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PEDACITOS DE HISTORIA(Pereira 1905 - 1930)Lisímaco Salazar

Edición:Luz Adriana Carrillo PalacioJosé Fernando Marín HernándezRicardo Montoya DíazMauricio Ramírez GómezHéctor Salazar GutierrezJován Salazar ToroNelson Salazar GutierrezJoel Valencia Londoño

ISBN:978-958-46-3545-7

Primera Edición

Carátula: Gráfi cas Buda

Fotografías de Pereira: “Día de mercado en la Plaza de Bolívar en los años veinte” y “Vista de la catedral y la carrera séptima, en sentido oriente –occidente. Sin fecha”, donadas por Helmer Mejía a la Corporación Ciudad Latente. http://avc.ciudadlatente.com

Ilustraciones tomadas de: Men: a pictorial archive from nieteeenh century soucer Selectec Jim Harter. Dover Publications; First Edition edition (June 1, 1980)

Impresión y encuadernación:Gráfi cas budawww.grafi casbuda.comPereira, Colombia

Derechos reservados® Herederos de Lisímaco Salazar

Hecho en Colombia

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“El escritor se halla tal vez en condiciones más ventajosas que otro trabajador alguno para contribuir al bienestar de sus semejantes. El fruto de sus meditaciones se comunica a otros, y millares de individuos, sin haber leído sus obras, participan de sus ideas por conducto de los que las leyeron; otros escritores recogen estas ideas y las difunden en un círculo cada vez más amplio de lectores y pensadores. Así resulta muchas veces que lo que la humanidad piensa, no es más que lo que un hombre pensó.

A este poder dirigir las opiniones de millares de individuos va anexa una grave obligación moral; más grave tal vez que la que pesa sobre otra clase cualquiera de operarios. Si el zapatero hace mal un par de zapatos, sólo una persona sufrirá por causa de ello; pero si un escritor publica una idea nociva, la prensa la multiplica miles y miles de veces, transmitiendo el daño a infinidad de personas; a mayor campo de acción, mayor responsabilidad.

El escritor es guardián de las corrientes de pensamiento humano. Si por descuido o lucro envenena estas corrientes, es culpable de un delito moral mucho más grave que los que se describen en los códigos. Aun en tiempo de guerra, es considerado como un crimen el envenenar las fuentes que surten de agua al enemigo. ¡Cuánto más responsable no es envenenar las fuentes del pensamiento!

Todo escritor honrado ha de rehusar el dinero o la colocación con que se trate de hacerle escribir lo que él sabe que no es cierto”.

El Bien Social, Pereira, 17 de julio de 1914, pág. 4

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Prólogo

Por los senderos del guapo

El 24 de agosto de 1863, cuando los caucanos al mando del presbítero Remigio Antonio Cañarte arribaron a Pereira provenientes de Cartago, encontraron en este territorio algunos asentamientos de personas dedicadas fundamentalmente a actividades agrícolas. Se vivía en un aislamiento roto solamente por las noticias de los viajeros que informaban sobre las guerras y los cambios en el país y en el mundo. El entretenimiento no iba más allá de las largas conversaciones, luego de las labores cotidianas:

“Las dificultades en las tareas diarias en la lucha contra la selva culminaban hacia las cinco de la tarde cuando los hombres adultos suspenden el trabajo y regresan al rancho.

Pero a las siete de la noche, después de “arreglar cocina”, toda la familia se reunía alrededor del fogón y en este agradable ambiente los adultos narraban sus experiencias (…)

Las tertulias nocturnas alrededor del fogón permitieron la creación de mitos, leyendas, fábulas y espantos los cuales surgieron de hechos reales pero aparecían envueltos con el ropaje de la fantasía popular. (…)

Los cuentos del proceso de colonización se caracterizaban porque eran narrados por adultos para adultos, aunque los niños también eran tenidos en cuenta. (…) O sea que aquí se enriqueció el cuento llevado posteriormente a la literatura. (…)

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Cuando se desarrollaron las fuerzas productivas y aparecieron la arriería, la posada, la fonda y la aldea se hizo más compleja la vida social, y de la simple reunión familiar se pasó a formas más sistemáticas de entretenimiento. Hicieron sus aparición el juego de tute, de dados, la riña de gallos y los ritos religiosos programados por el sacerdote”.1

Después de la fundación de “Cartago Viejo”, el 30 de agosto de ese año, al naciente poblado llegaron nuevas oleadas de colonizadores antioqueños, muchos de los cuales establecieron en esta villa sus bastiones para explotar otras tierras. Tras ellos llegaron los comerciantes y luego los maestros, los abogados, los ingenieros, los médicos y otros profesionales que introdujeron nuevos intereses, nuevas preocupaciones y nuevos modos de vida.

“Teniendo el grupo una cierta homogeneidad racial, pues en su abrumadora mayoría estaba compuesto de colonos y mestizos, y no habiendo población negra o indígena, las primeras diferenciaciones sociales empezaron a existir sobre la base del patrimonio, del dinero.

La llegada a la ciudad de un grupo de comerciantes y profesionales, a fines de la pasada centuria (siglo XIX) y comienzos de la presente (siglo XX), introdujo la educación como un nuevo motivo de diferenciación social.

El grupo dirigente compuesto por propietarios rurales, comerciantes y profesionales venidos la mayor parte de Antioquia, tenía una dominante orientación liberal, por cierto no muy específicamente doctrinaria (…) La cultura poco

1 VALENCIA Llano, Albeiro. “Vida cotidiana y desarrollo regional en la colonización antioqueña”. Ma-nizales: Universidad de Caldas, 1996. Pág. 108, 116, 117

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densa en sus grupos dirigentes, tampoco daba para plantear conflictos ideológicos de mucha trascendencia”.2

A comienzos del siglo XX, a pesar de la llegada de hombres mejor formados intelectualmente y dadas las condiciones todavía adversas del medio, los habitantes de Pereira seguían privilegiando el trabajo físico y vituperaban la vagancia y la pereza, es decir el ocio. Las actividades intelectuales eran bien vistas en las escuelas o cuando tenían como propósito entretener o amenizar reuniones sociales. La lectura era un privilegio de algunos pocos que sabían leer y escribir, que podían y tenían el tiempo de acceder a los libros. Existían pocas bibliotecas personales, por lo cual la mayoría los alquilaba donde don Clotario Sánchez, dueño de una considerable colección que puso a disposición de los habitantes del poblado en su casa ubicada en la Plaza principal. Los de mayor interés o mayor poder adquisitivo, se dirigían a comprar a almacenes como los de Alfonso Mejía Robledo o Jesús Paneso, que entre una miscelánea de artículos, ofrecían algunas novedades literarias.

La existencia de una nueva élite alfabeta, trajo como consecuencia natural el interés de los diferentes grupos políticos por propagar sus propias ideas. Tanto el partido conservador como los liberales y los republicanos se procuraron sus propias imprentas. La primera la trasladó desde Manizales a Pereira el periodista Mariano Botero, en 1904, un año antes de la creación del Departamento de Caldas. Se sucedieron, en consecuencia, gran cantidad de periódicos con la misma pretensión de abarcar temas como “literatura, intereses generales, crítica, variedades, avisos”, aun cuando en esencia, todos tuvieran exclusivas intenciones políticas.2 JARAMILLO Uribe, Jaime. “Historia de Pereira (1863 – 1963). Club Rotario. Bogotá: Voluntad, 1963. Pág. 403

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Los pioneros del periodismo y la literatura en Pereira, la mayoría provenientes de otras latitudes, traían consigo una formación esencialmente romántica, expresada en la influencia de autores como Víctor Hugo, Alphonse de Lamartine y Théophile Gautier, entre los franceses, y José de Espronceda y José Zorrilla, entre los españoles. Gustaban de los poemas y los escritos que evocaran el amor por la ciudad, el patriotismo, la familia, la tradición y la religión. Difícilmente se advierte en ellos una referencia a conflictos sociales o se recurre a descripciones del paisaje propio de la región. Entre ellos se encuentran Julio Cano Montoya, Eduardo Martínez Villegas y Manuel Felipe Calle. Para este grupo de escritores, las montañas, los guaduales, el pueblo en formación y sus habitantes no constituían escenarios y ambientes dignos de inspirar gran literatura:

“No puede negarse que nuestro ambiente es impropicio para el desarrollo sentimental y el gusto estético del poeta. La carencia de paisajes, el mercantilismo exagerado, las dificultades para efectuar los cuotidianos paseos con los que se renuevan las perspectivas y el espíritu se amplía e indispensables para aquellos que beben de la Naturaleza, a grandes sorbos, el alimento de la fantasía como al torrental, el agua pura bebe el sediento caminante: el poeta, ese caminante del ideal, el bohemio de un país desconocido que dijera Jorge Mateus, bebe con delirio en los rojos crepúsculos, en las aguas serenas, en el silencio de la media noche y en el ritmo de toda naturaleza el licor vivificante que le da vida a sus ilusionadas ensoñaciones”.3

3 MARTÍNEZ Villegas, Eduardo. “Julio Cano”. Tomado de BIEN SOCIAL, Pereira, 23 de abril de 1919. Pág. 2

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A estos pioneros les sucedió un grupo que conserva rasgos del romanticismo, pero explora nuevas fuentes como el costumbrismo y el modernismo. El rasgo esencial de esa generación fue su interés por describir en lenguaje vernáculo, la tierra, los sucesos, los personajes y las preocupaciones o despreocupaciones del pueblo que ansiaba convertirse en ciudad. Literatura de caminos recorridos a lomo de mula por arrieros hiperbólicos y de pueblos enamorados de su propio progreso. Nacidos en su mayoría en Pereira, estos jóvenes provenían en su mayoría de hogares de pequeños comerciantes o agricultores sin abolengo, con el capital suficiente apenas para educar dignamente a sus hijos.

Cuando esta generación hizo su aparición en el panorama literario de Pereira, a finales de la década de 1920, no fue bien recibida en la ciudad, que percibió a sus integrantes como destructores de una belleza heredada:

“El derrumbamiento total de nuestra cultura literaria, provocado con la muerte de Julio Cano y Eduardo Martínez, dio paso al verso rústico y gastado que dormía el sueño de la nada en los bufetes de los copleros. Estamos de capa caída y la literatura se desperfecciona cada día más como en aquellos tiempos en que escribía Luchini el bohemio y Enrique Paneso el desgarbado sonetista que actualmente es un cero en los recovecos de Calarcá. Nada más desconcertante que este avance melancólico de la producción bizantina que nos pueden ofrecer un comerciante de camiones, un modesto mecánico y un agricultor curtido al sol meridional de los trópicos en los cafetales de Huertas.

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La necia vanidad de algunos residuos sociales los hace soñar con la gloria como si fuera tan fácil conquistarla. Y no pasarán de ser escritorzuelos puramente locales de una casta preagónica y anormal que se atormenta inútilmente ante el paso de la generación que triunfa; es desconsolador que medios como el nuestro de una sociedad preparada para la actividad literaria más intensa y brillante, se hallen dominados por cuatro o cinco temperamentos grotescos que viven en una orgía de vanidades”.4

La mayoría de los representantes de esta generación comenzaron sus incursiones literarias en las páginas de los periódicos donde servían, gracias a que se encontraban entre los pocos jóvenes que sabían leer y escribir. Algunos incluso fundaron sus propias publicaciones para dar a conocer sus primeras crónicas y sus primeros poemas, géneros que por más de cincuenta años predominaron en gusto de los escritores y los lectores, al lado de los comentarios, los editoriales y las noticias.

Una mención especial merece la Imprenta Nariño, adquirida en 1909 en Manizales por Roberto Cano y Eduardo Piedrahíta, y dirigida por Ignacio Puerta. Allí se imprimieron gran cantidad de periódicos de Pereira y de los poblados vecinos, así como los primeros libros de Julio Cano y Alfonso Mejía Robledo. Poco antes de concluir la segunda década del siglo XX, a esta imprenta entró a trabajar como prensista el joven Lisímaco Salazar. Nacido el 26 de mayo de 1899, era hijo de Braulio Salazar Vega y Zoila Rosa Ruiz, agricultores y vecinos de la vereda Altamira o Laguneta, en cercanías de los límites entre Pereira y Armenia. Lisímaco y su hermana mayor nacieron y se criaron en medio de este paisaje, hasta cuando contaron con edad suficiente

4 LARRA JACINTO. “Los poetas”. El Diario, Pereira, 15 de enero de 1930. Pág. 6 y 9

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para ingresar a la escuela y su madre los trasladó a la Villa de Cañarte. El niño llamó la atención de sus profesores por su inteligencia y su carácter, que ya comenzaba a manifestarse rebelde y aventurero. Ese paso por la escuela tuvo recesos provocados por la inadaptabilidad de los hermanitos Salazar al clima del poblado, que llevó a un médico a prescribir el regreso al campo.

En la Imprenta Nariño, a Lisímaco lo deslumbran los versos de Julio Cano Montoya y Eduardo Martínez Villegas, que le correspondía armar en las planchas que se convertirían luego en las páginas de los periódicos. Su curiosidad lo llevó a entablar amistad con estos poetas y con otros asiduos visitantes de los periódicos, de quienes recibe consejos acerca del arte de escribir y orientación en temas como la ciencia y el esoterismo, a los cuales dedicó muchas horas a lo largo de su vida. Algunas de estas amistades surgieron por la lectura de los versos que él publicara en una hoja llamada “El Estro” y en otras publicaciones como “Colombia intelectual”, “Los derechos” y “Bandera roja”.

Por esos años, se encontraba en Pereira Luis Tejada Cano, el joven hijo de don Benjamín Tejada Córdoba, fundador del Instituto Murillo Toro. Traía consigo noticias acerca de obras y autores de moda y se comportaba de un modo que ganó la admiración y la amistad de jóvenes contemporáneos suyos, como Ignacio Torres Giraldo, los hermanos Emilio y Eduardo Correa Uribe, Sixto Mejía, entre otros. En Pereira, Tejada comenzó a publicar las primeras crónicas que lo convertirían en un referente del género en Colombia. Es una época en la que comenzaban también a popularizarse las ideas socialistas. Lisímaco Salazar, espíritu inquieto y observador, siguió de cerca al joven antioqueño, que rápidamente abandonó la ciudad

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regresó algunas veces- para comenzar su brillante carrera en “El Espectador”, en Bogotá.

La crónica había comenzado a ser cultivada por letrados, literatos y escritores inquietos por la marcha de la vida en sus pueblos o deseosos de entregar a las nuevas generaciones recuerdos o anécdotas del paso de su vida por él. En Pereira, este género jugó un papel decisivo en la formación de un discurso histórico y es el germen de la narrativa local. La crónica permitía ocuparse y hacer crítica de temas de actualidad, internacionales, regionales, locales e incluso personales, en un estilo ameno que inundó la prensa pereirana durante la primera mitad del siglo XX. Gracias a esos relatos, se cuenta con información valiosa acerca de los hábitos y costumbres cotidianos, que complementan el dato objetivo y arrojan luces sobre el pasado. La influencia y los rasgos de la crónica, tanto antes como después de la presencia de Tejada, forman un capítulo aparte en el estudio de la literatura en Pereira.

Con Clímaco Jaramillo y Roberto Grisales, Lisímaco Salazar integró el primer Sindicato de Pereira, a mediados de la década de 1920. En esa misma época, el 26 de junio de 1925, contrajo matrimonio con Aura Gutiérrez.

Al finalizar esa década, Emilio Correa Uribe creó EL DIARIO, periódico que circuló entre 1929 y 1982. Lisímaco se convirtió en su primer prensista y por más de treinta años sus poemas y algunas crónicas aparecieron con regularidad en las páginas de éste, el principal promotor de las causas cívicas y políticas emprendidas en la ciudad. Son años de una intensa vida bohemia, en compañía de amigos como Chalarca, compañero suyo en EL DIARIO, o como Ignacio

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Buitrago, quien lo atrajo hasta Montenegro (Quindío) con la promesa de publicar una revista que había soñado por largo tiempo.

En Montenegro conoció al poeta Luis Carlos Flórez, con quien tomó parte activa en el proceso de defensa de los terrenos baldíos, de propiedad del Estado colombiano, ocupados y cultivados por colonos, que pretendían ser arrebatados a éstos por los pereiranos Roberto Marulanda y Tocayo Ángel. Estas actuaciones le granjearon la antipatía de algunos integrantes de la élite pereirana, a la cual pertenecían los señores Marulanda y Ángel.

Durante la década de los años treinta y la mitad de la siguiente, son los poemas de Lisímaco Salazar los que llenan las páginas literarias de los periódicos de Pereira. Se había comenzado a olvidar a Julio Cano Montoya y apenas se comenzaban a conocer los primeros versos del jovencito Luis Carlos González Mejía. Sin embargo, por despreocupación o por falta de recursos, Lisímaco no refrendó esa influencia literaria con la publicación de algún libro que ofreciera una muestra considerable y consistente de su talento literario. Prueba de ese magisterio que ejerció durante aquellos años es esta carta que le dirigiera tiempo después Luis Carlos González, con motivo de la publicación de “Senderos”, el único libro publicado por Salazar, en 1965:

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Pereira, 10 de mayo de 1965.

Señor

don Lisímaco Salazar

Querido hermano y generoso amigo. La palabra resulta apenas sílaba pequeñita y sin sentido, cuando es el propio corazón el labio estremecido que anhela pronunciarla y es la gratitud crucificada el aliento sincero que la dicta.

Tal es el caso ante la generosa deferencia. Dedicarme en unión de tus vivos y tus muertos la realidad triunfante de SENDEROS, es deuda que no lograré pagarte ni con la fácil moneda de la ingratitud que a los hombres distingue y a sus causas auxilia.

Pero poeta y hermano, tales consideraciones no son suficientemente fuertes para impedirme declararte que ha sido inmensa la satisfacción al ver realizado, para la ciudad de Pereira convertida en espíritu, el libro poderoso y sencillo que desde hace tanto tiempo venimos esperando con ansiedad cariñosa y con afecto hogareño.

En todas las páginas del libro que nos diste aparece el poeta del corazón y la semilla. Ese que para mi honra orgullosa y mi satisfacción exquisita fuera el maestro consultor de mis primeros versos para las letras de molde.

Que la satisfacción del deber cumplido y la presencia de la gloria conquistada te paguen lo que tus amigos, tus conciudadanos, tu terruño moreno y tu torpe discípulo no seremos capaces de pagarte.

Te abraza,

LUIS CARLOS GONZÁLEZ MEJÍA

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Veinte años antes, en un artículo de EL DIARIO, Lisímaco saludaba con igual entusiasmo el libro “Sibaté”(1946), de Luis Carlos González, de cuya poesía dice “será del agrado de los hombres que la saboreen, de los hombres que sepan distinguir entre una metáfora y un símil, un hemistiquio y una cisura”. A estos dos poetas los unió una amistad que tuvo su sustento en el gusto por lo literario y la vida bohemia. Cada uno a su manera ofreció un testimonio de los valores y anécdotas de la “ciudad prodigio”.

A raíz del asesinato, en Bogotá, del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, se creó en Colombia un clima de intolerancia que hizo temer a Lisímaco Salazar por su vida. Abandonó su puesto en la Secretaría de Obras Públicas municipales y por consejo de Ricardo Ángel Jaramillo vendió su casa en el barrio “Primero de mayo”, para lanzarse a una nueva aventura, esta vez como comerciante de madera en San Pedro de Ingará, población del sur del Chocó. Allí llegó con algunos de sus hijos, compró una recua de quince mulas y una parcela que bautizó “Montecristo”, en homenaje a Alejandro Dumas, y se internó con un grupo de aserradores en las selvas chocoanas, soñando con hacer fortuna. El sueño terminó siete años después, cuando la violencia alcanzó esa zona del país y debió marcharse rumbo a Medellín, al amparo de uno de sus hijos, que trabajaba como obrero en Coltejer. En la capital antioqueña conoció al poeta León Zafir y a Tartarín Moreira, en jornadas nocturnas que no vivía desde sus días en Pereira y Montenegro.

Retorna a su ciudad, poco antes de la celebración del primer centenario de la fundación. Con su hijo Oliveiro, también aficionado a la literatura, participan en el Concurso de historia organizado por la Alcaldía con motivo de la celebración, en el cual ocupan el segundo lugar. Su producción literaria es

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considerable, pero conocida de manera fragmentaria. Toma forma, entonces, la idea de publicar su primer libro, “Senderos”, que sería posible por ordenanza de la Asamblea de Caldas, en 1965. En el prólogo, el también escritor pereirano Bernardo Trejos Arcila, destacó lo siguiente:

“Lisímaco Salazar no ha hecho concesiones al grupo imperante. Quizás por esto no ha sido ni será un poeta de moda. Pero en cambio, es honestamente sincero, y una bullente y varia sensibilidad discurre amplia y desembarazada por esos poemas que, ora adoptan forma de endecha sentida o confidente madrigal para cantar a la mujer amada, como en su colección de sonetos; ora se colman de impávido arrojo para protestar contra la injusticia social en “Miseria”; o aflora en ellos, de improviso, cierta fina socarronería, como en algunos de sus Romances; y hasta la bohemia romántica de antaño tiene su muestra en “Con arrestos de Guapo”.

SENDEROS es entonces, el itinerario sentimental del poeta. La ruta de su emoción. Es a manera de autobiografía o breviario interior en donde cada momento de la vida personal del vate ha quedado jalonado por la piedra miliar de una rútila estrofa”.

En “Senderos”, como en “Sibaté», de Luis Carlos González, y en “Otoño de tu ausencia”, de Benjamín Baena Hoyos, son comunes los versos influenciados por los poetas españoles del Siglo de Oro y de la Generación del 27, cuyas producciones ya se conocían en Pereira, como lo comprueban los comentarios que sobre Rafael Alberti, Gerardo Diego y sobre la Generación de Piedra y Cielo, hiciera durante algún tiempo en EL DIARIO Arcesio Villegas Calle. Se transparenta en la

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escritura de romances o madrigales que acompañan sus colecciones de sonetos. Esta influencia de la poesía española en la producción literaria de los autores pereiranos mencionados es un aspecto que merece también mayor atención en el futuro.

Luego de su retorno a la ciudad y por ofrecimiento de César Pineda Gutiérrez, fiscal ante el Tribunal de Pereira, Lisímaco Salazar se desempeñó en el área de instrucción criminal, hasta cuando obtuvo la pensión, en 1970.

Ante la imposibilidad de comprarse una máquina de escribir, escribía sus textos a mano. Fue gracias a la generosidad de don Juan Mejía Duque, quien le regaló una máquina Underwood que se conserva todavía, que el anciano Lisímaco pudo dedicar el tiempo libre de sus últimos años a “pasar en limpio” los escritos que conservaba y de los cuales le dio noticia al periodista Alonso Gaviria Paredes, cuando este intentaba realizar una compilación de obras de autores pereiranos. El texto completo de esa carta es el siguiente:

Pereira, 6 de septiembre de 1975

Señor

ALONSO GAVIRIA PAREDES

Estimado señor:

Hago referencia a su oficio de primero de septiembre del año que corre. Sea lo primero agradecerle la lectura del Numeral 330 de mi obra inédita “Autobiografía kilomética”, publicada en la edición extraordinaria del periódico EL IMPARCIAL y del reportaje a Lisandro Hincapié

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escrito para EL DIARIO hace ya algún tiempo. Ambos trabajos son parte de la historia de Pereira.

Más abajo me ruega usted que le comunique cuáles son mis obras y que si las tengo en mi poder. Claro que mi obra completa sí la tengo, auncuando falta mucho trabajo para ponerla en limpio, lo que estoy ejecutando precisamente en estos momentos.

La obra poética mía se reduce a “Senderos”, libro que publicado por la Imprenta Departamental de Caldas en 1965, en cumplimiento de una Ordenanza de la Honorable Asamblea. Este es el único libro mío que ha salido a la luz pública y que conforma una ínfima parte de los versos que he escrito en el camino de mi vida, publicados en revistas y periódicos. Le puedo decir que tuve debilidad por el teatro y que de esta clase de literatura tengo escrito en verso “La ecléctica”, obra en diez cantos. Que también escribí “El corazón de la estrella”, una especie de opereta o zarzuela en cuatro actos y cuatro cuadros, pieza completamente musical, escrita con motivo del Centenario de Pereira, hace de ello doce años. Fue imposible montarla a los escenarios porque era preciso buscar un virtuoso del pentagrama para que adaptara parte de las estrofas y de los coros a melodías y entonaciones que la obra necesita. En prosa tengo una comedia en tres actos que se denomina “Los paisas” y otra en un solo acto que se llama “Pa’eso sirve la plata”. Todas estas cosas mías las he organizado, sacando en limpio y empastando, de lo que ya tengo cinco tomos, los que han de quedar como herencia de mis hijos y de mis nietos que ya son bastantes.

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Debo contarle que mi obra tiene muchas facetas, entre ellas el cuento. Tres de estos escritos que forman una serie se llaman “La prueba indirecta” y abarcan tres posiciones de la investigación penal, cuando se encuentran ausentes las pruebas de cargo y hay que entrar el difícil camino del indicio para llegar a la verdad de lo que se investigó y con esta verdad castigar a los culpables.

También entra en mi obra la parte jacarandosa, la que inundó los periódicos de esta índole que en hogaño se publicaron en Pereira. Allí se encuentra el chascarrillo, el retruécano, la ironía disimulada y contundente, la redondilla mordaz y maliciosa, cosas que se usaron en los tiempos idos, cuando los hombres amaban la poesía que encerraba pensamientos profundos, como la de Clímaco Soto Borda y era sometida a una retórica meditada y perfecta. Entre esta clase de poesía tengo seleccionados unos sonetos de corte alejandrino que hablan de los hombres y costumbres idos en Pereira. Todo lo que le estoy contando fue publicado con el seudónimo de Fray Camilo que en su tiempo devoraban con avidez los lectores de la ciudad.

Ya viejo escribí un pequeño folleto de versos a la moderna que intitulé “Moronas”. Para muestra le transcribo la “Morona 57”:

“Con un sorbo de galaxias

hizo gárgaras Dios.

Pegado a su garganta

quedó un pedazo de sol.

En esta pequeña partícula

me encuentro yo”.

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Tengo recogidos mis primeros y mis últimos versos. Haré con ellos dos tomos para que sean el Alfa y el Omega de mi vida de cantor. Con ello quedaré satisfecho del camino que me ha tocado hollar, y con mi “Autobiografía Kilométrica” que en estos momentos estoy pasando en limpio los Tomos III y IV, pues el I y el II ya se encuentran empastados, junto con otros dos tomos de un “Diario” que llevé desde el 26 de mayo de 1970 hasta el 6 de abril de 1974, cuando por enfermedad tuve que abandonar. En este Diario están registrados los principales acontecimientos del país y del mundo, ocurridos dentro de estas dos fechas.

Otra de las facetas de mi vida como escritor fue la novelística. En 1950, en tiempos de la violencia, cuando me vi obligado a dejar mi pueblo y marchar al Chocó, guardé los originales de dos novelas que se llamaban “El ángel de la guarda”, amorosa y romántica, y “Los Privolvos y Suvolvos”, narraciones fantásticas, de ficción, cuyo escenario era la Luna. En 1957, cuando regresé de tamaña aventura, los dueños de la casa donde habían quedado los originales me dieron como razón: “Necesitábamos la pieza en donde se encontraban esos papeles viejos y les tuvimos que prender fuego”. Lo malo de todo esto fue que allí se encontraban también los originales de otro diario que escribí desde 1935 en donde estaban estampados todos los acontecimientos que se sucedieron con la creación del Fascismo en Italia y del nacionalsocialismo en Alemania, hasta la Guerra Civil en España y la última hecatombe que asoló al mundo.

Me dice, querido amigo, que están recogiendo libros de pereiranos raizales y de adopción. Quiero que tengan en cuenta como pereirano a

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Alfonso Mejía Robledo. No sé dónde se encuentra ahora, pues su último libro de poesías “Númenes del viento” lo recibí de Tegucigalpa y desde este momento perdí su ruta. Alfonso es uno de los pereiranos más inquietos que ha dado la ciudad. Cuando apenas contaba con catorce años de edad, dirigía un periódico que se editaba en la Imprenta Nariño. Antes de cumplir los veinte escribió el primer libro de versos que editó don Ignacio Puerta y después salió del país y en Panamá editó su segunda obra que intituló “Horas de paz”. Luego escribió dos novelas, “Rosas de Francia” y “La risa de la fuente” y desde este momento habitó en Francia y Alemania, países en donde recibió varios títulos que acreditan como docto en varias ciencias del saber humano y de allí en adelante ha escrito más de doce obras y ocupado consulados en Centroamérica por cuenta del Gobierno de Colombia.

Como pereirano adoptivo le puedo hablar de Ángel Castaño Muñoz, quien vivió los últimos años de su vida en Cartago, en donde debe haber dejado dos libros de poesías organizados, que jamás pudo publicar por falta de recursos. Este, como Enrique Palomino Pacheco y Andrés Mercado, del occidente de Caldas, y Víctor Sandoval, de Cartago, escribieron bellos versos, pero no pasaron de revistas y hebdomadarios que se publicaban en aquel entonces.

Mi pensamiento es el de organizar un tomo con los reportajes de Lisandro Hincapié y de Dolores Aguilar, una hija de Rodolfo y Clara Castro, que fue el primer matrimonio que colonizó la finca “Matecaña”, en donde hoy queda nuestro Aeropuerto. A él pienso agregar “Cómo conocí a Emilio Correa Uribe”, “El Chocó y sus laberintos”,

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“Estudio sobre la novelística de Tomás Carrasquilla” y la “Poesía a través de los tiempos”. Parte de estos escritos han visto la luz pública en ediciones extraordinarias de El Diario. Pueda ser que la poca vida que me queda dé lugar a todos estos proyectos, pues así quedaría completa la herencia para mis descendientes.

Si usted quiere conocer mi obra completa, lo invito a mi residencia en Dosquebradas, en la calle 52 Número 12-47, Barrio Los Naranjos. Por hoy adjunto a la presente cuatro libros de “Senderos” para que uno de ellos engrose la obra de escritores pereiranos raizales y de adopción que usted está recopilando, por lo que lo felicito de corazón y me suscribo como obsecuente servidor y amigo,

LISÍMACO SALAZAR

Gran parte de los inéditos que refiere Lisímaco Salazar se encuentran en poder de sus hijos, quienes a pesar del olvido al que ha sido sometido su padre y a sus escasos medios, han hecho lo posible por conservarlos, a la espera de que la ciudad se interese por esta obra. No obstante existe el riesgo de que corran la misma suerte de los papeles personales de Julio Cano Montoya, autor de la letra del himno a Pereira y el primer poeta que la ciudad reconoció como propio, que fueron arrojados a la basura por sus descendientes, por considerarlos un estorbo, sin que hoy sea posible encontrar sus libros “Brotes de rebelión” (1913) y “Voces sumisas” (1917), publicados por la Imprenta Nariño. De esta forma se han venido perdiendo documentos valiosos para reconstruir la historia y a partir de ella elaborar un discurso crítico que permita comprender de una manera menos fragmentaria la evolución del quehacer literario desde la llegada de la primera imprenta a la ciudad.

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Esta constante negación, en la práctica y en la teoría, de la existencia de una producción literaria valiosa en Pereira es otro aspecto del discurso literario que merece mayor atención en el futuro, pues si es justificada, demuestra la incapacidad de los creadores literarios para superar los condicionantes que impiden que sus obras trasciendan el ámbito de la provincia; y si no, es la comprobación de que existe un prejuicio alrededor de la producción literaria local, que evita que se la valore en su real dimensión.

A lo largo del año 1977, quizás por sugerencia del propio Alonso Gaviria Paredes, Lisímaco Salazar comenzó a publicar, por entregas, en “LA TARDE”, estampas y crónicas sobre personajes y sucesos de la historia de Pereira, entre 1905 y 1930, aproximadamente. Aun cuando en los originales transcritos en su máquina Underwood, él mismo bautizó estos escritos con el nombre genérico de “Pedacitos de historia”, en el periódico se publicaron con el nombre de “Trocitos de historia”. Una copia de éstos le fue entregada por Lisímaco al periodista César Augusto López Arias, para su publicación en libro. El 13 de marzo de 1979, López Arias fue baleado por sicarios cuando salía de la Universidad Libre de Pereira. Lisímaco Salazar fallecería dos años después, en 1981, sin ver ese sueño realidad.

“Pedacitos de historia” no es en rigor un libro escrito con la pretensión de narrar la historia de Pereira ni sus principales acontecimientos. Se trata de las anécdotas y los recuerdos de un hombre de origen campesino, aventurero, poeta y bohemio, que debió ganarse la vida desempeñando diversos y modestos oficios. Los personajes de los cuales ofrece sus impresiones fueron sus amigos o le merecieron el respeto y la admiración por su talento o su manera de afrontar la existencia. En la mayoría de los casos se trata de estampas o perfiles,

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pero también hay crónicas. En este sentido, Lisímaco Salazar integra el gran número de cronistas que se dedicaron a narrar hechos cotidianos y extraordinarios de la vida en Pereira, no obstante fueran pocos los que se interesaran por publicar sus textos en un libro y lograran hacerlo. A esta lista pertenecen, entre otros, Carlos Echeverri Uribe, Ricardo Sánchez, Luis Carlos González, Euclides Jaramillo Arango y Luis Yagarí; pero se desconoce el fruto del talento de hombres como Emilio Correa Uribe, Ramón Albán (J.J.) y Edmundo Flórez, cronistas prolíficos de esa época.

En este libro de Lisímaco Salazar se encuentran también algunas descripciones detalladas de la Pereira de comienzos del siglo XX. Los mangos, el río Otún, los parques, algunos caminos, son evocados y descritos con tanta minuciosidad que hacen sentir al lector que los recorre en compañía del autor.

En resumen, se trata de un testimonio de la vida cotidiana de Pereira durante las primeras tres décadas del siglo XX.

Ha sido el empeño de sus hijos Hugo, Luzmila, Hernán, Nora, Alba (q.e.p.d), Héctor, Oliveiro (q.e.p.d) y Nelson, en compañía de sus nietos, el que ha llevado a que Ricardo Montoya, Joel Valencia, José Fernando Marín Hernández, Luz Adriana Carrillo Palacio y Mauricio Ramírez Gómez, nos interesáramos por aportar a este sueño de la familia de revivir al viejo poeta pereirano, cuya vida él mismo resumió magistralmente en su poema “Con arrestos de guapo”:

Con arrestos de guapo, vocación de pirata,cabalgué los corceles de la tierra morunay reté muchas veces a la pálida Lunaa embestir a la Tierra con sus cuernos de plata.Trepé lomas enormes, crucé inmensos caminos,

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me posé sobre cerros que el destino me irroga;cual vaquero del mundo le abrí guasque a mi soga,y enlacé los picachos de los cerros vecinos.

Pereirano, poeta, bebedor, vagabundo,arranqué de la vida, sin saber, varios quistes.Me burlé de los ríos por pequeños y tristesante el piélago inmenso de los mares del mundo.

Combatiendo las huestes de la loca miseria-Mariscal de los campos de batalla sin cuento-Penetré con la espada sobre el lomo del vientola manigua lejana, la taigá de Siberia.

Desperté los espacios porque estaban dormidos;consolé la montaña que lloraba a torrentes.Cual si fueran mis hijas, les di palo a las fuentespor amar en las noches los peñascos dormidos.

Y volé sobre todo, donde hay cosas más bellas;arranqué de mi pecho tres o siete cuchillos;me burlé de los hombres que remachan tornillos,porque el cielo está siempre remachado de estre-llas.

Y fui Dios. Creé vidas con mis locos placeres,a pesar de mi forma incomplexa y enferma.Si millones de óvulos recibiesen mi esperma,crearía en el mundo sextillones de seres.

Pereirano, poeta, bebedor, vagabundo,arranqué de la vida, sin saber, varios quistes.Me burlé de los ríos por pequeños y tristes ante el piélago inmenso de los mares del mundo.

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Desde el olvido, retorna Lisímaco Salazar para recordarnos que nuestra historia es más rica de lo que pretendemos hacerla parecer y está llena de hombres que la han construido también desde sus oficios cotidianos. Esperamos que esta publicación contribuya a darle al autor el lugar destacado que se merece entre los escritores pereiranos. El tiempo dirá la última la palabra.

MAURICIO RAMÍREZ GÓMEZ

Pereira, diciembre de 2013

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Portada del libro de poemas “Senderos”. Biblioteca de Autores Caldenses. Vol. 26. Manizales: Imp. Departamental de Caldas, 1965.

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Canuto Echeverri

En mil novecientos seis murió Canuto Echeverri. Supongo esto porque de los ajetreos de su vida, muy pocos quedaron en mi memoria. Sólo

recuerdo que al occidente de la casa solariega, la cerca de su huerto era de pencas de cabuya, cuya fertilidad hacía que cada una de sus hojas tuviera una extensión lineal de ciento cuarenta a ciento cincuenta centímetros. Que de estas matas que él tenía bellamente limpias, cortaba con su taciza especial nueve hojas y sobre un tablón de comino, con una especie de macheta del mismo, ripiadas las nueve pencas en fique, de allí sacaba una libra precisa de la fibra.

Don Canuto era dueño de una vaca sarda y de una negra. Tenía un caballo colorado y una yegua fina que él llamaba la “Peceña”, en la que marchaba a horcajadas al pueblo, cabresteando el caballo colorado, cargado con dos bultos de repollos, un líchigo lleno de papas criollas, varios paquetes de cebolla larga y un talego de arvejas verdes, chachafrutos y huevos de arracacha, los que llevaba como presente a sus hijos David, Juanita, Verónica, Susana y Dolores.

Una vez, labrando sobre las eras de sus huertos, metió la mano derecha para arrancar las malezas de los sembrados y cuando la sacó, venía prendido de su meñique un alacrán “siete nudos”. Sin inmutarse, pude ver que lo contempló con sus ojos hasta que terminó de inocular su veneno, luego lo destripó sobre un palo y las vísceras las colocó en la parte afectada.

-Es lo mejor me dijo a mí, que estaba a su lado para que no suban el dolor y la fiebre que estos animales producen-.

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Otra vez don Canuto marchó a desyerbar una roza de maíz. Marché con él y empezó el tajo en un ortigal que subía hasta su cintura. De pronto, una rama de éstas rozó mis piernas de niño y me puse a llorar del dolor, inmediatamente.

Desde entonces no pude comprender cómo don Canuto Echeverri no se inmutaba entre las picaduras de los alacranes, de las hormigas y de las avispas, ni ante las pringaduras de la pringamoza, de las ortigas y de los toronjiles. Don Canuto entonaba el “Magníficat” prendido con su mano de la vara que atravesaba la tapia del fogón, mientras la izquierda la ponía en su corazón.

Dije al principio que don Canuto murió en el año de 1906, porque en 1905 yo estaba con él, a las once de la mañana, en el “Plan de las Quintoras”, cuando se produjo el terremoto que derribó la cúpula de la Iglesia de Nuestra Señora de La Pobreza que se estaba construyendo. Recuerdo que don Canuto se arrodilló sobre la tierra y con voz compungida cantaba el “Padrenuestro”, mientras un árbol gigante se estremecía al frente de nuestros ojos, desgranando las copas más débiles de su ramaje y lo mismo hacía la montaña de los alrededores de la quebrada de Altamira.

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Presbítero Luis Gonzaga

Serían las cuatro de la mañana cuando mi madre sacudió mi cuerpo diminuto. Sin hablar, me coloqué de pies. De allí salimos al camellón y nos

dirigimos al pueblo. Mi hermana quedó dormida en el rincón del camastro. Esto ocurrió hace setenta y dos años, más o menos.

Arriba, el dombo se quitó las nubes oscuras y quedó todo de carnes azules frente a mi vista de niño travieso. Eran, pues, las cinco y media de la mañana cuando pasamos frente a la finca llamada “Tribunas”. Cuando Venus salía por el Este, en la casona vieja dormían Julio Restrepo y Emiliana Toro.

A las siete y media de la mañana, mi madre cruzó conmigo la última quebrada para entrar al pueblo. Ella penetró a un rancho techado de carmaná y pidió permiso para hacer dos tazas de chocolate, que ella cargaba en una talega pequeña. En la cocina permanecía sentada, fumándose un tabaco, “con la candela pa’dentro”, una mujer morena, bastante morena, a quien mi madre llamaba Encarnación.

A las ocho de la mañana trepamos por una loma empedrada. A las dos cuadras, giramos a la derecha y cruzamos frente a unas herrerías, en donde dos hombres golpeaban sobre un yunque una varilla enrojecida por el fuego.

A la cuadra volvimos a la izquierda y penetramos a la casa cural, la misma casona de dos pisos, que hoy existe.

Mi madre me trepó de la mano por unas escalas de madera y penetró conmigo a un salón amplio. Allí

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estaba un sacerdote joven, de ojos brillantes, nariz aguileña, boca divinamente conformada, con dientes blancos, pelo rubio ensortijado y unas mejillas enrojecidas. Había nacido en Salento, vivió en Filandia y estudió en un Seminario de la Capital de la República.

-El niño viene a confesarse para hacer la Primera Comunión-, fue lo que le dijo mi madre al gallardo recién ordenado.

Sentí que por entre mis venas subía y bajaba una corriente que hervía, que mis músculos se doblegaban, como si me hubieran dado un golpe en el cerebro. Al fin irrumpí en llanto, tragándome cada lágrima que bajaba por las mejillas hasta las comisuras. El sacerdote me tomó de la mano derecha, arrimó mi cuerpo al suyo y me colocó sobre sus rodillas. Estiró su mano sobre la mesa, tomó una granada enrojecida como su piel y la puso en mis manos, rayando bendiciones sobre mi cuerpo y desgranando una que no era sonrisa sino carcajada, de ver que mi llanto se acababa.

Mi madre salió al pasillo mientras yo le dije mis pecados al cura, al Padre Luis Gonzaga, del que nunca volví a saber en el camino de mi vida.

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Pereira en 1906 y 1907

Trataré de hacer un recuento de lo que era Pereira en aquellos años, cuando la conocí. Las carreras donde había edificios, de uno y de dos pisos, eran

la “Jorge Robledo” y la “Cristóbal Colón”, (hoy séptima y octava). La primera empezaba en la plaza “La Paz” (hoy Parque La Libertad) y bajaba hasta un poco más acá del Cementerio. La segunda empezaba en la calle “Cabrera” (hoy once) y terminaba en la “Murgueitio” (hoy veinticinco). Es decir que de la calle once hacia arriba no había sino potreros, montes y rastrojeras, y de la veinticinco hacia abajo, era lo mismo, excepto de la calle trece a la once, por la octava, que era lo que se llamó “El Clarinete”. De la calle veinticinco hacia abajo, por la séptima, era “El Barrio del Cementerio “, los parrandeaderos bulliciosos de las Ferias Semestrales.

En la Plaza “La Paz” (Parque de la Libertad), aún conocí higuerillales, debajo de los cuales jugaban las señoritas Salazar, las hijas de don Valerio. En la Plaza de “La Victoria” (hoy Bolívar), en todo el centro, existía una Pila de Agua construida con los materiales de entonces, con unos angelitos alrededor que lanzaban por sus bocas chorros de agua que le daban belleza a la obra, que estaba cercada con una verja de hierro. Esta pila no sé qué hizo con ella el Municipio, pero por datos que me han dado parece que se encuentra en Santa Rosa de Cabal.

En la Plaza “La Concordia” (hoy Uribe Uribe) se levantaba una ceiba gigante en el centro. En este lugar se hacían las Ferias Semestrales, creadas por el Acuerdo 20 del 6 de agosto de 1894, reformada por el número 2 del treinta y uno de agosto de 1896, en el cual se decía en su artículo primero:

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“Desígnase para las dos Ferias Anuales ocho días a cada una que serán del 20 al 27 de Febrero y del 20 al 27 de Agosto, inclusive”

En los cuatro costados de esta Plaza se levantaban algunas casas y en la parte sur, un descenso, había un cafetal en cuyo fondo se había construido un rancho. Allí vivía el que administraba el predio.

Debajo de la ceiba, que era frondosa, se instalaban los zíngaros, gitanos trashumantes que marchaban por todos los caminos y hacían pausa en todos los pueblos para disfrutar de los acontecimientos: los hombres a sus transacciones de cambio, y las mujeres a adivinar la suerte en las palmas de las manos de los circundantes, mientras masticaban y tragaban trozos de cebolla cruda. Por aquellos tiempos la población de Pereira podía ser de veinte mil habitantes, si sacamos el apunte de don Carlos Echeverri Uribe:

“En 1870 ordenó el Gobierno General levantar el censo de población, y en esta ciudad dio por resultado el número de setecientos veinte habitantes.

En 1905 se procedió nuevamente, y por igual disposición, a levantar el censo y según el informe de la Comisión, el número de habitantes del Municipio en esa época, era de diez y nueve mil treinta y seis”.1

Más o menos así era Pereira en el año de 1906 a 1907, cuando mis padres me trajeron a conocer el pueblo.

1 ECHEVERRI Uribe, Carlos. “Apuntes para la historia de Pereira”. Pereira: Papiro, 2002. Pág. 78

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Encarnación Murillo

Cuando llegué a Pereira con mi madre, para dar cumplimiento al tercero y cuarto sacramentos, en donde estuvimos fue en la casa de Encarnación

Murillo, un ranchito de teja de paja, situado en la carrera décima, entre calles veintiuna y veintidós. Ella era la viejecita que se encontraba sentada, fumándose un tabaco con la candela para adentro.

Yo supe que esta Encarnación Murillo había sido una de las personas que había llegado a fundar a Pereira con Jesús Ormaza, Elías Recio, Félix de la Abadía, Sebastián Montaño y Remigio Antonio Cañarte, que ella ayudó a limpiar las primeras seis manzanas que se demarcaron, y que extrajo el oro corrido de la quebrada Egoyá.

Cuando estuve en la escuela, en 1907, a Encarnación Murillo la acompañaban Petrona, Francisca y Jesusa, sus hijas; Roberto y Elena, hijos de la primera, Israel y Lisima, de la segunda. Jesusa era una morocha que mantenía en sus dedos anillos de oro y pegados de sus orejas un par de aretes que pesaban varios castellanos.

La casa de teja donde vivíamos nosotros y el rancho de paja de la familia Murillo sólo estaban separadas por un arroyuelo que nacía frente a la carrera octava y desembocaba en la quebrada Egoyá a los cuarenta o cincuenta metros de nuestras casas.

Cierto día que faltaba el agua para cocinar las comidas, me invitaron para extraerla de un pozo, Lisima, la hija de Francisca, y Elena, la de Petrona. Los tres llevamos los tarros de guadua correspondientes, caminamos por una trocha estrecha, por donde hoy es la carrera décima, frente a donde hoy se levanta el Palacio

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Nacional, entre calles diecinueve y veinte. Contra una peña, brotaba un nacimiento que caía a un pozo de agua limpia y cristalina. Llenamos nuestras vasijas que eran los tarros de guadua de dos o tres cañutos, los tapamos con unas tiras cuadradas de carolina y volvimos al rancho.

Varias veces vi a mi bisabuela Calixta Buitrago y a la fundadora Encarnación Murillo, trenzadas en conversaciones interminables sobre las guerras civiles que se desarrollaron en los últimos años del siglo pasado.

Ambas eran liberales y por eso rajaban de Pacho Negro, del general Casabianca y de Rafael Núñez, y elogiaban siempre a los generales Rafael Uribe Uribe, Ramón Marín, Daniel de la Pava, Pablo Emilio Bustamante y Justo Durán.

No supe cuándo se llegó la muerte de Encarnación Murillo. Indudablemente sucedió en uno de mis viajes fuera de Pereira, de tantos que hice cuando apenas era un niño.

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Mariana

La vez que mi madre me trajo a Pereira a cumplir los primeros sacramentos, la ciudad que conocí era de la siguiente manera: En la carrera “Egoyá”,

con la calle “Juan de Ulloa” (hoy veintidós con décima), empezaba el pueblo. Cuando se llegaba a la carrera “Jorge Robledo” (hoy octava) se subía a la calle “Francisco Antonio Zea” (hoy la diez y nueve), en donde se encontraba la Plaza “La Victoria” (hoy Bolívar). Por la Francisco Antonio Zea, al sur, se llegaba a la carrera “Cutucumay” (hoy Novena) y por la calle “Antonio José Restrepo” (hoy veinte) se llegaba a la casa de Don Federico Uribe, un botánico famoso que vivía en el barranco, esquina con la carrera “Cutucumay”, en donde por una puerta, las gentes que llegaban de los campos al mercado, encerraban sus semovientes en una corraleja grande que se extendía hacia el sur.

La calle “Francisco José de Caldas” (hoy veintiuna) se extendía delante de la carrera “Egoyá”, en donde empezaba un predio grande que era de don Valeriano Marulanda y que administraba una anciana, la mujer que más duro se expresaba, en las conversaciones corrientes y más en discusiones habituales que sostenía con las gentes por cuestiones baladíes.

La mujer de mi historia llevaba por nombre Mariana y habitaba en un ranchito construido dentro del predio, el que bajaba hasta la quebrada Egoyá, carrera Quimbaya (hoy la once).

Encarnación Murillo explicaba que ella había ayudado a limpiar las seis primeras manzanas y que luego habían contratado a un señor de apellido Fletcher, quien había extendido el área del pueblo en ciento veinte cuadras,

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las que bautizaron con los nombres que se les conocía, antes de ponerle nomenclatura a las calles y carreras.A pesar de no existir construcciones de la quebrada Egoyá hacia el sur, se habían demarcado otras cuatro carreras que se llamaron “Quimbaya” (hoy 11), “Consota” (hoy doce), “Guainas” (hoy trece) y “Sinifá” (hoy catorce).

Este apunte sobre la señora Mariana se originó en el recuerdo que tuve de ella, por el siguiente incidente: un día domingo de 1907, cuando estaba en la escuela de primaria, encabé mi anzuelo en la punta de la vara de guadua. En la ribera de la quebrada extraje lombrices y me interné por Egoyá arriba, metiendo el anzuelo entre las aguas y sacando “lángaras” que eran abundantes.

Cuando iba derecho al rancho de la vieja Mariana, esta salió y se aventó loma abajo, con un machete en la mano derecha, gritando como una loca desesperada.

Yo logré escapar por entre la maleza arrapada, con la agilidad del muchacho de ocho años, pero perdí mis tres “lángaras” que había sacado de las aguas cristalinas. La vara y el anzuelo quedaron encerrados en unas matas de mora que habían nacido y crecido en la que era la carrera “Quimbaya”. Desde entonces odié a la vieja Mariana.

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Correíta

Frente al solar que administraba la señora Mariana, en una de las esquinas de la carrera “Egoyá” (hoy la décima), con la calle “Camilo Torres” (hoy

veintiuna), se estableció la primera gallera del pueblo. La vi la vez primera cuando bajé con mis progenitores, tres o cuatro años después de haber estado en la Escuela Pública y posamos donde las señoritas Pérez que habitaban en la mitad de la cuadra, subiendo a la “Cutucumay” (hoy carrera novena).

A esta gallera concurrían, que yo haya sabido, don Valerio Salazar, don Rubencito Cadavid, don Antonio Valencia, Jerónimo Calle, don Luis Ferro, y el que llamaban “Seis dedos”, hombre que cargaba con esta anomalía en sus pies.

Según me di cuenta después, quien montó la enramada e hizo el círculo para los asientos del público y para la circunferencia de los gallos fue un señor de apellido Correa, a quien todo el mundo llamaba con el diminutivo de “Correíta”. No sé cómo, pero “Correíta” fue hombre de plata en su juventud, mas el vicio de los gallos que lo empezó con cubanitos le terminó haciendo una cría de gallos que alcanzaron fama de ser de los mejores.

De aquella raza salió “El Tijereto”, animal que compró Jerónimo Calle y que fue tan bueno que llegó el momento en que nadie le hacía frente, más cuando se hizo la segunda gallera que el pueblo bautizó con el remoquete de “El Chinchero”, situada en la octava con once, en tiempos idos carrera “Jorge Robledo” con calle “Cabrera”.

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“Correíta” marcó su destino con los gallos. De un joven adinerado se fue convirtiendo cuando maduro en un hombre de compromisos que muchas veces le era difícil cumplir, porque cuando llegaban los desafíos, él aventaba todo lo que podía a favor del animal suyo que jugaba, el que había sido alimentado con píldoras de “Vigorón” y disciplinado frente a la gallera.

Correíta se desengañó un día de las riñas de gallos, salió de los animales que más quiso y vino a terminar su vida en la pobreza, en la carrera séptima, más arriba del Parque. Allí lo vi la última vez, demasiado viejo, como que ya no le obedecían sus partes inferiores y superiores. Fue entonces cuando me dije: “Hay razón”, pues entre mil novecientos diez, cuando conocí a “Correita”, yo era un niño y él un hombre que construía galleras y jugaba a los gallos.

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Las señoritas Pérez

Mi bisabuela las llamaba “Las señoritas Pérez”. A pesar de esto, de ellas, que eran tres, sólo estaban solteras dos: Ángela y Juana. La menor

que era Waldina, fue bella y por tal motivo, Emilio Correa Aristizábal, un industrial manizaleño, la había escogido como esposa. Donde las señoritas Pérez fue una de las posadas cuando salíamos de la finca.

Cuando conocí las señoritas Pérez ya la madre de ellas era conocida de las gentes de la finca, porque era dueña de una pequeña hacienda en Laguneta, en donde ordeñaban muchas vacas, hacía los mejores quesos de bola, y la más buena mantequilla, la que mandaban a comprar de mi casa de madrugada, pues los vecinos del contorno la acaparaban.

Las señoritas Pérez tenían casa lujosa en la calle “Cabrera”, (hoy 21), entre carreras “Cutucumay” y “Egoyá”, (hoy novena y décima). Su propiedad era la única en la cuadra hasta cuando casó Waldina, porque Emilio construyó una pequeña vivienda a continuación, la que habitó al principio de su matrimonio.

Cuando estudié en una escuela rural, mi madre suplicó a Ángela Pérez que su cuñado me fabricara un discurso para decirlo al clausurarse el año, a pesar de haber entrado a ella dos meses antes. El señor Emilio Correa me hizo un pequeño discurso que empezaba: “Hoy es el día más hermoso para unos padres solícitos y para una excelente preceptora”. A este discurso le puse tanto énfasis que cuando terminé, todos como una sola persona, me abrazaron y a mi haber pusieron regalos. Fue el primer triunfo de mi vida.

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Cuando Correita construyó la gallera en la esquina nordeste, Emilio Correa y Waldina Pérez abandonaron la pequeña casa para trasladarse a Manizales. No volví a donde las señoritas Pérez, pues una de ellas se había casado con don Clotario Sánchez, uno de los primeros carpinteros que tuvo Pereira.

Estas tres mujeres tuvieron dos hermanos, Benjamín y Felipe. El primero se marchó para Buga, Valle del Cauca, en donde murió siendo joven. El otro, Felipe, murió ya viejo, con quien pude conservar su amistad hasta los últimos momentos de su existencia.

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La esquina de los mangos

La esquina sureste de la Plaza “La Victoria”, hoy Plaza de Bolívar, trae a mi memoria dos clases de recuerdos. La primera clase la he aprendido

en las páginas de la historia y la otra la he trajinado durante los años de mi vida. A la primera pertenece la Capilla en donde el Padre Remigio Antonio Cañarte dijo la primera misa, junto con los que llegaron de Cartago a fundar el pueblo, y el primer hombre que se suicidó en dicha esquina, que fue un ciudadano de apellido Gordillo.

A la segunda clase pertenecen los tres únicos mangos que se levantaban en aquella esquina cuando vine de la vereda a la ciudad. Eran tres palos florecidos en tiempos de cosecha, de donde iban brotando los frutos, hasta que se maduraban con el tibio sol del día y el fresco viento de la noche. Por eso todos mis familiares: mi madre, mi abuela, mi bisabuela y mis tías, todas ellas, cuando nombraban aquella esquina, la llamaban “La Esquina de los Mangos”. Fue así como la conocí, hasta que las otras gentes sembraron alrededor de la Plaza estos frondosos árboles que han causado disgustos, discusiones, desavenencias, como una que hubo entre la Iglesia y los ciudadanos, cuando la primera derribó los mangos que crecían al frente de la Catedral. También el ataque que las gentes del pueblo le hicieron al cura de la Parroquia, Presbítero José María López, un 20 de julio, con cáscaras de mangos, de naranjas y de plátanos, que era como celebraban en aquellos tiempos la magna fecha.

Este recuerdo fue profundo para mi vida de niño, porque jamás convine que así se tratara al Representante de Dios, y por ello lo llevé grabado en mi corazón, sin

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que se acabara. También recuerdo la cantidad de Canarios que frente a la Plaza, en sus bellas jaulas, tenía doña Dolores Botero, la viuda de don Juan María Marulanda. Esos diminutos pájaros amarillos, que los empequeñeció la belleza, comiendo alpiste y semillas de mostaza, mientras la fronda de los tres mangos florecen y fructifican.

Allí en aquella esquina, “La Esquina de los Mangos”, sufrí el primer susto cuando apenas tenía ocho años. Un negro de diez años llevaba la boca llena de gelatinas de Cambray, por los labios tenía el almidón. Cuando lo vi me acerqué a él y jugando le pasé la mano para limpiarlo, pero el zambo se llevó la mano derecha a uno de los bolsillos y cuando pude observar tenía cogido un puñal y se me aventó con intenciones de herirme. El instinto de conservación obligó a mi cuerpo a emprender la retirada con tanta fuerza que en un momento estuve en la casa.

En aquella esquina fue en donde me encontré con don Luciano García cuando elogió mis versos intitulados “Pobrecita mi Pluma”. Allí, en aquella esquina de los mangos, me detuve muchas veces para ver brincar los diminutos canarios dentro de la jaula. Allí hacían sus nidos y levantaban sus polluelos.

En aquella esquina sucedió uno de los casos dolorosos, que no presencié porque vivía en Montenegro. Julio Restrepo Toro, cuando llegó de la Capital de la República con su cartón en Derecho, empezó a agitar una lucha laboral. Para sus campañas hizo fabricar un púlpito, en el que se transportaba para donde quería. Fue cuando en un editorial publicado en “El Diario”, el doctor Antero Ángel se burló de su manera de ser y terminó su pieza diciendo: “Habló el Buey y dijo muuu…”. De allí en adelante todas las gentes lo llamaron “El Buey”.

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El doctor Julio Restrepo Toro nunca quiso entrar a su puesto preferido en las funciones que se exhibían. Acompañaba a las masas que se acomodaban en el balcón del teatro y le llegó el momento de tener electores. En la parte opuesta militaba el doctor Santiago Londoño, quien ocupaba las mayorías legítimas, asesorado por gentes como Juan Bolívar e Isaac Franco. Un día, en “La Esquina de Los Mangos”, se encontraron las dos fracciones.

El doctor Restrepo Toro ocupó el cañón de uno de los tres mangos, sacó su revólver y de allí disparaba, mientras de la calle diecinueve a salir a la esquina de la plaza avanzaban Juan Bolívar, Isaac Franco y el resto de liberales. Desde la carrera sexta, los de Restrepo Toro, en troque, transportaban las piedras que arrancaban de las calles. Las que llegaban a la esquina de los mangos eran arrojadas a los que atacaban desde la carrera novena. De este encuentro resultaron muchos heridos.

Restrepo Toro, con sus gentes, ocupó la carrera octava, donde fueron dañadas vitrinas y puertas de los comerciantes. El árbol de mango que le sirvió de trinchera al doctor Restrepo Toro quedó perforado por las balas que disparaban los oficialistas. Así terminó esta lucha entre Liberales.

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El río Otún

El rio Otún en aquella primera década del siglo que corre, era hermoso, imponente, majestuoso. Las aguas que descendían desde su Laguna

alimentadas por arroyos menores que bajaban de sus alturas laterales, cruzaban por el pueblo entonando salmodias. Eran límpidas como sus espumas que se levantaban al tropezar con las piedras gigantes. Cuando lo tocaba el sol con sus rayos verticales, parecía un caleidoscopio. Era admirable.

En sus orillas los písamos se levantaban erguidos y cada uno de ellos iba desgranando flores sobre la corriente tumultuosa. Allí conocí que las espumas son blancas y que sus ondas eran límpidas como las corrientes de Altamira. Allí conocí los pedregones y pude observar que crecen como los hombres y que son abrazados por las aguas que bajan.

Pocas de las calles del pueblo iban hasta su orilla, pero las que lo hacían eran caminos para viajar a otras partes o entradas para llegar a los potreros de los ricos del pueblo, donde pastaban las vacas que ordeñaban en las pesebreras de sus patios. Otras eran caminos por donde avanzaban los que nadaban en sus charcos o por donde marchaban las pobres mujeres que lavaban las ropas de las gentes.

Sobre la corriente del río, esa poderosa y amenazante corriente que baja por el centro bramando, se formaban curvas unas veces y otras como estiras de cañares “Berta”. Toda esta era la fuerza que arrastrara las hojas que tumba el viento al sacudir la fronda. Era que la montaña saludaba al río con confetis y serpentinas caídas de los siete-cueros, de los písamos

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y de los mantequillos, y con ellos pasaba por el pueblo desgranando perfume para los que habitábamos la pequeña aldea de Pereira Martínez.

Del pueblo para abajo estaban los charcos de Llanogrande y de la Torre, a los cuales bajaban las gentes para bañarse o para armar el anzuelo en busca de las sabaletas plateadas. Frente a la calle veinte se encontraba el Charco de “El Pilón”, en la margen izquierda del río. Allí era el lugar donde viajaban las gentes que habitaban el centro del pueblo.

Frente a las calles dieciséis, diecisiete y dieciocho, existían dos charcos enormes los cuales llamaban las gentes “El de la Peña” y el de “La Platanera”. Eran anchos y profundos y en estos dos grandes estanques aprendieron a nadar los hijos de Pereira, pues en sus orillas se extasiaban los muchachos, quienes más de una vez viajaban desde la mañana y sólo volvían cuando el sol se había ocultado. Existieron, además, los charcos de “El Piñal”, “El Cura”, “La Soledad”, pero de estos el que más leyendas trajo, unas veces macabras, y otras menos tenebrosas, fue “El Charco de la Torre”. Al decir de los que lo conocieron, era que allí se había sepultado un tesoro en los tiempos de la Colonia. Los ciudadanos que buscaban los tesoros ocultos, muchas veces se amanecieron a orillas del río, frente a las peñas que se levantan en espera de que saliera el ánima del que había escondido el tesoro y les enseñara el sitio preciso para ellos extraerlo en su beneficio. Es más o menos la descripción de aquel río que fue majestuoso y límpido.

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Don Policarpo Benítez

Mi madre sentó matrícula en la escuela pública del pueblo para Roberto Hernández y mi persona. Corría el año de 1907, y por eso sé

que yo tenía ocho años de edad, porque había nacido el 26 de mayo de 1899. En donde hoy queda el Banco de la República, en una casa grande de un solo piso, funcionaba el año primero, el que en ese entonces llamaban la “chichigua”. A la cuadra, en donde hoy se levantan el teatro Consota y el Bar del Gran Hotel, había otra casa de dos pisos. Detrás de donde funciona el Hotel y parte del palacio Nacional, era un potrero de trencilla.

Mi madre nos había matriculado en la “chichigua” en documentos sentados por don Policarpo Benítez. El día que ocupamos las bancas de la escuela se nos examinó para constatar nuestros primeros conocimientos obtenidos en las escuelas rurales de Dolores Londoño y Juanita Valencia. A Roberto, que era mi primo hermano, lo dejaron allí en la “chichigua” y a mi persona la trasladaron a la casa de balcón, en donde funcionaban los años segundo y tercero. Allí ocupé mi banca en el aula del año segundo.

Desde este momento empecé a conocer a don Policarpo Benítez, a quien le correspondía enseñar unas horas de la mañana.

Desde este momento el señor Benítez empezó a ser cariñoso conmigo, amable en todas sus manifestaciones, cuestión que yo extrañaba porque su genio era fuerte. A los quince días de estudio, ordenó que se me llevara al año tercero, porque me encontraba en condiciones de recibir las lecciones que allí se enseñaban.

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A los dos meses de escuela, mi hermana, que había sido matriculada donde las señoritas Torres, enfermó de cuidado. El doctor Alcides Campo la examinó y ordenó el regreso a la finca, ya que el clima le era adverso, no solamente a ella, sino a todos los que habíamos nacido y crecido en aquella tierra de baja temperatura. En todos había disminuido el peso y ya nuestras mejillas no eran rosadas sino pálidas como las de los enfermos.

Mi madre resolvió regresar a la casa solariega, pero quedaba obligada a cancelar las matrículas ante don Policarpo Benítez. Él la recibió, pero al abrir el libro para borrar mi nombre, le dijo:

Es una lástima que su niño pierda el estudio. Si usted quiere yo lo llevo para mi casa. Allí podrá vivir con mi familia, en donde lo encontrará cada vez que quiera verlo.

Mi madre rechazó la propuesta de plano, pues ella era incapaz de vivir sin uno de sus hijos.

Hago mención de este caso, porque fue el principio para querer a don Policarpo Benítez, en agradecimiento de su noble acción. Y fue tan profundo el cariño, que ya hombre, cuando entré a hacer parte de este conglomerado urbano, él fue mi amigo, a quien le consulté varios problemas, muchos de los cuales los resolvió a mi entera satisfacción.

Don Policarpo Benítez fue un hombre de una seriedad única. Era de cuerpo pequeño, pero cuando uno lo necesitaba era atento, cariñoso. Su defecto consistió en ser demasiadamente celoso con sus hijas. Miguel Tabares nunca pudo casarse con una de ellas, porque él no le permitió acercarse a una de las ventanas de la casa de su prometida. Marco Tulio González, un

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muchacho de Sonsón que escribía en los periódicos del pueblo, encuadernador de oficio y corresponsal de algunos diarios de Bogotá, encontró tropiezos para unir su vida a una de ellas, todo por los obstáculos de don Policarpo Benítez. No sé cómo sería la unión de la menor con don Joaquín Ante Mosquera. Tal vez en este caso fue condescendiente, porque el que iba a ser su yerno trabajaba en el Magisterio, o porque después de tantas luchas, hubiese dejado sus caprichos y cedido a que sus hijas se casaran.

Su casa ubicada en la carrera octava, entre calles 14 y15, era un lugar casi siempre de puertas cerradas. Parece que de allí sólo acudió a la cátedra y a los oficios diferentes que obligaban su presencia. Murió cuando yo no me encontraba en Pereira, cargado de muchos años, la mayoría de los cuales los pasó frente a la niñez, dándoles las lecciones que ordenaba el pensum. Fue un hombre que formó juventudes por millares, quizás el más olvidado de este pueblo.

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Las señoritas Torres

Cuando mi madre me trajo a Pereira de la finca “La Altamira” para estudiar en las Escuelas Públicas, las Señoritas Torres tenían un Colegio en la

carrera séptima con calle dieciocho. Aquello era una casa de tres plantas, con corredores hacia el frente, en el segundo y tercer piso, hacia la carrera. Parece que esta es la misma casa donde está ubicado el Café “España”. Aquel lugar fue reformado, cuando fue su dueño don Alfonso Jaramillo Gutiérrez.

En esta manzana, hacia la carrera sexta, había un solar grande que contenía una laguna natural. Parece que este era el nacimiento de un arroyo que se extendía al sur y desembocaba en la quebrada Egoyá. Allí construyó una enramada enorme don Joaquín López, en donde está ubicado el Club Rialto, y montó un taller de mecánica, en el que ocupó muchos obreros haciendo máquinas de pelar café y otros menesteres inherentes al oficio. Este taller fue suyo hasta el momento en que lo llamó Dios para la vida eterna.

El Colegio de las Señoritas Torres tuvo el privilegio de ser, en ese entonces, el establecimiento en donde se educaron las más encumbradas niñas del pueblo. Allí ocuparon sus puestos las hijas y las nietas de los Marulanda, que llegaron de Sonsón, y de todos los antioqueños que empujaron de La Ceja, Abejorral, Rionegro y Marinilla hasta la Perla del Otún, que los acogió en su seno y que les pagó con creces. Por eso todas esas gentes adoraron el terruño que escogieron, en el que multiplicaron sus familias, muchas de las cuales ocuparon el “Colegio de las Señoritas Torres”.

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En 1907 mi madre llegó hasta donde las Señoritas Torres en demanda de un puesto para mi hermana Juanita. La petición no tuvo campo, pues la señorita Ana Torres P., la Directora del Colegio, no pudo dar cabida a la alumna en una de sus aulas, pero la recibió para las artes manuales que ellas habían fundado pocos meses antes.

No sé si el edificio de la carrera séptima donde funcionaba el colegio era de las señoritas Torres. Parece que no, porque ellas más tarde levantaron un edificio en la carrera novena con la calle veintiuna y allí enseñaron hasta el final de sus vidas meritorias.

Las Torres eran varias pero la Directora del Plantel fue siempre la señorita Ana. Con ella se arreglaban las matrículas y a ella se elevaban las quejas si surgía algún conflicto.

Tuvieron un hermano, que si no estoy mal se llamaba Pedro Emilio, y digo esto porque en la Escuela Pública en donde estudié, él fue uno de mis profesores.

Lo que sí puede decirse es que todas las damas que hoy son las abuelas y bisabuelas -vivas o muertas- de las gentes que cruzan por las calles de Pereira, fueron educadas en el Colegio de las Señorita Torres, las que también se fueron para el Eterno, después de la labor cumplida, esa labor inmensa de “enseñar al que no sabe”.

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Roberto Murillo

En el mismo local donde yo estudiaba en el año de 1907, también lo hacían Guillermo Echeverri Bustamante, Miguel Rivera, Julio Botero y Roberto

Murillo. Todos eran mayores que yo.

Mi madre, para entrarnos al estudio, había alquilado una casa en la esquina noreste de la que es hoy la calle veintidós con carrera décima. Miguel Rivera vivía en la misma calle, entre carreras novena y décima, y Roberto Murillo, en la carrera décima, entre calles veintiuna y veintidós. Fueron estos mis vecinos y los primeros condiscípulos del plantel.

Algunos niños de la escuela habían recibido remoquetes. Por eso entre los estudiantes, siempre que nombraban a Roberto Murillo le decían “Moquitos”. Como a éste no le mortificaba el remoquete, yo siempre lo llamé “Moquitos”, sin titubear.

A los dos meses mi hermana Juanita, mi primo Roberto y mi persona, fuimos regresados a la casona de “Altamira”, por las enfermedades endémicas que nos atacaron, y desde entonces no volví a conversar con mi condiscípulo Roberto Murillo.

En 1942 fui nombrado Inspector Departamental de Policía de la Fonda Central. Un sábado en la tarde, por iniciativa del Administrador del Ingenio de Panela “Dinamarca”, me trasladé a las instalaciones de la Empresa.

Entre los hombres que cargaban la caña en mulas, con hangarillas y garabatos, venía Roberto Murillo. Fue un

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grito de emoción entre el que estas cosas escribe y el nieto de Encarnación Murillo.

Entretenidos en el saludo sacramental nos encontrábamos, cuando varios arrieros le gritaron a Roberto Murillo:

“Cholego”, vea que se le van a salir las mulas de la corraleja.

Ya no era mi condiscípulo “Moquitos” sino el amigo “Cholego”, que acarreaba la caña de los cañadulzales para abastecer la máquina hidráulica que molía para trescientas cargas de panela semanales, a favor de su dueño, don Guillermo Cárdenas.

Tarde de la noche de aquellas veinticuatro horas, en medio de la fiesta que improvisaron en beneficio del Inspector, le pregunté a Roberto Murillo:

¿Por qué lo llaman “Cholego” en lugar de “Moquitos”, como hace treinta y cinco años en la Escuela Pública?

Sencillamente, respondió, a Don Roberto Marulanda le arrié siempre el caballo de los hatillos cuando viajaba a Bogotá, como senador o ministro. Don Roberto, cuando tenía preparado el viaje y yo pasaba frente a su casa en la Plaza de Bolívar, me gritaba desde sus tribunas: “Colega, mañana salimos para la capital”. Un día que regresábamos de Bogotá, llegando a la posada “La Lora”, el caballo en que montaba don Roberto tropezó, clavó la cabeza. Yo, del susto, le grité desde atrás: “¡Cuidado, Cholego, cómo lo mata ese caballo! Desde entonces, don Roberto no volvió a decirme “Colega” sino “Cholego” y así se los enseñó a las demás gentes de la tierra.

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Victoriano Rivera

Victoriano era el nombre del padre de Miguel Rivera, mi condiscípulo y amigo cuando estuve en la escuela. Su casa y la mía se distanciaban

por cuarenta metros de calle empedrada.

No recuerdo la manera cómo llegué a la casa de don Victoriano, pero sí quedó metida en mi recuerdo su figura, su manera de ser, su modo de trabajar, tanto en su taller de relojería, que tenía instalado en un local que seguía del portón de su casa, como en una Industria que montó e hizo suya, desde que yo estaba en la escuela hasta después que visité con mi madre, su familia. Allí pude contemplar toda clase de relojes. A mí me habló de los relojes de sol, de los de fuego, de los de arena, de los de agua, de los de pesas, de los de péndulo, de los de cristal de cuarzo y de los “cucú”, uno de los cuales pendía de las paredes verticales del taller y cada rato salía el pajarito a dar las horas.

Cuando don Victoriano montó su industria de Cerveza Amarga, yo fui uno de los primeros niños que le sirvió para corchar botellas. Para ello había comprado una máquina que se accionaba con el pie e introducían las partículas de alcornoque en la boca de cada botella llena del producto. Cuando esto ocurrió, la casa se convirtió en un arrume y tanques grandes que se llenaban de un mosto compuesto de cebada, lúpulo, levadura y agua, composición que se fermentaba, se envasaba en las botellas, se les colocaban los corchos, se les pegaba un tiquete ovoide en la barriga y de allí salían en cajones sobre los lomos de un caballo para repartir en las tiendas y cantinas del pueblo.

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Era un placer, lo digo por experiencia, emborracharse con la cerveza negra de don Victoriano Rivera. Las calorías de su fermentación no alcanzaban al cinco por ciento de alcohol y por eso su fórmula era igual a la usada después por los técnicos alemanes. Es decir, la misma que se vende en todo el mundo.

Sus hijos, Miguel y Jorge, Ernestina y Jovita le ayudaban al viejo. Especialmente el primero de ellos, que desbarataba los relojes que encontraba en su mano y llegó a ser un experto en estos menesteres y en muchos asuntos de mecánica y fundición.

Don Victoriano tenía un cuñado de apellido Sepúlveda, afiliado a la religión Evangélica. Por eso un día, cuando menos lo pensaron en su casa, se apareció con la Biblia debajo de su brazo. Esto lo supo el Párroco de entonces y el sermón de la misa siguiente fue una catilinaria contra don Victoriano.

Cuando publiqué mis primeros versos en mi novecientos diez y ocho, en las revistas y periódicos del pueblo, ya don Victoriano había marchado con Dios, agarrado de la diestra de Calvino.

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Braulio Salazar Vega

Mi padre, por razones genéticas que ha descubierto la ciencia, fue el que me hizo luchador y terco, no en todas, sino en varias

cosas de la vida. Fue él quien puso el jugo de la mala cara con la cual nací y la insistencia con la que la he llevado, y fue el primero que me enseñó que la Canción es el caso más popular de la existencia, pues vibra en el alma del noble y del plebeyo, la de quienes viven con boato alrededor de las plazas cuadrangulares y la de quienes habitan las chozas pajizas de la montaña.

Y es porque la Canción la construye un poeta, pobre o rico, la lleva al pentagrama el compositor de las mismas circunstancias, pero cuando ya está conformada, con ella se canta la serenata a las muchachas de los balcones en el pueblo o la ciudad, lo mismo que a las niñas campesinas de las montañas o de los callejones.

Por eso recuerdo a mi padre, Braulio Salazar, porque la canción que escuchaba en el pueblo, si no se la aprendía de memoria, suplicaba a quienes se las oía que le aventaran una copia de ella, aun cuando fuese con la letra patoja de entonces. De esta manera llegaba a su rancho, descolgaba el tiple de la cabecera de la cama y se ponía a cantar la tonada que traía metida en sus oídos y que entraba como una lección en la imaginación de sus hijos. Así, de su boca, rasgando las cuerdas del tiple y las de la guitarra que estaba siempre en manos de mi hermana desde que contaba los siete años de edad, a mi padre le aprendí la primera canción que decía:

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“Soy pirata y navego en los mares, donde todos escuchan mi voz.Soy feliz entre tantos azares y no tengo más leyes que Dios.”

A él fue a quien le oí la primera vez:

“Ató con cintas los desnudos huesos, el yerto cráneo coronó de flores. La horrible boca la cubrió de besos y le contó sonriendo sus amores”.

Estas canciones las traían a Pereira los primeros músicos que se aventuraban a llegar a las ferias semestrales que se celebraban en el pueblo. Mi padre las transportaba a la vereda “Altamira” e indudablemente esto sucedía en todas las regiones del campo. Es decir, a la parte urbana las traían los que llegaban de Medellín, Bogotá, Ibagué, etc.; a la rural, los campesinos que salían a comprar el mercado semanal.

Un día, después del consabido viaje a Pereira, para llevar la remesa de la semana, se apareció mi padre con una canción escrita con letra patoja que terminaba:

“En dobles batallones os lo guardan, en dobles filas tus pestañas crespas”.

Era una bella canción que por mucho tiempo se oyó en la vereda “Altamira”, pues mi padre la enseñó a colindantes y vecinos, estos a los suyos y así se fue extendiendo como las ondas en una laguna cuando se arroja una piedra.

La canción no tiene límites, tanto por lo que ella dice, como por los acordes, pues se riega como las malas noticias.

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Quedé convencido de lo que decía mi padre cuando me encontraba en tierras del Chocó, descendiendo por una de sus lomas a sacar maderas de cedro a una hondonada. Allí oí que los aserradores cantaban:

“Vecinita de mi vida, vecinita de mi alero, ¿por qué te encuentras esquiva sabiendo que yo te quiero?”.

Esta fue una de mis grandes satisfacciones, pues la canción era de uno de mis más grandes amigos, uno de los más grandes hombres que juegan con la metáfora: Luis Carlos González Mejía.

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Don Clotario Sánchez

Yo estaba muy pequeño cuando mi padre le llevó una novela a mi hermana para que leyera. Se llamaba “Aura o las Violetas”. Supe, porque él se

lo dijo, que ese libro pertenecía a la Biblioteca de don Clotario Sánchez.

Desde entonces supe que existía esta Biblioteca.Aprendí el nombre de su dueño, el que me sirvió más tarde para meterme entre los libros de viejo y decirle que me alquilara una de sus obras. Ese día llevé a mi casa “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”, el que leyó con ansia infinita mi hermana y escuchamos mi madre, mi bisabuela, la tía Isabel y mi persona.

A los ocho días volví, entregué el libro y llevé otro. Recuerdo que llamaba “Napoleón el Pequeño”, de Víctor Hugo. Seguí sacando libros cada semana de la biblioteca de don Clotario, para leerlos con mi hermana. Llevé a “Bug-Jargal”, “Las rosas de la tarde”, “Genoveva de Brabante” y “Las mil y una noches”.

En aquellos tiempos, cuando conocí a don Clotario Sánchez, ya él era un hombre lleno de años. Bien recuerdo que tenía su biblioteca en la parte oriental de la Plaza de Bolívar. Por eso puedo decir que no conocí otro oficio a don Clotario. Lo que sí supe cuando fui hombre, es que don Clotario Sánchez era tío de Juan Bolívar y como éste me contó que ellos habían venido de Chía (Cundinamarca), deduzco de esta afirmación que don Clotario también emigró de Cundinamarca a la tierra del Otún.

Se sabe, pues, que don Clotario llegó a Pereira en el año de mil ochocientos ochenta y cinco, con una familia que

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no era numerosa y con él debe haber llegado la madre de Juan Bolívar, que era su hermana. Aquí se instalaron y trabajaron desde entonces en bien del pueblo que crecía aceleradamente.

Don Clotario fue el padre de una hija que se llamaba Dolores, pero que sus amigos y parientes le decían Lola. Era una mujer alta, delgada, simpática, llena de entusiasmo en la vida, tanto que quien la trataba quedaba prendado de su conversación.

Don Clotario fue el progenitor de Martín, quien trajo a este pueblo la primera máquina de retratar. ”Daguerrotipo” llamaban en ese entonces esta clase de aparatos y con ella entusiasmó a los que habitaban en Pereira. Don Clotario fue también el padre de Ricardo Sánchez, célebre corresponsal de los diarios de la Capital y colaborador de los semanarios que circulaban en Pereira. En la guerra con el Perú, quizá contratado por un periódico de Bogotá, Ricardo penetró con las fuerzas armadas hasta donde habitaron las tribus de huitotos y llegó hasta el Amazonas, desde donde comunicó los movimientos de las tropas, tanto de Colombia como del Perú.

Ricardo regresó y escribió una historia sobre Pereira, en la que mejor se estampa la vida de los Marulanda, pues era siempre un admirador de don Valeriano y de don Juan María, antes de la muerte de estos ciudadanos. Como era colaborador asiduo de “El Diario” visitaba los talleres que era donde yo trabajaba. Ricardo estaba afectado por el mal de Hansen, pero era un hecho que yo ignoraba por completo. El caso fue que cuando la guerra con el Perú, ya entraba a Agua de Dios, quizá donde recibía tratamiento y en donde murió en una fecha que no conozco.

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Don Clotario fue el padre de otros dos hijos. Uno que llamaba Julio, a quien conocí con un café bien organizado. En él las gentes jugaban a los billares, mientras otros se acumulaban en garitos secretos a perder o a ganar con las muelas de Santa Apolonia.

Julio Sánchez fue uno de aquellos liberales rebeldes que negaba hasta su propia existencia. Por esto se vio envuelto, con don Jesús Antonio Cardona y otros que no recuerdo, en asuntos de justicia, pues en aquellos tiempos se tomaba por blasfemia cualquier expresión que un ciudadano lanzaba.

Otro de los Sánchez, hermano de Martín y Ricardo, fue uno de quien jamás supe su nombre, pero que tenía su taller de zapatería en la carrera trece entre calles diecisiete y dieciocho. Allí lo vi trabajar por mucho tiempo y vine a saber que era hijo de don Clotario porque Andresito Martínez me lo contó.

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El Mono Máuser

En mi niñez, me correspondió en suerte saborear los dos más populares productos de la época. Claro que todos ellos eran agradables al paladar.

Las panelitas de leche, los buñuelos, las roscas de pandequeso, las del pandebono del Valle eran irremplazables, pero cuando se trataba del pandeyuca del Mono Máuser y de las cucas de don Erasmo López, comestibles fabricados en Pereira, no se encontraba otra cosa más agradable.

Un día, cuando me encontraba en la Escuela Pública que funcionaba en la carrera “Cutucumay” (hoy novena), con las calles “Antonio José Restrepo “y “Francisco Antonio Zea”, (hoy dieciocho y diecinueve), observé a un hombre que subía con una canasta en el brazo derecho, por la carrera “Jorge Robledo” (hoy octava), con destino a la Plaza de Mercado. Un caballero surgió de una tienda y gritó:

-Máuser, ¿cuántos? -Siete, nada más, contestó el aludido.

Más adelante, de otra tienda surgió otro y gritó:

-¿Cuántos, Máuser? -Tres, no más, contestó el Mono.

Toda esta cantinela siguió por la carrera, hasta que el Mono Máuser desembocó a la Plaza, en donde se desparramaban los toldos en todas direcciones. De las carnicerías le gritaban:

-Mono Máuser, ¿cuántos?

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Este contestaba:

- Uno, nada más-, arrimándose con su canasta llena de pan de yucas.

Esto ocurría desde los toldos de las ventas de chicha subidora, hasta los de sal y velas de cebo. El hombre, cuando acababa, regresaba a llevar más surtido. De esta manera el Mono Máuser no descansaba un solo instante los días de mercado. Cuando acababa con una de sus canastas, volvía a San Jerónimo, donde era su residencia, y a los pocos minutos surgía por una de las esquinas de la plaza. Era lo que puede decirse, un gran trabajador.

Recorría calles, carreras, cacharrerías, ventas de víveres, revuelterías. Los puestos de las caucanas que vendían remolachas, grajeas, colaciones, hornos pequeños de asar hojaldres y pandequeso, cayanas para tostar el café, tinajas para almacenar el agua, panelitas de leche, pandebono y manjar blanco, en lo que eran expertas.

Al Mono Máuser nunca le supe su nombre ni sus apellidos. Solo recuerdo que era de pelo rubio, de cuerpo bajo, regordete, dicharachero y confianzudo, casi empalagoso. Yo que nací haciendo mala cara, la que he sostenido hasta sentirme viejo, no me gustaban las maneras de comportarse de este ciudadano.

Un día tropecé con el Mono Máuser en “San Jerónimo”, frente a la finca de misiá María, viuda de Hoyos. Yo vagaba tirándoles piedras y frutas con cauchera a los pajaritos, cuando me llamó, encorvando los dedos de la mano derecha. Cuando llegué a él me tomó del brazo y me dijo:

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-Monito, ¿vamos a bañarnos a Consota?-

No sé si su invitación encerraba malicia, pero lo que sí sé fue que desde este momento me azotó el odio contra el hombre que fabricaba los más buenos pandeyucas de la ciudad.

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Crisólogo Marín

Cuando el área urbana de Pereira se amplió a ciento veinte manzanas rectangulares y los dirigentes del pueblo les pusieron nombres a sus

calles y carreras, éstas eran de la de “Gonzalo Jiménez de Quesada” a la del “Panteón”, (hoy calles primera y treinta y dos) y de “Huáscar” a “Sinifá” (hoy carreras primera y catorce.) Pero cuando mi madre me trajo pequeño al pueblo, lo poblado era de la calle “Antonio Nariño” hasta el “Panteón”, (hoy calle décima hasta la treinta y dos) y de la “Quiramá” a la “Cutucumay” (hoy carreras sexta a la novena).

Un día mi madre me tomó de la mano y caminó conmigo por la carrera “Jorge Robledo” (hoy octava). Cuando llegamos a la calle “Antonio Nariño” (hoy décima), los caminos se partían. El uno giró al norte y el otro siguió al oriente. Por este último continuamos nuestra marcha. Por el lado izquierdo, rastrojeras y potreros, cuyo dueño llamaba Crisólogo Marín. Por el derecho, cafetales y plataneras, pertenecientes a distintas personas.

Por aquel, que era el camino del Otún y de la Bella, más allá de Canceles y Morrón, bajaba una acequia de aguas cristalinas corriendo sobre la tierra amarillenta. Entre las calles “Antonio Villavicencio” (hoy novena) y “Antonio Nariño” (hoy décima), las aguas se precipitaban a una especie de hueco, en donde tomaban los atanores que conducían la corriente hasta la Plaza Mayor.

Unas tres cuadras más arriba de donde dejamos el camino que iba al norte, mi madre entró conmigo de la mano al ranchito que ocupaba Cornelio Gómez, con su mujer y sus hijos, uno de los cuales era ahijado de mis padres.

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Nunca supe dónde era la residencia del señor Crisólogo Marín, pero de lo que sí me di cuenta, fue de que el destartalado rancho en donde habitaba Cornelio Gómez con su familia estaba ubicado dentro de los predios de aquel hombre.

Desde el viaje con mi madre por la carrera “Jorge Robledo” (hoy octava), al siguiente caso, no corrió mucho tiempo. Un día cualquiera, desde el amanecer, se fue aglomerando la gente, frente al punto donde el agua caía para tomar los atanores del acueducto. La aglomeración se hacía con el fin de observar el pie de un ser humano que salía del hueco y que debía ser del cuerpo de alguien que se había caído y ahogado, cuya cabeza estaba en el fondo.

Cuando las gentes en abundancia comentaban el caso macabro y muchas de las ancianas rezaban Padrenuestros y prendían velas alrededor del hueco, llegó una señora, cuyo nombre se me fue, que vivía en la única casa de guadua que había entre calles “Antonio Nariño” y “Cabrera” (hoy entre diez y once), se abrió paso por entre la multitud y cuando observó la parte del cuerpo que brotaba del pozo, gritó: “Ese es Crisólogo Marín».

¿Cómo hizo aquella mujer para saber que el que estaba allí, metido entre las aguas era el dueño de los terrenos que ocupaban las riberas del Otún, desde la calle “Jiménez de Quesada” hasta la “Antonio Nariño” (hoy primera y décima)? La explicación es sencilla. A Crisólogo Marín le faltaba la falangeta del meñique de su pie izquierdo, que era el mismo que se encontraba recostado en la pared del hueco de las aguas.

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Rubén González

De la calle diez hacia el este y de la carrera octava hacia el norte, todo era potreros, cañeros y chiriviscos, de propiedad de Crisólogo Marín.

Hacia el oeste y el sur, nunca supe de quién o de quiénes eran las propiedades. Lo que sí puedo decir, porque lo recuerdo muy bien, es que en la esquina de la “Antonio Nariño” con “Quiramá” (hoy sexta con décima), tenía su casa Rubén González.

Rubén González y sus hermanos, Moisés y Abraham, fabricaban colchones de junco y esteras de enes y los sábados los vendían en el mercado. Sus toldos las instalaban junto a la casa de habitación de don Valeriano Marulanda (hoy la casa del Obispo). Como no conocí vendiendo chicha subidora o “forcha” más que a esta tripleta de hermanos, se me hizo raro un día que tomé un libro y leí en una de sus páginas:

“Cuando todo esto ocurría, tenía su venta el MONO MAUSER, que hacía las delicias de chicos y viejos, con unos pandeyucas monumentales, grandes como un neumático de camión, dorados como un collar de oropel y que vendía acompañados de un vaso de chicha subidora, que llamaba “forcha”2.

Si el Mono Máuser tuvo toldo, de la manera como lo narra el autor del libro, fue mucho antes de yo haber conocido el célebre personaje.

De estos tres González, Rubén y Moisés eran casados con dos hermanas de mi padre. Por eso las primeras veces que me trajeron a Pereira, lo hicieron a la casa de

2 URIBE Uribe, Fernando. “Historia de una ciudad: Pereira. Pereira: Papiro, 2002. Pág. 102

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Rubén González. Esto ocurrió cuando la muerte de mi abuela paterna, Margarita Vega, viuda de Salazar.

Recuerdo la impresión que me causó el camino en curvas que bajaba de su casa al río Otún, donde se encontraba el puente cubierto con tejas de barro y entablado, con teleras de comino. Luego el ascenso para subir a “La Popa”.

De la casa de Rubén para abajo eran guaduales y montes, que se extendían en todos los contornos. En lo que hoy es la carrera sexta, sólo había una angosta trocha, caminando por la cual se llegaba al pequeño rancho de mi abuela. Recuerdo que cuando llegamos a él, ya Margarita Vega descansaba entre un cajón negro, sobre el cual mis padres estiraron los brazos y se pusieron a llorar. A mí me subieron a sus brazos mis tías, llorando y diciendo: “Qué bello es el hijo de Braulio”.

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Doctor Mariano Montoya

Una tarde mi padre y yo salimos de la ciudad, de regreso a la casa solariega. Llegamos a un puentecito de guadua que se encontraba tendido

sobre la quebrada Egoyá. Al lado derecho del arroyo, un viejecito había colocado una mesa y sobre ella una Vitrola cuadrangulada, de bocina completamente roja. Al lado derecho, un perro blanco aguzaba el oído.

Mi padre, extrajo una moneda de uno de los bolsillos y la entregó al anciano, mientras dijo: “Toque la Batalla de Palonegro”. Cuando terminó el macabro espectáculo, mi padre cruzó el puente de guadua y tomó la pendiente para entrar a la finca de doña María, viuda de Hoyos, que se llamaba “San Jerónimo”. Yo lo seguí pegado a su trasero.

Adelante, se bifurcaba el camino: uno que conducía a Cartago y el otro que debía llevarnos a nuestro destino, a la Finca “Altamira”, de mi padrino Canuto.

Delante de nosotros, un ciudadano que viajaba por la vía de Cartago montado en un caballo, dobló por el mismo camino que nosotros íbamos a seguir. Bajando a la quebrada “La Arenosa”, el hombre miró hacia atrás y saludó a mi padre. “Buenas tardes, doctor Montoya”, fue la respuesta de mi progenitor. Los dos se emparejaron a conversar y yo me pegué a las crines de la cola del caballo.

Antes de descender a la quebrada “La Dulcera”, pude observar que el que iba con mi padre hacía mover las puntas de su bigote. Disimuladamente, pasé adelante y vi que aquel doctor Montoya hacía bailar su bozo, con los gestos que hacía con su boca. En él esto era una costumbre convertida en una manía sin remedio.

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Con el tiempo, supe que Mariano Montoya era un Ingeniero Civil, dueño de la finca “El Jardín”, ubicada frente a lo que son hoy la Universidad Libre y la cárcel del Circuito, al sur del camino hacia Cartago.

Después supe que el doctor Mariano Montoya y don Carlos Echeverri Uribe fueron los redactores de “El Pijao”, el primer periódico que vio la luz pública en Pereira, antes del año de 1909, y que en este año se fundó “El Cauca”, cuando llegó de Manizales la Imprenta que se llamó Nariño.

Al doctor Mariano Montoya lo observé en mi niñez con cuidado y crucé varias veces por el frente de su hacienda, no porque me hubiera interesado su manera de ser, sino para verle bailar su bigote con las piruetas de su cara, que empezó como costumbre y terminó como una manía arraigada.

No volví a saber de la existencia del doctor Mariano Montoya, pero imagino que el último gesto de su vida lo hizo para que bailaran las dos crenchas de su bigote, mientras los deudos lo encomendaban a las bondades de Dios.

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El Niño Dios

Se sabe que en el año de mil novecientos cinco, el señor Don Emiliano Botero introdujo a Pereira la primera imprenta, que en ella fundaron el primer

periódico los señores doctor Mariano Montoya A. y don Carlos Echeverri Uribe y que después, el dueño de la empresa fundó “El Esfuerzo”. Este don Emiliano Botero, entre sus hijos tuvo uno que bautizó con el nombre de Julio, quien estuvo en la escuela conmigo, en donde le pusieron el remoquete de “El Niño Dios”.

Julio Botero jamás protestó por el supuesto nombre. Antes bien, parecía que le gustaba que le dijeran “El Niño Dios”, y llegó hasta tal punto este hecho, que cuando lo volví a encontrar en el camino de mi vida, él tenía sus veintiséis años y yo apenas corría por los diez y nueve, todavía en Pereira le decían “El Niño Dios”.

A Julio Botero, no sé si fue su padre, le enseñaron el arte de impresor, pero eran sus manos tan duras y su cerebro tan lavado de ideas que no pudo levantar más que una galera de tipo longprimer en el día, tan llena de disparates ortográficos, que se gastaba más tiempo en corregirla que en hacerla. Fue el motivo para que abandonara este oficio en la Imprenta Nariño y tomara como destino terciarse un cajón de madera y vender bisuterías por los campos de Pereira.

Un día se vio tan mal “El Niño Dios” que resolvió, como Guerrero3, construir un globo de trapo y elevarse en él, hasta perderse detrás de las nubes del espacio. Así lo hizo con ayuda de los comerciantes y amigos y un día lo

3 El autor se refi ere a Antonio Guerrero, acróbata mexicano que visitó Medellín en 1875, que entre sus números incluía el vuelo en un globo de trapo sobre la ciudad.

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vimos tomar el mando de su nave y subir tanto que las gentes del pueblo quedaron admiradas de su hazaña.

Con un bonete rojo y con una bolsa roja también, ensartada en un palo, después de aterrizar en el centrodel Pueblo, sobre el tejado de unas habitaciones, “El Niño Dios” recorrió el comercio, seguido por la chiquillada que lo admiraba, con su atuendo granate, hasta sentirse complacido con las monedas que le aventaron de todas partes del pueblo. Así hizo varios viajes a las esferas visibles del pueblo, hasta que la última vez resultó poco lo que le dieron en recompensa. Fue cuando se sintió fracasado en su destino de aeronauta.

Regresó entonces a su primer destino de cacharrero, caminando por todas la veredas, hasta que un día, de regreso de Frailes, entró al puente del Ferrocarril con su cajón colgando del cuello, pegado sobre su estómago saliente.

No había caminado diez metros sobre las traviesas del puente, cuando una de las máquinas dio el pitazo de prevención. “El Niño Dios” miró hacia atrás y vio que la locomotora asomaba a menos de una cuadra de distancia. Intentó devolverse pero ya no había tiempo. La rauda máquina avanzaba, aventando humo negro de su caldera y humo blanco por entre las ruedas de locomoción.

Este puente, fuera de la estructura que sostenía los durmientes y los rieles, era dueño de dos laterales a 80 ó 100 centímetros más abajo. Por eso, cuando la trompa de la máquina pisó el estribo del puente, el “Niño Dios” se tiró al lateral, con tan mala suerte, que el peso del cajón que pesaba sobre su estómago, lo empujó hacia adelante, cayendo al fondo del río, en medio de un charco. Este charco salvó al “Niño Dios“ de la muerte. En cualquiera otra parte, su cuerpo se

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hubiera estrellado contra los pedrejones y hubiera muerto de manera instantánea.

Julio Botero, “El Niño Dios”, vivió después mucho tiempo, pues de las magulladuras de su caída al río Otún, se repuso y siguió trabajando por los ejidos y por las veredas de Pereira.

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David López

David López fue un personaje conocido en Pereira en el siglo pasado por un caso que cuento en el primer cuadro de mi obra intitulada “El corazón

de la estrella”. Más o menos esto sucedió de la siguiente manera:

Son las diez de la mañana del día catorce de julio de mil ochocientos noventa. En la esquina noreste de la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Bolívar) se ha arremolinado la gente. Unos callan, temblorosos, y otros comentan en voz baja. Va a culminar un caso que viene intrigando a todos desde el seis de diciembre de mil ochocientos ochenta y ocho.

Veo que todos ustedes están intrigados. Cierren entonces los ojos y trasládense en mi compañía a la Villa de Cartago. Penetren conmigo a una tienda de misceláneas, ubicada cerca a la Plaza Mayor. Es el tres de diciembre de mil ochocientos ochenta y ocho. Allí nos encontramos con Joaquín Noreña, su dueño, contando monedas y echándolas a una bolsa. Después conversan con dos hombres, a quienes les manifiesta que está en espera del señor Ricardo Torres, correísta (sic) de profesión, con quien viajará a la población de Roldanillo a terminar un negocio de urgencia. Veamos el seis del mismo mes al correísta aparejando las mulas, atando sus cargas y marchando en compañía del señor Noreña, con destino a la población de Roldanillo.

En un punto denominado Caracolí alcanzan a un David López y a un Baudilio Sánchez, los mismos que conversaban el día tres con el señor Noreña, y juntos, los cuatro, continúan el camino. Un poco más adelante

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hay que cruzar una quebrada que no tiene puente por el camino real, pero que sí lo tiene por un desecho.

Noreña ordena que vayan por el desecho el correísta y sus acompañantes, quienes van a pie, y él que marcha a caballo, arrea la recua. Al llegar al punto donde salía la brecha, se encuentra con David López, quien grita desesperadamente, diciendo que unos negros les han salido y han asesinado al señor Ricardo Torres, el correísta. David y Baudilio Sánchez, en su desespero se devuelven para Cartago. Joaquín Noreña, también desesperado, se entra a la casa de un señor Bonifacio Gordillo.

En la orilla del río La Vieja está el pasero Julio Rivera, quien juega al naipe con Joaquín Varela, al pie de un árbol de mortiño. Al mismo tiempo marchan los fugitivos y no se percatan de los que silenciosamente lanzan las cartas sobre el tendido y recogen las basas. Los que marchan de huida, David López y Baudilio Sánchez, conversan sobre el crimen que acaban de cometer. Varela y Rivera los detienen y los vuelven a Cartago, en donde les instruyen el sumario. Las diligencias pasan al Tribunal de Penas de la ciudad de Buga donde son juzgados y condenados: Baudilio Sánchez, a diez años de presidio, y David López a morir en el Banquillo en la Villa de Pereira, para escarmiento de los antioqueños.

La anterior narración es la manera como se cometió el crimen. Por eso a las diez de la mañana del día catorce de julio de mil ochocientos noventa, las gentes se arremolinaban y hacían tumultos en la plaza de Bolívar, al frente de la que fue la casa de don Jesús Ormaza, porque allí, precisamente, se había levantado el Banquillo para ejecutar a David López, el esposo de Rosario Marulanda, quienes habitaban en Pereira desde tiempo atrás.

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Cuentan que a David López, después que un sacerdote le encomendó su alma a Dios, le fueron a poner la venda en los ojos como era costumbre, pero éste la rechazó, gritando:

“Yo no temo a la muerte, mis amigos,ni me importa la cuenta que he de dar.Sólo siento morir en un banquilloy dejar el Partido Liberal.”

De allí en adelante sólo se oyó la descarga terrible, disparada por unos soldados, que arrebató la vida a David López, para escarmiento de los antioqueños, como decía la Sentencia. Desde entonces nadie más ha sido muerto en Pereira por mandato de la justicia y nadie fue sentenciado antes.

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El crimen de la calle 16

Un día estaba la Banda de Músicos en el Teatro Caldas. Ya iba a empezar la función y por ello, los que llevaban los instrumentos estaban

alrededor del hemiciclo. De pronto -contaron los que presenciaron los hechos- arrimó a la puerta un hombre joven y pidió que lo dejaran entrar, que tenía que llamar a uno de los músicos. El hombre avanzó, se dirigió hasta donde estaba la banda y volvió a salir con el más joven de los que tocaban. En la esquina doblaron a mano izquierda y de allí nadie supo más de estos hombres.

Al día siguiente, uno de los pajes que tenían a su servicio los ricos del pueblo, viajó por la calle dieciséis y se internó por entre chiriviscos, llegó al potrero, al que se entraba cerca del río, penetró y arreó las vacas que le era obligación llevar para ordeñarlas en los solares de las casas. En la ida no vio nada particular, pero cuando regresaba con los animales alcanzó a observar, en una piedra grande, unos chorros de sangre. Este no le paró mientes al asunto y siguió en cumplimiento de su oficio.

Más tarde viajó otro de las mismas características y cuando descendía por la que es hoy la carrera tercera, observó los chorros de sangre pegados a la piedra. Buscó por el lado derecho, cuando vio los alambres de púa que conformaba la cerca. Arrimó hasta ellos cuando, pegados a las púas, había pedazos de piel, como si de aquel alambrado una persona se hubiese aferrado y la otra la hubiese halado hasta desprenderla. Al sujeto le entró curiosidad por haber descubierto esta sangre y el desgarre de la piel en los alambres de la cerca y se adentró por una especie de arrastradero que encontró. A pocos metros descubrió el cadáver del músico que

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había salido del Teatro Caldas con el hombre forastero que nadie conoció.

El muchacho arriero de vacas, el segundo de los que bajaron por la calle dieciséis, se vino hasta el centro y contó el terrible descubrimiento. Las gentes se alarmaron y corrieron al lugar de los acontecimientos. Yo hice el mismo viaje, cuando ya las autoridades habían levantado el cadáver y pude ver las gotas de sangre de la piedra y las cuerdas del alambre con partículas de piel del muerto. No se pudo saber si al desventurado músico lo maltrataron en la calle dieciséis, por donde entraban y salían las vacas, o lo hicieron dentro del cafetal en donde encontró el cadáver el muchacho arriero de animales.

Lo reprobable de este asesinato fue uno de los pasquines de bajo fondo que dejaron pegados, en los árboles grandes, los que arrebataron la vida a este joven que no llegaba a los veinte años y sobre quien depusieron en su favor todas las personas que lo conocieron.

Diagonal de donde se encontraba el cadáver se levantaba una casa pequeña, cuyo solar estaba cubierto de cafetos. Un día, en una sesión de Espiritistas se dijo que al músico lo habían entrado por este lugar hasta la calle dieciséis. Esto se lo contaron a quienes investigaban y el Jefe de Despacho ordenó que se hicieran requisas en los lugares circunvecinos y que se investigara a quienes habitaban aquellos lugares. Fue cuando se supo que una mujer de aquellos campos que tenía su casa, no recuerdo si en la carrera cuarta o en la quinta, jugaba tute muchas tardes con el que había aparecido asesinado. A estos juegos asistía un relojero de nombre Rafael Calle. Entonces, fue cuando se ordenó la captura de la mujer y del relojero Calle.

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Si no estoy mal, los involucrados en este negocio hicieron gestiones para que el proceso pasara a las autoridades de Manizales, después de lo cual este caso se perdió de mi percepción.

Rafael Calle, el relojero, fue amigo mío en los encuentros de trago y de él solo recuerdo que era moreno subido, mal encarado, pero nadie hablaba mal de su persona, fuera de que era incumplido en sus compromisos de trabajo. Mas cuando fue acusado, no hubo dedo de las gentes que no lo hubiera señalado como un asesino sin conciencia.

No supe nunca si estas gentes fueron enjuiciadas o condenadas o si se les absolvió en el caso investigado. ¿Pueden estas personas estar vivas? No lo creo, porque la muerte de este joven músico ocurrió hace más de cincuenta y cinco años.

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El entierro de mi hermana

En el hogar de mis padres sólo hubo otra hermana: Juana Salazar Ruiz, quien fue veintitrés meses mayor que mi persona. Cuando cumplió los seis

años leía, escribía, cantaba y tocaba la guitarra. En el año de 1971, escribí el segundo tomo de la “Autobiografía Kilométrica” y describí su entierro, la primera tragedia de mi vida, de la siguiente manera:

En la sala de los caminantes ya estaba la camilla que habían fabricado los de la casa para transportar el cadáver. Dos hombres tomaron la caja de las puntas y la colocaron encima. Con lianas de cestillo aseguraron los travesaños, quedando libres las puntas de atrás y de adelante de los largueros. Dionisio Echeverri y Jesús Henao tomaron las dos puntas de adelante y Jesús María Ruíz y Antonio Marulanda las de atrás.Cuando quedó la caja en sus hombros, como una oleada terrible, avasalladora, hendieron los aires los lamentos, los gritos, los quejidos. Los sauces babilonios y los llorones fueron estremecidos por una ráfaga de viento que hizo volar los pajaritos sabaneros que saltaban en las ramas. A la altura del “Plan del Arenillo”, los gritos retumbaban por entre la montaña. Todo mi ser era un autómata que se movía con la fuerza del llanto que ahogaba mi garganta.

El cortejo marchaba por “El Alto del Naranjo” cuando se relevaron los primeros cuatro cargueros. Sobre el Nevado de Santa Isabel, Dios había tendido una sábana blanca enorme. Allí empezaba a pegar el sol y a diluirse los témpanos de hielo. Era un gran sudario que se perdía a la distancia. Las estrellas del cóncavo celeste también habían muerto como Juanita. No se observaba más que un sol trepando hacia el cenit y un

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cortejo bajando al cementerio del pueblo. De trecho en trecho fue creciendo el número de los acompañantes. Primero, salieron Tobías y Salvador Martínez; después, Rafael y Pablo Baena; más abajo, Ramón Cardona y su Señora; seguidamente, los mellizos Patiño, los Cortés, los Campuzano y los Jaramillo. Cerca al puente de la quebrada Consota, una enorme culebra granadilla salió a la vera del camino. Por el momento creí que viajaría con nosotros al cementerio a hacerle compañía a mi hermana, pero no. Abrió sus ojos desmesuradamente, sacó y metió su lengua por varias ocasiones y regresó a la montaña. Parece que apenas fue un adiós misterioso que le hacía el ofidio más venenoso de la región a la más dulce mujer de aquellas veredas.

A las nueve de la mañana estábamos en el cementerio. El olor de las flores que iban sobre la caja de mi hermana y el de las coronas de ciprés que adornaban las tumbas de la Necrópolis, se confundieron. El cortejo penetró por la puerta ancha del cementerio de mi pueblo en aquel entonces. Al abrirla el sepulturero con la llave enorme, los goznes de sus alas chirriaron tristemente. Todos giramos a la derecha, a un punto que indicó el administrador del cementerio. Allí estaba abierto un hueco largo, en medio de dos montones de tierra. Sobre uno de estos montones fue colocada la caja blanca. Dos lazos le pusieron en las puntas y de esta manera la fueron hundiendo entre la tierra.

Allí quedó tendida, con su cabeza al norte y sus pies al sur, como para que abriera sus brazos y marcara con su siniestra por donde se nace, como el sol, y con su diestra por donde se hunde todo en la eternidad. Todo lo había resistido. Mis ojos eran dos redomas vacías, de las que se había derramado todo el jugo de mis lágrimas. Pero cuando la primera palada de tierra pegó en el fondo contra la caja blanca, ese golpe seco pegó en mi corazón y aturdido fui desandando el camino hacia la

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puerta grande de los goznes quejumbrosos. Chuco y yo esperamos afuera a las gentes del cortejo, con quienes regresamos a Altamira, borrachos, ahuyentando la tristeza y con los ojos hinchados de llorar.

Tremendo aquel día sin Juanita. Sobre el corbón de la cañada cantaron un par de diástoles. Los pájaros empezaron a acostarse más temprano que nunca. Los jazmines, los borracheros y los claveles no perfumaron aquella noche. Los sauces, los granados y los higos permanecieron estáticos. No llegó el más leve favonio a impulsar sus ramas. Supongo que el dolor de la noche anterior produjo un cansancio en las cosas, que hizo dormir la naturaleza temprano. Supongo que ya nadie ni nada quería vivir sin la presencia de aquella vida, en cuya carne empezaban a reventar los gusanos. La guitarra con la cinta roja en el clavijero, colgaba en un rincón de la trastienda. Las flores de los girasoles se habían doblado hacia el occidente. Las llamas del fogón se fueron apagando y apenas quedaba un brasero que moría lentamente. ¡Lentamente!

Isabel, la tía de mi madre, se había ido para su cuarto temprano. Pascualito se había encerrado en su pieza. Mi madre, sentada en la sala, sollozaba. Los más pequeños caminaban por los corredores, pegados a las chambranas de los pasamanos. La bisabuela, sentada en un taburete de cuero, miraba el nevado Santa Isabel. El perro barcino aullaba en la hondonada, haciendo estremecer hasta las cosas inanimadas. Tal era la desolación del campo ante la desaparición de la mujer más bella y más inteligente de la vereda de “Altamira”.

El anterior caso narrado, sucedió hace sesenta y dos años, en mil novecientos quince, cuando yo había vivido diez y seis años y Juanita, mi hermana, iba a cumplir los diez y ocho.

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Escolástico Acevedo (“Colaco”)

Un día resolví viajar a la ciudad. Me chanté un vestido de dril saraviado, calcé unas alpargatas sogamoseñas y tomé el camino. Este viaje se

cumplía en uno de los días de la semana. Cuando llegué a la ciudad, entré a la casa de don Victoriano Rivera, descansé un rato conversando con sus tres hijas, Isabel, Jovita y Ernestina. Luego me despedí, tomé la calle veintidós, subí a la carrera octava y doblé a la derecha, con el propósito de llegar a la plaza mayor.

Cuando llegué a la calle veinte, me detuve y miré a la carrera novena en donde vivía un señor Uribe, un medicamentero que le enviaba jaquequines a mi madre para aplacarle los dolores de cabeza que la atormentaban frecuentemente.

Como no tenía afán de viajar, allí me planté un rato, viendo pasar animales por las calles empedradas y las pocas gentes que marchaban por las aceras de ladrillo. Metidos en mi cabeza, pensamientos para construir una ensalada de las que recitaba en Altamira a los arrieros que cubrían los corredores de cargas y los que armaban sus toldos en el camellón.

De pronto, a una velocidad que yo no conocía, repuntó una cosa por la novena y avanzó a donde me encontraba, por la mitad de la calle, zigzagueando de tal manera que lo primero que se me vino a la memoria fue una tragedia de algo que yo no conocía, un aparato que yo veía inmensamente grande produciendo un ruido de golpes sucesivos como de vigas y de alfardas, de reyes y de canes que caían a consecuencia de un terremoto. Estos ruidos sólo los había escuchado en los montes de la casa solariega cuando derriban un árbol gigante.

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El pensamiento, que es más veloz que la luz, envolvió cosas, tantas cosas que hoy no sé comentar, no alcanzo a imaginar, y si las imagino o las observo todas como las capté en el momento del miedo, no me explico cómo encajaron en las células del cerebro. Aquel aparato era cosa de otro mundo, parecido al demonio que me enseñaron a conocer mis descendientes. Intenté correr por la octava hacia abajo o avanzar al centro de la plaza. Quise entrarme a la casa de balcón de las señoritas Posada o correr hasta la Iglesia que apenas estaban construyendo. Es decir, no hubo un punto cardinal a donde no quisiera marchar para esconderme de aquello que era peor que los vestiglos de que me daban cuenta mi bisabuela, mi abuela y mi madre.

Ese miedo terrible fue como una eternidad, pero al fin terminó. Fue entonces cuando me di cuenta que estaba parado en el mismo lugar, apenas con las piernas temblorosas y las manos inmóviles. El terror había paralizado mis nervios y allí me tenían, convertido en una estatua, en una piedra, en algo inanimado. La máquina cruzó la plaza y bajó a la sexta, hasta que se perdió, girando a la derecha. Aquella cosa era el primer automotor que había llegado a la ciudad de Pereira.

Aquello que me confundió, que me llenó de terror, era un automotor marca Ford que habían adquirido don Pacho Uribe, el doctor Juan Bautista Gutiérrez y don Jesús Cano. Lo manejaba aquel día Escolástico Acevedo (“Colaco”), a quien habían contratado los dueños para que se los armara y se los manejara. Este era el primer automóvil que llegaba a la ciudad y “Colaco” el primer chofer que corría por las calles haciendo esguinces en los empedrados, y en las noches y en los días feriados, transportaba a los parrandistas y a las colegialas del barrio a uno y otro lugar de la ciudad.

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Así describe este aparato Fernando Uribe Uribe en su libro “Historia de una Ciudad: Pereira”:

“Tenía bocina de corneta, accionada por una bomba de caucho, luz de carburo que se encendía con un fósforo, después de reemplazar la carga del polvo blanco y graduar el agua habilidosamente, teniendo cuidado que los muchachos no tocaran el botón graduador que inundaba el tanque. El aparato prendía cuando le daba la gana y cuando tal hacía, rodaba de una a otra plaza dando tumbos y saltos sobre el empedrado, durante el día y la noche del sábado y domingo, produciendo buenos rendimientos a los propietarios.”4

Escolástico Acevedo, el viejo “Colaco”, se instaló en Pereira. Aquí contrajo matrimonio, fue amigo de todos y montó una fundición, quizás la segunda del pueblo, pues la primera era la de don Antonio J. Quintero, el viejo zorro, autor de chascarrillos y retruécanos, venido de Caldas, aquella ciudad que se levanta en el Valle de Aburrá. El amigo “Colaco” vivió muchos años en este pueblo, marchó después a Medellín, y allá debe encontrarse, habitando en la casa con los suyos o en el cementerio con los muertos.

4 URIBE Uribe, Fernando. “Historia de una ciudad: Pereira. Pereira: Papiro, 2002. Pág. 98

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Don Nepomoceno Vallejo

Una vez mi padre y mi madre bajaron al pueblo. Yo, aunque estaba muy niño, logré que me trajeran con ellos. Llegamos donde la fundadora

doña Encarnación Murillo. Mi madre pidió permiso para cocer un chocolate, espeso como a ella le gustaba, y lo tomamos con pandequeso. Luego subimos por donde las señoritas Pérez. Mi madre les entregó algo que les mandaba misiá Dominga, su progenitora, y por derechas les pidió permiso para que nos dejaran dormir allí, porque donde las Murillo había chinche, el que a mí me destrozaba.

Entramos a la plaza mayor, como habíamos entrado a la casa cural pocos días antes a decirle al padre Luis Gonzaga mis pecados. Parece que todo me asustaba. Más que todo el eco de las conversaciones de las gentes, del que solo oía un murmullo sordo que se metía por la delicadeza de mis oídos y parecía que perforaba la membrana del tímpano que me hacía ensordecer y quedar como un ilota, en medio de mis padres que me arrastraban de la mano. Sonaron las campanas dando el Ángelus de las doce. Entonces fue cuando me pareció más dulce el berrido de los monos y el grito de los pericos perezosos, el ladrido del perro y el bramido de los terneros, que estos sonidos extraños.

Mis padres arrimaron a los toldos de los señores González, con el objeto de enviarles saludes a Fidelina y María, mis tías, pues ellos eran sus maridos. Rubén me ofreció un vaso con chicha subidora, a mi padre un trago de aguardiente que no lo quiso tomar, medio que logró mi madre para echar mano de la copa y doblársela suavemente sobre sus labios.

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Cuando me sentí aburrido, lleno de la nostalgia que me producía el ruido de las gentes y de las campanas, ese caminar de hombres, mujeres y niños, atravesándose a cada momento por donde marchábamos, les dije a mis padres que nos regresáramos. Era preciso marchar lejos, donde todo fuera silencioso, como lo era la casa solariega. Entonces mi madre terció: “Tenemos que ir donde don Nepomuceno”. (Mi madre siempre decía Nepomuceno, Antolino, Tioromiro y Calistra).

Llegamos al umbral de una de las puertas del almacén. Desde adentro del mostrador nos invitaron a seguir. Quien esto hacía era un señor siempre sonriente, bajo de cuerpo, a quien mi madre le dijo: “Buenas tardes, don Pedro”. Allí había mucha gente que cuchicheaba como los de la plaza. Mi madre dijo que venía a cubrir la cuenta. Más al fondo del mostrador había otro señor, de regular estatura, gordo, con un terno de paño inglés. Mi madre siguió hasta donde él estaba y allí, de un libro corriente de apuntes, sacó la cuenta y se la entregó a ella. Mi padre y yo habíamos quedado plantados cerca a la puerta. Mi madre cubrió la acreencia y se despidió de don Nepomoceno, quien la instó para que llevara más mercancía. Desde ese momento supe que este señor serio, bien vestido, era don Nepomoceno Vallejo.

A don Nepomoceno Vallejo lo seguí viendo cada que mi madre venía a su negocio a llevar mercancías para todos. Así demarca este almacén Fernando Uribe Uribe en su libro “Historia de una ciudad: Pereira”:

“En materia de mercancías, el mayor almacén era el de Vallejo Restrepo y Cía. en la mitad de la cuadra, en la plaza de Bolívar, en el costado del hotel Soratama. Como no teníamos industrias, la mercancía era ciento por ciento extranjeras y casi toda importada de Inglaterra y Estados Unidos y llegaban continuamente por el puerto de

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Buenaventura, las cargas zunchadas de “género para familia” en piezas olorosas, con láminas de colores. La zaraza americana, los cobertores y las sedas, esas sí legítimas de Francia, los pañolones de Jersey, los cortes de paño, las piezas de holán, y los peluches y terciopelos de una envidiable finura, que daban visos con la luz y deslumbraban con su brillo. Claro que había otros comercios de mercancía, pero aquel era el de mayor auge y prestigio, porque don Nepomuceno Vallejo y don Fernando Restrepo, a más de ser comerciantes hábiles, eran personas de gentileza y bondad ingénitas y de honorabilidad por todos reconocida, lo que daba al negocio una suma confianza”.5

Don Nepomuceno Vallejo, con dineros conseguidos en sus negocios, montó una gran hacienda entre Cartago y Anserma, de donde se deduce que las aspiraciones de todas estas gentes llegadas de Antioquia -presumo que él también fue viajero de aquel Departamento- fueron montar fincas y hacer haciendas para sembrarlas de café o surtirlas de ganado. Sus hijos fueron varios. Primeramente, don Gonzalo Vallejo Restrepo, quien ocupó altas posiciones en el Departamento de Caldas, antes de su desmembración. Fue gobernador de Risaralda y concejal del municipio por varias ocasiones. A éste lo sigue don Emilio, quien ocupó la Alcaldía de Pereira; y por último, uno de los menores, graduado en Derecho, quien perdió la vida en un accidente aéreo, ocurrido en un lugar de la costa del norte.

De lo que sí daban fe las gentes de aquellos tiempos era de la honradez acrisolada de don Nepomoceno Vallejo. De su manera correcta de vivir, de su cariño para las gentes de la ciudad y de los campesinos que tenían

5 Ibídem. Pág. 106

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su almacén a la orden para llevar lo necesario a sus familias. Todo el mundo entraba a su almacén a cubrir y a llevar más mercancías, las que quisieran, sin un reproche, pues como lo dice el trozo que reproducimos, su almacén era importador de las mercancías.

De sus hijos, don Gonzalo ha sido el más inteligente. En el año treinta y ocho estuve con él en el cabildo y por esta circunstancia puedo afirmarlo. Yo que he militado en la corriente de don Camilo Mejía Duque desde 1937, puedo decir que los Vallejo lo combatían con ardentía, pero esto no me priva para ensalzar la inteligencia de don Gonzalo. Negársela sería como negar la grandeza de don Marco Fidel Suárez porque era conservador.

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Deogracias Cardona

A don Deogracias Cardona, el padre de los Cardona Tascón, lo conocí ya viejo. Tenía la cabeza blanca y el rostro con bastantes arrugas. Frente a la

habitación de don Jesucito Ormaza, instalaba su toldo los sábados y los miércoles. Sobre la mesa ponía sal de piedra, la que llegaba en terrones blancos y la que se partía en pequeños para vender por libras. Debajo de la mesa colocaba capachos de Sal de Consota y de Arabia, la que gustaban las gentes que tenían ganados en sus fincas. De un cajón sacaba chicharrones del cebo de la res y los colocaba en la balanza de entonces, que era una tabla angosta con agarradera en la mitad y tres cuerdas de donde colgaban dos platos, y los vendía especialmente para fabricar jabón de tierra. En este caso, mi bisabuela era una de sus clientes asiduas. También colgaba de los travesaños del toldo sartas de velas de sebo, para lo cual cada montañero llevaba su tarro de guadua bien fabricado, en donde las introducían para que no se le quebraran.

Don Deogracias Cardona había construido su casa de habitación en la calle “Francisco Antonio Zea”, con carrera “Buriticá”, esquina noreste, (hoy diecinueve con quinta). Allí hizo crecer y fructificar árboles y legumbres. Su casa quedaba a dos cuadras de la Plaza Mayor, por el camino que conducía al Alto del Nudo.

Por él también se viajaba a Santa Rosa, cruzando el Otún por el regadero que tenía entre calles diecinueve y veinte, llegando a la molienda de panela que llamaba “La Popa”, de propiedad de don Samuel Jaramillo. Sus instalaciones eran hidráulicas, con aguas tomadas de la quebrada La Víbora.

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Dice don Carlos Echeverri Uribe:

“El área de población fue trazada primeramente en 1863, por los primeros pobladores y constaba de seis manzanas. Después las trazó, con mayor amplitud, el súbdito británico Mr. Guillermo Fletcher, dejando para el servicio público seis plazas que denominó “La Paz”, “La Victoria” y “La Concordia”, comprendidas entre las calles “Jorge Robledo”, y “Colón”, y “Fe”, “Esperanza,” y “Caridad”, comprendidas entre las carreras que limitan las primeras por oriente y occidente, hacia el río Otún, a dos cuadras de distancia de las primeras.6

Según el anterior relato, la plaza denominada “La Esperanza” quedaba entre carrera quinta y sexta con calles diecinueve y veinte. Allí al frente era la propiedad de don Deogracias Cardona. Pero cuando él tenía su toldo en la plaza de “La Concordia”, de la sexta al río, sólo era el camino que hemos descrito anteriormente, el del “Alto del Nudo” y Santa Rosa de Cabal.

Creo que la propiedad de don Deogracias Cardona era, si no más, al menos una hectárea. Allí sus herederos, que lo fueron don Deogracias, don Jesús Antonio y Marcos, todos inteligentes y emprendedores, vendieron solares, construyeron casas y un edificio en donde han funcionado varios planteles de educación, el primero de ellos el que perteneció a don Deogracias, hijo, del cual surgió el nombre del gran establecimiento, que le hace honor a Pereira: Colegio Deogracias Cardona.

6 ECHEVERRI Uribe, Carlos. Op. Cit. Pág. 61

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Obdulio Gómez Campuzano

Obdulio fue uno de los que más vi trajinar por las calles de Pereira. Su estatura era mediana, su cara redonda y su pelo lo echaba hacia atrás para

que respetara sus ojos vivarachos, unos ojos que movía en todas direcciones. En esos ojos se manifestaba el estado nervioso que lo embargaba. No eran nervios de temor o de miedo, porque hacía las cosas que se proponía, sin acordarse de las consecuencias y sin sacar el cuerpo para entrar en acción. Parece que la realidad de sus nervios partía del encéfalo y en un solo momento vibrara esta red en todas las partes de su cuerpo. Así era Obdulio Gómez.

Siendo muy joven, cuando se dio cuenta de que la Imprenta Nariño se instalaba en Pereira, pensó y llevó a efecto la fundación de un semanario, al que le puso por nombre “Otún”, sin más complicaciones. Esto fue en 1912.

“Otún” no tuvo la acogida que se necesitaba y lo abandonó para reponerlo con “El Maguito”, que vio la luz pública a principios de 1913. Esta segunda obra de su caso intelectual también entró entre los periódicos que nacían y morían en Pereira en aquel entonces.

Obdulio, ese espíritu inquieto que se movía en todas las direcciones, sintió como un deber no dejarse derrotar y fundó su tercera hoja, el periódico crítico que debía durar toda su vida, pues con él lanzó el último suspiro de su vida. Su hoja se llamó “Polidor”, periódico que desde mil novecientos trece, él mismo dirigió, escribió, levantó y armó en su mesa de composición, imprimió en su máquina de mano, repartió en las casas del pueblo, le consiguió los avisos necesarios para su

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subsistencia y cobró estos recibos personalmente en casas, almacenes y cantinas, dinero con el que se casó, engendró hijos y terminó agarrado a las botellas de aguardiente.

Su espíritu, inquieto y nervioso como el mejor ejemplar de los caballos de carreras, sufrió un delirio de persecución. Por todas las partes de su cuerpo encontraba enemigos. Esto lo hizo sufrir mucho pero más cuando le resultó un grano maligno en un muslo, que no pudo sacar la ciencia de la medicina.

“Polidor”, como todo el mundo lo llamaba, resolvió como “El Niño Dios” elevarse en globo hasta perderse detrás de las nubes. Esto lo hizo desde el Lago Uribe Uribe hacia cualquier dirección que lo llevara el viento y fue a caer cerca a los Charcos de la Peña y La Platanera, lugar en donde tuvo que arrojarse de seis metros de altura, porque iba a caer a las aguas turbulentas del río. En la caída se lastimó el seno nasal y el maxilar, por lo que su hazaña sólo fue un sufrimiento y no un triunfo de su vida inquietante.

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Don Andrés Martínez

Supe por la historia que don Andrés Martínez fue el primero que construyó los dos salones del Hospital San Jorge, con lo que empezó el trabajo

asistencial aquella casa de caridad. Estando muy chico, oí hablar de él a mis mayores. Una vez nos trasladamos a El Cedral mi madre y mi persona. Una de sus hijas, Rosita de Betancur, abandonada por su legítimo esposo, la llevó don Andrés a vivir a aquella finca, en donde se ordeñaban más de sesenta vacas y donde había un rebaño de 380 ovejas.

Cuando don Andrés nos propuso que fuéramos a vivir con ellos, Rosita se entusiasmó y le suplicó a mi madre que aceptara, para ella no sentirse tan sola. Mi madre aceptó y de este modo fuimos a vivir a El Cedral, que quedaba hacia el sur de “Altamira”, a unas cuarenta cuadras de distancia. Mi madre ayudó a Rosita en los quehaceres de la casa y a mí me impuso don Andrés la obligación de ser el pastor de las trescientas ochenta ovejas, manteniéndoles aseada la ramada donde dormían y curándoles los gusanos que les resultaran en todas partes del cuerpo.

Allí discurrimos por mucho tiempo. En las mañanas de invierno, luchando con el barro que se le pegaba a la lana de las ovejas y en los veranos, prendiéndole candela a los troncos de los potreros, para ver en las noches el chisporrotear de los incendios.

Don Andrés Martínez, cuando se operó el milagro de mi Ser, ya era dueño de tres haciendas: una en el Departamento del Tolima; otra lindando con mi bisabuela en “Altamira”, en la que fui el Pastor de las

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ovejas; “La Brigada”, que lindaba en aquellos tiempos por la quebrada de Egoyá con el pueblo y avanzaba hasta la quebrada de Consota; y “El Porvenir”, una hacienda que obtuvo Don Andrés después que terminó la “Guerra de los Mil Días”. Él hizo la campaña a favor del Gobierno Conservador y cuando se terminaron las acciones, viajó con el General Carlos Mejía por las ásperas montañas del río Chili y allí se posesionaron y tomaron tierras, tantas tierras frías que don Andrés fue dueño, no solamente de “El Porvenir”, como las llamó, sino de todas las montañas y los espartales del Páramo de Quebrada Grande.

Muchos de los que penetraron en esas tierras hicieron sus viviendas y sembraron pastos. Por esto cuando conocí esos lugares, todos los pegujales tenían nombres de poetas. La que lindaba más arriba del río era “La Linda”. La que estaba a su frente, al otro lado, se llamaba “El Tabor”. La que seguía, más a la cordillera, la del general Carlos Mejía, la bautizó “El Crisol”. El que ocupó las tierras más abajo, las puso “El Pensamiento”, y las primeras diez y seis casas que construyeron las llamaron “Santa Elena”.

La casa de “La Brigada” quedaba en lo que es hoy la carrera trece entre calles diecisiete y dieciocho. Muchos de los que hoy viven, allí la conocieron y allí han visto derribarse el maderamen que había en la manzana, frente oriental del Parque Olaya Herrera. Era una casona grande que redondeaba un patio sembrado de jardines y unos corredores de cuyos aleros se desprendían las golondrinas que jugueteaban hacia arriba con el viento y las matas de melena que acariciaban las auras hacia afuera. Para el oriente, se levantaban árboles frutales; para el occidente, se extendía un pequeño cafetal; para el sur, arrancaba el camino para llegar a Boston, en donde “El Viejo”, un

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hijo de don Andrés que así llamaban, ordeñaba muchas vacas y cuidaba de los demás animales que allí tenía su padre.

Don Andrés tuvo muchos hijos, pero de todos ellos a la que más recuerdo es a sor Teresita Martínez. Yo sabía que una de sus hijas había entrado a obedecer a Dios con vocación acendrada, pero no la conocí nunca. Mas una tarde leí la noticia de que sor Teresa Martínez había caído en plena selva en las riberas del Putumayo, junto con diez y ocho compañeros. Aquella tragedia la viví y la sentí más hondamente que ninguno. Desde este momento no dejé de percibir la prensa llegada de Bogotá que encontraba. Los que cayeron en plena manigua fueron auxiliados por Teresita Martínez, hasta que fueron rescatados unos o hasta que murieron los otros. De los que trajeron a la capital, Teresita Martínez murió, pero no antes de darle valor a los moribundos y de estar al pie de sus compañeros muertos, sino cuando había cumplido todas las obligaciones que le ordenó Dios desde El Eterno.

El último Romance que aparece en “Senderos”7 fue publicado en un periódico de entonces. Allí, cuando lo leo, miro la máquina 627, volando por las riberas del Putumayo; el viento moviendo las alas del pájaro atrevido y sus dos pilotos remontándose a las estrellas, para evitar la tragedia. Allí está sor Teresita Martínez dándoles valor a sus compañeros; allí está ella entregándole el alma a Dios que es espíritu y el cuerpo a la tierra que es materia.

7 Libro escrito por el autor de este libro.

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Benjamín Tejada Córdoba

Estoy seguro que en 1910 Benjamín Tejada Córdoba se encontraba en la ciudad de Yarumal, en el Departamento de Antioquia, regentando un

Colegio de Segunda Enseñanza. Lo cierto de esto es que en 1913 ya se encontraba en la ciudad de Pereira como Director de la Revista “Fraternidad”.

Parece que de acuerdo con el Concejo Municipal y con algunos ciudadanos interesados en la educación de sus hijos, Tejada Córdoba, quien había trabajado en el Magisterio de la tierra de donde vino, fundó el Colegio “Murillo Toro” y para ello, en el mismo año de 1913, sacó “El Instituto”, un periódico para incrementar la enseñanza. Ya en 1915 se le conoce una tercera publicación, la que sale a la luz pública en compañía del doctor Juan Bautista Gutiérrez. Esta la bautizaron con el nombre de “El Surco”.

En 1917, don Ignacio Puerta sacó el “Bien Social”, el mejor de los periódicos fundado hasta entonces en la Imprenta Nariño, tanto por su tamaño como por su contenido que era de interés público. Entre los colaboradores tomó parte Benjamín Tejada Córdoba y no de cualquier modo, sino como el editorialista de la publicación. Fue cuando Alfredo Moreno, el hermano medio de mi madre, tomó como guía a Tejada Córdoba, quien ocupaba uno de los juzgados del municipio.

Cuando me hice impresor y saqué para el público mi pequeña hoja de versos, procuré hacerme amigo de Tejada Córdoba, con el propósito de que revisara uno de mis poemas, para que dijera algo sobre la inspiración que me acompañaba. Su concepto fue de elogios, después de corregir palabras redundantes de la composición.

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Los editoriales de Tejada Córdoba publicados en “Bien Social” cada ocho días, eran páginas maestras, meditadas y correctamente escritas. Cada uno de ellos fue grito de empuje que recibían con entusiasmo los hijos del pueblo. Con Carlos Echeverri Uribe, Julio Rendón, Ernesto Botero y tantos otros, iba cantando la honradez y el trabajo para su pueblo que aspiraba a ser grande. Por eso Pereira no se vio retrasada en sus anhelos de progreso, pues si los que aquí vivían lo predicaban, los que venían se ponían firmes a su servicio. Eso fue Benjamín Tejada Córdoba, un servidor de la ciudad y sus gentes.

Yo he dicho siempre que Luis Tejada, el que rezó la “Oración para que no muera Lenin” y encontró el muñón del rabo de los hombres, esa dualidad de Materia y Espíritu que sólo termina con la muerte, le debió la filosofía a su padre, eminente maestro, gran escritor y encumbrado poeta que los hombres abandonaron. Esa exclamación de “Señor, yo no sabía lo que eran los judíos”, ese bello enredar de alejandrinos, cuando hablaba de “La Pobreza” en construcción. Los peristilos y los capiteles más altos del templo, parecía decir cuando descansaba en la plaza. Esas narraciones en hermosos poemas como “El Tiburón de Coiba” o “Sobre la Vida en Pleno en la Isla de Alcatraz” eran cosas que me dejaban embebidos en mi juventud de soñador.

Cuando recuerdo la conformación de su barba como la de Garcilaso de la Vega, creo que estoy frente al poeta. Así recuerda uno al primer hombre que le otorgó un elogio sincero.

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Alcides Campo

Siempre he respetado al hombre que ha recibido un grado en la Universidad, en cualquiera de los campos del saber, pero más he respetado a los

hombres que sin ese grado, se le han enfrentado a la vida y han llegado más allá de su sus propios recursos, de sus propias aspiraciones. El solo ejemplo de un colombiano basta: don Marco Fidel Suárez.

Bajo este planteamiento hay que comprender que Docto es el que discrimina, desenreda o desenvuelve una o varias de las modalidades del saber, haya o no recibido un grado en el hemiciclo de la Universidad.

¿Quién fue más Filólogo que don Marco Fidel? Sólo lo equipararon don Rufino José Cuervo, Miguel Antonio Caro y Andrés Bello. ¿Quién fue el historiador de Francia, en los tiempos de la Revolución Francesa? Nada menos que un impresor que tenía las manos sucias de tinta frente a la mesa de imposición o frente a los tinteros de las máquinas de timbrar: Michelet.

Aristóteles creyó que el corazón era el asiento de la inteligencia y que “el cerebro no tenía otra función que la de impedir que el corazón se sobrecalentara”, hasta Cristian Barnard que estrujó las arterias, los ligamentos, los músculos, los nervios y las venas, extrae la parte afectada y la coloca en otro lugar con serenidad que pasma.

Las anteriores discusiones las hice para referirme al doctor Alcides Campo. La primera vez que lo conocí yo tenía nueve años. A mi madre le atacó cierto día una terrible enfermedad, cuyos dolores eran insoportables. Mi bisabuela me gritó:

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-”Corra al pueblo y le cuenta al doctor Alcides Campo que una de mis nietas se está muriendo de un “cólico miserere”.-

Quince kilómetros me separaban del doctor Campo. Sin embargo los recorrí en menos de dos horas. Di la razón de mi bisabuela al médico. El doctor Campo envasó en unas botellas los medicamentos, los coloqué en mis espaldas metidas dentro de una jícara de cabuya y retorné a la casa solariega, quizá en menos de las horas necesarias. Es decir, que fueron menos de cuatro horas las que gasté en la jornada terrible, pero necesaria porque se trataba de salvar a mi madre. Desde las primeras cucharadas, ella se quedó silenciosa y se fue durmiendo, dándole gracias a Dios por el beneficio recibido.

Desde este momento el médico de mi casa fue el doctor Alcides Campo. Muchas veces lo vi llegar hasta el borde de la cama de cualquiera de mis ascendientes, extraer el reloj de tapa y de leontina del bolsillo del chaleco y con él en su mano derecha y sus dedos en la izquierda del enfermo, sentir sus pulsaciones.

Ya hombre, por los libros y las gentes, supe que el doctor Alcides Campo no era graduado. A pesar de esto, mientras lo traté, siempre le di el sagrado derecho de llamarse Doctor que le otorgó la vida, porque para mí, si no aprendió el arte de la Medicina en una Universidad, sí debe haber estrujado los textos de Hipócrates y de Galeno para llegar a la delicada profesión.

El doctor Alcides Campo fue una honra para Pereira. En 1909, con don Carlos Echeverri Uribe, fundó “El Pueblo”. Al servicio de todos se abrieron su botica y su consultorio y en bien de Colombia dejó un médico eminentísimo, Arturo Campo Posada; un abogado que ha ocupado altos puestos en la República, Álvaro

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Campo Posada; un gran amigo, sin rencores, de pies cumpliendo con las obligaciones que el deber implica, Jorge Campo Posada, y una mujer que en trozos pequeños cantó a la tierra, hoy la esposa de un hombre grande de Medellín, Jenny Campo Posada.

Todo lo anterior le dio Alcides Campo a Pereira, un hombre a quien nunca pude dejar de llamarlo Doctor, porque creo que DOCTO es aquel que sabe y él hacia maravillas con el arte de Galeno. Vestía con la más absoluta corrección. Sabía conservar la pulcritud y la higiene y recibía a los ciudadanos con trato correcto, con palabra fina como lo enseña el castellano. No consiguió en la Universidad el grado que buscó, pero lo obtuvo con lujo de detalles en el camino de su vida.

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Doctor Juan Bautista Gutiérrez

No sé en qué fecha entró a formar parte del conglomerado de Pereira el encumbrado médico, doctor Juan Bautista Gutiérrez. Debe

haberlo hecho en la última década del siglo pasado (siglo XIX). Lo que sí se puede asegurar es que llegó joven, lleno de esas aspiraciones que lleva dentro del alma todo hombre que se siente inteligente. Llegó joven, repito, porque aquí contrajo matrimonio con doña Laura Jaramillo González, hija de uno de los más activos hombres del pueblo, quien sembró las extensiones de terreno entre La Arenosa y La Dulcera, montó la trilladora La Julia, y con sus industrias empujó este pueblo hacia adelante.

Yo, siendo joven, asistí a su entierro que se hizo en el cementerio viejo. Hasta allí llegó una multitud compacta que lo acompañó desde su casa de habitación. Fueron todas las gentes agradecidas por los beneficios recibidos que él supo prodigarles. Sobre la caparazón de unas tumbas estuvieron de pies los oradores, haciendo el recuento de su vida, el elogio de sus bondades, la grandeza de su inteligencia.

Él, con Benjamín Tejada Córdoba, había fundado el periódico “El Surco” en el año de 1915. Allí, estos dos colosos de la inteligencia, cantaron las maravillas de la tierra a donde habían llegado, llenos de entusiasmo, el uno a servir en la Docencia con espíritu de verdadero preceptor, el otro a servir en la medicina, cumpliendo con los deberes que Hipócrates le imponía.

En su entierro, cuando ya los oradores habían cantado los panegíricos en su honor, hizo su entrada al lugar santo, un hombre de Manizales, cuyo nombre se me

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escapa. Trepó sobre una de las tapias que encerraban el cementerio viejo y carcomido. Dijo:

“Primero Fidel Cano, en Medellín, y ahora Juan Bautista Gutiérrez, en Pereira, abandonan el mundo de los vivos…”

Y con este introito se fue adentrando en una oración fúnebre que arrancó lágrimas de mis ojos.

Cuando su cuerpo se metió por el hueco cóncavo, empujado por los hombres y el obrero con el palustre en la mano revolvió la argamasa y pegó los ladrillos, regresamos al centro del pueblo querido, calladamente.

Fue la primera manifestación fúnebre y multitudinaria que yo conocí en el camino de mi vida.

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Don Delfín Cano

A don Delfín Cano no lo conocí personalmente. Por los papeles viejos que he leído sé que llegó a Pereira en el año de 1878. Creo que llegó de

Medellín o de una de las poblaciones vecinas de la Villa de la Candelaria, se instaló en Pereira y fue uno de los mejores servidores de la ciudad, fundada quince años antes de su llegada.

Desde cuando yo estaba impúber, mi bisabuela nombraba a don Delfín Cano. Y no de cualquier manera, sino elogiándolo en el arte de curar enfermedades endémicas que llegaban a estas tierras en aquellos tiempos: tosferina, sarampión, varicela, romadizo, roséola y viruela. Todos estos males eran combatidos con los remedios que recetaba don Delfín Cano.

En 1879, como Presidente del Cabildo, don Delfín Cano llevó a cabo una negociación por medio de un documento que firman él y un señor Pedro Ramírez en el que se establece que se compromete “a poner agua potable en la Plaza principal por doscientos cincuenta pesos de Ley”. Que el mayor número de varas que resulten hechas en este trabajo, se le pagarán al señor Ramírez, “sirviendo de base el precio fijado en el Contrato”.

Don Delfín Cano, en nombre del Municipio que representa, “se compromete a dar a Ramírez la caja abierta o caño en donde deben tenderse los atanores; a poner el agua donde Ramírez debe tomarla en los atanores para conducirla a la Plaza; a pagarle al señor Ramírez lo que se le quede debiendo del valor del contrato, hecha la liquidación respectiva y, además, si resultan más de 450 varas en el trayecto cubierto

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de atanores pagante las varas excedentes como está estipulado en el punto cuarto de las obligaciones que Ramírez contrae en este documento. Este pago lo hará el Distrito el día que el contratista entregue la obra a satisfacción de la persona que comisione para recibirla”.El anterior contrato, como es obvio, fue firmado por don Delfín Cano y Pedro Ramírez, el diez de diciembre de 1879, ante los testigos Jesús M. Álvarez y Pedro Rodríguez.

Al poner el agua el día del compromiso, la obra se rompió con la presión, quedando absolutamente perdida. Entonces fue cuando el señor Ramírez demandó al Municipio “por cincuenta y cuatro pesos de ley” y para el caso denunció como bienes del Distrito el local de la Escuela, y agrega el denuncio, “dado el caso que éste se halle enajenado por alguna otra entidad política, denuncio LA PLAZA”.

El denuncio fue puesto por Pedro Ramírez ante el Juez Municipal, señor Wenceslao Gallego. Este tramitó el negocio y declaró embargados el local de la escuela y la plaza La Victoria (hoy Plaza de Bolívar). Dice la historia que los trámites siguieron pero que al fin hubo un arreglo silencioso, porque el hecho no se volvió a nombrar desde el 23 de octubre de 1883.

Don Delfín Cano fue padre de cinco hijos que le hicieron honor a Pereira: Roberto, a quien no conocí nunca; Jesús, que sirvió a Pereira ocupando puestos de responsabilidad que manejó con tino y honradez; Julio, el poeta que amó a su señora madre y que cantó en estrofas tristes, quizá pensando en los momentos de la separación profunda y que hacía sonar la guzla de su inspiración en pasajes bucólicos como este: “Llora tristezas el pomo, pues parece tal y como si hubiesen sacado un muerto”; Rafael, aquel sacrificado en 1929, en defensa de su filosofía, aquel que nunca perdonaba

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que se ofendiera ese Partido Liberal que dignificaban Benjamín Herrera y Rafael Uribe, buscando la liberación de la esclavitud para llegar a la justicia verdadera; y por último Corina, la que tampoco conocí, pero a quien le basta ser de aquella raza de los Cano de don Fidel.

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Julio Cano Montoya

Estando muy joven -tenía más o menos diez años de edad- me encontraba en una pequeña tienda de la casa de “Altamira” que se conformaba por

un mostrador y unos estantes en donde se depositaban comistrajos de toda índole, cervezas amargas y una botella con aguardiente, cosas que no le faltaban a mi bisabuela para vender a los caminantes, cuando arrimaron dos jóvenes a caballo y ordenaron que se les sirviera dos tragos de aguardiente. Llamé a la que se encontraba en la cocina y apareció Isabel Echeverri, que era tía de mi madre

Ella los atendió y como era una morena de cuerpo esbelto, risueña y simpática, los mozos empezaron a lanzarle piropos, los que ella contestaba con desparpajo pues era una campesina despierta que tenía la facultad de decir las cosas con buen acierto.

Entre aquellos hombres había uno de pelo rubio y de un bigote cuyas crenchas formaban puntas que giraban encima de las comisuras de la boca. El otro era más alto, blanco, rubicundo, quien reía a carcajadas cuando el de pelo rubio le lanzaba el piropo a la tía de mi madre y ella le contestaba sin titubear. Los dos hombres siguieron bebiendo hasta cuando se terminó una botella de aguardiente, pagaron lo correspondiente y sacaron las bestias del callejón para seguir el camino.

Cuando tuve veinte años y trabajaba en la Imprenta Nariño, de don Ignacio Puerta, un día me llevó una composición para que levantara el contenido con destino a “Bien Social”. Este poema lo firmaba don Julio Cano, dedicado a su señora madre y empezaba de la siguiente manera:

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“Huyendo de las mudas lobreguecesdel invierno de mi alma, van mis rimasnostálgicas en busca de los rayoscariñosos del sol de tus pupilas”.

Cuando terminé el trabajo, me acerqué a don Ignacio y le manifesté el profundo deseo que tenía de conocer a don Julio Cano, quien escribía cosas tan hermosas y de quien había leído otras composiciones como “Las Manos de mi Madre”, que me llenaron de entusiasmo. Don Ignacio me indicó en dónde tenía su gabinete odontológico este insigne poeta y ese mismo día me propuse conocer al bardo, el que aún no había concebido el “Himno a Pereira”, que hoy entonan en todas las escuelas del municipio. Cuando pasé sobre la acera, frente al despacho de don Julio, éste se encontraba sentado en uno de los sillones del salón de espera.

Inmediatamente lo vi, recordé los dos jóvenes que en el corredor de la casa de Altamira se bebieron una botella de aguardiente, mientras agasajaban a Isabel Echeverri, la tía de mi madre. El rubio era don Julio Cano y su compañero, don Juan Antonio Mejía.

Así dice el primer soneto de los tres que componen el poema de “Las Manos de mi Madre”:

Benditas manos de mi madre ¡hermosas!y seráficas manos que propiciasfueron para mi bien, con sus cariciassabias en aliviar mis dolorosas

llagas del corazón, manos piadosas;blancas manos divinas y patricias,quienes, por otorgarme las primiciasde sus ternuras misericordiosas,

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se olvidan de aplacar el hondo y vivodolor que ella me oculta y que percibo,muy a pesar del generoso intento

de esa adorada viejecita mía,con cuyo amor hasta feliz me sientodel mundo en el infierno todavía.

No recuerdo cómo hice contacto con don Julio Cano. Lo que sí recuerdo fue que una vez entré a su gabinete a hacerle una pregunta sobre una de mis composiciones. Empezamos nuestra conversación sobre poesía. Cuando había hablado de medidas y giros del verso, me preguntó: “¿Conoce usted el soneto “Margarita”, de Rubén Darío?” Mi actitud fue la de un atormentado, la de un iluso, la de un analfabeto. “No se confunda”, dijo don Julio, “no hay obligación de saberlo todo, pero ahora que usted trabaja donde Ignacio y dirige un periódico que usted fundó, tiene necesidad de aprender muchas cosas”. Recitó el soneto “Margarita” y sin detenerse me habló del Cáucaso, de la desavenencia de Zeus con Prometeo, del duro castigo a que fue condenado este dios de la Mitología; de la lucha de este dios para la creación del hombre y de los beneficios que trajo para la humanidad el hijo de Japeto.

Ante mis ojos hizo pasar una cantidad de dioses inmortales, mientras yo callaba. Habló de las Musas del Olimpo, de la Laguna Estigia y de Caronte, el viejo barquero que pasaba las almas cruzando el Aqueronte, ese río de los Pesares, para buscar el destino en los Infiernos; de los Siete Sabios de Grecia; de la Guerra de Troya y para terminar, habló sobre el poema de Homero: “La Ilíada”.

Me dijo: “Todas estas cosas debe usted aprenderlas para que haya versos, para que desarrolle “El Estro” que Dios

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le ha dado”. Me despedí del poeta, pasé a la biblioteca de don Clotario Sánchez, averigüé por las obras de Homero, pero allí no existía nada de lo que me había dicho don Julio. Dentro de aquellos anaqueles sólo había, y de ellos estaba atestado, obras policíacas y novelas románticas.

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Pacho Antía

Don Francisco Antía fue uno de los primeros que trajinó por el Teatro Caldas. Allí fue en donde lo conocí. El Edificio era de don Quico Mejía

y seguramente lo alquiló a don Pacho, como todos lo llamábamos, para exhibir las películas de cine mudo que llegaban en aquel entonces.

No sé cómo se las arregló don Pacho para traer los rollos de películas, pero lo que sí sé, porque él me lo contó, fue la manera como las trabajó, con artimañas que inventó para sacarle el fuste al fracaso del negocio. Las películas eran en serie casi siempre y él las exhibía en varias noches.

Frente al teatro, ante la banda de músicos que tocaba desde las seis de la tarde sus acordes, se apretujaba la gente. En esta banda tocaban los hijos de don Victoriano Rivera, Miguel y Jorge. Este último me otorgó el derecho de cargar el tambor para poder llegar a la platea y por eso fui siempre un asiduo asistente a las primeras películas que se daban en el Teatro Caldas en aquellos tiempos.

De las películas no recuerdo todos los nombres de sus protagonistas, pero sí se me quedaron en el magín Charles Chaplin, Pola Negri, Perle Whay, Harold Lloyd, “El Bocón del Cine” y “Carepalo”. Todo esto lo vi en las ñapas que se daban y en las de largometraje, como “Maciste Soldado Alpino” y “Los Misterios de París”.

Al teatro que administraba don Pacho Antía también llegaban, que yo recuerde, ilusionistas, transformistas, cantantes y manipuladores. Uno de ellos fue Frégoli Vargas, un transformista que dejó perplejos a los

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circunstantes. Este hombre salía a escena con su cubilete, su casaca y sus pantalones negros y después que se dirigía al público, penetraba por el fondo del escenario y salía por las puertas laterales inmediatamente, con un vestido elegante de mujer, unas veces; otras, como un campesino o como un hombre del pueblo. Era el transformista más admirable que conocí en aquellos tiempos. Este Frégoli Vargas era un italiano que llenaba el teatro, porque cuando llegaba venía precedido de una fama de los otros teatros en donde había actuado.

También recuerdo una artista que se llamaba Claribel, quien bailaba y cantaba con la arrogancia de una beldad admirada por el público y a la que se le arrojaban flores a sus pies cuando se encontraba en el escenario. Desde los asientos, los hombres le lanzaban piropos, que ella recibía con sonrisas y ademanes admirados por el público.

También llegaban ilusionistas, de los que no recuerdo sus nombres, pero que dejaban perplejo al público asistente por la ligereza de manos y más perplejo quedaba cuando hipnotizaba a la dama que lo acompañaba. La tendían sobre una mesa, al rato le quitaba la mesa que le servía de apoyo a su cuerpo y quedaba flotando en el aire, como una sirena. Todas estas cosas maravillosas pasaron por mis ojos en mi niñez y en mi juventud.

Las películas de serie de aquellos tiempos eran, casi siempre, de un guapo que iba detrás de un tesoro o de un disco mágico, con una compañera. Eran asaltados en las veredas, en los arroyos y en los caminos, en donde se libraba una batalla descomunal con una cuadrilla de bandidos, comandados por otro jefe que era el malo. Don Pacho proyectaba estas películas de la manera como llegaban, es decir empezando por el rollo número uno y cuando se terminaban, las exhibía empezando

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por el último rollo. Así, el público veía estas obras, que eran en serie, unas veces hacia adelante y otras hacia atrás. La muchachada así las aceptaba, sin darse cuenta de la trama.

Don Pacho Antía se dedicó, ya viejo, a ir a las orillas de los ríos, en son de pesca, pero más lo hacía porque llevaba consigo botellones de aguardiente. Era el licor que doblegaba a este amigo bueno, a este simpático hombre que dejó familia pero no dejó fortuna.

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Emilio Vélez

Después de don Francisco Antía, se hizo cargo del Teatro Caldas, Emilio Vélez, uno de los tantos que, en aquellos tiempos, se trasladaron de

Manizales a vivir a Pereira. Aquí contrajo matrimonio con una pereirana y se propuso vivir bien, de acuerdo con sus capacidades.

Emilio era regordete, demasiado simpático, atento con todo el que se hacía su amigo. Vestía como un verdadero burgués y quizás tantas cualidades lo llevaron a hacerse Administrador del Teatro, en el que estuvo hasta el momento de su muerte.

En los tiempos de Emilio llegaron a Pereira las más grandes compañías de “Dramas y Comedias”, pero lo más admirable fue cuando hizo su arribo a Pereira la “Ópera Bracale”, quizá el espectáculo más grande que recorrió a Colombia en aquellos tiempos.

Emilio y su señora, quienes no tuvieron más que una niña, fueron mis vecinos y en su casa y en la mía no hubo fiesta o encuentro familiar en donde no compartiéramos la alegría. Cuando su hija cumplió años, no recuerdo cuántos, allí a su casa se llevó un cúmulo de licores y regalos para animar la fiesta. Emilio y su señora me pidieron que le recitara un poema a su único amor, a la hija que adoraban con ese amor entrañable, que se siente cuando no hay más que una descendiente. Yo compuse mi poema y la noche del agasajo lo recité con toda la entonación que pude. Los circunstantes aplaudieron y esto me mereció que el arrogante y simpático amigo me nombrara para una de las porterías del Teatro, precisamente la de mejor

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categoría, por donde entraba lo más encopetado de la ciudad.

Debuté en mi puesto precisamente cuando la “Ópera Bracale” representó “El Barbero de Sevilla” o “Rigoleto”, no recuerdo bien. Me sentí orgulloso con mi puesto que me daba el derecho de presenciar una de las obras más grandes, pero me sentí empequeñecido ante el lujo de las damas que penetraban por el lugar en donde yo me encontraba y más aún, cuando asomé a la platea y observé que la orquesta, ese conjunto musical que acompañaba la obra, llenaba mucha parte de los asientos del Teatro.

Cuando la obra empezó, todo el mundo se quedó en silencio. La enorme orquesta hizo sonar sus instrumentos que invadieron el ambiente. El Tenor era “Lázaro”, digno sucesor de Caruso. La soprano era Tinna Palli, aquella mujer cuya voz sobresalía a todos los instrumentos que acompañaban la Ópera y que al mismo tiempo lastimaba mis oídos que no estaban acostumbrados a cargar con este tono agudo que repercutía por los ámbitos del Teatro. Varios barítonos, de los cuales no recuerdo sus nombres, irrumpieron en el momento que les era preciso actuar. Lo mismo hicieron otros artistas, con voces menos agudas que las del tenor y la soprano, dirigidos por Rea Toniolo, una mujer que arropaba toda la escena en su voz, de donde seguían los Coros, que eran enormes.

Aquella manifestación de cariño que hizo Emilio Vélez para conmigo, me permitió ver en las noches siguientes “La Traviata”, “Carmen” y otra que no recuerdo y después los dramas “Juan José” y “La Malquerida”, de Joaquín Dicenta; “Espectros”, de Enrique Ibsen; “Tierra Baja”, “La Mujer X” y muchos otros dramas y comedias, con juguetes cómicos que deleitaban mi espíritu.

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A Emilio Vélez le sucedió un caso patético. Una noche, al terminarse los quehaceres del teatro, salió en compañía de unos de sus amigos y entraron a un restaurante, en donde estaban acostumbrados a la cena de rigor. En aquel lugar estaban exhibiendo unos pollos asados a la parrilla. Un compañero de Emilio, pues eran personas solventes, les dijo a todos: “El que se coma este pollo le doy tanto dinero”. El administrador del Teatro, que era un buen gastrónomo, aceptó la propuesta, se sentó en la mesa y le sirvieron el plato convenido.

Emilio terminó su gran cena, mientras los otros comían lo acostumbrado. Recibió el valor ofrecido por el amigo y viajó a su casa. Antes de llegar empezó a sentir los efectos de la indigestión, llamó al médico, éste le aplicó una inyección que le complicó la situación y al día siguiente estaba en la sala, metido entre un cajón negro con cuatro cirios colocados cuadrangularmente en las esquinas donde reposaba su cuerpo. La muerte se lo había llevado por darle gusto a su afición de gastrónomo consumado.

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Ignacio Torres Giraldo

Una mesa larga. En cada punto de ella una perforación, y en los travesaños de sus patas, perforaciones iguales. Dos soportes, como

dos listones, se meten verticales por los huecos de la mesa y por los huecos de los travesaños de sus patas. Estos soportes que son listones, están perforados a ochenta o cien centímetros de cada punta y en la punta otra perforación en forma de horqueta. Allí se ensarta una cumbrera a lo largo y encima se coloca el toldo de género o liencillo y en las puntas se amarran los cordones a dos varillas laterales que pegan de las puntas que se ensartan en los soportes.

Más o menos así eran los toldos de entonces y el de Ignacio Torres Giraldo, ubicado al lado de la plaza mayor. Sobre la mesa tenía pequeñas y regulares cajas de cartón o de madera en donde se encontraban las piedras de chispa, los eslabones de hierro macizo, los mecheros de candela. De los travesaños de los soportes colgaba, bien amarrado, un fajo de mechas para las candelas de entonces. En pequeños cajones estaban las agujas “pasa medio”, las capoteras y las “arria”. En otros, carretas de hilo con cartones de trescientas yardas, peines, peinetas, vainillas, municiones gruesas y menudas, pólvora de una, dos y tres “efes” y fósforos de la “W” para escopetas de fisto. Bien tejidos colgaban los bordados y franjas, las cintas con que se amarraban los cabellos nuestras muchachas de entonces. En otros lugares se encontraban los botones para las camisas, los calzoncillos, los chalecos, los calzones, los sacos y terciadoras. Había broches de presión, de ensartar, macho y hembra; bolas de cristal; punzones largos con palomitas en la punta y ganchos de nodriza; navajas falseadoras, de bolsillo, barberas “la zorra”, reglas y

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cuadernos, lápices de papel, pizarras, plumas “punta lanza” y “303”, encabadores para estas plumas. Todo esto y mucho más componían las cacharrerías de entonces.

Ignacio Torres Giraldo nació en una vereda de los alrededores de Huertas. Había viajado a la ciudad y se había entablado en el negocio de los cacharros. En 1916 resolvió fundar un periódico semanario y allí desplegó sus primeros arrebatos de hombre rebelde.

Cuando don Julio Rendón fue el presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas, en la institución se dictó un mandato por medio del cual quedaba prohibido a las personas que fueran descalzas, entrar a las retretas del Parque de la Libertad que se daban los domingos en la noche. La mayoría de nuestro pueblo caminaba siempre descalzo y el parque tenía una verja de hierro, lo suficientemente alta. Esto fue lo que hizo posible que se cumpliera lo resuelto por don Julio Rendón y sus compañeros de la Sociedad de Mejoras.

Ignacio, que era un buen panfletario en los tiempos aquellos, arremetió contra la Sociedad de Mejoras y especialmente contra don Julio. Torres Giraldo, por este hecho, resolvió declararse comunista integral, partido en el que estuvo hasta la muerte a pesar de las traiciones de que fue objeto, junto con su compañera de lucha, María Cano.

En esa época María Cano dirigía los obreros en Medellín. Cuando sus dotes eran óptimas para la oratoria en bien de los pobres, extendió su trabajo hasta “los puertos del Magdalena”, la Costa Atlántica y el Pacífico. Su lucha la unió con la de Torres Giraldo y fue entonces cuando se extendió la agitación a todos los rincones de la República.

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Esta lucha les trajo encarcelamientos en todos los pueblos que visitaban, en la época comprendida entre 1922 y 1930. Cuando tomó el poder el doctor Enrique Olaya Herrera, la mayoría de aquella juventud que predicaba las ideas de izquierda con amplitud, volvió a las toldas del liberalismo. La Internacional Comunista los despojó de su “Partido Socialista Revolucionario” y a ella del título de “Flor del Trabajo” que le había concedido el pueblo.

Ignacio Torres Giraldo viajó a Rusia, en donde fue bien recibido y en los últimos tiempos se dedicó a escribir sus libros, entre ellos “María Cano, Mujer Rebelde”. Creo que a la hora de su muerte dejó obras inéditas de las que ya han visto la luz pública varias de ellas.

Indudablemente los tres más grandes revolucionarios que tuvo Colombia fueron María Cano, una mujer que surgió de la raza de los Canos de Medellín; Ignacio Torres Giraldo, el hombre de Pereira que surgió del campo pero que se hizo rebelde por las circunstancias; y Manuel Quintín Lame, el indio de los alrededores de Tierradentro. Este último escribió su libro “En Defensa de Mi Raza”. Los tres agitaron con sus pulmones una raza que tenía sumergida la Hegemonía Conservadora.

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Antonio José Quintero

Me encontraba caminando por la Plaza Mayor del pueblo, por debajo de los tres únicos mangos que había en la esquina noreste, cuando se

atravesó un hombre vendiendo versos en un tamaño de dieciseisavo de papel. Recuerdo que compré una de estas hojitas, la llevé a mi vereda y la mostré a mis amigos del campo. Un verso de estos terminaba:

Con pedazos de peinillay tajadas de la “zorra”,todito esto el hombre ahorracon dejar de beber tanto.

A cada estrofa le seguía un coro, como los gozos de las oraciones antiguas, que decía:

“Ángeles y Querubinestodos le apuntan al blanco”.

Esta hoja la firmaba Antonio José Quintero, a quien le guardé simpatía desde este momento y más aún desde una vez que compré uno de los semanarios de entonces y en él estaba este aviso:

“En Pereira, allá en el río,cerca al puente de Arauca,con una mano en el Cauca,y la otra en el Quindío,trabajando sin desvío,sin perjuicio de terceros,gastando propios dinerosy herramienta en profusión,montó su gran FundiciónANTONIO J.QUINTERO”

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Después de ver las estrofas de la hoja volante y el aviso en el periódico, me puyó el deseo de conocer al personaje que hacía estos versos. Demoré mucho tiempo para que se consumara este hecho, pero una tarde estaba en la esquina del Parque de La Libertad cuando entró Don Antonio con unos amigos y se sentaron al pie de unas de las mesas del café que allí había.

Parece que don Antonio José Quintero había amanecido en unas de las parrandas en las cantinas del pueblo y allí estaba con sus compañeros calmando la irritación. Los que se encontraban conmigo me dijeron que ese era el mecánico poeta, conocido por las gentes por la manera de contar sus chistes.

Cuando se habían tomado algunos aguardientes, empezaron los cuentos, los chascarrillos y los retruécanos en boca de don Antonio, pues el viejo mecánico, como hacía los versos, fabricaba los cuentos de la Villa de la Candelaria y los acompañaba con ademanes de verdadero artista. Era la mímica de los que nacen para estos menesteres y con ella hace reír a los demás.

Aquella noche fue el encuentro con el Mecánico Poeta. Después fueron muchas las tenidas con el viejo zorro, que reía y hacía reír a mandíbula batiente, con su cuerpo robusto “como un mástil de mesana”, levantando su frente con arrugas verticales para pedir otra tanda de licores, mientras retumbaban las coplas de Ñito Restrepo.

Este hombre llegó a Pereira proveniente del Valle de Aburrá, si no estoy mal de la población de Caldas. En los momentos de euforia sonaban los retruécanos y los chascarrillos que lo hacían recordar a uno a Soto Borda y a Quevedo y Villegas.

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Uno de estos retruécanos son los que copiamos en seguida y que él se los recitaba a sus compañeros de parranda:

Raque….Raque…. decía uno,Raque….Raque…. decía él.Salir de Raque no pudo,no podía decir Raquelporque era tartamudo.

La Zarca corrió de terca,la cerca atajó a la Zarca;allí la cogió Chalarcaporque la encontró muy cerca.

Los mozos de aquella época, los que ya están muertos y los que viven temblorosos por la vejez, aprendieron muchas cosas de Antonio José Quintero.

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Valeriano Marulanda

Don Valeriano Marulanda nació en Sonsón el 16 de noviembre de 1850 y murió en Pereira el siete de agosto de 1929. Fueron para él setenta y nueve

años de vida agitada, de lucha y trabajo, porque fue, ante todo, un hombre de acción para todos los menesteres que se le pusieron por delante. De resoluciones precisas para su trabajo y de consejos acertados para los que fueron sus amigos y compañeros.

Conocí a don Valeriano cuando ya era un anciano lleno de merecimientos y de dinero. Y lo conocí frente a la Plaza de Bolívar, sentado en el umbral del portón de su casa, con sus posaderas sobre un taburete de cuero, conversando con sus amigos, con sus hijos y con sus nietos, que eran muchos.

Llegó a Pereira en el año de 1870 cuando ésta, que es una ciudad de progresos y de empujes maravillosos, apenas era un villorrio, en donde hacía solo siete años se había cumplido el milagro de su fundación por el Padre Cañarte y sus compañeros, que avanzaron de Cartago a revivir a la que fue la fundada por el Mariscal Jorge Robledo muchos años antes. Aquí sentó sus reales, a continuación del predio que marcaron los fundadores para el templo de la ciudad y en él construyó su casa y en ella vivió hasta que se operó la transformación de su vida para llegar al Eterno, a la morada omnisciente de los buenos, de los que marcharon por el camino recto de la vida.

“Don Valeriano Marulanda, cuenta el escritor Joaquín Ospina en su “Diccionario Biográfico y Bibliográfico”, fue Alcalde provincial de Pereira, Prefecto de la Provincia de Robledo, Miembro de la Junta Organizadora del

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Departamento de Caldas y Diputado Principal a la Asamblea de dicha entidad en 1902, en donde presentó el proyecto de Ordenanza sobre construcción del Ferrocarril de Caldas”.

Valeriano Marulanda, cuando llegó a Pereira, no se movió solo dentro de las calles de la ciudad, sino que organizó la peonada que le seguía y obedecía y con ella entró a talar el monte y la guadua, a la vera del camino que conducía al occidente. Fue así como en aquellos tiempos se demarcaron las tres haciendas más grandes de Pereira: San Felipe, Cauquillo y Alsacia.

Yo vi en San Felipe, la finca que abrió don Juan María Marulanda, hermano de Don Valeriano, caer la montaña entre 1914 y 1918 y bautizar los potreros que sembraron de pasto, con los nombres de “El Marne” y “Verdún”, extraídos de las Batallas que libró Francia en aquellos años para derrotar a la Alemania de entonces. Yo conocí antes de aquellos años el “muñequero” que tenían las autoridades para dominar los peones de Cauquillo, en Pavas, y el Cepo o Brete que tenían los de la Fonda de Chiqueros, un poco más acá de lo que hoy es la Fonda Central, para meter de pies a los peones de San Felipe. Yo vi a estos hombres allí pegados, unos de manos y otros de pies, días y noches, con el tormento de un sol canicular y una nube de zancudos que escurría la sangre de los castigados. Yo recuerdo cuando de la “Alsacia” trajeron la cabeza de un tigre enorme, con el machete pegado en medio de su frente, con el que le habían dado muerte los peones de las haciendas.

Y conocí todo esto porque le ayudaba a arrear las mulas a un paisa llamado Antonio Jaramillo, quien transportaba carga para los puertos de La Virginia y Cartago. Cuántas noches, atormentado por los zancudos, tuve que resistir en La Ceiba, más allá de Cerritos, o en La Trocha, más acá de la Virginia.

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Estos Marulanda, especialmente don Valeriano y don Juan María, fueron ambiciosos de fortuna. Esta misma ambición los llevó a estrujar la selva y cuando colmaron lo que querían en Pereira, empujaron al Quindío y en las orillas del río De La Vieja sentaron sus reales y abrieron a “San José” y a “Nápoles”, en Montenegro, y a “Maraveles”, en Barragán, al empezar las estribaciones en donde se fundaron Caicedonia y Sevilla.

Asistí al entierro de don Valeriano Marulanda. Su hijo, quien llevó el mismo nombre de su progenitor, estuvo presente en los actos. Él fue quien le cantó la última misa y personalmente arrojó con el hisopo las gotas de agua bendita y le rezó en latín las últimas palabras de despedida.

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Ezequiel Morales y Concha

Cada persona carga un recuerdo, bueno o malo, que monta siempre sobre algo que le ocurrió en el camino de la vida. Pero ninguno como yo tiene

dos recuerdos, uno bueno y el otro malo, de Ezequiel Morales Concha.

El malo fue cuando entré a la escuela en el año de 1907 y era maestro de segunda enseñanza Morales y Concha. No recuerdo por qué mi maestro me sacó de la banca, me hizo colocar frente a todos mis condiscípulos, tomó una regla de madera, hizo que estirara la mano derecha y con las dos manos levantó la regla, ese objeto de castigo, y lo descargó con toda su fuerza. Cuando la regla venía en el aire retiré la mano y la regla se fue casi hasta el suelo evitando el golpe que me iba a dar mi maestro. Su ira fue terrible. Su rostro se tornó rubicundo llamó a uno de mis condiscípulos, el más alto que había en la clase y lo puso a que tuviera mi mano.Nuevamente levantó la regla que era como de ochenta centímetros y la descargó sobre la planta de mi diestra. Mis dedos se contrajeron, los cartílagos se volvieron un montón sobre el cóncavo de la planta. Creyendo que había dañado la potencia de mi mano, avancé hasta donde era mi lugar, pero a poco se fueron estirando los dedos hasta que quedaron completamente buenos.

Desde este momento, cuando Ezequiel Morales y Concha daba la clase, yo no entraba al salón para no verle la cara. Sentía como una venganza de hombre malo. ¡Pero yo no podía ser eso!

Cuando ya tenía 18 ó 19 años y empezaron a publicarse mis primeros versos en “Bien Social” se encontró conmigo Ezequiel Morales y Concha. Me abrazó y

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elogió mis poemas con una sinceridad que me dejó pasmado. Estábamos frente a frente dos personas: Yo, que lo aborrecía profundamente, y él, quien empezaba a sentir admiración por lo que yo escribía. Yo, que recordaba el hecho de la Escuela cuando apenas tenía ocho años, y él, que no sabía siquiera que había sido su discípulo. De este momento en adelante Ezequiel Morales y Concha fue mi fiel amigo porque se había alejado de mí esa venganza de niño travieso.

La primera Banda de Músicos de Pereira fue la de “Los Marulos” que se componía de don Manuel y tres de sus hijos: Eladio, Obdulio y Antonio. En la banda tocaban otras personas de las que jamás supe sus nombres, pero ellos, los Marulanda, especialmente don Manuel, era quien dirigía los ensayos y colocaba los papeles y los atriles en las tocatas frente a donde se construía la Iglesia Parroquial, en la Semana Santa de cada año o en las Fiestas de la Virgen de la Pobreza, en Noviembre.

Después de esta Banda, Ezequiel Morales y Concha formó la que fue el reemplazo de la de “Los Marulos”. Este hecho fue sorprendente para mí, pues ignoraba por completo la actividad en este campo del que había sido mi maestro y verdugo en 1907.

Este conjunto se compuso, entre otros, por Vicente y Arcadio Jiménez, don Deogracias Cardona (Hijo), Gerardo Hernández, Adolfo y Alejandro Ormaza, Eleazar y Gerardo Mejía, Nel Echeverri, Diego Cadavid y Juan C. Castrillón Durán, quien fuera después uno de los médicos de Pereira.

No sé por qué circunstancia esta primera Banda se desintegró, pero entonces Ezequiel Morales y Concha, que era activo, luchador y empecinado en sus cosas, formó otra más numerosa, que fue la que entregó al Maestro Agustín Payán Arboleda. En la segunda Banda

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de Morales y Concha tocaron Abelardo, Luciano y Adán Granada, Miguel y Jorge Rivera, José Ramón Cadavid, hijo de Diego; Valentín Mejía, Nel Echeverri, el Tuerto Morales y Pablo “el caratejo”, entre otros que formaban la primera.

Don Ezequiel, como yo siempre lo llamaba, fuera de estas actividades como profesor y como músico, también escribía en los semanarios de la época y fundó un periódico que vio la luz pública en Santa Rosa de Cabal, el que siempre enviaba a donde me encontraba, con lo que me hizo comprender que me estimaba y admiraba, especialmente después que se publicó “El Estro”, mi pequeña hoja literaria.

Lo raro de todo esto es que no sé dónde ni cuándo murió Ezequiel Morales y Concha, aquel que trajo un dolor amargo en mi vida de niño y un placer muy grande cuando ya fui hombre.

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Agustín Payán Arboleda

En mil novecientos sesenta y nueve, precisamente el día en que cumplía los setenta años de edad, supe de la muerte de este ilustre Maestro de la

Música. La desaparición de Agustín Payán Arboleda fue sentida por mí, por las circunstancias que me ligaron a su vida y porque fue muchas las noches que pasamos, al calor de unos aguardientes, discriminando cuestiones de Espiritismo y Teosofía, a las que él estaba ligado indudablemente desde su juventud.

Había leído a Madame Blavatsky y a Annie Besant y por eso hacía el recuento de la nebulosa que fue Tierra metida en la inmensidad del espacio, cómo se fueron formando las madréporas, los líquenes y los helechos cuando ya la Nebulosa tuvo el carácter de Reino Mineral y se formaron las peñas y se agigantaron las piedras, dentro de las cuales empezó a surgir la Vida; cómo crecieron las matas hasta que fueron los árboles gigantes y cómo brotaron las aguas hasta que se formaron los mares inmensos y de qué manera se hizo el Reino Animal, al que pertenece la materia del Hombre.

Pero Agustín Payán Arboleda había leído primero a Allan Kardec y por eso había evocado los espíritus de los grandes y rechazaba el de los charlatanes. A mí me daba la impresión de que cuando profundizaba o cuando iba a los cementerios, veía los espíritus asentados sobre las tumbas de los que murieron, esperando colmar las aspiraciones de emborracharse o de sentirse en brazos de una mujer en alcobas oscuras o en una mesa de juego de las ciudades inmensas o contando los dineros de los que existieron en la vida aspirando a los millones

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que dan el boato y disipan el respeto por los que sufren y no tienen fortuna.

Yo creo que Agustín Payán Arboleda, cuando uno lo encontraba en las mesas de los cafés con la cabeza inclinada, estaba escuchando la música de las esferas para traer al pentagrama las más bellas notas que se desprenden de los tonos musicales. No de otra manera se explica cómo en 1910, siendo muy joven, con motivo del Centenario del Grito de Independencia, se hubiera ganado el concurso de música con esa obra inmensa que se llama “Serenata Aldeana”.

Sabemos que él fue contratado para dirigir la Banda de Músicos que había formado don Ezequiel Morales y Concha, pero no sabemos por qué motivo se operó este cambio de dirección. Parece que la categoría fue la que primó en este caso, pues Payán Arboleda era un alto maestro, compositor que se podía catalogar con los grandes de Colombia, y Morales y Concha sólo era un organizador de los que actuaban en la Banda.

En 1939, cuando el Concejo Municipal entregó las casas a los trabajadores en la carrera cuarta con calles veintiséis y veintisiete, a mí me correspondió el número quince de aquel sorteo. Cuando ya todos ocupamos las habitaciones, conformamos una Junta de Ornato en donde se resolvió en una de las sesiones hacer un Himno para el barrio “Primero de Mayo”. Yo gané el concurso de la letra y para la música fuimos donde el Maestro Agustín Payán, quien nos hizo una bella partitura que se cantó por mucho tiempo, porque los señores Arango la grabaron en la Voz de Pereira.

Aquí en la Tierra los humanos llevamos siempre una esperanza. Los católicos, con Cristo que va pegado al corazón; los del Islamismo, con Mahoma, metido en las

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vibraciones de sus almas; los del Gran Gautama, con Buda, a quien respetan, aman y honran. Pero detrás de nosotros, detrás de los hombres de la Tierra, de los que creen en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y detrás de los que creen en Brahma, Vishnu y Shiva, esa trinidad universal de todas las cosas, hay un Dios que cubre el Universo sin fin, un Dios en el que creemos pero que no comprendemos.

En un lugar de tantos debe estar Agustín Payán Arboleda, descansando de las malas jugadas que le hizo el Espíritu Burlón que se llegó siempre hasta él cuando evocaba los grandes espíritus del Universo.

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Juan Bolívar

Si no estoy mal, Juan A. Mejía era el Administrador del Club Rialto desde su fundación en esta ciudad. A este Juan se le antojó en 1912 fundar

un periódico, el que bautizó con el nombre del “El Semanero”. A poco de haber empezado su empresa, sufrió una enfermedad grave de la cual no logró escapar, pero tuvo tiempo de legarle a su amigo Juan Bolívar el derecho de “El Semanero”, periódico de sátira mordaz que siguió publicando este entusiasta liberal.

Juan Bolívar era natural de Chía, Cundinamarca, y llegó a Pereira siendo un niño, circunstancia por la cual quiso a Pereira como a su pueblo propio y así lo manifestaba siempre. La familia suya se componía de su madre, hermana de don Clotario Sánchez, quien fue el dueño de la primera Biblioteca que tuvo Pereira y a su vez el padre de Martín, a quien conocí trabajando en el arte de Luis Daguerre; de Ricardo, el intelectual que escribió uno de los libros sobre Pereira; de Julio, quien caminaba en muletas porque tenía dañada una de sus piernas, con sus mesas de billar en cafés que administró en el marco de la plaza de Bolívar, y otro, de quien no supe su nombre pero que confeccionaba zapatos cerca a la casa de la Brigada. Carmen Bolívar, su hermana, trabajó en el Magisterio hasta la jubilación, una mujer inteligente que escribía en los periódicos de la época, junto con Chila Molina Salazar, Esneda Echeverri, Jenny Campo Posada y no recuerdo cuáles otras.

Juan Bolívar era un ciudadano simpático, lleno de entusiasmo por su profesión que fue siempre la de Impresor. Como periodista, él levantaba y armaba un periódico en la Imprenta Nariño, de don Ignacio Puerta

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y ayudaba a levantar parte de “Bien Social”, que era el más serio de los semanarios de la época.

“El Semanero” fue una hoja de tiradera, de sátira aguda. Quizá de este arrancó la manera de ser de “Polidor” y de otros semanarios que salieron en aquellos tiempos.

Recuerdo que la primera carga de Juan Bolívar fue contra el señor Inspector de Policía de entonces, don Ramón Giraldo. A Juan le encantaba, cuando terminaba la semana, dar el brazo a torcer en los barrios de las mujeres de vida non-santa, tanto las que vivían en el Clarinete como las que ocupaban la Calle del Cementerio. Allí, cuando le subían los aguardientes a la cabeza, gritaba “VIVAS” a su Partido Liberal, del que era un admirador profundo. Por este hecho, los policías lo llevaban ante don Ramón, como única autoridad. Éste lo castigaba, pero Juan en el número siguiente de su periódico, ponía en ridículo a su verdugo, con las cuartetas tajantes que le endilgaba.

Recuerdo que don Ramón Giraldo tuvo una querida que llamaba Dolores y este fue el motivo para que “El Semanero” le dedicara coplas a don Ramón, que terminaban siempre: “Allí viene Ramón Giraldo con Dolores en la espalda” o “Allí viene Ramón Giraldo con Dolores en el pecho” o “Allí viene Ramón Giraldo con Dolores en las piernas”. No necesitó más Juan Bolívar para ridiculizar al Inspector que lo castigaba por liberal. Los castigos llegaban de los directores de la cárcel de aquellos tiempos, colgando a la víctima de un muñequero o metiéndolo en un cepo. A ese lugar era donde don Ramón mandaba al rebelde Juan Bolívar y a todos los que rajaban de su partido.

Por este hecho de emborracharse y hablar mal del partido conservador, Juan Bolívar encontró la muerte

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en el Puente de Mosquera, camino para Santa Rosa de Cabal. Juan se encontraba en la parte izquierda del río con una rasca terrible, indudablemente rajando del partido contrario a sus convicciones, cuando se apareció el Inspector de Policía de Santa Rosa. Allí se trabaron los dos personajes en una discusión, pero el de Santa Rosa discutía y retrocedía y Juan, sin acatar la trampa a que lo llevaban el que era autoridad, lo siguió hasta más allá de la mitad del puente. Allí le disparó el Inspector. Juan cayó en jurisdicción de su contendor, con lo que alcanzó la absolución, pues sus compañeros depusieron en una forma que no les quedó duda a quienes correspondió sentenciar. Allí terminó la vida de Juan Bolívar, un hombre bueno, respetuoso de todo, pero arisco y agresivo cuando se trataba de su gran Partido Liberal, del que no querían oír hablar los conservadores de entonces.

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Clímaco Jaramillo

Viejo he podido explicarme las razones que tienen los hombres para ser diferentes en su manera de pensar, en su manera de ser, en el modo de tomar

la vida. Pero ya viejo no he podido saber de dónde arranca esa diferencia, el porqué de ella, de dónde vienen las aspiraciones de unos y las aspiraciones de otros, dirigidos muchas de las veces a metas diferentes.

He observado, por ejemplo, personas tímidas, retraídas para comunicarse con los demás, pero cuando razonan, hacen comprender que van por el camino de la verdad. En cambio he encontrado otras que gritan, hacen mímicas con los brazos y los dedos, revuelven sus cabellos hasta confundirse sus crenchas, arrugan la frente como queriendo dominarlo todo y al fin, no son más que tonterías, falsedades, sin razones que no conducen a nada bueno.

Esto es una voluntad que domina, la voluntad innata que viene de lo que, precisamente, uno no comprende. Es el caso de Clímaco Jaramillo. Él era un muchacho de Calarcá que un día ató bártulos y se trasladó a Pereira cuando empezaba la tercera década del siglo que corre. Como era talabartero, consiguió un apartamento en la carrera octava, en donde trabajó su arte con entusiasmo y maestría.

Cuando se hizo conocido de las gentes empezó a invitarlas para que formaran un Centro Obrero. Allí, en su talabartería, hablaba con los amigos y les explicaba cómo se podía hacer aquello, cómo era un Sindicato, al menos una entidad deliberante en donde cada uno podía exponer las razones que creyera convenientes para lo que se discutiera. Les enseñó que el Gobierno

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daba una Personería Jurídica para que el Centro Obrero fuera reconocido y cómo se le podía poner una cuota de dinero a cada socio de la organización para que se hiciera un capital y cómo se podían hacer fiestas en beneficio de todos. Fue ésta la manera como se levantó la primera organización obrera de Pereira. A ella concurrieron obreros y aun los que no lo eran, como don Jesús Castaño, quien era dueño de una Agencia de Maderas; don Pablo E. Cardona, quien enseñaba en una de las escuelas públicas. Ante todo, la organización se hizo grande y dominó en la ciudad por varios años.

Lo admirable y lo que quiero hacer resaltar es que desde un principio Clímaco Jaramillo fue su presidente. Y no un presidente cualquiera, sino un hombre que lo dominaba todo con sus razones y con su manera de ser. Dominó miembros de la organización como el doctor Julio Restrepo o como Célimo García Bustamante, hombres despiertos, oradores de multitudes. Sacerdotes, que daban conferencias en cada una de las sesiones cuando ella se fundó o profesores como don Pablo E. Cardona, que había sido concejal del municipio, todos ellos se doblegaban ante los razonamientos de Clímaco Jaramillo. Yo mismo le tuve un respeto y un cariño sin iguales y me parece que esto mismo les sucedía a los demás, con quienes se discutía en las sesiones.

Clímaco Jaramillo no era ilustrado, su letra era la de un alumno de primero o segundo de primaria, en aquellos tiempos cuando la estenografía se enseñaba en las escuelas. La primera vez que lo visité en su taller de talabartería quedé admirado. En un ángulo de su taller tenía unos estantes organizados con libros de todas las calidades: “El Capital”, de Marx; el “Manifiesto Comunista”, “El Infierno”, “Sin Novedad en el Frente”, eran obras que se encontraban en su pequeña pero bien organizada biblioteca.

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Conociendo a Clímaco Jaramillo en el primer Sindicato Obrero de Pereira, recordaba el pasaje de Danton en la Revolución Francesa, cuando el pueblo ocupó la Plaza, pidiendo la cabeza del Caudillo. Este salió a la tribuna y disparó sus miradas sobre las multitudes. Todos bajaron sus cabezas, humillados ante los ojos del Caudillo omnipotente. Estos son hombres raros, genios que aparecen en el mundo, por los que nadie se explica si la concepción de todos tiene el mismo proceso, si la gestación es la misma, si lo único que nos separa es la inteligencia que se manifiesta en muchos y el Genio que es don de unos pocos.

Clímaco Jaramillo, este hombre que no habiendo estudiado como lo hicieron los otros los dominaba a todos, llegó el momento que no pudo dominar los embates de la existencia y se rompió la cabeza con una bala 44, disparada con sus manos por el revólver de su propiedad. En el Cementerio Civil de la “Avenida 30 de Agosto, entre calles veintisiete y veintiocho, deben estar los restos del que fue el organizador del primer Sindicato Obrero de Pereira.

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Doctor Juan Quintero

Cuando fue creado el Tribunal Superior de Pereira, por medio de una Ley de 1927, llegaron abogados de muchas partes de la República.

Entre éstos hizo su arribo un joven, venido de Sonsón, en el Departamento de Antioquia. Inmediatamente se hizo inscribir como defensor de los acusados en las audiencias públicas.

En aquella época, cuando los jueces de conciencia eran cinco y estaba iniciándose la Sala de Audiencias, el público que asistía era numeroso; primero, por la novedad que causaban estas audiencias, en donde se enfrentaban defensores y acusadores, y segundo, porque llegaron juristas de talla intelectual, verdaderos oradores en los juicios, ya como encargados de la defensa del reo o ya metidos en la parte civil como acusadores.

Entre los abogados, el joven que llegó de Sonsón recién graduado era el doctor Juan Quintero. Cierto día celebró audiencia pública el Juzgado Primero Superior, para resolver la situación de un homicidio con caracteres de asesinato. Juan Quintero era su defensor. Las bancas de la sala se llenaron, el Juez abrió la sesión, el secretario leyó lo indispensable, el fiscal hizo uso de la palabra y se aventó en acusaciones terribles contra el reo. Allí fue cuando el doctor Juan Quintero tomó la palabra y con ese verbo franco que lo caracterizaba, no solamente defendió al acusado, sino que se burló del infame que tan abiertamente había sostenido que el que ocupaba el banquillo era un asesino. “Hay prueba, dijo Juan, que este hombre recibió una bofetada del muerto, pero éste, como Cristo, puso la otra mejilla. Con este acto le ocurrió igual que al Redentor del Mundo,

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Pero ambos, el reo que defiendo y el que murió en el Calvario en medio de dos ladrones, no recibieron la segunda bofetada en el preciso momento, porque si los atacantes rozan siquiera la otra mejilla de los que los ofendían, tanto Cristo si porta un revólver o mi defendido si tiene un arma cualquiera, hubieran hecho cadáveres a los atrevidos”. A pesar de no ser permitido aplaudir en las audiencias, los asistentes tronaron en vivas a Juan Quintero.

Fui amigo de este gran defensor, de este que profundizaba como el doctor Eleuterio Serna, quien también estuvo en esta ciudad en audiencias ante el jurado, de este que fuera de abogado era un alto poeta que hacía añicos los poemas que escribía. Un hombre que “le brotaban los versos por boca y nariz” y nos los leía, en medio de una farra, pero cuando todos quedábamos enterados de sus bellezas, con un fósforo los destruía, delante del auditorio. Eso era Juan Quintero: Un poeta Loco, un poeta divino. Veamos la única composición que quedó en mi memoria:

El borracho

Estoy borracho, amada, tan borrachoque si me vieras nunca pensaríasque soy aquel romántico muchachoque amaras con pasión en otros días.

Estoy borracho, amada; la cervezatiene, al bajar de mi garganta al pecho,el acíbar fatal de mi despechoy el amargo sabor de mi tristeza.

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Mas siempre un ebrio fui que a los destellosde otras noches serenas y tranquilas,me embriagaba de amor en tus cabellosy de luz me embriagaba en tus pupilas.

La luna entre mi vaso se ha caídoy mi dolor que tu recuerdo aúna,como una sola pócima de olvidode un solo sorbo me bebí la luna.

Juan Quintero, después de trabajar varios años en Pereira, marchó a la ciudad de Armenia. Yo fui a Montenegro. Allí me encontré con él en locuras de semanas enteras, donde lo rodeaban las gentes cuando hablaba de cosas profundas. Hablaba del principio del mundo cuando aún no se había descubierto el fuego; del hombre de Neanderthal y del Homo Sapiens; de las maravillas de Platón y Sócrates; de las conquistas portentosas de Alejandro Magno y de la Guerra de Troya; de Hesíodo y de Homero, de Virgilio y de Dante. Era un hombre con quien nadie se cansaba, a quien todos querían oír.

Un día, después de muchas tenidas con Carlos Mazo, otro inspirado poeta enloquecido, envuelto en las terribles redes del alcohol, resolvió Juan regresar a Sonsón, donde lo esperaban sus padres. Allí se instaló y prometió abandonar la vida de alcohólico desesperado que llevaba. Había pasado más de un año cuando recibió una invitación de Medellín, para que asistiera a un acto que se iba a hacer en su honor. No pudo contenerse ante las atenciones de los que fueron sus compañeros de Universidad y cuando menos lo pensó se encontraba hundido en los arrebatos de los años anteriores y de esta manera, a los muchos días llegó a Sonsón.

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Su padre lo reconvino porque había sido infiel al compromiso que había hecho con él. Entonces Juan Quintero tomó un puñal con la mano derecho y lo hundió en el pecho, sobre su corazón. Lo sacó de nuevo, tomó un pañuelo de sus bolsillos, limpió el arma terrible y de nuevo la hundió, buscando el blanco preciso que quería. El cuerpo de Juan Quintero se dobló inmediatamente. Había encontrado lo que buscaba, ante el desespero terrible de su progenitor.

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Sixto Ospina

Don Sixto Ospina, cuando yo lo conocí, era tinterillo, como se les llamaba en aquellos tiempos a los que no eran graduados en abogacía. Era un

anciano de regular estatura, grueso, con abdomen abultado, pero siempre estaba activo para cubrir las necesidades que eran de su competencia.

Don Sixto Ospina llegó a Pereira en el año de 1887. Aquí se posesionó, pero no supe de dónde vino o si cuando llegó a la Perla del Otún era padre de familia. Recuerdo un hijo suyo a quien las gentes llamaban “Meyer”. Era joven y por este hecho creo que nació en Pereira.

Lo que sí sé porque lo cuenta don Carlos Echeverri Uribe, es que el primer acuerdo para crear las Ferias Semestrales, dictado por el Concejo Municipal el 6 de agosto de 1894, fue firmado por él como Secretario del Alcalde, Federico Rivera. Que el segundo acuerdo, reformatorio del primero, también lo firmó él como Secretario, siendo el Alcalde Jesús A. Arango, el 12 de septiembre de 1896.

En el año de 1891, don Sixto Ospina empezó a trabajar en la Notaría que se había creado en Pereira, como suplente del señor José J. Uribe. Estos habían sido nombrados, pues antes estas funciones las desempeñaban los secretarios de los cabildos.

Esa parte de su historia no me interesa tanto como cuando conocí al viejo tinterillo llevando las querellas de los ciudadanos. Era un charlatán y amigo de todos, y cuando apostaba que se comía un racimo de bananos, empezaba por el gajo superior y terminaba por el más

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pequeño a los pocos minutos. Era un bárbaro para esto de la gastronomía.

Pelaba una naranja de estas hermosas, grandes y frescas que se daban en las veredas de la ciudad, la metía entera entre su boca, apretaba con fuerza y la fruta se exprimía entre su lengua y su paladar y el resto, que es el bagazo, lo masticaba y lo tragaba.

Pero el caso de don Sixto Ospina que me causó más impresión, la primera vez que lo vi, fue cuando leyó la sentencia contra Jesucristo, un viernes Santo, cuando iba a empezar la procesión de Once. Con la arrogancia que podía, desde una de las tribunas de la casa de don Valeriano Marulanda, alzando la cabeza hacia lo alto, sacando el Plexo Solar y levantando los brazos, empezaba: “Yo, Poncio Pilatos, Gobernador de la Judea, acuso a este hombre por facineroso y blasfemo”…. Y señalaba La Majestad del Hombre de Dios que las gentes llevaban en andas.

Yo, que había nacido y crecido en una casa donde mis padrinos de bautizo Canuto Echeverri y Calixta Buitrago se arrodillaban a las seis de la mañana, a las doce del día y a las seis de la tarde y entonaban el Ángelus; que rezaban todas las noches el Rosario y los viernes entonaban “El Magníficat” y que todos contestaban con pasión. Yo, que vi a mi bisabuela, después de condenar a Carlos Mejía, cuando le ocuparon su finca en la guerra del 76 y ella tuvo que volarse con sus hijas y sus nietas por entre la montaña hasta la finca de los Quintana en “La Bella”. Después de rajar, repito, entonaba el rosario en el que todos le hacían coro, desde los que ya eran viejos caminantes de las muladas, hasta los que apenas empezábamos a modular las primeras palabras. Por eso, porque respetaba a Cristo como el Ser Divino que me enseñaron mis antepasados, se me volvió la más terrible herejía oír que el representante del

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Gobernador de la Judea, lo trataba como “facineroso y blasfemo”. Estaba convencido que quien decía estas cosas se lo tragaba la tierra, como me lo enseñaron los abuelos en mi niñez.

Por eso cuando don Sixto dijo estas cosas, me estremecí y aguardé que viniera el castigo para todos. Sentí miedo, porque creí que a Jesucristo nadie podía tratarlo de semejante manera. Era porque no entendía que don Sixto sólo hacía un papel en el que su arrogancia y su manera de actuar tenían que manifestarse en su acusación al Redentor del Mundo. Era que mi inocencia era más acentuada que la inocencia de los demás, pues cuando rezaban la Pasión de Cristo y decían en los coros: “Un Cirineo han hallado que ayude a llevar la Cruz”, yo creía que “Cirineo Anallado” (sic) eran Nombre y Apellido.

Para mí el defecto de Sixto Ospina fue condenar a Jesús desde los balcones de don Valeriano Marulanda.

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Luciano García

Calixta Buitrago, mi bisabuela, le ordenó a Antonio Moreno que bajara a la finca de los García, cerca de la quebrada de Consota, para que le llevara un

maíz que le habían prometido esos señores que eran sus amigos. Antonio enjalmó un caballo, me invitó a que le hiciera compañía y juntos tomamos el camino que de Altamira conduce a Pereira.

Antes de la casa de don Leoncio Jaramillo, penetramos al lado izquierdo, por un camino angosto, buscando las riberas de la quebrada El Oso. Allí era la casa de los García, a donde nos había enviado mi bisabuela.

Sólo recuerdo unas señoras que allí habitaban y un señor que vino del trabajo y nos mostró una roza de maíz seco para que fuéramos a recogerlo. Dos canastos nos echamos a la espalda y fuimos a hacer el oficio.

Allí, cuando llegamos con el maíz, estaba en el patio de la casa un muchacho bien vestido. Era el contemplado por todos, por lo que pude escuchar: “venga, mijito, tómese este chocolatico”, le decían las mujeres que eran sus tías o sus hermanas. “No se vaya a ensuciar la ropa”, le repetían. Todos, absolutamente todos lo contemplaban, ya con el trato suave que le prodigaban, ya con los alimentos que le servían. El joven frisaba entre los catorce o los quince años y yo tendría diez años para contar. A las tres de la tarde nos regresamos, llevando la carga de maíz que nos encargó la bisabuela.

Pasaron muchos años. Yo era impresor en la imprenta de don Ignacio Puerta y levantaba mi periódico, que imprimía Lisandro Tirado. Un día crucé la plaza diagonalmente. Cuando iba frente a la casa de Doloritas

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Botero, antes de llegar a donde don Jesús Paneso a llevar los periódicos para que él los vendiera, tropecé con un hombre de regular estatura, quien me llamó la atención repetidamente:

- Oiga -me dijo-, hace tiempo me pincha el deseo de hacer amistad con usted. Ahora que lo encuentro le digo que esa composición llamada “Pobrecita Mi Pluma”, me pareció hermosa.

No supe qué contestarle, pues en el momento de presentarse, recordé al jovencito mimado de la casa de los García, a donde había ido con Antonio Moreno.

Sí, señor, era don Luciano García, quien vivía en la calle real y enseñaba en una de las escuelas del pueblo. Debía tener 24 años de edad. Desde este momento mi amistad con él fue leal.

Fue este el momento en que comprendí que el muchacho mimado que me repugnó ante mi manera de ser, era un hombre inteligente, y no solamente inteligente sino que ocupaba un puesto en una de las escuelas de la ciudad; que enseñaba a la niñez que se levantaba, como lo hacían don Deogracias Cardona Tascón, don Policarpo Benítez y don Pablo E. Cardona.

Don Luciano García fue secretario de la Sociedad de Mejoras Públicas en los tiempos en que estuvo en boga el Corporativismo para formar estas juntas y las similares de los pueblos. Tal vez de acuerdo con el doctor Jorge Roa Martínez, quien era el presidente, resolvieron que se formara la Sociedad de Mejoras siguiente de esta manera. Entonces fue cuando a mi persona se me nombró en representación de las organizaciones obreras para ocupar el puesto en esta Corporación.

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Luciano García fue influyente en la política conservadora, pues fue ese el partido por el que luchó y el que le dio puestos públicos que desempeñó con eficiencia y honradez. Ya maduro escribió en los periódicos del pueblo pequeños apuntes sobre personajes típicos, en una prosa vargasvilesca, no en su fondo profundo como aquella, pero sí en su forma, dejando más de una vez los puntos finales en blanco, para empezar el acápite con minúscula. Adoró siempre el empuje del pueblo que lo vio nacer, y por ello fueron muchos los amigos que lo quisieron y lo colocaron entre el grupo de los Cívicos que tuvo y tiene Pereira.

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Eduardo Martínez Villegas

Cuando conocí a don Eduardo Martínez Villegas, yo trabajaba en la Imprenta Nariño. Y no sólo trabajaba en ella, sino que dirigía “El Estro”, un

periódico de versos que imitaba a “El Idilio”, de Cali, que salía en aquellos tiempos.

Había conversado con don Eduardo, pues más de una vez visité el gabinete de Odontología que tenía en la carrera séptima entre calles veintidós y veintitrés, cerca al gabinete de don Julio Cano.

Estos dos hombres, Cano y Martínez, me conversaban de distinta manera, no en sus acciones o en su acento, sino en el tema que ponían en juego para hablarme. Y, francamente, nada les refutaba ni nada les aplaudía porque, ni el tema de don Julio ni el de don Eduardo estaban al alcance de mis conocimientos. Era un joven de diez y nueve años que apenas había conocido la Citolegia de Baquero y los libros primero y segundo de Mantilla, pero que amaba los versos porque los hacía desde los seis años, en cuartetos octosílabos, trovando con el tío Alfredo o en ensaladas, narrando lo que sucedía en la vereda.

Don Julio Cano se extendía en los dioses del Parnaso, en la Guerra de Troya, en las nueve musas del Olimpo en Tesalia, en los castigos de Zeus, uno de los cuales pagaba Prometeo en los peñascos del Cáucaso, encadenado. Don Eduardo hablaba del Renacimiento, de la invención de la Imprenta por Gutenberg, del descubrimiento del nuevo Mundo por Cristóbal Colón, de las pinturas de Miguel Ángel, Rafael, y Leonardo da Vinci, de la arquitectura de Brunelleschi, de la reforma de Lutero y Calvino, de la poesía de Dante y de Petrarca,

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de la manera de pensar de Maquiavelo y de Erasmo, de Copérnico con su sistema astronómico heliocéntrico, es decir de todo lo que había surgido con la venida del Renacimiento.

Yo ponía atención a todo, pero nada comprendía. Era como si estuvieran, tanto don Julio como don Eduardo, hablándome en otras lenguas. Sin embargo, comprendía que me admiraban, que querían que aprendiera todas las cosas de la vida. Un día cualquiera don Eduardo me llamó a su gabinete, tomó un soneto en sus manos y me dijo: “Este es el soneto más bello que he conocido; me parece mejor que “La Abeja” y “Los Tres Ladrones”, de Álvarez Henao. Óigalo:

NO SÉ DECIRTE MÁS

Gloria tiene que haber mientras aspiresel bien eterno que alcanzar esperas.En el mundo habrá amor mientras tú quierasy en el cielo habrá luz mientras tú mires.

Las puras auras mientras tú suspires,besarán a las flores hechiceras,y habrá virtud hasta que tú te mueras,y habrá belleza mientras tú no expires.

Que por ti, que eres causa de mi anhelo,que siente por la gloria el alma mía,tiene mi pecho amor, dicha y consuelo,

la noche estrellas, claridad el díay si no hubiera, por desgracia, cielo,cuando murieras tú, se formaría.

El autor del soneto es Felipe Uribarri, de México, pero en los ajetreos de la vida, perdí la copia que me regaló

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don Eduardo. En 1961, cuando trabajaba en el Juzgado Superior de Armenia, un amigo resultó con una copia del soneto. Quiero decir que a los cuarenta años encontré el soneto que había admirado en mi juventud.

Martínez Villegas fue un escritor de la época que tronchó la muerte en plena juventud. En prosa fue un hombre que hizo con estilo propio, tanto que yo recuerde, que ganó un concurso en Bucaramanga con un ensayo sobre las Escuelas de la Poesía, especialmente de las nuevas, en las que empezaba a manifestarse su espíritu. Esto lo llevó a hablar de Rubén Darío y de la Escuela Parnasiana, comparando con esto a los compatriotas José Asunción Silva y Guillermo Valencia.

Martínez Villegas, aun cuando no fueron muchos, fabricó versos de corte admirable, los que fueron recibidos por la crítica con elogios unos y con detenimiento otros. Como muestra va este soneto que a mí me pareció admirable:

FUE UNA DULCE GITANA

Fue una dulce gitana que llevaba en sus ojosel profundo misterio de una estirpe maldita;que cruzó los caminos erizado de abrojos,taciturna en su viaje por la estepa infinita.

Yo le vi en las pupilas de la raza proscrita,los fulgores extraños de los viejos enojos,escrutando horizontes; sus intensos antojosconvertían en incendios su mirada marchita.

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Esa misma gitana de los ojos divinosque bebió en el cansancio de los viejos caminosde su voz milagrosa, la secreta dulzura,

fue la maga sibila que, leyendo en mi mano,me llamó taciturno, su poeta y su hermano,al decirme el secreto de la Buena Ventura.

Eduardo Martínez Villegas fue un orador político, un buen polemista, ya que conmigo sostuvo un encuentro en cuestiones de castellano, él con el seudónimo de Oscar León y yo con el de Zoilo Morales Platín. Lo de él se titulaba “Los Iniciados” y lo mío “Cálamo Currente”. Abandonó la tierra de los vivos siendo joven y dejando una mujer que era bella, con la que había contraído matrimonio. Ese fue don Eduardo, cumplido en su hogar, sin uno solo de los vicios que atormentan a los hombres y sin hijos que sufrieran por su partida.

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El mellizo Arango

Conocí al mellizo Arango desde que estaba pequeño. Recuerdo, por ejemplo, que el diez de julio de 1910, cuando se cumplió el primer

aniversario del Grito de Independencia, los notables de Pereira celebraron aquella fiesta con la alegría y la turbulencia que se les daba en aquellos tiempos, cuando se trataba de un veinte de julio o de un siete de agosto. Los organizadores del Primer Centenario construyeron una pasarela, entablado o palco y le dieron tribuna libre a todos los que quisieran hablar sobre el magno acontecimiento.

Al mellizo Arango lo arrastraron hasta el palco, después de que muchos habían tomado la palabra y pronunciado discursos sobre la fecha memorable, y lo obligaron a que dijera su discurso.

Todos los asistentes esperaban algo muy bueno del mellizo, pues era un hombre que hablaba con una facilidad en discusiones particulares y más que todo cuando trataba de las dinastías antiguas y de las religiones que entusiasmaron a las gentes de entonces.

El mellizo, sin despojarse siquiera del sombrero que llevaba, empezó a improvisar su discurso, pero al paso que intentaba profundizar, se iba enredando. Entonces las gentes empezaron a reír. Fue cuando él se colocó la mano sobre la cabeza y notó que no se había quitado el sombrero y de un solo salto, pasando por sobre los que estaban en el palco, llegó al borde del tablado y de un brinco se aventó abajo, donde lo recibieron las multitudes riendo a carcajada y gritando.

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Fue la primera vez que vi al mellizo Manuel Arango. Después lo seguí observando en los cafés de la Plaza, a donde llegaba y empezaba a hablar, con voz dura, extendiéndose en muchos de los temas que se discutían en aquellos tiempos.

Decían las gentes que el mellizo Arango era espiritista. Yo no lo puedo asegurar porque nunca lo conocí en estas actividades. Lo que sí puedo decir es que la filosofía o doctrina que él practicaba, no era concreta. Parece que no buscaba un fin determinado en una de las ramas del saber humano, sino que, de tantos libros que leyó en los tiempos en que pudo hacerlo, se atiborró de cosas que él las manifestaba, porque su memoria era poderosa.

Dónde puede uno colocar al mellizo Arango, si cuando se sentaba en uno de los cafés del pueblo decía:

-“La confesión auricular es el más grande de los males del mundo. Al que llaman sacerdote, es un hombre igual a cualquiera de nosotros. ¿Y qué opinan si uno de los que aquí estamos nos inclinamos a recibir el tufo mal oliente de los otros? Ese tufo que viene de enfermos de los pulmones, de los leprosos destrozados por la enfermedad ¿Qué tal si uno de nosotros estuviera arrimado a un hombre que le sudan los pies y le huelen las axilas?-”

Las gentes del café no entendían nada de lo que predicaba el Mellizo. Pero se estremecían cuando alzaba los ojos al cielo para decir: “Las Iglesias son focos de infección, en donde los creyentes llegan a recibir el microbio terrible que sale de los respiros de personas atadas por todas las enfermedades. El gobierno no debía permitir estas reuniones, porque lo saludable es el aire libre, donde se puede recibir el PRAHNA que llega del infinito y no en donde nos encontramos, entre

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las enfermedades endémicas que entran donde las gentes se reúnen a orar”.

A veces se extendía sobre Zoroastro y Confucio y fustigaba las ideas de Federico Nietzsche, pero se adentraba en sus pensamientos y terminaba diciendo: “Escribe con sangre y aprenderás que la sangre es espíritu”. Yo gozaba oyendo al mellizo Arango.

Don Manuel Arango llegó a Pereira en 1869, a los seis años de fundada la ciudad. Como en ese mismo año llegaron Canuto Echeverri, Pedro Hernández y José Vicente Arango, procedentes de Antioquia, supongo que don Manuel, el abuelo del doctor Euclides Jaramillo Arango, también llegó de una de las ciudades de Antioquia. En aquellos tiempos las tierras del Otún y las del Quindío tuvieron fama de fértiles y feraces, fama que se fue manifestando en los que empezaban a vivir estrechamente en las tierras quebradas de Antioquia, vendieron lo que les pertenecía y se trasladaron a probar suerte, abriendo montañas y guaduales abruptos. Entre ellos vino el mellizo Arango.

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Don Julio Rendón

Don Julio Rendón, puede decirse, fue uno de los más entusiastas hombres cívicos de Pereira en las primeras décadas del siglo. Él, don Alfonso

Jaramillo Gutiérrez, don Eliseo Arbeláez, don Manuel Mejía Robledo y muchos de los hombres de acción de aquella época, le hicieron bien a Pereira, porque supieron empujar su progreso, ya levantando obras dentro del área urbana o abriendo caminos hacia los extremos, caminos que se convirtieron en carreteras en la era moderna.

Yo conocí a don Julio Rendón en los tiempos en que fundé mi diminuto periódico de versos. Tenía un almacén de telas en la parte sur de la Plaza Mayor y allí lo encontraba quien lo necesitaba para negocios o para obras del pueblo, en lo que él intervenía siempre.

Fue don Julio Rendón, con los otros hombres del pueblo, el primer creador de la Sociedad de Mejoras Públicas. Quizá su primer Presidente. Todos ellos planearon las verjas de los parques, sus jardines y sus pérgolas y sembraron sus plantas trepadoras, sus árboles y sus palmeras. Como también fue esta Sociedad de Mejoras la que prohibió la entrada de los ciudadanos descalzos a las retretas del Parque de la Libertad, lo que ocasionó las protestas de Ignacio Torres Giraldo, el director de “El Martillo”.

Don Julio Rendón, si es que así puede decirse, en estatura era un gigante. Varias glándulas de secreción interna activaron su crecimiento. Por eso, su cuerpo se levantaba por sobre las multitudes y no era difícil encontrarlo en las manifestaciones lugareñas. Su cuerpo guardaba las dimensiones del gigante que era,

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pues su cabeza y su rostro tenían las proporciones del resto de su cuerpo. Por las venas de su brazos corría la sangre roja disfrazada de añil, las que debían ser iguales a las de sus largas y gruesa piernas.

Nadie podría creer que un hombre de semejantes dimensiones pudiera tener un alma de niño. Su corazón de romántico, del romántico que no era platónico sino abierto, absoluto en el amor. Por eso, cuando organizó su hogar con una dama del pueblo, no la quiso, sino que la adoró. No tuvo amor por ella, sino veneración. Por eso, el día que llegó la muerte para ella, que se marchó del mundo de los vivos, él se sintió solo, tan solo que quería marchar en su compañía, volar a través de los mundos junto a ella. Así lo transmitía su afligido ser, sus ojos llenos de lágrimas.

Cuando recobró sus fuerzas para hacer algo, se sentó en su mesa de trabajo, escribió cosas profundas para su compañera, coleccionó cosas bellas de sus amigos y, en papel satinado hizo un folleto, en cuya carátula estampó la “Vía Dolorosa”, de Carlos Villafañe, cuya primera cuarteta dice así: “Yo mismo la enterré. Yo mismo un día/ cerré sus ojos a la luz terrena, / y limpié de su frente de azucena/el trágico sudor de la agonía”.

Don Julio Rendón, creo, marchó a Armenia, en donde dejó de existir para viajar en pos de su compañera por todos los mundos siderales.

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Doctor Santiago Londoño

El doctor Santiago Londoño extrajo su herencia radical de Cuberos Niño, Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, como estos la extrajeron de

los repatriados de finales del siglo pasado (siglo XIX): Diógenes Arrieta, César Conto, José María Vargas Vila, etc. y de los parlamentarios y grandes oradores “El Indio Uribe” y “El Negro Robles”. Por eso el doctor Santiago Londoño fue siempre un rebelde contra el régimen que soportó Colombia hasta 1930.

A José María Vargas Vila lo descatolizó el Conde de Volney, cuando enfrentó las religiones del mundo en su libro intitulado “Las Ruinas de Palmira”. En el doctor Santiago Londoño se operó este hecho por estudios y comparaciones. Los estudios pudieron ser los científicos, que en el médico estaban metidos en su lucha contra la muerte y en la muerte misma que tiene que soportar a su alrededor y en el alma que es misterio que anima los cuerpos. Por comparaciones indudablemente en las teorías de Darwin, cuyo principio es que el hombre desciende del mono.

En estas cosas, en las teorías, en las enseñanzas de Epicuro, el filósofo de la Isla de Samos, debe haber empezado su carrera de ateo el doctor Santiago Londoño y la debió terminar leyendo el poema de Tito Lucrecio Caro “Sobre la Naturaleza de las Cosas”. Por eso creo que el que tiene y lee solamente la “Biblia”, es fanático consumado, pero el que cree en ella por el anuncio de la venida del Mesías en el “Antiguo Testamento”, por las maravillas que son las parábolas de Cristo, por el milagro de sus curaciones y por su Pasión y Muerte, también puede adentrarse en los estudios científicos y saber que el mundo es infinito hacia el Macrocosmos y es

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también infinito hacia el Microcosmos. También puede adentrarse en el principio de Hermes Trismegisto -“Así como es Arriba, así es Abajo”-, para llegar a la materia que es lo concreto, pero nos retira del Espíritu, que si no lo palpamos, no lo vemos, también debe formar la otra parte de la Dualidad Eterna.

Leyendo a Spinoza, no solamente se cree en Dios, sino que uno es parte de Dios, y leyendo a Descartes, uno cree que existe, porque piensa. Pero si se mete en la cabeza “El Origen de las Especies” y “Mi Viaje Alrededor del Mundo”, de Darwin, acaba por ser tildado de enemigo de la Religión, cualquiera que ella sea.

Todo esto llevó al doctor Santiago Londoño a ser un ateo, no un ateo que no creyera en Dios, sino uno que no creyera en nada. Pero lo raro del doctor Santiago Londoño fue que era bueno, justo, apacible, servicial, bondadoso, compasivo, hasta el punto que a uno de sus hijos le daban ataques, y no fue una sino muchas las veces que lo vi tras él, cuidándolo para que no sufriera en los momentos terribles en que le llegaba una de estas manifestaciones. Era entonces un ateo que no creía en nada, pero creía en la enfermedad apabullante de su hijo y en el dolor de los demás.

El doctor Santiago Londoño nació en La Ceja, en el Departamento de Antioquia. Muy joven luchó en las filas liberales, al lado de Ramón Marín y de Tulio Varón en el Tolima. Cuando terminó esta guerra por el tratado del Wisconsin, de Herrera, se radicó en Ibagué, llevando como signo los cartones de Médico que le otorgó la Universidad y los de Coronel que le otorgaron los grandes en las luchas de la Guerra Civil.

De Ibagué pasó a la ciudad de Armenia y de allí se vino, quizá en el año de 1918, a vivir entre nosotros. Aquí fue comisionado para asistir a la Convención Liberal

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de Ibagué, en 1922, en donde actuó al lado del General Benjamín Herrera y al lado de muchos que fueron sus compañeros en la última guerra civil, interviniendo en sus decisiones concretas. Regresó a Pereira en donde lo encontramos siempre al lado de las dos ramas que lo conducían y por las que había luchado con tesón: El Partido Liberal y la Medicina Legal. La primera, basada en los postulados de José Hilario López, y la segunda, en los de Hipócrates, con sus normas éticas para ejercer la medicina. Por eso el doctor Londoño fue un ateo que no creyó en nada, pero creyó en la ética y en el dolor del mundo.

En la Avenida “Treinta de Agosto” entre las calles veintisiete y veintiocho, por sus ideas y la cooperación suya con los radicales de este pueblo, se levantó el Cementerio Civil, al que tuvimos que acudir los del Sindicato Obrero cuando Clímaco Jaramillo se auto eliminó, y no solamente el doctor Londoño nos obsequió la tumba para el muerto, sino que puso a nuestra disposición un ramo de flores rojas, en honor del magnífico obrero.

El Ateo con alma de niño dejó de existir en el año de 1948, creo que en agosto, y le donó a Pereira a su hijo, el doctor Santiago Londoño Londoño, otro que como su padre, le ha hecho bien a la ciudad.

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Juan Clímaco Arenas

A don Carlos Arenas, el viejo, lo nombraba mi padre como amigo de Jesús Salazar, mi abuelo paterno. Parece que tanto el uno como el otro, vinieron

de las tierras de Antioquia, después de la fundación de Pereira y fueron los hombres guapos de entonces que no despreciaron desafíos, para salir al campo de honor, pegados de la punta de un pañuelo y dar la mano al que caía primero, para volver a la lucha cruenta. Este Carlos Arenas fue el padre de Carlos (hijo) y de Juan Clímaco.

No sé si por vocación o por qué motivo Juan Clímaco Arenas se internó en un Seminario Cristiano y estudió Derecho Canónico, hasta que un día se fugó del Establecimiento y tomó las regiones del Quindío. Allí falsificó el grado de sacerdote y de esta manera entró a las Iglesias y ejerció el cargo, confesando a los parroquianos y dando la comunión a los que se acercaban al altar. Tomó púlpitos, dijo sermones y predicó las bondades de Jesucristo, enseñó sus parábolas y resolvió todos los asuntos que pusieron en sus manos los habitantes de las regiones. Un día fue cogido en sus predicaciones, en sus amonestaciones a los ciudadanos y fue llevado ante los eclesiásticos de donde se había fugado y tuvo que abandonar la sotana.

Ya se sintió el hombre con libertad de actuar y organizó un viaje a los Estados Unidos. Para entrar a la sede del Tío Sam, falsificó papeles de credenciales y se aventó hasta la Casa Blanca, en donde se hizo aparecer como un Plenipotenciario de Colombia, enviado por el gobierno, con los poderes necesarios para negociar en nombre del pueblo.

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Cuando aquello, el poder del petróleo estaba en su más grande auge, pues John Davison Rockefeller sólo ponía las manos para que el dólar le llegara no solamente del suyo, sino de otros pueblos del País del Norte, pues había fundado la compañía de la Standard Oil Company en varios lugares. De esta Compañía fue su presidente, al que respetaban los de la Casa Blanca y los otros burgueses que, aunque no excesivos, dominaban el ambiente.

El ex clérigo Juan Clímaco Arenas no se paró en palillos, conversó con todos ellos sobre el Oro Negro, les contó de los grandes yacimientos que tenía Colombia, hasta cerrar el trato con compromiso firmado para venderles unos terrenos cerca a Bogotá, donde era fácil descubrir la veta enorme que los acabaría de enriquecer a todos.

Aquel encuentro con los hombres del petróleo le trajo beneficios que él explotó hasta que regresó a Colombia. Los hombres del país del norte resolvieron nombrar una Comisión para visitar los predios de Colombia que Arenas les había vendido y por los cuales le habían dado dinero. Se encontraron con que el lugar que les había alinderado en el Contrato Juan Clímaco Arenas, se encontraba en una de las lagunas que hay cerca de la Capital de la República.

Esta negociación habilidosa de Juan Clímaco Arenas le trajo renombre, pues aun cuando en ella se veía la mala fe de este ciudadano, había que agregarle la inteligencia del que la propuso y la manera como se hizo pasar por un alto personaje de Colombia, con recomendaciones que falsificó, como las había falsificado para ejercer el ministerio de Dios en el Quindío.

Esta historia tuvo lugar a principios del siglo, sin que yo conociera a Juan Clímaco Arenas, pero sí a su padre

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y a su hermano Carlos, casado con la señora Rosario Ángel. Cuando se creó en Pereira el Tribunal Superior, Clímaco Arenas llegó a intervenir como Abogado, sin ser graduado en este campo, abrió su Despacho, consiguió clientela, levantó querellas y por último casó con la señora Fanny Aristizábal, ilustre matrona que había intervenido en cuestiones de Beneficencia.

Conocí de Clímaco Arenas un caso singular que me hizo convencer de que este hombre era un mago para levantar dinero. Un día llegó al Café de Martín Sánchez, con quien tenía un rasgo de familia y le dijo: “Guárdame esta maleta que voy de viaje. En ella va mucho dinero. Para no tener que abrirla, pásame quinientos pesos”. Martín abrió la caja fuerte, le entregó el dinero y guardó la maleta con la seguridad del caso. Al tiempo de esperar, Martín resolvió abrir la maleta y en ella sólo encontró un viejo diccionario, despedazado por el tiempo.

Un día, por la tarde, llegó a la Casa Cural de la Parroquia de la Pobreza un hombre vestido de blanco, botas de combinación, recién cortado el cabello y preguntó por el sacerdote que manejaba la Iglesia. Cuando éste se hizo presente, le entregó un oficio y se despidió diciéndole que a las cuatro de la tarde volvería por la respuesta. El cura rompió el sobre y leyó: ”Padre, lo molestamos para que nos haga el favor de cobrar el cheque que va adjunto, valor del que puede usted retirar la suma de MIL PESOS para la Iglesia de la parroquia y enviarnos con el portador el resto. El dinero lo necesitamos con urgencia.” Firmado Salazar y Cía.- Anserma- (Caldas)

A las tres de la tarde, el cura entró al Banco y por una de las ventanillas entregó el documento para su cobro. Allí examinaron los libros y el que esto hacía le dijo al gerente que para cubrir esa cuenta faltaban mil y

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tantos pesos. El Gerente envió un telegrama diciéndole del faltante y preguntándoles que si cubrían el cheque, aun cuando quedaran en rojo.

Inmediatamente llegó la contestación de la Casa Comercial, diciendo que ellos no habían girado documento alguno y que por tanto, no lo pagaran. Esto se investigó y supe hasta que en el Despacho de Clímaco Arenas encontraron la chequera de donde había sido desprendido el que iba a cobrar el sacerdote, dirigido por la Casa de Comercio “Salazar y Cía.”

Del final de su vida sólo sé que Clímaco Arenas se recluyó en un convento de monjas en las tierras lejanas de los Llanos y que cuando la violencia, fue atacado ese lugar y allí murió en defensa de las religiosas.

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Don Félix García (“La Buena Esperanza)”

Don Félix T. García llegó a esta ciudad de las regiones del Quindío, no sé si de los predios de “El Tigrero” o de las tierra del rey Calarcá, esas

que engrandeció Baudilio Montoya, el último rapsoda, como lo llamó un panegirista de Bogotá. Lo cierto de todo es que aquí apareció, aquí vivió los últimos años de su vida, de aquí fueron sus descendientes y su trajinar por las calles de Pereira que nos dejó encerrados en su recuerdo.

Desde cuando conocí a don Félix me dio la impresión de un hombre que se extasiaba en sus momentos de soledad, no como un filósofo, porque era bullanguero y locuaz, pero sí como un hombre atado a la paranoia, que sabía hacer los cosas para conseguir y mantener lo necesario, cumplir con lo que se le daba en gana y las obligaciones de rigor.

Ante la persona de don Félix T. García yo recordaba a esos hombres que arrancan de la nada, de esos que buscan, rehúyen, luchan, se mueven hasta que al fin logran algo y entonces siguen adelante. Cuando me llevó para convencerme de que las mujeres eran atraídas por su fuerza magnética, se mordía los labios inferiores, le bailaban los ojos con una vivacidad superlativa, batía las dos manos y cuando menos se pensaba, las metía entre sus rodillas, agachaba el busto sobre la mesa y empezaba a conversar. Entonces era cuando contaba hazañas de su vida que apenas empezaba.

Don Félix T. García se inventó, no con ramas sacadas de los libros de los Botánicos antiguos como Aristóteles o Teofrasto, ni de los modernos como José Celestino

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Mutis, su primer medicamento: “La Buena Esperanza”. Más tarde agregó otros que formaron los frascos y las cajas con el tiquete de “La Buena Esperanza”.

Con estos inventos se vino del Quindío y tomó un puesto en las Galerías, surtió una parte con platos y tazas de loza, vasos y copas de vidrio, frascos con sus gotas, cajas con sus pomadas, “La Curarina” de Juan Salas Nieto y la “Viborina” del camarada “Güesito” y con todo ello surtió la parte derecha del puesto. A la izquierda, con cortinas movedizas, hizo un consultorio.

Aquí entraron los campesinos a comprar sus recetas de “La Buena Esperanza”, que era infalible, y la “Curarina” y la “Viborina” que hacían retroceder los venenos de los animales ponzoñosos y los de las mordeduras de las serpientes.

Cuando uno se sentaba en una mesa con don Félix T. García, quedaba convencido de sus poderes mágicos y más si él lo invitaba a visitar a las mujeres de la vida alegre. Cuando entraba a una cantina cualquiera, el buen conversador que era él, se mordía el labio inferior, batía las dos manos y pedía una tanda. Al momento llegaban tres o cuatro mujeres y se sentaban a su lado. Él les daba trago a todas, se mordía el labio inferior y les contaba cuentos y las invitaban a que fueran a su consultorio para mostrarles los telegramas de los presidentes de Colombia y el cable llegado del Vaticano donde el Papa le elogiaba su composición a la Virgen María.

Ya conocido don Félix, se reunieron los intelectuales del pueblo para coronarlo como poeta. Hablaron con él Alonso García Bustamante, Víctor Bermúdez, Alberto Figueroa, Raúl Echeverri y Luis Carlos González Mejía y convinieron en la coronación del cantor de la Virgen María.

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El acto se llevó a cabo en un establecimiento, frente a la capilla de San José. Allí llegaron, fuera de licores, una corona de laurel para el poeta y una medalla para el ciudadano con un Decreto escrito por el cual se le daba el título de “HONORIS CAUSA”.

Cuando llegó el momento de la coronación tomó la palabra el más audaz de los que allí se encontraban: Raúl Echeverri y empezó: “Oh! ……. Hijueeeeeeeepónimo de Pereira”…. Las vivas y los aplausos interrumpieron el homenaje. Se tomó la medalla que el mismo don Félix había mandado construir y se le dio el honor de llamarse doctor Honoris Causa de ese momento en adelante.

Esta dignidad fue explotada por él, que era la que le servía para su habilidad de comerciante inventor de “La Buena Esperanza”, porque las gentes ya no le negaron el título de doctor y acudieron más los campesinos a su consultorio. Lo otro, la corona de laurel, no volvió a mencionarla, ya que para nada sirve un poeta coronado.

Don Félix T. García, como herencia, le dejó un hijo a Pereira, el doctor Félix García, químico ilustre. El viejo logró, antes de morir, disfrutar de muchos de los elogios que le han otorgado a este ilustre hijo de Pereira.

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Don Pablo E. Cardona

Conocí a don Pablo E. Cardona desde los primeros movimientos obreros, pues él fue uno de los miembros del Centro Obrero fundado por

Clímaco Jaramillo en Pereira. Desde su juventud fue un luchador en todos los campos, especialmente en los intelectuales, porque desde temprana edad su vida quedó vinculada a la enseñanza de los que crecían en este pueblo, junto con don Deogracias Cardona T., don Luciano García, don Juvenal Cano y el mayor de todos que era don Policarpo Benítez.

En el año de 1915 resolvió fundar un periódico, cuando en el pueblo circulaban “Robinet”, de Carlos León, un impresor inquieto; “El Surco”, del doctor Juan Bautista Gutiérrez y don Benjamín Tejada Córdoba y “El Trabajo”, de Alejandro Reyes. Entonces, Pablo E. Cardona fundó “Espigas”, que constituyó su primer arrebato intelectual en bien de la comarca.

La vida de “Espigas” fue de corta duración, como lo eran los hebdomadarios de aquella época. Entonces don Pablo E. Cardona fundó otro periódico en 1916, al que tituló “La Consigna”. En este mismo año vieron la luz pública “El Martillo”, de Ignacio Torres Giraldo, el comunista rebelde y “Femeninas”, de doña María Rojas Tejada, gran Instructora que tuvo su colegio en la parte oriental de la Plaza de Bolívar. Entonces don Pablo E. Cardona le dio carácter político a su hoja, pues siempre era un defensor de las doctrinas conservadoras.

Por su inteligencia y por sus luchas, entró a hacer parte de las listas para el Cabildo del pueblo y en varias ocasiones ocupó una curul en representación de su partido. Esto porque en 1920 él fue uno de los que

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trabajó para conseguir una Imprenta Conservadora que sirviera los intereses de la colectividad, en la que fundaron su periódico “Vena Azul” y pusieron al frente de él, como Director, a Régulo Benítez. Allí el que dominaba, el que puso toda su inteligencia al frente del periódico fue don Pablo E. Cardona.

Estas luchas partidarias las libró don Pablo con jefes tan prestigiosos como los doctores Serna (Eleuterio y Eduardo), Cipriano Ríos Hoyos, José María Ospina, Sixto Mejía. Fue elegido concejal en 1938, al lado del doctor José Domingo Escobar, el doctor Jorge Roa Martínez, el doctor Arturo García Salazar y don Ricardo Ilián Botero, mientras yo me encontraba al otro lado, con Camilo Mejía Duque, Marceliano Ossa, Eduardo Corre Uribe y otros.

Don Pablo E. Cardona era un hombre serio y responsable de los actos que le tocaba ejecutar y amante de su partido conservador. Por eso, cuando me vio enredado en la corriente de don Camilo Mejía Duque, me llamó para decirme que a mí no me correspondía estar en estas luchas partidistas, que siguiera en la intelectual que era mi carrera: “Usted fue mucho más admirado cuando era un joven, porque su literatura romántica le trajo elogios, pero ahora con cuestiones políticas nada ha podido ganar. Solamente que las gentes se olviden de sus versos”. No sé si su dicho sería sincero o encerraba alguna jugada política.

Don Pablo E. Cardona, a pesar de su política acendrada, era sincero. Quizá su consejo no lo daba por las luchas con don Camilo Mejía Duque, sino por la que había dominado en Montenegro frente a los colonos que ocuparon las haciendas de los ricos de Armenia y Pereira y frente a los escogedores de café, en donde se sucedieron casos insólitos y en donde cayeron, muertos

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y heridos, obreros, campesinos y policías. A don Pablo E. Cardona lo aguijoneaba el temor de que yo estuviera en las filas de José Stalin.

El consejo de don Pablo era claro: que no cambiara la literatura, que había nacido en mi juventud, por la política que traicionaba tanto. Fue él quien ordenó que se incluyera en uno de los números de “El Municipal”, periódico del concejo, mi poema a Pereira que escribí en esos días y que después fue publicado en “Senderos”, en 1966.

Como homenaje a tan ilustre Institutor, una de las Escuelas Públicas de la ciudad lleva su nombre.

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Julio Restrepo Toro

Julio Restrepo Toro llegó a la vida en la vereda Tribunas, a legua y media de Pereira, subiendo, y a legua y media de Altamira, bajando. Por lo anterior,

se puede ver que yo conocí a sus padres desde que era muy pequeño. Él se llamaba Julio Restrepo y ella doña Emiliana Toro.

Colindando con don Julio vivía un hermano suyo, que si no estoy mal llevaba el nombre de Jeremías. Don Julio fue el padre de un joven llamado Celedonio, bien conocido en Pereira, y don Jeremías, otro que llevaba el nombre de su padre.

No sé cuál fue el motivo para que estas dos familias tuvieran diferencias que no pudieron arreglar después. Una tarde, Celedonio marchó al pueblo y más atrás también llegó Jeremías a Pereira. De regreso, Celedonio pasó frente a la casa de “Huertas”, con la cabeza clavada hacia el suelo. Esto lo pudieron ver Jesús María Ruíz, un primo hermano de mi madre, y Juanita Cortés que era su prometida. Al poco rato subió Jeremías, quien los saludó y siguió su camino, sin la más mínima manifestación de disgusto. Nadie previó la tragedia.

No sé cómo Jesús María se dio cuenta de que estos dos primos hermanos, Celedonio y Jeremías, se habían trenzado en una riña abierta, allí cerca de donde él se encontraba. El primo de mi madre corrió al lugar de los hechos y encontró a Jeremías herido, sentado en un barranco en el borde del camino y en las orillas del monte, hojas llenas de sangre por donde se había aventado Celedonio de huida de su congénere. Jesús María penetró a la montaña y encontró a Celedonio

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desmayado al pie de un árbol. La lucha sostenida por estos dos hombres había sido a bala y a machete.

Poco tiempo después, a Julio Restrepo Toro lo mandó su padre a estudiar a la capital de la República. Cuando regresó, trajo su diploma de abogado. Fueron éste y el doctor Bernardo Mejía los dos primeros graduados nacidos en la ciudad de Pereira.

Poco después de su regreso, se enfrentó a las huestes liberales que manejaban el doctor Santiago Londoño, don Jesús Cano, don Roberto Marulanda y don Jesús Antonio Cardona. Para hacer esto, el doctor Restrepo Toro empezó a predicar un Socialismo Radical a favor de los menos favorecidos del pueblo. A mí me pareció un camino raro el que tomó como bandera, porque yo había leído sobre el Socialismo Utópico de Platón, el Socialismo Integral que crearon Carlos Marx y Federico Engels y que tuvo como seguidores al Conde de Saint Simón y a Carlos Fourier, éste último inventor de la Escuela Falansteriana, y el Socialismo Cristiano que se abrió campo en el mundo con la Encíclica Rerum Novarum de León XIII.

El doctor Julio Restrepo Toro fue un hombre sin miedo. Se enfrentó a todos los peligros en defensa de los pobres. Mandó construir un púlpito para, desde allí, dirigirse a su pueblo. Pero si fue un agitador de multitudes que se hicieron numerosas ante su presencia, fue un mal político, un político sin rumbo. De allí el fracaso de sus luchas. Si no estoy mal, el doctor Julio Restrepo Toro no consiguió una casilla en los puestos colegiados para su corriente. Se contentó con las calles, con entrar a los teatros, con los pobres a su lado, con chocar con las facciones que lo combatían. Por eso en Pereira hubo encuentros con los liberales.

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Recuerdo mucho una tarde que Manuel Alzate, quien tenía un puesto en la Galería, se subió a pronunciar un discurso desde un balcón en la esquina de la Catedral. Restrepo Toro invitó a los parciales de su corriente y los hizo posesionar en el atrio de la Iglesia y atrás de los que oían el discurso. Cuando Manuel Alzate lo vio, dijo: “Nos encontramos tranquilos los liberales oficialistas cuando llega este negro…” El doctor Restrepo Toro no lo dejó terminar y le gritó: “Negra tendrás el alma, negro el corazón, negro tu papá y tu mamá, hasta la última generación”.

Las multitudes irrumpieron en resonantes carcajadas y se dispersaron los unos y los otros.

Al doctor Restrepo Toro había que admirarle su lucha contra la injusticia de entonces. Era la lucha por alcanzar las leyes sociales que empezaron en el gobierno de Alfonso López Pumarejo. Era la lucha de Gabriel Turbay, de Alberto Lleras Camargo, de Luis Tejada, de José Mar, de Moisés Prieto, de Luis Vidales, que se movían en la capital de la República. Era la lucha de una juventud entusiasmada con la Dictadura del Proletariado, instaurada por Vladimir Lenin en la Rusia de los Zares.

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Don Julio Castro

Don Julio Castro nació en la capital de Antioquia en una fecha del siglo pasado (siglo XIX) que ignoro. Fue Coronel de los ejércitos liberales

que lucharon en la última guerra civil por instaurar las grandes ideas que llevaban en el alma los Generales Rafael Uribe y Benjamín Herrera. Antes de terminar esta lucha, se trasladó a la ciudad de Manizales en donde vivió por algún tiempo.

La fama que llegó a las regiones de Antioquia, regiones extenuadas por el trabajo tesonero de los hombres, hizo que muchos de ellos empujaran hacia arriba, hacia las regiones protuberantes de la Perla del Otún y la Hoya del Quindío. Por eso Don Julio Castro llegó a posesionarse en Pereira en una fecha del siglo pasado. Aquí, como lo fueron todos los llegados de allá, sentó sus reales y empezó, como los hermanos Marulanda, a acumular su fortuna, estrujando las tierras del occidente. Para ello adquirió unas montañas espesas donde sólo se oía el ruido de los animales salvajes y el trino de las aves mañaneras debajo y encima de la arboleda y se sentía el ñaiví, el zancudo y el jején que hacían retroceder a las gentes más expertas en los caminos que transitaban o por debajo de los guaduales espesos y en la montaña inmensa.

El lugar escogido por don Julio fue en las orillas del río Otún, en una montaña apenas con mejoras pequeñas. Los primeros que entraron en ellas las abandonaron o las dieron a menos precio, para ir a otras partes, empobrecidos y llenos de enfermedades. Estas montañas y mejoras llevaban el nombre de “El Tablazo”.

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Los hombres todos que venían de Antioquia eran ambiciosos y fuertes. Por eso no se contentaban con una finca cualquiera sino que escrutaban la región y empezaban por conseguir sus trabajadores que les obedecían y así, con el hacha en los hombros y el machete colgado en el cinto, socolaban, derribaban y cubrían los terrenos de plantas. Esos hombres del pasado que se enfrentaban a las serpientes que se arrastraban por la tierra, que trepaban o bajaban por los declives y muchas de ellas se trepaban a la fronda de los árboles, desde donde se aventaban detrás de los sapos y las ranas, los lagartijos y las arañas para tragárselos como alimento; esos hombres que no retrocedían ante las nubes de zancudos y los jejenes que no resistirían las generaciones presentes, a las que les ha correspondido lo que han dejado los higienistas de hoy. Esas tierras fueron abiertas por hombres de acción, con las peonadas que obedecían.

Don Julio Castro, en las inmensas tierras que fueron de su propiedad, resolvió montar una molienda a la que llamó “Cauquillo”. Allí, cuando ya sus hijos fueron hombres y entraron a hacer parte de este Establecimiento y se fundó en Pereira la primera casa bancaria, la firma de estas dos empresas fue: “J. Castro e Hijos”. Creo que el primer gerente de la Casa Bancaria fue don Enrique Drews, de nacionalidad alemana, quien había unido su vida a una hija de Don Julio. De allí vinieron los doctores Federico y Carlos, don Oscar, doña Tulia, doña Edith y otras menores que yo no conocí, todos ellos hijos de Pereira. El primero, gerente de la Federación de Cafeteros hasta su muerte; el segundo, Ingeniero Civil que ha ocupado puestos en la administración municipal; y el tercero, dueño de lo que es hoy “Costa Rica” una de las fincas de la gran hacienda “El Tablazo” en donde maduró su vida don Julio Castro.

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Cuando yo recorrí esos caminos en la primera década del siglo, todo era montaña eriaza, de Cerritos a la Virginia, y guaduales tupidos en los planes que hoy son “San Jorge, “Castilla” y “Pavas”. Nadie podía arrimarse a la vera del camino porque lo enloquecían los zancudos. En aquella época sólo se hablaba de tres fincas: “El Tablazo”, “San Felipe” y “Alsacia”. Por eso, a “San Felipe” pertenecieron las fincas que nombré en otra ocasión y por eso de la de don Julio Castro hoy son “Castilla”, “San Jorge”, “Pavas”, “Quimbaya”, “Senegal”, “Malabar”, ”Santa Cecilia”, “El Labrador”, “Las Colinas, “Costa Rica”, “Guadalajara” y otras que no recuerdo.

Don Julio Castro ocupó una curul en el Concejo Municipal en varias ocasiones, en representación del Partido Liberal. En aquellos tiempos no se conoció discriminación en la política. Por eso los pueblos en donde sus primeros hombres fueron de filiación liberal, crecieron con estas mayorías que no se las han dejado arrebatar hasta hoy. Pereira y Montenegro son prueba de este caso. Aquí los Marulanda, los Ángel, los Cano, los Mejía, los Aguilar, los Arango, los Cardona, fueron fieles a las doctrinas de Uribe Uribe. Y allá, en Montenegro, los Monroy, los Londoño, los Flórez, los Sanz, los Villa, han sabido mantener un liberalismo más agresivo que el nuestro.

Don Julio Castro R. y don Carlos Echeverri Uribe fueron los fundadores del Asilo de Ancianos. En el número 65 de “Variedades”, de mayo 15 de 1926, encontramos esta nota: “El lunes pasado se remató en 31.000 pesos y pico el lote de terreno en donde se iba a construir el Asilo de Ancianos en la calle 19. A propósito hemos estado hablando con el Concejal señor Castro y él nos ha asegurado que muy pronto se empezará la construcción del nuevo Asilo, situado detrás de los talleres del Ferrocarril, en donde se piensa edificar un bello edificio con tal objeto. Así mismo nos aseguró el

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mentado munícipe que de los fondos no se destinaría ni un centavo a otra obra distinta y que la destinación de ese capital para tal fin, es de obligación, pues así está estipulado en Acuerdo Municipal”.

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Don Alfonso Jaramillo Gutiérrez

Don Alfonso Jaramillo Gutiérrez era un hombre alto, rubicundo, serio, orgulloso. Nunca fui su amigo. Más bien fue un respeto que yo, como

campesino llegado de una vereda, le profesé siempre. A lo que sí estuve atento fue a sus actividades de hombre de acción. En la acción cívica siempre lo vi unido a don Juan y a don Julio Rendón, a don Eliseo Arbeláez, a don Manuel Mejía Robledo, a don Enrique Ochoa. Ellos, quizá con otros más que no recuerdo, empujaban el pueblo. Para ello iniciaron carreteras, hicieron barrios, crearon la Sociedad de Mejoras Públicas y las empresas más grandes, de más envergadura de que era dueño el pueblo. Las sacaron de la Tesorería de Rentas y con ellas hicieron un empréstito, acto que fue criticado por muchos, porque dizque habían hipotecado lo que daba empuje al pueblo. Esta tesis de los muchos fue errada, ya que como ellos lo pensaron, así fue.

Esta negociación y esta compra de terrenos para levantar barrios, construir viviendas, el pueblo lo tomó como un negocio para enriquecerse. Pero hoy que todos han muerto, que las Empresas Públicas que ellos crearon aún están allí, respondiendo por el progreso de Pereira; que la Sociedad de Mejoras Públicas ha trabajado por el mejoramiento y por la belleza de la ciudad; que las carreteras hacia Manizales, hacia Cartago, hacia el Quindío, que ellos comenzaron, hoy están mejoradas, es cuando el pueblo sabe que esos hombres hicieron bien y que estas cosas allí se encuentran y han servido para el progreso inmenso de la ciudad. Era una manera de ellos vivir y hacer que viviera Pereira para todos. Para hacer esto, ellos tuvieron inteligencia para planear, ánimo para moverse

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y metida en el cerebro la ciudad que ellos planeaban, que ellos querían.

Don Alfonso Jaramillo nació en Abejorral y llegó a esta tierra en el año de 1896. Aquí se instaló y empezó su lucha franca al frente del villorrio que era Pereira. Las calles eran empedradas y las aceras de ladrillo. Sobre las calles rastrillaban las patas los caballos en las Ferias Semestrales y sobre las aceras caminaban las gentes desentendidas.

Los mercados públicos se hacían en la Plaza Mayor. Allí se encontraban las caucanas con los puestos en el suelo; las mesas con sus panes y sus dulces que fabricaban Aniceto Castañeda, Alcides Ospina y Pedro A. García. Allí vendían sus canastos de coger café hechos de chusque y sus canastillas de cargar el mercado, los Marín y los Mejía de mi vereda. Allí estaban los dulces, las gelatinas blancas y negras, los bocadillos y el pandequeso, en las mesas de las Zorrillas, de Isabel Gutiérrez, de Alfredo Moreno. Allí se encontraban los cacharros de Ignacio Torres Giraldo y del Padre Llano Saavedra. Allí los toldos del mercado de Nel Echeverri y de “Colegurre”, los puestos de revueltos de Veguita y las carnicerías de David Echeverri, de Antonio Mejía, de Eliseo y Germán Martínez, de los Vélez y los García y don Florentino González, y frente a la Casa Municipal, los toldos de don Deogracias Cardona (Padre) y de don Teodomiro Muñoz, donde se vendía la sal de Consota y Arabia.

Para retirar la piedra de las calles y el ladrillo de las aceras, vinieron el cemento y el asfalto. Para limpiar la Plaza Mayor de los desperdicios del mercado, se construyeron las Galerías. Para acabar con las aguas que corrían sobre la tierra de la calle diez hacia arriba, vino el Acueducto. Para quitar la oscuridad, que daban los faroles de las esquinas, vino la Planta Eléctrica. Y

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todo esto llegó de la actividad, de la inteligencia de aquellos hombres, ante todo de don Alfonso Jaramillo Gutiérrez.

Para todas estas cosas don Alfonso Jaramillo Gutiérrez fue el motor que movía, el pensador hábil que concebía las ideas y empujaba las ideas de los demás. Por eso fue Concejal del Municipio, Presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas y de la Junta Urbanizadora. Claro que las ideas de don Alfonso Jaramillo eran las mismas que desarrollaban los hombres que tenían dinero en ese entonces y que como él lo habían conseguido en este pueblo. Las cuestiones socializantes les importaban un pito. Por eso la manera de mirar era distinta. Estos viejos no creyeron en prestaciones sociales, en la jornada de ocho horas, en el pago de días festivos, en la Prima de Navidad, en las cesantías obligatorias, en las huelgas tumultuarias. Por eso llevaban metido en el alma ese conservatismo tradicionalista y ese liberalismo manchesteriano que destrozó mucha parte de lo que creó la Revolución Francesa. Sin embargo, eran inteligentes y mucho más don Alfonso Jaramillo Gutiérrez, que era hermano de uno de los hombres más sabios de Colombia en Economía, quien fue ministro en las primeras décadas de este siglo: el doctor Esteban Jaramillo.

Don Alfonso Jaramillo murió, pero cuando sucedió esto, él había organizado todo. Sus hijos y sus hijas recibieron de sus manos edificios donde pudieran pasar el resto de la vida. Hasta en este caso se vio el reflejo de su buena organización. En el momento de su muerte, tanto sus allegados como el pueblo en general se convencieron de que era un hombre de acción, un hombre de inteligencia, un hombre bueno.

Uno de sus hijos, Alfonso Jaramillo Bernal, ha servido a la ciudad con su dinero y con lo que los ciudadanos le

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han exigido. Sus hijas se unieron a familias prestantes, de donde -imagino- surgirán personas que han de heredar el civismo y la inteligencia de su abuelo.

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Don Néstor Gaviria Jaramillo

No supe nunca si don Néstor Gaviria Jaramillo nació en Pereira. Lo que sí sé es que desempeñó el puesto de alcalde en la ciudad por varias

ocasiones. Lo conocí cuando él estaba muy joven y cuando era aún más joven mi persona. En aquellos tiempos los burgomaestres eran de filiación conservadora y él ocupó el puesto cuando el liberalismo subió al poder con el doctor Enrique Olaya Herrera. La primera vez que lo vi frente a frente fue un día en que don Emilio Correa Uribe no se encontraba en su despacho y entró don Néstor a llevarle un oficio, del que me encargó a mí para que se lo entregara.

Esta carta la publicó don Emilio en su revista “Variedades”, en el número 67 de mayo 29 de 1926. Don Néstor Jaramillo, después de elogiar el esfuerzo de su director para sostener la revista, terminaba su carta así:

“Prosiga en su obra, no quiera dejarla, cuando ya los escollos en que pudo estrellarse han sido vencidos. Contribuya usted al progreso de la tierra con el sostenimiento de su revista, en la seguridad en que con ella hace labor de patriota. Yo lo felicito por esa labor, muy sinceramente por cierto y se la deseo perdurable por la tierra, por las letras”.

Cuando ya fue alcalde pude comprender que era un hombre de una simpatía envidiable y de una serenidad para tratar los asuntos que resultaban para definir en el puesto que ocupaba. En 1938, en su revista “Atalaya”, de Manizales, Gilberto Agudelo publica el fotograbado de don Néstor y al pie le coloca esta leyenda:

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“Don Néstor Gaviria Jaramillo, Alcalde de Pereira, la ciudad que vigila y defiende como un león en celo. Su vida es más que meritoria por su espíritu de ecuanimidad, por su gran desinterés para todo aquello que sea progreso, por su dinamismo y amor por la causa de la libertad. La vida de Néstor Gaviria es limpia como una burbuja de agua purificada”.

Un día, después de haber cumplido don Néstor con las obligaciones que el cargo le imponía, no sé por qué el señor Gobernador de Manizales nombró a otro como alcalde en su reemplazo. Entonces él fue a aquella ciudad y logró que lo nombraran en el mismo puesto en Armenia. Este nombramiento lo comentaron las gentes de Pereira diciendo que don Néstor no podía vivir sin estar en los puestos de la administración, a pesar de ser dueño de una gran hacienda en el municipio de Toro, en el Valle del Cauca. Que allí ordeñaba vacas y engordaba ganado, es decir, que era rico, sin necesidades apremiantes. No sé si esta acusación, que no era un cargo contra su honradez y lucha por Pereira, sería un cargo contra él o contra su manera de pensar.

Don Néstor Gaviria fue padre de varias hijas, la más interesante de todas, Julieta, la que fue esposa del desaparecido y gran cronista Luis Tejada. Este caso se comenta de la siguiente manera, publicado por el Doctor Jorge Grisales Pérez en su folleto que vio la luz pública en el año de 1971 y que intituló “Pereira en la Intimidad”:

“Luis Tejada, filósofo y periodista hizo de este terruño su patria afectiva y sentía gran orgullo en llamarse pereirano; de él quedan muchas cosas para decir y comentar. Por el momento reproducimos esta carta: “Original petición de mano”. Cuando Luis Tejada, el gran cronista colombiano, en viaje para Manizales,

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se detuvo en Pereira, sufrió un “accidente”, como él lo dijo en una de sus páginas más célebres: resolvió casarse con Julieta Gaviria, y escribió a su señor padre la siguiente carta, que se ha conservado inédita hasta hoy:

“En Pereira, en viaje para Manizales.

Señor Gaviria,

Muy respetuosamente le pido permiso para casarme con Julieta.

Tanto ella como yo deseamos ardientemente esa unión, aun cuando ambos presumimos que el matrimonio es siempre una extraordinaria aventura en que no se sabe si se va a encontrar la felicidad o la desgracia; pero, en todo caso, preferíamos ser desgraciados juntos, a serlo separados; porque nos impulsa el amor, esa ley misteriosa e implacable.

Lo natural fuera presentarme personalmente en su casa, a pedir la mano de Julieta; pero tengo algunos motivos para creer que no sería recibido con bastante benevolencia.

Espero, sin embargo, que usted, a quien, por ser el padre de Julieta, me imagino justo y bondadoso, dé su aprobación a este acontecimiento irremediable, a esta marcha temeraria y sublime hacia la vida, que vamos a emprender Julieta y yo; llenos de amor y de esperanza. Su asentimiento nos llenaría de sincero júbilo.

Su afectísimo:

Luis Tejada.

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Creo que a don Néstor Gaviria le ocurría lo mismo que a don Policarpo Benítez. Nunca encontró un hombre para que se uniera a una de sus hijas. Cuando uno de sus supuestos yernos arrimaba a la ventana de la novia, no tenía inconveniente en arrojarlo al andén. Miguel Tabares cortejó a una de sus hijas por muchos años y nunca pudo llegar al matrimonio porque don Polo se oponía abiertamente. Miguel murió viejo y soltero, como vieja y soltera fue su prometida.

Don Néstor era igual. En la carta de Luis Tejada se ve el rechazo del padre. “Tengo algunos motivos para creer que no sería recibido con bastante benevolencia”, le dice el magnífico escritor. Cuántas veces sería tachado por don Néstor que no encontró otro medio que ponérselo de presente por medio de esta carta, y no solamente esto, sino que le dice claramente: “este acontecimiento irremediable”.

No sé si don Néstor fue “justo y bondadoso” y dio la aprobación a este enlace, o el escritor y Julieta tuvieron que llegar a “lo irremediable”, pero Luis y ella se unieron por los vínculos del matrimonio, quedando Julieta sola al poco tiempo.

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Don Gilberto Hinestroza

De los señores Hinestroza llegados a Pereira en el año de 1881, solo conocí a don Gilberto. Él salía al pueblo o avanzaba por los caminos,

jinete sobre un equino, llevando en uno de los bolsillos de los zamarros un botella plancha, la que llenaba de aguardiente en donde lo encontraba. Los otros dos, Hilario y José A., que así se llamaban, quizá habían muerto cuando yo empecé a conocer las gentes de mi pueblo. A la que sí conocí fue a la familia Hinestroza que ha vivido en la carrera sexta con calle veinte. Con una de aquellas señoritas casó don Ignacio Puerta, el que enseñó tipografía a muchos en Pereira, entre ellos a mi persona. Creo que allí nació y murió don Arcesio, aquel que era fabricante de copones y custodias para las Iglesias del país.

Más de una vez encontré a Don Gilberto Hinestroza en el camino que conducía a Altamira, ingiriendo sus tragos de aguardiente. Quizás iba a arreglar cuentas con sus clientes, quienes eran los que tenían ganado en las fincas situadas a la vera del camino. Estas cuentas provenían de los capachos de “Sal de Consota”, pues el salado era de su propiedad, igual que su finca denominada Canaán. El camino que conducía a este lugar era por la calle 17, pasando frente a “La Brigada”, de don Andrés Martínez. Allí en Canaán tenía sus haberes don Gilberto. Allí vivía y de allí salía diariamente, cuando se le terminaba la damajuana de licor que siempre estaba listo a ingerir.

De estos despachos de sal empacada en hojas de iraca llevaban los de mi casa, don Andrés Martínez para los ganados de El Cedral, don Pablo y Don Rafael Baena para los suyos de “La Linda”, Los Marulanda para los de “Laguneta” y no sé cuántas otras personas, pues esta

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sal era la que más gustaba a los ganados y en muchas de las casas campesinas la empleaban para las comidas del día, cuando se acababa la “de piedra” que venía de Zipaquirá, Cundinamarca. Lo que sigue lo dice el libro de Fernando Uribe Uribe, titulado: “Historia de una ciudad: Pereira “

“Desde el tiempo de los aborígenes se explotaba el salado de Consota, que en nuestros tiempos pertenecía, como envidiable propiedad, a don Gilberto Hinestroza, personaje laborioso y sencillo, que a diario venía a la ciudad en una yegua blanca y flaca y vieja, que parqueaba bajo los mangos de la plaza, tapados los ojos con un pañuelo rabo de gallo, sin más apero que un mal freno y de un buen galápago de calle, sin rabiza, ni ronzal. Y allí esperaba el pobre animal paciente, viendo desfilar las horas, mientras don Gilberto, hacía tertulia o liquidaba las cuentas con don Valeriano Marulanda.

Cuando avanzaba la tarde y apuraba la sed, la pobre yegua acosada por el instinto, así vendada, lentamente se encaminaba hacia la pila situada en el centro de la plaza. Dejaba la venda enredada en las lanzas de la verja para poder abrevar y regresaba a su sitio donde continuaba la espera. Y cuando a las seis de la tarde empezaban a cerrarse las tiendas, Don Gilberto abordaba la cabalgadura, también por instinto y por costumbre. Sin voluntad ni energía, por la acción de los copetines ingeridos, la yegua paso a paso lo retornaba hasta sus predios de Consota, no importaba que el camino estuviese malo, la noche oscura o la inclemencia del tiempo se opusiera. Al día siguiente se repetía el recorrido con el mismo sencillo itinerario.”8

8 URIBE Uribe, Fernando. “Historia de una ciudad: Pereira. Pereira: Papiro, 2002, Pág. 94

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Arcesio Hinestroza fue, como su congénere don Gilberto, un bebedor consuetudinario. Una vez, cuando él iba a entregar una custodia a una de las parroquias de Cali, viajé en su compañía en una de las locomotoras cuando el ferrocarril llegó a Cartago. La máquina gastó el día para llegar a la capital del Valle. En el coche restaurante, cuando ya los aguardientes habían hecho efecto, desenvolvió la hermosa custodia hecha por él y quedé conturbado. No era de oro puro, pero la aleación era tan perfecta que nadie se atrevería a dudar de que aquella pieza era de oro puro de 18 quilates. De esta mezcla llevaba unos copones, que bien le pagaban los párrocos para guardar el Santísimo.

Una hija de don Gilberto Hinestroza se unió a uno de los hijos de don Jesús Ormaza y de allí vienen los doctores Adolfo Ormaza Hinestroza, dermatólogo eminente que ejerce en la ciudad, y el doctor Gilberto, abogado, quien heredó de su abuelo paterno la ligereza de sus piernas y la viveza de sus ojos.

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El Maestro Enrique Figueroa

Recuerdo que la primera vez que vi a Enrique Figueroa fue en el barrio “El Clarinete”. Formaba un dueto con Francisco Escobar. El conjunto era

digno de admirar; por eso cuando los oí cantando en una de las cantinas del barrio, no pude menos que viajar hasta donde se encontraban. No recuerdo quién manifestó que quien hacia el Primo en el canto, era “El Turpial Antioqueño”, recién llegado a Pereira de la ciudad de Medellín, y el que hacía el dúo se llamaba Enrique Figueroa, nacido en Valparaíso.

Mucho tiempo pasó sin que volviera a ver estos hombres. Un día supe que Enrique Figueroa había contraído matrimonio con una niña de apellido Cano, y otro, que se había organizado una radiodifusora, si no estoy mal, en la calle 15 entre carreras octava y novena. Allí se formó una trilogía compuesta por Enrique Figueroa, Luis Carlos González y Rodolfo Castro Torrijos.

Aquella emisora fue un fortín de intelectuales, pero como los movimientos míos se encontraban en otro lado -en la tipografía y en la prensa escrita-, poco fue el caso que les hice a estos inteligentes ciudadanos que se movían, inventaban cosas para la radio naciente.

El Maestro Figueroa, Castro Torrijos y González Mejía eran, como yo, jóvenes que empezaban a recorrer el camino de la vida y en los días de descanso optaban por ir a las cantinas, para empezar con bríos superiores el lunes que venía. Yo había conocido como poeta a Luis Carlos González, pero a Rodolfo y Enrique no los había tratado. A Luis Carlos, por sus maravillosos sonetos que había publicado en los periódicos de la ciudad y porque

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era pereirano raizal, lo tenía metido en la mente, pero los otros, apenas empezaban a ser mis amigos, cuando nos encontrábamos en las noches de farra.

En aquella emisora empezaron a surgir los bambucos de Luis Carlos González con la música de Enrique Figueroa. Los dos primeros que oí me dejaron maravillado. Fueron “Tu Callecita Morena” y “Vecinita”. Allí pude apreciar la facilidad del poeta para jugar con las octavas y el talento del compositor para hacer vibrar los octosílabos de cada verso. Fue entonces cuando se olvidó lo demás -y los demás-, pues Rodolfo Castro Torrijos, que era una inteligencia, no volvió a ser encontrado por nadie. Se había ahogado en aquel lago límpido, de ritmos, sonidos y melodías que brotaban de las almas de estos dos hombres: Enrique Figueroa y Luis Carlos González Mejía.

Luis Carlos González, de los bambucos que ha creado, treinta fueron a las manos del Maestro Enrique Figueroa, quien reclinado sobre las cinco rayas paralelas, ha regurgitado arpegios, ha escupido melodías y ha sostenido ritmos, y con todo, acrecentó los dulces bambucos que hoy posan en los oídos del pueblo.

Enrique Figueroa viajó a los Estados Unidos y ante Iván Silva Acuña hizo un programa, que, aun cuando no existía la televisión, muchos lo oímos con placer por la radio. De allí sacó elogios y comentarios que lo honraron. Después viajó por ciudades y pueblos, exhibiendo su voz de tenor que era maravillosa y haciendo algunas presentaciones individuales que fueron aplaudidas. Ya viejo, su voz se opacó, porque esa época de nuestras vidas es amarga y temible, pero llena de esperanzas, cuando podamos gritar como Julio Flórez al despedirse de la tierra: “Qué bello es el Universo”.

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Hace ya algún tiempo el Maestro Figueroa me pidió que le hiciera unos versos para él componer un bambuco. Yo construí “El Jardín de mis Recuerdos” y se lo entregué. El hizo la música, viajó a Medellín donde se imprimió el disco pequeño con mi composición y en el reverso salió una canción del doctor Luis Alfonso Delgado, de Cartago. Más tarde salió un long-play, cantado por el dueto Luciano y Concholón y en este volvió a imprimirse esa canción. Del libro “Senderos”, el maestro extrajo “Castígala, Señor” y de esta y de “Tus Manos”, construyó dos pasillos, los que conocí antes de su muerte. Aunque juntos los corregimos sobre el pentagrama, nunca se oyeron, pues deben estar en donde quedó su archivo, quizás en manos de un familiar, porque ya su esposa había dejado de existir. La letra de “El Jardín de mis Recuerdos” no ha sido publicada por la prensa y dice así:

En el jardín de mi huerto,cuando yo estaba pequeño,cultivé un jardín de rosas,geranios y pensamientos.

Los pétalos de las rosaslos deshojé con mis besos,y de tanto querer las rosasal fin se fueron muriendo.

En el jardín de mi almatambién cultivé mi huertoy las rosas de tus labiosfueron geranios abiertos.

Los pétalos de esas floreslos deshojé con mis besosy de tanto deshojarlosal fin se fueron muriendo.

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Hoy, después de tantos años,en el huerto del recuerdo,voy cultivando mis rosas,geranios y pensamientos.

Pero estos no los marchitocon el ardor de mis besos,porque creo que al morirsetambién con ellos me muero.

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Don Deogracias Cardona Tascón

Cuando mi madre me trajo del campo para entrarme a la escuela pública, se encontraba como profesor de ella Don Deogracias Cardona.

Era un muchacho serio, lleno de entusiasmo en las aulas de la escuela. Desde este momento se observaba que había nacido para enseñar, para darle educación a la juventud que se veía crecer en el pueblo.

Los métodos de la enseñanza eran distintos, más rudimentarios y la unidad entre maestros y alumnos era sólo para preguntar cosas sobre una materia, pero nunca para sacarles confianza a los profesores. A ellos no sólo se les respetaba sino que se les temía, pues a uno le decían en la casa que sólo había tres personas con derecho a castigarlo: el padre, la madre y el maestro.

Por eso en dos meses que asistí a la escuela, recibí dos castigos: el de don Ezequiel Morales y Concha que relaté en otra ocasión y uno que me propinó don Deogracias Cardona en un paseo, cuando nos llevaron a los potreros por donde hoy es la Avenida “Alfonso Jaramillo”, más abajo del Club del Comercio.

A don Deogracias le ocurrió lo mismo que a don Ezequiel: en mi ser se marcó un odio por aquellos castigos que yo no pude comprender. Los tildé siempre de injustos, los consideré siempre como una humillación a mi persona. Cuando aprendí la tipografía con don Ignacio Puerta; cuando fundé mi pequeño periódico de versos, tanto el uno como el otro, fueron mis amigos leales, pues ambos eran inteligentes y servidores del pueblo, pero más don Deogracias que era hijo de Pereira.

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Don Pedro María Echeverri, un notable institutor que vino a Pereira desde Granada, una población de Antioquia, llegó como don Benjamín Tejada Córdoba o doña María Rojas Tejada, con el ánimo de ilustrar la niñez de la Perla del Otún. Don Pedro tomó una casa en la calle 22 con carrera sexta y allí enseñó por espacio de dos años, hasta cuando el Gobierno lo nombró Prefecto de la Provincia de Robledo. Después se organizó el colegio Oficial con la rectoría de Don Arcadio Herrera, don Manuel S. Buitrago, don Justiniano Maya y don Deogracias Cardona.

Del anterior elenco de profesores estaba satisfecha la ciudad, pues por sus antecedentes todos nacieron para eso, para enseñar con el alma y con el corazón a la niñez que se iba levantando en la joven ciudad de Pereira. Cuando me di cuenta, este Colegio Oficial funcionaba en la carrera quinta, entre calles 18 y 19, en donde, con un esfuerzo de su parte había logrado don Deogracias levantar un caserón en lo que fue de su padre y allí se hicieron aulas y empezó en debida forma la enseñanza secundaria.

Don Deogracias ocupó puestos en la Administración del Municipio. Que recuerde, fue personero municipal. Pero ninguna de estas cosas lo entusiasmaba. Era necesario enseñar y bajo esta consigna abandonaba lo que fuera y volvía al Magisterio, a la segunda enseñanza que era lo que le gustaba, en lo que vivía embebido. Los siguientes son apartes de su última carta que le envió a don Marceliano Ossa M., el 18 de abril de 1943:

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Señor Don Marceliano Ossa.La Ciudad.

Con el mayor gusto y como directo interesado para la educación y cultura pereirana, impongo a usted lo que pienso en relación a tan debatido tópico sobre Colegio Oficial de Varones.

Durante 39 años el colegio ha venido actuando y formándose una estructura cada día más y más recia en cuanto a la organización interna y número de su personal docente y diciente, procurando dar una educación armónica con el pensamiento del Gobierno.

Pero el sitio donde esta educación se ha impartido, sin duda fue bueno cuando Pereira apenas estaba vislumbrando claros horizontes de progreso, no hoy cuando la ciudad se nos muestra en todo el empuje de su adelanto y de su juventud anhelante de algo mejor para cursar sus estudios con comodidad y aprovechamiento.

La diputación de Pereira y la de occidente en la H. Asamblea Departamental, llevan la patriótica idea de conceder a Pereira cuanto en educación se merece, y ello se cristaliza en un proyecto de Ordenanza que tienda a organizar El Colegio con la misma estructura del que actualmente funciona en la ciudad capital con el nombre de Instituto Universitario, dándole carácter Departamental y obligando a esa entidad a contribuir con una gruesa suma de dinero para dar efectividad al mencionado proyecto.

Con la comisión del H.C. ante la Sociedad de Mejores Públicas, fue con la patriótica idea de conseguir un local donde los muchachos pudiesen estudiar

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actuando en un medio mucho mejor al actual, me permito manifestarle algo en referencia al tópico, ya que él entraña un detenido estudio, pues si algo ha de dársele a Pereira, ello debe ser duradero y sitio donde el muchacho que se prepara para el futuro, pueda desarrollar su mente al mismo tiempo que su cuerpo y sus actividades manuales.

En el resto de su carta don Deogracias hace el recuento de las necesidades del Colegio. Salones amplios donde el alumno labore y pueda guardar las cosas, porque si van a los rincones, es tiempo perdido, sin objetivo.

Habla sobre los salones anchos y cómodos que debe tener un plantel de Educación Secundaria para enseñar cuarto, quinto y sexto de bachillerato. Cómo deben ser los salones para la enseñanza de Geografía e Historia, y cómo deben ser los de Fisiología, Química y Física, Botánica, y Sicología. Es decir, en esta carta a don Marceliano Ossa, quien ocupaba una curul en la Asamblea, don Deogracias Cardona planea un edificio que tuvo vida en la calle 14, cruce con la Avenida “Alfonso Jaramillo”, que fue ampliado y que hoy existe con el nombre de “Colegio Oficial Deogracias Cardona”.

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Alfredo Moreno

Alfredo Moreno Ruíz, muy joven montó una cacharrería en Filandia. A él le sucedió lo que a las personas en aquellos tiempos: que no

encontraban escuelas para sus estudios. A pesar de su ignorancia, Alfredo progresó en su negocio y este mismo negocio lo llevó a estudiar por su cuenta, hasta que se convirtió en autodidacta. Por ello no le faltó siempre el libro en las manos. De tal modo que leyó los clásicos con unción y con más unción estudió la Mitología Griega.

Cuando lo conocí, en 1.908, porque había entrado a la casa de Altamira a saludar a su abuela, que era mi bisabuela, era un hombre que, como Silvio Villegas, el texto que leía lo narraba con precisión matemática. Desde este momento, el medio hermano de mi madre, llevó a mi conocimiento pedazos de la historia que son interesantes.

Una vez le confesé que fabricaba ensaladas y le recité una de ellas. Alfredo admiró mi manera de hacer versos y en reciprocidad me mostró una de sus composiciones. Me pareció bella, aunque no tenía las capacidades para pesarla.

En 1917, cuando regresé de “Aguas Claras”, una vereda en el municipio de Versalles en el Valle del Cauca, Alfredo Moreno vivía en San Jerónimo. Luchaba la vida administrando una máquina de hacer velas de sebo y los sábados armaba un toldo en la Plaza y vendía parvas y dulces que les compraba al vendaje a los panaderos de entonces.

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En 1919, a mi tío materno se le ocurrió fundar un periódico. A su hoja le puso el nombre de “El Poema” y en su casa de San Jerónimo él, Ismael Obando y mi persona, en medio de comentarios, escogíamos el material. Los periódicos de aquella época se perdieron, pues sus ediciones que coleccionaba la Alcaldía fueron quemadas por uno de los burgomaestres, de nombre José Martínez, a quien todo el mundo le tenía el remoquete de “José Perra”.

Alfredo fue concejal de un pueblo del Valle del Cauca cuando levantó un negocio en la recién fundada Restrepo. Allí cometió un delito de “Lesiones personales”, el que tuvo atenuantes, pero se le condenó a pagar la prisión impuesta en una de las cárceles de Popayán. Mientras cumplía su pena, su mujer murió en Restrepo y sus hijos que eran menores, se abrieron como la Rosa de los Vientos, hasta el punto que sólo sé que el mayor murió en Armenia y que una de las menores vive en Bogotá.

Por más de cuarenta años, Alfredo profesó el “Rosacrucismo”. Sólo ahora, después de su muerte ocurrida en Sevilla, Valle, a fines de la década del setenta, la revista “Rosacruz de Oro”, del Maestro Israel Rojas, ha venido publicando hermosos poemas de Alfredo Moreno que se relacionan con la Rosa cuando revienta sobre la Cruz.

En mis papeles viejos encontré unos versos de Alfredo que no resisto a publicarlos porque contienen una belleza que muchos de los poetas modernos quisieran tener.

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El carpintero

Carpintero ¡Fornido Carpintero!que con la escuadra y el compás escrutaslas curvas y perfiles de un maderoy lo haces que redunde en tu provecho,pidiéndole la cuna de tus hijosy de tu amor el perfumado lechode madera construyes tu vivienday la cómoda silla en que descansasy el altar donde rindes tus ofrendas. Dios bendiga el esfuerzo de tus manosque modelan de un rústico maderocunas de niños, báculos de ancianos,el ataúd para tu cuerpo inerte,que ha de ser tu vivienda reducidamás allá de la muerte.

Carpintero ¡Fornido Carpintero!que con la escuadra y el compás, cambiastelos destinos de un rústico madero,mas nunca fue tu esfuerzo tan fecundocomo cuando cruzaste dos maderospara enclavar al Redentor del Mundo.Esa es tu obra magna, Carpintero.

ALFREDO MORENO

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Don Emilio Correa Uribe

Lo conocí en la Imprenta “Nariño”. Yo me encontraba embebido en una caja de tipo movible de la empresa, haciendo las primeras lecciones de

impresor, cuando un joven de unos diez y seis años se plantaba en la esquina de la calle 20 con carrera sexta y a ratos se asomaba por la reja y se colocaba frente a mí. Otras veces daba la vuelta hacia la carrera y hacía lo mismo frente a las máquinas Diamond y Remington que manejaba Lisandro Tirado. A los nueve meses, cuando ya me sentí un levantador y distribuidor de tipos, resolví trasladarme a Cali y entré a trabajar a “Correo del Cauca”, empresa de los señores Palau.

Dos años y medio demoré para volver a Pereira, pero cuando llegué existía la “Tipografía Pereira” y allí salía un periódico pequeño que se llamaba “Brotes”, que pertenecía a Jesús Antonio Cardona, desde 1913, y que lo había cedido a un tercero. Un día, cuando entró a llevar material para su hoja, me di cuenta de que el director de “Brotes” era el muchacho que se asomaba por las barandas de la “Imprenta Nariño” y que se llamaba Emilio Correa Uribe. Desde aquel día, Emilio fue mi amigo y de allí en adelante conocí su manera de ser, su modo de vivir, los negocios que hacía, cómo trabajaba, cómo era su genio, de qué manera manejaba los empleados.

“Brotes” terminó en sus manos, pero Emilio se hizo a una imprenta vieja que instaló en la carrera séptima, entre calles 16 y 17 y allí fundó su primer diario que bautizó “La Tarde”. La máquina de esta empresa era demasiado mala. Todas sus piezas eran descodaladas y al timbrar las páginas del periódico producía un estruendo que se oía a dos cuadras de distancia. Este

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periódico de Emilio fue fugaz, lleno de obstáculos tremendos que tenía que soportar el que se aventuraba a ser periodista. Las casas comerciales daban un aviso para publicarlo, después que le advertían: “Le doy este avisito para ayudarlo”. Era como una limosna para el Director.

Emilio fundó entonces una revista a la que llamó “Variedades”. Esta publicación se fue haciendo a la simpatía del pueblo, porque en ella publicaba los fotograbados de las muchachas de aquella generación y los retratos de los hombres importantes del pueblo, que era pequeño.

Cuando ya se había unido en matrimonio con doña Esneda, hija de don Carlos Echeverri Uribe y mujer inteligente, que lo ayudó en muchas de sus cosas, Emilio consiguió una empresa tipográfica para hacer su revista y la instaló en la carrera novena, entre calles 19 y 20. Para lograrlo, quizás recibió ayuda de su hermano Eduardo.

En esta empresa las fuentes de tipos, las de interlíneas, las de titulares, las de fornituras y lingotes, eran buenas. Pero la máquina sólo era una “Chandler” de cuarto de pliego, en la que se timbraban cuatro páginas de su revista que era en diez y seisavo. Allí entré yo a trabajar. Al poco tiempo Emilio fue nombrado para el Concejo Municipal como Secretario y quedé yo frente a la empresa.

La “Tipografía Variedades” fue la empresa en donde se hicieron los primeros números de “El Diario”, cuando se trasladó a la calle 18, entre carrera séptima y octava. Después se trasladó a la misma calle entre sexta y séptima. Trabajando allí hizo un viaje en los tiempos de la violencia, con sus hijos Carlos y Lucía y

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su cuñada Camila y en la carretera central, cerca de La Victoria, fueron asesinados ellos, mientras las mujeres observaban la horrible tragedia. Así terminó la vida de este extraordinario ciudadano y la del mayor de sus hijos, ante los ojos brotados de espanto de su cuñada y de su hija.

Cuando el trabajo se duplicaba, Emilio tomaba una caja, se paraba frente al chibalete y levantaba el editorial para “El Diario”, sin tener que llevarlo a la máquina de escribir. Cuando se sentaba al pie de su pupitre a escribir sus crónicas y llegaban gentes que lo necesitaban, los saludaba, los hacía sentar y seguía escribiendo y conversando con ellos, sin interrumpir su crónica.

En esto de redactar, nada ni nadie lo interrumpía. Todos, los de afuera y los trabajadores de la empresa, eran atendidos mientras los tipos de la máquina repicaban sobre el rodillo de la Underwood. Era maravilloso.

Don Emilio fue Diputado a la Asamblea de Caldas y durante el tiempo que ocupó esta curul, escribió y publicó un libro sobre las actividades de la Duma. Además, en la Revista “Variedades” escribía una sección en la que trataba los asuntos de la ciudad, del departamento y de la nación, la que firmaba Eme Zeta.

“El Diario”, que fue siempre su inspiración, lo sostuvo contra viento y marea. Un día escribió un artículo contra una de las personas ricas del pueblo y por esto el comercio todo le retiró los avisos que, pagados, publicaba en el periódico y de esta manera quedó bloqueado para dar cumplimiento a los trabajadores y sin con qué pagar el papel y la tinta que demandaba la obra.

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De Italia importó una máquina de un pliego de setenta por ciento, en donde aún se timbra “El Diario”.

Cuando su periódico cumplió su edición 4000, sus amigos le hicieron un banquete. Por nombramiento de ellos me correspondió a mí decir el discurso en honor de Emilio, por su hazaña enorme, gigantesca, en catorce años de lucha. Con esto él quedó agradecido y de allí en adelante nuestra amistad fue más indisoluble. En 1950, cuando tuve que salir de mi pueblo, huyendo de la violencia, Emilio fue opuesto abiertamente a que me internara en el Chocó, diciéndome que en aquellas regiones caería bajo las manos asesinas de los malos. Hoy, después de hacer frente a todos los peligros que me asecharon, aquí me encuentro, y él que previó el peligro, cayó en la Carretera Central con su hijo Carlos. Así es la vida y así llega la muerte.

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Alfonso Mejía Robledo

Alfonso es hermano de aquel hombre que, en unión de otros ciudadanos sobresalientes, levantó este pueblo de Pereira en las primeras

décadas del presente siglo: don Manuel Mejía Robledo.

Alfonso, siendo casi un niño, fundó el primer periódico de su vida. Lo llamó “Minerva”, aquel nombre de la diosa de la sabiduría y de la guerra que se paseó por Grecia antigua con el nombre de Atenea. Este nombre del niño periodista, marcó lo que iba a ser Alfonso Mejía Robledo en el camino de la existencia: un poeta, un pensador.

Más tarde, en 1914, fundó “Vendimias”. Pero esto no pareció llenar las aspiraciones de su vida, porque con su primer libro de versos publicado en la Imprenta Nariño, que él tituló “Flores el Alma”, como que sintió un desengaño, tal vez por la pequeñez del ambiente, por la desidia de sus hermanos los hombres y resolvió marcharse lejos, a donde era más fácil viajar en aquellos tiempos: a la desmembrada Panamá.

En aquella ciudad publicó su segundo libro de poesías, el que tituló “Horas de Paz”. No puedo decir cómo recibieron sus versos en Panamá, pero de lo que sí estoy seguro es de que Alfonso, con sus versos, fue mejor recibido en aquella ciudad que en la naciente Pereira, la que era apenas un villorrio que daba los primeros pasos a la civilización del mundo.

Mejía Robledo hizo estudios en Francia y recibió su grado en Filosofía y Letras en Alemania. Escribió después “Piedras del Camino”, “Arcilla Dócil”, “Máter Dolorosa” y “Númenes del Viento”, en versos sonoros

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y dulces, ya enclavados en poemas que dicen de sus deseos de elevarse a los cielos de Helicón, ya en sonetos endecasílabos que supo manejar en sus momentos de inspiración, ya en poemas clásicos, tomando como base los autores españoles de los últimos siglos. Algunos de estos versos han sido engrandecidos por la traducción a idiomas diferentes, si no estoy mal, al inglés, francés, y al alemán.

Ha escrito novelas como “Rosas de Francia”, “La Risa de la Fuente” y “Un Héroe sin Ventura”. Ha echado mano de otros temas como “Los Piratas del Amazonas”, “Quién es Quién en Panamá” y “Vidas y Empresa de Antioquia”, todas ellas publicadas en las grandes casas editoriales de Colombia, de España y Centroamérica.

Fui amigo personal de Alfonso Mejía Robledo desde el momento en que se instaló en esta ciudad la Panoramas, una empresa editora en donde se publicó una revista que llevaba el mismo nombre y de la cual era él su director. Esta revista, que vio la luz pública en papel satinado, con fotograbados de la época, indudablemente no pudo sostenerse por el costo de los materiales con que se editaba. Después, en una Grande Exposición Industrial que Pereira llevó a cabo, Alfonso fue su máximo organizador. Fue allí donde se exhibieron grandes industrias que le hicieron honor a Colombia y más que todo a la Pereira que fomentó y llevó a efecto.

Alfonso se perdió de nuevo. Quizá se fue a vivir a Panamá, en donde había contraído matrimonio y tenido hijos. En el año 1960 retornó a su Pereira, en donde pudimos estar juntos.

Todas estas llegadas de Alfonso Mejía Robledo a Pereira tenían un solo fin: echar una revista para el público y asistir a las casas de la Cultura, para luego volver a

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Centroamérica, en donde fue Diplomático, cargo que ocupó por varias ocasiones. Lo último que recibí de sus manos fue su libro de poesías titulado “Númenes del Viento”, con una dedicatoria amable que suscribía desde Tegucigalpa, en 1966.

Yo creo con franqueza que a un hombre que le traduzcan a varios idiomas muchos de sus versos y que se encuentren elogios de su obra como los de Antonio Gómez Restrepo, de Colombia; Concha Ospina, de España; Manuel Ugarte, de Argentina; Gabriela Mistral, de Chile y elogios de grandes personalidades y periodistas, es un hombre que merece ser recordado y ensalzado por su pueblo, al que le hace honor. En Medellín se encuentra este hombre ya viejo y enfermo, de quien escribo esta nota hoy con eterno cariño.

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El poeta José María Ospina

Cuando llegaron los Serna a Pereira -Eduardo y Eleuterio-, los abogados José Valencia Caballero, Cipriano Ríos Hoyos, Francisco Niño Torres y

otros más, conocí a José María Ospina, orador y poeta de aquellos tiempos. Era un hombre alto, robusto, de rostro enrojecido, quien calzaba unas botas grandes y vestía un terno azul, raído por el tiempo.

El doctor Eleuterio Serna y el poeta José María Ospina, no sé si se conocieron antes de llegar a Pereira, pero lo que sí puedo asegurar es que los dos personajes se encontraban siempre. Juntos entraban a los cafés y juntos intervenían en la política de entonces, pues eran conservadores militantes, con el apego a su partido que nunca pretendieron disimular.

Un día después que un jurado se había terminado, siendo mi persona uno de los jueces de hecho, penetré a un café instalado cerca de la Sala de Audiencias y allí, sentados al pie de una mesa, se encontraban el doctor Eleuterio Serna y el poeta José María Ospina. Me invitaron para que tomara asiento junto a ellos, lo hice y allí empezó una de las rascas de mi vida cuyo recuerdo lo llevo metido en mi pensamiento.

El doctor Serna y el poeta Ospina eran unos bohemios desesperados, pues el primero era un hombre de fama en el parlamento, cuya popularidad había llegado hasta nosotros, y el segundo, un amable e inspirado poeta. El doctor Serna hablaba de historia antigua y de Mitología, y el poeta Ospina recitaba sus composiciones. Todo esto llenaba a los ciudadanos de entusiasmo y por eso los atendían.

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Esa noche, José María Ospina recitó su poema titulado “La Mujer”. Esta composición, oyéndola de labios de quien la había creado, daba ganas de llorar, de reír, de gritar. En mi mente se quedaron muchos versos que hoy, cuando ya he perdido parte de la memoria, apenas puedo recordar algunos, tal vez imperfectos. Decían:

Es la mujer la hechura preferida,es la mujer la hechura sublimada.Se llama fe cuando en el aula enseña,se llama amor cuando las llagas unge,concepción si se remonta al cieloen el drama sangriento de la vida.

En otro aparte agregaba:

Detén el vuelo pensamiento mío,espíritu atrevido y pesaroso.No vuelvas hasta allá que es imposibleque en mis versos oscurospuede fijar en este flojo lienzolo que es tan grande ante la ley humana.

El poema era extenso y contenía bellezas que emocionaban. En aquellos tiempos todas las gentes oían y leían los mejores poemas que se publicaban, entre ellos “Anarkos”, de Guillermo Valencia; “La Epopeya del Cóndor”, de Aurelio Martínez Mutis; “La Araña”, de Julio Flórez; “El Poema de la Romería”, de José Antonio Cruz (Martín Pomala); “Los Caballos Viejos”, de Ricardo Nieto; “La Canción de la Vida Profunda”, de Miguel Ángel Osorio (Porfirio Barba Jacob). Es decir, todo lo que contenía ritmo y métrica era devorado por las gentes, aun los humildes del campo.

Ante todo, José María Ospina era un poeta, pero le ocurrió lo que a Carlos Mazo, a Juan Quintero, a

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Víctor Sandoval, a Martín Pomala, que se entraron por el camino de la bohemia y nadie los pudo sacar de semejante abismo. Sin duda se adentraron en las vidas de Poe, de Rimbaud, de Baudelaire, de Verlaine y allí se quedaron como los poetas malditos, en medio de alegrías y sufrimientos, sin preocuparse por lo que alimenta la materia y rejuvenece el alma, y por el vestido que cubre la carne.

Las veces que encontré a José María Ospina, llevaba la misma indumentaria, ingería el licor maldito de los desesperados y, como Carlos Mazo y Víctor Sandoval, lo pudo haber derribado el bacilo de Koch o el delirium tremens. El primero, devorados los pulmones por la “espiroqueta pálida”, como la llama un escritor; y el segundo, por la demencia profunda.

De la misma manera murió Martín Pomala, el poeta del Tolima, metido en el interior de una reja, gritando: “¡Padre Sol! ¡Padre Sol, ten piedad de estos locos, que a fuerza de sufrir se vuelven cuerdos!”

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El General Valentín Deaza

Mi bisabuela Calixta Buitrago narraba hechos de las guerras pasadas que dejaban mis nervios en tensión. A tal punto que no podía

imaginarme que los hombre fueran tan malos. Todos los de las casa eran personas buenas, tan buenas que no se encontró una sola que hubiera cometido un delito ni siquiera una infracción. Por eso me aterraba cuando ella me decía que Pacho Negro, si ganaba una batalla y sus filas tomaban presos a muchos liberales, los hacía llegar frente a él, sacaba su revólver y los eliminaba, cosa que hacía con todos ellos, hasta formar un arrume de cadáveres. Idéntica narración me hizo un viejo Jesús Carvajal, quien fue mi compañero en el primer Sindicato de Trabajadores que tuvo Pereira.

Pero de todos estos hechos, uno que tenía metido en su mente mi bisabuela Calixta, fue el del General Valentín Deaza. Una vez, decía ella, las fuerzas conservadoras ocuparon un pueblo -se me olvidó cuál fue ese pueblo. En una casa de dos pisos organizaron las tropas azules su cuartel general y para dormir ocuparon los salones del segundo piso, que eran amplios y confortantes. Allí los hombres que luchaban en defensa del gobierno, abrieron sus morrales y sobre el entablado tendieron sus camas.

El General Valentín Deaza comandaba las fuerzas liberales y se encontraba a bastante distancia de sus enemigos, pero cuando supo que aquellos habían ocupado el mentado pueblo y que allí se encontraban, hizo marchar a sus gentes al lugar para atacarlos de frente. Es decir procurar una batalla leal. Cuando estuvo cerca, sus espías le dieron cuenta de cómo estaban en el pueblo, cuál de las casas ocupaban y en donde dormían

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las tropas de su contendores. Se dio cuenta entonces que los soldados pasaban las noches tranquilas en el segundo piso, sólo vigilados por los guardianes que se relevaban en la entrada principal del cuartel.

El General Valentín Deaza, cuando llegó la noche, organizó sus hombres y marchó al lugar que le habían indicado, a marchas forzadas, cruzando baches y pantanos, barros y tremedales, como eran los caminos de entonces.

A la media noche, cuando sus enemigos dormían profundamente y aún los centinelas agachaban los cabezas, amodorrados por el sueño, el General Deaza ocupó los alrededores del pueblo y de allí envió una comisión adelante, la que debió asesinar a los vigilantes del cuartel. Los hombres de la comisión llegaron y para no hacer ruido pasaron a bayoneta los centinelas, el grueso de las tropas avanzó silenciosamente como lo había ordenado el General, cubrió los bajos de la casa y a la hora convenida, empezó el abaleo hacia arriba, hacia el balcón donde dormían los soldados.Por los huecos de las balas que hacían en los tablones del piso, empezaron a caer chorros de sangre, y el que se aventuraba a salir, lo eliminaba el resto que había rodeado el cuartel o lo ponían preso cuando no intentaba la huida. Al despuntar el día sólo había muertos y detenidos. Esta fue la noche trágica de aquel pueblo, que no recuerdo cuál fue, en donde el General Valentín Deaza, siendo liberal como lo era, cometió el más atroz delito que narraba mi bisabuela.

Después que supe esta historia narrada por mi bisabuela Calixta, sentí deseos de conocer al General Valentín Deaza, pues ella había contado que vivía en Pereira y que era dueño de una pequeña finca más abajo de la región de Huertas. Mi madre sabía todo esto

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y una vez que bajó conmigo al pueblo me mostró aquel predio.

La casa del General Valentín Deaza estaba ubicada en la parte norte de la plaza de Bolívar. Allí lo vi con frecuencia porque al frente de su edificación había unos corredores amplios, iguales a los que tenía la casa de doña María Grillo, quien lindaba con la suya.

Sé que tomó parte en la Batalla de Santa Bárbara, en los alrededores de Cartago, el 25 de febrero de 1885, al lado de Tolosa y El Pato Ángel, encontrándose en sus filas como soldados a don Juan María Marulanda y a José Domingo Gutiérrez, de Pereira, y a don Fidel Cano, de Medellín. Sé que llegó a la Pereira de entonces en la novena década del siglo pasado, que aquí constituyó su hogar y que aquí dejó sus restos, después de servir a la ciudad.

A principios de este siglo inició la construcción del Hospital San Jorge, consiguiendo a don Andrés Martínez para que dirigiera la obra. Así se construyeron los dos primeros salones. Ya en 1905, don Carlos Echeverri Uribe tomó a su cargo la continuación de los trabajos, lo que pudo hacer con donaciones del pueblo.

Cuando conocí al General Valentín Deaza era un anciano que se mantenía de pies en su balcón, mirando al centro de la plaza. Me pareció un hombre de muy baja estatura, con sus cabellos y su barba blancos. Y fue cuando pensé: qué pequeño y enclenque es el General para haber ejecutado las cosas que me contó mi bisabuela.

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Don Manuel S. Buitrago

Nunca tuve amistad con don Manuel S. Buitrago ni sostuve conversaciones de interés con su persona. Lo que sí es cierto es que lo veía en su

casa de habitación de la carrera sexta con calle 17, ya viejo, descansando de las anteriores luchas que sostuvo en los ajetreos del Magisterio, cuando esta rama del poder pública sólo funcionaba en los pueblos, pero se encontraba abandonada en los campos, apenas en manos de maestros que montaban escuelas privadas.

Supongo que esta lucha de don Manuel S. Buitrago, como la de los demás profesores de entonces, era ardua y comprometida, porque los textos para enseñar sólo eran los libros, primero, segundo, tercero y cuarto de Mantilla, la pizarra con uno cuantos lápices que marcaban blanco y la Citolegia de Baquero, donde se aprendía las vocales y las consonantes y donde se encontraban letras cursivas y góticas que el alumno tenía que pulir, construyéndolas, hasta ser estenógrafo perfecto, para que pudiera ocupar con delicadeza los puestos públicos, secretarios y oficiales, para los cuales tenían que ser amanuenses perfectos aun cuando fueran ortógrafos y gramáticos de baja categoría.

Tengo que decir que la figura de don Manuel S. Buitrago me pareció siempre imponente y, por sobre todo, respetable. Era alto, grueso, de una seriedad respetable. Por esto, juzgo yo, su hogar debe haber sido un refugio de virtudes que no dejó nada que desear, como todos nuestros padres y nuestros abuelos, quienes las primeras palabras que nos enseñaron eran honradez y respeto.

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En el libro “Apuntes para la Historia de Pereira”, de don Carlos Echeverri Uribe, encontramos que don Manuel, S. Buitrago, fue el primer Prefecto de la Provincia de Robledo, cuando esta fue creada por la Ley 9 del 16 de septiembre de 1903, cargo que empezó a ejercer el primero de enero de 1904.

Cuando Pereira organizó su primer Colegio Oficial, le correspondió a don Manuel S. Buitrago, acompañado por don Arcadio Herrera, don Justiniano Maya y don Deogracias Cardona Tascón, dirigir este plantel para que saliera avante en los años por venir. Claro que esta debía ser una tarea complicada, puesto que en estos establecimientos, si se usaban algunos textos, eran los sometidos al pensum oficial, sin poder el profesor sacar de su mente lo que él calculara que fuera más beneficioso para los alumnos. Los establecimientos de educación tenían que llevar a sus discípulos en formación los domingos para que oyeran una de las misas, y hacían castigar a los muchachos que desobedecieran la orden. No se permitía leer libros de los que importaban del otro mundo, sin que tuvieran el visto bueno de los profesores y se castigaba a los estudiantes por cualquiera de estas faltas, ya fuera con una regla, golpeándola sobre la planta de una de las manos o con un fuete, corriéndolo sobre las espaldas. Esto debe haberlo hecho muchas veces don Manuel S. Buitrago.

Claro que esta enseñanza oficial empezó a modificarse en Pereira con la llegada de don Benjamín Tejada Córdoba, quien fundó el Instituto Murillo Toro, y doña María Rojas Tejada, con su Centro de Cultura Femenina. Estas personas eran inteligentes. No sé si eran parientes, pero ambos fueron educadores profundos, tanto que el primero fundó su Colegio, llamando a padres de familia del pueblo, quienes concurrieron entusiasmados para

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acabar con la enseñanza clerical que, por lo acendrada, iba dejando fanáticos empedernidos.

Doña María Rojas Tejada, según su manera de ser, su manera de vivir, disfrutaba de una educación profunda, basada en las teorías de Juan Enrique Pestalozzi y de María Montessori, que era más reciente. Así empezaron los colegios del pueblo, dando educación a hombres y mujeres con los adelantos de los educadores que reformaban.

“La Ley 17 del 11 de abril de 1905 creó el Departamento de Caldas, que se extendía desde los nacimientos del río Arma hasta el río Cauca, éste arriba hasta la quebrada de Arquía, quedando comprendida dentro del Departamento las provincias de Marmato y de Robledo, por los límites legales que después tuvieron”9, agrega don Carlos Echeverri Uribe. En este departamento inmenso que fue Caldas y que venía de norte a sur el Río Arma hasta el Barragán, le tocó actuar a don Manuel S. Buitrago, como visitador de Educación Pública. Por eso cuando lo conocí, era un hombre de pelo blanco, indudablemente de transitar por los caminos azarosos de entonces.

En el número 67 de la revista “Variedades”, de mayo 29 de 1926, el Educador don Manuel S. Buitrago lanzó una idea que es digna de aplauso, pero quedó en el olvido o no sé si se pondría en práctica. Él bautizó esta idea Premio de Virtud, que se otorgaría cada año a la persona que hubiese ejecutado un acto, el mejor del año, digno que se sepa, como salvar a alguien que se estaba ahogando o que penetrara al edificio donde estallara un incendio y lograra sacar con vida al que se encuentra adentro, en medio de las llamas, el que hubiese salvado a un anciano que cayese frente a

9 ECHEVERRI Uribe, Carlos. Op. Cit. Pág. 18

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un vehículo cualquiera o el que ayudare a la viuda, tomando alguno de sus hijos para librarlos del hambre y la miseria, es decir, todos los hechos de que se tienen en cuenta y que han ocurrido durante los trescientos sesenta y cinco días de cada año. Así termina su escrito don Manuel S. Buitrago:

“Se podría nombrar un Comité de señoras y caballeros a quienes se puede ir haciendo el relato de las acciones que se crean dignas de tenerse en cuenta. El comité las catalogaría y al fin de año las clasificaría por orden de mérito; a las más dignas adjudicaría una medalla que como diploma probara el temple de alma de su poseedor; esa medalla se entregaría después de haber hecho relatar el hecho por uno de nuestros intelectuales en discurso laudatorio. Las otras acciones dignas de mención, pero no de premio, se relatarían también allí, y el pueblo vería en este acto que su acción no es indiferente, que sí vale y que sí se aprecia lo que hace, cuando ello es digno y nuevo”.

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Don Jesús María Paneso

Uno de los hombres simpáticos y amables que tuvo Pereira en sus comienzos, fue don Jesús M. Paneso. Tenía su almacén en la carrera octava,

quizás en donde levantaron su edificio los “Valencia Hermanos”, bautizado con el nombre de “Esteban Valencia”, en honor de su padre. Allí fue el Almacén de don Jesús, en el que se encontraba una variedad de cosas, todas ellas necesarias: zapatos, libros de Mantilla, citolegias de Baquero, doctrinas del Padre Astete, “Genoveva de Brabante”, “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”, “María”, de Jorge Isaacs, calzados para señores, anzuelos para pescar, pizarras cuadrangulares, lápices de tinta y de pizarra, libros de oír la misa, novenas de todos los santos, cintas, franjas, medias, espejos, navajas, cuadernos, reglas y fuera de todo esto, construía botas sobre medidas para los estudiantes de entonces.

Fuera de esto, más arriba del dintel de sus puertas, salía hacia la calle una bota dorada, fabricada con hierro o madera, que era la señal de su almacén. Otro caso visible de su negocio era que allí se vendían los periódicos que se publicaban en el pueblo. El que fundaba un hebdomadario, allí lo llevaba, como la agencia obligada a donde acudían todos lo que gustaban leer.

Yo conocí a don Jesús María Paneso y fui amigo de sus hijos mayores, Roberto y Hedelberto, que nacieron del primer matrimonio, y Abelardo, el menor de todos, que fue de su segundo. Los primeros nombrados fueron hombres juiciosos, trabajadores e inteligentes, tanto que Roberto fundó un periódico en 1910, el que jamás supe cuánto tiempo lo sostuvo y que llamaba “El Can”,

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no sé si en nombre de las Constelaciones o en nombre de un carnívoro terrestre.

Cuando conocí a don Jesús, trabajaba donde Ignacio Puerta, aprendiendo el destino de impresor, pues desde que salió el primer número del “El Estro”, fui hasta él, en pos de que lo agenciara en su almacén. Desde aquel primer día me trató con cariño e hizo conmigo varios juegos de palabras, que me parecieron estupendos, porque cuando conversaba se movían sus bigotes, negros y abundantes, los que parecía darle tonalidad a sus palabras

En la primera década de este siglo, en 1905 ó 1906, se llevó a cabo una Exposición Industrial, no sé dirigida por quién, en la que se adjudicaron los siguientes premios: a Francisco González, un primer premio por un apero de cabeza de bestia; a Pedro Pablo Palacio, un segundo premio por un corsé para señora hecho artísticamente, y a don Jesús María Paneso, un tercero, por un elegante par de botas para señora.

Una de las costumbres como de niños que tenía don Jesús María Paneso era que, cuando se encontraba con cualquiera de sus amigos, le hablaba en un trabalenguas que nunca le pude entender. Sin embargo, muchos de sus conocidos conversaban con él, abiertamente, como si estuviesen empleando otro idioma. En la imprenta resultó uno de los obreros que parlaba con él, preguntándole o contestándole lo que de su boca venía, mientras todos los otros quedábamos perplejos, sin saber qué era lo que hablaban.

Un día -no se me olvida jamás- se apareció don Jesús M. Paneso con su bigote exterminado. A mi persona fue a la primera que saludó por entre las rejas de una puerta. Yo coloqué el componedor en que estaba levantando

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tipo sobre la caja de pica y solté la carcajada que no pude contener. Los demás rieron pero no les llegó esa especie de locura que me llevaba a tenerme el abdomen con fuerza. En ese trabalenguas que él usaba, siguió conversando con todos, pero como yo no le entendía, no sé si me insultaba, tomando mi risa sardónica como ofensiva. Todo aquello pasó, sin que pasara nada, como se dice, pues el viejo se confundió con todos en una charla amena, en un momento de distracción.

¿Por qué me ocurría esto con don Jesús Paneso? El caso era sencillo. Mi padre, el marido de mi abuela, los de mis tías, los vecinos de Altamira, los arrieros que posaban en la casa, todos eran dueños de sus bigotes bien arreglados y a ninguno de ellos se les había ocurrido quitárselo. Allí mismo en la “Imprenta Nariño”, junto a mi chibalete, trabajaban Domingo Valencia, dueño de unos mostachos poblados que se curvaban hacia arriba. Pero esa transformación que sufre el hombre cuando se despoja de lo que ha llevado desde su juventud fue terrible para mí. Eduardo Martínez Villegas, en una larga polémica conmigo, me lo gritó claramente: “El hombre sin bigote sufre una especie de castración”. Eso lo notaba el poeta en mi persona que jamás dejó crecer un vello sobre el labio superior. Cómo sería don Jesús que siempre fue dueño de unos mostachos curvados hacia arriba que reflejaban su personalidad. Por eso reí tanto aquella vez.

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Don Sixto Mejía

El doctor Juan Bautista Gutiérrez llegó a Pereira a fines del siglo pasado (siglo XIX). Aquí se instaló y unió su vida a una dama, hija de don Luis Jaramillo

Walker. Según don Carlos Echeverri Uribe, los primeros médicos que le sirvieron a Pereira fueron Delfín Cano, Rodolfo Moriones, Vicente Emilio Gaviria, Manuel Mejía Gutiérrez, Antonio Jaramillo y Juan Bautista Gutiérrez. Como se dijo antes este último casó con Doña Laura Jaramillo González.

Los segundos médicos que se posesionaron en Pereira fueron el doctor Santiago Londoño, el doctor Emilio Trujillo y el doctor Francisco Betancur. De allí en adelante vinieron el doctor Sixto Mejía, el doctor Víctor Salazar Caballero y el doctor Francisco Osorio Villegas y otros muchos que no los nombro porque no encajan en este relato.

Desde el momento en que el doctor Sixto Mejía llegó a Pereira sólo tuvo amigos, pues su conformación era perfecta y su manera de ser maravillosa. Un hombre alto, de una tez blanca. Sus manos eran grandes, con las que practicaba las operaciones, porque era un cirujano perfecto, cuestión que yo admiraba.

Fuera de su profesión en bien de los que sufren, extrayendo tumores y sacando partículas a los enfermos, recetando a los que lo llamaban a sus domicilios, pues en aquellos tiempos la medicina no estaba socializada, era uno de esos lectores profundos que asimilaba el contenido de los libros, ya que al conversar con él, daba impresión de tener por delante a un gran poeta.

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Por eso fue amigo inseparable de Don Eduardo Martínez Villegas y de los Correa Uribe, con los cuales se deleitaba leyendo en un apartamento, en donde amanecían comentando los mejores y los más grandes autores.

Los Correa Uribe y don Eduardo Martínez Villegas, aun cuando eran contrarios a las ideas políticas del doctor Sixto Mejía, siempre fueron sus mejores amigos y compañeros en esto de leer y comentar con pasión las cosas que se saben de los que están metidos en el alma de los pueblos por sus obras magníficas. Por esto, hablando con él, era lo mismo hacerlo sobre Miguel de Cervantes Saavedra, que sobre Juan Boccacio, sobre don Ramón de Campoamor, que sobre Dante Alighieri, sobre Homero, que sobre Longfellow o Edgar Poe.

Al doctor Sixto Mejía le debo el anhelo cumplido que tuve de leer libros de autores magníficos, pues fue él quien me habló de la “La Ilíada” “La Odisea”, de la “Divina Comedia”, de “El Criterio”, de la “Mitología Griega y Romana”, y de tantas otras obras que hoy se han ido de la mente. Y no sólo me hablaba de estos libros, sino de sus autores inmortales, como Miguel de Cervantes Saavedra.

De él, supe que había existido un San Agustín en el siglo IV de Nuestra Era y que había dejado para el mundo sus obras inmensas, tan inmensas que, después de tantos años, los hombres las toman para consultar sobre la profundidad del cristianismo. Devoró los Cantos Épicos de Rubén Darío y sabía de memoria el soneto “Margarita”, que recitaba con una entonación profunda.

Cuando faltaban varios meses para venir al mundo el tercer hijo de mi matrimonio, le empezaron a mi esposa unos dolores tremendos que no la dejaban conciliar el sueño. Una noche pasé de claro en claro, oyendo sus

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lamentos lastimeros. Al día siguiente acudí al doctor Sixto Mejía. Cuando entré a su consultorio, él creyó que se trataba de versos porque conocía que este era la aspiración de mi vida y se sintió desengañado cuando le comuniqué la trágica noticia. Inmediatamente estuvimos en mi casa. Le hizo un examen a la enferma y pasó a la sala donde yo esperaba. Por detrás de un esqueleto de formulario escribió una boleta y me dijo: “Inmediatamente vaya donde el doctor Guillermo Echeverri y entréguele esta boleta”. Hice lo que el doctor Sixto Mejía ordenó y llegué con el doctor Echeverri a la casa. Entre los dos examinaron de nuevo a la enferma y después me llamaron:

-Es necesario operarla sin pérdida de tiempo.Yo no tengo modo, doctor. La operación no le cuesta un centavo. Arregle lo demás,- contestó el doctor Sixto Mejía. -Lo que yo pueda hacer en este caso, tampoco le cuesta nada. Afánese, es grave-, terminó Echeverri Bustamante y juntos se marcharon a sus consultorios.

El anterior es el relato de lo que el doctor Sixto Mejía hizo por mí. Yo no extrañaba la oferta cariñosa de Echeverri Bustamante, pues él era nieto de don Canuto Echeverri, que fue el marido de mi bisabuela y, además, fue mi condiscípulo cuando estuvimos en la escuela pública. Pero la oferta del doctor Sixto Mejía, me fue extraña. Apenas se basaba en una amistad de médico joven con un hombre más joven todavía. Pero si él no intentó nunca cometer un verso, era un lector apasionado de Víctor Hugo y de Alfonso Lamartine, porque amaba el Romanticismo.

Mi señora fue operada por estos dos facultativos y tomaron parte en ella otros dos médicos, Villa Hausler

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y Arturo Mejía Marulanda, el sacrificado en Cali en plena juventud.

En la clase de tumor que padecía mi mujer, tuvieron diferencias estos cuatro hombres. El doctor Echeverri Bustamante diagnosticó un tumor quiste, el doctor Sixto Mejía dijo que era un tumor absceso, Villa Hausler y Mejía Marulanda opinaron que era un tumor bazo.

En este caso, en el que se ve que hasta con el dolor se puede jugar, ganó la partida el doctor Echeverri Bustamante. Era un quiste, caso complejo que, para explicarlo, hay necesidad de retroceder hasta la concepción de quien lo sufre. El caso de mi señora se había gestado durante los nueve meses del embarazo de su madre.

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Bernardo Luchini

En cierta ocasión llegó a Pereira un hombre de talla menuda de sonrisa vibrante, de ojos vivaces, de caminar menudo y empezó a transitar por las

calles empedradas del pueblo, con un vestido tan limpio que parecía estrenando y una camisa blanca cuyo cuello estaba pisado por la plancha, las piernas metidas entre unas polainas recién pasadas por el cepillo del embolador y un sombrero aguadeño completamente nuevo. Este hombre, con su risa picaresca, le hablaba a todo el mundo de viajes suyos, de poemas que había escrito y de la fama que gozaba en Medellín y en todas las regiones de Antioquia. Así se presentó ante don Ignacio Puerta, el director de “Bien Social”, delante de Jesús Antonio Cardona, quien manejaba la Tipografía Pereira y dirigía “El Aguijón”; conversó con don Emilio Correa Uribe que sacaba un semanario, no recuerdo cuál, y a todos les narró el cuento de sus hazañas y de su prestigio de escritor.

Yo, que era el prensista de la imprenta de don Jesús Antonio Cardona, lo vi entrar en muchas ocasiones y conversar con don Emilio y con los demás ciudadanos que allí entraban a cambiar ideas con Cardona y con Correa Uribe. Ante tanto verbo de campanilla, ante tanta maciega de loco que vomitaba para hacerse pasar por personaje de letras, venido de Medellín, don Ignacio, ingenuo y bueno como lo era, le dijo que colaborara en su periódico. Al sábado siguiente, “Bien Social”, ese bisemanario serio y responsable, trajo entre el material de sus páginas un soneto titulado “Atardecer”, en letras aumentadas para que resaltara la colaboración del nuevo poeta que llegaba a Pereira a hacerle compañía a los intelectuales del pueblo.

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Días después yo timbraba en la máquina Chandler las páginas de un periódico y Emilio Correa Uribe las pasaba a una mesa desocupada para plegarlas, cuando entró Bernardo Luchini con su cara de niño travieso, sonriendo y haciendo carantoñas. Emilio, cuando lo vio junto a la mesa, dobló los nudillos de la mano derecha y disparó su muñeca sobre el pequeño hombre, el que de espaldas quedó tendido, con la cabeza sobre el umbral de la puerta.

Revolcándose con sus polainas grandes que hacía sonar, logró pararse para correr de huida de Emilio, quien se le sembraba de nuevo para castigarlo. Yo, confundido ante la actitud de don Emilio, ya que era un hombre pacífico, sin complicaciones. Bernardo Luchini corrió por la calle hacia la plaza, gritándole a su contendor: ¡prostituto! ¡prostituto!

Cuando todo se calmó, don Emilio nos contó que había recibido un telegrama de Medellín en donde le anunciaban que el soneto “Atardecer” que había publicado “Bien Social”, con la firma de Bernardo Luchini, era con sus puntos y sus comas, del poeta José Jaramillo.

Adel López Gómez, que creo fue el que le dio el aviso a don Emilio, publicó un artículo en “El Colombiano” de Medellín, en el que decía en uno de sus párrafos:

“En el número 426 de “Bien Social”, aparecido en aquella población con fecha ocho del presente mes (junio de 1926), firma con su tranquilidad y flema habituales un soneto titulado “Atardecer”, que pertenece con puntos y comas al conocido poeta Manuel José Jaramillo, residente ahora en Sonsón y quien a esta horas ignorará, sin duda, la pequeña sustracción que a su admirable obra artística hace amistosamente el delicioso Luchini”.

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Claro que el soneto no es una obra de maravilla. Es más, nos consta que su autor lo tiene abandonado e inédito, motivo éste que fue, acaso, lo que decidió al corazón bondadoso del muchacho a adoptar un chico, dejado aún de la propia tutela y cariño de su papá. Esto acredita al imponderable Bernardo Luchini como hombre de acendrada filantropía.

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Doctor Jorge Roa Martínez

Pensando en las cosas de la vida, parecen incongruentes las manifestaciones del hombre. Pero todas ellas van dirigidas por algo que es

inexplicable. Una persona buena observa a un mendigo que marcha por la calle y lo compadece, se duele de su modo miserable de vivir; otra, no se percata del hombre que se arrastra, implorando una limosna. El mendigo pide con dolor para saciar las necesidades del hambre, pero hay otros que piden y hasta suplican para poder acumular. Yo vi una viejecita implorando limosnas en el mercado de una plaza de pueblo y detrás de ella, otro mendigo sustrayendo lo que caía en su canasta. La primera, puede decirse, es el alma que sufre; el segundo, el que no le importa ver sufrir a nadie.

Este mismo caso se contempla en las maneras más altas de vivir ya no individuales sino colectivas. Nacen, por ejemplo, los hombres cívicos que quieren cosas buenas y bellas para el pueblo y nacen otros que no se preocupan por éste, sino que quieren destruirlo todo. Y, más de una vez, no es necesario nacer en un pueblo, sino llegar a él para empujarlo y ayudarlo en su progreso. Es el caso del doctor Jorge Roa Martínez, hombre llegado de Boyacá, el Departamento más reaccionario de los tiempos pasados.

El doctor Jorge Roa Martínez llegó a esta ciudad, quizá en la tercera década de este siglo, cuando la ciudad resolvió crear el Tribunal Superior de este Distrito Judicial por obra de los principales hombres que actuaban en el pueblo, como los doctores José Valencia Caballero, Cipriano Ríos Hoyos, Eduardo y Eleuterio Serna, don Alfonso Jaramillo Gutiérrez, don Manuel Mejía Robledo, don Emilio Correa Uribe, don José

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Antonio Henao Arango, don Manuel Felipe Valle, don Pedro Restrepo y don Valeriano Marulanda.

El doctor Jorge Roa Martínez unió su vida a una hija de don Enrique Drews y desde entonces fue uno de los pioneros del progreso del pueblo. Entró a hacer parte de Concejos Municipales, como conservador que era, y allí tuvo iniciativas que ennoblecieron e hicieron crecer la ciudad, hasta colocarla en un campo superior. Conmigo y los demás compañeros, aprobamos un acuerdo por medio del cual se le cedió a la Nación el terreno de la calle 19 con la carrera diez, en donde aquella construyó el Palacio en donde funcionan todas las dependencias nacionales.

Conmigo, cuando la Sociedad de Mejoras Publicas fue una entidad corporativa, el doctor Jorge Roa Martínez actuó sin desmayos ni reproches, con iniciativas que yo admiraba. Si era necesario, se sentaba al pie de la máquina de escribir, hacía proposiciones, escribía cartas, todo ello con una facilidad que muy pocas personas la adquieren. Cuando actué con él se clavó en mi memoria un doce de octubre. Fuimos a la que es hoy Avenida “Alfonso Jaramillo Gutiérrez”, con estudiantes y público, a sembrar árboles para embellecer sus veras. ¡Qué día tan dulce, tan maravilloso! Al compás de anécdotas y charlas, de risas y carcajadas, terminamos aquel día extraordinario. El doctor Roa Martínez era así: simpático, amable, sonriente con todas las cosas de su vida, quizás hasta en los momentos más difíciles de ella, fue cordial, amigo y comunicativo.

Cuando se llevaron a cabo unas fiestas públicas en beneficio de la Sociedad de Mejoras Públicas, el doctor Jorge Roa Martínez me entregó dos rifles de salón para con ellos practicar un juego sobre una circunferencia y me instaló en los bajos de la casa que fue del General Valentín Deaza o de misiá María Grillo.

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En el año de 1945, un día se llegó a mi oficina de la Fonda Central y me invitó a su finca “Guadalajara”, en las calles del río Cauca. Allí me aparecí en un diciembre, con el secretario y con el agente de la policía de mi confianza y en su casa nos atendieron con prodigalidad, él y su señora doña Tulia Drews Castro. Tantas cosas podría contar de su persona, pero me haría interminable.

Parece que desde su juventud el doctor Jorge Roa Martínez entró a hacer parte del Club Rotario, esa institución fundada en Chicago en el año de 1905 para defender la moral profesional y los ideales de Paz y Fraternidad Universales, que luego se extendió al mundo entero. Este sólo hecho de su vida lo señala como un ser bueno, el que, seguramente no tuvo un mal pensamiento en su niñez, en su juventud ni en su madurez, cuando fue el pereirano más sobresaliente.

Cuando fue parte importante de nuestro pueblo, uno de los Presidentes -no recuerdo cuál- lo nombró Gobernador de su Departamento. El doctor Jorge Roa Martínez ató bártulos y se fue a servirle a su tierra, al Boyacá que tanto quiso y que era necesario empujarla en el desarrollo de su progreso. En esa tierra de los Chibchas, en los linderos de la laguna de Fúquene, en donde el Dorado se confundía con Bochica y con la Chía hermosa que rielaba en los cielos y daba su luz a las montañas tranquilas, antes de la conquista.

El doctor Jorge Roa Martínez levantaba parques. Si no estoy mal ayudó a que el Zoológico fuera una realidad plena, a que la Universidad Tecnológica se levantara imponente al sureste de la ciudad, a que el Batallón de Artillería “San Mateo” tuviera vida y a que el ruedo infantil se hiciera para el recreo de los niños en el occidente, cerca al campo aéreo de Matecaña.

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Cuando regresé del Departamento del Chocó, a donde fui huyendo de la violencia, encontré que el doctor Jorge Roa Martínez, quien quiso profundamente a Pereira, había marchado a la Eternidad, partiéndose en dos su dualidad que fue compuesta por una Materia que se hundió en la Tierra y de un Espíritu que se perdió en un Infinito, en donde no hay arriba ni hay abajo.

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Doctor Luis Carlos Flórez

Corría el mes de diciembre de mil novecientos veintinueve cuando el tren se detuvo al frente de la estación del Ferrocarril de Montenegro.

Allí nos esperaba un automóvil de Gonzalo Peláez, primo hermano de mi señora. A él penetramos con nuestros primeros tres hijos y mi madre, a la que nunca abandoné en el camino de mi vida. Cruzamos el pueblo que se encontraba desolado y llegamos a predios de don Ramón Peláez, padre de Gonzalo y cerca de este lugar ocupamos la casa en donde íbamos a residir en los tiempos que venían.

Empecé por conseguir amistades, hecho que no me fue imposible, pues estaba en su apogeo la campaña para llevar al solio de los presidentes al doctor Enrique Olaya Herrera. Fue así como un día tropecé con don Luis Carlos Flórez, un joven gallardo recién egresado de la Universidad. Me lo presentó el poeta Ismael Obando.

Me contó que el jefe de su grupo se llamaba Alfonso Londoño Arana y me instó para que los visitara en su Directorio, ubicado en el marco de la Plaza Mayor. Con él fui a estas oficinas y me uní al directorio del “partido de los obreros”.

Ya en 1932, Luis Carlos Flórez, Alfonso Londoño y mi persona, ocupamos tres curules de la Duma del Municipio. Así inició Luis Carlos Flórez su vida de Legislador. Desde este momento hasta el de su muerte, ocurrida el 28 de noviembre de 1977, por voluntad del pueblo, fue dueño de una curul en el Concejo Municipal de Montenegro.

La vida de Luis Carlos Flórez, puede decirse, se confundió siempre con la vida de Jesús de Nazareth.

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Tomó lo bueno y desechó lo malo de ella. Se hizo dueño de un taller de carpintería y sin visitar los esenios o los druidas como lo hizo el Redentor, empezó su camino de bondad. Los años de medicina en la Universidad y los libros dejados por su padre, quien era un botánico eminente, más una lotería que vino a su favor, con cuyo dinero fue hasta México a perfeccionarse en Homeopatía, le permitieron coronar su carrera, por la que un día se le otorgó un diploma que firmó el entonces Ministro de Educación Jorge Eliécer Gaitán.

Cierto día, recién llegado con mi familia a Montenegro, cayó sin sentido uno de los copartidarios de Luis Carlos Flórez. Los dos únicos médicos del pueblo lo examinaron y el diagnóstico fue igual: “Prevengan lo necesario para su muerte; no pasa el día de mañana”. Esa tarde se cruzó por allí Luis Carlos Flórez. Los familiares, confundidos, lo llamaron, él entró con su cuerpo erguido como lo era antes que una terrible enfermedad lo destruyera, se sentó frente al lecho del enfermo y le practicó el examen necesario. Ordenó luego traer las medicinas, la mayoría de ellas cultivadas en el huerto de la casa. Cuando terminó el trabajo hizo esta advertencia: “Si dentro de cinco horas conversa, está a salvo”.

A las diez de la noche se alejó del hogar de su amigo moribundo y a las dos de la madrugada éste dio un quejido llamando a su madre. Su paciente y copartidario había retrocedido de los confines de la muerte, como lo había pronosticado el futuro hijo de Hipócrates.

Luis Carlos Flórez ya recetaba a los pobres vecinos de su barrio y gracias a este triunfo, a todas las gentes del pueblo y del campo que acudían a solicitar sus servicios. A los pacientes sólo les ponía una condición: “Comprar los remedios”, ya que por la receta no les

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cobraba. Por eso su taller de carpintería se convirtió en un consultorio donde no daba abasto a la clientela que acudía en su demanda. Fue cuando los campesinos empezaron a abastecer su despensa y los del pueblo llenaron sus bolsillos de monedas, pues nadie se retiraba sin pagarle su consulta porque estaban convencidos que Luis Carlos Flórez aplacaba sus dolores como por encanto y más de una vez había salvado a gentes que se encontraban en los lindes de la muerte.

Yo fui el primero lanzado por el “Directorio de los obreros” para ocupar un asiento en la Asamblea Departamental de Caldas, curul que me fue arrebata por don Eduardo Correa Uribe, por un margen de menos de veinte votos. En 1937, cuando ya regresé nuevamente a Pereira, la corriente de don Alfonso Jaramillo Arana escogió a Luis Carlos Flórez y esta vez la curul fue efectiva. Desde este momento él fue diputado a la Asamblea de Caldas por la circunscripción electoral del Quindío.

En varias ocasiones Luis Carlos Flórez ocupó una de las Secretarías del Departamento y de allí entró a la Cámara de Representantes. Por último, cuando se creó el Departamento del Quindío, llegó a su Asamblea como suplente del doctor Carlos Lleras Restrepo, cargo que ocupaba cuando le llegó la muerte.

La voluntad de Luis Carlos Flórez no fue nunca una de esas estrategias de que hacen gala los hombres para triunfar en el camino de la vida. No. Esta fue una voluntad mantenida en las propias tragedias de su venida al mundo, en medio de una pobreza franciscana: una gota, quizás heredada, que le quería partir sus huesos y después una caída que le partió el fémur en la cabeza femoral, al penetrar conmigo a un teatro improvisado. Desde este momento se le agravaron las

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dolencias hasta el punto de que le fueron doblando sus vértebras y le dejaron su cuerpo hacia el suelo, a manera de jorobado congénito.

Luis Carlos Flórez no se acobardó, antes bien esta tragedia de su vida lo empujó y fue cuando su consultorio se amplió y terminó de escribir su novela “Llamarada”, la que envió a un centro de cultura de Cuba, en donde fue premiada. Los obreros liberales lo llevaron a ocupar su curul en la Cámara de Representantes, la que ocupó por un período. Más tarde escribió su libro intitulado “Canciones de otoño”, con poemas de corte espiritual, que bien le dieron fama de poeta clásico.

Cuando llegó el nueve de abril, Luis Carlos Flórez, marchando al lado de sus copartidarios, se tomó la Alcaldía de Montenegro. Por esto se le inició un sumario y con medio centenar de liberales fue llevado a la ciudad de Manizales, en donde se le detuvo hasta cuando las diligencias no dieron motivo para una causa criminal.

Después, Luis Carlos Flórez se vino a Pereira, huyendo de la violencia que se abrió campo en aquel pueblo, indudablemente el más libre y bueno de la “Hoya del Quindío”. De aquí marchó a Armenia, donde murió haciendo el bien, que fue siempre el reflejo de su alma. Por eso copartidarios, conservadores y sacerdotes dejaron oír su voz ante su tumba y lloraron sobre su cuerpo, metido en la caja negra que nos cubre a todos hasta la última morada.

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Don Francisco Mejía Mejía

El tres de agosto de 1959 don Francisco Mejía me escribió una carta en la que me contaba cosas interesantes. Así empezaba su oficio: “Allá por

los años de 1887 a 1888, llegué yo con mis padres a residenciarnos a la vieja aldea de Pereira”. Más adelante explica: “yo como joven inexperto y soñador, contemplaba mis quince primaveras dichoso ante el reflejo de un forasterismo halagador y complaciente”. Luego agrega, enmarcando la Plaza Mayor: “Por la parte oriental, casa de don Juan María Marulanda, casa de don Francisco Marulanda, casa de don José Joaquín Londoño, casa de don Jesús Ormaza y casa consistorial; por la parte occidental, de la séptima a la octava, Iglesia Parroquial, casa de don Julián Vélez, casa de don Valeriano Marulanda, casa de don Enrique Posada. Por la parte sur, entre 20 y 19, casa de don Eusebio Londoño, casa de don José Vicente Marín, casa de don Baltazar Gutiérrez, casa de don Luis Jaramillo Estrada y casa de don Delfín Cano. Y por el norte, entre 19 y 20, casa de don Bonifacio Giraldo y casa de don Prudencio Restrepo, el resto estaba enmarcado entre solares escuetos”.

Cuenta don Francisco Mejía Mejía que por la carrera “Jorge Robledo” (hoy octava), hacia el oriente, todo estaba despoblado. Que el Parque era un rastrojito en donde las vecinas recogían el agua de un nacimiento. Que la plazuela (hoy Lago Uribe Uribe) era otro surtidor de agua libre y que también estaba cubierto de malezas, pues a su alrededor había una casa de dos plantas que era de un señor José Jaramillo, y otras que estaban distantes las unas de las otras, pequeñas, de un solo piso. Que de la misma manera era la carrera séptima hasta el Cementerio de San Camilo.

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Cuenta además, que en esa época el alcalde era don Federico Rivera; el secretario de la alcaldía, Don Sixto Ospina; el Juez Municipal, don Manuel Zorrilla; el Notario, Jesusito Ormaza y Pepe Robledo; dos comisarios, que eran los hermanos Martínez; el personero, don Vicente Arango y don Simón López que servía la Ingeniería Municipal, sin cobrar un centavo. Que enseñaban don Manuel S. Buitrago y don Juan C. Castrillón con otros maestros, que uno de ellos se llamaba don Luis Mondragón y la parte femenina la dirigían las señoritas Aleyda y Julia Mora.

“Mi padre, hombre acaudalado y gran trabajador, le compró al Padre Pineda una casa en la carrera séptima con calle 19, en la esquina de la plaza principal, y una finca llamada “La Palmera”, colindando con el Cementerio de San Camilo y el río Otún”, dice don Francisco en su carta. La casa de la séptima con diez y nueve debe ser la esquina que hoy es de los Ángel Marulanda y la finca “La Palmera”, todos lo que existimos desde hace veinte o treinta años la conocimos, pues eran unos potreros llenos de ganados cuando las ferias eran donde hoy queda el Barrio Multifamiliar.

Cuando conocí a don Francisco Mejía Mejía venía de Salamina, nuevamente. Y lo conocí porque llegó a la “Tipografía Pereira”, que dirigía don Jesús Antonio Cardona, con el único fin de que se le enseñara el oficio de impresor al más pequeño de sus hijos.

Este muchacho pasó después a trabajar con don Ramón Baena, pero su juicio y su inteligencia lo llevaron a que su patrón lo escogiera como un vendedor de sus productos, primero en los pueblos circunvecinos y después el negocio lo extendió a otros Departamentos. En uno de estos viajes, quizás el primero que hacía a la Capital de la República, el avión chocó en la cordillera Central y allí terminó su vida este mozo, luchador

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como ninguno, a pesar de la plena juventud en que se encontraba. Su segundo hijo, don Humberto Mejía, ha sido por muchos años Gerente del Banco Cafetero, y como los otros hijos de don Francisco Mejía, todas ellas mujeres, llegaron de poca edad a Pereira. No sé cuántas serían las hijas mujeres, con las cuales no tropiezo hace largo tiempo, pero por su manera de ser, deben haber pasado una vida tranquila, sólo con los golpes que les dio la muerte del primer hermano hace tantos años y la de su padre que se marchó, ya nonagenario, hace de ello menos de dos lustros.

Don Francisco Mejía Mejía fue por mucho tiempo Síndico del Hospital San Jorge. Allí, puede decirse, terminó su existencia, pues cuando se retiró de esa posición, sólo lo encontraba mi persona en la calle 20, entre las carreras octava y novena, en donde era su residencia.

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El senador Camilo Mejía Duque

En 1937 regresé de Montenegro a Pereira. En los siete años que estuve fuera de mi ciudad, libré luchas cruentas que me costaron la tranquilidad

en muchas ocasiones, porque tuve que abrirme campo frente a los más enconados enemigos de entonces. Pero cuando volví a la ciudad encontré una incipiente comba de un árbol que me brindó su sombra: el Partido Liberal, dirigido por don Camilo Mejía Duque. Desde ese momento fui camilista de tiempo completo, si es que así puede llamarse, hasta hoy que ya me siento viejo y desengañado, pero sin un pensamiento malo contra el que fue el Jefe, respetando sus decisiones, defendiendo su causa y ayudándola a levantar con lo que era capaz de dar.

Nunca me traicionó un pensamiento proclive para abandonar a Camilo, porque comprendí que su causa fue justa y porque, puedo decirlo abiertamente, con don Eduardo Correa Uribe, con don Jesús Silva, con don Marceliano Ossa, iniciamos esta carrera en los campos y en la ciudad, enfrentándonos a todo lo que se nos venía encima. Fue cuando escuché el vocabulario terrible de los que se sintieron inferiores al Jefe. Muchos de los contrarios no tuvieron respeto por él, especialmente en aquella época. Siempre nos lo quisieron hacer ver como un ridículo hijo del pueblo, como un advenedizo, como un guiñapo despreciable. Pero nosotros supimos que su familia era de castas privilegiadas en la inteligencia, en la nobleza y en el pudor.

La política liberal, tanto la que manejaba el doctor Santiago Londoño, como la del doctor Julio Restrepo Toro, se proclamaba en el pueblo, desde las tribunas de los edificios, frente a las plazas públicas o desde

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el púlpito que inventó el doctor Restrepo Toro. Don Camilo resolvió un día hacer la suya en las propias veredas, frente a los corredores enchambranados, en los campos abiertos de las Fondas. En cualquier parte en donde estuvieran de pies diez o doce campesinos, allí don Camilo se detenía y ordenaba. El, don Eduardo y mi persona improvisábamos las oraciones, haciendo el llamamiento a los campesinos, planteándoles las cosas para hacer, mientras don Jesús Silva, con grupos de tres o cuatro, los adiestraba, los reconvenía, les mostraba el partido Liberal del pueblo con su verbo sereno y convincente. Don Marceliano Ossa no viajaba con nosotros por la multiplicidad de sus negocios, pero su dinero era preciso para sostener el Directorio urbano.

Así recorrimos Altagracia y Arabia, La Selva, La Palmilla, Condina y Guacarí, Huertas y Naranjito, el Alto del Erazo y Combia, Gaitán y la Florida, Canceles y la Bella, Cerritos y Fonda Central y muchas otras veredas de menor importancia. En todos estos lugares don Camilo nombraba jefes responsables para que agitaran ese liberalismo que llegaba a los campos y ellos, entusiasmados, penetraban al más lejano rincón y entraban a la más humilde vivienda.

A estas luchas llegaron más tarde Gonzalo Mejía Echeverri y Urbano Montes Cadavid, dos muchachos levantados en “El Diario” a quienes yo corregía los primeros esbozos para publicarlos.

Para estas luchas yo tenía una experiencia traída de la ciudad de Montenegro, en donde las dos corrientes liberales se llamaron Los Obreros y Los Majusos. Por la primera, fui concejal con el doctor Luis Carlos Flórez y don Alfonso Londoño Arana. Por eso en esta lucha de los campos fui un admirador de don Camilo Mejía Duque, de su voluntad sin competencia, de la manera

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pasiva de recibir el odio de los que lo combatían. Él no se inmutaba con las frases descompuestas que le dirigían, ni con la manera como lo trataban. Entonces fue cuando comprendí la manera de actuar de los pueblos. Allá no se zahería ni se ridiculizaba a nadie, como dije antes, porque se actuaba de frente. Allá no se ridiculizaba con adjetivos humillantes, porque al pan se le llamaba pan, y al vino se le decía vino.

En Montenegro arrojamos a Los Majusos de la plaza un día de elecciones, porque las gentes se enfrentaban abiertamente, pues allí estaban los macheteros de Pueblo Tapao, que no retrocedían y los obreros del pueblo que barrían las calles, si era necesario. En aquella ciudad las gentes habían arrojado de la Alcaldía a “José Tormento”, porque era un mandatario cruel e injusto. Del pueblo cayeron sobre los campos de la plaza dos de las filas de Alfonso Londoño Arana y de los otros quedó el Alcalde brincando y gritando como un enloquecido porque le habían perforado los testículos con una bala.

Pero en Pereira, la lucha fue soterrada contra don Camilo Mejía Duque, con leyendas y remoquetes que él, como superior, despreciaba dejándolas que rebotaran para que volvieran a sus enemigos con la misma fuerza con que se las habían enviado. Así empezó don Camilo.

Desde aquellos tiempos don Camilo Mejía Duque fue concejal del Municipio y ocupó su curul en el Parlamento. Ni la pequeña posesión del Distrito ni la grande de la Nación, fueron capaces de arrebatárselas, y en ellas hizo cosas en bien de todos, de amigos y enemigos, por más de cuarenta años. Es decir que don Camilo Mejía nació político y fue amigo hasta de los mismos que lo combatieron.

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Estando viejo se coalicionaron las fuerzas enemigas para combatirlo de nuevo y esta lucha contra don Camilo Mejía Duque rebotó contra los del embeleco, resultando aquel Concejo Municipal de Pereira, el más pésimo de todos los que ha visto la ciudad. En él se hicieron desmontar planes de edificaciones y urbanizaciones de veredas que las tenían como recuerdo suyo, se achiquitaron y se revolcaron las oficinas de la Casa Municipal, se recortaron sueldos y sobresueldos en una lucha de esquizofrénicos y paranoicos, y hasta al Cementerio de “San Camilo” le quisieron quitar el nombre, para que ese CAMILO no les atormentara sus oídos. Si por ellos hubiese sido, hasta el onomástico del calendario hubiera sido derruido o reformado. Por último, lo denunciaron por delitos que él jamás había cometido y toda esta lucha terminó con que su voluntad, su honradez, su delicadeza y su simpatía quedaron latentes en el alma de todos, como el escudo en mitad de la bandera de nuestra Patria.

En la lucha por la creación del Departamento de Risaralda, fue uno de los principales gestores y el Gobierno Nacional le otorgó la Gobernación en la que actuó rectamente. Si hoy nos trasladamos desde las orillas del Río Cauca hasta la Laguna del Otún, o desde la quebrada de Barbas hasta las riberas de nuestro río, no se encuentra un lugar en donde no esté reflejada la mano de Camilo Mejía Duque. Fue un hombre que supo cumplir con los compromisos adquiridos. Fue uno de los grandes del Liberalismo de Colombia.

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Roberto Grisales

Es difícil recordar la fecha ya remota en que uno se hizo amigo de determinada persona, pero lo que sí resulta fácil es reconstruir los hechos y

las circunstancias por las cuales llegó esa amistad y se prolongó en el tiempo hasta añorar que se anduvo de brazo con la persona a quien se recuerda con cariño. Es el caso de mi persona con Roberto Grisales.

Corría la tercera década del presente siglo (siglo XX). En la esquina de la carrera octava con calle once, en un amplio salón de propiedad de Jesús Castaño, se había fundado el Sindicato Obrero, organización que admitió en su seno toda clase de trabajadores. Era un conglomerado confesional, pues en sus deliberaciones se admitieron sacerdotes de la Parroquia de la Pobreza, única que existía en ese momento.

A quien se le metió en la cabeza la idea de organizarse con los trabajadores del pueblo, se llamó Clímaco Jaramillo, un talabartero que tenía en los estantes de su taller “La Revolución Francesa”, de Michelet; “El Capital”, de Marx, y “El A.B.C. del Comunismo”, en donde estaba la “Historia de los Justicieros”, de Inglaterra, y “El Manifiesto”, que era la Biblia de los que luchaban por un Socialismo Integral.

Si es cierto que los sacerdotes dictaban sus conferencias dentro del recinto de la organización basadas en la “Encíclica de León XIII”, también es verdad que el fundador del Sindicado marchaba por la línea de la revolución rusa que se había extendido por el mundo con la consigna de ocho horas de trabajo, ocho horas de esparcimiento y ocho de descanso. Por este motivo las directivas mandaron a confeccionar una bandera roja

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con la Hoz y el Martillo en su fondo y a su alrededor, marcados los tres ochos en bordado blanco. Este fue, pues, el primer símbolo que se paseó por las calles de Perera como un grito de protesta contra los terratenientes y los ricos que explotaban al hombre con jornadas agotadoras y salarios infelices.

Dentro de este Sindicato Obrero, que empezaba, se pierde en mi magín la persona de Roberto Grisales, porque éramos tantos que nos confundíamos en las deliberaciones. Pero lo que sí recuerdo es que nos correspondió, formando parte de la Directiva, atender la tragedia del río Otún, el dos de noviembre de mil novecientos veintiséis, la que arrojó no se supo cuántos muertos; organizar el recibimiento de María Cano y su comitiva, cosa que se hizo desde los balcones de la recién construida estación del ferrocarril, y llevar a cabo los funerales de Clímaco Jaramillo, el máximo líder, quien se suicidó en los salones de la organización y a quien trasladamos en manifestación multitudinaria hasta el Cementerio Libre, frente a donde es hoy la Avenida 30 de Agosto.

La organización llegó a su fin por la discrepancia entre el doctor Julio Restrepo Toro, recién egresado de la Universidad Libre, y yo. Esta se debió a que él era partidario de que la organización, con su prestigio y su hebdomadario al frente, tomara parte en las elecciones municipales para llevar a la Duma nuestros representantes, y yo me oponía abiertamente, alegando que nosotros buscábamos otra manera de lucha, la sindicalista y no la política, como lo predicaba el recién llegado de la Capital de la República. Esto se discutió en diversas sesiones y al fin, cuando llegó el momento de la votación, aun cuando por poco margen, los políticos nos derrotaron a los sindicalistas. Esta fue la puñalada matrera que se le dio a la organización más numerosa que haya tenido Pereira en todos sus tiempos.

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Sin embargo, de este Sindicato Obrero, heterogéneo en ideas, había quedado una herencia: las primeras organizaciones de base. Ojalá alguien haya quedado con los archivos de esta organización, de los que se pudiera sacar la verdadera historia de los primeros movimientos obreros y los presentara a las organizaciones que hoy existen, a uno de los alcaldes que ocupan el mandato o al H. Concejo Municipal.

Recuerdo a socios de nuestra primera organización, como Leopoldo Arenas, Jesús Castaño, Eduardo Cardona, Roberto Grisales, Juan Rendón, Rafael López, Leónidas Patiño, unos muchachos de apellido Saavedra y tantos otros que fueron pioneros de los sindicatos gremiales: el de zapateros, el de sastres, el de carreros, el de Cervecerías Bavaria, el de carpinteros, el de las escogedoras de café, el de los tipógrafos, es decir, todo el que pertenecía a un gremio buscaba la manera de organizarse. Fue así como los del Sindicato Obrero, que rechazamos la política, fundamos una Federación de Trabajadores que funcionaba en la esquina de la carrera octava con la calle trece, frente al Parque de La Libertad, mientras que los políticos se encontraban deambulando por directorios fracasados y hablando desde un púlpito que se inventó el doctor Julio Restrepo Toro.

Esta Federación también fue respetable. Allí se llevaron a efecto muchos festivales para allegar fondos en beneficio de las organizaciones, allí se reunieron los distintos sindicatos y allí se dictaron conferencias sobre movimiento nacionales y universales de los trabajadores, allí se votaba para renovar las Juntas Directivas de la Federación y de los Sindicatos; allí se tomaban las decisiones, en conveniencia con las confederaciones de otros Departamentos, especialmente con la de Manizales, en donde estuvimos

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Roberto Grisales y mi persona, no una, sino varias veces, como delegados para tomar parte en las deliberaciones y otras veces como representantes en festivales de obreros y campesinos.

Deliberando en el Sindicato Obrero y en la Federación de Trabajadores, organizando su propio gremio; ayudando a los otros a unirse en organizaciones de base, Roberto Grisales fue parte de los trabajadores sindicalizados de Pereira y de ello es justo hacer recuerdo.

Formando un hogar que llevó con orgullo; cumpliendo con las obligaciones que el deber le imponía, vio crecer a sus retoños, uno de los cuales tuvo lo necesario para llegar, como llegó a ser, uno de los galenos eminentes que tiene la ciudad de Pereira: Jorge Grisales Pérez. Este fue Roberto Grisales, compañero de luchas en mi juventud.

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Juan Mejía Duque

En 1937 regresé a Pereira, después de siete años de ausencia. Al primero de los Mejía Duque que conocí fue a Don Camilo. A él me vinculé en la

política y con él he marchado estos cuarenta años que van desde aquella época.

Pero no se trata de cuestiones de partido, sino de recordar el momento en que conocí a Juan Mejía Duque. Lo identifiqué en “La Voz del Pueblo”, esa Radio-Emisora que por tanto tiempo discurrió en el pueblo, teniendo como locutores, amigos de mi confianza.

Creo que de los tres Mejía Duque, los que más entraron a mis versos, fueron Juan y César, pues Camilo sólo penetró en mi vida como hombre de avances políticos, en los que aún se encuentra metido, habiendo hecho cuarenta años de carrera, en cuyo campo no tiene más qué ambicionar.

Juan y César, desde el momento en que entraron a los campos de mis amistades, me llamaron poeta. Claro que yo nunca me envanecí de estas cosas. Más bien han sido un tormento, como lo es para todo bardo de pueblo el solo hecho de que lo comparen con los grandes maestros como Homero, Dante y Virgilio. Pero, si esto no era una dignidad sino un remoquete, con el que quisieron distinguirme mis amigos, hoy lo agradezco de corazón, más en Juan Mejía Duque, de quien puedo narrar el siguiente pasaje que admiré y agradecí con el alma.

En 1969, cuando recibí la noticia de que había sido recibido como Pensionado del Poder Judicial dentro de la Caja Nacional de Previsión Social, topé en su

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Despacho de la carrera séptima, con don Juan Mejía Duque. Hacía algún tiempo no lo veía.

Su entusiasmo cuando me vio fue manifiesto. Me interrogó sobre mis versos y manifestó con sinceridad el gusto que había sentido el leer algunas de mis composiciones.

-Tengo muchos de mis versos inéditos y muchos de los publicados en periódicos y revistas sin poderlos coleccionar por falta de una máquina de escribir, le dije.-

Don Juan se enderezó de su asiento, quitó las capotas a varias de las máquinas de su oficina y me dijo:

-Retira la que gustes de estas máquinas. Es tuya.-

Anonadado con tanta gentileza, agradecí el ofrecimiento, casi con lágrimas en los ojos de la emoción y tomé para mí la Underwood que es la misma en la que hoy escribo este apunte de despedida de mi amigo, don Juan Mejía Duque.

Don Juan, al contrario de sus hermanos, jamás hizo parte de enredos políticos. Contrajo matrimonio con una de las damas más prestantes del pueblo, perdiéndola a temprana edad. La quiso de verdad, pues de allí en adelante nunca se le vieron arrebatos de reemplazarla y así, sin más que el recuerdo de su señora ya muerta y su hija en un hogar digno, se marcha del mundo de los vivos.

Por eso se nos llama mortales, porque vivimos para morir, porque estamos dispuestos en cada momento a tomar el camino a la hora que lo quiera Dios.

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Creo que don Juan Mejía Duque no tuvo remordimientos, porque jamás supo odiar y porque el don de su simpatía era el más grande de los privilegios que llevó siempre consigo.

Hasta luego don Juan Mejía Duque.

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La infausta noticia

Fue en Restrepo, población vallecaucana, donde me sorprendió la infausta noticia.

Domingo 28 de septiembre, día de mercado. Yo andaba silencioso como un cretino, solo, como un mendigo. Maquinalmente oí que me llamaban. Como con desprecio volví la mirada. No vi a nadie y proseguí la marcha.

Otra vez mi nombre hendió el espacio y llegó a mis oídos. Miré de nuevo, ya no con el desprecio anterior, sino con el convencimiento presente.

Era un amigo mío, el único que, como yo, había conocido, estudiado y comprendido a Luis Tejada en aquella región, rica en agricultura pero pobre en entendimiento.

Había acabado de comprar “Relator” y sin decirme una palabra, lo colocó sobre una mesa y me señaló con el dedo el retrato de Luis Tejada. Lo reconocí a través de mi primera mirada. Su boca entreabierta parecía estarle rezando una “Oración a Lenin”

Sobre su frente espaciosa como que vagaba un pensamiento original y filosófico.

Con sus ojos parecía observar sigilosamente en los hombres la cola de los tiempos prehistóricos que él tuvo la originalidad de imaginar y decírnoslo en una crónica.

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Y por último, notábase en el retrato de aquel hombre singular ese desprecio por la vida que llevan consigo los lamas grandes, los pensadores eternos como él.

No me detuve más en el grabado y tuve la tristeza de leer lo que de él se decía en seguida: “Luis Tejada, cuya prematura muerte ha sido sentidísima en todos los círculos intelectuales del país”.

La emoción fue incontenible. Mi amigo callaba y yo también callaba. ”Cuya prematura muerte”… Parecía una ironía del destino.

Luis, a quien hacía poco había visto cruzar las calles de la ciudad amada, había remontado el vuelo y cruzado la penumbra hasta perderse en brazos del misterio.

“Cuya prematura muerte”… He aquí lo que me hizo temblar como un cobarde.

Luis, el cronista original que más rápidamente subió a la cúspide de la celebridad, era de quien se decía: “cuya prematura muerte”. Era el mismo que, tras un montón de cruces carcomidas, se escondía en un sarcófago profundo, de donde me ha parecido escuchar una enorme carcajada que él ha lanzado a la vida, la que conoció a fondo y sobre la cual triunfó como un héroe.

Luis, el hombre singular que había sabido conquistarse las simpatías de todos y cada uno de los colombianos, era el que se llevaba la Intrusa en plena juventud, cuando empezaba a otearse en el vasto horizonte de su existencia el más ígneo y hermoso de los crepúsculos que no morirá nunca en ese cielo que se llama Historia Colombiana.

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Cuántos pensamientos, punzantes como una corona de espinas, rodearon mi cabeza al saber la infausta noticia.

Cuántas cosas se disciernen en un momento de emoción incontenible, remontándose uno en alas del pensamiento que lleva siempre la rapidez de un rayo, la velocidad de la luz. Yo, como las ondas Hertzianas, huí hasta la tierra de las libertades, invoqué el espíritu del Libertador y le dije:

Lenin: un hombre te amó mucho sobre la tierra y de ella ha desaparecido para siempre prematuramente, para buscarte en las inmensidades de lo desconocido. Ese hombre es LUIS TEJADA.

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Remember

Para el doctor Jorge Grisales Pérez

Tenía seis años. Mis padres me sacaron de la montaña donde nací, vistiendo calzoncitos de menta, camisa de carolina y en la cabeza un

sombrero “tumba guayaba”. Cuando sucedió aquello, conocí un pueblo que tenía en una plaza una ceiba; en la plaza principal, una pila de agua y en la otra plazuela unos higuerillales. En la primera, posaban los zíngaros cuando las ferias semestrales; en la segunda, regurgitaban agua por sus boquitas abiertas, unos angelitos modelados en calicanto y en la tercera, jugaban los hijos de don Valerio Salazar.

Había en el pueblo un carpintero: Macario Sánchez. Un sastre: Pedro Gutiérrez. Un peluquero: Ramón Acevedo. Un tendero: Anacleto Mejía. Un herrero: Jesús Baena. Un hacendado: Valeriano Marulanda. Un notario: Pedro Restrepo. Un médico: Delfín Cano. Un comerciante: Nepomoceno Vallejo. Un cura: José María López. Un sacristán: Luis Villa. Un cacharrero: Jesús Paneso. Unos tahúres: “Atarrú” y ”Corocito”. Unos profesores: Manuel S. Buitrago y Juan C. Castrillón. Unos policías: Asnoraldo Herrera y Justiniano Salazar. Un poeta: Julio Cano. Un periodista: Carlos Echeverri Uribe. Unos espiritistas: El Mellizo Arango y Patricio Kronzwite. Unos abogados: Antero Ángel y el general Gato Negro. Un fundador: Jesusito Ormaza.

Al pueblo lo rodeaban cerros: El Alto del Nudo, el del Oso, el Erazo, el Cerrito, Montelargo, Canceles, Morrón y el Alto del Toro. Por su lado derecho bajaba un río rumoroso y cristalino: el Otún. Por el lado izquierdo, cuatro quebradas de aguas límpidas, fincas pintorescas, con sus casonas grandes, llenas de enredaderas y de

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flores: La Brigada, San Jerónimo, El Jardín, La Palmera, La Julia, Corocito y La Julita.

Al occidente, grandes latifundios: Cauquillo, San Felipe y Alsacia. Por el camino de los arrieros y de los caminantes: Nacederos, Belmonte, Pavas, Chiqueros, El Cerrito, y la Falda del Piñal. Hacia el oriente, por la margen izquierda del río: Libaré, Gaitán, La Florida, La Suiza. Más hacia la izquierda: Canceles, Morrón y La Bella. Al norte: Frailes, Molinos, el Rodeo, San Roque. Más abajo: La Badea, La Fría. Al sureste: El Rocío, Huertas, Tribunas, Guacarí, Condina, La Linda, Laguneta, Altamira y el Manzano. Al sur: Yarumal, Montelargo, Altagracia, Arabia. Abajo: Los Planes, lugar que fertilizan las aguas del Cestillal y del Barbas y más allá, un río con sus saltos en Piedra de Moler y una cordillera con sus estribaciones que nacen en la cordillera Central y mueren en Cartago.

¿Dónde se halla el pueblo que conocí de niño? A veces pienso con el vate Julio Flórez que, “muchas veces en la vida he muerto”. La ceiba con sus cíngaros, la pila de agua con sus angelitos y los higuerillales con sus juguetones pueblerinos, se fueron para siempre. Los obreros y los comerciantes, el médico y el cacharrero, el abogado y los profesores, el cura y el sacristán, el periodista y el poeta, se aburrieron de paisaje y se marcharon.

A los cerros les recortaron las crestas. Sobre su río sólo hay piedras acurrucadas muriéndose de sed. Egoyá se metió debajo de la tierra de huida de los hombres. La Arenosa y la Dulcera, a las que ensuciaron los excrementos que ruedan de los ejidos, empiezan a esconderse, silenciosamente, avergonzadas porque ya no pueden mostrar sus aguas límpidas como entonces. A Consota le desollaron la piel de sus montañas, le recortaron las venas de sus arroyos y se empequeñeció.

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Sus sabaletas y bocachicos se tornaron en renacuajos, que no saben rezar como las ranas. Los latifundios son pedazos de tierra con otros nombres. Allí, en lugar de caracolíes, guayacanes, písamos, dindes, cipreses y guaduas que saludaban a Dios con sus brazos abiertos, sólo se ven pastizales que engullen y llenan los buches de los rumiantes o cañas y piñas que dan jugo para el paladar de los hombres.

De los nombres que se escuchaban en los cuatro puntos cardinales, muchos se han olvidado, muchos han muerto, y si algunos viven, se encuentran empastelados con remoquetes que inventaron las muchedumbres.

Hoy transito por las calles y carreras, por barriadas y urbanizaciones y me siento el más grande de los forasteros, el más solo de los hombres. Por ello voy pensando como el poeta que “muchas veces en la vida he muerto”. Este no es el pueblo a donde me trajeron mis padres con calzones de menta más arriba de la rodilla, camisa de carolina y sombrerito “tumba guayaba”.

1977.

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INDICE

Canuto Echeverri ...............................................................................................29Presbítero Luis Gonzaga ................................................................................31 Pereira en 1906 y 1907 ..................................................................................33Encarnación Murillo ........................................................................................35Mariana .................................................................................................................37Correíta .................................................................................................................39Las señoritas Pérez ..........................................................................................41La Esquina de los Mangos .............................................................................43El Río Otún ...........................................................................................................46Don Policarpo Benítez ....................................................................................48Las Señoritas Torres ........................................................................................51Roberto Murillo .................................................................................................53Victoriano Rivera ..............................................................................................55Braulio Salazar Vega ........................................................................................57Don Clotario Sánchez ......................................................................................60El Mono Máuser .................................................................................................63Crisólogo Marín .................................................................................................66Rubén González .................................................................................................68Doctor Mariano Montoya ...............................................................................70El Niño Dios .........................................................................................................72David López .........................................................................................................75El Crimen de la Calle 16 .................................................................................78El Entierro de mi Hermana ...........................................................................81Escolástico Acevedo (Colaco) ......................................................................84Don Nepomuceno Vallejo ..............................................................................87Deogracias Cardona .........................................................................................91Obdulio Gómez Campuzano .........................................................................93Don Andrés Martínez ......................................................................................95Benjamín Tejada Córdoba ............................................................................98Alcides Campo ................................................................................................100Doctor Juan Bautista Gutiérrez ................................................................103Don Delfín Cano ..............................................................................................105Julio Cano Montoya .......................................................................................108Pacho Antía .......................................................................................................112Emilio Vélez ......................................................................................................115Ignacio Torres Giraldo ................................................................................118Antonio J. Quintero ........................................................................................121

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Valeriano Marulanda ....................................................................................124Ezequiel Morales y Concha ........................................................................127Agustín Payán Arboleda ..............................................................................130Juan Bolívar ......................................................................................................133Clímaco Jaramillo ...........................................................................................136Doctor Juan Quintero ...................................................................................139Sixto Ospina ......................................................................................................143Luciano García .................................................................................................146Eduardo Martínez Villegas .........................................................................149El Mellizo Arango ...........................................................................................153Don Julio Rendón ...........................................................................................156Doctor Santiago Londoño ...........................................................................158Juan Clímaco Arenas .....................................................................................161Don Félix García (La Buena Esperanza) ...............................................165Don Pablo E. Cardona ...................................................................................168 Julio Restrepo Toro ........................................................................................171Don Julio Castro ..............................................................................................174Don Alfonso Jaramillo Gutiérrez ..............................................................178Don Néstor Gaviria Jaramillo ....................................................................182Don Gilberto Hinestroza .............................................................................186El Maestro Enrique Figueroa ....................................................................189Don Deogracias Cardona Tascón .............................................................193Alfredo Moreno ...............................................................................................197Don Emilio Correa Uribe .............................................................................200Alfonso Mejía Robledo .................................................................................204El Poeta José María Ospina ........................................................................207El General Valentín Deaza ..........................................................................210Don Manuel S. Buitrago ...............................................................................213Don Jesús María Paneso ..............................................................................217Don Sixto Mejía ..............................................................................................200Bernardo Luchini ...........................................................................................224Doctor Jorge Roa Martínez .........................................................................227Doctor Luis Carlos Flórez ...........................................................................231Don Francisco Mejía Mejía .........................................................................235El Senador Camilo Mejía Duque ..............................................................238Roberto Grisales .............................................................................................242Juan Mejía Duque ..........................................................................................246La infausta noticia..........................................................................................249Remember .........................................................................................................252

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2013en los talleres de gráfi cas Buda.

Cuidó su edición José Fernando Marín Hernández.

La edición consta de 250 ejemplares.

LAUS DEO

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Lisímaco Salazar con Aura Gutiérrez, su esposa

Lisímaco Salazar

Lisímaco Salazar con su hijo el Ingeniero

Nelson Salazar

Lisímaco Salazar con sus hijos

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