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Presentación: Azaña, escritor Almudena Asenjo Directora de la Fundación Francisco Largo Caballero

La Fundación Francisco Largo Caballero ha organizado esta jornada con la intención de homenajear al que fuera presidente de la Segunda República Española, Manuel Azaña, en el 75 aniversario de su fallecimiento. Es para nosotros un honor tener la oportunidad de rendir homenaje a uno de nuestros más ilustres alcalaínos, aquí, en la ciudad que le vio nacer hace ya 135 años. Lamentablemente, Azaña murió como un exiliado, como un refugiado, fuera de España, unos pocos meses después de la finalización de nuestra guerra civil. Y allí, en Montauban, en la ciudad que le vio morir, un grupo de académicos dirigidos por el profesor Amalric, llevan una década rindiendo homenaje al presidente Azaña, recordando su memoria en unas jornadas anuales que tienen también una vertiente de análisis de su figura como personaje histórico y del contexto en el que se desenvolvió su acción política. En esta ciudad, en Alcalá, el Foro del Henares viene realizando una labor similar desde hace también unos años. Y en la Fundación Francisco Largo Caballero, como entidad encargada de la investigación, la difusión y la conservación de nuestro patrimonio histórico y documental, hemos querido este año sumarnos a esta conmemoración, cuando se cumplen 75 años de aquel 3 de noviembre, en que el dimitido presidente de la República moría casi en el anonimato, rodeado solamente por su círculo de más íntimos amigos y colaboradores, y con la única protección de la Legación de México en Francia.

Entre todas las facetas que podemos encontrar, hemos querido poner el foco en su vertiente como escritor, una de las menos reivindicadas. Azaña fue Premio Nacional de Literatura en 1926, por su obra Vida de Don Juan Valera, aunque el peso de su figura en la vida política, su labor como estadista ha eclipsado su importancia como escritor. Pero Azaña escribió novela y teatro. Fue un periodista involucrado en los grandes debates sociales, políticos y literarios de su tiempo y, por supuesto, se dedicó también a la

escritura política. Una escritura política que, en su vertiente más personal, reflejó en sus diarios, que constituyen una fuente fundamental para el estudio de la Segunda República española. Para animar a la lectura de la obra literaria de Azaña, para estudiar la profundidad de un trabajo no tan conocido como debería serlo, y para homenajear al que fuera también un alcalaíno destacado, hemos convocado estas jornadas. Contamos para ello con la colaboración de especialistas en la materia, a los que agradezco su colaboración. Esperamos que este encuentro y este homenaje sirvan para conocer, difundir y resaltar aspectos fundamentales de nuestra historia y nuestro pasado cultural y político, a través de la figura de Azaña como escritor.

Azaña, escritor e intelectual Manuela Aroca Mohedano Fundación Francisco Largo Caballero

Entre todas las facetas que desempeñó Manuel Azaña en su no muy larga vida ¿con cuál de todas se sintió más identificado? Es innegable su pasión por la vida política, pero a lo largo de toda su trayectoria demostró también una gran pasión por escribir. Hemos conocido su obra, hemos visto muchas de sus fotografías, desde aquellos primeros años de su entrada en el torbellino de la vida europea, cuando fue como corresponsal al París de la posguerra de la Gran Guerra, pasando por su faceta como Presidente del Ateneo, republicano comprometido, ministro de la Guerra, presidente del Gobierno o presidente de la República, hasta sus últimos días en Montauban; hemos estudiado su acción política como republicano, como estadista y como gran defensor de la democratización de España. Pero entre todas ellas, yo me quedo con una imagen: Azaña escribiendo sus diarios, encerrado en su despacho del Ministerio de la Guerra, allá por los primeros años treinta. Porque en esa imagen está el político, está el escritor, está el hombre de Estado, apegado a su pluma y a la escritura. Yo creo que esa imagen contiene el símbolo del intelectual, en la acepción que los franceses inventaran al final del siglo XIX. Con ella, nuestros vecinos querían definir a todos aquellos artistas, literatos, pensadores que se sintieron profundamente involucrados en la realidad social y política de su tiempo. Con ideas, con propuestas, con soluciones, pero sin despegar el mundo del conocimiento, del mundo del arte y de la literatura, del mundo de la escritura. La Gran Guerra fue un revulsivo en las conciencias de los intelectuales y fue el acicate para que grandes escritores europeos como Stefan Zweig, Bertrand Russell o Robert Graves tomaran la pluma para opinar sobre la situación general de sus países y de Europa. Azaña se acercó a la política también de la mano de la escritura, en medio de una convulsa coyuntura histórica, en la que los intelectuales tenían que replantearse todo: las verdades del siglo XIX ya no servían y el papel del intelectual, como un hombre de prestigio, empezaba a ser reconocido en un mundo que estaba cambiando a pasos agigantados. En Europa la Primera Guerra Mundial fue un revulsivo que impactó a los intelectuales –también a Azaña- y les hizo cambiar su relación con la vida política. En España, la situación era aún más compleja y la Generación del 14 fue la primera en poder llevar ese calificativo de “intelectuales”, por su enorme compromiso con la vida política para solucionar problemas ancestrales de la sociedad española. Es en esta dimensión del intelectual que escribe literatura, hace periodismo, reflexiona sobre la realidad política o estudia en profundidad con sus ensayos los grandes problemas de su nación, en la que Azaña adquiere su dimensión más exacta. El papel en que yo creo que Azaña se sintió más identificado. Luego vendría la necesaria intervención en la vida política, pero es esa dimensión del intelectual, del escritor por encima de todo, la que hemos querido rescatar hoy. Hemos programado una jornada sobre lo que Azaña escribió, porque en su faceta como escritor encontramos resumidas todas sus vertientes: la del literato, la del periodista, la del político, la del hombre de Estado.

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a lo largo de 22 años). En 1930, con el afán de la inevitable actualización, se comenzó a publicar el Apéndice. En su tomo primero, la entrada “Azaña”, aparece en primer lugar como: Municipio de la provincia de Toledo que según el censo de 1920, cuenta con 637 habitantes de hecho o 653 de derecho. Diez años más tarde ese pueblo pasará a denominarse Numancia de la Sagra, en honor a la región que pertenecía y al regimiento Numancia que liberó a su población de las hordas rojas. En segundo término: “Azaña y Díez, Manuel”. Escritor español nacido en Alcalá de Henares el 10 de enero de 1880. Incorporado desde muy joven a la vida intelectual, a la que se sentía llamado por vocación y educación, no se sustrajo tampoco a actuar en política, figurando siempre en las filas de los partidos avanzados y en la actualidad (1930) es presidente del grupo de Acción Republicana. Dirigió las revistas La Pluma y España. El artículo sigue repasando medios periodísticos donde ha colaborado y termina con una extensa cita de Julio Álvarez del Vayo a su novela El jardín de los frailes: «Forma y contenido armonízanse en equilibrio que únicamente se da en los grandes escritores. Como estilo la he encontrado perfecta. Pero de una perfección jugosa, llena de vida, y que ni aburre ni irrita, como otros tantos alardes de forma. En cuanto a capacidad comunicativa, la posee en tal grado, que el lector sensible hará suyo desde el primer momento el ambiente, para ir siguiendo el proceso psicológico del colegial protagonista con la simpatía que inspira el verse comprendido y aclarado en esa época de la vida, de la que uno sólo guarda un recuerdo dulce, pero vago. Incluye observaciones de la más fina sagacidad sobre el problema de España. Sin fórmulas graves está dicho allí, con mejor tino que el que suele presidir los juicios de otros contemporáneos más encopetados, cuanto a un espíritu penetrante puede sugerirle el panorama español de las últimas décadas». Algunos maliciosos de la época aseguraban que esta entrada fue escrita por el propio Azaña, colaborador asiduo de la editorial a través de sus numerosas traducciones. Sin embargo nos planteamos la duda. A Azaña imaginamos que nunca se le habría escapado una errata en su segundo apellido “y Díez” en lugar de “Díaz”. Diez años más tarde, tras la victoria de los rebeldes, también la editorial Espasa sufriría la férrea censura y suprimiría el nombre de su traductor en las reediciones de Alfred de Vigny, Madame de Staël, Voltaire, Erckman y Chatrian, René Benjamin o Jean Giradoux. «¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quien se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)».

Esta reflexión no pertenece a Manuel Azaña. Se recoge en las páginas iniciales de los Diarios de Emilio Renzi, el alter ego del escritor argentino Ricardo Piglia, que desde hace casi un año padece el ELA (enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular). Sin embargo, con ayuda de su asistente, se ha empeñado en ir editando los diarios que comenzó a escribir en 1957. Sus 327 cuadernos manuscritos darán forma a tres volúmenes. El primero de ellos con el subtítulo Años de formación acaba de ser publicado por Anagrama. Sin embargo creo haber encontrado cierto paralelismo con estos otros fragmentos: «Yo no soy un escritor; desconozco el arte de ensamblar palabras y aderezar períodos con soltura, elegancia y precisión». «Yo no soy escritor, y, además, ¿sobre qué escribir? No conozco el mundo; mi vida es llana, sin

aventuras, prosaica; nunca se me ha ocurrido algo que valga la pena de ser contado, ni me he forjado una caprichosa explicación del mundo, a cuyos fenómenos asisto con impasible estupefacción; soy un hombre insincero, superficial, atormentado por una ambición gigantesca y desapoderada cuyos azares y las torturas que me han traído a nadie pueden interesar... Pero entonces ¡por qué escribo!» Pertenecen a la novela de Manuel Azaña, La vocación de Jerónimo Garcés inacabada, abandonada, secuestrada y hallada posteriormente entre los papeles incautados en Pyla-sur-Mer, en 1940, cuando fue detenido Cipriano de Rivas Cherif en una operación conjunta de las policías alemanas y españolas. Papeles que aparecieron en 1984 en dependencias de la Dirección General de Seguridad y fueron entregados por el gobierno español a la viuda de Azaña, residente en México. Gracias a ellos tres años más tarde Enrique de Rivas (su sobrino) pudo publicar en “Pre-Textos” una impecable edición de Fresdeval (otra de sus novelas inacabadas) con los capítulos recuperados y una amplia y clarificadora introducción de José María Marco. Me contaba Juan Marichal las dificultades de todo tipo a las que se tuvo que ir enfrentado durante la preparación de las Obras Completas para la Editorial Oasis de México, a lo largo de 1966 a 1968. Desde la escasez de papel para la edición, hasta las trabas para localizar o que les cedieran ciertos textos. En la introducción del tomo primero lamentaba la pérdida de la conferencia El problema español pronunciada en la Casa del Pueblo de Alcalá en 1911. También intuía la desaparición de otros muchos textos de ficción y sobre todo de esta novela, La vocación de Jerónimo Garcés. En 1902, en las páginas de la revista Gente Vieja, en la que escribía con el seudónimo de Salvador Rodrigo, porque consiguió que por mediación de su tío, le nombraran “Viejo honorario”. Allí titula un artículo, Fragmentos de novela. Comienza de este modo: «De un cuaderno viejo, que con otros papeles curiosos me legó un amigo, he sacado la sustancia y los hechos principales de la historia que va a seguirse: él la tomó de la realidad, consignándola llanamente en sus apuntes para una Crónica de la vida interior de la villa de Valtierra, que tenía en proyecto y en la que pensaba perpetuar los recuerdos e impresiones de tres cuartos de siglo de existencia». Sin duda aquí se encuentra el germen de sus dos proyectos inacabados: La vocación de Jerónimo Garcés y Fresdeval. El final de La vocación de Jerónimo Garcés está fechado en Alcalá de Henares, el 13 de julio de 1904. Al parecer una primera lectura despertó el nulo entusiasmo de su amigo Guillermo Pedregal, quien le sugirió que siguiese trabajando en ella, pues desde su punto de vista aquellas cuartillas requerían aún mucho pulimiento. Sin embargo, sin el consentimiento del autor, se las pasó a Juan Uña. «Guillermo, sin contar conmigo, prestó el manuscrito a Uña, que me encontró un día en el Ateneo y me reprobó como escritor. Quiero recordar que me desalentó el juicio de Uña más que no me animó la opinión de Pedregal». Anotación que pertenece a su diario el 17 de junio de 1927, a raíz de la publicación en libro de El jardín de los frailes. Fue así como aquella primera incursión en la novela y su ambicioso proyecto de una gran saga alcalaína, quedó relegada en un cajón, esperando tiempos mejores y calmados que nunca llegaron, ni para Valtierra ni para Fresdeval. La vocación de Jerónimo Garcés está escrita al inicio de esos años que muchos de sus biógrafos coinciden en denominar como “oscuros”. En 1903, después de haber leído en la Academia de Jurisprudencia –con gran éxito– su discurso La libertad de Asociación, decide abandonar Madrid y se refugia en Alcalá con la excusa de tratar de levantar los negocios familiares, en compañía de su hermano Gregorio. Sabemos que en 1910 funda con algunos amigos, entre ellos el concejal socialista

Antonio Fernández Quer, la revista satírica La Avispa, de fugaz aparición decenal. En el número 3 encontramos un texto anónimo que, sin duda, es todo más un autorretrato: «...que me paso la vida leyendo periódicos y novelas al lado de la estufa y, por último que no pertenezco a ninguna de esas dos grandes colectividades políticas, que no sé por qué regla de tres, se las ha bautizado con el nombre de “izquierdas” y “derechas”. Díchote esto, y añadiéndole que no me avergüenzo por pertenecer a esa masa neutra de la que el insigne Unamuno dice que es una colmena de estúpidos y una rémora para el progreso, comprenderás que puedo escribir con entera libertad, sin traba alguna, y guiado tan sólo por un sentimiento de justicia... Pero si es cierto, ciertísimo, que soy un verdadero absentista, un apático, mejor dicho, un renegado de la política; no lo soy, ciertamente, en cuanto a asuntos locales se refiere y pruébatelo el que después de haber escuchado unas cuantas sesiones a nuestro Excmo. Ayuntamiento, si es que realmente ese nombre merece, no he podido resistir a la comezón rabiosa de coger la pluma para pedir a nuestras autoridades dejen de agitarse en ese océano de luchas personales y de partido, con lo cual perjudican los sagrados intereses del vecindario que le ha encomendado para su custodia». Fuertes presiones del señor alcalde lograron dar al traste con la publicación. Manuel Azaña vuelve a Madrid. Tiene treinta años y parece como si hubiese querido acabar con una alargada etapa juvenil y provinciana. Sin embargo al año siguiente regresará a su ciudad natal para pronunciar la conferencia El problema español, una verdadera declaración de principios: «Pertenezco a una generación -declara- que está llegando ahora a la vida pública, que ha visto los males de la patria y ha sentido al verlos tanta vergüenza como indignación, porque las desdichas de España, más que para lamentarlas o execrarlas, son para que nos avergoncemos de ellas como de una degradación que no admite disculpas”. Realmente esta conferencia perdida tenía la importancia que Juan Marichal intuía como elemento indispensable para entender la trayectoria política de Azaña. Del mismo modo que La vocación de Jerónimo Garcés era el elemento indispensable para entender su trayectoria literaria. Hoy la novela está también recuperada, forma parte del séptimo volumen de las recientes Obras Completas preparadas por Santos Juliá y editadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. El final del manuscrito La vocación de Jerónimo Garcés está fechado en julio de 1904. Construida en la suposición de estar trazado sobre la vida de un excelente amigo: Jerónimo Garcés. Pretende ser la sencilla narración de una existencia vulgar, ignorada y anodina. Se ampara en el recurso de estar elaborado, trasteando en los papeles del fallecido, que considera impublicables y a los que deberá darle forma. Inevitablemente por tanto, de clara inspiración autobiográfica. Todo ello con el claro aliento galdosiano que en algunos momentos transmiten sus páginas. Se inicia la novela con una visita a la casa de sus mayores y una minuciosa descripción de aquel caserón de La Rinconada, a través de una adjetivación continua que a veces llega a pesar sobre el ritmo del relato. En cada uno de los rincones trata de alcanzar el regreso a su niñez, la búsqueda del tiempo perdido. No deja de ser curioso un párrafo como este: «La operación de acostarme era un problema de orden familiar que había que resolverse con el concurso de todas las mujeres de la casa. Traíalas al retortero mucho rato, esclavas de mis antojos hasta dejarme rendido en la cama y besándome todas se retiraban dándome las buenas noches. Separado de mi alcoba por una puerta vidriera estaba el tocador de mi madre; en él dejaban una luz que proyectaba en mi cuarto una raya amarilla. Ignoro qué diabólica influencia pasaba por mí que aun sabiendo el origen de aquella mancha quedaba yo hundido en una contemplación medrosa, inmóvil, vigilante, como si temiera ver surgir de aquel débil rayo de claridad un espantable monstruo que me devorase». No deja de ser curioso que este párrafo me traslade inmediatamente a Marcel Proust, con la particularidad que él no inició su búsqueda del tiempo

perdido hasta ocho años más tarde. Toda la novela se convierte en un libro de claves, imprescindible para entender con claridad la posterior trayectoria literaria de Manuel Azaña y la escenografía en que se desarrollan la mayoría de sus ficciones, ya se llamen Valtierra o Fresdeval. Por ejemplo la descripción de la ciudad tras la llegada a la estación de Valtierra: «Sus calles son anchas y despejadas como hechas para pobladores activos y diligentes, numerosos, que ya no existen». La imagen de la apatía de la ciudad en el capítulo diecisiete: «...como si yaciera bajo una capa de ceniza...» La biblioteca del abuelo, aumentada con las obras de Julio Verne y los folletines que va recortando de los periódicos. Tristeza en la casa familiar, regentada por su tía tras la muerte de su madre. Evocación inevitable a su posterior Jardín de los frailes. «Mi única ocupación eran las lecturas; devoré ansiosamente un número inmenso de novelas, las más desaforadas, las más espeluznantes, las más atentatorias al buen gusto y a la tranquilidad de cuantas se han producido en medio siglo diecinueve [...] Devoré a Balzac de punta a rabo». Reconfortado por los sabios consejos de su tío, al que admira sin fisuras. Continuo viaje interior a su conciencia. «Tanto vacío. El remordimiento de haber vivido en estática contemplación. Tras el bachillerato, estudio de leyes. Imagen de bohemio, billares, cafés, garitos...». Ante los negativos comentarios de los amigos del autor, Jerónimo Garcés permaneció ocultó en algún cajón durante años. Después secuestrado y más tarde perdido. Sin embargo –repetimos– en estas páginas ahora recuperadas se contiene el germen de El jardín de los frailes, esa otra novela de formación, autobiográfica pero sin sujeto. Y por supuesto parte del andamiaje de la ambiciosa saga inacabada Fresdeval. Al terminar la Gran Guerra, Azaña es invitado a la inauguración de la Universidad de Estrasburgo, ciudad reintegrada al territorio francés. Desde allí viajará a París, donde permanecerá durante casi un año, en compañía de Cipriano de Rivas Cherif. Asisten al estreno de El Sombrero de tres picos, de Manuel de Falla por los ballets rusos; a la reaparición de Isadora Duncan, a innumerables espectáculos teatrales. Descubren las innovadoras propuestas de Jean Cocteau. Con un bagaje tan exquisito regresan a Madrid en abril de 1920 y es entonces cuando Rivas Cherif logra convencer a Azaña para fundar una revista y de este modo “obligarle a escribir”. El primer número de La Pluma aparece en el mes de junio de ese mismo año. De carácter mensual, contiene 48 páginas. A lo largo de su efímera existencia, la revista estuvo subvencionada por la generosidad del arquitecto Amós Salvador que en su calidad de Diputado por Logroño entregaba el sueldo íntegro de 500 pesetas para el mantenimiento de la revista. La Pluma logró sobrevivir 37 números, hasta junio de 1923 en que Azaña, una vez más junto a Rivas Cherif, asume la dirección del semanario España. Pero apenas un año después, el 29 de marzo de 1924, el dictador Primo de Rivera ordena su cierre definitivo, después de 415 números publicados bajo las direcciones sucesivas de Ortega y Gasset, Luis Araquistain y Manuel Azaña. Aquí, en La Pluma ya hemos dicho que fue publicando, por entregas, los capítulos iniciales de El jardín de los frailes. Y que Rivas Cherif le obligó a acabarla y darla a la imprenta como libro, Se publicó en 1927 por primera vez y más tarde por Espasa Calpe en 1936, en una edición que como es lógico, quedó abandonada en sus almacenes. Como bien saben La velada no es una obra teatral, sino un Diálogo de la guerra de España. José Antonio Gabriel y Galán supo sintetizar magistralmente para la escena aquellos profundos y largos párrafos y José Luis Gómez montó un espectáculo mítico que se estaba representando en Teatro Bellas Artes el 23 F., mientras a pocos pasos de allí, en el Congreso, un tricornio trataba de ensayar una

patética y fallida opereta, empeñado en derribar la democracia a tiros. El teatro para Azaña fue otra de sus pasiones. Entre los papeles descubiertos en 1984, también se encontró una traducción de la obra de Molière, George Dandin.

Regresando a Jerónimo Garcés, en un párrafo de esta novela, analiza su deseo de ser autor teatral; «En ocasiones prefiero hacer un drama que daré a la escena sin revelar mi nombre proponiéndome asistir al estreno ocupando una localidad como cualquier espectador anónimo; desde allí seguiré las emociones del público, hablaré en los entreactos con el oyente de al lado y, con chistosa indiferencia, provocaré sus juicios que no me impresionarán lo más mínimo, retirándome a casa con la satisfacción del que ha cometido una inocente picardía». Sin embargo su alter ego, Manuel Azaña, estrenó La Corona en Barcelona en diciembre de 1931 y en Madrid, en el Teatro Español, al año siguiente, coincidiendo con el primer aniversario de la República. Confesaba que escribió la función en veinte días. Estaba dedicada a Lola Rivas Cherif y según sus palabras las principales escenas de la comedia, las escenas amatorias, estaban inspiradas en los profundos sentimientos hacia ella. Los que procedemos del mundo del teatro conocemos la difícil experiencia que supone para un director y sus actores estrenar un autor vivo: «La Xirgú no tiene bastante resuello para su papel, y lo rebaja de tono, tirando a lacrimoso. Todos ponen la mejor voluntad, pero no llegan. Yo creo que no se enteran de lo que dicen. La obra la harían bien actores franceses, que están enseñados a dar valor a las palabras”. Por nuestra parte, opinamos que regresar una vez más a Manuel Azaña, hoy que se cumplen 75 años de su muerte, es tratar de seguir dando valor y vigencia a sus palabras.

Azaña, la prensa y las revistas literarias. Miguel Ángel Villena Infolibre

“Tendremos que dedicarnos a escribir”, confiesa resignado Manuel Azaña a su gran amigo Cipriano Rivas Cherif, tras perder unas elecciones en 1923 por el distrito toledano de Puente del Arzobispo. Candidato por el Partido Reformista, Azaña fue víctima, como tantos otros, de los pucherazos de los caciques de la Restauración que manejaban a su antojo las urnas desde la Constitución de 1876 y mucho más en las zonas rurales. Lo había intentado el entonces funcionario del Ministerio de Gracia y Justicia, pero la política no dejaba mucho margen en aquella época a los candidatos que no pertenecieran a los llamados partidos del turno: conservadores y liberales. No era, ni mucho menos, el

caso del Partido Reformista, de Melquíades Álvarez que más tarde fue girando poco a poco desde programas radicales y republicanos hacia cómodos lugares al sol del poder monárquico. En definitiva, esta anécdota que Rivas Cherif incluyó en su biografía Manuel Azaña: retrato de un desconocido revela bien a las claras la pugna que vivió el político republicano entre las dos grandes pasiones que marcaron su vida: la literatura y el periodismo. Y dentro de la literatura, por supuesto, un periodismo que Azaña siempre consideró un género literario. Llegado a la primera línea de la política cuando acababa de cumplir 51 años, una edad que representaba una madurez mucho mayor entonces que hoy en día, Azaña había dejado atrás una amplia obra literaria que había transitado por diversos géneros (diarios, novela, teatro, traducción…) y que le había dado algunas satisfacciones importantes como la concesión del Premio Nacional de Literatura de 1926 por Vida de don Juan Valera, una biografía sobre el autor de Pepita Jiménez, un diplomático y escritor de la segunda mitad del siglo XIX con muchos paralelismos con su biógrafo. Esta distinción -concedida por un jurado en el que se sentaban entre otros Gerardo Diego y Pedro Salinas y en una fecha tan simbólica como la víspera del año que alumbró la generación del 27- significó la consagración de Azaña como escritor. Aunque raye en la historia-ficción, no sería muy descabellado afirmar que Azaña hubiera podido prolongar una exitosa carrera literaria, si los acontecimientos no lo hubieran obligado a saltar a la política. Y esa carrera literaria, que siempre añoró durante su etapa en el Gobierno, hubiera incluido por descontado una dedicación mayor al periodismo. No obstante y desde sus tiempos juveniles, Manuel Azaña ejerció el periodismo en sus múltiples variantes de crónicas, relatos, entrevistas, columnas de opinión, reseñas culturales… Como tantos otros empleados públicos de aquella época, y también de la actual, un puesto de funcionario brindaba muchas horas libres para la escritura. No solamente eso, sino que su plaza en el Ministerio de Gracia y Justicia le permitía a Azaña solicitar frecuentes permisos, meses sabáticos o becas en el extranjero. Apasionado lector, amante del arte y del teatro, gran aficionado a la historia, el periodismo ofrecía a aquel aburrido funcionario la posibilidad de saciar su infinita curiosidad intelectual y de abrir sus horizontes no sólo culturales, sino también geográficos. En la década de los años veinte, el periodo de mayor actividad de Azaña en diarios y revistas, la profesión periodística estaba asociada a la bohemia, a los viajes y a un cierto cosmopolitismo. De hecho, muchos intelectuales españoles del primer tercio del siglo XX buscaron su formación más allá de los Pirineos, aprendieron idiomas y copiaron iniciativas periodísticas y culturales de Francia, Alemania o el Reino

Unido. Fue, sin duda alguna, el caso de Azaña que hizo traducciones del francés y del inglés y viajó por varios países europeos (Francia, Italia, Holanda, Bélgica…) a lo largo de su vida. Resulta curioso comprobar en su biografía cómo Azaña entronca con esa tradición de afrancesados españoles, abiertos al progreso y a la libertad y contrarios al oscurantismo. Después de algunas incursiones en la prensa con colaboraciones desde Francia o desde Italia en la década de los años diez, Azaña dimite en 1920 como secretario del Ateneo madrileño, cansado del trabajo burocrático y de las eternas rivalidades entre los socios de aquella importante institución de la capital. Liberado de aquel compromiso, se apresta a una tarea mucho más gratificante como fundar La Pluma, una revista cultural que codirigirá con Cipriano Rivas Cherif hasta el cierre de esta publicación en junio de 1923. Durante esos tres años la revista jugó un destacado papel de agitación intelectual en el mortecino régimen de la Restauración que ya se encaminaba hacia la dictadura de Primo de Rivera. La Pluma contó con el apoyo económico del diputado liberal Amós Salvador, amigo muy cercano de los dos codirectores, y con la presencia desinteresada en sus páginas de firmas de indudable prestigio como Valle Inclán, Unamuno o Juan Ramón Jiménez, entre otros. Instalada la redacción en el domicilio de Azaña, en la calle Hermosilla número 24, sus responsables desplegaron un periodismo total y se ocuparon tanto de pedir y confeccionar los distintos artículos como de corregir las pruebas de imprenta o enviar la revista por correo a los suscriptores. Fueron aquellos años, sin duda, los de mayor dedicación de Azaña al periodismo y donde aprendió todos los recovecos de un oficio singular. Al margen del placer que les proporcionaba el ejercicio del periodismo cultural, los codirectores de La Pluma disfrutaron de una libertad absoluta gracias al mecenazgo de Amós Salvador, años más tarde ministro con la República. De hecho, hasta pudieron permitirse bromas y pullas contra escritores que no eran santos de su devoción. En una buena prueba de que las envidias y las rencillas entre intelectuales siempre fueron moneda común, Azaña y Rivas Cherif se dieron el gustazo en el primer número de La Pluma de publicar la siguiente nota: “Esta revista no cuenta con la colaboración de don Mariano de Cavia, don Jacinto Benavente, don Pío Baroja, don José Ortega y Gasset, don Ricardo León, don Julio Camba, don Eugenio d´Ors, , don José Martínez Ruiz (Azorín), la condesa de Pardo Bazán, ni probablemente con la de don Gregorio Martínez Sierra. Imponiéndonos sacrificios, hemos adquirido la seguridad de que no colaborarán con La Pluma”. Pero la revista no sólo significó para Azaña un entretenimiento y una plataforma cultural, sino que le sirvió asimismo para publicar por entregas su novela autobiográfica El jardín de los frailes que narra su estancia como estudiante adolescente en los agustinos de El Escorial. Conviene recordar que era muy habitual en los años veinte la publicación de novelas por entregas que intentaban intrigar a los lectores por las tramas de los siguientes capítulos. El valenciano Vicente Blasco Ibañez fue un maestro en estas técnicas, como periodista y como novelista. La experiencia de La Pluma, que llegó a vender 2.000 ejemplares, reforzó todavía más la amistad y la mutua influencia entre el director teatral Cipriano Rivas Cherif y el escritor Manuel Azaña. De hecho, el primero fue el más entusiasta animador del segundo a la hora de impulsarlo a abordar sus proyectos literarios. Un ejemplo fue precisamente la publicación de El jardín de los frailes, una idea que le rondaba a Azaña en la cabeza desde muchos años atrás. En este fragmento del libro Retrato de un desconocido el hombre de teatro traza un perfil magnífico de la disciplina externa que Azaña necesitaba para ponerse manos a la obra y vencer una natural indolencia. “La Pluma”, relata el que luego sería su cuñado, “fue el aliciente crónico que le movió (a Azaña), como una regla perentoria, a la consecución de su obra. El tener que llenar necesariamente nada más las páginas destinadas a publicarla con un ritmo atemperado a la curiosidad que dábamos por supuesta en el lector, le acuciaba más y mejor de cuanto yo hubiera podido con mi solicitación únicamente”. Paso a paso, entre envío de

sobres y encargo de originales, aquella redacción de la calle Hermosilla se convirtió durante tres años en la sede de tertulias que forjaron amistades para toda la vida de los codirectores con figuras intelectuales como el escritor Ramón del Valle-Inclán, el médico Gregorio Marañón o el pintor Juan Echevarría. Sin embargo, pocos meses antes de la instauración de la dictadura del general Primo de Rivera, las dificultades económicas obligaron a cerrar La Pluma. De cualquier modo, aquella desaparición no supuso, ni mucho menos, el final de la activa dedicación periodística del tándem Azaña-Rivas que fue reclamado para reflotar el prestigioso semanario España que había fundado Ortega y Gasset. Ahora bien, no tuvieron suerte con el empeño porque el proyecto apenas se mantuvo unos meses en la calle durante el otoño de 1923. Unos comentarios críticos en la revista contra el régimen de Benito Mussolini, aliado de Primo de Rivera, acarrearon una orden gubernativa para suspender temporalmente la publicación. Cansados de la persecución de los censores y de las trabas para desarrollar un periodismo en libertad, los promotores de España resolvieron cerrar la revista en enero de 1924. Este revés periodístico encaminó más a Azaña por los senderos de la política republicana, indignado como estaba con los modos autoritarios de los militares, con la frívola complicidad de Alfonso XIII en la dictadura y con la pasividad resignada de la mayoría de la sociedad española, incluidos sus partidos y sindicatos. “Al quedarme sin España, sin La Pluma”, dejó escrito Azaña en sus diarios, “y con el horizonte cerrado como por losa de plomo no sabía qué hacer y entré en una interinidad expectante (…) En suma ni partidos políticos, ni prensa, ni gremios profesionales ni corporaciones del Estado fueron estorbo para la dictadura”. Siguen años, hasta 1930, en los que Manuel Azaña se vuelca en la literatura entre conspiraciones republicanas en la botica de su amigo, el farmacéutico José Giral, por las tardes; y las tediosas mañanas en el Ministerio. Algunas de sus obras más significativas (Vida de don Juan de Valera, La corona., El jardín de los frailes y sus Diarios, de modo intermitente) están pensadas y escritas en este periodo en el que tampoco abandonó sus colaboraciones periodísticas como la que mantuvo con el mensual francés Europe, una revista con vocación de izquierda internacional. En esta prestigiosa publicación Azaña dejó testimonio de su brillantez periodística y de su lucidez política en este perfil del general Primo de Rivera que no tiene desperdicio: “Su fondo es la soberbia, asentada en vanidades tópicas; su modo, una ligereza increíble. Los prejuicios de militar constituyen la más sólida armazón de su conciencia moral, donde ocupan el lugar del orgullo. Toma por ideas los residuos triviales de sus cortos estudios de oficial, y ejerce su desenfado a costa de la historia de su país. Ni del valor real de España ni de sus hombres eminentes tiene noticia segura; en eso, por desgracia, no está solo”.

Al margen de colaboraciones esporádicas, Azaña se va concentrando a partir de finales de la década de los años veinte en sus Diarios, en un género memorialístico poco frecuentado en España y que significa de alguna manera una forma mestiza entre el periodismo y la literatura. Un género en el que fue uno de los maestros españoles del siglo XX. Escritos entre 1911 y 1939, aunque en algunos largos periodos interrumpe su redacción, los Diarios combinan la narración de hechos con las opiniones sobre la realidad, lo descriptivo con lo reflexivo, las cuestiones y gustos más personales con el análisis de los sucesos políticos en un ejercicio que desnuda al autor. Como acabamos de señalar, un pulso claramente periodístico, de cronista de su propia vida y del tiempo que le tocó vivir, late en todas las anotaciones, a veces sencillos comentarios y en otras ocasiones extensas parrafadas

en un castellano preciosista y un tanto barroco. Está claro que su dominio del francés y del inglés, así como sus trabajos de traducción en esas lenguas habían puesto a Azaña en relación con la rica tradición memorialística de otros países y con autores como G. K. Chesterton y Voltaire. En las páginas de sus Diarios aparece una y otra vez, como tema recurrente la tensión entre política y literatura, periodismo incluido, que atraviesa toda la madurez de Manuel Azaña, en especial, el periodo republicano (1931-1939) en el que asume compromisos de primera línea. Ahora bien, esa dualidad que luchó en su interior entre dos profesiones, entre dos formas de ver el mundo, preocupó siempre a Azaña. En definitiva, en su ejemplo histórico, visto con la perspectiva de hoy, se planteó con toda crudeza el debate entre los intelectuales y la política. Como botón de muestra de este dilema aquí citamos un fragmento de su diario del 17 de junio de 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera. “Muchas veces he pensado”, escribe Azaña, “que yo valgo más para la política que para la literatura. Esto depende quizá de cierta propensión realística que hay en mí con dos formas: una, que consiste en ver las cuestiones tal como verdaderamente se plantean, desterrando de mis juicios la influencia de los deseos y de la imaginación, y tomando muy en cuenta el valor (o la mengua) de las personas que incorporan aquellas cuestiones. (…) La otra forma es la comezón pragmática, el desasosiego organizador, un rigorismo puntual que exige de mí que cada cosa a mi cargo esté como debe estar, y la facultad de descender a detalles, que otros creen indignos de su atención”. La disyuntiva entre política y literatura respondía, en última instancia, a un dilema falso porque Azaña nunca pudo prescindir de ninguna de estas dos profesiones-pasiones o logró, quizá sin saberlo, unir ambas. Por ejemplo, en su maestría para la oratoria, un arte que se sitúa entre la cabeza y el corazón, entre las ideas y los sentimientos y que requiere de cultura, imaginación y empatía. Ni sus más enconados enemigos han podido negar nunca la capacidad oratoria de un político que fue capaz de reunir y encandilar a cientos de miles de personas (sí, cientos de miles de personas) en sus famosos discursos en campo abierto que protagonizó en 1935 en Madrid, Valencia y Bilbao. Las multitudes republicanas asistían entusiasmadas a estos mítines donde Manuel Azaña desplegaba, durante horas y sin un solo papel delante, sus proclamas políticas. Tal era su capacidad de atracción como orador, tanto en el Parlamento como en la calle, que los comerciantes de electrodomésticos de la época agotaban los aparatos de radio cuando se anunciaba alguna intervención pública de Azaña. Los micrófonos de Unión Radio lo siguieron por toda España, ya estuviera en el Gobierno o en la oposición, ya fuera en tiempo de paz o durante la guerra, para radiar unos discursos que seguían millones de personas a través de las ondas. Si me permiten una confesión personal les diré que mis abuelos todavía recordaban, medio siglo después, los mítines que habían escuchado del líder republicano. Ahora bien, resulta sorprendente que el político madrileño no experimentara el más mínimo nerviosismo al subir a una tribuna de oradores. Aquí tenemos reflejado su estado de ánimo antes del trascendental debate sobre la Ley de Congregaciones Religiosas: “Cuando me puse en pie, la tensión subió; todos los escaños se poblaron, al pie de la tribuna presidencial se arremolinaron muchos diputados. Como siempre que rompo a hablar, yo estaba absolutamente sereno y tranquilo; hubiera podido entretenerme en decir chistes”. Al compás de los convulsos tiempos de la República, Manuel Azaña pasa al otro lado de la barrera del periodismo, ya que se convierte en protagonista y no en narrador o testigo de los acontecimientos. Este cambio de perspectiva acentúa un cierto desprecio, fruto en parte de su soberbia intelectual, hacia los periodistas. En resumen, el político no soportaba las indiscreciones, la falta de tacto, los rumores sin confirmar o la persecución de los famosos por parte de los fotógrafos en busca de una imagen sensacionalista. Así las cosas, en distintos pasajes de sus Diarios durante sus años de ejercicio del

poder (1931-1933 y 1936-1939) se queja Azaña con amargura del sectarismo, la ignorancia o la frivolidad que invadían las páginas o las ondas de muchos medios de comunicación de la época. No le faltaba razón al estadista en muchos de sus juicios críticos hacia una profesión teñida entonces, y en general, no sólo de los vicios citados, sino también de la deficiente preparación y los pobres salarios de sus redactores. Sin embargo, como en tantas otras facetas, Manuel Azaña tuvo poco tacto, escasa finura, para torear con unos informadores cada vez más ávidos de noticias, más presionados por sus empresas y más influidos por los dogmatismos políticos. Por todo ello el que fuera ministro de la Guerra, primer ministro y presidente de la República se ganó pocos amigos entre los periodistas de los años treinta. No tuvo, pues, relaciones fáciles ni fluidas con los medios de comunicación, a pesar de que sus pasadas colaboraciones en los periódicos permitieran hacer pensar que existiría un diálogo más relajado. No obstante, Azaña contó durante el bienio progresista con el apoyo de periódicos influyentes, entre la veintena de diarios que se editaban en Madrid, como el liberal El Sol, que había sido fundado en 1917 por Nicolás Urgoiti; o el prestigioso Ahora, que dirigía el periodista y escritor sevillano Manuel Chaves Nogales. De hecho, el autor de A sangre y fuego o El maestro Juan Martínez que estuvo allí se convirtió en el periodista de cabecera de Manuel Azaña hasta que el sevillano marchó camino del exilio en mitad de la guerra. Fueron, en muchos aspectos, vidas paralelas las del político y el periodista. De hecho, Azaña podría haber suscrito punto por punto la célebre autodefinición de Chaves: “Yo era un pequeño burgués liberal, ciudadano de una República democrática”. Alejado de los extremismos, rabiosamente independiente, partidario de la regeneración de España a través de la cultura, viajero y cosmopolita, Manuel Chaves Nogales se marchó al exilio, en plena contienda, antes de que la sangre ahogara cualquier posibilidad de mantener en pie esa república democrática por la que había peleado con su pluma. Fueron malos tiempos para ciudadanos como Azaña y Chaves Nogales, atrapados a fuego cruzado por los fanáticos de uno y otro lado, traidores a su clase para los franquistas y demasiado burgueses para los izquierdistas. En el fondo, ambos fueron convertidos en algunos de los personajes literarios de La velada en Benicarló que, en mi opinión, significa la obra cumbre de la literatura de Azaña, una inmensa metáfora de las virtudes y los vicios de España, un libro que cabalga entre la novela dialogada, la pieza teatral o el periodismo narrativo. A estas alturas huelga ya decir que la literatura y el periodismo se fundieron en la obra de Manuel Azaña del mismo modo que su eterno dilema entre la política, de un lado, y la literatura y el periodismo, de otro, fue resuelto en la práctica. Pocas veces en la historia reciente de España un intelectual ha estado al frente de los destinos del país, un escritor que antepuso la ética a la política y los principios a los intereses particulares. Su triste final en la pequeña ciudad francesa de Montauban, ahora hace 75 años, enfermo y perseguido por los nazis, debería servirnos como lección de vida, como una referencia moral.

 

MANUEL AZAÑA O LA ESCRITURA POLÍTICA. Ángeles Egido UNED En la presente intervención voy a desarrollar las siguientes cuestiones:

Pinceladas sobre su vida personal Importantes porque durante mucho tiempo se atribuyeron y juzgaron sus decisiones

políticas por motivos de carácter Qué aportan las nuevas Obras Completas Pensamiento político

Un personaje muy controvertido Su figura ha sido objeto de una extensa bibliografía: empezó ya en vida, Giménez Caballero (1932), Francisco Casares (1938), Joaquín Arrarás (1939), que publicó los tres cuadernos apócrifos. Luego siguió la novela de Carlos Rojas (Premio Planeta 1973), que tanto daño hizo, hasta las más recientes: Josefina Carabias (1980) y José María Marco; el libro del periodista Jiménez Losantos (La última salida de Manuel Azaña –premio Espejo de España 1994-: en él se desarrollaban las cuestiones relacionadas con sus contradicciones religiosas, que le llevaron a confesar en el último momento. Hay que aclarar que Azaña recibió la extremaunción pero no confesó), o Santos Juliá, que escribió su biografía política, es decir, que se ocupaba solo de los años que tuvo responsabilidades políticas y solo durante la República en paz. La obra de Santos Juliá (1990) empieza en 1931 y termina en 1936, sin entrar en la etapa de la guerra civil. La biografía completa no saldría hasta 2009. La de Ángeles Egido había salido en 1998. Hay que citar también, como es lógico, las obras completas de Marichal, que se publicaron en México en 1966 y naturalmente el Retrato de un desconocido que publicó su cuñado, Cipriano de Rivas Cherif en 1961 también en México (en España no saldrá hasta 1979, casi 20 años después); la reedición en Giner y la edición definitiva de 2007.

Todas ellas reflejan, en efecto, un personaje muy controvertido. ¿Por qué le dedicaron tanta atención? : Es el único adversario serio que tienen las derechas Pero también algunas de ellas contribuyeron a forjar su leyenda negra No voy a eludir hablar de los aspectos de su carácter más polémicos, porque es el único personaje público cuyas decisiones políticas se han atribuido a motivos de carácter Se han juzgado sus decisiones políticas por motivos de carácter

Misoginia: no obstante, a propósito del debate parlamentario sobre el voto femenino, Azaña consigna en sus diarios “tiene razón la Campoamor”

Homosexualidad: a propósito de su relación con Cipriano de Rivas Cherif Trilogía:

Carácter opuesto pero complementario Nexo con el mundo de la farándula Familia que nunca tuvo, su matrimonio con Lola de Rivas, que, sin duda, podía aspirar

a algo mejor, que se enamoró, también sin duda, de su sensibilidad y de su inteligencia.

Fueron, no obstante, sus Memorias, los llamados Diarios, los que más flaco favor le hicieron, porque son, sin duda, las que han tenido mayor difusión. Y en ellas se manifiesta que Azaña posee:

Pluma ágil pero ácida, que se ceba con sus adversarios políticos Sin embargo, hay elogios a Ortega y hay que matizar cuándo y cómo se

escribieron. Es el único político que escribió cuando estaba en el Gobierno, al hilo de los

acontecimientos y no a posteriori Sus Memorias son una especie de agenda de trabajo, de dietario, más que unos

diarios, como se han publicado. Hay un dato más en la portada de los cuadernos robados, que yo pude consultar en el AHN de Madrid antes de que se publicaran, ponía borrador, no diario, lo que lleva a pensar que Azaña tomaba estas notas de su actividad política pensando en publicarla a posteriori como Memorias. Y así de hecho lo confirma Santos Juliá en las nuevas OC donde existe un manuscrito de unas Memorias (rehechas sobre los originales que conocemos) y destinadas a la imprenta.

Extensa obra: unas obras completas cada vez más completas ¿Por qué se han producido estas sucesivas oleadas de descubrimientos de papeles de Azaña? Por el sistemático saqueo y la sistemática persecución que sufrieron. También por el interés permanente sobre su figura (a pesar de la censura franquista), aunque hay, sin duda, dos momentos álgidos que concentran la atención sobre su vida y su obra:

En 1980, cuando se celebra el centenario de su nacimiento y en 1990 cuando se celebra el 50 aniversario de su muerte.

Otro punto de inflexión es la aparición de sus papeles hallados en la DGS en 1984 (que habían sido requisados en Francia por la policía de Hitler, en la casa de Pyla-sur-mer en 1940) y la devolución de los cuadernos robados que tenía Franco en 1996, a los que hay que añadir la publicación de las nuevas obras completas en 2007, casi inmediatamente después del 75 aniversario de la proclamación de la II República. Es decir, cada 5 años y desde luego cada 10, ha habido algún acontecimiento bibliográfico importante relacionado con Azaña.

El robo de los tres cuadernos robados (robados del consulado de Ginebra en 1936) ¿por qué se produjo?, las fechas a que corresponden y por qué los tenía Franco: la sublevación de Sanjurjo en 1932, los sucesos de Casas Viejas en enero de 1933 y la crisis de ese verano que desembocaría en la victoria electoral de las derechas. También es significativo todo lo relativo a la visita de Herriot.

Qué aporta la nueva edición

La nueva edición, ordenada por orden cronológico, aporta textos nuevos, sobre todo de la época menos conocida, la anterior al Ateneo cuando llega recién licenciado a Madrid, que a juicio de su editor, desmontan la etapa de “señorito benaventino”, pero el propio Azaña ya había escrito que nunca fue más feliz que cuando se trataba solo “con profesores y putas”, es decir, aunque vivió la vida, también trabajó.

Hay una novela (en la que Azaña rememora con ternura la memoria de su madre), y, sobre todo, textos completos, la Apelación a la República, a mi juicio el más importante, los discursos parlamentarios, entrevistas, cartas... y un tomo final de inéditos que son los papeles de trabajo de un intelectual: notas, esquemas de conferencias, apuntes…

Se ha optado por el orden cronológico y eso implica la desmembración, a lo largo de los siete tomos, de su obra más leída: las llamadas Memorias políticas y de guerra, que en la edición de Marichal (y en la de Giner, que era exactamente igual) estaban agrupadas en el tomo IV y último. Ahora están colocadas en su lugar cronológico lo que obliga, para poder consultarlas, a tener sobre la mesa varios tomos.

Esto es incómodo pero es tal vez más lógico, porque permiten seguirlas al hilo de los demás escritos de Azaña y de sus avatares personales, políticos e intelectuales, porque en Azaña las tres cosas no pueden separarse.

Al margen de las novedades y de la reordenación, lo que interesa destacar, lo que hay que destacar, es que se pone una vez más en evidencia lo que ya sabíamos, que Azaña poseía un pensamiento político excepcionalmente maduro y muy moderno, que revela un proyecto político propio de lo que era Azaña: un hombre de Estado:

Ni jacobino, ni anticlerical, ni antimilitar.

Demócrata convencido por liberal.

Un pensamiento que reivindica el papel del Estado, su capacidad de transformación de la sociedad: el Estado educador, forjador de ciudadanos responsables, que son vitales para la democracia. Desde la ley y a través de la ley

Azaña cree en el pueblo. Esto ya lo dijo y ya lo escribió hace muchos años el

viejo maestro, Tuñón de Lara. Eso es lo que diferencia a Azaña de los regeneracionistas y lo que le aleja del reformismo: el cree en el pueblo, en la responsabilidad de las multitudes. Así tituló su tesis doctoral.

Y lo que explica también su apuesta por el pacto con los socialistas, la famosa

conjunción, porque para él pactar con el socialismo era la única manera de conculcar el peligro de una revolución social.

Por eso le dolió tanto la revolución de Asturias, a la que se opuso con firmeza y

que le valió un proceso judicial y un encarcelamiento en Barcelona, del que resurgió como ave fénix para la campaña de “discursos en campo abierto” y para la victoria en las elecciones del 36. Las declaraciones del proceso y el papeleo que generó son también aportaciones de las nuevas Obras Completas.

También los años de la guerra, toda la campaña internacional, diplomática, que

hizo Azaña durante la guerra civil para conseguir la paz, que queda más en evidencia ahora, porque se incluyen entrevistas con periodistas extranjeros, papeles de Azaña al respecto, además del texto grabado de su discurso en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, que concluía con las famosas palabras: “Paz, piedad y perdón”, que dicen, sin duda, mucho a su favor.

Otro aspecto muy poco conocido de Azaña al que casi se le culpó de la pérdida

de la guerra por su desinterés de la política internacional.

Este punto estaba en los “cuadernos robados”: las anotaciones a propósito de la visita de Herriot: la única de un jefe de Estado a España en los años de la República y nada menos que del jefe del gobierno francés, de la República francesa, la “hermana mayor”.

En torno a esta visita se desató una campaña de prensa en noviembre de 1932:

Francia venía a España a firmar una alianza militar y Azaña al firmarla (supuestamente) violó lo más sagrado y querido al pueblo español: la neutralidad de España.

Ni que decir tiene que no hubo tal alianza, ni siquiera se habló de ella, ni era

ese el objetivo de la visita. Francia venía a España a conseguir una adhesión

firme de la República a su política de desarme en la Conferencia que ese estaba celebrando en Ginebra, en la SDN. Francia estaba cada vez más alarmada ante el evidente rearme alemán y necesitaba contrarrestarlo. Este fue el verdadero propósito del viaje.

Luego en 1936, cuando Francia abandonó a la República española, se acusó a

Azaña: si Azaña hubiera sido más receptivo con Francia cuando Herriot vino a España, tal vez Francia habría sido más receptiva con España en 1936.

No hubo nada de esto, aunque como la República perdió la guerra, los propios

republicanos en el exilio, que pasaron años tratando de explicarse la causa de su derrota, se encargaron de difundirla. Con el agravante además de que Azaña ya no podía defenderse, porque había muerto, y de que sus anotaciones al respecto (incluidas en uno de los cuadernos robados) estaban en poder de Franco.

Hay también, como decía, aportaciones importantes sobre Azaña en guerra:

sus intentos por conseguir la paz, su lucho por lograr una mediación internacional, que deshacen esa idea del presidente derrotista, convencido de la inutilidad de cualquier gestión, que tanto se ha barajado.

No cabe duda, en cualquier caso, de que el de Azaña es el pensamiento político más cercano, más identificado, con la actual democracia que tenemos en la historia de España. Y que sus llamadas Memorias revisten caracteres únicos: porque las escribió al hilo de los acontecimientos, porque no resisten la comparación con las de sus coetáneos (que las redactaron a posteriori) y porque revelan un proyecto político propio de un hombre de Estado. Azaña fue, por encima de todo, un demócrata convencido. Y como tal hay que reivindicarlo. Fue el jefe de la primera democracia que hubo en España: la II República, y como tal hay que recordarlo. Fue un político de talla, un intelectual que no desmereció entre los demás miembros de su generación, la del 14, y un hombre que aunque no muy agraciado físicamente, sobre todo en la edad en que llegó al poder, ganaba terreno en las distancias cortas y que, en todo caso, generó y sigue generando grandes pasiones. Espero que mis palabras hayan sido suficiente acicate para animarles a leer a Azaña que, es definitiva, de lo que se trata.