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N. º 4 AGOSTO SETIEMBRE 2016 Hugo Burel

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N.º 4 AGOSTO

SETIEMBRE2016

Hugo Burel

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EQUIPO EDITORIAL

Amanda Duarte BlancoDoctora en Lingüística por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul (Brasil) y docente de Lengua Portuguesa en la carrera de Traductorado Público de la Universidad de la República (Uruguay).

María Noel MelgarProfesora de Lengua y Literatura, egresada del Centro Regional de Profesores del Norte y estudiante de Traductorado Público en idioma Portugués en la Facultad de Derecho, Universidad de la República (Uruguay).

Carla RapettiTraductora Pública en idioma Inglés, egresada de la Facultad de Derecho, Universidad de la República (Uruguay), y estudiante de Traductorado Público en idioma Portugués en la misma universidad.

Mayte GorrostorrazoTraductora Pública en idioma Portugués, egresada de la Facultad de Derecho, Universidad de la República (Uruguay), y docente de Lengua Portuguesa y Lengua Española en la Licenciatura en Comunicación de la misma universidad.

Leticia LorierLicenciada en Comunicación y especialista en Traducción Literaria español-portugués por la Universidad de la República (Uruguay) y docente de Lengua Portuguesa en la Licenciatura en Comunicación de la misma universidad.

Verónica Machado Traductora Pública en idioma Portugués, egresada de la Facultad de Derecho, Universidad de la República (Uruguay), y estudiante de Tecnicatura en Corrección de Estilo en la misma universidad.

Manuela PequeraTraductora Pública en idioma Portugués, egresada de la Facultad de Derecho, Universidad de la República (Uruguay), y estudiante de Tecnicatura en Corrección de Estilo en la misma universidad.

Federico SörensenTraductor Público en idioma Portugués, egresado de la Facultad de Derecho, Universidad de la República (Uruguay), y estudiante de la Licenciatura en Letras de la misma universidad.

Idea original: Equipo de PontisColaboradores permanentes: Rosario Lázaro, Cleci Bevilacqua, Karina Lucena, Liliam Ramos, Magali Pedro Ilustraciones: Junior SantellánCorrección de estilo: Mayte GorrostorrazoDiseño gráfico: Sebastián CarreñoProgramación digital: Gunther GlahnApoya: Instituto de Comunicación de la Facultad de Información y Comunicación - Udelar

La revista Pontis - Prácticas de Traducción es un proyecto seleccionado en la categoría Revistas Especializadas en Cultura del Fondo Concursable para la Cultura, de la Dirección Nacional de Cultura (MEC), en su convocatoria 2015. Se trata de una revista digital bilingüe español- portugués para la divulgación de la literatura uruguaya en Brasil y de la literatura brasileña en Uruguay, a partir de la traducción de textos de autores seleccionados de ambos países. Pretende, además, constituirse como un espacio de debate sobre el quehacer de la traducción literaria en ámbitos no necesariamente académicos y de formación de jóvenes traductores uruguayos.

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Editorial

AGOSTO - SETIEMBRE 2016

ISSN 2393-6649

El quehacer del traductor

Presentación del autor

Textos seleccionados

N.º 4 AGOSTO

SETIEMBRE2016

Hugo Burel

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emos pasado ya la mitad del año y Pontis sigue creciendo. Cada vez son más las personas que nos siguen en las redes y que leen y comparten nuestros contenidos. Hace unos meses estrenamos el espacio «Palabra de la semana», en el

que compartimos curiosidades etimológicas de algunos términos que aparecen en los textos seleccionados o traducidos por Pontis. Por otra parte, en el mes de agosto, algunas integrantes del equipo participaron de la Semana de Estudios de la Traducción, organizada por el Núcleo de Estudios de Traducción de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul (UFRGS), a la que fuimos especialmente invitados.

Estamos muy contentos con la evolución de nuestra revista y la respuesta que venimos recibiendo por parte de todos. Es en este contexto que tenemos la satisfacción de presentar la cuarta entrega de nuestra revista Pontis. En esta edición, nos centramos nuevamente en la difusión de literatura contemporánea, en este caso uruguaya. Para ello dedicamos el presente número al autor Hugo Burel (1951), escritor, periodista, publicista, licenciado en Letras e integrante de la Academia Nacional de Letras del Uruguay desde el año 2015. Entre cuentos y novelas,

Burel ha publicado más de veinte libros, y varios de ellos han sido llevados al teatro y al cine.

De su vasta producción narrativa, hemos seleccionado cuatro cuentos para traducir, presentados a continuación en orden alfabético:

• «Contraluz»: relato que cuenta situaciones sucedidas el día en que el protagonista de la historia decide pasearse desnudo por su pueblo. Traducido por Verónica Machado y María Noel Melgar.

• «El rock de la mujer perdida»: cuento que trata sobre una apasionada relación entre dos personas, una desaparición inesperada y unos años oscuros marcados por la duda y la incertidumbre. Traducido por Amanda Duarte y Mayte Gorrostorrazo.

• «Hombre en un zaguán»: insólito relato en que un hombre se encuentra en la patética situación de quedar atrapado en el zaguán de su casa, metáfora, quizás, de la prisión de su propia vida. Traducido por Leticia Lorier y Manuela Pequera.

• «Pincelada de azul sobre gris»: cuento que nos habla de un hombre sin una identidad clara y sobre su paso, real o imaginario, por diferentes lugares que le son familiares y ajenos al mismo tiempo.

Pontis N.º 4

Editorial>

HTraducido por Carla Rapetti y Federico Sörensen.Para conocer más sobre el autor elegido, los invitamos

a leer en la sección «Presentación del autor» la entrevista que amablemente nos concedió.

Aquellos que disfrutan de la audiolectura podrán encontrar en la web de la revista, al igual que en los números anteriores, los cuentos leídos en ambas lenguas por integrantes del equipo y por un invitado especial, en este caso por Guilherme de Alencar Pinto, musicólogo, docente, productor artístico y periodista brasileño, autor de Razones Locas. El paso de Eduardo Mateo por la música uruguaya. Otros audios de los cuentos que ya hemos traducido están en nuestro canal de Youtube. ¡Los invitamos a suscribirse! Aprovechamos este espacio para agradecer también a Federico Falco por su constante e invaluable colaboración en el proceso de grabación de los audios y por su participación en las lecturas.

En la sección «El quehacer del traductor» presentamos el artículo «Traductología: proyecto, crítica y cultura», valioso aporte de la traductora pública Beatriz Sosa Martínez, profesora agregada y encargada de la Cátedra de Práctica Profesional en idioma inglés de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.

Agradecemos también las colaboraciones de Junior

Santellán, quien, mediante sus ilustraciones, estuvo a cargo de dar vida a los cuentos elegidos en este número y en el anterior, y de Emiliano Santos, nuestro retratista para la sección «Presentación del autor». Finalmente, queremos recordarles que en nuestra página web encontrarán un espacio especialmente destinado a comentarios, preguntas y todo tipo de debates con respecto a la traducción de los cuentos seleccionados. Consideramos que esta instancia de intercambio con los lectores y con otros colegas es fundamental para nuestra tarea. Es por esto que los invitamos a compartir allí sus ideas, todos los aportes son bienvenidos por nuestro equipo.

Una vez más, muchas gracias por su apoyo. Les deseamos una buena lectura.Integrantes de Pontis

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EL QUEHACER DEL TRADUCTOR

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Vivencia de lo extranjero y tendencias deformantesEn 1984, Berman publica Épreuve de l’étranger, traducida al inglés como The experience of the foreign por S. Heyvaert, y por Ricoeur al español como La prueba del extranjero. En esta obra Berman plantea que la traducción es una prueba para la cultura de destino, al experimentar lo foráneo de la palabra y del texto, y una prueba del desarraigo del texto extranjero de su contexto original.

Berman lamenta la tendencia general a negar lo extranjero en la traducción cuando se aplica la naturalización (que posteriormente Venuti denomina «familiarización», al igual que Umberto Eco). Sostiene que lo ético es mantener lo foráneo como tal y que existe un «sistema de deformación textual» que impide el paso a lo extranjero. En consecuencia, considera que es inherente e inevitable el efecto de estas fuerzas etnocéntricas que determinan el deseo o la pulsión por traducir, y que hace falta tomar conciencia de estas tendencias, a las cuales llama «deformantes». Identifica, entonces, las siguientes tendencias deformantes: racionalización, aclaración, expansión, ennoblecimiento, empobrecimiento cualitativo, empobrecimiento cuantitativo, destrucción de los ritmos, destrucción de las redes subyacentes de significación, destrucción de patrones

lingüísticos, destrucción o exotización de redes vernáculas, destrucción de expresiones y frases hechas, apagamiento de la superposición de las lenguas.

Podría decirse que este análisis negativo de Berman sobre la traducción se contrarresta con su análisis positivo cuando propone el tipo de traducción que se necesita para reproducir lo extranjero en el texto traducido. Este teórico habla de la traducción de la letra y su trabajo es trascendental para vincular ideas filosóficas con estrategias de traducción, lo que ilustra con múltiples ejemplos de traducciones existentes. Su análisis de la ética de la traducción constituye un notable contrapunto con muchos trabajos anteriores sobre traducción literaria.

Proyecto de traducciónEn 1988, Berman ensaya por primera vez una definición de proyecto de traducción:

En una traducción lograda, la unión de la autonomía y la heteronomía puede provenir solamente de lo que podría denominarse un proyecto de traducción, un proyecto que no necesariamente tiene que ser teórico… El traductor puede determinar a priori qué grado de autonomía o heteronomía dará a su traducción y puede hacerlo a partir de un preanálisis. Y utilizo la palabra «preanálisis»

TRADUCTOLOGÍA: PROYECTO, CRÍTICA Y CULTURA

EL QUEHACER DEL TRADUCTOR

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Beatriz Sosa Martínez es traductora pública egresada de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. Es profesora agregada y encargada de la Cátedra de Práctica Profesional (idioma inglés) en la misma facultad.

>BEATRIZ SOSA MARTÍNEZ

ResumenCon este trabajo se pretende, en primer lugar, visibilizar algunos conceptos planteados por Berman con respecto al trabajo del traductor: formular un proyecto, ajustarse a él, realizar una autocrítica de los resultados y, en particular, ser fiel a ese proyecto. En segundo término, se propone destacar el concepto de la crítica de la traducción y el más actual de Venuti referente a una cultura de la traducción, y plantear la idea de la traductología como interdisciplina o materia autónoma. Los conceptos teóricos manejados se ilustrarán con fragmentos de un proyecto académico.

Introducción Como disciplina académica autónoma o interdisciplina, la traductología (o estudios de traducción, como se la denomina en la tradición anglosajona) surgió en la segunda mitad del siglo XX y se ha estado desarrollando durante los últimos 50 o 60 años. Se ha consolidado en las carreras universitarias de traducción de grado y de posgrado, que han proliferado y dedican varios cursos al estudio traductológico como base para la formación del traductor profesional. Por otra parte, se han multiplicado los estudios traductológicos en publicaciones y trabajos

académicos teóricos, por ejemplo, se han desarrollado distintos enfoques (Hurtado), teorías (Reiss y Vermeer), escuelas (Even-Zohar), modelos (Toury), vertientes y giros ideológicos (Basnett y Lefevere).

De todas las lecturas de autores que han forjado una visión sobre la traducción y la traductología, quizás ninguna haya dejado una huella tan profunda como la de Antoine Berman. En primer lugar, por el gran aporte que significa su concepción de proyecto de traducción y, en segundo lugar, porque aboga por una crítica ética de la traducción. Berman, con su obra, al centrarse en el aspecto ético que da la traductología a la traducción, se yergue como una referencia ineludible. Con su trascendente concepto de proyecto de traducción, proporciona una estructura y un andamiaje para la labor del traductor y para sus decisiones, y aporta un marco con cabida para las distintas tendencias y escuelas.

Transcurridos 32 años del fallecimiento de Berman, su influencia y su pensamiento parecen diluirse en los estudios de traducción actuales, en particular en la tradición anglosajona. La única excepción es, aparentemente, Lawrence Venuti, quien, además de no haber olvidado a Berman, redobla la apuesta e introduce un concepto importante de una cultura de la traducción.

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porque uno nunca analiza realmente un texto antes de traducirlo. (Berman, 2009, págs. 59-60)

Posteriormente, en su libro Pour une critique des traductions: John Donne, abunda sobre este concepto y explica que toda traducción congruente se realiza con un proyecto o con un objetivo articulado. El proyecto o la aspiración del traductor se encuentra determinado por la posición traductora y lo que exige cada trabajo. El proyecto define la manera en que el traductor realizará la traslación, y la elección del modo y el estilo.

Berman considera que las formas de un proyecto de traducción son múltiples: puede tratarse de algo general y claramente descrito, con una teoría elaborada como proyecto global, y también puede ser algo expresado muy brevemente. Agrega que, en definitiva, la verdad del proyecto radica en la propia traducción, que es donde se hace realidad, y que la traducción no es más que la realización del proyecto. Con total lucidez, advierte que no debe confundirse la noción de proyecto teórico con un plan detallado a priori, puesto que si se trata de algo fijo y exhaustivo, existe el riesgo de que sea rígido y dogmático. Explica que la existencia de un proyecto no contradice el carácter intuitivo e inmediato de la traducción, que es también una actividad muy reflexiva.

La posición del traductor y su proyecto se encuentran en el marco de lo que Berman llama el horizonte del traductor, definido como «una serie de parámetros lingüísticos, literarios, culturales e históricos que determinan los sentimientos, la actuación y el pensamiento del traductor» (Berman, 2009, p. 63); es el lugar desde el cual se traduce. Berman desarrolla la idea del horizonte del traductor, y expresa que se refiere «a la experiencia, al mundo, a la acción, a la descontextualización y recontextualización, más ligados a la hermenéutica

moderna» (Berman, 2009, p. 64) que a los conceptos funcionales de los modelos formales o de análisis, que permiten captar mejor la dimensión traductora.

En resumen, sostiene que la trayectoria del traductor está definida y se articula en tres etapas: la posición traductora, el proyecto de traducción y el horizonte de la traducción, que no se dan en una forma lineal y sucesiva. Si bien el horizonte suele ser preliminar, la posición y el proyecto no pueden separarse con facilidad. El proyecto se analiza primero con la lectura de la traducción (el traductor se expresa en la traducción) y luego con la evaluación de la traducción, del original y de la ejecución del proyecto.

A continuación, se presenta una selección de fragmentos de un proyecto académico de traducción para ilustrar este breve resumen del pensamiento bermaniano con una de las experiencias de tutoría y docencia que dieron lugar a traducciones respaldadas por proyectos. Los proyectos, a su vez, exhiben que hay cabida en ellos para aplicar muchos otros recursos traductológicos de distintos teóricos.

El objetivo de esta selección es exhibir una experiencia de aplicación práctica de las ideas de Berman en un proyecto, cuya traducción lograda valida el camino planteado por dicho autor. No se anexa la traducción, sino fragmentos en los cuales los traductores, por un lado, explican la importancia de haber contado con un proyecto y, por otro, muestran cómo se valieron de la apoyatura de otros muchos teóricos de la traductología. Es posible que el lector identifique textos mencionados en la parte anterior de este artículo en los que se resume el pensamiento bermaniano, lo cual, lejos de resultar repetitivo, reafirma cuánto llegaron a valorar esta teoría quienes la aplicaron a un proyecto académico preciso.

Nin y Schonebohm1, en su proyecto, luego de exponer su metodología de trabajo, la elección y la descripción del texto, las referencias al autor y a sus obras, su pensamiento e influencia, comenzaron un análisis de la escritura del autor. Allí analizan la intertextualidad y las referencias, los paratextos identificados, el registro de lengua, el plano fónico, morfosintáctico, lexicosemántico y los recursos estilísticos. A continuación concluyen acerca de ese análisis textual:

Sobre la base de los elementos lingüísticos y estilísticos expuestos intentamos una clasificación del ensayo de Thomas Berry. Consideramos que muchos textos contienen señales características que pueden operar como indicadores. Una de estas señales es la forma en que un texto está organizado. […] A nivel del lenguaje utilizado y los recursos estilísticos empleados, el texto se inscribe en el registro de la norma estándar o culta, con un léxico científico, cuidadosamente elegido en el campo de la investigación filosófica y teológica que no incursiona —salvo una excepción— en el registro coloquial. Los elementos expuestos —fónicos, morfosintácticos y de estilo— nos llevan a caracterizar el ensayo The New Story mayoritariamente como un texto de argumentación, cuya parte final da paso a la instrucción o el exhorto.

Este proyecto bermaniano de traducción da cabida a muchos recursos teóricos en el análisis del texto de origen:

Cumplidas las fases de elección del texto para la traducción, su lectura atenta y su análisis, pasamos a la formulación de nuestro proyecto de traducción. Este

debía servir como base para las decisiones adoptadas en los diferentes niveles a la hora de elaborar nuestra traducción.En la definición de la estrategia y del escopo de la traducción incidió que el requisito académico de presentar un trabajo final fue complementado por el interés de otro destinatario externo. En síntesis, con la finalidad definida de trasmitir el mensaje de Berry a un público hispanohablante estadounidense, resolvimos intentar un impacto parecido al original. Con el lector como centro de interés, quisimos llevarlo al encuentro del autor, pero con un lenguaje actualizado.A través del concepto de «proyecto de traducción», Antoine Berman proporciona una herramienta fundamental para sostener desde un marco teórico toda la praxis de la traducción. […] La existencia de un proyecto de traducción no se contradice en lo más mínimo con el carácter inmediato, intuitivo, pulsional que anima a toda traducción. Lo que busca esta herramienta es que toda esa carga intuitiva se vea atravesada por una corriente reflexiva que le sirva de marco referencial para abordar la tarea. Pensamos que es justamente en ese proyecto donde debemos explicitar todas las estrategias traslativas que vamos a utilizar considerando un sinfín de variables, por ejemplo, a qué público va dirigida la obra, cuál es la finalidad (el escopo) de la misma.De esta manera, llegamos a una interpretación del texto que, por cierto, no podía ser «objetiva», porque se relacionaba con nuestras experiencias previas que actuaron como disparadores de nuestro impulso a traducir y, además, a traducir una obra de las características del texto elegido. Un ejemplo de esto es nuestra lectura de los intertextos del ensayo original. Esta interpretación y su carácter inconcluso y provisional, abierto a la

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1 Gustavo Nin y Dieter Schonebohm tradujeron en 2014 The New Story de Thomas Berry, apoyados en el proyecto de traducción utilizado como ejemplo en este trabajo. Su traducción fue publicada inicialmente en el portal de la Universidad de Yale y actualmente se encuentra en <http://thomasberry.org/publications-and-media/un-nuevo-relato>.

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revisión continua, influía en nuestra posición traductiva, la translating position como señal de subjetividad. Al respecto, Berman es enfático: «There is no translator without a translating position»2. Para definir un proyecto de traducción había que afinar la capacidad de autocrítica necesaria para no caer en ninguno de los tres grandes peligros que corre cualquier traducción: «chameleon-like shapelessness, capricious freedom, and the temptation to be self-effacing»3.El concepto de horizonte del traductor resume los elementos que inciden en la forma en que el traductor se acerca al texto que debe interpretar y traducir, así como en el trabajo concreto y su resultado: siempre traducimos desde una posición determinada y a partir de un proyecto definido. Ser conscientes de estos dos condicionantes puede contribuir a evitar tendencias deformantes en la traducción; estas reflejarían probablemente una actitud inconsciente del traductor que lo apartaría de su proyecto.

Esbozado su proyecto de traducción, los traductores avanzan para definir el escopo, se basan para ello en las teorías funcionales de la traducción, en particular las definidas por Reiss y Vermeer:

La teoría del escopo o de la «primacía de la finalidad de la traducción»4 forma parte de la teoría funcional de la traducción en traductología y comprende la idea de que tanto la traducción como la interpretación deben prestar particular atención a la función de los textos de partida y de llegada, sin perder la esencia del mensaje a trasmitir. El

término proviene del griego σκοπός (skopós, ‘propósito, finalidad’)5. Esta teoría plantea que conceptualmente la «traslación»6 es una «clase particular de acción interactiva» y que «el modo de la acción está subordinado a su escopo; el “para qué” de una acción determina si se actúa, qué se hace y cómo se hace». La función de una traducción depende del conocimiento, expectativas, valores y normas de los lectores del texto traducido, los destinatarios de la «traslación», quienes a su vez están influidos por la situación en que se encuentran inmersos y por la cultura. Estos factores determinan si la función del texto de origen o de algunos pasajes en ese texto de origen se puede preservar o si se debe modificar o cambiar al traducir.Lo principal y lo que condiciona cualquier proceso de traducción es la finalidad con que se emprende la acción de traducir. Esta se caracteriza por su intencionalidad, la de trasmitir. La finalidad de nuestro trabajo es la trasmisión del mensaje constituido por el texto de Berry a un público destino determinado, con la ayuda de una terminología y de elementos lingüísticos y de estilo que logren en los lectores del texto de destino un impacto parecido al provocado en los lectores del texto de origen.

En su proyecto, hacen referencia a las estrategias de traducción utilizadas:

Nuestra estrategia de traducción tiene como centro de interés al lector del texto de destino en lengua española. Al usar el término «texto», hacemos referencia a lo observado por Eugenio Coseriu: «[…] la traducción no

atañe siquiera al plano de las lenguas, sino al plano de los textos […]. Solo se traducen textos; y los textos no se elaboran solo con medios lingüísticos, sino también […] con la ayuda de medios extralingüísticos». Nuestro trabajo se aplica a un texto en un determinado contexto, así como nuestra traducción se produce en un contexto. El texto coherente y consistente de origen debe ser trasladado a otro, también coherente y consistente, en la lengua de destino, teniendo en cuenta que el contexto cultural y temporal del autor y de los traductores no es el mismo. El hecho de que «el traducir es una actividad finalista e históricamente condicionada» debe reflejarse en las decisiones que se tomen a lo largo del proceso de traducción, con el fin de generar un texto coherente para un público lector del año 2014 como destinatario. Concretamente, nos propusimos trasladar la lógica del pensamiento y las líneas de argumentación expresadas en el texto de origen de 1978 en idioma inglés al texto de destino de 2014 en idioma español. Sin ir más lejos, la palabra central del título del texto, story, se constituía en un desafío de difícil solución capaz de ilustrar que la equivalencia es una ilusión: story no es igual a «historia». Las decisiones de traducción que adoptamos en este caso tenían que dar cuenta de una interpretación caso por caso.

En cuanto a extranjerizar o familiarizar el texto traducido, un proyecto de traducción también permite tomar decisiones a partir de distintos materiales. En este proyecto podrían haber recurrido, por ejemplo, a Umberto Eco, sin embargo, optaron por Schleiermacher, a saber:

En el texto traducido coexisten elementos extranjerizantes y familiarizantes. Al servirnos de esta terminología hacemos referencia a las consideraciones de Schleiermacher sobre las opciones al alcance del traductor «que desea acercar entre sí a esos dos personajes completamente separados que son su escritor y su lector», con el objetivo de «proporcionar a este último una comprensión y un goce

tan correctos y completos como sea posible». Schleiermacher distingue dos opciones, entre las cuales el traductor debe decidir: «O bien el traductor deja al escritor lo más tranquilo posible y lleva al lector a su encuentro; o bien deja al lector lo más tranquilo posible y lleva al escritor a su encuentro».

Repasan a continuación el plano tipográfico del original y realizan un análisis de sus figuras de diseminación, como gradación, pleonasmo, diáfora; figuras de posición, como el paralelismo; figuras de ampliación, como la enumeración; figuras de omisión, como el asíndeton; figuras de apelación y otras figuras retóricas a nivel semántico como la metáfora, la lítote y la prosopopeya.

En la conclusión, se plantean expresamente las preguntas que debiera plantearse todo traductor:

Más que un proceso lineal, el proyecto progresaba en espiral: en la medida en que avanzaba, ampliaba su horizonte conceptual y metodológico en círculos que volvían una y otra vez sobre las cuestiones básicas, pero desde una perspectiva cada vez más enriquecida. Desde el principio al fin nos planteamos y replanteamos lo siguiente: ¿qué queríamos comunicar? ¿Cómo lo queríamos trasmitir en la lengua de destino? ¿Se adecuan las decisiones que tomamos al resultado deseado? Finalmente, ¿se logrará en el texto de destino un impacto sobre el lector hispanohablante que sea comparable con el del texto de origen en el lector de lengua inglesa?

Cultura de la traducciónHace más de 30 años, Berman abogaba por una crítica ética de la traducción. Christiane Nord, en 2005, también analizaba la crítica de la traducción como diferente de la comparación de texto de origen y texto traducido. En 2011, Lawrence Venuti habla de una cultura de la traducción.

2 Berman, 2009, p. 59.3 Ibid.4 Reiss y Vermeer, 1996, p. 79.5 Con respecto al traslatum, el producto de la acción de traducir, Vermeer formuló: «¡Ni un traslatum sin justificación (explícita o implícita [pero clara]) ni explicación de la estrategia usada!».6 Todas las citas de este párrafo: Reiss y Vermeer, op. cit., p. 84.

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Venuti sostiene que los traductores tienen que poseer un conocimiento amplio y profundo de las tradiciones de traducción y de la cultura de traducción de una lengua, una comprensión histórica de los conceptos teóricos y de las estrategias prácticas. Cuanto más inmersos se encuentren los traductores, dice, en este tipo de conocimientos, mayor será el dominio que ejerzan sobre su tarea de traducción, más articulados y criteriosos serán en la descripción y evaluación de sus traducciones.

Afirma Venuti, con algunos puntos de contacto con el pensamiento de Nord, que hay muchos traductores, profesores y lectores que ingenuamente creen que la teoría puede estar divorciada de la práctica en cualquier tipo de escritura o investigación; creen que la práctica de la traducción se puede evaluar sencillamente comparando la traducción con el texto de origen, en lugar de tener en cuenta las condiciones culturales de traducción; y creen que un conocimiento histórico de la traducción es innecesario. Pero sin ese conocimiento los traductores carecen de una base cierta para entender y criticar el statu quo cultural y acaban por reafirmarlo.

Por supuesto que los traductores tienen que saber escribir o criticar. Sin duda hoy es necesario que piensen, escriban y hablen sobre sus traducciones con un elevado grado de sofisticación crítica. Sus comentarios tendrían que fundarse en un conocimiento literario e histórico, teórico y crítico, un conocimiento de la traducción y del campo en que se crea y se utiliza. Los traductores tendrían que ser capaces no solamente de situar sus proyectos con respecto a teorías y prácticas anteriores, sino también de evaluar el atractivo de esos proyectos para lectores actuales.

Es imprescindible que un traductor profesional tenga una sólida formación en lengua, literatura, teorías de las comunicaciones y otras materias muy necesarias. Y, sin

negar las relaciones de la traducción con la literatura, la lengua, la lingüística, la filología, la semiótica, la hermenéutica y otras disciplinas, actualmente existen bases académicas suficientes para que la traductología deje de ser percibida como subdisciplina y sea considerada una interdisciplina o disciplina autónoma.

Para concluir bien vale parafrasear a Venuti: para cambiar la marginalidad cultural de la traducción, los traductores tenemos que cambiar la forma en que pensamos y concebimos nuestro trabajo y nuestra profesión.

Referencias bibliográfícasBERMAN, A. (1992). The Experience of the Foreign, Culture and Translation in Romantic Germany [S. Heyvaert, Trad.], Nueva York, State University of New York Press.BERMAN, A. (2009). Toward a translation Criticism: John Donne [F. Masardier-Kenney, Trad.], Kent, Kent State University Press.ECO, U. (2008). Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción [H. Lozano Miralles, Trad.], Barcelona, Random House Mondadori.LEFEVERE. A (1992). Translating Literature: Practice and Theory in a Comparative Literature Context, Nueva York, The Modern Language Association of America.MUNDAY, J. (2009). The Routledge Companion to Translation Studies, Nueva York, Routledge.NORD, C. (2005). Text Analysis in Translation: Theory, Methodology, Didactic Application of a Model for Translation-Oriented Text Analysis, Amsterdam-Nueva York, Editions Rodopi B.V.REISS, K., VERMEER, H. (1996). Fundamentos para una teoría funcional de la traducción [S. García Reina y C. Martín de León, Trads.], Madrid, Ediciones Akal.SNELL-HORNBY, M. (2006). Translation Studies, Philadephia, John Benjamins B.V.VENUTI, L (2013). Translation changes everything: theory and practice, Nueva York, Routledge.

AgradecimientosUn reconocimiento expreso a Gustavo Nin y Dieter Schonebohm por permitirme ejemplificar este artículo con su valioso proyecto; y a Leonora Madalena y Camilo Rousserie por su lectura crítica y revisión del manuscrito.

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PRESENTACIÓN DEL AUTOR

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HUGO BUREL

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osé Hugo Burel Guerra nació el 23 de marzo de 1951 en la ciudad de Montevideo. Criado en el barrio Goes, desde temprana edad mostró interés por el dibujo y las artes plásticas. Cursó estudios universitarios de abogacía e incursionó en el mundo de la música, específicamente del rock. Es

escritor, diseñador gráfico, periodista, creativo publicitario y licenciado en Letras, y su principal medio de vida fue, por muchos años, la publicidad.

Entre cuentos y novelas, lleva publicados más de veinte libros. Es también dramaturgo, y una de sus novelas, El corredor nocturno, fue llevada al cine en 2009. Entre los diferentes premios nacionales e internacionales que ha recibido a lo largo de su carrera se destacan: Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional (París, 1995), Premio Lengua de Trapo de Novela (Madrid, 2001), Premio de Inéditos del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) (1995), Premio Bartolomé Hidalgo (2004, por la novela Los inmortales), Premio Nacional de Literatura, categoría narrativa, del MEC (2007 y 2009, por El corredor nocturno y El desfile salvaje, respectivamente). En 2002, con su novela El guerrero del crepúsculo, fue finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. En

2008 obtuvo el Premio Florencio al mejor texto de autor nacional por La memoria de Borges, obra teatral interpretada por Roberto Jones.

Su obra (y en particular las novelas El corredor nocturno, El guerrero del crepúsculo y Tijeras de plata) fue objeto de la tesis doctoral del italiano Giuseppe Gatti para la Universidad de Salamanca, estudio galardonado con el Premio Extraordinario de Doctorado por dicha universidad en diciembre de 2011.

En 2014 publicó la novela El caso Bonapelch, que fue distinguida con El Libro de Oro de la Cámara Uruguaya del Libro por ser la obra de ficción nacional más vendida. Su última novela, Montevideo noir, fue publicada en 2015 y lo consagró como exponente del género novela negra. En el mismo año, además, fue nombrado para integrar la Academia Nacional de Letras del Uruguay.

Hugo Burel amablemente conversó con Pontis acerca de su obra y sus influencias.

Periodista, publicitario, diseñador gráfico, licenciado en Letras; has comentado en diferentes entrevistas que el libro El hacedor, de Jorge Luis Borges, sirvió de impulso para tu carrera como escritor. ¿Sentís que siempre tuviste la

vocación de escribir o se despertó con los años, gracias a la lectura de grandes referentes de la literatura, como Borges?

La lectura de El hacedor fue decisiva para que descubriese mi vocación por la escritura, y la lectura de Borges y de otros grandes maestros contribuyó a que esa vocación se desarrollase, pero si no hubiera tenido algo que decir a través de la escritura —en el sentido de necesidad no canalizable de otra manera—, no hubiera pasado aquello de un impulso. Desde que me puse a escribir no he parado de hacerlo y, con dificultades, dudas, fracasos y grandes esfuerzos, en algún momento encontré mis temas, mi manera de contarlos, mi mundo a través de la escritura. Noventa por ciento esfuerzo, diez por ciento de lo otro, que no puedo definir todavía.

En entrevista para Café Literario de Televisión Nacional Uruguay (TNU), comentás que cada historia tiene infinitas posibilidades de interpretación según los lectores que acceden a ella. Teniendo esto en vista, ¿qué significa que tu obra sea traducida?

Toda traducción amplía el horizonte de una obra, permite

que esa obra llegue a más lectores, coteja esa obra con las de otra cultura a la que esa lengua de la traducción representa. Eso significa que la obra se dispara en otra dirección y con otros lectores.

Son más de veinte los libros de narrativa que has publicado, entre cuentos y novelas. Para nuestra revista elegimos cuatro cuentos de tu autoría para traducir. ¿En qué rol de autor te sentís más cómodo: en el de novelista o en el de cuentista?

Como dijo Cortázar, empleando una metáfora pugilística, mientras la novela gana por puntos, el cuento lo hace por knock out. Esa es la diferencia en la escritura. Un cuento, por lo general, se escribe de un tirón o en un tiempo breve, mientras que la novela insume más tiempo y permite utilizar otros recursos narrativos. Por eso hay temas de cuento y otros de novela. El escritor sabe a qué género pertenece una idea que quiere escribir. Me siento cómodo en los dos.

Si tuvieras que clasificar tus cuentos dentro de una corriente o escuela literaria, ¿cuál sería?

«Mientras la novela gana por puntos, el cuento lo hace por knock out»ENTREVISTA CON HUGO BUREL

PRESENTACIÓN DEL AUTOR

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J

El guerrero del crepúsculo. Madrid, Editorial Lengua de Trapo, 2002. Finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

Los inmortales. Montevideo, Alfaguara, 2003. Premio Bartolomé Hidalgo (2004).

> OBRAS DE HUGO BUREL El corredor nocturno. Montevideo, Alfaguara, 2005. Premio de Narrativa del Ministerio de Educación y Cultura (2007).

El desfile salvaje. Montevideo, Alfaguara, 2007. Premio de Narrativa del Ministerio de Educación y Cultura (2009).

El caso Bonapelch. Montevideo, Alfaguara, 2014. Premiado con El Libro de Oro de la Cámara Uruguaya del Libro.

Montevideo noir. Montevideo, Alfaguara, 2015.

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Creo que integran el género fantástico algunos. Otros son más realistas o también simbólicos. No me preocupa demasiado a qué género pertenecen, sino la capacidad que tienen de transmitir algo que no deje al lector igual a como era antes de leerlos. El cuento siempre tiene que conmoverte o asombrarte, dejarte inquieto o pensando.

¿Creés que la escritura es un hábito que cualquier persona puede cultivar o es necesaria una dosis de talento natural o vocación?

No lo sé. Creo que la escritura, en el sentido de novelar, contar cuentos, inventar y relatar argumentos imaginarios, sentirse en la necesidad de escribirlos, es algo misterioso que todavía no he logrado descifrar.

Tu novela El corredor nocturno fue llevada a la pantalla grande en el año 2009, bajo la dirección de Gerardo Herrero. ¿Cómo fue esta experiencia? ¿Qué sensaciones se despiertan al ver cómo cobran vida personajes y situaciones que salieron de tu pluma?

Como experiencia fue muy enriquecedora desde todo punto de vista. Participé del rodaje, conocí a los actores, estuve involucrado en el proceso creativo, pese a que no escribí el guion. Sin duda lo más removedor fue escuchar los diálogos de mi novela dichos por los actores, ver cómo ellos encarnaban a los personajes que yo había creado. Para alguien que creció viendo cine es una experiencia muy fuerte.

Cuando escribís una obra para teatro, como en el caso de La memoria de Borges, por ejemplo, ¿el proceso de escritura es diferente? ¿Tenés en cuenta otros elementos que no considerás al escribir cuentos o novelas?

La escritura siempre es la misma, un proceso misterioso e interior que te va llevando y por un tiempo te compromete y te invade sin que puedas evitarlo. La dramaturgia, a diferencia de la escritura de cuentos o novelas, implica, además, un proceso colectivo que involucra director, actores, escenógrafos, etc. Esa es la diferencia sustancial. En eso se parece a la escritura de un guion cinematográfico.

Montevideo Noir, tu última novela, es un thriller ambientado en la Montevideo de los años 60 que reafirma tu nombre entre los representantes del género novela negra. Contanos un poco de qué se trata este género y qué tiene de atractivo para vos como escritor.

Es un género con leyes muy específicas que necesita, además, de lectores cómplices. Es un género que funciona como un formato en el que podés incluir, en lo temático, ciertas dosis de comentario social, de reflexión sobre muchos temas que implican una mirada que no es complaciente con la realidad. Pero además se necesitan argumentos que funcionen y pretexten una trama que interese al lector y lo involucre en el suspenso, en el misterio y en la resolución de esa trama que, necesariamente, debe atrapar.

Sabemos que sos aficionado a la música y fanático de los Beatles. ¿Considerás que la música que escuchás ha tenido alguna influencia o ha servido de inspiración para tu obra en algún punto?

La música forma parte de la realidad. En una trama novelesca puede incluirse, y, de hecho, habitualmente lo hago, pero no me inspira un argumento, solo lo completa.

¿Estás trabajando en alguna novela o algún otro tipo de

PRESENTACIÓN DEL AUTOR>

obra literaria en este momento?

Siempre estoy trabajando en algo, pero nunca lo menciono hasta que no está terminado. Es algo en proceso que ni siquiera tiene título.

Te agradecemos mucho por la entrevista, ha sido un placer.

«Toda traducción amplía el horizonte de una obra […], coteja esa obra con las de otra cultura a la que esa lengua de la traducción representa.»

«El cuento siempre tiene que conmoverte o asombrarte, dejarte inquieto o pensando.»

«Creo que la escritura […] es algo misterioso que todavía no he logrado descifrar.»

«»

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TEXTOS SELECCIONADOS>

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na tarde de verano, Boris Stolowics se quitó totalmente la ropa y salió a la calle. Desnudo, pálido, huesudo y sin apuro, empezó a caminar por la vereda de la sombra, disfrutando del relativo fresco de las baldosas recién baldeadas. A los cincuenta y seis años era la primera vez que se enfrentaba al mundo sin sus cómodos pantalones anchos, y el único síntoma de contrariedad era no saber qué hacer con las manos, no disponer de los profundos bolsillos de excobrador. Por eso deambulaba un poco envarado y con los

brazos algo separados del cuerpo, tiesos como si los llevara entablillados.Iba descalzo, y a cada paso extrañaba el chirriar de las suelas arqueadas hacia arriba, producto de la malformación

de las plantas de sus pies, estropeadas por años de persecución inmisericorde de deudores. Por lo demás, Boris no extrañaba más nada: la caminata prometía ser la misma de cada tarde. Idéntico itinerario, misma hora: tres cuadras hacia la avenida, dos más por esta hacia la tienda en donde encontraría a su esposa, invariablemente rezongando a la empleada que había dejado abierta la caja de los dedales o había medido mal un metro de tela. Desde allí —intercambiadas ya las frases obvias y gastadas—, una cuadra y media más hasta el banco, la cola para el trámite de depósito, la mirada aburrida del cajero, el vago recuerdo de su primera alcancía en ese olor indefinible a dinero encerrado. Con el comprobante arrugado entre sus dedos, media cuadra hasta el Bar Ciclón, la última mesa del fondo, junto a la puerta de la peluquería, el té a la rusa con mandiocas, los comentarios del mozo sobre los últimos mil metros de la sexta del domingo, la llegada de Elías con su tablero de ajedrez, las moscas sobre los restos de azúcar y el olor fétido de los sucios baños cercanos a la mesa.

Hoy hay una diferencia: Boris puede sentirla en esa ausencia de peso que alivia sus hombros del forro, entretelas, hombreras y casimir del saco cruzado y manchado de grasa que ha quedado colgado de la silla del dormitorio. El nudo de la corbata ya no oprime su cuello, y sí las muñecas de la empleada, que con el pretexto de ordenar su cuarto, tender su cama y vaciar el contenido de su taza de noche, no hace más que vigilarlo, escrutar en sus más mínimos gestos hasta descubrir el primer aviso del infarto tan temido.

En cuanto a la camisa, los calzoncillos y el pantalón, han servido para amordazar uno e inmovilizar otros: ya no son ropa, apenas un amasijo de vueltas y nudos que posibilita la huida.

A sesenta metros de la puerta de su casa, Boris tiene la certeza de no haber sido visto aún: el sol mantiene cerradas las celosías y entornadas las puertas canceles de los zaguanes vacíos. En ese punto de la caminata, próximo al almacén de Carlo Falduti, la sombra se fragmenta en manchones de luz caliente que se filtra desde las copas de los plátanos y la biblioteca ante los ojos de Boris, sustrayéndolo al tránsito y a los peatones que ya deben estar señalándolo.

—Signore Boris: due settimani, questa libreta mi fa male.La voz le llegó desde el costado, chillona, urgente y con un dejo de ahogo en la última palabra, un tono italianamente

trágico y desaforado. Enseguida Boris vio el rostro redondo y encendido de Falduti, la camisa abierta y transpirada, el pantalón rayado y bolsudo en las rodillas, Carlo Falduti vestido, reclamándole un dinero que ya no puede ganar.

—Questo non é una Societá di Beneficenza. ¿Hai capito?Boris vio cómo el hombre desaparecía detrás de unos cajones de soda, lanzando más imprecaciones que surgían

de manera amontonada de su boca desdeñosa y con aliento a ajo. Le había dicho las dos frases en forma rápida: una

Contraluz

U

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especie de emboscada verbal tendida a su paso y desarrollada sin mirarle una sola vez a los ojos, prescindiendo quizá del resto del cuerpo, única explicación posible para que no advirtiera la desnudez, la elemental falta de bolsillos para ponerse al día con la manoseada libreta.

Intentando pasar por alto la torpeza de Falduti, Boris Stolowics siguió caminando.Al cruzar la primera bocacalle, esperó el sonido intempestivo de alguna bocina, un grito al menos. Solo pudo oír los

ladridos de un perro, calcinándose sobre una azotea.Cuando miró el tendido de la siguiente cuadra lo desconcertó el vacío, la ausencia de personas viniendo desde

la avenida o yendo hacia ella. No había niños escapados de la siesta jugando a los indios o a la bolita. Ni siquiera el carnicero Valdez descabezaba un sueño en el escalón de la puerta, el mostrador ya vacío de trozos sanguinolentos y el afilador atravesado sobre la cuchilla. Por delante solo tenía el contraste de sombras y luces que se repartían la calle, algunos automóviles estacionados que lanzaban destellos desde sus cromados, la alternancia de plátanos y paraísos quietos en la tarde sin viento.

Tal vez la viuda Gómez estuviese instalada en su zaguán sombrío, abanicándose para siempre con su palmeta de mimbre, la gata Desdémona sobre el regazo y rodeada de macetas con plantas y jaulas de pájaros vacías.

Antes, cuando todavía podía soplar su saxo tenor, Boris le había compuesto —secretamente— una suerte de blues tangueado, titulado ampulosamente La viuda Gómez acaricia su gata junto a la maceta de cretonas, luego apocopado en Blues para la viuda. Era una música extraña, ronca, caliente, fuera de todo el repertorio del Boris integrante de la Jazz Special, conjunto muy popular de la década del 40 en todo el cinturón de pueblos que rodean la capital. Ya en ese entonces, la viuda Gómez era viuda, pero veinte años más joven e inconsolable.

A treinta baldosas de la puerta de la viuda, Boris sintió algo más que liviandad de ropa, y los brazos rígidos a los costados se le aflojaron y adquirieron la consistencia de dos chorros de gelatina. No se trataba de vergüenza, tampoco de arrepentimiento. Era una sensación peor: supo que la viuda ya no estaría, anticipó la poltrona vacía, la cretona marchita y la gata flaca relamiéndose sobre el piso ajedrezado del zaguán. Ante esa ausencia, era inútil instalarse como una aparición bajo el pórtico combado y ofrecer la impudicia de su magra desnudez, el sexo ajado y raquítico que ya no puede interesar, sorprender y mucho menos escandalizar a esa mujer que había envejecido y enfermado sin ceder a sus asedios, al quejumbroso laberinto de su música ejecutada una noche junto a la ventana, a los tercos seguimientos por calles sombrías y a las esperas en confiterías discretas fumando y bebiendo un pernod tras otro.

La viuda había sabido llevar el luto hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, siempre, y por encima de su resistencia, le había mirado con un destello de dolor arrepentido, con una súplica de liberación de las negras vestiduras, consumida por un fuego aún crepitante, la pasión interrumpida pero no satisfecha.

Frente a la puerta cerrada para siempre, la pintura descascarada y el bronce del picaporte cubierto de una pátina verdosa, Boris se detuvo apenas, aguzando toda la piel y sus sentidos, como si algo de la viuda todavía fluyese desde el interior de la casa vacía.

Con la sensación de regresar de un sueño llegó a la siguiente esquina bañado en transpiración. Se apoyó un instante en el buzón pintado de amarillo y empapelado con afiches de propaganda política. Encorvado por la invisible desgracia, respiró con dificultad una bocanada de aire húmedo, tibio, insuficiente. Pensó en la mujer atada en el dormitorio, sobre todo en sus ojos desorbitados y en las manos frenéticas, incapaces de zafar de la corbata.

«Ya voy, Sara», se dijo, iniciando el cruce de la calzada. Alguien pasó junto a él, saludándolo con amabilidad:—¿Cómo está, don Boris, qué me dice de este tiempito…?¿Víctor?, ¿Asdrúbal?, ¿el joyero Panaskadópulos? No quiso darse vuelta ni responder al saludo. Atravesó el asfalto

caliente como pisando huevos, la mirada fija en sus pies estropeados y ahora con las plantas sucias de alquitrán derretido. A menos de una cuadra de la avenida, pudo distinguir el urgente ir y venir de la gente y el lento desplazamiento de los omnibuses entrando y saliendo de la antigua Estación de Tranvías, ahora transformada en terminal urbana.

«Tal vez sea el momento de correr», pensó sin intención alguna de hacerlo, especulando con una remota agilidad que en otros tiempos lo había destacado en disciplinas olímpicas. Aquel corredor de media distancia, adolescente y con los pies normales, era ahora tan solo un par de fotografías descoloridas, sujetas con tachuelas al reverso de la puerta

de un armario. En ambas, se le escapaba el triunfo por medio metro.No fue necesario apurar el paso, ya que nadie parecía verle: todos demasiado preocupados por sus pequeñas vidas,

deambulando en el calor como una manifestación de ciegos. La avenida lo asimiló rápidamente y lo encauzó en el plomo líquido de las cuatro de la tarde, el sol doblegando las nucas de los transeúntes y recalentando las columnas de las líneas del trolley.

Ya sin la posibilidad de elegir la sombra, Boris se encaminó hacia la tienda, transpirado y sonriendo como un alucinado. Mirando hacia el cielo deslumbrante supo que había sido un error salir de su casa sin sombrero.

Con el andar calmo y a la vez vacilante de un convaleciente, pasó por delante de la Farmacia Dublín, la Mercería Chantal y el Salón de Loterías Máximo. Se vio reflejado en los cristales de sucesivas vidrieras y en el espejo lejano de una peluquería. En ese trayecto alguien le preguntó la hora y dos señoras le ofrecieron bonos de la Lucha Antituberculosa. Cuando llegó a la tienda de Sara, agradeció al buen Dios no haberse cruzado con ningún guardiacivil.

Sara estaba midiendo una pieza de viyela cuando lo vio recostado en el vano de la puerta, quieto, con las piernas separadas, los brazos tiesos y extendidos hacia las vitrinas: toda su silueta luciéndose en la contraluz irreal que llegaba desde la calle. Sin dejar de medir ni sonreír a la señora Gutman —de espaldas al recién llegado—, Sara tanteó con la mano libre sobre el mostrador en busca de sus lentes.

—Señora Gutman, sosténgame el metro bien firme, necesito encontrar mis lentes —dijo, mirando por encima del hombro de su clienta la borrosa presencia de alguien que era y no era su marido. Lo era por la hora y la manera de entrar a la tienda, resoplando tras la caminata y buscando apoyo para no doblegarse por la fatiga. No podía serlo por la excesiva delgadez de sus miembros, desprovistos de los anchos pantalones y el generoso saco, y esa dolorosa e inquietante sospecha de que el hombre que aguardaba en la puerta bien podía estar desnudo. Por eso era preferible no encontrar los lentes y volver a la tela, al rígido metro todavía sujeto por la señora Gutman, que todavía no ha visto su expresión desolada, el imperceptible temblor del labio inferior y el acelerado palpitar de las venas del cuello.

—¡Sara! —gritó Boris Stolowics, sin avanzar un solo metro ni aflojar un solo músculo, fastidiado por tanta calma y tanto orden rodeándole.

—Señora Gutman, mantenga ahora la tela estirada para no perder la medida —dijo Sara, sin levantar los ojos del metro patrón, preparando la tijera para realizar el corte.

—¡Sara! —chilló nuevamente Boris, ahora menos empacado y con la mirada nublada por el sudor que le caía desde la frente.

—Rosita ya fue al banco, querido —dijo Sara, cortando de un solo envión la tela y doblándola en cuatro. Sus palabras, más que al hombre que estaba en la puerta, fueron dichas para su clienta, todavía no tentada de darse vuelta o demasiado atenta a la viyela.

—El banco, sí, ya veo… —dijo Boris. Con lentitud se dio vuelta y salió nuevamente a la calle. Para su alivio, la tarde había comenzado a nublarse.

La cuadra y media hasta el banco transcurrió sin novedad. La gente atareada o distraída no se fijó en él. Tampoco se cruzó con ningún conocido. Apenas un perro flaco y cargoso lo siguió entre dos árboles, señalándolo con su nariz entrometida.

Sin dinero que depositar, ignorando la gestión de Rosita y culminando la parte útil de la caminata, entró igualmente al edificio del ahorro y del crédito, menos por cumplir una rutina que para disfrutar del fresco de los gigantescos ventiladores de techo.

Bajo el monótono girar de las aspas, miró en derredor: en el vestíbulo y en los espacios circundantes a los mostradores, media docena de individuos aguardaban absortos en la contemplación del repetido dibujo de las baldosas. Frente a las ventanillas de las cajas, unos pocos ahorristas esperaban para hacer sus depósitos, sujetando paquetes o pequeños portafolios con evidente recelo. Dentro de los habitáculos de los cajeros, estos parecían dormitar, las cabezas inclinadas y atentas al teclado de la máquina de sumar, inmóviles como maniquíes. En los escritorios de los boxes interiores, los contables parecían eternizados en operaciones complicadísimas, ajenos a los cajeros, al público que entraba y salía, y a Boris Stolowics, inmóvil en medio del banco, hipnotizado por las aspas y abandonado al envolvente aliento de un insecto fabuloso.

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Otra vez el olor a dinero encerrado lo retrotrajo a la niñez y a la tibia redondez de un crédito de la baquelita pintada. Puede oír, amplificado por el recuerdo, el estallido, el golpe seco contra el mármol de la cocina y las monedas repiqueteando por todos los rincones como una lluvia de gotas metálicas. También puede ver el único billete de sus ahorros, doblado en cuatro y quieto entre los fragmentos de la alcancía, y la cara triste de su padre extendiendo la mano, obligándolo a desprenderse de su pequeña fortuna, canjear la ilusión del mecano número seis por un mes atrasado de alquiler.

Ninguno de los que allí estaban podía atesorar con más avaricia y esmero el dinero como él mismo, cuarenta y siete años atrás. Por eso, aquella primera quiebra le había enseñado, con inconsciente anticipación, el frenético vicio de gastar, de no acumular jamás lo que algún día podía desaparecer por obra de la mala suerte. Solo la pobre Sara era capaz de obligarlo al ritual del depósito diario de las ridículas ganancias de la tienda.

Abandonó la contemplación de aquel mandala giratorio, movió negativamente la cabeza, y sin ver a nadie salió del banco. Ahora necesitaba llegar al bar y atrincherarse en la mesa de todas las tardes, beber la taza de té con mandiocas y juntar fuerzas para volver a casa.

En la calle se había desatado un aguacero que había barrido con el calor y con los peatones de la avenida. Sin posibilidades de guarecerse, Boris se dejó mojar por la lluvia implacable.

Entró al Ciclón empapado, aterido y más desnudo que al salir de su casa. Pisando colillas de cigarrillos frías y escupitajos recientes, atravesó el bar con paso vacilante y se dejó caer en la silla de la última mesa del fondo. Sus nalgas húmedas y descarnadas sintieron la dureza del asiento de cármica; su espalda escoleósica, la incomodidad del respaldo excesivamente bajo y recto. Agotado y casi sin voz comunicó al mozo su pedido: alguien nuevo que ni siquiera se dignó a mirarlo y mucho menos comentarle los últimos mil metros de carrera alguna.

Mientras mojaba una mandioca en el té, recordó los primeros compases de Blues para la viuda, la mano libre dirigiendo a una orquesta imaginaria, exuberante en vientos y en esmóquines de lamé, los atriles con el monograma «BS» dibujado en dorado, y una mujer vestida de negro en el palco más cercano a los músicos. Antes que los trombones pudieran ponerse de pie, la sonrisa afectuosa de Elías interrumpió el tema.

Enfundado en un viejo impermeable, el hombre se sentó frente a Boris y depositó la caja con el ajedrez entre ambos. Sin dejar de sonreír, desplegó el tablero y volcó las piezas sobre él. Boris siguió sus movimientos aguardando el previsible comentario, la inevitable alusión a la piel húmeda y la irónica reflexión sobre el peligro de desabrigarse en exceso. No obstante, bastó la mirada conmiserativa para despertar en él la vergüenza y el agrio desconsuelo. Estaba en un bar, desnudo, mojado y con frío. Su mejor amigo lo miraba con lástima y no cesaba de sonreír. Desde el baño cercano llegaba el familiar olor fétido, persistente como el recuerdo de un muerto insepulto.

Finalmente, Elías abandonó la sonrisa, frunció el entrecejo y preguntó a su contrincante:—¿Blancas o negras?

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Living is easy with eyes closedMisunderstanding all you see…

John Lennon & PauL Mc cartney

veces pensaba que al doblar en una esquina la iba a encontrar, caminando en sentido contrario, cargada de carpetas, cuadernos, libros deslomados y algún volante de propaganda política recogido a la salida de la última clase. En ciertos cruces no determinados por ningún recuerdo, se preparaba ante la inminencia de la aparición, como si el aire cambiase de cualidad y le anunciara que por fin, justo allí a la vuelta, el encuentro habría de producirse. Era una esperanza vana que tenía como culminación el desconsuelo, la pausa vacilante antes de seguir andando, atravesando el aire frío del invierno rumbo a la oficina, a su

casa, al inmodificable presente sin ella.Todavía seguía creyendo en la casualidad, esa variable combinación de circunstancias que había producido aquel

primer encuentro del ascensor detenido entre dos pisos. Ellos dos y la comprobación casi inmediata de que no sentían pánico, que los cigarrillos y el oxígeno eran suficientes para aguardar sin angustia a los bomberos, mientras la charla remarcaba coincidencias y dilataba la fascinación de estar conociéndose.

Liberados de aquella involuntaria prisión, se despidieron urgidos por obligaciones impostergables, pero se prometieron un café y todo el tiempo que fuera necesario para tomarlo. No intercambiaron teléfonos porque sabían que la primera cita era ineludible. Bastaba la promesa, la mirada con que se despidieron y la certeza —por lo menos por parte de él— de que algo más que una falla mecánica había detenido el ascensor.

Aquel primer café se prolongó en horas de prolijo recuento de sus vidas, desmenuzando los veinte años con un fervor atropellado que les hacía disputarse el uso de la palabra. Luego sobrevinieron las caminatas, el aprendizaje del amor a través del lenguaje y luego la piel, el interminable arrobamiento en medio del silencio de aquel apartamento prestado, en el cual podían sustraerse a la temporalidad mientras se amaban o simplemente bebían vino comentando Elvira Madigan.

Ella siempre quiso escribir un cuento que hablara de aquellos días. Él, una canción, un roncanrol exuberante que trasmitiera el vértigo de la pasión, sobre todo el júbilo de amarse sin necesidad de exigir un mañana, de prometerse un tiempo no inventado. Solo importaba el presente, las horas palpables y tibias en la vieja cama de plaza y media con el mapa de París desplegado sobre sus cabezas despeinadas: un homenaje a La Maga y a Oliveira encontrado en un altillo y rescatado por esa vocación de ella por atesorar símbolos. Si él todavía tuviera ese mapa, podría recorrer otra vez aquellos itinerarios de dry pen verde sobre bulevares y puentes, el trazo irregular de la mano perdida que había inventado vagabundeos por Montmartre y detenciones en bistrós para documentar un viaje nunca realizado, un sueño no cumplido. Podría repasar esas caminatas ficticias y saber que los encuentros fortuitos pertenecen a la literatura y los abrazos en cámara lenta a las películas de Lelouch.

El mapa fue arrancado con violencia, al igual que el póster del Che y las dos reproducciones de Magritte, cagadas por las moscas y salpicadas de cerveza.

Cuando él llegó, todavía flotaba el olor de ella —agridulce, penetrante, tibio— por sobre el revoltijo de hojas y

El rock de la mujer perdida

A

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cuadernos desmembrados, carpetas desgarradas y libros retorcidos por un huracán. Bastó ver los huecos de las paredes, las poderosas ausencias de lo arrancado, para saber exactamente qué había sucedido.

Como un torpe permaneció horas dando vueltas por el apartamento, sin considerar que a lo mejor podían volver y encontrarlo, estúpidamente ensimismado en un trocito de tela, tal vez el bolsillo de la blusa, desprendido por quién sabe qué movimiento.

En ese tiempo estuvo embotado, buscando afanosamente indicios de algo que tal vez siempre había estado allí y él no había sabido ver. Comprendió que el dueño del apartamento necesariamente debía estar también implicado, enredado en lo mismo que ella, y él entre ambos, cumpliendo un rol lateral, apartado de lo esencial. Sintió miedo, impotencia, tristeza, humillación por no haber sido merecedor de confianza. Eso quería decir que a lo mejor el amor no alcanzaba, y que el único punto de encuentro entre ellos era aquella cama, ahora sin el signo tutelar de París y sus itinerarios verdes. Tan solo rituales de pasión, conversaciones que parecían extraídas de alguna novela, más que de la realidad, y el dolor de esa ausencia que ahora, en la lejanía de la oficina, le quema como una brasa sobre la piel. En todo caso, en aquellas primeras horas sin ella, mientras dudó si huir o quedarse a correr su misma suerte, desenfundando la cobardía para suministrarle la lógica del «no te metas», había creído que todo iba a aclararse, que se trataba de un error, que en un par de días aparecería. Con esa certeza abandonó, lívido y disimulando, tres horas después, el edificio. No había querido mirar a nadie, ni descubrir autos sin chapa estacionados en la vereda de enfrente. Solo puede recordar —con esa claridad que adquieren ciertos sucesos según pasan los años— su paso apresurado, emprendiendo una larga caminata que lo mezclaría con la gente, la anónima muchedumbre sin ella.

Fue inútil aguardar llamadas los días subsiguientes, leyendo los periódicos en busca de comunicados oficiales sobre la detención. Por supuesto que no se animó a telefonear a su casa y descubrir en el tono compungido de la tía otra vez la ausencia, el hueco dejado por los Magritte manchados. Hundido en una impotencia pusilánime, no fue capaz de recorrer los establecimientos habituales de reclusión, preguntar y exponerse al arbitrio de ser acusado de complicidad, luego de explicar inútilmente que la política no le interesa y que es solamente un amante desesperado. Solo fue capaz de ejecutar estridentes solos con la Eko, elevando el volumen del amplificador al máximo, única forma de llanto posible, ensordeciéndose con los trinos espasmódicos que iba arrancando con rabia y vergüenza hasta hacerse sangrar los dedos.

Cuando sobrevino el tiempo de los datos fragmentarios, de las versiones contradictorias, hizo crecer un espacio para la esperanza. Le dijeron que había sido liberada y puesta en un vuelo hacia Suecia esa misma noche. Alguien mencionó una carta, remitida desde París, en que se la nombraba, aunque no se especificaba si estaba viviendo allí. Oficialmente, nada se sabía, y alguien averiguó que ni siquiera existía constancia de un operativo para detenerla. Tampoco figuraba en las listas de integrantes de la organización. Crédulo, se aferró a la hipotética carta, a París, a los antiguos itinerarios. Intentó llegar al origen del dato, aliviar la angustia de esos ocho meses de silencio. Solo obtuvo más confusión y nuevos datos ambiguos, contradictorios, que le hablaban de ella en una versión diferente a la que había conocido. Era como si en aquellas caminatas, en aquellas charlas después del cine, ella hubiera desarrollado una actualidad magistral para fingir, o peor, para ocultar el secreto esencial de su vida. La confrontación ideológica entre la militante y el rockero había sido tan solo superficial, un pretexto para demostrarse a sí mismos la tolerancia y la creencia en el amor capaz de superar toda diferencia. Todo había sido como un juego, la formulación de una serie de movimientos predecibles que los habían acercado. Hasta que en un gambito no acordado en las reglas, alguien había trastocado aquella esencia lúdica por otra, transformando el territorio de la partida en un caos delimitado por el miedo.

Abrumado por el recuerdo, por su incapacidad básica para luchar y por la certeza de que en definitiva siempre había estado al margen, abandonó todo proyecto de búsqueda y se recluyó en sí mismo, aislado por un temor irracional que le hacía sentirse perseguido, espiado, observado a cada paso. Esa obsesión pronto lo llevó a otra, en la cual imaginaba interminables sesiones de tortura que se sucedían hasta culminar en un nombre: el suyo. Se veía por fin involucrado, comprometido, cuando el cuerpo de ella no resistía más apremios y dejaba escapar esa referencia que lo ligaba a su destino más profundamente que el amor. Esa versión era producto de creerla todavía cautiva, tras haber abandonado esa falsa esperanza de París, Estocolmo o Ginebra. Una y otra vez, la imagen del apartamento devastado le asaltaba en

sueños complicadísimos que le hacían despertar gritando y manoteando a tientas, como si se protegiese de presencias invisibles. Ni sus padres ni sus hermanos conocían ese terror ciego a recibir un llamado telefónico a media noche, o ver estacionarse un automóvil con las luces apagadas en la puerta de la casa. No era suficiente el haberse desvinculado de las amistades de ella con el pretexto de una aguda depresión nerviosa que lo había llevado, incluso, a desentenderse por completo de los cursos de la Facultad. La obsesiva imagen de una muchacha arrastrada de los cabellos hacia una camioneta —así la describió un vecino, veintisiete semanas después, en una rápida conversación de boliche— lo atormentaba, considerando sobre todo aquel cuerpo frágil que tantas veces había recorrido con manos, labios y sus propios cabellos en el atardecer de cualquier día en el apartamento. Por eso, cuando descubrió que por entonces ya no vivía con la tía, y que la habitación que tomaban prestada no era otra que la de ella y el otro, el misterioso dueño de aquel aparentemente perfecto refugio, la ternura se le deshizo como el terrón de azúcar que se humedece de a poco con el café. No sintió ira, ni lástima, ni decepción: solo la estúpida incomodidad del que participa en una conversación sin entenderla.

Con esa aplicación se propuso posibles formas de borrarla, de suprimir su recuerdo como quien desgraba una cinta para llenarla con otros sonidos. No pensar más en ella fue el equivalente a aceptar su desaparición como una consecuencia lógica de su duplicidad, admitir el «algo habrá hecho» conformista y burgués e integrarse a la mayoría silenciosa que cerraba los ojos y seguía viviendo.

Los años fueron apartándolo de la fácil rebeldía del rock, transformando la música en un hobby de fin de semana. Sin haber progresado demasiado en su carrera, la mitad de la veintena lo sorprendió casándose con apuro para asumir una paternidad no deseada. El abandono de los estudios, el acopio de empleos y el rápido deterioro del matrimonio lo introdujeron por fin en la antesala del arrepentimiento. Cuando llegó a los treinta ya se había divorciado y veía a su hijo solo los sábados y los domingos.

Como algo que emerge de aguas profundas, una mañana recuperó la memoria de aquellos días y comprobó que no hay nada más terco que un recuerdo. Mirándose en el espejo antes de afeitarse, escrutó las entradas de su frente y la tristeza de sus ojos.

Sin haberla sabido muerta y sin un posible lugar en donde imaginarla viva, se aficionó a inventarla a la vuelta de tal esquina, en el exhibidor de una librería, a la salida de cualquier cine. Ese juego le ayudaba a deambular entre la multitud sin sentir la opresión de la soledad. A veces, rasgando apenas la vieja guitarra, tarareaba aquella música inconclusa, una melodía sin nombre que pretendía abolir el tiempo y los errores y que solo lograba expresar un lamento inútil y patético.

Hasta que una tarde, en una plaza céntrica, por fin la encontró.El grupo caminaba en silencio, insensible al frío y al viento arremolinante. Iban muy juntos, hombres y mujeres,

igualados por una dignidad que les nacía desde lo más profundo de sus miradas secas de lágrimas, firmes de empecinamiento para no admitir el olvido y exigir la expiación. Se desplazaban como urgidos por ser evidentes, y a la vez no exigían la atención de nadie, apenas si mostraban unos rectángulos de cartón con leyendas de factura casera. Los rótulos deliberadamente prolijos invocaban un nombre, una fecha, y en algunos casos iban acompañados de una foto, la expresión inmóvil de alguien a quien exigían vivo en ese preciso instante, aunque ya hubieran pasado muchos años de la desaparición.

Él pudo verla en el centro del grupo y descubrir en la firmeza al empuñar la pancarta un espejo donde reflejar, otra vez, su cobardía. Tal vez esa misma firmeza fue necesaria para redactar la leyenda que apelaba, como todas, a la fecha fatídica, al nombre completo y a la denominación infamante. Sobre las letras escritas en rojo reconoció los cabellos lacios cayendo mansamente sobre los hombros, el rostro alargado y dulce, la boca semiabierta como a punto de llamarlo, los ojos claros y brillantes irradiando ternura y anhelos indefinibles, como cuando los vio por primera vez en la corta distancia del ascensor. La mujer, la vieja tía, avanzaba mostrando la denuncia como un estandarte que lo hacía retroceder, ahuecar el pecho como si algo invisible lo golpease. Podía ver cómo el tosco cartón con la foto y la leyenda se abría paso desde el fondo de los años y le devolvía a la mujer perdida, a la mujer borrada y suprimida. Desaparecida.

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aldíbar masticó lentamente su almuerzo con la mirada perdida en alguna mancha de la pared. Su mujer, todo el tiempo frente a él, apenas si levantó la vista del plato. Comer en silencio y sin mirarse era parte de una forma de vida deteriorada lenta pero seguramente por el transcurso del tiempo.

Cuando ambos terminaron, Saldíbar comentó:—Hubiera preferido pasta, pero… en fin, ya comimos, Raquel.

La mujer hizo un gesto desdeñoso y comenzó a recoger los platos.—Todavía hay imposiciones —dijo—, en la fonda de Pablo también dan de comer.Saldíbar no contestó, apenas se limitó a sonreír y a encender un cigarrillo, a comenzar la lenta digestión y transcurrir

las próximas horas hasta la siguiente comida.La mujer desapareció con los platos y sus rezongos se transformaron en un murmullo sordo como la lluvia que caía

desde el amanecer.Dos pitadas y Saldíbar se levantó de la mesa. Dudó entre dormir la siesta o salir a la puerta. Todavía llueve —pensó—,

siempre llueve en esta época, es curioso cómo todo se repite.La mujer seguía murmurando cosas, pero él ya no la oía. Ahora estaba en la puerta, contemplando los licuados

colores de la calle, oliendo la humedad, considerando la posibilidad de llegar hasta el café de la calle Reus. Una cuadra no era suficiente para mojarse mucho, aunque tal vez lo mejor fuese dormir. Confundido por esa variedad de formas de no hacer nada que tienen los jubilados, prefirió esperar a que la lluvia cesara. Cuando volvía al comedor su mujer lo detuvo:

—¿A dónde vas, no ves que estoy lavando el piso?Ya estaba. Había quedado atrapado entre el comedor y la puerta de calle, prisionero en un oscuro y frío zaguán, sin

otra alternativa que esperar a que su mujer terminara o que la lluvia cesase.Instintivamente prefirió confiar en la naturaleza.Al abrir nuevamente la puerta, la llovizna le dio en la cara. Llovía cada vez más fuerte y de costado. Imposible salir.No obstante la humedad, prefirió dejar la puerta abierta: por lo menos tendría luz y podría ver cómo el temporal

amainaba.En puntas de pie se acercó a la puerta del comedor para observar los progresos de la limpieza. El panorama era

desolador. Abundante y jabonosa agua inundaba todo el piso, mientras, frenéticamente, su mujer se afanaba con trapos y escobillones, presa de ese furor demente con que se abocaba a ese tipo de tareas.

Saldíbar sabía perfectamente que todo intento sería inútil. Raquel no dejaría que él diese un solo paso sobre su piso: los zapatos mojados mancharían su obra.

Encendiendo el segundo cigarrillo, optó por volver a la puerta. Con horror vio cómo el agua mojaba copiosamente los escalones del pequeño zaguán. Afuera la lluvia había barrido con todo signo de vida que hubiera en la calle.

Con presteza cerró la puerta. Si Raquel veía el piso mojado, seguramente discutirían. Su mujer abundaría en consideraciones sobre su torpeza, descuido, falta de cooperación y caprichos seniles de abrir la puerta cuando llueve. En ese momento se lamentó profundamente por haberse casado con una maniática de la limpieza, y por un instante sintió el impulso de entrar resueltamente al comedor, pisar sobre lo mojado, patear baldes y escobas, mirar con gesto

Hombre en un zaguán

S

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desafiante a Raquel y luego llegar al dormitorio, acostarse y dormir hasta que cesara de llover. Tal vez un solo acto de rebeldía cambiase tardíamente su vida.

Al aproximarse nuevamente a la puerta del comedor, la abrupta mirada de Raquel lo hizo detenerse, como si fuera un niño a punto de cometer una travesura.

—¡Ni un paso más! ¿Todavía aquí, no te habías ido al boliche? —dijo Raquel, autoritaria, despótica.Iba a contestar que no, que llovía, que quería ir al dormitorio y recostarse, que tenía frío. No pudo. Raquel cerró la

puerta del comedor, como si no fuera suficiente toda el agua que había echado para impedir que él pasase.Ahora sí que la cosa se ponía difícil. Aislado entre dos puertas cerradas, Raquel de un lado, la lluvia del otro, escasa

luz, humedad y frío. Y esa espantosa sensación de sentirse prisionero.Cuando miró el piso, se estremeció. Las huellas de sus zapatos eran claramente visibles sobre el embaldosado. El

agua había operado su efecto devastador sobre el polvo acumulado y ahora se había formado una película viscosa y sucia que cubría todo el piso del zaguán. Consideró que era el momento oportuno para huir. Si Raquel llegaba hasta allí, vería que él había sido el culpable de tal desquicio. Lo vería vacilante y culpable, sin haberse ido aún, después de haber caminado sin cesar durante quince minutos en un zaguán de tres metros por uno.

Abrió la puerta de calle decidido a todo.La lluvia continuaba cayendo implacablemente. Sorda, sin respiros, como hacía ya seis horas.Asomó la cabeza y midió con avidez la distancia que lo separaba del boliche. No sería una locura largarse a correr y

llegar mojado pero triunfal a lo que en cierta forma representaba la libertad. Allí habría una silla, una ventana y alguna grappa que le ayudaría a soportar la tarde, la lluvia, el ocio por el ocio mismo.

De todas maneras, la posibilidad de la siesta no estaba descartada. Acaso Raquel había terminado y se había recostado ya. Con el comedor libre de barreras y sin la presencia de Raquel era posible tomar un trapo, secar el zaguán, y luego penetrar en el dormitorio como si nada, acostarse y dormir. Hasta que la lluvia terminase.

Decidido ya, cerró la puerta de calle y se encaminó hacia el comedor. Su mano se crispó sobre el picaporte de la puerta: estaba cerrada por dentro. Sin duda Raquel ya había terminado y, pensando que él ya se había ido, había cerrado con llave para irse a dormir.

Pensó en golpear. Lo desechó inmediatamente. Raquel tenía un sueño profundo y no lo oiría, y en caso contrario, al abrir y ver que era él quien molestaba, discutirían.

Además descubriría el estado del piso del zaguán.Descartada la posibilidad de la siesta, la aventura de salir a la calle le pareció el único fin de su vida.Abrió nuevamente la puerta de calle y retrocedió como para tomar impulso. En ese momento se dio cuenta de que

no tenía dinero. Uno por uno revisó sus bolsillos y lo único que encontró fue una moneda de veinte centésimos que no servía ni para propina.

Una vez más se sintió torpe e indefenso, viejo e inútil. Comprendió que su único lugar posible era su casa, la reclusión, el sometimiento a una mujer más joven que él.

Sin dinero, llegar al boliche resultaba una temeridad. Debería pedir fiado, cosa que no le gustaba. Incluso llegar mojado y sin dinero resultaría deprimente para los que lo conocían. No obstante eso, era más digno que estar prisionero en su propia casa. Acaso estuviera el Flaco Ávila, al cual podía pedirle prestado. Hasta el propio bolichero comprendería el involuntario olvido.

Prendió el tercer cigarrillo y con una mezcla de euforia y rabia salió a hacerle frente a la lluvia.Las primeras gotas se clavaron en su frente como agujas. El viento le desordenó los ralos cabellos y un súbito frío

le recorrió la espalda. Acurrucándose contra la pared, avanzó un trecho casi sin abrir los ojos, pisando baldosas flojas y saltando desagües. Sin embargo, la inclemencia no lo amilanó, se sentía feliz de haber abandonado el zaguán.

Ahora todo volvía a la normalidad. Raquel durmiendo y él rumbo al boliche. Instalado allí, las horas y la charla le harían olvidar el mal rato del zaguán. Al final de la tarde el hecho entraría en el terreno de lo anecdótico.

Caminaba distraído e ignorante de la lluvia cuando, promediando la cuadra, un perro salió de quién sabe dónde y profiriendo amenazadores gruñidos se abalanzó sobre Saldíbar. Un salto a tiempo, los pasos rápidos, el perro ladrándole

en los talones, el charco, los pies dentro del charco, el grito del dueño, a salvo otra vez. Con el corazón latiendo apresuradamente, Saldíbar se sintió humillado, ridículo en medio del aguacero.

Y todavía faltaba media cuadra para llegar.Pensó que en esa tarde le habían ocurrido demasiadas cosas, y que lo mejor sería sentarse de una vez en una mesa

junto a la ventana, viendo llover en silencio, jugando a la conga, tal vez.Sorteando nuevos charcos y desagües, llegó por fin al boliche.El gris de las cortinas bajas lo sacudió con la violencia de lo inesperado. De pie junto a la puerta, empapado ya,

contempló largamente aquella clausura, insospechada hasta entonces, dolorosamente real ahora.No quiso pensar qué insondables causas habían determinado que el boliche estuviera cerrado justo en ese

momento. Solo importaba esa realidad incontrastable. El único sol posible en esa tarde opaca se había extinguido inexplicablemente. Ahora quedaban una calle desierta, unas cortinas bajas, la lluvia penetrando las cosas, el silencio inefable de la soledad, acaso la certeza de haber fracasado una vez más.

Lentamente empezó a caminar. Ya no le importó seguir mojándose. La lluvia se le fue metiendo poco a poco entre las ropas, deslizándose por sus miembros cansados, penetrando en su boca y mezclándose con su saliva amarga, disolviendo el calor de la esperanza remota, matando el sueño de una tarde tranquila perdida en una mesa de boliche.

Al llegar a la casa abrió la puerta con desgano y goteando penetró en el zaguán.Con cuidado movimiento se sentó en uno de los escalones y se recostó en la pared. Con el pañuelo se secó algo la

cara y las manos.Tenía frío. Pero por lo menos en el zaguán no llovía.Faltaba una hora para que Raquel se levantara.Prendió el cuarto cigarrillo y se dispuso a esperar.

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or la ventanilla del tranvía desfilan con vértigo las fachadas grises y los árboles húmedos. Atardece después de un día de lluvia y esta se ha degradado a una llovizna que cae como con miedo. Él conoce las calles de esa ciudad, pero ignora sus nombres. Puede sentir la monotonía que se repite en el silencio de los zaguanes y en el deterioro de las casas bajas, invariables en su simpleza: una puerta alta de dos hojas, ventanas a los lados con un simulacro de balcón. Dentro de ellas, la tristeza asume ritos incomprensibles,

como demorar un mate entre silbidos de tangos mal aprendidos. Muchas veces, caminando, se ha detenido a escuchar esa parodia de la vida, esa mansa actitud de entrega, de renunciamiento. Por entre las celosías entornadas ha sentido crecer la melodía que se alterna con la voz gangosa de un speaker anunciando las ofertas de una farmacia.

Ha descendido en una esquina cualquiera y mira alejarse la máquina roja y amarilla. El chisporroteo de las ruedas sobre el riel lo distrae como cuando niño. Es posible que el tranvía haya quedado vacío: no ha visto a nadie guiándolo, o tal vez no ha mirado bien.

Está extraviado y es domingo. Tiene la certeza del día por esa inconfundible opresión que flota en el aire cuando el domingo se va muriendo. Los tranvías siguen pasando, lanzados trabajosamente hacia ninguna parte, siguiendo el itinerario de los rieles como bestias autómatas. Es inquietante verlos desfilar por la avenida y saber —con extraño convencimiento— que no tienen regreso.

Sobre las calles, todavía húmedas y tapizadas de hojas secas descomponiéndose en los charcos, se agita un murmullo de conversaciones urgentes y de radios mal sintonizadas que difunden marchas militares. Espera a alguien que sabe que no vendrá: desde una ventana alejada, un anciano lo mira con curiosidad o miedo. Bajo un farol de luz amarilla imagina posibles causas de la tardanza, pero no logra recordar a quién espera, la música lo distrae con sus disonancias. A lo lejos, en las calles desiertas, se ven fuegos. Fogatas que se agitan y arden lentamente, venciendo a la humedad, quemando montículos de basura, desechos de fábricas remotas o casas a punto de ser demolidas. Deslumbrado, sigue la senda que le indican las humildes flamas hasta llegar a predios baldíos, invadidos por el olor de la quema, que es espeso y comparable a una neblina sucia. Un vaho de materia degradada se licúa con la llovizna y dificulta su respiración. Comprende —porque vagos signos se lo sugieren— que ha estado antes allí, pero ignora cuándo y para qué. Apenas si intuye que debe atravesar ese territorio devastado para llegar cuanto antes a su casa y que es probable que el esperado sea él y que la demora la esté sufriendo otro.

Ahora con la vaga esperanza —acaso el término es excesivo— de que tras el laberinto de callejas y terraplenes fantasmales se abra el espacio generoso de una plaza, la elemental alternancia de faroles, bancos y arbustos, un busto sin nombre para recordar a nadie. Eso sería un respiro, la posibilidad de recomponer el itinerario y acceder por fin a la esquina familiar que lo oriente. Eso y comprobar que no ha sido seguido, descubrirse en la rutina autómata de mirar hacia atrás con el pretexto de toser o acomodarse las solapas húmedas, excesivamente levantadas. De ahí a saberse huyendo, furtivo entre las sombras que se alargan y diluyen, median dos pasos hasta un zaguán sombrío y pletórico de cretonas y madreselvas, el piso ajedrezado que apenas permite se dibujen sus zancadas largas hasta la escalera de madera apolillada que sube atenazado por la angustia.

Se siente viejo e incapaz de comprender por qué vive allí, en ese lugar frío, en esa pieza de tres por cuatro en la que se mete no sin cierto alivio, buscando a tientas la cama para tenderse de bruces, zambullirse en la negrura de una

Pincelada de azul sobre gris

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colcha extraña, fibrosa, asfixiante. Está agitado y sus oídos auscultan cada palmo del silencio, obligándose a inventariar cada imperceptible crujido, incapaz de moverse ni de respirar, porque la rutina también le exige mimetizarse con los pliegues, irse enhebrando en el dibujo fantástico hasta desaparecer, ser tragado por sus trazos de basta geometría y quedar oculto por el camuflaje. Recién entonces accede a la otra negrura, ya inmóvil e invisible, menos que un bulto, con el recuerdo de las fogatas bailoteando en su mente y el aroma de los charcos impregnado en la piel.

Le asalta una visión inquietante: un cielo claro desplegado como una bandera, el verde interminable de un jardín cruzado de senderos y árboles rectos, inmóviles en una tarde sin viento. Se sabe el dueño y el hacedor del lugar, que adivina rodeado de muros que circundan fosos. Desde la poltrona bajo la glorieta, contempla sus dominios —que incluyen una finca, puentes, perros guardianes, estatuas y relojes solares— y puede sentir el tedio y la fatiga del que ya no aguarda sorpresas. Está solo y recuerda una ciudad atardecida, la emoción de una espera y la trepidante urgencia del que huye. Pero sabe que el recuerdo no es propio: lo ha inventado todo con aplicación y minucia. Puede evocar tranvías que jamás ha tomado y calles de precaria arquitectura. Con fervor se instala en esquinas que nunca habrá de pisar y les agrega olores y sonidos, detalles incomprensibles que lo maravillan y distraen. Bajo el sol, añora el castigo improbable de una llovizna turbia y el desolado rostro de un viejo en una ventana. Alguien recita las bondades de una farmacia con la candorosa rima de un escolar y el fondo obsesionante de sones marciales estruja definitivamente el silencio. En forma simultánea y desaforada todo acude a su mente agobiada y entonces, en la cúspide del esfuerzo, entrevé las fogatas, la pensión, la escalera, el crujir acompasado de los escalones, la puerta oscura que se abre, la colcha fría, el dibujo simple que empieza a tragarse el bulto, a envolverlo como una red endeble que su fatiga no puede vencer, incapaz ya de seguir huyendo o de esperar a alguien que no vendrá.

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