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. Susana Velleggia Susana Velleggia (1997) Identidad, comunicación y política en el Identidad, comunicación y política en el espacio urbano. Los nuevos mitos espacio urbano. Los nuevos mitos En: Bayardo, R. y Lacarrieu, M. (comp.). Globalización e identidad cultural. Buenos Aires, Ciccus, 1998. No habría historia tal como la conocemos, ni religión, metafísica, política o estética, tal como la hemos vivido, sin un acto inicial de confianza, de crédito, mucho más fundamental, mucho más axiomático que cualquier “contrato social” o alianza con el postulado de lo divino. Esta instauración de confianza, esta entrada del hombre en la ciudad del hombre, es la instauración de la confianza entre la palabra y el mundo. Sólo a la luz de tal crédito puede haber una historia del significado que sea, por exacta réplica, un significado de la historia. (...) la relación entre la palabra y el mundo, lo interior y lo exterior, se ha sostenido sobre la confianza. Lo cual es tanto como decir que –la palabra– ha sido concebida y puesta en acto existencialmente como una relación de responsabilidad. George Steiner, Presencias reales. 1. Las transformaciones del escenario urbano La fragmentación del poder social Dos macrodinámicas interrelacionadas han adquirido visibilidad en la ciudad actual: la de exclusión-inclusión y la de globalización. Ellas atraviesan transversalmente la estructura social y están en la base de nuevas formas de segmentación que van más allá de los tradicionales indicadores socio-demográficos. El movimiento de fragmentación social es, a la vez cultural y se superpone a la tradicional división en clases sociales 1 . Desde esta 1 “Lo que parece significativo hoy en día es que esta exclusión y fragmentación de la sociedad deja de expresarse en términos clasistas o de una determinada categoría social que genera actores en conflicto por su integración como fue la característica de la industrialización o de la modernización y reformas agrarias. La línea de exclusión penetra todas las categorías y sectores sociales que generaban identidades y acciones colectivas (...) y a todos ellos los divide en los 1 Análisis de la Opinión Pública Unidad 2 USAL - FCEyCS Cátedra Unificada, 2009

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Identidad, Comunicación y Política en El Espacio Urbano - Velleggia

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Page 1: Identidad, Comunicación y Política en El Espacio Urbano - Velleggia

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Susana VelleggiaSusana Velleggia (1997)

Identidad, comunicación y política en el espacio urbano. Identidad, comunicación y política en el espacio urbano. Los nuevos mitosLos nuevos mitosEn: Bayardo, R. y Lacarrieu, M. (comp.). Globalización e identidad cultural. Buenos Aires, Ciccus, 1998.

No habría historia tal como la conocemos, ni religión, metafísi-ca, política o estética, tal como la hemos vivido, sin un acto ini-cial de confianza, de crédito, mucho más fundamental, mucho más axiomático que cualquier “contrato social” o alianza con el postulado de lo divino. Esta instauración de confianza, esta en-trada del hombre en la ciudad del hombre, es la instauración de la confianza entre la palabra y el mundo. Sólo a la luz de tal crédito puede haber una historia del significado que sea, por exacta réplica, un significado de la historia. (...) la relación entre la palabra y el mundo, lo interior y lo exterior, se ha sostenido sobre la confianza. Lo cual es tanto como decir que –la pala-bra– ha sido concebida y puesta en acto existencialmente co-mo una relación de responsabilidad.

George Steiner, Presencias reales.

1. Las transformaciones del escenario urbano

La fragmentación del poder social

Dos macrodinámicas interrelacionadas han adquirido visibilidad en la ciudad actual: la de exclusión-inclusión y la de globalización. Ellas atraviesan transversalmente la estructura so-cial y están en la base de nuevas formas de segmentación que van más allá de los tradicio-nales indicadores socio-demográficos.

El movimiento de fragmentación social es, a la vez cultural y se superpone a la tradicio-nal división en clases sociales1. Desde esta perspectiva podemos hablar de un multicultura-lismo fragmentado cuyo correlato son identidades pertenecientes a subculturas sin mayor contacto entre sí, descentradas en términos espaciales. La función de centro cultural es cumplida por los sistemas de comunicación desterritorializados, preferentemente la televi-sión.

La fragmentación del poder social es la contracara de los procesos de concentración ex-trema del poder que tienen lugar en los campos económico, político, cultural, tecnológico y comunicacional, a nivel nacional y mundial. De una manera quizás inédita, las sociedades son hoy concientes de la presencia –por momentos sobrecogedora– de poderes cada vez más concentrados que escapan a sus posibilidades de control. Los espacios que venían operando como fuente de los reconocimientos colectivos parecen estallar. La llamada “crisis de la ciudad”, alude a la pérdida de la capacidad de integración socio-cultural que histórica-mente desempeñara el espacio urbano.

La globalización en el espacio urbano

1 “Lo que parece significativo hoy en día es que esta exclusión y fragmentación de la sociedad deja de expresarse en términos clasistas o de una determinada categoría social que genera actores en conflicto por su integración como fue la característica de la industrialización o de la modernización y reformas agrarias. La línea de exclusión penetra todas las categorías y sectores sociales que generaban identidades y acciones colectivas (...) y a todos ellos los divide en los ‘de dentro’ y los ‘de fuera’. Los excluidos se presentarían como una masa fragmentada, sin ideologías referenciales o recursos organizacionales que les per-mitan constituirse en actores enfrentados en conflicto con otros actores”. (M. Garretón, citado por D. García Delgado en “Cri-sis de Representación y Nueva Ciudadanía en la Democracia Argentina”, en Argentina, tiempo de cambios. Sociedad, Estado, Doctrina Social de la Iglesia, varios autores, Editorial San Pablo, Buenos Aires, 1996.

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La dinámica de globalización económica, conlleva la de transnacionalización de la cultu-ra y la comunicación y supone la constitución de un sistema mundial global jerarquizado. Las unidades nacionales que se insertan en ese sistema son pequeñas y grandes, fuertes y débiles, ricas y pobres, por lo que no es posible pensar en relaciones de poder simétricas entre ellas. Los actores protagónicos de la mundialización son los grandes conglomerados empresariales multinacionales de la industria, la comunicación y las finanzas. Librada a sus tendencias naturales, esa dinámica provoca la desestructuración de las formas de organiza-ción precedentes de las unidades nacionales para una reestructuración sobre bases compa-tibles con las necesidades del sistema mundial.2

Tradicionalmente lugares de intercambio, del conocimiento y del poder, las ciudades constituyen hoy los núcleos irradiadores de los fenómenos derivados de la globalización, ha-cia sus periferias internas. Las ciudades de los países pobres han experimentado un creci-miento acelerado en las últimas décadas y serán las que concentrarán la mayor parte de la población mundial hacia el próximo siglo. Estas ciudades actúan como centros abiertos ha-cia los centros mayores del sistema mundial y cerrados con respecto a la unidad nacional de la que forman parte. Los procesos de modernización, fragmentarios y parciales inducidos desde esa orientación invertida, hacen de ellas espacios de una elevada conflictividad so-cial. Los principales fenómenos que caracterizan esa situación son:

-Desterritorialización

La ciudad ha perdido su anterior función de espacio, material y simbólico, sintetizador de las experiencias que están en la base de los reconocimientos colectivos, en tanto se privile-gia su función de ámbito de cruce y circulación de flujos; informativos, vehiculares, de con-sumo. El espacio urbano promueve un borramiento de la memoria que desvincula la produc-ción de identidades del territorio, para asumir el carácter de vitrina de la cultura –principal-mente transnacional– de la representación, del mercado y de los consumidores.

-Cambios en la socialidad urbana

La ciudad promueve la heterogeneidad y la precariedad de los modos de arraigo y de pertenencia. Los nuevos aglutinantes ya no son el territorio ni el consenso construido en torno a una socialidad compartida. La supresión, deterioro o abandono de los lugares que venían cumpliendo la función de centro, se vincula a un nuevo ordenamiento urbano cuyo eje son las vías de circulación y cuyo protagonista es, fundamentalmente, el automóvil.

Los distintos centros actúan como base de identidad de las nuevas tribus urbanas con-gregadas en torno a señas convocantes tales como género, edad, preferencias estéticas o sexuales, consumo. La dimensión política como factor de cohesión es descartada. Muchas de esas identidades amalgaman referentes locales con sensibilidades desterritorializadas, propias de una cultura que diluye las fronteras nacionales. Es mayor la coincidencia entre sectores de un consumo semejante pertenecientes a naciones lejanas que con respecto a los propios conciudadanos.3

Los grandes centros comerciales aparecen reordenando el sentido del encuentro entre las personas. En la periferia urbana, los espacios barriales recuperan funciones de centros locales de socialidad y de construcción de identidades, aunque de manera desvinculada en-tre sí. Frente a la cultura global, se acentúan las tendencias hacia un localismo atomizado.

-Cambio de la relación Estado-sociedad

La actual delegación de responsabilidades del Estado no supone una mayor participa-ción de la sociedad en la toma de decisiones que la involucran, ni el fortalecimiento de sus organizaciones, sino el aumento de la fragmentación. Las relaciones entre ambos términos,

2 Véase Murciano, M. Estructura y dinámica de la comunicación internacional. Bosch, Barcelona, 1992.3 Ver al respecto el artículo de de Jesús Martín Barbero “Mediaciones urbanas y nuevos escenarios de comunicación”, en Re-vista Sociedad, Facultad de Ciencias Sociales, UBA, octubre de 1994, Buenos Aires.

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Estado y sociedad, experimentan un verdadero cambio de paradigma. La idea de la trascen-dencia abstracta del Estado –inaugurada por la modernidad– da paso a la aceptación de la presencia del mercado en la modelación del espacio público.

En términos históricos, el derrumbe de la bipolaridad mundial y el creciente hegemonis-mo de las doctrinas económicas neoliberales, facilitaron el pasaje del Estado liberal de dere-cho y del posterior Estado de bienestar, a una nueva modalidad de Estado: el corporativo. Este cumple una función rectora en la subordinación del espacio público –en sus dimensio-nes material y simbólica– a la hegemonía del mercado. Su práctica política es también una práctica cultural. En tanto el énfasis de su intervención está puesto en la privatización del es-pacio público y la mercantilización extrema de la vida social, cumple también un importante papel simbólico. Fomenta la expropiación del sentido de comunidad y, por ende, de todos los significados a él vinculados.

-Desciudadanización

El espacio público entregado a la hegemonía del mercado –formado por la concurrencia de actores privados– deviene semi-público, mientras que el espacio privado se publicita pú-blicamente. El sujeto desciudadanizado se ha transformado en consumidor-espectador de las versiones mediatizadas de lo público que le ofrecen los sistemas de comunicación.

La ciudad como punto de encuentro de las estrategias de organización racional de la so-ciedad y la cultura, está ligada a la política y a la democracia como una forma de ejercicio de la ciudadanía. Su referencialidad política, cultural y ética, proviene de ser el ámbito de ex-presión y ejercicio donde lo privado se constituye como esfera diferenciada, para desvane-cerse en el espacio público. Perdida esa referencialidad histórica, la ciudad pasa a ser el es-cenario de una plurioferta de símbolos para un sujeto nómade que, a su paso por ella, repro-duce los distintos códigos culturales a través de su consumo.

La dinámica de inclusión-exclusión imprime su sello sobre la superficie de la ciudad. El espacio urbano de los incluidos exhibe los signos de la cultura de la satisfacción4 y una mo-dernidad cuyo eje es la capacidad de consumo en consonancia con referentes globales. Las señas de esa opulencia portan la carga simbólica de representación del Poder.

En el espacio de los excluidos, las señas urbanas de vetustez, abandono y deterioro de las condiciones de vida, remiten a referentes “tradicionales” y a una simbología de despose-sión que es asociada a la amenaza de violencia.

La ciudad realmente usada se reduce y proliferan nuevos oficios que expresan modos de supervivencia basados en la acertadamente denominada “cultura del rebusque”.

La fragmentación de la ciudad da cuenta de la crisis del espacio público para la construc-ción de sentidos integradores.

-Los sistemas de comunicación como actor protagónico

La nueva configuración del espacio urbano hace de los sistemas de comunicación, cons-tituidos por empresas multimediales, un potente instrumento mediador que torna invisibles ciertas prácticas, identidades y actores sociales, mientras da exhaustiva visibilidad a otras. La megaoferta comunicacional de símbolos deriva en una desjerarquización de las informa-ciones que circulan en la sociedad y en la pérdida de interpretaciones socialmente comparti-das sobre la realidad.

La televisión resemantiza las nuevas funciones urbanas, proponiendo un cosmopolitismo virtual centrado en valores que remiten al consumo como fuente de identidad. Las anteriores identidades culturales y políticas se fragmentan y modifican.

La privatización de la experiencia televisiva consagra la fragmentación social y la somete a la lógica de la desagregación propia del mercado. La producción de nuevos mitos –figuras del espectáculo, de la noche, del deporte y políticos– procede desde un sistema simbólico que resocializa a los sujetos disciplinando sus prácticas sociales fragmentadas y procura

4 Galbraith, J. K. La cultura de la satisfacción. Emecé, Buenos Aires, 1992

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reemplazar la –ausente– construcción colectiva de sentidos integradores desde su experien-cia directa.

Algunos mitos son depositarios de valores “positivos” –éxito, riqueza, poder, popularidad, juventud, belleza, etc.– y otros refieren a disvalores. Estos últimos adquieren la forma de es-tereotipos que asocian a ciertos actores con la amenaza, generando actitudes que van des-de la desconfianza al otro, a una suerte de racismo social.

De similar manera el campo político es asociado, genéricamente, a corrupción y todos los dirigentes transformados en objeto de sospecha. Si bien este mito negativo tiene apoya-tura en la evidencia empírica de funcionarios, jueces, y políticos corruptos –en general perte-necientes a la cúspide del poder– supone una amalgama de vastas consecuencias ideológi-cas, culturales y políticas. El mismo convalida el repliegue hacia lo privado, la pasividad con respecto al nuevo rol del Estado corporativo y a políticas que generan una estructura de re-laciones injusta e instaura una generalización de la desconfianza que bloquea la comunica-ción entre el campo político y el social.

El papel rector en la investigación y el develamiento de los “casos” de corrupción es ejer-cido, principalmente, por las empresas privadas de medios de comunicación y los comunica-dores. Las instituciones republicanas teóricamente investidas de esa función, se perciben crecientemente inhabilitadas para cumplirla.

Estos fenómenos, a la par de dar cuenta de las profundas mutaciones en la formas de la socialidad urbana y en los valores que la orientan, comportan nuevas modalidades de cons-trucción de sentidos por parte de la sociedad que afectan de manera directa a la legitimidad de la política.

Crisis de la ciudadanía y representatividad política

Entre lo global y lo local, la nueva ciudadanía no encuentra posibilidad de reconocimien-to en el espacio que hasta hace poco tiempo venía actuando como la fuente privilegiada de los mismos: el nacional. Los procesos de desciudadanización y desnacionalización marchan paralelos, con la consiguiente crisis de participación política y afectan el principio de delega-ción de poderes –representatividad– que está en la base del sistema democrático surgido con los Estados-nación.

La preeminencia del principio de representación5 sobre el de participación que signara a la moderna sociedad industrial se relaciona con esa situación, a la cual tampoco es ajena la crisis de las certidumbres ideológicas totalizadoras –los llamados “grandes relatos”– capa-ces de movilizar las energías sociales hacia objetivos de mayor trascendencia que los instru-mentales. Esto se manifiesta en un desdibujamiento de las fronteras ideológicas, antes níti-das, entre opciones políticas y en la puesta en cuestión de valores y concepciones que ve-nían actuando como marcos de referencia.

En este escenario se verifica la emergencia de nuevos actores sociales, imaginarios y demandas que escapan a las tradicionales reglas de juego de los partidos políticos. Se trata de demandas contradictorias, por un lado más inmediatas, vinculadas a la calidad de vida –desde trabajo, vivienda, salud, educación, hasta las ambientales, de género o pseudo-místicas que privilegian la interioridad del individuo y su realización personal al margen de lo colectivo– y, por el otro, referidas a valores universales que apuntan a una sociedad más pluralista, autónoma, tolerante, respetuosa de la naturaleza y de las libertades. Desde ellas se asumen posturas críticas hacia una realidad social signada por el consumismo, el indivi-dualismo y la preeminencia de los principios de eficiencia y competitividad sobre los de soli-

5 Es preciso diferenciar entre dos acepciones del término. La que le da Habermas: hacer públicos los atributos del poder co-mo corporización, material y simbólica, de su dominio –función representacional del poder– y el de representatividad políti -ca, en el sentido clásico de la doctrina política liberal. Aunque esta diferenciación es válida en el plano teórico, en la práctica los desplazamientos que tienen lugar entre esfera pública y esfera privada, tienden a mezclar ambas nociones, como acertada -mente lo señala Habermas. Es decir, la función de representatividad absorbe de manera creciente la representacional del po -der, a medida que la publicidad (políticamente activa) de los ciudadanos es desplazada por obra de las public relations y la invasión publicitaria. Habermas, J. Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili, México, 1986.

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daridad, equidad y cooperación. También se generaliza la convicción de que la política ha dejado de ser el instrumento para el cambio.

Esas demandas transversales se canalizan mediante formas de organización social que dan cuenta de una nueva institucionalidad que rebasa el marco de la tradicional –familia, iglesia, partidos, sindicatos– la cual supone nuevas modalidades de gestión del consenso y de construcción de la legitimidad. Se trata de demandas desagregadas o difícilmente agre-gables, en términos estrictamente políticos.

Entre el maximalismo del viejo Estado de bienestar –que ya nadie defiende– y el minima-lismo del Estado corporativo, se abre un inmenso territorio despoblado. El mismo es ocupa-do por diversidad de organizaciones intermedias que, de no hallar formas de articulación de sus demandas al nivel político, seguirán multiplicándose como las islas post-políticas del océano global.

Los partidos políticos, cuyo funcionamiento estuviera centrado en la agregación de de-mandas, experimentan un abrupto cambio de eje al que responden con dos tendencias igualmente reduccionistas. La primera, fiel al estilo de la tradición liberal –a la que no es aje-na la izquierda– toma sólo aquellas demandas básicas, agregables para grandes segmentos del electorado acotados por las tradicionales demarcaciones de clase –ya insuficientes– soslayando las restantes, fragmentarias y parciales, pero de esencia más democratista. La segunda ensaya la síntesis a partir de un “mínimo común denominador” que se supone de interés general; combate a la corrupción y eficiencia de gestión.

Ambos reduccionismos instituyen a la telepolítica6 como espacio ultramoderno de media-ción. No obstante, pese a los esfuerzos de dirigentes y comunicadores, los mismos no dejan de ser percibidos como actos reflejos de un sistema político en extremo autorreferencial e in-merso en un conflictivo proceso de reestructuración. En éste aún predominan las tendencias desestructuradoras, ciertamente facilitadas por la calidad de la inserción en el sistema global que favorecen las doctrinas económicas neo-liberales. La sensación de un abrupto estrecha-miento de los márgenes para las alternativas políticas factibles es su consecuencia más visi-ble.

La naturaleza histórica de los movimientos de desestructuración-reestructuración política hace difícil determinar dónde y cuándo empiezan o terminan. No son lineales, en el sentido evolucionista que dio la modernidad al cambio (“progreso” o “revolución” como pasaje de un estadio a otro “superior”), conjugan opciones políticas hasta el momento tenidas por contra-dictorias, sus actores varían y las alianzas son en extremo frágiles y precarias. Esta situa-ción torna azarosa la construcción de una alternativa política.

Congeladas por la cultura autoritaria de la secuencia golpista, las fuerzas políticas argen-tinas han ingresado en una hiperactiva fase de reestructuración –al estabilizarse primero la democracia y después las variables macroeconómicas– signadas por una orientación hacia la concentración interna del poder. Sin mayor experiencia en la práctica de distribución so-cial del mismo, los partidos políticos se resisten a adoptar las que podrían ser, quizás, las únicas estrategias que posibilitarían el cambio. El desconcierto ante una sociedad, antes participativa y que en pocos años ha pasado a mostrarse poco propensa a asumir compro-misos de carácter político, los empuja más a la gestión del consenso a través de las fórmu-

6 Telepolítica significa política a distancia. Si bien el término videopolítica, acuñado por el politólogo Giovanni Sartori, alu-de a la hegemonía del audiovisual –básicamente la televisión– la constitución de empresas de comunicación multimediales instala la presencia de sistemas en cuyo seno se establecen relaciones sinérgicas entre los “medios”, que los constituyen. La televisión es obviamente el de mayor relevancia, pero ello no debe llevar a desdeñar los efectos multiplicadores que adquiere la replicación de una misma información por el conjunto de “medios” involucrados en el sistema. Por otra parte, medio signi-fica soporte del signo o vehículo de la sustancia lingüística; el significante y el significado, denominación que enfatiza la di -mensión tecnológica. En este trabajo se utiliza el concepto de sistema de comunicación por entenderse que los denominados medios son instituciones, cuyas características sujetas a cierto grado de variabilidad, se originan en las relaciones entre las di -mensiones que los constituyen. Además de la tecnológica, otras dimensiones importantes de un sistema de comunicación son la económica, la histórica, la política, la organizacional, la cultural, la discursiva. Hecho que explica que un mismo medio ha-ya dado surgimiento a diferentes modelos comunicacionales en distintos contextos socio-históricos, de acuerdo con la parti-cular forma de configuración de las relaciones entre dichas dimensiones. En este marco la videopolítica se entiende como una categoría, por cierto sustantiva, de la telepolítica, pero de ningún modo la única.

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las planificadas de la publicidad7, que a la revisión de las concepciones, métodos y formas de organización de sus estructuras.

Las percepciones estereotipadas de la realidad, el prejuicio y la intolerancia, de honda raíz cultural en la sociedad argentina, parecen afianzarse al interior de los partidos políticos al reconocerse afectados por la crisis de representatividad. El movimiento de desestructura-ción-reestructuración desata agudas tendencias divisionistas.

Las estructuras políticas tradicionales, más afianzadas, contienen a las fracciones en pugna y manifiestan mayor capacidad para procesar los conflictos internos. Las de reciente conformación, aúnan a una menor experiencia en la materia, estructuras organizativas su-mamente endebles que intentan compensar con liderazgos unipersonales “fuertes”. Sus difi-cultades para resolver los conflictos internos son, por consiguiente, mayores.

El desdibujamiento de las fronteras, antes nítidas, entre las diferentes identidades políti-co-ideológicas profundiza el vacío de sentidos.

Ante este cambiante escenario, prolifera la inseguridad, tanto en la sociedad como en las dirigencias políticas. La búsqueda de seguridades apega a éstas a una política basada en pactos cupulares entre dirigentes y otros factores de poder –entre ellos los sistemas de co-municación– a cuyos compromisos subordinan las opciones a ofrecer a la sociedad.

La opinión pública, desvinculada de las funciones propias de la ciudadanía, es temida como una fiera imprevisible a la que es preciso domesticar. De sujeto político con capacida-des de control, crítica y legislación, el otrora público raciocinante, es ahora concebido como elector irracional –o volátil– a modelar por políticos, encuestólogos y formadores de opinión.8

Si bien es cierto que para el logro de la legitimidad ya no bastan las formas tradicionales de mediación política y que los sistemas de comunicación desempeñan un papel de primer orden en la materia, tampoco puede soslayarse que el creciente desplazamiento de funcio-nes hacia estos actores sociales, provocado desde el mismo campo político, supone una nueva modalidad de control social.

2. La telepolítica como nueva forma de control social

Se suele atribuir a la telepolítica el carácter de fenómeno derivado de la inevitable ex-pansión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC) y de los pro-cesos de modernización9, más que tributario de las transformaciones en los modos de cons-trucción social del sentido, que conciernen directamente al campo político.

Las estrategias de seducción hacia afuera del sistema político y la lucha por la ocupa-ción de espacios de poder internamente parecen imponerse como herramientas privilegia-das de la acción política. Desde ambas modalidades de acción se apela al empleo de simila-res mecanismos de control social –los de representación del poder– tanto por oficialistas como por opositores.

7 Coincidimos con Habermas cuando señala refiriéndose al papel de la opinión publica y la prensa frente al poder del Estado: “(..) Publicidad significaba antes la desnudez del dominio político ante el raciocinio público; la publicity suma las reacciones de una benevolencia sin compromiso. La publicidad burguesa, a medida que va configurándose de acuerdo con las public re-lations, recobra características feudales: los ‘portadores de la oferta’ desarrollan toda una pompa ‘representativa’ ante los atentos clientes. La publicidad imita ahora aquella aura de prestigio personal y de autoridad sobrenatural tan característica en otra época de la publicidad representativa”. Habermas J. op. cit.8 Concebida por los teóricos del liberalismo como esfera privilegiada de mediación entre el Estado y la sociedad y vinculada a la publicidad políticamente activa –de la prensa– la opinión pública como construcción intersubjetiva de personas privadas que debaten públicamente los asuntos públicos para incidir en la toma de decisiones del Poder, limitando su autonomía, es hi-ja de la modernidad. Actualmente los términos aparecen invertidos. Los diversos poderes cada vez más autonomizados del control social, entre ellos los mismos sistemas de comunicación, ejercen las funciones de publicidad y formación de la opi-nión pública.9 Al respecto señala García Canclini: “El débil arraigo en la propia historia acentúa en América Latina la impresión de que la modernización sería una exigencia importada y una inauguración absoluta. Tanto en política como en arte, nuestra moderni -dad ha sido la insistente persecución de una novedad que podría imaginarse sin condicionamientos al desentenderse de la me-moria”. García Canclini N. Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo, México, 1990.

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Con la seducción se procura cumplir dos funciones a menudo contradictorias; ganar la confianza de ciertos sectores de poder y, de manera paralela, cautivar electores masiva-mente.

Ante el desprestigio de los métodos autorreferenciales de los partidos políticos y la fago-citación de dirigentes que ellos provocan, la estrategia de seducción adopta dos dinámicas principales, complementarias entre sí. Una procura erigir en dirigentes políticos a figuras po-pulares del espectáculo, el deporte y el quehacer intelectual o social. Aunque ajenas a la for-mación que reclama una compleja realidad política, esas figuras se visualizan como portado-ras de un prestigio que se intenta transferir por contagio a la acción política, creyendo así re-vitalizarla.10

La otra dinámica consiste en la producción de efectos tácticos diseñados desde el cam-po político, en consonancia con la lógica del impacto emotivo de los sistemas de comunica-ción –particularmente de la televisión– para, a través de ellos, lograr impacto político en la sociedad.11

Es sabido que la cultura política de cada sociedad responde a códigos particulares que expresan una memoria histórica e identidades culturales concretas –en el sentido amplio y dialéctico del término– las que al ser subordinadas a los códigos de producción del espectá-culo massmediático derivan en la creación de un producto cultural híbrido, la metapolítica.

De manera similar a lo que ocurre con la reproducción televisiva de diferentes eventos –desde el fútbol hasta la ópera– el metadiscurso resultante –programa de TV– a la par de guardar escasa relación con el discurso original, instaura una lógica de procesamiento del sentido que introduce cambios en su significado, en su valor simbólico y en su legitimidad social. Estos a su vez inciden sobre el campo respectivo obligando a reconfigurar sus modos de producción para adaptarlos a las nuevas exigencias metadiscursivas.

La metapolítica, resulta de un modo de producción cuyos frutos germinan en la inmedia-tez –deshistorizadora– del espectáculo massmediático, antes que en la historia, mate-ria prima esencial de la política12. Imposible suponer que este desplazamiento no impactará la construcción de la legitimidad del campo político. Esta nueva realidad metapolítica supo-ne, para el campo político, enfatizar la función representacional del medium, socavando aún más la posibilidad de construcción de ciudadanía a través de la participación, como sustento legítimo de la representatividad.

La telepolítica cumple, entre otros, el propósito de proporcionar un espacio ilusorio de realización a las demandas no explícitas de poder, arraigadas en el imaginario social.

La presunción de que sin la aprobación de los poderes económicos más concentrados no será posible acceder al control del Estado ni ejercer el gobierno, se generaliza en los diri-gentes y en la sociedad. Tal creencia impulsa a los dirigentes a una “agenda” que los aleja de su quehacer fundamental; la construcción de concepciones, programas y prácticas emer-gentes de la interacción con los ciudadanos y de la mediación entre estructura política y so-ciedad. Ese extrañamiento es percibido como no-compromiso por la sociedad.

Con la telepolítica, adoptada como estrategia política de seducción, se procura saldar la distancia creciente, aprovechando la ilusión de proximidad generada por las características –institucionales y semánticas– de los sistemas de comunicación social, particularmente la televisión. Del lado de la sociedad, en especial en los sectores más postergados, crece la sensación de que los dirigentes no posicionados cerca de los poderosos carecen del poder

10 Concepción tributaria del pensamiento mágico y de las leyes de simpatía y contagio que lo rigen, las cuales atribuyen la fa-cultad de creación de algo por lo semejante o por contigüidad o contagio. Hay implícito en esto dos desplazamientos de senti-do. El primero consiste en confundir “popularidad” con legitimidad. El segundo introduce a una paradoja que abona la espec-tacularización de la política: se resalta como mayor fortaleza de las figuras portadoras de prestigio obtenido en otros campos, su perfil no político.11 El uso de estas tácticas da cuenta de una concepción instrumental del campo político y del comunicacional. La misma, aunque no exenta de cierta ingenuidad en relación a los sistemas de comunicación, al entenderlos como meros instrumentos, soportes tecnológicos –o medios– que los políticos podrían utilizar de acuerdo con su voluntad, enmascara algo obvio: la su-ma de tácticas no da por resultado una estrategia política comprensible por la sociedad y que pueda ser compartida por ella al experimentar que aporta a la resolución de sus problemas.12 El ejemplo típico es el de los partidos de fútbol televisados. Ya no se sabe qué de ellos pertenece a la configuración del fú-tbol como campo deportivo y cuáles otros atributos del mismo se construyen ex profeso para el espectáculo televisivo.

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suficiente para dar respuesta a sus demandas. Los encargados de dar las señales de ese posicionamiento son los sistemas de comunicación.

La competencia cada vez más descarnada de los dirigentes por la apropiación de espa-cios de poder –ahora regulada y amplificada por los sistemas de comunicación– es otra de las formas que asume la autorreferencialidad de las fuerzas políticas. Si bien ella posibilita el logro de algunos espacios en coyunturas electorales a ciertos dirigentes, es impotente para suplir per se las carencias estratégicas originadas en la ausencia de procesos sistemáticos de reflexión-acción orientados a impulsar cambios acumulativos en el poder social para via-bilizar la alternativa.

La avidez insaciable de algunos dirigentes por tener presencia “en los medios” los lleva a una sobre-exposición sumamente reveladora de sus actitudes con respecto al poder. De manera simétrica, los sistemas de comunicación demandan vorazmente luchadores capaces de ofertar un atrapante espectáculo, cuyo efecto se reforzará a través de los distintos me-dios concurrentes al mismo fin de posicionar a la empresa en mercados crecientemente competitivos. Se establece así un circuito que se realimenta a sí mismo que, en lugar de po-sibilitar el quiebre de la dinámica autorreferencial, la reproduce.

Al erigirse en el espacio consagratorio del poder, el exhibicionismo multimedial de la tele-política da transparencia al carácter de fetiche asumido por aquél.

El espectador-elector asiste a los debates televisivos entre políticos con la misma dispo-sición que frente a los personajes de una historia de ficción. Se formará una opinión sobre ellos, ya que el ejercicio de su rol de espectador se lo demanda, pero con la íntima convic-ción de que ninguno de esos discursos tendrá efectos sobre su vida cotidiana. Esta opinión –adhesión o rechazo– empáticamente formada, será tan efímera y volátil como la formada en relación a cualquiera de aquellos personajes.

No es de extrañar que la diferencia de significados adjudicados a los mismos hechos po-líticos tienda a acrecentarse entre quienes los vivencian de manera directa (dirigentes y mili-tantes) y los que asisten a su construcción massmediática (la mayor parte de la población).

El exhibicionismo fetichista del poder también se acentúa por la dinámica sinérgica que adquiere el campo de la comunicación multimedial concentrado en manos de pocas empre-sas que maximizan el insumo información reciclándolo simultáneamente por diversos me-dios. La replicación de idéntica interpretación de ciertos hechos por varios medios de mane-ra simultánea cumple, entre otras, la función de generar sensación de unanimidad, técnica típica de la propaganda política.

Se trate de instalar en la sociedad determinados temas, de legitimar dirigentes o de des-legitimarlos, para el “público” es cada vez más difícil tomar distancia de la supuesta opinión unánime de la sociedad escrita en la prensa, hablada en la radio y mostrada en la televisión. Los sistemas de comunicación, inmersos en una lógica próxima a la de la propaganda asu-men un funcionamiento patológico.13

Dos dinámicas convergentes posibilitan ese resultado. La del espectáculo, que demanda a las audiencias la formación instantánea de opinión sobre múltiples y variados temas de al-to impacto emotivo que se sustituyen velozmente unos a otros, y la de exclusión social. El mismo movimiento que diferencia en términos socioeconómicos, permite amalgamar imagi-narios sociales. La generalización, en el espacio público, de opiniones de origen privado brinda al espectador la ilusión de ser partícipe de aquella construcción colectiva, propia del ciudadano, de la cual ha sido excluido.

Los nuevos mitos y la gestión del consenso

Como ya se ha mencionado la telepolítica introduce no sólo un cambio cuantitativo en la escala de la acción política, sino también uno cualitativo en los modos de gestión del con-

13 Se trata de la refutación de las tesis althousserianas de los AIE (Aparatos Ideológicos del Estado) desarrollada por Pierre Bourdieu. En relación al tema señaló, con acierto, que el funcionamiento de un medio de comunicación como AIE consiste en una patología, no en una calidad intrínseca adjudicable al mismo.

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senso, el cual incide en la producción del discurso político y en la construcción de su legiti-midad.

Algunos profesionales; analistas, publicistas, comunicadores, gurúes económicos, espe-cialistas en marketing y “operadores” cobran relevancia al vincular su quehacer a la cons-trucción del consenso mediante la telepolítica. Ellos pasan a constituirse en los mediadores por excelencia entre el campo político y la sociedad, desplazando de esa función a la es-tructura política.14

Con el auxilio del marketing, los expertos producen interpretaciones que actúan como teorías explicativas de la realidad para que los dirigentes procedan a la adopción de estrate-gias políticas en consonancia con ellas. Las mismas orientan, a veces de manera determi-nante, la producción del discurso político, así como las estrategias comunicacionales para su mayor penetración en las audiencias.

Al acentuarse la tendencia a reemplazar las estrategias políticas –o a enmascarar su au-sencia– con estrategias comunicacionales, la discusión entre posiciones político-técnicas en la superestructura desplaza el debate de ideas y la participación en la base.

A medida que la estructura política se refuncionaliza para cumplir con las exigencias de la telepolítica, también se especializa; crece el número de cuadros técnicos y consultores externos y disminuye el de cuadros políticos y militantes. Aumenta la competencia interna por la ocupación de espacios de poder y desciende la competitividad política del partido en su contacto directo con la sociedad.

En tanto la organización política subestima la acción cara a cara de los militantes, cua-dros y dirigentes, o la acota a las coyunturas electorales, no puede ofrecer canales apropia-dos de participación. Esta situación abona el terreno a la dinámica autorreferencial que esti-mula la lucha entre facciones, la cual deriva, a su vez, en la formación de los “aparatos” in-ternos.

Los dirigentes de las facciones en pugna suelen recurrir a operaciones de prensa para forzar la resolución de los conflictos de poder internos a su favor, con el consiguiente efecto de confusión en la opinión pública.

Gracias a los multimedios, los electores-espectadores siguen las alternativas de la “inter-na” entre dirigentes de los partidos políticos desde su casa, como si se tratara de los capítu-los de una telenovela sobre cuyo desenlace se tejen diversidad de conjeturas. En este pro-ceso, los sistemas de comunicación también se faccionalizan ya que es frecuente que, por causas económicas o políticas, muchos se presten a dichas operaciones.

La utilización del espacio público como ventaja competitiva interna para el posiciona-miento de algunos dirigentes produce un efecto boomerang. La sociedad se afirma en su ac-titud de prescindencia y hartazgo con respecto al sistema político y transfiere su credibilidad a los sistemas de comunicación o comunicadores que, al presumir de “informantes ob-jetivos” o “reveladores desinteresados de los secretos del poder”, además de curiosidad, producen un discurso ideológico connotado de gran penetración: las únicas instituciones confiables son las comunicacionales.15

Si en la actualidad los ciudadanos perciben a la política con desconfianza y deseos de abstención, la telepolítica convalida esas presunciones; desestima la distribución social del poder –inherente a una auténtica participación– en función de la representación del mismo y su concentración en pocas manos –sean empresas de comunicación o figuras políticas–, privilegia al mercado de espectadores sobre los ciudadanos y promueve la ilusión de partici-pación en la construcción de lo público desde la lógica de poder de una empresa privada.

14 Una lectura atenta de la sección política de los diarios nacionales, permite constatar que “la noticia” política siempre viene de la mano de algunos dirigentes notables. Es excepcional encontrar que un partido político, aún en el caso de los más anti -guos, aparezca per se como noticia. Cualquier suceso que involucre a la organización, por más importante que sea, no adquie-re status noticiable si no es personificado por uno o varios de sus dirigentes más conocidos. Esta progresiva visibilidad perso-nalista de la política, torna invisibles a las estructuras.15 Una encuesta de la empresa Gallup Argentina sobre la credibilidad de las instituciones, publicada el 23-08-96, arrojó los siguientes resultados: Prensa 50%, Iglesia 50% , Fuerzas Armadas 26% , Empresarios, 19%, Policía 15% , Justicia 11% , Congreso 10%, Sindicatos 8% y Partidos políticos 4%.

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Así como los modos de producción-apropiación massmediáticos dejan sus huellas en los discursos, otro tanto sucede con las modalidades de gestión del consenso de la telepolítica. Sus prácticas son autoritarias, tanto al instalar una agenda de temas públicos en función de intereses y lógicas de poder de origen eminentemente privado, cuanto al sustraer del espa-cio público el debate sobre las causas de los problemas que afectan a la sociedad, así como las estrategias para resolverlos y sustituirlo por el impacto emotivo de la metapolítica en los espectadores.

Por el mismo movimiento que la política es transformada en espectáculo, la sociedad lo es también en espectadora, objeto de control. Ese proceso circular de enmascaramientos, desplazamientos y sustituciones, supone un intensivo disciplinamiento social.

El ejercicio relativamente autónomo, por parte de los sujetos, de sus capacidades de in-terpretación, análisis y crítica de la realidad para la adopción de decisiones con respecto a ella, sinónimo de libertad, es sustituido por la compulsión a optar cotidianamente por alguno de los protagonistas del espectáculo de la telepolítica y las falsas disyuntivas que ella plan-tea. Tal disciplinamiento entraña una profunda violencia simbólica.

El mito de la razón técnica

Cuando la política se ve obligada a actuar en función del mercado de espectadores, es-crutado, evaluado y mensurado en sus fluctuantes tendencias, necesariamente las definicio-nes programáticas se tornan difusas por la obligación de ser omnicomprensivas de una gran diversidad social, cuyos conflictos se soslayan o enmascaran con explicaciones técnicas.

El apogeo del economicismo sobreviene en el marco del desprestigio de la razón política y de las ideologías, donde la aparente neutralidad de la razón técnica adquiere auge en to-das las esferas. Los procesos históricos –siempre sujetos a la configuración variable de las relaciones de poder entre sujetos sociales en su lucha por la hegemonía– son explicados como hechos inexorables que obedecen a una lógica de poder inmodificable, escudada en una razón irrebatible: la razón técnica.

La tiranía del pensamiento único que implica la razón técnica, se asemeja más a la lisa y llana dominación que al concepto clásico de hegemonía que presupone la existencia de contradicciones y conflictos en torno a la gestación del consenso, en lugar de monocausalis-mo excluyente. Cuando ese tipo de pensamiento procura dar cuenta de la realidad social, siempre compleja, plurideterminada y plurisignificante, acusa un mecanicismo profundamen-te a-científico y autoritario.

La hegemonía de la economía como fuente de explicaciones totalizadoras a los proble-mas de la sociedad, es parte del movimiento regresivo de desvalorización de lo público im-pulsado por el consenso neo-conservador y forma privilegiada de procesamiento de la políti-ca a través de la telepolítica. La apariencia técnica del discurso que los gurúes económicos diseminan por la televisión, la radio y la prensa escrita, es enmascaradora. Los dirigentes políticos, compelidos a ejercer la función de traductores-divulgadores de los tecnicismos del discurso económico, producen una vulgata discursiva híbrida que confunde el management con la política. Estos desplazamientos discursivos, lejos de contribuir a resolver la actual cri-sis de sentido, la profundizan.

El lenguaje del economicismo es profundamente ideológico antes que técnico. El profuso empleo de términos tales como: desregulación, privatización, flexibilización laboral, rigidez de los mercados de trabajo, cierre de cuentas fiscales, aumento de la recaudación tributaria, fortalecimiento de la confianza de los inversores y similares cumplen funciones ideológicas y políticas. Las mismas se encaminan a convencer a los sectores sociales afectados por la cri-sis, que la desaparición del Estado de bienestar, la precariedad de sus condiciones labora-les, la desocupación, el descenso de su capacidad adquisitiva, la desprotección social y la indefensión son el necesario sacrificio que –solamente– ellos han de hacer para que la con-centración del poder económico y el beneplácito de los inversores externos derramen sus manes salvíficos sobre los mercados nacionales. Mediante ese adoctrinamiento –que encu-bre un chantaje– se procura instalar en la sociedad la creencia de con que tal sacrificio, a fu-

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turo se producirán el crecimiento económico y el bienestar generalizado, aún contra las vi-vencias y evidencias que señalan exactamente lo contrario.

Es forzoso que tan enorme distancia entre las palabras y el mundo generen desconfian-za y crisis de sentido que provocan intolerables incertidumbres.

En la búsqueda de nuevas certidumbres algunas concepciones son adoptadas como si se tratara de teorías científicas que aparentan no estar implicadas en las opciones políticas que de ellas se siguen. Según Noam Chomsky, en el contexto de corporativización de las sociedades democráticas –por obra de los grandes conglomerados multinacionales y de los poderes públicos nacionales que favorecen su expansión ilimitada– los sistemas de comuni-cación ejercen una función política autoritaria de control social: la creación de las ilusiones necesarias16. Estas asumen la forma de nuevos mitos que, surgidos de interpretaciones par-ticulares de la realidad, al generalizarse cumplen la función de proporcionar los mínimos sentidos cohesionantes que reclama la reproducción de la supremacía del mercado y los po-deres que lo controlan.

La primigenia construcción del mito también apuntaba a la cohesión social, pero como espacio simbólico fundante de una identidad que daba sentido a la integralidad de la vida. La creación colectiva de sentidos hacia del mito la fuente sacralizada de prácticas, saberes y valores, mediante los cuales los individuos experimentaban la pertenencia a una comunidad que, unida por origen y destino, los transformaba en sujetos de su historia. La epopeya era la vivencia de la historia de la comunidad inscrita en el mito, cuyo desciframiento se confiaba a los más sabios.

Las funciones de la telepolítica guardan mayor afinidad con la producción de las ilusio-nes necesarias, creadas por expertos publicitarios, que con las del mito primigenio. En lugar de fundar identidades perdurables, sustentadas en una ética colectiva, con arraigo en el pro-pio marco de pertenencia, las ilusiones necesarias enmascaran con el aura de ultramoderni-dad de la tecnología, un nihilismo deshumanizador habitado por la hegemonía de la razón técnica.

La sacralización de la razón técnica y de las figuras que la representan, remite a una ma-triz cultural desterritorializada y pretendidamente universal, que actúa como marco de refe-rencia para suplir el vacío social de sentidos integradores.

Aunque la expansión de las NTIC y la concentración del poder comunicacional, califica-dos como fenómenos propios de la globalización, introducen potentes mutaciones en las for-mas de procesar los significados sociales, no son hechos naturales o derivados de un pro-greso técnico abstractamente concebido.

Si la globalización puede considerarse inevitable, no lo es en modo alguno la calidad de la inserción de las unidades nacionales en el sistema mundial, ni la direccionalidad que asu-me ese proceso. Estos factores, en lugar de la confrontación entre objetos teóricos o verda-des técnicas, suponen la activa presencia de la dimensión política; es decir, de prácticas, decisiones y relaciones de poder entre sujetos sociales, así como de valores, y concepcio-nes, de raíz cultural.

El principal desafío que plantea la telepolítica a la política es que, una agenda pública conformada por una mezcla de chismes sobre rencillas dirigenciales, mitos modernos y ma-nagement, no da como resultado, ni estimula, el debate de ideas, ni la participación en los asuntos públicos.

La atomización de las claves interpretativas de la realidad, hasta hace poco tiempo relati-vamente compartidas y estables, y el descenso de la capacidad de análisis de sectores so-ciales inmersos en la megaoferta informativa, dan cuenta de un paradojal estado de indigen-cia simbólica, que no puede dejar de relacionarse con un descenso de la comunicabilidad social vinculado a la crisis de la política.

El mito del dirigente-estrella

16 Chomsky, N. op. cit.

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Las condiciones que hacen viable el star-system de la política se constituyen por la con-fluencia de necesidades del campo político, las empresas de comunicación e imaginarios sociales ultrasensibles a la representación del poder.

El dirigente-estrella rodeado de un pequeño equipo de técnicos solventes, con buenos contactos en la cúspide de la pirámide y distanciado de las presiones de las bases, forma parte de un nuevo sistema de gestión del consenso –el de la videopolítica– a cuya estructu-ración concurren las herramientas del marketing publicitario y del management empresarial del espectáculo.

Si la función principal del dirigente-estrella es seducir políticamente, mediante el impacto de su imagen, a una vasta teleaudiencia fragmentada, la de su equipo de técnicos es garan-tizar la seducción con el empleo eficaz de dichas herramientas, y la de la industria del es-pectáculo es posicionarse en el mercado empleando similares instrumentos. Esta similitud metodológica no es mera casualidad, habida cuenta de que ningún método es neutro.

Para lograr su hegemonía en el mercado cinematográfico mundial, Hollywood descubrió hace casi un siglo que el star-system no sólo posibilitaba el pasaje del cine de su faz experi-mental-artesanal a la industrial, sino también respondía a una constelación de necesidades, tanto del lado de las empresas productoras como de los nuevos imaginarios de públicos re-ceptores en transición hacia la sociedad de masas. A la vez, el star-system, permitía optimi-zar el atributo básico del lenguaje audiovisual recién inaugurado; la sujeción del concepto general a un referente particular.

El gran hallazgo del management que concibió e implementó el star-system, fue conver-tir una restricción del lenguaje audiovisual en una fortaleza de la industria del espectáculo. Al sistematizar los códigos para crear un modelo de obra cinematográfica entre muchos otros posibles, instituyó un patrón homogéneo de aplicación universal como sello de legitimación. El cine ganó institucionalidad como industria, pero bloqueó al desarrollo de su capacidad de innovación y expresión en cuanto arte, cerrando el camino a la diversidad. Fenómeno similar al que produce el management político al instituir a la videopolítica como forma privilegiada de gestión del consenso a escala masiva.

Los teóricos de la videopolítica, devenidos asesores de dirigentes, coinciden en señalar varios lugares comunes, entre ellos: más vale una imagen que mil palabras; unos minutos en TV con “llegada” a millones de espectadores son más efectivos que una estructura políti-ca. También puntualizan que la construcción del poder desde la trama social, amén de ser un proceso complejo y lento, más tarde podrá convertirse en un inoportuno fárrago de pre-siones. Y mientras adjudican a la participación ciudadana ser propiciatoria del temido fantas-ma de la ingobernabilidad, enfatizan la supuesta libertad que permite la práctica massmediá-tica del poder.

Estas teorías soslayan dos cuestiones fundamentales. Todo acto de comunicación invo-lucra un determinado marco de relaciones de poder que determina tanto el qué se dice cuanto el cómo decirlo –y por consiguiente los significados de lo dicho– imponiendo distintos grados de restricción a la libertad comunicativa. La libertad comunicativa total sólo es conce-bible como construcción teórica, o privilegio de la locura y del arte.

En segundo término, a diferencia de otros lenguajes, las funciones retóricas del discurso audiovisual son, simultáneamente, semánticas. El discurso audiovisual consuma la abolición de la división contenido/forma: en él todo significa. Si por un lado ello permite instituir la figu-ra concreta del dirigente-estrella, por el otro inhabilita a la práctica fundante de la política: el debate de ideas y la comprensión de conceptos generales.

La telegenia del dirigente se funda, en primera instancia, en códigos externos –aspecto físico, vestimenta y lenguaje gestual– que a un golpe de mirada permiten formar significados sobre el nivel socio-económico, intelectual y sensorial del personaje que construye. En se-gundo término, en su habilidad para exponer, en los escasos minutos que durará su inter-vención, una o dos ideas simples en términos de conflicto, las que, despojadas de toda posi-bilidad de interpretación ambigua, han de marcar un pronunciado contraste con las de su an-tagonista –presente o no en escena–.

En tercer lugar, para la puesta en escena del conflicto, el conductor o periodista –que a veces juega el rol de antagonista– procurará ser agudo, irónico o inquisitivo, a fin de dar re-

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levancia al conflicto y a su papel de administrador del mismo. Si las respuestas comienzan por frases cortas, provocativas o irónicas, y si el conductor o alguno de los invitados reac-ciona con fuerza a ellas, tanto mejor; el programa será un éxito. Si, además, impactó a la au-diencia haciendo subir los índices habituales de rating, es probable que al día siguiente las repercusiones se expresen en comentarios radiales y notas en la prensa. ¿Qué semejanza guardará la información política que el dirigente pretendió expresar con la que se deriva de este meta-meta-discurso?

Tales desplazamientos no tienen lugar sólo en la construcción del sentido de la política y de los significados del discurso que la legitima socialmente, sino también en las prácticas políticas y en los vínculos que ellas generan. La dependencia del dirigente político con res-pecto a la televisión –y a los sistemas de comunicación en general– introduce la necesidad de readecuar su imagen y discurso a las exigencias institucionales y semánticas del medio, pero también lo obliga a reconfigurar sus relaciones con la sociedad de acuerdo con ellas.

Los vínculos entre dirigentes políticos y comunicadores han pasado a formar parte sus-tantiva de la programación del espectáculo y de la agenda política, de modo tal que ya no se sabe a cuál de ellas pertenecen algunos hechos políticos. La necesidad de transferencia re-cíproca de rating y poder lleva a sociedades (de carácter privado) entre ciertos periodistas o empresas de comunicación y dirigentes que, necesariamente, imponen restricciones a la po-lítica en tanto práctica pública.

El dirigente político deviene estrella cuando ingresa al circuito de construcción-decons-trucción de mitos de la industria del espectáculo, cuyo espacio consagratorio es sin duda la televisión. Es inevitable que ese proceso le adjudique ciertos atributos, reales e imaginarios y le sustraiga otros, en tanto su objetivo no es la construcción política, sino la de una imagen virtual, o personaje, cuyas características deben diferenciar al “producto” (programa político) dentro del mercado.

El dirigente adquirirá popularidad si es capaz de dotar de credibilidad a su imagen, pero le resultará fatal confundirla con consenso hacia su organización política, sus ideas o su per-sonalidad “real”. Obligado a ser un doble, como en la película de Akira Kurosawa17 –aunque en este caso de sí mismo– el personaje construido pugnará por apropiarse no sólo de su cuerpo, sino también de su alma. La resolución de esa tensión por los sistemas de comuni-cación significará el sometimiento del dirigente a la desgastante lógica de la renovación constante del impacto en la que aquellos fundan el logro de sus objetivos.

Como sucede a cualquier estrella, del mismo modo que el protagonista se debe al perso-naje, el personaje se debe a su público. Las actitudes y conductas futuras del dirigente esta-rán determinadas por las exigencias de ese personaje que ayudó a construir y representó, antes que por elecciones fieles a su personalidad o a su conciencia. En el momento que transgreda esta norma dramatúrgica fundamental, habrá dado muerte al personaje y con ello se cerrará el último capítulo de la obra que venía protagonizando.

Los dirigentes interesan menos en la medida que su imagen virtual ya no ofrezca posibi-lidades de adjudicar o sustraer nuevos atributos, reales o imaginarios, con los cuales reno-var la atención de la audiencia. Tal exigencia de novedad fáctica, transformará al dirigente político en un inventor de argumentos, más o menos imaginativos o creíbles, para alimentar la verosimilitud del personaje construido, a fin de mantenerlo vigente en el mercado.

Aunque el dirigente, ya convertido en experto del espectáculo, se esfuerce por idear nue-vas fórmulas de impacto, será la lógica de la institución comunicacional la que determinará la perdurabilidad del “personaje”, puesto que el mismo le pertenece como cualquier otra creación suya, desde el noticiero hasta la telenovela. Es consustancial a las normas de fun-cionamiento de las empresas del espectáculo que los cambios de programación supongan una renovación del elenco, compatible con los nuevos argumentos y productos y con las de-mandas, cada vez más variables, del público.

Desvanecida la presencia de su imagen virtual, para el dirigente todo será ausencia. Sus proposiciones políticas, telegráficamente esbozadas, funcionan siempre en tiempo presente, por lo que se habrán esfumado junto con aquella imagen si no han echado raíces en la so-

17 Se trata de la magistral Kagemusha, la sombra del guerrero.

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ciedad por otras vías. La falta de persistencia y la fragmentación y discontinuidad temáticas propias de la dinámica discursiva de la televisión, impregnan todos sus géneros. Todo per-sonaje o programa lleva, desde su nacimiento, la impronta de una vida fugaz. La desapari-ción del personaje-dirigente pasará casi desapercibida. Otra estrella en ascenso vendrá a reemplazar a la anterior y el circuito volverá a ponerse en marcha...

El mito de la muerte de los partidos por la videopolítica

Junto con los mitos sobre la muerte de las ideologías y la volatilidad del electorado, el que predica la necesaria e inevitable sustitución de las viejas estructuras partidarias por los modernos medios de comunicación es parte de una tríada bastante popularizada que con-cluye en el callejón sin salida de la no-política. Se trata de una forma de deslegitimación de la política de gran eficacia retórica. En el caso de la Argentina, de no mediar la deshistoriza-ción de la telepolítica, la propuesta de no-política generaría más rechazo que las imperfectas instituciones políticas existentes.

Sin embargo, la crisis de representatividad de los partidos políticos, atravesada por la contradictoria certidumbre de que la democracia no tiene vuelta atrás, no autoriza a confun-dir las nuevas formas de construcción de legitimidad y de sentido por parte de la sociedad con otra muerte; en este caso de las estructuras políticas partidarias. Al menos sin analizar detenidamente qué de ellas se ha tornado obsoleto, por qué causas y cuáles serían las al -ternativas superadoras.

Esa creencia, sin bien se apoya en datos empíricos, es preconizada por teorías empa-rentadas a algunas corrientes del funcionalismo. Para éstas, la política en la era de la globa-lización vendría a ser una subcategoría del nuevo nombre del ágora universal: la televisión. De modo semejante, los medios de comunicación serían concebidos como una consecuen-cia natural de los procesos de industrialización y urbanización o instrumentos neutros del “progreso”.

En general, las actitudes hacia la videopolítica oscilan entre una aceptación pragmática y ciertas críticas que atribuyen sus dispositivos a una categoría particular –degenerativa– de la política. Como ya se ha explicado, este es un error en la delimitación del campo de estu-dio.

Si, desde el polo emisor, la videopolítica confunde inteligencia con telegenia, consenso con popularidad, personalidad con imagen construida por expertos, verdad con verosimilitud, es porque se inscribe en el campo de los géneros del espectáculo televisivo, antes que en el de la política. Del lado de los espectadores, la atracción que ejerce ver al político democráti-co desplegar dos frases y subordinarse con docilidad al administrador del rating de turno, pertenece al orden de la experimentación de emociones propio del espectáculo, más que al de la política.18

Las características usualmente adjudicadas a la videopolítica señalan precisamente las reglas semántico-institucionales que configuran las gramáticas de producción y de reconoci-miento propias de la TV, aplicadas a un género preciso: el programa político. Este incluye una variedad de formatos que van desde la entrevista en un espacio informativo, hasta el ci-clo periodístico de opinión.

La selección y combinación de ciertos códigos de un lenguaje de manera constante obra como patrón retórico-semántico (género) que modela los discursos producidos, facilitando su reconocimiento. Las principales convenciones semántico-institucionales de la TV que dan lugar a ese patrón generístico son:

-Inmediatez

18 En términos de lenguaje, sentir (función expresiva, subjetiva) es algo diferente de comprender –intelligere– (función cog-noscitiva, objetiva). Aunque el discurso político pone en juego racionalidad y sentimiento, para comprender es preciso rela-cionar, organizar u ordenar las sensaciones. En ese proceso prevalecen los signos de orden lógico sobre los de orden eminen -temente expresivo con los que se construye el lenguaje audiovisual.

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Una de las características del relato audiovisual es poner todos los tiempos en presente: el del acto de su apreciación. Por la agilidad de sus procedimientos productivos y la mayor orientación hacia los sucesos cotidianos, la TV profundiza esa convención heredada del ci-ne. Se sabe que, en TV, los hechos pueden ser registrados y transmitidos en el mismo ins-tante en que suceden (“en vivo y en directo”). Cada hecho “puesto en pantalla” lleva la mar-ca de esa factibilidad que impregna, particularmente, a la programación periodística. De ma-nera independiente del momento en que un hecho haya sido producido o registrado, la cons-trucción televisiva le otorga el status de suceso de actualidad. El programa político funda gran parte de su éxito en la hipotética posibilidad de mantener políticamente actualizada a la audiencia.-Transparencia

El cine y la televisión heredaron de la fotografía la marca de copia fiel del original. Esta suposición se funda en el proceso de reproducción mecánica del original –en la TV es elec-trónico– introducido por la fotografía y por el cine después, que fuera teorizado par Walter Benjamin.19

El lenguaje audiovisual, a diferencia de la imagen fija, crea sus convenciones sobre la base de dos coordenadas: espacio y tiempo. Esto implica un ordenamiento de la sucesión de imágenes, acciones y sonidos, a través de su manipulación técnica mediante el montaje o edición. La función expresiva del montaje, investigada par los formalistas rusos –Eisens-tein y Kulechov principalmente– fue rechazada par el movimiento del “cine-ojo” de Dziga Vertov, quien ya en 1920 señalaba su capacidad de “distorsionar la realidad tal cual es”.20

La ilusión de transparencia de la imagen en movimiento se funda en la noción de verosi-militud. La posición de cámara, sus encuadres y movimientos, los detalles del decorado, la indumentaria, la utilería, los rasgos físicos y la gestualidad de los actores, la iluminación, el encuadre, el sonido, etc., son lenguajes, cuyos códigos sujetos a un proceso de selección y combinación, producen el discurso. Ese proceso es orientado por la intencionalidad, eminen-temente subjetiva, del director o productor para hacer verosímil el discurso. Pero la verosimi-litud implica una verdad virtual –ya que se sustenta en el orden audiovisual– que puede guardar mayor o menor distancia con respectó a “verdades” del orden natural, pero que en ningún caso es equivalente a ellas. No obstante, explotando convenientemente esta con-vención, la verosimilitud de los personajes y programas pertenecientes al género de la políti-ca dará la sensación de ser más verdadera que cualquier otra verdad no videográfica.

-Familiaridad

La clave del naturalismo televisivo es la construcción del espectáculo de la cotidianeidad. Desde las gramáticas de reconocimiento, la TV es un aparato doméstico incorporado a la vi-da familiar como la heladera o el lavarropas. Ver televisión en general, es un acto privado casi reflejo que no demanda ejercer la voluntad de decisión como, por ejemplo, ir al cine o al teatro.

Desde las gramáticas de producción, la espectacularización televisiva de la realidad tie-ne la cualidad de tornar familiar lo extraordinario –y viceversa– valiéndose de convenciones histórica y socialmente instituidas.

La construcción de significados procede por referentes que remiten, más que a una reali-dad externa objetivable, al patrimonio discursivo del medio constituido por los géneros. La “noticia” adquiere status de tal en el marco del género noticieril. Fuera del mismo la informa-

19 Benjamín, W. “El arte en la época de su reproducción mecánica”, en Sociedad y comunicación de masas, Curran, Gurevi-tch y otros. FCE, México, 1981. Publicado por primera vez en español en 1974, Taurus, Madrid.20 Kulechov demostró la manera en la que el montaje permite construir significados diferentes con las imágenes de una mis-ma realidad. Basándose en las, por entonces, ya conocidas facultades fisiológicas de la percepción humana para visualizar co-mo imagen en movimiento a la rápida sucesión de imágenes fijas que son fundamento del cine, descubrió que otras compe-tencias –psicológicas y culturales– de los espectadores intervenían en la construcción de los significados y que éstas podían ser activadas por el realizador a través del montaje, para a la formación de ideas o conceptos generales no explicitados en la imagen (el cine no era aún sonoro). Basado en estos experimentos, el realizador soviético Sergei Eisenstein crea el denomina -do “montaje ideológico” o “montaje de atracciones”. Sadoul G. Dziga Vertov. Editions Champ Libre, Paris, 1971; Sadoul G. Historia del cine mundial. Siglo XXI, México, 1980; Eisenstein S. Obras completas. Ediciones ICAIC, La Habana, 1967.

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ción es sólo un hecho entre infinidad de otros, semejantes o diferentes, pero siempre ina-prensibles como “noticia”. El objeto referente no es la realidad extratelevisiva a la cual el pro-grama alude, sino una construcción que al repetirse ad infinitum deviene más familiar y ac-cesible que aquella, siempre inaprensible en su compleja vastedad.

La ilusión de familiaridad conferida a la política por el programa político, posibilita que ca-da espectador se sienta, no sólo un experto en los problemas del campo político, sino tam-bién que experimente ese saber como un sucedáneo de la participación.

-Proximidad

La televisión –a diferencia del cine– facilita la interpelación directa al espectador y con fórmulas retóricas muy simples logra desencadenar procesos de proyección-identificación para que aquél se sienta partícipe de los sucesos narrados.

La sensación de proximidad es un efecto fundamental de la retórica televisiva. El mismo se logra mediante una serie de recursos que le son específicos: el uso exhaustivo del primer plano; la mirada a cámara –a los ojos del espectador–; el tono coloquial de los diálogos y monólogos; la sobrevaloración de la espontaneidad; las preguntas y respuestas improvi-sadas; ciertas imperfecciones de tratamiento icónico-sonoro –que resultan chocantes en el cine–; la previsibilidad y liviandad de la dramaturgia; la duración de los programas y dentro de ellos de los bloques, adaptada a las exigencias de atención; los espacios recortados por el encuadre con escasa profundidad de campo, que despojan de complejidad a la imagen facilitando su rápida lectura; el movimiento del montaje de fragmentos que semeja el recorri-do de la mirada; la posibilidad de un contacto directo, vía telefónica, con algunos programas; los concursos; etcétera.

La marcas de inmediatez, transparencia. familiaridad y proximidad conducen a promo-ver, en el espectador, la emoción de estar apropiándose de algo que sucede para él y que lo introduce a una especie de codeo familiar con los personajes que representan al poder, inaccesible en cualquier otra experiencia de su vida cotidiana.

-Fragmentación, fugacidad y repetición

El discurso televisivo está constituido por la continuidad programática de distintos frag-mentos fugaces, graduada en términos de crescendo dramático a lo largo de la emisión dia-ria y dentro de cada una de sus parcelas; sean shows musicales, capítulos de series, spots publicitarios, noticieros o programas periodísticos.

La fugacidad está determinada, tanto por la naturaleza volátil de una emisión electro-magnética cuyos tiempos no son controlados por los perceptores, como por la fragmenta-ción –dentro de cada programa y entre estos– organizada en un continuum. Esta sucesión de fragmentos, unificada por la estética de la mezcla de temas, géneros y estilos y el mo-vimiento, comporta una contaminación de los significados y la dificultad su ordenamiento je-rárquico que producen un efecto de borramiento de las diferencias y de la memoria sobre lo visto y escuchado a lo largo la emisión.

La fugacidad sólo puede atenuarse en el caso de los programas registrados en videoca-setera, donde la vuelta atrás y la pausa posibilitan al perceptor controlar la emisión.

En virtud de la fragmentación y la fugacidad y de una apreciación sujeta a una atención superficial y volátil, las informaciones han de ser simples, cortas, con no más de uno o dos núcleos semánticos, que se “fijan” mediante cierta redundancia. Esta se gradúa, ya que si es exagerada aburre y si es escasa el espectador puede perder información. El significado del programa político, en tanto fragmento del continuum que expresa la ideología y la política comunicacional de la empresa, estará sometido a la lógica de la economía del sentido que ésta administra.

-El efecto audiovisual

Dadas las características arriba descritas, la fijación de la información del discurso televi-sivo, en el espectador, depende del impacto emotivo. Su logro requiere de un uso graduado

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del efecto audiovisual, al cual se subordinan los distintos componentes del discurso, cual-quiera sea su género.

Los hipotéticos interrogantes de los espectadores deben preverse y despejarse dosifica-damente, para evitar que se generen perturbadoras incomprensiones, manteniendo el ritmo del suspenso que señala el de la atención del espectador-promedio.

Las dudas actuarían como distractores que se sumarían a los facilitados por el entorno de recepción. El zapping o el cambio de canal, en una oferta que crece forzando los límites de lo humanamente aprensible, constituyen la silenciosa revancha de los espectadores y la más terrible pesadilla de los emisores.

El efecto audiovisual facilita la amalgama entre las funciones fática y performativa del lenguaje, dirigidas a garantizar tanto la continuidad del contacto de los receptores con la pro-gramación, como a orientar sus tomas de posición instantáneas con respecto a ella.

El anuncio, para la creación de expectativas o suspenso, y el develamiento posterior que las satisface y, que al consumarse, se enlaza con un nuevo anuncio y así sucesivamente, es el efecto más usual. Este dispositivo característico del lenguaje televisivo, está presente en los distintos géneros, desde los periodísticos y musicales hasta los narrativos. Cada bloque programático incluye en sí un desarrollo basado en dicho dispositivo, mediante el cual se en-laza a los restantes, posibilitando hacer de la tanda publicitaria un intervalo soportado en la promesa de un develamiento posterior.

El anuncio y el develamiento deben dosificarse de modo tal de no decepcionar al espec-tador fomentando expectativas que luego no serán satisfechas, ni fatigar su atención por un uso abusivo.

El género de programa político recurre con frecuencia al anuncio de una noticia exclusi-va –o la entrevista a un dirigente famoso al fin del programa–, el develamiento de un caso “álgido” para responder las expectativas despertadas, la incitación a tomar partido entre las posiciones en juego (función performativa) y a seguir en contacto (función fática) para asistir a más impactantes develamientos sobre el mismo tema u otros.

La denuncia es la fórmula retórica de mayor vigor que asume el efecto del anuncio y el develamiento. Su impacto se asegura cuando, por su naturaleza y manejo dramatúrgico, po-sibilita el “escándalo”. La secuencia del escándalo apela a un uso intensivo del recurso anuncio-develamiento, para aportar nueva información sobre “el caso” o producir su relevo por otro. Es también la mayor garantía de cumplimiento de la función fática y la performativa, que da a los sistemas de comunicación una ventaja decisiva en mercados crecientemente competitivos: la captura de la mayor porción de audiencia.

3. Videopolítica y política en el espacio urbano

Al convertirse en otro fragmento fugaz del continuum programático, el discurso político ingresa a un espacio que lo resignifica en su calidad de enunciado y de acto de enunciación.

En la comunicación directa o cara a cara, el enunciado mantiene cierta autonomía con respecto al acto de enunciación para la construcción de significados.

En general, el acto de enunciación político tiene lugar en un espacio público, o semi-pú-blico, donde el enunciado es objeto de una atención colectiva que motiva expresiones –de adhesión o rechazo– las cuales obran como feedback que permite ajustar la relación hablan-te-auditorio. El público participa del acto de enunciación mediante un activo proceso de com-prensión del enunciado. Así, el acto de enunciación actúa como señal integradora de la sim-bología que da identidad a la fuerza política, a la construcción del significado.

En la videopolítica el enunciado es el acto de enunciación, dado que la unidad significan-te mínima del discurso audiovisual no es otra que la toma. Esto implica una puesta en esce-na –en el sentido dramatúrgico del término– donde la simbología, en lugar de estar basada en las señales de una identidad política particular, remite al universo hibridizador –y a-temporal– de la técnica.

Toda puesta en escena supone un conflicto dramático. Pero, a diferencia del conflicto de la dramaturgia clásica que se sustenta en una compleja densidad semántica –la cual involu-

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cra varios niveles; filosófico, social, psicológico, estético– el televisivo ha de moverse dentro de márgenes estrechos y previsibles de simpleza que rozan permanentemente el estereoti-po.

La pobreza informativa del lenguaje televisivo, además de responder a ciertas restriccio-nes técnicas y estéticas del medio, se basa en una norma institucional; no se puede aburrir o espantar a un imaginario espectador-promedio, representado por los puntos de rating, ni mucho menos incomodar a los anunciantes. El imperativo de despojar a los temas de su complejidad y reducirlos a su más elemental simpleza, no es otro que el de resaltar con niti-dez los opuestos para facilitar la rápida identificación de la audiencia con uno u otro término del conflicto. Las “opiniones”, son formadas sobre la base de “impresiones” superficiales y olvidables, proclives a ser desplazadas por otras de mayor impacto. La fruición del espectá-culo televisivo consiste, precisamente, en la consumación del acto proyectivo que es instan-taneidad pura, de allí su despojamiento conceptual.21

El proceso de hibridización del espectáculo televisivo reclama al género político modera-ción en cuanto a las ideas, que produce un “centrismo a ultranza” en los discursos de diri-gentes pertenecientes a distintas fuerzas políticas. En contrapartida, exige al acto de enun-ciación su máxima capacidad expresiva.

Este éntasis en el acto de enunciación –presente también en otros géneros aparente-mente “objetivos” como el informativo– implica generar y satisfacer una demanda social de hechos particulares. En tanto los hechos o conflictos particulares deben encarnarse en suje-tos concretos, la voracidad fáctica es también la de personajes que la representen.

Esta interminable sucesión y mezcla de hechos particulares arrasa con las diferencias entre ellos, facilitando la autorreferencialidad típicamente televisiva, que somete a cada acto de enunciación a códigos icónico-sonoros estandarizados. Es casi inevitable que la búsque-da constante de atracciones recaiga en la mezcla de temas y en los personajes.

El desalojo de los conceptos por lo fáctico, hiere de muerte al enunciado político. De donde, la mayor o menor bondad de una propuesta política en relación a otras, sólo podrá diferenciarse por el mismo acto de su enunciación o por los signos exteriores de identidad del personaje hablante. Es decir por su verosimilitud.

El discurso político, oral o escrito, no existe como tal sin las ideas y conceptos que acti -van la comprensión del enunciado. El análisis y la comprensión del enunciado remiten a re-ferentes de la realidad extracomunicacional. Esto le permite funcionar, no sólo como señal de identidad política, sino también como programa que incita a la puesta en acto de las ideas que, teóricamente, inspiran la acción política de la fuerza.

La videopolítica no produce conceptos y casi tampoco enunciados, sino actos de enun-ciación. Mal podrá entonces inspirar acción política o participación, cuando su ideal es, pre-cisamente, sustituirlas por la adhesión perpetua del espectador a la pantalla.

Enunciado y praxis son las dos caras interrelacionadas de la acción política, de igual mo-do que espectacularización de la política y despolitización de la sociedad, lo son de una de-manda de estímulos emotivos que puedan aportar cierta dosis de entusiasmo a las escasas motivaciones políticas.

Sin embargo, el sentido del espectáculo es dotar de un momento extraordinario a la coti-dianeidad. El espectador-promedio, cada vez más entrenado en su capacidad de aprecia-ción audiovisual, percibe esa diferencia sin necesidad de leer a Aristóteles.

El mismo problema que la globalización de las comunicaciones plantea a las empresas del sector se traslada a la política cuando ingresa a ellas.

La revalorización del espacio local y la necesidad de contacto con él es la condición sine qua non de la navegación por el océano desterritorializador de la comunicación transnacio-nal. Compelido a consumirla, el actual espectador ha reactivado una parte irrenunciable del ciudadano de la polis: la necesidad de reconocimiento de su realidad más inmediata; sea barrio, ciudad o localidad. Esta posibilidad de identidad es la que le garantiza sumergirse,

21 Para facilitar la concreción de esta característica, una regla de uso común de las gramáticas de producción es la relación in-versamente proporcional entre calidad y cantidad de la información. Considerando como unidad significativa al acto de enun-ciación, a mayor complejidad de la información menor cantidad. Y viceversa, puede ser tolerable cierta complejidad (míni -ma) de la información cuando el tiempo requerido para desarrollarla es prolongado.

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sin riesgo de enloquecer, en el descentramiento transitorio de sí que le provee la megaoferta de espectáculos.

Al regresar de la catarsis, requerirá experimentar arraigo a su espacio de pertenencia. Si la política lo interpela desde esa cotidianeidad, para ayudarlo a enriquecer sus potencialida-des –entre ellas las interpretativas del espectáculo y de la realidad– y a recrear los lazos de socialidad, le proporcionará una experiencia que no es reemplazable por la emoción video-política. La índole de esa experiencia es más cultural que política.

La historia de los sistemas de comunicación permite constatar que cada nuevo medio o sistema se superpuso al preexistente y, en lugar de sustituirlo, redefinió las relaciones con él. La imprenta no reemplazó al sermón desde el púlpito, la radio a los periódicos, la TV a los medios anteriores, ni la computadora al lápiz.

La telepolítica y la videopolítica, lejos de ser el relevo de la mediación directa de la es-tructura política con la sociedad, obliga a redefinir a los partidos sus programas, métodos y formas organizativas.

La apatía del actual electorado urbano supone también un estado de desconfianza en las palabras que, emitidas desde identidades políticas en crisis, son impotentes para conec-tarlo con el mundo que él vivencia, así como para suministrarle las claves interpretativas de una realidad en extremo cambiante que lo desconcierta. Es lógico que aspire a que sus ex-pectativas sean renovadas en cada coyuntura electoral por hechos probables, antes que por palabras que ya no sirven para designar una realidad que, más allá de sus afectos inmedia-tos, él experimenta como crecientemente hostil y con respecto a la cual se siente, en mayor o menor medida, extranjero.

Esta actitud que, un tanto peyorativamente es calificada de volatilidad, también puede in-terpretarse como la íntima necesidad de autoafirmación del ciudadano frente al espectador harto del espectáculo de la representación del poder, el que, no obstante, a su tiempo segui-rá consumiendo.

Después de más de 20 años de vigencia de la democracia, en las grandes ciudades los partidos políticos argentinos se encuentran frente a un sujeto relativamente informado y críti-co, cuyas capacidades para discernir entre las funciones de fiscalización y las de gestión y para identificar los estilos políticos que no satisfacen sus aspiraciones democratistas, se han incrementado.

Poco permeable a los clisés ideológicos y a las estridencias apocalípticas, pero atento a los pequeños gestos que dan pistas sobre la capacidad de gobernar de los candidatos, el elector citadino sabe que los problemas de gestión no se resuelven con hechos impactantes. Podrá otorgar mayor credibilidad al discurso crítico cuando se trata de cargos electivos o de fiscalización, pero cuando debe elegir quiénes lo gobernarán, reclama, además de candida-tos creíbles, estructuras políticas estables.

La preeminencia del principio de representación, en la política y en los sistemas de co-municación, actualiza bajo nuevas y más complejas condiciones el desafío principal al que se enfrentan las estructuras políticas en la actualidad: su capacidad de producir prácticas y sentidos integradores, aportando a la construcción del poder social desde una participación revitalizadora de las identidades políticas y culturales.

Aunque parezca simple, esto implica introducir rotundos cambios en la lógica de poder actualmente prevaleciente en los partidos políticos. Se trata de pasar de una lógica concen-tradora del poder hacia “adentro” de las estructuras políticas, a otra redistribuidora de ese poder hacia la comunidad; del providencialismo de los liderazgos personales al trabajo de los equipos con la gente; de la defensa abstracta de ideas y valores democráticos –que ya nadie cuestiona–, a indicios concretos de su puesta en práctica; del imperio de la facticidad y el cálculo electoral al compromiso con el destino de la sociedad. Sólo así podrán demos-trar que es posible volver a confiar en la política. Esta gran tarea pendiente del sistema de partidos en su conjunto, es poco probable que sea reemplazada por la videopolítica.

El problema de la política sigue siendo cómo integrar civilidad a nuestra identidad e his-toria, para restituir a la ciudad la referencialidad política, cultural y ética que le permita dar sentido a la vida de quienes la habitan. Las estrategias de comunicación política podrán

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complementar, problematizar o dificultar esa tarea de construcción de ciudadanía, pero es evidente que no son capaces de sustituirla.

El principal problema con respecto a los sistemas de comunicación es cómo promover en ellos una conciencia de responsabilidad social que pueda facilitar la reconstrucción de la confianza en los enunciados, ya que el ejercicio de la ciudadanía está hoy más condicionado que nunca por los sistemas de fabricación y difusión de signos.

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