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1 INTRODUCCION La responsabilidad profesional en el Derecho Comparado ha pasado, en los últimos cincuenta años, de ser apenas un tema de gabinete o interés académico a constituir una materia de práctica frecuente para abogados, y no siempre como asistentes letrados, sino que muchas veces como demandados. La explosión de juicios por malpraxis que se advierte en el Derecho Comparado ha ido de la mano del extraordinario auge que ha experimentado el tema de la responsabilidad civil, que cruza todo el espectro de las actividades humanas, alcanzando incluso a profesiones que hasta ahora le eran ajenas, en una permanente búsqueda de responsabilidad, propia de una sociedad en que cada día más personas se consideran víctimas de actos ajenos. “Desde hace algunos años a esta parte resulta difícil hallar un periódico diario de cualquier país occidental que no contenga alguna noticia sobre condenas de daños y perjuicios causados por profesionales de la ingeniería, el periodismo, la arquitectura, la farmacia y, sobre todo, la cirugía. Odontólogos, veterinarios, estomatólogos, aparejadores, biólogos, agentes de seguros, procuradores de los tribunales, mediadores del comercio y, a mucha distancia, los abogados, ven en la actualidad el fenómeno de la responsabilidad civil como una servidumbre que le es propia”. 1 Así es como en el Derecho Comparado el tema de la responsabilidad civil y particularmente el de la responsabilidad profesional, se ha transformado en uno de los de mayor desarrollo normativo en los últimos decenios. Y ello no se ha debido a que en la sociedad actual los profesionales sean más negligentes que los de hace un siglo, sino que los avances científicos y tecnológicos, el acelerado crecimiento de la actividad económica e industrial, y 1 YZQUIERDO, Mariano, “La responsabilidad civil del profesional liberal”, Buenos Aires, Editorial Hammurabi, 1998, p. 1.

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1

INTRODUCCION

La responsabilidad profesional en el Derecho Comparado ha pasado, en

los últimos cincuenta años, de ser apenas un tema de gabinete o interés

académico a constituir una materia de práctica frecuente para abogados, y no

siempre como asistentes letrados, sino que muchas veces como demandados.

La explosión de juicios por malpraxis que se advierte en el Derecho

Comparado ha ido de la mano del extraordinario auge que ha experimentado el

tema de la responsabilidad civil, que cruza todo el espectro de las actividades

humanas, alcanzando incluso a profesiones que hasta ahora le eran ajenas, en

una permanente búsqueda de responsabilidad, propia de una sociedad en que

cada día más personas se consideran víctimas de actos ajenos.

“Desde hace algunos años a esta parte resulta difícil hallar un periódico

diario de cualquier país occidental que no contenga alguna noticia sobre

condenas de daños y perjuicios causados por profesionales de la ingeniería, el

periodismo, la arquitectura, la farmacia y, sobre todo, la cirugía. Odontólogos,

veterinarios, estomatólogos, aparejadores, biólogos, agentes de seguros,

procuradores de los tribunales, mediadores del comercio y, a mucha distancia,

los abogados, ven en la actualidad el fenómeno de la responsabilidad civil como

una servidumbre que le es propia”.1

Así es como en el Derecho Comparado el tema de la responsabilidad

civil y particularmente el de la responsabilidad profesional, se ha transformado

en uno de los de mayor desarrollo normativo en los últimos decenios.

Y ello no se ha debido a que en la sociedad actual los profesionales sean

más negligentes que los de hace un siglo, sino que los avances científicos y

tecnológicos, el acelerado crecimiento de la actividad económica e industrial, y

1 YZQUIERDO, Mariano, “La responsabilidad civil del profesional liberal”, Buenos Aires, Editorial Hammurabi, 1998, p. 1.

2

la mayor conciencia de los derechos que asisten a las personas parecen ser las

razones que avalarían este fenómeno.

Esta evolución de la responsabilidad profesional la plantea GHERSI al

sostener que “el monopolio del saber detentado por los profesionales fue uno

de los factores que determinó en el inicio de la modernidad una posición de

clase, la que dentro de una sociedad desigual era un privilegio y una regalía”.2

Continúa este autor, desde otra perspectiva, haciendo la siguiente reflexión:

“situemos por un instante al profesional –impersonalmente- que en el comienzo

de siglo ejerció su profesión libremente; individualmente, el abogado desde su

estudio, el médico o el odontólogo desde su consultorio; el arquitecto desde su

atelier; el ingeniero desde su taller de trabajo, y el veterinario o el ingeniero

agrónomo desde el campo –lugar clasista por excelencia-.”… “constituía (la

profesionalidad) una modalidad de aislamiento; al margen de la masificación de

otros agentes comunales: el comerciante, el banquero, etcétera. Su dedicación

era dirigida hacia el conflicto individual, o el problema de su enfermo, o sus

tareas prestigiosas de campo o, simplemente, la importancia de un edificio con

aire arquitectónico francés”.3 Pero al cabo de unos siglos de modernismo, en el

siglo XX, “comienza a generarse una nueva concepción profesional,

acomodándose a una sociedad subdesarrollada que experimentaba los

coletazos del industrialismo-maquinismo de los países centrales o del “primer

mundo”. El hospital o la obra social pasó a ser el habitat del médico. El estudio

dejó de ser el ambiente de trabajo de los abogados –antes lugar de reunión

cultural- para convertirse en una oficina o escritorio alquilado; los tribunales se

muestran ineficientes, no sólo por su lentitud, sino también por la masificación

de los juicios.4

2 GHERSI, Carlos A., “Responsabilidad profesional”, Principios generales 1, Buenos Aires, Editorial Astrea, 1995, p. 47. 3 GHERSI, ob. cit., p. 5. 4 GHERSI, ob. cit, p. 8.

3

Este misma evolución es descrita por YZQUIERDO TOLSADA al

sostener que hasta no mucho tiempo “se estaba ante un determinado modo de

ser de las relaciones económico-sociales: se había producido la revolución

industrial, pero sus efectos aún no se habían dejado sentir en profundidad. No

había aparecido la gran empresa. Ferias y mercados constituían el único punto

de encuentro, sin intermediarios, entre fabricantes y consumidores, partes a su

vez de un simplísimo contrato de compraventa”…., en que “…los presupuestos

ideológicos propios de la etapa codificadora proporcionaron una estructuración

del sistema de la responsabilidad civil marcadamente individualista”…y “en el

conflicto claramente interindividual entre el causante del daño y la víctima, la

obligación de reparar no es sino la consecuencia de la calificación del hecho

como algo reprobable, ligero y negligente”. 5 “No es de extrañar entonces que

cuando en estas relaciones sociales aparece un daño, sólo se dirigieran a los

juzgados las demandas en las cuales la imputabilidad del mismo aparecía clara

e inmediata. En caso contrario, la resignación de la víctima era toda la

respuesta que acertaba a dar un estado de la conciencia popular que

acostumbraba a tener del caso fortuito una visión amplísima y casi

teológica”…concluyendo que “en un estado simple y poco desarrollado de la

economía resultaban escasas las reclamaciones de daños y perjuicios, y más

contadas aún las que se dirigían contra los profesionales liberales, personas a

quienes el pueblo llano acudía con más fe en su sabiduría que conciencia de

sus limitaciones”. 6

Pero hacia el final de la modernidad, el progreso y la evolución

multiplicarían en poco tiempo los inventos, aparatos, máquinas, artificios e

ingenios, y con ello, los riesgos y peligros existentes en la sociedad. En ese

contexto, los profesionales van perdiendo el privilegio de ser y al entrar en la

posmodernidad, comienzan a advertir su desclasamiento y “descubren que han

5 YZQUIERDO, ob. cit. p.2. 6 YZQUIERDO, ob.cit. p. 3.

4

sido proletarizados, con el demérito que ello significa, siendo colocados frente a

la responsabilidad –social, civil, patrimonial, delictual-, como un simple hombre

de la sociedad, al lado del industrial, del empresario, del automovilista…”. 7

Es así como miles de personas comienzan a lanzarse a la carrera de los

procesos de daños y perjuicios. Los abogados de las nuevas generaciones

comienzan a invadir los estrados con sus daños y perjuicios por productos

elaborados, accidentes automotores o del tránsito, cobranzas u otras causas

menores, frente a la tradicional sucesión o el cumplimiento del contrato

personalizado. “Esta alarma derivada de lo que se dado en llamar en ámbitos

aseguratorios suizos la siniestralidad desbordada, no puede explicarse sino

situando la cuestión de la responsabilidad derivada del ejercicio profesional en

el marco más amplio de la responsabilidad civil en general.” 8 y especialmente

la evolución experimentada por esta, en el sentido de que ya no se trata tanto

de castigar los comportamientos negligentes o reprobables, sino que la

tendencia es que las víctimas encuentren a toda costa un resarcimiento, un

patrimonio responsable.

Con ello pasa a la historia aquella concepción grecorromana del sabio

omnisciente que ejercía una profesión liberal, normalmente no retribuida,

dotada de unos poderes mágicos y misteriosos, que le hacían erigirse en el

representante más característico de la libertad moral y de la independencia. El

profesional deja de ser aquel deudor privilegiado que no debe responder más

que ante su propia conciencia y queda expuesto a verse envuelto en la red

leguleya si el acierto no preside su gestión. “El hombre de hoy sigue confiando

al profesional la cura de su salud física y psíquica, la defensa y cuidado de sus

intereses patrimoniales y morales, pero ya no mitifica ni sacraliza la profesión,

sino que cada día exige al profesional unos conocimientos más especializados

y profundos”. 9

7 GHERSI, ob. cit. p.3. 8 YZQUIERDO, ob. cit. p. 2. 9 YZQUIERDO, ob. cit. p. 7.

5

Surge entonces otro riesgo que nos plantea YZQUIERDO TOLSADA: el

de pasar de la situación de víctimas indefensas de décadas atrás a la peligrosa

situación de los profesionales indefensos… porque si bien “es preciso exigir

responsabilidad al abogado que pierde el pleito por no presentar a tiempo el

recurso, es intolerable que pueda ocurrir igual al que perdió el pleito haciendo

todo lo que podía, pero según el cliente insatisfecho, “no le supo defender

bien”.10

Esta suerte de actual “fiebre” de responsabilidad civil se ha dado

especialmente en los Estados Unidos de Norteamérica, donde existen al menos

unos 650.000 abogados especializados exclusivamente en demandas de daños

y perjuicios. Ya la American Bar Association de ese país ha manifestado su

preocupación por este auge desmedido de la responsabilidad civil (legal

malpractice). Según esta entidad, de 19.155 casos desde 1990 a 1995, los

abogados más demandados por especialidad son: Daños (21,65%); Bienes

raíces (14,35%); Derecho comercial y negocios (10,66%); Derecho de familia

(9,13%); Cobranzas y Quiebras (7,91%). Las causales más invocadas en estos

casos han sido: falta de conocimientos y de apropiada aplicación de la ley

(11%); error de procedimiento (11%); inadecuada investigación y estudio de los

antecedentes (10%); falta de consentimiento del cliente (10%), y demoras

(9%).11

No obstante, en nuestro país seguimos un tanto ajenos a esta realidad,

enfrentados a un círculo vicioso, en que se conjugan la proliferación de

abogados titulados en detrimento de la calidad de su formación y de la

solvencia técnica, el ejercicio profesional con involucración en más y complejas

materias que requieren mayores conocimientos y especialización, cada vez con

más recursos económicos comprometidos, con ausencia de una adecuada

formación ética, y en un contexto en que la falta de adecuados instrumentos

10 YZQUIERDO, ob. cit. p. 9. 11 MEDILEX DOCTRINA, Miranda., Francisco, “Responsabilidad civil del abogado”, Medilex Consultores Limitada, www//medilex.cl.

6

coactivos éticos y legales, lejos de desincentivar la mala práctica, generan el

efecto contrario.

No es un hecho menor que dichos factores han menoscabado la

consideración pública y el respeto de los ciudadanos hacia los profesionales del

derecho, produciendo poco a poco un fenómeno antes impensable: que el

ciudadano medio vea a estos como gente mucho más común y falible de lo que

antes se pensaba. Paralelamente ello ha llevado a que el juicio de aquellos ya

no sea considerado infalible, ni el resultado desfavorable visto como un

accidente o fatalidad.

La escasa jurisprudencia nacional existente sobre la materia solo roza

indirectamente el problema de la responsabilidad, al pronunciarse sobre la

exceptio non adimpleti contractus frente a la reclamación de honorarios por el

letrado. Todo ello sin embargo, parece ser el preámbulo, sintomático de que el

fenómeno del auge de la responsabilidad profesional en lo que a los abogados

respecta en el país, no está lejos de llegar, por tratarse de una realidad no del

todo ajena a nuestro entorno y de una manifestación más de la creciente

tendencia mundial por perseguir la responsabilidad de toda clase de

profesionales.

Creemos que el rol del abogado en la sociedad excede en mucho, las

respetables gestiones de patrocinio o representación en juicio, o el mismo

asesoramiento extrajudicial, que son propias de la actividad y además

constituyen indispensables servicios a la sociedad. Por ende, estimamos que

las responsabilidades profesionales no denigran la profesión, por el contrario la

enaltecen, depurando del seno de la actividad aquellos colegas que en lugar de

honrarla, la desprestigian. Al abogado prudente y diligente no le molestará ver

que algún colega sufra sanciones, si es consciente que son justas, de acuerdo

a derecho. Estas expresiones no pretenden alentar la caza de brujas o lanzar la

industria del juicio de unos contra otros, o que los profesionales del derecho se

7

cuiden en exceso de posibles acciones de sus propios clientes, sino solo

responsabilizar cuando haya culpables.

Este trabajo constituye un modesto aporte a esta novedosa materia, y

dado su actual desarrollo, con mayor referencia a la situación actual en el

Derecho Comparado, especialmente argentino y español, pero sin dejar de

aterrizarla en nuestro ordenamiento.

Primeramente se repasarán ciertos conceptos y nociones acerca de la

responsabilidad civil profesional y sobre todo sus actuales tendencias, como

una manera de prever el ámbito y contexto en que creemos se desarrollará la

problemática de la responsabilidad civil del abogado; luego analizaremos

ciertas nociones que hemos estimado necesarias abordar en forma previa

acerca de la específica profesión de abogado, con especial énfasis en los

deberes profesionales que se le consideran como propios e integrados en toda

relación abogado-cliente. Después analizaremos la problemática planteada

acerca del régimen contractual y extracontractual donde ha de encuadrarse

este tipo específico de responsabilidad, como cuestión previa a dilucidar la

naturaleza jurídica de la relación abogado-cliente y la naturaleza de las

obligaciones que de ella devienen, con especial referencia al tema de las

obligaciones de medios y de resultado; para finalmente analizar cada uno de los

presupuestos de la responsabilidad civil del abogado, especialmente en lo que

concierne las formas específicas de daños o intereses jurídicos perjudicados,

las particularidades que puede presentar la relación de causalidad y las formas

que adopta la culpa.

8

CAPITULO I

LA RESPONSABILIDAD PROFESIO NAL

I.A.- ORIGENES DE LA PALABRA RESPONSABILIDAD

El concepto de responsabilidad es, posiblemente, uno de los más

empleados cotidianamente por los seres humanos, estando presente en una

infinidad de ámbitos y, por ello mismo, portando significaciones diferentes. Ello

se debe en gran parte, a que la responsabilidad no es un fenómeno exclusivo

de la vida jurídica, sino que está ligada a todos los dominios de la vida social,

por lo que la difusión de su uso es enorme y constituye una expresión que se

presta para diversos significados.

Siguiendo a Michel VILLEY, contrariamente a lo que pudiera pensarse, la

palabra “responsabilidad”, que ha tenido tanto éxito en la doctrina jurídica

contemporánea, faltaba en el Derecho Romano. Ella no aparece en las lenguas

europeas más que a fines del siglo XVIII y su verdadera carrera no comienza

sino en el siglo siguiente. En consecuencia, el término “responsabilidad” es de

origen relativamente reciente; además, el adjetivo castellano “responsable” es

más antiguo que el sustantivo abstracto “responsabilidad”, aunque ambos son

posteriores a 1700. 12

Así, “en cuanto a su etimología, debemos decir que en latín existen las

palabras respondere y responsa, pero no se encontrará la palabra

responsabilis. Por su parte, respondere nos remite al concepto de sponcio. El

sponsor es un deudor, es decir, la persona que al hacerse la pregunta de la

estipulación por parte del estipulante, da una contestación afirmativa. El

12 TRIGO y LÓPEZ, Tratado de la responsabilidad civil”, Buenos Aires, 2004, Editorial La Ley, Tomo I, p. 2.

9

responsor es quien, en un segundo intercambio de palabras, se obliga como

garante del deudor principal. De este modo, responder significa constituirse en

garante del curso futuro de los acontecimientos”.13; “respondere también se

refiere a cualquier tipo de contestación. Así, los jurisconsultos romanos daban

responsa cada vez que contestaban las consultas que a ellos se dirigían. Más

específicamente, se respondía a una pretensión, a la demanda del deudor”.14

Entonces, en el Derecho Romano, se decía que el victimario debía

“responder a la víctima, como al jurista romano a quien consultaban. De donde

responder o ser responsable, para aquel derecho, no implicaba en modo alguno

la idea de falta, incluso tampoco el hecho de la sujeción”.15 Los términos

“responder” y “responsable” no se relacionan con los conceptos de falta o de

culpa, ni con el de acto ilícito.

Entonces, poco ayuda a comprender esta compleja institución el

remontarnos a su nacimiento, aun cuando etimológicamente la palabra ya lleva

envuelta la idea de dependencia de un individuo respecto de otro que, en razón

de dicha dependencia, puede pedir cuenta al otro llamado responsable.

Entonces, “no se es responsable per se, sino que se es responsable solo ante

otro o algo que no seamos nosotros”.16

La expresión en cuestión surge en Inglaterra, donde es empleada en el

“Diccionario Crítico” de NECKER y FERAUD, aparecido en 1789. Autores y

filósofos del siglo XVIII, en Francia, lo tomaron y comenzaron a emplearla con

sentido jurídico.17

Para TRIGO REPRESAS, responder significa dar cada uno cuenta de

sus actos. Responder civilmente, lato sensu, es el deber de resarcir los daños

ocasionados a otros, por una conducta lesiva antijurídica o contraria a derecho; 13 YUSEFF, Gonzalo, “Fundamentos de la responsabilidad civil y la responsabilidad objetiva”, Santiago de Chile, Editorial La Ley, 2000, p. 40. 14 Ibid. 15 RODRÍGUEZ, Pablo., “Responsabilidad contractual”, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 2003, nº 516, p. 322. 16 YUSEFF, ob. cit., p. 41. 17 YUSEFF, ob. cit., p. 40.

10

de manera que, en el decir de Planiol, ser civilmente responsable significa

“estar obligado a reparar por medio de una indemnización, un perjuicio sufrido

por otras personas”.18

Dentro de la doctrina nacional, ALESSANDRI señala que la expresión

responsabilidad se define por su resultado, entendiendo por esto las

consecuencias jurídicas que el hecho acarrea para su autor y la define como la

obligación que pesa sobre una persona de indemnizar el daño sufrido por

otra.19 En este mismo sentido RODRIGUEZ GREZ expresa que “jurídicamente

la responsabilidad consiste en el deber de indemnizar los perjuicios causados

por el incumplimiento de una obligación preexistente. Esta obligación puede

derivar de una relación contractual, o del deber genérico de comportarse con

prudencia y diligencia en la vida de relación, o de un mandato legal explícito. En

el primer caso se habla de responsabilidad contractual, en el segundo de

responsabilidad extracontractual, y en el tercero, de responsabilidad legal. La

clasificación propuesta surge, entonces, del origen y naturaleza de la obligación

incumplida”.20

Así es como se ha dicho que, cuando de responsabilidad se habla, se

hace referencia no a una idea autónoma, primaria, sino a un término

complementario de una noción previa más profunda: la de deber u obligación.21

En esa línea de pensamiento se inscribe SANZ ENCINAR, que considera

“la responsabilidad como un enunciado mediante el que se expresa un juicio de

valor negativo (un reproche jurídico) sobre una conducta de un sujeto que ha

infringido una norma de un ordenamiento dado. Esta reprobación se pone de

manifiesto mediante la consecuencia jurídica que se enlaza a la imputación de

la responsabilidad; consecuencia que conlleva, como principio, la obligación de

18 TRIGO,Felix, “Responsabilidad civil del abogado”, Buenos Aires, Editorial Hammurabi,, 1996 , p. 47. 19 Citado por YUSEFF, ob. cit., p. 43. 20 RODRÍGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 9. 21 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 2.

11

reparar el daño”.22 BONECASE agrega que el término “responsabilidad”

equivale, en el fondo, al llamado cumplimiento indirecto de la obligación y que

“traduce la posición de quien no ha cumplido la obligación, sin que pueda ser

constreñido a cumplirla en especie y que por ello es condenado al pago de los

daños y perjuicios”.23

En conclusión, la mayoría de los autores coinciden en que “la

responsabilidad es el resultado de la acción por la cual el hombre expresa su

comportamiento frente a ese deber u obligación: si actúa en la forma prescripta

por los cánones, aunque el agente sea “responsable” strictu sensu de su

proceder, el hecho no le acarrea deber alguno, traducido en sanción o

reposición como sustitutivo de la obligación previa, precisamente porque se la

cumplió; la responsabilidad aparece entonces recién en la fase de la violación

de la norma u obligación delante de la cual se encontraba el agente, y consiste

en el deber de soportar las consecuencias desagradables a que se ve expuesto

el autor de la transgresión, que se traducen en las medidas que imponga la

autoridad encargada de velar por la observancia del precepto, las que a su vez

pueden o no estar previstas”. 24

I.B.- CONCEPTO DE PROFESIONAL

Un segundo punto a dilucidar en torno a la temática de la responsabilidad

profesional en general, dice relación con precisar que ha de entenderse por

“profesional”, concepto equívoco en el decir de ALTERINI y LOPEZ CABANA,

seguramente porque ha sido traído a la ley desde el lenguaje no jurídico; y más

precisamente de la noción de “profesión liberal”. 25

22 Citado por TRIGO y LOPEZ, “, ob. cit, Tomo I, p.3. 23 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 3. 24 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 2. 25 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 272.

12

A modo de esclarecimiento a priori, debemos advertir que existe un

concepto amplio y otro restringido respecto de lo abarcativo del concepto

profesional y las actividades en el comprendidas. “Para la primera tesitura,

profesionales serían no sólo las llamadas profesiones liberales cuya habilitación

proviene de graduación universitaria, sujetas a colegiación, matriculación y

control ético de la actividad por un ente colegiado, sino también todo áquel que

con su especialización preste un servicio determinado, como los casos de los

periodistas, productores de seguros, asistentes sociales y los mismos

comerciantes”.26

Nuestro legislación se ha referido a las “profesiones liberales” en

múltiples disposiciones, pero no ha precisado su concepto por medio de una

definición. Y a la hora de encontrar un concepto puro de “profesión liberal” que

coincida con la realidad de las cosas, la dificultad no es menor. Así, vemos que

MOSSET ITURRASPE denomina “profesional” a la persona física que ejerce

una profesión, es decir, aquél que por profesión o hábito desempeña una

actividad que constituye su principal fuente de ingresos”.27

CAPITANT las define como “aquellas profesiones que tienen por objeto

un trabajo intelectual e implican una remuneración de este trabajo, obtenida

fuera de todo espíritu de especulación.”28 Pero a corto andar se advierte que

esta definición resulta un tanto extensiva, ya que por ejemplo, comprende el

trabajo del pintor, que es de orden intelectual y que aunque percibe dinero al

vender su obra, no es generalmente el afán de lucro lo que guía su labor, ni

puede considerarse éste como un trabajo propio de una profesión liberal.

También se ha usado el término “profesión” presuponiendo el

desenvolvimiento de una actividad en la que concurre la nota de habitualidad, y

así se ha dicho que no se es profesional si no se ejercita una actividad de

26 GREGORINI, Eduardo, “Locación de servicios y responsabilidades profesionales”, Buenos Aires, 2001 Editorial La Ley, p. 125. 27 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 272. 28Citado por SERRANO, Ricardo, “Las profesiones liberales, estudio ético-penal”, Publicaciones de la Universidad de Concepción, 1943, p. 9.

13

manera continuada, estable y sistemática, aunque, claro está, entendida esta

habitualidad más como una condición social del que ejerce la labor que por sus

cualidades intrínsecas. Por tal razón, no resultan muy útiles tampoco los

diccionarios cuando se refieren al empleo, facultad u oficio que cada uno tiene y

ejerce públicamente o como relativo a personas que hacen hábito el ejercicio de

algún magisterio de ciencias o artes.

Para entender cómo fue que se añadió el adjetivo “liberal” al término

“profesión”, resulta esclarecedor remontarnos brevemente en la historia.

"En el Derecho Romano profesión intelectual y profesión liberal venían a

ser términos casi sinónimos: las operae libres eran aquellas que, por su alto

contenido de actividad intelectual, estaban reservadas a los ciudadanos libres,

frente a las labores, propias del esclavo, fundamentalmente manuales. El casi

que marca la diferencia está en que no toda profesión intelectual es profesión

liberal, ni toda actividad que se desempeña de modo libre o autónomo es

propiamente intelectual. Lo intelectual sugiere una característica intrínseca de la

actividad, independiente de la relación existente entre profesional y cliente. En

cambio, la expresión liberal pone el acento en la ausencia de subordinación

entre ambos". 29

No obstante, si bien es cierto que la forma tradicional de ejercicio de la

profesión intelectual ha sido el trabajo autónomo, no es menos cierto que hoy

se puede advertir que el profesional intelectual actúa en muchas ocasiones en

un marco de dependencia laboral, por mucho que en el ejercicio de la tarea

propiamente técnica no reciba órdenes ni instrucciones. “Está así el que es

profesional libre y el que ejerce una profesión libre: el que, desempeñando

actividades de carácter intelectual, no lo hace de un modo autónomo, y el que,

además de ser intelectuales sus prestaciones, las ejecuta de manera

absolutamente independiente”.30

29 YZQUIERDO, ob. cit. p. 15. 30 YZQUIERDO, ob cit. p. 17.

14

En consecuencia, profesión liberal y profesión intelectual no son pues,

especie y género. No se trata de círculos concéntricos, sino de conjuntos que

durante siglos se identificaron, pero que en la actualidad representan conceptos

distintos con una zona de intersección común y, afortunadamente, todavía muy

amplia. En definitiva, no toda profesión intelectual es profesión liberal, ni toda

actividad que se desempeña de modo libre y autónomo es propiamente

intelectual, atento que verbigracia, un electricista, un plomero, un pintor, etc.,

pueden trabajar con total autonomía, pero su labor, no obstante ser muy digna,

es esencialmente manual y no intelectual.31

También se ha entendido que el trabajo propio de estas profesiones es

aquél que exige para su desempeño ciertos conocimientos especiales

adquiridos después de largos estudios.

GHERSI nos acerca más a sus elementos al exponer en un sentido más

amplio que cuando hablamos de profesionales o profesiones liberales estamos

aludiendo a “todos aquellos individuos que han obtenido un título universitario y

que representan en cada rama o saber científico una cualificación de áreas

específicas”. 32

En un sentido más estricto, “profesión” es toda actividad desarrollada en

forma habitual –o sea de manera continuada y como “modus vivendi” de la

persona-, con autonomía técnica, que cuenta con reglamentación, requiere una

habilitación previa y se presume onerosa; pudiendo asimismo estar sujeta a

colegiación y sometida a normas éticas y a potestades disciplinarias.33

En este sentido estricto se adscribe Ricardo SERRANO, al señalar los

siguientes caracteres como constitutivos del concepto de profesión liberal: a)

Implican un trabajo en cuya ejecución, si bien suele haber un despliegue de

fuerzas de orden físico, predomina el intelecto; b) Requieren para su ejercicio

conocimientos especiales, que se adquieren después de estudios relativamente

31 TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 274. 32 GHERSI, ob. cit., p. 5. 33 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 272.

15

largos; c) El ejercicio profesional se desarrolla prescindiendo de todo espíritu de

especulación; y d) El Estado reserva el ejercicio de las labores propias de cada

profesión a las personas que han obtenido el título correspondiente. 34 Este

autor subraya este último requisito como destacado por el profesor Raimundo

Del Río, al definir las profesiones “titulares” como aquellas cuyo ejercicio

requiere un título otorgado por el Estado, previo cumplimiento de los requisitos y

formalidades que exige la ley.

Como conclusión se pueden señalar como notas distintivas de la noción

de “profesional” en un sentido restringido las siguientes: (i) habitualidad en su

ejercicio; (ii) necesidad de previa habilitación; (iii) presunción de onerosidad; (iv)

autonomía técnica; (v) sujeción a colegiación; (vi) sumisión a principios éticos; y

(vii) sometimiento a potestades disciplinarias, por vía de la colegiación o aun sin

ella.35

Pero la tendencia moderna en el estudio de las responsabilidades

profesionales se orienta en un sentido más amplio. Según este enfoque, la

profesionalidad no estaría marcada por la existencia de un “título”, sino por el

hecho de poseerse un cierto nivel de conocimientos en una determinada

materia, por encima de los del común de la gente; de forma tal que con la

palabra “profesional” se alude a todo aquel que por tal razón es un experto en

relación con el profano que requiere sus servicios. Con este entendimiento se

puede considerar “profesional” a quién, teniendo especiales conocimientos,

realiza una tarea con habitualidad y fin de lucro, es decir, haciendo de ello su

forma de vida; con lo cual podría haber profesionales: pintores, carpinteros,

futbolistas, plomeros, electricistas, cocineros, etc.; habiéndose inclusive llegado

a proponer que se considere también como profesional hasta al fabricante o al

que comercializa productos particularmente complejos –vgr. Informática o

34 SERRANO, ob. cit. p. 10. 35 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 273.

16

cibernética-, ya que para ello él mismo ha tenido que adquirir una preparación y

conocimientos superiores a las del consumidor o comprador ordinarios. 36

MOSSET ITURRASPE ha expuesto en esta dirección que “... el

profesional, así considerado, puede tener título habilitante o carecer del mismo

y, en consecuencia, se comprenden tanto los profesionales universitarios como

los egresados de estudios técnicos no universitarios o los “profesionales de

hecho”, sin preparación técnica o científica, pero con una destreza o habilidad

que es producto de la práctica o ejercicio de una cierta actividad”. 37

Estas concepciones algo amplias de la profesionalidad han de

entenderse de la mano con las transformaciones sociales acaecidas en el siglo

XX, donde destacan finalmente la irrupción de la tecnología y los tecnólogos,

quienes “primero comenzaron siendo hermanos menores de los profesionales

tradicionales (v.gr. abogados, médicos); luego, hermanos mayores de éstos y

niños mimados de la sociedad capitalista de un final de siglo tecnológico por

excelencia”.38

Sin embargo, la postura tradicional más restringida, sostenida por TRIGO

y LOPEZ, reserva la expresión “profesional” para quienes poseen un título

universitario que avale el nivel técnico y de sabiduría y capacitación con que se

desempeñan en su específica actividad, preferentemente intelectual, cuyo

ejercicio está simultáneamente vedado a quienes no tienen el respectivo título

habilitante.39

Esta discusión, acerca del concepto amplio o restringido de lo

profesional, ha ido de la mano con el “ensanchamiento de las posibilidades de

obtener un resarcimiento en materia de responsabilidad civil de los

profesionales, ampliando el concepto técnico de profesional. Pero también, y

siempre con basamento en la idea de protección del damnificado, vemos con

36 TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 273. 37 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 273. 38 GHERSI, ob. cit, p. 11. 39 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II p. 275.

17

agrado el fin de la concepción clásica del ejercicio liberal de una profesión como

eximente de responsabilidad social”.40

Es más, pues en lo tocante a la responsabilidad civil del abogado, esta

fuera de toda discusión, sea que se considere lo profesional en un sentido

amplio o restringido, que se trata de un típico caso de responsabilidad

profesional.

I.C.- EVOLUCION DE LA RESPONSABILIDAD PROFESIONAL

1) Introducción.

La casi totalidad de los temas del derecho no pueden ser analizados

prescindiendo de la historia del pensamiento jurídico sobre ellos. Es que tienen

un pasado, un presente y un futuro, como la historia misma de los hombres. La

responsabilidad de los profesionales no se aparta de esta regla. De modo tal

que nuestro panorama ha de comenzar por analizar brevemente como ha

evolucionado el tema de la responsabilidad civil en general, y como dicha

evolución se ha concatenado con el desarrollo de las responsabilidades

profesionales.

2) Cinco etapas en la evolución de la responsabilid ad.

Los primeros tiempos del desarrollo de la humanidad está caracterizado

por la aplicación, en forma absoluta, del sistema de la “venganza privada”, que

no consistía en otra cosa que en hacerse justicia por sí mismo, tomando

represalias por el daño sufrido a consecuencia del hecho de otro. En este

40 GHERSI, Carlos A., “Responsabilidad de los abogados y otras incumbencias profesionales”, Zavalia Editor, Buenos Aires, 1990, p. 15.

18

período, no pudiendo el propio perjudicado hacerse justicia, dicha facultad se

trasmitía instantáneamente a todos y cada uno de los demás componentes del

grupo a que él pertenecía, llámese familia, clan o tribu. Además, el

resarcimiento del daño podía dirigirse en contra del ofensor directo y con

respecto a todos y cada uno de los componentes de la comunidad de que este

último formaba parte en forma amplia, haciéndose luego más restringida y

circunscrita a sus familiares. Después de mucho tiempo, aparece como un

efectivo progreso la famosa “Ley del Talión” en cuya virtud la venganza debía

ser equivalente a la ofensa inferida. De lo que puede desprenderse claramente

que en esta primera etapa, el fundamento de la responsabilidad era netamente

objetivo: para el establecimiento de la responsabilidad se atiende al perjuicio

existente; una persona debía sufrir los rigores de la venganza privada por el

solo hecho de haber ocasionado un daño.41

En una segunda etapa se trata de reemplazar el sistema de la venganza

corporal por el pago de una cantidad de dinero, y está constituida por lo que la

doctrina ha denominado “sistema de la composición voluntaria y de la

composición legal”: el individuo que ha causado un daño a otro debe repararlo

pecuniariamente, pagando al ofendido una indemnización cuyo monto se

determinaba por ambos (composición voluntaria); después se establece por el

Estado, con carácter de obligatoria, la composición pecuniaria en caso de daño,

y la cuantía de la indemnización es fijada por la misma ley (composición legal).

La Ley de las XII Tablas aparece como una fase de transición entre estas dos

etapas, adoptándose un criterio casuístico para determinar la cuantía de la

reparación: el legislador examinaba separadamente cada uno de los delitos a

medida que eran sometidos a su conocimiento y establecía que un daño

determinado daba lugar a tal reparación y aquel otro daño daba nacimiento a tal

otra reparación.

41 TAPIA, Orlando, “De la responsabilidad civil en general y de la responsabilidad delictual entre los contratantes”, Editorial Lexis Nexis, Santiago de Chile, 2ª edición, 2006 p. 18.

19

En una tercera etapa, la del Derecho Romano, por lo menos en sus

orígenes, no encontramos ni una sola norma que establezca como principio de

carácter general, que el que infería un daño a otro debía repararlo, cuando se

reunían determinados presupuestos. Comprendiendo los jurisconsultos

romanos la necesidad de otorgar un recurso o protección a la víctima en los

casos no previstos por el legislador, trataron de obtener la consagración de un

principio de carácter general, tendencia renovadora que se hizo más notaria con

motivo de la dictación de la famosa “Lex Aquilia”. Pero ni aun ésta, a pesar de

los esfuerzos interpretativos que le dieran el pretor y la jurisprudencia, dejó de

ser una disposición legislativa que daba soluciones específicas para casos

determinados, y, a pesar de constituir un progreso evidente al respecto, no

exigía culpa al autor del daño, por lo que la responsabilidad seguía teniendo un

carácter netamente objetivo. Solamente hacia fines de la República y debido a

la influencia de la filosofía griega sobre los jurisconsultos romanos, es que estos

aparecen abogando por la mediación de “culpa” o “dolo” como requisito para

establecer la responsabilidad del autor del daño, pero más bien referida a la

culpa aquiliana. Pero en lo que se refiere a la responsabilidad contractual, aun

cuando el Derecho Romano no excluía del todo la idea de “culpa” como

requisito de existencia de aquella, no le dio el lugar e importancia que le

correspondía.

Una cuarta etapa, que adquirió gran desarrollo durante la Edad Media, se

caracterizó porque en ella son los Estados los encargados de reprimir los

hechos ilícitos, pero no en representación exclusiva de los individuos

lesionados, en su carácter de particulares, sino en nombre de la colectividad

entera, surgiendo el concepto de “sanción pública o pena”, pudiendo afirmarse

que comienza a gestarse la separación entre la responsabilidad civil y la

responsabilidad penal, desde que conjuntamente con la represión por el Estado,

20

subsiste el derecho para solicitar una indemnización pecuniaria en forma

independiente, no en el carácter de “pena” sino de una composición.42

Una última y quinta etapa se extiende desde la Revolución Francesa

hasta nuestros días y en el curso de ella aparecen, sucesivamente, la teoría

tradicional o de la culpa y la moderna o de los riesgos.

Conforme a la teoría tradicional o de la responsabilidad subjetiva, no se

es responsable de los actos ilícitos, aunque ellos produzcan daño, sino

solamente de los que se lleven a cabo con la intención positiva de inferir injuria

a la persona o propiedad de otro, o sin la debida diligencia o cuidado, esto es,

los cometidos con dolo o con culpa. En esta concepción, el aspecto objetivo

queda circunscrito a las consideraciones acerca de la licitud o ilicitud del hecho.

La concepción de la responsabilidad civil fundada casi exclusivamente en

la culpa, que fue receptada por los códigos clásicos, estaba destinada a

moralizar conductas individuales más que a asegurar la reparación del daño.

En dicha concepción tradicional, el esquema del deber de responder

funciona, como bien lo señala la expresión, buscando un responsable a quien

sancionar, aquel que en definitiva debería indemnizar los perjuicios por el daño

ocasionado. Se trataba de un reproche, un castigo al culpable (la culpa,

prácticamente como único factor de atribución), siendo la responsabilidad civil

analizada exclusivamente desde el punto de vista del dañador. Por ello es que

la responsabilidad civil aparece en esta etapa íntimamente ligada a la

capacidad de prever del individuo, esto es, a la capacidad del sujeto de

representarse anticipada y mentalmente las consecuencias probables de un

acto.43

Pero con el correr de los tiempos, en el mundo tecnificado e

industrializado hasta el exceso del siglo XX, el desarrollo de nuevas y mejores

posibilidades de actuación humana, en que se multiplican también los riesgos y

42 TAPIA, ob. cit., p. 22. 43 RODRIGUEZ, Pablo, “La obligación como deber de conducta típica”, Facultad de Derecho Universidad de Chile, 1992, p. 11

21

los daños causados, la tendencia se encuentra marcada por el fin del dominio

exclusivo de la culpa. Así, la tendencia actual en materia de responsabilidad por

daños pretende cumplir más bien una función de garantía resarcitoria, sin

indagar la actitud subjetiva del que causó el daño.44

Siguiendo a MOSSET ITURRASPE, la concepción actual acerca de la

responsabilidad, expuesta en los últimos cincuenta años, se caracteriza

principalmente por la atipicidad de los supuestos y la variedad de los factores

de imputación.

En esta concepción, se tiende a dejar de lado la tipificación de los daños,

pretendida a través de la exigencia de que viole un derecho subjetivo –daño

jurídico- con menoscabo o desconocimiento de los daños del hecho, avanzando

hacia un derecho al resarcimiento de todo daño: jurídico y de hecho, constituya

o no violación de un derecho subjetivo. Si la concepción tradicional analizaba la

responsabilidad civil desde el punto de vista del dañador, la tendencia actual

apunta a analizarla desde el punto de vista de aquel que ha sufrido el daño, el

derecho ya no se dirige como antes al autor de un daño, sino más bien se

interesa por la víctima de ese perjuicio, a quien busca reparar el mal sufrido, así

el derecho reacciona ante todo daño injustamente sufrido, mira a la víctima y

desde su ángulo juzga la justicia o la injusticia del perjuicio. No busca a un

responsable a quien hacer un juicio de reproche, busca un daño para

indemnizar. La idea rectora en esta sede es la reparación de todo daño

injustamente sufrido.45 El centro de gravedad se desplaza entonces desde el

daño injustamente causado al daño injustamente sufrido.

El daño pasa a ser considerado el eje del sistema y se observa un intento

por desplazar la tradicional terminología de “responsabilidad civil” por otra que

bien podría ser la “teoría general de la reparación del daño”.

44 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 25 45 MOLINARI, Aldo, “De la responsabilidad civil al derecho de daños y tutela preventiva civil”, Editorial LexisNexis, Santiago de Chile, 2004, p. 20

22

De otro lado, se avanza en el tratamiento jurídico unitario del fenómeno

resarcitorio: “Se borran, poco a poco, las fronteras entre la responsabilidad

contractual y la responsabilidad extracontractual, aquiliana o por acto ilícito. No,

claro está, desde el punto de vista conceptual, que cada vez aparece mejor

perfilado –con la admisión de sendas responsabilidades pre y poscontractuales-

sino desde el ángulo de los daños resarcibles –que consecuencias-, de la

facultad judicial moderadora, e incluso de la prueba”.46 Con base a considerar

que el principio es uno solo (“todo daño injustamente sufrido debe ser

reparado”), la diversidad de la fuente de la cual surge dicho deber de

indemnizar no es obstáculo para una posible aproximación de ambos

regímenes. En otras palabras, el énfasis puesto en el elemento del daño

conduce a la tesis de la unidad del fenómeno resarcitorio, más allá de los

ámbitos contractual o extracontractual en los cuales se origine, destacando la

trascendencia del daño como elemento común y tipificante del fenómeno

resarcitorio. Como expone el autor argentino VASQUEZ FERREIRA: “¿Qué

diferencia cualitativa o cuantitativa existe, por ejemplo, entre el daño sufrido por

la pérdida de un animal cuando éste muere atropellado por un automovilista

(responsabilidad extracontractual) o cuando muere por incumplimiento de aquél

con el que se contrató para que lo alimente y no lo hace? ¿Acaso en uno y otro

supuesto el patrimonio del perjudicado no experimenta el mismo

menoscabo?”.47

En esta concepción se abandona la antijuridicidad formal para avanzar

en el terreno de la antijuridicidad material. Se enriquece el comportamiento

contrario al plexo normativo, aceptando, al lado de los actos contra derecho, los

realizados en abuso del derecho y en fraude del derecho. “El que contraría las

finalidades que las normas jurídicas imprimen a las instituciones –puesto que

son ellas las que tienen el propósito o buscan resultados valiosos, aunque a

46 RODRÍGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 326 47 Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 13

23

través de la normativa-, viola el ordenamiento jurídico.” 48 Ello como

consecuencia de que el daño pasa a ser injusto no sólo cuando el evento que lo

produjo ha sido contrario a la ley, o al ordenamiento en general, sino también

cuando de acuerdo a las circunstancias, es injusto que el daño sea soportado

por quien lo ha sufrido. El responder no aparece como consecuencia necesaria

de una ilicitud, sino de distribuir daños con criterios de justicia.

Finalmente, cabe destacar que en esta concepción, al lado de la

imputabilidad subjetiva, de los factores culpa, dolo y malicia, se acepta la

imputabilidad objetiva, con base en el riesgo creado o bien en el deber de

garantía. En esta nueva etapa, los factores de atribución que predominan son

los factores objetivos: riesgo creado, abuso del derecho, garantía, equidad, etc.,

al punto que en opinión de algunos autores, en la actualidad, poco estaría

quedando de la estructura conceptual clásica de la responsabilidad civil.

3) Tendencias en materia de responsabilidad profesi onal

Paralelamente a la evolución de la responsabilidad civil en general

podemos apreciar que, contrariamente a lo que podría pensarse, el tema de la

extensión de la responsabilidad de los profesionales no ha sido pacífico en la

doctrina y en la jurisprudencia, desde que en general, siempre se ha procurado

de una u otra manera tratarlos con mayor benevolencia que a otros posibles

responsables. Esta tentativa benevolente ha circulado por varios caminos,

desde el rechazo de toda intervención legal en los asuntos profesionales,

pasando por posturas intermedias, hasta llegar a una concepción amplia de

esta responsabilidad, pero aun manteniendo ciertos resabios elípticos de un

tratamiento más favorable. Tales posturas además se van desarrollando en un

contexto histórico que va evolucionando desde aquella concepción

grecorromana que consideraba al profesional un sabio omnisciente y mítico,

48 Mosset Iturraspe, citado por RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 325

24

dotado de unos poderes mágicos y sagrados que le hacían erigirse en el

representante más característico de la libertad moral y de la independencia, un

deudor privilegiado que no respondía más que ante su conciencia, a la

masificación y proletarización de las profesiones, en que el cliente no lo llama

con familiar y noble confianza, los considera personas falibles y comunes, y se

encuentra dispuesto a envolverle en la red leguleya si el acierto no preside su

gestión facultativa, por lo que el resultado desfavorable de una determinada

práctica profesional deja de ser vista como un accidente o una fatalidad, y en

que se abandona aquella visión amplísima y casi teológica del caso fortuito.

3.a) La irresponsabilidad absoluta

Como ya hemos visto, en un primer momento, los presupuestos

ideológicos propios de la etapa codificadora proporcionaron una estructuración

del sistema de la responsabilidad civil marcadamente individualista, edificado

sobre la noción de culpa o negligencia, acaso entendiendo que su cometido no

era tanto asegurar a la víctima de un daño su derecho al resarcimiento como

procurar una moralización de los comportamientos individuales.

En semejante esquema y por la dificultad de establecer en tales casos en

forma clara e inmediata la imputabilidad, resultaban escasas las reclamaciones

de daños y perjuicios dirigidas contra los profesionales liberales. El error

profesional es aceptado como un hecho fatal, tal y como se aceptaba la

enfermedad misma.

Dentro de tal contexto histórico, se sostenía por algunos la tesis de la

irresponsabilidad absoluta, estimándose que los profesionales serían

irresponsables por los daños que podían causar en el ejercicio de las

profesiones, fundados en un argumento a contrario sensu: la inexistencia de

disposiciones legales expresas que así lo establecieran, sino sólo de normas

aisladas que sancionaban el ejercicio ilegal. Incluso, algunos autores pretendían

25

sostener esta teoría fundados en que el cliente sería el único responsable de la

mala elección del profesional, a lo que se replicaba que éste no siempre tiene

suficiente criterio para distinguir al mediocre del hábil; la elección hecha por el

cliente no confiere al profesional el derecho legal de ignorar lo que él debería

necesariamente saber; y por último, que tales argumentos estaban en

contradicción con la fe concedida al diploma.49

3.b) Postura intermedia

Una segunda tendencia, que podríamos denominar “teoría intermedia”,

que venía desarrollándose hasta la primera mitad del siglo XIX, rechazaba tanto

la irresponsabilidad absoluta como la responsabilidad profesional amplia.

Aceptaba que los profesionales fuesen responsables por sus actuaciones

perjudiciales; pero siempre que estos perjuicios fuesen motivados por causas

“no técnicas”. Su fundamento radicaba en la complejidad de las ciencias, y se

decía que por muy vastos y profundos que pudiesen ser los conocimientos del

profesional, por larga que fuese su práctica y por exquisito su juicio, no por ello

se les podría atribuir el don de la infalibilidad; ellos han obtenido autorización

por parte de la autoridad para dedicarse al ejercicio de las respectivas

profesiones, después de haber rendido numerosas pruebas de índole técnica y

acreditado que se poseen los requisitos de orden moral que la ley prescribe.50

Esta corriente ha sostenido que en el plano científico las cuestiones

pueden ser opinables y a veces resultar dificultosa la fijación de límites exactos

entre lo correcto y lo que no lo es, máxime teniendo en cuenta que el

profesional cuenta con cierta discrecionalidad para elegir libremente entre las

distintas posibilidades a su alcance, por lo que bastaría con que apareciese

como discutible u opinable el procedimiento elegido, para descartar toda idea

49 SERRANO, ob. cit., p. 281 50 SERRANO, ob. cit., p. 283

26

de culpa o negligencia por parte del profesional. Incluso es más, en el caso de

los médicos, esta tendencia le negaba a los jueces idoneidad para conocer en

las cuestiones científicas o técnicas. Este criterio aparece recogido en un fallo

de la Corte de Casación francesa de 21 de julio de 1862, en el cual se sostuvo

que “sin duda, corresponde a la prudencia del juez no inmiscuirse

temerariamente en el examen de las teorías o de los métodos médicos, y

pretender discutir sobre cuestiones de pura ciencia”, aunque se añadía acto

seguido que “existen reglas generales de buen sentido y prudencia a las cuáles

hay que ajustarse, ante todo en el ejercicio de cada profesión, y que, dentro de

esa relación, los médicos siguen sometidos al derecho común, como todos los

demás ciudadanos”.51

Esta tesis fue aceptada en su momento por los tribunales franceses en

algunos fallos y posteriormente desplazada para dar paso a la tercera postura,

que es la que se ha impuesto en la jurisprudencia y ha inspirado a las

legislaciones modernas, la de la responsabilidad profesional amplia.

3.c) La responsabilidad amplia

La consagración de esta teoría –la de la responsabilidad amplia- coincide

con los momentos finales de la modernidad, en el cual los profesionales

comienzan a ser considerados como simples hombres de la sociedad.

Los autores suelen citar como hito un fallo de la Corte de Casación

francesa del año 1835 que ya enunciaba los principios generales que vendrían

a imponerse después con mayor vigor, sancionando las faltas cometidas en el

ejercicio de las profesiones liberales. La justicia penetra en la investigación de

las faltas profesionales de carácter técnico a fin de ver si se ha ignorado algo

que necesariamente debía saberse, en circunstancias que la jurisprudencia

51 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 281

27

anterior limitaba la responsabilidad a las faltas graves extrañas a las cuestiones

técnicas.52

Con todo, en su evolución inicial, se advierten en los fallos de esa época

todavía vías elípticas en procura de la morigeración de la responsabilidad

profesional, por la vía de hacerse ésta efectiva como extracontractual e

imponiéndose al damnificado la prueba de la culpa; diferenciándose la culpa

profesional de la culpa común, la que debía ser en principio grave o lata; y

descartándose toda idea de culpa o negligencia por parte del profesional si el

procedimiento elegido revistiese el carácter de opinable o discutible, como ya lo

adelantamos.

Posteriormente, un fallo de la Cámara Civil de la Corte de Casación

francesa de 20 de mayo de 1936, habría abierto la compuerta definitiva de la

responsabilidad profesional amplia, al resolver, siguiendo el criterio que ya

venía siendo propiciado con anterioridad por la doctrina, que “entre el médico y

su cliente se forma un verdadero contrato que, si no comporta, evidentemente,

la obligación de curar al enfermo... al menos comprende la de proporcionarle

cuidados concienzudos, solícitos y, haciendo reserva de circunstancias

excepcionales, conforme a las adquisiciones de la ciencia; ...la violación incluso

involuntaria, de esa obligación contractual, está sancionada con una

responsabilidad de igual naturaleza, asimismo contractual”.53

Así, el juicio de los profesionales deja de ser considerado infalible, así

como el resultado desfavorable de una determinada práctica profesional deja de

ser vista como un accidente o una fatalidad. En el decir de YZQUIERDO

TOLSADA, “El hombre de hoy sigue confiando al profesional la cura de su salud

física y psíquica, la defensa y cuidado de sus intereses patrimoniales y morales,

pero ya no mitifica ni sacraliza la profesión, sino que cada día exige al

profesional unos conocimientos más especializados y profundos”, y si bien se

52 SERRANO, ob. cit., p. 277 53 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 279; PAILLAS, Enrique, “Responsabilidad médica”, 5ª Edición, 2004, Editorial Lexis Nexis, p. 20

28

admite el error profesional como algo inevitable en determinadas circunstancias,

se estima que sus consecuencias han de ser reparadas mediante la

consiguiente indemnización.54

54 YZQUIERDO, ob. cit., p. 9

29

CAPITULO II

DE LA ABOGACIA EN GENERAL

II.A.- RESEÑA HISTORICA

La expresión "abogado" deriva de abogar, de la cual es participio pasado.

Etimológicamente, abocar viene del latín advocare, compuesta de ad: cerca de,

y de vocare: llamar, cuyo radical es vox, o vocis, es decir, la voz.55 Arranca

entonces su origen de la voz latina advocatus, formada por la partícula ad y el

participio vocatus, que a su vez resulta de una contracción de la frase ad

auxilium vocatus, esto es, llamado para auxiliar, llamar a favor, por cuanto entre

los romanos, para los negocios que requerían conocimientos de leyes, cada

cual llamaba en su socorro a quienes hacían un estudio particular del

Derecho.56 Es este el nombre con que generalmente se ha designado desde

tiempos antiguos a los profesionales del Derecho. Así, en las Partidas se les

llamaba voceros y en el Derecho Canónico, postulantes.

Esta expresión se corresponde hoy, con bastante aproximación, al

concepto actual de abogado, profesional al que se recurre en procura de un

"consejo" o "asesoramiento", jurídico o legal, en materia negocial, y también de

"ayuda" o de "defensa" para las contiendas judiciales en las que se debatan

intereses de la parte requirente. 57

Los orígenes de la abogacía en su expresión profesional, podemos

encontrarla primeramente en Grecia, donde más adelante la abogacía comenzó

a tomar forma de profesión, pudiendo recordarse al respecto el hecho de que

55 MONTES, Leonidas, “De la prevaricación de abogados y procuradores” (estudio teórico y práctico), Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1963, p. 20 56 TRIGO, ob. cit., p. 19 57 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 498

30

fue Solón quien por primera vez la reglamentó, así como también en nombres

de algunos personajes ilustres que la ejercieron, tales como Arístides, Sócrates,

Esquino, Demóstenes, y desde luego Pericles, a quien se señala como el

primer abogado profesional y cuyo nombre quedó ligado al siglo más luminoso

de la Grecia antigua.58 Estos dos últimos asombraron al mundo de su tiempo

con sus magistrales piezas oratorias impregnadas de principios jurídicos. En

esa época la importancia de la profesión era muy grande y los juristas

rivalizaban ardorosamente por exponer ante los magistrados la mejor doctrina,

culminando su actuación con el honor de haber triunfado.59

Sin embargo, aún sin la reglamentación de nuestros días, desde antes de

Cristo hubo personas que se dedicaban a defender los derechos ajenos. Así,

entre los hebreos existieron formas más simples de asistencia, los llamados

“defensores caritativos”, que desempeñaban, dentro de las modalidades de su

tiempo y hasta cierto punto, las labores del abogado de hoy. Ellos, sin interés

patrimonial, asumían la defensa de quienes no podían hacerlo por sí mismos,

ya porque carecían de conocimientos legales, ya porque lisa y llanamente no

podían hacer valer sus derechos por sí mismos. En Caldea, Babilonia, Persia y

Egipto, los sabios también solían hablar ante el pueblo congregado

patrocinando sus causas, y en Grecia, en una primera época, sus habitantes se

hacían acompañar por amigos ante el Areópago u otros tribunales, para que

éstos, con sus dotes oratorias, contribuyesen a hacer prevalecer sus

derechos.60

En Roma, en un principio la defensa en juicio constituía una

consecuencia de la institución del "patronato", o sea, de ese conjunto de

derechos que tenían los patronos sobre la persona y los bienes de sus

esclavos, como una obligación del "patrono" de defender a sus "clientes" en los

juicios que se promovieran en su contra. Es la obligación de defensa una de las

58 TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 500 59 SERRANO, ob. cit., p. 15 60 TRIGO, ob. cit. p. 21

31

características de la institución del patronato, defensa que el patrón debía

prestar en retribución de los servicios de su cliente. O sea que en su momento

también se conoció y nombró a los abogados como patronus, lo que según

Cicerón significaba “protector” y de cuya voz se deriva la expresión actual de

letrados “patrocinantes”.61 Pero con el correr del tiempo y la importancia que fue

adquiriendo el derecho y la complejidad de sus instituciones, fueron formándose

técnicos especializados, a la vez que grandes oradores y jurisconsultos,

distinguiéndose más bien por el carácter técnico en lo que respecta al derecho,

más por el consejo profesional o el parecer jurídico que por el mero discurso o

peroración.62 El defensor ya no fue el patrono, el cual no siempre poseía

conocimientos jurídicos, sino que era el hombre entregado por completo al

estudio del Derecho quien patrocinaba las causas ante los tribunales.63 De ahí

también la importancia atribuida en Roma a la "carrera" de "jurisconsulto",

caracterizada por la existencia de una verdadera enseñanza y aprendizaje

teórico que vino a sumarse a la práctica, que había sido lo único requerido

durante los primeros tiempos. Así es como, por un lado, aparecen los abogados

o causidicus que eran los oradores encargados de las defensas judiciales y, por

otro, los jurisconsultos, hombres de confianza de la familia, sin cuyo consejo

nada se concluía o determinaba. Estos últimos tenían mayor renombre cuanto

más grande fuese el número de sus consultantes, ya que precisamente tales

consultas evacuadas iban conformando el iure consultus y similar distingo se

advierte hoy en día, señalándose por BIELSA que: “El jurista y el abogado

actúan en terrenos y en momentos algo distintos. El jurista actúa en la forma de

consulta y dictamen, en la obra, en la cátedra, etcétera. El abogado actúa en el

tribunal y en su bufete o estudio...”; aunque agrega a continuación, que: “con

todo, la división de actividades no es absoluta, porque el jurista también suele

defender y patrocinar, y, a su vez, el abogado puede dar dictámenes y construir

61 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 499 62 TRIGO, ob. cit., p. 22 63 SERRANO, ob. cit., p. 15

32

soluciones jurídicas como lo haría el mejor dogmático...; pero no es ese el

dominio natural de su actividad y de su función”. 64

“Durante la república y el alto imperio los términos jurisconsulto y

abogado se aplican a individuos que desempeñan actividades completamente

distintas. El jurisconsulto es el experto en derecho que asesora a magistrados y

jueces y que puede emitir dictámenes a petición de las partes para resolver

puntos jurídicos y prestarles su consejo. El abogado (orator) en cambio es el

que lleva la voz de los litigantes, el que alega: su formación no es jurídica sino

retórica, sus estudios se realizan en las escuelas de declamación cuyo plan

comprende el dominio de las suasorias y de las controversias”.65

“En el bajo imperio, con la decadencia de la jurisprudencia, desaparece

la neta distinción anterior entre jurisconsultos y abogados: estos últimos son

incluso llamados iurisperiti, hacen estudios jurídicos, su profesión es

reglamentada, formando colegios con número limitado de miembros”. 66

“Durante la Edad Media y especialmente en el siglo XII, los juristas

constituían un elemento social de la más grande importancia. En esa época

aparece el abogado de corporación cuya labor consistía en evacuar las

consultas de índole jurídica que le formulaban las corporaciones y cofradías en

que se hallaba dividida la sociedad de ese tiempo, como también se ocupaba

de la redacción de sus estatutos”. 67 En el siglo XIII Francia reglamentó el

ejercicio de la abogacía en forma minuciosa y en España, bajo el reinado de

Alfonso el Sabio, la profesión de abogado fue reconocida oficialmente,

otorgándoseles los títulos de Caballeros y Condes a los que tenían más de

veinte años de estudios de Derecho. 68

64 Citado por TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 499 65 DE AVILA, Alamiro, “Derecho Romano”, Colección manuales jurídicos Nº 97, Editorial Jurídica de Chile, 2ª edición, Santiago, 2000, p. 183 66 DE AVILA, ob. cit., p. 184 67 SERRANO, ob. cit. p. 16 68 SERRANO, ibid

33

“Puntualizados así los orígenes greco-romanos de la abogacía, no

habremos de detenernos en sus ulteriores vicisitudes, dado que su sustancia o

sustratum permanece inalterado”.69

II.B.- UNA PROFESION CONTROVERTIDA

En el transcurso de la historia, en general, todas las profesiones liberales

han sido, en mayor o menor medida, blanco de ataque de sátiras y diatribas, y

los abogados no han sido una excepción. Así sus detractores han llegado a

motejarlos de “aves negras” o “cuervos”, “picapleitos” y “leguleyos”. Claro que la

mayor desconfianza con que se suele mirar a los abogados en relación a otras

profesiones, obedece a la circunstancia de que ellos deben intervenir siempre

en las luchas que enfrentan a dos (o más) intereses contrapuestos; de forma tal

que en opinión de Mercader, “la consagración jurisdiccional de un interés ... sólo

puede lograrse a costa del interés contrario. O lo que es lo mismo, una de las

pretensiones tiene que merecer la protección a cambio del sacrificio de la

otra”.70

Por eso no es de extrañarse que durante la revolución francesa se haya

intentado suprimir la profesión de abogado, pero ésta -sin embargo- fue

impotente para desterrar su función ante los Tribunales, debido a que los

magistrados, obligados a entenderse directamente con las partes litigantes, se

encargaron muy luego de reconocer la necesidad de restablecer oficialmente la

profesión, siendo los abogados llamados a desempeñar nuevamente sus altas

funciones de bien público. Así, conocida fue la aversión de Napoleón por los

abogados y sus “órdenes” o “colegios”, al punto que inducido a restablecer su

“barreau” abolido en 1790, se opuso a ello primeramente con estas palabras: “

69 TRIGO, ob. cit. p. 23 70 Citado por TRIGO, ob. cit. p. 28

34

ese decreto es absurdo y no deja ningún asidero, ninguna acción contra ellos

(los abogados); ellos son artesanos de crímenes y de traiciones. Mientras yo

tenga la espada a mi lado, jamás firmaré un decreto tal. Yo quiero que pueda

cortarse la lengua a todo abogado que se vuelva contra su gobierno”.71

El mismo Carlos V dirigiéndose a los oficiales de la Casa de Contratación

de Sevilla les conminaba a no dejar pasar a ningún abogado a Las Indias “syn

nuestra licencia e especial mandato que sy necesario es por esta presente

cédula lo vedamos e proyivimos”.72 También cuenta cierto autor que, cuando el

Zar de Rusia, Pedro el Grande, visitó Inglaterra, invitado por los soberanos

británicos, éste expresó su asombro ante el número de abogados que vio en los

Tribunales de Justicia: “Tengo sólo dos abogados en mi Imperio, habría dicho, y

me parece que mandaré a matar uno de ellos en cuanto vuelva”.73

Dicha situación se ha ido revirtiendo paulatinamente, “y hoy en día se

acepta con uniformidad que una misión tan noble como lo es la del abogado, de

defensa de los derechos, no solamente no puede desaparecer en una sociedad

civilizada, sino que por el contrario ha de merecer un prestigio en continuo

ascenso”. 74

Ya en la época de los emperadores bizantinos se tenía una elevada

opinión de los abogados, debido a la importante función social que

desempeñaban. Famoso resulta al respecto el manifiesto de los emperadores

León y Artemio al dirigirse al pretor de Iliria: “Los abogados, que aclaran los

hechos ambiguos de las causas, y que por los esfuerzos de su defensa en los

asuntos privados y frecuentemente de los públicos, levantan las causas caídas

y reparan las quebrantadas, son provechosos al género humano no menos que

si en batallas y recibiendo heridas salvasen a su patria y a sus ascendientes”.75

71 TRIGO, ob. cit., p. 26 72 TRIGO, ob. cit. , p.27 73 SERRANO, ob. cit., p. 25 74 TRIGO, ob. cit. p. 28 75 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 501

35

II.C.- CONCEPTO DE ABOGADO

Analizado el concepto genérico de profesión liberal, el origen histórico y

etimológico de la voz abogado, estamos ya en condiciones de aproximarnos a

un concepto de la profesión de abogado.

Nuestro Código Orgánico de Tribunales establece en su artículo 520 que

“los abogados son personas revestidas por la autoridad competente de la

facultad de defender ante los tribunales de Justicia los derechos de las partes

litigantes”.

Basta una somera lectura de este precepto para advertir su insuficiencia,

desde que restringe la profesión al solo orden judicial, dejando fuera la

importante función consultiva que también le es inherente. En igual carencia

incurre el Digesto al preceptuar que (Libro III “De postulando”, Títulos 1 y 2):“El

papel de un abogado es exponer ante el juez competente su deseo o la

demanda de un amigo, o bien combatir la pretensión de otro”. 76

Más completa nos parece la definición dada por el Diccionario de la Real

Academia Española, que lo describe como la “persona legalmente autorizada

para defender en juicio, por escrito o de palabra, los derechos e intereses de los

litigantes, y también para dar dictamen sobre las cuestiones o puntos legales

que se le consultan”. 77

En efecto, los abogados actúan ante los tribunales tanto en la defensa de

los derechos de los litigantes como en la dirección de los negocios no

contenciosos; y también actúan fuera de los tribunales, informando a las

personas que requieren sus servicios profesionales acerca de cualquier punto

legal y que sea de interés para la conclusión de sus negocios jurídicos. “O sea,

en suma, que se trata de una profesión cuya función primordial es, en esencia,

76 Citado por TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 504 77 DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA, Real Academia Española, Madrid, 1984, 20ª ed. T. 1, p. 6

36

la de aconsejar o asesorar sobre cuestiones jurídicas y defender a quienes

intervienen en procesos judiciales; aunque a fuer de pecar de detallistas, bien

puede agregarse que la actuación del abogado puede ser: judicial, ejercitando

la representación de una parte en el desempeño de la procuración, o mediante

el patrocinio en una causa, o bien asumiendo la defensa de un procesado en el

fuero penal; o extrajudicial, sea a través de un mero consejo legal o

asesoramiento jurídico, o bien en la intervención directa en la formulación de un

negocio jurídico, o en la redacción de contratos, estatutos, reglamentos,

etcétera, o en la concreción de arreglos o transacciones que pongan fin a

cuestiones dudosas, controvertidas”.78

En el mismo sentido lo define el Diccionario de la Real Academia

Francesa: “la persona que hace profesión de defender las causas justas” y se

refiere, entre otras, a dos clases de abogados: abogado defensor y abogado

consultor. El primero es el que se dedica a defender causas ante los Tribunales.

El segundo, aquel que solamente emite informes y consejos sobre asuntos

legales.79

Una sentencia de 10 de noviembre de 1990 del Tribunal Supremo del

Reino de España, muy descriptiva, declara: “Abogado es aquella persona que

en posesión del título de Licenciado en Derecho, previa pasantía o sin ella,

previo curso en Escuela de Práctica Jurídica o sin él, se incorpora a un Colegio

de Abogados y, en despacho, propio o compartido, efectúa los actos propios de

esa profesión tales como consultas, consejos y asesoramientos, arbitrajes de

equidad o de derecho, conciliaciones, acuerdos y transacciones, elaboración de

dictámenes, redacción de contratos y otros actos jurídicos en documentos

privados, prácticas de particiones de bienes, ejercicio de acciones de toda

índole ante las diferentes ramas jurisdiccionales y, en general, defensa de

intereses ajenos, judicial o extrajudicialmente, hallándose sus funciones y

78 Bustamente Alsina, citado por TRIGO, ob. cit. p. 30 79 SERRANO, ob. cit., p. 10

37

régimen interno, regulado por el Estatuto de la Abogacía, aprobado mediante

Real Decreto de 24 de julio de 1982, el cual define la abogacía como una

“profesión libre e independiente e institución consagrada en orden a la justicia,

al consejo, a la concordia y a la defensa de derechos e intereses públicos y

privados, mediante la aplicación de la ciencia y técnicas jurídicas, a ésta

reservada a los Abogados -Artículo 8- a quienes corresponde de forma

exclusiva y excluyente la protección de todos los intereses que sean

susceptibles de defensa jurídica, determinando que, son Abogados quienes

incorporados a un Colegio en calidad de ejercientes, se dedican con despacho

profesional a la defensa de intereses jurídicos ajenos”.80

Podemos apreciar que en estas últimas definiciones se advierten ya en

forma más nítida las funciones principales de la abogacía, tanto en su ejercicio

en el orden judicial como en el consultivo, entendiendo que estamos intentando

esbozar una definición del abogado que ejerce la profesión propiamente dicha,

no aquel de mero título y que ejerce en otras funciones, tales como notarías, la

magistratura, la cátedra, la política, la diplomacia, etcétera, las que si bien

pueden requerir el correspondiente título, o sus conocimientos resultar

funcionales para su desempeño, no implican el ejercicio de la abogacía

propiamente tal, como profesión, atento a que “la abogacía no es una

consagración académica sino una concreción profesional”.81

II.D.- FUNCION SOCIAL DE LA ABOGACIA

Tanto en nuestro derecho como en el comparado se ha discutido acerca

de la función de la abogacía, sobre si los abogados son meros servidores del

interés particular de sus clientes o del interés social; es decir, si cumplen una

80 Citada por COLEGIO DE ABOGADOS, “Revista del abogado”, Nº 19, Julio 2000, p. 32. 81 TRIGO, ob. cit., p. 31.

38

función privada o un ministerio público, por lo que la controversia también ha

enfrentado a las concepciones de profesión liberal y de función social.

En efecto, la abogacía nace como la típica profesión liberal por

excelencia y así se desarrolló hasta nuestros días, que es cuando reivindica la

conciencia de su función social, quedando acotado su aspecto de “profesión

liberal” más bien para enmarcar su autonomía científico-técnica.82

En general, podemos afirmar que la opinión que hoy prevalece es que el

abogado “aunque defiende un interés particular, trasciende en su acción ese

interés privado, para servir en realidad al interés público de la justicia”; o como

lo dice Mercader, que “para servir el interés privado, debe moverse en los

límites del interés público, que es superior y no puede ser infringido sin daño

social”.83

Crecemos en el medio de múltiples conflictos, y así existen innumerables

instituciones que persiguen su superación, a efectos de proveer a la defensa del

hombre y al mejoramiento de las relaciones humanas. “Y así nace así el

Derecho que pretende superar cierto nivel de conflicto social, ese que se da en

la última escala susceptible de agravarse hasta el desorden colectivo. Y con él,

necesariamente, surgen ejecutores, instrumentistas del Derecho, profesionales

del mismo a quienes genéricamente hablando les corresponde resolver y evitar

conflictos en pos de valores como el orden y la paz, no sólo a través de su

conducta premunida de conocimientos jurídicos, sino de una conciencia moral

de su papel, de su rol, de su función que debe saber trasciende el marco de lo

individual a lo comunitario”.84

En este sentido, el abogado, cuando ejerce su profesión, no está

ejerciendo simplemente su derecho a trabajar, como otro profesional, sino que

desempeña una función pública como auxiliar de la justicia, asegurando,

además a su cliente, el principio cardinal de la defensa en juicio, derecho

82 GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras…”, ob. cit. p. 14. 83 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 507. 84 GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras..”, ob. cit., p. 13.

39

fundamental y básico, y tanto es así que en nuestro ordenamiento, este

derecho se encuentra expresamente garantizado en la Constitución Política del

Estado.

Dicho con otras palabras, el abogado, “para servir el interés privado,

debe moverse en los límites del interés público, que es superior y no puede ser

infringido sin daño social. Lo cual importa que, aunque los abogados patrocinen

los derechos privativos de sus clientes, están también, en alguna medida,

participando del munus público, o desempeñando un cometido cuasi público”.85

“En este sentido estricto, cuando hablemos de la profesión de abogado,

deberemos referirnos a ella como un servicio público que a la comunidad no

sólo le presta servicios útiles sino que le es imprescindible para su salud”... “Así

como el hombre se enferma y necesita de una ciencia y de operadores de dicha

ciencia para que lo curen, la sociedad también se enferma, las relaciones

humanas se transforman en conflictos humanos y es necesario una ciencia y

operadores que la curen, que la saneen”.86

Lo expuesto es sin perjuicio del interés particular que asimismo debe

cautelar el abogado. Sin duda que el abogado debe atender las razones de la

parte a la cual representa y defenderlas en forma vehemente y hasta

apasionada, como fruto de su íntimo convencimiento de que de su parte están

la razón y la justicia. “El abogado tiene una función fundamental: convencer al

tribunal ante el cual actúa y nadie puede convencer si no está íntima y

personalmente convencido de la justicia de su causa. Ante los tribunales no

vence el que no convence”.87 En consecuencia, el abogado defiende a su

cliente, pero defiende también el derecho y la justicia.

El artículo 1º del Código de Etica Profesional del Colegio de Abogados

de Chile A.G. reconoce la función social inmanente de la profesión, sin dejar de

85 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 507. 86 GHERSI, “Responsabilidad del abogado y otras…”, ob. cit. p.16. 87 FACULTAD DE DERECHO, Universidad de Chile, “La abogacía y sus opciones profesionales”, Colección manuales jurídicos, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1997, p. 49.

40

lado la importante defensa del cliente, al establecer como de la “esencia del

deber profesional”, que el abogado “debe tener presente que es un servidor de

la justicia y un colaborador de su administración; y que la esencia de su deber

profesional es defender empeñosamente, con estricto apego a las normas

jurídicas y morales, los derechos de su cliente”.

También debe tenerse presente el tratamiento que nuestro Código Penal

da a abogados y procuradores: a pesar de que en cuanto tales, no desempeñan

propiamente funciones públicas, sus actividades son consideradas de tal

relevancia dentro de la sociedad, que su torcido ejercicio se asimila a las figuras

de prevaricación. Y aunque se considere técnicamente repudiable que se

contenga dicha figura bajo el título V del Libro II del referido Código,

concerniente a “los crímenes y simples delitos cometidos por empleado públicos

en el desempeño de sus cargos”, a continuación de la prevaricación judicial y

de la administrativa o ejecutiva, su origen debe aceptarse como cargado de

significación.88

II.E.- MANIFESTACIONES DE LA FUNCION SOCIAL DE LA

ABOGACIA

De lo expuesto puede desprenderse que la función social que

desempeña la abogacía dentro de la comunidad se manifiesta principalmente

en tres aspectos, a saber:

1) Reducción y Composición de Conflictos

Ante todo, el abogado cumple una indudable y trascendente función

social, al cooperar con el Estado para que se eliminen o compongan los

88 MONTES, ob. cit., p. 5.

41

conflictos existentes entre los particulares, ya que son auxiliares del órgano

jurisdiccional y trabajan al servicio del interés público, en cuanto éste persigue

la composición rápida y justa de todos los conflictos.89 Tal función la realiza en

el plano extrajudicial, colocando el conflicto en un terreno racional en el que se

hace factible un arreglo directo, mediante la reducción a sus justos límites de la

pretensión del cliente, ubicándolo en una perspectiva adecuada, distinguiendo

lo relevante de lo irrelevante y destacando las limitaciones objetivas impuestas

por las normas aplicables.90

2) Colaboración en la Administración de Justicia

Ya en la instancia judicial, el abogado cumple otras dos funciones

básicas: la primera, como agente de racionalidad en el tratamiento del conflicto,

facilitando la sustanciación objetiva de las pretensiones contrapuestas de las

partes. La segunda, como colaborador del juez en la identificación del derecho

aplicable al caso.91 En tal sentido apunta Ricardo Serrano: “La recta

administración de justicia requiere que los magistrados sean ayudados en las

causas que están llamados a juzgar, por la exposición legal hecha por los

abogados probos y capaces. Los abogados tienen un rol importante al colaborar

en la administración de justicia, pues facilitan la aplicación de la ley. Podríamos

decir que desempeñan el papel de “intermediarios” entre los litigantes y el juez

a quien corresponde el conocimiento de una causa. La administración de

justicia sería verdaderamente ilusoria y no podría subsistir sin la intervención de

los abogados, los cuales estudian las peticiones de las partes, encuadrándolas

dentro de las disposiciones legales pertinentes, para presentarlas en seguida al

Tribunal que ha de pronunciarse sobre ellas. De otro modo, los magistrados se

encontrarían frente a las partes, las que desconociendo los principios que

89 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 507. 90 TRIGO, ob. cit., p. 34. 91 TRIGO, ob. cit., p.35.

42

informan la ciencia del Derecho, no podrían expresar correctamente sus

peticiones, haciendo imposible el buen funcionamiento de los Tribunales y

dilatando enormemente el conocimiento de los asuntos sometidos a su

decisión”.92

Finalmente y dentro de esta misma perspectiva, cabe mencionar que el

abogado cumple un rol fundamental para la realización de la garantía

constitucional del debido proceso, desde que para que un proceso sea “debido”,

entre otras cosas debe contar con profesionales del derecho responsables.

Merece en tal sentido destacarse la declaración elaborada en el Encuentro que

sobre “Participación y Proceso” se realizó en 1987 en Sao Paulo, donde se

consagra que “el acceso a la justicia no se subsume en el acceso al tribunal;

sino que impone la tutela de un orden jurídico justo, con un derecho a la

información jurídica, con jueces insertos en la realidad social, con el derecho a

la preordenación de los instrumentos procesales capaces de promover la

efectiva tutela de los derechos, con el derecho de remoción de todos los

obstáculos que se antepongan al acceso efectivo a la justicia de tales

características, y toda esta tarea a cargo de profesionales del derecho, que a

modo de carga cultural y cumpliendo el mandato constitucional colaboren y

velen por el estricto cumplimiento del objeto perseguido. Todo esto importa la

responsabilidad del profesional a quien se le encarga contractualmente el

ejercicio de tales funciones, importando su incumplimiento una verdadera

privación indirecta de la defensa en juicio imputable al profesional que incurre

en dolo o estafa procesal”.93

En este mismo sentido apunta CALAMANDREI al decir que “el resultado

del proceso no es extraño al interés público, ya que en todo proceso se

encuentra en juego la aplicación de la ley, es decir, el respeto a la voluntad

colectiva. Y esto no solo en el proceso penal, que se construye hoy totalmente

92 SERRANO, ob. cit., p.11. 93 GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras ...”, ob. cit., p. 22.

43

sobre el derecho subjetivo de castigar, que pertenece al Estado, sino también

en el proceso civil, en el cual el interés individual de los litigantes aparece cada

vez más como el instrumento inconsciente del interés público, que se sirve de la

iniciativa privada para afirmar en los casos controvertidos la voluntad concreta

de la ley”. Concluye este autor que sirviendo el proceso para reafirmar con la

sentencia la autoridad del Estado, la existencia de profesionales del foro no se

justifica sino cuando se les ve como colaboradores y no como burladores del

Juez, y cuyo oficio no es tanto batirse por el cliente como por el Derecho.94

3) Defensa de la Libertad y el Derecho

Cabría agregar un último aspecto de la función social del abogado, desde

que “la sociedad moderna necesita del abogado en su lucha incesante contra la

opresión y la injusticia. Auxiliando a los órganos jurisdiccionales y trabando todo

abuso de poder, cumple el jurista, en su sentido más puro, una alta función

social, necesaria más que ninguna, a los fines de la existencia y

perfeccionamiento de la sociedad”, o sea en suma, que “la función del abogado

tiende a evitar .... que el poder social avasalle el derecho de los súbditos ... se

dirige a conservar intactas su personalidad, su libertad, su honra y

patrimonio”.95 Yendo aun mas lejos, BIELSA ha dicho que “ el oficio de la

defensa añade a la condición y a los atributos del abogado una cualidad que

define el sentido de su profesión como defensor de la libertad y del derecho,

aun a costa de su propia tranquilidad, pues que le obliga a la lucha, no sólo

contra el adversario sino también contra la arbitrariedad y el despotismo de la

autoridad, cuando ésta se ha afirmado por ese medio”. 96

En este aspecto, resulta destacable que el Código de Etica argentino,

establezca como deber del abogado el de “preservar y profundizar el Estado de

94Citado por SERRANO, ob. cit., p. 49. 95 TRIGO, ob. cit., p.37. 96 TRIGO, ob. cit., p. 36.

44

Derecho fundado en la soberanía del pueblo y su derecho de

autodeterminación” y declara como contrario y violatorio de los deberes

fundamentales del ejercicio de la Abogacía, “el prestar servicio a la usurpación

del poder político, aceptando ingresar a cargos que impliquen funciones

políticas, o a la magistratura judicial”. 97

II.F.- EVOLUCION DE LA RESPONSABILIDAD DEL ABOGADO

Como ha ocurrido en general con relación a todas las responsabilidades

profesionales, respecto de los abogados se han sostenido igualmente las

posturas más extremas. Así, cabe traer a colación la tesis sostenida en Francia

por André LEEMANS, quien equiparaba los abogados a los magistrados,

sosteniendo que debían gozar de la misma impunidad de estos últimos: “Se ha

vuelto un lugar común decir que el abogado es irresponsable; este auxiliar

indispensable del magistrado debe, indudablemente beneficiarse con la misma

impunidad de él; todas las negligencias, todas las torpezas le son permitidas.

¿Esta irresponsabilidad no aparece impuesta por la fuerza misma de las cosas?

Las fortunas, las más sólidas, no resistirían por mucho tiempo los ataques

repetidos de los litigantes descontentos inclinados con mucha facilidad a

considerarse traicionados”.98 En Argentina, BIELSA, en su obra “La Abogacía”,

sostenía que la responsabilidad del abogado era moral y no jurídica, en tanto

que MERCADER, con alcances más restringidos, señalaba que importaba poco

que el abogado se equivocase, y que tampoco habría de acusarse al abogado

por el opuesto contenido que éste atribuyese a las normas jurídicas.99

Pero siguiendo la tendencia general de todas las profesiones, este punto

de vista ha ido cambiando. Y así, MOSSET ITURRASPE sostiene que el nuevo

97 GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras...”, ob. cit., p. 19 98 TRIGO, ob. cit., p. 104 99 Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 520

45

punto de arranque de la profesión de abogado, para transitar por el meridiano

de su época, pasa por la responsabilidad civil. Considera que abogados jueces

y abogados profesionales, deben responder por los daños originados en su

obrar con culpabilidad, máxime si se tiene en cuenta que la crisis del servicio de

justicia tiene mucho que ver con el modo de cumplir su función por parte de

abogados y jueces, con la pericia y la diligencia desplegadas, atento a que el

desconocimiento del saber jurídico o la negligencia o imprudencia en su

aplicación han redundado en graves fallas en aquel servicio. 100

En conclusión, en el derecho comparado, la evolución hacia la

consagración de la responsabilidad profesional de los abogados ha seguido una

saludable evolución desde un pasado no lejano, en que un mal entendido

espíritu corporativista entendía impropio responsabilizarlo por sus faltas,

considerándose el juzgamiento de los pares como algo natural y generándose

las acciones civiles de responsabilidad pertinentes.

Entre nosotros, las demandas en contra de abogados aun se despliegan

en un plano incipiente, ya que sólo existen fallos aislados y por vía tangencial,

escasamente difundidos. La mayor parte de las reclamaciones se ventilan aún

en el ámbito de la responsabilidad ética, la cual puede hacerse efectiva dentro

del estrecho círculo de aquellos profesionales colegiados. Incluso es más, en

una antigua sentencia de la Corte de Concepción,101 se dejó establecida la

doctrina de que el error profesional no acarreaba responsabilidad alguna para el

abogado. Se trataba de un proceso por desobedecimiento de órdenes

judiciales, en el cual el inculpado declaró que había obrado en la forma que su

abogado le iba aconsejando. Este último fue absuelto, considerándose entre

otras causas, que la ejecución por parte del asesorado de su modo de pensar o

discurrir en nada le afectaba pues no hay responsabilidad, como no sea moral,

para el abogado que opina de un modo equivocado.102

100 TRIGO, ob. cit., p. 105. 101 Gaceta, 1886, pag. 42, sent. 87 citada por SERRANO, ob. cit., p. 329. 102 SERRANO, ob. cit., p. 329.

46

Sin embargo, es menester prevenir que no existe una razón de principios

que justifique esto, sino más bien una de orden empírico: históricamente, todos

los tópicos relacionados con la responsabilidad profesional se han desarrollado

primeramente en el ámbito de la medicina, especialmente en lo que se

relaciona con la cirugía. Así, en lo concerniente al secreto profesional, también

en el deber de información, y los fallos que con carácter de “hito” fueron

afianzando la doctrina de la responsabilidad profesional amplia. Muy de lejos, y

después de otros profesionales, los han seguido los abogados.

Así, en nuestro país, desde el año 1995 en adelante, se advierte un

aumento creciente de juicios contra hospitales y médicos, que el Colegio

Médico ha venido a calificar en su momento como “alarmante”, temiéndose

incluso por algunos que se esté incubando una verdadera “industria del

litigio”.103 También se ha tenido noticia de juicios contra profesionales de la

ingeniería, del periodismo y de la farmacia, tal y como ha ocurrido en otros

países occidentales.

Nada hace pensar entonces, que esa fiebre de responsabilidad

profesional que estaría afectando hoy a los médicos y otros profesionales, no

vaya a extenderse en un futuro no muy lejano, a los abogados, y estimamos

saludable responsabilizar a los responsables, cumpliendo siempre los

elementales recaudos de defensa y de garantías respecto de que lo sean

efectivamente.

103 LIBERTAD Y DESARROLLO, “Evitando la industria del litigio”, Temas Públicos, Nº 696, 15 de octubre de 2004.

47

CAPITULO III

ACERCA DE LOS DEBERES DEL ABOGADO

III.A.- PLANTEAMIENTO

Se han estimado como propios del abogado una serie de deberes

(conductas positivas) y prohibiciones (deberes negativos), los cuales,

independientemente de la naturaleza jurídica que adopte la contratación

profesional y por aparecer la fiducia como elemento definidor de la relación

profesional misma, se entienden integrados en toda relación abogado-cliente,

más allá incluso del contrato de prestación de servicios profesionales mismo.

Podría llegar a estimarse que estos deberes serían formas de

responsabilidad profesional que no emanan del incumplimiento de las

obligaciones derivadas del contrato, como que ciertos autores, en un intento por

rubricar el tema con un título menos equívoco que el de extracontractual y que

pudiere abarcar la totalidad de los supuestos, prefieren en tales casos usar la

expresión “responsabilidades profesionales no derivadas del contrato”. 104

En todo caso, y como tendremos oportunidad de analizar, “el carácter

fiduciario de la relación que liga al profesional con su cliente hace que estos

conceptos pierdan su genericidad y asuman una precisa relevancia jurídica

como presupuestos del exacto cumplimiento de la obligación profesional”.105

Sin perjuicio de reconocer el mayor interés que desde el punto de vista

de la responsabilidad profesional reviste el estudio de la prestación principal o el

servicio, por lo ya expuesto, no podemos dejar de referirnos a algunos de estos

104 YZQUIERDO, ob. cit., p. 175. 105 SERRA, Adela “La responsabilidad civil del abogado”, Editorial Aranzadi, Navarra, 2ª edición, 2001, p. 284.

48

deberes, especialmente a aquellos relacionados con el cliente y que por su alto

contenido ético y por su carácter patrimonial, puede su incumplimiento devenir

en una responsabilidad y en la consiguiente indemnización por daños y

perjuicios. Estos deberes pueden sintetizarse y agruparse, sin ánimo taxativo,

en al menos siete:

1) Deber de lealtad o fidelidad

2) Deber de guardar el secreto profesional

3) Deber de información

4) Deber de no inducir a engaño a los clientes

5) Deber de patrocinio o defensa

6) Deber de guardar estilo y dignidad

7) Deber de perfeccionamiento profesional

III.B.- NATURALEZA JURÍDICA DE ESTOS DEBERES

Dejemos sentado por ahora, siguiendo a Adela SERRA RODRIGUEZ,

que en el desarrollo del contenido de la prestación profesional aparece como

conducta, lo relativo a los usos y costumbres profesionales, muy relacionado

con la ética de la abogacía. “Estas normas deontológicas codificadas o

formuladas se constituyen, por tanto, en principios generales que han de regir

en la actuación de los abogados, tanto en las relaciones entre sí, con aquellos

de su misma condición profesional, como con los particulares cuyos intereses

gestionan. La deontología del abogado, por tanto, hace referencia al complejo

de reglas de conducta que deben ser respetadas en la actividad profesional, y

que atienden a su contenido a la ética, el Derecho y la práctica forense. En este

sentido, se puede mantener que tienen su fundamento en el principio de la

49

buena fe y en el carácter fiduciario que impregna la relación obligatoria

entablada con el cliente”.106

Continúa esta autora, en relación con las normas deontológicas

profesionales, que tienen un fundamento esencialmente ético, que se ha

mantenido que se asimilan a los usos sociales y que, por tanto, serían idóneas

para asumir caracteres de juridicidad. Se trata de normas de conducta que

nacen espontáneamente en el seno del grupo profesional y que, a pesar de su

origen extrajurídico, vienen siendo observadas como normas jurídicas por los

miembros del grupo profesional. Por ello, aunque en principio, dentro de dicho

grupo o sector profesional se configuran como normas meramente internas no

jurídicas, bajo otro perfil presentan caracteres de usos sociales y como tales,

sobre todo cuando se aluden a ellas expresamente en las normas corporativas

de los Colegios, vienen contempladas como normas jurídicas.107

Refiriéndose concretamente al abogado, la misma autora explica que en

la ejecución de la prestación profesional que ha asumido frente a su cliente,

además de emplear la diligencia y la pericia exigible a un profesional medio,

debe observar ciertas conductas que tienen un relevante carácter ético y

deontológico, y que pueden reconducirse a la cláusula genérica de la buena fe.

Estos comportamientos que quedan concretados en los deberes de lealtad,

fidelidad, secreto, información, etc., suponen una ampliación de la extensión

efectiva de las obligaciones del profesional y, por tanto, del exacto cumplimiento

obligacional. Estos deberes, que se traducen en obligaciones de

comportamiento, pueden concebirse como aspectos particulares de la diligencia

exigible al abogado en la ejecución de la prestación profesional o como deberes

autónomos (obligaciones instrumentales o deberes de protección) y accesorios

a la prestación principal “stricto sensu”. En todo caso integran la prestación del

abogado y su inobservancia y violación provoca que se le considere incumplidor

106 SERRA, ob. cit., p. 353. 107 SERRA, ob. cit., p. 361.

50

y, en su caso, responsable de los daños causados,108 como se explicitará en el

siguiente acápite.

III.C.- INTEGRACIÓN DE LOS DEBERES A LA PRESTACIÓN

Como ya se adelantó, en el derecho comparado se ha considerado por

ciertos autores que las normas corporativas reguladoras del ejercicio de la

profesión de la Abogacía, junto con aquellas deontológicas, que configuran un

complejo normativo sectorial, han de entenderse integradas en las relaciones

de servicios profesionales del letrado. 109

Así, los deberes impuestos por la normativa corporativa y por la

deontología profesional constituyen, por tanto, una serie de deberes accesorios

que vienen a integrarse en el deber estricto de prestación principal, provocando,

de este modo, una ampliación de ésta, y asegurando una mayor tutela del

cliente.110 En este mismo sentido apunta GHERSI al exponer que en el

desarrollo del contenido de la prestación, aparece como conducta, lo relativo a

los usos y costumbres profesionales, muy relacionado con la ética de la

abogacía.111

Por ello, la normativa corporativa del profesional puede ser concebida

como fuente de la reglamentación contractual, y según el autor italiano LEGA,

“desde el momento en que las reglas relativas a la deontología forense quedan

registradas en los textos elaborados por los correspondientes Colegios, se

puede hablar de que dichas reglas integran la actividad profesional, debiendo el

108 SERRA, ob. cit., p. 284. 109 SERRA, ob. cit., p. 360. 110 Ibid. 111 GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras ..”, ob. cit., p. 60.

51

abogado en la ejecución de la prestación profesional observar los deberes

deontológicos”. 112

En efecto, si bien el incumplimiento de tales deberes puede conducir a

una específica sanción, la “responsabilidad disciplinaria”, que tiene sus propias

vías y que toma como referencia la conducta integral del abogado, esto es, su

comportamiento en relación con el Colegio, con los colegiados, con los

Tribunales y con las partes, y no únicamente las consecuencias que dicha

conducta pueda tener sobre el perjudicado cliente, no es menos cierto que de

ello se deriva que esa vía de responsabilidad puede emprenderse además de la

civil, y por otros cauces.

Entre nosotros se ha sostenido que en la esencia de la función

profesional está la dimensión ética de su ejercicio, por medio de principios y

normas que van dando pautas acerca de la buena praxis profesional.113 El

carácter de la ética como componente inseparable de la actuación profesional,

ha sido confirmado por los Tribunales, para quienes, si bien la ley constituye un

mínimo capaz de hacer posible la sana convivencia, “este mínimo legal no será

suficiente para justipreciar el buen desempeño profesional del abogado; y es

que la ley no se conforma con la conducta de un abogado que se limite a no

violentarla, porque lo requiere como colaborador activo muy confiable,

comprometido con los valores que ella misma sustenta; por eso es que se le

exige un modo de ser y de comportarse cuyas características se plasman en la

ética profesional, en cuya leal observancia cada servidor de la justicia crece

desde la insuficiencia del mínimo legal hacia la infinitud del máximo a que

apunta la vocación de servicio y la perfección personal de cada profesional del

derecho. Y precisamente la guía de este crecimiento es la ética profesional del

abogado”.114

112 Citado por SERRA, ob. cit. p.360. 113 MEDILEX DOCTRINA, art. Citado. 114 GACETA JURIDICA, Corte de Apelaciones de Santiago, Nº 94, 1988, p. 38.

52

Algo distinto opina YZQUIERDO TOLSADA, el que a partir del carácter

intuito personae del contrato de prestación de servicios profesionales,

desprende que en la relación entre profesional y cliente cobran especial

importancia los principios de corrección y buena fe, con sus deberes

correspondientes de información, secreto profesional, no causar daño al cliente,

etc., por lo que estas obligaciones no pueden considerarse accesorias al

servicio que constituye la deuda del profesional, sino que son enteramente

autónomas, y en consecuencia, su incumplimiento generará responsabilidad

civil, por mucho que la prestación, por así decirlo, principal, haya sido

escrupulosamente ejecutada.115 Con todo, cabe señalar que la posición de este

autor no es del todo clara, puesto que a renglón seguido estima que el

contenido del contrato no puede agotarse con una simple y mecánica aplicación

de la lex artis, sino que la prestación debe verse presidida por una actuación

concordante con los principios de corrección y buena fe,116 de lo que puede

apreciarse que por una parte considera estos deberes como autónomos y por

otra, parece indicar que integrarían la prestación principal.

En nuestro ordenamiento, la integración de estos deberes puede

sostenerse en virtud del principio receptado en el artículo 1546 del Código Civil,

de que los contratos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan

no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan

precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la costumbre

pertenecen a ella. También en el inciso segundo del artículo 1563, de que “las

cláusulas de uso común se presumen aunque no se expresen”. Por lo demás,

sostener que, por no estar expresamente pactados en el contrato los medios o

la conducta a desarrollar por el profesional, no podrían encuadrarse estos

deberes en el ámbito contractual, importaría privar de contenido a la regla de

integración del contrato, desde que rara vez se establecen en una convención

115 YZQUIERDO, ob. cit., p. 310. 116 Ibid., p. 311.

53

los comportamientos específicos que se deben desplegar, sobre todo en

materia profesional. Supondría sustraer de la relación contractual toda su

potencial operatividad y restringirla a lo expresamente pactado.117 Por ello,

conforme al criterio de integración del contrato, los deberes profesionales han

de entenderse incorporados en la específica relación contractual, desde que el

genérico deber de no dañar a otro se concreta en la específica relación

contractual existente entre responsable y perjudicado.

En efecto, en Chile existe doctrina y jurisprudencia en el sentido que en

virtud del carácter absorbente del contrato, los daños ocasionados por

incumplimiento del mismo se reconducirán a su órbita, en la medida que éste se

configura como un específico medio de resarcimiento,118 desde que la

existencia de un vínculo contractual previo absorbe el principio alterum non

laedere, de manera que resulta indiferente que las obligaciones estén

expresamente pactadas por el contrato, emanen de la buena fe, deriven de la

ley o la costumbre, ya que todas ellas se encuentran contenidas en el contrato

y, como tales, su incumplimiento representa la violación de una obligación

contractual que pertenece al supuesto de hecho de la responsabilidad

convencional.119

El artículo 1258 del Código Civil español contiene una disposición

análoga al 1546 nuestro, al establecer que “los contratos se perfeccionan por el

mero consentimiento, y desde entonces obligan, no sólo al cumplimiento de lo

expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su

naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley”. Con base

principalmente en este precepto, la doctrina y jurisprudencia españolas han

estimado que las normas deontológicas de la profesión no constituyen simples

tratados de deberes morales, por lo que el abogado debe ajustar a ellos su

117 ALONSO TRAVIESA, M. Teresa, “El problema de la concurrencia de responsabilidades”, Santiago de Chile, Editorial LexisNexis, 2006, p. 321. 118 GACETA JURIDICA, No 257, 2001 p. 39 y ss. 119 ALONSO, ob. cit., p. 323.

54

comportamiento en la defensa de los asuntos que se sometan a su

consideración, pudiendo quedar configurados bien como deberes accesorios o

complementarios de la prestación principal (la defensa jurídica, el

asesoramiento, etc.) bien como particulares modos de ser de la obligación

principal.120 Así, en España, el Tribunal Supremo ha considerado que en el

contrato de prestación de servicios profesionales la violación del deber de

información que pesa sobre el profesional es fuente de responsabilidad

contractual y de la subsiguiente obligación de resarcimiento del daño, al

disponer que el deber de información a sus clientes forma parte del contenido

del contrato de prestación de servicios que liga al abogado con aquéllos y que

su infracción da lugar a responsabilidad.121

SERRA RODRIGUEZ concluye que, con independencia de su naturaleza

jurídica, lo cierto es que los deberes deontológicos, plasmados en las

reglamentaciones sectoriales, han de ser considerados cada vez más como

auténticos modos de ser de la prestación a la que el abogado se compromete.

Esto es, en orden al exacto cumplimiento de la obligación, se puede afirmar que

el abogado cumple su obligación cuando ejecuta el encargo asumido (que

puede comprender la dirección, defensa y consejo jurídico) según las pautas del

canon de diligencia y pericia exigible, respetando en todo caso, las normas

deontológicas que le imponen emplear el máximo celo, guardar secreto

profesional, etcétera. 122 Ello sin perjuicio de admitir la posibilidad de que estos

deberes u obligaciones puedan generar en supuestos excepcionales,

responsabilidad de forma autónoma.

En conclusión, puede sostenerse que el abogado, aparte de incurrir en

responsabilidad por no cumplir su encargo, en términos similares a cualquier

otro profesional, puede hacerlo también por la infracción de estos deberes, sea

120 SERRA, ob. cit., p. 355. 121 SERRA, ob. cit., p. 284. 122 SERRA, ob. cit., p. 355.

55

que se consideren estos accesorios o integrados a la prestación principal, o

autónomos.

III.D.- DEBER DE LEALTAD O FIDELIDAD

Calificado como deber, según GOLDSCHMIDT, posee todos los

elementos para situarlo derechamente en el campo obligacional, y consiste en

“la omisión de actos que contrarios a la confianza depositada constituyen su

incumplimiento”,123 estimándose que esta obligación perdura, incluso aun

después de finiquitada la relación contractual.

El cliente dispensa confianza al abogado y éste último debe corresponder

dicha confianza con lealtad. Dicha confianza se traduce por parte del cliente en

poner en juego la suerte de su patrimonio e incluso su libertad. “La buena fe

impone corresponder dicha confianza mediante una conducta integralmente leal

adecuada a las circunstancias”.124

YZQUIERDO TOLSADA señala que en el amplio contexto de la relación

entre profesional y cliente cobran especial importancia los principios de

corrección y buena fe. “El contenido del contrato no puede agotarse con una

simple y mecánica aplicación de la lex artis, sino que la prestación debe verse

presidida por una actuación concordante con los principios de corrección y

buena fe”,125 lo que garantiza la realización de la prestación en un clima

adecuado, especialmente allí donde la formal observancia de lo pactado o de la

ley se revela insuficiente. Así por ejemplo, el abogado que magnifica la entidad

de su servicio para recargar su onerosidad o con más razón si manifiesta hacer

cosas que en la realidad no hace, incurre en mala fe e incumplimiento de la

123 Citado por GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras..”, ob. cit., p. 61. 124 GREGORINI, Eduardo, “Locación de servicios y responsabilidades profesionales”, Buenos Aires, Editorial La Ley, 2001, p. 86. 125 YZQUIERDO, ob. cit. p. 311.

56

obligación, pudiendo también ser pasible de responsabilidad penal si su

conducta encuadra en la tipificación respectiva.126

En Argentina se ha fallado que el amplio deber de fidelidad incluye por

cierto el de probidad y decoro, desde que “presenta especiales perfiles por

cuanto comporta conductas de variado contenido no sólo referidas a la

honorabilidad, a la honradez y a la integridad, sino que también abarca el

sentido más simple del vocablo referido a la cualidad de las cosas y personas y

sólo en un sentido figurado se le utiliza para calificar moralmente a estas

últimas”127 y además, que no sería aplicable únicamente a la vida profesional;

“por el contrario, esa conducta decorosa e intachable debe ser observada

también en la vida privada”.128

El Código Orgánico de Tribunales ya contempla este deber del abogado,

al exigir que el postulante a tal título preste juramento ante el pleno de la Corte

Suprema de “desempeñar leal y honradamente la profesión” (art. 522). Incluso

es más y como una prevención, se indaga en los antecedentes personales del

mismo: no haber sido condenado ni estar actualmente acusado por crimen o

simple delito que merezca pena aflictiva y en general gozar de antecedentes de

buena conducta.

En el derecho comparado se ha cuestionado la exigencia del juramento

por considerarla superflua y hasta anacrónica. Sin embargo, se ha replicado

que “más que todo por su carácter tradicional es un acto que conserva su razón

de ser”; amén de tener una significación moral propia, pues los fundamentales

deberes del abogado nacen del ejercicio de una profesión liberal y no están

reglados, por lo que el abogado es árbitro de ellos, tanto en la actividad

126 Cabe traer a colación que el artículo 231 del Código Penal relativo a la prevaricación sanciona al “abogado o procurador que con abuso malicioso de su oficio perjudicare a su cliente…” 127 GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras..” ob. cit., p. 137. 128 GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras...” ob. cit., p. 135.

57

tribunalicia como en la consultiva”, y máxime entonces atento que tal actividad

está vinculada, nada menos, que a la “justicia”.129

En el derecho argentino este deber se encuentra expresamente

receptado en la ley que establece normas para el ejercicio de la profesión en la

capital federal, en términos que el abogado debe “comportarse con lealtad,

probidad y buena fe en el desempeño profesional”.130

Entre nosotros, el Código de Etica Profesional del Colegio de Abogados

A.G. también se refiere a este fundamental deber en términos amplios que

abarcan no sólo la relación con el cliente, sino que con la contraparte y también

con la magistratura, al preceptuar que “el abogado debe obrar con honradez y

buena fe. No ha de aconsejar actos fraudulentos, afirmar o negar con falsedad,

hacer citas inexactas o tendenciosas, ni realizar acto alguno que estorbe la

buena y expedita administración de justicia”. 131

Se trata, como puede apreciarse, de un deber general que es a su turno,

comprensivo de otros más concretos, como lo son –entre otros- los de

patrocinio y defensa, de guardar el secreto, de información y de no inducir a

engaño, como tendremos oportunidad de analizar.

Así, el Tribunal Supremo en España, ha considerado como incluidos en

el más genérico deber de fidelidad, la obligación de información, la custodia de

documentos y su entrega en el momento de la extinción de la relación

obligatoria, todo ello con base en el artículo 1258 del Código Civil ya citado, y

además, en el propio fundamento del contrato de prestación de servicios, que

da lugar a una relación personal “intuito personae”.132

129 TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 510. 130 Art. 6 letra e) Ley Nº23.187. 131 CODIGO DE ETICA PROFESIONAL del Colegio de Abogados de Chile A.G., Art.3. 132 SERRA, ob. cit., p. 285.

58

III.E.- DEBER DE GUARDAR EL SECRETO PROFESIONAL

1) Reseña histórica

La norma más antigua que se conoce sobre el secreto profesional está

en el famoso juramento de Hipócrates, que hasta el momento sigue siendo el

decálogo de los médicos, y que en lo pertinente dice “guardaré silencio sobre

todo aquello que en mi profesión o fuera de ella oiga o vea de los hombres y

que no deba ser público, manteniendo estas cosas en forma que se pueda

hablar de ellas”. 133

En lo que concierne a los abogados suele hacerse derivar esta obligación

del Derecho Romano y en pro de esta tesis se cita del Digesto de Justiniano, al

prescribir “previénese en mandatos, que atiendan los presidentes a que los

patronos no presten testimonio en la causa en que prestaron su patrocinio; lo

que ha de observar también respecto a los ejecutores de negocios”.134

Cabe señalar que este deber no sólo incumbe a la profesión de abogado,

sino que a todas aquellas personas que, por su oficio o profesión, tienen por

misión prestar ayuda o consejo a terceros.

2) Concepto de Secreto

Desde el punto de vista objetivo, secreto es todo aquello que debe

mantenerse oculto, la cosa misma que ha de ocultarse; desde el punto de vista

subjetivo, es el hecho de saberse y mantenerse una cosa en reserva o sin

manifestarse, sea por su índole, sea por promesa hecha antes o después de

133 CARRERA, Helena, “El secreto profesional del abogado” estudio teórico y práctico, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1963, p. 191. 134 Ibid .

59

tomar conocimiento de ella. Por consiguiente, todo secreto tiene por objeto una

cosa oculta, ignorada de todos o por lo menos de algunas personas.135

“Secreto –dice el Diccionario de la Real Academia- es lo que

cuidadosamente se tiene reservado y oculto”. Secreto profesional podemos

decir que es aquel que está obligado a guardar el que en razón de su oficio

conoció de hechos ocultos.136

Lo secreto puede consistir en determinados hechos, documentos,

circunstancias, características o particularidades de cualquier cosa. No obsta al

carácter de secreto el que los hechos sean conocidos de algunos o de muchos,

puesto que su carácter de tal puede fundarse en la necesidad de no aumentar

la publicidad que ya tiene. La obligación profesional operaría en este caso

frente a los individuos que lo ignoran.

Se ha considerado que, atendiendo a su origen, existen tres tipos de

secretos: el natural, el prometido y el confiado.137

El secreto natural es aquel que, conocido por casualidad, por

investigación personal o por indiscreción ajena, no puede ser revelado sin

causar un perjuicio real, o por lo menos un justificado disgusto al prójimo. Es

independiente de todo compromiso u obligación de estado o profesión.

El secreto prometido es aquel en que la obligación de guardarlo proviene

del compromiso contraído después de conocido, sea que este conocimiento

haya sido obra de la casualidad, de la investigación personal o de la

confidencia. El secreto prometido debe mantenerse oculto, por consiguiente, en

virtud de la promesa o compromiso, guardarlo, independientemente que por su

naturaleza no exista obligación de sigilo.

Por último, el secreto confiado es aquel en que la obligación de guardarlo

proviene también de un compromiso, pero contraído con anterioridad al

conocimiento del secreto, de una promesa que constituye la razón de ser de la

135 CARRERA, ob. cit., p. 7. 136 Citado por MONTES, ob. cit., p. 41. 137 CARRRERA, ob. cit., p. 8.

60

confidencia. Es meramente confidencial si ha sido comunicado a una persona

que no está obligada por razón de su oficio o profesión a prestar ayuda o

consejo. Es profesional en caso contrario.

El secreto profesional no constituye solamente una obligación de

abogados y procuradores en orden a no violar las confidencias que les hacen

sus clientes, sino que es principalmente un verdadero deber moral que

encuentra su sanción primera en el derecho natural.138

3) Secreto Profesional del Abogado

Una de las obligaciones principales del abogado para con su cliente es la

de observar una discreción absoluta y guardar un secreto impenetrable.

El abogado –observa CRESSON- debe respetar el secreto de las

confidencias que la confianza del público ha entregado a su probidad y al juicio

de su conciencia; lo que él conoce como abogado no pertenece sino a los que

lo consultan bajo su secreto sagrado. En ninguna forma y bajo ningún pretexto

puede traicionarlo.139

El secreto profesional del abogado se encuentra tratado expresamente

en el Código de Etica Profesional del Colegio de Abogados de Chile A.G. como

un derecho y un deber del abogado: “es hacia los clientes un deber que perdura

en lo absoluto, aún después de que les haya dejado de prestar sus servicios; y

es un derecho del abogado ante los jueces, pues no podría aceptar que se le

hagan confidencias, si supiese que podría ser obligado a revelarlas” (Art. 10º).

Más aun, la violación de secretos en perjuicio del cliente constituye para

el abogado prevaricación, delito que se encuentra tipificado en el artículo 231

del Código Penal, y aún sin un perjuicio, pudiere aplicársele la figura del artículo

247 del mismo.

138 MONTES, ob. cit., p. 41. 139 MONTES, ob. cit., p. 41.

61

El secreto es para el abogado un deber respecto de los clientes, y guarda

estrecha relación con el compromiso solemne de guardarles lealtad, que el

artículo 522 del Código Orgánico de Tribunales exige a todo abogado, al prestar

juramento para recibir el título. No en vano numerosos códigos penales y

algunos autores ubican la violación del secreto profesional entre las infracciones

que conciernen a la libertad individual o a los derechos personales garantidos

por la Constitución.

También se ha dicho que el secreto profesional constituye un deber ante

la sociedad: “cuando un particular participa el secreto que le ha sido confiado, el

único afectado es la víctima de la indiscreción, que sólo a sí misma puede

reprocharse el haber colocado mal su confianza. Pero cuando un médico, un

abogado, por ejemplo, traiciona el secreto de que era depositario, es el orden

público, todo entero, el que sufre esta falta de fe, porque ante el temor de la

indiscreción siempre se vacilará antes de recurrir a esos profesionales, y el

interés público y la justicia se verían afectados. Dirigido más al hombre que a la

profesión misma, es indispensable proteger el secreto contra toda revelación

indiscreta”.140

Según BIELSA, el secreto profesional encuentra su fundamento en “el

orden público en general, la defensa del cliente y el decoro profesional, puesto

que si el abogado estuviese obligado a declarar lo que ha sabido en el ejercicio

de su profesión, no podría honradamente aceptar confidencias....por otra parte

los secretos confiados deben conservarse; violar así el secreto es contrario al

derecho natural (infidelitus contra ius naturale); es decir que ese deber tiene

raíz jurídica...”.141

Por otra parte, el guardar el secreto profesional constituye también para

el abogado un derecho, que puede hacer valer ante los jueces o ante cualquier

140 Garruad, citado por CARRERA, ob. cit., p.24. 141 Citado por TRIGO., ob. cit., p. 40.

62

otra autoridad o persona que, con competencia o sin ella, pretenda sonsacarle

hechos confidenciales o interrogarle sobre ellos. Tratar de que el abogado

declare sobre asuntos de su cliente es en sustancia hacerlo actuar como

testigo, confundir la misión del patrocinante con la de los testigos, en

circunstancias que estos últimos deben ser personas extrañas al juicio, no

deben identificarse jurídicamente con las partes.142

La discreción entonces es de la esencia misma de la profesión de

abogado. Sin ella el ejercicio de la abogacía se haría imposible. Es preciso

entonces, que el cliente pueda tener en su abogado una confianza sin límites.

Es preciso que él pueda descargarse de las precauciones que toma en sus

negocios ordinarios. Es preciso que él no tema desnudar su alma a su defensor

y abandonarse a su confianza. Si no pudiera contar con la plena seguridad de

esa discreción y si no supiera que ella está bien garantida, habría muchos

casos en que no podría decidirse a recurrir a un abogado.

3) Objeto del Secreto

El objeto de la obligación de secreto profesional es el secreto mismo,

esto es, la cosa misma que debe callarse o mantenerse oculta. Lo secreto

aparece así como un concepto manifiestamente objetivo, que puede consistir en

hechos, documentos, circunstancias, etc. También puede tener cierta

relatividad. “Acaso no haya nada que pueda considerarse secreto, de secreto

absoluto. Por mucho que lo sean, las cosas secretas tienen que estar

secretamente bajo el dominio de más de alguien”.143

A veces se parte de la base de que los hechos son conocidos de muchos

o de algunos, y sólo se trata, al considerar la obligación del confidente, de la

necesidad de no darles publicidad, o de no aumentar la que ya tienen. Incluso

142 CARRERA, ob. cit., p. 27. 143 CARRERA, ob. cit., p. 31.

63

se ha considerado que, por mucha que sea la notoriedad que haya podido

adquirir un asunto, ella no puede servir de excusa al profesional que se haya

salido de la discreción que le incumbía, ya que el testimonio del depositario de

los secretos confirmaría o podría a veces confirmar o añadir algo, y por lo

menos daría más consistencia a noticias o rumores sobre los cuales pudiere

caber dudas o no abrigarse completa seguridad. 144 Pudiere ocurrir que fuere

conocido por un número aparentemente crecido de personas, y la obligación

profesional operaría en este caso frente a los individuos que lo ignoran.

También puede regir sólo respecto de determinadas personas, entidades o

autoridades a quienes el cliente desea mantener ignorantes de ciertas cosas; y

puede aún referirse a una sola persona cuya ignorancia interese al cliente.

Lo secreto puede ser asimismo subjetivo. “El carácter secreto que el

interesado les imponga, sea por sentimentalismo, por capricho, por ingenuidad

o por singularidad de carácter, o por otras razones de variada índole, siempre

respetables; y ese cliente, puesto que se entrega a la confianza de su abogado,

tiene derecho a exigir y esperar de éste que se atenga rigurosamente a sus

apreciaciones, por raras que ellas puedan ser o parecer”. 145

En cuanto a la forma de la confidencia, ésta puede ser hecha de

cualquier manera, por escrito, de palabra, expresa y tácita. Incluso las

reticencias mismas del cliente que la sagacidad del abogado le permite

descubrir quedan a cubierto bajo esta obligación. Según el autor Louis

PIMIENTA, el confidente debe guardar el mutismo más completo “no solamente

sobre lo que le ha sido confiado, sino que sobre todo lo que el abogado ha

podido ver, entender, comprender y aun inferir en el ejercicio de la profesión”146,

porque según LESSONA, aún los hechos descubiertos por el abogado integran

el conjunto entregado a la delicadeza que ha de ser inherente al hombre de ley.

“Se debe el secreto no sólo sobre lo que el abogado oye, sino también sobre lo

144 CARRERA, ob. cit., p. 41. 145 CARRERA, ob. cit., p. 33. 146 Citado por CARRERA, ob. cit. p.33.

64

que logra sorprender, y sobre todo lo que su intuición le haya hecho adivinar,

descubrir o sospechar.147 Según APPLETON, el secreto recae también sobre

las confidencias hechas por terceros con ocasión de las relaciones

profesionales148, a lo que cabe agregar, que “la reserva es también debida a

quien no alcanzó a ser propiamente cliente del abogado”. 149

También se ha sostenido que “el deber de guardar secreto impuesto al

abogado no se refiere exclusivamente a datos o hechos relacionados con el

cliente, sino que se extiende a los hechos, confidencias y documentos de

cualesquiera otras personas de los que tenga conocimiento por razón de su

actuación profesional”.150

4) Alcance y extensión del Secreto Profesional

“La amplitud de la obligación de sigilo ha sido muy bien sintetizada por

Payen, cuando dice que “El abogado está rigurosamente obligado a guardar el

secreto de lo que le ha sido confiado, y no puede repetirlo en ninguna forma,

bajo ningún pretexto, en ninguna circunstancia”. Otro autor agrega que “en

ninguna época”, y que el secreto se debe sin ninguna restricción ni

excepción”.151

Con todo, existen autores que disienten de esta tesis del secreto

absoluto, cuando la notoriedad de los hechos es tal, que parece evidente no

haber secreto para nadie. En este sentido opina PIMIENTA, concluyendo que

cuando la notoriedad es evidente, indiscutible, la obligación de sigilo ya no tiene

razón de ser. “Pero ¿quién ha dado al abogado la triste misión de divulgador, y

si el hecho es en realidad tan notorio y hasta indiscutible qué necesidad hay de

147 Citado por CARRERA, ob. cit., p. 41. 148 Citado por CARRERA, ob. cit., p. 40. 149 CARRERA, ob. cit., p. 43. 150 SERRA, ob. cit., p. 355. 151 CARRERA, ob. cit., p. 39.

65

que el abogado contribuya a darle mayor fe todavía? ¿Cabe dentro de la

dignidad profesional añadir más fuego a la hoguera?”.152

Finalmente, no termina con el fin de los servicios el deber de discreción.

Subsiste a la conclusión del juicio civil o criminal o de la gestión de jurisdicción

voluntaria, subsiste después de terminadas las consultas, subsiste después de

evacuados los informes. Por ello es que esta obligación es considerada

generalmente por la doctrina como obligación post-contractual. La razón

obedece a que regularmente el contrato agota sus efectos con el cumplimiento,

tanto durante el iter negocial como posteriormente. De allí la calificación de pos-

contractual. El secreto profesional es obligación de seguridad y resulta de la

directiva de buena fe. 153La obligación de reserva se ha de observar con

respecto al ex cliente, y no cesa tampoco con la muerte del mismo, como lo

pretendió el médico que atendió a Su Santidad Pío XII, cuando se le censuró

por haber suministrado crónicas a la prensa sobre la enfermedad y agonía del

Pontífice.154 Con pie en ello se ha calificado a esta obligación como pos-

contractual, lo cual obedece a que se manifiesta aun después del cumplimiento

de la obligación principal, pero no es menos obligación por ello.155

III.F.- DEBER DE INFORMACION

1) Concepto y Orígenes

También se trata de un deber que no sólo incumbe a la profesión de

abogado, sino que a todas aquellas personas que por su oficio o profesión,

tienen por misión prestar ayuda o consejo a otras personas. Implica in-formar,

152 Citado por CARRERA, ob. cit., 130. 153 GREGORINI, ob. cit., p. 86. 154 CARRERA, ob. cit,, p. 143. 155 GREGORINI, ob. cit., p. 86.

66

dar forma a los conceptos del cliente, suministrarle los datos que le sean de

utilidad, especialmente en cuanto a los riesgos y alternativas del camino

propuesto, y no a efectos de una mera ilustración académica, sino en orden a la

posibilidad de que el cliente pueda optar informadamente por contratar o no, y

de controlar al profesional durante el desarrollo de la prestación principal.

De manera general se puede mantener que la prestación profesional del

abogado, aun cuando se resuelva en realizar una actividad jurisdiccional, o

poner en marcha un complejo de actuaciones que incluya determinadas

jurisdiccionales, no se inicia normalmente, con el ejercicio de una actuación

jurisdiccional (la interposición de la demanda, el recurso, etc.), sino que requiere

un estudio preliminar de las probabilidades de éxito de aquella, esto es, de la

prosperabilidad y fundamentación de la pretensión del cliente. Esta deliberación

por parte del abogado, ha de traducirse necesariamente en un deber de

información al cliente.156

El deber de información resulta de la aplicación del principio general de

buena fe, desde que el abogado debe informar verazmente al cliente de las

bondades, vicios, alternativas y eventuales consecuencias del servicio, sin

omitir, retacear, ni falsear nada. Igualmente, el cliente puede conocer

circunstancias que podrían influir, modificar o conspirar contra la bondad del

servicio y debe hacerlas saber francamente al abogado. Sin embargo, dada la

las asimetrías que se producen en la relación abogado-cliente, este deber se ha

enfocado más hacia el profesional del derecho que hacia el cliente.

El deber de información es una institución relativamente nueva,

desarrollada fundamentalmente por la jurisprudencia de los Estados Unidos con

ocasión del consentimiento informado en la responsabilidad médica, y que se

ha extendido a prácticamente todo el mundo occidental. Partiendo de la doctrina

del simple consentimiento, evolucionó en la década 1950-1960 en el sentido de

156 SERRA, Adela, “La responsabilidad civil del abogado”, Navarra, Editorial Aranzadi, 2ª edición, 2001, p.269.

67

que –más allá de no poder efectuar ningún tipo de tratamiento sin recabar el

consentimiento del paciente- pesaba sobre el médico la obligación positiva de

dar información al paciente sobre los riesgos inherentes al tratamiento que se le

recomendaba antes de aplicárselo. Luego el concepto se fue ampliando,

describiendo el deber del médico como incluyendo una revelación –

comprensible para el enfermo- acerca de la naturaleza y todas las probables

consecuencias de la terapia sugerida o recomendada. 157

Entre nosotros, la tradición del consentimiento informado llegó tarde y

para aplicarse más bien en el solo ámbito médico. En lo que respecta a la

abogacía, podría pensarse que no cabría este deber, porque no se usa, y ni

siquiera los códigos de ética profesional lo receptan, lo que hasta cierto grado

aparece como efectivo y lamentable a la vez, desde que “los criterios sobre lo

que debe hacerse no son empíricos, consuetudinarios, sino axiológicos,

valorativos, y por tanto abstractos, objetivos. Es decir, la respuesta elemental al

planteo de marras sería: Está mal que no se use: debe usarse. Y el Derecho

tiene que actuar para favorecer esa adopción, considerando nuestras propias

peculiaridades, simplemente porque es buena”.158 Este criterio aparece muy

bien formulado por la regla de derecho (rule of law) afirmada por Oliver W.

HOLMES en 1903, destacado juez de la Suprema Corte Federal de los Estados

Unidos y filósofo, y que expresa: “lo que normalmente se hace puede ser

evidencia de lo que debería hacerse, pero lo que debe hacerse está fijado por

un estándar de prudencia razonable, sea que normalmente se cumpla o no”.159

Con todo, un cierto desarrollo y conciencia jurídica de este deber ha

comenzado a abrirse paso, al menos en el campo de la defensa de los

derechos del consumidor, donde claramente aparece consagrado, según puede

desprenderse de la Ley Nº 19.496 Sobre Protección de los Derechos del

Consumidor. Sin embargo, en su más reciente modificación y disipando ciertas

157 RABINOVICH, Ricardo, “Responsabilidad del médico”, Buenos Aires, Editorial Astrea, 1999, p. 44 158 RABINOVICH, R. , obra citada, p. 46. 159 Caso “Texas c/Behymer, SCEU 1903, 189 US 470, citado por RABINOVICH, R., p. 45.

68

dudas que habrían podido plantearse, se establecen expresamente ciertas

exclusiones, entre ellas a los profesionales liberales, por la vía de no considerar

“proveedores” a las personas que posean un título profesional y ejerzan su

actividad en forma independiente (artículo 1º inciso final).

2) Fundamentos del deber de información

Nuestro Código Civil, producto del liberalismo político y económico

imperante en la época, se apoya sobre dos grandes pilares o principios

tradicionales de la contratación: la libertad contractual o autonomía de la

voluntad, y la igualdad de las partes. Consecuencia de esos principios es que

las partes gozan de una amplísima libertad para convenir sus negocios

jurídicos y asignarles el contenido que consideren conveniente, concediendo a

la libre voluntad de las partes la fuerza inconmovible de la ley; los acuerdos

prestados sin ninguno de los vicios de la voluntad harían nacer una ley privada

que regiría las relaciones entre las partes contratantes.

Asimismo, el contrato es el resultado de la expresión libre de dos

voluntades que se encontrarían situadas en un plano de igualdad para discutir

los términos del contrato y autorregular sus intereses. 160 Dentro de este

esquema y en un plano teórico, la autonomía de la voluntad supone la libertad

de las relaciones contractuales que significa la libre opción del individuo entre

contratar y no contratar.

Sin embargo, la realidad nos muestra otra faceta, y es que los hombres

viven en condiciones de enorme desigualdad económica y social. Más aun, el

modelo contractual individualista previsto en nuestro Código Civil aparece en

principio superado por las profundas transformaciones económicas y sociales

operadas fundamentalmente a partir de fines del siglo XIX, que han exigido un

160GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 41.

69

replanteo de los postulados clásicos del contrato y la adaptación jurídica

acorde a la realidad.

Así, este deber de la información, elaborado y construido en sus inicios

por la doctrina y jurisprudencia norteamericana, se fundamenta en el imperativo

de raigambre ética, de que la relación jurídica de servicios profesionales es,

primeramente, un contrato de confianza, que demanda de aquellos que están

culturalmente mejor dotados -sin duda se presume que el abogado lo está

frente al hombre común- una actitud de prudencia y probidad en el desempeño

de su conducta, tanto en torno al ofrecimiento, celebración y ejecución de sus

servicios profesionales.

Desde luego, porque resultan evidentes y significativas las asimetrías

que se producen en la relación profesional-cliente, en que el primero es

poseedor de conocimientos de los que el segundo carece y que le permiten

diagnosticar, pronosticar y prescribir circunstancias que lo colocan en una

situación de superioridad contractual desde la génesis misma del contrato. Los

vínculos profesionales no son simétricos, sino que se organizan en torno a una

jerarquía cognitiva. Si a eso le sumamos el hecho de la compulsión derivada del

problema que aqueja al cliente, y el desconocimiento por parte de éste de los

términos científicos y del lenguaje, que le provocan una conducta de disposición

y sumisión, un estado de dependencia regresiva, frente a un profesional que

proyecta una actitud de omnipotencia y de capacidad omnímoda para resolver

su problema, la desigualdad adquiere ribetes francamente dramáticos, que

limitan ostensiblemente la libertad real de poder ligarse jurídicamente. En este

sentido se ha subrayado que "la contratación de los servicios profesionales, en

tanto vinculan a un experto y un profano en la materia, se caracteriza por la

gran brecha cultural que separa a los contratantes".161 ..... "esta asimetría en la

relación profesional-cliente asigna a aquél una serie de obligaciones que vienen

impuestas fundamentalmente por el principio de la buena fe, encaminada a

161 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 47.

70

restaurar el equilibrio negocial, tales como el deber de información que pesa

sobre el facultativo, el deber de obtener el consentimiento basado en distintas

prácticas profesionales, el de mantener una adecuada comunicación con el

cliente, adaptado a las circunstancias del caso y a las condiciones culturales,

sociales, psicológicas, etcétera". 162

Así es como se estima que el profesional, a la par de la prestación

principal, asume entre otros importantes deberes complementarios impuestos

por la buena fe, el de informar al cliente, lo que para éste último constituye un

verdadero derecho. El mandato ético de quien brinda un servicio profesional no

sólo debe circunscribirse a abstenerse de usufructuar de un rol o lugar, sino que

más allá de eso, le impone el deber de conducirse positivamente en aras de

preservar la transparencia del vínculo, procurando en todo momento la

igualación de los sujetos contratantes como una meta permanente de la

relación jurídica profesional. “De ello se desprende que la igualdad de los

sujetos contratantes no es de hecho el punto de partida, sino que debe

constituirse en su meta”. 163

Tan cierto es que se trata de un deber jurídico, que por algo las

legislaciones, ante la patente realidad de que los hombres viven en condiciones

de enorme desigualdad económica, social y cultural, continuamente se

preocupan, en aras del principio de igualdad jurídica dentro de la contratación,

de proteger de un modo especial a la parte más débil, para evitar que quede a

merced de la más fuerte, procurando eliminar los efectos del desequilibrio

económico de los contratantes. Así, la masificación y despersonalización de las

relaciones contractuales han provocado que el contrato de negociación

individual haya sido sustituido por la contratación estandarizada o por adhesión,

de cláusulas predispuestas, por lo que “la defensa de los consumidores ha

constituido una de las grandes preocupaciones de las últimas décadas, lo que

162 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 51. 163 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 42.

71

ha motivado que distintos países sancionaran leyes protectoras del

consumidor”.164 Como ya adelantamos, nuestro país no ha estado exento de

esta corriente.

3) La información como corrector de la desigualdad

Sin pretender agotar la riquísima normativa existente ni construir una

doctrina que excedería el propósito de este trabajo, queremos resaltar al

respecto los artículos 1445, 1546 y 1566 del Código Civil, los cuales contienen

algunos principios que permiten deducir la permanente preocupación de nuestro

legislador con respecto a este tema, en orden a que contienen en germen la

posibilidad de restablecer el equilibrio económico de las prestaciones, implican

la admisión de la desigualdad de los sujetos contratantes restituyéndoles en

alguna medida aquel derecho aparentemente perdido, el derecho a la

desigualdad. El primero exige, referido a la génesis o formación del acto

jurídico, que “para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración

de voluntad es necesario:1º que sea legalmente capaz; 2º que consienta en

dicho acto o declaración y su consentimiento no adolezca de vicio;..”, lo que

viene significando, más allá de su tenor literal, que para nuestro legislador la

voluntad es el principal elemento del acto jurídico y si bien los demás elementos

de existencia o validez -objeto lícito, causa lícita, solemnidades y capacidad-

son indispensables para el perfeccionamiento o la eficacia del acto, “no es

menos cierto que la voluntad contiene en sí todos esos elementos. En efecto, la

voluntad recae necesariamente sobre un objeto; la causa, sea que se entienda

por tal el motivo psicológico o jurídico que induce a contratar, está en la

manifestación de voluntad, y las solemnidades se exigen como medios

especiales de manifestar la voluntad. La capacidad es requisito de validez

porque sin ella no puede haber voluntad eficaz. En definitiva encontramos,

164 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 47.

72

pues, en la voluntad todos los elementos del acto jurídico” 165. En el decir de

este precepto, para nuestra legislación existen personas capaces e incapaces,

esto es, aquellas que no pueden obligarse por sí mismas, y además, aun las

personas capaces pueden incurrir en vicios de la voluntad tales como el error, la

fuerza y el dolo. Por su parte, el artículo 1546, aun cuando referido al efecto de

las obligaciones, pero trasuntando un principio general de nuestra legislación,

preceptúa que “los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente

obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que

emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la

costumbre pertenecen a ella”. El tercer precepto, referido a la interpretación de

los contratos y siempre adscrito en el ámbito de la buena fe, dispone que “las

cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las

partes, sea acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la

ambigüedad provenga de la falta de una explicación que haya debido darse de

ella”.

Siendo los tiempos actuales de cierta intolerancia hacia quienes no

accedieron al derecho de información, esto es, hacia los usuarios de los

servicios profesionales, el desarrollo y arraigo del deber de información se erige

como una importante forma de garantizar la libertad con contratos más justos.

Una correcta información implica colocar en manos del cliente de los servicios

la herramienta de control necesaria para limitar el poder cultural desequilibrante

de los profesionales. Sin perjuicio de ello, puede afirmarse de otro lado que

nuestro ordenamiento, a partir de los preceptos citados por vía meramente

enunciativa, contiene herramientas como para hacer funcionar los mecanismos

correctores frente a la inadecuación y disfuncionalidad de los principios

tradicionales de la contratación. El reconocimiento explícito de contratantes en

pie de desigualdad, unido a la herramienta de la buena fe como norma

165 LEON, Avelino, “La voluntad y la capacidad en los actos jurídicos”, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1952, p. 41.

73

imperativa fundamental para celebrar, interpretar y ejecutar los contratos son

algunos de los existentes. El tema resulta acuciante y desborda con creces el

marco del deber de información que tratamos, trascendiendo en lo que a los

abogados respecta, a problemas mucho más profundos en el ámbito de la

responsabilidad, como tendremos oportunidad de tratar más adelante. La

autora argentina Celia WEINGARTEN, al tratar sobre la dialéctica contradictoria

del poder de la cultura y el cientificismo del profesional y la ignorancia del

cliente, expone que “precisamente por la actuación del profesional, teniendo en

cuenta su capacitación científico técnica y la función social que cumple en la

sociedad, debe imponérsele un mayor grado de rigurosidad y responsabilidad

en el cumplimiento de ciertos deberes (v. gr. , información) y como

contrapartida, una mayor protección para el usuario.166 Quede de momento tan

solo enunciada la problemática.

4) Deber de información en su fase precontractual

GHERSI considera que se suceden como previas a la obligación de

información que pesa sobre el profesional y en una fase que podría

denominarse “precontractual”,167 las siguientes actividades metodológicas: “a)

aprehensión de la situación fáctica; b) distinción y ordenamiento de las distintas

variables que pueden fecundarse; c) valoración de los efectos, con sus

aspectos positivos y negativos; d) estado o posible aportación por el cliente de

los elementos de evaluación; e) consulta sobre los criterios científicos

dominantes; y f) apreciación crítica y valorizada de su tarea.” 168

Con relación a la aprehensión de la situación fáctica, “ello implica desde

la toma de conciencia de que el cliente recurre porque posee una situación de

166 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 58. 167 Distinta es la posición de SERRA RODRIGUEZ, para la cual se trata de la primera obligación que le incumbe al abogado y ni siquiera ha de ser asumida expresamente, sino que se halla implícita entre las que conforman su prestación profesional, ob. cit., p. 269. 168 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 62.

74

conflicto individual o social, hasta la corroboración de los hechos narrados por

el requirente. Incluso puede ser conveniente una ampliación en la recolección

de los hechos, documentos, testimonios, con la finalidad de reconstruir la

situación histórica, para evitar el falseamiento en el punto de partida, sobre todo

con aquellas situaciones que subyacen en la realidad narrada y que pueden

llegar a conocerse con una actitud diligente del profesional”.169 Este aspecto

reviste vital importancia desde que al letrado le corresponde la selección de los

hechos, normas y desarrollos argumentativos, por lo que no debe limitarse

simplemente a reproducir las circunstancias fácticas que le fueran expuestas

por el cliente, sino que debe aprehenderlas y valorarlas a la luz de las

preceptivas e instituciones jurídicas, para así escoger de entre todas ellas los

hechos en base a los cuales constituirá, organizará el caso, preparará la

prueba, desarrollará la teoría aplicable y elaborará la argumentación destinada

a convencer a los jueces de la razón que asiste a su cliente.170

Así es como los tribunales argentinos han resuelto que la responsabilidad

del abogado puede nacer aun antes de que exponga en un escrito judicial los

hechos que le indique su cliente, ya que primero debe examinar y apreciar su

verosimilitud, como también la viabilidad de la acción a deducir sobre la base de

los mismos, 171 y con base a ello, informar al cliente.

De otro lado, es tarea fundamental del profesional la valoración o

“esclarecimiento de los aspectos positivos y negativos de los distintos caminos

posibles, según el encuadre científico que se decida, con la finalidad de evitar

sorpresas que el cliente debe conocer ab initio”. 172

Por otro lado, suele ser una tarea descuidada por los profesionales y que

resulta a la postre de indudable trascendencia, la consulta sobre los criterios

científicos dominantes, máxime cuando el problema tiene aristas que puede

169 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 63. 170 Andorno, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., T. II, p. 532. 171 TRIGO, ob. cit., p. 149. 172 Ibid.

75

contraponerse al criterio tendencial. Ello debe advertirse al cliente para que

determine si asume o no los riesgos de la posición emprendida. El cliente desea

saber cuáles son las perspectivas de éxito o de derrota y espera de su abogado

un juicio fundado sobre el particular. Especial relevancia adquiere aquí la

posible utilización de técnicas en estado de experimentación, ya que el Derecho

está en cambio permanente y la “interinfluencia” a que está sometido desde y

hacia otros países, ha pasado a ser trascendente, por la facilidad de los medios

de comunicación y difusión de la literatura jurídica. Esto posibilita que los

abogados accedan al conocimiento de nuevos planteos jurídicos realizados en

otros países, por ejemplo las diversas formas de la defensa de los intereses

difusos o los derechos del consumidor; de tal forma que al planteársele por un

cliente situaciones nuevas no contempladas por el ordenamiento jurídico

vigente, pueda recurrir a posiciones inéditas para la legislación, doctrina y

jurisprudencia. Ello entraña un indudable “riesgo” que debe ser compartido con

el cliente, no porque esté en condiciones científicas de dilucidar o evaluarlo,

sino simplemente para que conozca la situación claramente y asuma esta

nueva situación como tal.173

5) Contenido y requisitos del deber de información

Dentro de Sudamérica, es en Argentina donde este deber se ha

desarrollado mayormente, estimándose que en cuanto a su contenido, la

información que debe dar el profesional debe ser eficaz, comprensible,

completa, continua y oportuna, o sea, que demanda una actitud precisa del

profesional para con su cliente.

Teniendo presente que sociológicamente los sujetos en la contratación

no son iguales, apareciendo por un lado el abogado, monopolizador de su

saber, que además tiene un lenguaje muy particular, resulta necesario adecuar

173 GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras ...”, ob. cit., p. 75.

76

esa terminología a un lenguaje más llano, comprensible a un lego,174 desde que

es evidente que “la complejidad técnico científica del lenguaje utilizado

constituye otro de los aspectos que contribuyen a acentuar el desequilibrio y

desigualdad de los sujetos contratantes”.175 El lenguaje –instrumento de

comunicación entre los individuos- constituye la base para lograr una relación

profesional-cliente eficaz, de allí que debe ser claro, sencillo y preciso. Así, en

el otro extremo está el cliente, que puede ir desde el hombre común más

humilde hasta las empresas más poderosas, o incluso otro profesional. “Es

importante entonces tener en cuenta al receptor de la información, pues su

comprensión es fundamental para evaluar luego el grado de cumplimiento o

incumplimiento en este deber de información. En suma, no es posible igualar en

teoría y abstractamente la información respecto del informante y de la

diversidad de sus receptores”. 176

“En todos lo casos, el lenguaje y terminología utilizados deben garantizar

un conocimiento claro y suficiente acerca del contenido y alcance del negocio

jurídico; para ello es indispensable que sea el ordinario y normal del

destinatario, apropiado a su condición social, es decir, que pueda ser

comprensible para el cliente a fin de paliar o morigerar la superioridad

intelectual del profesional”, 177 desde que el usuario no tiene porqué conocer los

tecnicismos del lenguaje jurídico ni sus acepciones más rebuscadas, debe

comprender su significado utilizando esfuerzos comunes, con extensión

proporcionada al alcance del negocio. Por ello deben distinguirse los contratos

celebrados entre personas con los mismos conocimientos técnicos en la

materia –en que pueden usarse términos técnicos- de aquellos en que los

sujetos no se encuentran en la misma situación técnico-científica. El deber de

hablar claro constituye una carga, cuya omisión obliga al profesional a soportar

174 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 66. 175 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p.51. 176 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 67. 177 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 53.

77

las consecuencias. “Se trata de un deber que surge del principio de buena fe,

coordinado con la tutela de la confianza y la legítima expectativa del

destinatario, el cual debe –según la buena fe- poder tener confianza en sus

declaraciones”.178

6) La información como herramienta de control

El deber de información no solo cumple un importantísimo rol en la

génesis del contrato de prestación de servicios profesionales, sino que también

durante todo el desarrollo de la prestación. La violación al deber de información

constituye una falta a la confianza depositada y al deber de fidelidad que todo

profesional tiene con su cliente como primordial exigencia de conducta. El

incumplimiento afecta la base misma de toda relación profesional, siendo que a

través de la información, el cliente mantiene una metodología de control sobre

el profesional con lo cual condiciona su comportamiento.

“Querer simplemente presentar esta arista espinosa y resistida de la

responsabilidad de los profesionales para dejar abierto un debate profundo es,

como decía WEBER, el ejercicio de un poder como posibilidad de imponer la

propia voluntad al comportamiento de otras personas”.179

Ello conlleva al profesional simultáneamente a un estímulo hacia la

especialización y el perfeccionamiento.

En este sentido, también los colegios profesionales cumplen un rol

importante, pues la sola amenaza de que los clientes puedan denunciar la mala

conducta implica una forma de control preventivo, evitando abusos de confianza

y económicos.

178 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 55. 179 Citado por GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 70.

78

Todas estas metodologías de control individual, colectivo y social van

demarcando un nuevo modelo de profesional, con una seria autocrítica de su rol

y funciones.

III.G.- DEBER DE NO INDUCIR A ENGAÑO AL CLIENTE

1) Generalidades

Relacionado con el deber de información, pero ya más bien como una

abstención, se encuentra este deber, comprensivo asimismo del no empleo de

toda publicidad que pueda inducir a engaño a los clientes o que ofrezca

ventajas contrarias a las leyes en vigor, lo cual importaría también una forma de

procurarse clientela por medios incompatibles con la dignidad profesional. Así

por ejemplo, infringiría el deber en consideración el prometer y anunciar

resultados exitosos seguros para determinadas acciones o planteamientos

judiciales. El abogado no puede más que significarle a su cliente si su derecho

está o no amparado por la ley y cuales son, en su caso, sus probabilidades, sin

adelantarle una certeza que el mismo no puede tener.

“Obviamente el abogado nunca está en condiciones de asegurar un

resultado exitoso de un litigio judicial, aun contando con precedentes

jurisprudenciales y doctrina en su favor, dado que en definitiva los juicios los

decide un tercero, el juez, quien puede muy bien no compartir las alegaciones y

valoraciones de las partes del proceso, por más acertadas o correctas que las

mismas puedan, en principio, parecer o resultar; lo cual es así como bien lo

apunta CUETO RUA, porque: “los jueces de quienes depende la definición y la

decisión del litigio son seres de carne y hueso, cada uno con sus creencias, sus

ideas, sus preferencias, sus ideologías, sus intereses, sus prejuicios, y sus

propias experiencias vitales, constructivas o destructivas, instructivas o

79

deformantes”. Y por ello es que el abogado sólo puede formular predicciones

acerca de la probable decisión judicial del caso y nada más; “el cliente –dice

CUETO RUA- desea saber cuales son las perspectivas de éxito o de derrota y

espera de su abogado un juicio fundado sobre el particular”, siendo

exclusivamente esto, -agregamos por nuestra parte-, lo único que puede

pretender y exigir del mismo.”180

En consecuencia, si el abogado acepta el encargo, debe previamente

haber asesorado debidamente al cliente sobre las posibilidades de su caso,

según la ciencia y saber del letrado, de modo de no inducirlo a engaño sobre su

situación real o sobre la prospectiva de la gestión. 181

2) Fundamento Ético

Por principio ético el abogado debe ser extremadamente cauto al

plantear a su cliente las posibilidades que tiene en un conflicto cuyo trámite le

confía. Inducir a expectativas falsas es crearle un erróneo alcance de las

perspectivas del caso.

Es así como este deber se encuentra receptado en el Código de Ética

Profesional del Colegio de Abogados de Chile A.G., en términos que “no debe

el abogado asegurar al cliente que su asunto tendrá buen éxito, ya que influyen

en la decisión de un caso numerosas circunstancias imprevisibles; sino sólo

opinar según su criterio sobre el derecho que le asiste” (art. 26º).

En Argentina, las leyes que regulan el ejercicio de la profesión de

abogado les prohíben toda publicidad que pueda inducir a engaño a los clientes

o que ofrezca ventajas contrarias a las leyes en vigor; lo cual importa a su vez

una forma de procurarse clientela por medios incompatibles con la dignidad

profesional.182

180 Citado por TRIGO, ob. cit., p. 42. 181 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 516. 182 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 516.

80

III.G.- DEBER DE PATROCINIO Y DEFENSA

1) Generalidades

“En el derecho francés y en otras legislaciones que siguen ese sistema,

la actuación judicial del abogado está equiparada a la de un “oficial público”, a

quien la ley impone, con independencia de las voluntades individuales, ciertos

deberes legales; y el primero de ellos es el de no rehusar sus servicios al

particular que se los demande, para representarlo en juicio, al punto que su

negativa a hacerlo podría generar un principio de responsabilidad delictual a

cargo del abogado, a menos que estuviese fundada en motivos legítimos”. 183

Entre nosotros ello no es así, pues salvo en aquellos casos en que

aparece expresamente impuesto por la ley, no existe propiamente un deber de

defender en justicia o de aconsejar sobre cuestiones de derecho. No obstante,

el abogado debe individualizar el objetivo perseguido por el cliente, la situación

de hecho que se encuentra en la base de la exigencia del cliente y todo otro

elemento útil, y luego de ello decidirá si acepta el encargo y dispone de los

instrumentos útiles para la realización del objetivo final de su cliente.184

Empero, al margen de esta libertad profesional de aceptar o no defensas

y patrocinios, lo cierto es que una vez asumidas éstas, entran a jugar una serie

de obligaciones del abogado para con su cliente, encuadrables más bien dentro

del “deber de lealtad o fidelidad” ya expuesto.

183 TRIGO, ob. cit., p. 38. 184 Favale, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 516.

81

2) Consagración normativa

El Código de Ética Profesional del Colegio de Abogados de Chile A.G.

trata de este deber al preceptuar que “el abogado tiene libertad para aceptar o

rechazar los asuntos en que se solicite su patrocinio, sin necesidad de expresar

los motivos de su resolución, salvo en el caso de nombramiento de oficio, en

que la declinación debe ser justificada...”; sin embargo, “no debe hacerse cargo

de un asunto sino cuando tenga libertad moral para dirigirlo” (art. 6º) ; y que

“una vez aceptado el patrocinio de un asunto, es deber del abogado para con

su cliente servirlo con eficacia y empeño...” (art. 25º), no pudiendo

“...renunciarlo sino por causa justificada sobreviniente que afecte su honor, su

dignidad o conciencia, o implique incumplimiento de las obligaciones morales o

materiales del cliente hacia el abogado o haga necesaria la intervención

exclusiva de profesional especializado” (art. 30º), o en caso que el cliente haya

persistido en no guardar el respeto a los magistrados o funcionarios, a la

contraparte, a sus abogados, o hacia terceros que intervengan en el asunto,

habiendo el abogado velado por ello, debe éste último renunciar al patrocinio

(art. 31º). Es más, dicho estatuto, partiendo de la base de la aceptación

voluntaria del encargo por parte del letrado, preceptúa como de la esencia del

deber profesional el defender empeñosamente, con estricto apego a las normas

jurídicas y morales, los derechos de su cliente (artículo 1º).

III.H.- DEBER DE GUARDAR ESTILO Y DIGNIDAD

Tratado este deber en general referido a la actuación judicial, no debe

pensarse que escapa del todo al campo de la negociación y asesoramiento

extrajudicial.

82

Así, se ha considerado que es un deber fundamental de los abogados el

guardar estilo en su actuación tribunalicia, y que el estilo forense exige mesura

y decoro, sin desmedro del vigor expresivo que no requiere tonos ni

expresiones desmedidas o indecorosas. Además, que es profundamente

inconveniente, desde el punto de vista de los intereses del cliente, que su

abogado no guarde las formas o cumplimiento de su deber de estilo, desde que

“no hacerlo, ser demasiado irónicos, descomedidos, sobradores, agresivos,

irrespetuosos, etcétera, no es por cierto el mejor camino para tener éxito en el

campo de la argumentación forense”.185

En efecto, muchas veces la ardorosa pasión con que se brindan los

esfuerzos profesionales puede llevar al abogado a una actuación que puede

conceptuarse sobreabundante desde la visual de quien se encuentra en un

plano de mayor tranquilidad y que, no obstante, hay que comprender porque en

definitiva, la actividad profesional en sus múltiples matices ayuda al

esclarecimiento de la verdad jurídica y a la concreción de la justicia del

pronunciamiento jurisdiccional.

Empero, la defensa de los intereses del cliente, si bien debe ser ejercida

con celo, saber, dedicación, energía y denuedo, si es necesario, lo debe ser con

la indispensable mesura y una meditada elección de la eficiencia y probidad de

los medios utilizados en la defensa de los intereses que le son confiados, de

manera tal que se salvaguarde la majestad de la justicia, tornándose

imprescindible conservar el debido equilibrio, evitando por ejemplo, los

desbordes de palabras y términos denigrantes. Así, la tarea del abogado debe

ser cuidadosa tanto en el estilo como en el contenido de los escritos, sin ser

aceptable que los términos usados necesiten de posteriores explicaciones o

aclaraciones para demostrar que no se pretendió violar esta premisa.

185 Carrió, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 514.

83

Así, en Argentina se ha fallado que las conductas irregulares, actitudes

inelegantes, expresiones inadecuadas, etc., no se compadecen con el estilo

forense, por exceder el límite de la defensa de los intereses confiados.186

En consecuencia, el patrocinio debe cubrir las argumentaciones

mediante las cuales las partes fundamentan desde el punto de vista jurídico sus

pretensiones, pero no cabe concebir tal instituto como destinado a crear una

instancia censoria, sino dándole el sentido de una cautela tendiente a limitar las

posibilidades de expresión de las partes, sin perjuicio del derecho de libre crítica

de que están investidas las partes en su actividad ante los estrados.

De lo anterior surge que si bien la obligación profesional obliga a

extremar los recaudos para lograr la mejor defensa de los intereses de quien se

representa y patrocina, debe guardarse un determinado estilo en las

expresiones que se vierten, tanto sea respecto de las contrapartes en juicio, de

los colegas que las asisten o de los magistrados o funcionarios que intervienen

en la litis.187

Por lo demás, “es un hecho comprobado que el empleo de terminología

ruda no va de la mano, por lo general, de precisión y profundidad jurídica, sino

que normalmente, constituye justamente un signo de falta de elocuencia, de

conocimiento o de persuasión, virtudes a las que se pretende sustituir con la

rudeza o falta de estilo, sin comprender que se puede llegar al mismo resultado

–o a uno mejor- utilizando debida y mesuradamente la rica variedad de la

lengua castellana con milenios de antigüedad”.188

186 Tribunal de Disciplina del Colegio Público de Abogados, sala II, octubre 13-1987, citado por GHERSI, “Responsabilidad del abogado y otras…”, ob. cit., p. 131. 187 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 515. 188 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 515.

84

III.I.- DEBER DE PERFECCIONAMIENTO PROFESIONAL

COUTURE coloca como el primero de los mandamientos del abogado, el

de estudiar, aclarando que “el derecho se transforma constantemente. Si no

sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado”.189

La profesionalidad debe traducirse en un adecuado nivel de preparación

personal, organización y especialización del prestador de servicio para que su

realización se haga de acuerdo con los estandares de calidad que es dable

esperar. En todo oficio, técnica, arte o profesión se requieren niveles de

preparación del prestador crecientemente más exigentes y de actualización

permanente. El profesional sabe que cambian las técnicas y los conocimientos

que debe aplicar, y si no se actualiza permanentemente no sólo no estará en

condiciones de prestar un servicio mínimamente aceptable, sino que será

responsable por incumplimiento contractual. Así, la aceleración de los tiempos

genera cambios trascendentes en las técnicas y las ciencias y aquel profesional

que permanece estático con sus conocimientos universitarios o no globaliza su

información, se encontrará rápidamente imposibilitado de continuar siendo

prestador de servicios.190

La función social que reconoce nuestra profesión de letrados, está en

forma clara por demás resaltada en las distintas legislaciones. La comunidad

deposita en los abogados sus bienes, su honor, libertad y sobre todo su

confianza en cuanto a que la gestión judicial o extrajudicial de que ha de

ocuparse, será la justa y adecuada a fin de evitar cualquier trasgresión al

ordenamiento. “Esta expectativa podrá ser zanjada por aquellos profesionales

que se muestren efectiva y suficientemente capacitados para abogar por los

intereses socialmente confiados”. 191

189 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 518. 190 GREGORINI, ob. cit., p. 84. 191 GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras..”, ob. cit., p. 33.

85

Así, en Argentina se ha fallado por el Tribunal de Etica Forense de

Buenos Aires que la falta de capacitación de un abogado, infringe asimismo el

amplio deber de probidad, lealtad y buena fe: “el monopolio de abogar ante la

justicia, que implica el título profesional, impone una preparación idónea para

tan noble labor y una conducta personal acorde con la misión retenida en forma

exclusiva, que significa, en todos los casos una meditada lección de la

eficiencia y de la probidad de los medios utilizados en defensa de los intereses

privados que le son confiados”; … “el abogado, portador de un título que le

asegura más que un derecho, puesto que es un monopolio verdadero, por

medio del cual podrán las partes en conflicto hacer valer sus derechos en juicio,

tienen un deber moral correlativo de poseer los estudios suficientes para que,

por falta de ellos, no perezcan los derechos que le fueran confiados…”, que

“…en el caso de un abogado, no se juzga la eficacia del ejercicio profesional,

regida en todo caso por los principios del derecho de las obligaciones…sino que

se parte de esta conducta negligente objetivada en los actos constituidos por

los errores, los planteos absurdos, las interpretaciones y expresiones

incoherentes, para derivar de ellos la falta de probidad consistente en presentar,

ofrecer y contratar servicios profesionales sin poseer los conocimientos, la

preparación intelectual mínima para asumir el rol de apoderado y letrado

patrocinante…”; y que “las anomalías en que incurrió el abogado que no han

hecho sino desbaratar o al menos dilatar, con grave peligro de su pérdida

definitiva, la protección legal al derecho de su cliente, al cometer graves

manifiestos y reiterados errores en una causa judicial, todo lo cual configura

falta a la probidad por manifiesta negligencia derivada de una objetiva ausencia

de capacitación profesional”.192

La legislación cambia permanentemente y, generalmente, no en forma

ordenada y los tribunales dictan también en forma permanente miles de

sentencias por día, permaneciendo la mayoría de esta jurisprudencia sin

192 Citado por GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras…”, ob. cit., p. 138.

86

publicar, asemejándose a una selva espesa, donde quien pretende internarse

en ella, solo puede hacerlo trabajosamente y a golpes de machete, a riesgo de

perder la orientación o extraviar el sendero. Con pie en ello se ha dicho que “el

conocimiento técnico del profesional está en constante evolución, por lo que es

necesario un continuo y constante aggiornamiento científico para realizar las

diversas exigencias del requerimiento del cliente…Este deber se configura

como una obligación accesoria derivada del contrato profesional…”.193

Entonces, la profesionalidad del abogado consistirá en capacitarse y

organizarse para el servicio contando con los elementos técnicos y

colaboradores adecuados, dependientes o no, para prestar el servicio de que se

trate. La responsabilidad se acentuará según la condición especial que supone

su intervención, desde que las exigencias de la profesionalidad son superiores

a las del hombre común y, por ende más estrictas las responsabilidades. “En

síntesis de la falta de profesionalidad a la responsabilidad por mala praxis, la

distinción es imperceptible, y el desemboque de la prueba de la segunda sólo

requerirá el acaecimiento del daño con nexo causal”.194

193 Favale, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 519. 194 GREGORINI, ob. cit., p. 84.

87

CAPITULO IV

ENCUADRE JURIDICO DE LA RESPONSABILIDAD PROFESIONAL DEL

ABOGADO

IV.A.- PLANTEAMIENTO

La existencia de dos campos de responsabilidad regidos por reglas y

principios diversos, el contractual y el extracontractual, ha provocado a lo largo

del tiempo dificultades crecientes, generando la respuesta doctrinal,

jurisprudencial y legislativa tendiente a abordar esta difícil coexistencia del

mejor modo posible.

El distingo conserva vigente su interés y trascendencia práctica, en razón

de las diferencias de régimen entre uno y otro tipo de responsabilidad que

existen en nuestro derecho positivo, y además, por el tratamiento y desarrollo

que la jurisprudencia dio en su momento a la indemnización del daño moral.

En general y sin ánimo taxativo, se han considerado como los principales

rasgos diferenciadores de estos dos regímenes de responsabilidad, situados en

los siguientes ordenes de materias: a) Distinta naturaleza de la obligación

violada: En la responsabilidad contractual la obligación violada nace de un

contrato y presupone por ende, un pacto preexistente que determina la

naturaleza particular y extensión de la obligación; en la extracontractual en

cambio, es la ley, por su solo ministerio, la que regula la medida y condiciones

de la responsabilidad, deber este que además, surge por vez primera, recién, al

producirse el daño; 195 b) Graduación de la culpa: La obligación que nace del

contrato difiere sustancialmente de la obligación genérica de comportarse

195 TRIGO, ob. cit., p. 69.

88

prudentemente sin causar daño a nadie. La primera impone un determinado

grado de diligencia o cuidado, que se mide en función de la culpa de que

responde el deudor. Los contratantes son los llamados a fijar de qué manera

debe comportarse el deudor para el cumplimiento de la obligación. En subsidio,

la ley establece que el deudor responde de culpa grave, leve y levísima,

dependiendo de a quien beneficia el contrato. En cambio, la obligación genérica

de comportarse prudentemente sin perjudicar a nadie no admite graduación, es

una sola; 196 c) Perjuicios resarcibles: En el incumplimiento contractual culposo,

el deber de reparar se limita a los daños que se previeron o pudieron preverse

al tiempo del contrato, pero si el incumplimiento es doloso, se responde de los

perjuicios previstos e imprevistos. Tratándose de la responsabilidad

extracontractual, la ley no distingue la naturaleza de los daños indemnizables,

por lo que deberán repararse todos los perjuicios directos, previstos e

imprevistos; d) Carga probatoria: Se ha sostenido que, en materia contractual,

al acreedor le bastaría con invocar la existencia de la obligación resultante del

contrato y su incumplimiento, correspondiendo al deudor demostrar su

irresponsabilidad si existiese; y que, a la inversa, en la responsabilidad

extracontractual el demandante debe acreditar no solo la existencia del hecho

ilícito, sino también el dolo o la culpa de su autor; e) Mora: La responsabilidad

contractual supone que el deudor ha sido constituido en mora. En la

responsabilidad extracontractual esta exigencia carece de sentido, porque ella

tiene origen en la producción del perjuicio, y a partir de éste adviene la

obligación de indemnizar; f) Capacidad: Se sostiene en general que la

responsabilidad aquiliana es más amplia que la contractual, en razón de que

para ser responsable por un hecho ilícito basta la edad de siete años, quedando

a la prudencia del juez determinar si el menor de 16 años ha cometido delito o

cuasidelito sin discernimiento, debiendo responder de los daños causados por

ellos las personas a cuyo cargo estuvieren, si pudiere imputárseles negligencia

196 RODRÍGUEZ, Pablo, “Responsabilidad extracontractual”, Editorial Jurídica, Santiago, 2002, p. 21.

89

(art. 2319 del Código Civil). En materia contractual el deudor debe ser

plenamente capaz; si fuere relativamente incapaz, su responsabilidad se verá

atenuada en los términos que preceptúa el artículo 1688 del Código Civil. g)

Ampliación o reducción de responsabilidad: En materia contractual las partes

pueden tasar anticipadamente los perjuicios que atribuyen al incumplimiento,

haciéndose efectivo incluso sin existencia de daño; también, que el obligado

tome a su cargo y comprometa su responsabilidad, aun por un caso fortuito, o,

a la inversa, que se prevea una reducción o incluso una exoneración de la

responsabilidad. En materia de responsabilidad extracontractual, se estima que

tales posibilidades no existen. Ello sin perjuicio de que en materia

extracontractual existe la facultad judicial de atenuación de la responsabilidad,

desde que “la apreciación del daño está sujeta a reducción, si el que lo ha

sufrido se expuso a él imprudentemente” (artículo 2330 del Código Civil); h)

Mancomunación entre los cor-responsables: Los distintos coautores o

copartícipes de un hecho ilícito son solidariamente responsables frente al

damnificado (artículo 2317 del Código Civil), en tanto que la responsabilidad

contractual es en principio simplemente conjunta o mancomunada, por lo que

cada corresponsable sólo adeuda su respectiva cuota o parte; i) Prescripción:

La acción de daños y perjuicios resultante de un incumplimiento contractual, se

rige, salvo casos especiales, por la prescripción ordinaria de 5 años para las

acciones personales (artículos 2514 y 2515 del Código Civil), en tanto que la

responsabilidad extracontractual prescribe a los 4 años (artículo 2332 del

Código Civil).

En el caso de la responsabilidad profesional en general, y de la del

abogado en particular, el problema cobra especial relevancia, desde que no son

pocos los casos en los que no está claro frente a que tipo de responsabilidad

nos encontramos, y tanto es así que YZQUIERDO TOLSADA las denomina

“zonas fronterizas de responsabilidad”.197

197 Citado por COURT, Eduardo y otros, “Derecho de daños”, Lexis Nexis, Santiago, 2002, p. 224.

90

En consecuencia, al hablar de la responsabilidad del abogado, un orden

lógico exige comenzar el estudio de la naturaleza de esta responsabilidad,

desde que aquella puede existir, ante todo, con relación a personas con las

cuales se halle él vinculado jurídicamente con anterioridad en virtud de un

contrato, y como consecuencia del incumplimiento de obligaciones nacidas

precisamente del mismo; en cuyo caso se tratará de responsabilidad

contractual. Otras veces el acto lesivo puede producirse al margen de toda

relación contractual, y entonces la responsabilidad habrá de ser

extracontractual.

Por tales motivos, no podemos dejar de referirnos brevemente a los

sistemas que se han creado para armonizar o articular de un modo orgánico y

coherente la yuxtaposición de ambas responsabilidades, y son los que veremos

a continuación.

IV.B.- TEORIAS DUALISTAS

Conforme a esta corriente de pensamiento, las relaciones jurídicas

estarían reguladas por dos conceptos diversos y opuestos: la ley, por una parte,

como norma expresiva de la voluntad general, y de cuya contravención nace la

ofensa y la genuina responsabilidad; y el contrato, por otro, resultado de la

voluntad individual creadora de los rebeldes rectores de las propias conductas

de los particulares y que al violarse, origina una obligación distinta de la

primitivamente asumida.198

Este debate se dio en Francia en el siglo pasado, en torno a dos

normativas del Código de Napoleón, con, aparentemente, distintas

198 YZQUIERDO, ob. cit., p. 255.

91

implicaciones: el artículo 1137, que en materia contractual somete a quien tiene

la obligación de dar, a “todos los cuidados de un buen padre de familia”, la

culpa leve in abstracto del derecho romano; y el artículo 1383, que en punto a

hechos ilícitos hace responsable del daño causado, a todo aquél que haya

obrado con culpa o imprudencia. De tal forma, la apreciación por los jueces de

la culpa contractual estaría encerrada dentro de los límites estrictos del

concepto del bonus pater familias; en tanto que en materia cuasidelictual, los

magistrados tendrían mayor amplitud de criterio para apreciar las diversas

circunstancias de las cuales dependerá la existencia o no de culpa. A esa

concepción teórica diferente, se suma el hecho de que cada una de esas culpas

se halla regida por reglas prácticas dispares”.199

Para los seguidores de esta tesis o sistema –JOSSERAND, COLIN y

CAPITANT, BAUDRY-LACANTINERIE, AUBRY y RAU, entre otros-, el

concepto de culpa no es unitario sino dual y deben considerarse dos clases de

culpa: la culpa contractual, que es la que se comete por las partes con motivo

del incumplimiento de un contrato por negligencia, imprudencia, imprevisión,

etcétera; y la culpa extracontractual o aquiliana, consistente en la violación de

un derecho ajeno causando un daño cometido por negligencia del agente, fuera

de toda relación contractual, y que trae como consecuencia para el mismo, la

obligación de resarcir el perjuicio ocasionado.200

En abono de esta tesis, sus sostenedores traen a colación las diferencias

irreductibles que existirían entre estos dos órdenes de responsabilidad, sea en

cuanto a su origen como en cuanto a su régimen jurídico, las que ya se han

señalado someramente en el acápite IV.A precedente.

199 TRIGO, ob. cit., p. 67. 200 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 7.

92

IV.C.- TEORIAS MONISTAS

Las doctrinas monistas parten de la base que, ni desde el punto de vista

de los textos legales ni desde el puramente ontológico se aprecian las

diferencias entre ambos tipos de responsabilidad, sosteniéndose por LEFEVRE,

ya en 1886, que la responsabilidad contractual es en realidad delictual, 201

desde que dejar de cumplir las obligaciones de un contrato es cometer un acto

ilícito. Además, esta corriente sostiene que ambas clases de responsabilidad

suponen una obligación anterior; en el caso de los delitos y cuasidelitos la

obligación violada sería la de no dañar a otro. La ley y el contrato serían solo

momentos, gradaciones en la creación normativa del derecho, lo cual se

advierte a poco que se piense en el proceso evolutivo y graduado de la creación

de normas jurídicas, al que alude KELSEN, y que ambos son en definitiva actos

del Estado; no existiendo, por lo tanto, una verdadera antítesis entre la ley,

concebida como norma general, y el contrato, en cuanto norma individualizada,

ya que la diferencia residiría en el grado de producción y no en su naturaleza.202

En materia de carga probatoria, se expone que la situación en el ámbito

contractual de las obligaciones de medios, es similar al régimen

extracontractual, ya que también debe probarse el incumplimiento y que ello

obedeció a la culpa del deudor. Lo mismo para el caso de las obligaciones de

no hacer, como ocurre por ejemplo, con la de guardar el secreto profesional.

Así, esta corriente doctrinaria propicia la unificación de los regímenes

sobre responsabilidad contractual y extracontractual, ya que ambas tendrían la

misma naturaleza y, por lo tanto, no se justificaría la dualidad de sistemas.

201 Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 257. 202 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 69.

93

IV.D.- ESTADO ACTUAL DE LA PROBLEMATICA

Se debe reconocer el mérito de las teorías monistas en cuanto a poner

de manifiesto los vicios de los dualistas. Como ya hemos visto, la doctrina

monista o unitarista desmenuza una a una las aparentes diferencias que se

darían entre uno y otro régimen de responsabilidad, demostrando lo superfluas

que estas serían. Sin embargo, una postura intermedia sostiene que no debe

llegarse al extremo de identificar ambas clases de responsabilidad, incluso

desde su origen.203 Tampoco, que entre una y otra responsabilidad existan

diferencias irreductibles. Todo lo contrario; es más, aparece cada vez más

fuerte la corriente doctrinal que cree deseable una unificación de regímenes

que, no obstante distinguir entre las obligaciones contractuales y las

extracontractuales en cuanto a su origen o fuente, concibe las diferencias de

régimen jurídico como de carácter tan accesorio, que tiende a su supresión.

Esta es por lo demás en el derecho comparado, la tendencia doctrinal

mayoritaria, puesta de resalto en los pronunciamientos de jornadas y congresos

científicos, la de propiciar la unificación de los regímenes sobre responsabilidad

contractual y extracontractual,204 tendencia que se ve reforzada en la medida

que en las actuales concepciones el daño o el resarcimiento de éste se va

transformando en el eje del sistema. Entre las tesis eclécticas YZQUIERDO

TOLSADA destaca las de AMEZAGA y los hermanos MAZEUD. Para el

primero, la responsabilidad es una, y no hay diferencias en cuanto a los

principios fundamentales, sino sólo diferencias accesorias o de régimen. La

unidad genérica está en el hecho humano imputable, y las diferencias

específicas, en concretísimos aspectos de régimen jurídico. Para los MAZEUD,

las teorías dualistas abusan de la summa divissio del legislador del Code. Para

203 YZQUIERDO, ob. cit., p. 258. 204 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 85.

94

PEIRANO, la unidad genérica estaría dada en que ambos tipos de

responsabilidad son encarnación de un único concepto de responsabilidad civil,

como relación de alteridad entre dos sujetos que consiste en la obligación de

reparar; la diferencia específica estribaría en la existencia entre ambas

obligaciones de un diferente grado de concreción del deber: en la

responsabilidad extracontractual el deber se caracteriza por ser genérico,

indeterminado, toma al hombre como ciudadano; en la contractual, en cambio,

se trata de un deber concreto, al tomarse al hombre como un determinado

deudor.205

Concluye así YZQUIERDO TOLSADA que “el estudio de la

responsabilidad civil del profesional debe partir, como cualquiera que aborde

otras de las múltiples manifestaciones del deber de reparar los daños y

perjuicios, de un presupuesto irrenunciable: el tratamiento unitario del fenómeno

resarcitorio”.206

Ahora bien, a la luz de nuestro derecho positivo debe aceptarse, que si

bien no hay diferencias fundamentales entre los dos órdenes de

responsabilidad, existen diferencias accesorias, cuya importancia práctica es

tan grande que justifica el establecimiento de una línea demarcatoria entre

ambas. De esta manera no habría, científicamente, dos responsabilidades, sino

dos regímenes de responsabilidad. RODRIGUEZ GREZ resume esta idea así:

“sin desconocer que la responsabilidad civil es una sola, y que consiste en el

efecto que conlleva el incumplimiento de una obligación cuando de ello se sigue

daño patrimonial, advertimos importantes diferencias entre cada una de sus

especies”.207

205 YZQUIERDO, ob.cit., p. 261. 206 YZQUIERDO, ob. cit., p. 10. 207 RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 20.

95

IV.E.- ORBITA EN QUE CAE LA RESPONSABILIDAD PROFESI ONAL

DEL ABOGADO

1) Generalidades

Como ya se adelantó en el Capítulo I, originariamente se le signó

naturaleza aquiliana a la responsabilidad de los profesionales, para ser

emplazada posteriormente en el área contractual.

En efecto, en el derecho francés predominó en una primera etapa la

postura de que la responsabilidad de los que ejercían profesiones liberales era

de naturaleza extracontractual, criterio que se impuso en su momento en la

mayoría de los países que se inspiraron en el Código de Napoleón, como es el

nuestro. La razón de este encuadre jurídico radicó en considerar que el

profesional goza de una libertad particular en el ejercicio de la profesión, que

hace que la ley le imponga una obligación por encima del contrato, de

conformar su conducta, cuidadosamente, a las reglas de la técnica que emplea;

si falta a esas reglas ocasionando un daño, viola la ley, independientemente de

que a la vez viole el contrato.208 Colombo sintetiza esta idea diciendo que

“frente a la obligación contraída entre el profesional y el cliente, existe, pues,

una obligación legal de características sui generis, cuyo incumplimiento, en el

orden técnico, hace emerger la responsabilidad aquiliana del autor

independientemente de la responsabilidad contractual que al mismo también le

concierne”.209 Pero bueno es señalarlo, en aquella postura influyó,

decididamente, la razonable finalidad de no imponer a los profesionales más

que una obligación de prudencia y diligencia, unida al desconocimiento del

distingo entre obligaciones de medios y de resultado desarrollada con

208 PARELLADA, Carlos A., “Daños en la actividad judicial e informática desde la responsabilidad profesional”, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1990, p.66. 209 Citado por TRIGO, Felix, “Responsabilidad civil de los profesionales” en “Seguros y responsabilidad civil”, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1987, p. 46.

96

posterioridad. Así, para no presumir que ellos fuesen siempre responsables en

caso de fracasar en su gestión, se recurría a la aplicación del régimen de

responsabilidad extracontractual.210

Pero como también ya se expuso, esta tendencia quedó superada a

partir del fallo de la Cámara Civil de la Corte de Casación francesa del 20 de

mayo de 1936, y hoy ya no se discute la naturaleza contractual de la relación

profesional-cliente, salvo las excepciones que en cada caso se presenten.

Es así como la doctrina del derecho comparado es hoy unánime al

considerar que, en la relación abogado-cliente, si el primero de ellos incumple

las obligaciones contratadas, o las que son consecuencia necesaria de su

actividad profesional, estamos en presencia de una responsabilidad

contractual,211 y se dice por MOSSET ITURRASPE que hoy existe coincidencia

doctrinaria y jurisprudencial, en que siempre que haya mediado un previo

acuerdo de voluntades entre el profesional y el damnificado, para la prestación

de servicios por parte del primero a éste último, la responsabilidad en que se

pueda incurrir con tal motivo sólo puede ser contractual, es decir, derivada del

incumplimiento de las obligaciones así asumidas.212

Los autores –entre ellos SERRA RODRIGUEZ- mantienen también que

pueden existir supuestos de responsabilidad extracontractual, “cuando el

abogado, con su comportamiento lesiona derechos e intereses de terceros sin

que exista, al mismo tiempo, violación de los deberes y obligaciones asumidas

contractualmente”,213 y se cita como ejemplo al abogado que presta sus

servicios en una empresa en régimen de dependencia laboral que al no haber

contratado directamente con el cliente no permite a éste demandarle ejercitando

la acción de incumplimiento de contrato, la que debe dirigirse en todo caso en

210 TRIGO, “Responsabilidad civil de los profesionales”, ob. cit., p. 47. 211 ALVAREZ SÁNCHEZ, José Ignacio, “La responsabilidad civil de jueces y magistrados, abogados y procuradores” en publicación del Consejo General del Poder Judicial, España, “La responsabilidad civil profesional”, Madrid, 2003, p. 29. 212 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 282. 213 Citada por ALVAREZ SÁNCHEZ, ob. cit., p. 30.

97

contra de la empresa. O sea, el régimen diferente de la responsabilidad

extracontractual, queda relegado a los casos excepcionales en que el servicio

se prestó sin que existiese una previa convención entre el profesional y la

víctima, como ser: cuando un médico atiende espontáneamente a una persona

desmayada o atropellada en la vía pública; o en los supuestos de

designaciones judiciales de oficio en abogados de la matrícula;214 o en los

pocos probables supuestos en que el damnificado resulta ser un tercero ajeno a

la relación contractual entre el profesional y su cliente, 215 tal como ocurre en los

casos de embargos trabados por error contra un tercero o abusivo contra el

mismo demandado, o de pedido doloso o con culpa grave de una quiebra luego

revocada por improcedente.216

2) Teorías extracontractualistas

A fin de obtener una visión acabada de lo que han sido las posturas

existentes en el pasado, entender el presente y visualizar el futuro, no está

demás dar un breve repaso de los matices de lo que han sido las teorías

extracontractualistas: la de los actos extra commercium y la de la

responsabilidad extracontractual derivada del contrato o responsabilidad “ex

lege”.

2.a) Teoría extracontractual y de los actos “extra commercium”

Esta teoría se desarrolló principalmente en Francia. Así, Aubry y Rau

sostenían que la obligación contraída por un médico de tratar una enfermedad o

un abogado de defender una causa no engendraban ninguna acción

contractual, sino solamente la responsabilidad emanada de su culpa. Aun más 214 En contra de esta opinión, ALVAREZ SANCHEZ, siguiendo a Martínez-Calcerrada, afirma que el hecho de que el cliente no pueda elegir al Abogado y no le abone, en principio, sus honorarios, no obsta a que la responsabilidad de éste sea contractual, ob. cit., p. 32. 215 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 282. 216 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 522.

98

allá llegaba GUILLOUARD, al indicar que los trabajos de las personas que

ejercen profesiones liberales estaban fuera del comercio y no podían dar lugar a

un contrato ni a una acción judicial, quedando a merced de la buena fe de las

personas cuyo encargo aceptaban y ejecutaban. Afirmaba que ni la inteligencia

del hombre ni sus productos estaban en el comercio, no pudiendo ser objeto de

un contrato civilmente obligatorio.217

Demás está decir que tesis como esta están desde hace tiempo

absolutamente superadas, y muy especialmente la idea de extracomercialidad,

absurda no ya desde el punto de vista jurídico, sino también, y sobre todo,

desde una perspectiva social y de propia dignidad profesional. Suponen negar

la evidencia el entender que un profesional no puede contraer válida y

eficazmente obligaciones contractuales relativas a su profesión o que sus

servicios no son posibles de valorar.218

2.b) Teoría de la “responsabilidad extracontractual derivada del contrato”:

la responsabilidad “ex lege”.

Esta teoría parte de la base de que todo profesional tiene deberes de

importancia frente al público, por lo que deben encontrarse provistos de los

conocimientos científicos precisos que le pongan a cubierto de cualquier

negligencia. Cuando tales recursos brillan por su ausencia, aparece una culpa

generadora de responsabilidad, pero independiente de la puramente

contractual. Surge del incumplimiento de una obligación legal con autonomía

propia, al no ser el contrato, sino la propia ley quien funda específicamente toda

la actividad que el profesional debe desarrollar. Se tratará así, del ejercicio de

una atribución indeterminada conferida por el cliente, que por su propia

ignorancia no puede sino dejar esa actividad librada al criterio y arbitrio del

217 Citado por YZQUIERDO, ob. cit. p. 178. 218 YZQUIERDO, ob. cit., p. 179.

99

profesional. Este deberá hacer uso de los medios de ejecución que estime

oportunos y mejor le aconseje la lex artis, generándose una responsabilidad de

naturaleza extracontractual si, no empleando la diligencia debida, abusa, con su

impericia y falta de condiciones, de la facultad que se le confirió y de la

confianza del cliente. En definitiva, se reconoce la existencia de un contrato,

pero en el caso de no cumplir el profesional con sus deberes, no se encardinará

la responsabilidad en el incumplimiento del mismo, sino en una violación de sus

imperativos legales y profesionales.

Sin restar méritos a su ingenio, esta teoría es estimada como ciertamente

extravagante y artificiosa, en primer lugar porque subentiende que en el

contrato de servicios profesionales las prestaciones no se encontrarían

previamente delimitadas en la convención; y en segundo lugar, porque si hubo

vínculo, las normas reguladoras de la responsabilidad no pueden ser otras que

las contractuales.219 Así, COLOMBO expresa que “poco importa que los

deberes y procedimientos se encuentren impuestos por la ley o deriven de un

consentimiento tácito entre locador y locatario, ya que éstos no prevén, ni aun

en las operaciones más corrientes, numerosos detalles relacionados con ellas,

detalles que son suplidos por las normas legales”,220 no resultando ocioso

recordar que además, en nuestro país, también se le asignan efectos jurídicos a

los usos, costumbres y a la buena fe, tanto desde el punto de vista integrador

como del interpretativo.

En definitiva, el profesional, por la convención se obliga y sujeta a todo lo

consustancial con ella, proveniente de la buena fe como principio general, del

uso profesional comúnmente aceptado y de las leyes que, emanadas de los

órganos legislativos del Estado o de los órganos profesionales colegiados,

219 YZQUIERDO, ob. cit., p. 181. 220 Citado por IZQUIERDO, ob. cit.., p. 182.

100

impongan deberes al profesional en cuestión. Y la contravención será en todo

supuesto de carácter contractual.221

3) Modalidades de responsabilidad no contractual.

Para YZQUIERDO TOLSADA existen auténticos casos o supuestos de

responsabilidad del profesional no derivados del contrato, y serán, claro, todos

ellos enmarcables en algunas de las demás fuentes de las obligaciones, como

cuando la obligación incumplida por el profesional obedezca a un imperativo

legal (subsumible en alguna de las otras fuentes); de responsabilidad derivada

del cuasicontrato de negocios ajenos sin mandato, cuando los servicios se

presten sin requerimiento de parte del favorecido; de responsabilidad civil

derivada del delito cuando, cometido éste, emanen del mismo daños

resarcibles; y la responsabilidad civil será pura si el comportamiento generador

de los daños a terceros no constituye delito ni falta. 222

Así, por ejemplo, obedece a un imperativo legal el patrocinio de oficio del

abogado obligado a defender a los declarados pobres, y en la ley se encontrará

en tal caso la fuente de responsabilidad oportuna. Habrá responsabilidad civil

pura en el caso de que un abogado trabe un embargo improcedente sobre la

base de elementos probatorios falsos, contra la otra parte en el litigio, o

respecto de bienes que no son de propiedad del deudor; o cuando extravíe

documentos o perjudique con ello, no al cliente, sino a terceras personas; o en

el caso de responsabilidad del arquitecto cuando por su negligencia la ruina del

edificio lesione a personas distintas de su cliente, como peatones, dueños de

fincas vecinas, etcétera; o, por supuesto, en la prácticamente totalidad de los

supuestos de ejercicio de la profesión en régimen de dependencia, en que el

cliente contrata con la empresa u organismo, de modo que cuando resulte

responsable el profesional contratado, lo será fuera de toda relación

convencional con la víctima. Existirá responsabilidad civil derivada del delito

221 IZQUIERDO, ob. cit., p. 192. 222 Ibid., p. 176.

101

cuando la conducta ilícita sea constitutiva de tal (imprudencia punible, omisión

del deber de socorro, lesiones, homicidio, etc).223

IV.F.- EL PROBLEMA DEL CUMULO EN LA RESPONSABILIDAD

PROFESIONAL

1) Planteamiento del problema

El punto a tratar reconoce como antecedente inmediato el ya estudiado

sobre la unidad o dualidad de la responsabilidad civil, desde que se trata de un

problema jurídico que puede presentarse solamente en el sistema dual, como el

nuestro, en que la responsabilidad varía según la naturaleza de la obligación

violada, por lo que es necesario conservar para cada una –contractual y

extracontractual- su radio de aplicación, evitando que se entremezclen los

principios que las rigen. Si la responsabilidad es una, como lo postula la teoría

de la unidad, sea que provenga de la ejecución de un hecho ilícito o del

incumplimiento de obligaciones contractuales, la opción o el cúmulo no

constituyen problemas jurídicos, pues no mediando diferencias entre ambas

responsabilidades, la aplicación de una u otra carecerían de importancia

práctica.

La responsabilidad contractual sólo procede entre las partes de un

contrato. La responsabilidad extracontractual se ocasiona entre personas

jurídicamente extrañas la una de la otra, contractualmente hablando. Pero surge

la posibilidad que un acreedor contractual diligente, en vez de exigir la

indemnización pertinente por el incumplimiento del contrato en conformidad a

los artículos 1547 y siguientes del Código Civil, reclamase la misma en

223 YZQUIERDO, ob. cit., p. 195.

102

conformidad a las normas del Título XXXV del Libro IV, que reglamenta la

responsabilidad extracontractual.

Esta situación legal es posible, porque un mismo hecho jurídico,

legalmente puede ocasionar ambas responsabilidades, como sería si además

del perjuicio proveniente del incumplimiento del contrato, el acreedor sufriere

otro daño ajeno, por culpa o dolo del deudor. En otras palabras, el cúmulo de

responsabilidades se configura cuando el incumplimiento de un contrato

constituye, a la vez, un delito o cuasidelito civil

La opción, que en el lenguaje corriente significa facultad de elegir, no es

otra cosa que el derecho para un contratante víctima del daño proveniente de la

inejecución de una obligación contractual, de elegir a su conveniencia entre la

responsabilidad contractual y la delictual, para reclamar la indemnización del

perjuicio sufrido, teniendo en cuenta las ventajas que podría depararle una u

otra, tales como la ampliación del plazo de prescripción con la contractual, o

una reparación más completa con la extracontractual.

Entonces, contrariamente a lo que su denominación pareciera indicar, no

se trata de que el acreedor de una responsabilidad contractual pueda acumular

esta responsabilidad con la extracontractual y demandar una doble

indemnización por el mismo daño sufrido, porque entonces estaríamos en

presencia de un enriquecimiento sin causa. Nadie discute que, atendida la

función reparatoria de la responsabilidad civil en el derecho chileno, no pueden

agregarse las indemnizaciones por incumplimiento contractual y por el delito o

cuasidelito. La duda radica en si la víctima puede optar, por el estatuto

contractual o extracontractual, al solicitar la indemnización o si, en cambio, la

existencia del contrato lo vincula inexorablemente.224

La dificultad estriba en que es notable la variedad y diversidad de

situaciones de concurrencia normativa que pueden presentarse. En virtud de las

224 DE LA MAZA, Iñigo y PIZARRO, Wilson, “Responsabilidad civil. Casos prácticos”, Santiago de Chile, Editorial LexisNexis, 2006, p. 8.

103

disposiciones legales del país de que se trate, puede ocurrir que tales

regímenes sean acumulables o que no lo sean. En el primer caso, las normas –

y sus efectos- se suman, mientras que en el otro se excluyen; en el primer caso

hay acumulación (cúmulo) de normas y en el segundo, debe realizarse una

opción o disyunción.225

2) Importancia dentro de la responsabilidad profesi onal

El problema del cúmulo se ha presentado con cierta importancia práctica

en la responsabilidad profesional, porque en este ámbito existirían supuestos de

responsabilidad que no emanarían nítidamente del incumplimiento de las

obligaciones derivadas del contrato, desde que en no pocos supuestos de

hecho, existen dificultades para establecer si el daño deriva del incumplimiento

de una obligación contractual o, por el contrario, del deber general de no dañar

a otro.226 En efecto, no cabe duda que en la actualidad existe una gran

inseguridad conceptual en la delimitación de los supuestos de hecho de una y

otra responsabilidad, es decir, la línea divisoria entre los deberes de cuidado

emanados del contrato y aquellos que emanan del deber general de no causar

culpablemente daños a terceros, es muy borrosa en ciertos ámbitos del

quehacer humano. En palabras de YZQUIERDO TOLSADA, “existirían

supuestos de responsabilidad contractual ex lege, cuando la obligación

incumplida por el profesional obedezca a un imperativo legal de responsabilidad

derivada del cuasicontrato de negocios ajenos sin mandato, cuando los

servicios se presten sin requerimiento por parte del favorecido; de

responsabilidad civil derivada del delito cuando, cometido éste, emanen del

mismo daños resarcibles; y la responsabilidad civil será pura si el

comportamiento generador de los daños a terceros no constituye delito ni

225 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 44. 226 ALONSO, ob. cit., p. 320.

104

falta”.227 Cabría agregar la posibilidad de incumplimiento de los deberes

profesionales tratados en el Capítulo III de este trabajo, que pueden

considerase bien como deberes accesorios o complementarios de la prestación

principal, bien como particulares modos de ser de la obligación principal, o

simplemente como deberes legales independientes. En el decir de este autor,

se trataría de aquellas “zonas fronterizas de responsabilidad” entre lo

contractual y extracontractual.

Cabe señalar que el cúmulo u opción de responsabilidades dista de ser

un capricho académico: la opción entre uno y otro estatuto posee numerosas

consecuencias prácticas derivadas de las diferencias que es posible apreciar en

el Derecho chileno respecto de la responsabilidad contractual y

extracontractual.228 Así, habrá casos en que al acreedor convendrá invocar la

responsabilidad contractual, como por ejemplo, si la prueba de la culpa le fuere

difícil, como también habrá otros casos en que preferirá la responsabilidad

delictual, porque con ello obtiene una indemnización más completa.

3) Teorías o sistemas

Como ya hemos planteado, en sistemas de dualidad de regímenes

indemnizatorios como el nuestro, el juez o el operador jurídico se encuentran en

ocasiones ante hechos merecedores de una doble calificación, al configurar

tanto un daño contractual, como un daño extracontractual, lo que conduce a

una dualidad de regímenes, con las diferencias ya conocidas.

Existen al respecto dos soluciones normativas diferentes para abordar

esta concurrencia. La posición sustentada por cada legislación o jurisprudencia

ante tal conflicto es el tema del que a continuación nos ocuparemos

brevemente.

227 YZQUIERDO, ob. cit., p. 176. 228 DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit.,p. 8.

105

3.a) Teoría de la no acumulación

La teoría que se conoce con el nombre de la no acumulación, en honor al

término non cumul, con el que la doctrina francesa la ha conocido, o de la

absorción como también se le ha denominado es, expositivamente,

extraordinariamente sencilla: consiste en negar que la responsabilidad

contractual y la responsabilidad extracontractual puedan superponerse sobre un

mismo hecho, sentando luego que, si se da tal superposición, la

responsabilidad contractual, como más especial, debe prevalecer sobre la

responsabilidad extracontractual, desde que permitir que se persiga la

responsabilidad del deudor fuera de los límites del contrato sería simplemente

infringirlo.

Esta teoría presenta dos posibles fundamentos, que en ocasiones se

ofrecen de manera combinada: el primero consiste en afirmar que es la

voluntad de los contratantes la que impide la aplicación del régimen

extracontractual, ya que en todo contrato existiría una voluntad implícita de

excluir entre las partes dichas normas de responsabilidad: las partes han

sometido ese interés (aquel lesionado con la infracción del contrato) a una

particular tutela, y por ello lo han sustraído de cualquier otra tutela genérica

existente.229 YZQUIERDO TOLSADA allega un nuevo argumento en esta línea

argumental, sosteniendo que los factores de integración contractual han

determinado la expansión del contenido obligacional del contrato –incluyendo,

por ejemplo, obligaciones de información y seguridad que las partes no

convinieron explícitamente-y, por lo mismo, la posibilidad que la responsabilidad

contractual absorba los daños ocasionados en el marco del contrato, lo cual

haría innecesario recurrir a la responsabilidad extracontractual en busca de un

resultado justo.230

229 Chironi, citado por DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit., p. 12. 230 Yzquierdo, citado por DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit.,p.13.

106

El segundo fundamento de esta teoría, de orden legislativo, que sostiene

que la voluntad de la ley excluye la posibilidad de acumulación, es algo más

complejo, presentando algunas versiones y diversos razonamientos de apoyo,

destinados, en el fondo, a interpretar la ley. Así, en el orden lógico se dice que

el ordenamiento jurídico no puede imponer simultáneamente entre dos

personas dos diferentes deberes de respeto, dos niveles de protección de un

mismo interés, por lo que la interpretación de las normas debe conducir a evitar

la colisión y la redundancia de normas; también se afirma, por la vía de la

reducción al absurdo, que si se admitiera la concurrencia de la responsabilidad

extracontractual en los daños producidos en el interior de una relación

contractual, sobraría toda la normativa que el Código Civil dedica al

incumplimiento contractual; finalmente, para fortalecer este fundamento

normativo, los seguidores de esta teoría defienden la seguridad jurídica, que

exige el respeto de las categorías jurídicas, de los conceptos legalmente

acuñados, como son los de responsabilidad contractual y extracontractual.231

Entre nosotros, don Arturo ALESSANDRI ha sostenido la tesis que

rechaza el cúmulo de responsabilidad, porque implicaría desconocer la fuerza

obligatoria del contrato que arranca del artículo 1545 de nuestro Código Civil, y

olvidar que los contratos no sólo obligan conforme a lo que en ellos se expresa,

sino a todo cuanto emana de su propia naturaleza, según el artículo 1546 del

mismo código. Según este autor, solo existiría coexistencia o superposición de

responsabilidad, cada una de las cuales funcionaría dentro de sus respectivos

campos de acción.232

231 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 47. 232 Citado por DIEZ, Raúl, “Temas de licenciatura jurídica”, Editorial Conosur Ltda.., Santiago de Chile, 1998, p. 382.

107

3.b) Teoría de la opción

Esta teoría ha recibido dos denominaciones: una, más difundida aunque

menos profunda –teoría de la opción- y otra, más satisfactoria aunque menos

utilizada, llamada teoría del concurso de acciones. Con el primero de esos

vocablos se enfatiza que en aquellos casos en que el hecho generador del daño

constituye simultáneamente violación del contrato e infracción de un deber

general, la víctima puede escoger entre el ejercicio de la acción de

responsabilidad contractual y el ejercicio de la responsabilidad extracontractual.

El sujeto usará a su gusto de una o de otra, pero recurriendo a una no podrá

después valerse de la otra. Por ello se habla propiamente de “opción” y no de

“cúmulo”.233

Sin embargo, debemos prevenir que cierta doctrina extranjera ha ido aun

más lejos, admitiendo la acumulación en algunos casos, consistiendo ella en la

viabilidad de elegir de entre las reglas establecidas para cada régimen de

responsabilidad aquéllas que permitan al damnificado obtener una satisfacción

más completa y dejando de lado las que, por el contrario, se opongan a ese

resultado; vale decir, que podría intentarse una suerte de “acción mixta”,

fundada indiferenciadamente en las normas entremezcladas de uno y otro tipo

de responsabilidad.234

Dentro de esta corriente, se cita al autor argentino Augusto Mario

MORELLO, quien refiriéndose al Código Civil de su país expresa: “que la norma

específica no se resiente de rigidez, porque su cometido es esencialmente el de

ordenador de regímenes que giran sobre ejes propios, los que si bien no toleran

que puedan ser usados de modo combinado, tampoco excluyen que frente a las

particularidades de cada caso, evaluándose la conducta integral del agente, se

admitan las aperturas necesarias. Siempre será estéril –y solo logrará sacrificar

el valor justicia- apegarse con exceso a categorías rígidas...”. 235

233 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 52. 234 TRIGO, ob. cit., p. 91. 235 Citado por TRIGO, ob. cit., p. 86.

108

Continuando con la exposición de esta teoría, se ha postulado que la

expresión “concurso de acciones” encarna una descripción más global del

fenómeno, desde que la existencia de una opción no es característica esencial

de la teoría en examen. Ello es cierto en la medida que la doctrina mencionada

esté acompañada, en el ámbito procesal, con una teoría relativa al objeto del

proceso que incluya en su determinación la calificación jurídica de la acción

ejercitada. De ello se deriva, que con propiedad, sólo cabe hablar de opción, si

se admite la existencia de dos distintas acciones procesales. Por el contrario, la

fundamentación jurídica de la acción en la responsabilidad contractual o en la

responsabilidad extracontractual, no constituirían más que puntos de vista no

vinculantes que se ofrecen al juzgador, por lo que, en realidad, existiría una

única acción procesal. Además, la expresión “opción” no incluiría otros

fenómenos que pueden plantearse, como sería, si sigue abierta la posibilidad

de emplear una de las acciones en un nuevo proceso, después de que el

ejercicio de la acción alternativa no tuviere éxito, o si teniéndolo, si acaso

seguirá siendo posible el ejercicio de la segunda acción, cuando con la primera

no se haya obtenido la total reparación del daño sufrido.236

En cuanto a sus fundamentos, los partidarios de esta teoría rebaten los

argumentos esgrimidos por los de la teoría del non cumul. Así, a modo de

evidenciar la irrelevancia del plano contractual en la resolución del problema, se

defiende el carácter de regla de orden público y, por tanto, inderogable, de la

normativa sobre responsabilidad extracontractual, y se rechaza en forma radical

la pretendida existencia de una voluntad implícita de exclusión de dicho régimen

de responsabilidad. Incluso se rebate que si existe una suerte de voluntad

implícita de las partes, es justamente la de no excluir el estatuto

extracontractual.237

236 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 53. 237 DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit., p.14.

109

En el plano legislativo, se ofrece una interpretación alternativa, amparada

en varios argumentos: Uno) Que no resulta lógico que el contratante que sufre

un daño se encuentre en peor situación que el tercero igualmente perjudicado

con la misma conducta; Dos) Que la teoría del concurso de acciones es

preferible porque es la que otorga una protección más completa a la víctima

(principio pro damnato); y Tres) En la conciencia de la falta de equidad de que

adolece la teoría de la no acumulación, tanto por la dificultad de delimitar

exactamente los campos de la responsabilidad contractual y extracontractual

como por lo escasamente justificado de algunas de las más importantes

diferencias de régimen jurídico.238

La aceptación de esta teoría es escasa entre los autores chilenos. A

favor de ella, en general, se manifiestan Rodrigo BARCIA y Hernán CORRAL y,

respecto de la responsabilidad médica, Pedro ZELAYA.

4) Jurisprudencia sobre la materia

En Francia, al no adoptar el legislador un sistema en esta materia,

dejando en la indefinición la solución al mismo, ha sido la jurisprudencia, con el

apoyo de la doctrina, la que ha consolidado la denominada regla del non cumul.

La adopción de dicha regla ha desplazado el tema de discusión a la delimitación

de los respectivos ámbitos de la responsabilidad contractual y la

responsabilidad extracontractual, generando al respecto una rica y minuciosa

doctrina jurisprudencial.239

La jurisprudencia argentina por su parte, también se sitúa en la órbita del

non cumul, pero cabe señalar que entre ellos rige el artículo 1107 del Código

Civil de la República, que establece que los hechos o las omisiones en el

238 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 55. 239 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II. , p. 49.

110

cumplimiento de las obligaciones convencionales, no están comprendidas en

los artículos del Título IX del Libro II, “De las obligaciones que nacen de los

hechos ilícitos que no son delitos”, si no degeneran en delitos penales. Sin

embargo, cabe señalar que la legislación argentina ha tenido ya cuatro

proyectos de unificación que, más allá de sus diferencias, coinciden en derogar

el precepto citado que establece el sistema del non cumul, lo que trasunta una

tendencia contraria al mismo.

En Italia, al no contarse con una línea legislativa clara en esta materia, ha

sido la jurisprudencia quien ha debido solucionar la ardua cuestión de la

concurrencia de responsabilidades, y, luego de algunos años de incertidumbres,

provocadas parcialmente por la posición crítica de una doctrina afrancesada,

puede considerarse consolidada, sobre todo a partir de la publicación del nuevo

código, la teoría de la opción o cúmulo de responsabilidades.240

En cuanto a la jurisprudencia española, es dable afirmar que no existe

una directriz definida en esta materia, lo que ha sido criticado por los autores.

Sin embargo, la línea en la que se mueve actualmente, es la de dar a entender

que la “causa petendi” viene configurada por la relación de hechos que

constituyen el soporte fáctico de la demanda y no por la fundamentación

jurídica, que no vincula al tribunal, ni en la calificación jurídica de la relación

controvertida, ni en las normas de aplicación, de tal modo que aplicando los

principios “da mihi factum, dabo tibi ius” y “uira novit curia”, el Tribunal Supremo

ha salvado la posible incongruencia, acabando por preferir la calificación

(contractual o extracontractual) que, a su juicio, resulta más beneficiosa para el

perjudicado, aunque éste no la haya propuesto.241

En Chile, siguiendo la doctrina de ALESSANDRI, la jurisprudencia de la

Corte Suprema se ha inclinado en general por el rechazo del cúmulo entre

240 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II. ,p. 56. 241 SERRA, ob. cit., p. 152.

111

ambas responsabilidades, pero hay casos aislados en que la ha aceptado. No

ha ocurrido lo mismo con los tribunales del fondo.

Así, la Corte Suprema ha declarado que las normas que rigen la

responsabilidad delictual o cuasidelictual, o sea, la extracontractual, son

inaplicables al caso en que se trata de la culpa propia del contrato de

transporte. Se trataba de un pasajero que viajaba en un tranvía eléctrico que

chocó con otro de la misma empresa, sufriendo aquél ciertas lesiones, por lo

que demandó la indemnización de perjuicios en sede extracontractual. La Corte

Suprema no rechazó la demanda, sino que prescindió de su fundamentación

jurídica, limitándose a efectuar un análisis de la responsabilidad contractual del

transportista, y dando lugar a los perjuicios, en razón de que la empresa no

habría probado ni fuerza mayor ni caso fortuito para poder eximirse de

responsabilidad contractual.242 En otro caso análogo, estimando que la

responsabilidad del porteador era contractual y que por ende no se regía por el

artículo 2320 del Código Civil, rechazó la demanda en sede extracontractual.243

Se cita como un caso de aceptación del cúmulo de responsabilidad, una

sentencia de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, que estimó haber lugar a

la responsabilidad extracontractual de una empresa de tranvías eléctricos de

Valparaíso por el daño sufrido por un pasajero con motivo del volcamiento del

tranvía en que viajaba. ALESSANDRI, comentando esta sentencia, estima que

no puede invocarse a favor de la tesis del cúmulo, porque dicho problema no

habría sido planteado como tal en el juicio y sólo se debatió si existía un

cuasidelito civil de parte del demandado. En otro caso similar, la Corte Suprema

rechazó un recurso de casación en la forma en contra de una sentencia que

establecía que el hecho que mediara un contrato de transporte entre la víctima

y el autor del daño, no impedía perseguir la responsabilidad cuasidelictual de la

242 R.D.J, tomo 13, sec. 1º, pag. 110, citada por DIEZ, ob. cit., p. 384. 243 R.D.J., tomo 15, sec. 1ª, pag. 302, citada por DIEZ, ob. cit., p. 384.

112

empresa. Además, en materia de accidentes del trabajo, ha fallado que podrían

perseguirse los perjuicios en sede extracontractual. 244

244 Idem, p. 386.

113

CAPITULO V

LA CONTRATACIÓN DE SERVICIOS PROFESIONAL ES

V.A.- EL VINCULO PROFESIONAL-CLIENTE

1) Concepto de cliente

La palabra cliente tiene su origen en la voz latina cliens o clientes, que a

su vez deriva de cluens o cluere, cuyo significado es “oir”. Podemos decir que

su significación etimológica es “el que oye a otro”.

Entre los romanos se decía cliente de aquel ciudadano que se ponía bajo

el amparo de otro más poderoso, a quien debía prestar diversos servicios, tales

como contribuir a formar las dotes de las hijas, a cambio de lo cual recibía la

protección de éste en especial mediante sus influencias. Con posterioridad,

durante la Edad Media, se dio el nombre de clientes a los vasallos con respecto

a sus señores. En la actualidad se entiende por cliente a aquella persona que

acude a otra para que le preste ciertos servicios, generalmente remunerados.

El Diccionario de la Lengua Española define al cliente como “la persona

que está bajo la protección de otra”; y respecto del que ejerce alguna profesión,

como “la persona que utiliza sus servicios”.

Nuestra legislación alude el concepto de cliente en varias de sus

disposiciones. En particular, cuando trata de los delitos de prevaricación

cometidos por abogados y procuradores, en que se considera cliente a todas

las personas que ocupan los servicios de un abogado o mandatario judicial en

cuanto tales, ya sea para la atención de un juicio, para una gestión voluntaria o

114

administrativa, para redactar un acto o contrato, para evacuar una consulta,

etc.245

2) Pilares sobre los cuales se asienta el vínculo p rofesional

Se ha sostenido con razón, que la responsabilidad profesional se asienta

sobre dos pilares fundamentales: la transparencia del vínculo y el conocimiento.

El mandato ético de quien brinda un servicio profesional debe ser el de

preservar las condiciones de su digno desarrollo, las que requieren de un

adecuado saber, así como de transparencia en el vínculo que se entable,

siempre a resguardo de las distorsiones a las que fuerzan las transferencias

emocionales o afectivas inconscientes.

a) Transparencia del vínculo

La ciencia psicoanalítica ha logrado develar con rigor y profundidad las

características del tipo particular de vínculo que se entabla entre el cliente y el

profesional. Freud la ha incluso situado más allá del modelo habitual de toda

intersubjetividad, en tanto ésta tendería a desplegarse predominantemente en

un registro dual-especular.

Así, se considera que cuando alguien pide atención profesional, en un

nivel latente reclama satisfacciones primarias de raiz infantil, desde que se halla

habitualmente en un estado de dependencia regresiva, y siempre busca afecto

y protección, absolución de sus culpas, contención de su angustia, amor, etc.,

equivaliendo el profesional consultado a una figura materna o paterna

sustitutiva, puesto que los vínculos profesionales no son simétricos, sino que se

organizan en torno a una jerarquía cognitiva. Obviamente estas demandas son

latentes, y se insinúan por “debajo” de lo manifiestamente pedido. El profesional

ineludiblemente debe detectarlas, procurando que el vínculo se mantenga a

245 MONTES, ob. cit., p. 32.

115

resguardo de toda política afectiva o emocional: lo que se debe recibir del que

sabe es ni más ni menos que el saber.246 En otras palabras, el que solicita

razones sobre sus problemas, también inevitablemente introduce demandas

afectivas, que de ser satisfechas, desvirtuarían la propia práctica que

formalmente se reclama; al verse invadido el campo laboral por tales deseos

transferenciales, se resiente la eficacia del servicio profesional, y se generan

además fuertes confusiones emocionales de difícil resolución.

Por otra parte, se considera que los propios complejos inconscientes del

profesional no deben contaminar de ningún modo el vínculo, dado que la

emergencia de los mismos configura el mayor obstáculo para la comprensión

auténtica de los problemas singulares del otro.

Esto no significa que la atención profesional no incluya necesariamente

este orden de satisfacciones y no se generen efectos emocionales. Los mismos

son inevitables, pero se deben dar por “añadidura”, y no como intención

originaria. Siempre debe primar hegemónicamente el deseo de resolución

teórica técnica, es decir, debe brindarse un conocimiento dentro de un encuadre

determinado. Los afectos, que siempre se demandan, si hegemonizan la

consulta, no hacen sino perder neutralidad y por ende perturban la necesaria

objetividad laboral. Por lo demás, la experiencia indica que cuando los

conocimientos profesionales son insuficientes, se los intenta suplir con

demagogia, amistad y paternalismo, o cualquier otra treta imaginaria, siempre al

servicio del goce de quien la efectúa.

En consecuencia, el trabajo profesional debe sostenerse sobre el

trasfondo de una tenue transferencia positiva sublimada. Se debe aspirar a la

construcción de un “estilo profesional”, caracterizado por la buena distancia

intersubjetiva, asentada en el mantenimiento de un vínculo sublimado, ajeno a

cualquier manipulación afectiva, estructurado sobre la base de un ordenamiento

jerárquico basado en lugares diferenciales, que se distinguen en función de la

246 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 18.

116

posesión o no de algún saber, evitando caer en una relación dual-especular. Y

si los deseos que se movilizan en el profesional le resultan a éste insalvables,

debe derechamente renunciar a la tarea.247

b) Conocimiento

La relación profesional necesita basarse en un conocimiento consistente,

que debe ser producto de una práctica profesional que se despliegue

paralelamente a una capacitación y actualización permanente. El que brinda un

servicio profesional debe poseer los conocimientos suficientes que le posibiliten

ocupar con holgura el lugar del que sabe, de manera tal que el vínculo

profesional se organice en torno a una jerarquía cognitiva. El que se oferta

como poseyendo un saber que efectivamente no posee, derechamente estafa.

Este déficit en el dominio de un campo de conocimiento, configura una

de las más frecuentes transgresiones en las que incurren los profesionales.

Estos deben, por lo tanto, estudiar y capacitarse permanentemente, teniendo

conciencia de sus propios límites, evitando embarcarse en propuestas que los

desborden.

En consecuencia, aceptar que un colega puede resolver lo que a uno se

le escapa, supone una conducta de integridad ética, a la vez que evita severos

perjuicios a los consultantes, desde que la ética profesional se sostiene sobre

la oferta de un saber consistente a cambio de un honorario. 248

3) Desequilibrio del poder contractual

La contratación de los servicios profesionales, en tanto vinculan a un

experto y un profano en la materia, se caracteriza por la gran brecha cultural

247 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 19. 248 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 26.

117

que separa a sus contratantes, la que se manifiesta desde la génesis misma del

contrato.

En efecto, las asimetrías en la relación profesional-cliente son

significativas y responde a varios motivos. En primer lugar, por el caudal

científico-cultural que posee y que su título implica, acentuado por la

complejidad de las ciencias. El cliente además no tiene, en principio, un

conocimiento cabal sobre los problemas que pudiera padecer, encontrándose

en ese terreno en notoria desigualdad. En segundo lugar, existe una

desigualdad procedente del estado de la problemática del cliente que reclama

asistencia, que provoca una conducta de disposición y de sumisión del mismo

frente a su profesional.

Si a todo ello le sumamos otras variables, como por ejemplo el nivel

socio-cultural del cliente, la asimetría puede alcanzar ribetes de verdadero

autoritarismo profesional. 249

En el caso del abogado esto se ve agravado, puesto que se representa

a sí mismo en la ejecución de un negocio jurídico, y por ende se sitúa en el

ámbito propio de su especial dominio, constituye para estos efectos contraparte

del cliente mismo, campeando en la técnica de la contratación, lo que le otorga

un poder científico-cultural omnímodo sobre el cliente, lo que por cierto

contribuye a acentuar el desequilibrio y desigualdad de los sujetos contratantes,

ya desde la génesis misma del contrato y durante todo el desarrollo de este.

Aparece así una parte fuerte en la contratación que se puede imponer a

la otra, que no tiene posibilidades de negociación sino necesidades imperantes

que la llevan a aceptar aquello que se le ofrece. Por añadidura, aparecen los

contratos de adhesión.

Esta asimetría en la relación profesional-cliente asigna a aquél una serie

de obligaciones que vienen impuestas fundamentalmente por el principio de la

buena fe, encaminadas a restaurar el equilibrio negocial, tales como el deber de

249 GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 50.

118

información, el de mantener una adecuada comunicación con el cliente,

adaptado a las circunstancias del caso y a las condiciones culturales, sociales,

psicológicas, etcétera.

Nuestro Código Civil, producto del liberalismo político y económico

imperante en su época, ha seguido un modelo contractual individualista fundado

en la libertad contractual y la igualdad de las partes, plasmados

fundamentalmente en los artículos 1545 y 1445. En grandes líneas, puede

estimarse que dicho modelo de rigorismo contractual se ha visto superado por

las profundas transformaciones económicas y sociales operadas

fundamentalmente a partir del siglo pasado. Sin embargo, también es cierto que

el Código Civil contempla elementos que pueden morigerar el rigorismo

contractual como lo es la referencia a la buena fe como norma imperativa

fundamental para celebrar, interpretar y ejecutar los contratos, y suministra

importantes herramientas de interpretación en sus artículos 1560 y siguientes,

de fundamental importancia en la revisión judicial de los negocios jurídicos.

Particularmente, en lo que atañe al profesional abogado, debe tenerse

presente el inciso segundo del artículo 1566, que establece que las cláusulas

ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes, sea

acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad

provenga de la falta de una explicación que haya debido darse por ella.

De importancia en esta materia debe considerarse la Ley Nº 19.496 de

Defensa del Consumidor, la que si bien es cierto excluye de su aplicación a las

personas que poseen título profesional y ejercen su actividad

independientemente,250 implica la admisión de la desigualdad de los sujetos

contratantes en nuestro derecho e introduce claramente principios tendientes a

restablecer la igualdad y el equilibrio, a través de la protección a la parte más

débil de la relación contractual, estableciendo pautas interpretativas tales como

250 Creemos que la exclusión referida resulta injustificada, ya que son precisamente los usuarios de servicios profesionales los que más debieran ser protegidos, dada su situación científico-cultural de minusvalía frente al profesional.

119

el “in dubio pro consumidor”, la nulidad de los términos abusivos y las cláusulas

ineficaces, aplicables a los contratos de consumo. Estos principios podrían

llegar a aplicarse por vía analógica, visto lo preceptuado en los artículos 22 y 24

del Código Civil, habida consideración que la finalidad de la ley es proteger a

quienes se encuentran en condiciones de desigualdad. Así, una recta y justa

aplicación del principio de igualdad jurídica conlleva a excluir la igualación

indiscriminada, desatenta a las diferencias socio-económicas-culturales de las

personas. Su consagración debe atender a la descalificación de todas las

formas de aprovechamiento y abuso, el respeto de la relación negocial de

equivalencia, y a la interpretación conforme a la finalidad del acto, desde que la

igualdad de los sujetos contratantes no es de hecho el punto de partida, sino

que debe constituirse en su meta, no se trata en verdad de igualdad sino que

más bien de igualación, es decir, otorgar un tratamiento a las relaciones

jurídicas, valorando previamente a quienes deben ser igualados.251

De esta manera, podríamos encontrar en el contrato de servicios

profesionales herramientas jurídicas adecuadas que permitan morigerar los

abusos e injusticias que la situación de preponderancia del abogado pueda

generar.

4) La fiducia como elemento definidor de la relació n

El abogado está unido con su cliente, sea éste quien le haya elegido, sea

la designación fruto de una asignación de oficio, por una relación que supone

una pericia (unos conocimientos, una preparación, un conocimiento del “metier”)

y que exige una confianza plena, una comunicación que puede llegar a las

esferas más íntimas de la privacidad. De esta especial posición del abogado en

la relación con su cliente dimana una característica definitoria de la relación

misma: la fiducia.

251 GHERSI, “Responsabilidad profesional”,ob. cit., p. 42.

120

Este elemento explica algunos rasgos típicos de la relación de servicios

profesionales propia del abogado, tales como la revocación “ad nutum” del

encargo. Según el autor español Vicente L. MONTES PENADES, la fiducia

explica también el especial juego o relieve que la composición diligencia obtiene

en este tipo de relaciones, en los que la conducta solutoria ha de estar presidida

por un esfuerzo razonable, a partir de un grado de preparación adecuado,

donde en definitiva, el grado de satisfacción del acreedor radica en una

conducta de prestación cuya calidad depende de aplicar tempestiva y

correctamente (es decir, en tiempo y forma: diligencia) conocimientos y saberes

expertos (esto es, pericia). Por lo que estando el abogado en posición

relevante, por razón de su información y de su preparación, da lugar a una

especial aplicación de las reglas generales sobre diligencia y pericia, sobre

culpa, dolo o negligencia, que bien puede llamarse una “lex artis ad hoc”.252

Finalmente, debemos consignar que la fiducia es elemento distinto del

“intuito personae”, desde que la primera es característica de la relación, en

tanto que la segunda lo es de la prestación y podría darse en relaciones

fiduciarias o no, desde que sus efectos apuntan hacia la conducta solutoria, que

ha de ser llevada a cabo por el propio deudor, o sea, a la infungibilidad. Por ello

no cabe sostener que, a partir de un cierto grado de pericia siempre exigible

(pericia en sentido objetivo) la prestación profesional del abogado sea

rigurosamente “intuito personae” y así es como la ley permite en todo caso la

delegación del mandato judicial, salvo expresa prohibición del mandante, 253 y

es más que frecuente en la práctica incluso la sustitución, especialmente en las

relaciones establecidas con firmas o bufetes asociativos o colectivos. En otras

palabras, importa más que la conducta de prestación se ajuste a los cánones,

que la persona o personas que la lleven a efecto,254 o sea, se produce un

252 Citado por SERRA, ob. cit., p. 27. 253 Artículo 7º del Código de Procedimiento Civil. 254 SERRA, ob. cit., p. 124.

121

desplazamiento del eje de la prestación desde la persona del obligado a la obra

o servicio o actuación profesional.

En resumen, el “intuito personae” pone de relevancia las cualidades

personales del profesional, apunta a su pericia subjetiva para ejecutar la

prestación; en tanto que la fiducia en la contratación de servicios profesionales

del abogado –en general- supone una especial confianza, desde que hay entre

abogado y cliente (o mejor dicho, debe haber) una confidencialidad extrema.

V.B.- CALIFICACIÓN DEL CONTRATO

1.- DIVERSAS TEORIAS

El que hoy ya no se discuta la naturaleza contractual de la relación

profesional-cliente, salvo las excepciones que en cada caso se presenten,

responde, no a la casualidad, sino que a una afinación del instituto de la

responsabilidad civil.255

Así, el origen de las relaciones entre el abogado y el cliente puede ser de

diversa fuente. El caso más frecuente es aquel en que el cliente solicita

voluntariamente los servicios de un abogado determinado, caso en que las

relaciones entre ambos aparecen con mayor claridad. Excepcionalmente,

existen otros casos en que los servicios profesionales de éste último no son

requeridos, sino que se prestan debido a diversas circunstancias ajenas a la

voluntad del cliente.

En consecuencia, como ya vimos en el capítulo anterior, la relación del

abogado con su cliente es preponderantemente de índole contractual, aun

cuando hemos reconocido modalidades de responsabilidad no contractual.

255 GUAJARDO, Baltazar, “Aspectos de la responsabilidad civil médica, doctrina y jurisprudencia”, p. 27.

122

Determinar ahora la naturaleza jurídica de un específico contrato implica

calificarlo, encuadrándolo en algunos de los tipos establecidos en la ley. Su

importancia radica en determinar las normas legales aplicables a él, en

ausencia de estipulaciones expresas de las partes.256

La primera inquietud que surge entonces, es que tipo de contrato liga al

abogado a su cliente, tópico sobre el cual ha existido también gran controversia

y opiniones diferentes, que se remontan desde el Derecho de Roma.

En efecto, y aunque en unas épocas más que en otras, ha tenido

repercusión jurídica el hecho de que el trabajo desarrollado por el hombre

pueda ser de dos clases: en una de ellas predomina la actividad intelectual, y

en la otra, si bien sin adquirir una absoluta preponderancia, esa actividad cede

el paso a la destreza manual. Los propios jurisconsultos romanos establecieron

como distinción paralela y superpuesta a la anterior la que examinaba, por un

lado, los servicios remunerados por medio de un honorario, y por otro, aquellos

por los cuales era costumbre dar un precio. Y sobre la base de ambas

diferenciaciones se fue construyendo una de las más vivas polémicas

doctrinales del derecho de la contratación: ¿cuáles servicios eran unos y cuáles

otros? Este doble solapamiento adquiere pronto dimensión jurídica; y al tratar

de buscar la naturaleza de las relaciones existentes entre los profesionales

liberales y sus clientes, sobresale con mucho la antigua controversia relativa a

si las prestaciones de aquellos pueden constituir el objeto de un arrendamiento

de servicios o el de un contrato de mandato. De ahí que sea éste el primero de

los interrogantes que pretendemos apuntar. 257

256 GUAJARDO, ob. cit., p. 39. 257 YZQUIERDO, ob. cit., p. 23.

123

a) Doctrina del mandato

Como ya enunciaramos, para una postura que se hace remontar hasta el

derecho romano, las relaciones nacidas del ejercicio profesional o bien de un

arte liberal, configuraba un verdadero mandato, que además era esencialmente

gratuito; ello en razón de que se entendía entonces que tales servicios eran

incompatibles y no podían ser objeto de un contrato de trabajo, lo cual estaba

reservado sólo para las prestaciones manuales, atento que los primeros por su

índole “intelectual” eran inestimables, y no podían dar lugar a la

contraprestación de un “precio” o “alquiler” o a un “mercier” o “salario”. 258

Para los romanos “mandare” significaba dar poder y, en sentido

restringido, era el contrato por el cual una persona se obligaba respecto de otra

a hacer gratuitamente una cosa que esta última le había encargado. Este

negocio jurídico era de buena fe y el consentimiento se perfeccionaba sin

solemnidad alguna. Era esencialmente gratuito porque se basaba en la amistad;

si se pactaba un precio se convertía en un contrato innominado o en

arrendamiento de servicios, según el caso. 259

Entonces, en la época en que se enunció esta teoría no se conocía el

mandato remunerado, que era gratuito en su esencia. Como esta circunstancia

parecía estar en pugna con el pago que el profesional percibía como

remuneración por los servicios prestados, dicha remuneración fue considerada

como una simple retribución del cliente por un servicio inapreciable en dinero y

que no alteraba en absoluto la gratuidad del mandato. Así, POTHIER, al

defender esta teoría, manifestaba que los honorarios no constituían un pago por

los servicios prestados, sino una retribución otorgada por el cliente agradecido.

Era una simple recompensa por un servicio que en realidad no tenía precio. 260

258 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 114. 259 VERGARA, Sofía, “El mandato ante el derecho y la jurisprudencia”, Editorial Conosur, Santiago, 1992, Tomo I, p. 1. 260 SERRANO, ob. cit., p. 85.

124

En otras palabras, se admitía el honorario ex post facto, pero nunca ab initio,

pues para que el mandato conservara su verdadero carácter era preciso que el

mandatario comenzara la gestión que le fue confiada de una forma

absolutamente graciosa y desinteresada. No era que existiesen dos especies

de mandato, el gratuito y el remunerado, sino que el mandato no cesaba de ser

gratuito por el hecho de existir una promesa de honorarios. 261

Pero va de suyo, lo que ha quedado descartado en la actualidad, es lo

referente a la gratuidad del servicio profesional, el cual, fuera de toda discusión,

debe ser y es remunerado.

En Francia la jurisprudencia no ha aceptado la teoría del mandato, desde

que en dicho derecho es de la esencia que el mandatario obre “en

representación” de su mandante, por lo que no puede aplicarse a las relaciones

entre profesionales y clientes, ya que en ellas el primero no siempre actúa como

representante de éste último.262

Ahora bien, con referencia al abogado, se ha considerado que la relación

jurídica entre el mismo y su cliente fue en su concepción originaria la del

mandato; opinión que ha sido receptada jurisprudencialmente en el derecho

comparado, cuando al primero le ha sido otorgado por éste último un poder

para actuar en juicio en su representación.263 Pero también se ha dicho que

este rol del abogado es excepcional y no constituye la función principal del

ejercicio de la profesión. Aun más, hay legislaciones como la inglesa, que

prohíben al abogado tomar la representación de la parte; que no admiten la

acumulación de funciones correspondientes al abogado con las funciones

propias del procurador. De modo que allí el abogado defiende y aconseja a las

partes, las patrocina, pero no puede representarlas.264

261 YZQUIERDO, ob. cit., p. 24. 262 SERRANO, ob. cit., p. 85. 263 TRIGO, “Responsabilidad profesional del abogado”, ob. cit., p. 114. 264 SERRANO, ob. cit., p. 86.

125

Es mas, en el derecho comparado se advierten como elementos

esenciales del mandato la confianza que deposita el mandante en el mandatario

y el encargo que se obliga a realizar el mandatario para su mandante. Los

elementos tales como la representación y la remuneración son incorporados

como esenciales o de la naturaleza en algunos códigos; mientras otros,

mantienen la estructura del contrato romano de mandato, esto es, su

consensualidad y gratuidad, sin incorporarle la representación directa ni

esencial ni naturalmente.265

Con todo, frente a nuestro ordenamiento jurídico, no cabe rechazar la

teoría del mandato, usando las argumentaciones de los tratadistas franceses,

desde que la representación no constituye elemento de la esencia del mandato,

y según algunos, ni siquiera sería un elemento de su naturaleza. 266

En consecuencia, el nudo gordiano de este problema no parece

encontrarse en el tema de la representación. Desde ya digamos que en el

formulismo riguroso del Derecho Romano no se aceptaba que los efectos de los

actos jurídicos fueran a recaer en persona distinta del autor material, siendo

aquella una idea que nació cuando el contrato de mandato estaba ya

perfectamente delineado y como fruto de la evolución del mismo. Tampoco

parece situarse el problema en lo concerniente a lo remunerado, desde que hoy

por hoy, nadie discute que el mandato pueda ser remunerado, al igual que el

arrendamiento de servicios. Sin embargo, para YZQUIERDO TOLSADA,

siguiendo a POTHIER, la primera nota diferenciadora entre el mandato y el

arrendamiento se encontraría en el dato del precio, que sería elemento esencial

de este último, y que además, debe guardar relación con el servicio prestado,

cosa que no tiene porque ocurrir en el mandato.267

Otros autores, entre ellos POTHIER, anclados en la arcaica idea de la

primacía de las profesiones liberales sobre las manuales, han intentado

265 VERGARA, ob. cit., p. 3. 266 SERRANO, ob.cit,, p. 87. 267 YZQUIERDO, ob. cit., p. 25.

126

diferenciar el mandato y el arrendamiento de servicios en función nada menos

que de la calidad humana de la actividad desarrollada. Así, DURANTON ha

sostenido que sería la naturaleza del negocio lo que debe servir para diferenciar

uno de otro 268 y autores como TROPLONG consideraban a mediados del siglo

XIX que estimar como remunerables los servicios profesionales era herir el

honor de las profesiones liberales, despertar en ellas el espíritu de especulación

y de tráfico que debía evitarse por el bien de la colectividad, a fin de no

descender a un materialismo envolvente. 269

b) Doctrina del arrendamiento de servicios

Desde ya digamos que nuestro Código Civil dispone que el

arrendamiento puede ser de cosas, de obra y de servicios, de lo cual se colige

que puede contener prestaciones tan diversas que en realidad lo convierten en

una especie de contrato común que alcanza a cubrir parcialmente el campo de

regulación de otros contratos.270 Estas tres modalidades presentan tales

diferencias entre sí, que el legislador se ha visto en la necesidad de dar a cada

una de ellas una reglamentación propia y hasta cierto punto independiente. Por

lo que respecta al arrendamiento de servicios, que es de nuestro interés, este

admite una clasificación tripartita, atendiendo a la naturaleza de los servicios

que se prestan: arrendamiento de servicios materiales, arrendamiento de

servicios inmateriales y contrato de obra o confección de una obra material. A

los servicios inmateriales se refiere el artículo 2006 del Código Civil,

disponiendo que son aquellos en que predomina la inteligencia por sobre la

obra de mano, como una composición literaria o la corrección tipográfica de un

impreso. Digamos por último, que la prestación de servicios inmateriales puede

268 Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 26. 269 Citado por SERRANO, ob.cit., p. 89. 270 STITCHKIN, David, “El mandato civil”, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 4ª Edición, 1989, p. 46.

127

revestir tres formas jurídicas diversas: contrato de trabajo de empleados

particulares, mandato y arrendamiento de servicios inmateriales.

Dentro de tal contexto, es que hay autores que sostienen que la relación

que se traba entre el profesional y el cliente sería un arrendamiento de

servicios.

Así, en España como en Argentina, es mayoritaria la catalogación de la

relación abogado-cliente como un contrato de arrendamiento de servicios, con

la única particularidad de que el trabajo que se brinda sería de orden intelectual

y no manual. Así, GHERSI opina que en general, el tipo de contrato que liga al

abogado a su cliente, será una locación de servicios, admitiendo que en

ocasiones muy particulares podría llegar a ser una locación de obra,

dependiendo de las circunstancias que determinarán para cada contratante la

celebración.271

Entre nosotros, destaca Ricardo SERRANO, para quien jurídicamente, la

relación encuadraría perfectamente en el arrendamiento de servicios. 272

Se ha rebatido esta postura por algunos, sosteniéndose que no sería

posible considerar como de la misma naturaleza jurídica la labor de un abogado

que resuelve un complicado asunto judicial y la de un obrero que pinta la

fachada de un edificio, línea en la cual se adscribe Troplong, como ya vimos. A

YZQUIERDO TOLSADA sin embargo, no le parece lógico ni oportuno

establecer distinciones entre unos y otros servicios, y menos pretender que la

nota distintiva gire en torno de la cantada supremacía de unas labores por

sobre otras; además, opina que no degrada a la profesión liberal, el

considerarla en principio, como objeto de un contrato de arrendamiento de

servicios, pues bajo esta genérica denominación pueden considerarse una gran

cantidad de prestaciones del trabajo humano. Según este autor, para establecer

las diferencias entre el mandato y el arrendamiento, no pueden ser tenidos en

271 GHERSI, “De la responsabilidad del abogado y..”, ob. cit., p. 56. 272 SERRANO, ob. cit., p. 88.

128

cuenta más que los elementos propiamente constitutivos del contrato, y no

preconceptos que huelen a privilegio de clase o a influencias extrañas a

consideraciones de índole jurídica.273

Así, los partidarios de esta teoría replican a los sostenedores de la teoría

del mandato, que es en muchos puntos imposible aplicar a los profesionales los

principios y normas propias del mandato, desde que por ocuparse el mandatario

de negocios que le son absolutamente ajenos, debe ceñirse a las instrucciones

de su mandante, careciendo así de la libertad de seguir su parecer en la

ejecución del encargo, que es en cambio propia de los contratos de servicios

celebrados por los profesionales liberales.

Tampoco se ve en la facultad de representación la nota característica del

mandato, puesto que aun siendo conexos con frecuencia, constituyen dos lados

bien diferenciados de una misma relación, independientes el uno del otro y cuya

coexistencia es meramente casual. Más bien el concepto de mandato se

circunscribe a aquellos servicios que son susceptibles de aparejar una función

de representación, aunque puede prestarse obrando o no en nombre del

comitente. Pero lo mismo puede ocurrir en el arrendamiento de servicios, de

obra y hasta en el contrato de sociedad.

Siguiendo a GARCIA VALDECASAS, YZQUIERDO TOLSADA concluye

que sería la sustituibilidad la nota distintiva de las figuras: en el mandato, el

encargo consiste precisamente en sustituir al mandante en el ejercicio de una

actividad determinada, que por pertenecer a la esfera propia de sus actividades,

bien la podría realizar por sí mismo. El encargo dado a un médico, ingeniero,

arquitecto o abogado, propio de los servicios de éstos, es ajeno a la actividad

de quien lo encomienda; si el mandatario toma el puesto del mandante en el

desarrollo de la actividad, el profesional en cambio, ejecuta el encargo frente a

quien lo encomendó, no aparece como una mera prolongación de aquel, sino

que cara a cara con éste. Además, se agrega que en la actividad profesional no

273 YZQUIERDO, ob. cit., p. 32.

129

se da comúnmente el encargo de obrar con eficacia jurídica frente a terceros:

es el cliente quien gestiona sus propios asuntos, aunque asistido por la labor y

actividad de otras personas.274

c) Doctrina del arrendamiento de obra

Para otra corriente de pensamiento, el tipo de contrato que liga al

abogado con su cliente sería el de un arrendamiento de obra intelectual, puesto

que el abogado promete la ejecución de un trabajo mediante un precio

calculado según la importancia del mismo, sin que exista relación de

dependencia entre él como arrendador y su cliente como arrendatario. 275

Este contrato se denomina arrendamiento de obra en el derecho español,

y se le define como aquel en virtud del cual una de las partes se obliga a

ejecutar a la otra una obra por precio cierto.276 Se compromete, pues, a la eficaz

producción de un determinado resultado de su trabajo a cambio de un precio

cierto. En la doctrina francesa se denomina arrendamiento de industria, en la

suiza contrato de empresa, en la alemana contrato de obra, en la argentina

locación de obra y entre nosotros, al igual que en España, arrendamiento de

obra.

En este sentido se ha fallado por la jurisprudencia argentina que: “la

relación contractual entre quienes ejercen las denominadas profesiones

liberales con sus clientes es susceptible de encuadrar dentro de las normas que

regulan la locación de obra, ya que lo que interesa es el resultado u opus, lo

que no significa que el profesional garantice el éxito de su gestión salvo que así

lo hubiere pactado expresamente”.277 También, pero referido a las gestiones

extrajudiciales tendientes a obtener la posesión y escrituración de un inmueble,

274 YZQUIERDO,ob. cit., p. 37. 275 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit.,p. 117. 276 Artículo 1544 del Código Civil español. 277 (CNCiv., sala F, noviembre 9-1984). ED. 113-650.rep. 19, pag. 73, citado por GHERSI, “Responsabilidad del abogado y ..”, ob. cit., p. 112.

130

que “el convenio celebrado para la realización de una labor profesional

constituye un contrato de locación de obra..”.278

Siguen esta corriente PLANIOL y RIPERT, que consideran el contrato de

empresa como la adecuada plasmación del referido vínculo al entender que, no

siendo el “salario” proporcional al tiempo, la actividad profesional no es un

arrendamiento de servicios, pues se ve remunerada a tanto por visita, por

consulta o por pleito. En igual sentido DE PAGE, aunque situando el criterio

definidor en la intensidad mayor o menor que el dato de la vinculación con quien

encargó la obra pueda tener en cada caso.279 En fin, para dar la nota

diferenciadora entre el arrendamiento de servicios y el de obra se ha acudido a

diversos criterios, tales como la forma en que se determina la remuneración, a

la existencia o no de subordinación, a la imputación de los riesgos, a la

individualización del trabajo y si el fin o resultado del contrato se encuentra o no

en manos de quien asume el trabajo.

La mayor objeción que se le formula a esta postura es la de que el

abogado no pacta una obra en sus resultados, pero se ha replicado que el

abogado puede prometer la defensa de su patrocinado en juicio o en varios,

pero no por ello garantiza sus resultados. Se agrega que asumiría también

dicha calidad cuando se obliga a estudiar una cuestión que se le plantea, con

prescindencia de que prosperen o no las acciones judiciales que se promuevan

como consecuencia del dictamen dado, desde que en ello habría una obra

intelectual, un resultado alcanzado. La eficacia de ese resultado, según esta

corriente, no formaría parte de lo convenido.

Con todo, los detractores de esta corriente, admiten que en un dictamen,

en un estudio jurídico de una cuestión, podría verse una obra en sus resultados,

278 (CNCom.,sala A, febrero 21-1979) ED. 83-615. Rep. 13, pag. 56, citado por GHERSI, “Responsabilidad el abogado y …”, ob. cit., p. 113. 279 Citados por YZQUIERDO, ob. cit., p. 46.

131

aunque añaden que eso, que sería la excepción, no podría tomarse como base

para determinar la naturaleza jurídica de la relación.280

d) Doctrina del contrato de trabajo

No han faltado intentos de configurar la relación del profesional con su

cliente dentro del marco del contrato de trabajo, intentos que, partiendo de las

notas consideradas actualmente como definidoras de dicho contrato, resultan a

todas luces inviables, como inaceptables los resultados que a su través

pudieran lograrse.

Si bien es cierto que el contrato de trabajo puede abarcar actividades

propias del contrato de servicios y del contrato de obra, actividades tanto

manuales como intelectuales, y puede ser comprensivo de cualquier forma de

remuneración, no es menos cierto que donde debe situarse la nota

característica del contrato de trabajo es en el elemento de la subordinación y

dependencia, en virtud de la cual una persona, a las órdenes de otra y en

beneficio de ésta, consagra todo o parte de su actividad a producir una obra o

realizar un servicio bajo una disciplina de empresa.

e) Doctrina del contrato innominado

Otros autores afirman que en el momento en que una persona requiere

los servicios del profesional, se produce tácitamente entre ambos una relación

contractual, pero que tal sería un contrato sui-generis, un contrato innominado,

cuyo incumplimiento acarrearía responsabilidad. Se trataría así de un contrato

completamente válido, que obligaría a todo lo que expresa o tácitamente se

hubiere convenido y a todas las consecuencias que el uso o la equidad les

otorgarían y a cuya ejecución una parte no podría sustraerse sin faltar a su

280 Bielsa, Rafael, citado por TRIGO, en “Responsabilidad civil del abogado”,ob. cit., p. 118.

132

palabra o enriquecerse a costa de la otra. De este contrato, se desprenderían

los derechos y obligaciones recíprocas del profesional y de su cliente.281

En consecuencia, para esta corriente, el contrato que vincula al

profesional con su cliente no sería de trabajo, ni de arrendamiento de servicios,

ni de obra ni de mandato; sino que en verdad se trataría de un contrato atípico,

al cual no se le podrían aplicar con propiedad ninguna de aquellas

denominaciones clásicas.282 En este sentido se ha fallado en Argentina –

digámoslo, sin un carácter uniforme- que: “la naturaleza jurídica de la relación

jurídica que vincula a quienes ejercen las denominadas profesiones liberales

(en el caso, abogado), con sus clientes, es materia que dista de ser pacífica, y

sin desconocer que las distintas posturas aparecen abonadas con poderosas

razones, la que afirma que se trata de un contrato atípico es la que permite

prever soluciones más adecuadas y reales a los diversos problemas que

pueden plantearse de ordinario, dicha vinculación presente facetas que guardan

analogía con los rasgos distintos de las figuras tradicionales”.;283 “la relación

entre el letrado patrocinante, o del abogado, asesor o consultor y su cliente,

entraña un contrato atípico no subsumible en ls moldes tradicionales, de modo

que deben apartarse los esquemas del contrato de trabajo, la locación de obra

o de servicios y el mandato. Si bien por su similitud con algunos de los

contratos típicos, en atención a las particularidades de la contratación en

concreto, pueden aplicarse unas u otras reglas por analogía, ello no significa su

asimilación total o cual contrato nominado”; 284 “No es posible aplicar

automática y genéricamente las reglas de las clásicas figuras con las cuales se

ha solido emparentar la labor intelectual del profesional, esto es, la locación de

obra, la locación de servicios o el mandato; lo que no impide admitir en un

281 SERRANO, ob. cit., p. 89. 282 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 119. 283 (CNCiv., sala A, octubre 22-1976) ED. 71-145.Rep. 11, pag.37, citado por GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y …”, ob. cit., p. 109. 284 (CNCiv., sala C, marzo 30-1982) ED. 100-344. Rep. 17, pag. 8, citado por GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y ..”, ob. cit., p. 109.

133

supuesto dado, que la relación profesional puede tener identidad con alguno de

dichos contratos típicos”.285

GREGORINI también se sitúa en esta línea de pensamiento, al entender

que el contrato que celebra el abogado con su cliente sería sui generis, atípico,

“con características más afines con la locación de servicios o de obra según el

tipo de prestación encomendada, y donde el mandato puede jugar el rol

accesorio que hemos mencionado, cuando a la prestación profesional

específica de asistencia jurídica se agrega la representación. En el caso de los

procuradores o de los abogados actuando como tales, el mandato aparece

como contrato principal junto con la locación de servicios, pues el procurador

debe representar al cliente a los efectos de realizar actos jurídicos por su

cuenta y orden. Deberá además asesorar sobre la legitimación de las partes y

sobre los aspectos jurídicos de la representación, en cuyo rol tendrá afinidad

con la locación de servicios, sin por ello perder su característica de contrato sui

generis”.286

f) Doctrina del contrato multiforme o variable

Finalmente, una última doctrina, seguida por TRIGO REPRESAS y que

aparece como mayoritaria en el derecho comparado, sostiene que la prestación

de servicios profesionales asume unas veces el carácter de arrendamiento de

servicios, otras la de arrendamiento de obra, o, en fin, la de mandato, según las

circunstancias de cada caso; por lo que se concluye que se trataría de un

contrato multiforme, variable o proteiforme.287

Se sostiene que es imposible comprender en una sola figura las

innumerables relaciones que llevan al abogado a desplegar su actividad, pues,

285 (CNCiv., sala C, mayo 22-1984- Culaciatti, Miguel, J.C. Eckhavs de Saute, Ruth E.) La Ley, 1985-A, 80 Rep. La Ley XLV-1985, citados por GHERSI, “Responsabilidad de los abogados…”, ob. cit., p. 112 286 GREGORINI, ob. cit., p. 140. 287 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 119.

134

si patrocina a un cliente, o si ejerce la dirección de un caso, cobrando por las

etapas o tiempo de su actuación, se aproxima al arrendamiento de servicios; al

arrendamiento de obra si comprometió su actividad hasta la finalización de su

cometido, o si se le paga un precio total determinado; importando un mandato la

aceptación por su parte de un poder; etc.

En esta línea de pensamiento se adscribe YZQUIERDO TOLSADA,

aunque dando resuelta preponderancia al arrendamiento de servicios: “Es

preciso hacer notar que, a pesar de la conclusión a que se llegó en el punto

anterior en orden a configurar normalmente la prestación del profesional como

objeto de un contrato de servicios, ello no debe excluir la posibilidad de que

puedan determinados y concretos aspectos de la relación profesional llevarnos

a observar en algún caso concreto figuras contractuales diferentes. Si la

calificación normal que merece dicha relación es la propia del contrato de

servicios, tal afirmación no obsta para que el mismo profesional pueda, más o

menos eventualmente, actuar en régimen de mandato o de arrendamiento de

obra. Creo que no se debe intentar, por tanto, arribar a una solución definitiva y

universal, que, por otra parte, se me antoja imposible, ni optar por una tesis

para con ello excluir las restantes, sino investigar en los criterios cuya presencia

o ausencia en cada caso suministren datos suficientes para calificar de una u

otra forma la relación y, por ende, para deducir de ello uno u otro régimen de

responsabilidad”.288

2.-SOLUCION ADOPTADA POR NUESTRO ORDENAMIENTO

a) Artículos 2118 y 2012 del Código Civil

Nuestro Código Civil, en sus artículos 2118 y 2012 da una solución más

práctica que doctrinaria al problema que nos ocupa. El primero, ubicado en el

288 YZQUIERDO, ob. cit., p. 46.

135

Título XXIX del Libro IV “Del Mandato”, preceptúa que “los servicios de las

profesiones y carreras que suponen largos estudios o a que está unida la

facultad de representar y obligar a otra persona respecto de terceros, se sujetan

a las reglas del mandato”; el segundo, ubicado al final del párrafo 9º del Título

XXVI del mismo Libro IV, “Del arrendamiento de servicios inmateriales”,

dispone que “los artículos precedentes se aplican a los servicios que según el

artículo 2118 se sujetan a las reglas del mandato, en lo que no tuvieren de

contrario a ellas”.

Nuestra jurisprudencia ha sostenido por su parte, que los servicios de las

profesiones liberales se sujetan a las reglas del mandato, aunque la prestación

de tales servicios no importe en realidad un contrato de esta naturaleza. 289 En

este mismo sentido, un fallo más reciente de nuestros tribunales sostiene que el

contrato de prestación de servicios jurídicos, si bien no constituye propiamente

un mandato, por expresa disposición del artículo 2118 del Código Civil, se

sujeta a las reglas de ese contrato, siéndole aplicable sólo en forma subsidiaria

y en cuanto no fueren contrarias a ellas, las normas que rigen el contrato de

prestación de servicios inmateriales.290

En consecuencia, según nuestro ordenamiento, las primeras normas

aplicables serían las que libremente hayan establecido las partes, en virtud del

principio de autonomía de la voluntad establecido en el artículo 1545 del Código

Civil. En segundo lugar se aplican las normas de los artículos 2116 a 2173 (del

mandato), por texto expreso del artículo 2118; en tercer lugar, los artículos 2006

al 2012 (del arrendamiento de servicios inmateriales), en virtud de lo previsto en

el artículo 2012; y en cuarto lugar, los artículos 1997, 1998, 1999 y 2002 (del

arrendamiento) en virtud del artículo 2006.

289 C.A. Concepción, 18 de julio de 1918, G. 1918, julio-agosto, nº 361, p. 1102, citada por GUAJARDO, ob. cit., p. 41. 290 GACETA JURÍDICA, Nº 294, Diciembre 2005, p. 289.

136

b) Análisis crítico

Según STITCHKIN, nuestro código no ha calificado la naturaleza jurídica

de los contratos que tienen por objeto estos servicios, sino que se ha limitado a

decir que “se sujetan” a las reglas del mandato. Y aún más, estos mismos

servicios se sujetan, también, a las reglas del arrendamiento de servicios

inmateriales en lo que no tienen de contrario a las del mandato. 291En este

mismo sentido, SERRANO advierte que el legislador parece no haber querido

equiparar el contrato de mandato con el contrato que se forma entre el

profesional y su cliente, considerándolos como de igual naturaleza jurídica, sino

que más bien ha estimado que las reglas que rigen el mandato son más

aplicables a la relación en estudio que las que reglan otros contratos. Además

sostiene que nuestro Código, al adoptar una solución para este problema, evita

para nuestro país la antigua controversia que esta cuestión suscita en otras

partes debido a la ausencia de disposiciones legales que la resuelvan.292

Sin embargo, creemos que el legislador, al adoptar tal solución, desliza

de alguna forma su preferencia por la teoría del mandato, en desmedro de las

demás doctrinas, en circunstancias que en muchos puntos es absolutamente

imposible aplicar a los profesionales los principios y normas propias del

mandato, lo que conlleva la no aplicabilidad de gran número de su preceptiva a

las relaciones existentes entre el profesional liberal y su cliente.

Además, aun cuando se considere que el Código no optó por ninguna de

las soluciones doctrinarias, determinando en cambio los grupos de normas

aplicables, lo cierto es que descartados que han de ser un gran número de

preceptos del mandato, los que luego restan subsidiariamente del contrato de

arrendamiento de servicios inmateriales no parecen tampoco dar muchas luces.

En definitiva, nuestro Código Civil no resolvió el problema de la naturaleza

291 STITCHKIN, ob. cit., p. 63. 292 SERRANO, ob. cit., p. 93.

137

jurídica, pero tampoco el de la determinación de la norma aplicable, porque no

hay muchas posibilidades de aplicar a la relación profesional-cliente las reglas a

las cuales se remiten los artículos 2118 y 2012.

De otro lado, la solución adoptada por nuestro Código puede colocar al

juez en un pie forzado, restándole una razonable discrecionalidad, puesto que

en el caso de arribar éste a la convicción jurídica de que a un caso concreto

debieran aplicarse las normas del arrendamiento de servicios, por ajustarse ello

más a la naturaleza jurídica del contrato, ante un conflicto de normas con las del

mandato, forzosamente deberá optar por las de este último contrato, no

obstante que de ordinario encontremos en el arrendamiento de servicios el

cauce adecuado a la regulación de la actividad profesional. Es más, ante la

conclusión de la general inviabilidad de la tesis del mandato, las normas que

justamente no serán aplicables a la actividad profesional la más de las veces,

serán justamente las propias del mandato.

En definitiva, la solución práctica intentada por nuestro Código, podría

constituir una cortapisa, al estimarse que rigidiza la aplicación de la doctrina del

contrato multiforme, que es hoy por hoy, la de mayor aceptación al asunto en

análisis. Por ello, las normas específicas a que nos remite nuestro código no

deben resentirse de rigidez, y estimándolas más bien como ordenadoras y

frente a las particularidades de cada caso, deben admitirse las aperturas

necesarias, ya que siempre será estéril –y solo logrará sacrificar el valor

justicia- apegarse con exceso a categorías jurídicas rígidas.

138

V.C.- OBLIGACIONES QUE NACEN DEL CONTRATO

1) Generalidades.

En una aproximación al tema y sin ánimo de realizar un estudio global y

sistemático, podríamos definir el contrato de servicios profesionales del

abogado como aquel en que un abogado se obliga a prestar un servicio de

asistencia jurídica a un cliente, sea promoviendo y defendiendo sus derechos e

intereses ante los organismos del Estado dotados de potestades

jurisdiccionales o administrativas, o realizando tareas extrajudiciales de

asesoramiento en todo tipo de actividad jurígena, y éste último, a pagar por

estos servicios un precio determinado.

A partir del concepto pueden, desprenderse como características

principales del contrato de prestación de servicios jurídicos profesionales, a la

luz de los criterios clásicos de clasificación de los contratos que fluyen de los

artículos 1439 y siguientes del Código Civil, las siguientes: a) Es un contrato

bilateral, desde que las partes contratantes se obligan recíprocamente,

principalmente, la una a prestar un servicio, y la otra, a retribuir dicho servicio

con un honorario determinado; b) Es un contrato consensual, desde que se

perfecciona por el solo consentimiento 293; c) Es un contrato principal, ya que

subsiste sin necesidad de otra convención; d) Es en general de tracto sucesivo,

pero admite la modalidad de la ejecución instantánea, como sería por ejemplo,

cuando el abogado se obliga a elaborar un dictamen sobre un asunto

determinado; e) Es naturalmente oneroso, ya que en general es útil o

provechoso para ambos contratantes; f) Es un contrato intuito personae,

celebrado en consideración a la persona del otro contratante, peculiaridad rica

en consecuencias, desde que el abogado requiere un título habilitante, lo cual

293 Excepcionalmente puede revestir carácter solemne, como el caso del mandato judicial, pero como ya se expuso, ello no sería cosubstancial al contrato de servicios profesionales.

139

supone un bagaje de conocimientos, una aptitud cultural, que incluso se puede

afinar por la especialidad. Esta característica difiere del que la contratación

profesional del abogado -en general- supone una segunda característica, una

confianza especial.294

Pero sin duda el estudio de la prestación principal (el servicio) es el punto

que mayor interés reviste para un estudio sobre la responsabilidad derivada del

contrato de servicios profesionales del abogado. Así, especial mención merece

el hecho de que la obligación que nace del contrato de servicios profesionales,

como concepto jurídico, se integra de un “objeto”, que se materializa en un

“hacer” que conforma el “contenido del objeto” o la llamada “prestación”, la cual

a su vez puede ser susceptible de subdivisión: las que están ligadas a las

calidades personales del obligado y aquellas en que la “fungibilidad del hacer”

permite el reemplazo del sujeto pagador.295

En consecuencia, para efectos del cumplimiento se aplican todos los

presupuestos propios que determinan esta calificación jurídica. Y como

sabemos que en el ámbito contractual, acaecido el incumplimiento obligacional,

existe en general la presunción de responsabilidad, uno de los mayores

problemas que se presenta en la responsabilidad del abogado en particular y la

profesional en general, es determinar aquella a partir de una “afinación” del

concepto de obligación debida, lo que nos lleva al análisis de la distinción entre

obligaciones de medios y obligaciones de resultado, desde que en el caso que

nos ocupa adquiere especial relevancia juzgar la calidad de la diligencia

prestada más que su resultado, distinción que se presenta como el eje del

sistema, alrededor del cual giran: a) los elementos sustantivos: la actividad

diligente como objeto de la obligación; y b) los procesales o adjetivos: la carga

de la prueba.296

294 El intuito personae es un concepto distinto a la fiducia, según se señaló en el numeral V.A.4) 295 Diez-Picazo, citado por GHERSI, “Responsabilidad del abogado y …”, ob. cit., p. 58. 296 YZQUIERDO, ob. cit., p. 20.

140

Cabe señalar que la distinción entre obligaciones de medios y de

resultado fue originariamente una construcción doctrinaria, es decir, un esfuerzo

de sistematización de ideas que no portaban hasta allí consecuencias jurídicas;

sólo la posterior masiva aceptación del distingo tuvo como correlato la

virtualidad práctica del mismo.297 También, que es una verdad a puños que en

lo que respecta a la terminología empleada, no existe, ya no unanimidad, sino ni

siquiera un consenso más o menos amplio, aun cuando debe reconocerse que

la formulación que más adherentes ha ganado, ha sido precisamente la

referida, sea para adherir o criticar la idea. Por ello, no abundaremos sobre el

tema de las denominaciones o terminologías empleadas, y utilizaremos la de

más general aplicación, poniendo el énfasis en poner de manifiesto lo esencial

de la distinción, que consiste en que nos hallamos ante dos formas distintas de

definir el contenido de la prestación obligacional.

2) Obligaciones de medios y de resultado.

La prestación, objeto de la relación obligatoria, consiste en la conducta

debida de dar, hacer o no hacer alguna cosa a favor de otro (acreedor). Ahora

bien, la prestación puede configurase de diversa forma en cuanto sea exigible o

no la obtención de la expectativa del acreedor, también llamada por algunos

autores interés primario del acreedor. Cuando la satisfacción del interés

primario, se encuentre in obligationi, es decir, sea exigible por el acreedor y, por

tanto, debido por el deudor, estamos ante una obligación de resultado. Cuando

solo sea exigible una conducta diligente encaminada a la obtención de tal

expectativa sin que ella forme parte del objeto de la obligación, nos

encontramos ante una obligación de medios. Esto significa que la distinción

297 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 737.

141

atiende al objeto de la relación obligatoria, que en un caso incluye la expectativa

del acreedor (obligación de resultado) y en el otro no (obligación de medios).298

Sin embargo, siendo clara, sugestiva y aceptable la distinción referida, no

falta doctrina favorable a la idea de que cuando se habla de obligaciones de

medios para distinguirlas de las obligaciones de resultado, se está haciendo

referencia no a dos categorías distintas de obligaciones, sino a una menor o

mayor, respectivamente, amplitud del resultado debido, respecto del interés

final del acreedor.299 Siendo la distinción fecunda en consecuencias, se dice

que lo que se llama obligación de medios es una obligación cuyo fin se precisa

estrechamente por un resultado fragmentario, por una misión parcial en relación

a un fin más extenso que, sin embargo, queda fuera de la obligación.300

3) Orígen y evolución de la distinción.

Se discute quién fue el autor de esta distinción: unos asignan su

paternidad a René DEMOGUE, y otros encuentran antecedentes de

significación previos a la obra de aquel, aun cuando reconocen la entidad y

significación del aporte de éste. 301 En efecto, DEMOGUE no desarrolló la

distinción dentro de la generalización del tomo V de su tratado de 1925 “Traite

des obligations general”, sino al exponer la argumentación sobre su punto de

vista en la debatida cuestión de si la responsabilidad de fuente contractual es la

misma o distinta de la extracontractual.302 En él, su autor, expone sus ideas

acerca de la relativa unidad de la responsabilidad civil, contractual y

extracontractual, criticando que el argumento fundamental para diferenciar una

de la otra sea la carga de la prueba de la culpa, estimando que ello no es

298 GARCIA, Alejandro, “Responsabilidad civil contractual. Obligaciones de medios y de resultado”. Santiago de Chile, Editorial Jurídica ConoSur, 2002, p. 6. 299 Mengoni, citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 56. 300 Marton, citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 56. 301 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 735. 302 TRIGO, “Responsabilidad civil del…”, ob. cit., p.140.

142

exacto, con base a estimar que la obligación del deudor podía ser de medios

como de resultado. Agrega que la responsabilidad por culpa no sería la única

que existiría, como en el caso de las obligaciones de resultado, en que ella es

objetiva, pudiendo también presentarse en el ámbito extracontractual (hecho de

animales, cosa, ruina de edificios) en que existe una presunción de culpa.

Concluye así que el sistema de prueba es el mismo en ambos tipos de

responsabilidad, porque siempre habría una obligación preexistente infringida,

sea el deber general de no dañar injustamente a otro o una obligación

contractual.303 Así, DEMOGUE, en el Tomo VI de su Traité, publicado en 1931,

al desarrollar las causales de exclusión de responsabilidad, sostiene que en las

obligaciones de resultado sólo cabe la fuerza mayor, en tanto que en las de

medios, el deudor se puede eximir probando su diligencia.304

Pese a que hubo inmediatas reacciones frente a esta distinción de parte

de autores que no la aceptaron, la mayoría de los autores franceses la

acogieron, siendo sus más fervorosos partidarios los hermanos MAZEUD y

André TUNC –especialmente Henri MAZEUD- quienes colocaron un segundo

pilote en esta conceptualización, aseverando en primer lugar que como la

terminología era ambigua, correspondía sustituirla por la de “obligaciones

determinadas” en vez de obligaciones de resultado, y “obligación general de

prudencia y diligencia” en lugar de obligación de medios, 305sumándole Tunc a

la clasificación un tercer género, conformado por las obligaciones de

garantía.306

Repárese que el aporte de los MAZEUD fue incorporar esta distinción

como una clasificación general de las obligaciones, aplicable tanto al régimen

contractual como aquiliano, extendiendo además su campo no solo a las 303 GARCIA, ob. cit., p. 16. 304 GARCIA, ob. cit., p. 16. 305 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 738. 306 En ellas, el deudor se obliga a reparar un daño sobrevenido por caso fortuito, por ende, el deudor es garante de la obligación, cubre un riesgo. En contra de esta categoría, Frossard, concluye que la obligación de garantía es de resultado y que ella no se relaciona con el objeto de la obligación. Citados por GARCIA, ob. cit., p. 17.

143

obligaciones de hacer, sino también a las de no hacer y de dar. Como punto de

contacto con la elaboración de DEMOGUE, los MAZEUD consideran que la

regla está dada por las obligaciones de resultado, mientras que las de medios

configuran una excepción.307

Sin embargo, convenimos en que el aporte más significativo de los

MAZEUD es el que hicieron con respecto al estudio interno del distingo,

principalmente en dos aspectos: en primer lugar, que tratándose de hechos,

siempre que se propone un resultado hay una diligencia involucrada para

obtenerlo; y en segundo lugar, al vincular esta elaboración con comprobaciones

de la realidad y conceptos psicológicos, admitiendo que la separación entre

ambos campos no es tajante, existiendo grados de resultado, desde que un

mismo hecho, según sean las circunstancias, puede configurar una obligación

de resultado o no, siendo el parámetro de separación entre una y otra clase, la

aleatoriedad del resultado.308

La jurisprudencia francesa ha aplicado desde 1936 la clasificación de

manera constante y generalizada para fundamentar sus fallos. En Italia, desde

1961, la jurisprudencia de ese país la aplica especialmente al ámbito de la

responsabilidad profesional. En el Derecho alemán, pese a que la distinción

como teoría tuvo su origen en el, ha tenido poco éxito entre los autores y nula

aplicación en la jurisprudencia, salvo por la distinción que se hace entre

contrato de arrendamiento de obra y de servicios, bajo criterios y con

consecuencias muy similares a las de las obligaciones de medios y de

resultado. En España, es seguida por gran parte de la doctrina y se le ha

utilizado también como fundamento para diferenciar los contratos de

arrendamiento de obra de los de arrendamiento de servicios. Dicho criterio -que

podría denominarse aplicación tácita de la distinción- fue adoptado por el

Tribunal Supremo en 1950, señalando que, los servicios ofrecidos por Letrados

307 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 738. 308 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 739.

144

y otros profesionales liberales, generalmente constituyen contrato de

arrendamiento de servicios, pero también ocurre que se puede configurar como

contrato de obra, por ejemplo, en caso que el Letrado acepte el encargo de

emitir un dictamen. En otros países también ha sido aceptada por la doctrina y

aplicada por la jurisprudencia, e incluso, consagrada en el Derecho positivo. 309

En Chile, la doctrina se encuentra dividida respecto de la cabida de la

distinción dentro de la legislación civil, pero es opinión mayoritaria la que la

rechaza fundándose en razones de texto.310 Nuestra jurisprudencia no ha

aplicado la teoría en forma expresa, aun cuando respecto de cierta clase de

consecuencias que ella comporta, tales como para efectos de la determinación

del cumplimiento o incumplimiento de la obligación, la determinación de la carga

de la prueba y las causales de exoneración de responsabilidad.311

RODRIGUEZ GREZ se encuentra entre quienes considera falso el

dilema, y discurre sobre la base de que toda obligación impone un deber de

conducta el cual se encuentra debidamente descrito (tipificado) en la norma

jurídica. Opina que quien se obliga, como quiera que lo haga, se compromete a

comportarse de una determinada manera, a desplegar una conducta

perfectamente acotada por el derecho, pudiendo incurrir en responsabilidad si

no procede de esa manera. Concluye así que del momento que toda obligación

lleva unida, como la sombra al cuerpo, el grado de diligencia y cuidado que se

le impone al sujeto, sea por estipulación expresa de las partes, tratándose de

obligaciones contractuales, o por disposición de la ley en los demás casos,

todas las obligaciones serían de medios, desde que no existiría ninguna

309 GARCIA, ob. cit., p. 22. 310 Quienes están por aceptarla, arguyen principalmente a partir del texto al artículo 2158 inciso final del Código Civil, que expresa que “no podrá el mandante dispensarse de cumplir estas obligaciones, alegando que el negocio encomendado al mandatario no ha tenido buen éxito, o que pudo desempeñarse a menos costo, salvo que le pruebe culpa”. 311 GARCIA, ob. cit., p. 24.

145

obligación de resultado, en el sentido que éste deba alcanzarse siempre, en

todo caso, inexorablemente y bajo todo supuesto.312

La mayoría de los autores sin embargo, no comparten esta opinión,

porque consideran que en las obligaciones de resultado, el comportamiento

diligente no es el objeto de la obligación, sino que el resultado mismo querido

por el acreedor, de modo que sólo se cumpliría la obligación con la obtención

del resultado determinado (expectativa), sin importar el esfuerzo que ello

irrogue.

4) Críticas a la distinción.

Se le han formulado diversas críticas a la distinción entre obligaciones de

medios y de resultado. Así, hay autores que consideran inexacta la distinción,

entre ellos ESMEIN, porque consideran que dependiendo del punto de vista que

se mire, una obligación puede enmarcarse, indistintamente, dentro de una u

otra categoría porque en todas las obligaciones existen resultados y medios

para obtenerlos; otros como MARTON, consideran que todas las obligaciones

serían de resultado, desde que en todo contrato está presente el resultado,

incluso en las de medios, en que se requieren resultados parciales; también

existen autores –como PLANCQUEEL- que consideran que todas las

obligaciones serían de medios, porque el deudor jamás promete un resultado,

sino en los rarísimos casos en que es garante de todo evento, incluso del caso

fortuito313; otros autores –entre ellos MARTON- sostienen que la distinción sería

inexacta porque en muchos contratos coexisten obligaciones de medio y de

resultado: por ejemplo, el abogado es deudor de una obligación principal de

medios, pero también de resultado: actuar procesalmente dentro de plazo.

MARTON agrega que lo que se llama obligación de medios es una obligación

312 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 210. 313 En este mismo sentido opina Pablo Rodríguez, quien se explaya en sus fundamentos, según ya vimos.

146

cuyo fin se precisa estrechamente por un resultado fragmentario, por una

misión parcial en relación con un fin más extenso que, sin embargo, queda

fuera de la obligación;314 finalmente, autores como RIPERT y BOULANGER,

consideran incluso arbitraria la distinción, porque en la vida jurídica habría

obligaciones de contenido infinitamente variado, las que no pueden enmarcarse

dentro de dos categorías que no son siquiera homogéneas.315

Estas críticas han sido asimismo refutadas por ser en su gran mayoría

eminentemente formales: la primera crítica, de la inexactitud de la distinción

debido a su relatividad, porque solo pone de manifiesto lo relativo de los

conceptos de medios y resultado, siendo que es obvio que los medios a los que

se obliga un deudor son un resultado en sí mismo, por lo que se trataría de una

objeción a la terminología propuesta por DEMOGUE, más no a la distinción

misma, puesto que en toda relación obligatoria se requiere de un

comportamiento y de la producción de resultados, pero solo en las obligaciones

de medios el comportamiento equivale al resultado. En cuanto a la pretendida

concomitancia de obligaciones de uno y otro tipo, LOBATO replica que se

trataría sólo de una sucesión en el tiempo de obligaciones diferentes o una

yuxtaposición de ellas para prestaciones diversas.316

GARCIA GONZALEZ opina que la obligación de medios no está

compuesta de obligaciones parciales de resultado y pone como ejemplo el

abogado al cual se le confía la defensa en juicio, que no tiene una obligación de

resultado respecto de la realización de ciertas actuaciones procesales dentro de

plazo, sino que su obligación consiste en la diligente defensa en juicio, la que

importa efectuar las debidas actuaciones procesales en tiempo y forma. Estas

actuaciones debidas son todas las necesarias para obtener la victoria en el

pleito, medidas con el canon de diligencia que corresponda, porque frente a una

sola relación obligatoria, los resultados parciales sólo son manifestaciones del

314 Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 56. 315 Citados por GARCIA, ob. cit., p. 26. 316 Citado por GARCIA, ob. cit., p. 28.

147

comportamiento diligente del deudor de una obligación de medios. Admite que

lo que si puede suceder es que un contrato genere obligaciones distintas, unas

que pueden ser de medios y otras de resultado, pero solo se trata de

obligaciones distintas surgidas de una misma fuente. Es decir, se ha de

distinguir entre el contrato, que puede generar indistintamente obligaciones de

ambas categorías, y la relación obligatoria, ésta última la cual sólo puede ser de

medios o de resultado en un momento dado, aunque su calificación pueda

variar de acuerdo a la etapa de desarrollo del contrato.317

5) Incidencia de la distinción en la responsabilida d del abogado.

Ya señalamos que las obligaciones de medio consisten en realizar una

conducta destinada a…; en el caso del abogado la misma reviste el carácter de

“científica”, pues encierra una aptitud cultural en una rama especial del saber

humano: la jurídica. En cambio, la obligación de resultado apunta de manera

determinante al compromiso del resultado en sí mismo, como lo sería por

ejemplo, iniciar una acción antes que prescriba.

Siguiendo a ALTERINI, GHERSI opina que es sumamente difícil

determinar “a priori” cual será la obligación fecundada, y que es más útil

sostener que de la relación jurídica cliente-abogado, surgen diferentes

obligaciones que pueden revestir uno u otro carácter; aun cuando desde el

punto de la praxis jurisprudencial existe una tendencia a considerar la

obligación como de medios.318

De lo expuesto puede advertirse que en principio, con relación a algunas

profesiones liberales, la obligación que en general asume el profesional es en

realidad de medios, ya que, verbigracia, ni el médico asegura que va a curar al

enfermo, ni el abogado que va a ganar el pleito, sino que únicamente se

317 GARCIA, ob. cit., p. 29. 318 GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras…”, ob. cit., p. 59.

148

comprometen a cumplir una prestación eficiente e idónea, con ajuste a los

procedimientos que las respectivas técnicas señalen como los más aptos para

el logro de esos fines, pero sin poder dar certeza de que ellos se pueden

alcanzar. Entonces, aun cuando el médico o el abogado no pueden asegurar el

éxito, si pueden comprometer una determinada eficiencia o bondad en su labor

para conseguirlo, o una mejor calidad del método, no obstante que en general

sólo se les pueda exigir un obrar conforme, como mínimo, con lo que hacen sus

pares en la misma especialidad y en circunstancias similares, de forma tal que

el parámetro no estaría dado por el promedio de méritos entre el mejor y el

peor, sino en un justo término medio entre, de ordinario, buenos profesionales

en la materia.319

No obstante, también se acepta que estos profesionales pueden

obligarse a un resultado; tal como ocurre por ejemplo, si el abogado se

compromete a redactar un contrato, o un estatuto societario, realizar una

partición, emitir un dictamen o si actúa como apoderado; considerándose en

general por algunos que el abogado se encuentra asimismo obligado a una

prestación de este tipo, con relación a los actos procesales de su específica

incumbencia,320 que en general, tiendan a activar el procedimiento en la forma

prescrita por la ley. Dentro de esa lógica de pensamiento, se ha fallado por la

jurisprudencia argentina, que cuando el abogado actúa como consultor o

patrocinante, su misión primordial es la de conducir el pleito bajo su dirección

intelectual. En estos casos la obligación del abogado sería de medios, dado que

únicamente debe poner de su parte todos sus conocimientos, diligencia y

prudencia con el fin de obtener un resultado favorable a los intereses del

cliente, pero sin garantizar el éxito de su gestión.321 En consecuencia, su

responsabilidad en este caso no podría tenerse por configurada por la mera

319 Compagnucci De Caso, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 288. 320 Alterini,-Ameal-López Cabana, citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 528. 321 CNCivil, Sala B, 9/5/86; CNCivil, Sala E, 26/12/91, citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 528.

149

circunstancia de no haber prosperado en la litis la pretensión de su parte,

siempre que la postura técnica asumida tenga razonable apoyatura en alguna

de las fuentes del derecho vigente; de forma tal que sólo se vería comprometida

la responsabilidad del profesional cuando el fracaso obedezca a una actuación

negligente o a errores jurídicos inexcusables.

Todo lo cual demuestra, entonces, que no puede afirmarse con carácter

amplio, prima facie, que las obligaciones de los profesionales sean de “medios”

o de “resultado”; ya que ello dependerá en cada caso de la profesión de que se

trate, y asimismo de la labor concreta a cumplir por el profesional.322

Se ha considerado que la importancia del distingo entre obligaciones de

medio y de resultado en materia profesional, se proyecta muy especialmente

sobre el régimen probatorio, ya que, en efecto: en las obligaciones de resultado

al acreedor le bastará con establecer, o a veces con sólo invocar, que no se

logró el resultado prometido y nada más, correspondiendo en todo caso al

deudor que quiera exonerarse de responsabilidad, la acreditación de que ello

sucedió por caso fortuito u otra causa extraña ajena a él; mientras que en la de

medios no es suficiente la mera no obtención del fin perseguido pero no

asegurado, sino que también se debe demostrar que ello acaeció por culpa o

negligencia del obligado. Con todo, cabe mencionar que en el derecho

comparado se admite en general, en relación a hechos complejos 323, que rige

el principio de las “cargas probatorias dinámicas”, conforme al cual el onus

probandi habrá de recaer sobre quien se encuentre en mejores condiciones de

producir prueba, por lo general, el propio profesional, cuando se trata

precisamente de responsabilidad profesional.

Sin perjuicio de lo anterior, para GARCIA GONZALEZ, el ámbito más

relevante de la distinción se ubica principalmente en la determinación del

322 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 142. 323 En contraposición a los simples hechos, tales como el caso de si el abogado actuó diligentemente para obtener el poder de sus representados a fin de contestar una demanda, respecto de lo cuales no podría afirmarse que el profesional se encontraría en mejores condiciones para acreditarlos.

150

cumplimiento e incumplimiento de la obligación. Las demás consecuencias que

se atribuyen a la distinción serían importantes, pero no necesarias. 324 Así,

afirmándose por algunos que siempre existe una obligación de resultado si se

considera que el resultado sería precisamente la actividad, en la obligación del

abogado existiría una actividad (la defensa en juicio), que no es sino un

resultado pretendido, el cual a su vez, tiene a la vista otro resultado remoto (la

victoria del pleito). Este resultado de resultado vendría a ser considerado como

algo que, sin ser exigible, sí es lo que ni más ni menos interesa al acreedor, y

como tal, será la forma de medir si los medios adoptados han sido o no los

adecuados; en suma, si la obligación de medios se ha cumplido o no,325 o lo

que viene siendo equivalente, si ha mediado o no culpa profesional, materia

sobre la cual nos extenderemos más adelante.

Por lo demás, partiendo de la premisa que el médico, el abogado, etc.,

gozan de cierta discrecionalidad técnica en el cumplimiento de su prestación, y

dentro de ese obrar se deben guiar por los dictados científicos; de manera que

si existen varios métodos científicamente aprobados, pueden elegir libremente

cualquiera de ellos, el que su entender resulte más apropiado para el caso

dado, resulta innegable que en la valoración de la culpa profesional no se podrá

prescindir de la razonable incertidumbre que humanamente se halla vinculada a

las apreciaciones de tales profesionales, bastando pues con que sea discutible

u opinable el procedimiento seguido, para que quede descartada toda idea de

culpa en el profesional que se inclinó por un sistema desechando otros

posibles.326

324 GARCIA, ob. cit., p. 31. 325 YZQUIERDO, ob. cit., p. 56. 326 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 143.

151

CAPITULO VI

PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL DEL ABOGADO

VI.A.- GENERALIDADES

La responsabilidad resulta de la concurrencia de una serie de elementos

que tienen como resultado un daño inferido. Se trata de un fenómeno jurídico

que -desde vieja data- importa por el deber de reparar que engendra, ya que

puede tener génesis en dos circunstancias bien definidas: el incumplimiento

contractual que arrastra tras sí una responsabilidad contractual, o bien el

incumplir un deber genérico de no dañar (alterum non laedere) que implicará

una responsabilidad extracontractual.

Para la atribución de responsabilidad civil a una persona se requiere la

concurrencia de varios presupuestos indispensables. Sin embargo, la

determinación de estos elementos o presupuestos no ha sido un tema pacífico

en la doctrina, tanto por lo que respecta al número como a la índole de estos.327

Como si ello no fuese ya suficiente, el tema se ha planteado en forma

diferenciada al tratar la responsabilidad extracontractual y la contractual.

Por ello, no debe sorprender que, no obstante que cuestiones como

estas afecten a ambos órdenes de responsabilidad –contractual y aquiliana-, la

mayoría de los manuales de derecho civil, contemplen al tratar el sistema de

responsabilidad extracontractual, como elementos o presupuestos de su

estudio, el hecho ilícito o la antijuridicidad, el daño, la relación de causalidad

entre el hecho ilícito y el daño, y el factor de atribución o imputación. Incluso

algunos agregan la capacidad delictual, todos los cuales deben concurrir para

327 TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo I, p. 387.

152

configurar la obligación de reparar.328 Al tratar de la responsabilidad civil

derivada del contrato en cambio, sólo dedican atención a alguno de sus

elementos: la culpabilidad y la imputabilidad. Apenas se dice algo del daño o los

perjuicios. Entonces, a los ojos del confundido estudiante y debido a una

enorme falta de metodología, unos idénticos elementos se estudian por

duplicado en sede aquiliana y contractual, esto es, en cada una de las dos

parcelas de reparación, y se presenta un esquema en el que el daño, la relación

causal y la antijuridicidad aparecen como elementos genuinos, exclusivos y

monopolizados por la teoría de la responsabilidad extracontractual.329

Se impone entonces, hoy por hoy, por la propia fuerza de las cosas,

sobre todo en materia de responsabilidad profesional, el tratamiento unitario del

fenómeno resarcitorio, habida consideración a que el estudio de esta índole de

responsabilidad se presenta muchas veces en el deslinde de ambos regímenes

o parcelas de reparación, como ya se ha visto. Aserto que hoy, a primera vista,

aparece como indiscutible, pero que hasta hace no mucho tiempo atrás no lo

era tanto, puesto que antes de estructurarse la responsabilidad civil como teoría

general, los autores no se interesaban por una esquematización de sus

presupuestos o elementos.

Pero como ya se anticipó, las disfunciones no terminan ahí, desde que

existen o han existido unas posturas más restrictivas, que intentan reducir al

mínimo los elementos constitutivos de la responsabilidad civil, como aquella que

considera que pueden sintetizarse fundamentalmente en dos: el hecho ilícito y

la culpa. El daño no sería para esta corriente un elemento autónomo, sino que

estaría comprendido dentro del "hecho ilícito", actuando en un momento

posterior y no sustancial de la vigencia de la responsabilidad: en el de la

liquidación de los perjuicios. Dentro del segundo elemento, la culpa, se incluyen

a su vez dos nociones que se han pretendido diversificar por otros autores: el

328 Entre nosotros, MEZA BARROS, Ramón, “Manual de derecho civil. De las fuentes de las obligaciones”, Tomo II, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 5ª Edición, 1975, p. 261 y sgtes. 329 YZQUIERDO, ob. cit., p. 11.

153

hecho imputable y lo que propiamente puede denominarse la “culpa”.330 Otras

posturas más extensivas consideran desde cuatro a seis elementos, siendo la

más dominante en la actualidad, la que admite tres: el perjuicio o daño causado,

la imputabilidad (pues sólo quien por su culpa o dolo ocasiona el daño está

obligado a repararlo) y la existencia de una relación de causalidad entre la culpa

y el daño. Otros autores, aun dentro de ese mismo número de exigencias,

difieren en cambio, en cuanto a cuáles son los elementos, requiriendo que

medie un daño causado, que lo sea ilegalmente (hecho ilícito) y que haya

imputabilidad.

Para efectos de nuestro análisis y siguiendo la tendencia doctrinaria

dominante en la materia, consideraremos cuatro presupuestos o elementos, y

comunes a las esferas contractual y extracontractual, por entender que es la

que mejor define las condiciones necesarias para la existencia de la

responsabilidad civil, sobre todo la profesional, y por estimar que cuando se

supera este número básico, ello obedece a que se desdobla lo que constituye

un elemento único, en dos o más.

En consecuencia, consideraremos: a) acción u omisión antijurídica, que

podrá ser el incumplimiento de un contrato o la violación de naeminem laedere

general; b) daño; c) relación de causalidad; y d) factores de atribución (o de

imputabilidad, en los términos clásicos del sistema subjetivo): dolo, culpa,

riesgo, garantía, equidad, solidaridad social. 331

Siendo la responsabilidad profesional un mero apartado o capítulo

especial dentro de la temática genérica de la responsabilidad civil, va de suyo

que para su configuración se requiere igualmente de la concurrencia de esos

mismos presupuestos, los que analizaremos seguidamente, con especial

énfasis en las particularidades que presentan en la actividad profesional

jurígena, en los ámbitos del daño y de los factores de atribución o imputabilidad,

330 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 389. 331 YZQUIERDO, ob. cit., p. 13.

154

sin dejar de repasar, por coherencia con el sistema, las nociones generales

acerca de la relación causal y antijuridicidad, que como generales, se aplican

también a la especie de la responsabilidad del profesional del abogado, y no

exentas del todo de sus propias particularidades.

Con todo, prescindiremos de la discusión teórica, que también se ha

planteado, del orden lógico en que han de tratarse cada uno de estos

elementos, partiendo de la base de estimar que serían distintos ángulos de

análisis de un mismo problema, que además, se entrelazan entre sí y que

deben concurrir simultáneamente.

VI.B.- LA ANTIJURIDICIDAD

1) Concepto de antijuridicidad

La necesidad de que el hecho dañoso contravenga el orden jurídico,

considerado en su totalidad, es un presupuesto común de la responsabilidad,

que debe estar presente –también- en el ámbito de la responsabilidad

profesional del abogado.

La antijuridicidad aparece como sinónimo de ilicitud, siendo un concepto

que abarca o comprende no solamente los casos de violación directa de la ley,

sino las hipótesis de infracción del deber impuesto por la propia voluntad de las

partes en un contrato.

Consiste en suma, en la infracción o violación de un deber jurídico

preexistente, establecido en una norma o regla de derecho, que integra el

ordenamiento jurídico.

Desde luego es comprensiva de aquellas prohibiciones legales expresas

(antijuridicidad formal, sinónimo de ilegalidad o ilicitud), y también de aquellas

que surgen nítidamente del articulado de la ley, de manera que existirá

antijuridicidad tanto si se trata de una prohibición legal concreta, como si resulta

155

de la intelección de lo implícito (antijuricidad material). De modo que basta la

apreciación de la prohibición legal en el conjunto de las normas, y que de ellas

consideradas en su plenitud, surja limpiamente la desaprobación de la

conducta. 332

Así, desprendiéndose del artículo 2329 del Código Civil, concerniente a

la responsabilidad aquiliana, el deber general de emplear el cuidado debido en

todos los actos de la vida de relación de modo de no dañar a nadie, la omisión

de dicha diligencia debida, sería asimismo antijurídica, contraria a derecho.

Además, el deber infringido puede resultar de las mismas convenciones

de las partes en los contratos, desde que estos constituyen "una ley para los

contratantes" según el artículo 1545 de nuestro Código Civil, esto es, una regla

a la cual deben someterse como a la ley misma, no existiendo en verdad

ninguna antítesis entre la ley concebida como norma general y el contrato o

norma individualizada, ya que la diferencia sólo reside en su grado de

producción y no en su naturaleza, según lo demostrara KELSEN al referirse al

proceso evolutivo y graduado de producción de las normas jurídicas.333

Ya ha quedado establecido que, en general, la responsabilidad civil del

abogado es de naturaleza contractual, por resultar de la transgresión de

obligaciones estipuladas en un contrato concluido previamente entre él mismo y

su cliente, que para ellos tiene fuerza de ley, e integra el ordenamiento jurídico,

aunque su obligatoriedad este circunscrita sólo a las partes contratantes y no se

extienda a los restantes individuos de la comunidad.

Más aun, se ha estimado que para establecer la antijuridicidad de la

conducta profesional deben tenerse en cuenta los deberes que impone la ley, y

los deberes complementarios que impone la buena fe, como ocurre con los

deberes de lealtad, secreto e información. También deben tenerse presente que

tales normas, sumadas a ciertas reglas aceptadas por lo Colegios y

332TRIGO, ob. cit., p. 53. 333 Citado por TRIGO, ob. cit., p. 55.

156

organizaciones profesionales, brindan directivas que constituyen criterios

idóneos e imprescindibles para apreciar la debida diligencia y la obligación de

obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas.334 En ese mismo

sentido opina VISENTINI, para quien además de la infracción de una regla

emanada de la ley o de los reglamentos (llamada en Francia légalitté formelle),

puede xistir una violación de reglas no contenidas en textos legislativos, sino en

fuentes de origen privado (por ejemplo, códigos deontológicos, directivas

elaboradas por sindicatos, asociaciones profesionales o deportivas), o bien

derivadas de los usos, con tal que las mencionadas fuentes no sean contrarias

a las leyes, o en normas de creación jurisprudencial.335 VELOSO nos advierte

sin embargo, que nuestra jurisprudencia ha resultado un tanto conservadora en

el examen de los requisitos, siendo exigente en su evaluación, siguiendo la idea

de que la responsabilidad es excepcional.336

SANTOS BRIZ, citando a ESSER, expone que la antijuridicidad es un

medio para delimitar hasta donde llega la imputación de los daños a una

persona, ya que para imponer a una persona una obligación indemnizatoria,

además de una relación causal adecuada entre el acto y el daño se requiere

además que el resultado dañoso esté prohibido por la ley o el contrato; es decir,

que el ámbito de protección de los pactos contractuales o de las disposiciones

legales sobre actos ilícitos incluya los bienes afectados.337

Concluyamos entonces que la antijuridicidad consiste en la contradicción

entre una determinada conducta y el ordenamiento normativo considerado en

su integridad, apreciado con sentido unitario, tratándose de un presupuesto de

la responsabilidad independiente de la voluntariedad y la culpabilidad.

Concretamente, no es otra cosa que el causar daño a otro sin causa de

justificación. De tal modo, para que exista no es necesario que haya una norma

334 TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 291. 335 Citado por VELOSO, Paulina, “Nuevas tendencias del derecho”, Santiago de Chile, Editorial Lexis Nexis, 2004, p. 253. 336 VELOSO, ob. cit., p. 253. 337 Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 812.

157

expresa que prohiba una determinada conducta, pues es suficiente que se

cause un daño sin justificación.

A juicio de RODRIGUEZ GREZ, la antijuridicidad como elemento de la

responsabilidad civil en nuestro derecho, se encuentra más bien ligada al

ámbito de la responsabilidad extracontractual, como elemento del delito y

cuasidelito civil, atento que para determinar los efectos de otros institutos la ley

señala sanciones diferentes, especialmente consideradas en el ordenamiento,

como serían las infracciones a los deberes matrimoniales, que acarrean el

divorcio, y la omisión de ciertas formalidades de los actos, que acarrean la

nulidad.338 No compartimos esta opinión, desde que la circunstancia que en

sede contractual existan supuestos en que el ordenamiento jurídico señale otra

sanción diferente a la indemnizatoria propiamente dicha, no implica que la

actuación deje de ser antijurídica. Cuando el comportamiento del sujeto es

violatorio de un deber jurídico impuesto por una relación de obligación

preexistente, el ilícito asume la forma de incumplimiento. Cuando el

comportamiento es violatorio del deber general de no dañar (naeminen

laedere), estamos ante un acto ilícito extracontractual.339

2) Causales de exclusión de la antijuridicidad

La antijuridicidad objetiva de un acto puede verse enervada por las

causales de justificación, que en el campo profesional exhiben algunas

particularidades. En especial interesan las que hacen al consentimiento de la

víctima y la obediencia debida, que se presentan con ejemplos interesantes en

el ámbito de la responsabilidad médica, pero el tema es común a la generalidad

de las responsabilidades profesionales.

338 RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, p. 132. 339 YZQUIERDO, ob. cit., p. 441.

158

Para GHERSI, es muy difícil en abstracto, establecer si alguno de los

supuestos, legítima defensa, estado de necesidad, etc., pudiera fecundar un

caso concreto para determinar la “juridicidad” de la conducta del abogado, y

estima que quizás podría rozarse o entrar en colisión con la obligación de

fidelidad en relación al secreto profesional.340

Para PARELLADA, la obediencia debida, en principio, no puede

funcionar en materia de responsabilidades profesionales, ya que el superior

jerárquico carece de derecho a impartir órdenes en el ámbito técnico y, siempre,

el subordinado podría revisarlas.341

Con respecto al consentimiento del cliente podemos decir que, el

abogado defensor en el proceso penal, queda vinculado por las decisiones de

su defendido, si el cliente prefiere un cambio de calificación o apelar una

decisión judicial, pese a que ello acarreará una demora en su excarcelación, por

ejemplo, el daño por privación de la libertad durante ese período no podría ser

atribuido al profesional; no obstante debe prevenirlo de tales problemas, en

cumplimiento del deber de información. En efecto, la voluntad del cliente debe

ser ilustrada por el profesional; en este aspecto no debe olvidarse que el cliente

no maneja los arcanos de la ciencia, arte o técnica que domina el profesional, lo

cual exige que aquél desarrolle una conducta informativa esclarecedora de las

alternativas que se presentan. La buena fe impone al profesional un particular y,

en general, previo deber de información de los riesgos que se corren, por lo que

el abogado debe brindar adecuada información acerca de los riesgos que se

afrontan al encarar una demanda judicial y sobre la validez de los actos que

instrumentan.342

Especial mención nos merece la utilización de técnicas en estado de

experimentación: el Derecho, está en cambio permanente y la “interinfluencia” a

que está sometido desde y hacia otros países, ha pasado a ser trascendente,

340 GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras…”, ob. cit., p. 68. 341 PARELLADA, ob. cit., p. 78. 342 PARELLADA, ob. cit., p. 74 y ss.

159

por la facilidad de los medios de comunicación y difusión de la literatura jurídica.

Esto posibilita que los abogados accedan al conocimiento de nuevos planteos

jurídicos realizados en otros países; de tal forma que al planteársele por un

cliente situaciones nuevas no contempladas por el ordenamiento jurídico

vigente, pueda recurrir a posiciones inéditas para la legislación, doctrina y

jurisprudencia nacional. Esto obviamente implica un riesgo que debe ser

compartido con el cliente, no porque esté en condiciones científicas de dilucidar

o evaluarlo, sino simplemente porque conozca la situación claramente y asuma

esta nueva situación como tal.343

Desde otro punto de vista, para MOSSET ITURRASPE el consentimiento

o conformidad del cliente puede dar lugar a una eximente convencional de

responsabilidad, cuya finalidad será la de evitar o circunscribir un deber de

resarcir que, de no haber mediado aquélla, el contratante incumplidor habría

tenido que asumir frente a la contraparte.344

Debe consignarse, que no existe acuerdo en cuanto a la validez de las

cláusulas exonerativas y de limitación de responsabilidad en relación a los

profesionales. TRIGO REPRESAS es de la opinión que no es dable afirmar,

como principio, la invalidez de las cláusulas limitativas o eximentes de

responsabilidad de los profesionales,345 pero siguiendo a PARELLADA, con la

reserva de que el consentimiento del cliente nunca podría cubrir el dolo o la

impericia, negligencia o imprudencia del profesional, para excluir totalmente su

responsabilidad; aunque si admite que podría ser eficaz una cláusula limitativa

que le permitiera liberarse contractualmente de ciertas consecuencias de un

incumplimiento culposo, siempre que no exista culpa grave de su parte.346

En tal sentido deben tenerse en cuenta todas las reglas que se sientan

en materia de cláusulas de irresponsabilidad, en particular lo referido a la

343 GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras..”, ob. cit., p. 76. 344 Citado por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 133. 345 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 134. 346 Ibid.

160

disponibilidad de los derechos en juego,347 máxime si se advierte que la

actividad profesional compromete intereses superiores a los del cliente. Al

respecto cabe traer a colación en esta oportunidad lo tratado a propósito de la

función de la abogacía (Cap. II.D), por lo que parece claro que, estando en

juego derechos tales como la vida, el honor, la libertad y en general, los

atributos y derechos relevantes de la comunidad que trascienden el interés

puramente privado del cliente, mal podría admitirse una dispensa convencional

de la responsabilidad profesional.348

VI.C.- EL DAÑO

1) Importancia del daño.

Aunque en la cronología temporal de los acontecimientos, el daño sería

el último elemento en aparecer como consecuencia o resultado de la acción

antijurídica, puede decirse desde un punto de vista metodológico que es el

primer elemento de la responsabilidad civil, ya que sin él no puede siquiera

pensarse en la pretensión resarcitoria: sin perjuicio no hay responsabilidad civil

por ausencia de "interés", que es la base de todas las actuaciones, y así

resultaría superfluo entrar a indagar la existencia de los restantes elementos de

aquellas, desde que no existe una responsabilidad civil abstracta, porque el

derecho no se agota en abstracciones, al no ser una ciencia estéril o puramente

especulativa, ni su objetivo es realizar consideraciones morales sobre la

intención de actos que no han generado consecuencias dañosas.

Es más, por extrema vileza que pueda denotar una actuación

determinada, puede ésta no tener correlato en la carga de una indemnización

347 PARELLADA, ob. cit., p. 77. 348 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 135.

161

civil, desde que incluso se puede incurrir en una figura delictiva sin perjudicar a

nadie en particular. Como contrapartida, una acción humana inculpable puede,

a título de factor de atribución diverso –como el riesgo creado-, generar derecho

a resarcimiento.

Entonces, el problema de la responsabilidad civil recién puede plantearse

cuando existe un daño, ya que sólo en presencia de éste el jurista estará en

condiciones de indagar si el mismo fue provocado (relación causal)

infringiéndose un deber jurídico (antijuridicidad) y existiendo un factor de

atribución que la determine en definitiva.

Sin perjuicio de lo expuesto, debemos prevenir que no obstante estar

contestes en que el daño es el presupuesto central de la responsabilidad civil,

no podemos afirmar sin más -como está de moda actualmente- su primacía por

sobre los demás presupuestos de la responsabilidad, al menos con el alcance

que se le otorga, ya que la sola presencia del daño no autoriza indemnizarlo si

no concurren, al menos mínimamente, los demás presupuestos de la tetrarquía

que analizamos supra.349

Finalmente, debemos consignar que en general, se considera que no

existen con respecto al daño, notas diferenciales en lo que hace a la

responsabilidad civil de los profesionales, salvo el caso de los abogados, cuya

responsabilidad lo es a priori, solamente por la pérdida de una “chance”, como

tendremos oportunidad de analizar.

2) Evolución del concepto.

No está demás dejar enunciado que la evolución del concepto de daño

ha ido de la mano con la evolución socioeconómica y jurídica de los derechos.

En este sentido, se distinguen los derechos individuales de primera generación,

de preservación frente al nacimiento del Estado moderno y a la protección del

349 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 409.

162

patrimonio, sobre todo el derecho de propiedad frente a los abusos del Estado

que se comienza a formar y consolidar luego de la caída de las últimas de las

monarquías, en 1789; los derechos sociales de segunda generación, que

comienzan a gestarse con las tensiones sociales que aumentaron con la

primera posguerra y la crisis del treinta; los derechos personalísimos de tercera

generación, que se gestan a partir y como reacción a los campos de exterminio

de la segunda guerra mundial, en que se toma conciencia de que no puede

restringirse la tutela de la persona a la reparación del daño una vez que éste se

haya producido sin haber previsto su evitamiento, asegurando un mínimo de

dignidad al hombre, ya no en sus fases de productor obrero o mero consumidor,

sino como ser humano, desarrollándose el derecho a la vida y la integridad

física, el derecho al propio cuerpo, la espiritualidad, a los datos personales, a la

intimidad, etc; y finalmente aparecen los derechos ambientales de cuarta

generación, frente a la necesidad de preservar de la contaminación el medio

ambiente y el sistema ecológico.350

Dentro de este contexto y como ya se ha analizado, en nuestro Derecho,

al igual que en la mayoría de los países latinoamericanos, el esquema

individualista clásico de la responsabilidad civil se consolidó sobre la base del

Código de Napoleón y permaneció así hasta nuestros días, en que la idea

central es la responsabilidad subjetiva fundada en la voluntariedad de la

conducta humana, lo que puede suponerse que ocurrió durante el desarrollo de

los derechos individuales de primera generación. Este esquema subjetivo exige

voluntariedad, tanto en la concepción como en la ejecución del acto,

conjugándose los elementos internos (discernimiento, intención, libertad) con el

externo (manifestación de la voluntad). La previsibilidad, operación intelectual

mediante la cual el autor de un daño descubre la relación de causalidad entre

su acción u omisión y el daño producido,351 incide claramente en las

350 GHERSI, Carlos, “Valuación económica del daño moral y psicológico”, Editorial Astrea, Buenos Aires, 2000, pags. 14 a 23. 351 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 30.

163

consecuencias como parámetro de indemnización, que va creciendo desde el

ámbito contractual al extracontractual conforme a la mayor intensidad en la

culpabilidad de la conducta del agente dañador. Y dentro del primero, la culpa,

en sus distintos grados, aparece como un concepto intermedio ente el obrar

doloso y el caso fortuito o la fuerza mayor, siendo las consecuencias

reparadoras diferentes según se trate del obrar del agente dañador.

Pero como también ya se vió, la tendencia doctrinaria, jurisprudencial y

legislativa de un tiempo a esta parte, ha anotado un viraje de ciento ochenta

grados, avanzando hacia el tratamiento unitario de los regímenes contractual y

extracontractual, centrado primordialmente en el elemento daño. Se comenzó a

estudiar el fenómeno desde la situación del dañado y el daño y no

exclusivamente desde el dañador, con consecuencias teórica y prácticas de

diversa índole: daños en los que no aparecen ni la ilicitud, ni la voluntariedad, ni

la culpabilidad merecen ser reparados, motivando la apertura del espectro de

posibilidades reparativas, al punto que hoy es moneda corriente hablar de la

responsabilidad de los profesionales, cosa que hasta antes resultaba

impensable.

3) Concepto de daño.

Se han postulado muchos conceptos de daño, y así se ha dicho que la

palabra proviene de la voz latina “damnum” que significa deterioro, menoscabo,

destrucción, ofensa, dolor que se provocan en la persona, cosas, valores

morales o sociales de alguien.352 En el derecho romano al término damnum se

le agrega otra variable, que puede ser dare, facere, sarcire, capere, solvere,

etc., que confiere a la expresión un significado preciso.353 En un sentido amplio,

352 Diccionario jurídico mexicano, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 410. 353 Castresana Herrero, citada por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 411.

164

para DE CUPIS, “daño no significa más que nocimiento o perjuicio, es decir,

aminoración o alteración de una situación favorable”.354

A juicio de RODRIGUEZ GREZ, una primera cuestión que plantea el

daño es dilucidar si la expresión requiere de una conceptualización jurídica o

basta con darle su significado natural y obvio, ya que éste carece de una

definición legal en nuestro derecho. Agrega que los autores nacionales no están

contestes en el objeto sobre el cual debe recaer el daño. Algunos afirman que la

lesión debe afectar un derecho subjetivo de la víctima. Otros, que basta con la

lesión de un interés. 355 La posición de este autor, pero sólo referida al ámbito

extracontractual,356 se aproxima mucho más a la de quienes solo exigen el

compromiso de un interés, los que circunscribe a aquellos legitimados por el

ordenamiento jurídico, lo que no significa a su juicio transformarlos en un

derecho subjetivo, desde que la nota diferenciadora la sitúa en si se encuentran

tutelados o amparados en la ley (derecho subjetivo) o si por el contrario, no

contravienen el ordenamiento jurídico, aun cuando no encuentren

reconocimiento o amparo legal expreso (interés), pero que resultan suficientes,

sin embargo, para desencadenar una reacción reparatoria por parte del

derecho. 357 Distinta es la posición de este autor en el ámbito contractual, ya

que según él, de lo prevenido en los artículos 1556, 1558 y 1559 del Código

Civil, comparativamente con lo dispuesto el artículo 2329 del mismo, se

desprende que en materia contractual impera el principio de “reparación

limitada de los daños provenientes del incumplimiento” y en materia

extracontractual el principio de la “reparación integral de la víctima”, 358 por lo

que el daño contractual estará siempre circunscrito al menoscabo o interés

354 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 411. 355 RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 25. 356 Debe precaverse que este autor estima inconveniente intentar una teoría unitaria de la responsabilidad civil, ya que los dos grandes bloques, la responsabilidad contractual y extracontractual, presentan a su juicio diferencias sustanciales y su confusión induce a equívocos e inconsistencias que degradan y restringen su estudio. 357 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 259. 358 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 216.

165

patrimonial del acreedor, extendiéndose de manera excepcional, a los derechos

extrapatrimoniales, como consecuencia de que, en algunos casos, la lesión a

un derecho patrimonial se expande hacia el fuero íntimo de la persona, dando

lugar a la indemnización del daño moral.359

Por ahora sólo concibamos el daño en forma amplia, como todo

menoscabo, detrimento, lesión, molestia o perturbación que sufre una persona,

en sus bienes patrimoniales o económicos, en cierta condiciones –daño

material-, y en hipótesis particulares, la lesión al honor o a las afecciones

íntimas, o en general, a los llamados derechos de la personalidad o

personalísimos –daño moral o extrapatrimonial-.360

Hasta aquí sin embargo, nos hemos mantenido dentro de un concepto

objetivo del daño, pero debemos prevenir que alguna doctrina afirma que los

daños no han de considerarse en sí mismos, sino en cuanto a sus efectos y por

ello, al lado de la nota del menoscabo, estiman que debe incluirse la de la

responsabilidad: “daño es todo menoscabo material o moral causado

contraviniendo una norma jurídica, que sufre una persona y del cual haya de

responder otra”.361 Aun cuando estimamos respetable esta opinión, no la

compartimos, por cuanto la obligación de responder es una noción diferente y

constituye un efecto que resulta de la concurrencia de todos los demás

requisitos o presupuestos de la responsabilidad.

4) Requisitos del daño.

En este orden de materias –es menester consignar de antemano-

tampoco existe acuerdo entre los autores sobre los requisitos que debe reunir el

daño para ser indemnizable, por lo que partiendo de la base que la

359 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 217. 360 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 412. 361 Santos Briz, siguiendo a Esser, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 412.

166

responsabilidad profesional del abogado se sitúa preponderantemente en el

ámbito contractual, pero sin excluir del todo el extracontractual, hemos optado

por considerar que deben concurrir los siguientes presupuestos: que sea cierto,

que lesione un derecho subjetivo o un interés legitimado por el ordenamiento

jurídico, que sea directo, que se encuentre real o presuntivamente acreditado y

que no se encuentre reparado.362 En sede extracontractual, se estima

adicionalmente que el daño sea avaluable en dinero y que sea causado por

obra de un tercero distinto de la víctima, 363 lo que redundantemente resulta

aplicable al ámbito contractual.

4.a) Certidumbre del daño.

Prácticamente la unanimidad de la doctrina y la jurisprudencia estiman

que para que el daño sea resarcible, debe ser cierto, por oposición a lo

puramente hipotético, eventual o conjetural; lo que significa que debe haber

certidumbre en cuanto a su existencia misma, en el caso del daño actual; o

suficiente probabilidad, de acuerdo al curso natural y ordinario de los

acontecimientos de que el mismo llegue a producirse, como previsible

prolongación o agravación de un perjuicio ya en alguna medida existente, en la

hipótesis de daño futuro.364

De lo que puede colegirse, que el daño puede ser presente o futuro.365

Pero como respecto del daño presente no surgen mayores problemas, menos

en aquellos que, de tan ciertos, directamente pueden ser presumidos por el

ordenamiento o el juez, liberándose de prueba a los reclamantes, lo que sí debe

precisarse es en que casos el daño futuro es cierto, cuestión que aparece 362 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 247 a 252. 363 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 264. 364 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 413. 365 Caso típico de daño futuro es el lucro cesante: lo que una persona deja de ganar u obtener hacia el futuro, como consecuencia de un hecho que afecta la causa generadora de dicha utilidad, no es un daño actual, pero las condiciones que existen al momento de ejecutarse el hecho dañoso son las que se proyectan razonablemente en términos de estimar cierto el efecto dañoso futuro.

167

íntimamente relacionada con la existencia de una causa que conduzca lógica y

razonablemente a un resultado (daño): así se sostiene que es cierto el daño

que, conforme a las leyes de la causalidad, sobrevendrá razonablemente en

condiciones normales, a partir de su antecedente causal.366 Por lo tanto, al

producirse el incumplimiento o hecho dañoso (causa fundamental del daño),

puede preverse que éste producirá efectos nocivos hacia el futuro. El problema,

entonces, consiste no en determinar la causa principal del daño cierto, sino en

la serie de factores sobrevivientes, inesperados o imprevistos que pueden hacer

desaparecer los efectos nocivos del incumplimiento o hecho dañoso,367 los que

sólo pueden ser considerados en el evento de que razonablemente, al momento

de ejecutarse el incumplimiento o hecho dañoso, ellos estén presentes.

En consecuencia, esta certidumbre no es absoluta sino relativa y debe

ser apreciada con tino y mesura, puesto que como agudamente apuntan LE

TOURNEAU y CADIET: “la exigencia de un perjuicio cierto debe ser entendida

con relatividad, puesto que la certidumbre no es de este mundo. El perjuicio

cierto es, en este sentido, el perjuicio muy verosímil, tan verosímil como para

tener el mérito de ser tenido en consideración”.368 En otras palabras, para que

el daño sea cierto, no significa que aparezca suficientemente cierto, con la

certeza del ocurrir o con fatalidad, pues el daño probable, que verosímilmente

sucederá, también debe indemnizarse. No lo es por contraposición, el daño

incierto, puramente hipotético, conjetural o eventual, esto es, aquel cuya

ocurrencia no presenta ninguna seguridad sino solo una mera posibilidad. Lo

que significa, que debe haber suficiente probabilidad objetiva, de acuerdo al

curso natural y ordinario de los acontecimientos, de que el mismo llegue a

producirse, como previsible prolongación o agravación de un perjuicio ya en

alguna medida existente, desde que el derecho no indemniza ilusiones sino

366 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 265. 367 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 220. 368 Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 414.

168

realidades. Proceder a la reparación de un daño eventual o meramente

hipotético, equivaldría a un enriquecimiento sin causa.

Lo anterior, por lo mismo, exige la adopción de un criterio científico que

permita al juez deducir la certidumbre de que el daño debe producirse: lo que

determina la existencia del daño futuro es la causa generadora del mismo, su

consecuencia probable y la razonable certeza de que no surgirán elementos

sobrevivientes que alteren el orden regular de las cosas permitiendo la

consecución del beneficio: en síntesis, el juez, para apreciar los daños futuros,

deberá recurrir a la causa (incumplimiento o hecho dañoso), sus consecuencias

normales (beneficio esperado), y razonabilidad de que ello ocurra.369

Otro aspecto no menos relevante es el dilucidar en que momento ha de

considerarse la futuridad: algunos piensan que al momento de dictarse

sentencia, otros, al momento de ejercerse la acción. Por nuestra parte,

concordamos con RODRIGUEZ GREZ que la cuestión se suscita al momento

de ejecutarse el incumplimiento o el hecho del cual deriva el daño, y a partir de

ese instante deben eliminarse los acontecimientos imprevisibles, aquellos que

no debieran racionalmente ocurrir y que eliminan el daño que se visualiza hacia

el futuro,370 porque en ese momento ya existe la causa generadora. Con todo,

estimamos que la certidumbre debe darse en cuanto a la existencia misma,

presente o futura, del daño, aunque su importe o entidad no pueda ser

determinado al momento de dictarse sentencia, pudiendo ella ser fijada

posteriormente, como por lo demás lo autoriza el artículo 173 de nuestro Código

de Procedimiento Civil.

En resumen, puede sostenerse entonces que son resarcibles tanto el

daño cierto actual como el daño cierto futuro, desde que la disyuntiva ha de

plantearse entre el daño cierto, en contraposición al daño eventual o

meramente hipotético. Este último, si bien es futuro, no existe una convicción

369 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 267. 370 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 265.

169

razonable de que pueda llegar a producirse, lo que le resta la necesaria

certidumbre.

Por la razones expuestas, en la materia específica de la responsabilidad

del abogado, la pérdida de oportunidad o “chance” es considerado un daño

cierto: la frustración de un negocio jurídico debido a un deficiente

asesoramiento atribuible a aquél, o la pérdida de un juicio por omisiones o

errores que le sean imputables, configuran un daño cierto, aun cuando el daño

no provenga de la realización positiva de la oportunidad, sino sólo de su

existencia, quedando el resultado de la misma congelado, debiendo avaluarse

sólo la posibilidad de lograr un beneficio. Ello sin perjuicio de su concreta

cuantificación, desde que no es lo mismo determinar la existencia de un daño

que la extensión del mismo. La pérdida de oportunidad constituye, por tanto,

una forma particular de daño que goza, por definición, y al menos “a priori”, de

cierta indeterminación valorativa, por el álea que llevaría envuelta, como

tendremos oportunidad de analizar en el numeral 5).

4.b) Demás requisitos del daño.

Por un tema de coherencia con el sistema no podemos menos que

enunciar los demás requisitos del daño considerados por la doctrina, que como

generales, se aplican también a la especie de la responsabilidad del

profesional.

En primer lugar, como ya se ha indicado, se ha sostenido que el daño

puede recaer en la lesión de un derecho subjetivo como también de un interés,

así dicho interés, atendido su reconocimiento y amparo jurídico, represente o no

un derecho subjetivo. Este interés legítimo tiene que estar presente en la

legitimidad de lo que se reclama: un rufián o tratante e blancas no podría

válidamente reclamar indemnización porque una de estas mujeres firmase un

170

contrato para prostituirse en beneficio del rufián y luego lo incumpliera. 371 Esto

con la reserva de RODRIGUEZ GREZ, que opina que el concepto de daño en la

responsabilidad contractual no es el mismo que el aplicable a la responsabilidad

extracontractual, que es mucho más amplio: el primero aparece circunscrito en

la ley al menoscabo efectivo experimentado por el patrimonio del acreedor

(daño emergente), a las ganancias y utilidades que pudieron devengarse en su

favor (lucro cesante) y que causalmente el incumplimiento no hizo posible

obtener y, aun cuando resulte discutible, al menoscabo extrapatrimonial o moral

que, en ciertos casos, se sigue del incumplimiento. Ello en razón de que en

opinión de este autor, el daño contractual es un daño programado, por lo

mismo, estará necesariamente referido a la inejecución de la prestación y al

menoscabo que deriva para el acreedor de la circunstancia precisa de no

alcanzarse la meta o programa descrito en el contrato, por lo que este daño

tiene normalmente límites bien precisos, dados por la descripción que las partes

hicieron en el contrato de la “prestación”.372

En segundo lugar, se considera que para que el daño sea indemnizable,

éste debe ser directo, estos es, debe ser consecuencia inmediata y necesaria

del incumplimiento o hecho dañoso, o dicho de otra forma, el daño debe estar

relacionado causalmente, de manera jurídicamente relevante, con el hecho

generador del mismo, que en la esfera contractual será el incumplimiento y en

la extracontractual, el hecho ilícito. Se trata, por lo mismo, de una materia que

incide en la relación causal, pero que conforma un elemento o requisito del

daño. Por lo mismo, si la causa del daño consiste en un efecto generado a partir

del incumplimiento o del hecho ilícito o, más precisamente, la causa surge

después del incumplimiento o del hecho ilícito y tiene como presupuesto la

situación forjada por aquél, el daño debe considerarse indirecto.373

371 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 423. 372 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 216. 373 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 249; “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p.269.

171

En tercer lugar, se considera que para que el daño sea indemnizable,

éste debe encontrarse debidamente acreditado, sea por los medios de prueba

en el proceso respectivo o presuntivamente en razón de una disposición legal

que así lo establezca. 374Ello sin perjuicio además, de la avaluación anticipada

que las partes puedan hacer en sede contractual por medio de una cláusula

penal.

En cuarto y último lugar, se considera que sólo es indemnizable el daño

no reparado, ya que en derecho es inaceptable una doble reparación, por

constituir un enriquecimiento sin causa. Ello sin perjuicio de lo que puedan

estipular las partes contractualmente, mediante acuerdo anterior al

incumplimiento (cláusula penal) o posterior al incumplimiento o hecho ilícito

(transacción), en que la reparación puede exceder el perjuicio producido

efectivamente.375

Finalmente debemos señalar que en materia extracontractual,

RODRIGUEZ GREZ agrega como requisito del daño que éste sea causado por

un tercero distinto de la víctima, 376 ALTERINI, que debe tratarse de un daño

propio de quien lo reclama, ya que nadie puede pretender para sí la reparación

de un perjuicio ajeno, 377 y BUSTAMANTE ALSINA, que debe ser ilegítimo,

antijurídico o no justificado, porque si el daño fuere legítimo, o estuviera

justificado, la víctima tendría el deber de soportarlo y el dañador no podría ser

responsabilizado.378 Claro que esto último tiene íntima conexión con el primer

requisito tratado en este numeral, de que el daño ha de lesionar un derecho

subjetivo o un interés jurídicamente legítimo.

374 MEZA BARROS, Ramón, “Manual de derecho civil.De las obligaciones”, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1974, p. 242. 375 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 251 y 253; “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 277. 376 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 274. 377 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 416. 378 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 416.

172

5) La pérdida de oportunidad o de “chance”.

5.a) Concepto.

No podemos sino referirnos a la pérdida de “chance”, supuesto en que la

certidumbre del daño aparece esfumada o borrosa, aunque se halla presente,

pues de otro modo no se trataría de un daño indemnizable.

El daño por pérdida de “chance” u oportunidad de ganancia consiste en

que el perjudicado pierde la posibilidad o expectativa de conseguir o tener un

bien, material o inmaterial. Se trata de la llamada “perte d’un chance” definida

por la doctrina francesa como “la desaparición de la probabilidad de un suceso

favorable” o pérdida de la oportunidad de obtener una ganancia la cual tiene

que contemplarse de una forma restrictiva y su reparación nunca puede

plantearse en los mismos términos que si el daño no se hubiere a producido y el

resultado hubiera sido favorable al perjudicado.379

Una de las dificultades que encuentra quien pretende exigir

responsabilidad civil a un abogado es la de probar el daño que se le causó, y

ello tanto por la dificultad implícita de prueba del nexo causal y por tratarse en la

mayor parte de los casos de obligaciones de medios y no de resultados. 380

En efecto, en la configuración de la pérdida de la oportunidad como daño

indemnizable se entrelazan los dos planos o etapas del juicio de

responsabilidad que, en principio se muestran independientes: el problema de

la relación o nexo causal y el de la identidad del daño o perjuicio.

Admitiéndose, como hipótesis, la tutela de la pérdida de la oportunidad o

“chance” y su comprensión entre los daños resarcibles, en cuanto interés

lesionado en este tipo de reclamaciones de responsabilidad, el centro de

atención del estudio se desplaza a la determinación de los presupuestos

379 Vicente Domingo, E., citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 465. 380 Esto último se proyecta principalmente en la determinación del cumplimiento o incumplimiento de la obligación, como en el régimen probatorio, según ya se analizó (Cap. V.C.- No 5).

173

necesarios para la existencia de tal perjuicio (que permitirán concluir cuando

puede hablarse de “pérdida de oportunidad”), a la prueba de la certeza de dicho

daño y, sobre todo, a su valoración o quantum indemnizatorio. Probada por

tanto, la conducta negligente del abogado ¿en que supuestos la pérdida de la

oportunidad de continuar y vencer en el pleito, de haber visto estimada la

pretensión ejercida por el abogado, puede ser considerada un perjuicio? ¿reúne

dicho daño la exigencia de certeza? ¿Cómo se procede a la valoración de dicho

daño? Por una cuestión de opción metodológica, analizaremos estas incógnitas

en este acápite del daño, sin perjuicio de prevenir la alta incidencia que en este

tema adquiere el análisis del nexo causal.

5.b) Existencia de la pérdida de “chance”.

Convengamos con COLOMBO, ZANNONI y PEIRANO FACIO, que ante

todo, debe estar demostrada la pérdida de la “chance”, lo que obliga

primeramente a acreditar la imposibilidad de volver a intentar nuevamente la

misma acción, lo cual en principio sería factible si aquella no se encuentra

prescrita, o si no media cosa juzgada sobre el fondo de la cuestión litigiosa; ya

que a una litis perdida, v. gr., por abandono de procedimiento o por el éxito de

alguna excepción dilatoria, puede volver a iniciarse, estaríamos más bien frente

a un daño emergente concreto, con relación al cual la indemnización no debería

ir mucho más allá del importe de las costas devengadas, los intereses en su

caso,381 y otros daños indemnizables de conformidad con las reglas generales

conocidas.

381 Citados por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 177.

174

5.c) La pérdida de “chance” como daño cierto.

Para SERRA RODRIGUEZ, el problema del resarcimiento de la privación

de la oportunidad es fundamentalmente de demostración de la certeza de dicho

perjuicio, desde que como ya se ha dicho, para que el daño resulte

indemnizable es menester que haya debido verificarse realmente, esto es, ha

de ser efectivo y no meramente eventual, potencial o hipotético, por lo que no

basta una mera probabilidad de daño o una contingencia de las pérdidas, como

tampoco se exigirá una prueba rigurosa de la certidumbre del daño. En

consecuencia, ha de entenderse la pérdida de la oportunidad “per se” como un

daño más o menos grave, pero cierto y efectivo, independientemente de que en

la mayoría de las veces resulte difícil su valoración, por lo que no puede ser

identificada con aquello que hubiera obtenido el perjudicado de haber ganado el

pleito, ni tampoco analizada como una real y segura pérdida de bienes. A juicio

de esta autora, no se trata de un daño o perjuicio futuro, sino actual, ya que se

traduce en la frustración (presente) de las expectativas de ganancias (estas sí)

futuras, por lo que el perjuicio, se identifica con la lesión de la expectativa

legítima de obtener la satisfacción de un interés, esto es, con la pérdida de la

posibilidad actual de obtener una utilidad futura, con la privación de las

probabilidades, ciertas y existentes en el patrimonio del perjudicado, de obtener

un resultado favorable. De esta concepción de la pérdida de “chance”

desprende además que ésta se configura más como daño emergente que como

lucro cesante, única forma de que pueda cumplir el requisito de certidumbre

necesario, ser considerado como daño actual y cierto, sin perjuicio de que

pueda proyectarse a través de sus consecuencias en el futuro.382

En igual sentido, PARELLADA sostiene que en la pérdida de chance y en

el lucro cesante, el daño no presenta una existencia palpable, sino una alta

probabilidad de que se produjera el enriquecimiento que la indemnización está

382 SERRA, ob. cit., p. 237.

175

destinada a enjugar. Como el beneficio esperado no llegó a materializarse por

la interocurrencia de la conducta del agente, la causalidad no puede sino ser

hipotética o aleatoria, si así quiere llamársela, pero ello no implica que no se

haya privado a la víctima de la oportunidad de recibir el beneficio, 383lo que

constituye un daño en sí mismo. Lo dificultoso radica en determinar la medida

del daño, su cuantificación, no su existencia en sí. Los prejuicios que suele

despertar esta noción, pueden deberse a que estamos demasiado

sensibilizados a los valores puramente económicos y desacostumbrados a

otorgar la trascendencia que tienen otros bienes o intereses dignos de tutela

jurídica, como lo son la libertad, la tranquilidad, el equilibrio psíquico, el respeto

por el llamado proyecto de vida, etcétera, que suelen merecer la atención

profesional.

Siguiendo este mismo criterio, MAZEUD ha expuesto que el

resarcimiento sólo puede consistir entonces en la reparación de la pérdida de

“chance” o posibilidad de éxito, cuyo menor o mayor grado de probabilidad

habrá de depender en cada caso de sus particulares circunstancias

fácticas;384ya que la “chance” es sustantiva en sí misma, y la mera probabilidad

de obtener una ganancia o ventaja lleva de por sí implícito un valor indiscutible.

Sin perjuicio de lo expuesto, siguiendo a CHABAS, SERRA RODRIGUEZ

considera que no puede tratarse de la pérdida de una posibilidad cualquiera,

sino que se requiere un mínimo de posibilidades perdidas: que se tome como

punto de partida un mínimo cálculo de las expectativas de éxito del litigio o

dicho de otro modo, no puede decirse que se ha perdido una oportunidad (una

“chance”) cuando realmente no existía posibilidad alguna de que la pretensión

del cliente se hubiere visto acogida o su interés efectivamente satisfecho, esto

es, que es necesario que la víctima se encuentre en determinadas condiciones,

requiriéndose que exista “una esperanza” de éxito en el litigio. 385 En opinión de

383 PARELLADA, ob. cit., p. 96. 384 Citado por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 175. 385 Chabas, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 540.

176

BOCHIOLA, se debe tratar de una oportunidad económicamente relevante,386 y

un paso más allá, de una oportunidad jurídicamente legítima y económicamente

relevante, exigiéndose por ende, la demostración que las probabilidades

perdidas eran “suficientemente serias”.387

La jurisprudencia en Argentina se ha pronunciado en este sentido,

estimando que aun cuando la pérdida de “chance” haya de vincularse en sí a la

posibilidad de percibir lo reclamado, no puede estar del todo ausente en dicha

valoración la medida de esa posibilidad, pues se trata de poner al cliente en la

misma situación en que hubiera estado de haber actuado su abogado con la

diligencia debida.388

Siguiendo el razonamiento precedente, se ha estimado que la

apreciación de las efectivas y concretas oportunidades que tenía la parte, y

cuya pérdida podría ser configurada como daño resarcible, puede realizarse a

través de dos procedimientos: uno, el estadístico; el otro, la realización de un

estudio particular sobre las probabilidades de éxito en el caso concreto, esto es,

mediante la elaboración de un “juicio sobre el juicio”.

Mediante el recurso a la estadística, esto es, el estudio comparativo de

las soluciones judiciales ofrecidas ante un análogo supuesto de hecho, podrá

calcularse si la pretensión ejercitada por el abogado negligente tenía

probabilidades favorables que su conducta hizo desaparecer. La prueba de la

certeza del daño, se alcanzará si se demuestra que las probabilidades de éxito

eran estadísticamente superiores a las probabilidades de fracaso (mayores, por

tanto, del 50%). Sin embargo, SERRA RODRIGUEZ critica este procedimiento,

estimando que la función del juzgador no es una actividad matemática, sino

crítico-valorativa, lo que le permite apartarse de las soluciones ofrecidas para el

mismo supuesto por resoluciones jurisdiccionales anteriores.389

386 SERRA, ob. cit., p. 241. 387 SERRA, ob. cit., p. 229. 388 CNCivil. Sala E, 26/3/02 citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 539. 389 SERRA, ob. cit., p. 243.

177

Para YZQUIERDO TOLSADA, la determinación de la seriedad de las

oportunidades perdidas debe realizarse a partir de lo que ha llamado “un juicio

sobre el juicio”,390 aclarando SERRA RODRIGUEZ, que en todo caso dicho

estudio no puede extenderse al análisis detallado de las eventuales ventajas o

beneficios que se podrían haber obtenido a partir de las posiciones de las

partes, sino que debe tener por función la averiguación de si la situación fáctica-

jurídica en que se hallaba el cliente reunía las condiciones idóneas para concluir

que tenía ciertas oportunidades que se diluyeron por la conducta imperita o

negligente del letrado.391 Como inconvenientes que se oponen a este camino,

se aducen que el juicio sobre la prosperabilidad de la pretensión frustrada se

estaría efectuando con prescindencia de múltiples elementos imprevisibles que

podrían incidir en el resultado, tales como la ausencia de contradicción, el

propio comportamiento de las partes, la personalidad del magistrado, las

dificultades de rehacer un proceso que no culminó o ni siquiera comenzó, y que

además, podría implicar muchas veces que un tribunal civil deba examinar

cuestiones propias de otra jurisdicción. Asimismo, que podría resultar imposible

atribuir un concreto valor patrimonial a la posibilidad de obtener un resultado

favorable, bien por la naturaleza misma de la pretensión, bien porque quede

constatado que aquella era absolutamente inexistente. Con todo, SERRA

RODRIGUEZ estima que estas posiciones pueden ser conciliadas desde una

perspectiva distinta, por la vía de considerar que el verse privado del derecho a

la tutela judicial efectiva o la mera indefensión del litigante por la incorrecta

actuación del letrado, en sí mismo como un perjuicio, si bien de carácter

moral,392 como lo ha estimado muchas veces la jurisprudencia española.

390 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 540. 391 SERRA, ob. cit., p. 243. 392 SERRA, ob. cit., p. 244.

178

5.d) Valoración del daño en la pérdida de “chance”.

Para BIELSA, un aspecto peculiar de la responsabilidad del abogado lo

constituye la determinación de la extensión del daño indemnizable, ya que si

bien la frustración de un negocio jurídico debida a un deficiente asesoramiento

atribuible a aquél, o la pérdida de un juicio por omisiones o errores que le sean

imputables, configuran un daño cierto; la indemnización, sin embargo, no

resulta meridianamente clara que pueda consistir en el importe de la operación

no concretada o en la suma reclamada en la demanda desestimada, por ser

estos resultados que de todas maneras dependen de otras circunstancias

ajenas al profesional, y no se sabe y no se podrá conocer nunca si en otras

condiciones el negocio se hubiera o no concluido, o si la sentencia judicial

habría sido o no desfavorable.393

Así, del estudio de los elementos necesarios que han de concurrir para el

resarcimiento de la pérdida de la oportunidad se han de distinguir dos

operaciones lógicas y sucesivas que, sin embargo, pueden llegar a confundirse:

la primera tiene por finalidad concluir que las probabilidades perdidas por el

acreedor son de tal entidad y cualidad, que constituyen un perjuicio cierto y real,

merecedor de resarcimiento, lo que bien puede llevarse a cabo a través del

recurso a la estadística, bien a través del estudio atento y cuidadoso de los

factores y circunstancias que, en el caso concreto, incidían en las

probabilidades de obtener un resultado más o menos favorable. Una vez

concluida la anterior operación y determinada la existencia de un daño, resta un

segundo problema, el de cuantificar en términos económicos la pérdida de la

oportunidad.

Al respecto, las posturas o teorías sostenidas pueden sintetizarse

principalmente en tres grupos:

393 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 175.

179

1) No cabe equiparar el daño a la pretensión deducida en la demanda, o que

razonablemente se infiera que podría ser ejercitada, pues al abogado no se le

exige un resultado, sino que emplee su esfuerzo, conocimientos técnicos y

diligencia para llegar a él; de ahí que el daño ha de acreditarse mediante el

examen del pleito y sus antecedentes, 394o del análisis del negocio frustrado,

en su caso. En este sentido, existe jurisprudencia española, aun cuando no

uniforme, que enfrentada a la cuestión del alcance de la obligación

indemnizatoria derivada de la negligencia profesional del abogado, se ha

inclinado por descartar con absoluto rigor la equivalencia entre el daño

resarcible y la cuantía de la pretensión que resultó insatisfecha por la negligente

actuación de aquél. Su fundamento: la imposibilidad de poder afirmar que

aquella conducta negligente fuera la causa directa y determinante de la

insatisfacción de la pretensión del demandante.395 También en este sentido se

ha pronunciado la jurisprudencia argentina, al estimar que no resultaría

razonable, y por ello no procede, asignar como indemnización la suma

reclamada en la demanda frustrada o el monto del negocio perdido, toda vez

que por depender en alguna medida de circunstancias ajenas al abogado, no

puede saberse a ciencia cierta si el cliente hubiera obtenido la totalidad de lo

reclamado.396 Asimismo la francesa, estimando que los jueces deben investigar

el porcentaje de chance de éxito del proceso y ese porcentaje debe ser aplicado

a la condenación total para obtener el monto de la pérdida de chance que el

abogado debe abonar a su cliente.397

2) El daño existe siempre que el incumplimiento de los deberes del abogado

prive al cliente de obtener una resolución, por lo que no es necesario acreditar

su existencia sino su cuantía; y en orden a este extremo debe presumirse que

394 ALVAREZ, ob. cit., p. 40. 395 Sentencia del Tribunal Supremo, 25/06/1998, citada por SERRA, ob. cit., p. 224. 396 Entre otros fallos, CNCiv. Sala M, 26/3/01, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 539. 397 Corte de Casación francesa, 1ª Cám. Civil, 9/4/02, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 539.

180

ésta es igual al valor patrimonial de la prestación contractual incumplida, lo que

se traducirá en definitiva en la inversión de la carga de la prueba al exigírsele al

profesional que demuestre que el daño sería otro distinto por no existir

posibilidades de ganar el pleito o ser éstas mínimas.398 Esta tesis es una

variación de la primera, con la salvedad que dulcifica la exigencia probatoria y

hace más gravosa la posición del abogado, que es el que tiene que demostrar

que no existe daño o que éste es mínimo.

3) No cabe entrar en juicios de valor sobre las posibilidades de éxito de la

pretensión por tratarse de meras conjeturas, no pudiendo preverse el resultado

del litigio si se hubiera dirigido correctamente; desconociéndose, además, los

medios de defensa que podía haber utilizado la contraparte. De ahí que se

considere que se debe indemnizar la pérdida de oportunidad de defensa o la

privación del derecho a la tutela judicial ejecutiva, bien se considere esta

consecuencia como un daño material 399o como un daño moral.400 La

jurisprudencia española se ha pronunciado en ambos sentidos: en unos casos,

para determinar el quantum indemnizatorio, ha entrado a examinar las

posibilidades que tenía la acción de haber sido diligentemente ejercitada, de

haber podido prosperar, y partiendo de ello y atendida la cuantía litigiosa así

como la causa que la demanda no llegase a ser examinada en cuanto al fondo

del asunto, ha valorado dicho daño como material.401 En otros casos, fundados

en que, con independencia de cuál hubiera sido el resultado final si el abogado

hubiera sido diligente, se le impidió a la parte ese “posibilismo actuatorio”,

causándole una “especie de quebranto o sensación de frustración” han valorado

el perjuicio en la categoría de “daño moral”.402

398 Bercovitz y Casado Díaz, citados por ALVAREZ, ob. cit., p. 41. 399 En este sentido Serra Rodríguez, citada por ALVAREZ, ob. cit., p. 40. 400 Alvarez López y Martínez-Calcerrada, citados por ALVAREZ, ob. cit., p. 40. 401 Sentencia del Tribunal Supremo 16/12/1996, citado por SERRA, ob. cit., p. 250. 402 Sentencias del Tribunal Supremo, 11/11/1997 y 25/06/1998, citado por SERRA, ob. cit., p. 248 y 249.

181

Como puede apreciarse, no existe una base objetiva para tarifar no ya el

correlato económico de la pérdida de chance, sino ni siquiera la forma de

medirla, por lo que el tema ha dado lugar a numerosas decisiones

jurisprudenciales, que la han admitido más o menos tímidamente, y sobre la

que la doctrina ha disertado abundantemente, sin llegar a mayores

comprobaciones, salvo las obvias de que las particularidades de cada caso,

apreciadas cabalmente, dan la mejor respuesta a esa pregunta y que el

resarcimiento se debe fijar prudencialmente de acuerdo al supuesto de que se

trate y a su plataforma fáctica.403

6) Daños previstos e imprevistos.

En sede contractual, nuestra legislación alude a esta distinción

expresamente en el artículo 1558 del Código Civil, estableciendo que si no

puede imputarse dolo al deudor, sólo es responsable de los perjuicios que se

previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato; pero si hay dolo, es

responsable de todos los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata o

directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su

cumplimiento, esto es, de los daños previstos e imprevistos.

Esta distinción que hace la ley tiene directa relación con la previsibilidad,

la cual está adscrita al ámbito de la reflexión, a la capacidad del sujeto para

analizar –bien o mal- la situación en la cual se encuentra, la cual en el

profesional, ha de presumirse superior a la media. Pero como es siempre difícil

acreditar –con certidumbre- intenciones, análisis o reacciones mentales, ya que

ellos ocurren en el fuero interno de cada persona, ha debido surgir la noción de

culpa, dolo, caso fortuito y, en ciertos casos, imposiciones objetivas de

responsabilidad, como tendremos oportunidad de analizar, al referirnos a los

factores de atribución. Por medio de estas categorías se ha intentado

403 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 542.

182

“objetivizar” la noción de previsibilidad, desplazándola del fuero interno del

sujeto y transformándolas en “deberes y obligaciones” de diligencia y cuidado,

cuyos contornos se fijan de modo más o menos estable en las normas jurídicas.

Las indicadas categorías, por lo tanto, vienen a sustituir el sistema de

responsabilidad fundada en la previsión del daño, por un sistema más objetivo

basado en la imposición del deber de cuidado.404

De lo que se sigue es que, nuestra legislación, al igual que la española,

francesa e italiana, asigna a la previsibilidad del daño al tiempo de contratar, la

función de limitar la extensión del resarcimiento.405

De otro lado, nuestra legislación define el dolo como la intención positiva

de inferir injuria a la persona o propiedad de otro, 406 lo que lo diferencia

nítidamente de la culpa, concebida en sus distintos matices como negligencia

(conducta omisiva; la persona hace menos de lo que le correspondería hacer),

imprudencia (hay un actuar positivo, la persona aún representándose el daño

actúa) o, de gran importancia en el campo profesional, impericia (los casos en

que no se actúa con la capacidad técnica suficiente para realizar determinadas

actividades). Sin embargo, cabría considerar como obrar doloso aquella

situación de quien advirtiendo que su acción u omisión causará un daño cierto,

lo acepta, pero sin el propósito de que éste se produzca, desde que si bien

puede probarse la previsión del daño, resulta muy difícil probar el deseo íntimo

de causarlo. Es más, quien prueba el dolo, generalmente recurre al expediente

de demostrar su previsibilidad por parte del agente dañador, no su deseo de

causarlo, porque, obviamente, lo quiere si se anticipa a representárselo y lo

acepta. Prever el daño y aceptarlo es ontológicamente equivalente a desearlo.

Este criterio, en una concepción amplia del dolo, puede extenderse un paso

404 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 16. 405 SERRA, ob. cit., p. 314. 406 Artículo 44 del Código Civil.

183

más allá: cuando se prevé y no se desea el daño, pero se asume el riesgo que

se produzca como posible.407

Llevado este criterio al ámbito de la responsabilidad profesional,

debemos concluir que el abogado habrá de responder, en cuanto imputables

objetivamente a su comportamiento, no sólo de los daños que en concreto

previó, sino de todos aquellos que una persona razonable (según un modelo de

hombre medio) en su misma posición y con sus conocimientos sobre las

circunstancias concretas pudo o debió prever.

Al menos dejaremos enunciado por ahora, que en la doctrina en el

Derecho Comparado, con ordenamientos que contienen fórmulas similares a la

nuestra, se ha planteado cual sería el ámbito de aplicación de esta limitación de

la obligación indemnizatoria, esto es, si la previsibilidad del artículo 1558 se

refiere solo a las partidas del daño o también a su cuantía ¿queda obligado el

deudor a indemnizar el daño, cuando ha sido previsto en su causa, pero no en

su cuantía? 408

7) Indemnización del daño moral

Aun cuando es un tema general y no específico a la responsabilidad

profesional del abogado, no podemos sino referirnos brevemente al tema,

atendido que se trata de un tópico íntimamente ligado con el anterior, que ha

experimentado una interesante evolución jurisprudencial y doctrinaria, y

además, su estudio en el campo profesional presenta particulares aristas.

Digamos que los daños que puede sufrir una persona se clasifican en

materiales (o patrimoniales) y morales (inmateriales o extrapatrimoniales),

atendiendo a los bienes jurídicos que resultan lesionados por la infracción del

407 Se trata del dolo eventual, en que se percibe la proximidad, acaso no la identificación, conceptual y práctica, con la culpa lata. 408 SERRA, ob. cit., p. 319.

184

contrato o la comisión del hecho ilícito de que se trate. El resarcimiento de los

daños patrimoniales no ofrece dudas de ninguna especie y es unánimemente

aceptado por la doctrina y la jurisprudencia, tanto en materia contractual como

delictual. No ha ocurrido lo mismo sin embargo, tratándose de los daños

morales. 409

La primera dificultad que encontró el daño moral fue que en un primer

momento fue considerado como no indemnizable, por estimarse que el dolor no

se tarifa ni se paga, ya que sería totalmente inmoral entregar dinero a cambio

del dolor sufrido. Para sortear este escollo y hacerlo indemnizable, se le

atribuyó un carácter punitivo, como una sanción ejemplar para castigar al

ofensor. Más adelante, se fue abriendo paso la idea que la indemnización del

daño moral tenía carácter resarcitorio, estimándose que aun cuando el dolor no

tenga precio, no significa que no sea susceptible de apreciación pecuniaria,

reconociéndose que si bien ésta última no tendría un fin compensatorio

propiamente dicho, tendría un rol satisfactivo, en el sentido de que se repara el

mal causado aunque no se puedan borrar los efectos del hecho dañoso.410

Sin embargo, el logrado reconocimiento de la reparación de los daños

morales se fue canalizando primeramente a través de la responsabilidad

extracontractual, para finalmente acogerse en el ámbito contractual, y no de

una forma del todo exenta de reservas.

En efecto, a la inversa del principio de reparación integral del daño en

sede extracontractual que se desprende del artículo 2329 del Código Civil, del

momento que nuestro ordenamiento en materia contractual limita la

indemnización al daño emergente y al lucro cesante, se ha sostenido que el

daño ha de tener un contenido esencialmente patrimonial, no cabiendo en ellos

la lesión que sufre un derecho extrapatrimonial. Dicha posición también se ha

visto influida por el hecho de que toda obligación contractual se asume sobre la

409 TAPIA, ob. cit., p. 377. 410 GHERSI, “Valuación económica del daño moral y psicológico”, ob. cit., p. 102.

185

base de una “prestación” a través de la cual las partes describen, al momento

de celebrar el contrato, en que consiste el objeto del mismo y como y cuando

debe ser alcanzado, y no se trata entonces, sólo de una obligación, sino de una

descripción detallada, completa y precisa de los resultados o consecuencias

que se procuran lograr con la constitución de aquél vínculo jurídico.411

Por estas razones, la indemnización del daño moral ha seguido una larga

y tortuosa evolución jurisprudencial, tanto en nuestro derecho como en el

comparado, porque siendo la previsibilidad la base y fundamento del sistema de

responsabilidad subjetiva, se ha mal entendido que un daño no patrimonial es

difícilmente previsible al tiempo de constituirse la obligación y no encajable

entre las consecuencias necesarias de la falta de cumplimiento.412 Se agrega

que teniendo el contrato como efecto el establecimiento de una relación

puramente económica entre los contratantes, únicamente las consecuencias

económicas de la inejecución debía dar lugar a la responsabilidad contractual y

que, no siendo el daño moral susceptible de una evaluación en dinero de

manera precisa, no sería reparable.413

Siguiendo en cierta medida a FUEYO, RODRIGUEZ GREZ sostiene que

el daño extrapatrimonial sólo puede repararse en sede contractual en la medida

que se proyecte al área pecuniaria, lo que sucede al afectarse la capacidad del

acreedor como administrador, productor, o sus facultades intelectuales que, por

cierto, comprometen todas sus actuaciones. Para este autor, el daño moral así

considerado, deviene en daño patrimonial, desde que existe una unidad

ontológica que comprendería todos los intereses jurídicamente protegidos del

sujeto de derecho, por lo que no resulta extraño que existan lesiones

patrimoniales que se proyectan hacia el campo de los intereses

extrapatrimoniales y que el menoscabo de estos últimos se revierta nuevamente

hacia el campo patrimonial, afectando las aptitudes y capacidades de la

411 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 233. 412 YZQUIERDO, ob. cit., p. 420. 413 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 234.

186

persona, lo cual tiene consecuencias económicas.414 Sin embargo, esta

argumentación tiene el defecto que así considerados, se trataría de una

afectación indirecta, lo que se topa con lo preceptuado en el artículo 1558 del

Código Civil, que exige que el daño sea directo para que sea indemnizable en

sede contractual, y que justamente éste, el carácter de directo del daño, es lo

que hace que sea en general previsible y por ende, indemnizable en sede

contractual. Además, prescinde del hecho que el daño moral es

conceptualmente un daño en sí mismo, independientemente de la dificultad que

presenta su avaluación y prueba, e independientemente de que se proyecte o

no sobre el campo patrimonial. No en vano se ha sostenido que el daño moral

constituye toda modificación desvaliosa del espíritu, ya que puede consistir en

profundas preocupaciones, estados de aguda irritación que afectan el equilibrio

anímico de la persona, y aun cuando no constituya título para hacer

indemnizable cualquier inquietud o perturbación del ánimo, no tiene por

finalidad engrosar la indemnización de los daños materiales, sino mitigar el

dolor o la herida a los principios más estrechamente ligados a la dignidad de la

persona física y a la plenitud del ser humano.415 En otras palabras, el daño

moral no se reduce al precio del dolor o a la pérdida de afecciones, sino que

apunta a toda situación disvaliosa en las calidades de sentir, querer y entender.

RODRIGUEZ GREZ reconoce sin embargo que el problema no sería de

existencia, sino de prueba, pero la forma en que reconduce los daños morales a

los materiales, desnaturalizan el carácter directo y autónomo que los primeros

tienen, y confunde al daño mismo con las consecuencias que devienen del

mismo.

Yendo más allá, YZQUIERDO TOLSADA es de la opinión que tan

previsibles pueden ser los daños morales que puedan irrogarse al perjudicado a

consecuencia de un incumplimiento contractual, como puedan serlo en el

414 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., pags. 236 y 238 415 GHERSI, “Valuación económica del daño moral y psíquico”, ob. cit., p. 98

187

ámbito extracontractual, más aun cuando nos referimos a las obligaciones

profesionales, en las que la especialización y supuesta pericia del obligado le

llevan a conocer los riesgos de su actividad y las consecuencias que

juntamente a lo expresamente pactado componen el objeto de su obligación,

por lo que la función reparadora de la indemnización debe colocar al acreedor

en igual posición que si el contrato se hubiese cumplido, y ello solo es posible si

se reparan todos los daños (cualquiera que sea su naturaleza o clase)

causados, porque –sobre todo en el campo de la profesión liberal- en que el

resarcimiento ha de ser integral porque también integral ha de ser la previsión.

Concluye así, que el eventual daño moral y el material, el daño emergente y el

lucro cesante, nacieron en y de un contrato, y por lo tanto en él deben

liquidarse. 416

Por las razones expuestas, estimamos que debiera prescindirse de las

aportaciones que llevaron a nuestro legislador civil a distinguir según el deudor

(el profesional) incurra o no en dolo para limitar en el segundo caso los daños a

los previsibles, desde que no resulta difícil abogar por una interpretación de

esta norma que tienda en todo caso a la reparación integral, en que la víctima

(el cliente) ha de venir a situarse en la posición anterior al daño.

Cabe señalar que nuestra jurisprudencia acepta actualmente la

resarcibilidad del daño moral en materia contractual.417

416 YZQUIERDO, ob. cit., p. 420 y 421 417 Por ej. FALLOS DEL MES, No 231, C.S. 20 octubre 1994, p. 558 y sgtes;

188

VI.D.- LA RELACION DE CAUSALIDAD

1) Generalidades.

No es suficiente con que exista un actuar antijurídico culpable, atribuible

a un sujeto y un daño para que pueda tener lugar la responsabilidad. Para ello

se requiere que concurra otro elemento constitutivo, que fluye de los anteriores:

es que entre el incumplimiento o hecho ilícito cometido dolosa o culpablemente

y el daño sufrido por la víctima exista una relación de causa a efecto; o sea, que

el daño haya sido ocasionado precisamente por el incumplimiento o el hecho

ilícito de esa persona.

En términos generales, lo primero que llama la atención es que el debate,

en los casos de responsabilidad civil, rara vez se centra en la relación de

causalidad. Con mucho mayor frecuencia se ven discutidos aspectos

relacionados con los otros elementos de la responsabilidad como la culpa y el

daño. Creemos que ello se ha debido a que el sistema general de

responsabilidad en nuestro derecho positivo es de carácter subjetivo. Y sigue

siéndolo hoy en día no obstante la tendencia generalizada en el Derecho

Comparado hacia la objetivación de la responsabilidad, y sin perjuicio de la

existencia en nuestro sistema de ciertos casos de responsabilidad objetiva. Las

corrientes objetivizadoras de la responsabilidad, que restan importancia o bien

eliminan la idea de culpa, y que consagran algunos de nuestros textos

especiales, no han soplado lo suficientemente fuerte como para hacer de la

relación de causalidad el centro de la discusión. 418

En principio, podría conceptualizarse el nexo causal diciendo que es el

vínculo que encadena un hecho (acción u omisión) con un resultado que se

presenta como consecuencia directa, necesaria y lógica de aquél, 419 o

418 ARAYA, Fernando, “La relación de causalidad en la responsabilidad civil”, Ed. Lexis Nexis, Santiago, 2003, p. 177. 419 RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 370.

189

describirlo en líneas generales como un “enlace material o físico entre un hecho

antecedente y un resultado consecuente”.420 Pero como la noción de causalidad

está estrechamente vinculada con la o las teorías que se han sustentado sobre

el punto, profundizaremos más adelante sobre el tema al tratar suscintamente

acerca de ésta últimas.

Digamos por de pronto que la exigencia de una relación de causalidad en

la responsabilidad civil es de toda lógica. En un sistema donde la finalidad

fundamental e indiscutible es la reparación de los daños, el buen sentido

impone que dicho deber resarcitorio recaiga sólo en los sujetos cuyas

conductas causaron los daños, desde que nadie imagina que una persona

pudiere resultar obligada a responder por aquello que no resulta de su actuar o

de su omitir.421

Viene siendo habitual el tratamiento de la relación de causalidad en los

estudios sobre responsabilidad civil extracontractual, sin dedicar a la misma una

sola palabra dentro del régimen de los contratos, 422en circunstancias que tanto

en el campo contractual como en el aquiliano, nuestra legislación común hace

referencia implícita a esta exigencia. Así sucede en sede extracontractual por

ejemplo, con el artículo 2314 del Código Civil, en el que el requisito está

presente en la forma verbal “ha inferido”; el artículo 2316, que señala el que

“hizo”. En el ámbito contractual, el artículo 1556 impone que los perjuicios

“provengan” de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido

imperfectamente; y el artículo 1558 señala que se reparan aquellos daños que

fueron una “consecuencia inmediata o directa” del incumplimiento. Incluso es

más, tratándose de leyes especiales, en algunas ocasiones el legislador ha

impuesto la exigencia de un modo manifiesto, como por ejemplo, en el artículo

171 de la Ley del Tránsito; en el artículo 52 de la Ley No 19.300 sobre Bases

Generales del Medio Ambiente; los artículos 4 y 44 de la Ley No 18.575 de

420 Vásquez Ferreira, citado por ARAYA, ob. cit., p. 17. 421 ARAYA, ob. cit., p.3. 422 YZQUIERDO, ob. cit., p. 425.

190

Bases Generales de la Administración del Estado; el artículo 50 de la Ley No

18.302 de Seguridad Nuclear, por citar algunas. 423 En consecuencia, la

exigencia de una relación de causalidad no tiene entre nosotros una base

simplemente doctrinaria o teórica, sino que se desprende en forma clara de

varias disposiciones expresas de nuestra legislación positiva.424

La determinación de la relación de causalidad no sólo permite establecer

la autoría material del sujeto, sino también la extensión o medida del

resarcimiento a su cargo,425 esto es, cumple una doble función: a) como paso

previo para descubrir la relación de imputabilidad; b) como factor de

determinación de los daños resarcibles. 426 En efecto, la determinación de la

relación de causalidad o nexo causal, no sólo permite establecer la autoría

material del sujeto (imputatio facti), sino también la extensión o medida del

resarcimiento a su cargo. A través de ella ante todo es posible conocer de si tal

o cual resultado dañoso puede, objetivamente, ser atribuido a la acción u

omisión física del hombre, o sea si éste puede ser tenido como “autor” del

mismo; y establecido ello, la medida del resarcimiento que la ley le impone

como deber a su cargo resultará a su vez de la propia extensión de las

consecuencias dañosas derivadas de su proceder, es decir que puedan ser

tenidas como “efectos” provocados o determinados por su conducta, la que así

vendría a ser su “causa”.427

No cabe duda de que es con respecto a este tema en el que a la víctima

se le presentan grandes dificultades cuando pretende hacer efectiva la

responsabilidad profesional, desde que tratándose en la mayor parte de los

423 ARAYA, ob. cit., p. 7 y 8. 424 TAPIA, ob. cit., p. 242. 425 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 56. 426 YZQUIERDO, ob. cit., p. 426. 427 TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 292.

191

casos de obligaciones de medios, la víctima debe probar la relación causal del

actuar del profesional y el daño.428

2) La causalidad en la responsabilidad contractual y

extracontractual.

Consignemos de antemano que a nuestro juicio, tratándose de la

responsabilidad contractual, la cuestión de la necesaria existencia y verificación

de un nexo de causalidad entre la conducta del agente y el daño no presenta

los mismos caracteres que los que adquiere en sede aquiliana.

En efecto, moviéndonos en el campo de la responsabilidad

extracontractual, la comprobación del necesario nexo causal tiene como

finalidad la búsqueda e identificación de las “causas” del daño producido a la

víctima. Se trata, por tanto, de una operación en la que partiendo de un daño o

perjuicio, hemos de retrotraernos al examen de las posibles causas o

condiciones y a la constatación, en su caso, de un evento que permita hablar de

ruptura del encadenamiento causal (caso fortuito o fuerza mayor). Por el

contrario, permaneciendo en el ámbito de la responsabilidad contractual, donde,

en principio, encuadramos aquella en que puede incurrir el abogado –

existiendo, por tanto, una relación de prestación de servicios con el cliente- la

operación se desarrolla en sentido inverso. Esto es, partiendo de una conducta

negligente del abogado (causa), del incumplimiento de la obligación, se trata de

determinar si los daños ocasionados al acreedor están o no causalmente

ligados a aquél. Al mismo tiempo, la exigencia del nexo causal entre aquellos

dos elementos puede ser contemplada como una característica del perjuicio

reparable: el daño a indemnizar deberá ser consecuencia cierta del hecho

dañoso, esto es, del incumplimiento del profesional.

428 PARELLADA, Carlos A. “Daños en la actividad judicial e informática desde la responsabilidad profesional”, p. 115.

192

El tema no es menor y resulta fecundo en consecuencias prácticas, ya

que verificado el incumplimiento del abogado, al no haber ejecutado su

prestación conforme a la diligencia que le era exigible, a las reglas de su

profesión, incumbe al acreedor-perjudicado la prueba de que los daños por él

alegados son consecuencia de la actuación del profesional con el que contrató,

pudiendo establecerse una relación causa-efecto entre la conducta de aquél y

los perjuicios sufridos por éste.429 Ello es sin perjuicio de que, del solo

incumplimiento, el acreedor pueda exigir del abogado la devolución de los

honorarios ya pagados, o en su caso, oponer la “exceptio non adimpleti

contractus” ante la reclamación por parte el abogado del pago de sus servicios

“defectuosamente” prestados. Pero cosa distinta es afirmar que, no siendo

posible entablar el nexo causal entre el incumplimiento y el daño, la pretensión

de reclamación de responsabilidad habrá de ser desestimada.

Por consiguiente, la causalidad en el campo contractual está referida a

un hecho matriz que no puede estar ausente y que consiste en la infracción de

un comportamiento perfectamente descrito en la fuente de la obligación. Por lo

mismo, el problema de la causalidad en esta área no consiste en hallar un

vínculo entre el hecho y el daño, sino en determinar si el incumplimiento

contractual es la causa del daño que se reclama. En otras palabras, la

causalidad en materia contractual consiste en determinar si el daño que se

demanda fue provocado por el incumplimiento o por otra causa. De lo dicho se

sigue que la relación causal tiene en materia contractual un sentido propio,

negativo y de exclusión, ya que apunta a fijar el efecto del hecho dañoso del

incumplimiento, más que a la determinación de la causa productora del daño.430

Sin embargo, debemos prevenir que la complejidad de la prueba de la

relación de causalidad entre el incumplimiento y el daño ocasionado al cliente

429 SERRA, ob. cit., p. 216. 430 RODRIGUEZ, “responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 276.

193

se pone de relieve en la mayor parte de los supuestos en que la actividad

comprometida por el abogado tiene naturaleza jurisdiccional, como tendremos

oportunidad de analizar más adelante.

3) Teorías para el establecimiento del nexo causal.

En términos generales, puede afirmarse que existe relación de

causalidad siempre que el daño sea la consecuencia necesaria del

incumplimiento o del hecho ilícito, en forma tal que, si éstos no se hubiesen

cometido, tampoco habríase producido el daño. La cuestión no es sin embargo,

tan sencilla como pudiere parecer a primera vista, ya que existen casos en que

varias causas ocasionan un mismo daño, tema que en el ámbito de la

responsabilidad profesional se ve agudizado por la complejidad propia de las

ciencias, dado que el factum sindicado como dañoso es un hecho científico o

técnico, cuyo dominio pertenece al profesional y no al cliente.431 El abogado es

quien diseña la estrategia jurídica del caso que presenta o defiende, conoce las

opiniones doctrinales y tendencias jurisprudenciales. El cliente del profesional

es –normalmente- un ignorante del campo científico, técnico…, en que se

mueve el profesional. Y la misma dificultad se traslada habitualmente al juez,

que no suele ser experto en cuestiones técnicas o científicas, aunque sin

embargo sí lo es en el particular supuesto de responsabilidad de los

profesionales del derecho, por lo que este problema adicional común a las

responsabilidades profesionales, no se presenta empero en el caso específico

de los abogados, lo cual posibilita que a su respecto, no varíen mayormente los

criterios y principios generales referentes a este presupuesto de la

responsabilidad.432

431 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 136. 432 PARELLADA, ob. cit. , p. 27.

194

Por ello no está demás recordar brevemente en esta oportunidad, que en

lo tocante a descubrir la relación de imputabilidad entre la acción u omisión y el

hecho dañoso, se han formulado diversas teorías: principalmente y en un

extremo está la de la equivalencia de las condiciones y en el otro el de la

causalidad adecuada. La mayor parte de las demás, en mayor o menor medida,

oscilan entre ambas.

La de la equivalencia de las condiciones, también denominada de la

conditio sine qua non, que tuvo cierta resonancia en su momento en el Derecho

Comparado, entiende que si del punto de vista filosófico todas las fuerzas

tienen alguna eficacia para el nacimiento del fenómeno, también en lo jurídico

cabe entender que las condiciones son todas ellas equivalentes: cada una de

las condiciones puede ser considerada al mismo tiempo como causa de todo el

desenlace final. Sin embargo, digamos que esta teoría deviene en fuertes

críticas, por cuanto –siguiendo dicho concepto de causa-, la responsabilidad se

ve excesivamente ampliada, lo que lleva a los autores a la búsqueda de un quid

ulterior, de un elemento corrector que sirva para contener la responsabilidad

dentro de unos límites razonables.

En la doctrina y jurisprudencia anglosajonas encontró eco la teoría

conocida como de la causalidad próxima: ella consiste en afirmar que la causa

es el antecedente o factor temporalmente inmediato de un resultado. Todos los

demás hechos que influyen en el resultado son “condiciones” del mismo pero no

su “causa”.433 Se sostiene que la observación de la realidad permite concluir

que, por lo general, el último de los sucesos encadenados determina la

producción del resultado o, al menos, lo determina directamente. Se trata en

este caso, de individualizar el último suceso, atribuyendo a él una importancia

preponderante en el resultado.434 En consecuencia, basta considerar la causa

inmediata juzgando las acciones según ésta última y sin necesidad de

433 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 20. 434 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 379.

195

remontarse a un grado más distante. Solo se reconoce así relevancia a la causa

más próxima en el tiempo, esto es, la inmediatamente anterior a la producción

del daño. Todas las demás se consideran intrascendentes a efectos jurídicos. 435

La teoría de la causa eficiente postula que entre todas las condiciones

que concurren a la producción del resultado debe buscarse aquella que sea

más “activa” o “eficaz”, unos siguiendo un criterio de tipo cuantitativo, siendo

causa la circunstancia que en mayor medida ha contribuido al acaecimiento del

efecto; y otros, el criterio distintivo habría de ser cualitativo, considerándose

más eficaz aquella que por la cualidad del resultado es más decisiva en la

producción del resultado.436

La teoría de la causa adecuada, también denominada de la regularidad

causal, trata de determinar la causa que existe entre el daño ocasionado y el

antecedente que lo produce, denominando causa del perjuicio la o las

condiciones que se encuentren unidas al daño por un vínculo adecuado de

causalidad. Consiste en determinar la influencia que en la producción del daño

ha tenido cada una de las causas que han intervenido, de manera que aquella

sin la cual no hubiera podido existir, sea estimada la causa adecuada para

establecer la relación de causalidad.437 En su formulación más corriente, esta

adecuación estaría dada por el curso normal y ordinario de las cosas; para

algunos, el criterio de adecuación consistiría en la previsibilidad del agente al

momento de obrar, para otros, en la previsibilidad de un observador normal o

corriente, para otros, en la previsibilidad de un hombre muy sagaz o experto.438

En todo caso, este juicio de probabilidad viene realizado en atención a los

elementos conocidos o cognoscibles “ex ante” por un ideal observador, lo que

hace que este criterio asuma cierta objetividad. Por lo tanto, la previsibilidad de

435 YZQUIERDO, ob. cit., p. 428. 436 ARAYA, ob. cit., p. 34. 437 TAPIA, ob. cit., p. 247. 438 ARAYA, ob. cit., p. 27.

196

que se trata no está referida a una persona determinada, sino a los estándares

generales u ordinarios que imperan en cada momento histórico en la sociedad.

O sea, de un lado no se puede imponer responsabilidad a una persona cuando

el devenir de su conducta está impedida de prever la existencia de un daño que

se sigue de sus actos, pero tampoco puede ello representar un elemento

personalísimo, que deba considerarse respecto de cada persona

individualmente, ya que ello implicaría introducir un nuevo factor subjetivo que

jugaría, más o menos, el mismo rol que la culpa o el dolo.439

Ahora bien, tradicionalmente las doctrinas de la equivalencia de las

condiciones y de la causalidad adecuada han sido planteadas como opuestas e

incompatibles. También se ha dicho que cada una funcionaría bien según el

sistema. La equivalencia, en un sistema de responsabilidad subjetivo, la

adecuación, en uno objetivo. Son menos los autores que han propuesto su

utilización simultánea, conciliando los principios que cada una de ellas puede

aportar.440

En España, la doctrina se ha inclinado mayoritariamente por la teoría de

la causa adecuada: dentro del conjunto de hechos antecedentes cabe

considerar como causa en sentido jurídico sólo aquellos hechos de los cuales

quepa esperar, con base en criterios de probabilidad o de razonable regularidad

y en abstracto, la producción de un resultado, esto es, prescindiendo de lo

efectivamente sucedido y atendiendo a lo que usualmente ocurre y al grado de

previsión que cualquier hombre razonable podía haber tenido por razón de su

profesión o de cualquier otra circunstancia. Sin embargo, la posición del

Tribunal Supremo ha huido de todo exclusivismo doctrinal, siendo favorable al

arbitrio judicial, que ha de establecer el nexo causal inspirándose en la

valoración de las condiciones o circunstancias que el buen sentido señale en

cada caso como índice de responsabilidad dentro del infinito encadenamiento

439 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 391. 440 ARAYA, ob. cit., p. 31.

197

de causas y efectos.441 En Argentina, la doctrina es de la opinión que el artículo

906 del Código Civil acoge expresamente la teoría de la causa adecuada, al

preceptuar que “en ningún caso son imputables las consecuencias remotas,

que no tienen con el hecho ilícito nexo adecuado de causalidad”.442

Según TAPIA SUAREZ, nuestros tribunales de justicia parecen haber

adoptado la teoría de la equivalencia de las condiciones en algunos de sus

fallos, y la considera la de mayor importancia, sobre todo considerando que se

encuentra receptada en nuestro Código Civil, tratándose de la responsabilidad

por el hecho ajeno.443 RODRIGUEZ GREZ se inclinó en un principio por la

“teoría de la conditio sine qua non” que considera difiere de la de la

equivalencia de las condiciones en punto a que no todas las condiciones serían

equivalentes ni tendrían la misma entidad respecto del efecto dañoso. 444 Sin

embargo, siguiendo la tendencia del Derecho Comparado, su opinión ha

evolucionado a sostener que la teoría que más asidero tiene en la doctrina y el

derecho positivo, en la actualidad, referida a la sede aquiliana, es la de la causa

adecuada, formulada originalmente por Von Bar y perfeccionada por Von

Kries.445 En el ámbito contractual, este autor es partidario de la teoría de la

causa necesaria.446

Para FRADES DE LA FUENTE, los problemas abordados bajo la rúbrica

de la causalidad por la doctrina son de la más variada naturaleza. Una lectura

rápida de los libros de Daños muestra las distintas tendencias seguidas y los

diversos problemas estudiados al tratar la causalidad. En ocasiones se incluyen

aquí cuestiones relacionadas con la culpa; otras veces se trata sólo de

cuestiones de causa de hecho, dejando los problemas de proximidad o

imputación para un estudio posterior. Por su parte, los Tribunales tienden a

441 YZQUIERDO, ob. cit., p. 431. 442 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 292. 443 TAPIA, ob. cit., p. 247 444 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 19. 445 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 390. 446 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 275.

198

tratar conjuntamente, e incluso confundir, cuestiones de deber de cuidado,

negligencia o daños resarcibles, con temas e causalidad, al punto que algunos

jueces los consideren a todos como distintas maneras de mirar un solo

problema.447 En consecuencia, se advierte que la jurisprudencia, también

comparada, es esencialmente casuística. Esto se observa en las afirmaciones

de diversos autores, en que respecto del tema de la relación causal, la

jurisprudencia se inclina por las frases imprecisas y los conceptos elásticos y

ambiguos, adoptando posiciones poco comprometidas, no tanto en el fallo,

como en su argumentación, que difícilmente pueden servir para formar un

cuerpo doctrinal útil.448

ARAYA JASMA sostiene que las distintas posiciones conceptuales han

dejado correr ríos de tinta para apoyar o derribar verdaderas catedrales góticas;

la sorprendente abundancia de literatura sobre el tema, en lugar de esclarecerlo

ha añadido humo a la neblina. Sin embargo, concuerda en que siendo varias las

cuestiones causales, varios deben ser los criterios de que dispone el juez para

resolverlas, esto es, deben ser las teorías, sin atarse a una fórmula absoluta,

las que deben conducir al juez a la solución de los problemas causales, con el

fin de brindar mayor certeza jurídica a los particulares y acotar el campo de

discrecionalidad que tendrá el juez en un aspecto donde su libre apreciación

siempre estará presente. Así, sugiere -a modo de ejemplo-, aplicar el criterio de

la conditio sine qua non para configurar la responsabilidad, el criterio de la

adecuación para limitar la extensión de los daños, y el de la eficacia

predominante en caso de reparto de responsabilidades.449

447 FRADES, Eva, “La responsabilidad profesional frente a terceros por consejos negligentes”, Madrid, Ed. Dykinson, 1999, p. 124. 448 VELOSO, ob. cit., p. 254. 449 ARAYA, ob. cit., p. 38.

199

4) La causalidad en la actividad jurisdiccional del abogado .

Consistiendo la obligación del abogado en llevar a cabo una actividad

jurisdiccional, el cálculo de la posibilidad de éxito o de fracaso de la pretensión

ejercida por el abogado es una tarea sumamente compleja, ya que el resultado

positivo o negativo del litigio puede depender de múltiples factores ajenos al

cumplimiento de las obligaciones que incumben al abogado, al empleo de la

más exquisita diligencia, existiendo, por tanto, un margen de discrecionalidad.

Corolario de lo anterior es que la complejidad de la prueba de la relación de

causalidad entre el incumplimiento y el daño ocasionado al cliente adquiere

mayor relieve en la mayor parte de los supuestos en que la actividad

comprometida por el abogado tiene naturaleza jurisdiccional. La propia

naturaleza de la Ciencia del Derecho como una ciencia “no exacta”, no permite,

salvo contadas excepciones, la reconstrucción de una secuencia lógica de

donde se sigan resultados idénticos. La complejidad de las situaciones de

hecho a las que se han de aplicar las normas jurídicas, la diversa interpretación

que de algunas de ellas mantiene la doctrina, el cambio de orientación

jurisprudencial en un tema concreto, entre otros factores, provoca que no

siempre la posición defendida por un abogado que emplee un alto nivel de

diligencia y de pericia, sea atendida por los Tribunales, pudiendo, por lo tanto, el

cliente ver desestimada su pretensión.

En España, la imposibilidad de entablar, en todo caso, un nexo causal

entre la conducta imperita o negligente del abogado y el resultado dañoso,

identificado éste con la insatisfacción de la pretensión del cliente, o con la

pérdida del litigio, se encuentra en la base de la mayoría de las decisiones

jurisprudenciales que niegan la existencia de responsabilidad del letrado. En

efecto, en todos los supuestos en que el daño o perjuicio cuyo resarcimiento se

pretende, se hace radicar en la pérdida de la pretensión del cliente deducida en

el litigio, el Tribunal Supremo ha incidido en la exigencia de una demostración

200

clara y suficiente de la relación causal entre la conducta del abogado y el

resultado dañoso de este modo configurado. Yendo más allá, el Tribunal

Supremo ha rechazado que del resultado desfavorable del litigio o de la

desestimación de la pretensión del cliente pudiere resultar una presunción de

culpa o negligencia del abogado, esto es, una inversión de la carga de la

prueba;450 incluso más, ha excluido cualquier presunción del nexo causal entre

la conducta del abogado y el daño entendido como el resultado desfavorable

del litigio para el cliente. Se observa en la mayoría de los fallos desestimatorios

de la responsabilidad del abogado, como “ratio decidendi”, no tanto en no haber

quedado suficientemente demostrada la negligencia o la impericia del letrado

como en no haber acreditado la relación causal entre la conducta del abogado y

el perjuicio ocasionado a la parte. A los antedichos argumentos se ha añadido

la consideración de que el profesional sólo asume en estos casos una

obligación de medios, esto es, sólo se compromete a desarrollar su actividad

profesional, cumpliendo las formalidades legales y exponiendo jurídicamente las

razones de su cliente, pero no a la consecución del resultado esperado por el

cliente. ,451 por lo que incluso se dan supuestos en que ni siquiera es posible

apreciar un incumplimiento del abogado, en cuanto que no puede constatarse

que éste haya incurrido en negligencia o impericia, desviándose del modelo de

conducta del buen profesional.

Diversa puede ser la conclusión si el daño que se pretende conectar

causalmente y del que se quiere hacer responder al abogado, viene identificado

con la pérdida de la oportunidad (chance) del éxito del litigio. En esta

concepción del daño, podrían tener cabida todas aquellas hipótesis en las que

la negligencia del abogado, el incumplimiento de su obligación, ha quedado

patente a través de una conducta omisiva, de una “desidia procesal”, que

impide la continuación del procedimiento o cierra una vía procesal. Pero cabe

450 Sentencia de 5 de julio de 1991, citada por SERRA, ob. cit., p. 222 451 SERRA, ob. cit., p. 225.

201

tener presente que existen determinados supuestos en que, a pesar de

apreciarse una falta de diligencia del abogado, no puede constatarse daño o

perjuicio alguno derivado de tal negligencia, ni siquiera aun cuando dicho daño

venga identificado con la pérdida de la oportunidad, como también se ha fallado

en España por el Tribunal Supremo.452 Ya hemos dicho que en la configuración

de la pérdida de chance se entrelazan los dos planos o etapas del juicio de

responsabilidad; por un lado el problema del nexo causal y por otro el de la

identidad del daño o perjuicio, por lo que para evitar repeticiones, nos remitimos

a lo ya expuesto al tratar del daño. 453

En conclusión, existen supuestos de negligencia sin responsabilidad, sea

porque no se logra acreditar que el cliente haya sufrido daño alguno, o porque

éste no reúne los caracteres de certidumbre suficientes, o no pudo probarse un

nexo causal entre el daño y el incumplimiento.

5) La causalidad en la actividad de asesoramiento y consejo del

abogado.

Es la responsabilidad profesional por consejos negligentes uno de los

terrenos más necesitados de clarificación de cuantos se dan cita en el tan

amplio campo de la responsabilidad civil. Y, ya dentro de lo que se refiere a las

responsabilidades profesionales, probablemente sea el área en la que resulte

más complicado dar con fórmulas generales, más aun en el ámbito de los

abogados, en que no se trata de una ciencia que pueda calificarse de exacta y

que está integrada por un complejo normativo cambiante que en ocasiones,

requiere una importante labor hermenéutica del mismo, de modo que la

adopción de una de las soluciones ofrecidas, aunque posteriormente se

demuestre inidónea para la consecución de un ulterior resultado, no supondrá

452 SERRA, ob. cit., p. 228. 453 Cap. VI.C, No 5).

202

en sí la impericia o negligencia del profesional, si éste tuvo en cuenta aquellos

parámetros. O sea, constituye un campo donde resultan más frecuentes los

informes heterodoxos pero no equivocados, opiniones raras pero no

descabelladas, dictámenes aventurados pero con cierta verosimilitud. Y se

complican, no ya por la extraordinaria dificultad que representa conocer hasta

que punto el perjuicio es consecuencia directa de una falta de diligencia, sino

porque si el perjudicado conociera la esfera técnica del caso lo suficiente como

para saber que hubo negligencia del profesional, probablemente no habría

necesitado acudir a éste.

Primeramente digamos que de la asunción del encargo deriva para el

abogado como deber complementario o preliminar que debe preceder su

actuación en sede jurisdiccional, el de efectuar una valoración previa, que tiene

por finalidad aproximarse al estado de la cuestión, lo que puede asimilarse a un

dictamen “pro veritate” que incumbe al profesional en virtud de los dictados de

la buena fe y la ética profesional. Esta deliberación por parte del abogado, que

constituye la primera fase en la ejecución de su prestación, se concretará en un

examen de hecho y de derecho de la cuestión controvertida, lo cual le permitirá

formar y emitir una opinión sobre las probabilidades de éxito de la misma, la

conveniencia o no de iniciar un procedimiento, susceptible de determinar la

conducta de su cliente, 454 debidamente informado.

De otra parte, junto a este deber de consejo accesorio y previo al inicio

de una actividad jurisdiccional, al abogado puede corresponderle como

obligación principal e independiente la de aconsejar o asesorar, actividad ésta

que en los últimos años ha adquirido un carácter predominante entre las

desempeñadas por los mismos.

Como ya tuvimos oportunidad de analizar, en estos supuestos típicos en

que la actividad comprometida por el abogado debe traducirse en la emisión de

un informe o la elaboración de un dictamen, tanto la doctrina como la

454 SERRA, ob. cit., p. 269.

203

jurisprudencia en el Derecho Comparado, de manera mayoritaria, han calificado

dicha obligación como de “resultado”. El abogado que asume el encargo de

elaborar un dictamen o emitir un informe jurídico se obliga a alcanzar un

resultado que consiste precisamente en tener preparado en el tiempo pactado

un dictamen o un informe que reúna unas mínimas condiciones cualitativas de

exactitud e idoneidad. Con todo, esto último no significa que el autor del consejo

comprometa su infalibilidad o que garantice un resultado favorable, por lo que

desde este punto de vista, podría sostenerse que su compromiso deriva tan

sólo en una obligación de medios, desde que éste cumplirá la obligación

cuando haya dado, de forma completa y clara, todos los consejos sobre la

situación jurídica de la cuestión controvertida, utilizando sus conocimientos

expertos en la materia, dando cierta seguridad jurídica a la parte que le confió el

discutido asunto.

Entonces, la cuestión de la responsabilidad no es tan pacífica, desde que

se suscita, fundamentalmente, en los supuestos en los que el profesional emite

un consejo “inveraz o inexacto” que, por ello, al ofrecer una información falsa o

errónea, ocasiona un perjuicio a los intereses del cliente que, profano en la

materia, ha confiado en el buen hacer del profesional. Pero para que el

profesional deba responder civilmente frente al cliente que lo contrató,

solicitando su consejo o asesoramiento, será necesario que éste pruebe tanto el

daño como el incumplimiento, esto es, que el abogado no se ajustó en la

realización del informe o en la elaboración del dictamen a las normas técnico-

legales o, en general, a las reglas del arte o la buena práctica profesional, o

sea, que no se ajustó a los dictados legales, líneas jurisprudenciales asentadas,

al estado de la doctrina científica, desconociendo y prescindiendo de tales

pautas, inclinándose sin rigor ni fundamento por una determinada solución, todo

ello con las reservas ya indicadas relativas a la naturaleza no exacta de la

Ciencia del Derecho; y además será necesario que el cliente pruebe, que entre

204

dicho incumplimiento y los perjuicios a él irrogados existe una relación de

causalidad.455

6) Relación entre la causalidad y la extensión de l a obligación de

indemnizar.

Ya hemos adelantado que la idea de causalidad no solo cumple una

función como paso previo para descubrir la relación de imputabilidad, sino que

también como factor de determinación de los daños resarcibles, sin perjuicio de

reconocer que estas distintas etapas o análisis se entremezclan en la práctica.

Al analizar el daño pudimos apreciar que nuestro Código Civil en su

artículo 1558, inspirado en el Code napoleónico, asigna al criterio de la

previsibilidad del daño en el momento de contratar la función de limitar la

indemnización de los daños: “si no se puede imputar dolo al deudor, sólo es

responsable de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo

del contrato; pero si hay dolo, es responsable de todos los perjuicios que fueron

una consecuencia inmediata o directa de no haberse cumplido la obligación o

de haberse demorado su cumplimiento”.

Esta disposición corresponde a la del artículo 1150 del Código francés,

que expresa: “el deudor no es responsable sino de los perjuicios que han sido

previstos o se han podido prever al momento del contrato, cuando no es a

causa de su dolo que la obligación no se ha cumplido”.456

El precepto transcrito presenta grandes similitudes con el artículo 1107

del Código Civil español: “los daños y perjuicios de que responde el deudor de

buena fe son los previstos o que se hayan podido prever al tiempo de

constituirse la obligación y que sean consecuencia necesaria de su falta de

cumplimiento. En caso de dolo responderá el deudor de todos los que

455 SERRA, ob. cit., p. 272. 456 Citado por TAPIA, ob. cit., p. 117.

205

conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento de la obligación”. Se

advierte eso si una aparente diferencia específica: nuestro Código se refiere a

todos los perjuicios que fueron consecuencia directa e inmediata457, y el

español a todos los que conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento.

Decimos aparente, por concordar con lo expuesto por un sector de la doctrina

italiana, de que la noción de “daño directo” expresa una relación de “simple

condicionalidad” de los daños al hecho del agente, de modo que todos los

daños conectados causalmente al incumplimiento vendrían, en principio,

resarcidos sin límite alguno en su extensión. Por ello concluyen que, el

legislador al exigir que el daño sea consecuencia directa e inmediata no ha

añadido nada a dicho principio, ni al concepto de causalidad ya expresado en el

término “consecuencia necesaria” del Código español. Tan sólo ha indicado un

doble criterio directivo, aclarando que el vínculo causal ha de comprobarse en la

práctica teniendo en cuenta un criterio positivo, esto es, que el daño se verifique

en el radio de acción del incumplimiento (consecuencia directa), y un criterio

negativo, es decir, que, aun verificándose en dicha esfera, no sea efecto de otra

causa distinta del incumplimiento, que haya irrumpido en el ciclo causal

poniendo en marcha un nuevo proceso dañoso autónomo e independiente del

anterior (consecuencia inmediata).458 Por lo demás, el cambio de dicción del

precepto español respecto al modelo francés, seguido por el italiano y el

chileno, se debe al proyecto de Código Civil de García Goyena, que prescindía

intencionalmente de la referencia a la previsibilidad en el momento de contraer

la obligación, y preveía como exigencia de la indemnización de los daños el que

estos fueran consecuencia inmediata y necesaria de la falta de cumplimiento,

limitación que no era aplicable para el caso de haber concurrido dolo. Sin

embargo, en el anteproyecto, se volvió a recoger el criterio de la previsibilidad

para el deudor no doloso, o de “buena fe” como expresa la fórmula empleada,

457 Al igual que los códigos francés e italiano, arts. 1151 y 1223 respectivamente. 458 Freschi, citado por SERRA, ob. cit., p. 300.

206

manteniendo para el deudor doloso la responsabilidad de todos los daños que

“conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento de la obligación”. Una

interpretación contraria a la expuesta, borraría de una plumada la finalidad que

expresamente pretende introducir la norma, de restringir el ámbito de los daños

resarcibles por el deudor no doloso. Entendida en tal sentido la locución

“consecuencia necesaria” del Código español, no se aprecia una mutación

significativa respecto de los términos empleados por los textos francés e

italiano, 459como tampoco respecto del chileno.

De otro lado, generalmente se ha entendido que en el citado artículo

1558 de nuestro Código contrapone al deudor culposo con el doloso; sin

embargo, creemos que ello no es así, desde que en ningún pasaje éste se

refiere al deudor con culpa, por lo que habría que referirlo al igual que en el

español, al deudor de buena fe, concepto éste último que la doctrina española

ha entendido mayoritariamente en forma amplia, como comprensivo de todo

deudor no doloso, aun cuando no sea necesariamente culposo o negligente, 460

como cuando se haya de responder por cualquier otro criterio de imputación

previsto legal o convencionalmente (por ej. el riesgo), siempre que no se pueda

reprochar dolo alguno.

Siguiendo una primera lectura del artículo 1558 parece claro que la

extensión de la responsabilidad, el quantum respondeatur, debe quedar de

algún modo limitada a una parte de las consecuencias dañosas relacionadas

causalmente con la conducta del deudor no doloso.

Para RODRIGUEZ GREZ, la condición de previstos e imprevistos de los

daños está dada por la posibilidad de representárselos razonablemente a la

hora de perfeccionarse el contrato, lo cual implica, estar en condiciones de

descubrir la cadena causal que desemboca en la producción del daño, haciendo

eso si reserva de que el daño previsto en la responsabilidad contractual, ha de

459 SERRA, ob. cit., p. 308. 460 SERRA, ob. cit., p. 293.

207

analizarse siempre en función de la “prestación”. 461 Es lo que también opina

TAPIA SUAREZ con otras palabras, quien considera los perjuicios previstos e

imprevistos como una subclasificación de los perjuicios directos: “…tratándose

de obligaciones contractuales que no se generan sino por voluntad de las

partes, éstas no se obligan a otra cosa que a lo que han estipulado en el

respectivo contrato. La primera ley que rige en esta materia es, pues, la

voluntad de las partes contratantes. Sólo cuando las partes omiten hacer

estipulaciones sobre el particular, debe intervenir el legislador, tratando siempre

de interpretar la probable voluntad de aquellas”.462

A efectos de evitar repeticiones, nos remitimos a lo expuesto en otro

lugar, al tratar los daños previstos e imprevistos.463

Sólo reiteramos que en sede contractual, mientras siga en pie la

distinción que entre dolo y sin dolo realiza el artículo 1558 del Código Civil en

cuanto a sus efectos en la extensión de la reparación, se responde de más

consecuencias cuando media dolo que cuando el acto no lo es.

A efectos del presente trabajo, centrado en el estudio de los supuestos

de incumplimiento y responsabilidad del abogado, interesa dilucidar en que

medida el precepto del artículo 1558 incide especialmente en la delimitación y

extensión de la responsabilidad del mismo.

El tema principal radica en que la previsibilidad, como ya hemos

expuesto, se encuentra adscrita al ámbito de la reflexión, a la capacidad del

sujeto de representarse anticipada y mentalmente las consecuencias probables

de una acción u omisión; prever importa descubrir intelectualmente un

enlazamiento causal entre un hecho conocido y el que probablemente se

seguirá de él, por lo que, a mayor capacidad intelectual, cultural y educacional,

mayor deberá ser el grado de previsión que se impone.

461 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 230. 462 TAPIA, ob. cit., p. 118. 463 Cap. VI.E No 5).

208

Sin embargo, en la práctica no existe forma de comprobar con precisión

la representación del daño por parte del sujeto que lo provoca, desde que ello

se sitúa en su fuero interno; desde otro ángulo, resulta innegable que las

capacidades intelectuales, culturales y educacionales de quienes integran una

misma sociedad resultan disímiles, criterio que incluso puede aplicarse a toda

una categoría profesional, y dentro de la misma, a los grados de especialización

en cada una de ellas existentes.

Entonces, si bien en un plano de justicia pura, no puede existir duda que

lo óptimo sería establecer el principio de la responsabilidad sobre la base de la

previsibilidad, también ha de admitirse que la mera previsibilidad,

subjetivamente considerada, nos arrastraría a situaciones arbitrarias e

insostenibles, y no menos atendible, que la ciencia jurídica es una disciplina

esencialmente valórica, no es una balanza fría e inanimada cuyo único fin es el

pesar conductas para calificarlas, sino que su destino final es organizar la vida

en sociedad con miras a realizar el bien común.

Se hace necesario entonces, encontrar un criterio objetivizante, que

aunque no se encuentre del todo ajeno al elemento “previsibilidad”, atenúe sus

deficiencias.

Al respecto, a YZQUIERDO TOLSADA, al tratar el nexo causal como

factor de determinación de los daños resarcibles, no le cabe duda que el

profesional liberal de hoy tiende a especializarse en tal medida que la

responsabilidad que pueda originar el incumplimiento de su contrato resulta ser

cada día más amplia. Y es que a mayores conocimientos y pericia, mayor grado

de previsión. Así, es de la opinión que esa previsibilidad se mida en función del

riesgo de la actividad ejercitada, ya que sólo así la responsabilidad cumplirá su

único cometido de situar a la víctima en la situación en que se encontraba antes

de producido el daño.464 En análogo sentido opina SERRA RODRIGUEZ, para

quien, dentro del concepto de daño contractual resarcible no cabe incluir todos

464 YZQUIERDO, ob. cit., p. 432.

209

los daños sufridos por el acreedor, sino que operan ciertos criterios específicos

que justifican que de aquellos daños que, están, desde luego, conectados

causalmente al incumplimiento, vengan delimitados los que pueden ser

imputados objetivamente al deudor, en virtud de una distribución de los riesgos.

Así, al cliente no le pueden ser garantizados en virtud del resarcimiento

aquellos riesgos a los que se encontraría igualmente expuesto aunque el

incumplimiento no se hubiere producido. Por tanto, pudiéndose comprobar que

la conducta del abogado no incrementó el riesgo normal al que se halla

expuesto el cliente (vicisitudes del litigio, excepciones opuestas por el

adversario, etc.), no podrá imputarse el resultado dañoso al primero. 465

En nuestra opinión, y siguiendo a ARAYA JASMA, el criterio que nos

parece más funcional para una solución práctica y justa en punto a determinar

la extensión de los daños resarcibles, sería la teoría de la causa adecuada, 466que considere aquellos hechos de los cuales quepa esperar, con base en

criterios de probabilidad o de razonable regularidad y en abstracto, la

producción de un resultado, esto es, prescindiendo de lo efectivamente

sucedido y atendiendo a lo que usualmente ocurre y al grado de previsión que

cualquier hombre razonable podría haber tenido por razón de su profesión o de

cualquier otra circunstancia.

No se trata de aproximar la causalidad hasta confundirla con la culpa, ya

que la reintroducción de la idea de falta de previsibilidad está aquí referida al

encadenamiento de hechos, no a la conducta del sujeto. Se trata de una

imputación física o fáctica en el primer caso, versus una imputación moral o

jurídica del resultado, en el segundo. Gabriel Marty grafica esta idea desde otro

ángulo, al sostener que si bien la idea de normalidad interviene tanto en el caso

de la culpa como en el de la causalidad, lo hace de una manera diferente:

465 SERRA, ob. cit., p. 295. 466 ARAYA, ob. cit., p. 38.

210

conducta del hombre normal en uno, desarrollo normal de las cosas a partir de

un hecho, en el otro.467

VI.E.- EL FACTOR DE ATRIBUCION.

1) Concepto y clases.

Los factores de atribución son las razones que justifican que el daño que

ha sufrido una persona, sea reparado por alguien, es decir, se traslade

económicamente a otro. KEMELMAJER DE CARLUCCI y PARELLADA

explican esto afirmando que el hecho dañoso provoca, fácticamente, la lesión

de un sujeto; frente a este fenómeno, el Derecho se pregunta si es justo que el

daño quede a cargo de quien de hecho lo ha sufrido, o si por el contrario, debe

desplazar sus consecuencias económicas a otras personas. Si no es justo,

impone la obligación de responder; la razón por la cual produce tal

desplazamiento es lo que denominamos factor de atribución.468

De lo que se sigue necesariamente, que el factor de atribución está

íntimamente ligado al fundamento de la responsabilidad civil: preguntarse cuál

es el fundamento de la responsabilidad civil es preguntarse por qué se debe

reparar el daño que se ha causado, o bien, desde otra óptica, cual es la razón

que determina el nacimiento de la obligación de reparar por parte del individuo.

Este tema, que también recibe la denominación de “factores de atribución”, no

es sino preguntarse por la razón que la ley toma en consideración para atribuir

jurídicamente la obligación de indemnizar, haciendo recaer su peso sobre

alguien.469

467 Citado por ARAYA, ob. cit., p. 30. 468 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 637. 469 YUSEFF, ob. cit., p. 81.

211

Entonces, a los fines de toda responsabilidad civil, es asimismo

necesaria la concurrencia de un factor de atribución de la misma, sea de

naturaleza subjetiva u objetiva, que la ley repute apto o idóneo para sindicar en

cada caso quien habrá de ser el sujeto responsable. En consecuencia, la

responsabilidad en general, supone siempre un reproche subjetivo u objetivo al

infractor. Si el juicio de reproche está referido a la actitud interior del sujeto,

hablamos de factores subjetivos de atribución; si es el resultado de la

confrontación de la conducta con un resultado objetivo del cual surge

directamente la responsabilidad, hablamos de factores objetivos de atribución.

De ahí se sigue que, los factores de atribución se clasifican en subjetivos y

objetivos: los primeros se apoyan en la reprochabilidad de la conducta del

dañador, reproche que puede serle formulado a título de dolo porque obró con

intención nociva; o bien a título de culpa por no haber previsto lo que debía

prever; de lo que se sigue entonces, una subclasificación de los factores

subjetivos de atribución, fundados en el grado de intencionalidad del agente

dañador. Los factores objetivos, por el contrario, sustentan la justicia de la

responsabilidad en motivos ajenos a un reproche subjetivo; en este caso el

legislador ha tenido en cuenta valoraciones sociales, económicas, políticas, etc.

que le han convencido de establecer férreas asignaciones de responsabilidad:

entre ellos se ubican la garantía, el riesgo creado, la equidad y el abuso en el

ejercicio de los derechos. 470 En estos últimos casos también hay un reproche,

aunque no es personal, no se atiende a las características personales del

agente causante del daño; se trata de un reproche a una conducta según un

estándar de comportamiento.471

470 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 643. 471 VELOSO, ob. cit., p. 251.

212

2) Breve reseña histórica.

Las respuestas que se han dado como fundamento de la responsabilidad

civil o como el factor de atribución adecuado, han sufrido una constante

evolución enraizada con la historia misma de la responsabilidad civil, ya tratada

en este trabajo,472 y que podemos rsumir en tres etapas protagónicas: la

adoptada por los juristas romanos, que sintéticamente expresada, ve en el daño

la ruptura del equilibrio entre las personas, y, en su reparación, la vuelta a la

justicia; la moderna, desarrollada a través de los siglos XVII, VVIII y XIX,

receptada por el Code Civil y que, en pocas palabras, incorpora pautas

moralistas con base en la idea de culpa; y la actual, expuesta en los últimos

cincuenta años, caracterizada por la atipicidad de los supuestos y la variedad

de los factores de atribución.473

Así, en los últimos tiempos, el asunto ha sido objeto de arduas disputas

doctrinales, en que fundamentalmente ha habido dos respuestas para la misma

pregunta, o sea, que para referirse a este tema, se debe utilizar el plural, ya que

el legislador no basa todos los supuestos por los que el sujeto es responsable

en una sola respuesta: desde una perspectiva puramente materialista, se dice

que es responsable del daño quien lo causa, con prescindencia de cualquier

otra consideración (fundamento objetivo) o se dice que el autor del daño

responde porque éste se ha producido por su culpa, bien porque ha querido el

daño o ha actuado en forma imprudente, y en base a dichas consideraciones de

índole moral, debe responder (fundamento subjetivo). 474

472 Ver Cap. I.C.- 473 Mosset Iturraspe, citado por RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 321. 474 YUSEFF, ob. cit., p. 82.

213

3) El factor de atribución en nuestra legislación .

En los ordenamientos del siglo XIX, como lo es el nuestro, la regla está

constituida por la aplicación de factores subjetivos de atribución, desde que el

eje de responsabilidad civil es indudablemente la culpabilidad (comprensiva de

la culpa y el dolo). Excepcionalmente admiten, siguiendo el precedente romano,

algunos supuestos de responsabilidad objetiva: daños causados por

dependientes, por cosas inanimadas o por animales feroces. Los factores

subjetivos se apoyan en la reprochabilidad de la conducta del dañador,

reproche que puede serle formulado a título de dolo o bien a título de culpa. En

consecuencia, el sistema de responsabilidad en nuestro derecho es subjetivo.

Ello implica que sólo se responde por un obrar doloso, negligente o descuidado

y que es este “juicio de reproche” el fundamento último de la responsabilidad.

En nuestro derecho no se responde, sino por excepción, de la ejecución o

producción de un hecho al margen de la actitud interna de su autor. La regla

general entre nosotros está representada por actos o conductas que conllevan

un juicio de reproche, lo cual significa un obrar doloso o culpable y, en este

último caso, siempre que se incurra en el grado de culpa asignada en la ley al

obligado. Esta tendencia se ha atenuado, en nuestro tiempo, por la aparición de

casos más frecuentes de responsabilidad objetiva.475

Así, para ACUÑA ANZORENA, en la responsabilidad civil profesional,

nada hay en lo fundamental que difiera de los principios esenciales que

gobiernan la responsabilidad civil en general, si bien pueden darse a su

respecto “algunas diferencias puramente de matices”, insuficientes para

descartar dicha premisa,476 o sea, que lo afirmado es sin perjuicio de las

particularidades propias o matices diferenciales que, en cada concreta

responsabilidad profesional, puedan presentar aquellos principios genéricos. Ha

475 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 17. 476 Citado en TRIGO y STIGLITZ, “Seguros y responsabilidad civil”, ob. cit., p. 28.

214

sido mérito de CHIRONI el haber puesto en claro este principio, contra el

parecer de quienes creían ver en la responsabilidad profesional una especie

particular de culpa, que debía, por ende, ser apreciada con diferente criterio: “ni

para la impericia, ni para los errores profesionales, se deben establecer teorías

especiales de culpa, sino que entran en los conceptos generales fijados en

materia de comportamiento ilícito”.477 En este mismo sentido, en Argentina,

opina LOPEZ MESA, quien recuerda que la jurisprudencia de ese país ha dicho

infinidad de veces que no existe una noción profesional de culpa, y por ello, no

existe un criterio profesionalista, ni una concepción de artífice o perito como

paradigma de apreciación.478

Ahora bien, la responsabilidad profesional en general, y la del abogado

en particular, carece de una legislación especial que la rija orgánicamente, por

lo que ha de regirse en lo fundamental, por la legislación común. Y como se

trata de una responsabilidad por hecho propio o personal, el factor de atribución

ha de ser, en principio, subjetivo: la imputabilidad por culpa o en su caso por

dolo del agente del daño; o sea que es necesario que el autor material del

perjuicio causado (imputatio facti), pueda además ser tenido como culpable del

mismo (imputatio iuris).479

Empero, en la responsabilidad profesional lo más corriente es que el

obrar generador de la misma sea solamente culposo; lo cual nos lleva a

ocuparnos preferentemente, de la responsabilidad por culpa.

4) Concepto general de culpa.

La culpa, como elemento de la responsabilidad, puede ser definida en un

sentido amplio o lato y en un sentido estricto o restringido. Considerada en su

sentido lato, la expresión “culpa” comprende, no sólo lo que se entiende por

477 Citado por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 102. 478 Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 296. 479 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 295.

215

culpa propiamente tal, sino que también el dolo. Así RUGGIERO la define como

“toda conducta injusta, ya consista en un acto positivo (comisión) o negativo

(omisión), ya sea un acto realizado con el propósito de perjudicar a otro y violar

su esfera jurídica, ya sea un acto realizado sin propósito, consistente en una

negligencia.480 En un sentido estricto el concepto de culpa coincide, en realidad,

con el de omisión de la diligencia a que se estaba jurídicamente obligado,

pudiendo decirse, entonces, que constituye culpa propiamente tal, todo

descuido o negligencia en que, sin intención de dañar, se incurra, y que trae

como consecuencia el incumplimiento de una obligación, cualquiera que sea la

fuente de donde ésta emane.481

Nuestro Código Civil, ha salvado numerosas dificultades que se han

suscitado en el Derecho de otros países, en lo relativo a la determinación del

alcance que debe darse al término “culpa”, al disponer expresamente el artículo

44: “la ley distingue tres especies de culpa o descuido. Culpa grave, negligencia

grave, culpa lata, es la que consiste en no manejar los negocios ajenos con

aquel cuidado que aun las personas negligentes y de poca prudencia suelen

emplear en sus negocios propios. Esta culpa en materias civiles equivale al

dolo. Culpa leve, descuido leve, descuido ligero, es la falta de aquella diligencia

y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios.

Culpa o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido leve. Esta

especie de culpa se opone a la diligencia o cuidado mediano. El que debe

administrar un negocio como un buen padre de familia es responsable de esta

especie de culpa. Culpa o descuido levísimo es la falta de aquella esmerada

diligencia que un hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios

importantes. Esta especie de culpa se opone a la suma diligencia o cuidado. El

dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad

de otro”.

480 TAPIA, ob. cit., p. 157. 481 Moreno Araya, memoria citada por TAPIA, ob. cit., p. 157.

216

Lo propio hace, principalmente, el artículo 2284 al hablar de “delito” y

cuasidelito”, en que requiere implícitamente, la existencia de culpa o dolo para

el establecimiento de responsabilidad delictual, fijando como elemento

diferenciador, la intencionalidad del sujeto.482

Ahora bien, debe advertirse que en nuestro Código Civil no existe

propiamente una definición de culpa, ya que no dice qué es la culpa o en qué

consiste, sino más bien establece como debe determinarse su concurrencia, por

lo que su delimitación conceptual ha requerido un importante trabajo doctrinario

y jurisprudencial, desde que en ella se alude a su vez a otros conceptos, que

provienen del lenguaje natural y también imprecisos: la diligencia, el modelo de

conducta de un hombre prudente, el buen padre de familia, que para efectos de

este trabajo, deberemos asimismo delimitar concretamente.

En general puede decirse entonces que existe culpa cuando por

negligencia, descuido, falta de precaución o imprudencia, no se obró como

habría debido hacerse, provocándose un daño; pero sin que mediase ningún

propósito deliberado en tal sentido por parte del agente. O sea que la culpa

viene a caracterizarse por dos notas igualmente negativas: está ausente o falta

la voluntad o intención de perjudicar; igualmente media omisión, por cuanto no

se adoptan (faltan), las diligencias adecuadas para evitar la producción del

daño.

La culpa a su turno puede presentarse bajo distintas formas: como

negligencia, que consiste en la omisión de cierta actividad que habría evitado el

resultado dañoso; como imprudencia, cuando por el contrario se obra

precipitadamente sin prever cabalmente las consecuencias que pueden 482 Hay tratadistas tanto en el Derecho comparado como el nuestro, para quienes la culpa contractual y la culpa delictual son instituciones jurídicas diferentes; en cambio otros, entre ellos Planiol, sostienen que la distinción entre ambas especies de culpa sería falsa y producto de un examen superficial de la cuestión, o sea, postulan un concepto unitario de la culpa, al cual adscribimos, sin perjuicio de reconocer la existencia de diferencias accesorias en el derecho positivo, que justifican el establecimiento de una línea demarcatoria entre ellas. De esta manera, no habría, científicamente, dos tipos de culpa, sino dos regímenes de la misma.

217

derivarse de su obrar irreflexivo: se hace lo que no se debe, o en todo caso más

de lo debido; y también, específicamente con relación a los profesionales, como

impericia o desconocimiento de las reglas y métodos propios de la profesión de

que se trate, ya que todos los profesionales deben poseer los conocimiento

teóricos y prácticos pertinentes, y obrar con previsión y diligencia con ajuste a

los mismos.483

5) Culpa y previsibilidad.

No resulta indiferente para efectos de este trabajo y en punto a este

tópico, como tampoco para otros importantes efectos, dilucidar la relación que

existe entre culpa y previsibilidad.

Para RODRIGUEZ GREZ, al contrario de lo que ocurre con el dolo, la

previsibilidad del daño no es un elemento de la culpa, puesto que considera que

en ella, la representación del efecto dañoso del proceder no es necesaria: para

que exista culpa no es requisito que el sujeto que incurre en ella se represente

mentalmente el daño o descubra la cadena causal que lo determina. La ley

exige diligencia, cuidado, prudencia, precaución, atención, vigilancia,

advertencia, etc. Ni siquiera acepta tal hipótesis en la denominada “culpa con

representación”, puesto que si bien en ese caso el sujeto puede representarse

el efecto dañoso de su acción, lo rechaza, lo desconsidera o elimina

intelectivamente, vale decir, no lo acepta ni siquiera como probable. Concluye

entonces este autor, que quien incurre en culpa, no previene el daño que causa,

sino que más bien olvida sus deberes y obligaciones y, por lo mismo, no toma

las precauciones necesarias para satisfacer sus compromisos o el deber de no

causar daño a quienes no están ligados contractualmente con él. 484 En igual

sentido apuntan TRIGO y LOPEZ siguiendo a CONCEPCION RODRIGUEZ: “en

483 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 62. 484 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p.32 y ss. Y p. 50 y ss.

218

todos los factores de índole subjetiva existe voluntariedad, pero ellos se

diferencian en que en la culpa la intencionalidad no alcanza al resultado, esto

es, la intención consiste en actuar de determinada manera, y el resultado

sobreviene por negligencia o descuido, mientras que en el dolo, en todos los

casos, el resultado dañoso es aceptado al menos como algo más que posible o

directamente –según sea el caso- buscado a designio”.485

VELOSO VALENZUELA en cambio, es de la opinión que la diligencia se

refiere a un actuar cuidadoso (no extremadamente cuidadoso), lo que supone

un actuar que intenta evitar un daño previsible. Por ello sostiene que la

previsibilidad es una condición de la responsabilidad. Siguiendo a BARROS

BOURIE, agrega que no se puede exigir evitar aquello que es imprevisible.

Tampoco se trata de analizar si el agente ha, o no, previsto el daño, se trata de

determinar si era previsible, independientemente si lo previó o no, y dicho

análisis se hace o debiera hacerse en abstracto, según el parámetro del hombre

medio razonable, y no en concreto. Así se conectan las dos ideas: diligencia

(previsibilidad) y buen padre de familia.486

El tema, como se verá, no es puramente teórico, sino que de gran

importancia práctica, desde que este parámetro servirá para medir el

comportamiento diligente cuando el sujeto obligado ostenta una condición

especial o adicional al del buen padre de familia, al que viene a sustituir, esto

es, cuando se trata del arquetipo de un “buen profesional”.487 De esta manera

se hace entrar en la culpa la impericia del “artifex”, configurada como la omisión

de la diligencia o la falta de previsión de lo previsible, teniendo en cuenta la

profesión del deudor, y que constituye el motivo esencial para la conclusión del

contrato.488

485 TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 643. 486 VELOSO, ob. cit., p. 252. 487 O más precisamente, el del “buen abogado”. 488 SERRA, ob. cit. , p. 40.

219

Este tema tiene que ver, como ya quedó de alguna manera planteado, al

tratar el nexo causal: si bien es cierto la exigencia de este requisito y el de la

culpa, sin duda, contribuyen a limitar el daño indemnizable, no lo es tanto cuál

de ellos actúa protagónicamente; el hecho no resulta menor si se considera que

la imputabilidad a través de la previsibilidad (que no concurre en el nexo

causal), es más descriminadora que la causalidad en lo que respecta a los

diversos daños y además, en la práctica, son pocos los casos que los daños se

rechacen por causalidad.489

Lo que si está claro es que, la previsibilidad es común tanto a la relación

causal como a la culpabilidad; lo que ocurre es que la primera se aprecia

objetivamente, en tanto que la última se aprecia subjetivamente.

Justamente, en la responsabilidad de los profesionales, es razonable

apreciar objetivamente que el sujeto está dotado de conocimientos especiales

que les hace prever lo que el hombre medio no puede anticipar mentalmente. El

lego ignora que la prueba instrumental debe acompañarse hasta vencido el

término probatorio y que no puede hacerse con posterioridad, lo que no puede

entenderse imprevisible para el abogado. La mayor previsibilidad objetiva de un

sujeto dotado de conocimientos especiales aproxima el carácter de las

consecuencias, o sea, determina una mayor responsabilidad. Ello no implica

que exista una culpabilidad agravada, sino una mayor previsibilidad que

determina una imputatio facti mayor de las consecuencias para quien dispone

de conocimientos especiales que le permiten anticipar intelectualmente un

resultado dañoso. Podrá luego juzgarse que no ha habido dolo o culpa, con

base a aplicar al sujeto en concreto los criterios de la imputatio iuris.

489 VELOSO, ob. cit., p. 254.

220

6) Apreciación de la culpa in concreto e in abstracto .

Las llamadas culpa in abstracto y culpa in concreto constituyen hoy en

día los criterios a que recurren los autores y los tribunales de justicia, tanto para

valorar la culpa contractual como la culpa delictual.

El modelo de conducta representado por la diligencia “quam in suis” que

puede remontarse al Corpus Iuris, toma como medida las condiciones

personales del sujeto, su aptitud y esfuerzo, en definitiva, su comportamiento

corriente en la gestión de sus asuntos e intereses. De acuerdo a tal, el deudor

no ha de seguir como pauta de comportamiento en el cumplimiento de sus

obligaciones una diligencia específica y distinta de la usual y normal en sus

relaciones. No se trata por tanto de un “quantum” fijo de diligencia, sino variable

en función del sujeto obligado. De esta manera, viene vinculado por su

conducta habitual que deviene en el parámetro conforme al cual se coteja su

manera de proceder en las obligaciones por él asumidas.490 La violación de la

diligencia “quam in suis” lleva consigo la culpa in concreto, identificada con el

actuar propio del deudor en sus asuntos propios. Constituye por ende, una

pauta de conducta de suyo subjetiva, imprecisa y por tanto sujeta a múltiples

variaciones y discrecionalidades, que paulatinamente irá abandonándose,

cobrando importancia el abstracto del buen padre de familia, criterio que será

recogido por gran parte de los Códigos europeos modernos como parámetro en

la valoración del cumplimiento obligacional.

En efecto, la figura del buen padre de familia, de derivación romana y

teorizada sobre todo en el Derecho post-clásico y justinianeo, va adquiriendo

creciente importancia como figura que, siempre que aparezca referida a una

conducta materialmente idónea, cumple la función de objetivización de la

diligencia exigible a cualquier deudor. Se erige en el modelo de diligencia por

490 SERRA, ob. cit., p. 36.

221

excelencia, en cuanto que es un modelo de diligencia universal o abstracto, que

ha sido recogido en distinto textos legales civiles.

De otro lado, hay que tener presente que durante la época justinianea la

noción de diligencia adquiere una nueva dimensión, al comprender junto a la

consideración o compromiso de un buen hacer, ciertos componentes de

capacidad (“mens”, “consilum”, “sanitas”, “prudentia”) y de competencia

(“scientia”, “peritia”). De esta manera se hace entrar en la culpa la impericia del

“artifex”.491

Sobre cual sería el sistema de apreciación de la culpa que ha adoptado

nuestro Código, RODRIGUEZ GREZ es de la opinión que en el ámbito

contractual es in abstracto; en cambio en materia extracontractual sería in

concreto.

En efecto, este autor sostiene que en materia contractual el juez aprecia

la culpa in abstracto y que ello implica la necesidad de construir un modelo, a fin

de compararlo con la conducta observada por el deudor. Claro que agrega que

este modelo no es común para todos los sectores que conforman el espectro

social, por lo que el modelo que debe construirse ha de ajustarse a las

condiciones de la persona que se trata de juzgar, deberá basarse en un sujeto

arquetípico del medio a que pertenece el obligado cuya conducta se examina,

por lo que el modelo será distinto si el deudor es un profesional, un artista, un

trabajador rural, un albañil, etc., 492 siendo estos últimos elementos, citados a

modo de ejemplo, más bien integrantes de una apreciación in concreto. Algo

muy parecido opina en materia extracontractual: en un principio afirmaba que la

culpa se apreciaba en concreto 493, pero luego cambia de opinión, expresando

que “la culpa cuasidelictual debe apreciarse en abstracto, porque es un recurso

o medio para imponer a todos los miembros de la sociedad un deber

491 SERRA, ob. cit., p. 40. 492 RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 124. 493 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 62.

222

determinado de conducta”494, pero agrega luego que dicha culpa “se apreciará

conforme al deber de cuidado y diligencia que a cada cual corresponde en la

comunidad, atendiendo a su ubicación, actividades, nivel cultural, grado

educacional, etc.”495

Como puede apreciarse, habrá de coincidirse con buena parte de la

doctrina del Derecho Comparado, acerca de la proximidad existente entre estos

dos sistemas de apreciación de la culpa, los que en verdad no se contradicen,

sino que más bien se complementan o integran recíprocamente.496 En efecto,

toda labor apreciativa requiere necesariamente de una comparación, y para ello

debe contarse con algún modelo que sirva de punto de referencia, con un tipo

ideal o paradigmático, como el buen padre de familia o el hombre de diligencia

ordinaria o común, lo que implica una apreciación en abstracto, atento que el

modelo no existe en la realidad y debe ser imaginado, aunque en el otro polo se

tenga, para su comparación con aquel arquetipo ideal, el comportamiento real y

tangible del deudor en el caso dado y en sus precisas circunstancias fácticas,

ya que si de lo que se trata es de apreciar si un abogado diligente y prudente

común puesto en esas mismas circunstancias, habría o no obrado como lo hizo

aquél, esta tarea comparativa requiere inexcusablemente la colocación de estas

dos conductas la una al lado de la otra, para así poder ir constatando las

diferencias o semejanzas que pudiesen existir entre las mismas.

7) Concepto de culpa profesional.

Efectuadas algunas precisiones acerca del concepto general de culpa,

estamos en condiciones de esbozar un concepto específico de “culpa

profesional”, y aplicable, por cierto, a la responsabilidad civil del abogado.

494 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 178. 495 RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 183. 496 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 162.

223

La circunstancia de que con frecuencia se hable de una culpa profesional

hace que resulte necesario preguntarse si es algo distinto de la culpa general.

En principio digamos que la doctrina y la jurisprudencia en el Derecho

Comparado ha desestimado que se trate de una categoría diversa a la culpa en

general. Se estima que la jurisprudencia francesa, ya en 1862, fijó criterio

acerca de la aplicabilidad a los profesionales de las reglas generales de la

responsabilidad,497 aun cuando ciertos autores, con base a un pasaje del mismo

fallo, han querido desprender justamente lo contrario.498

Hecha la prevención, podemos decir que “culpa profesional” es aquella

en la que incurre una persona que ejerce una profesión, al faltar a los deberes

especiales que ella le impone; se trata, pues, de una infracción típica,

concerniente a ciertos deberes propios de esa determinada actividad, ya que es

obvio que todo individuo que ejerce una profesión debe poseer los

conocimientos teóricos y prácticos propios de la misma, y obrar con la previsión

y diligencia necesarias con ajuste a las reglas y métodos pertinentes.499

De dicha “culpa profesional” habrá de resultar a su vez la

“responsabilidad civil profesional”, que, como toda responsabilidad, emerge de

la trasgresión de un deber jurídico preexistente y consiste en la obligación de

resarcir, por medio de una indemnización, el perjuicio ocasionado a otros

sujetos con esa conducta contraria a derecho.

De otro lado y como ya hemos anticipado, cuando se trata de elucidar un

problema como el referente a la responsabilidad civil en que pueden incurrir

quienes ejercen determinadas profesiones –abogados, médicos, ingenieros,

etc.-, es preciso partir de una noción previa, de la que no puede prescindirse: 497 Fallo de la Corte de Casación, Cámara de Admisión, citado por PARELLADA, ob. cit., p. 80. 498 En una parte del fallo se dice que corresponde a la prudencia del juez no inmiscuirse temerariamente en el examen de las teorías o de los métodos médicos, y pretender discutir sobre cuestiones de pura ciencia; pero el mismo fallo, comentado por Mazeaud y Tunc, establece a renglón seguido que “existen reglas generales de buen sentido y de prudencia a las cuales hay que ajustarse, ante todo, en el ejercicio de cada profesión; y que dentro de esa relación, los médicos siguen sometidos al derecho común, como todos los ciudadanos”, TRIGO y STIGLITZ, ob. cit., p. 32. 499 TRIGO, Felix- STIGLITZ, Rubén, “Seguros y responsabilidad civil”, Buenos Aires, Editorial Astrea, 1987, p. 27.

224

nada hay en ella, en lo fundamental, que difiera de los principios esenciales que

gobiernan la responsabilidad civil en general, si bien pueden darse a su

respecto algunas diferencias puramente de matices, que ameritan ser

destacados, insuficientes para descartar dicha premisa. 500

En este mismo sentido opina YZQUIERDO TOLSADA: cuando nos

refiramos a la culpa profesional como falta de conocimientos técnicos

(impericia) o como negligencia o ligereza, no estamos sino aludiendo a la

particularización de la culpa común (negligencia o imprudencia en cualquier

situación). No hay así un concepto autónomo de culpa profesional, sino una

culpa del profesional como manifestación de la culpa ordinaria en el

desenvolvimiento de las actividades profesionales. La ignorancia, la negligencia

inexcusable, la imprudencia fuera de lo común, constituyen culpa, y así se

deduce como resultado de la utilización de criterios de común experiencia,

como si se tratase de cualquier deudor, prescindiendo de su cualificación

técnica. Las más patentes violaciones de los deberes profesionales más

elementales son así simples manifestaciones de culpa en relación con la

naturaleza técnica de la actividad desarrollada por un deudor al que se le

presupone una normal competencia en la materia. 501 Para PARELLADA, se

trata simplemente de la aplicación de un concepto general a un ámbito

particular: lo que no presenta identidad son las circunstancias de la realidad,

son los elementos que deben tenerse en cuenta en la apreciación de la culpa

los que cambian en el campo profesional, pues la certeza científica no es la

misma en todos los temas implicados, como tampoco las circunstancias

precisas en que se presta en cada caso el servicio profesional ni la complejidad

del mismo.502 En este mismo sentido se destaca el mérito de CHIRONI, al haber

puesto en claro este principio, contra el parecer de quienes creían ver en la

responsabilidad profesional una especie particular de culpa, que debía, por

500 TRIGO-STIGLITZ, ob. cit., p. 28. 501 YZQUIERDO, ob. cit., p. 358. 502 PARELLADA, ob. cit., p. 85.

225

ende, ser apreciada con diferente criterio: “ni para la impericia, ni para los

errores profesionales, se deben establecer teorías especiales…, no son modos

especiales de culpa, sino que entran en los conceptos generales fijados en

materia de comportamiento ilícito”.503

8) Del buen padre de familia al buen profesional.

Nuestro Código Civil, siguiendo a Pothier, y éste el criterio romano de

apreciación de la culpa, adopta la tripartición de la culpa; define cada una de las

culpas no mediante conceptos sino a través de la descripción de modelos

abstractos; acepta por lo mismo la gradación del tipo; identifica al paterfamilias

con los hombres o personas en general y según el grado de culpa

correspondiente, con las personas menos cuidadosas y más estúpidas, con el

común de los hombres y con las personas más atentas; y de acuerdo a lo

anteriormente dicho, identifica al buen padre de familia con el grado medio,

como medida de la culpa leve.504

Convengamos, empero, que el modelo abstracto del buen padre de

familia, tal como aparece consagrado en nuestro código, viene en principio

caracterizado por la ausencia de conocimientos técnicos, a diferencia del perito

que es el profesional, por lo que, cuando se trata de apreciar la culpa

profesional, no se puede ocurrir sin más ni más al modelo del “bonus pater

familiae” o sea del hombre prudente y diligente término medio; sino muy por el

contrario será necesario recurrir al arquetipo del buen profesional de que se

trate, o al menos, agravar la apreciación de la diligencia debida.

En efecto, como bien apunta FUEYO en materia de interpretación de la

norma jurídica, sin necesidad de apartarnos de las normas ni caer en los

extremos de la Escuela de Derecho Libre, la función del juez no es meramente

503 Citado por TRIGO-STIGLITZ, ob. cit., p. 28 504 COURT, Eduardo-DE LA FUENTE, Felipe-ELORRIAGA, Fabián-LOPEZ, Jorge-MARTINEZ, José Ignacio-ROSSO, Gianfranco, “Derecho de Daños”, Santiago de Chile, Editorial LexiNexis, 2002, p. 22.

226

declarativa y de lógica formal, sino que debe haber una función de creación

judicial al menos moderada; y cita en abono a RECASENS SICHES quien

expresa: “Adviértase que la tarea del jurista requiere una constante

reelaboración a medida que transcurre el tiempo, por causa de los cambios que

se verifican en la realidad social. Aun en el caso de que la maquinaria legislativa

se parase, la jurisprudencia no podría permanecer estática, antes bien, tendría

que moverse al compás de la vida. Aunque la norma no cambiase, mudan las

situaciones a las que debe aplicarse, y al tener que aplicar nuevas situaciones

hay que extraer de ella nuevos sentidos y consecuencias antes inéditas. Así

puede suceder que el tenor de la ley permanezca invariable, pero insensible y

continuamente su sentido va cobrando nuevas proyecciones”.505

Al respecto, cabe traer a colación que el Código Civil argentino preceptúa

expresamente que “cuando mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno

conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las

consecuencias posibles de los hechos” (art. 902) y define la culpa en el

cumplimiento de la obligación como “la omisión de aquellas diligencias que

exigiere la naturaleza de la obligación, y que correspondiesen a las

circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar” (art. 512); disposición

similar se contiene en el artículo 1.104 del Código Civil español, que la tomó del

argentino.

Con todo, nuestro régimen general de responsabilidad civil no está

exento de ciertas directivas que deben ser interpretadas armónicamente con el

principio de que cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno

conocimiento de las cosas, mayor debe ser la responsabilidad del agente.

Recoge este principio de una forma amplia el artículo 1546, que establece que

los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente obligan no sólo

a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan precisamente

505 FUEYO, Fernando, “Interpretación y juez”, Santiago de Chile, 1976, Universidad de Chile y Centro de Estudios “Ratio Iuris”, p. 30.

227

de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la costumbre pertenecen a

ella. También los arquetipos ideales de conducta que en materia contractual

contempla el artículo 44 del Código Civil que imponen al juez los parámetros

con que éste debe comparar la conducta que se trata de calificar, que implican

según RODRIGUEZ GREZ, atendiendo a dicha conducta con todas sus

connotaciones y características; esto es, el juez debe considerar el modelo

legal, pero insertándolo en la realidad en la cual opera el sujeto cuya conducta

juzga. De este modo, -según este autor- la persona diligente y juiciosa debe ser

apreciada en relación a la profesión, ocupación u oficio que realiza aquel cuya

conducta se valoriza, al medio social en que él actúa, las particularidades del

contrato, la naturaleza de las obligaciones. “Más claro aún, el juez debe ubicar

al arquetipo establecido en la ley en la misma situación en que se encuentra el

sujeto cuyos actos se tratan de juzgar”.506

Así, TRIGO y LOPEZ en Argentina, siguiendo a PLANIOL-RIPERT-

ESMEIN sostienen que es claro que, así como se exige de los deudores

comunes que pongan en el cumplimiento de sus obligaciones los cuidados de

un “buen padre de familia”, cabrá pretender del deudor “profesional” que ponga

en el cumplimiento de la suya todos los cuidados de un buen profesional de su

especialidad, ya que no puede compararse con el hombre medio prudente y

diligente a quien actúa en un orden de cosas en que posee, sin duda,

conocimientos y aptitudes superiores a las del común denominador de las

personas.507

Aparece como de todo sentido común la obligación de extremar los

recaudos a quién ostenta cualidad, o conocimientos especiales,

arquetípicamente un profesional universitario en el ejercicio de su profesión. Y

aun cuando se estime que no exista un concepto profesional de culpa, es obvio,

es razonable que no cabe equiparar un profesional a un hombre común. La

506 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 56. 507 Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 297.

228

responsabilidad del profesional se basa en una culpa determinada por la

omisión de la diligencia especial exigible por sus conocimientos técnicos,

exigencia que no puede confundirse con la más simple de un hombre

cuidadoso.

Por todo lo expuesto, la referencia a la noción abstracta de buen padre

de familia, de hombre normal o razonable, debe ser sustituida para tener en

cuenta ciertas peculiaridades o características del deudor de las que se han

hecho depender el contenido y la extensión de sus deberes. Así, el profesional

viene obligado a comportarse como un profesional normal, quedando sujeto a

ciertas obligaciones diversas de las de un no profesional. De esta manera, el

criterio clásico del buen padre de familia debe ser adaptado para tener en

cuenta las reglas técnicas de la profesión, la especialización, las exigencias

normales del ejercicio de la misma, así como los intereses en juego. Esto es,

tratándose de prestaciones profesionales, la interpretación del contrato y la

búsqueda de la medida de diligencia exigible debe referirse necesariamente a

las reglas del arte.508 Cobra especial relevancia entonces, en la elección del

modelo de conducta aplicable a la particular relación obligatoria profesional, el

del buen padre de familia o el del experto, artífice o profesional, atender a la

cualidad objetiva de la prestación, si es cualificada o no. Esto es, habrá de tener

en cuenta si su ejecución requiere una determinada capacidad o conocimientos

técnicos, y de manera relevante la condición o posición asumida por el deudor

para cumplirla, a su cualidad de profesional de la actividad que constituye el

objeto de la obligación.

Dicho en otras palabras: hemos de tomar como punto de partida que la

naturaleza de la obligación asumida por el deudor condiciona el canon de

diligencia que cabe exigir a aquél en el cumplimiento de la misma. El ejercicio

de una actividad profesional en cuyo ámbito se contraen obligaciones implica

para el deudor que en la ejecución de éstas ha de prescindir del criterio general

508 SERRA, ob. cit., p. 48.

229

que le impone la adopción de un “quantum” de diligencia representado por el

buen padre de familia –que se identifica con el adoptado por el hombre

cuidadoso según la concepción de la colectividad- para sustituirlo por el canon

de diligencia que emplearía un profesional en su mismo sector de actividad.

Finalmente, digamos que la ubicación del artículo 44 del Código Civil,

dentro de las reglas generales, ha dado pie para que algunos autores piensen

que se trataría de una norma aplicable a todas las materias que se tratan en los

cuatro libros siguientes, entre los cuales se cuenta la responsabilidad civil por

delitos y cuasidelitos, máxime por la alusión al buen padre de familia que hace

el artículo 2323 del mismo, situado justamente en el título referido a los delitos y

cuasidelitos, ello no obstante que bajo una interpretación sistemática, la

clasificación del artículo 44 parece resultar más bien ligada al ámbito

contractual, visto lo preceptuado en el artículo 1547.509 Disiente de esta opinión

RODRIGUEZ GREZ, para quien la culpa en materia extracontractual se aprecia

in concreto y no in abstracto.510 ROSSO es de la opinión que el artículo 44 no

sólo es aplicable a los contratos, sino transversalmente también a otras

instituciones en que se está en presencia de una obligación de conservar o

administrar una cosa ajena, excluyendo eso sí, la responsabilidad civil

extracontractual.511

9) Intensidad de la culpa profesional.

El tema de la intensidad que debe concurrir en la culpa de los

profesionales no ha sido un tema pacífico en el Derecho Comparado: si acaso

basta con cualquier tipo de culpa, o si, en cambio, un simple error no sería

suficiente para darle nacimiento; siendo necesario para que el autor pueda ser

509 Entre los autores que sostienen que el artículo 44 sería de aplicación general destacan Arturo Alessandri Rodríguez y René Abeliuk. 510 RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 62. 511 COURT-DE LA FUENTE-ELORRIAGA…, ob. cit., p. 41.

230

condenado a indemnizar que haya incurrido en una culpa grave o lata.512 Claro

que este problema se ha planteado con mayor énfasis en los países en los que

no existe una admisión expresa del sistema de gradación de las culpas, como

es el caso por ejemplo, de Francia y Argentina.

En realidad, el problema tiene que ver con la dificultad que existe para

precisar los límites del incumplimiento de las obligaciones derivadas del

ejercicio de las profesiones liberales, que arranca del hecho de que quienes las

ejercen tienen atribuida una facultad discrecional bastante amplia para el

cumplimiento de sus deberes, y de que, por otra parte, no puede estimarse

como incumplimiento el resultado negativo de la labor realizada, ya que en

general se trata de obligaciones de prudencia o diligencia y no de resultado, las

que deben apreciarse teniendo en cuenta, por un lado, la particular dificultad

inherente casi siempre a la labor profesional, y por otro, la amplia libertad que

debe reconocérseles en la elección de los medios más idóneos para resolver y

llevar a cabo la labor asumida.513

La antigua doctrina francesa, al tratar de la responsabilidad profesional,

hacía un distingo: si el profesional había faltado a las reglas de prudencia que

se imponen a cualquier persona, rige el derecho común y toda culpa en que

haya incurrido lo obliga a la reparación; pero si se trataba de no ajustarse o

faltar a las reglas de orden científico impuestas por el arte de la profesión de

que se trate, entonces la culpa se denominaba “profesional” y sólo se respondía

en caso de culpa lata o grave. Esta posición tuvo influencia en la jurisprudencia

argentina y en la doctrina, aunque muy limitadamente.514

Las críticas contra dicha posición no se dejaron esperar, primeramente

porque discurría sobre la base de una culpa profesional distinta de la culpa

general, distingo que además resultaba muy difícil de aplicar a los sucesos del

512 TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 157. 513 Bonsi Benucci, Eduardo, citado por TRIGO-STIGLITZ, “Seguros y responsabilidad civil”, ob. cit., p. 29. 514 PARELLADA, ob. cit., p. 80.

231

diario acontecer; además, que nada justificaba que el profesional sólo

respondiese de culpa grave. Por lo demás, no es lo que se desprende del

comentado fallo de la Corte de Casación francesa de 1862: lo que la Corte

quizo significar fue que los jueces no afirmen una culpa allí donde no están en

condiciones de reconocer su existencia por tratarse de un problema científico

que escape a sus conocimientos y competencia; pero no por cierto, que no se

pueda condenar a un médico que sólo hubiera cometido una falta leve.515

Para PARELLADA, cuando se habla de culpa profesional, con el fin de

limitarla a la grave, se quiere expresar una idea más compleja: lo que se intenta

significar es que en el campo científico aparece como culpable la conducta que

está fuera de la órbita de la opinabilidad; de modo que aquella “culpa

profesional” que radica en lo cierto, es culpa, pues quien se mueve en el campo

científico no incurre en culpa sino cuando sale de lo “opinable” para entrar a lo

“seguro”, ya “comprobado”, que se tiene por cierto: “adviértase la diferencia

entre afirmar que una conducta ostenta un error, pues desconoce lo

comprobado, y hacer lo mismo cuando es “opinable”; en este último supuesto

puede haber error y necesariamente lo ha de haber en algunas opiniones que

caen dentro del marco de la opinabilidad, pero no podrá hablarse de la

imputabilidad subjetiva de ese error, si no tiene el carácter de inexcusable”.516 O

sea, que en ciertos casos puede existir error –como lo hay en algunos de los

extremos alternativos de lo opinable-, sin que exista culpa, pues el error que

existe es excusable, por lo que la cuestión pasa por distinguir entre dos campos

distintos: el de la duda o controversia científica y el de la culpa.

En este sentido se señala como ejemplo lo complicado que puede llegar

a ser la tarea de desentrañar el contenido de las normas jurídicas, lo que impide

imputar al abogado el hecho de haberles atribuido una significación distinta u

opuesta a la efectuada a la postre por el juzgador.517

515 Mazeaud, citado por TRIGO y STIGLITZ, ob. cit., p. 32. 516 PARELLADA, ob. cit., p. 83. 517 TRIGO, “responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 151.

232

Estos criterios han de aplicarse en nuestro ordenamiento con la salvedad

de la gradación de la culpa que en materia contractual establecen los artículos

44 y 1547 del Código Civil: o sea, el deudor quedaría exonerado o liberado de

responsabilidad con la prueba de haber ajustado su conducta al modelo de

diligencia exigible en el cumplimiento de su obligación. Además, podemos

agregar que, en virtud del artículo 2118 de nuestro Código Civil, los servicios

prestados por el abogado se rigen por las reglas del mandato. Entre ellas está

el artículo 2129, que establece que el mandatario es responsable hasta de la

culpa leve en el cumplimiento de su encargo y, que la apreciación de la

diligencia empleada será más o menos estricta según que el mandato sea

remunerado o gratuito y las condiciones en que ha aceptado el encargo el

mandatario.

233

CAPITULO VII

CONCLUSIONES

De lo expuesto en este trabajo, y, sin perjuicio de las conclusiones ya

avanzadas en los respectivos capítulos, podemos extraer, a modo de

conclusiones generales, al menos las siguientes:

Uno) Independientemente de la postura dualista o unitarista que se

adopte respecto de los regímenes de responsabilidad contractual y

extracontractual, es evidente que a la luz de nuestro ordenamiento jurídico,

debemos admitir la condición eminentemente contractual de la responsabilidad

profesional del abogado, sin perjuicio de admitir las dificultades que se pueden

apreciar en la actividad profesional que muchas veces se desarrolla en las

zonas fronterizas entre ambos regímenes. Por ello, vemos con simpatía la

tendencia en el Derecho Comparado al tratamiento unitario del fenómeno

resarcitorio, sobre todo por el desplazamiento que se advierte hacia el daño

como eje del sistema, en sustitución del principio de la responsabilidad

subjetiva, desde que en todos los supuestos el patrimonio del perjudicado

experimenta el mismo menoscabo, lo que no justifica un tratamiento diverso,

aun cuando sea en matices, y menos, que ello se constituya en una dificultad

adicional para obtener una efectiva reparación para el perjudicado.

Dos) Contrariamente a lo que ha opinado la mayor parte de la doctrina y

jurisprudencia nacionales, y con base al análisis de los argumentos dados en el

Derecho Comparado, especialmente en la doctrina y jurisprudencia argentina,

debemos concluir que, no obstante el tenor de los artículos 528 del Código

234

Orgánico de Tribunales y 2012 y 2118 del Código Civil, a los servicios

profesionales de los abogados, salvo el caso de la defensa judicial, no le serían

aplicables, prima facie, las normas propias del mandato, ya que no es posible

apreciar elementos o soluciones adecuadas en dicho contrato a todos los

supuestos en que se desarrolla la actividad jurídica, especialmente la

extrajudicial y consultiva, que es cada día más creciente. Por lo tanto, habrá

que analizar en cada caso concreto, a la luz de las innumerables relaciones en

que se despliega la actividad del abogado, a que figura o figuras, nominadas o

innominadas, se aproxima, de manera de obtener en una mayor medida una

solución de justicia, dentro del amplio marco de nuestro ordenamiento jurídico.

En consecuencia, independientemente de la naturaleza jurídica del

contrato, existiendo una obligación válida y vigente que no se haya cumplido

cabal y oportunamente por el abogado, ocasionándose como consecuencia de

ello un daño al cliente, y siendo tal incumplimiento debido a culpa o dolo de

aquél, se generará la responsabilidad civil del abogado, extendiéndose el

cumplimiento no sólo a la prestación, sino que a todos los estándares éticos y

deontólogicos del ejercicio de la profesión, los cuales han de entenderse

integrados a aquella.

Tres) Finalmente, convengamos que la responsabilidad civil del abogado

en particular y de los profesionales en general, no es más que un capítulo

dentro del vasto espectro de la responsabilidad civil en general. Resulta

paradojal sin embargo, que el hecho de que el deudor sea un profesional inclina

por una parte a una mayor severidad en el juzgamiento de su conducta, en

tanto que la dificultad y el álea de la actividad ejercida interceda en un sentido

inverso.

Por lo mismo, admitiéndose las dificultades que presenta en nuestro

sistema decimonónico el que el eje del sistema de responsabilidad civil sea

subjetivo y fundado en la culpabilidad, debemos concluir que, nuestro Código

235

Civil, aun cuando menos moderno que otros, contiene las directivas esenciales

que interpretadas armónicamente con el principio de previsibilidad que empapa

todo el sistema, deben llevar al juzgador a concluir que, cuanto mayor sea el

deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor debe

ser la responsabilidad del agente, desde que nuestro Código Civil

consistentemente atribuye efectos agravados a quien ha actuado con la

voluntad de perjudicar a otro o con mayor conciencia de la ilicitud de su

conducta.

Ello, tanto en lo que se refiere, en primer lugar, a los elementos que han

de tenerse en cuenta para determinar la imputabilidad, reconduciéndose el

concepto del “buen padre de familia” al del “buen profesional” o “buen

abogado”, desde que la interpretación y búsqueda de la medida de la diligencia

exigible debe referirse necesaria y preponderantemente al contenido de la

prestación a cargo del letrado y a las exigencias normales de ejercicio de la

profesión como de la especialización, en su caso, las que en el caso del

abogado, no presentan mayores dificultades de apreciación por parte de los

jueces, también conocedores de la ciencia jurídica.

Asimismo, dicho agravamiento de la responsabilidad ha de reflejarse en

la extensión de los daños indemnizables, partiendo de la premisa que en

nuestro derecho, la previsibilidad es común tanto a la relación causal como a la

culpabilidad y atento además, a que la contratación de los servicios

profesionales del abogado suponen en éste una especial confianza tanto en su

probidad como en sus específicas condiciones intelectuales y técnicas.

En consecuencia, la responsabilidad del abogado debiera orientarse

hacia un grado mayor de culpa que el estándar de culpa leve exigible en

general al mismo, a la luz principalmente de la preceptiva de los artículos 44,

1546, 1547, 2012, 2118 y 2129, todos del Código Civil, por estar singularmente

preparado para desempeñar el oficio y en condiciones más favorables para

considerar lo que habrá de seguirse de un hecho o de una omisión de su parte.

236

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