte, insistiendo en que Dios la comprendía y la que-ría, le hizo superar su problema. Hoy es una mujer agradecida, que insiste en que yo soy realmente su papá…

En otra ocasión me avisaron que una chica huérfana, muy conocida por mí cuan-do era niña, se había intentado suicidar con Racumín mezclado con Coca-Cola, y ha-bían conseguido apenas salvarla llevándola enseguida a Urgencias. Y al despertarse de nuevo en esta vida, enojadísima, no quería hablar con nadie. Al verme se abrazó fuertemente a mí por muy largo rato. No podía hablar. Sólo lloraba. Y cuando por fin pudimos sentarnos, agarrada con fuerza de mi mano, le pregunté:

- ¿Qué necesitas para querer seguir viviendo? Su respuesta, con una vocecita casi imperceptible, fue escueta: - Que alguien me quiera y que me hagan estudiar… Acababa de cumplir 15 años, y nadie se los había celebrado…

39. Acompañando el paso definitivo Una experiencia especial, madurante, es el acompañamiento a enfermos termi-

nales. En mi rol de sacerdote popular, lo he realizado con cierta frecuencia. Y ade-más he sido durante seis años responsable de la casa que los jesuitas tenemos en Asunción para atender a nuestros ancianos y enfermos: “Taita Roga”.

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Quiero recordar en primer lugar la fuerte experiencia de la muerte de mi pa-dre, en mayo de 1980. Llevaba unos días metido en una unidad de cuidados intensi-vos. Los médicos habían comprobado ya su “muerte cerebral”. Pero se negaban a quitarle las muchas “tuberías” que tenía “enchufadas”. Mi madre un día salió escan-dalizada de su breve visita al “enfermo”:

- ¡Si es un cadáver al que le meten aire a la fuerza! Juró no entrar más a verlo. Y comisionó a tres hijos para que le hicieran quitar

los “aparatos”: al médico, a la enfermera y al sacerdote. Pero en la Clínica se nega-ron en rotundo. Eso sería eutanasia, penada por la ley, afirmaban machaconamente. En realidad se trataba de un gran negocio, pues cobraban un ojo de la cara por te-nerlo crucificado a aquellas máquinas. Ante nuestra insistencia, reconocieron que de ningún modo podría volver a tener conciencia ni por un segundo. Fue dura la lucha para que lo desataran de aquellas amarras que le impedían volar a su plenitud.

Pero por fin, un Viernes Santo, logramos liberarlo y dejarlo partir. En esos momentos el protagonismo de nuestra madre fue maravilloso. Ella,

triste, y al mismo tiempo optimsta, actualizaba las creencias de su marido acerca de la “otra vida”. Creía fuertemente en la resurrección. Y como signo de ello nos obligó a sus nueve hijos a vestir de gala. Nada negro. Así lo había pedido él. A dos hijos que no tenían terno, los obligó a comprarlo. Y así, muy bien trajeados, los cinco va-rones con corbatas verdes, las chicas con hermosos vestidos, asistimos al entierro. Los vecinos del pueblo donde murió mi padre, Elche, que no nos conocían, ellos todos de negro, quedaron muy sorprendidos, pues no acertaban a saber quiénes eran los “deudos”.

El lunes de Pascua en la Eucaristía que yo presidí, una hermana mía proclamó como Palabra de Dios párrafos escritos hacía años por nuestro padre, en un libro inédito suyo titulado “La Iglesia Católica y el sentido común”. Leyó:

“¿Cómo explicar la muerte en la tierra? Creo que cambiaremos nuestros ropa-jes usados, viejos, los que quedan en el polvo, y nos pondremos otros más vistosos e indestructibles, con los que empezaremos la segunda y definitiva etapa de la Vida Eterna.

Ante el siempre presente de la eternidad no es anticientífico pensar que todos nuestros sentidos, potencias y superpotencias, que son las que sicológicamente constituyen el “yo”, se pueden desprender de su envoltura y situarse en el lugar re-servado para toda la Eternidad; algo así como lo que ocurre con la crisálida y la ma-riposa.

¿En dónde estarán nuestros gloriosos cuerpos, con sus nuevos maravillosos vestidos, después de usar los usados y viejos? Es cosa que escapa a nuestros pobres sentidos, aunque, a veces, lo intuyan nuestras superpotencias. Que existen y están, ¡sí!, aunque no lo puedan demostrar nuestras, en mantillas, ciencias o limitados sen-tidos y potencias…

La gloria consistirá en vivir eternamente, en un estado permanente de ‘Paz y Amor’, siempre en su Presencia, sin hastío, siempre Nuevo, por los siglos de los si-glos con Él, con la satisfacción de que estamos así, porque en esta primera etapa,

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terrena, de la vida eterna, aunque fuera una milésima parte de segundo, antes de dejarla, supimos abrirnos a su Ser.”

*** Recuerdo otros muchos casos de ayuda a dar el último paso terrenal. En cada

uno de ellos se me ha impuesto un nuevo tipo de presencia divina. Es como tocar la eternidad con la punta de los dedos…

Hace unos veinte años, en una compañía de Piribebuy, me llevaron los vecinos a confesar a una viejita, puro hueso, acostada en un jergón en el suelo. A su cabecera, sobre un cajón destartalado de manzanas, había prendida una vela pequeña. Yo, al otro lado, ya de noche, veía a trasluz la calavera de su cara. Me contaba su vida, de total servicio a sus hijos. Moría sola, en la última miseria, pero excusaba totalmente el abandono de los suyos: “Están tan ocupados, son tan pobres…” Ni una pizca de resentimiento. Aquella mujer era todo amor. Su sonrisa me desconcertaba. Y así, con su carita llena de luz, afirmó suavemente, con todo cariño, que ya Dios venía a buscarla. Inclinó su cabeza, y se fue. Le quedó grabada aquella maravillosa sonrisa. Yo, sobrecogido, me hinqué de rodillas y adoré a aquel corazón santo, ya parado, que tanto había amado… Escalofriantemente había experimentado de nuevo la presencia incuestionable de Dios en un ser abandonado.

También he asistido a muertes muy dolorosas. En varios casos he acompañado a enfermos terminales de SIDA. Uno de ellos, después de mucho dolor y muchas luchas interiores, me confesó un día:

-“Reconozco que muero por pendejo, pero siento a fondo el perdón y el amor de Dios…”

Su neumonía final casi no le dejaba hablar. Pero en frases entrecortadas me repetía su última noche que muy pronto acabaría tanto sufrimiento, que Dios venía a librarle de ese cuerpo de dolor, y lo haría feliz para siempre. Y así, entrecortado, repetía:

-“Ya viene, ya viene, ya llega…”. En largos suspiros, cada vez más lentos, se fue apagando. Hasta que sus pulmo-

nes se agotaron. En aquel silencio, solos, una vez más sentí el aleteo de las caricias de Dios. Y adoré aquel cuerpo, lleno de virus, intocable, causa de muerte y de resu-rrección también.

40. Diálogos con fundamentalistas

Cambio cada rato de tema. Pero es que así es mi vida: un tapiz multicolor, teji-

do con hilos de muy diversas procedencias. A lo largo de mis años me he encontrado con diversas personas o grupos popu-

lares fundamentalistas. Y a veces dan una pena terrible. Pues suelen ser personas

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de buena voluntad. Pero muy mal instruidas y muy bien fanatizadas. Se esclavizan a unos pocos textos bíblicos, tomados al pie de la letra. Parecen como encandilados por ellos. Y quedan miopes para poder mirar un poco más allá.

El fundamentalismo los embreta por un solo camino. Si les das citas nuevas, se asemejan a esas retahílas de hormigas desesperadas cuando se les corta el camino: se desorientan y ya no saben hacia dónde dirigirse.

Presumen con orgullo y desprecio que conocen a Dios y sus planes, pero se que-dan en la cáscara de las palabras bíblicas. Picotean de acá para allá, como gallinas, pero nunca profundizan.

Me da la impresión que los fundamentalistas leen la Biblia con “tapaojos de bu-rro” o como por un canuto. Apegados a la literalidad de unas pocas palabras aisladas, sin importarles para nada las circunstancias históricas en las que fueron escritas, ni su género literario, ni lo que se escribió antes o después de ellas. Así es como sacan mensajes descabellados. Y en el mejor de los casos se quedan sólo con el sabor amargo de la cáscara y quizás unas gotitas de jugo machucado, pero no disfrutan de la frescura de la Palabra de Dios.…

Recuerdo un caso sintomático. En una de mis parroquias, Chordeleg, se presen-

taron en mi despacho dos campesinos, amables, Biblia en mano, diciéndome: - Nos hemos informado de que usted es buena gente. Por ello venimos a ofre-

cerle la salvación. Como usted sabe a la Biblia hay que tomarla en serio, al pie de la letra. Y en el libro de la Revelación dice clarito que los salvos van a ser 144.000, ni uno más ni uno menos. Y venimos a ofrecerle un puestito, antes de que se acaben. Pues sabemos de buena fuente que ya sólo quedan libres 7.000 puestitos.

Admiré su buena voluntad, pero sentí rabia contra sus “pastores”. No hay de-recho a que se manipule así la buena voluntad del pueblo.

Les hice buscar la cita del Apocalipsis en sus misma Biblia, y les pedí que si-guieran leyendo un poquito más adelante. Enseguida llegaron a aquello de “una mu-chedumbre inmensa imposible de contar”. ¿Cómo entendían entonces eso de un nú-mero exacto y que sólo quedaban 7.000 puestitos? Y les pregunté:

- ¿Ustedes creen que Dios es siempre bueno? ¿Y que es todopoderoso? - ¡Por supuesto! - Supónganse que ustedes tienen una larga vida dedicada totalmente a predicar

la Palabra de Dios. Y como vivieron muchos años, resulta que al morir ya se habían acabado los 7.000 puestos. ¿Qué harían entonces?

- Los caminos del Señor son insondable, y hay que aceptar su voluntad, sea la que sea…

- Entonces Dios no es siempre justo. Porque si ustedes han dedicado heroica-mente su vida a él, y él no tiene un puesto para ustedes a la hora de su muerte, será porque no siempre es ni bueno, ni poderoso.

Me miraron asustados. Y después de un ratito de perplejidad, le dice el uno al otro:

- Con razón el pastor nos dijo que no viniéramos a ver al cura, porque es el

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mismísimo demonio, que nos iba a embrollar y hacer dudar… A veces los domingos tocan al timbre de la casa tres o cuatro personas que

amablemente piden permiso para entrar y presentarnos la Palabra de Dios. Suelen ser Testigos de Jehová. Nos entregan su revista “Atalaya”, y nos leen unas citas bíblicas, casi siempre las mismas, sacadas de contexto.

Normalmente leen citas bíblicas con las que atacan a la Iglesia Católica. Y les acepto el reto. Pero en vez de caer en la tentación de refutar sus argumentos con otras citas bíblicas, lo que hago es aceptar sus mismos versículos y procurar con sencillez ponerlos en su contexto.

Manejan sus pocas citas bíblicas como si se trataran de piezas de una máquina que sacan de su engranaje y las usan como proyectiles para lanzarlos a la frente de sus “enemigos”. La tentación es sacar también nosotros otras citas bíblicas y tirár-selas a su cabeza. Y así lo único que sacamos son chinchones en las dos cabezas. Un fundamentalismo no se cura con otro fundamentalismo…

Yo agarro su pieza bíblica e intento ponerla de nuevo en su sitio. En qué marco histórico se escribió, qué problemas tenían, qué significaban entonces estas pala-bras, si se trata o no de lenguaje simbólico, qué se dijo sobre este tema antes y después de la redacción de ese versículo, qué dijo Jesús…

Y he tenido casos hermosos de comprensión. Los miembros de una secta por supuesto que saben más de Biblia que los cató-

licos ignorantes. Pero la solución no es atacarlos, sino formarnos en serio y ayudar-les a ellos a que no chupen sólo cáscara. Dentro hay jugo sabroso.

Las personas que asimilan actitudes fundamentalistas quedan como petrifica-das, cuadriculadas, embretadas… Su miopía sólo le deja ver lo que se acerca dema-siado a sus ojos, pero se incapacitan para abrir las ventanas y disfrutar de amplios horizontes. Se pasan la vida dando palos de ciego, que reciben, por supuesto, los católicos aun más ignorantes que ellos.

El fundamentalismo es camino altamente peligroso pues, si se corre por él, puede ser que se llegue a actitudes violentas. Su miopía les hace creer que son los únicos buenos, lo cual les puede llevar al terror de considerar a los demás como enemigos peligrosos, a los que una misión divina les encarga eliminar…

Bin Laden y el presidente Bush eran de la misma religión: ¡fundamentalistas!

41. Catequesis terroristas

Catequesis fundamentalistas hacen mucho daño a los niños de hoy. Dos genera-

ciones atrás no nos sorprendíamos de nada de lo que dijeran sobre Dios, pues bajo el paraguas del “misterio” se podía esconder cualquier disparate. Pero los niños de hoy son críticos y lo cuestionan todo. Ellos son lógicos, y sacan sus consecuencias, a veces muy amargas. Presento algunas anécdotas al respecto.

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En un colegio me encontré con un pequeño, sentado en el suelo, llorando al lado

del maletín de su merienda. Le pregunté por qué lloraba, y recibí una respuesta que me dejó helado:

- Es que la profesora de religión nos contó que Adán y Eva fueron castigados por Dios porque se comieron una manzana, que Dios les había prohibido que comie-ran. Pero mi mamá hoy me ha puesto una manzana en la merienda, y estoy triste porque ella quiere que Dios me castigue… Ella es mala...

En una comunidad conocida un padre de familia fue asesinado de un tiro. Su

cuarto hijo, Juancito, recibe con insistencia el “consuelo” de gente piadosa. - A tu papá se lo llevó Dios y está con él en el cielo. El niño sacó sus consecuencias. La mamá me cuenta que su Juancito, en la capi-

lla, le mostró un cuadro de Jesús Misericordioso y le dije, señalándolo insistente-mente con su dedito índice:

- Ése, ése fue el que se llevó a mi papá. ¡Malo, malo! La mamá, asombrada, intenta explicarle que Dios no es malo, porque su papá vi-

ve muy contento con él en el cielo. Pero el niño le replica algo que aterroriza aun más a la madre:

- Entonces mi papá no me quiere, porque si vive tan bien como dices, ¿por qué no viene a llevarme con él?

Encuentro personas mayores que rechazan su antigua fe en Dios porque de jó-

venes se dieron cuenta de los disparates que les enseñaron de pequeños. Me decía un señor “muy culto”:

- Te voy a demostrar que la Biblia es una ensarta de disparates. En ella se cuenta que una ballena se tragó a Jonás. Pero una ballena sólo come pequeños crus-táceos y jamás podría tragar a una persona. Dice luego que el hombre estuvo tres días en el vientre de la ballena, cosa imposible porque no podía haber allí suficiente oxígeno para respirar. Y además luego afirma que lo dejó en una playa, cosa imposi-ble también porque la ballena se hubiera varado en la playa y hubiera muerto. ¿Ves? Así todo lo demás. Nadie serio puede hoy día leer tantos disparates juntos…

Detrás de estos rechazos se esconden siempre catequesis fundamentalistas. Se trata de rechazos fundamentalistas a mensajes fundamentalistas. Los funda-mentalismos son como las termitas, que si no las combates, acaban comiéndoselo todo.

42. Amigo de ateos y agnósticos

Me atraen, en cambio, los ateos "honrados", esas personas que confiesan que no creen en Dios, pero se mantienen limpios en su trabajo y en su familia, y aun

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desarrollan un serio compromiso por los demás. Francamente, hay personas así; y me gusta su amistad. Veo en ellas una actitud

sincera y consecuente. Me refiero a los que por falta de formación, o/y por malas experiencias religiosas, rechazan ese cúmulo de enfoques alienantes sobre la divini-dad que encuentran a su alrededor, y que quizás se le quiso forzar a aceptar. Ellos rechazan enfoques sobre Dios que ciertamente no son aceptables. En eso coincidi-mos. Yo también me siento rebeldemente ateo frente a muchas imágenes necias so-bre Dios.

No es fácil abordar este tema. Hay que saber aprovechar el momento opor-tuno. Si siento en alguien algún tipo de rechazo al tema “fe”, pero sintonizo buena voluntad en mi interlocutor, suelo afirmar que yo también rechazo muchos de los enfoques de fe en los que ellos no creen …

Si saltan chispas de sintonía, no será ya difícil entablar conexión. Es muy posi-ble que el camino recorrido para llegar a considerarse ateos o agnósticos haya es-tado sembrado de graves dificultades, como dolores profundos o escándalos serios. Y sobre sus espaldas quizás pesó una catequesis fundamentalista y puede ser que hasta terrorista. Y muchas ignorancias también…

Me encanta decirles que yo tampoco creo en los dioses que ellos han rechaza-do. Que yo también soy ateo de esos diosesillos manipulables inventados por tanta gente para justificar sus vulgaridades o sus suciedades. Dios es otra cosa muy dis-tinta. Tanto, que para poder creer en él, primero hay que ser ateo…

He tenido largas y sabrosas conversaciones sobre este tema. A algunos les in-teresa en serio. Otros pierden pronto el interés. Depende mucho de que conserven aun actitudes de búsqueda. En algunos casos el rechazo a sus “diosesillos de bolsi-llo” fue tan duro, que es muy difícil que brote de nuevo la plantita de la fe. Pero otras personas conservan aun raíces profundas de fe, y es cuestión de regarlas con paciencia y dejarlas crecer a su ritmo.

De hecho para muchos de ellos es un gusto darse cuenta de que tenían razón al rechazar las imágenes infantiles o necias que les habían metido a presión durante su niñez. Su razón, su cultura de adultos, no podían convivir con creencias trasnocha-das, fetichistas y absurdas…

El punto clave es darse cuenta de que Dios es otra cosa muy distinta. Me gusta darles la cita de Tolstoi que dice: “Si un salvaje deja de creer en su dios de madera, no es porque no haya Dios, sino porque Dios no es de madera”…

Veo la luz brillando al fondo de sus ojos cuando comentan: “así sí”… Pero cada persona tiene procesos originales. Ese “así sí” en algunos se queda en

una cierta curiosidad intelectual, pero no pasa más adelante; no brota la chispa de la fe. En otros, en cambio, se les prende de nuevo la fe, con ansias de quemar oxí-geno. Se vuelven insaciables. Encontraron un filón desconocido que quieren vital-mente seguir escudriñando. Y en estos momentos es muy importante acompañarles, con respeto, sabiendo entregarles las herramientas necesarias para que puedan por sí mismos seguir cavando en el filón encontrado.

En mis experiencias de acompañamiento de Ejercicios Espirituales he compro-

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bado que caminan con más soltura las personas que no tuvieron o rechazaron una catequesis fundamentalista. En cambio, los “piadosos”, llenos de “prácticas religio-sas”, realizan su caminata con más dificultad, pues son muchas las malas hierbas que tienen que desbrozar. Necesitan sacudir sus estanterías para que caigan al suelo y se rompan sus idolillos. ¡Cómo cuesta desprenderse de cantidad de fetichismos! Por eso prefiero a los que ya se habían desprendido antes de ellos…

Toda imagen de Dios presentada como enemiga o contrapuesta al desarrollo y la felicidad del ser humano no es sino un fantasma. El ser humano es reflejo de Dios, en desarrollo continuo hacia él. Por eso, sólo a través de los humanos y su his-toria es posible caminar hacia Dios. Todo lo noble, lo digno, lo bello, lo fraterno, lo justo, lo verdadero de los seres humanos, es señal viviente de la presencia activa de Dios. En todo adelanto verdaderamente humano está latente la creatividad divina. Todo amor proviene de Dios.

A Dios no se le encuentra a través de ritos o moralismos cerrados; menos aún con fanatismos sectarios u orgullosos egoísmos. A Dios se le encuentra amando, amando de veras, sirviendo a los demás, luchando por un justo desarrollo para to-dos. Donde hay verdad, justicia, libertad, belleza, amor, ahí vive Dios. Falsedades, opresión, esclavitud y egoísmo son vehículos que alejan de él, por más que vayan pin-tados de colores religiosos.

No me digas que rezas mucho o que vas mucho a la iglesia. No me basta. Déja-me ver cómo tratas a los pobres, a tus subalternos, a tus compañeros de trabajo, a tus hijos, a tu pareja, y podré darme cuenta si Dios está vivo en ti. Si, además, eres consciente de ello y sabes cultivar tu fe a la altura de tu cultura, entonces mejor que mejor...

43. Homosexuales en búsqueda de Dios

En el Centro de Espiritualidad Santos Mártires, donde trabajé del 2006 al 11, venían con frecuencia personas “heridas”. Y entre ellas sobresalen los problemas de pareja y los de identidad sexual.

Que los homosexuales salgan de sus armarios y busquen ayuda espiritual en Pa-raguay es un fenómeno nuevo. Tengo varios casos que, saturados de desprecios, vie-nen angustiosamente buscando reconciliarse con Dios y consigo mismos.

Cuando encuentran ambiente de confianza, derraman con intensidad sus sufri-mientos. Cómo les atruenan terribles rayos eclesiales que les queman toda esperan-za. Personas “religiosas” son las que más les clavan el tridente chamuscante de la condena, dejándolos hundidos en humeantes complejos. Los hacen sentirse despre-ciados por Dios, sin remedio arrojados de la comunión eclesial.

Las marginaciones de la sociedad civil y laboral tampoco se quedan atrás. No son aceptados en cantidad de trabajos, ni en muchos ambientes sociales. Hasta en muchos casos la propia familia los machaca.

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Y lo peor de todo es que a veces ni ellos mismos saben lo que tendrían que ha-cer. A muchos, no les gustaría ser así. Pero lo son. Y algunos por más que realizan esfuerzos por corregirse, no lo consiguen… Me consta.

La luz de Jesús

Se trata de personas humanas despreciadas y marginadas en grado extremo. Y cuando se acercan pidiendo comprensión y ayuda siento derretirse dentro de mí la ternura de Jesús hacia los despreciados y marginados.

Los que se acercan afirman que necesitan de Dios, que quieren reconciliarse en serio con él y experimentar su comprensión y su ayuda. Esa actitud enternecía a Jesús durante su vida mortal. Y siento que de nuevo se enternece en mí. Por eso me esfuerzo en recibirlos con una comprensión parecida a la de Jesús.

La pesada carga de sentirse condenados sin remedio por la sociedad y por Dios se parece a la que sentían los “leprosos” en tiempo de Jesús. La actitud del Naza-reno fue claramente de solidaridad extrema a contracorriente. Él viene a ayudar a todo sufriente, no importa lo que sea, sobre todo si se acerca a pedir ayuda, más aun si son torturados en nombre de Dios.

Recordando la comparación de Jesús entre prostitutas y fariseos, me atrevo a preguntarme si no será verdad también ahora que hay homosexuales más cerca de Dios que algunos clérigos. Dios lo sabe, y me da miedo, pero no puedo dejar de pen-sar en la atrevida comparación de Jesús.

La condena de San Pablo se refiere a las orgías que realizaba la gente podero-sa del imperio romano. Ellos abusaban sexualmente de los esclavos y sus hijos como algo normal, admitido por aquella sociedad corrupta. La homosexualidad no estaba mal vista dentro de la aristocracia, siempre que el señor fuese la parte activa del encuentro, ya que de lo contrario se producía un grandísimo escándalo.

Pablo condena severamente estas prácticas degradantes. Su condena está en-vuelta en un fuerte contexto social. Y se refiere de forma especial a la pedofilia, muy frecuente entre la gente acomodada. Hay testimonios claros en los historiado-res de la época.

San Pablo no habla de la homosexualidad tal como la entendemos hoy. No exis-tía ni la palabra siquiera. Lo que él exige tajantemente es que ningún cristiano siga las prácticas corrientes entonces de abuso sexual a jóvenes y niños, ni las degra-dantes orgías sexuales de la época.

En Jesús no encontramos condenas explícitas, seguramente porque las prácti-cas homosexuales no eran comunes en ambientes populares. Pero el silencio ante Herodes cuando su juicio, seguramente fue una condena a sus hipócritas orgías…

No es justo realizar trasplantes culturales de aquella época a la actual, reali-zando una lectura fundamentalista de la Biblia. Sigue en pie la condena a todo abuso sexual. Pero hoy los problemas de homosexualidad en parte son distintos.

En ningún caso podemos apoyarnos en Jesús para despreciar a nadie. Menos aun en problemas arraigados desde la infancia. Nadie puede ser juzgado por sus tendencias, sino cuando las usa para hacerse daño a sí mismo o a los demás. El ser

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homosexual no puede ser considerado como pecado. Lo importante para ellos, y para todos, es cómo usamos nuestra sexualidad…

Hasta no hace mucho la homosexualidad era considerada en todos los casos como viciosa y culpable. Pero hoy la medicina moderna nos muestra que se dan algu-nos casos de homosexuales genéticos, o sea, desde el vientre de su madre; y la sico-logía nos enseña también que si un bebé alrededor de los seis primeros meses de vida no experimentó la cercanía cariñosa de un varón, tiene posibilidades de no desarrollar adecuadamente su identidad sexual. Y en estos dos casos la tendencia es irreversible y, por supuesto, sin culpabilidad por parte de ellos.

La mayoría, en cambio, de los homosexuales parece que desarrollaron sus ten-dencias a partir de la pre adolescencia a causa de diversos tipos de experiencias sexuales negativas. Y estos casos sí son reversibles por medio de un largo proceso de acompañamiento profesional…

Acompañamiento pastoral

Es delicado el acompañamiento espiritual a homosexuales, pues hay muy diver-sos tipos de ellos. Yo no soy sicólogo profesional, pero estoy en contacto con ellos. Y aconsejo que se hagan atender por profesionales.

Acá me limito a contar algo de mis experiencias de acompañamiento espiritual, ya que la fe en Dios es un factor importante en muchos de ellos. Hablo sólo de per-sonas que han venido a mí con ansias de reconciliarse consigo mismos y encontrar al Dios escondido en sus vidas. No teorizo ni me refiero a otros muchos casos posi-bles.

Lo primero que hago es escucharles con atención y respeto. Que se desahoguen con confianza, cosa que les es muy difícil realizar porque están magullados de tan-tos desprecios recibidos. Este bálsamo inicial es imprescindible para poder iniciar un proceso de aceptación y si es posible de curación de sus dolorosas heridas.

No se pueden dar reglas generales. No se les puede tratar a todos por igual. Ni cualquier persona de buena voluntad está capacitada para ayudarles. Aunque to-dos les pueden escuchar con respeto. Pero es necesario prepararse para ser capa-ces de diagnosticar cada caso. Y para ello es muy importante la ayuda de especialis-tas…

Pienso que la mayoría de los que se acercan buscando ayuda espiritual son ca-sos genéticos o cuajados en sus primeros meses de vida. Es cruel e inútil insistirles en que cambien esas sus tendencias que ya están cuajadas.

Una vez que se han desahogado y tomado confianza, lo primero es ayudarles a que acepten su forma de ser y de sentir. Que Dios los respeta y los quiere tal como son. Y que está dispuesto a ayudarles siempre que lo acepten…

Más difícil es la atención a los que han desarrollado tendencias homosexuales a partir de experiencias negativas en su pre adolescencia, como las víctimas de los pedófilos, por ejemplo. Tengo poca experiencia en este tema. Pero los seguidores de Jesús estamos obligados a buscar humildemente cómo ayudarles… Y por supuesto, a cortar de raíz los posibles abusos…

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Muchas personas preguntan por qué en la actualidad hay tantos homosexuales. Quizás hoy se manifiestan con más libertad. Pero creo que la gestación y primera crianza de niños sin la cercanía cariñosa de un papá favorece la no madurez afecti-va-sexual de esas pequeñas víctimas. Se me ponen los pelos de punta cuando en un aula pregunto quiénes no viven en casa con papá y mamá juntos, y muchos de la clase levantan la mano…

El “queremos papá y mamá” no se debe limitar a impedir la posible adopción de bebés por parte de parejas homosexuales. Mucho más abundantes y dolorosos son los gritos de los hijos de padres abusivos o separados…

Una sana educación de la sexualidad se apoya en el cariño complementario de papá y mamá, biológicos o al menos afectivos. En el caso de madres solteras o sepa-radas, el rol del padre lo realizan a veces muy bien los abuelos o algunos otros fami-liares.

Las autoridades religiosas del tiempo de Jesús lo persiguieron a muerte por

haber ofrecido la misericordia de Dios a los ilegales: prostitutas, lisiados, “endemo-niados”, leprosos...

Jesús, en cuanto excluido y condenado, tenía la capacidad de comprender y ayudar a los otros excluidos. ¿Qué nos pide hoy el Espíritu de Jesús frente a estos excluidos de nuestra sociedad? Esta pregunta muerde duro mi conciencia… No po-demos juzgar a ninguno; menos, condenarlo.

Pienso que hoy Jesús nos repite con frecuencia a la gente religiosa que el que esté sin pecado que tire la primera piedra… Pero pide aun más: Al “doctor de la Ley” le dice ante el ejemplo del samaritano solidario: “Ve y haz tú lo mismo…” Hay que hacerse prójimo del malherido, acercarse a él, dedicarle tiempo y plata… En nuestro caso, con mucha humildad, pues las Iglesias hemos pasado de largo y condenado a muchos malheridos tirados por los caminos… Y peor aún: hay muchos malheridos por manos religiosas. Tenemos mucho de que pedir perdón, y mucho aun que aprender.

44. Acompañando a parejas

Con cierta frecuencia vienen matrimonios a visitarme afirmando que le conta-ron que yo era especialista en conflictos de pareja. Lo cual siempre me produce una cierta sonrisa irónica interior, a veces hasta con un poco de cansancio. Si yo no es-toy casado… No tengo experiencia…

Pero lo cierto es que he ayudado a muchos matrimonios a entender sus proble-mas y a superarlos. Tengo facilidad para escuchar cosas duras, sin escandalizarme. ¡A veces los problemas son muy serios! Y creo tener también suficiente habilidad como para poder ayudar a encauzar la dosis de buena voluntad que empuja a muchos a buscar solución de sus problemas.

Cuando se me presenta una pareja en crisis, les hago dos preguntas básicas: si

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alguna vez se quisieron de veras, y si creen que Dios está presente en el amor. En caso afirmativo, hay esperanzas.

Pero si reconocen que nunca se quisieron de verdad, sino que han descubierto que se trató de la alianza de dos egoísmos o simplemente un calentamiento tempo-ral, entonces les aconsejo que lo mejor sería separarse definitivamente, pero con respeto y procurando hacer el menor daño posible, sobre todo a los hijos, si es que los hay. Pero intentar seguir juntos sin amor, es un disparate, fuente de disparates aun mayores. Si nunca hubo amor, no hubo sacramento… Todo esto supone mucha sinceridad.

Si reconocen que se han querido de veras y aun les quedan rescoldos de ese amor, se pueden abrir las puertas de la esperanza, por más que chirríen por oxida-das. El amor es fuego, y mientras perdure un poco de ese fuego, por más que esté ya en cenizas, con habilidad, poniendo pajitas en el rescoldo y soplándole suavemen-te, nacerán nuevas llamitas, que alimentadas poco a poco podrán convertirse de nue-vo en un fuego hermoso. Pero para ello hace falta ciertamente la habilidad de ex-pertos, que normalmente deben ser matrimonios que han pasado por experiencias parecidas.

La segunda pregunta es sobre su fe en Dios. Qué grado de madurez tiene su fe. Si de veras creen que Dios es Amor y que donde hay amor ahí está Dios, enton-ces el proceso de reencuentro se vuelve más fácil. Sentir la comprensión y las ener-gías del Resucitado puede ser decisivo.

Un tercer tema es cómo se de-jan ayudar por el amor de sus hijos. La ayuda de los hijos, aun desde muy pequeños, puede ser definitiva. Ellos sintonizan bien el grado de relación que existe entre sus pa-dres. Y sufren intensamente cuando no marcha como debe. Los padres en discordia se engañan cuando creen que disimulan ante sus hijos. Los pequeños son intuitivos. Y están dis-puestos a hacer todo lo que sea ne-

cesario con tal de poder ayudarles, si es que el orgullo y la necedad de sus padres no han atascado ya todo intento posible de ayuda. Conozco casos en los que los hijos pequeños han sido el factor decisivo para el reencuentro, si es que los padres se han dignado escucharlos con humildad.

Toda crisis conyugal aceptada, enfrentada y superada acaba en un nivel de amor superior, más auténtico. La superación de la etapa de enamoramiento, que ne-cesariamente tiene algo de ciego, hacia un amor maduro, pasa por la superación de diversas crisis de identidad y relacionamiento. Nadie se casa con un ángel impeca-ble, aunque al comienzo así lo crean algunas.

Hay que aceptar y querer a la pareja tal cual es, sin idealismos ni prejuicios. Y

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ello sólo se consigue en el trillar de la vida. Amar es buscar el bien de la persona amada, con sus cualidades y sus defectos. Es ayudarle a cultivar sus cualidades y a frenar sus defectos. Con sumo respeto. En camino de ida y vuelta. Buscando siem-pre la complementariedad entre los dos. Conociendo y respetando la diversidad de los sexos. Integrando sus vidas en todos los aspectos, a veces respetándose, a ve-ces complementándose…

Muchas parejas sinceras, que se aman de veras y quieren crecer en su fe, su-fren seriamente con las normas “oficiales” de la Iglesia Católica. Conozco cantidad de parejas que, después de discernir seriamente ante Dios, sienten la necesidad de limitar la venida de nuevos hijos y para ello tienen que usar medios prohibidos hace ya 40 años por la encíclica “Humanae Vitae”. Desgraciadamente en este tema hoy por hoy existe entre los católicos una doble moral, la de la teoría y la de la práctica. La jerarquía tiene que revisar sus normas sobre el control de natalidad escuchando a matrimonios en sintonía con el Espíritu. Sé de matrimonios muy bien formados, que tendrían mucho que enseñarnos a los clérigos, si es que supiéramos escucharlos con humildad.

La voz del Espíritu Santo una vez más vibra entre las rendijas de los sótanos de la Iglesia. Las gargantas de los despreciados pueden ser las elegidas por Dios para pasarnos sus deseos de hoy. No endurezcamos nuestros corazones. No apa-guemos la llama del Espíritu… ¡Dios sigue vivo! ¡Lo veo actuando, humanizando, aman-do, aun en los casos más difíciles…!

45. Nueva pareja, fuera de la Ley, dentro del Espíritu

Conozco a cantidad de mujeres y varones con un primer matrimonio totalmente destrozado, sin posibilidades de arreglo –“como parabrisas curubicado”-. Es cruel pedirles que pegoteen los pedazos, pues eso es tarea ya imposible. Su primer ma-trimonio está realmente muerto, y no hay quien lo resucite.

No me refiero a los casos en los que el matrimonio anterior puede ser declara-do nulo. En esos casos en teoría existe un camino legal, aunque por desgracia no es-tá al alcance económico de la mayoría de la población, por sus difíciles trámites y elevado costo.

En muchos divorcios una de las partes es inocente, víctima. Y muchos se man-tienen heroicamente fieles a su soledad conyugal. Pero no se sienten llamados a un celibato forzoso. Muchas de estas personas fueron despreciadas, humilladas, mal-tratadas, abandonadas, justo por quien más habían querido. Acaban muy maltrechas, con graves heridas. Pero según se van rehaciendo sienten de nuevo la necesidad vi-tal de vivir en pareja. Y quizás unos años después encuentran su alma gemela con la que compartirlo todo. Se enamoran en serio, de forma más madura y responsable. Y en ese su nuevo amor experimentan la presencia de Dios.

¿Qué hacer en estos casos? Hablo de experiencias realmente serias, que exis-ten, que conozco personalmente.

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Con relativa frecuencia me vienen personas que se sienten muy bien con su nueva pareja, pero angustiadas, porque desesperadamente quieren “estar” bien con Dios. Pero cantidad de gente “piadosa”, y algunos sacerdotes, les echan duramente en cara que están en pecado mortal y tienen que “arreglar su situación”. Y se les prohíbe “comulgar”, cosa que les duele hasta lo más profundo de su ser.

Si el primer matrimonio fue válido, pero desgraciadamente perdido para siem-pre, la Iglesia oficial hasta ahora no ofrece caminos de solución. Con lo cual, a per-sonas honradas, profundamente cristianas, les cargan cruces muy pesadas. Es teri-ble que algunos sacerdotes sólo sepan aconsejar a los divorciados “abstinencia to-tal”. Y en ciertos casos sé que han aconsejado que tengan relaciones esporádicas y se confiesen después… ¡Qué horror!

La Madre Iglesia no puede ser tan cruel, pues es la Esposa de Cristo, y Él se ha acercado siempre con cariño a los despreciados y agobiados. Hablo de personas concretas que, después de una vida de felicidad conyugal, por muy diversas razones, han contemplado con horror cómo su matrimonio se hacía añicos de forma irrepara-ble. ¿Nunca más podrán ser felices dentro de su Iglesia? ¿No le es lícito rehacer su vida? ¿Tienen que cortar en seco todo nuevo chispazo de enamoramiento?

Ellos quieren seguir siendo fieles a Cristo y a su Iglesia, quieren seguir traba-jando en pastoral, quieren participar activamente en las Eucaristías… ¿Será una desgracia enamorarse de nuevo? Repito que hablo de casos muy concretos.

En estas circunstancias siento que el Espíritu de Jesús me anima a animarles. A bendecirles con cariño y respeto. A bendecir su nuevo matrimonio, aunque sea sin papeles… ¿Quién soy yo para negarme a bendecir lo que se ve a todas luces que Dios está bendiciéndolo?

De ninguna manera pretendo generalizar los casos. Realizo un discernimiento en serio para cada pareja. Pero en ciertos casos no se les puede negar la bendición de Dios sencillamente porque se ve con claridad que Dios vive en ellos. Si florece y fructifica un amor auténtico, señal de la presencia de Dios. Así lo expresan; y yo, con todo respeto, así lo siento…

No hablo de teorías. Se trata de rostros concretos presentes ante los ojos de mi corazón creyente en el Dios del amor personalizado. Así siento que pongo un gra-nito nuevo en la construcción de la Iglesia actual de Jesucristo, en la que la libertad del Espíritu debe superar a la esclavitud de la Ley.

La Iglesia ortodoxa tiene una liturgia especial para bendecir estos casos. ¿Por qué la Iglesia católica romana se muestra tan dura de corazón para bendecir casos especiales en los que a todas luces parece que Dios ya los ha bendecido?

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46. Matrimonio y sacerdocio

De nuevo, casos concretos, palpitantes. Una y otra vez, jóvenes adultos que se

sinceran afirmando que de todo corazón quieren ser sacerdotes, pero que no se sienten capaces de vivir sin la complementariedad de una esposa. Y no se trata de tipos “calentones”. Son hombres honrados, que quieren hacer las cosas bien hechas, con fidelidad a Dios y a sí mismos.

No puedo dar nombres concretos, pero permanecen en mi mente grabados ros-tros fruncidos, miradas tristes, dolorosas, buscando armonizar dos vocaciones por hoy eclesiásticamente incompatibles. Y acaban optando, a la fuerza, por dejar a un lado su vocación sacerdotal, porque no quieren trampear…

En cambio, hay seminaristas y sacerdotes que viven una vida doble, medio a es-condidas. Algunos afirman que con la confesión arreglan su problema. Y muchos ni se confiesan siquiera… Y estos no tienen problemas..

De vez en cuando escucho que algunos sacerdotes afirman que renuncian al ma-trimonio, pero no a la relación sexual con mujeres. Y para no enamorarse de ninguna, lo mejor es tener relaciones con mujeres distintas. Así, lamentablemente; no inven-to. Es una necesidad humana, dicen…

Los parroquianos saben cuando su sacerdote es mujeriego. Algunos quizás lo envidien. La mayoría guarda en silencio rencor y desconfianza. Y a veces chisporro-tean los chismes. La Iglesia es la que siempre pierde. Sus mensajes no son creíbles…

Estos sacerdotes se defienden afirmando que no obligan a nadie. Lo cual tam-poco es tan creíble. Con frecuencia realizan chantaje espiritual, o coacción sicológi-ca, o violación afectiva.

Y estos no son los peores casos. A veces se aprovechan de su investidura para coaccionar a menores y preadolescentes. Y muchas veces se han escondido en su investidura para quedar impunes…

Sé de casos de sacerdotes de estos tipos a quienes su obispo los alaba en pú-blico cuando viene a las fiestas patronales. Y los feligreses más conscientes se pre-guntan si el señor obispo es ingenuo o cómplice. La gente ya no es tan ingenua como antes.

Por el lado contrario conozco algunos casos de sacerdotes que dejaron de ejercer oficialmente el sacerdocio y viven ya por largos años una vida fecunda y fe-liz de matrimonio. Y se preguntan, con un dejo de añoranza, por qué ellos, después de años de vida honrada, no pueden ejercer su sacerdocio.

Ante estos interrogantes se me encoge el corazón. ¡Tanta laxitud disimulando a mujeriegos, y tanta dureza rechazando a honrados! ¡Pobre Madre Iglesia!

¿Qué piensa Jesús sobre estos problemas concretos? Sería muy interesante discernirlo a fondo, ante Él, sin prejuicios…

¿Y el caso de hombres casados, ya por largos años, con hermosas historias de amor, que desearían dedicar sus años de madurez a servir a la Iglesia como sacer-dotes? No sé por qué no se les permite sentir esta vocación. Tendrían que matar a

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su esposa para poder acceder al sacerdocio. Me temo que en el fondo aun persista un lamentable desprecio hacia el matrimonio…

Tengo la experiencia de matrimonios realmente santos. ¿Por qué pensar que Jesús no los llama a ejercer su sacerdocio? ¿Hay alguna incompatibilidad entre los dos sacramentos? ¿Por qué entonces Jesús sanó a la suegra de Pedro, su primer “Papa”? Por supuesto que tienen que prepararse adecuadamente. Pero los hay, y muy capaces…

¿Y el tema de mujeres sacerdotes ministeriales? Lamentablemente aún perdu-ran reminiscencias altamente machistas… Jesús, a contracorriente, dignificó total-mente a la mujer. Y si no las mandó a predicar fue porque en aquel tiempo las hubie-ra puesto en peligro serio de lapidación. Pero ellas fueron las primeras en experi-mentar su resurrección y a ellas mandó que anunciaran esta gran buena nueva a sus temerosos apóstoles. Y ellas siguen siendo hay día las auténticas trasmisoras de la fe del pueblo.

Que conste que yo creo y vivo la vocación al celibato, como digo en otro apar-tado. Jesús llama a vivirlo a algunos, y con él es posible y fecundo. Pero sin una vida centrada en Jesucristo es hipocresía de locos.

Todo sacramento exige esfuerzo y dedicación. Todo sacramento es signo visi-ble de la presencia de Cristo. Y acompañar a Jesucristo en su caminar no es posible sin renunciar a muchas cosas y cargar su cruz. No se trata de facilitar los sacra-mentos, sino de exigir más, pero sin prejuicios, con puertas abiertas, discerniendo en cada época las llamadas del Espíritu…

47. Antología de un matrimonio eterno

15 de mayo. Día de las madres en Paraguay y décimo aniversario del casamiento de Fabiola y Lucho; 34 y 39 años, tres hijos, ambos trabajando juntos en una clíni-ca.

Recibo una llamada de su hermana, Myriam, pidiéndome que vaya a realizar una ceremonia de renovación de votos matrimoniales en el lecho de enfermo de Lucho, que padece un cáncer muy avanzado y lleva ya días, aguantando, en agonía.

Me llevan al IPS. Anochece. Un cuarto estrecho, con dos camas. Veo a Lucho en una de ellas, encorvado, ojos ya sin brillo. Dudo si ya se fue. Pero no. A cada pre-gunta responde razonadamente con un suave quejido… Ya había recibido todos los sacramentos. Ahora es tiempo de celebraciones. Sus familiares intuyen que él ha estado esperando este momento, que quería celebrar su aniversario, que quería es-tar su día con su madre.

A su lado, esposa, madre, hermana, familiares cercanos… Me piden que le hable de la resurrección. Le cuento la parábola de la estación terminal. Le digo que la vida es como un viaje en tren al cual todos tenemos nuestro propio momento de subir y

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bajar. Que a todos nos gustaría subir juntos y bajar juntos, pero que la vida nos muestra que a cada uno le llega su estación terminal. Le susurro que Jesús luminoso le está esperando, en el andén, para confundirse con él en un estrecho abrazo; que no tema bajarse, que muchos otros amigos y familiares que ya llegaron antes que él lo estaban esperando, todos radiantes…

Selecciono frases de los dos últimos capítulos del Apocalipsis: “Ya no habrá más dolor… Enjugará toda lágrima… Ahora todo lo hago nuevo… Verán su rostro… Sí, llego pronto”. Lucho asiente con suaves gemidos.

Después iniciamos la renovación de los votos. La esposa, digna, hermosa, entre-lazados sus dedos con los de Lucho, le dice con voz celestial:

-Lucho, yo te quiero a ti como esposo, y me uno a ti en la salud y en la enfer-medad… -Acentúa con fuerza la palabra “enfermedad”-. Prometo quererte siempre, no sólo hasta la muerte, sino por toda la eternidad.

A un gesto de ella, yo le pregunto lo mismo a Lucho. Y Lucho dice un sí casi im-perceptible, pero claro, firme.

Vuelvo a repetirle que no tema bajar del tren, pues la promesa no es hasta que la muerte los separe, sino hasta la eternidad, ya que el amor es eterno y en la eter-nidad se van a volver a encontrar. Creí terminada la ceremonia. Pero no. Escucho que la esposa le dice:

-Lucho, ahora te doy permiso para que te marches. Ya es tu hora. Ve a disfru-tar, y prepárame un lugar…

Un silencio lindo, profundo, cálido, nos envuelve. Yo lo siento espeluznante. Enseguida su madre le insiste: -Sí, Lucho, yo también te doy permiso. Ya puedes irte. Y su hermana Myriam: -Ya, Lucho, es tu hora, las verdes praderas te esperan, las aguas llenas de pe-

ces están para vos… En este ambiente de despedidas, el anciano que estaba en la cama continua,

grita: -Che namanoséi (yo no quiero morirme). –Temía que se lo llevaran a él también. Media hora más tarde, Lucho, suavemente, dejó de respirar… Al día siguiente, ya en la sala de velatorios, la madre, parada al lado del fére-

tro, me dice: -Pa’i, cuéntenos de nuevo a todos lo que pasó anoche. Me causó admiración su petición. Era como exponer en público cosas íntimas.

Pero ante su deseo expuse lo mejor que pude cómo fue su tránsito. Todos los mo-mentos vividos.

Y de nuevo me admira la última exclamación de la madre: -¡Mi corazón está lleno de alegría! -Y añadió en voz más baja- Pero mi cuerpo

está lleno de tristeza…

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La fe produce maravillas. Habíamos presenciado actos profundos y hermosos de amor, que quedaron como rescoldo caliente en el corazón de todos. Pero aun fal-taba más.

*** Fabiola estaba acostumbrada a relacionarse con cantidad de amistades a tra-

vés de su Facebook. Y se mantuvo fiel a sus amistades, desahogándose y apoyándose en ellas. Ya en la misma mañana del 15 había redactado lo siguiente:

“Hoy hace 10 años nos juramos amor y fidelidad en las penas y alegrías, en la riqueza y la pobreza, así como también en la salud y en la enfermedad. Gracias por-que me enseñaste que el amor no es una emoción, sino una decisión que se toma to-dos los días al lado del que se ama...”

Dos días más tarde de la partida de Lucho compartía: “Un día diferente... Abrí los ojos el día de hoy, y me di cuenta que ya nada era

igual, era un día diferente. La cama hoy estaba más fría, sobraba espacio debajo del edredón que antes

nos resultaba pequeño, y por una rara modificación de la materia, esa cama era taaannn grande.

Verdaderamente era un día diferente, el mate todavía no estaba listo, no se olía el aroma a manzanilla de todas las otras mañanas. Me dispuse a ordenar todo lo desordenado que había en mi alrededor, faltaba un cepillo de dientes y una pasta dental fuera de lugar, hoy se encontraban en su lugar y la pasta tapada, que raro, que ganas de encontrar el cepillo tirado en el lavatorio y la pasta sin tapar, que sim-pático pensé: uno termina extrañando hasta lo que tanto antes nos molestaba...

Me dispuse a ordenar todo lo desordenado que había a mi alrededor, faltaba un cepillo de dientes y una pasta dental fuera de lugar; hoy se encontraban en su lugar y la pasta tapada. Qué simpático, pensé: uno termina extrañando hasta lo que tanto antes nos molestaba.

Seguí en la cocina, comencé a guardar en los estantes mercaderías que hacía días estaban sobre la mesa, llegué al final y encontré un paquetito de hojas de afei-tar, lo tomé entre mis dedos y dije: y ahora qué hago con ellas? Ya no estaba quien debía usarlas. En algún momento me servirán, me auto-respondí.

De camino al mercado veía que muchos me miraban diferente, y es que era un día diferente… Muchos me salían al paso para saludarme, darme un abrazo, y qué raro… no era mi cumpleaños! Recordé la música de Luis Miguel: solitaria camina la vikina, la gente se pone a murmurar… Al pasar escucho en guaraní: ¡qué temprano se ha quedado viuda y sola!

Todo era raro, diferente, como el guión de una historia que no conocía, pero que me tocaba vivirla.

Hoy así como en tantos años atrás, decidí seguir sonriendo con la misma picar-día, moverme con la misma fuerza de siempre, decidí seguir buscando mi realización y felicidad personal, resolví que nada me quitaría la alegría y los sueños, recordé las palabras que Luis me había dicho: ‘Vos naciste para volar… Cuando yo no esté seguí volando’.

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Y a pesar de ser un día muy diferente, empecé a despegar las alas, lento, lenti-to, las fui probando y siguen funcionando, aún tienen fuerzas para mucho andar, mu-cho explorar, mucho vivir y mucho disfrutar…

Día diferente con sabor a victoria, compañía y paz, de haber hecho lo que de-bía y podía, sabor a satisfacción en la labor cumplida…

El 18 copia, con una hermosa foto de Lucho, una oración adaptada de San

Agustín, en la que oye la voz de su amado. Selecciono algunas frases: “…¡Si por un instante pudieras contemplar como yo, la belleza ante la cual las

bellezas palidecen! ¡Cómo!... Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras, ¿y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades? Créeme… Cuando llegue un día en el que tu alma venga a este cielo en que te ha precedi-

do la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, ¡feliz! Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz… y de Vida… Enjuga tu llanto, y no llores si me amas! Gracias por haber estado conmigo. Luis” Al día siguiente, el 19, su fe estalla en poesía: “Cómo explicar lo inexplicable... Cómo poner palabras a lo que se ha visto y

contemplado en la intimidad del alma. Cómo pintar con colores inexistentes… Cómo saborear lo dulce que es tener tan cercano al cielo. Cómo podrían darles a entender que cuando se ha visto tanto dolor, tanto su-

frimiento, tanta agonía, ya la ausencia del pulso y el calor evaporándose del cuerpo, se torna en tanta paz y consuelo.

Podrían entender que el llanto ya no se justifica cuando hemos vislumbrado desde las tinieblas la paz que da lo eterno.

Comprenderían sus mentes lo que ya la mía lo tiene por certero. ¡Que el amor es total, ya es pleno, que el descanso ya es total y no pasajero!!

Comprenderían sus corazones aun tristes, que el mío revolotea de alegría, por-que ya ha encontrado sosiego, sabiendo que mi amado ya se encuentra pleno.

Si fueran capaces de mirar con mis ojos un solo segundo todo el cuadro ente-ro... entenderían por qué tanta alegría en vez de desespero!!

Muchos dirán el tiempo le pesará, y es cierto, el tiempo pesa las conciencias vacías, los hechos no realizados, los gestos no compartidos, la palabra no dicha, el

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regalo no dado, pero se torna una fina caricia cuando todo se ha dado y todo ha sido llenado...

Cómo explicar, María, lo que solo nuestras almas han sentido después de haber contemplado a una parte de nosotras en agonía inacabable, lo que se siente en la quietud de la muerte y la algarabía del paso a la verdadera vida...

Cómo dar nombre a lo todavía no nombrado, no cuantificado, no expuesto ni explicado...

Sabrán comprender que solo tengo motivos para reír, que la muerte provoca en mí un tierno guiño con aquel que me ha tejido tan tiernamente en el vientre de mi madre y me ha cuidado como la niña de sus ojos.

Cómo explicar que la duda no existe donde sólo ha habido confianza. ¿Cómo re-latar que es imposible sentirse sola ante tanta compañía eterna?

Cómo podrían entender lo que junto con San Pablo hoy entiendo cuando decía: Cuando soy débil soy fuerte?? Dónde ésta muerte tu aguijón?? Dónde ésta muerte tu victoria??

Hay caricias indescriptibles, susurros irreproducibles, palabras encarnadas y emociones ineludibles, hay secretos guardados tan profundamente en el alma de quienes se han entregado por entero y por lo eterno...

*** El 7 de junio, una exclamación profundamente añorante: “¡Daría todo mi reino, por comer nuevamente un asado hecho por tus manos...

¡Único!

Y al día siguiente, estrecha a sus tres hijos con María: “Una vez más y en especial hoy, guardo en tú corazón Inmaculado, María, la vi-

da de mis hijos, que antes de ser míos ya eran tuyos!!! Cofre tierno y seguro...

Un mes más tarde, al pasarle en privado a Fabiola mi artículo, me comenta: “Lo de la enfermedad de Luis fue una batalla, su forma de ser y afrontarlo fue

otra, mi batallar conmigo misma también lo fue, la batalla del entorno, hasta de la misma muerte, las otras que vinieron y siguen viniendo después también…

No fue nada fácil. Pero Aquel quien nos creó estuvo siempre con nosotros en cada gesto, en cada pequeño milagro, en las puertas que se abrían. Nunca sentimos de que Dios no nos amaba o que nos había abandonado. En mi corazón y en mi mente tenía la certeza de que a pesar de no comprender muchas cosas que ocurrían, él nunca me dejaría de amar y que siempre estaba con nosotros.

Hay tanto de qué hablar... la muerte, la vida, la fe, las pruebas, el dolor… Puede publicar y contar todo lo que quiera, que todo sea para mayor gloria de

Dios…”

Y la vida sigue creciendo hacia el Amor, continuamente, heroicamen-te… Y me siento, muy agradecido, de ser una vez más testigo de ello.

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48. Ejercicios Espirituales para laicos

Poco a poco, a lo largo de mi vida, he ido entrando cada vez más a fondo en la

experiencia de acompañamiento en Ejercicios Espirituales Ignacianos. A mi vuelta al Paraguay en 1989 me metí de lleno en la dinámica de los Ejerci-

cios Espirituales Ignacianos realizados en la “vida ordinaria”. De nuevo me sentí exigido por los laicos. Sus inquietas búsquedas de rostros más auténticos de Dios me espoleaban para buscar instrumentos eficaces, y en los Ejercicios Espirituales encontré un camino sumamente eficaz.

Por años, viviendo en barrios marginales, me dediqué a acompañar en Ejercicios a laicos, sobre todo a profesionales comprometidos con los pobres. La experiencia completa de Ejercicios en la Vida Ordinaria, de forma personalizada, dura general-mente algo más de un año. Cada ejercitante se compromete a realizar, en su casa o donde pueda, alrededor de una hora de oración diaria. Y se entrevista personalmen-te con su acompañante cada semana o a veces cada quince días.

Así es como empecé a redactar apuntes adaptados a sus necesidades, anota-ciones que voy corrigiendo a lo largo ya de más de veinte años. Aunque me lo han pedido diversas veces, nunca he querido publicar mis “Ejercicios Espirituales en la vida ordinaria para laicos” porque sería como dejarlos petrificados. A cada rato, según lo mucho que aprendo de mis “acompañados”, voy añadiendo o corrigiendo el texto, en busca siempre de un mayor servicio, adaptado a las necesidades laicales de hoy. Y recibo mucho gozo cuando algunos me manifiestan con alegría que por fin encontraron la horma de sus zapatos.

Algo especial es el acompañamiento a parejas en esta experiencia de vivir com-pletos los Ejercicios Ignacianos. Tienen que ser matrimonios que saben respetarse y completarse mutuamente, con deseos profundos de crecer en su fe y en su vida familiar. Sus ratos de oración se entrecruzan, a veces solos y a veces en pareja, y si es posible, de vez en cuando también con los hijos. He aprendido muchísimo de las parejas que han sabido completar la experiencia, y he disfrutado y sigo disfrutando mucho con ellos. Es maravilloso ser testigo cualificado de la presencia activa de Dios en sus vidas. Y cómo, cuando tienen problemas, sienten esa doble tracción del Resucitado, que les hace salir del fango…

Por seis años me dediqué a tiempo completo a los Ejercicios Espirituales en el Centro de Espiritualidad “Santos Mártires”. He acompañado también por ocho veces la experiencia de Ejercicios intensivos de un mes seguido; también “por etapas”, en semanas diversas, y, por supuesto, en la vida ordinaria. Así como también multitud de retiros de una semana, ya como resumen de los Ejercicios o con temas especiales adaptados a las necesidades de las personas. Me agrada especialmente dar temas como, por ejemplo, “En qué Dios creo” o “La pedagogía de Dios en el proceso bíbli-co”, todo ello a través de coloridos PowerPoint.

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Mención especial merecen los retiros espirituales totalmente personalizados, en los que se van ofreciendo temas de reflexión según las necesidades específicas de cada persona… Bastante cansadores y consoladores…

Con la experiencia he comprobado que no todo el mundo es capaz de realizar el proceso completo de los Ejercicios Ignacianos. San Ignacio aconseja que el acompa-ñante discierna si el posible ejercitante tiene “subjecto” para realizar esta larga caminada, o sea, si es capaz, pues si se le mete en algo que supera a sus cualidades posiblemente le hará daño.

En la mayoría de los casos es necesaria una preparación previa. A los que se acercan pidiendo hacer Ejercicios les suelo chequear tres factores básicos: si tie-nen dudas serias de fe, si han superado un conocimiento fundamentalista de la Bi-blia y si no están bajo los efectos de algún problema sicológico o afectivo grave.

Las dudas de fe son abordables y superables. Suelo aconsejar, como remedio maravilloso, la lectura asimilada del libro de Varillon “La alegría de creer, la alegría de vivir”.

Para superar el fundamentalismo es necesario estudiar en serio algún tratado actualizado de Biblia. “Ésta es nuestra fe”, de Carvajal, suele dar buenos resulta-dos, pero en este tema hay cantidad de libros muy útiles. Pero de ninguna forma deben entrar en el proceso de Ejercicios sin haber superado antes estos dos esco-llos, en los que podrían quedar enmarañados.

Problemas graves sicológicos o afectivos son harina de otro costal. Aquí sí que son necesarias ayudas profesionales. Y si no se superan los problemas, será mejor que no se adentren en este camino, que puede ser que agrave sus tensiones. Habrá que aconsejarles otras caminadas más suaves.

Total, esta actividad en la cúspide de mi vida me está ofrendando otra expe-riencia nueva de Dios. Es el de siempre, pero con nuevas facetas, cada vez más ori-ginal, irrepetible, siempre a partir de la gente…

Puedo afirmar con toda verdad que esta experiencia de acompañar a laicos en el proceso completo de Ejercicios Espirituales es la más hermosa que he experi-mentado en esta ya mi larga vida.

49. Alegrías y dolores eclesiales

Valió la pena saltar tantos muros, enfangarse tantas veces, aguantar tantos

desplantes, levantarme de tantas caídas… He experimentado, muchas veces, las energías resucitadoras del Espíritu de Jesús. Gracias a él, mi sicología no ha queda-do deformada, sino destilando experiencia y creatividad.

Me alegro de todos aquellos esfuerzos por mantener el celibato. Hoy soy capaz de querer sinceramente a muchas mujeres, como auténticas amigas, sin implicacio-

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nes afectivo-sexuales… Y a muchos varones también. Me considero consagrado a la amistad. Y me siento muy satisfecho en mis constantes servicios de amigo.

Me siento un buen jesuita. Sirvieron aquellos esfuerzos por mantenerme den-tro de la Orden, a pesar de las tormentas que algunas veces intentaron arrastrarme lejos… Estoy contento y orgulloso de muchos buenos superiores, que me entendieron y ayudaron. Nunca agradeceré suficiente al Provincial durante mi expulsión para-guaya: Bartolomé Vanrrell. Y a mis Superiores Generales, Arrupe y Kolvenbach, que en momentos difíciles me apoyaron con toda franqueza. Y me llena de gozo la elec-ción como General de la Orden a Adolfo Nicolás, con quien compartí mi etapa de estudiante de Filosofía, y ahora lo veo con un corazón tan ecuménico… Y últimamen-te el gozo de que Jorge Bergoglio, que fue mi provincial en mi difícil etapa argentina y gracias al cual sigo vivo, hoy es Papa Francisco, llenando de esperanzas al mundo.

Rebozo alegría sopesando los años compartidos con gente popular. Cuánto aprendí de aquellos gitanos de Granada, de los campesinos de las Ligas Agrarias, de los hacheros chaqueños, de los indígenas andinos, de los “bañados” asuncenos… Tan-tos cursillos populares a lo largo de Latinoamérica… Palpé entre ellos al desnudo la crueldad del Capitalismo. Y la bondad y resistencia heroica de tantos corazones creyentes, sufrientemente creativos…

Mis amistades con algunos “especialistas” han sido maravillosas. Nunca sabré agradecerlas suficientemente. En los estudios de Filosofía tuve la suerte de tener como profesor de Ética al P. Díez-Alegría, que en aquel ambiente enrarecido abrió ventanas y me hizo descubrir nuevos horizontes sociales. Durante el torbellino efervescente de mis estudios de Teología, don Tomás Malagón, de la HOAC, encau-zó muchos de mis angustiosos interrogantes. Bebí con fruición la espiritualidad de Foucauld, leyendo a Voillaume (En el corazón de las masas), a Carreto y Paoli. Más tarde, los campesinos me obligaron a estudiar la Biblia desde su realidad. Y en la dinámica que ellos me imprimieron, alentados por el Concilio y Medellín, encontré amistad y ayuda invalorable en Carlos Mesters, José Luis Sicre, Javier Saravia. Jon Sobrino me aterrizó la Cristología. Víctor Codina, la Eclesiología. López Azpitarte, la Moral. Mis cursillos, libros y artículos, paridos con ilusión y esfuerzo, me obliga-ron a trabajar duro.

Me siento orgulloso de culminar mi vida jesuítica dedicado a acompañar proce-sos de Ejercicios Espirituales ignacianos, sobre todo a laicos, y de forma especial a parejas.

Me siento Iglesia de Cristo. No encontraba mi sitio, hasta que entendí lo del “cuerpo”. Me costó aceptar en la práctica que la Iglesia es a la vez santa y pecado-ra, sabia e ignorante. Hermosa porque Cristo vive en ella; torpe porque está forma-da por nosotros, tan torpes y sucios. En este barullo, he ido aprendiendo lo que es respeto y complementariedad. No todos en la Iglesia podemos sentir y pensar lo mismo, pues el mundo es muy ancho y a veces muy ajeno. Me he centrado al aceptar que sólo soy la punta de una pluma más del ala izquierda de esta hermosa Paloma. Otros, por supuesto, tienen que ser plumas del ala derecha. Y otros, del timón de cola, o plumón calentito del pecho… Pero con la colaboración de todos la llevamos

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hacia el Nido… Me duele que algunas plumas se enojen con las otras, sus hermanas, queriendo

arrancarlas… Me da pena que ciertas plumas envejecidas se resistan tanto a des-prenderse para dejar sitio a las nuevas. Me molesta que con tanta frecuencia las plumas del timón se empecinen en dar la vuelta hacia atrás… Algunas plumas enveje-cidas parece que no creen que la sangre de esta Paloma tiene fuerzas maravillosas para hacer brotar cada vez más hermoso plumaje.

Ha habido obispos que han marcado mi vida, en esperanza y en dolor. Mantengo maravillosos rescoldos episcopales, que aun calientan mi corazón. Me

viene una agradable impresión al recordar a Ramón Bogarín en Paraguay, al comienzo de mi sacerdocio, que entendió y apoyó mi vocación campesina. Me siento seguro cuando actualizo la imagen de Leonidas Proaño, apóstol de los indios en el Ecuador, del que aprendí a servirlos con dignidad y a seguir sonriendo a pesar de las incom-prensiones. Luis Alberto Luna, en Cuenca, me caldeó el corazón como amigo entra-ñable. Alejandro Labaka me enseñó lo que es dar la vida por los más pobres…

También he sentido en mis carnes los trallazos de obispos rebosantes de pre-juicios, dueños de su orgullo. Los ha habido que se han esforzado por amargarme la vida y expulsarme de “su” Iglesia. Pero esas heridas ya están restañadas…

Me entristece que mi madre la Iglesia tenga a veces la cara manchada y se enoje si se le quiere ayudar a limpiarse…

Pero lo decisivo para mantenerme fiel es la santidad que encuentro en la Igle-sia. Eso es lo que pesa. Palpo la santidad de cerca, y en ella la presencia viva de Je-sús, sobre todo en el pueblo.

Madres heroicas, sirviendo sin rechistar a sus hijos. Confianzas en Dios, fuer-tes y delicadas, en medio de serios sufrimientos. Abuelas maravillosas. Fe popular perseverante, a prueba de párrocos caprichosos. Ayudas mutuas, intercambios, “mingas” y “cambia manos”. Solidaridades, sencillas y heroicas, ante las desgracias. Hospitalidad generosa, quitándose el pan de la boca para entregarlo al que lo nece-sita más que ellos. Ansias de aprender, de concientizarse, de organizarse… Luchas conscientes y consecuentes… Gente heroica, sonriente, en medio de serias incom-prensiones y aun terribles torturas…

Parejas creciendo siempre en el amor, educadores competentes, políticos com-prometidos, catequistas encarnados, sacerdotes sacrificados, teólogos consecuen-tes… Los hay, y me enamoran…

Pertenezco a esta Iglesia militante, en su ala profética. Trabajo en la línea de la Teología de la Liberación, “tan útil y necesaria”, intentando siempre actualizarla. Soy uno más de los constructores del Reino. Y espero pronto gozar de su plenitud.

50. Teología de la Liberación

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Allá por 1985, comenzaba el prólogo de mi libro “El Dios de Jesús”, afirmando que “no soy teólogo, ni hijo de teólogo”.

Durante mi época de “formación” me la daba de hombre pragmático, alejado de teorías y, por ello, mal estudiante. Pero los campesinos, a empujones, me embreta-ron en la investigación bíblica. En la década del 70, a partir del Concilio y Medellín, a mí y a otros muchos, nos caían encina lluvias torrenciales de cuestiones bíblicas po-pulares, que nos dejaban empapados de inquietudes.

Los campesinos me golpeaban continuamente con preguntas claves: ¿Qué dice la Biblia sobre la tierra? ¿Qué proyecto tiene Dios sobre el reparto de tierras? ¿Es sagrado todo derecho de propiedad?... Y detrás de estas bombas en racimo, que zarandeaban mis estanterías, seguían siempre nuevos fogueos: ¿Es verdad que Dios quiere que nos resignemos con nuestra pobreza? ¿Valemos nosotros menos que los de la ciudad? ¿Conoció Jesús el hambre y la desocupación? ¿Tenía manos callosas como nosotros o manos fifís como lo pintan? ¿Quiere Dios que nos organicemos por nosotros mismos? ¿Nos acompaña Jesús en nuestras luchas? La cercanía a los po-bres me había dejaba pecho descubierto para recibir sus dardos. Relampagueaba un gran despertar general y sus rayos me picaneaban sin cesar.

Y así fue como me tuve que dedicar a fondo a dialogar, estudiar y escribir en serio, cosa que no había hecho en mis tiempos oficiales de formación. Con un enfo-que y un empuje muy distinto, había que hincarle el diente a las respuestas que la fe podía dar a los problemas acuciantes del pueblo, en proceso creciente de concienti-zación y organización.

Estudié muchísimo. Afanosamente busqué dialogar con los que encontraba en-frascados en este caminar. Y me metí entusiasmado dentro de las marchas libera-doras que se entrecruzaban por todas partes.

He llegado a conocer, en sus libros, y a muchos personalmente, a la mayoría de los teólogos “liberadores” del Continente. Con algunos me une una amistad muy es-trecha.

Casi cuarenta libros, bíblicos y sociales, concebí y di a luz en este proceso de fecundación popular. ¡Matrimonio fecundo! Y creo que a estas alturas de mi vida he compartido ya por encima de mil cursillos de formación popular. Mas cientos de ar-tículos periodísticos.

Cuando el P. Kolvenbach empezó a dirigir la nave de la Compañía de Jesús, ante ciertas acusaciones, me llamó y me preguntó en qué consistía la esencia de mi traba-jo. Yo le contesté que me sentía llamado a ofrecer a nivel popular la Teología de la Liberación. Y él me aseveró que eso era algo muy necesario y que contara siempre con su apoyo.

La Teología de la Liberación, en su esencia, en lo más sano de ella, dio respues-tas eficaces y camino viable a las inquietudes más auténticas del pueblo latinoame-ricano durante las décadas del 70 y el 80. Tuvo, sobre todo al comienzo, lagunas y deficiencias. ¿Qué movimiento teológico o pastoral no las ha tenido? Pero maduró muchísimo en Espiritualidad, Cristología y Eclesiología. Su investigación y produc-ción siguen caminando con fluidez, adaptándose a las nuevas necesidades.

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El problema está en que muchos de los adelantos teológicos actuales no llegan ahora al pueblo, ni siquiera a la mayoría de los agentes de pastoral. En los 70 cami-nábamos juntos teólogos y pueblo, pero en la mayoría de los casos se ha desencade-nado un lastimoso proceso de divorcio, quizás acuciado por los malentendidos de las "suegras"...

Fuertes venenos consumistas debilitan cada vez más la relación mutua fe-pueblo. Altos mandos del “capital acumulado” agrían todo lo que suene a liberación; hasta lo demonizan. Medios de comunicación subrayan con frecuencia lo negativo que encuentran o se lo inventan. Y quedan flotando en el ambiente nieblas eclesiás-ticas de dudas y temores, que se enroscan alrededor de todo lo que huela a “libera-ción”, pretendiendo asfixiarlo.

Lamento mucho que una parte de la Jerarquía eclesiástica haya mirado con desconfianza radical a la Teología de la Liberación. El mensaje bíblico es esencial-mente liberador, en contraposición a las religiones opresoras. Jesús se opuso, a contracorriente, a todo lo que menoscabara la dignidad humana. El movimiento lati-noamericano así lo sintonizó. Pero tantas llamadas de atención y tan pocas palabras de aliento por parte de la Jerarquía, han desanimado a muchísimas personas, que, decepcionadas, se han marchado por otros derroteros.

Juan Pablo II reconoció en Brasil que “la Teología de la Liberación es útil y ne-cesaria”, pero sus excesivas llamadas a la prudencia cortaron cantidad de enlaces del pueblo con el Espíritu. Siento que tantos “jerarcas”, desde su poder y sus lujos, hayan sido tan miopes. Creo que otro sería hoy nuestro pueblo si hubieran animado aquella búsqueda popular de respuestas en su fe cristiana. Hoy el escepticismo y el materialismo corroen a las nuevas generaciones, ya casi sin fe en Jesús. Y muchísi-mo menos, sin fe en su Iglesia…

En las décadas del 70 y el 80 cantidad de gente se puso en búsqueda de nuevos caminos de fe que respondieran a las nuevas circunstancias que vivían. Toda bús-queda es algo torpe, pero esperanzadora. Hubo errores, pero muchas intuiciones acertadas. Muchísima buena fe. Y mucha gente encajó la luz y caminó iluminada.

Pero desde las salas doradas del Vaticano, tan lejos del dolor y las esperanzas del pueblo, sólo se supo ver lo negativo. Y llovieron palos, muy tristes, sobre los que nos esforzábamos por acompañar al pueblo en sus dolores y sus esperanzas, cons-cientes de las dificultades, pero con fe en el Crucificado-Resucitado.

Lástima que muchos “pastores” no sepan acompañar con cariño los procesos de búsqueda de nuevos pastos de sus rebaños hambrientos. Pena su obsesión por sub-rayar sólo las equivocaciones. Tendrán que rendir cuentas al Amor las mitras que se convierten en apagavelas. Creo que muchas de esas luces aplastadas por ellos habían sido prendidas por el Espíritu Santo… ¡Qué terrible es la tentación del fariseísmo!

La historia, con el paso del tiempo, disipa las nieblas del orgullo y nos hace ver los disparates del pasado. La misma Iglesia que condenó a muerte a Juana de Arco siglos después la declaró santa. Otro sería el cristianismo chino si no se hubiera aniquilado la encarnación en su cultura comenzada por Mateo Ricci. Es vergüenza histórica la amenaza a muerte a Galileo por haber afirmado algo tan elemental como

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que la tierra da vueltas alrededor del sol. ¡Tantos disparates se han apoyado en un craso fundamentalismo bíblico! Los Papas actuales piden perdón por los errores del pasado. En el futuro otros tendrán que pedir perdón por los errores de la actuali-dad. Y entre esos errores pienso honradamente que está el desprecio y no acompa-ñamiento a la Teología de la Liberación.

La esencia de la Teología de la Liberación sigue viva, aunque, desgraciadamen-te, consiguieron aislarla. Pero el Espíritu sigue aleteando por los aires latinoameri-canos. Sigue creciendo y adaptándose a los nuevos interrogantes de nuestro mundo, aunque los “viejos” miopes no lo vean.

El mundo de hoy vive mareado envuelto en un torbellino de cambios. Se trans-forman profundamente nuestras vivencias. La Teología de la Liberación, tal como se vivió en los 80, ya no da respuestas del todo adecuadas. Pero la fuerza del Resuci-tado sigue activa, siempre. En cada circunstancia histórica hemos de preguntarnos con insistencia cómo se manifiesta el espíritu de Jesús. La Teología de la Libera-ción, con los dolores propios de todo parto, nos dio sus respuestas. Sus lecciones, como las de tantas otras épocas, no las podemos olvidar. Pero la dinámica de la En-carnación nos obliga a “encarnar” de nuevo el mensaje de Jesús de forma que se convierta en Buenas Nuevas para el dolido mundo de hoy. Y para ello hace falta mu-cha creatividad, enraizada en la libertad de los hijos de Dios.

El Espíritu de la Verdad, Espíritu Liberador, nos suplica a todos de nuevo un compromiso más eficaz y extensivo. Hay que saber dar respuestas de fe a los pro-blemas de hoy, con los medios de hoy, de forma que lo entienda el sufrido pueblo de hoy. Es muy triste que de nuevo Jesús se tenga que quejar de que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz… ¡Qué bien se anuncia la Coca-Cola!

Valientemente hay que dejarse guiar por el Espíritu Creador. Nuestra fideli-dad y amor a la Iglesia han de estar impregnadas de rebelde creatividad, fuego que encienda otros fuegos, como decía el P. Hurtado…

Una buena Teología de la actualidad nacerá sólo en ambientes de Encarnación liberadora...

51. Intuiciones de futuro

A lo largo de mis variadas experiencias de trato con la gente, algunos me han dicho que parece que adivino sus pensamientos e intuyo sus problemas. Y ciertamen-te a veces parece que es así… Hasta yo mismo, en lo más íntimo, me asusto de mis intuiciones.

Los campesinos paraguayos, que siempre se ponen “marcantes” (apodos) los unos a los otros, desde hace mucho a mí me han llamado “mbaracayá” (gato), porque dicen que mis ojos azules “saben ver” en la oscuridad.

Pero no sólo cara a cara. A veces me llegan sentimientos ajenos desde muy le-jos. Les cuento algunos casos significativos:

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Era el Viernes de Dolores de 1980. En mi parroquia andina preparaban con en-tusiasmo la Semana Santa. Y al medio día, en el comedor, se me ocurrió de repente decir, sin pensarlo siquiera:

- Voy a recibir un telegrama que dice: Papá muy grave. Ven enseguida. Los que estaban conmigo casi me matan: - Ni en broma se pueden decir esas cosas… Pero media hora después recibía un telegrama que decía “Papá muy grave. Ven

enseguida”. Hacía media hora que habían puesto el telegrama, justo en el momento en que yo recibí la transmisión mental…

En otra ocasión, en un domingo volviendo de una capilla de las alturas, al llegar a Cuenca del Ecuador encontré que el río estaba muy embravecido. Y me dio un desasosiego terrible. Parecía como que me estaba ahogando en esas aguas tan impe-tuosas. Quedé muy inquieto. Poco después llegó la noticia de que a esa misma hora, un poco más adelante en ese mismo río, un compañero jesuita muy querido –Juan Benítez- había caído al río con su coche y se había ahogado. ¿Intuición? ¿Se acordó de mí en esos momentos de lucha impotente por salir del vehículo?

Admiro el poder de mi mente. Y, a partir de mis experiencias, el poder de toda mente humana. Creo en el poder de desarrollo intelectual que nos ha dado Dios.

Yo no necesito despertador. Casi todas las mañanas, según lo planeado, cuando instintivamente miro el reloj, marca justo las seis y cuarenta y cinco. Pero si nece-sito levantarme antes, basta con que lo planifique conscientemente. Jamás me ha fallado mi despertador mental.

Muchas veces, cuando la gente viene a conversar conmigo, intuyo el problema que entristece su corazón o la ilusión que le tintinea en los ojos. Normalmente al comienzo sólo escucho. Pero a veces, cuando así lo suplican, les ayudo a expresar sus sentimientos más íntimos. Y no creo que se trate de poderes extraordinarios, sino intuiciones normales de mi mente, un poquitito cultivada…

¿Hasta dónde puede llegar la mente humana? ¿Qué capacidades nos ha dado Dios, que nosotros no somos capaces aun de encauzar? ¿Hasta dónde podremos lle-gar en comunicaciones y relaciones interpersonales?

Dios es total y absolutamente intuitivo. Nosotros, creados por él a su imagen, tenemos también esa facultad, aun en pañales. ¿Hasta dónde podrá llegar nuestra semejanza intuitiva con él? ¡Ni lo sospechamos!

Pienso que de ninguna manera somos el último eslabón de la evolución humana. Este largo proceso hasta llegar al “homo sapiens” no está concluido. Habrá formas de desarrollo humano inimaginables todavía. Somos un misterio en evolución hacia un divino punto Omega. El Dios creador no está agotado. Respetando la libertad que nos ha dado, nos jala siempre más y más hacia él, con paciencia, pero perseverante-mente.

Un “hombre de Neandertal” no podía imaginar cómo casi 200.000 años después un “homo sapiens” llamado Cicerón podría redactar discursos en un latín tan hermo-so o cómo Teresa de Ávila rimaría sus maravillosas poesías místicas, 1.600 años más tarde. Pero ni Cicerón, ni Teresa, pudieron imaginar tampoco cómo nos comunicamos

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nosotros hay día vía Internet. ¿A dónde llegaremos los próximos 2.000 años? ¿Qué tipos de seres humanos

seremos dentro de 200.000 años más? ¿Podría suceder que el “homo sapiens” pase a convertirse en “homo amabilis”, y muchos siglos más tarde en “homo amorosus”? Quizás la humanidad necesite desarrollar más su lado femenino; quizás el futuro no esté centrado en el “homo”, sino en la “mulier amorosa”…

Las energías evolutivas que Dios ha imbuido en su Creación no son aun medi-bles. Y las energías que nos trajo el Redentor están aun en pañales. La encarnación de Dios en lo más profundo de la humanidad tiene mucho camino a recorrer. Las po-sibilidades creativas de la humanidad están muy lejos de acercarse a su plenitud.

El paradigma de la civilización actual está asentado sobre el poder como domi-nación de la naturaleza y de los seres humanos. Pero este camino se está agotando. La naturaleza humana, creada por Dios y potenciada por Cristo, dará nuevos saltos cualitativos… No estamos llegando al fin. Todavía estamos en los comienzos…

Cuando palpo en una persona hermosos cambios profundos, capaces de actos de amor heroicos, me gusta soñar con las posibilidades futuras de superación y creci-miento de la humanidad. “Lo que mente humana jamás imaginó…”. Me encanta echar las campanas al vuelo; su alegre repiqueteo me canta que un mundo nuevo, muy supe-rior al actual, es posible. Jesús es el eslabón que abre una nueva era, en la que poco a poco triunfará el amor.

Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Carlos de Foucauld, Gandhi, Teresa de Calcuta dieron anticipadamente el paso. Vivieron a plenitud el amor… Y tanta gente buena está aportando ya su granito de amor…

Todavía la humanidad está dominada por el afán de poseer, de presumir, de medrar a costa de los demás… Pero en el horizonte se vislumbra un mundo en el que sea posible que triunfe el amor, el respeto, la complementariedad... Surgen cada vez en mayor número seres humanos impulsados por las riquezas maravillosas de la espi-ritualidad del amor.

He conocido a mucha gente buena, incapaz de hacer daño a nadie, siempre dis-puesta a ayudar. Si para ellos ha sido posible vivir de amor, a veces amor heroico, es posible también para otras muchas personas.

El triunfo del amor es el triunfo de Cristo. El dar la vida por los demás no está acabado. Muchos la damos, aunque sea gota a gota. Las energías del respeto y la complementariedad serán cada vez más definitivas en la historia de la humanidad.

Algo nuevo está naciendo, ¿no lo notan?

52. Posibilidades humanas

Algunos me acusan de optimista empedernido. ¡Y me empeño en serlo! Cuando el común de la gente dice “somos humanos” generalmente es para dis-

culpar una debilidad o un fracaso. Lo cual es cierto. Somos torpes y débiles. Pero no

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es menos cierto que somos capaces de desarrollos y triunfos maravillosos… Somos seres creados por Dios a su imagen y semejanza, con una capacidad in-

finita de crecimiento creativo. El límite de nuestro desarrollo humano es Dios mis-mo.

Por ello me encanta observarme, y observar en los demás, nuestros procesos de desarrollo. Cada vez podemos, más y mejor, amar y ser amados. Nuestra inteli-gencia nunca se satura. Nuestras capacidades artísticas siempre podrán florecer más lindas. Nunca acabará la construcción armoniosa de justicia y libertad.

He sufrido mucho en mi vida; pero también he triunfado mucho. He tropezado con muy diversas crisis; pero en Jesús he podido enfrentarlas y trascenderlas. Me han mordido el odio y la calumnia, pero no me han envenenado: el amor es poderoso antiofídico. Por eso canto al Dios de la Vida. Recorro los caminos del Señor, casi siempre tarareando. De todo saco provecho. Me sorprendo a mí mismo. Y pienso con gusto: semejante a Dios… Creativo… ¡Qué belleza!

En Dios hay una fuerte dosis de misterio. Siempre lo podremos conocer mejor, pero nunca del todo. Y los seres humanos, semejantes a Dios, también tenemos una fuerte dosis de misterio. No sabemos a dónde podremos llegar en todo lo bello y positivo de nuestro ser. Hace un par de siglos ni la ciencia ficción más atrevida llegó a imaginarse hasta dónde ha llegado hoy la técnica. Pero de ninguna manera hemos llegado al techo del desarrollo humano. Somos un misterio, como Dios. No podemos ni imaginar qué será de nosotros dentro de veinte siglos… O de mil… Desde la fe en Dios Creador barrunto maravillas insospechadas.

Los futurólogos suelen ser muy pesimistas. Y ciertos políticos. Y muchos tele-diarios… Pero los que creemos en el Dios encarnado, Dios de Vida, no.

Es alarmante cómo el libro de la gran esperanza, del triunfo de la belleza y el bien -el Apocalipsis-, mentes chiquitas lo han convertido en anuncio de grandes ca-tástrofes. El fin desastroso anunciado es para la mentira, la opresión, la corrupción, para toda forma de maldad, pero no para la justicia y el amor…

Las energías del Resucitado están triunfando, y acabarán por triunfar sobre todo lo ruin. Si el proceso de humanización tardó unos milloncitos de años, el de cristificación quizás no sea menos corto.

Estamos en marcha. En contra de los agoreros de la desesperación, en nuestro mundo hay más amor que desamor. Hemos caminado mucho en el terreno de los de-rechos humanos, y caminaremos muchísimo más aun. La gente es cada vez más cons-ciente de su dignidad. Está en marcha una clase media emergente. Los estudios han dejado de ser exclusividad de una élite. Muchos pobres luchan heroicamente por sus hijos y por sus barrios…

Cierto que sigue habiendo hambre, explotación y miseria, pero proporcional-mente menos que hace siglos. El ritmo de crecimiento de la humanidad es un miste-rio también. Pero no podemos negar que cada vez hay más gente consciente y com-prometida.

¿Hasta dónde podrá llegar el potencial de mentes y corazones humanos? Es cierto que algunos malvados, -quizás poniendo caras de “piadosos”-, infligen mucho

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mal a la humanidad. Pero ello posibilita también opciones reales y eficaces a favor de la vida.

Mi optimismo no es ingenuo. He palpado la muerte violenta de mucha gente. Amigos míos murieron en la tortura. Yo mismo he sentido el escalofrío aterrador de un gatillo apuntándome o el ruido seco del cerrojo de un calabozo. He velado los es-tertores del SIDA. He desenterrado cadáveres torturados. En ellos he palpado la muerte renovada de Cristo. Tanto sufrimiento no puede ser en vano. La cruz de Cristo, las cruces de tantos Cristos, no son infecundas.

Ciertos adelantos en comunicaciones, en genética, en conciencia cívica, en nue-vos tipos de organizaciones, son periscopios que nos permiten auscultar el horizon-te, aunque nosotros naveguemos aun bajo agua. Se intuyen en lontananza posibilida-des geniales de desarrollo de la mente y el corazón de los humanos. Actos de amor siempre ha habido y sigue habiendo, muchísimos, en grado heroico. Comienza a ger-minar un nuevo tipo de civilización del respeto, el diálogo intercultural, la comple-mentariedad, el amor…

Todo ello como esfuerzo mancomunado de los seres humanos, ayudados y jala-dos por Dios. Él, en su Providencia, decidió encarnarse en lo más íntimo de la huma-nidad para así, sufriendo juntos, poder crecer sin fin hacia nuestra plenitud común.

El Creador está presente en los creadores de un mundo nuevo… El Redentor palpita en los crucificados del mundo, encubando nuevos pasos, en camino hacia la Plenitud. Así lo he palpado en heroicidad de personas concretas, sobre todo popula-res…

Los “santos” de nuestro tiempo me evangelizan: me abren el corazón y la mente hacia la infinitud creadora de Dios.

53. El credo y el anti-credo que dan sentido a mi vida

El credo que trascribo a continuación ha sido elaborado a lo largo de los años. Es fruto de muchas conversaciones con diversos tipos de personas, reelaboradas en mi interior, a veces con brisa fresca, a veces entre truenos y rayos… Creo que acá

reside el “caracú” (médula) de mi vida…

Creo en un Dios siempre enteramente bueno (“ore taita juky ete asy”), que nos quiere a todos por igual y que tiene hermosos proyectos para con cada uno de sus hijos.

No creo en el “dios araña“, en vigilante espera para atraparnos, de frente fruncida, que nos castiga pa-ra probarnos y reparte felicidad y desgracia a su

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antojo…

Creo en el Dios que está presente y activo en todo lugar donde se busca y se realiza justicia, verdad, libertad y amor.

No creo, en cambio, en dioses que favorecen y blanquean injusticias, mentiras, esclavitudes y odios. No creo en el dios del dinero acumulado y del poder opre-sor.

Creo en el Dios que siempre respeta la dignidad y la libertad humana. Ofrece sus dones a todos, pero a nadie se los impone. Y ha puesto la marcha de la historia en nuestras manos.

Pero no creo en dioses cuadriculados, que lo tienen todo fijamente predeter-minado, enemigos de la libertad; o en dioses boticarios, que con “recetas mila-greras” resuelven los problemas y evitan así a sus clientes el compromiso res-ponsable de construir comunitariamente un mundo justo.

Creo en el Dios que ha creado un universo maravilloso, capaz de desarrollarse autó-noma y evolutivamente, según las propias energías que él mismo le dio al ponerlo en marcha.

No creo en esos dioses que tienen que estar dando permiso cada momento para que llueva o no llueva, para que alguien se enferme o se cure, para que un te-rremoto destruya esta casa y salve a la otra…

Creo en el Dios que es misterio, al que se va conociendo poco a poco, cada vez más de cerca, pero al que en esta vida nunca podremos comprender del todo.

No creo en el dios de los orgullosos que presumen de conocer todo lo divino.

Creo en el Dios que es enteramente libre, del que nadie se puede apropiar, ni se de-ja manejar por ningún “devoto”.

No creo en esos diosesillos que tienen dueños, y a los que se les puede encasi-llar en ideologías, “guetos” o santuarios.

Creo en el Dios que históricamente se encarnó en Jesús, a través de María, hacién-dose así en todo semejante a nosotros, sus hermanos, para que podamos así acer-carnos a él con toda confianza.

No creo en ningún tipo de dios que sea insensible a nuestros sufrimientos o a nuestras alegrías. Ni en dioses racistas o machistas…

Creo que Jesús es la imagen viva del amor de Dios para con todos, especialmente para con los despreciados y empobrecidos.

Pero no creo en ninguna imagen de Dios que justifique falta de compromiso pa-ra con los pobres.

Creo que Jesús es plenamente Dios y plenamente hombre.

No creo en un Jesús al que se le quite algo de humano o algo de divino.

Creo que Jesús no sólo perdona nuestros pecados, sino que además nos posibilita

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crecer en humanidad fraterna y acercarnos cada vez más al Padre; nos convierte en hijos legítimos de Dios, constructores y herederos de su Reino. Él es Señor del Universo y hacia él corre la Historia.

No creo en un Jesús al que no le importe la política, el hambre del pueblo, la hipocresía de los grandes o el acaparamiento de los poderosos…

Creo que Jesús, hermano universal, está presente en todo ser humano, pero espe-cialmente en los que sufren desprecio, marginación o cualquier tipo de miseria. Cuanto más y mejor ayudamos a los hermanos a crecer, más cerca estamos de Je-sús y su Reino.

No creo en esas imágenes de un Jesús dulzón y afeminado, lujosamente atavia-do, al que se le compra ayuda con “devociones”.

Creo en la fuerza del Resucitado, que es capaz de realizar en nosotros maravillas insospechadas.

No creo en ese Jesusito al que se acude sólo para satisfacer pequeños egoís-mos.

Creo en el Espíritu Santo como sabiduría, ánimo y consuelo, fuerza creadora y transformadora del amor del Padre y del Hijo.

No creo en ese espíritu que usan algunos para buscar milagrerismos y evitarse así compromisos en serio.

Creo que Dios es familia y es comunidad, amor complementario de tres, en perfecta comunión recíproca.

El Dios Trino de Jesús está del lado de la unión y no de la exclusión; del con-senso, en lugar de la imposición; de la participación y no de la dictadura.

Creo en las Iglesias donde se vive y se celebra el perdón y la fraternidad de Jesús.

No creo en ningún tipo de iglesia fanática, despreciadora de las demás, que se cree la única portadora de la verdad.

Creo en los sacramentos como signos visibles de la presencia consoladora y trans-formadora de Jesús.

No creo en los sacramentos que se convierten en drogas tranquilizantes o en ocasión de fiestas de lujo.

Creo en las inmensas posibilidades de desarrollo de todo ser humano; creo en las capacidades de la inteligencia y el amor; creo en la creatividad del pueblo conscien-te y organizado; creo en el proceso de dignificación de la mujer; creo en la presen-cia de Dios en la cultura, en la belleza, en el arte, en la expansión del universo… Creo que todo ello es imagen creciente de las maravillas de Dios.

No creo en ningún tipo de dios enemigo del desarrollo.

Creo en la amistad; amistades complementarias, multiplicadoras, fieles, sacrifica-das y sinceras. Creo que en la amistad vive Dios…

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No creo en ningún tipo de espiritualidad que desconfíe de las “amistades parti-culares” o fomente educadas hipocresías ante los demás.

Creo que Dios está presente en lo más íntimo de toda pareja enamorada, en el cora-zón de los padres, en la solidaridad de los amigos…

No creo en ningún dios celoso del amor humano.

Creo en la sexualidad humana, don de Dios, como expresión de su amor y su fecun-didad.

No creo en un dios fiscalizador, enojado con todo lo que sea sexo.

Creo que la creación es un desbordamiento de vida y de comunión de las tres divinas personas, que invitan a todas sus criaturas a entrar en el juego simultáneo de la di-versidad y la complementariedad.

No creo en un dios fixista, que exige que todo sea siempre igual.

Creo que la muerte no es sino el paso a la plenitud de la vida, en la que, como regalo de Dios, desarrollaremos todas nuestras potencialidades.

No creo en dioses que matan. Ni que la muerte sea el final de todo.

Creo en el triunfo definitivo de Dios en cada uno de nosotros, en la sociedad, en la historia y en todo el universo.

No creo en los dioses del fracaso y del pesimismo.

Espero un cielo nuevo y una tierra nueva, un mundo en el que reinará la justicia. Vi-viremos como una sola familia, los minerales, los vegetales, los animales y los seres humanos, todos en íntima unión con la Familia Divina.

54. Recordando a mis “hijos”

Me siento madre de mis escritos. Y me agrada recordar sus desventuras y sus

éxitos. Cada uno de ellos ha tenido un proceso distinto de gestación. Varios tuvieron un parto difícil. Y a alguno fue difícil bautizarlo por la Iglesia…

Ciertos grupos de laicos piden cada vez más formación en la fe, de un modo sistemático y constante, de acuerdo a su cultura y a sus necesidades. La unión ex-plosiva de su fe tradicional, su cruda realidad y la Palabra de Dios es el detonante que los despierta y los pone en marcha. Acompañando este caminar a lo largo de los años, me sentía obligado a devolverles sistematizado lo mucho que iba aprendiendo de ellos, en mezcla fecunda de experiencias y esudio.

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Del compartir los cursos y las luchas de las Ligas Agrarias del Paraguay nació "Vivir como Hermanos", que unos meses después de nacer me mereció una violenta expulsión del Paraguay. Es mi hijo más viajero, nacionalizado en más de veinte países.

Continué mi tarea en el noreste argentino, en el fondo del Chaco. Allá, cercano a la mise-ria de los hacheros de los obrajes, les ayudé a fundar un sindicato. En un pueblito llamado “Avia Terái”, con un calor terrible, sacudido por fuertes crisis, nacieron tres hermosos hi-jos: “Dios es bueno”, “Cristo nuestra esperan-za” y “Consagrados a Cristo en los pobres”. A ninguno de ellos logré “bautizarlo” en Argenti-na.

Repatriado y aburrido en España, rebosando añoranzas, redacté la historia de las Ligas Agrarias, que llamé “Liberación campesina. Las Ligas Agrarias del Para-guay”.

A los seis meses de desterrado, a comienzos de 1976, conseguí dirigir mis rumbos hacia las alturas andinas del sur de Ecuador. Allá, aislado en un pueblito in-dígena sin electricidad, en largos días de reflexión, la exigencia de respeto de su religiosidad me obligó a investigar y escribir “Religiosidad campesina y Liberación”. Poco después ante el gozo de encontrar su realidad campesina reflejada en la Biblia nació “Luchar por la Tierra”, que llegó a ser muy popular en Latinoamérica.

De diversos encuentros realizados entre jesuitas expulsados del Paraguay na-ció la necesidad de historiar el proceso de las Ligas Agrarias. Comunitariamente, como equipo EXPA (expulsados del Paraguay) dimos colectivamente a luz “En busca de la tierra sin mal: Movimientos campesinos en el Paraguay, 1960-1980”, que nos trajo muchos problemas, como ya hemos visto…

La formación entre los campesinos de Comunidades Eclesiales de Base, me obligó a explicar en lenguaje sencillo el encuentro con Jesús. Así nació el más sim-ple de mis hijos: “Cristo compañero”. Y un poco más tarde, según iban creciendo en la fe cristológica, salió “El Dios de Jesús”. Todos son libros inspirados en la fe po-pular.

Los problemas y el espíritu que todo este despertar suscita en los agentes de pastoral lo llevo a la oración en “Consagrados a Cristo en los pobres”, escrito con dolor y esperanza en el Chaco argentino, pero dado a luz en Cuenca del Ecuador.

Pedidos campesinos de desarrollar el tema de la tierra en la Biblia produjo “Teología de la Tierra”, en dúo con Marcelo de Barros, en Ecuador y Brasil. Es el más serio de mis libros, y el que más idiomas habla: portugués, francés y alemán.

Dedicado a principiantes, como antídoto frente al virus del fundamentalismo, ha tenido gran difusión “Biblia, Fe, Vida”. Y para ayudar a la búsqueda de diversos

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temas bíblicos, nació “Cosas de la Biblia”. Peticiones concretas, que partían de necesidades reales, me llevaron a escribir

sobre temas palpitantes, como la idolatría, la familia, los Derechos Humanos, el do-lor… Así nacieron en las alturas andinas “Idolatría y Biblia”, “Matrimonio y Familia a la luz de la Biblia”, “La Biblia y los Derechos Humanos”.

Y de vuelta al Paraguay, en 1989, en los suburbios de Asunción nació “Fe y Do-lor”. Y, a propósito de una marcha campesina, salió: “Yvy rekavo: En busca de Tie-rra”, en colaboración con Pepe Ortega.

Cada vez más cerca de la espiritualidad bíblica, como libro de oración, compartí y desarrollé, entre las comunidades eclesiales, “Orar la Biblia”. Y por el mismo ca-mino, pero esta vez a partir de programas radiales, ya en Asunción, compartiendo la experiencia progresiva de Dios nació “De Abrahán a Jesús”. Y un poco más tarde, el mismo tema a partir de experiencias compartidas con catequistas suburbanos: “Ca-tequesis bíblica para jóvenes”.

En estos últimos años, metido entre laicos que buscan con honradez el creci-miento de su fe cristiana, muy lentamente han ido naciendo unos esquemas amplios de “Ejercicios Espirituales en la Vida para laicos”, que aun sigo retocando a cada rato.

También tecleé mucho en dos proyectos comunitarios amplios. Uno organizado por la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, un “catecismo básico”, titulado “En camino hacia el Reino de Dios”. Y participé también activamente en “Palabra y Vida”, mate-riales de reflexión bíblica para la vida religiosa, promovidos por la CLAR.

A lo largo del proceso he ido publicando en diversos periódicos y revistas can-tidad de artículos, unos 200, intentando siempre relacionar fe y justicia, fe y vida, siempre a la luz de la Biblia.

En los últimos años, convencido cada vez más de la necesidad de usar medios audiovisuales, he confeccionado más de cien PowerPoint sobre temas bíblicos, que he agrupado bajo el título “Biblia y Realidad”, publicados primero en la web de Mer-cabá, y más tarde en muy diversos sitios.

He editado también en audio parte de mis charlas bíblicas por radio, bajo el tí-tulo “La experiencia de Dios en los personajes y libros bíblicos. Charlas radiales”.

En la última década, sopesando la importancia de la imagen en el mundo actual y conociendo cantidad de buenas películas de mensaje, me he dedicado a seleccionar-las y coleccionarlas. No fue nada fácil al comienzo. Las redes de distribución de pe-lículas nos quieren hacer tragar a la fuerza sus películas comerciales, rebosantes de violencias, sexo sin amor, consumismos y sueños necios. Hay muchas películas por-quería. Pero también destellan joyas maravillosas.

He logrado formar una cinemateca con unas 1.300 “Películas con mensaje”, de temas bíblicos, religiosos, sociales, familiares, pedagógicos…, muchas bajadas de Internet, pues a veces no hay otra forma de conseguirlas. Las uso bastante en reti-ros espirituales. En un disco duro de 2.000 gigas están a disposición del que necesi-te alguna de ellas. Se impone el “compartir”, ya que muchas de estas películas son marginadas por las cadenas comerciales. He puesto especial interés en encontrar

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todas las películas bíblicas que se hayan rodado, sobre todo las de Jesús, de las que tengo ya unas 80. Junto casi a cada película ofrezco un archivo con fichas técnicas y pedagógicas.

Encuentro con admiración creciente cantidad de hermosas películas, algunas de ellas gloria de la humanidad. Lo más digno y profundo del ser humano, arte puro, problemas humanos bien reales, reconstrucciones históricas bien logradas, proble-mas religiosos planteados con seriedad, relatos bíblicos bien ambientados, historias maravillosos de superación humana, relaciones fructíferas entre padres e hijos, hermosos amores de pareja, maravillas de la naturaleza, compromisos sociales he-roicos, ciencia ficción llena de simbolismos…

Dado lo difícil de encontrar libros formativos, y lo caro que son los que se en-cuentran, como aporte para la formación del laicado edité un CD con multitud de materiales de formación, que luego se convirtió en un DVD, más tarde se multiplicó por dos, por cuatro, por seis, y ahora ya sólo entran en un Pen de 32: “Biblioteca Fe y Vida”, con 8.000 libros digitalizados, divididos en cuatro carpetas: Textos sobre Biblia, de espiritualidad, sociales y de Literatura. La carátula amonesta: “Se reco-mienda su reproducción gratuita”.

Sigo insistiendo en el uso de audiovisuales. Por ello mi “Biblioteca Fe y Vida” si-gue multiplicándose, siempre con la recomendación de compartirla. La carpeta nº 5, de audiolibros, tiene casi 500 audios de libros leídos, con voz humana. La 6 ofrece unas 600 charlas de teología para laicos. La “Fe y Vida 7 Imágenes” tiene unas 37.000 imágenes seleccionadas especialmente para trabajar PowerPoint. En el 8, “Lo mejor de las películas sobre Jesús”, selecciono unos 200 trozos de películas so-bre Jesús, desde 1898 hasta la actualidad. El disco, “Cantando esperanzas”, está compuesto por 45 programas radiales de dos horas de duración cada uno con temas religiosos-sociales en los que se mezclan canciones, músicas y poesías seleccionados por temas. En otra carpeta edito charlas mías por radio.

En mi época de Santos Mártires, en lenta gestación, se ha ido desarrollando un librito sobre “Parábolas de Vida”.

La gestación más larga es la de este libro que estás leyendo. Me ha sido difícil ponerle nombre. Y acabar su redacción también, ya que siempre me suceden cosas nuevas. Pero al acercarse la celebración de mis 60 años de jesuita, la CVX-Paraguay me lo ofrece agradecida. Y por fin nos decidimos a llamarlo “Experiencias de Vida. En mis 60 años de jesuita”.

A mitad del 2011 se me nombró de nuevo asesor de las Comunidades de Vida Cristiana (CVX). En ellas hay gente que empezaron conmigo hace unos veinte años. El encuentro con ellos me desafía a profundizar en el proceso de crecimiento de la fe en personas adultas. Por ello estoy redactando un nuevo libro que seguramente se llamará "Fe laical ignaciana".

Desde enero del 2012 estoy ayudando en la parroquia de Cristo Rey, especial-mente en su Centro Fe y Cultura. Y la actividad que más me va es la de acompañar en Ejercicio Espirituales en la Vida Corriente. ¡Es una experiencia inolvidable!

Y sigo, como siempre, escribiendo artículos en la revista Acción.

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Cumplí con creces eso que dicen del ideal de todo ser humano: escribir un libro. También he sembrado e injertado muchos árboles. Y aunque no tengo hijos biológi-cos, sí tengo bastantes nietos adoptivos, que me quieren de veras… Y, por supuesto, muchísimos amigos fraternos, muchas personas por los y las que siento un profundo cariño paterno, pues sé que les he trasmitido algo de mis “genes” espirituales…

55. La “juventud” de mi madre Soy un afortunado. A mis 78 años, todavía tengo viva en este mundo a mi ma-

dre. Vivimos a miles de kilómetros, pero sintonizados. Comencé el recuerdo de estas experiencias al calor de mi familia. Y quiero

terminarlas con la imagen cálida de mi madre: doña Mercedes. Ella, a sus 102 años, es para

mí el faro más luminoso de mi vida. Siempre alegre, tarareando tona-dillas de su juventud… Camina bien, cocina, plancha, cose… Su sentido común, su honradez, su fe sincera, su cariño profundo, desde su vientre hasta ahora, han mar-cado maravillosamente mi vida, y la de su larga lista de descendien-tes: 10 hijos, 33 nietos y 44 biz-nietos, por ahora. Y todos caben en su corazón. Para todos hay acogida cariñosa. Con todos sinto-niza por teléfono.

Somos una familia de muy diversos estilos de vida, creencias y actitudes. Pero a ella no le estorban las diferencias. Todos se sienten cómodos en casa de la madre, la abuela o la “bisa”. Sabemos que en su hogar no hay lugar para los chismes, las in-trigas o las rivalidades. Y si se levanta entre su gente algún tipo de discusión, ella siempre sabe desviar hábilmente la conversación.

Es simpático escuchar las causas por las que dice encontrarse tan bien. Afirma que se debe a que ha tenido diez hijos y a todos los ha amamantado durante casi un año; porque nunca se ha pintado; y porque come cada día un poco de chocolate. In-siste en que ella nunca ha forzado a su naturaleza, ni ha abusado de ella…

Uno de sus temas predilectos para con sus nietas es insistirles en la felicidad de criar a los hijos y especialmente de amamantarlos…

Un defecto, no reconocido por ella: es machista de más. Se le nota demasiado la predilección por los nietos y biznietos varones…

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Cada año, el primer domingo de julio, nos reunimos una buena parte de la fami-lia para celebrar su cumpleaños. Es lo que llamamos “la abuelada”. En forma cómica teatral se representan sus sucesos o dichos más destacados a lo largo del año. Y ella participa de forma activa, sobre todo apagando las velas de la torta, ya con tres dígitos.

Yo confío plenamente en sus oraciones. Sé que todos los días reza por la per-severancia en mi vocación. Y pienso que gracias a sus oraciones he podido superar y trascender las muchas crisis de mi vida. ¡Cuánto le debo, ahora y por siempre!

¡Gracias, mamá! No acabas de entender los valores de ahora; pero vives y co-municas los valores humanos de siempre… ¡Con garbo y alegría!

56. Mis gozos de ser “mayor”

Tengo la impresión de que el mundo actual adora exageradamente a la época de la juventud. Mucha gente adulta añora su juventud perdida…

Yo no la añoro. La recuerdo con cariño, pero por nada del mundo quisiera volver a recorrer los años ya pisados. Para mí la vida es un viaje, con muy hermosos paisa-jes y muy lindas experiencias, y a veces algunos accidentes que superar. Conozco y amo a muchas personas. Gozo del arte acumulado a lo largo de la historia; y yo mis-mo produzco nuevas maravillas. Disfruto de los adelantos de la humanidad, como la aviación, la computadora, los correos electrónicos, el microondas, la medicina mo-derna…

Al final del viaje, lo mejor del recuerdo cobra colorido; y lo malo, poco a poco, se va desdibujando.

Este final, que ya vivo, me resulta más plano, más pleno, más lleno. Algunas co-sas ya no puedo hacer, como jugar un partido de fútbol. Pero lo mejor marcha ahora muy bien. Palpita en mí una capacidad maravillosa de amor, amor limpio, sin límites, efectivo… Mi capacidad intelectual está chispeante… Me siento realmente libre, sin nada serio que me frene en ser lo que tengo que ser acá y ahora…

De joven me dolía no saber pintar. Ahora me realizo confeccionando Power-Point coloristas, o editando pedazos escogidos de películas…

De adolescente era tartamudo. Ahora me fluyen con facilidad las palabras en programas radiales y en multitud de charlas ante ojos admirados…

De joven las mujeres me ponían nervioso. Hoy amo inmensamente a muchas mu-jeres, hermanas, amigas, sin problemas afectivo-sexuales, gozando de su comple-mentariedad…

Antes, cualquier dolor o preocupación me parecían cerros inexpugnables, oscu-ros, angustiosos. Desde mis perspectivas actuales, los dolores y problemas se ven mucho más chiquitos, fácilmente superables, y aun rentables…

Nunca tengo sueños de miedo. Mis sueños suelen ser creativamente simpáticos.

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Muchas ataduras y esclavitudes de la juventud han desaparecido. Con frecuen-cia disfruto de la libertad de los hijos de Dios.

Desarrollo cada vez más el don de la intuición. Comprendo más a las personas, sintonizo con ellas y con frecuencia acierto a ayudarles.

En los rincones de mi casa ya no se agazapan complejos ni tristezas. Me paso el día tarareando…

Ya no me escandalizo de nada. Miro con cariño a todo sufriente que se acerca a mí, y con mi bálsamo muchas veces le sé aliviar…

Siento la presencia activa de Dios, sin angustias, con menos palabras, más se-rena, más fortificante, más en silencio…

No, no quisiera volver a la juventud biológica, con tantos caminos por elegir y tantas equivocaciones en las que caer. Pero en el espíritu me siento joven, si es que por juventud entendemos un estado de búsqueda continua, siempre con nuevos hori-zontes por descubrir.

Me voy acercando a los 80. De vez en cuando siento que los nudillos de la muer-te tocan a mi ventanuco. Y no me da escalofrío. Me quedo tan tranquilo. Aun conten-to. Esperanzado.

Justo al cumplir los 77 sufrí un síncope tusígeno, fruto de una bronquitis agu-da. Mi cardiólogo me avisó que estaba en riesgo de una muerte súbita. Pero sentí que no tenía que realizar ningún cambio en mi vida. Sencillamente seguir adelante hasta cuando Dios quisiera.

El síncope te tira al suelo, de forma instantánea, sin ningún tipo de defensas. Es como una muerte súbita superada. Lo tuve en mi pieza, solo. Me desperté lenta-mente sin tener ni idea de a dónde estaba…

Podría ser que del próximo episodio no saliera. Y eso podía suceder en cual-quier momento, pues ataques de tos intensa me producían de vez en cuando peque-ños presíncopes, con cortos momentos de mareo y cosquilleo por todo el cuerpo. Es una sensación muy especial. Sentía que en un instante, quizás inminente, podría dar el gran salto a una nueva dimensión, en la que estaría Jesús triunfante esperándo-me… Pasivamente lo deseaba. No llegó por entonces. Pero llegará.

Es un gozo muy especial saber que en la ancianidad estamos a un paso de la eternidad.

57. La estación terminal

Desde niño he sido muy aficionado a los trenes. Viajar en tren siempre me ha hecho mucha ilusión. Y un tren con sus vías era mi juguete preferido. Quizás por ello me imagino la vida como un largo viaje en tren, y la muerte como la llegada a la estación terminal. En el mes de mi reciente enfermedad me ha obsesionado este simbolismo.

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Después del largo viaje de esta vida, le tomamos cariño al tren que nos llevó tan lejos. Al final miramos con cariño el vagón que abandonamos y a la gente con la que lo compartimos. Llegó el momento de bajarse. Otra vida muy distinta nos espe-ra. Dejamos muchísimas cosas en el vagón. Un único equipaje baja con nosotros: el amor acumulado a lo largo del viaje…

Al pie del andén estará Jesús, radiante. Me perderé entre sus brazos. Luego, con gestos amigables, Él mismo me va presentando a la mucha gente que me espera, algunos antiguos conocidos; otros, solo de oídas. Todos nos reciben muy alegres, resplandecientes de belleza… Entre todos me sacan mis raídos ropajes y me envuel-ven en la bandera multicolor de la eternidad.

Grandes abrazos, maravillosos, de mi padre, mis abuelos, todos los amigos que ya llegaron. Conozco a mis tatarabuelos y los tatas de ellos. Reconozco a aquellos amigos de infancia que había olvidado. O a aquella persona que me hizo aquella gau-chada tan linda y que no supe ni su nombre…

Y millones de nuevos amigos. Ahora sin apretujones, ni torpezas, ni tardanzas, pues ya el espacio y el tiempo quedaron atrás. Todo es nuevo.

El tren sigue su marcha. Pero yo nunca más lo usaré. Allá quedan mis viejos “equipajes”, entre gente querida, todavía de viaje. Ellos aun no entienden del todo cómo es la llegada. Guardan con cariño mis cachivaches, inservibles ya, en proceso de descomposición. Quizás algunos lloren. Pero para mí se habrán acabado las lágri-mas. Jesucristo será ya para siempre todo en todos.

Conoceré al detalle la vida histórica de Jesús, sin suposiciones ni teorías. Esto me hace mucha ilusión. Conocer en verdad cómo fue aquello de la encarnación. Tengo coleccionados todos los trozos de películas que hablan de este tema. Pero todos ellos son ciencia ficción. Allá, saltando la barrera del tiempo, podré disfrutar en su plenitud de la maravillosa realidad de la vida histórica de Jesús. Y mi corazón, ena-morado, estallará saltando de agradecimiento.

Recibiré a plenitud la herencia de hijo adoptivo que Él me ganó. Todo lo suyo será mío. Gozaré viéndolo reinar como Señor de la creación, Cristo Cósmico, Alfa y Omega, Principio y Fin de todas las cosas. Comprobaré que todo se hizo por Él y pa-ra Él. Nunca acabaré de gozar sus maravillas… ¡Gran Artista!

58. Algo más, por ahora…

Hace rato que me quiero ir, pero no puedo largarme… El 2 de julio de 2013, mi madre, junto al mar, en Málaga, ha cumplido 102 años.

Yo creí, justo en mi 77 aniversario, que estaba llegando a mi estación terminal. Pero no. El tren pasó de largo. Hoy me encuentro de nuevo en plena forma, rodeado de un hermoso huerto florido, disfrutando de sabrosos frutos. Y mi madre parece decir-me, con su pícaro guiño, que me prepare para seguir sembrando y cosechando por los próximos 22 años, la edad en la que ella me concibió… ¿Será verdad?

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Lo cierto es que me encuentro en una plenitud intelectual ¡y verbal! Mis char-las, las públicas y las privadas, parece ser que hacen mucho bien. Y mis escritos también. Pero me canso. Me corroe la tentación de tirar la toalla. Me quiero jubi-lar… Ya tengo edad para ello. Hay días que me cuesta levantarme. No me quiero ba-ñar en días de frío. Me olvido de lavarme los dientes. No quiero salir de casa. Me olvido de muchísimas cosas… A veces no me acuerdo de los nombres de personas muy queridas. Los compromisos no anotados es como si no existieran.

Me siento acosado por conflictos matrimoniales ajenos. A veces los siento co-mo tábanos peguntosos. Me angustian. Me duelen. Siento rabia por la torpeza con que algunas parejas destrozan hermosos ideales y la crueldad de las heridas que dejan en los hijos.

Me da sarpullidos el lenguaje trasnochado de la liturgia, frío, que no calienta a nadie. Creo en la presencia hermosa de Cristo en cada sacramento, pero refinados liturgistas lo embadurnan todo con sus rancias cremas… ¡Y el pueblo, hambriento, se aburre…! ¡Qué tristeza! ¡Y qué rebeldía!

Me carcomen los desprecios con que orgullosos cristianos machacan a homose-xuales, a los vueltos a casar, a los drogadictos, a los indígenas, a los niños de la ca-lle… Quisiera comprometerme en serio a favor de ellos. Pero no me da el cuero. Y aunque hago poco, siento clavados en mi cuello los ojos vidriosos de los fariseos…

¿Estoy demasiado viejo? ¡Sí, pero no! En mi corazón bullen nuevas rebeldías, nuevos ideales y nuevos proyectos, que no me dejan quedarme en la cama. Siento alrededor mío el rescoldo maravilloso de multitud de ojos brillantes de agradeci-miento. Son mis hijos, mis nietos, mis hermanos… Ellos me aúpan. Todos esos a los que he podido transmitir algo de mis genes cristológicos.

¿Qué más, mi Señor Jesús? ¿Todavía me quieres a tu servicio? Me malicio que sí… El pan de mi horno, sellado por ti, puede seguir siendo alimento de hambrientos. Parece que no me llegó aun el tiempo de descansar, aunque sea duro amasar…

¡Es terrible, pero genial, el aleteo del Espíritu! Quizás ahora, a la edad de la libertad, deba ser más creativo, más decidido,

más revolucionario. Las trincheras de las nuevas fronteras me esperan… ¡Bendito seas Jesús, que me animas y me fortaleces…!

59. Gracias por la vida

Gracias, Papá Dios, por esta mi vida, que es tuya, que me ha dado tanto... Gracias por el amor con que tantas personas me han arropado. Gracias por tanta vida que me ha rodeado siempre, en coloridas multiformas. Gracias por mis padres, por los excelentes genes que me trasmitieron, por la mara-

villosa educación que me dieron, por la fe adulta que me inculcaron. Bendición a aquel colegio malagueño de jesuitas que me moldeó.

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Gracias maravillosas y tiernas por mi entrada en la Compañía de Jesús y aquellos años de formación, que me trazaron el camino.

Agradecimiento maravilloso por mi trasplante al Paraguay, tierra fecunda, que me ha facilitado tantos nutrientes.

Gracias por mi ordenación sacerdotal, tan seductora, tan decisiva... Me gusta ser profeta, “pa’í”, hombre de Dios y de mi tiempo. Me gusta detectar y

denunciar, desde mi fe en ti, mi Señor, las idolatrías y las injusticias de hoy. Me encanta sobre todo hablar de ti, Dios maravilloso y cercano; mostrar balbucean-

te los rasgos amorosos de tu rostro. Gracias por las diversas culturas que he vivido: la andaluza malagueña, la campesina

paraguaya, la de los hacheros chaqueños, la del del sur andino acuatoriano, la de los bañados asuncenos... En sus sedimentos se asientan mis cimientos.

Gracias por el gazpacho andaluz, el maíz tostado cuencano, la chipa paraguaya, tus sabores de pueblo...

Gracias por lo mucho que recibí de la HOAC, Las Ligas Agrarias, las CEBs, la CVX, MIES. Sus carbones encendidos han sellado mi vida para siempre.

Me gustan los pobres rebeldes comprometidos. Gracias porque mi vida está jalonada de amistades sinceras con muchos de ellos. Siento las exigencias de sus mira-das...

¡Tantas asambleas dialogadas, tantas mingas compartidas, tantas comisiones barria-les, sindicales, políticas...! Tú participas siempre, animándonos.

¡Tantas rebeldías solidarias! Ellas son tu aguijón. ¡Cuántas veces he podido ayudar eficazmente al pueblo en su proceso de concienti-

zación y organización! Bendición por los riesgos que ello me ha acarreado. Mi corazón se enternece, Jesús, actualizando las experiencias de Dios que me has

trasmitido junto a la lucha de los pobres. Acción de gracias por los años de persecución, por mis expulsiones y prisiones,

aquellas dolorosas calumnias, en las que pude experimentar tu mano solidaria en la oscuridad de la inseguridad.

He pasado por serias crisis, religiosas, ideológicas, afectivas, políticas... Estuve a punto de romperme. Pero abriste mis techos. Y hoy aquellos escombros son ci-miento de nuevas construcciones... Gracias por las crisis enfrentadas y supe-radas.

Gracias por tantas amistades, sinceras, profundas, serviciales, latidos cálidos de tu

corazón. Gratitud inmensa porque mi corazón cada vez es más ancho, más ca-paz de sintonizar y ayudar…

Gracias por tantas amigas fraternas que me complementan y me animan. Su sencilla fortaleza, sus intuiciones, su complementariedad, su capacidad de amar sin condiciones.

Gracias por los niños que me quieren sin “respeto”, nietos adoptivos. Es un privilegio jugar y descansar con ellos. Benditas sean sus travesuras.

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Me gusta lo nuevo, lo intuitivo, lo creativo. Gracias, Padre, por haberme dado algo

de tu chispa creadora. Bendita sea esta imaginación loca que me has dado. En ella chisporrotea tu creativi-

dad. Gracias por mi sonrisa, mi alegre optimismo, mi continuo tararear. ¡Tu alegría me

desborda! Me encantan tus colores, especialmente el verde, en sus múltiples matices. Disfruto contemplando horizontes nuevos, saboreando comidas desconocidas, en-

frentando nuevos desafíos. Me atraen tus fronteras... Me gusta acariciar la tierra, airearla, abonarla, fecundarla, y esperar con cariño sus

flores y sus frutos. Son espejo de tu hermosa fecundidad. Gracias por tus maravillas crecientes en el cosmos en expansión; gracias por la larga

evolución progresiva de la vida. Éxtasis ante las potencialidades que encierras en millones de genes distintos. ¡En el genoma humano vislumbramos tu geniali-dad!

Agradecimiento por las bellezas creadas por tantos artistas a lo largo de la histo-ria, a todos los niveles, en multitud de culturas.

Gratitud por los inventos y las ciencias modernas en todo lo que tienen de servicio a la humanidad.

Gracias por los avances de la medicina. Sin ella estaría ciego, sin dientes, quizás pa-ralítico, o mi presión alta hubiera colapsado ya mi corazón. En el recetario de mis médicos firma tu mano curadora, Jesús, mi Doctor.

Gracias por la informática, en crecimiento constante. Disfruto investigando nuevos programas, y sacándoles cada vez más fruto, en servicio globalizado.

Me encanta Internet. En su Red atisbo la socialización de la sabiduría humana. Me alegro de vivir en la era digital, chance fecundo de ejercer mi libertad, selec-

cionando y socializando lo mucho bueno que esconde entre sus redes. Disfruto especialmente del cine, con ojos sanamente libres. Sus pantallas reflejan

la vida, la de ahora y la de antes, lo bueno y lo malo. Sus jirones de vida nos obligan continuamente a discernir… Gracias por tantas películas excelentes. Te vislumbro, Jesús, como director de películas maravillosas.

La Biblia ha sido el gran hobby de mi vida. Sigo correteando siempre por sus pági-

nas, conociendo y viviendo cada vez más a fondo sus marcos históricos, sus gé-neros literarios, su maravillosa pedagogía progresiva y, sobre todo, sus mensa-jes crecientes hacia tu Amor. Gratitud eterna a tu inspiración divina, tan cer-cana, y tan misteriosa...

En las brumas de los años 70 la Teología de la Liberación fue luz alógena que me despejó ilusionado las nieblas ambientales y me impidió hundirme en los fangos de la época. Gratitud admirada a tus teólogos, que supieron sembrar las semi-llas del Evangelio en aquellos terrenos movedizos.

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Me encanta la Cristología actual. Jon Sobrino, Carlos Mesters, González Faus, To-rres Queiruga, Pagola, Estrada “maduran” mi fe en ti, Jesús, mi Amigo y Señor. Ellos son hoy instrumentos de tu inspiración... Gracias por lo mucho que me han ayudado a conocerte mejor, para así poder amarte y seguirte en serio.

Jesús, tú eres cada vez más el núcleo y el horizonte de mi vida. Voy construyendo una cosmovisión cristológica maravillosa. Gracias por ser quien eres.

Disfruto experimentando en mí y en los demás tus energías de Resucitado. Con fre-cuencia palpo admirado tu poder de sanación y de crecimiento. ¡Mi gratitud eterna, Jesús, Señor de la Historia!

Gracias por la madurez de mi vida celibataria, don tuyo, capacidad maravillosa de amar de veras a mucha gente, sin demasiadas complicaciones.

Gratitud inmensa por los Ejercicios Espirituales de Ignacio. Acompañar en forma completa a personas en búsqueda es una gozada.

Me gusta ser jesuita, unir eficientemente fe y ciencia, fe y justicia, fe y vida, sien-do siempre Tú la clave de bóveda.

Gracias por sentir cómo fluye a través de mí el bálsamo del Espíritu Consolador. Bendita seas, Familia Divina, por la facilidad que me has dado para armonizar en el

amor a parejas y familias. Gracias por los ateos sinceros que se me acercan, conscientes de los dioses que re-

chazan, y abiertos a nuevas experiencias. Bendición de parte tuya para los homosexuales, los vueltos a casar, los conflictua-

dos que pones en mi camino... Gracias por esos jalones hacia la humildad presentes en los mordiscos de mis co-

bardías, mis inconsecuencias, mis errores... Mis orgullos, tan destructivos… Gracias por tu perdón, que cala tan hondo, que sana tan en serio... Gracias porque soy parte de tu Iglesia santa y pecadora, en crecimiento doloroso

hacia tu Reino. Bendición porque, a partir de fracasos, vamos aprendiendo a sembrar y cultivar las

semillas de tu Buena Nueva en las tierras del hoy. Gracias, Espíritu Santo, mi Abogado, mi Consolador, por las luces y las fuerzas con

que me has ayudado a través de esta mi agitada vida. ¡Cuántas veces hemos trabajado juntos, consolando y animando!

¡Gracias, María, por mostrarme tantas veces a Jesús! Gracias, Trinidad Santa, por capacitarme para crecer sin fin, siempre hacia tu ple-

nitud de Amor. Que tanto en invierno como en verano sepa ofrecer siempre en tu nombre una rosa

blanca...

Acá, Jesús, está mi vida. Mi vela aún sigue prendida.

¡Soy un testigo más de tu Resurrección!

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Epílogo. Retrato para el recuerdo

De todo difunto querido se guarda un retrato y sus fechas principales. Acá les dejo algunos datos, en tono de humor, para cuando me llegue el Gran Día.

Mi concepción: Alrededor del 2 de febrero de 1935, no sé dónde, pero sí sé que fue por amor.

Mi nacimiento: En la noche del 1 al 2 de noviembre de 1935, en Alcalá la Real (Jaén), Andalucía, España.

Mi bautismo: 13 de noviembre de 1935, en Alcalá la Real, parroquia La Consolación. Mi primera comunión: 18 de mayo de 1944, en Coín (Málaga). Mi confirmación: 25 de marzo de 1946, en Coín, parroquia San Juan Bautista. Mi entrada en la Compañía de Jesús: 2 de febrero de 1954, en Puerto de Santa Ma-

ría (Cádiz). Mi llegada al Paraguay: 15 de agosto de 1961, en Cristo Rey, Asunción. Mi ordenación sacerdotal: 14 de julio de 1967, en Granada, España. Mi profesión solemne como jesuita: 8 de agosto de 1973, en San Ignacio Miní (Mi-

siones) Argentina. El amor que más ha influido en mi vida: Mi madre, hasta ahora, con sus 102 años. Comidas soñadas: El gazpacho andaluz, el cebiche con maíz tostado ecuatoriano, la

chipa paraguaya… El chocolate, siempre. Los helados, cuando hace calor. Bebidas preferidas: Jugos de frutas. Especial el de mango. Mi hobby relajante: Cultivar un pedazo de tierra: huerta o jardín. Mi clima ideal: el verano. Mi animal predilecto: el gato, criado desde chiquitito. Lo que más me molesta: Los empobrecidos resignados. Mi rabia más fuerte: Los políticos corruptos. Mi mayor defecto: El orgullo. Mi mayor dolor: Mi expulsión del Paraguay, el 15 de mayo de 1972. Mi mayor remordimiento: No haber ayudado eficazmente a algunas personas. La ciudad que más me gusta: Quito. El instrumento más querido: Mi computadora. Mi satisfacción: mis escritos. El profesor que me abrió más ventanas: José Mª Díez Alegría. Autores que más me han iluminado: Carlos Mesters, José Luis Sicre. Mi libro predilecto: El Apocalipsis. ¡Chisporreante! Mi arte: confeccionar PowerPoint muy coloridos. Las cualidades que más estimo: Intuición y creatividad. La alegría… Mi mayor orgullo: Haber compartido largo tiempo la vida y la lucha de los pobres. Lo mejor: La amistad, cada vez más a fondo y con más gente. Mi satisfacción cualificada: Acompañar a laicos en el proceso de los Ejercicios. Lo que me rejuvenece: Estar siempre alegremente en búsqueda.

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Un patrono especial: San Ignacio de Loyola. Mi eje vital: Jesucristo. Mi mayor esperanza: Experimentar a plenitud el triunfo de Cristo.

A. M. D. G.