infalibilidad y tradición

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Infalibilidad y Tradición 1 Por el Reverendísimo Monseñor Benson, M.A. [La siguiente conferencia fue leída en Mayo de 1907, ante la Sociedad de Santo Tomás de Canterbury – una organización del clero anglicano cuya misión es estudiar la historia de la cristiandad occidental. Se han alterado unos pocos párrafos únicamente con el fin de entregar al artículo una mayor idoneidad para su publicación. R.H.B] Se ha puesto de manifiesto muy bien aquello de que no existe un historiador imparcial. Cada hombre que se dispone a trazar el desarrollo de la vida, ya sea política, religiosa o artística, está obligado a hacerlo con cierta teoría en su mente. La palabra “progreso” es un sinsentido a menos que no exista en aquel que la utiliza alguna idea estandarizada o algún objetivo a la que la idea de progreso esté relacionada. Podemos expresar esta verdad en un enunciado diferente diciendo que, estrictamente hablando, toda tesis histórica debe ser deductiva. Es imposible para nosotros acercarnos a los acontecimientos o a los registros, sin algún tipo de prejuicio. No podemos, literalmente hablando, leer la más simple afirmación sin estar otorgando a la interpretación nuestro propio sentido de eterna conveniencia, sin juzgarla, aunque sea inconscientemente, por alguna norma de lo correcto a la que consideramos como suprema. El historiador, o el teólogo más cercano a la imparcialidad no es aquel que no tiene un punto de vista, sino que es el que está en conocimiento de otras opiniones y puede otorgarles la debida consideración. Por lo tanto, empiezo esta conferencia confesando desde el comienzo que me aproximo al tema con este espíritu. No es mi 1 La presente conferencia se encuentra publicada en “Books of Ensays”, y fue editado por el padre Martindale, s.j. en 1916

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Infalibilidad y Tradición1

Por el Reverendísimo Monseñor Benson, M.A.

[La siguiente conferencia fue leída en Mayo de 1907, ante la Sociedad de Santo Tomás de Canterbury – una organización del clero anglicano cuya misión es estudiar la historia de la cristiandad occidental. Se han alterado unos pocos párrafos únicamente con el fin de entregar al artículo una mayor idoneidad para su publicación. R.H.B]

Se ha puesto de manifiesto muy bien aquello de que no existe un historiador imparcial. Cada hombre que se dispone a trazar el desarrollo de la vida, ya sea política, religiosa o artística, está obligado a hacerlo con cierta teoría en su mente. La palabra “progreso” es un sinsentido a menos que no exista en aquel que la utiliza alguna idea estandarizada o algún objetivo a la que la idea de progreso esté relacionada.

Podemos expresar esta verdad en un enunciado diferente diciendo que, estrictamente hablando, toda tesis histórica debe ser deductiva. Es imposible para nosotros acercarnos a los acontecimientos o a los registros, sin algún tipo de prejuicio. No podemos, literalmente hablando, leer la más simple afirmación sin estar otorgando a la interpretación nuestro propio sentido de eterna conveniencia, sin juzgarla, aunque sea inconscientemente, por alguna norma de lo correcto a la que consideramos como suprema. El historiador, o el teólogo más cercano a la imparcialidad no es aquel que no tiene un punto de vista, sino que es el que está en conocimiento de otras opiniones y puede otorgarles la debida consideración.

Por lo tanto, empiezo esta conferencia confesando desde el comienzo que me aproximo al tema con este espíritu. No es mi

1 La presente conferencia se encuentra publicada en “Books of Ensays”, y fue editado por el padre Martindale, s.j. en 1916

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intención pretender, incluso para mí mismo, ser totalmente imparcial, sin embargo, esto no necesariamente involucra una petición de principio (petitio principii). Será mi objetivo presentar una tesis para llegar, por así decirlo, a las complicadas aulas de la política eclesiástica con la llave en mi mano, la cual, y tengo razón para creer, será encontrada para que engarce. En sentido alguno es una llave de mi propia manufactura. Yo no pretendo la más mínima originalidad. Es únicamente mi creencia de que la Mano que ha hecho las aulas, también ha hecho las llaves, y las ha diseñado una para las otra. Si yo tuviera alguna otra creencia frente a esto, no pretendería ponerla frente a todos.

A continuación, a modo de prefacio, quiero decir que intentaré seguir en esta conferencia, la sugerencia que me dio el que me propuso que ésta debía estar escrita. Dijo que la línea que había pensado fue siguiendo algunas palabras de Schanz, en el sentido de que era imposible entender el dogma de la infalibilidad sin entender primeramente lo que significa el desarrollo de la vida de la Iglesia. En consecuencia, he tratado de componer esta conferencia en este sentido, y para tratar sobre la Tradición estrictamente hablando, comparada ligeramente como siendo una especie de caminata comentada hecha por la historia acerca del desenvolvimiento de esta vida.

I

Antes de entrar derechamente en materia, es necesario decir una o dos palabras acerca de cómo concebimos la naturaleza general de la Iglesia Católica. Existen innumerables imágenes y metáforas usadas para referirse a ella en las Sagradas Escrituras y en los Padres, pero tal vez la más usual, como la más y mejor comprendida, es la frase en la que se habla de ella como el Cuerpo Místico de Cristo sobre la tierra. Y hay que remarcar el hecho de que la ciencia actual da un

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significado a esta frase la cual ciertamente no fue explicitada para las mentes de aquellos que primero la usaron. Con hechos científicos a refiero a que un cuerpo orgánico consta de células las cuales tienen por sí cierta existencia independiente, aunque esta existencia, normalmente hablando, es obnubilada por la unidad mayor a la cual está fusionada. Luego, esta unidad de todas las células juntas es una unidad inexplicable y trascendente que depende de un principio del cual la ciencia no puede darnos un adecuado reporte. Que esta existencia independiente de las células es un hecho y no meramente una idea, queda ilustrada a través del fenómeno que sigue a la descomposición. El cuerpo muere, como decimos, en cierto momento. La unidad es disuelta, pero las células se conservan por cierto periodo según su propia vitalidad. La aplicación de esta imagen al Cuerpo de Cristo ilustrando como hace el principio de vida, el cual la hace una y la eleva en una misteriosa identidad con la vida de Cristo, es suficientemente sugerente para no necesitar comentarios en esta ocasión.

Entonces, la Iglesia como nosotros la concebimos es un todo orgánico. (No estoy tratando aquí el sentido amplio con el cual la palabra “Iglesia” es usada, como para expresar el gran cuerpo que incluye a los difuntos, sino solamente con la que la misma es utilizada frecuentemente en la Escritura, y que supone la compañía de aquellos que están aún en la tierra y que están unidos unos a otros por la gracia, en una especie de comunión externa con Cristo y su cabeza). Es un todo orgánico, por lo tanto – porque si no fuera orgánico en un sentido real, la palabra perdería todo significado – consistente en personas humanas sobre la tierra y elevadas en virtud de la gracia, a la unidad única con alguien que trasciende la vitalidad de cada uno. Ellas son elevadas hacia una especie de personalidad trascendente, la cual es, en cierto sentido, idéntica a la de Cristo. “Yo soy la vid y vosotros sois los sarmientos” dice Nuestro Señor. “Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo”,

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clama San Pablo. Es en este sentido solamente que nosotros le remitimos lo que es de fe divina estrictamente a las decisiones de la Iglesia – en cualquier sentido podamos entender su constitución – nos sometemos a ella como nos sometemos a Dios, no meramente porque ella es su representante, sino porque en un sentido real ella es Él mismo en términos de la naturaleza humana. Puede ser que nuestra teoría sobre su constitución nos conduzca a creer también que su voz ya no es proferida, o que está obscurecida por las pasiones humanas en estos últimos tiempos; pero en teoría al menos yo considero que todo el que pretende el nombre de católico cree en su esencial divinidad, y de la misma manera, en la identidad de su pensamiento, y que puedo considerar su personalidad con el pensamiento y personalidad de Jesucristo.

Comenzando con estas premisas, entonces, nos damos cuenta de un número de cuestiones, las cuales, si no le adjuntamos un valor analógico a toda esta imagen de un cuerpo orgánico del cual he hablado, pienso que estamos obligados a ceder.

1. Ella puede ser considerada desde dos lados: del divino y del humano, justamente como el cuerpo normal de un hombre puede ser abordado por un biólogo o por un amigo. Para uno es una conjunto de células relacionadas unas a otras y controladas por ciertas leyes; para el otro es un tabernáculo del alma. Digo que tiene dos lados, aunque de hecho son cientos. El artista también tiene su punto de vista, el atleta otro, el psicólogo otro. Sin embargo, pienso que estos dos lados incluyen adecuadamente a todos ellos bajo dos divisiones principales.

2. Pero si además miramos dentro de lo que significa la palabra “consciencia” tal como se aplica a un ser sensitivo, siendo reflexivo, veremos que esto es de doble naturaleza. Existe

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primeramente esta ordinaria acción reflexiva por la que tomamos conciencia de esto o de aquello. En segundo lugar, existe esta profunda vida interior que actúa automática e independientemente de la voluntad. Hay un proceso por el cual nosotros damos cuenta de las leyes de nuestra existencia y de las del mundo en el cual vivimos, y ahí existe este proceso interno cuyos actos, como el sueño, nos mantienen en vida completamente apartados de nuestra volición consciente. Ahora muy a grandes rasgos podemos decir que estos dos apartados de nuestra naturaleza corresponden a la vida humana y a la vida divina de la Iglesia – en un momento dado a su conciencia activa y a su divino instinto. No hay argumentos contra la existencia de una ley en nuestro ser que diga que ésta no ha sido explícitamente reconocida por nuestras facultades reflexivas.

En la medida que encontramos que la ley ha actuado (lo que explica el fenómeno) en esto que es correlativo a otras leyes conocidas - más allá de todo, si hayamos que ha habido momentos en el pasado cuando aparentemente ha sido reconocida apelando deliberadamente a nuestra conciencia directa - no debiéramos encontrar dificultad en el hecho de que no siempre ha sido explícita y continua.

3. Aproximándonos ahora más cerca al objetivo directo de nuestra consideración, podemos notar, antes de acercarnos más, primero: que la infalibilidad puede bien ser en cierto sentido, una de semejantes leyes fundamentales y esenciales, aun cuando no siempre reconocida explícitamente por todos en cada momento. Porque la infalibilidad en su sentido más elemental no es más que esto: que la conciencia divina de la Iglesia se relaciona de tal manera con la conciencia humana que la salvaguarda de formular una declaración en contradicción con la verdad. Se afirma que existe un canal abierto entre el entendimiento de Cristo y el conjunto de entendimientos que

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componen Su mística conciencia, y que el primero controla y verifica a esta última. No es la inspiración la que es exigida - no hay una inundación milagrosa del entendimiento humano con sabiduría más allá de que lo originalmente fue depositado en él – sino que existe una constante restricción ejercida sobre él hasta tal punto que nunca va a formular una realidad falsa. No se afirma nada más que esto. Menos que esto podría vaciar las promesas de Nuestro Señor de todo sentido, así como destruir toda nuestra confianza en la verdad revelada. La infalibilidad entonces, entendida de esta forma, puede bien ser una de semejantes leyes, como de las que les he hablado – una prerrogativa adjunta a todo el cuerpo de Cristo, aun cuando no siempre tan evidente como las definiciones posteriores que hemos hecho.

4. De esta forma, por lo tanto, encontramos la reconciliación entre los hechos, tales como por un lado, la demanda constante acerca de que la doctrina de la Iglesia es inmutable y por otro, que el dogma de la Inmaculada Concepción no fue proclamado sino hasta el siglo 19. Lo que ahí yace, nos dicen los teólogos, fue revelado desde el comienzo. Fue parte del depositum almacenado en la conciencia trascendente que podemos llamar por el momento, el Entendimiento de Cristo, y en virtud de la identidad entre ellos, en el Entendimiento de la Iglesia. Aun cuando no haya sido hecho explícito tal sentido, habían pocos que eran inconscientes de esto, incluso hasta el punto de aparentemente contradecirlo, o en último caso, de ignorarlo cuando la materia se encontraba bajo discusión. Es en este sentido semejante a como Pio X tiene un conocimiento explícito que Pio I no tenía.

Entonces, San Vicente de Lérins, en su Commonitorio escribe:

“Así pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la

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colectividad, como del individuo, de toda la Iglesia según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar en la misma doctrina, en el mismo sentido y en la misma interpretación”

Procede a comparar este desarrollo con el crecimiento de un hombre desde la infancia:

“Si algo nuevo aparece en la edad madura, ya preexistía en el embrión; así, nada nuevo se manifiesta en el adulto que ya no se encuentre de forma latente en el niño” (Cap. XXIII)

Por supuesto, este argumento es la columna vertebral de todo el Desenvolvimiento de Newman (“Ensayo sobre el desenvolvimiento de la doctrina cristiana”. n.de.tr.) En cuanto a la otra materia no es necesario hablar, es decir, con respecto a si este incremento del conocimiento es meramente por una razón silogística a partir de premisas depositadas originalmente, o como San Vicente apunta, por el actual proceso de crecimiento a partir del germen y de los rudimentos. Los teólogos se encuentran en ambos sectores. Algunos hacen hincapié en un aspecto o en el otro. Digo “aspectos” ya que es una discusión más acerca de si hay alguna diferencia real entre las dos teorías. Ciertamente todo desenvolvimiento ocurre en razón de argumentos racionales y silogismos, y nunca sin ellos. Sin embargo, las antiguas premisas deben siempre ser, hasta cierto punto, desarrolladas en otras esferas que los de la revelación, y por lo tanto también se desarrollarán las conclusiones. Aunque esto es ajeno a nuestra materia.

5. Notamos que la identidad del conjunto de entendimientos que compone la Iglesia con el entendimiento de Cristo está condicionado por varios puntos. Mientras en un sentido pasivo la identidad es continua, para que la Iglesia no pueda universal y formalmente abrazar una doctrina contraria a la verdad, sin embargo con el propósito de definir, la infalibilidad no es puesta

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en juego, excepto bajo muy estrechas y definidas limitaciones. Es sólo en un determinado cuerpo de conocimientos que la infalibilidad es del todo requerida, y esto es aún más limitado por otras condiciones – aquellas, quiero decir, que pertenecen a la constitución de un concilio o de las circunstancias bajo las cuales el papa las sostiene ex cathedra.

6. Por último, bajo este primer encabezado, debemos considerar el lugar de la Tradición en la vida de la Iglesia, y en primer lugar, despejemos de nuestra mente el extraño capricho de que no hay tal cosa como las tradiciones vinculantes que nunca se han puesto del todo por escrito. Existe desde luego una opinión flotando. En efecto, más una atmosfera que una opinión – un temperamento que otorga color e intensidad a la doctrina tenida, pero esto no es la Tradición a la cual la Iglesia llama su fuente de verdad. La Tradición más bien es el cuerpo establecido de la verdad diseminada a través de las palabras de los Padres y de las publicaciones de los Concilios cuando definen doctrina y sentencias, y éstas son continuas e inmutables como la doctrina directamente contenida en la Escritura, aunque sujeta como ella, y como todo conocimiento, al desenvolvimiento continuo de la expresión por parte de la Ecclesia docens, y a la aprehensión de la Ecclesia dicens. El temple de ánimo y la opinión piadosa expresada de siglo en siglo puede cambiar, y cambia su misma sustancia, puesto que pueden ser realidades defectuosas, y son con frecuencia encontradas así. Aunque es cierto que al igual que el suero que se forma sobre una herida, pueden ser necesarias en un momento dado para la preservación de la verdad, aunque en sí mismas sean trascendentes y temporales. Un ejemplo de semejante asunto se encuentra en el significado ligado a la frase extra Ecclesia nulla salus. No cabe duda que hasta hace unos pocos siglos atrás la interpretación común de estas palabras fue que todos los no bautizados estaban literal e inevitablemente condenados. Aunque esta interpretación nunca fue formalmente

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declarada por la Iglesia como siendo la única, en nuestros días el consenso universal la declara como realmente falsa. Aun cuando algunos pueden dudar de que en una época menos sutil semejante interpretación popular fue la única salvaguarda de la verdad de la Iglesia como instrumento de salvación de Dios, y que el que rechaza a la Iglesia rechaza a Dios.

La Tradición entonces, no es una colectividad fluctuante de opinión. Es un patrón fijo. Es, podemos decir, no solamente la interpretación dogmática de la Escritura –esto no es más que un aspecto con poca importancia – sino un positivo cuerpo de verdad contenido en sí mismo. Es, en un sentido, la entera revelación de la cristiandad. Es el mensaje completo entregado a la Iglesia por nuestro Señor, mientras que la Escritura no es más que una colección de libros inspirados, ciertamente peculiar y de un único carácter, pero la completa garantía solamente es, en efecto, la Tradición. La Escritura es una parte de la Tradición más que la Tradición sea un apéndice de la Escritura. Existe, tal como lo remarca Mr. Mallock en alguna parte, una conciencia continua de la Iglesia. Ella no consiste en una serie de generaciones abruptamente divididas por centurias o movimientos, sino que ella es una especie de persona, como ya lo he dicho, que vive continuamente a través de los siglos y de los movimientos, recordando la revelación hecha una vez a ella, afirmándola y repitiéndola incesantemente. Entonces, la Tradición en términos generales es la memoria de la revelación y de los eventos que se anunciaron y que siguieron, y de las deducciones que se derivan de ella. Por supuesto que la Escritura es, como dice San Vicente “adecuada plenamente para todos sus fines”,i.e, como un registro de los eventos y un esquema general de las consideraciones de sus significados. Es, como lo he dicho, completamente única y preciosa para la Iglesia más allá de todos los otros escritos. Aún estrictamente considerada, no es más que una historia fiel aunque inspirada por Dios, en las manos de un escribano humano. La Tradición,

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entonces, en un sentido consta de tradiciones, con doctrinas definitivas transmitidas. Tales doctrinas - como que los santos están en la gloria antes de la resurrección, que ellos pueden escuchar de alguna manera las oraciones de quienes los interpelan – son verdades que no pueden ser probadas en ningún sentido real desde la Escritura, aunque ellas pueden ser encontradas ahí por aquellos que ya creen en ellas. Más bien, ellas son parte de la revelación que Nuestro Señor entregó a su Iglesia, en todo caso, de forma germinal. Con todo, la Tradición en sí misma, en un sentido más real, es la memoria continua de todo el Evangelio. La Tradición trasciende las tradiciones, como la educación trasciende las lecciones; como los conocimientos musicales de un músico transcienden la suma de las piezas que compone e interpreta.

II

Teniendo despejado el terreno, procederemos ahora a una consideración directa de nuestra cuestión, esto es, la relación entre la Infalibilidad y la Tradición. En orden a entender esta relación se hace necesario primeramente considerar lo que podemos llamar la historia de la Infalibilidad.

1.- Supongo que todos estamos de acuerdo con que la “Infalibilidad”, más o menos en el sentido en el cual yo he descrito a la Infalibilidad y a la Tradición, viene siendo el resultado del vínculo íntimo entre el entendimiento de Cristo y el entendimiento de la Iglesia en su lado humano, y tiene su origen en las palabras exactas de Nuestro Señor, como cuando dijo que el Espíritu de la Verdad guiaría a su Iglesia hacia toda verdad, y que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella, y que Él mismo estaría siempre con sus discípulos.

Puede decirse que la infancia de esta doctrina reposaba en aquellas primeras edades aun cuando la Iglesia actuaba conforme a ellas antes de definirlas. Existe en los decretos de

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todos los primeros concilios un aseguramiento y una positividad que no pueden ser explicadas por otra hipótesis que no sea que la Iglesia era al menos subconscientemente conocedora de su propia prerrogativa. El tono de los primeros decretos, la sublime confianza de los credos, los anatemas adjuntados a ella son un indicio mucho más seguro de lo que ella sentía que podían ser meras palabras. Por ejemplo, el Concilio de Nicea declara que: “La Iglesia Católica y Apostólica anatematiza a aquellos que dicen que hubo un tiempo en el que Cristo no fue” (Sym. Nicoen.). Luego, el Concilio de Calcedonia declara que: “A nadie será lícito profesar otra fe, ni siquiera escribirla o componerla, ni sentirla, ni enseñarla a los demás” (Def. Fid. Apud Concil.Chalc.) No existe la más leve vacilación o pretexto para el agnosticismo, o ningún otro punto, en que el concilio no hable como uno que tiene la autoridad, no como los escribas. No existe una referencia de la variedad de temperamentos del Occidente y del Oriente, o alguna insinuación a “aspectos de la verdad”. Incluso la rebelión de los herejes contra la Iglesia da testimonio de su afirmación, porque ellos no protestan mucho contra la autoridad de la Iglesia como en contra de este o de otro concilio en particular que la representa.

Además, no existe la más leve duda de que el núcleo de la Iglesia descansa, al menos en cierto grado, en Roma. “Se puede probar” – escribe Harnack – “que fue en la Iglesia romana, que hasta alrededor del año 190 se conectaba cercanamente con Asia Menor, donde primero asumieron una forma definitiva todos los elementos en los cuales se basa el catolicismo”. Nuevamente, “todas estas causas se combinaron para convertir a las comunidades cristianas en una confederación real bajo la primacía de la Iglesia Romana (y subsecuentemente bajo el liderazgo de sus obispos)” (Historia del Dogma, pp.151, 160) En su Expansión del Cristianismo (Vol.i. pp.464-465)) “Bajo la era de Constantino, e incluso, hasta la mitad del siglo III, las fuerzas centrípetas en el cristianismo inicial fueron, como una

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cuestión de hecho, más poderosas que las centrífugas. Roma fue el centro de las antiguas tendencias. La Iglesia Romana fue la Iglesia Católica. Fue más que un mero símbolo representativo de la unidad cristiana, porque para ella, más que para cualquier otro, la unidad de los cristianos es lo propio de sí.”

Por lo tanto, conforme pasa el tiempo, vemos con creciente nitidez que este núcleo del cual habla Harnack parece consolidarse rápida y fuertemente. En consecuencia, incluso en el siglo II, Valentino fue a Roma a buscar ser reconocido en Egipto. Cerdo, Marcion, Praxeas de Asia Menor; Theodotus y Artemon de Bizancio; Sabellius de Libia; y muchos otros. Luego, también en el siglo IV, tenemos la autoridad de San Ambrosio (De Exc.Sat. i, 47) que dice que San Sátiro y su hermano siendo náufragos “preguntó [el obispo] si estaban de acuerdo con el obispo católico, esto es, con la Iglesia Romana”. También San Jerónimo escribe a Rufino, “¿Qué es lo que él llama su fe? ¿Esto que la Iglesia Romana posee, o esto que está contenido en los volúmenes de Orígenes? Si él responde “la romana”, se sigue que él y ellos son católicos”. Y desde luego San Agustín está lleno de indicaciones en el mismo sentido (Ep.liii.p 1 &c.)

2. Notaremos a continuación que esta rápida localización toma lugar en un centro que tiene otros motivos de veneración muy por encima de cualquiera, excepto por la propia Jerusalén. Las dos figuras apostólicas que destacan a través de la primera centuria de la historia de la Iglesia como dominantes y significativas, no solamente se identifican a sí mismas con el lugar, sino que derramaron su sangre ahí. Ellos son los dos únicos dos apóstoles mencionados incluso por su nombre por los tres grandes padres apostólicos, Clemente, Ignacio y Policarpo; y aún más, una de estas dos figuras es reclamada en una fecha temprana para dar la sanción de su autoridad a aquellos que ocupaban su Sede. Aquí nuevamente vemos al sucesor de San Pedro, por lo que es mucho más significativo lo

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que la definición expresa (esto es por una simple suposición), exigiendo su derecho a hablar en un grado extraordinario. De la Epístola de San Clemente a los Corintios, la cual fue leída en voz alta por un tiempo en las iglesias de Corinto cada domingo, el obispo Lightfoot remarca que fue “el primer paso hacia la agresiva papal”, y en efecto, es imposible leer esta epístola sin ver en ella una notable reflexión de suprema confianza y garantía, la cual sella por una parte los escritos apostólicos del Nuevo Testamento, y por otra, a aquellos obispos de Roma en los días cuando su autoridad era incuestionable. “Pero si algunos son desobedientes a las palabras dichas por Él por medio de nosotros, que entiendan bien que se están implicando en una transgresión y en peligros serios” (Capítulo LIX). Y entonces, de vez en cuando hasta los días de León Magno, tenemos ejemplos y ejemplos, no solamente de tales acciones por parte de los obispos de Roma, sino de declaraciones y acciones de parte de santos y Concilios involucrando este “más poderoso liderazgo” del cual habla San Ireneo.

Ahora bien, hasta el momento yo no estoy diciendo de ningún manera que para los obispos de Roma durante estos tres primeros siglos haya sido explícitamente atribuida la infalibilidad, la que solamente fue definida relativamente hace poco tiempo como una verdad revelada por Dios. Sin embargo, queda fuera de toda duda que la suprema autoridad fue creída por León como inherente a su sede.

En consecuencia, él escribe “La primera de todas las sedes…la cabeza…a la cual el Señor determinó para regir sobre el resto” (Ep. CXXX.) “El cuidado de la Iglesia Universal debe converger en la única sede de Pedro, y ninguna parte esté en desacuerdo con la cabeza” (Ep. xiv.)

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Y que su demanda fue reconocida al menos con suficiente claridad para este argumento, aflora en las palabras del Concilio de Calcedonia en la deposición de Dioscurus:

“Por lo que el más santo y bendito arzobispo de la gran y antigua Roma, León, por nosotros y por el presente santo sínodo, junto con el tres veces bendito y glorioso Pedro el Apóstol, quien es la roca y la base de la Iglesia Católica, y el fundamento de la fe ortodoxa, ha despojado a Dioscurus de la dignidad episcopal”.

Sin dudas es increíble que tales palabras deban ser dichas en ambas partes con tal deliberación en semejante ocasión, no presenten a la conciencia de los interlocutores una tradición de mucho más peso y significación que la de los primeros documentos que de hecho se han conservado.

Considerando esta cuestión desde el punto de vista del desenvolvimiento, ¿no está este proceso con su consumación exactamente de acuerdo con el resto de la historia eclesiástica? Comenzaremos por considerar que la frase “El cuerpo de Cristo” como aplicada a la Iglesia, no tiene sentido a menos que le atribuyamos alguna real idea de desenvolvimiento. Por desenvolvimiento entendemos que fue ahí involucrada la conciencia Divina, a la que llamamos El Entendimiento de Cristo, y el entendimiento humano explicita la conciencia, cuyo trabajo es realizar y expresar el contenido de la revelación original. Además, vemos que la palabra “Infalibilidad” aplicada a la Iglesia en general, no significa nada. Debe significar que entre el entendimiento de Cristo y el entendimiento de la Iglesia debe existir tal conexión que lo último no puede falsificar al primero. Nuevamente observamos que el hecho de que una ley, en la constitución de su ser orgánico, no esté reconocida por la conciencia explícita no es argumento contra una verdad. Debe

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ser probada por sus resultados, por su poder para dar cuenta de los fenómenos, y por su racionalidad.

Ahora, si aplicamos estas consideraciones a cualquiera de las doctrinas abrazadas por todos los que claman ser llamados católicos- e.g. la Presencia Real de nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, la doctrina de la Santísima Trinidad, y la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora – vemos precisamente los mismos fenómenos a los cuales yo he intentado trazar con respecto a la Infalibilidad. Primero, actúa sobre la Iglesia en general—el Santísimo Sacramento queda reservado; el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son adorados; Nuestra Señora es representada como una virgen pura. Posteriormente estas verdades son definidas. Así con los otros dogmas. Durante este periodo que yo he denominado la Infancia de la Infalibilidad, la misma Iglesia primero en sus concilios asume un tono de completa y final autoridad, afirmando hablar con el poder de Dios. Luego, el núcleo de la vida de la Iglesia yace en Roma, y finalmente el Obispo de la Iglesia en este lugar utiliza en grado notable y singular el tono de certeza que también utilizaron los concilios. Pienso que podemos decir que la Infalibilidad de la Iglesia y la autoridad del romano pontífice deben ser asumidas que han estado presentes al menos en el subconsciente del entendimiento de la cristiandad. Personalmente pienso que mucho más podría decirse acerca de ésto y hacer más hincapié sobre la posición del romano pontífice en las dos o tres primeras centurias. Sin embargo, esta subestimación incluso me parece a mí contiene todo lo necesario para el argumento.

3. No es necesario trazar el crecimiento de estas dos ideas a través de los siglos que se han sucedido, puesto que son admitidas en todos los lados donde tomó lugar, y que hasta más tardar en el siglo V, el Obispo de Roma habló con al menos esa consideración silenciosa de Infalibilidad, la cual fue

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característica de los concilios en los primeros siglos de la cristiandad. Él afirmó repetidamente y sin ningún tipo de protesta, excepto por el Este, el rol de la Iglesia con la autoridad de Pedro. (Sobre la protesta del Este luego diré algunas palabras). Negar por completo la doctrina de la Infalibilidad, la que sin lugar a dudas, en el único cuerpo de cristianos donde se ha desarrollado y llegado a la madurez en la forma de los decretos vaticanos…negarle a esta doctrina el lugar en el Evangelio porque no fue siempre explícito, porque no siempre se apeló a ella, porque santos y doctores han aparentemente usado frases y cometido actos en contradicción con ella…descartarla por estas razones tan abiertamente absurdas, debe significar descartar también la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, la Sucesión Apostólica, la doctrina atanasiana de la Santísima Trinidad, y la doctrina medieval del Sacramento del Altar. Porque después de todo, los grandes santos pueden ser citados como siendo al menos, oscuros en algunos puntos. San Cirilo compara la consagración del Pan y del Vino con la consagración de los Santos Óleos, un paralelo del cual ningún teólogo de nuestros días podría aventurarse; San Basilio en un tratado se abstiene de llamar divino al Espíritu Santo, y Lactancio es notoriamente ambiguo en la misma materia. San Crisóstomo acusa a María de orgullo y autoafirmación. Ellos dicen estas cosas y no están excomulgados. Lentamente el crecimiento avanza hacia la definición.

¿No es este un paralelo exacto a la materia que estamos considerando? San Cipriano desafía al papa Esteban, y aún cuando él es aclamado como santo, ciertamente es condenado por su acción por San Agustín, San Jerónimo y San Vicente de Lérins. San Gregorio repudiaba el título de Obispo Ecuménico, aunque en otro sentido se podría utilizar como una síntesis de las reclamaciones de Pio X.

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Yo supongo que no es necesario hablar en esta ocasión de la revuelta del siglo XVI porque es aceptado por todos quienes en cualquier sentido pretenden ser católicos, que las controversias de este siglo no son terreno esperanzador para la discusión de verdades vitales. ¡Ahí existen muchas más cosas que son negadas además de la autoridad del Romano Pontífice! Pasaremos directamente, como una cuestión histórica innegable, al hecho que hacia el final del siglo XIX la Infalibilidad del Romano Pontífice fue aclamada y aceptada como una verdad por la mayor parte de aquellos que se llaman cristianos.

Ahora hay que destacar que esta teoría:

1. Es sostenida en su explicitación solamente por esta comunión de cristianos, la cual en los primeros siglos de la Iglesia fue identificada con el núcleo de la cristiandad. Ambos hechos son innegables. Fue a Roma que los hombres miraron desde el siglo I en adelante. Fue desde Roma que el decreto de la Infalibilidad fue emitido en el siglo XIX.

2. Es igualmente notable que Roma no cede en parte alguna en cuanto al respeto por la Tradición. De hecho, ella es acusada por muchos de sus oponentes, de estar de acuerdo con ella en la mayor parte de su doctrina y de tomar de ella demasiado.

Hemos visto a la Tradición ser un cuerpo fijo de verdad, no meramente una opinión flotando en el aire, menos aún como un secreto no escrito en posesión de las autoridades. Es una cosa verificable, dispersa en los escritos de los santos, focalizada en los decretos ecuménicos, y además conservada continuamente en la conciencia de la Iglesia. Seguramente entonces es injusto ver en ella a una cómplice en la acumulación de falsedades. Está, por lo tanto, muy lejos de ser una cómplice. Es una verificación no poseía por aquellos que profesan que la Escritura es la única fuente de verdad. Es como si un rey le

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entregara al virrey no solamente las leyes inglesas, sino que también una serie de instrucciones verbales que fueron incorporadas a un segundo libro y en el cual se dejaron amplios márgenes para las anotaciones. Este segundo libro tendería más bien a reducir en lugar de ampliar las posibles interpretaciones del código legal. Tendería a hacer imposible cualquier fantástico desarrollo o deducción desde las leyes escritas. Si la Tradición de las primeras cuatro centurias se asemejara del todo a la doctrina, que todos los obispos son sustancialmente iguales, ¿cómo es creíble que León pudiera haber escrito tales cosas que escribió, y más aún que Calcedonia debiera haberlas recibido como lo relata la historia?

Nos enfrentamos aquí con el hecho de que la Iglesia, por encima de todo, reverencia a la Tradición tanto como a las Escrituras. Una Iglesia, también, con un peculiar acceso a semejante Tradición que ha avanzado, como un simple proceso histórico, a través de veinte siglos desde un tono de infalibilidad en sus primeras declaraciones, hacia un tono de autoridad en aquellos que la encabezan para una declaración explícita de la Infalibilidad tanto para sí misma como para su cabeza.

¿Es posible para aquellos de nosotros que asociamos algún significado a la imagen que se aplica a la Iglesia de Cristo, para quienes aceptamos como revelación tales doctrinas como la Presencia Real y la Inmaculada Concepción de María, o incluso la misma Santísima Trinidad, negar la doctrina de la Infalibilidad Papal, o al menos una muy reverente consideración?

III

Volvamos una vez más a nuestro punto principal, el cual es, en pocas palabras, la relación entre la posesión de la Infalibilidad por parte de la Iglesia y de su Pontífice, y la aparente ignorancia de las prerrogativas en determinadas

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épocas de la Iglesia (aunque tal como lo he tratado de mostrar, existe un suficiente número de indicaciones que la ignorancia no era más que una cierta y ocasional falta de reconocimiento explícito). A continuación nos preguntaremos si existe alguna analogía para esta situación en las otras ramificaciones de la vida orgánica. ¿No es toda la teoría simplemente una única teoría, extremadamente conveniente y absolutamente sin paralelos? Yo pienso que no.

Aunque soy consciente de que las analogías no prueban nada, sin embargo nos disponen cierta y correctamente a creer. Un hecho o una doctrina sin una analogía, requiere por lejos, muchas más pruebas que una que puede ser parangonada. Por esta razón es que Encarnación es en todos los aspectos la doctrina fundamental del cristianismo. Ciertamente es un único suceso, sin que se encuentre una analogía similar, excepto en un gran minuto y de manera velada. Sin embargo, una vez que por fe aceptamos la doctrina de la Presencia Real, ella se vuelve casi inevitablemente creíble, ya que es en muchos sentidos una prolongación del proceso. La Encarnación es la analogía del Santísimo Sacramento, y no viceversa. Creemos lo segundo porque creemos lo primero. Por lo tanto, nosotros necesitamos algo como un paralelo a la posición de la Infalibilidad en el esquema de la Iglesia, un espíritu, un objeto, y una relación entre ellos – correspondiendo a la conciencia explícita de la Iglesia, el depósito y la Infalibilidad. Y en orden a que esta analogía pueda ser completada, la relación en nuestra analogía debe ser idéntica a la relación de la cual es análoga.

Yo pienso que esto se encuentra en las instancias de las ciencias exactas.

Estrictamente hablando, como Mr. Illingworth señala, el objeto-materia de las ciencias exactas no tiene una existencia concreta, sino que consta de abstracciones formadas por el

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intelecto. No existe tal cosa como “dos” en el mundo objetivo, solamente existen dos caballos o dos manzanas. Estrictamente hablando, nuevamente, no existe tal cosa como una línea, un punto o un círculo.

Por tanto pues, las ciencias de la aritmética y de la geometría son abstracciones formuladas por el intelecto, y son el uno y único objeto con el cual el entendimiento puro es infalible. El intelecto es literalmente infalible en aritmética. El intelecto individual puede cometer errores, como cada escolar es consciente, pero lo es solamente porque otras consideraciones, emociones y distracciones entran en el cálculo. El intelecto puro, abstraído de todo lo demás es incapaz de cometer errores en estos asuntos. El intelecto no solamente nunca comete un error, sino que es incapaz de hacerlo. No se ha descubierto que nadie haya podido hacer que 2+2 sea otro excepto 4, ¡aunque es perfectamente cierto que dos cosas que se suman a 2 muy a menudo pueden ser 5 o 3!

(Además, podemos decir entre paréntesis, que cada facultad que sobrevive debe ser infalible para con su propio objeto. El ojo, considerado en general, debe ser infalible para con la luz; el oído para con la vibración del sonido. Si no lo fuesen, los ojos y los oídos hace mucho tiempo que hubieran dejado de existir)

Ahora bien, aunque podemos poner reparos a este paréntesis, pienso que no podemos objetar la analogía del entendimiento puro y de las ciencias exactas. Tenemos aquí un entendimiento, un objeto, y una relación de infalibilidad entre ellos.

Sin embargo, es casi imposible decir que la conciencia humana, como un todo, haya alguna vez formulado para sí misma esta inmensa prerrogativa. Es verdad que el hombre ha actuado en base a lo que los matemáticos han establecido,

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aunque yo dudo mucho si es posible decir que haya una opinión popular externa que sostenga que los matemáticos sean en su mayor parte infalibles en su ciencia. Los hombres confían en ellos, es verdad, arriesgan fortunas por ellos; pero a menos que les ocurra tener el asunto sometido a ellos dogmáticamente, siempre van a rehuir de declarar la infalibilidad del intelecto en cualquiera que sea el asunto. Sin embargo, esto es un hecho.

Entonces, ¿no tenemos aquí una analogía que es algo más que fantástica?

En términos generales, el objeto hacia el cual la infalibilidad se dirige es a la revelación cristiana de Dios. Es verdad que esto es tan complicado como todas las otras ciencias juntas porque conciernen a todo lo humano, cuerpo, alma y espíritu. Y de hecho, no necesariamente en todos los detalles, porque nuestro Señor no vino a revelarnos todos los datos topográficos, pero, en resumen, todo lo que concierne a la acción moral del hombre para con Dios y la revelación del mismo al hombre, en otras palabras, la fe y la moral.

Pero si el objeto es estupendo, el entendimiento, del cual es el objeto, es igualmente estupendo, porque no es menor que la conciencia moral de todo el género humano. Si bien es cierto que de una vez para siempre el objeto revelado es una cantidad fija en sí misma, la aprehensión total no se puede alcanzar sino que hasta que se haya aplicado sobre cada entendimiento. Es un evangelio para cada creatura. El Reino de Dios es la suma de los reinos de este mundo, así como también los trasciende. Las filosofías, los temperamentos, las experiencias individuales, los descubrimientos científicos, incluso las mismas artes, todas estas cosas tienen sus cometidos, como un siglo sigue al otro, no solo adornando, sino en realidad desenvolviendo y ayudando la expresión del espíritu y de la verdad del cristianismo.

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Por lo tanto, por principio básico no cabe duda que debiéramos esperar que la relación entre el cuasi divino entendimiento y el objeto de esencia vital debiera ser tan infalible como lo es la que existe entre el entendimiento y las ciencias exactas. Y como si para asegurarnos que esta infalibilidad no debiera ser esperada por el núcleo de aquellos que, en cada edad del cristianismo, son los representantes del género humano; para asegurarnos que la defección o ignorancia de muchos no debiera frustrar los propósitos de Dios. Nuestro Señor declara que Él mismo estará con aquellos que se someten a Él, y que el Espíritu de la Verdad los guiará hacia verdad, ¿qué otra cosa más significa la declaración que “las puertas del infierno no prevalecerán?”

Además entonces de examinar nuestra analogía una vez más, vemos que aunque la prerrogativa ha existido desde el principio, y aunque siempre se ha actuado conforme a esto, no siempre ha sido explícitamente reconocido. Los teólogos lo han reconocido; los laicos los han apoyado, pero no se le ha prestado la atención, sino hasta que se hizo una declaración formulada.

CONCLUSIÓN

Por tanto, cuando investigamos una vez más sobre la Cristiandad en general, vemos que en una comunión, y solamente en una comunión, este proceso de reconocimiento ha seguido adelante gradual y explícitamente, culminando en el perfectamente inevitable decreto vaticano. Nunca hubo ahí un tiempo en que no existiera un cisma en el cuerpo. La herejía brotó prácticamente y simultáneamente con la revelación, y el hecho que una gran parte del Este se separara de Roma en una fecha comparativamente temprana, y que parte del Norte siguiera este ejemplo posteriormente, afecta el asunto no más que la defección de Himeneo. Porque si nosotros pudiéramos identificar al Cuerpo Místico de Cristo, seguramente debiéramos mirar entre los que reclaman por este despliegue gradual e

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creciente reconocimiento de las leyes de su propia vida, las cuales pasan por sucesivos movimientos de autoconciencia de la infancia hasta la madurez. Probada por esta característica esencial de la vida orgánica, la teoría de la infalibilidad de todos estos cuerpos que dicen haber conservado la sucesión episcopal actuando en conjunto seguramente falla, porque es imposible decir que la Iglesia, así interpretada, es más consciente de su infalibilidad ahora que en Nicea o Constantinopla. Y aún más, cediendo a la posibilidad de esta teoría, nos enfrentamos con el hecho que a las comuniones externamente divididas por cuya fe en común se reclama la infalibilidad, se niega rotundamente – lo niega Roma, lo niega el Este, y Canterbury al menos titubea. ¿Es más creíble que esta teoría deba ser cierta del todo, a pesar de estas explícitas negaciones de sus partes, más que la verdad de la teoría de Roma, la cual nunca ha sido negada por aquellos para quienes es reclamada, a excepción de unos individuos en particular? Si el fenómeno del galicanismo se arguye en respuesta a esto, quiero señalar primero que el movimiento galicano fue considerado como una novedad, o en el mejor de los casos, como una antigua verdad que había desaparecido hace siglos. Una demanda que hicieron, más o menos, todas las herejías. En segundo lugar, este galicanismo, a excepción de ahora que tiene un disminuido y vago carácter, ha dejado de existir. Y en tercer lugar, este galicanismo es en términos generales, una negación perfecta del catolicismo, en el sentido del que habla San Pablo como siendo un rompimiento de las barreras nacionales. Ciertamente este tipo de galicanismo tiene su precursor en la historia del cristianismo primitivo. Es descendiente directo de aquellos viejos intentos de parte de algunos emperadores como Constantino, Teodosio II, Zenón, Anastasio y Justiniano para quebrar la unidad de la Iglesia Católica mediante el rompimiento de la conexión con Roma. La iniciativa de la resistencia en el Oriente de vez en cuando parece desde siempre haber sido un acto del poder secular.

Pero si a pesar de todo esto la “teoría difusiva” de la infalibilidad es realmente verdad, entonces efectivamente tenemos una vida totalmente sin analogía en todo el reino de la creación. Una vida que carece de analogía porque es

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absolutamente inferior a toda las demás vidas. Mientras el niño crece de la infancia a la madurez, aprendiendo gradualmente sobre sus capacidades y sus limitaciones; mientras que el árbol en su ejercicio es prácticamente infalible en la elección de los químicos sustentables para su desarrollo; mientras que la mente humana en general ha aprendido a través de centurias con mayor claridad en qué reinos está la autoridad en lo infalible y en lo empírico, lo reservado para el entendimiento del Cuerpo Místico de Cristo va a pasar de la coherencia a la incoherencia, y de su voz en el discurso al silencio.

Tampoco la teoría del Oriente es la más comprensible, ya que no es más que una teoría. ¿No ha surgido en la acción porque quien está ahí en el Oeste, excepto aquellos quienes ha hecho un estudio especial sobre la cuestión que incluso es más consciente de que lo que teoría es? El Este, como ha sido ya muy bien resaltado, “solamente trató de ser llamado católico, no serlo”. La teoría incluso hasta donde yo he sido capaz de entender, no es del todo una de desenvolvimiento. Mientras los teólogos orientales se aferran efectivamente a la tradición, es a una tradición que frena, más que soporta. Esto no florece de concilio en concilio, sino que manda a sus adherentes a aferrarse a viejas tradiciones a través de las cuales construyen muros por temor a que sus seguidores vayan más lejos.

Entonces si puedo recapitular en unas pocas frases, esta es la llave que aparece, como ninguna otra, para encajar en las aulas de la historia.

Estamos todos de acuerdo con que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Es esta colección de seres humanos y de entendimientos – células individuales que fallecen y que son renovadas – las que en virtud de la gracia son elevadas hacia una personalidad trascendente, la que nuestro Señor señala como suya propia. Con todo, el entendimiento humano de la

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Iglesia sigue siendo humano y es de una manera cuasi sacramental que la mente divina se une con él. Esta unión es de tal naturaleza que el entendimiento humano de la Iglesia queda salvaguardado de comprometerse al error. Aunque es cierto que todavía es necesario, a partir de su propia humanidad y finitud, que deba luchar siempre hacia la completa realización de los contenidos del entendimiento divino al cual está unido.

De pasada entonces vemos que la naturaleza de este vínculo a pesar de ser un vínculo esencial y vital, no necesita al menos en sus primeras etapas de la actividad del cuerpo, ser explícitamente reconocida y definida por este cuerpo. Incluso a pesar de que, tal como la historia y el sentido común lo muestren por igual, ha actuado sobre él.

Nosotros mirando más allá de la historia, vimos que el núcleo de la cristiandad indudablemente incluso en los primeros tiempos de la Iglesia, tomó forma en Roma. Y que fue en Roma también que la definición explícita final de la manera en la cual la infalibilidad se ejerce fue declarada. La historia nos mostró exactamente lo que debemos esperar de la vida orgánica. Una aproximación gradual hacia el pleno entendimiento de sí misma.

Además nuevamente consideramos el lugar de la Tradición en la vida de la Iglesia, que es una comprobación sobre las acreciones más que un cómplice de ellas. Y que esa misma cadena en la vida de la cristiandad que mostraba el desenvolvimiento gradual de lo que yo he hablado, mostró también una fidelidad y un celo hacia la Tradición sin doquier.

Consideramos en general, que la naturaleza de la infalibilidad como una prerrogativa de la Iglesia, como un todo. Y vimos que fue esencial para la supervivencia de la Iglesia tal como indicamos para decirlo en términos suaves, por las mismas palabras de Cristo, y que no fue la única prerrogativa,

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aunque es la prerrogativa de todo entendimiento hacia su propio objeto.

Y finalmente vimos cómo en la misma Comunión donde el desenvolvimiento de la conciencia ha sido tan evidente y donde la Tradición ha sido reconocida como una fuente de verdad, un decreto emitido definitivamente con todo el peso de la autoridad de la Iglesia, definiendo no una nueva prerrogativa, sino simplemente poniendo los límites y el ejercicio de una antigua prerrogativa, la cual siglo tras siglo fue haciéndose cada vez más explícita. La Infalibilidad del papa y la infalibilidad de la Iglesia no son dos poderes, sino uno; aunque teóricamente el vicario de Cristo es infalible solo, aun cuando él no es el explícitamente designado intérprete de la Iglesia, sin embargo él prácticamente nunca puede actuar así. E incluso si él lo hiciera sería en virtud de su relación para con el entendimiento de Cristo, cuya relación en cuanto al entendimiento humano de la Iglesia, es también la causa de su infalibilidad.

Entonces, una vez más echando un vistazo al curso de la historia, yo traté de indicar como las otras dos teorías de la unidad de la Iglesia – solamente aquellas únicas serias en la existencia – solamente pueden tener éxito en vaciar la frase “El Cuerpo de Cristo”, de todo significado. En una de aquellas teorías nos vemos a nosotros mismos confrontados a una imagen sin vida. En la otra observamos que lo que Dios dotó con vida sobrenatural, sin el cumplimiento de los procesos ordinarios de la experiencia natural, la historia de la Iglesia, contra la cual las puertas del infierno no podrán prevalecer, se convierte en una de retroceso y creciente la perplejidad.