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Encuentros y cuentos IX CERTAMEN DE RELATO BREVE FERNANDO ABRAÍN

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Encuentros

y cuentos

IX CERTAMEN DE RELATO BREVE FERNANDO ABRAÍN

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“Encuentros y cuentos” IX Certamen de Relato Breve “Fernando Abraín”

Tirada: 800 ejemplares Asociación Codef Fundación Adunare. Centro EPA Codef. Depósito legal: Z1640-2015

Se permite expresamente la reproducción total o parcial de esta obra. Úsala, difúndela y disfrútala.

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IX CERTAMEN DE RELATO BREVE “FERNANDO Abraín”

AUTORAS Sagaba Kante

Ainoa Carmona Trujillo Blanca Purificación Ortiz

Mercedes Sánchez Rodríguez Ángel Casado Rodríguez

Samgar Heredia Clavería

ILUSTRACIONES

Amparo Ortillés García

Encuentros y cuentos

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En la sociedad actual ha tomado más fuerza que nunca la importancia de la escritura. Han surgido nuevos medios de comunicación donde el dominio del lenguaje escrito es básico. Las nuevas tecnologías nos acercan al mundo, a la gente. Correo electrónico, mensajes a través de teléfonos móviles, chats,... La necesidad de escribir para comunicarse resurge con fuerza en el comienzo de este siglo.

Pero escribir no es fácil, eso lo sabemos todos. Aprender a escribir es un proceso que dura toda la vida. Narrar nuestras historias, describir nuestros sentimientos, expresar nuestras ideas y ser capaces de hacerlo por escrito es un ejercicio complicado que exige un gran esfuerzo. La pereza, el miedo a equivocarnos, el no sentirnos capaces, la falta de resultados satisfactorios, son algunos de los obstáculos a superar.

Este libro es el ejemplo de que todas esas barreras

PRÓLOGO

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pueden superarse. Aquí sólo encontraréis algunos ejemplos, pero fueron decenas las personas de todos los rincones de España que se sentaron y dedicaron un tiempo a dejar en un papel su historia. Queremos felicitar y dar las gracias a todas ellas y no sólo a las que aquí aparecen, pues todas y cada una de las que nos enviaron un relato han logrado algo importante. Os pedimos que leáis este libro con cariño pues es el resultado de los esfuerzos sinceros de muchas personas.

Este Certamen de Relato Breve nace en una Escuela de Personas Adultas, con el sueño de conseguir que los participantes de otras Escuelas semejantes se pusieran a escribir. Queríamos intercambiar historias, hacer nuestras las palabras, apropiarnos del lenguaje, porque de esta forma conseguimos ser

ciudadanos, adueñarnos de la realidad, dotar de mayor significado a las cosas, ser conscientes, ser críticos y poder dejar constancia de ello. Las páginas de este libro se han forjado en aulas de Adultos de toda España y allí es donde queremos que regresen.

A los educadores de EPA os pedimos que aprovechéis este recurso. Con esa finalidad fue creado. Que lo llevéis al aula, que lo leáis juntos, que sirva para mostrar a nuestros participantes que sólo hay que dar el primer paso, que los animéis a que escriban que se dejen llevar, que lean lo que han escrito, que lo corrijan, que lo vuelvan a escribir. Es difícil, lo sabemos, pero es un proceso. Sólo escribiendo se aprende a escribir. Sólo hay que emprender ese maravilloso camino.

Y este certamen pretende ser un acicate para dar el primer paso.

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Sagaba kante CPEPA Andorra

Andorra

Hola a todos mis amigos:

Voy a hablar de un lugar. Se llama Sirigoro de Brico, en Mali. Es una ciudad bonita. Tiene montaña, tiene muchos árboles y hierbas bonitas, con muchas flores, huelen muy bien. La gente tiene alegría.

Voy a hablar un poco de mi abuela. Era muy cariñosa, trabajaba mucho.

MI ABUELA

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Ha sufrido mucho, ha llorado mucho, ha sudado mucho.

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También tenía una sonrisa bonita y alegría, pero ella era muy fuerte. No tenía nada de miedo de nadie, pero tenía mucho respeto a la gente.

Le gustaba participar en la fiesta. Era muy religiosa, le gustaba rezar mucho y cumplir y practicar.

Me enseñó todo lo que sabía ella. Yo también aprendí de ella.

Yo le doy las gracias a Dios y a mi abuela: gracias.

Pido perdón a los niños por haber dedicado esta historia a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona es la mejor amiga que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona puede comprender todo, hasta las palabras de los niños. Tengo una tercera excusa: esta mujer tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar esta historia a la niña que mi abuela fue en otro tiempo. Todas las personas mayores han sido niños antes, pero pocas lo recuerdan.

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Ainoa Carmona trujillo Telde- Casco

Gran Canaria

Aquella silla de madera agrietada y envejecida por el paso de los años de tanto uso, en la que todas las mañanas me sentaba para desayunar, estaba hecha para mí. Me reconfortaba ver aquellos magníficos y espectaculares amaneceres. El manto estrellado del Este se desvanecía en un tenue color anaranjado que poco a poco hacía desaparecer la oscuridad, imponiendo su tono cada vez más intenso, más brillante. Se

TODO VIAJE EMPIEZA CON UN PRIMER PASO

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atenuaban las estrellas rindiéndose ante el nuevo colorido que embriagaba el cielo a su paso. Y allí estaba, como cada amanecer, el sol, levitando como si de un globo de helio se tratase. Siempre lo observaba absorto hasta su máximo resplandor, ya que era y sigue siendo, el único momento en el que se deja contemplar.

Recuerdo como si fuera hoy, que aquella mañana, mientras el color calabaza me acentuaba la cara asomada en aquella ventana de la de cocina, vino a mí una duda. Se me abrieron los ojos de par en par quedándome paralizado ante mi propio pensamiento. En aquel momento, aún tenía en la boca unas migas de las magdalenas caseras hechas por la abuela Lola, que desde mi uso de razón preparaba con gran orgullo, ya que a todos gustaba su sabor dulce y su textura esponjosa. Aún me parece estar percibiendo su olor…

La abuela Lola, como todos la llamábamos, era una mujer bastante enérgica pese a su avanzada edad. Todos la querían por su buen

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humor y su tierna sonrisa. Aún hoy, no he visto una sonrisa tan tierna como la suya.

Me levanté de un salto y salí corriendo de aquella cocina a punto de darme de bruces con la abuela. Entraba con unas cuantas manzanas rojas, que seguramente, había cogido del manzanero de su propio huerto.

-¡Éste chico..! –alcancé a oír cuando llegaba a la puerta de madera de la calle.

En aquella mañana de octubre, se apreciaba con gran esplendor el frondoso color verde por doquier. Eran fechas de recolecta y olía a hierba fresca. La villa estaba decorada con árboles frutales y parcelas que lucían con gracia las líneas de los surcos de la siembra. Preciosa estampa digna de un cuadro.

Recorrí con paso firme el camino formando entre la hierba. Cuando acabó éste, me encontré frente al acantilado, y allí estaba el sabio de nuestra pequeña aldea, que como cada mañana se encontraba frente al precipicio, absorbiendo el aire con los ojos cerrados. Yacía sumergido en sus propios pensamientos. El Sabio Declan tendría unos…quién sabe, centenario diría yo que era,

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con su pelo y su extrema barba perfectamente esculpida, muy alto y delgado. Vestía con traje de lino y sandalias desgastadas. Le recuerdo con aquel trozo de rama que usaba como bastón. Era una persona tenaz y muy calmada.

Me acerqué lentamente hacia él.

-¡Buenos días! ¡Preciosa mañana! – dijo alegremente.

-¡Buenos días, sabio Declan! ¡Impresionante!

Se giró para observarme, y ya mostraba una sonrisa resplandeciente. Hizo un gesto con el brazo en señal de que me pusiera a su lado que obedecí de buena gana. Juntos observamos unos minutos el acantilado.

Frente a nosotros se encontraba la más perfecta de las imágenes jamás vista con mis propios ojos. El mar en calma se situaba bajo nuestros pies; más allá de su final se divisaban unas esbeltas montañas perfectamente colocadas con armonía, y por encima de éstas, se apreciaba el primer rayo de sol que daba paso al más claro de los azules.

Entonces sin más formulé la pregunta que me hizo llegar a este lugar.

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-¿Qué hay más allá de las montañas? –musité.

De repente hubo un silencio, tal vez algo perturbador. Recuerdo que me sonrojé y tragué saliva. Miré hacia aquel hombre centenario que tantas historias y soluciones nos había brindado. Él estaba perplejo ante mi repentina pregunta.

-Desde que nací hasta el día de hoy, pocas personas han tenido la extraña curiosidad por saber qué hay detrás de las montañas, y la

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mitad de éstas, han tenido el valor de emprender un viaje bastante incierto y solitario.

Entonces, ¡ha habido personas con mi misma inquietud!, pensé para mis adentros. Pero, ¿por qué nadie ha hablado de ello?

Imaginé a alguien caminando solitariamente por aquellas elevadas montañas con la incertidumbre e ilusión de ver más allá. Se me antojó un héroe ante tal hazaña.

-¿Y qué les pasó a aquellas personas después de tal viaje? –logré decir entre mis pensamientos.

-Nunca volvieron

Miró hacia el horizonte e hizo un silencio.

-Jamás supimos nada. Creemos que no sobrevivieron al viaje. La villa jamás habla de ello, ya que a nosotros nos aterra perder a alguien del lugar.

No comprendí nada. Por un lado él tenía razón. Es triste ver cómo se marchan otros y no saber nada de ellos nunca más. En cambio, también pueden no haber vuelto porque hayan visto alguna maravilla que les reconforta y sacia sus expectativas de vida. Aun así, me atraía el

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hecho de saber qué veía el cielo tras aquellas montañas.

-Sé lo que estás pensando – me dijo el hombre centenario – eres joven y fuerte, pero es un viaje duro y sin ninguna finalidad cierta. ¡Aquí tenemos todo lo que nos hace falta! Y si existirera algo, no necesitamos nada del exterior, ni el exterior de nosotros – dijo un tanto crispado.

Sorprende ver a alguien con una instrucción tan innata que tema a lo desconocido. Esto me hizo pensar que la sabiduría tiene un límite y que ante éste, la persona adulta se hace débil por el desconocimiento y se torna un niño asustadizo.

Esto me hizo elegir mi camino, por el cual hoy continúo avanzando sin miedo.

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Blanca Purificación Ortiz

CPEPA Alfindén

Zaragoza

Su nombre evoca un valle perdido del Pirineo, una ermita románica, una vegetación llena de sorpresas, con unas flores que en primavera y verano llenan de colores y aromas todos los recodos del camino. Cuesta un poco subir andando, pero cuando entras en la ermita te compensa el paseo.

MI NIETA

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Nuestra señora de Iguácel se llama, y así llamamos a mi nieta.

No sé si el nombre tiene influencia en la persona que lo porta, pero Igu como la llamamos lleva en sus ojos verdes, todos los tonos del valle, que también cambian a grises según la luz, su alegría a sus preocupaciones, o cuando hablamos de temas serios.

Ya es mayorcita, tiene 8 años y gran interés por todo lo que le rodea. En la naturaleza disfruta y no se aburre, desde muy pequeña hace senderismo por la montaña con sus padres que le enseñan a observar y respetar la flora y la fauna pirenaica.

Pero aquí, en los Monegros, yo le enseño mi entorno que también es el de ella, salimos a pasear a Cass, es nuestro perro Border Collie. Es muy nervioso y juguetón. Observamos las aves propias de este terreno, hay muchas cigüeñas, algunas veces vemos buitres y pequeñas rapaces, y dentro de los campos huellas de jabalí, igual que en la rambla de nuestro río que también existen.

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Esos bosques de ribera frondosos e intransitables desbordan su imaginación, que sueña que pueden habitarlo hadas, elfos, enanitos… en fin todos los personajes que conoce por los cuentos y que incluso las brujas, las de aquí, son buenas.

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Me gustaría transmitirle como es mi vida en este valle, entre el río Gállego y los Monegros. Esos campos verdes en primavera con los caminos llenos de amapolas y margaritas, que al igual que el cereal, se van secando cuando llega el estío. Y es entonces cuando parece que no existe vida y todo está seco, que descubrimos el verdadero desierto. Por la mañana la tierra está fresca, los campos ya cosechados lucen dorados con los primeros rayos del sol, a su lado los que están en barbecho tienen distintos tonos de marrón. Es una tierra dura, como las personas que la habitan, acostumbrados a mirar al cielo y a las nubes, y que éstas pasen de largo sin regar esos campos que tanta agua necesitan.

Quiero explicarle que trabajar esta tierra y ganarse la vida en ella es muy duro, pero cualquier estudio u oficio que elija en el futuro, también le exigirá un gran esfuerzo y mucho tesón.

Mi deseo es que cuando termine sus estudios y quizás salga a otro país, recuerde sus orígenes, su tierra. Este Aragón que tanto

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amamos y pocos conocemos, sobre todo, su historia.

Dicen que los abuelos no tenemos la obligación de educar a nuestros nietos, que podemos mirarlos y cuidarlos, pero yo pienso que la educación se adquiere poco a poco, con los ejemplos de los mayores; padres, profesores, abuelos…

Me preguntas “yaya” ¿Por qué vas a la escuela de adultos? Yo te contesto, que siempre se está aprendiendo y me contestas que tú no puedes enseñar nada. Te equivocas –digo-, de ti aprendo todos los días, de tu fantasía, de tus inquietudes, de los dibujos que haces con unos colores, que dejan pálido al arco iris, de tus cuentos e historias que ya escribes con gran imaginación, de tu responsabilidad que ya has adquirido siendo tan joven.

Tú me enseñarás las nuevas tecnologías que ya dominas y que a mí tanto me cuesta aprender, y tendrás paciencia como la tengo yo en la cocina cuando hacemos bizcochos o tartas.

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Tienes un futuro prometedor, tus padres te orientarán en tus estudios o en cualquier decisión que tengas que tomar en la vida, siempre estarán ahí queriéndote y apoyándote.

No sé que nos traerá el futuro, me gustaría verte de mayor, saber qué profesión vas a elegir, si formarás tu propia familia, ver como evoluciona esta sociedad que ahora parece tan desorientada, pero que saldrá adelante.

Los jóvenes están muy preparados y los niños seguirán sus pasos y trabajarán duro para situarse en la vida.

La “yaya” te ayudará en todo lo que necesites, como tú le ayudas a ella; que eres el sol que le da calorcito en esos días grises que a todos nos llegan en alguna ocasión.

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Mercedes Sánchez rodríguez FeCEAV

Valladolid

La lluvia golpeaba fuertemente los cristales.

-¡La lluvia, bendita sea! Limpia todo lo sucio que hay a nuestro alrededor.

-¿Por qué lo dice padre? Yo sé por qué lo digo hijo, nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo sin valores, que lo que importa es el dinero y el poder, y no importa de la manera en que se consiga. Escuchaba a mi padre y no pude contradecirle como en otras ocasiones,

LA FLOR DEL CEREZO

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pocas veces coincidíamos, pues nuestros puntos de vista de las cosas casi siempre eran diferentes, pero esta vez él tenía razón.

En Marzo del 2011, en Japón, ocurrió una terrible desgracia. Un terremoto de grandes dimensiones y posteriormente un tsunami con olas gigantescas, arrasó todo lo que encontraba a su paso. La central nuclear de Fukushima sufrió grandes daños, por lo que las personas que vivían cerca de la central fueron evacuadas por miedo a las radiaciones nucleares. Mi hermana vivía en Japón, en una ciudad cercana al lugar donde ocurrió la tragedia, mi padre no se atrevía a mencionarla por temor a que sus miedos se hicieran realidad.

El teléfono mantenía viva la esperanza de que toda la incertidumbre que teníamos, acabara pronto y pudiéramos estar todos juntos, ya que las autoridades no sabían nada de ellos, eso fue lo que nos dijeron. Una de las noches en que esperábamos que sonara el teléfono para así poder tener noticias de mi hermana, logré convencer a mi padre para que se fuera a descansar, ya que los días transcurridos desde la terrible desgracia se dejaban sentir en nuestro ánimo y también físicamente pasaban factura.

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Me senté junto al teléfono y sin darme cuenta me quedé dormido, hasta que unos sollozos me despertaron, me acerqué sigilosamente donde mi padre descansaba, pero él no dormía. Pude verlo a través de una de las rendijas de la puerta, tapaba la cara con sus manos grandes y rudas de un hombre que gran parte de su tiempo lo había dedicado al trabajo de la tierra. El llanto que cubría sus mejillas me impresionó, pues era la primera vez que lo había visto llorar, no quise entrar para consolarlo, preferí dejarlo a solas con su dolor. Me retiré despacio a mi punto de partida por si sonaba el teléfono.

_____________

Mi padre estaba tenso, nervioso, no hacía más que mirar el reloj y las grandes cristaleras desde donde se divisaba la pista donde se divisaba la pista donde aterrizaría el avión en el que venía mi hermana con sus hijos. Cuando la vimos bajar del avión, ninguno de los dos pudimos articular palabra. Rosa parecía otra persona, el dolor se dejaba ver en su rostro, pero lo que más llamó nuestra atención fue que el pequeño de mis sobrinos no venía con ellos.

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Cuando logramos tenerlos frente a nosotros, nos quedamos paralizados por la emoción, no supimos reaccionar a tiempo, hasta que Manuel gritó: ¡¡¡Abuelo!!!

Corrimos hacia ellos y dimos rienda suelta a todas las emociones acumuladas.

Nos besamos, lloramos y acto seguido formamos un gran abrazo. Más tarde me di cuenta que de los ojos de mi hermana no salía ni una sola lágrima.- ¿Dónde está Pablo?, preguntó mi padre. Se hizo un gran silencio y Rosa respondió; - No viene, el se quedó allí para siempre. No dijo más ni nosotros preguntamos, sus ojos reflejaban todo el horror vivido.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero eso no iba con mi hermana, apenas hablaba y cuando lo hacía era con monosílabos, era imposible entablar una conversación con ella. Los días pasaban con la esperanza de que la situación fuera cambiando y cada uno de nosotros pudiera hacer una vida más o menos normal, pero había demasiado dolor a nuestro alrededor. Aquel día por la tarde mi padre se presentó con un pequeño cerezo; - Abuelo, ¿qué vas hacer con eso? Mi padre le contesto; - Plantarlo, ¿quieres ayudarme? Voy a plantarlo

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al lado de los rosales de la abuela-. Miró a su hija y la pregunto; - ¿Rosa te parece bien aquí? Mi hermana me miró y asintió con la cabeza.

La primavera se dejaba sentir, los días eran más largos y el sol regalaba su calor. Los rosales se la abuela esperaban a dar sus primeras rosas desprendiendo su olor y mostrando la diversidad de sus colores. Cerca de uno de los rosales de color blanco estaba el pequeño cerezo que ya no era tan pequeño, todo parecía cambiar poco a poco, excepto mi hermana que seguía igual, salvo cuando bajaba a cuidar el jardín, cosa que hacía todas las mañanas. Yo la veía pasar junto a la ventana de la cocina, desde donde se veía el jardín. Lo cierto era que cuando se acercaba al cerezo su expresión cambiaba y la tristeza desaparecía de sus ojos.

La mañana del aniversario de la tragedia, salieron las primeras flores del cerezo, mi padre acababa de descubrirlas desde la ventana de la habitación de Manuel, sonrió con una de formas extraña y me acerqué a él, le pasé mi brazo por sus hombros y lo atraje hacía mi, creí adivinar el porqué de sus sonrisas. De pronto oímos un llanto pausado y sereno, era mi

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hermana. Fuimos corriendo hacia ella y todo lo que nos dijo fue; - Las flores del cerezo ya están aquí.

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Ángel casado rodríguez

FeCEAV

Valladolid

Me vuelvo a casa después de recoger la acreditación del fin de mis estudios. Para ello he tenido que trasladarme de ciudad. Animé a mi madre para que me acompañara, pero se ha disculpado diciendo que se encontraba mal para viajar, -estoy seguro que sus pensamientos eran otros-, así que he hecho el viaje en coche, con unos compañeros de promoción.

DISFRUTA DEL CAMPO

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Me han entregado un Diploma en el que consta mi nombre y el titulo de; “Ingeniero de Montes”. A mi madre no le gustó mucho que eligiera esa carrera, pero viendo mis buenas notas, ya se fue conformando un poco.

Mis compañeros se iban a quedar algún día más. Para volver a mi domicilio he tomado tren, una vez dentro, al acomodarme en el asiento, me he dado cuenta de lo cansado que estaba. El día había sido ajetreado.

El tren se ha puesto en marcha, me relajo, ya que queda mucha distancia por recorrer, me entra una especie de ensoñación, y a mi cabeza le llegan recuerdos de mi niñez.

-. ¡Hala “Pepita”!, prepárame a “Nachito”, que nos vamos a la “bici” a dar un paseo por el campo donde se respira el aire puro de la naturaleza, para que pueda disfrutar de buena salud.

-. Si “Chuchi”, -le contestaba mi madre-, en un momento le tengo listo para que podáis salir.

Esta conversación se producía, cada domingo cuando empezaba el buen tiempo.

Hasta que mis papás consiguieron tener un hijo, paso bastante tiempo, ya que uno de los dos

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tenía algún problema, que finalmente parece ser que se solucionó, así es que no tengo más hermanos. –Mi papá se llama Jesús, mi mamá Josefina y yo creo que Ignacio, pero siempre me han llamado “Nachito”-.

O sea que tengo una familia normal, es lo que a mí me parece.

Salir con papá, llevándome en la bicicleta me gustaba mucho, ya que para mí era como hacer un gran viaje. Una vez que estábamos en el campo, mi papá me iba diciendo y

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explicando todo lo que veía, “Nachito” mira qué flores amarillas son del tipo… ”Nachito” esos árboles pertenecen a la familia de los… ”Nachito” esos arbustos dan un fruto que… ”Nachito”, “Nachito”, “Nachito”… yo a veces me dormía un poquito, pero mi padre no se daba cuenta y seguía con su cantinela, ¡no se cansaba! He decir, aunque quizás no sea necesario, todo lo amante que podía ser mi padre de la naturaleza. Siempre que tenía ocasión decía, poniendo mucho énfasis en su voz a la cual le daba una entonación “salomónica”, mirando al mismo tiempo a su alrededor, para ver qué efecto hacían sus palabras entre las personas que estaban a su lado:

“Dios, con su gran sabiduría, creó muchas cosas buenas, pero lo mejor que hizo, fue; al ser humano, y la naturaleza”.

Pero dada mi poca edad, esa expresión ni la entendía ni me parecía verdad, como voy a contaros a continuación para que podáis entenderme.

“¿No te duchas antes de salir?, esto le decía mi madre a mi padre, y él siempre contestaba: “Cuando volvamos ya que sudaremos bastante”.

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Nuestra casa estaba metida en el campo, así que pronto nos encontrábamos dentro de esa naturaleza que tanto alababa mi progenitor.

Íbamos por sitios donde había muchos árboles, (después he sabido que eran pinos), plantas, flores… mi papá volviéndose un poco en la “bici” exclamaba:

“ves “Nachito” ¡qué olores!, ¡qué aromas!, ¡cuánto se puede gozar del campo!, que lo tenemos ahí y nada nos cuesta, al principio yo con mis cortos años, seguía sin entender nada, fue pasando el tiempo, y seguía llevándome mi padre en la “bici”.

Cuando empezaba la época de mejor temperatura, cada domingo era la misma rutina: -mi papá que si prepárame a “Nachito”, mi mamá, que si no te duchas, y mi papá después, porque sudaremos,- y aquí es cuando yo no quería saber nada del campo y sus aromas, pero mis negativas no valían para nada.

Mi padre, cada vez que me decía una de sus expresiones, de elogio del campo, (y eran de forma continuada), abría los brazos en cruz, no soy capaz de expresar lo que eran para mi esos, “olores”, esos “aromas”, y esa naturaleza que emanaba de su cuerpo sudado, que me entraba por todos mis sentidos olfativos,

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dándome ganas de vomitar. Yo todos los domingos, deseaba con todas mis fuerzas, que cuando amaneciera estuviera nublado o lluvioso, para no tener que soportar “olores” a los que me sometía mi padre sin el darse ninguna cuenta.

Pero tristemente ocurría, (como he sabido después), algo más, no sólo era la naturaleza lo que tiraba de mi padre para salir al campo, ni tampoco sus deseos de mi buena salud, que quiero entender que en un principio eran verdad.

Mi padre, se empezó a duchar siempre que salíamos al campo, incluso su cuerpo exhalaba un agradable olor, a mi este cambio no me decía nada, y ni sabía a que era debido. Mi madre tampoco pareció darse cuenta.

Todo sucedió muy rápido, solo sé que un día mi padre ya no estaba en nuestra casa. A mi madre la notaba con los ojos rojos, como si tuviera una enfermedad, a mí me trataba con cierta distancia, parecía que fuera culpable de algo que yo ignoraba, al colegio iba a buscarme mi “yayo” Tomás –el padre de mi madre-.

Al principio de desaparecer mi padre, me ocurría, que al tiempo de despertarme algún domingo, esperaba oír la voz de él con su

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acostumbrada rutina, dirigiéndose a mi madre, prepárame a “Nachito”.

Todo había cambiado, mi madre apenas salía de casa, habla mucho por teléfono, aunque ella procura que yo esté lejos, en mis juegos. A veces paso cerca de donde ella está, y oigo palabras muy raras, “que si es gay”, “que si homosexual”, y una que debe de ser muy gorda, porque gritó mucho, “maricón”. Echo mucho de menos las salidas del campo.

Me sacó de mi ensimismamiento, una voz con un sonido dulce y a la vez metálico, pero sin inflexiones que decía: “señores pasajeros hemos llegado al fin de nuestro destino, gracias por viajar……..recojan todas sus….”

Tuvieron que pasar varios años, para darme cuenta de que cuando salíamos a esa naturaleza, que tanto amaba mi padre, casi siempre aparecía un hombre con “bici”, que nos acompañaba, hablaban alegremente él y mi padre, mirándome girando los ojos hacia mí con recelo, aunque debo confesar que yo no pensaba en nada diferente que no fuera el campo.

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¡Y mi padre era el que decía!:…. “Dios, con su gran sabiduría, creó muchas cosas buenas, pero lo mejor que hizo, fue al ser humano, y la naturaleza”.

Así, fue como me hice –sin yo saberlo-, un enamorado de la naturaleza.

Ya que a muy temprana edad, mi padre me enseñó mucho de ella, también, a quererla, amarla y disfrutarla por eso hoy puedo decir: “Gracias naturaleza”.

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Samgar Heredia clavería Centro de formación

Localidad

Armando era un niño de diez años, uno de esos que opinan que el colegio es una pérdida de tiempo. El creía que la escuela era una cárcel para niños, y que los profesores eran el equivalente a los funcionarios de prisiones.

Con esto podéis haceos una idea de lo poco que le gustaba el colegio.

VACACIONES INTERIORES

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Os preguntareis entonces: ¿qué le gustaba a Armando?, pues algo muy habitual hoy en día: los videojuejos de disparos y detonaciones ensordecedoras.

También le gustaba navegar en el ordenador y visitar su red social, donde podía hablar con sus amigos y ver sus fotos.

Por todo esto, cuando tuvo que pasar el verano en casa de sus abuelos maternnos que vivían en el rancho en el medio de la nada, Armando dio por perdidas las vacaciones de verano: era tradición familiar pasar algún verano allí a partir de los diez, y no pudo evitarlo.

El primer día de rancho fue una prueba a su nula capacidad para resistir el aburrimiento: no había videoconsola, ni PC, ni siquiera televisión.

A Armando le aburría pasear. Ayudar a su abuelo en el campo le parecia muy duro, y echar de comer a los animales, tedioso y maloliente.

A media tarde, el niño no sabía cómo iba a poder aguantar dos meses en aquel rancho, así que decidió preguntarle a su abuela si podía ir en bicileta al pueblo más cercano y entrar a un

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bar a tomarse una Coca-Cola y ver la televisión. Cuando le contestó que el pueblo estaba a más de diez kilómetros, a Armando le quedó claro que el destino se había confabulado contra él.

¿Se puede saber qué posibilidades de diversión hay aquí? –pregunto a su abuela con desesperación--.

Bueno, hay a quien le divierte ver una planta crecer, o a un polluelo picotear el huevo para salir al mundo por primera vez… --dijo ella mientras esparcía maíz a las gallinas--.

-Vale, y suponiendo que a alguien no le gusta eso… ¿Qué más puede hacer?

¿Qué hacia mi madre para divertirse aquí cuando era pequeña? –quiso saber Armando-.

-Pues lo que más hacia era leer, leyó todos los libros de la biblioteca de casa, además le encantaba cabargar, solía elegir un libro, montaba su yegua y se iba a su árbol preferido para sentarse a la sombra y leerlo -le explico su abuela-.

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Armando le estuvo dando vueltas a eso de leer, y decidió que no tenía nada mejor que hacer, así que se dirigió a la biblioteca.

Era pequeña, con altos estantes de madera, tenía una escalera de mano corredera que permitía alcanzar los libros de la parte de arriba, y una ventana circular que dejaba pasar la luz del sol e iluminaba una maciza mesa de estudio.

Armando todo el primer libro que estuvo a su alcance: (se trataba de El principito) y comenzó a leer, sin demaseado intusiasmo.

Dos horas después seguía leyendo sin parar y se había olvidado de donde se encontraba. El libro era maravilloso, un derroche de imaginación y originalidad, además, ¡tenía anotaciones a lápiz, de su madre!

Ayudado por ella, el niño se sumergió en el mundo de la lectura, y cuando el sol comenzó a ocultarse, corrió a accionar el interrruptor de la luz para seguir leyendo.

Esa noche terminó el libro, y por primeva vez sintió esa extraña mezcla de alegría y tristeza que embargan a quien se despide de los

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personajes que le han hecho partícipe de sus aventuras.

A duras penas logró controlar las lágrimas, y prometió que si había un libro en la bibliioteca, tan bonito como el que acababa de leer, lo encontraría aunque tuviera que mirar el último estante.

No le iba a costar tanto, a la mañana siguiente, después de desayunar, y ayudar a su abuela con las tareas en el jardín, fue directo a la biblioteca, y se puso a mirar esta vez con entusiasmo ante la expectativa de encontrar otra maravilla encuadernada.

Después de ojear un par de libros, vio uno que le llamó la atención y al abrirlo ¡allí estaban las anotaciones y comentarios de su madre!

El libro era Momo, de Michael Ende, y era exactamente lo que Armando estaba buscando.

Después de una pausa abligatoria para comer, Armando preguntó a su abuela dónde se hallaba el árbol en el que su mamá leía de pequeña, ella le señaló un frondoso roble en el

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borde de un claro. El niño tomó la bicibleta y allá fue.

Bajo la sombra del mismo árbol en el que su mama se sentó mucho tiempo atrás, Armando descubrió aquel verano el vastísimo y variopinto universo que encierran los libros tras sus tapas, añadió sus propias notas al lado de las de su madre, y viajó a sitios remotos y exóticos.

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Un día, el roble en el que el niño leía le hizo un regalo muy especial: Él se había quedado dormido leyendo y cuando despertó halló el libro abierto en el suelo, y una hoja del árbol que hacía de separador; tenía la misma forma que las hojas de roble que se mecían con el viento y susurraban suavemente, el mismo tamaño, pero no podía ser más especial porque era color fucsia chillón.

Armando levantó la cabeza hacia el árbol y le agradeció el regalo emocionado.

Aquél fue un verano inolvidable, ya que pasó mucho tiempo con sus abuelos, y descubrió que en todo aquello en lo que detenía su atención el tiempo suficiente, resulta muchas más interesante de lo que en un primer momento había imaginado: así aprendió a ordeñar la vaca del rancho, a quitar las malas hierbas del huerto, e incluso ayudó a una oveja a dar a luz… todo eso le reporto un sentimiento de autosatisfacción que él no esperaba sentir.

Cuando al fin llegó el día de regresar a casa, el niño supo iba a echar de menos los momentos de esparcimiento en el rancho.

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Su abuelo lo encontró sentado en la biblioteca con la maleta sobre la mesa, y le dijo que escogiese un libro para llevarse de recuerdo. Él eligió aquel que aún no había terminado de leer, y puso la hoja fucsia de roble como separador.

Después de despedirse de su abuela, su abuelo lo llevó al pueblo desde el que tomó el autobús que le llevaría de vuelta a la ciudad.

Dos horas después se encontró en la estación y, mirando por la ventanilla, pudo ver a su madre esperándolo.

El niño se apeó del autobús y la abrazó con fuerza. Su madre lo examinó con ojo experto: Has cambiado -aseguró sonriente-

Eso me temo –confirmó con alegría-.

Sabía que ocurriría, ese sitio tiene la virtud de sacar lo mejor de uno mismo -contestó la madre-.

Una vez en casa, madre e hijo se sentaron en el sofá y el niño le contó sus aventuras de verano, y su reciente pasión por la lectura.

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Enseguida pasaron a hablar sobre las notas a pie de página que ella había escrito en los libros de la biblioteca del rancho.

Armando recordó el libro que su abuelo le había regalado y se lo enseñó.

Conozco ese libro. Es un regalo, ¿verdad?–adivinó su madre—.

En realidad son dos regalos, -la corrigió el niño-.

Lo abrió y le enseñó la hoja fucsia del roble.

Su madre soltó una exclamación de sorpresa: Es increible… -dijo visiblemente emocionada--. Acto seguido se levantó, corrio hacia su habitación, y regresó con un libro en las manos: era un viejo ejemplar de Oliver Twist, que abrió con manos temblorosas, y ¡allí estaba!; seca y arrugada, pero seguía siendo del mismo color fucsia chillón que la hoja de Armando.

Esa noche al ir a dormir a su habitación, Armando pasó por delante del ordenador que tanta falta había creído que le hacía. No sintió la tentación de encender la televisión, y ni siquiera su videoconsola logró que hiciera un alto en el camino.

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El encendió la lamparilla de su mesita, y continuó leyendo su libro.

Faltaban unos cuantos días para el comienzo de curso y normalmente por esas fechas Armando se atormentaba pensando que pronto se hallaría en la escuela teniendo que estudiar y leer sin parar, pero él sabía que ese curso iba a ser muy diferente: ese verano había crecido interiormente, y se sentía mejor preparado para afrontar los retos que el futuro le deparara.

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Fernando Abraín ha sido una persona muy especial para el Centro de Educación de Personas Adultas CODEF de la Fundación Adunare. Importante, trascendente, simboliza el tesón y la entrega del voluntariado, que ejerció ininterrumpida-mente desde 1982 hasta su muerte, en el año 2004.

Como profesor de Graduado Escolar, en el horario nocturno, supo conjugar como nadie el papel de educador con el de amigo de las personas que participaban en sus grupos. Conservó siempre la relación con ellas, pro-moviendo un

FERNANDO

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encuentro anual de cada promoción para disfrutar de la tertulia, impartiendo lecciones de vida con cada uno de sus comentarios, siempre centro de atención e interés para todos. Docente –como a él le gustaba definirse- e incansable orador y tertuliano, mago de la palabra.

Fernando ayudó a cientos de personas a despertar al sabio que llevaban dentro. Sus clases se impartían en el aula, pero también y sobre todo en el monte, de excursión por los pueblos más recónditos o en su casa, museo del saber. Y promovió como nadie el encuentro

entre educadores, la relación más allá de la coordinación, el gusto por aprender juntos, las jornadas pedagógicas de formación de formadores...

Rendirle homenaje con este certamen de relatos es mantener vivo su recuerdo a través de la palabra, aunque sea escrita y no hablada, porque podrá ser leída y compartida, promoviendo la valoración y la superación personal de quienes la escriban, tal como Fernando habría hecho en una sesión de creación literaria, un viernes cualquiera de 8 a 10.

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