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Traducción deEduardo Iriarte

E L A S E S I N O S I N R O S T R O

M I C H E L L E M c N A M A R A

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Traducción deEduardo Iriarte

E L A S E S I N O S I N R O S T R O

M I C H E L L E M c N A M A R A

E L A S E S I N O S I N R O S T R O

U N A M U J E R A L A C A Z A

D E L P S I C Ó PATA Q U E

AT E R R O R I Z Ó C A L I F O R N I A

M I C H E L L E M c N A M A R AI N T R O D U C C I Ó N D E G I L L I A N F LY N N

E P Í L O G O D E PAT T O N O S WA LT

T R A D U C C I Ó N D E E D U A R D O I R I A R T E

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Título original inglés: I’ll Be Gone in the Dark.

Autora: Michelle McNamara.

Publicado en los Estados Unidos por Tell Me Productions,

un sello de HaperCollins Publishers.

© Tell Me Productions, Inc., 2018.

© de la introducción: Gillian Fynn.

© del texto de la tercera parte: Paul Haynes y Billy Jensen, 2017.

© del primer epílogo: Patton Oswalt, 2017.

© de la conclusión «Carta a un viejo»: Michelle McNamara.

Texto del epílogo «Lo conseguiste, Michelle»: Antonio Lozano.

© de la traducción: Eduardo Iriarte, 2018.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2018.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2018.

ref.: obfi260

isbn: 978-84-918-7144-6

depósito legal: b. 21.482-2018

Servicios editoriales: deleatur, s.l.

Impreso en España • Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

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Ni mayordomo, ni segunda criada, ni sangre en las escaleras.

Ni tía excéntrica, ni jardinero, ni amigo de la familia sonriendo

entre las curiosidades y el asesinato.

Nada más que una casa de clase media con la puerta principal abierta

y un perro ladrándole a una ardilla y a los coches

que pasan. El cadáver bien muerto. La esposa en Florida.

Analiza las pruebas: el pasapurés en un jarrón,

los trozos de la fotografía de un equipo metodista de baloncesto,

con talones de cheque diseminados en el vestíbulo;

la carta de fan de Shirley Temple sin enviar,

el pin de Hoover en el ojal del fallecido,

la nota: «Ser asesinado así me parece bien».

No es de extrañar que el caso siga sin ser esclarecido,

ni que el detective, Le Roux, haya perdido el juicio sin remisión,

y permanezca solo en una habitación blanca con una bata blanca,

proclamando a gritos que el mundo está loco, que las pistas

no conducen a ninguna parte, o llevan hasta muros tan altos

que no se alcanza a ver el remate;

gritando el día entero sobre la guerra, gritando

que nada se puede arreglar.

weldon kees, «el club del crimen»

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CONTENIDO

Reparto 11Mapa cronológico 12Introducción de Gillian Flynn 15Prólogo 19

primera parte

irvine, 1981 29dana point, 1980 41hollywood, 2009 49oak park 53sacramento, 1976–1977 75visalia 111condado de orange, 1996 125irvine, 1986 135ventura, 1980 147goleta, 1979 155goleta, 1981 163condado de orange, 2000 183contra costa, 1997 191

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10 contenido

segunda parte

sacramento, 2012 205este de sacramento, 2012 215la coda de los gemelos 225los ángeles, 2012 229contra costa, 2013 235fred ray 299el indicado 305los ángeles, 2014 319sacramento, 2014 323sacramento, 1978 327

tercera parte, por Paul Haynes y Billy Jensen 331

Epílogo, por Patton Oswalt 365Conclusión: Carta a un viejo 371Lo conseguiste, Michelle, por Antonio Lozano 379

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11

REPARTO

víctimasvíctimas de violaciónSheila* (Sacramento, 1976)

Jane Carson (Sacramento, 1976)

Fiona Williams* (sur de Sacramento, 1977)

Kathy* (San Ramón, 1978)

Esther McDonald* (Danville, 1978)

víctimas de homicidioClaude Snelling (Visalia, 1978)**

Katie y Brian Maggiore (Sacramento, 1978)**

Debra Alexandria Manning y Robert Offerman (Goleta, 1979)

Charlene y Lyman Smith (Ventura, 1980)

Patrice y Keith Harrington (Dana Point, 1980)

Manuela Witthuhn (Irvine, 1981)

Cheri Domingo y Gregory Sanchez (Goleta, 1981)

Janelle Cruz (Irvine, 1986)

investigadoresJim Bevins: investigador, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Ken Clark: inspector, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Carol Daly: inspectora, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Richard Shelby: inspector, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Larry Crompton: inspector, Oficina del Sheriff del condado de Contra Costa.

Paul Holes: criminalista, Oficina del Sheriff del condado de Contra Costa.

John Murdock: jefe, Laboratorio Forense del condado de Contra Costa.

Bill McGowen: inspector, Policía de Visalia.

Mary Hong: criminalista, Laboratorio Forense del condado de Orange.

Erika Hutchcraft: investigadora, Fiscalía del Distrito del condado de Orange.

Larry Pool: investigador, Organismo Policial del Condado para la Resolución de

Elementos Pendientes (CLUE), Departamento del Sheriff del condado de Orange.

Jim White: criminalista, Departamento del Sheriff del condado de Orange.

Fred Ray: inspector, Oficina del Sheriff del condado de Santa Bárbara.

* Nombre ficticio.

** No vinculado de manera concluyente con el Asesino del Golden State.

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12 mapa cronológico

agresiones del violador de la zona este(De junio de 1976 a julio de 1979) Agresiones en el norte de California a 50 mujeres en siete condados.

1. 18 de junio de 1976; rancho córdova Un intruso enmascarado viola a una mujer de veintitrés años de edad (identificada como «Sheila» en este libro) en su cama. Esta agresión se convertiría en la primera de docenas de ellas cometidas por un hombre que pasaría a ser conocido en la prensa y entre los organismos policiales como el «Violador de la Zona Este» (VZE).

2. 5 de octubre de 1976; citrus heightsEn su quinta actuación, el Violador de la Zona Este agrede a Julie Miller,* ama de casa de treinta años de edad. El agresor espera a que el marido de la víctima se vaya a trabajar, y entra minutos después. El hijo, de tres años de edad, permanece en el cuarto de esta durante todo el calvario.

3. 28 de mayo de 1977; parkway, sur de sacramentoFiona Williams,* de veintiocho años de edad, y su marido Phillip hacen frente al VZE en su vigésima segunda agresión conocida; la séptima agresión en la que el marido está presente durante el incidente.

4. 28 de octubre de 1978; san ramónEl recuento oficial del caso asciende a cuarenta víctimas cuando el VZE agrede a otra pareja: Kathy,* de veintitrés años de edad, y su marido David.*

5. 9 de diciembre de 1978; danvilleEsther McDonald,* de treinta y dos años de edad, despierta en plena noche, es atada y violada, convirtiéndose en la víctima número cuarenta y tres del VZE.

robos e incidente con arma de fuego del saqueador de visalia(De abril de 1974 a diciembre de 1975)

6. visaliaSe investigan posibles vínculos con varios alla namientos y el asesinato de Claude Snelling.

el desenfreno delictivo del acechador nocturno original(De octubre de 1979 a mayo de 1986)

7. 1 de octubre de 1979; goletaEl Acechador Nocturno original (AN original) agrede a una pareja durante un allanamiento de morada que no logra culminar; la pareja escapa.

8. 30 de diciembre de 1979; goletaEl AN original asesina al doctor Robert Offerman y a Debra Alexandria Manning.

9. 13 de marzo de 1980; venturaEl AN original asesina a Charlene y Lyman Smith.

10. 19 de agosto de 1980; dana pointEl AN original asesina a Keith y Patrice Harrington.

11. 6 de febrero de 1981; irvineEl AN original asesina a Manuela Witthuhn.

12. 27 de julio de 1981; goletaEl AN original asesina a Cheri Domingo y Gregory Sanchez.

13. 5 de mayo de 1986; irvine El AN original asesina a Janelle Cruz.

* Nombre ficticio.

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mapa cronológico 13

30 millas

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INTRODUCCIÓN

Antes del Asesino del Golden State, hubo una chica. Michelle te hablará de ella: la chica, arrastrada a un callejón junto a Pleasant Street, asesinada y dejada allí tirada como si fuese basura. La chi­ca, una joven de veintitantos años de edad, fue asesinada en Oak Park (Illinois), a escasas manzanas de donde se crio Michelle, en una bulliciosa familia católica irlandesa.

Michelle, la menor de seis hermanos, firmaba las entradas de su diario como «Michelle, la Escritora». Decía que aquel asesinato despertó su interés por los crímenes reales.

Habríamos hecho una buena pareja (aunque quizá un poco extraña). Al mismo tiempo, en los primeros años de mi adolescen­cia, allá en Kansas City (Misuri), yo también aspiraba a ser escrito­ra, aunque adoptaba un apodo ligeramente más altanero en mi diario: Gillian, la Fenomenal. Al igual que Michelle, me crié en una familia numerosa irlandesa, fui a un colegio católico, me apasiona­ba todo lo oscuro. Leí A sangre fría, de Truman Capote, a los doce años de edad, un ejemplar barato de segunda mano, y eso daría pie a mi obsesión de por vida con el crimen real.

Me encanta leer libros sobre crímenes verídicos, pero siempre he sido consciente de que, como lectora, tomo la decisión de ser con­sumidora de una tragedia ajena. Así que, igual que cualquier consu­midor responsable, procuro tener cuidado con lo que elijo. Solo leo lo mejor: autores que son tenaces, perspicaces y compasivos.

Era inevitable que acabara encontrando a Michelle. Siempre he creído que el aspecto menos apreciado de un gran

autor de crímenes reales es la compasión. Michelle McNamara tenía una capacidad asombrosa para meterse en la cabeza no solo

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de los asesinos, sino también de los policías que los perseguían, de las víctimas a las que destrozaban y del reguero de parientes afli­gidos que dejaban a su paso. De adulta, empecé a visitar de mane­ra habitual su excelente sitio web True Crime Diary («Diario de crímenes reales»). «Deberías escribirle», me instaba mi marido. Ella era de Chicago; yo vivo en Chicago; las dos éramos madres que pasaban malsanas cantidades de tiempo rebuscando las face­tas más oscuras de la humanidad debajo de las piedras.

Me resistí a las recomendaciones de mi marido; creo que lo más cerca que estuve de conocerla fue cuando en la presentación de un libro trabé conversación con una tía suya, que me pasó su teléfono, y le envié a Michelle un mensaje de texto extraordinaria­mente poco literario, como: «¡¡¡Eres la más guay!!!».

Lo cierto es que no estaba segura de querer conocer a esta autora: me sentía en inferioridad. Yo creo personajes; ella tenía que lidiar con hechos, ir adonde la llevara la historia. Ella tenía que ga narse la confianza de investigadores recelosos y hastiados, en­frentarse a montañas de documentos que quizá contuvieran una información crucial y convencer a parientes y amigos desolados de que hurgaran en viejas heridas.

Hacía todo eso con una elegancia especial, escribiendo de no­che mientras su familia dormía, en una habitación decorada con las cartulinas de su hija, haciendo anotaciones del código penal de California con lápices de colores.

Yo soy una despiadada coleccionista de asesinos, pero no esta­ba al tanto del hombre al que Michelle apodaría el Asesino del Golden State hasta que empezó a escribir sobre ese ser de pesadi­lla, responsable de cincuenta agresiones sexuales y por lo menos diez asesinatos en California durante los años setenta y ochenta. Era un caso que llevaba décadas pendiente; testigos y víctimas se habían mudado, habían fallecido o pasado página; la investiga­ción abarcaba múltiples jurisdicciones —tanto en el sur como en el norte de California— e implicaba infinidad de expedientes que no contaban con la ventaja de los análisis de laboratorio o ADN.

16 introducción

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Muy pocos escritores serían capaces de asumir un reto así, y me­nos aún de hacerlo bien.

La tenacidad de Michelle a la hora de investigar este caso fue asombrosa. Sirva de ejemplo cómo buceó en el sitio web de una tienda de antigüedades en Oregón para rastrear el paradero de un par de gemelos de camisa que habían sido sustraídos de un esce­nario del crimen en Stockton, en 1977. Pero no solo hizo eso; ella también podía decirte que los nombres de «niño» que empezaban por «N» eran relativamente poco comunes, y que solo figuraba uno entre los cien nombres más habituales de las décadas de los treinta y los cuarenta, cuando era más probable que hubiera naci­do el dueño de aquellos gemelos. Y eso que ni siquiera es una pista que condujera al asesino; es una pista que conduce a los ge­melos que robó el asesino. Esta dedicación a los detalles concretos era típica de ella. Michelle escribe: «Una vez pasé una tarde entera rastreando hasta el último detalle que pude sobre un miembro del equipo de waterpolo de 1972 del Instituto de Secundaria Río Ame­ricano, solo porque en la foto del anuario aparecía un joven esbel­to de pantorrillas gruesas», una posible característica física del Asesino del Golden State.

Muchos escritores que han sudado sangre recogiendo seme­jante cantidad de datos se pierden en los detalles: las estadísticas y la información pueden ahuyentar nuestra compasión. Los rasgos que convierten a alguien en un investigador meticuloso están a menudo reñidos con los matices de la vida.

Pero, al mismo tiempo que constituye un hermoso trabajo de investigación, El asesino sin rostro es también una instantánea de la época, del lugar y de la persona. Michelle da vida a las subdivisiones de California que estaban ocupando el espacio de los naranjales, las nuevas urbanizaciones acristaladas que convertían a las víctimas en estrellas de sus propios thrillers aterradores, las poblaciones que vi­vían a la sombra de montañas que cobraban vida una vez al año cuando salían las tarántulas en busca de una pareja con la que apa­rearse. Y la gente, Dios bendito, la gente: antiguos hippies esperan­

introducción 17

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zados, recién casados que empezaban a buscarse la vida, una madre y su hija adolescente manteniendo, sin ellas saberlo, su última dis­cusión acerca de la libertad y la responsabilidad y los bañadores.

Me enganché desde el principio, y Michelle también, por lo visto. Su búsqueda a diferentes niveles de la identidad del Asesino del Golden State le pasó una severa factura: «Ahora tengo un gri­to permanentemente alojado en la garganta».

Michelle falleció mientras dormía, a los cuarenta y seis años de edad, antes de tener ocasión de acabar este extraordinario libro. En­contraréis notas de sus colegas sobre el caso, pero la identidad del Asesino del Golden State —el enigma— sigue sin estar resuelto. Su identidad no me importa a mí lo más mínimo. Quiero que lo de­tengan; me trae sin cuidado quién sea. Ver la cara de un hombre así es un anticlímax; asignarle un nombre, más aún. Sabemos lo que hizo; cualquier información más allá de eso parecerá inevitable­mente prosaica, pálida, un cliché en cierta medida: «Mi madre era cruel. Odio a las mujeres. Nunca tuve una familia. . .». Y demás. Quiero saber más acerca de gente real, completa, no sucios retazos de seres humanos.

Quiero saber más sobre Michelle. Mientras ella detallaba su búsqueda de ese hombre tan misterioso, me encontré rebuscando pistas sobre esta autora a la que tanto admiro. ¿Quién era la mujer en quien confié lo suficiente como para que me condujera al inte­rior de esta pesadilla? ¿Cómo era? ¿Qué la llevó a ser así? ¿Qué le otorgó semejante elegancia? Un día de verano, me vi conduciendo los veinte minutos que separan mi domicilio en Chicago de Oak Park, hasta la callejuela donde fue hallada «la chica», donde Mi­chelle la Escritora descubrió su vocación. Hasta que no estuve allí, no me di cuenta de por qué estaba allí. Era porque había empren­dido mi propia investigación en busca de esta maravillosa explo­radora de la oscuridad.

gillian flynn

18 introducción

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PRÓLOGO

Aquel verano, por las noches, yo iba a la caza del asesino en serie desde el cuarto de juegos de mi hija. Por lo general remedaba la rutina de una persona normal a la hora de acostarse. Los dientes lavados. El pijama puesto. Pero, después de que mi marido y mi hija se durmieran, me retiraba a mi despacho improvisado y en­cendía el portátil, esa escotilla de quince pulgadas de infinitas po­sibilidades. Nuestro barrio, al noroeste del centro de Los Ángeles, es extraordinariamente tranquilo por la noche. A veces, el único sonido que escuchaba era el clic que yo misma hacía navegando por el Google Street View para explorar los accesos a los domici­lios de hombres a quienes no conocía. Rara vez me movía, pero saltaba décadas con solo pulsar unas pocas teclas. Anuarios. Par­tidas de matrimonio. Fotografías de fichas policiales. Escudriñé miles de páginas de antecedentes penales de la época de los años setenta. Y revisé informes de autopsias. Que lo hiciera rodeada de media docena de animales de peluche y unos bongos rosa en mi­niatura no me parecía nada fuera de lo normal. Había hallado mi lugar de búsqueda, tan íntimo como el laberinto de una rata. Toda obsesión requiere una habitación propia. La mía estaba sembrada de papeles para colorear en los que había garabateado leyes pena­les de California con lápices de colores.

Era en torno a la medianoche del 3 de julio de 2012 cuando abrí un documento que había elaborado y que recopilaba en un listado todos los singulares objetos que el asesino había robado a lo largo de los años. Había destacado en negrita algo más de la mitad de la lista: eran pistas que no llevaban a ninguna parte. El siguiente artículo por investigar era un par de gemelos de camisa

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20 prólogo

sustraídos en Stockton en septiembre de 1977. Por entonces, el Asesino del Golden State, como había dado en llamarlo, aún no había pasado al asesinato. Era un violador en serie, conocido como el «Violador de la Zona Este», que agredía a mujeres y chi­cas en sus dormitorios, primero en el condado de Sacramento, y luego escabulléndose hasta comunidades del Valle Central y en tor­no al este del Área de la Bahía de San Francisco. Era joven —en al­gún punto entre los dieciocho y los treinta años de edad—, caucá­sico y atlético, capaz de evitar que lo atraparan saltando verjas altas. Sus objetivos preferidos eran casas de una sola planta, las segundas a partir de la esquina, en vecindarios tranquilos de clase media. Siempre llevaba pasamontañas.

Sus rasgos identificadores eran la precisión y la propia conser­vación. Cuando se enfocaba en una víctima, a menudo entraba en el domicilio de antemano en un momento en que no hubiera na­die, examinaba las fotos de familia, se aprendía la distribución. Inutilizaba luces del porche y forzaba puertas correderas de cristal. Descargaba las armas que pudiera haber en la casa. Los propieta­rios de las viviendas, sin darle mayor importancia, cerraban las puertas que habían quedado abiertas, y las fotografías que él había movido eran devueltas a su sitio, atribuyéndolo todo al desorden habitual de la vida cotidiana. Las víctimas dormían tranquilas has­ta que el resplandor de la linterna les obligaba a abrir los ojos. La ceguera los desorientaba. La mente adormilada cobraba concien­cia poco a poco, hasta que despertaba de golpe. Una figura que no veían empuñaba la linterna, pero ¿quién, y por qué? Su miedo se perfilaba cuando oían la voz, descrita como un susurro gutural grave entre los dientes apretados, brusca y amenazante, aunque hubo quien detectó algún lapso ocasional de un tono más agudo, un temblor, un tartamudeo, como si el desconocido enmascarado en la oscuridad no solo ocultara su rostro, sino también una inse­guridad en estado puro que no siempre era capaz de disimular.

El caso de Stockton, en septiembre de 1977, en el que había robado los gemelos de camisa era su vigésima tercera agresión, y

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prólogo 21

ocurrió después de unas vacaciones de verano perfectamente deli­mitadas. El sonido de los ganchos de unas cortinas al deslizarse en el riel despertaron a una mujer de veintinueve años de edad en el dormitorio de su casa, al noroeste de Stockton. Se incorporó sobre la almohada. En el umbral, una silueta se recortaba sobre las luces del patio. La imagen se desvaneció cuando el haz de la linterna se posó sobre su cara y la cegó; una potente fuerza se abalanzó hacia la cama. Su última agresión había sido el fin de semana del Día de los Caídos. Era la una y media de la madrugada del martes después del Día del Trabajo. El verano había acabado. Él estaba de regreso.

Ahora iba a por parejas. La víctima femenina había intentado explicarle el fétido olor del agresor al agente que se personó en el escenario del delito. Se esforzó por identificar el hedor. La falta de higiene no lo explicaba, dijo. No procedía de las axilas, ni del alien­to. Lo más que era capaz de precisar la víctima, según anotó el agen­te en su informe, era que parecía un aroma nervioso que no ema­naba de una zona concreta del cuerpo, sino de todos y cada uno de sus poros. El agente preguntó si podía ser más específica. No podía. El caso era que no se parecía a nada que hubiera olido antes.

Como en otras agresiones en Stockton, él se quejó de que ne­cesitaba dinero, pero pasó por alto los billetes cuando los tuvo de­lante. Lo que quería eran objetos de valor personal de aquellos a quienes agredía: alianzas grabadas, carnés de conducir, monedas de recuerdo. Los gemelos de camisa, una herencia familiar, eran de un estilo poco habitual, de los años cincuenta, y llevaban las inicia­les N. R. El agente que acudió al escenario del delito había hecho un bosquejo de ellos en el margen del informe policial. Me llamó la atención lo singulares que eran. Por medio de una búsqueda en internet averigüé que los nombres de niño que empezaban con «N» eran relativamente poco frecuentes, tanto es así que solo apa­recían una vez en la lista de los cien nombres más comunes en las décadas de los años treinta y cuarenta, cuando probablemente na­ció el dueño original de los gemelos. Busqué en Google una des­cripción de los gemelos, y pulsé la tecla «Intro» del portátil.

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Hace falta tener un orgullo desmesurado para pensar que puedes resolver un complejo caso de asesinatos en serie que un grupo operativo que abarca cinco jurisdicciones de California, con la colaboración del FBI, no ha podido solucionar, sobre todo cuando te dedicas, como es mi caso, a la investigación por cuenta propia. Mi interés en el crimen tiene raíces personales. El asesina­to sin esclarecer de una vecina cuando yo tenía catorce años de edad despertó mi fascinación por los casos pendientes. La llegada de internet transformó mi interés en una investigación activa. Una vez estuvieron disponibles online los documentos públicos y se inventaron sofisticados buscadores, me di cuenta de cómo una cabeza llena de detalles sobre crímenes podía combinarse con una barra de búsquedas vacía, y en 2006 inauguré un sitio web llamado True Crime Diary. Cuando mi familia se acuesta, yo viajo en el tiempo y reviso pruebas antiguas sirviéndome de tec­nología del siglo xxi. Empiezo a hacer clic, rastreo en internet pistas digitales que podrían haber pasado por alto las autoridades, combino guías telefónicas informatizadas, anuarios e imágenes de los escenarios del crimen en Google Earth: un pozo sin fondo de indicios en potencia para el investigador con portátil que aho­ra existe en el mundo virtual. Y comparto mis teorías con los lea­les seguidores que leen mi sitio web.

He escrito acerca de cientos de crímenes sin resolver, desde asesinatos con cloroformo hasta sacerdotes homicidas. El Asesino del Golden State, sin embargo, es el que más tiempo me ha ocu­pado. Además de cincuenta agresiones sexuales en el norte de Ca­lifornia, fue autor de diez sádicos asesinatos en el sur de Califor­nia. Ahí tenía un caso que abarcaba una década, y, al final, cambió las leyes relativas al ADN en el estado. Ni el Asesino del Zodíaco, que aterrorizó San Francisco a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, ni el Acechador Nocturno, que obligó a los habitantes del sur de California a cerrar las ventanas en los años ochenta, fueron tan activos. Aun así, el Asesino del Golden State no ha tenido mucho reconocimiento. No poseía un nombre

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pegadizo hasta que yo lo acuñé. Cometía agresiones en distintas jurisdicciones por todo California, las cuales no siempre compar­tían información ni tenían adecuada comunicación entre sí. Para cuando las pruebas de ADN demostraron que crímenes que antes se creía que no guardaban relación eran obra de un mismo hom­bre, había transcurrido más de una década desde su último asesi­nato conocido, y su detención no era una prioridad. Pasaba desa­percibido, con soltura y sin identificar.

Pero aún aterrorizaba a sus víctimas. En 2001, una mujer de Sacramento contestó al teléfono en su casa, la misma donde fue­ra agredida veinticuatro años antes. «¿Recuerdas cuando estuvi­mos jugando?», susurró un hombre. Ella reconoció la voz de inmediato. Sus palabras se hacían eco de algo que dijo en Stock­ton, cuando la hija de seis años de la pareja se levantó para ir al cuarto de baño y se lo encontró en el pasillo. Estaba a unos seis metros de él, un hombre con pasamontañas marrón y guantes de lana negros que iba sin pantalones. Llevaba un cinturón con una especie de espada. «Estoy haciendo travesuras con tu mamá y tu papá —dijo—. Ven a verme».

Lo que me enganchó era que daba la impresión de que el caso se podía resolver. Su estela de indicios era demasiado grande y, al mismo tiempo, demasiado pequeña; había dejado a su paso nu­merosas víctimas y abundantes pruebas, pero en comunidades relativamente reducidas, lo que facilitaba la tarea de extraer in­formación que condujera a sospechosos en potencia. El caso me arrastró enseguida hacia las profundidades. La curiosidad se convirtió en un ansia desgarradora. Estaba al acecho, absorta en una fiebre de clics que vinculaba el impulso de mis toques de al­mohadilla con una dosis de dopamina. No estaba sola. Encontré a un grupo de entregados investigadores que se congregaban en un foro de internet y ponían en común pruebas y teorías sobre el caso. Dejé de lado cualquier reserva que pudiera haber tenido, y me sumé a su parloteo; veinte mil mensajes, y seguimos suman­do. Filtré a los miembros de ese grupo, descarté a los bichos raros

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con motivaciones dudosas, y me concentré en los que iban en serio. De vez en cuando aparecía en el foro de mensajes alguna pista, como la imagen del adhesivo de un vehículo sospechoso visto cerca de una agresión, un poco de aportación colectiva por parte de inspectores cargados de trabajo que aún seguían inten­tando resolver el caso.

No consideraba al asesino un fantasma. Yo tenía fe en el error humano. Seguro que había cometido alguna equivocación a lo largo de su trayectoria, razonaba yo.

La noche de verano que empecé a buscar los gemelos, llevaba casi un año obsesionada con el caso. Me gustan los cuadernos amarillos, sobre todo las primeras diez páginas o así, cuando todo parece liso y lleno de esperanza. El cuarto de juegos de mi hija estaba sembrado de cuadernos a medio usar, una costumbre poco económica y que, además, reflejaba mi estado de ánimo. Cada cuaderno era una línea de investigación que iniciaba y que se atas­caba. Pedía consejo a inspectores jubilados que habían trabajado en el caso, a muchos de los cuales consideraba ya amigos. A ellos ya se les había agotado el orgullo, pero eso no les impedía alentar el mío. La búsqueda para dar con el Asesino del Golden State, que abarcaba casi cuatro décadas, no se parecía tanto a una carrera de relevos como a un grupo de fanáticos atados entre sí que intenta­ban escalar una montaña imposible. Los ancianos se veían obliga­dos a dejarlo, pero insistían en que yo continuara. Ante uno de ellos, me lamenté de que tenía la sensación de estar agarrándome a clavos ardiendo.

«¿Mi consejo? Agárrate a un solo clavo —dijo—. Machácalo hasta convertirlo en polvo».

Los artículos robados eran mi último clavo. No estaba de áni­mo optimista. Mi familia y yo íbamos a ir a pasar el fin de sema­na del 4 de julio, día de la Independencia, a Santa Mónica. No había hecho el equipaje. Anunciaban un tiempo espantoso. En­tonces los vi, era una sola imagen de los centenares de ellas que se cargaban en la pantalla del portátil, el mismo estilo de gemelos

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bosquejado en el informe policial, con las mismas iniciales. Con­trasté y volví a contrastar el boceto del policía con la imagen en mi ordenador. Se vendían por ocho dólares en una tienda de an­tigüedades en un pueblo de Oregón. Los compré de inmediato, pagando los 40 dólares para que me los entregaran al día siguien­te. Fui por el pasillo a mi dormitorio. Mi marido dormía de cos­tado. Me senté en el borde de la cama y me quedé mirándolo hasta que abrió los ojos.

«Creo que le he encontrado», dije. Mi marido no tuvo que preguntar a quién me refería.

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