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IBÍDEM REVISTA LITERARIA DIGITAL NO. 13 MAYO 2020 MÉXICO

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IBÍDEMR E V I S T A L I T E R A R I A D I G I T A L

NO. 13MAYO 2020MÉXICO

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Mayo 2020

Número 13

IG: revistaibidem

Foto de portada: Ricardo Zela

IG: @alex2n8

Editores (IG):

@leosaurio.rex

@dianalugo._

@alex2n8

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Índice

Cuando estés triste 1

Eterna soledad 2

Amor y alcohol 5

Azul oscuro, verde de ayer 6

Plaza prohibida 9

El reloj de bolsillo 9

Duele 12

Miedo 14

La máquina descompuesta 15

Lamento informarle pero usted ha muerto 18

Los hilos 19

Estética de la crisis 21

No mates al niño 24

Sólo era silencio 26

A lo laborioso del soneto 27

Mil besos con tu nombre 28

Goteo 31

La pareja de la escalera de incendios 32

Epílogo 34

Las moscas 36

Juan Amparán 36

Necrófagos de Concreto 39

Mi paz 40

Ella es actriz 40

La vida puede ser una flor 43

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Bucle temporal 46

El asiento trasero 47

Del amor que siente Marte por Venus 48

Boulevard Bontefield 49

Inventario básico del universo hispano 51

Ojos cerrados 52

En la noche de los deseos 54

La obediencia nocturna 56

El otro lado del santuario 56

Reconocer(se) 57

La vida. Breve ensayo de su importancia y valor (no pro-vida) 59

Amor de cuarentena 61

Marioneta en venta 62

Vaciedad 64

Un baño de sufrimiento 64

Materia prima 65

La muñeca 67

Nosotras las orquídeas 67

La nece(si)dad de trascender 70

Grava 71

Singladura 72

Caligramas 73

La muerte de una camelia 74

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Revista Literaria Ibídem

1

Mariana Ruiz Olavarrieta

México

20 años

Cuando estés triste

Cuando estés triste

No dudes en venir

Te espero con todas las promesas que dijiste

Te vivo cada vez que intento dormir

Fortalece tus brazos cuando me mires lejos

Y que tu corazón quiera escuchar la canción

Que te envié hace tres noches, que tu consuelo sea mi olor

Porque el mío es tu luz

Esa que se apaga de repente

Luego vuelve y nos detiene

En un momento de gloria

De descontrol y victoria

Cuando estés triste ven a vivir

Las cosas que tienen que venir

Por la noche de mi mano que

Prometo decir lo que pienso

Acercar mis labios

Sin silenciar tus sentimientos

Cuando estés triste ven que te espero

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Revista Literaria Ibídem

2

Con el querer abierto

El corazón repleto

Mis ojos necios.

Enrique Sánchez Campos

España

69 años

Eterna soledad

¡La soledad me embarga!

Acabo de pasar por la arboleda

y lo que ayer era vida, frescor y verde seda,

hoy sólo es un rastro de muerte

disfrazado de ramas secas y hojarasca.

He sentido un hálito gélido y mustio

que recorría de extremo a extremo

la zona ajardinada y el paseo;

que campaba victorioso y decadente,

como pasan por mi mente

el fútil pensamiento o el deseo,

cuando a mi alrededor, aunque haya gente,

triste, cansado y solo, yo me veo.

He recorrido ya un buen trecho

de este largo camino, y no te hallo,

sólo la brisa y el rumor del viento

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Revista Literaria Ibídem

3

me traen de cuando en cuando

un susurro o un suspiro tuyo, que recojo,

y lo aspiro hasta que se desvanece.

Como la nieve que se hospeda en el rastrojo

y al llegar la primavera se licua,

liberando de prisiones la semilla que florece.

Corre la savia nueva en la arboleda

y se esfuma ese hálito de muerte y decadencia.

Y resurge la vida en mil presentes,

y renacen esperanzas y alegrías.

Y mi alma deja libres tus suspiros,

y el recuerdo de tus besos me embriaga.

Y la tarde se engalana verde y sugerente,

mientras que yo camino triste, cansado y solo...

como siempre.

Vuelvo a mirar mi entorno y no te hallo.

Me siento solo y, sin embargo,

a mi alrededor hay mucha gente.

Son los que viven otra vida y no la mía;

yo vivo en ti, tú en mí…,

y ellos...son los que están en otra historia,

otra causa.

Quizás otra manera de entenderse,

otros recursos para agarrar la vida.

Otoño somos.

Como es otoño esa capa que ensombrece la arboleda.

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Revista Literaria Ibídem

4

¿Son nuestras vidas, acaso, dos caminos diferentes?

¿Qué somos?

¿Brisa efímera que ligera pasa?

¿Un eterno otoño que no quiere marcharse?

¿Un lapso de tiempo transcurrido

entre dos manecillas

de un viejo reloj parado?

¿Un deseo apetecido?

¿O acaso un sueño idealizado

que no dio a la luz la mano del artista...,

que como sueño no pasó de serlo?

¡Jamás había visto tanta tristeza en la arboleda!

Nunca la vi con vestidos tan oscuros,

ni maquillada con ojeras de luto riguroso.

La realidad me aflige, compañera;

permite que junto a ti comparta

la capa de este otoño, seca y gris,

colmada de tristeza y hojarasca;

de hojas mustias y rictus luctuoso.

Que guarde mi amargura con la tuya,

que me marchite el otoño junto a ti;

tú como amada esposa,

yo como amante esposo.

Yo aquí y tú ahí...,

pero enlazados por el amor que nos separa.

Y que la capa grisácea del otoño

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Revista Literaria Ibídem

5

vaya cubriendo mi cuerpo lentamente,

como ha cubierto el tuyo, mansamente...,

hasta que alguna primavera nos renueve la vida;

sanada ya, quizás, la vieja herida,

vestidos ambos con ropas de retoño.

Abimael Alberto Flores López

México

24 años

Amor y Alcohol

"Estábamos los dos, frente a frente, después de unas horas de platicar sobre

nuestros horribles trabajos, sobre los sueños que no pudimos cumplir, hasta de

los amores que cada uno tuvo en su adolescencia, ahora nos tocaba mirarnos, con

la pena que embarga a un infante cuando comete su primer pecado, pero con el

fuego que habitó en el alma de Dionisio. Las palabras estaban llegando a su fin,

y la cerveza estaba haciendo su tarea, ¡bendita cerveza!, siempre siendo la aliada

para aliviar los momentos de incomodidad. Se escuchó una voz, mis oídos se

empezaron a estremecer, una voz divina, era la voz de tu piel, eran tus poros,

casi gritándome, repitiendo mi nombre, pidiendo mi saliva como el único recurso

para apagar el incendio de tu cuerpo.

Llegamos a tu colchón, viejo, con los resortes a la vista, me dí cuenta lo

impresionante que es el amor, que te hace ver paraísos en el desastre, ese colchón

se convirtió en nubes, y tú eras el Sol.

Tus besos, llenos de inocencia, alimentaban a mi corazón, algunos eran largos,

parecían interminables, luego, los besos cortos, esos en los que dejas los miedos

de lado, para comenzar a ser leona, desquiciada y diosa, sin olvidar la ternura.

Me desconecté del mundo, y ahí estabas tú, no como carne, sino como luz, en

medio de un mar blanquecino, riendo, a carcajadas, siendo tan hermosa como

siempre.

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Revista Literaria Ibídem

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Estábamos de nuevo, frente a frente, y nuestros ojos dejaron de ser esas flechas

asesinas, ahora estábamos llenos de un vino rosado en nuestras pupilas, de la

plenitud y la paz, que pocos alcanzan.

Ya no estábamos bajo la guerra del coito, habíamos llegado a la calma, al refugio

del amor. Pocos han comprendido que el sexo es un plus, una mera consecuencia

por haber estimulado el corazón. Yo sabía que si navegaba por su sangre, sí

tocaba sus venas, iba a poder acariciar su alma, con esa dulzura, el camino hacía

sus pechos llegaría como un regalo.

Y llegó".

Juan Pablo Carcaño Muñoz

México

18 años

Azul oscuro, verde de ayer

Iba saliendo de mi casa cuando sentí que las llaves me rasguñaban el muslo por

debajo del pantalón; las lagañas en los ojos me rascan la retina y mi pelo era un

terreno de milpas transgénicas, la ropa se me rompía a mordidas y mi olor comía

de lo mismo que tiran las manzanas cuando tamborean el cráneo en la última

rama, un poco de clavo y el cigarro que me fumé antes de dormir. Estaba

apresurado, tengo que llegar a algún lado al sur de la ciudad que no recuerdo,

meto mi mano en el bolsillo derecho y no encuentro nada –siempre guardo las

llaves en el bolsillo derecho del pantalón, porque cuando llego a mi casa, la puerta

la empujo con el antebrazo izquierdo y las llaves siempre tienen que ir en el

bolsillo derecho- doy un paso fuerte y siento como caen hasta mi tobillo, sacudo

un poco la pierna y se estampan contra el piso. Cuando salí todo estaba oscuro,

no me cercioré, vigilando el cielo, si había luna pero abriendo apenas los ojos

podría haber jurado que a esa oscuridad se le llamaba noche, ingenuo yo o a lo

que conozco como día se lo había tragado el chapopote pegajoso de la avenida.

Mis llaves se enfriaban con el reflejo de luz que me hizo recogerlas con una mano

y con la otra, tapando la luminiscencia chillante que atravesaba mis dedos en

forma de reja protectora.

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Revista Literaria Ibídem

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Tenía que caminar rápido, nunca he cargado con un reloj pero sabía que no me

quedaba mucho tiempo, me estaban esperando en punto de las 12, pero tengo la

costumbre de adelantar media hora el reloj de madera que me regaló mi papá,

así, al menos yo, siento que voy más temprano y la puntualidad es una manía

que me agarré una par de vidas atrás cuando los claveles caían en tono sincopado

sobre la tapa de madera que era una nueva puerta para abrir, y para la que

también tenía las llaves guardadas en el bolsillo derecho pero esas veces con un

hedor a petricor y tequila que alguien derramó en la tierra para que yo lo bebiera.

Con media hora de sobra en una bolsa de papel y unos pedazos de pan envueltos

en una servilleta de tela, me levanté y caminé más rápido, apreté el paso y mis

zapados friccionaban con el pavimento mojado, levanté la cara y con un

movimiento paralelo extendí mi palma para ver si alguna gota se decidía a

estamparse con ella. Ni una. La noche anterior, o lo que yo juraba que era la

noche, no se había escuchado ningún ruido de lluvia, ni un tropel de gotas

bailando tap en los cristales de mi ventana, ningún mapa de gusanos de agua

cuando amanece – o al menos lo que yo juraba que era el amanecer-, nada;

levanté la cara de nuevo, los párpados se me cerraron de inmediato, la frente me

ardía y mi espalda se saboreaba una playera helada, el cielo estaba oscuro, tácito,

era un páramo de pintura negra o un cementerio de llantas, pero en medio, o tal

vez un poco más a la derecha, estaba el Sol, jadeando rizos de calor que se le

salían cada que tosía en ese barro negro que hacía de cielo. El sudor de la frente

me caía en los ojos, líquido salado que hacían más insoportable la virtud de ver

el día en la noche o la noche en el día, y luego lágrimas que limpiaban el sudor

me reptaban hasta el labio inferior, saqué mi lengua y las recogí una por una,

era un coctel de mar y la mierda de la ciudad.

No había llovido ni ayer, ni antier, o lo que yo conozco como ayer o como antier,

pero el betún de Judea seguía empapado, charcos que eran balneario comunal de

las hormigas rojas y de las cochinillas, pozas, lagunas de agua sucia, un mar de

mierda; El sol, tirando hilos brillosos sobre los lomos de los cuerpos de agua

electrizaos en la noche se entretejían y oleaban cuando yo pretendía extender mi

zancada, era enfermizo pasar de una escena lóbrega a caminar en medio de dos

lámparas de luz blanca.

Quería que mi pecho se abriera e implotara, me volteara la carne y deformara el

músculo expuesto, que las ratas se llevaran mis sobras a las coladeras donde los

hilos de sol y agua sucia formaban manteles acuosos que se hacían río y luego

piedra, después carbón y luego rubí, luego polvo y al final estrella.

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Las cortinas de piel que envolvían mis ojos, estaban apretadas, cocidas y

soldadas con soplete, las venas de la cabeza me saltaban como lombrices que se

bamboleaban hasta dejarme inconsciente, varado en la banqueta. Para cuando

los abrí, no había gente, nunca la hubo, sólo jardines vagabundos de amapola y

dientes de león que rodeaban a los cadáveres de troncos degollados en medio de

la calle, creciendo y floreciendo de beber orina, las paredes con calcas y otro

grafiti de Zombra sobre las letras de un Oxxo que daba lástima, cáscaras de

naranja en la esquina de la calzada que daba a la entrada del metro y el gabazo

que alguien masticó y escupió encima del cofre de un Chevy 2000. Ni rastros de

voces, ni pedazos de la vida lumpen que me arrastraba en otros capítulos, mi

caminata se llenó de aullidos de cisne y perros haciendo el amor.

Mi garganta reseca y a un grito de vomitar arena, me doblaba un pellizco en el

tórax y en las yemas de los dedos se veían mis latidos. Para este momento ya no

recuerdo ni de dónde vine. La entrada del metro Copilco no me decía nada y la

avenida vaciada en sus huesos que estornuda sangre del tuétano, me

desorientaban con una brújula hecha ruleta y el pellizco que sentí era de un papel

mal doblado metido en la bolsa interior de la gabardina. No estaba mal doblado,

mis uñas me dijeron eso con el primer tacto, era una especie de papiroflexia, una

paloma con zapatos en un barco, jamás podría replicar ese papelito que se

desdoblaba de un ala y de la popa. El cachito de papel periódico se hacía papel

cascarón a cada desdobles, papel moneda, hoja de cuaderno, cartulina, papel

carbón y cartón corrugado en el antepenúltimo intento de desarmar la nota que

estaba en braille, después en morse, que parecía hollín en la fuga de pestañas y

al final, cuando la abrí por completo y quedaba entre mis manos una hoja de

papel estraza con un poema en gliglico. Me estoy volviendo loco y en dos cuartos

de hora el lugar al que tengo que llegar, al sur de la ciudad, se habrá esfumado.

Estoy exhausto y saco fuerzas para trotar, el pan se me cayó la última vez que

me acosté en el piso y las llaves se las cenó una rata que perseguía moscas como

papalotes, inhalo y exhalo, el paladar me sabe a pan quemado y mis dientes

tienen la misma consistencia que de doma de lápiz. No sé a dónde iba, de frente

tengo el sol pegado como un post it en la fachada de la cabeza y a mis espaldas,

como amarrada a unos ganchos en mis talones, está la noche, vigilándome el

polvo del hueco poplíteo.

He caminado un par de horas, seis tal vez y para cuando volteo estoy a dos

cuadras de mi casa, mi puerta a 200 metros, mi cama a dos escaleras , mi alma

quitándose los harapos sucios para coger con las ganas que se cagaron a golpes

con la promesa de llevar una caja de cerillos en el bolsillo izquierdo. Mientras

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más me acerco a mi casa veo a un niño, con lagañas, la cabeza peinada a

contrapelo o despeinada por naturaleza por ese hilar de bucles que la cae en el

hombro -mientras avanzo voy buscando mis llaves, lo recuerdo, me enojo, se me

cayeron no sé cuántas cuadras antes- está apurado, bostezando y da unos pasos

que son el prólogo a su caminata. Escucho un metal partiendo el piso, se le

cayeron sus llaves y hay migas de pan. Me vuelvo a dormir.

Cristian Felipe Leyva Meneses

Colombia

Plaza prohibida

El olor se hizo presente. Enojado, buscó en todos los rincones del apartamento,

pero nada. En la tarde, harto de la limpieza y los químicos, salió a su balcón y

allí lo supo todo, ¿cómo le contaría a su padre que en su amado tejado barroco

yacían incontables palomas muertas?

Moisés Israel Zacarías Salcedo

México

19 años

El Reloj de Bolsillo

Las manecillas del reloj parecían imparables. Juan, quien las observaba inquieto

desde el otro rincón de la habitación, secaba el sudor de sus manos frotándolas

sobre sus pantalones. El pasar del tiempo le provocaba náuseas. Tenía el rostro

pálido y el cabello empapado.

Las doce menos cuarto se dibujaban en la blanca superficie circular, colgada

sobre la pared, y de cuyo centro emergían tres líneas negras, moviéndose cada

una a un ritmo distinto, pero siguiendo todas la trayectoria trazada por Cronos.

Siempre hacia adelante, nunca en reversa. A Juan se le hizo un nudo en la

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garganta. Sus ojos se enrojecían formando una membrana cristalina sobre su

superficie. El muchacho, no mayor de veintisiete años, se levantó temeroso del

pequeño banquillo en donde reposaba. Tomó el cinturón de cuero, adornado con

una enorme hebilla de metal y un estuche de revólver (con todo y el arma)

enganchado en un costado. Se lo acomodó a lo ancho de su pelvis. Se dirigió a

una de las cuatro paredes del recinto y tomó de un pequeño gancho el sombrero

caqui que lo había acompañado en multitud de aventuras. Desafortunadamente,

fue una de ellas la que lo arrastró hasta ese preciso momento. Pero Juan estaba

decidido: si lo había acompañado en sus más entrañables travesías, era justo que

lo llevase consigo hasta el final de las mismas.

La puerta se abrió, permitiendo el paso de la luz a la pequeña habitación en

donde se encontraba. Dio unos cuantos pasos hacia el exterior mientras sus ojos

lentamente se acostumbraban al nuevo ambiente. Tras unos instantes, pudo

vislumbrar detalladamente, no muy lejos de él, a un trío de hombres acomodados

uno al costado del otro. El primero era alto y corpulento, el segundo chaparro y

delgado (con una pronunciada nariz ganchuda) y el tercero, ubicado en medio de

los dos anteriores, era un hombre maduro, de edad avanzada, y con un frondoso

bigote blanco que le recorría el rostro de izquierda a derecha.

Juan se detuvo a unos treinta pasos de distancia. Intentaba parecer decidido,

pero sus piernas de gelatina decían más de lo que él hubiese querido.

El sujeto alto y corpulento sacó de uno de los bolsillos de su saco un pequeño

reloj; lo contempló por unos instantes y vio detenidamente el pasar de los

segundos. Faltaban tres minutos para el medio día. Gritó la hora de tal forma

que su voz resonó en los cristales de los edificios. Juan se paralizó; su cuerpo ya

no respondía a las órdenes que le comandaba; y su mente era un caos. Intentó

concentrarse en el aquí y el ahora y en lo que estaba a punto de suceder, pero no

pudo hacer más que pensar en ella..., en su hija..., en María...

Recordó el día en que vino al mundo. Recordó lo pequeña y lo frágil que era; cómo

sus dedos apenas y eran capaces de rodear la circunferencia de su pulgar y cómo

sus ojos, de un ámbar brillante, lo miraban fijamente, con desconcierto y, a la

vez, con fascinación. Recordó su primer llanto y cómo trataba consolarla

diciéndole que todo estaría bien. Recordó sus primeros pasos y sus primeras

caídas. Y cómo se maravillaba al ver que siempre, sin importar lo fuerte que

hubiese sido el golpe, ella se ponía de pie y seguía andando. Recordó también sus

primeras palabras y sus primeros argumentos. Recordó la alegría que le había

dado el darse cuenta de que la niña que con tanto amor y cariño había criado se

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Revista Literaria Ibídem

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convertía, poco a poco, en un individuo capaz de pensar y de sentir por cuenta

propia.

Dos minutos para el medio día.

Pero recordó, por sobre todas las cosas, aquel día, cuando ella tenía tan solo cinco

años, y le prometió que siempre estaría a su lado, apoyándola sin importar nada.

¿Cómo había podido ser tan estúpido? No era capaz de comprender aquel impulso

tan salvaje y primitivo que lo orilló a enfrentarse en una riña con un extraño; a

jugarse el pellejo por nada. Intentaba justificarse, diciendo que todo era la culpa

de algún brebaje adulterado o, quizá, de un tabaco en mal estado. Pero nada era

suficiente como para librarse del odio que sentía por sí mismo y de cómo

maldecía su total falta del buen juicio.

Un minuto para el medio día.

La adrenalina le recorría las venas. Intentaba, con todas sus fuerzas, retomar el

control de sus extremidades. Poco a poco los dedos de la mano izquierda

comenzaban a responderle de vuelta. Los estiró en búsqueda de aumentar su

flexibilidad.

Treinta segundos.

Para ese momento ya era capaz de mover la mano en su totalidad. Intentó,

entonces, balancearla y sostenerla con el antebrazo. No respondía.

Veinte segundos.

Finalmente, uno de sus hombros fue capaz de soportar el peso completo de su

anatomía. Con el codo impulsaba el antebrazo y, con éste, la muñeca. Con su

libertad recién conseguida, comenzó a prepararse. Se acomodó el brazo en la

posición más conveniente, para cuando el momento llegase.

Diez segundos.

Ya no parpadeaba.

Una sola imagen dominaba la conciencia de Juan: María. La tenía frente él, igual

de tangible como su propia existencia. Veía la profundidad del ámbar en sus ojos;

oía su respiración rítmica y constante; sentía la suavidad de su piel morena y

casi podía pasar sus dedos por los largos cabellos marrones que emergían de su

cabeza.

La imagen de ella vivía en su memoria y, con algo de suerte, él viviría en la de

ella sin importar nada. Estarían juntos hasta el final de los tiempos.

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Revista Literaria Ibídem

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Pero ese tiempo se acabó.

. . .

Las manecillas del reloj parecían imparables. María, quien las observaba desde

el otro rincón de la habitación caminaba inquieta de un lado a otro. El pasar del

tiempo le provocaba náuseas. De vez en cuando, miraba la puerta con una

esperanza enterrada en el corazón. Finalmente, esta se abrió.

Juan entró en el cuarto. «¡Entonces, has vuelto!», exclamó María, radiante, pero

él no contestó. Simplemente esbozó una sonrisa y le extendió los brazos a su hija,

quien inmediatamente corrió para abrazarlo. Pudo sentir el calor que emanaba

de su cuerpo y se sintió feliz. Se abrazaron por lo que parecieron ser horas, e

incluso días, hasta que el momento llegó y el recuerdo se desvaneció en el aire,

dejando a María, de nuevo, frente a la agobiante soledad de una pequeña

habitación.

Cesar Cortez

Venezuela

19 años

Duele

Desde siempre había sido hábil con las cartas. Practicaba horas frente al espejo,

una y otra vez, lo que más tarde se convertiría en una de sus rutinas.

Tomó la baraja que estaba sobre la mesa e intentó repetir el primer truco que

aprendió hace tantos años atrás.

Falló

Lo que inició como un talento nato se convertiría más tarde en una profesión que

prometía fama y fortuna.

Lentamente se arrodilló para recoger las cartas del suelo, el temblor de las manos

hacía aquella tarea difícil.

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Revista Literaria Ibídem

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Hacía sus rutinas frente a un público de miles de personas. Incluso llegó a

aparecer en televisión. Todo eso se acabó cuando empiezo a tener los primeros

síntomas.

–¿Degenerativo?

Dejó las cartas de regreso en la mesa, tomó el vaso de whisky que había servido

minutos antes y lo terminó de un sorbo. Estaba hastiado de todo. Insatisfecho

con su propio destino, sentía desprecio por aquello en lo que se convirtió su vida.

Pero sobre todo sentía miedo.

–... crónica y progresiva, significa que su condición va a empeorar...–

Lanzó el vaso de vidrio contra la pared de la habitación, rompiéndose en pedazos.

Fue hacia donde cayeron los trozos de vidrio y recogió un puñado con la mano

desnuda.

Cerró el puño con fuerza.

Cuando la abrió se veían fragmentos del vidrio incrustados en la palma de la

mano ensangrentada, todavía temblorosa.

Fue a lavarse la mano herida, retiró los restos del vaso uno a uno, al desinfectar

sintió un dolor punzante que recorrió todo su brazo, de las cortaduras todavía

brotaba sangre.

Intentó vendar la herida con lo que tenía disponible, ahora el dolor se había

convertido en comezón acompañado por una sensación de quemadura

prolongada.

Se acercó a la ventana y con su mano sana, también temblorosa, apartó la

cortina.

De eso se trata. Nacer, padecer, repetir.

El día estaba más brillante que nunca.

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14

Nayeli Miranda

México

22 años

Miedo

Lo nombro y lo siento de muchas maneras.

Lo llamo un hilo de fuego

o aceite en las venas

A veces, es un relámpago

En ocasiones, el pararrayos

que succiona la electricidad

Otras, un corte circuito

Le gusta convertirse en mí

y lo miro desde el otro lado de la habitación

¿Enchufarme?

¡Nunca!

Qué horror

Me electrocuta

Me quema

Ya sé

tengo que conectarme

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Revista Literaria Ibídem

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para que me dé asilo

Así

de noche en noche

espero el día

de ya no ser yo la de paso

Miedo, sé un inquilino pasajero

no un habitante perpetuo

que soy la propietaria de este hogar

Miedo, te ruego

veme como un motel y no una casa.

Vianey Cervantes

México

22 años

La máquina descompuesta

Son las tres de la tarde, Alejandro ya visitó el baño, la cocina (tomando de paso

una dona glaseada), el cuarto de Mariana, el de Valentina y el de su madre. Pasó

por la sala e ignoró al gato, en el patio dejó su camisa en el cesto de la ropa sucia

(tenía ya una mancha de glaseado). Regresó a su cuarto y miró la pantalla de la

tele apagada el suficiente tiempo para darse cuenta a través del reflejo que su

cabello estaba demasiado largo.

-Mamá -irrumpió Alejandro en su habitación- ¿y la máquina para cortar cabello?

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-¿Te vas a cortar el cabello? -preguntó sorprendida su madre y después soltó una

carcajada.

-Sí, ya está largo y me estoy muriendo de calor.

Su madre se levantó de la cama dejando de lado el libro de astrología, abrió uno

de los cajones y le entregó la máquina.

-¿No quieres que te ayude a cortarlo? -preguntó su madre extrañada.

-Nah, no ha de ser tan difícil -contestó despreocupado y entró al baño.

Un peine, una toalla, unas tijeras y la máquina conectada.

Sospechaba que no le faltaba nada más. Ya había visto a su mamá cientos de

veces cortarle el cabello, no debía ser tan complicado. Se mojó el cabello lacio

sintiendo escalofríos cuando el agua tocó su espalda pero se recuperó al instante.

Se miró por última vez con el cabello al escurriendo, ya tenía catorce años y a

diferencia de sus compañeros aún no tenía bigote ni pelo en el pecho, lo cual era

un alivio porque le causaba cierto asco, pero el bigote era un asunto serio.

La mayoría de los mocosos de su salón tenían aunque sea un par de pelos

delgados sobre los labios que parecían más mancha de chocomilk que bigote, pero

al menos podían presumir de ello. Él a lo máximo que llegaba era a tener una

mancha de agua de jamaica en ese espacio. Maldita pubertad, parecía que venía

arrastrándose.

Alejandro encendió la máquina y la dirigió a su cabeza. Inició con el lado

izquierdo suavemente evitando temblar, dio el primer recorrido y sintió los

cabellos rozar su hombro al caer. Se miró al espejo de nuevo y admiró su trabajo,

no había sido tan difícil.

Posicionó la máquina ahora en el lado derecho y comenzó el recorrido, con

suavidad presionó la máquina a su cabeza mientras exterminaba los cabellos.

-Maldita sea, Ale, sal del pinche baño tengo que entrar -la voz de Mariana lo

asustó haciendo que su mano temblara y provocando que la máquina

arremetiera contra su oreja.

-Mierda -gritó Alejandro dejando caer la máquina sobre el lavabo.

-¿Por qué siempre tienes que tardar horas en el baño? Ya deja de masturbarte,

idiota -siguió golpeando con fuerza la puerta sin tener idea de lo que estaba

pasando dentro.

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Alejandro vio una a una caer las gotitas de sangre sobre la blancura del lavabo,

abrió la llave y comenzó a echarse agua en la herida pero esta no dejaba de

sangrar. Entre los gritos de su hermana y su intento de evitar una “hemorragia”

cayó en cuenta de que la máquina seguía conectada y mojándose, así que jaló el

cable de un golpe perdiendo el equilibrio un poco y tiró el vaso de los cepillos de

dientes decorando el piso de cristales.

-¿Qué pasó, Alex? -ahora era la voz de su mamá la que cruzaba la puerta.

-Nada -gritó malhumorado Alejandro.

Se volvió a apreciar a través del espejo, la sangre seguía saliendo de su oreja, su

cabeza parecía un chiste con ambos lados trasquilados y sus ganas de existir se

esfumaban con el agua que aún corría hacia el drenaje.

No tenía ni idea de qué hacer ahora, no podía salir del baño así porque tanto su

madre como sus hermanas se burlarían de él por el resto de la semana pero tenía

que recoger los vidrios, curarse la oreja y a parte pedirle a su mamá que le

ayudará a arreglar la máquina, porque gracias al agua la maldita había dejado

de funcionar.

La humillación pública parecía ser la única opción, probablemente no sería gran

cosa porque sólo estaban sus hermanas, él y su madre pero en tiempos de

cuarentena ellos cuatro ya eran multitud.

Se sentó como pudo sobre la taza del baño, Mariana se había rendido y bajado al

otro baño y su madre regresó a su habitación.

Pero qué divertido día pensó. Apenas llevaban quince días encerrados pero sus

nervios ya estaban al tope, quería a su familia, obviamente, pero convivir las 24

horas con ellas podía llegar a ser cansado, en general pasar las 24 horas del día

dentro de su habitación era bastante cansado.

Suspiró y salió al fin, con la derrota pintándole el rostro entró de nuevo a la

habitación de su madre y ella lo recibió con una carcajada.

Ya al anochecer Alejandro estaba en su habitación de nuevo, sentado frente al

televisor viendo no sé qué película rara que le recomendó Valentina. Su madre

le había terminado de cortar el cabello con las tijeras dejando los lados

trasquilados. La máquina ya no funcionaba así que debían esperar a que la

cuarentena terminara para poder llevarla a reparar. Alejandro había limpiado

los vidrios con ganas de encajarse alguno y le habían curado la oreja.

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No llevaban ni la mitad de la cuarentena y él tenía que aguantarse más de quince

días con el cabello trasquilado, la oreja cortada y con tres mujeres que sabía lo

terminarían matando en cualquier momento.

-Pero qué divertidas “vacaciones” -susurró y siguió viendo la incomprensible

película.

Jorge Rivath

México

21 años

Lamento informarle pero usted ha muerto

Lamento informarle pero usted ha muerto.

Un relámpago clandestino al miocardio

le ha despojado de su último aliento.

Edad: da igual ante la vastedad del tiempo.

Así es, usted ha muerto y no tendrá velorio.

Sus músculos se tensan por el rigor póstumo,

y las pupilas se fijan en ceguedad a lo ya ilusorio.

Peso: sólo el de las penas que dejó en este mundo.

Murió, y de no pertenecer a nada , pasó a ser la nada.

El caudal de sangre se detuvo y es ahora un lago en polucion,

Y los pliegues que recubren su carne, son lienzo de la muerte presentada.

Nombre: enigma para todos dentro y fuera de esta habitación.

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No podrá respirar, pero no sé asuste, a dónde va no es necesario.

Será anfitrión de larvas y gusanos: trate de ser cortéz.

Llegó el día incompleto; aquel cual nadie procura agendarle un horario.

Y si ve hay más de un muerto en su tumba, es porque es una fosa para más de

tres.

Usted, occiso que habitó un hogar etéreo que hospedaba su mísera esencia.

Usted, un número más en este sistema, un cuerpo añadido a las tierras comunes,

debo decirle que ha muerto. Un fallecido que nadie protesta.

Este poema: es un obsequio. Espero nunca lo olvides.

Katei Kat

Colombia

17 años

Los hilos

-El show había acabado, desmenuzado por los aplausos cada vez más silenciosos

dentro del escenario, el maestro del espectáculo reverenció a las alabanzas en el

final de su acto. Sus dedos parecieron hacer magia por encima de misteriosas

cortinas rojas, los hilos reflejaron brillos incandescentes para ojos confundibles

e impresionados.

El mago de las marionetas agradeció, su voz articuló a través de la boquilla del

muñeco de madera, sus brazos agraciaron para recibir los aplausos, sus piernas

se tambalearon torpemente contra el suelo del escenario. Los padres carcajearon

y los niños se impresionaron, la marioneta de expresión serena abrió sus falsos

labios, con la voz de una chiquilla anunció el final de su acto.

Dejada en el camerino, el maestro se sacudió contra su cama encima de una

mujer, la marioneta estaba frente al espejo. Su maestro yacía en brazos de una

amante, la marioneta rebosaba entre sus propios hilos, sintiéndose cubierta por

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sus huesos, miró a ojos inexpresivos y su sentimiento fue vacío. Violada, abusada,

el show era su vida; Y su vida se prolongó hasta hacerse una euforia para otros.

Odiaba a su creador, como el hombre odia al suyo, y solo vagaba en ideas

paralelas con quienes observaban su letargo consciente. Con quienes bufaban y

aplaudían al compás de sus pasos controlados, la marioneta consentía que por

más que gritase, nadie la escucharía.

“Mi querida Ivonne, otro show llama por ti, quieren reír hasta perder la razón”

El maestro es un hombre de bigote y sombrero de copa, su creación de sangre y

sudor reflexiona su aspecto desagradable. Preguntándose, como las manos toscas

habían recreado la figura de una niña de mejillas coloradas y vestido de

terciopelo negro. La marioneta vuelve a danzar una noche más, ballet por aquí,

burlas por allá… Su vida y razón son controladas por alguien desde las cortinas.

“Yo en este show me he perdido”

Los pensamientos no fluyen de los hilos, de una razón oscura, su conciencia crece

con el odio por su creador. Padre no es, quien maneja sus hilos, y sus danzas no

tienen un ritmo. En el camerino sigue mirando a sus ojos de madera, el roble

oscuro pierde la forma cuando la amante ha dejado el hogar, envuelta en sus

hilos; La marioneta se siente cubierta en sus propios huesos… Escondida del

mundo, preguntándose si acaso todos encuentran la belleza en su tallado o en

sus actos manipulados, la marioneta piensa al levantarse por primera vez.

Un show tras otro, volviendo a sentirse violada y usurpada, la marioneta no

escucha a hilos detrás de la cortina o a las risas del público. Sintiendo fulgor, la

madera ardía, sus labios teñidos sonríen en paz y sus ojos expresan armonía.

Pero sus manos se cierran en torno a los hilos, flexionándose mira a las cortinas,

la danza de ballet ha perdido su gracia en el show.

Se lamenta al caer, sus brazos reposan en su cuerpo desdichado, el público

desprecia al amo del circo. Ha perdido la voz, ha perdido los hilos al caer en su

creación. Los hombres amaban a la creación, pero odiaron al creador. La

marioneta deja el reposo con la rabia del maestro de los hilos, arroja a su figura

contra el cristal de su propio hogar. Frustrado, bebe hasta morir.

La marioneta observa la copa vaciarse con el compás de las manecillas del reloj,

sonriente y de mejillas coloradas, su cuerpo reposa al mirarse contra el reflejo.

Jactándose por la desdicha del maestro de los hilos, cobra sentido de su cuerpo,

levantándose en frente de él.

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Su creador, mareado, cabecea a los movimientos de su marioneta. Sus hombros

se tambalean con la estúpida gracia de un bufón. La marioneta tomó las tijeras

de su despacho y cortó los hilos de sus brazos y piernas.

Sin volver a bailar ballet, la marioneta se levanta en el regazo de su creador y

destruye su orgullo. La marioneta no tiene más expresiones sino aquella que él

ha tallado, la única con que puede observar al mundo y razonar ante él; Le sonríe

en paz y lo contempla en armonía. Su rostro de niña esculpido y su vestido de

mujer, reverencia al moribundo creador, pero su vida esta más allá de los hilos.

Como toda creación, odió a su creador, eligió cortar los hilos en que nació. Al abrir

sus ojos por primera vez, no pudo gritar al mundo que su alma estuvo atrapada

en un esbelto cuerpo de madera.

El fulgor ardió en ella, y cuando oficiales acudieron al camerino, hallaron al

hombre con tijeras en manos. El muñeco sonrió en el espejo del camerino,

envuelta en sus hilos recortados, sus latidos bailaron al ballet en compás del

reloj. Abandonando el show, su acto sin aplausos conmovió a su sentir, reverenció

al cielo y a su creador en el infierno.

“Yo en esta vida me he hallado”

La marioneta reposaba, sin hilos en su cuerpo de madera, en estanterías donde

todos admiran su belleza. Sin ojos sobre las cortinas y sin aplausos de quienes

aman a la creación, pero odian al creador.

La Escoria

México

20 años

Estética de la crisis

La exquisita decadencia del humo que nos asfixia

los tonos púrpuras del suelo en el que no caminamos

el glamour de la precariedad y los mártires que vamos botando

las pieles que usamos sobre nuestra carne putrefacta

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el constante intercambio de todo lo que nos urge necesitar

las sendas repletas del amor que inventamos profesar

los cuerpos que se reúnen se

a

p

i

l

a

n

solos, como por convicción propia,

se hayan y se fotografían

se imprimen

se rayan

se tiran

se pisan

terminan en otras f s

o a

s

pero ¡cómo nos fascina ver lo desnudo!

¡Mira! ¡se vende!

¡se vende mi cuerpo!

¡se vende por partes!

mi brazo en tu anuncio de perfume

mi vagina en tu televisión por cable

mi cabeza en la carnicería

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¿no te gusta como se ve?

¿es porque tu fuiste el productor de este cortometraje?

¿es porque lo encontraron a la orilla de una carretera no?

Allá por donde está el lago donde tiran la basura.

Ese lago de aguas profundas,

bueno de agua profunda,

bueno, sin agua,

bueno, ese lago de basura,

allá donde nadamos juntos

esa ciudad de papel y látex

donde nunca se camina y siempre se asesina.

¡Asesinos son ustedes!

¡Asesina soy yo!

Me como a mis amigos

los consumo en su totalidad

nos consumimos y consumamos

nos reunimos, gritamos, gemimos, alcanzamos clímax

y después de quemar un par de cosas es a nuestra casita

y mis relaciones son de papel y látex

como esa la ciudad donde vivo.

Ha pasado un siglo desde que nací

¿o han sido diez años?

tal vez veinte

y me quedan por vivir varios milenios

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y viviré entre el perfume de la humanidad

entre sus bellos cerros de metal y vidrio

entre sus muros de concreto y mentiras.

Viviré bajo la tierra con mis hermanas las diosas y las muertas

viviré en el fuego rojo que no quema

a la orilla del mar donde no llega

y así, cuando el tiempo decida colarse por la ventana a una noche de desahogo

se morirán, en sus camas de marfil y sábanas de seda

se morirán, en sus oficinas pulcras y pulidas

se morirán, en sus bestias de metal del año

en sus campos de cosecha y sembradío

en sus calles adoquinadas

en sus palacios y sus templos

en su ciudad de papel y látex

pero yo seguiré viviendo.

José Rodolfo Espinosa Silva

México

29 años

¡No mates al niño!

¡Nunca jamás!

Aunque te persiga el dolor

con sus doscientos piratas,

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capitán mutilado,

barco maldito,

tiempo transmutado en cocodrilo.

¡No mates al niño!

¡Nunca jamás!

Aunque ya no creas en hadas,

y sólo veas sombreros.

flor en el olvido,

víbora reptante,

veneno que traen los años.

¡No mates al niño!

¡Nunca jamás!

Aunque ya no persigas conejos

y hayas perdido la juventud.

contador de estrellas,

esclavo de gris,

hombre que ha olvidado reír.

¡No mates al niño!

Al contrario,

fabrica unas alas,

que sean a medida,

dale la mano,

enciende la luz,

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permite que fulguren sus ojos,

que vuelva Fantasía.

Saúl Hernández

México

23 años

Sólo era silencio

Yo viajaba en el autobús. Viajaba junto a V. Era un autobús común:

medianamente lleno e incómodo. Yo no podía dejar de ver al suelo gris que se

agitaba más, y más, y más. Conforme avanzábamos el autobús seguía acelerando

y yo seguía mirando el suelo porque el miedo y la pena no me permitían flexionar

el cuello y cruzar la mirada con V. Sólo ocasionalmente, y de soslayo, subía un

poco la mirada y veía su muslo, que aprensaba un libro junto con la palma de su

mano, también veía sus largos dedos que aprisionaban aquel texto.

En el resto de autobús la gente parecía común, lo normal para lo que suele ocurrir

sobre uno los camiones que cruzan la ciudad. Me encontraba más nervioso de lo

que suelo ser y mi mirada seguía fija en el piso. Dos hileras de asientos más

adelante se encontraba una señora con su hijo. El niño comía una paleta roja, tal

vez de cereza, que había comprado su madre unos minutos antes cuando

abordamos el autobús, lo único que era audible para todos los que estábamos

abordo era la boca del niño que hacia ruidos al comer su paleta y el sonido

inevitable de las vibraciones del camión. El resto sólo era silencio.

V seguía callada, y yo con la mirada en el piso, escuchando su respiración, que

en otros momentos me hacía feliz, y que hoy me causaban una aceleración poco

usual. La situación, si hubiera estado en mi control, sería diferente: los nervios,

la angustia y la ansiedad seguirían presentes, claro, pero sería diferente;

contaría algún chiste, alguna anécdota o resolvería cualquier pregunta que V

hubiera tenido sobre cualquier tema, incluso sobre el libro que estaba sobre su

pierna. V, por su parte, habría reído o habría reaccionado con sorpresa o intriga

por mi historia o mi respuesta. Pero yo seguía montado en el asiento, junto a V,

y con mi mirada clavada en el suelo.

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En realidad no suelo creer en el lenguaje corporal, para mí el cuerpo tenía poco

que decir, aunque en ese momento se revelo contra mí, contra mi idea, contra mi

postura lingüística y mi hermetismo entre el entendimiento, la voz y el

significado. En ese momento comprendí el silencio, y el movimiento del cuerpo,

mi opinión era poco clara, pero ¿cómo entender a V en ese momento? ¿Qué

pensaba V sobre mí? Cada vez que lo repasaba seguía igual, con una definición

etérea. ¿Cómo entender la corporeidad y su lenguaje? —Pensaba— pero no

encontraba respuesta alguna o indicio racional, para mí sólo era silencio.

No podía descifrar a V. Podía decir cualquier cosa sobre cualquier otra cosa. El

camión, por ejemplo, vibraba porque iba rápido, el ruido del niño era por el rose

que provocaba el caramelo con sus dientes, con sus labios o su lengua, pero V

seguía callada e inmóvil, con su respiración. No podía decir nada de ella y, en

realidad, nada tenía que decir; la torre de Babel, como se cuenta, había caído. Y

en su caída dejo lo más trágico que me había podido pasar: el silencio.

Claro, podía seguir diciendo más, porque cuanto más pasaba sentado junto a V

y su indescifrable carnalidad inmóvil seguía comprendiendo lo que en un texto

sólo puede expresarse con puntos suspensos, lo que en una partitura solo con

silencios simbólicos encerrados en iconografías de sensata inmovilidad. Ah, era

silencio, por supuesto, eso era innegable,

En varios momentos me vi tentado a dirigirle la palabra, a romper con la

atmosfera que nos rodeaba y nos cobijaba con incomodidad. V se levantó, guardó

el libro en su bolso, no dijo nada, me dio un beso, me abrazó, extendió su mano

para sujetarse del tubo y timbró. El autobús dejo de agitarse, ella bajo del

autobús y sólo comprendí que el abrazo y el beso eran un adiós y que el silencio

que estuvo entre nosotros durante todo el viaje era lo último que escucharía de

V.

Pablo Iván Cortez Prado.

México

19 años.

A lo laborioso del soneto

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¡Cuán laborioso resulta el soneto!

contando sílabas y sentimientos,

y siendo así no dejo los intentos,

pues he finalizado este cuarteto.

¡Oh Dios en que problema me he metido!

Voy a medio cuarteto, andando lento,

porque he perdido métrica y acento,

y enmiendo todo fallo cometido.

Pero aunque trabajoso sea el verso

jamás lo ofendo, olvido o menosprecio,

él es mi confidente mas no adverso.

La voz que clama viva lo que aprecio,

todo lo que en el alma yace inmerso

lo enuncia y lo pregona sin desprecio.

Carlos Alberto Ramírez Mendoza

México

20 años

Mil besos con tu nombre

Tengo mil besos con tu nombre;

uno para cada parte de tu cuerpo,

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uno para cada hora del día,

uno para cada parte de la mañana,

de la tarde, de la noche y de la madrugada.

Tengo mil besos con tu nombre;

uno para cada día de la semana,

para cada mes del año,

para cada año de nuestra vida,

y para cada vida que tengamos.

Tengo mil besos con tu nombre;

uno tierno, uno sensible.

Uno tan apasionado

que nos haga terminar sobre la cama,

sin ropa, sin dudas, sin nada,

sólo con ganas de no dejarnos.

Uno que te transmita todo lo que te he esperado,

todo lo que no te quiero perder,

todo lo que quiero volver a tu lado,

todo lo que te he extrañado.

Todo lo que no te puedo decir con palabras.

Otro que te diga con certeza

que en ti quiero quedarme,

que no sólo te bese la boca

sino también el corazón y la existencia.

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Tengo mil besos con tu nombre;

uno cálido para invierno,

otro refrescante para verano,

uno que arraigado aquí a mi mano

se desprende al simple roce de tu contacto.

Tengo mil besos con tu nombre;

uno para la playa,

para el desierto y la montaña,

para mi casa, tu casa y la distancia,

uno por cada valle, por cada muelle,

por cada lago, por cada mar.

Por cada rincón del mundo que visitemos

y otros mil más por los miles

que no llegaremos a encontrar,

uno por cada planeta y sus mil caretas.

Uno por Marte y su rojo,

otro por Neptuno y su azul,

dos o cuatro por cada anillo de Saturno

y mil más por el universo que mudo,

se expande con nosotros.

¿Y si llenamos de besos la luna?

¿Y si me haces el amor en Júpiter?

¿Y si me dices que me amas en Plutón?

Tengo mil besos con tu nombre;

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uno por cada oración,

por cada gramo de resistencia

que le pongas a tu decisión,

por cada que quieras gritarme mi amor

y simplemente me grites tu adiós.

Uno por cada cosa que quieras decirme impaciente,

y mil más por cada segundo que te quedes silente.

Tengo mil besos con tu nombre

y ya no sé dónde escribirlos,

pero tengo claros los motivos,

por los cuáles son mil besos con tu nombre.

Alexandra Rodríguez Acevedo

México

22 años

Goteo

El grifo de la cocina comenzó a gotear pasados los seis meses de vivir juntos.

María se dio cuenta una de esas tantas noches que se encontraba sola en casa.

Había comenzado como algo casi imperceptible, una diminuta gota cada quince

minutos, pero pasados los meses había empeorado a tal forma que le parecía que

el sonido del agua contra el metal a cada segundo podía escucharse en toda la

casa.

El ruido la volvía loca, tal vez su mente intensificaba el sonido en un intento de

huir de sus pensamientos. No paraba de darle vueltas a su relación actual con

Rubén, la alegría de los primeros meses había comenzado a transformarse en

monotonía. Poco a poco habían dejado de contarse todas las cosas que ocurrían

en su vida, los besos eran mera formalidad y hasta el sexo se había banalizado.

Rubén abrió la puerta de haciéndola volver en sí misma.

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- El grifo sigue goteando – Fue su recibimiento

- Lo veré después

Lo miró muy atentamente, intentando verlo con la misma ternura y amor que

una vez había embriagado completamente su pecho, pero no encontró ningún

atisbo de sentimientos.

- ¿Qué tal fue tu día hoy?

- Bien – Con esta respuesta seca se acomodó en el salón y encendió el televisor

María no intentó volver a hablar, se fue a la cocina a preparar la cena con el

sonido del goteo de fondo. El amor parecía escaparse, irse a algún lugar lejano,

tal como cada gota de agua.

Juan Pablo Goñi Capurro

Argentina

53 años

La pareja de la escalera de incendios

Quise ver la luna; me topé con una jungla de cables que viajaban de un edificio

a otro; gruesos, delgados, empalmados, anudados, eran un muestrario de

decoración improvisada. Vi también una mujer que descendía por la escalera de

incendios. La melena rubia era muy clara y pareja para ser natural. Vi un

hombre salir poco después del mismo piso y descender por esa escalera. La mujer

llevaba un piso de ventaja; el hombre no parecía correrla, lo de la ventaja va por

mi cuenta. La mujer pisó la calle; no oí qué dijo, seguro algún insulto, ya que

miró los zapatos claros con cara de desagrado. Aguardó al hombre; ambos

llevaban abrigo. Me pareció una forma extraña de salir de un departamento.

Esperé un poco más, la singularidad de la salida me puso alerta.

El hombre ofreció el brazo, ella lo cogió y caminaron hacia la calle, al mismo lugar

al que hubieran llegado más cómodos por el ascensor, sin necesidad de ensuciar

los hermosos zapatos en los charcos barrosos del callejón. Rozando las paredes

para escapar de las erráticas luces, fui tras ellos. Me asomé a la calle, los vi

entrar en el mismo edificio del que acaban de marcharse de forma tan absurda.

Perplejo, regresé al puesto anterior. Concentré la vista en su piso. Vi que se

encendían las luces en el interior. La ventana por la que salieran continuaba

abierta. La curiosidad pudo con los escrúpulos. Me ayudó que la escalera había

quedado extendida; trepé hasta el primer descanso, me froté las manos mojadas

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por el agua oxidada. El resto fue más sencillo, se podía andar como en una

escalera normal.

Apoyado en la pared, intenté escuchar de qué hablaba la curiosa pareja. Escuché

música suave; violines, un vals. No oí voces ni ruidos de zapatos siguiendo el

paso. Pasé a sentir frío. El viento alcanzaba los fondos del edificio a esa altura.

Pensé que la aventura había acabado, no sabría por qué habían utilizado ese

método para salir y regresar. Un sonido me mantuvo quieto en el descanso.

Llaves. A continuación, un portazo. Llaves otra vez. No desaproveché la

oportunidad, penetré por la ventana; esos dos no se destacaban por tomar

precauciones contra robos.

La música continuaba sonando; los altavoces estaban en la sala, también un

arcaico tocadiscos. Di unos pasos, nada revelador advertí a simple vista. Cuando

bajé los ojos, vi las huellas húmedas de mi andar sobre la alfombra que cubría el

piso. Retrocedí y dejé la casa sin recorrer el resto de los ambientes, esos dos

podían hacer alguna de sus entradas raras. Bajé rápido las escaleras y volví a

ubicarme bajo el toldo a medio recoger del zapatero. A tiempo. La pareja venía

de la calle, directo a la escalera de incendios que yo había dejado en la misma

posición. Galante, el hombre la ayudó a que iniciara la subida. Parecía fina para

ensuciarse las manos con esos fierros. Él, en la penumbra, se veía como un

caballero elegante. Imitando mi acenso, culminaron ingresando por la ventana a

lo que supuse sería su casa. Esta vez, la cerraron tras ingresar.

Decidí que tenía bastante y marché por un café caliente a lo de Joe. Pocos

comensales a la madrugada, me ubiqué en la barra para dominar la vista del

local. El café era la indefinible cosa insípida que me servía cada noche.

Aprovechando la calma, le describí a la pareja y le pregunté qué sabía de ellos.

Joe se tomó un tiempo; miró el reloj de la pared como si allí guardara los secretos

nocturnos del barrio.

—Es la hora.

¿La hora de qué? Aguardé. Las pausas para Joe eran lo más importante en un

relato. Las historias eran pretextos para la existencia de los silencios.

—Tus predecesores. En una época fuimos importantes, las rondas se hacían de

a dos. A ellos les tocó el caso del cuarto cerrado. Nunca lo resolvieron.

Me sorprendió, no había escuchado hablar de ese caso en mis ocho años en la

fuerza. Joe continuaría, sabía cuándo un oyente se quedaba con ganas de más.

Me preparé para gastar en un segundo café.

—Ellos nunca se rindieron, Tom y Nancy, la pareja más explosiva que conocimos

por aquí.

¿Qué hacían?, ¿subían y bajaban tomando el tiempo, rehaciendo el crimen? Si es

que había sido un crimen. Señalé la cafetera, Joe había ganado la partida. La

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máquina hizo esas gárgaras extrañas, Joe dejó salir vapor y colocó el café bajo el

chorro de agua caliente.

—Una familia asesinada, puertas y ventanas cerradas. Solo se salvó la hija

menor, visitaba la casa de sus abuelos la noche fatídica.

Escueto, el viejo Joe. Dejó el pocillo sobre el mismo plato, como si no viera el

líquido oscuro que se me volcó la primera vez.

—Tom y Nancy juraron que lo resolverían. Mi padre decía que lo lograrían, yo

nunca lo creí.

Joe tenía tantas arrugas pero nunca había pensado que fuera hijo.

—¿Tu padre también vive aquí?

—Papá murió hace veintidós años, en el verano de los incendios que se llevó a

tantos.

—Eso me lo contaron, Joe, cayeron doce miembros de la fuerza.

—Tom y Nancy los primeros, media docena de personas sobrevivieron por ellos.

El café me quemó, olvidé contenerlo un rato en el buche, sorprendido por la frase.

Si Tom y Nancy estaban muertos, ¿a quién había visto jugar en las escaleras?

—¿Entonces quiénes eran los que vi?

Joe puso esa mirada de reprobación de los padres cuando los niños les piden que

les cuenten el cuento que acaban de terminar.

—A Tom y a Nancy, ¿a quién más? Nadie vivió allí desde el crimen.

Sostuve la vista en los ojos cansados del propietario del café, no encontré en ellos

signos de burla. Pagué mi consumo. Hice los restantes recorridos sin ingresar en

el callejón. Poco más recuerdo de lo que vi esa noche, pasé el resto del turno

ensayando cómo pediría mi traslado a otra barriada, antes que la pareja me viera

en la calle cortada y me sumara a sus investigaciones. Sería patético ganarse el

cielo y estar obligado a abandonarlo cada noche para resolver el misterio de un

cuarto que nunca conocí.

Gaby Escobar

México

Epílogo

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Todo tiene un fin,

las ilusiones, las lujurias punzantes,

los idilios, sustento de la hombría,

y la bella edad.

Todo tiene un fin.

La vida vivida,

el garbo, el donaire,

la satisfacción de secreciones esparcidas

en mil vientres.

Se extingue el otrora mancebo;

tiene desdentada la sonrisa,

la virilidad se ha despedido

para no volver.

Envejeció al ritmo del tiempo,

su luz se opaca

entre sombras y ocaso.

Calla la noche,

el pulso decrece,

la conciencia se aletarga

y balbuceos renacen

en la comisura de los labios.

Vuelve al inicio,

antes de que llegue el fin.

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Alan Amado Lemus

México

25 años

Las moscas

Una mosca aterrizó sobre mi pantalón. Se posó sobre mi pierna y luego murió.

La vi cuando ya estaba muerta y la quité de un golpe.

Recuerdo que ese día hacía calor, un calor horrible.

Las demás moscas volaban por el comedor. La gente las alejaba con la mano.

Pero las moscas seguían volando alrededor. La que golpeé fue al suelo y un

hombre robusto la barrió y la tiro a la basura. Pero las demás moscas no notaron

su falta y siguieron volando en el cuarto.

Leía una nota en la sección de locales. Un hombre caminaba por el puente que

lleva al centro de la ciudad. Murió antes de llegar a la mitad y cayó debajo del

puente. La gente pasaba cerca sin darse cuenta. La hierba lo escondió bien,

hasta que una mujer lo vio un par de días después. Leí la nota en la sección de

locales. Recuerdo vagamente ese día.

Hacía calor, un calor horrible.

Álex Cabrales

México

29 años

Juan Amparán

Ya pasaban de las doce y la reunión semejaba más a los integrantes del poder

legislativo en sesión antes que una celebración por jóvenes preuniversitarios

durante el periodo vacacional. Si no abandoné el lugar fue porque mi amigo y su

amigo aún mantenían esperanzas de platicar con dos muchachas que se

encontraban en el otro grupo, donde un individuo que se mostraba ridículamente

generoso monopolizaba su atención. Así, mientras éstos disputaban «tú te quedas

con la del ojo chiquito y yo con la morena» «no, yo voy con la del pelo largo y tú

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con la altota», yo escuchaba el aluvión de risas producidas por aquel sujeto.

Además, tampoco sabía el camino de regreso a la casa de mi amigo, de modo que

opté por hacer lo que aprendí viendo a nuestros decorosísimos representantes en

el Canal del Congreso: dormir.

Después de un rato, ellas agotaron las risas que les quedaban para el resto de

sus vidas y una ligera luz entró en la cabeza de mi amigo y su amigo, mientras

se vieron fijamente pensando: YA VÁMONOS. Sin embargo, la historia siempre

se muestra caprichosa y sujeta a accidentes, como aquel momento cuando un

barco zarpó y al desembarcar sus tripulantes fueron tomados por dioses; o ese

otro de la nación más repudiada que tuvo un presidente querido por todos, pero

que cometió el error de transitar la calle Elm a bordo de un automóvil

descapotable.

Por lo tanto, y continuando con la lista de tragedias, la voz de un integrante del

otro grupo, cuya presencia no había notado, se alzó al mismo tiempo que todos

dejaron de hablar, pronunciando un «vamos al panteón».

*

Un codazo seguido de «ya despiértate, güey» me sacó de la quimera legislativa.

No entendía lo que pasaba, pero me uní a los demás para formar un solo grupo

constituido por: mi amigo y su amigo, las dos muchachas, el sujeto que las hacía

reír apodado El Greñas, yo, y por último, la otra mente privilegiada, intuitiva,

quien tuvo la destacada idea de ir al panteón en la madrugada (y nosotros la aún

más asombrosa disposición de cumplir su voluntad), cuyo nombre olvidé, pero

dentro de mi recreación mental aparece indistintamente como alguno de los

Beatles.

Caía una lluvia suave al momento de caminar sobre un terreno próximo al

camposanto. Una barda dividía ambos lugares y pretendíamos atravesarla para

entrar sin llamar la atención del velador. Durante el recorrido meditaba acerca

de la sensatez del plan y pensé en la mansedumbre que seguramente mostraron

mis amigos cuando el quinto Beatle externó su sueño húmedo de ir al panteón a

drogarse o hacer sabrá dios qué, con tal de tener otra oportunidad para hablar

con aquellas dos. Avanzábamos en fila india y el amigo de mi amigo era quien se

encontraba próximo a mí. Sorpresivamente musitó «ya me dio miedo, mejor diles

que no vamos» así que decidí ir por mi amigo para comunicarle los deseos de su

amigo y los míos también. No obstante, ya mencioné antes las veleidades de la

historia y, a pesar de mis notables esfuerzos, mi amigo ya se encontraba adentro

del panteón.

*

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«Aquí está doña Genoveva, que me cuidaba de chiquito. Dice mi mamá que yo la

quería mucho, pero ya no me acuerdo de ella. A la derecha tenemos la tumba de

César Reyes, el parralense que casi juega en la primera división, pero se mató

en un accidente automovilístico. Me avisan si ven la lápida de mi abuelita, se

llama Dolores Pérez». El Greñas tomó el rol de guía turístico, llevándonos por el

panteón como si se tratara de una excursión escolar. La lluvia aumentaba y se

complicaba el paso por el lodo. De pronto, el John-George-Ringo-McCartney tomó

la delantera para anunciar «compañeros: los traje aquí porque quiero buscar el

tesoro de Juan Amparán y para fumarme un porrito en su honor».

Nosotros no sabíamos a lo que se refería, aunque evidentemente no me

sorprendió la parte de fumar. Él y El Greñas discutían sobre el derecho

inmutable que cada uno tenía de perseguir una tumba o la otra. Nos reunimos

alrededor de ambos como jueces mientras ellos exponían sus argumentos. El

Greñas, ya en plena intoxicación etílica, se amparaba bajo la nostalgia de

recordar a un ser querido, en este caso su abuelita, a la cual no visitaba desde

hace mucho tieeeeeeeempo, según nos informó, gesticulando ridículamente. Por

otra parte, el del cuarteto de Liverpool, apelando a su futuro título de historiador,

sugirió perseguir una leyenda urbana local, la cual resultaba tan poco conocida

por los habitantes de Parral; en primer lugar, por su pobre conocimiento de la

Historia y, en segundo, dado que dicha fábula se ha visto opacada por otras

leyendas que circulan sobre el mismísimo general Villa, quien también descansa

en este panteón y su tumba ha sido profanada en diversas ocasiones.

Por primera vez en la noche me sentí motivado ante lo que presenciaba. No

obstante, el Greñas rechazó violentamente al tribunal de justicia que formamos

y se echó a caminar solo. Dio unos pocos pasos antes de caer en un pozo que la

lluvia cubría hasta la superficie. Todos nos apresuramos para auxiliar al Greñas

y después de varios jaloneos pudimos sacarlo, pálido y empapado. Con tristeza

tocó la bolsa de su camisa para sacar una cajetilla de cigarros estropeada por el

agua.

*

Encontramos refugio en un mausoleo inacabado. El Greñas seguía amarillo y ya

no habló desde que lo sacamos del agua. Finalmente, mi amigo y su amigo

tuvieron oportunidad de platicar con las dos muchachas a quienes el sueño les

empezaba a ganar. El historiador cumplió parte de su promesa y fumó en honor

a Juan Amparán, aunque no encontró su tesoro. Todos aseguramos que inventó

la leyenda.

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La neblina se dispersaba y dejaba ver los primeros rayos del sol. Regresamos a

casa.

Katherine Quirós Bonilla

Costa Rica

24 años

Necrófagos de Concreto

Vivo en una cueva

donde el palpito encoge mis huesos y revienta mis venas,

a diario me transformo en cenizas metálicas por el deterioro.

Torpe lenta agonía, esperar una salida: 24/7-24/7.

En la oscuridad,

un rayo toca el papel,

un tanto menos amarillo que mi dermis.

Este espacio no alberga ruido, tránsito, ni condenas.

Vivo en una cueva

donde el palpito encoge mis huesos y revienta mis venas,

24/7-24/7

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Sharon Gorosito

Argentina

20 años

Mi paz

En el desorden de las

sílabas encuentro mi paz.

Un enorme reclusorio azul

en donde puedo bailar y

cantar, nadie ve, ni se apena

de mis movimientos.

No siento los ojos, ni las voces

en mi espalda

mi alma está pulverizada

Carolina Lucio

México

22 años

Ella es actriz

Primer acto

Ella es actriz. Todas las mañanas abre los ojos al oír la alarma que avisa del

nuevo amanecer que se asoma frente a su ventana iluminando poco más de lo

que parece ser un cuarto de hotel. Los párpados pesan, no obstante mira el

celular para observar aquellos que podrían ser los nuevos escenarios de su vida

pero con el rostro de otra persona.

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Se levanta casi con un impulso externo a ella, el agua del baño resulta pocas

veces tan satisfactoria y esta no parecer ser la excepción, tocando el cuerpo,

marcando las sensaciones y haciendo “sentir” al final, bueno para los amantes

de la fresca mañana pero no tan afortunado para aquellos que requieren estar

en sueño para poder disfrutar.

Uno, dos, tres movimientos y ella está lista para salir a aquel mundo que promete

más de lo que puede cargar, mira al juez del espejo y luego del veredicto, sonríe

con la mirada de aquellos que han triunfado frente al monstruo del reflejo. Sabe

que el día será bueno, bueno hasta donde ella le deje llegar.

El resplandor del sol ciega en la acera junto a las delicadas piernas de ella, un

aire estruendoso quizá por el viento quizá por las voces de esa ciudad impiden

convivir con sus pensamientos y se dedica a observar el paisaje que se presenta.

Imposible omitir que está ahí, examina cautelosamente alrededor, cuestiona si

es que la vida de aquellas personas será siquiera mínimamente interesante como

en libros se piensa, o si acaso es en ella los deseos atestados de que no sea sólo

un día más y haya algo más que esperar fuera del círculo de la monotonía.

Llega al tren con un elegante retraso que piensa oportuno por la gran dicha de

contemplar la hermosura de la existencia misma, sube e intenta buscar su

asiento evitando hacer contacto con los ojos del ajeno, porque ciertamente un

buen actor no hace contacto con su público, no si la obra no lo requiere, así que

se limita a mirar al frente y toma lugar al fondo del vagón.

Segundo acto

Pasado el mediodía se da cuenta que ya lleva al menos poco más de dos horas de

su vida en esas cuatro paredes, se acercan personas a ella e intercambia

palabras, uso de la comunión fática que tan absurda le parece pero que se siente

con la necesidad de formar parte de.

Una y otra llamada, su voz melodiosa encanta a quien llama y belleza que

cautiva a los pocos que llegan de visita en aquel edificio. Ella sabe que gustan de

su presencia y tímidamente sonroja no sin antes predecir los pensamientos de

los otros y no esperando menos de que así sea como le piensen.

Luego de unas horas cree sentirse cómoda, tontea e intercambia discursos con

las personas del lugar, hace su esfuerzo por tomar atención a lo que se dice

esperando tener su turno de habla y comentar algo en sumo contribuyente a la

plática. Escucha atentamente, la sensación de desagrado avecina cuando sabe

que hay otras vidas que son más interesantes ser vividas y luego de un breve

silencio, redirige la plática a las ideas del futuro incierto que de pronto parecen

más prometedoras que el presente mismo.

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El tiempo se vuelve pesado y espera con desaire el momento de retirada, manos

que acrecientan la impaciencia de aquella dama que ella sin saber (sin querer

saber) el por qué, espera el final del día. La sonrisa vuelve a su rostro cuando

nuevamente se crea una pequeña charla laboral, intenta congeniar y apoyar lo

más que pueda hasta que es así que de nuevo se siente completa recibiendo

muestras de agradecimiento y de cumplidos por su buen comportamiento y noble

genio.

La luces de la ciudad indican la finalización del breve encierro, ella sale corriendo

de regreso al tren y después a pie justo unos pasos lejos de su hogar. Finalmente

toca la puerta de metal frente a ella, sale un hombre que le saluda y

posteriormente la hace pasar por el gran pasillo lúgubre con una tenue luz al

fondo que le recuerda su andar.

Tercer acto

Llegan dos personas al cuarto donde ella ahora se encuentra sentada, toma agua

de una vaso y fija su vista en lo transparente de la misma, tan cristalina que le

invita a despejar los pensamientos negativos del mundo, o visceversa. La visten

con elegantes telas, un vestido verde que contrasta con el ámbar de sus ojos y

acentúa el cabello marrón que cae hasta su pecho. Ella prefiere maquillarse sola

para hacer que todos en la habitación se retiren y pueda tener un momento de

silencio consigo misma, cosa que cumple con satisfacción y ahí de nuevo se

encuentre ella...sola con ella.

—¿Así estará bien?— se pregunta ella al tratar de encontrar las mejores

expresiones en su rostro para usarlas en escena y causar una mayor emoción en

el público que afuera espera. Luego de unos minutos toma el arma que acompaña

a su personaje y se dirige al escenario donde su compañero de teatro la espera

para iniciar la actuación.

La obra transcurre con naturalidad, ya en la escena final las voces paran y

esperan con cautela el final de la historia donde la mujer entra en pánico y revive

los mejores y peores momentos de su vida antes de suicidarse. Ella continúa con

el papel asignado, lo hace tan bien que el público enmudece y empieza a llorar

en el momento en que su personaje relata su lamentable vida y decide cargar el

arma para romper su corazón por fin de todas las maneras posibles.

Ella cae al suelo y se cierra el telón. Tras unos segundos sus demás compañeros

se posan en el escenario y al abrir de nuevo la cortina, dan unos pasos al frente

tomados de las manos agradeciendo al público a su vez que son ovacionados por

su actuación tan perfecta y única.

De los ojos de ella empiezan a surgir las lágrimas del papel bien dado, quizá

porque nuevamente es más atractivo el teatro que su vida, esperando tener un

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final tan deseado pero también tan aclamado como lo es en ese momento. Final

digno de la memoria y no una cifra más que se desvanece en el tiempo a expensas

de unos cuantos que son sin embargo los críticos del acto.

A veces todavía se cuestiona su permanencia y relevancia frente a un público que

se ausenta en los primeros dos actos, porque nadie llama a la atracción frente a

la cotidianeidad tan fácil. Pero ella es actriz, no actriz de teatro sino actriz de

vida, piensa que sigue teniendo el papel principal dentro de esta narrativa que

algún día, quizá mañana, acabe de tal forma y gloria como aquel día.

Manuel Navarrete Salazar

Perú

35 años

La vida puede ser una flor

- Era un Volkswagen rojo. No tuve tiempo de apuntar el número de placa porque

el tipo se dio a la fuga apenas lo arrolló.

Tirado de espaldas en el suelo, Santiago vio a los paramédicos ponerle el collarín

en el cuello, para luego cargarlo y colocarlo sobre una camilla en la cual fuera

metido en la parte posterior de la ambulancia que había acudido en su auxilio.

En el trayecto rumbo al hospital, tuvo aún la lucidez necesaria para recordar los

momentos previos a aquel accidente: Su llamada a la oficina del gerente para

justificar su ausencia, su salida de la casa rumbo a la de Elena, y la discusión

acalorada sostenida con esta; siendo esta última más que suficiente para ponerlo

a caminar por las calles como un zombi sin sospechar que su mente ensimismada

lo haría no percatarse del vehículo que llegaba directamente hacia él para acabar

embistiéndolo de un modo tan violento que llegaría a dar una vuelta completa

por los aires antes de caer derribado sobre el pavimento.

- Las heridas son graves. Deberá permanecer en cuidados intensivos hasta que

podamos dar un diagnóstico final.

No se había percatado antes cuán lento suele transcurrir el tiempo cuando se

está uno tirado en una cama por horas y horas sin nada que hacer, puesto que

siempre había sido un hombre muy activo. En el transcurso de los días (que sintió

como si fueran años) que permaneció en el nosocomio, se topó con emociones que

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hasta entonces habían permanecido ocultas en el fondo de su ser. Conoció la

incertidumbre, la abulia, el miedo, y si bien ya antes las sintiera en algunas

ocasiones, no habían llegado nunca a apoderarse de él con el ímpetu con que lo

hicieron en esos precisos momentos. Pensó: Si me hubiese ido al trabajo, nada de

esto habría ocurrido. Y todo por culpa de esa maldita ramera.

Fue al tercer día, cuando oyó que los médicos le decían que no había más remedio

que amputarle las piernas, que sintió por vez primera al mundo derrumbarse

sobre él. Hubiera podido aguantar con cierto estoicismo el hecho de ser despedido

de la empresa, luego de que eso de que el médico me recomendó pasarla todo el

día en la cama quedara al descubierto como una simple patraña. Del mismo

modo, hubiera soportado el hecho de verse solo de nuevo a raíz del rompimiento

con Elena, superando de a pocos su innoble traición. No obstante, la idea de pasar

el resto de su vida sin piernas era simplemente inaceptable, y fue así que los

doctores tuvieron que sedarlo incluso horas antes de que llegara el momento de

efectuar la operación.

Dos días después de realizada la intervención y recobrada nuevamente la

consciencia, Santiago se la pasó mirando fijamente el techo de la sala en la que

estaba, sin ingerir bocado alguno ni pedir que lo llevasen al baño cada vez que

tenía ganas de orinar a raíz del suero, razón por la cual las enfermeras no

tuvieron más remedio que ponerle pañales dos o tres veces por día para evitar

infecciones. Aun así, a pesar de que daba la impresión de parecer un vegetal, su

mente se encontraba en continua actividad recordando momentos que deseó con

ahínco haber podido trastocar, como la vez en que conociera a Elena en esa fiesta

a la que, en un primer momento, había pensado no asistir. O aquella otra en la

que se negara a aceptar la propuesta de un tío suyo de llevárselo a España porque

mi plan es desposarme con Elena, tío y, discúlpame esta vez, pero la amo y no la

pienso abandonar.

Al sexto día, un Santiago más voluntarioso pretendió levantarse de la cama por

sí solo, rechazando la ayuda que las enfermeras le ofrecieron para colocarlo en la

silla de ruedas de la cual, a causa de su acendrada obstinación, se cayera en más

de una ocasión, incorporándose siempre para intentarlo de nuevo y volverse a

caer, aceptando finalmente la ayuda que antes rechazara.

El domingo del día siguiente el hospital se desoló. Tan solo quedaron de guardia

un par de médicos y unas cuantas enfermeras que se darían abasto para atender

a todos los enfermos. Santiago, pudiendo al fin colocarse sin necesidad de ayuda

sobre la silla de ruedas, se aventuró por los vacíos pasadizos del piso en que se

hallaba, para luego dirigirse a una ventana desde la cual pasó largos minutos

observando el jardín de la parte posterior. Aún recordaba el suave olor de las

magnolias y de los jazmines, así como de las otras flores que solía sembrar en la

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época en que laburaba como jardinero, en aquellas grandes casas de las zonas

más acomodadas de Lima, desde las cuales había soñado muchas veces con tener

la suya propia para así cultivar su propio jardín, con geranios y jacintos regados

por doquier y en compañía de Elena y de aquellos dos hijos que había pensado

tener junto a ella.

Al caer la noche, ya instalado en su cama, se hundió mucho más en aquellos

pensamientos que lo habían embargado en casi toda la mañana, y fue así que,

con el convencimiento de que nadie lo vería, decidió llevar a cabo el proyecto que

se había trazado esa misma tarde, para lo cual se dirigió nuevamente a los

pasillos con el fin de encaminarse hacia la misma ventana desde la cual se

pusiera a contemplar el jardín.

- Si he de morir - pensó - que sea en medio de geranios, tulipanes, jacintos y

jazmines. Al fin y al cabo, ya sé lo que se siente ser uno de ellos.

Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano se colocó sobre el alfeizar de la ventana,

miró hacia abajo, tomó una profunda bocanada de aire y cerrando los ojos se

lanzó al vacío, convencido de que arrojándose desde ese piso noveno lo más lógico

sería que llegase a morir.

.................................

A la mañana siguiente lo encontraron tirado boca abajo en medio del jardín, con

increíbles señales de tener aún aliento. Lo llevaron de emergencia a cirugías con

el terco propósito de salvarle la vida, cosa que hicieron a pesar de las graves

consecuencias del golpe y de la cuantiosa cantidad de sangre que había perdido.

Fue a los dos meses, luego de ocurrido su intento fallido de quitarse la vida, que

Santiago recobró la consciencia. Se vio conectado a una serie de tubos por las

únicas partes de su cuerpo que no estaban cubiertas de vendas y al instante se

dio cuenta de que ahora ni siquiera podía moverse. Quiso llamar al médico, pero

no pudo. Quiso gritar, soltar en el aire profusos alaridos y con ellos la indignación

y molestia que le produjera el hecho de que no él, sino otros, hayan decidido qué

hacer con su vida. Quiso al menos poder mover la cabeza para ingerir las

pastillas que yacían contenidas en el frasco ubicado en la mesa de al lado y así

darse la oportunidad de tener un último intento; mas, no pudo. Y fue así cómo

Santiago descubrió que la vida, a raíz de un cúmulo de circunstancias casi

siempre imprevistas, bien puede llegar a parecerse a aquella que suele tener una

flor.

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Raziel Simons Young

México

34 años

Bucle temporal

Abro los ojos y siento un fuerte dolor de cabeza, antes de preguntarle cómo se

llama al hombre que se encuentra a lado de mi cama, me llegan imágenes del

sueño aterrador que tuve, un oso con dos cabezas me desgarró el cuello y

desparramó mis intestinos, esta bestia me atacó inmediatamente después de

tomar una piedra con extraños símbolos, que brillaban en la oscuridad. Me

encontraba en una cueva en medio del bosque. Aquel hombre permanecía callado

observándome, su rostro se me hacía familiar y definitivamente tenía la

sensación de vivir un deja vu.

― ¿Me puede decir su nombre? ―Le digo mientras lo señalo.

―Sr Antón, esta conversación ya la hemos tenido, de hecho, he perdido la cuenta

de las veces que me ha preguntado lo mismo ―respondió, haciendo un gesto de

sorpresa.

―Puede explicarme por favor, me siento desconcertado.

―Claro, póngame atención, estoy seguro que su cerebro en esta ocasión logrará

asimilar todo lo que está ocurriendo. Usted está sufriendo los efectos de unas

partículas llamadas taquiones, a las cuales yo fui quien lo expuso, probablemente

no lo recuerde, pero después de perder a su esposa en la explosión, sus

sentimientos de remordimiento hicieron que aceptase la propuesta que le hice.

La añoranza de lo que pudo ser, es uno de los sentimientos con más potencia en

los hombres, los puede hacer capaces de lo que sea.

―Exactamente, ¿Qué fue lo que acepté a hacer? ―pregunté asombrado.

―Verá, en el centro de la explosión, yace la respuesta a todos los misterios de la

humanidad, y también Usted puede encontrar la fórmula para traer de vuelta a

la vida a su esposa, sin embargo, necesita hallar tres piedras especiales, que no

son de esta tierra, como la que tiene en su bolsillo.

― ¿Cómo sabe eso?

―Al igual que las piedras, no soy de este mundo, simplemente soy un conducto,

un mensajero que ha venido a liberar este planeta. Sr Antón, recuerde, necesita

llevar esos objetos al epicentro del Evento Tunguska, como lo han llamado los

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pobladores. En el último intento, creí que no lo conseguiría, el oso lo mató, pero

consiguió quitarle la piedra.

― ¿El último intento?

―Los taquiones mi intrépido amigo, han provocado que caiga en un bucle

temporal, estas partículas viajan más rápido que la luz y actúan directamente

sobre su cerebro. Cuando muere, regresa en el tiempo, justo a este preciso

momento, esto nos asegura que encuentre todas las piedras.

― ¿Cuántas veces he muerto?

―Hasta que encontró la primera roca, me parece que fueron 70.

Andrea Gabriela Esquivel

México

21 años

El asiento trasero

Querido, Josué:

Otro mes en el que tengo que acostumbrarme a esto que me adolece por tu

partida. En el que no puedo escuchar tu voz sin tener que reproducir algún vídeo

de mi teléfono, en que el claro de mi reflejo no se ve en tus pupilas ni tu sonrisa

torcida es causa de la mía.

Sé que lo sentí la primera vez que lo supe, te lastimé. La desdicha fue por mí,

pero no me había acogido tanto como ahora. Recibo como castigo divino el

resquemor de los deseos mezquinos de mi nesciente corazón.

No puedo acusarte de haberme amado, ni me siento compungida de mis

sentimientos por ti.

Constantemente recuerdo la última vez que me obsequiaste un ramo de flores.

Sus pétalos eran tan suaves, podrías deslizar tus dedos sobre ellos y jamás

saciarte de la textura. Su olor es una fragancia que se vuelve adicta. ¡Y de la

vista! ¡Qué grata es! Hay tanta vida en cada tono de rosa, anaranjado o violeta.

Quieres mantenerlos con vida lo más que puedas, pero ni en las flores puedes

detener lo inevitable.

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Revista Literaria Ibídem

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No pude evitar tu muerte, pero mi consciencia, autora de la acuciante mustia de

mi vida, me acusa de la poquedad de amor que te ofrecí.

Siempre supe de tu talante para amarme, con todo o aún sin nada. Sublevada o

sosiega. Incauta, rebelde, escueta, pero sumergida en amor por ti.

Pero me arrepiento de haberte compartido mis pasiones, suplicios, sueños y

placeres. Lamento que hayas visitado lo recóndito de mi alma y que cicatrizaras

las heridas que aun sangraban.

Hasta el último segundo de tu vida solo querías que estuviera bien, porque fui

incapaz de regalarte una sonrisa que calmara tu angustia. Tuviste que salir a

comprarme un ramo de flores, de diversos tamaños y colores.

Y si te hubiera dicho que tu amor me bastaba, que tu aroma serenaba mi alma.

Si te hubiera dicho tal vez seguirías aquí, aunque no conmigo y nadie hubiera

tomado tu vida.

Y cuando éstas se marchitaron, sentí cómo la vida se me iba y un trozo de mi

corazón se desvanecía. No alcanzaste a entregármelas ni decirme “son para ti, sé

que son tus favoritas”, pero cuánto me quema el no poder decirte que estás aquí

y que eso vale más que algún campo de margaritas. Permanecieron guardadas

en el asiento trasero de tu automóvil, antes que un bullicio llevara tu alma al

cielo.

Te escribo esta carta con la esperanza de que su lumbre llegue hasta a ti dónde

quiera que estés porque no quiero quedarme con este ahogo que me aqueja de

decirte que eres lo que más amé.

Imploro tu perdón, te prometo que esta vez te sonreiré.

Con todo el amor que conocías y que te faltó conocer,

Lizeth.

Erika Muñoz Gutiérrez

México

21 años

Del amor que siente Marte por Venus

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Revista Literaria Ibídem

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Empalmas tus manos a mi cintura,

y recorres esas colinas con los dedos.

Eléctrico el calor que emana,

y hierve el sudor.

Lo cálido de tus brazos me rodea,

y trazas rutas en torno a mi figura.

Siento el ardor de los rasguños,

materializados en franjas rojas

que llenan mi espalda.

Colisionamos.

Sin salir de este universo.

Edgar Alejandro Guadarrama Rueda

México

31 años

Boulevard Bontefield

Se sabía que había llegado de algún lugar lejano, se decía que venía a cumplir

una importante misión. Algunos afirmaban que había luchado contra gigantes,

dragones, brujas y que hasta había causado la rendición del ejército de Mulemar.

Lo único cierto es que ahora se paseaba cadencioso y bonachón por el boulevard

Bontefield sin prisa alguna, como si la fortaleza y audacia con las que era descrito

por el pueblo, las hubiera cambiado por un andar sin preocupaciones.

Sus pasos parecían pausar el tiempo con cada levantada de chancla. Sus cortas

bermudas bombachas combinaban con su camiseta holgada de la que se asomaba

una panza abultada y gelatinosa. Sus gafas de sol le permitían caminar con la

cabeza levantada que de vez en vez agitaba para presumir su cabellera dorada.

En esos meneos de cabeza, el sudor salpicaba a la gente que al propósito se

acercaba para ser bendecida.

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Revista Literaria Ibídem

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El sol caía poco a poco, más de a poco que de costumbre, algunos dijeron que

aquella tarde duró tanto que llegaron dudar que volviera a anochecer. Era como

si el sol tampoco quisiera perderse de su marcha orgullosa, lenta y triunfal.

Llegó hasta el malecón y la brisa del mar soplaba tímidamente, el oleaje estaba

tan calmado, que hacía ver a la mar como un pequeño cachorro manso. Se

detiene, sacude otra vez la cabeza, se acomoda de las gafas, se rasca la panza,

bosteza un poco y recomienza su andar. La gente a su alrededor está fascinada,

saben que pronto hará algo fantástico, algo digno de recordar, no saben qué será,

pero saben que vale la pena esperar.

– Seguro viene a acabar con las pandemias – un murmuro se atrevió a señalar.

Con más confianza alguien por ahí también dio su opinión – ¡o con los asesinatos!

–. Las voces se multiplicaron extasiadas y a cada uno le tocó atinar el problema

que venía a resolver – ¡acabará con los asaltos!... ¡no! ¡abajo el falso gobierno!...

¡La indiferencia!... ¡La desigualdad!... ¡La pobreza!... ¡La contaminación!... ¡La

opresión!... El avispero se había desatado en tumultuosas peticiones.

Sin inmutarse si quiera, sacó un pie de la chancla y pisó la amarillenta playa. La

gente calló. Con sus largos dedos apretaba la arena y después la dejaba caer,

repitió esta acción tres veces y después puso el otro pie. Se quitó las gafas y miró

hacia el horizonte mezclado de cielo y mar, y ahí se quedó un momento mirando

la tarde. Después se sentó, encogió las piernas y con las manos detrás de la

espalda, se dejó acariciar por los últimos rayos de sol.

Ninguna de las historias que se cuentan sobre mí me parecen ciertas, me ha

crecido la panza, se me ha caído el pelo, las gafas de sol eran para disimular mi

ceguera que me hacía caminar lentamente, eso era lo único cierto, más cierto que

aquella puesta de sol que era casi invisible, no distinguía si aquel mar

juntándose con el sol, era sólo una mentira crepuscular de un renacimiento de la

luz que hacía pensar a todos que estaba oscureciendo.

Entonces se levantó, se desprendió de la camisa, escuchó el achicharramiento de

la arena bajo sus pies y sintió el picor de esos granos que sólo quitó cuando el

agua tocó sus dedos, la espuma revoloteó alrededor de sus tobillos y cuando la

marea golpeó sus rodillas, redobló sus esfuerzos para seguir mar adentro.

La gente gritó – ¡miren, miren… seguro cruzará el océano nadando! Algunos

otros contagiaron la idea descabellada de que un tiburón acechaba y el héroe

lucharía contra él. Sin embargo, antes de que la mar le cubriera el pecho, se

quedó quieto, vigilante, esperando. Todos quedaron expectantes, impávidos,

sedientos, con un hueco en el estómago.

Es tan calmo, suave, lo dulce de lo salado que salpica mi boca, que habita mi

lengua y traspasa hasta mis entrañas. No veo que hay más allá y no tengo miedo,

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es desconocido, pero no tengo miedo, es la peor batalla, pero no tengo miedo.

Estoy mecido, arrullado, mojado, iluminado y calentado por el naranja que se

comió el azul. Es el momento.

Bajo la cabeza, reverencio al infinito y después beso la inmensidad.

Mis pocos cabellos flotan, se aferran a la superficie, pero la fuerza de mi nariz

los arrastra a la profundidad. Seguro allá afuera nadie sabe lo que pasa, les doy

tiempo de imaginar, de crear historias, que crean lo que quieran, ya les cumplí

una vez más.

Ricardo Quintanilla del Aguila

Perú

19 años

Inventario básico del universo hispano

Antes que nada, abundan autores por los aires, balanceándose dentro de

burbujas con la punta de un cuchillo. ¡Donde caben uno caben dos! Detrás suyo

se esfuerzan por el estrellato fieramente famosos galantes que gritan a todo

pulmón desde el gollete: “Hay un nombre para cada cosa”. Hay en las sombras

91 hombres puros de tiempo holgado e inefable que impresionan hasta el júbilo

con sus iconográficos juegos a las más valiosas jovencitas. Dueños de las

esquinas, 4 quioscos kantianos, falsamente sublimes, y un káiser en katiuskas

labora largo y tendido sobre el llanto del lenguaje. Moldea el aire un mazo de

esperanza y, a la izquierda de todo, 737 niños ñoños hacen ñoñerías otorgando

oro a los extraños. En el extremo primario está posicionado un puente de

palabras, cuyas columnas hechas de prosapia son quiméricas barreras

culturales. Sobre sus pies descansa el Quijote que come una quesadilla junto a

un quídam. A rastras por el suelo, 68 reptiles ciegos buscan aquellas fuentes,

llenas de rosas, de los emperadores romanos. Cabe resaltar que es sabido por los

presentes que el sabio servil es más siervo que soldado sudamericano. Y entre el

tumulto todo se distingue tiernamente: el testimonio casi taquigráfico de un

singular pueblo. ¡Uf, ya casi acabamos! Ubicado detrás de todo, un universitario

ulula teorías abstractas a modo de unipersonal. Las partes finales del

vademécum hispano son completadas con aves de un verde voluptuoso y

virtuosos vividores que de tanto whisky se identifican con un WC. Aún tanta

gente xerográfica, la xenofobia se extiende por las 20 yardas del yacimiento del

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yo. Por último, a los bordes, los zorroclocos resguardan la zona, pues solo entran

5 zambos a zancadillas todos zarrapastrosos. Lo demás se consigue mezclando.

Ahora mezcle. Mezcle perspicaz.

Pamela M. Quino Montenegro

Bolivia

33 años

Ojos cerrados

En cuanto traté de abrir los ojos, supe que algo estaba mal.

Era de madrugada y me encontraba en un lugar en el que nunca antes había

estado. Tímidamente, intentaba reconocer ese sitio.

Trataba de recordar qué había sucedido, cómo había llegado hasta aquel frío

lugar. No podía reconocer a nadie de los que estaban allí, ni siquiera podía ver

sus rostros.

Fue entonces que recordé a mi madre, la noche anterior me pidió que me quedara

en casa. Recordé su mirada, no era la primera vez que sus ojos hacían temblar

mis decisiones.

- “¿Otra vez vas a salir, hija? ¡Cuidado te vayas a ver con ese Carlos, no quiero

verte con ese hombre!”. Fue lo que dijo, mientras fruncía el ceño.

- “Ay, mamá! Ya estoy grande para que me digas con quien tengo que salir”.

Respondí.

Preferí no escucharla, solo salí de casa directo a encontrarme con él.

Desde hacía meses que Carlos y yo salíamos juntos. Pero nunca quiso que

comentara de nuestra relación a nuestros amigos.

Esa noche estábamos muy felices, él había logrado conseguir trabajo y yo tenía

la esperanza de que ahora si nos iríamos a vivir juntos. Pero cada vez que

hablaba del tema, el respondía que yo aún era joven para eso. Discutimos un

momento, pero logré que se calmara y fuimos a comer a un restaurante cercano.

Estando allí, una hermosa mujer se acercó a nuestra mesa y él no pudo controlar

la cara de susto. Aunque le extendí la mano para saludarla, ella no quiso ni

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tocarme, hablaban tensamente y ella me miraba de reojo todo el tiempo. Yo no

la había visto antes y mientras trataba de entender la situación y los reclamos

de ambos, él se paró de la mesa abruptamente y salió junto con ella.

Pasaron unos minutos y Carlos volvió a la mesa, pregunté qué pasaba y el solo

sonrío. Dijo que aquella mujer era una amiga de su ex pareja y que no le hiciera

caso si trataba de acercarse. Entonces, tuve la impresión de que la volvería a ver.

Salimos de allí y mientras caminábamos mi teléfono no dejaba de

interrumpirnos. Era mi madre que intentaba comunicarse conmigo, no pude

responder sus llamadas. No quise hacerlo.

Pasaron las horas y caminando llegamos a un bar. Mientras escuchábamos

música yo me sentía la mujer más feliz. Pero en el fondo, sabía que algo no estaba

bien.

Desde que esa mujer se acercó a nuestra mesa, la sonrisa se le había borrado.

Me anime a preguntar nuevamente que ocurría y solo conseguí que me gritara

en frente de todos. Recuerdo que salí molesta del bar, en cuanto logre alejarme

busqué un taxi, pero ya era muy tarde y las calles estaban vacías.

Por primera vez, yo lo había dejado sentado solo en un lugar. Por primera vez,

me atreví a no escuchar sus gritos. Me sentía victoriosa, hasta que me di cuenta

que al salir había olvidado mi teléfono y la cartera.

Mi pequeña victoria fue interrumpida por una especie de latigazo que sentí me

iba a quebrar la espalda. Fue un dolor, que ni siquiera me permitió gritar. Creo

que escuche los gritos de una mujer, pero no eran los míos.

Sentí de cerca el aroma de Carlos y estando tendida en el piso, pude ver sus

puños sobre mi rostro. Tampoco pude gritar, un nudo en mi garganta me

ahogaba.

Intente pararme, pero antes de eso; él me arrastró por el suelo hasta la oscura

vereda de enfrente.

Mis oídos no dejaban de silbar, casi no podía escuchar. Estando en el piso, se

sentó junto a mí y no recuerdo bien lo que murmuró. Yo sentía que toda esa calle

giraba a mí alrededor, mientras las lágrimas no dejaban de correr por mi rostro

como pequeños ríos.

En la vereda de esa oscura calle y sin saber qué hacer, vi como la mujer que horas

antes se había acercado a nosotros, se acercaba lentamente hacia mí… traté de

pedirle ayuda y no respondió, solo me regaló una mueca parecida a una sonrisa

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compasiva, con una de sus manos limpió mi rostro y me quede dormida

sintiéndome a salvo.

Ahora, con el cuerpo desnudo intento pararme de esta fría mesa. Recuerdo que

él no me trajo hasta aquí, me dejó tendida en el suelo y se perdió entre la noche.

Lo sigo intentado, pero aún no logro movilizar mis párpados.

En cuanto escucho la tenue voz del doctor, lo entiendo todo. En este frío salón al

fondo de este viejo hospital, todos estos cuerpos rígidos y fríos, esperamos a que

pasen a buscarnos.

Ninguno de nosotros puede abrir los ojos, quizás algunos así como yo,

permanecieron con los ojos cerrados incluso en vida.

Ahora solo me queda esperar aquí, a que mi madre pase por mí.

Adrián Rodríguez Bribiesca

México

28 años

En la noche de los deseos

En la noche de desvelo cuando la oscuridad intenta cubrir con su manto tenue el

olvido de tu recuerdo, miro tu fotografía y mi almohada oprime tu recuerdo

contra mi memoria y no te siento cerca, tras el luminoso del menguante de

primavera que se aproxima. En esa misma noche de deseos a través de mi ser

corre y estampa el aroma de tu cuerpo con frenético vaivén, revienta en mi

habitación la esencia de tu piel, las sensaciones de tus manos. En la noche de

deseos que me agita los deseos y hace libres hologramas de sabor de la dulzura

de tus besos, con gotas de tu amor.

En mi mente sucumbe una idea implorándote, abre los brazos y déjame entrar

en lo más hondo de tu cuerpo, lapidar tus dolores, acariciar tu tibio corazón y

marcar una sonrisa en tu rostro, dejándome ser quien te hace sonreír por las

mañanas, quien gaste tu cansancio en una noche y ganar por ti las batallas en

los campos de algodón. Ser el primero que veas al despertar y hacerte bailar

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sobre mis pies al ritmo del mismo matinal de esta memoria. Levanta los brazos

y sin pedir al cielo permíteme tomarte y con dulzura acariciarte, ser perfume

deseoso que recorre tu cuerpo y llevarte a todas partes. Gritar al eco de las voces

que te quiero y que te ansío y dejar sordo al silencio de la cadencia en tu cuerpo.

Para ti y para mí, tiempo de bailar, de danzar y remolinear. Quiero eso y todo lo

que no se ha inventado junto a ti. Para ti, para mí, para ser al tiempo uno y mil

amores escapados de un mismo encuentro. Quita la barrera de amistad y marca

el sendero de aventura, toma mi mano y volvamos a estar juntos en la noche de

deseos.

Deja ser yo quien invente el sonido en tu silencio, ser la fuerza que se desvanezca

entre tus brazos y quita tus anteojos para dejarme penetrar por tus pupilas.

Junta tus pies frente a los míos y levanta la cara hacia la mía, busca en tu pecho

el sentir que por ti dentro ahora llevo. Desata las correas de tus zapatos y siente

vibrar mi cuerpo frente al tuyo estremecer y palidecer, ante tu sexo que desgarra

mi pueril sentir. Núblame la vista y piérdeme el sentido con tu galante porte

colegial que abrupta mis deseos, hazme una escena de caricias. No te detengas

porque te necesito, ve hacia mí con trémulo cuidado de saber que lo nuestro está

prohibido.

Asalta en locuras y entrever deja mi ansia de ser contigo esta noche la unidad

del cosmos, agita el alma y no intentes separarte. Oh, que el cielo azul

desvanezca en mí tu aliento en un secreto que funge como cómplice de pudor

ilícito. En la noche de deseos, arrebáteme ideas que al final, con lágrima y sonrisa

parezca enamorado. En esa misma noche de mi deseo vuelve con la nada y con el

todo, con un buen amor y una copa de licor, que me enseñe a perdonar, a olvidar.

Vive en mis noches te pido apareciendo con olor a miel, con pompas de jabón, que

provoquen amnesia de ilusión sin ser olvido ni memoria.

En la noche y los deseos eres cada noche el actor de mi pensar mientras logro

recordarte más y el desvelo de la noche turbia se impregna en mí, giro mi

almohada y lo único que noto es tu vacío, no hay calor de suciedad ni oscura

tenebrosidad de un sueño mal dibujado. Tú conmigo, yo contigo en la eterna luz,

confieso que te quiero aun en que el mismo manto de la noche te arrebata de mi

mente y vuelvo lentamente a estar inconsciente sobre la almohada que alguna

vez ocupabas cuando sentías la enfermedad y en mi cama abrazos pedías. Que

esta noche de silencio grite en eco el amor que me haces sentir y vuelvas otra vez

a mí mañana, en la noche de los deseos.

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Hugo Cortés Rodríguez

México

26 años

La obediencia nocturna

Estoy aquí y eso es lo único que debe importarte. Escribe.

Juan Vicente Melo

Lento perece la mente

entre el sopor del ensueño,

porque el dolor no soporta.

El cuerpo es, entonces, otro,

los ojos miran distinto,

la voz pronuncia palabras

ajenas, de cuadrado eco.

Caminamos muertos, solos,

con la distancia insalvable

entre corazón y manos.

Caminamos en la búsqueda

de lo olvidado: un secreto;

buscamos entre los demás

sin saber qué buscamos;

mientras en trance decrece

la noche, que en arena acaba.

Crece la ciudad, desierta:

la soledad es su centro,

vuelta una enorme farola

en torno a la cual giramos.

Jhonatan Adderly Ramírez Huerta

Perú

30 años

El otro lado del santuario

He leído con entusiasmo El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Luego

de abandonar el santuario de libros olvidados, miré a don Isidoro Carpentier

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cruzar el picaporte del zaguán de la biblioteca. Me dirigía pensativo a una

rambla, con la intención de no detenerme. Al levantar la mirada, después de

acomodarme el sombrero de copa alta, una galera se asomaba junto al galeón.

La angustiada desesperación de los tripulantes, se hacían notar a simple vista.

Las ávidas y ajetreadas calles terminaban en inundaciones, los árboles se

convertían en inmensos volcanes, que arrojaban lavas ardientes. Tifón junto a

Cerbero emergía de las aguas, atacando a los tripulantes cegados y

esclavizados. Cada rincón, donde los libros yacían en anaqueles desvaídos,

era la única redención. Allí se podía vislumbrar un cántaro abierto, derramando

exuberante sapiencia desde el firmamento. Y las estrellas relucientes eran una

novela, un cuento, o un poema.

Los fuertes vientos que recorrían por toda las calles de aquella ciudad. Hizo

estallar los cristales del ventanal, que estaba frente al lector empedernido,

sentado en un sillón de felpas negruzcas. Haciéndolo despertar de su

prolongado letargo, que sostenía en sus manos la gran obra literaria del

"Manco de Lepanto". Tan pronto tomó su gabán y su sombrero, para luego

ponerse en marcha, con aquella lentitud que lo caracterizaba.

Encendió un cigarrillo, que tenía guardado en el bolsillo derecho de su gabán.

Muy pensativo por aquel sueño y por algunos párrafos del libro de Cervantes,

que había llamado mucha su atención. Abandonaba el santuario de los libros

olvidados. Desde algún rincón de una azotea, se podía vislumbrar saliendo a

un individuo muy raro y extravagante, diferente a toda las personas que

deambulaban a su alrededor.

Diana P. Martínez León

México

21 años

Reconocer (se)

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Las noticias en la radio siempre son iguales, hablan de contaminación,

delincuencia, tráfico, y uno que otro chisme sobre las celebridades, en realidad

no hay gran cosa que escuchar, pero Sofía prende este aparato por el simple

hecho de recordar a su abuela que se pasaba horas y horas escuchando música

mientras bailaban en la oscuridad de su sala con su perrito detrás de ellas,

encenderlo es una forma de volver a un pasado que se niega a soltar, es recordar

a quien ya no está.

Es por eso que todas las mañanas mientras se arregla para ir a su trabajo,

escucha las nuevas canciones y uno que otro anuncio sobre las promociones en

las tiendas de autoservicio, pero en cuanto comienzan las noticias sobre muerte

y violencia, ella le cambia. Tiene mucho miedo, se le paraliza el cuerpo cuando

escucha casos de mujeres desaparecidas y muertas, escapa de las noticias, pero

no se hace de la vista gorda, sabe que existen solo que no quiere pensar en ellas

todo el día con miedo, coraje, angustia y desesperación.

Sofía sale con un nuevo chico que la corteja demasiado, pero también la cela más

de lo que ella piensa que podría ser normal. A veces mantienen discusiones

largas sobre su físico, pues su pareja la encuentra sumamente guapa, y bajo esa

lógica ella genera que los hombres la miren, la responsabilidad recae en su ropa,

en sus accesorios y hasta en su empleo, los reproches nunca faltan, pero siempre

terminan felices. Pero eso es normal, así le enseñaron que era el amor, porque

sus abuelas y su mamá tuvieron que permanecer con un hombre parecido al suyo

y formaron una familia, y las películas, la televisión y los libros le enseñaron que

si quieres ser feliz tienes que pagar el precio.

Los viernes se va al bar o a una reunión con amigos, el lugar no importa, siempre

se le acaba la noche en una discusión, para cerrar el día la deja en casa y se niega

a contestar sus llamadas durante todo el fin se semana, el domingo por la noche

aparece con una excusa o una disculpa y todo está bien, como si nada, y vuelven

a su amor perfecto.

Hoy es lunes y Sofía tiene que salir a arreglar algunos pendientes, despierta más

temprano de lo habitual, parece ser que no fue una buena noche, el cuerpo le

duele y se siente desgastada, evita mirarse al espejo aunque le guste hacerlo, no

quiere ver cómo luce, se siente mal consigo misma. Prende la radio como es de

costumbre mientras se recuesta en su cama, no se quiere levantar.

Entonces pasan los cortes informativos, pero está tan agotada que no quiere

pararse a cambiar la estación, entonces escucha…

Por la noche ocurrió una tragedia, un chico peleó fuertemente con su novia,

perdió el control y comenzó a golpearla hasta matarla… Entonces acepta eso de

lo que se niega a hablar, se levanta y se mira en el espejo, tiene la cara llena de

moretones, sus ojitos están hinchados y sus labios rojos con marcas, a ella la han

golpeado por primera vez, pero recuerda que otras veces le ha dolido todo y ha

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vivido con miedo gracias a las palabras y acciones de quien ama, ahora se

reconoce, se llora, se siente.

No es un buen día para salir, va a llamar a sus amigas, aunque en los medios y

frente a la justicia se le echará la culpa por ser coqueta, por hablar de más, por

hacerlo enojar, necesita escuchar de otras lo que piensan, necesita saber porque

el amor duele tanto, lastima, hiere y golpea. Quiere llorar, sacar todo lo que

siente, quitarse la culpa de encima, está destrozada en su apartamento mientras

tocan el timbre, es el pidiendo perdón, la opción de abrir la puerta le causa terror,

y si lo ignora sabe qué hará algo para entrar, entonces decide pedirle ayuda a

sus mujeres cercanas. Ella no quiere ser de quien se hable en la radio mañana,

ni quiere que otra tenga que morir a manos del amor, o bueno, lo que piensa que

es amor.

Chris Medina

México

20 años

La vida. Breve ensayo de su importancia y valor (no pro-vida)

Los seres humanos pasamos gran parte de nuestros tiempos pensando y

cuestionando lo que realmente requiere poca importancia, como lo es la propia

vida y su debido recorrido. Mantenemos una constante búsqueda de sentido ante

la única oportunidad que tenemos. La vida es una unidad limitada con una fecha

aleatoria de “caducidad”.

Cuando existe una oferta de precios por cierto tiempo en alguna tienda comercial,

entonces se intenta aprovechar el momento y comprar por la oportunidad única,

por más absurda o engañosa que esta sea. La vida es esa oferta, alejada de

visiones divinas o mágicas, donde es y sólo es durante su existencia.

No hay nada más que una vida para un individuo, lo importante es saberlo y

saber qué haremos para no desperdiciar la oportunidad. Retomando la

comparación, al comprar una camisa con descuento, se requerirá usarla en más

de una ocasión para aprovechar esa oportunidad y su valor de uso. A la vida,

contrario a lo que se cree comúnmente, se le debe cuidar, pues no es esta misma

quien te trata bien o mal, es uno mismo quien debe hacerlo. Tú tratas a la vida,

no la vida te trata a ti.

Ante la mala fortuna se necesita sólo una suerte, ni siquiera tan notable, de

optimismo que entienda la caducidad de la oportunidad única de vida para poder

jugar de manera respetuosa con la misma. Moldear no la suerte, sino la propia

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existencia a gusto para tapar las dolencias parece algo difícil, pero no es más

lejano que empezar por cubrir una herida o tapar un desperfecto arquitectónico

sobre un mar de caos. Hacer lo que uno prefiere en tiempos de angustia resulta

más satisfactorio de lo que se esperaría, contribuyendo a su misma cohesión.

Ya desbordando la subjetividad, es menester aconsejar al lector o lectora mirar

hacia lo banal y no estremecerse ante el rechazo. Todos sabemos de las dolencias

que asechan nuestra integridad emocional, es entonces cuando el ser humano

debe hacer caso a sí mismo y a su vitalidad. No hay nada más valioso que estar

bien contigo mismo y con tu experiencia. De acuerdo con tu creencia y convicción,

respetando las de los demás.

No seríamos más que unos tontos despistados de desperdiciar la vida pensando

en lo que no es o lo que es al disgusto, pues no tenemos demasiado tiempo para

realizar los planes o los actos pequeños y grandes que nos llenan el espíritu,

entendiendo esto último como toda la estructura mental interna que puede ser

satisfecha mediante diversos procesos.

Para todo esto no se necesita a alguien, por cantidad singular o plural se trate.

Debe entenderse la compañía como aquel proceso social selectivo que intenta

llenar nuestras expectativas sin intenciones recíprocas, no como la obligación

atribuida a quien se le da importancia, pues entonces nunca seriamos completos.

Elegimos por quién darlo todo y por quién no. Detenerse a pensar por quién vale

la pena hacerlo es lo importante, nunca atribuyéndoles valores capitalistas a las

personas como tal.

Como recuento final, la vida es la oportunidad única que no debe ser

desperdiciada en cuanto a tiempo se refiere, pues somos seres mortales que no

tenemos más que la vida como propiedad, todo lo demás sólo enriquece nuestra

dicha. La dicha no llega por sí sola, se le debe buscar y aceptar que no todo es

posible, ser respetuosos con la vida y agradecer que seamos y posteriormente lo

que seamos.

Tomar un libro del agrado personal ante la muerte de un pariente cercano no es

un intento de distracción, es, más bien, la elección del sentir. Jugar a alguna

actividad recreativa ante el desamor no intenta llenar ese campo, es, más bien,

elegir no sufrir por algo que resulta no sólo banal por la inmensa oportunidad,

sino por el hecho de la creación humana y social de la propiedad privada

atribuida a una relación social que no tiene más que un sentido natural de coito

y procreación. Como estos ejemplos muchos; se debe entender que siempre

tenemos elección y si elegimos sufrir es posible que sea culpa nuestra nuestro

sentir, pues casi siempre tenemos alternativa (siempre teniendo en cuenta

posibles excepciones). La respuesta a esa alternativa siempre está en el respeto

por tu oportunidad única. No la desperdicies, es la única que tienes y es la única

que te queda. No hay vuelta atrás, pero sí hay un camino por recorrer enfrente

de tus ojos.

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Para finalizar, se le advierte a quien lee esto que para nada es un texto pro-vida,

es más, está escrito bajo una postura positiva ante el aborto y la eutanasia en

muchos casos, pues decidir sobre uno mismo, sobre una misma, debe ser el acto

más puro de vitalidad, incluso aunque esto signifique terminar con la vida

misma. Y también decidir si estar a favor o no es tan válido como suena.

Sin más, procuren sus vidas, las de los demás, dejen vivir y, por supuesto, dejen

morir.

José Alberto Pérez Contreras

México

23 años

Amor de cuarentena

De qué maneras tan curiosas actúa el amor en tiempos como este

De qué manera tan repentina el tiempo me presentó su silueta

De qué manera tan noble la vida se comporta en los momentos correctos

Y qué fortuna la mía el haberle visto esa noche sentada ahí nomas, siendo

usted.

Simplemente puedo decir que hay mujeres por las que se lucha

Mujeres las cuales valen todos los riesgos a tomar sin arrepentimiento

Por las cuales se escribieron canciones de amor, de deseo, de galantería

Usted, mujer, es todas esas mujeres y las tiene todas en la sonrisa.

Las tiene todas en su cabello, las tiene todas en su cintura

Las tiene todas en sus piernas y en su pecho suave como la noche.

Además de las mujeres las maneras de amar, la tierna, la pasional, la más

Sensible y desgarradora a la vez, usted mujer, es todas las maneras de amar.

Y sí… Quisiera ser la persona que cuenta sus lunares…

Los de la espalda se contarán a besos

Los del cuello a caricias

Y los de la cara a historias.

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Tal vez en su voz está la serenidad que necesito

Tal vez en su cuello se encuentre mi pasión

Tal vez en su cadera encuentre mi hogar y mi ser

Y sólo tal vez le permita romperme el corazón a placer.

Lucero Maricielo Delgado Montalvan

Perú

25 años

Marioneta en venta

Un hombre compró una marioneta de trapo, la encerró en un cubículo de cristal

y a su lado descansaba un frasco de metal para el dinero. Quería ponerse de pie,

pero cuando intentaba pararse, el hombre jalaba una de sus cuerdas que

controlaba su pie derecho y hacía que vuelva a su postura inicial. Todo intento

de liberación era inútil, el hombre lo controlaba por completo.

Permanecía encerrado por las mañanas y por las tardes cuando creía ser

liberado, al hombre le bastaba jalar una de sus cuerdas para mantenerlo inmóvil.

Observó a su alrededor y vio que habían tantas marionetas como él; algunas eran

de madera y otras de trapo, sus frágiles cuerpos estaban atados a unas

gruesas cuerdas que controlaban cada movimiento. Al frente, una marioneta de

madera lo observaba y se había fascinado al ver su corazón, ella sabía caminar

por sí sola y se dirigió hacia él.

La marioneta de trapo, pudo ver que al menos una marioneta se movía por si

sola. "¡Es libre! Le pediré que me enseñe a quitarme estas cuerdas"-pensó la

marioneta de trapo. Pero en cuanto quiso pronunciar una palabra, una de sus

cuerdas fue jalada y no pudo pedir ayuda. Desesperada intentó liberarse, pero

sus esfuerzos fueron en vano. La marioneta de madera se acercó y esperó que el

hombre se distrajera. Miró a ambos lados y pudo notar que la varilla que

controlaba a la marioneta de trapo reposaba en un banco. Tomó la varilla

y la arrojó al suelo con prontitud, era muy pesada y su pequeño cuerpo no podía

tolerarlo. ¡Te salvaré marioneta de trapo! decía mientras se alejaba.

La marioneta de madera se preguntaba por qué la varilla de

cada marioneta era tan pesada, incapaz de ser cargada por un tercero. "Tal vez

la libertad sea tan pesada como la varilla, ese es el precio que debemos pagar

para obtenerla. Es por eso que la mayoría renuncia a ella y deja que alguien más

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cargue su varilla. Pocos toleran la libertad propia... ¡Entonces eso es! Ahora

entiendo todo."

Con el rostro iluminado la marioneta de madera fue corriendo para ayudar a su

compañero, tenía la solución, ahora ambos serían libres. Esa noche la nieve

empezó a descender con prontitud, la marioneta de trapo estaba desprotegida

en la intemperie, el hombre había olvidado guardarla en la maleta. Tiritaba de

frío, no tenía un abrigo para acobijarse, lo único fuerte eran sus cuerdas, parecía

que eran irrompibles e infinitas. "¡Pobre de mí! Moriré de frío y congelado

mientras todos reposan en su casa, y yo sin poder moverme. Pero no debo

impacientarme, en poco tiempo llegará la marioneta de madera y me salvará." -

decía con voz quejumbrosa la inmóvil marioneta de trapo, sin embargo la

tormenta de nieve se hacía cada vez más intensa. Después de cruzar la ciudad,

por fin pudo llegar donde se encontraba la marioneta de trapo, quien a duras

penas podía mover los ojos.

-¿Por qué tardaste tanto? ¡La tormenta me está matando! - dijo la marioneta de

trapo, con una voz a punto de apagarse.

-¡Tengo la solución! - dijo con alegría la marioneta de madera.

- No entiendo... ¿Por qué has venido sola, dónde están las otras marionetas

para ayudarme?

-No necesitas a las otras marionetas, nadie más que tú puede cargar el peso de

tu varilla. La libertad tiene un peso abrumador, pero ese es el precio que se debe

pagar para obtenerla. ¡Carga con el peso de tu varilla y vámonos de aquí!

-¿Qué? - dijo asombrada la marioneta de trapo. - Es muy pesada, no tengo

fuerzas, todas mis cuerdas han sido cubiertas por la nieve. ¡Debes ayudarme o

moriré!

-No puedo, sería en vano. Sólo tú puedes cargar con la varilla y acabar con este

delirio.

-Entonces hazme un último favor, no pediré nada más. ¡Corta mis cuerdas

y acaba con esta agonía!

La marioneta de madera se negó a realizar esa petición, pero luego de reiterados

intentos, la marioneta de trapo no pudo cargar con el peso de la varilla y empezó

a desesperarse. Intentó quitarse las cuerdas que lo sujetaban y sus manos se

marcaron por las veces que en vano había intentado liberarse. Ante la

desesperación de la marioneta de trapo, su compañero decidió cumplir su última

voluntad y cortó las cuerdas. ¡Sé libre mi amigo! decía mientras iban cayendo al

suelo las gruesas cuerdas que lo sujetaban. La marioneta de trapo

estaba cubierta de nieve, tenía la cara sucia y sus ojos vidriosos expresaron un

último aliento: "Gracias" dijo, al tiempo que esbozaba una enorme sonrisa.

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Rubén Centeno Coaquira

Perú

21 años

Vaciedad

Yo también quisiera saberme elemental entre desiertos y esas casas con

techos de calamina.

Saberse subordinado por el instante en el que las aves caen, deshaciéndose

muy suave sobre mis ojos y estos lares.

Saber acomodar bien la navaja entre las costillas de mi cuerpo y sentir las

sudorosas manos de la muerte

cuando por fin en mí, habita la

esencia de ese “ser”.

Sentir una vez más el estrepitoso Grito de las ciudades rompiéndose en mis

huesos.

Conocer bien a este ser acomodado de delirio,

mientras la navaja se abre paso por el diafragma

carcomiendo el silencio y manchando lo que alrededor habita.

Annie Hodgson

Nicaragua

27 años

Un baño de sufrimiento

Gotas tras gotas caían de la enorme bañera mientras él sabía que no se

detendrían sin cerrar la llave. En su cabeza aún decía que no era posible que

estuviese viviendo un sufrimiento de tal magnitud, mientras la sangre se iba

revolviendo poco a poco en la espuma. Deseaba volver al tiempo antes de saber

lo que es el dolor, sin conocer que nacemos sufriendo, sólo que en ese instante no

tenemos consciencia de los estragos que se esconden tras la vida.

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Javier Alamillo

México

Materia prima

Ramón salió del edificio con la cabeza gacha, su texto llevaba el sello rojo que tan

familiar le era ya, Rechazado. Las nubes grises en el cielo eran ignoradas por

todos; nadie prestaba atención a la realidad, todos se enfocaban en los recuerdos.

Los coloridos anuncios animaban a todos a recordar, a sumergirse en historias

de calidad que les ayudarían a suplir la deficiencia de memoria. Los dispositivos

para hacerlo eran variados e inagotables; se vendían por montones y cada uno

proyectaba los recuerdos con la mejor calidad posible.

Ramón pertenecía al sector de la población que aún mantenía la capacidad de

recordar; acudía diariamente a los centros de investigación de la memoria, le

aplicaban algunos exámenes, tomografías y electroencefalogramas, con el fin de

encontrar la cura a la incapacidad de recordar. Las demás funciones cognitivas

del cerebro permanecían intactas, la única incapacidad que generaba la

enfermedad era la de recordar a personas específicas; hermanos, amigos, primos,

tíos, madres, padres; todos ellos desaparecían de la memoria. Toda la humanidad

se volvía inconexa de sí misma, huérfanos, hijos únicos, padres sin hijos.

Camino a casa Ramón leyó una de las convocatorias para vender recuerdos que

estaban pegadas en la pared; había memorizado cada una de las líneas; aún así

nunca había vendido un texto. El bulto de rechazos desbordaba su escritorio. Esa

tarde Ramón murió, se arrojó de un puente peatonal cercano a su domicilio. Le

sorprendió que al despertar aún tuviera su cuerpo, pero no se detuvo a pensar

en ello; supo que su nueva condición lo ayudaría a tener un mejor texto; se había

transformado en materia pura de la memoria ¿Quién podría recordar mejor que

él? Fue a su departamento ansioso.

Cuando estuvo sentado en su escritorio notó que sus manos empezaban a

hincharse. La noche había iniciado y Ramón empezó a escribir en un frenesí

imposible. El texto se centraba en su experiencia universitaria, específicamente

a la mitad de la carrera. Escribió la noche en la que había presentado un ejemplo

de memoria en un congreso de estudiantes. Describió al público que estaba

presente, los asientos vacíos, las lámparas de luz amarillenta reflejándose en los

lentes de los asistentes. El texto había sido criticado, tenía carencias y áreas de

oportunidad; pero era un texto en general bueno. Todo el panel coincidió en ello.

El futuro parecía prometedor, no resuelto, pero trabajando lograría vivir de lo

que él deseaba.

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Al terminar de escribir sonrió; un par de dientes cayeron de su sonrisa, eran dos

molares. Se tocó las encías y un líquido frío, espeso y hediondo inundó su boca.

Debía apresurarse.

Cuando se levantó las piernas no le respondieron de inmediato, estaban

hinchadas y empezaban a palidecer, las plantas de sus pies mostraban un violeta

casi negruzco. El tiempo estaba desapareciendo. Salió del departamento.

Mientras caminaba un sudor amarillento salía de sus poros; la gente se alejaba

de él por el olor que emanaba. Entró al edificio a vender su texto.

En la sala de espera la gente se había alejado de él con las manos en la nariz; en

la boca jugueteaba con tres dientes que se habían desprendido de sus encías; sus

manos parecían dos globos quirúrgicos pálidos e inflados.

Ramón sentía plena confianza en su texto; pudo imaginar cómo se proyectaría

en los dispositivos, vio claramente las paredes de su escuela apareciendo en las

imágenes digitales, vio todo plasmado en una increíble calidad.

Mientras estuvo vivo no dejó de trabajar, no dejó de escribir. Los años pasaron y

los textos con sello rojo se acumulaban sin cesar. Quiso continuar dedicado a los

textos; pero en casa la comida era necesaria. Un escritorio y un horario de oficina

sustituyeron las ideas que surgieron en la universidad; su trabajo no cesó,

escribió menos, pero escribió. Los rechazos tampoco se detuvieron.

Cuando fue su turno de entrar escupió en el bote de basura los dientes. Su saliva

se había vuelto un líquido negro y espeso, contó los puntos blancos en el bote, no

eran tres; había escupido cinco dientes.

Los jueces leyeron el texto. Cada uno hizo anotaciones en su copia del texto.

Ramón estaba seguro que lo aprobarían.

—No es un recuerdo —afirmó un juez.

— ¿Cómo? —dijo Ramón

—No es un recuerdo, no lo compraremos —sentenció otro de ellos.

—Pero... —cuando habló otro de sus dientes salió volando de su boca hacia el

escritorio. Los jueces miraron la mancha de saliva negruzca asqueados. Ramón

se fue del lugar sin esperar el sello rojo en su texto.

Al salir se sentó en la calle. Era materia prima del recuerdo.

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Susana Miguel

Argentina

La muñeca

Cara sucia desprolija

con tu llanto de miseria,

cara sucia lagrimita,

cuál es la pena que llevas

apretando tu muñeca

de trapos sucios y vieja

como si fuera un tesoro

que quitarte alguien quisiera.

Cara sucia entristecida

con tu llanto entrecortado,

tus vestidos andrajosos

y tus pies llenos de barro.

Qué será niña de ti

cuando hayan pasado los años,

si ya sufres la injusticia

de la ley de los humanos,

donde pocos se enriquecen

y el pueblo sufre su engaño.

Sasi Alejandre

México

16 años

Nosotras las orquídeas

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Tierras de santas,

donde vivimos nosotras las orquídeas.

Donde se sacia de humo

y se vuelca en montones,

la razón de los testigos,

en números nones

y caldos bravíos.

Donde las verdades

son sólo pasajeras,

donde las ovejas

aplastan a las flores hermafroditas

y donde todo se contempla

desde la distancia,

con cuatro sentidos prohibidos

y uno a medias.

Se necesita vivir, aplastando violetas,

succionando pistilos

y decolorando pétalos marchitos

para decantar lo encantado.

Nosotras las orquídeas,

que morimos más de lo que vivimos,

entre sangre destilada

y corazones vacíos,

de colores lúcidos

en negros navíos.

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Se vive más de una vez,

en la misma vida.

Aunque todas, acaban en la muerte.

La vida es la persecución constante,

de esa vida insaciable;

que como líquidos negros

corriendo maratones en obsidiana,

escapa fugitiva.

Algo que no duele,

no puede ser real,

y algo que es real

es el éxtasis,

no la razón.

Es la euforia y el descontrol,

es sentirlo todo,

fuego,

brisa,

calor,

brillo,

viento,

clavos

y seda perfumada.

Sin rutina ni disciplina,

es romper

para delatar

el viscoso y febril

delirio del sentir.

Con los sentidos expuestos

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y ni uno a medias.

Vive como viven,

las flores en el desierto.

Un fenómeno de éxtasis

entre el polvo neutro y decantado

de los roedores en somníferos.

Pelea por lo que se debe de pelear;

por el delirio de la lucidez en ciclos,

y usa el talismán

de las sectas del bien y el mal,

para llegar a donde se muere,

por una sobredosis de vida

rápida y continua.

Ana Gabriela Morales Rios

México

40 años

La nece(si)dad de trascender

Hubo un hombre que sembró un árbol

que tuvo hijos: tres, al menos

que fuera de frase encontró en una mujer a su Gran amor de la

vida

que se fue y que no regresó.

Que plantó rosales, pero olvidó cosechar las rosas, abrazar el árbol, vivir a los

hijos, recrearse con el gran amor…

Más nadie ose juzgarle… quizá se distrajo en el camino escribiendo un libro.

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Oscar Daniel Araiza Lona

México

32 años

Grava

En ese momento no le era posible concretar una simple idea.

El hecho de sentir ese cálido y espeso líquido en su cara, ese indescriptible aroma

agrio, odioso, que se confundía con la madera humedecida que inundaba el

espacio y esa presión en el pecho, eran apenas el resultado del terror que sentía

al no saber qué le esperaba afuera de un pequeño cuarto de madera improvisado.

Sus sentidos, aletargados, apenas podían dar cuenta del rítmico crujir de los

pasos que se abrían camino sobre el camino de grava en el exterior.

Los nervios se crispaban al escuchar el chirriar de las piedras. Cada avance era

como un el estrellar de un mazo sobre el concreto. Este se rompía, cedía, como su

esperanza.

Un andar sepulcral, un jadeo infernal y una pieza de hierro que se abría paso

entre cada pedazo de roca, raspaba en lo más hondo del alma. Destrozaba el oído.

Partía el alma de aquel ser inútilmente resguardado en aquel diminuto aposento,

inundado de olor a humedad.

No saber qué le esperaba afuera inundaba la mente de desesperación y gritos

enmudecidos. Acciones sordas, locura espectral que le congelaba, pues en su vida

había tenido que lidiar con algo así.

El menor movimiento dentro o fuera de ese pequeño espacio, provocaba el

rechinar del aposento por lo que, a obscuras y de manera calma, apacible,

procurando dominar los nervios, una mano se deslizaba buscando un algo a qué

asirse, una protección psicológica que ayudara a sobrellevar cualquier encuentro

con aquello que acechaba. Una caja de cerillas sería el destino del recorrido de

los finos dedos, que primeramente se sobresaltaron, igual que todo el cuerpo al

contacto con el rectangular objeto.

Una pequeña sacudida de la caja sería suficiente para acrecentar el temor y el

latido del corazón. La respiración se volvía más honda a medida que el oído daba

cuenta de que el ser que rondaba en el exterior, se había detenido al escuchar el

raspar de las cerillas en las paredes de su contenedor.

Apenas unos segundos duró aquel silencio sombrío. Ese sordo aullar del miedo

que se siente al soñar con caídas interminables.

¡Frenéticamente un hueco se abría paso en una de las paredes de la eclenque

fortaleza, dando paso rápidamente a todo el cuerpo, impulsado por una fuerza

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sobrehumana! Los trepidantes latidos del corazón y el crujir metálico contra la

madera serían apagados por el frenético grito de terror que emergía de la boca

de quien se hallaba en la obscuridad contenida en esas estrechas paredes de

madera.

Una rápida huida debía seguir al volar las astillas por los aires.

Algunos gruñidos, unas cuantas patadas y después un seco sonido sobre un

cráneo apagó todo.

Bryan Barona

Perú

26 años

Singladura

En la repisa del consultorio de la psicóloga existe una pequeña sección destinada

a retratos familiares. No lo llamaría un altar, pero vaya que aquella minúscula

zona doméstica es valiosa en sus múltiples formas multicolores. Hay marcos

artesanales (aparentemente hechos de cartón y yute: los observo tendido desde

el diván) y otros un poco más sofisticados, recubiertos por láminas de acrílico (por

ejemplo, una claqueta hollywoodense que recuerda una salida, junto a su

pequeña hija, a un restaurante lujoso). También está el infaltable marco donde

se agrupan los tres: él, ella y la niña. En torno a ellos ondean, en un movimiento

cercenado por la cerámica, dos peces payaso, una suerte de mantarraya, una

discreta estrella marina y una fronda de algas sumamente verdosa cubriéndolo

todo.

A tono con la salina situación, al lado él y ella aparecen en altamar, digamos que

en alguna edénica playa del Caribe (la firma, en la esquina inferior izquierda, no

puede fallar la ubicación geográfica: Cancún, México). Van montados en un yate

de la empresa Sunrise y parecen ser vacaciones felices: ambos enfundan sus

sonrisas, veteadas por unas odiosas manchas de moho, en chalecos salvavidas.

Son amarillos y contrastan los cuerpos sobre el vasto mar azul. Su dicha se

propaga —deseo imaginarlo— con la brisa a millas y millas de la superficie y no

habrá de posar, alguna vez, los pies sobre la tierra. A pesar de las huellas

verduzcas antes mencionadas: sutiles mordeduras en el papel fotográfico.

La psicóloga retorna al consultorio cargando cierto montón de papeles,

anotaciones o garabatos de este proceso que a la larga culmina siendo mutuo, y

me observa observar. He abierto de par en par la boca, como quien resiste librar

una palabra, la suspende en el aire y divaga una inútil explicación de nada.

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Cuando vuelvo en sí, percato que los dos tenemos las mejillas ya húmedas por

una ingente cantidad de alegrías veladas o sinsabores repentinos. Es, acaso, un

escupitajo de mar muerto en pleno rostro, y lo sabemos en cómplice mutismo.

Asalia Mendoza González

Perú

66 años

Caligramas

cultiva

Los granos de la tierra

siembra vida, regala una flor

disfruta la mañana verde, las gotas de lluvia

que bañan tu cara; sonríe como las aves que

alaban al sol, siente la tristeza de la esfera

que se quiebra, abraza la sombra

del árbol

que se

hunde

en el suelo

una tarde cualquiera

corres la cortina

Y el paisaje

está

gris

ni

el

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espejo

replica la

triste sonrisa

que tú ya no ves

René Solis Nevarez

México

21 años

La muerte de una camelia

“Pues bien, señor, béseme una vez como besaría a su hija, y le juro que ese beso, el

único realmente casto que habré recibido, me hará fuerte contra mi amor, y que antes

de ocho días su hijo volverá con usted, quizá desgraciado por algún tiempo, pero

curado para siempre”,

¿Quién al contemplar la figura de una camelia no es seducido por su forma,

gracia y, quizá, por su tenue aroma a libertad? En el siglo XIX, Francia fue

seducida. La obra La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) se planta en una

sociedad con añoranza de voz propia; surge en 1848, justo en el meollo de la

guerra de clases sociales e ideologías políticas francesas. Su aparición en esta

década no es casualidad, sino causalidad.

En el siglo XIX ocurren separaciones entre la burguesía alta y baja1, lo cual

fragua la revolución de 1830 que derroca a Carlos X. Luis Felipe es el mesías

para la clase burguesa, puesto que hace retomar su antiguo sueño: “el sueño de

un rey-ciudadano, un rey burgués” (Escarpit, 1948). Esta desigualdad entre

clases sociales ya no sólo excluye a los proletarios, sino a una parte de la

burguesía, indica Marx: “La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía

francesa, sino una fracción de ella” .(Escarpit, 1949). Los burgueses bajos no

tenían cabida en esta voraz hambre de poder gestada por el pleno dominio de los

burgueses altos. Dos personajes en La dama de las Camelias tienen raíz en este

panorama: Marguerite Gautier y Armand.

Marguerite Gautier, una joven de 20 años, proveniente de una familia proletaria.

¿Qué se suponía que debía hacer al no tener voz en aquella sociedad burguesa?

Al ser bella y joven, tuvo una posibilidad, ser una entretenida (mujer que vive a 1 Términos acuñados por Marx en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 al designar a

los burgueses más importantes (dueños de ferrocarriles, minas, etc.) como altos y a los demás

(dueños de almacenes menores, etc.) como bajos.

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Revista Literaria Ibídem

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expensas de sus amantes). Armand, un burgués bajo, se enamora de ella, quien

en un primer encuentro lo cataloga como anticuado y aburrido, cosa que ocasiona

que se alejen por tres años. Al cabo de este tiempo vuelven a encontrarse y llegan

a ser amantes. Así germina la fábula trágica de este amor desinteresado, sincero

e inmoral.

Armand se presenta como un revolucionario, pues se enamora de Marguerite.

Esto lo condena social y emocionalmente, porque un burgués sólo podía obtener

favores carnales y sociales de una entretenida, pero no amarla. El amor que

profesó fue correspondido, llevándolo a oídos del señor Duval, su padre.

Dumas imprime en el señor Duval la voz de autoridad de la sociedad y la esencia

de lo que significa lo burgués en Francia. El choque ideológico sucede cuando

conversan Armand y su padre sobre el futuro de la relación: “No puedo

prometerle nada padre, [...] Marguerite no es la chica que usted cree, [...] su amor

es capaz de desarrollar en mí los más honorables sentimientos” (Dumas, 2007).

Esta querella no muestra sólo el deseo de un burgués enamorado dispuesto a

derrochar su herencia por obedecer sus sentimientos, sino esa pasión del ser

humano por romper lo establecido. Allí se encuentra su peor virtud, su voluntad.

Dumas profirió un fuerte grito de autonomía redactando esta historia “digna de

ser contada”, expresó en palabras suyas, y a pesar de “no ser apóstol del vicio, se

hará eco de la desgracia donde quiera que la oiga implorar” (Dumas, 2007). Y así

fue: narró un fallecimiento amnésico y un amor sufriente arraigado al silencio.

Marguerite muere… Sola y enferma, en cama, mientras espera su fatídico

destino marchitándose cual camelia extraída de su hábitat, pues Gautier dejó su

vida de entretenida para morir en el olvido. El amor no triunfó (¿o sí?) Esta

muerte debía ser proclamada, no pudo ser sigilosa, tuvo que existir otra forma

de no ser olvidada; esa forma fue Armand, el burgués que dio todo por la chica

que odiaba e idolatraba.

Murió... y con ella muere también la Francia Burguesa. Sin embargo, como las

camelias, floreció, de allí, de la noche, de la nada, más frondosa y bella que nunca;

Marguerite en el recuerdo de Armand y Francia en la nueva revolución, donde

surge la II República.

Bibliografía

DUMAS, Alexandre, La Dama de las Camelias, Cangrejo, Bogotá, 2007.

ESCARPIT, Robert, Historia de la literatura francesa, FCE, México, 1948.