historia de vandalismo en el estado de morelos

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Ataque a una diligencia. M. Serrano Castro, lit.Col. “México y sus alrededores”. Litografías Decaen.Editor Portal del Viejo Coliseo.

HISTORIA

EL VANDALISMOEN EL

ESTADO DE MORELOS

¡Ayer como Ahora!

Lamberto Popoca y Palacios.

¡1860! Plateados.

¡1911! Zapatistas.

DE

Portada: Asaltantes emboscados, 1873, Acuarela/papel. 25.5 x 40 cm.Óscar Laballe. Museo Nacional de Historia.

Primera edición Historia del Bandalismo en el Estado de Morelos. ¡Ayer como Ahora! ¡1860! “Plateados” - ¡1911! “Zapatistas” Lamberto Popoca y Palacios. 1912.

Reedición 2014.

Derechos reservados

©2014 Secretaría de Información y Comunicación, Gobierno del Estado de Morelos.

Esta publicación forma parte de las actividades que el Gobierno del Estado Libre y Soberano de Morelos ha dispuesto para difundir y promover la identidad morelense.

ISBN

C. Graco Ramírez Garrido AbreuGobernador Constitucional del Estado de Morelos

Lic. Jorge López FloresSecretario de Información y Comunicación

Lic. Valentín López GonzálezDirector General de Coordinación Editorial

Cuidado editorial y corrección de estiloLic. Martha Roa Limas

Diseño de portada y diagramación editorialLic. Alejandro Azcarate PalaciosLic. René Sánchez Samano

Impreso y hecho en Cuernavaca, Morelos. México.

HISTORIA

EL VANDALISMOEN EL

ESTADO DE MORELOS

¡Ayer como Ahora!

Lamberto Popoca y Palacios.

¡1860! Plateados.

¡1911! Zapatistas.

DE

PRESENTACIÓN

ara el Gobierno de la Nueva Visión es motivo de singular satisfacción presentar la reedición de la Historia del Vandalismo

en el Estado de Morelos. ¡Ayer como Ahora! ¡1860! “Plateados” - ¡1911! “Zapatistas”, una obra escrita por Don Lamberto Popoca y Palacios en 1912, que da una mirada histórica al pasado reciente.

Este es un retrato fiel que además de documental y costumbrista resulta muy entretenido, pues nos define rasgos del orden social que prevalecía en esta región del país en tiempos posteriores a la lucha independentista, los mismos que llegarían a marcar la vida con sucesos aún referidos y recordados en nuestros días.

Leer este libro sirve para conocer la versión de un profesor de origen morelense, un hombre que trascendió a la esfera pública de los límites geopolíticos establecidos hacia la segunda mitad del siglo XIX, para platicarnos cómo aquellos hombres recios que abandonaron la labor del campo para librar batallas en pos del ideal libertario, son los mismos que al final de las guerras decidieron formar gavillas dedicadas a hacer que imperara una justa repartición de los bienes, como es el caso de la conocida Banda de los “Plateados”, comandada

P

por un personaje mitificado por relatos como los que incluye esta obra narrativa: Salomé Plascencia

Por otra parte esta lectura nos lleva a reflexionar sobre los excesos que en nombre de la libertad hicieron algunos mal llamados “Zapatistas”, lo cual también es bueno conocer, sobre todo por las nuevas generaciones de morelenses, de mexicanos, a fin de nunca caer en el abuso de poder y el enmascaramiento de infames pretensiones con los más caros ideales del ser humano.

Altamente recomendable, la tesis expuesta en este texto además de ser fiel a las costumbres de nuestros abuelos se liga a la búsqueda de justicia social que comulga con lo que visionaria y renovadamente pretende la administración gubernamental que me ha tocado como privilegio asumir, por lo que vemos con beneplácito el hecho de que esté disponible para la ciudadanía de este tercer milenio, y para que nunca se olviden los ideales libertarios con los que se consolida la Patria.

GRACO RAMÍREZ GARRIDO ABREUGOBERNADOR CONSTITUCIONAL

DEL ESTADO DE MORELOS

Hacienda de Atlihuayán.1990. Archivo fotográfico Valentín López González.

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Por caridad y por conveniencia instruye a los ignorantes siempre que puedas, porque ellos son la constante amenaza de tu tranquilidad. Los ignorantes son el juguete de los audaces y los esclavos de los ambiciosos. ¿Quieres ser libre? Instrúyete ¿Quieres ser respetado? Moralízate.

1 CARLOS BARRETO ZAMUDIO. Es Doctor en Historia y Etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Profesor-Investigador en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Es autor de Rebeldes y bandoleros en el Morelos del siglo XIX (1856-1876). Un estudio histórico regional, Gobierno del Estado de Morelos, 2012. Recientemente coordinó la obra colectiva La Revolución por escrito. Planes político-revolucionarios del Estado de Morelos, siglos XIX y XX, Gobierno del Estado de Morelos, 2013.2 “Algunos de los pensamientos de las colecciones que obtuvieron los premios en el concurso de sentencias abierto por la Cervecería Cuauhtémoc, S. A., en El País, México, 31 de julio de 1913, p. 3.

Lamberto Popoca y Palacios:

la vida entre dos siglos

Carlos Barreto Zamudio1

Lamberto Popoca y Palacios, 1913.2

Lamberto Popoca y Palacios, su esposa Pomposa Estrada y un grupo de estudiantes.

Colección Particular, Sra. Lourdes Obdulia Popoca Cabildo, nieta de Lamberto Popoca. Material facilitado por José Raúl Ramos Popoca y Vanessa Ramos.

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istoria del vandalismo en el estado de Morelos. ¡Ayer como ahora! ¡1860!,

“¡Plateados!” ¡1911!, “Zapatistas”, de Lamberto Popoca y Palacios, publicada en 1912,3 es una obra clave para el hoy estado de Morelos. El texto ha sido conocido y citado de manera amplia por los datos que aporta acerca del bandolerismo que asoló la región a mediados del siglo XIX y por su carácter decididamente antizapatista, reflejado inmejorablemente en un título que habla por sí mismo. El aporte del libro cobra mayor relevancia por salir a la luz en un momento cercano al inicio del movimiento revolucionario en el estado de Morelos y, en un período especialmente álgido, marcado por el rompimiento de las fuerzas zapatistas con el entonces presidente Francisco I. Madero.

La obra se sostiene en una visión profundamente histórica de la efervescencia social del Morelos decimonónico y el revolucionario.Su tono comparativo y su perspectiva entre siglos contribuyen a una reflexión histórica de largo aliento. La visión es la de un hombre cercano al ámbito educativo, y a la política, desde un porfirismo aún vivo pero en agonía. Hasta hoy, poco se ha sabido del personaje, por lo que las

H

3 Popoca y Palacios, Lamberto, Historia del bandalismo en el estado de Morelos. ¡Ayer como ahora! ¡1860! “Plateados” ¡1911! “Zapatistas”, Tip. Guadalupana, Puebla, México, 1912. Es de hacer notar que la palabra bandalismo que aparece en la portada, aparecerá a lo largo de la obra variando su escritura. En ocasiones seguirá escribiéndose así y en otras cambiará por vandalismo.

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siguientes líneas pretenden ayudar a aclarar esa incógnita y darle un mayor contexto histórico a la obra.

Es preciso expresar un agradecimiento a don José Raúl Ramos Popoca, a doña Lourdes Obdulia Popoca Cabildo y, especialmente a la joven artista Vanessa Ramos, quien desde la lejanía de Tijuana y San Diego, California, han sabido ser celosos depositarios de su memoria familiar. A ellos debemos hoy las imágenes y algunas precisiones que dan cuerpo y una dimensión más humana a Lamberto Popoca y Palacios.

El profesor Popoca. Semblanza biográfica.

Lamberto Popoca y Palacios nació en el año de 1859 en algún punto del hoy estado de Morelos –probablemente Cuautla u Ocuituco-,4 que entonces era aún parte del Estado de México. Eran los tiempos difíciles de la Guerra de Reforma. Fue hijo de Vicente Popoca y Anacleta Palacios. Su padre fue un importante personaje de la región, quien destacó durante los años posteriores al nacimiento de su hijo Lamberto. Don Vicente fue un militar republicano durante la Intervención Francesa que combatió a las tropas expedicionarias y a los gobiernos de la Regencia y el Segundo Imperio. Fue un hombre cercano a Francisco Leyva, gobernador del Tercer Distrito Militar del 4 La versión de que probablemente nació en Ocuituco me fue amablemente proporcionada por el escritor Gilberto Rendón Ortiz.

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5 En los acalorados meses de la Revolución de Tuxtepec, Vicente Popoca salió de la plaza de Tetecala ante el asedio del jefe porfirista Román Chiquito González, durante la primavera de 1876.Cf. Barreto Zamudio, Carlos, Rebeldes y Bandoleros en el Morelos del siglo XIX. Un estudio histórico regional, Gobierno del Estado de Morelos, México, 2012.6 Memoria presentada al Honorable Congreso del Estado de Morelos por el C. Gobernador Constitucional del mismo Francisco Leyva, Imprenta del Gobierno del Estado dirigida por Luis G. Miranda, 1875.

Estado de México-antecedente directo del estado de Morelos-, y primer gobernador constitucional cuando Morelos apareció en el mapa nacional como entidad soberana. Los méritos de Vicente Popoca lo llevaron a ser jefe político de Morelos (Cuautla) y de Tetecala durante los gobiernos leyvistas.5

Según consta en la Memoria que el gobernador Francisco Leyva presentó al Congreso local en 1875, años de República Restaurada, el joven Lamberto comenzó su primer curso en el Instituto Literario del Estado de Morelos en 1874, cuando tenía 15 años de edad. Allí coincidió con personajes que serían destacados, como el brillante abogado tepozteco Aniceto Villamar, quien llegó a ser gobernador de Morelos en los años del alzamiento zapatista. Para que el joven Lamberto ingresara en calidad de pensionista al Instituto, probablemente tuvo que ver la posición de jefe político de Morelos que tenía su padre. En aquella primera instancia cursó las materias de Matemáticas, Francés, Dibujo, Música, Tipografía, Gimnasia y Sastrería.6

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Cuatro años después, Lamberto Popoca contraería nupcias en la iglesia de San Juan Evangelista en Xochitepec, Morelos. El nombre de la prometida era Teresa Carrillo Leyte.7 El perfil de los padres de los contrayentes hace suponer alguna forma de relación política, pues Isidoro Carrillo, padre de Teresa, fue comandante de la guardia nacional de Xochitepec organizada por Juan Álvarez al despuntar la mitad del siglo XIX. Pero Isidoro Carrillo se vería envuelto en la tormenta político-diplomática desatada por las célebres ejecuciones de españoles en las haciendas de San Vicente y Chiconcuac, en diciembre de 1856. En una dudosa operación, durante junio de 1857 fueron capturados en Xochitepec varios acusados de los asesinatos. Entre los nombres de los buscados desconcertaba el de Isidoro Carrillo, quien al final no fue atrapado. Los inculpados fueron llevados a la Ciudad de México para ser ejecutados en septiembre del siguiente año. La mayoría fue muerta a garrote en acto público. No así Isidro Carrillo, quien fue condenado en ausencia.8

No se sabe demasiado de la relación entre Lamberto Popoca y Teresa Carrillo, salvo que en 1887 tuvieron un hijo de nombre Benito Agustín, quien fue bautizado en Chilpancingo,

7 Archivo Parroquial de San Juan Evangelista Xochitepec, Morelos, Matrimonio, 8 de octubre de 1879.8 Véase el anexo de la causa fiscal contra los asesinos de San Vicente y Chiconcuac en Salinas, Miguel, Historias y paisajes morelenses. Imprenta Aldina, Rosell y Sordo Noriega S. de R.L., México, 1981.

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Guerrero, lugar en el que Lamberto Popoca se asentaría largamente. Al poco tiempo, la figura de doña Teresa Carrillo se irá difuminando, ya que el matrimonio en algún punto se quebró. Aparentemente el aún joven Lamberto tendría relación con diferentes mujeres, siendo la más fructífera y duradera aquella que tuvo con la también profesora Pomposa Estrada, Pomposita, a quien conoció en Chilpancingo, y con quien estaría hasta el final de sus días.9

No se conocen con precisión los motivos por los que Lamberto Popoca dejó el estado de Morelos para dirigirse a Chilpancingo. Tampoco se saben las condiciones personales, familiares o profesionales en las que hizo este movimiento, pero hay razones para suponer que no lo hizo de manera aventurada. En noviembre de 1886, cuando Popoca tenía 27 años, el periódico capitalino La Patria incluía una breve nota en la que llama la atención el apoyo que tenía desde entonces por parte del gobernador del estado de Guerrero, Francisco O. Arce:

Con el nombre de “Benito Juárez” y bajo los auspicios del Sr. Gral. [Francisco O.] Arce, se ha establecido en Chilpancingo un liceo particular para niños. Su director, el Sr. Lamberto Popoca, del profesorado morelense, ha dispuesto que además de la

9 En la Guía General de la República Mexicana de 1899, aparecerá en la estructura gubernamental del estado de Guerrero, como parte del profesorado de Chilpancingo.

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enseñanza meramente rudimental, se den cátedras de Matemáticas, Francés, Inglés, Geografía, Historia, Cosmografía, Física, Dibujo, Lógica y Pedagogía.10

Este era el preámbulo de una productiva carrera en el profesorado, la política y la administración pública de la entidad guerrerense. El año siguiente Popoca tendría la comisión por parte del gobierno estatal de elaborar “una cartilla en idioma náhuatl, que se usara como texto en las escuelas de adultos para la enseñanza a los indígenas del idioma castellano”.11 Pero su labor no se limitó a las aulas: en 1893 fundó el periódico anticlerical La Emulación12 y comenzó a verse muy relacionado con el entonces gobernador Antonio Mercenario. Su carrera se movía en una franca dirección ascendente. En años posteriores se integraría como catedrático en la Escuela Preparatoria y la Normal para Profesoras.13

El año de 1899 tuvo para Lamberto Popoca un doble signo. Por un lado continuaba su buena estrella como profesor y como hombre que trascendía en la esfera pública de Chilpancingo y del estado de Guerrero. Durante marzo pasó a

10 La Patria, México, 25 de noviembre de 1886, p. 3.11 El Tiempo, México, 5 de octubre de 1887.12 “El periodismo”, en Enciclopedia Guerrerense, disponible http://www.enciclopediagro.org/index.php/indices/indice-cultura-general/1268-periodismo-el.13 “Ecos Locales. Nuevos Catedráticos”, en Periódico Oficial del Estado de Guerrero, 16 de agosto de 1899, p. 4.

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formar parte de la Junta Patriótica encabezada por el gobernador Mercenario y en mayo fue el orador oficial ante la Sociedad Patriótica “Vicente Guerrero”, durante la conmemoración del natalicio de Miguel Hidalgo.14 Aunque por otro lado apareció la tragedia, puesto que en el mes de julio, en periódicos locales y nacionales trascendió una grave noticia: Durante una noche tormentosa uno de sus hijos fue alcanzado por un rayo:

El viernes de la semana anterior, un poco después de las cuatro, el oriente de la ciudad estaba cubierto de nubes tempestuosas entretanto que blancos cúmulos formaban anillo cerrado en el horizonte, un amplio círculo cenital enteramente azul completaba el celaje; de pronto percibióse un relámpago intensamente rojo, precedido de una detonación formidable, que repercutió largamente en las montañas. La sucesión rapidísima de relámpago a trueno, hizo comprender a todos, que el rayo debió haber caído en el recinto de la ciudad, y tal vez causado algunas desgracias personales. En efecto; la chispa eléctrica penetró en la casa habitación del distinguido profesor Lamberto Popoca fulminando a uno de sus hijos, niño de 11 años de edad que se hallaba recostado en su lecho, leyendo su texto de ciencias físicas, precisamente en las

14 “En honor de Hidalgo. Discurso”, en Diario del Hogar, 21 de mayo de 1899.

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páginas que tratan de la electricidad[…]. La desgracia afectó hondamente a toda la población, donde la familia del niño es muy estimada, tanto por la ilustración del señor Popoca, como por la educación y finura de toda ella. El sábado fue el sepelio del cadáver, al que acompañaron a la última morada numerosos alumnos del Señor Popoca y algunos de sus amigos.15

La prensa describía la trágica situación por la que pasaba don Lamberto, conocido por su carácter estricto, educado y afín a la rectitud. Se decía que “el Señor Profesor es hombre de grandes energías morales y sabrá sobreponerse a su intenso dolor, llevando el consuelo con su ejemplo, a la afligida madre y hermanos del desventurado niño”.16 En los meses posteriores, don Lamberto se concentró en sus labores docentes, apareciendo principalmente como profesor y jurado de exámenes en la Preparatoria y la Normal, labor que venía haciendo desde tiempo atrás. Las materias y cursos con los que estaba relacionado, entre otros: Pedagogía, Matemáticas, Geometría plana y analítica, Cálculo infinitesimal, Dibujo topográfico, Literatura, Raíces griegas y latinas, Caligrafía, Lengua nacional, Geografía general y del país, Dibujo natural y lineal, Cosmografía precedida de nociones

15“Terrible Desagracia”, en Periódico Oficial del Estado de Guerrero, 12 de julio de 1899, p. 4.16Ibídem.

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17“Apertura de clases”, Periódico Oficial del Estado de Guerrero, 10 de enero de 1900, p. 4; “Escuela Normal para Profesoras. Programa”, Periódico Oficial del Estado de Guerrero, 20 de octubre de 1900, p. 5.18 “El Heraldo del Sur”, en Diario del Hogar, 25 de abril de 1901.

de mecánica, Álgebra, Geometría Plana, Francés, Física y Química.17

Al alborear el nuevo siglo, comenzaron a agudizarse las inconformidades con el régimen porfiriano y lo que emanara de él. El gobernador Mercenario se reeligió en 1901 para un tercer período que concluiría en 1905. Pero no logró ejercer este último período gubernamental, pues dimitió a principios de 1901. Un movimiento de perfil antireeleccionista encabezado por el Lic. Rafael Castillo Calderón, lo obligó a abandonar el poder. Para sustituirlo se envió al poblano Agustín Mora. Lamberto Popoca“catedrático del Colegio del Estado”, comenzó a redactar “en la imprenta del Gobierno” el periódico el Heraldo del Sur para apoyar furibundamente la candidatura y eventual gubernatura de Mora, aun a costa de generarse enemigos políticos.18

Pocos meses después se proclamó en la población de Mochitlán, Guerrero, el Plan del Zapote que desconocía al régimen porfirista y a la gubernatura de Mora. Planteaba una franca oposición a la reelección, promoviendo reformas a la Constitución de 1857 y el reparto de tierras. Este movimiento sería reprimido por un oficial

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porfirista: Victoriano Huerta.19 Sin embargo, el movimiento habría de determinar cambios en la esfera gubernativa guerrerense. La posición política de Lamberto Popoca, firme porfirista vinculado con los poderes locales, lo llevaría a puestos de aparente relevancia mayor, pero en una situación cada vez menos confortable, lo que condicionaría su salida del estado de Guerrero.

Lamberto Popoca, entonces de 42 años, se dejaba ver en los actos públicos con el poco popular gobernador Mora. Después de haber ocupado puestos como visitador de prefecturas y de Hacienda, en 1902 se convierte en el prefecto político de Acapulco “nombrado especialmente por el Sr. Mora”, en una situación crítica que después explicaría con amplitud en una carta al ministro José Yves Limantour.20 Para 1903 don Lamberto es nombrado por el mismo gobernador Mora como Inspector de Instrucción Pública del estado de Guerrero.21

Acusando motivos de salud, Agustín Mora abandonó la gubernatura en 1904. Después del interinato de Carlos Guevara tomaría la gubernatura

19 Cf. Leyva Castrejón, Mauricio, El Plan del Zapote: la primera rebelión del siglo XX, FOECA, México, 2009.20 “Carta de Lamberto Popoca a José Yves Limantour”, Centro de Estudios de Historia de México-Carso, Col. José Yves Limantour, Fondo CDLIV, Segunda Serie, 1904, carpeta 27, doc. 123.21 Ídem.

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Manuel Guillén, un viejo ex monarquista que en su tiempo apoyó a Maximiliano. Se acercaban cada vez más los días en que las dificultades políticas iban a alejar a Lamberto Popoca de aquella entidad. Después de la salida de Mora de la gubernatura, Popoca no volvería a ocupar en Guerrero puesto público alguno, su buena estrella acusó un franco descenso. En una carta fechada en octubre de 1904, Lamberto Popoca se dirigió a José Yves Limantour, el poderoso ministro de Hacienda del gobierno porfiriano, en la que pide le ayude a conseguir un empleo fuera del estado de Guerrero. La carta aporta muchos datos acerca del momento vivido por nuestro personaje, pero también arroja mucha luz acerca del perfil del mismo, por lo que la transcribo de manera íntegra:

Chilpancingo, octubre 10 de 1904.

Señor Ministro Lic. José Yves Limantour

MéxicoSeñor de mi alta consideración y respeto:

En mis grandes deseos de servir a la Federación, y muy directamente al Sr. Presidente, quien me conoce, y tiene bastantes referencias mías, me permití escribirle, manifestándole con encarecimiento ocupe mis servicios, a fin también, de dejar de prestarlos a este Estado, al que he consagrado mis energías y contingente de ilustración en pro de su progreso.

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El Sr. Gral. Díaz, en sus grandes bondades para todos, y con especialidad para sus adictos de corazón, me favoreció contestando a mi carta, con fecha 22 del mes próximo pasado que ya transmití a Vd. mis deseos para que ocupara mis aptitudes en algún empleo dependiente de esa Sría. de Hacienda, que tan acertada y dignamente es a cargo de su ilustre y honorable persona.

He desempeñado aquí, en Guerrero, en los muchos años que he estado con sus Gobernadores hasta el Sr. Mora, distintos empleos, como: Visitador de Prefecturas, de Hacienda, Catedrático de las Escuelas Preparatoria y Normal, en varias clases: Matemáticas, Cosmografía, Física, Pedagogía, Francés, y otras más; fui prefecto político de Acapulco, nombrado especialmente por el Sr. Mora para arreglar las circunstancias difíciles en que el Comercio se rebeló en 1902 contra disposiciones del Gobierno, y tomar medidas contra la temible invasión de la peste bubónica por aquel puerto, tocándome conjurar ambas situaciones; últimamente era yo -hasta junio- Inspector de Instrucción Pública en el Estado; ….pero pasan aquí tantas cosas actualmente y estoy- como otros- sufriendo tantos perjuicios, que a todo trance estoy dispuesto a emigrar, o no servir más al nuevo gobierno, que premia mis afanes y servicios (sin mancha), por muchos años al Estado, con vejaciones injustas, y reducción a la miseria; sólo porque fui de los que distinguió al Sr. Mora, ayudándole contra los sediciosos Castillistas que se pronunciaron en Mochitlán, y son simpatizadores de éstos, dispuestos a ejercer venganzas,- desde el

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Srio. de Gobierno- los que rodean, influyen, y tienen toda protección del Sr. Gob. D. Manuel Guillén, siempre cariñoso y consentidor de los abusos de sus paisanos.

A Vd. Sr. Ministro deberé mi salvación, pues tan indulgente y bondadoso como el Sr. Presidente con quienes como yo, somos leales infatigables obreros del progreso, no dudo se dignará aceptarme y proponerme para un empleo de su vasta esfera de acción, en el que protesto a Vd. redoblar mis acostumbradas actividades, en el gran deseo y voluntad de servir al Gobierno Federal, que siempre tiene garantías para sus empleados activos y honrados.

En esta ocasión tengo la oportunidad gratísima de ponerme a sus respetables órdenes, como su muy atento y afectísimo Seguro Servidor que espera de su bondad.

Lamberto Popoca

Aparentemente, Limantour lo ayudó a salir de la entidad. Pero eso también condicionó que los cargos y responsabilidades que ocupó posteriormente fueran mucho menores de los que había desempeñado en Guerrero, por lo cual se trasladó de manera definitiva al estado de Puebla. Ignoramos la fecha en que abandonó Guerrero, pero la primera referencia con que contamos es que en 1906 fungía como jefe de la sección de Beneficencia del Departamento de Justicia y Beneficencia e Higiene en Puebla. Se trata

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de una noticia del movimiento de asilados en el Hospital de Dementes.22

Esta suerte de confinamiento que lo alejó de las disputas políticas en Guerrero, aparentemente lo condujo a la escritura de ciencia y literatura. En un momento determinado de 1907, Lamberto Popoca se encontraba ya en Tlatlauquitepec, una pequeña población de la Sierra Norte de Puebla, notificando almonedas.23 Su estancia en este lugar se prolongó algunos años. En mayo de 1910, desde esa población enviaba una carta al Correo Español, a fin de exponer al fundador de la Sociedad Astronómica Mexicana, Luis G. León, sus dudas acerca de los peligros que entrañaba el encuentro de la Tierra con el Cometa “Halley”, lo que supuso múltiples temores, desinformaciones y anuncios de catástrofes.24

El año siguiente se trasladó a Atlixco, donde retomaría su cercanía con la educación. Ahí tuvo a su cargo el Fondo de Instrucción Secundaria por un corto tiempo.25 También en Atlixco fundó un colegio del que da cuenta Héctor Azar en su obra autobiográfica De cuerpo entero, al hablar de su salida de Atlixco en 1938. De estar aún con vida, Popoca rondaría ocho décadas de vida.26 Fue en Atlixco donde don Lamberto 22 “Departamento de Justicia y Beneficencia e Higiene”, en Periódico Oficial del Estado de Puebla, agosto de 1906, p. II2.23 “26ª Almoneda”, en Periódico Oficial del Estado de Puebla, mayo de 1907, p. 546.24 “De interés público”, en El Correo Español, 10 de mayo de 1910.25 Periódico Oficial del Estado de Puebla, agosto de 1913, p. 21726 Azar, Héctor, De cuerpo entero, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1991, p. 25.

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y Pomposita Popoca nuevamente echaron raíces. En esa población lo alcanzaron las noticias del inicio y avance de las operaciones zapatistas en el ámbito morelense y el poblano. Causó un fuerte impacto la operación zapatista en la fábrica de la Covadonga, de lo que da cuenta en su libro –“¡Ahí está Covadonga en el Estado de Puebla! Oh, ¡Covadonga! donde se viola a la esposa y se les asesina y se les roba después”.27

Fue en Atlixco donde terminó de dar forma a su libro Historia del bandalismo en el Estado de Morelos, aunque lo llevó a imprimir a la ciudad de Puebla en la Tipográfica Guadalupana, ubicada en el número 1 de la calle de Micieses. Desconocemos el lugar y la fecha de su fallecimiento, pero el Censo Nacional de 1930 mantiene un registro: en Atlixco vivían don Lamberto Popoca de 65 años, junto con su esposa Pomposa Estrada de 49, con quien estaba unido en matrimonio civil. Junto con ellos vivían sus hijos Graciela (26 años), Natividad (24 años), Raimundo (12 años) y Fausto (7 años). Don Lamberto daba a los empadronadores una edad imprecisa: en realidad tenía 71 años.

La obra

Historia del bandalismo en el Estado de Morelos, es una de las tres obras fundamentales cuyo tema central es el bandidaje que aquejó a Morelos a

27 Popoca, Historia, 1912, p. 93. Para mayores detalles de la operación zapatista en la Covadonga, véase Pineda Gómez, Francisco, La irrupción zapatista. 1911, Ed. Era, México, 1997, pp. 159-161.

Colección Particular, Sra. Lourdes Obdulia Popoca Cabildo, nieta de Lamberto Popoca.Material facilitado por José Raúl Ramos Popoca y Vanessa Ramos.

Familia Popoca Estrada.

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mediados del siglo XIX, encarnado por la célebre banda de los Plateados. También es la más tardía. Las otras dos son Los Plateados de Tierra Caliente. Episodios de la Guerra de Tres Años en el estado de Morelos. Cuento semi-histórico, de Pedro Robles (firmada bajo el seudónimo de Perroblillos)28 publicada en 1891;29 y la más conocida de todas: El Zarco, episodios de la vida mexicana en 1861-63 de Ignacio Manuel Altamirano, publicada en 1901.30

Por otra parte, debido a su sentido de crítica al zapatismo desde lo local, puede equipararse además con otro libro que vio la luz en el contexto del temprano estallido revolucionario, Los crímenes del zapatismo, de Antonio D. Melgarejo Randolph, publicado en 1913, aunque este último más enfocado al movimiento suriano del siglo XX.31

28 Pedro Robles es el autor de Los Plateados de Tierra Caliente, a quien se ha identificado erróneamente por nombres distintos, entre ellos Pablo Robles, o simplemente por su seudónimo Perroblillos, impuesto por Manuel Dublán. Véase Barreto Zamudio, Carlos Agustín, “Perroblillos, autor de Los Plateados, revela su identidad”, en Suplemento Confabulario, Diario El Universal, México, 22 de abril de 2006.29 Robles, Pablo, Los plateados de tierra caliente, Premia Editora S.A., México, 1981.30 Altamirano, Ignacio Manuel, El Zarco. Col. Sepan Cuántos No. 61. Editorial Porrúa, México, 1984.31Melgarejo, Antonio D., Los crímenes del zapatismo (Apuntes de un guerrillero), F.P. Rojas y Cía., Imprenta Antonio Enríquez, México, 1913.

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Muy probablemente fue escrita en su totalidad durante la etapa poblana de la vida de Lamberto Popoca y Palacios, entre Tlatlauquitepec y Atlixco. Dado que la etapa histórica que relata el autor (1859-1863/64) coincide con sus primeros años de vida, la obra no es producto de sus recuerdos. Pudo haber estado apoyado en la memoria familiar, especialmente en los relatos de su padre, hombre protagonista de la época que se relata. Popoca no habla demasiado de sus fuentes y sólo se limita a decir que “la persona superviviente que nos ha proporcionado los datos de los sucesos de que trata el libro” formó parte de los ‘siete valientes’ que en Mapaxtlán se organizaron para perseguir y exterminar a los Plateados.32 No menciona el nombre de ese séptimo hombre, sino sólo seis: Rafael Sánchez, Atanasio Sánchez, Mateo Cázares, Efrén Ortiz, Guillermo Gutiérrez y Cristino Zapata, tío de Emiliano Zapata.

El libro consta de un prólogo y once capítulos, cuyos títulos varían en relación a lo que aparece en el índice. El relato va de marzo de 1859, en que Popoca describe el “debut de un bandido” hasta el desmembramiento de los Plateados entre 1863 y 64. En la obra se va desarrollando una versión purificada de los Plateados, asociada a las luchas nacionales, a favor del liberalismo y del republicanismo frente al conservadurismo, la invasión francesa y el monarquismo. Esta versión romantizada de los Plateados será la base para, con

32 Popoca, Historia, 1912, p. 89.

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su opinión, poner en mala posición a los zapatistas. Por lo demás, se abordan abundantemente temas como el origen, la organización, prácticas y conflictos al interior de la banda. También, se va siguiendo el proceso de desarticulación de los Plateados, encabezado por los hacendados azucareros de la región y atribuido principalmente al coronel liberal mapasteco Rafael Sánchez.

El relato se centra en Salomé Placencia (respetando la manera en que Popoca escribe el apellido, pues en otras fuentes aparece como Plascencia, Plasencia o Plasensia), personaje estrictamente histórico. Placencia fue el líder más emblemático de los Plateados a quien Popoca califica de “noble bandido”, lo que contrasta con la opinión que de él hubo en su época. Altamirano, por ejemplo, lo describe como un “Fra Diávolo de la tierra caliente” que logró consolidar “una especie de señorío feudal en toda la comarca”.33 Por otra parte, si en El Zarco de Altamirano se forma un triángulo amoroso entre Manuelita, el herrero Nicolás y el bandido Zarco –personaje literario basado en bandoleros reales-, en el texto de Popoca también existe un triángulo amoroso entre Homobona Merelo, Eufemio Ávalos -purgador de la hacienda de Atlihuayán- y Salomé Placencia. Según el relato de Popoca, Homobona Merelo acompañaría a Placencia hasta su muerte.

33 Altamirano, Ignacio Manuel, El Zarco. Col. Sepan Cuántos No. 61. Editorial Porrúa, México, 1984, p. 41.

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Una de los rasgos distintivos de esta obra es que aunque gran parte del texto se desarrolla bajo la forma de una novela histórica, un importante número de personajes y hechos históricos son verificables en archivos y hemerografía de la época. Incluso, abre la posibilidad de hacer cruces de información histórica con los textos literarios de Robles y Altamirano. Pongo un par de ejemplos: Uno es el relato del comerciante español José Altolaguirre que aparece en el capítulo III. De acuerdo con Popoca, Altolaguirre había pactado lealtad con los Plateados, cuando después de salvar su propio plagio se convirtió en cómplice y principal proveedor de armas.34 Como consta en un expediente del Ramo Justicia Imperio del Archivo General de la Nación, Altolaguirre estuvo encarcelado en Cuautla. Pero el gobierno de la Regencia decidió su traslado a la cárcel de Belén por el peligro que representaba que los Plateados trataran de liberarlo.35

El otro ejemplo es la llegada de Salomé Placencia a la prefectura de Yautepec que relata Popoca en el Capítulo V. En dicha ocasión, en el periódico El Siglo Diez y Nueve apareció un artículo llamado “Los animales de nueva especie”, firmado bajo el seudónimo del Contra-Plateado (al parecer, tras este seudónimo estaba Francisco Pacheco, el Cronista, periodista morelense de tendencias conservadoras) que confirma el episodio.

34 Popoca, Historia, 1912, pp. 43-49.35 Archivo General de La Nación, Justicia Imperio, Vol. 7 exp. 5.

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Respecto de la nueva posición de los Plateados en Yautepec, encargados de la administración y la seguridad públicas, el Contra-Plateado preguntaba con disgusto: “¿A estos malvados se encarga el orden y seguridad públicas del desgraciado distrito de Yautepec y la persecución de los reaccionarios? […] son monstruos que no respetan nada por sagrado que sea”.36

En la página 90 aparece como fecha de finalización del texto el 31 de diciembre de 1911. Da la impresión que tanto las referencias a los zapatistas en el prólogo, como el capítulo XI, son añadidos posteriores al relato acerca de los Plateados que el autor debió haber comenzado algunos años, o al menos unos meses antes. En realidad, el comparativo plateados-zapatistas es bastante reducido en el contexto general de la obra, concentrada mayormente en la historia de los bandoleros de mediados del siglo anterior. La entrada en la escena revolucionaria de los zapatistas durante marzo, y los derroteros por los que transitó el zapatismo durante aquel año de 1911 dio al escrito de Popoca un carácter distinto.

Antizapatismo

Con los zapatistas en campaña en 1911, en distintos ámbitos del estado de Morelos se habló del renacer de los Plateados que se mantenían (se

36 “Los animales de nueva especie”, en El Siglo Diez y Nueve, 5 de diciembre de 1861.

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mantienen) en el imaginario colectivo, la literatura y la tradición oral de los pueblos. Las élites económicas, gubernamentales, así como los sectores ilustrados alertaron el retorno a un pasado atormentado por el bandolerismo, lo que se empleó como un argumento eficaz para justificar el acoso a los zapatistas. Incluso, se corrió la versión de que los plateados habían tomado nuevamente las armas en el estado de Morelos.37

Pocos fueron los que entonces estuvieron dispuestos a reivindicar una lucha de marcado tono popular, campesino e indígena como la zapatista y la comparación fue inevitable: Si en 1860 habían surgido los Plateados, en 1911 la estafeta de la criminalidad había sido tomada por los zapatistas. Popoca retomó y abundó en esta comparación. Por cierto, es importante mencionar que la historiografía del zapatismo también se ha asomado a este balance comparativo.38

37 Rueda Smithers, Salvador, El paraíso de la caña, historia de una construcción imaginaria, Col. Biblioteca INAH, México, 1998, p. 203.38 Sotelo Inclán, que conoció el libro de Popoca, opina que se trata de “una obra publicada para desprestigiar al general Emiliano Zapata, el autor Popoca y Palacios comparó a los plateados con los zapatistas, sin tomar en cuenta que operaron en el mismo territorio, pero con finalidades muy distintas”, Véase Sotelo Inclán, Jesús, Raíz y Razón de Zapata”, Gobierno del Estado de Morelos, Instituto de Cultura de Morelos, 2010, pp.309-310. Otro ejemplo de estos comparativos es aquel que hace Samuel Brunk, quien sugirió que la principal diferencia entre plateados y zapatistas fue el Plan de Ayala. En su opinión, al carecer de “un programa explícito, los Plateados habían fallado en captar el amplio apoyo entre los aldeanos,

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Las opiniones de Lamberto Popoca se anclaron en los valores porfirianos-positivistas –“¡En todo el divino Progreso! ¡Bendito sea el Progreso y el Adelanto!”, menciona en el texto-,39 por lo que su percepción negativa del zapatismo resulta esperable. Para don Lamberto “los hombres honrados, los cerebros bien puestos, luchan por y perecen heroicamente defendiendo la justicia, el progreso, y el bienestar de los pueblos. Los hombres criminales, los cerebros degenerados, luchan desesperadamente en pro de sus ambiciones personales; teniendo por ideal la rapiña del botín en cualquiera de sus formas”.40 Este cúmulo de estas ideas y la severidad de sus juicios predominan en sus opiniones: “ahí está el ejemplo de la causa del Anarquismo y del Socialismo, con sus impracticables principios; ideas que sólo acarician y defienden los locos… ¡y los locos son cerebros degenerados y los degenerados son los criminales!”.41

El eje de su argumentación surge del comparativo que hace del licenciamiento de las fuerzas liberales auxiliares después de la Guerra

y eventualmente habían sido capturados y matados”. A decir de Brunk, “el Plan de Ayala era justamente el tipo de programa revolucionario del que los Plateados habían carecido”, Cf. Brunk, Samuel, “La muerte de Emiliano Zapata y la institucionalización de la Revolución Mexicana (1919-1940)”, en Espejel López, Laura (Coord.), Estudios sobre el zapatismo, INAH, México, 2000, p. 338.39 Popoca, Historia, 1912, p. 34.40 Popoca, Historia, 1912, p. 96.41 Popoca, Historia, 1912, p. 96.

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de Reforma y el licenciamiento de las fuerzas maderistas en los estados, entre las que se contó a los morelenses. La consecuencia de ambos licenciamientos había sido el bandolerismo, pero con claras diferencias. Para Popoca los bandoleros del siglo XIX habían sido originalmente honrados trabajadores de las haciendas orillados a un bandolerismo patriótico y noble. Pero su juicio acerca de los segundos fue demoledor. Para él, la mayoría de los zapatistas, eran “criminales excarcelados, exentos de todo sentimiento noble […] Aquellos [los Plateados] robaban, plagiaban y mataban cuando lo exigía su defensa personal; los zapatistas o bandidos de ahora no respetan a jefe ninguno; asesinan sin piedad a gente indefensa; roban y destruyen lo que no se pueden llevar; y lo que es peor, incendian y vuelan con dinamita las habitaciones de pacíficos ciudadanos. Si aquellos fueron leones, estos son chacales; si aquellos fueron bandidos estos son cafres salvajes y la vergüenza para México en pleno siglo XX”.42

Para don Lamberto, los zapatistas quedaban en clara desventaja frente a los Plateados: los bandidos elegantes del siglo XIX, idealizados con el paso del tiempo, “heroicos en su bandalismo”, habían sido suplidos en 1911 por “hordas de foragidos asesinos é incendiarios […] ¡Qué contraste! Los bandidos de ahora se distinguen porque visten y montan desarrapadamente, como unos pordioseros”.43

42 Popoca, Historia, 1912, p. 6-7.43 Popoca, Historia, 1912, p. 13.

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La razón que exponía Popoca derivaba de una suerte de degeneración, concepto frecuente en su argumentación: “Han pasado cincuenta años, y gérmenes morbosos de aquellos hombres: idiosincrasia pervertida de aquellos bandidos; revuelto fango de las enterradas cloacas de aquellos facinerosos, han surgido rabiosos con los semblantes descompuestos de caínes, y la ferocidad salvaje de chacales”.44

Lamberto Popoca continúa haciendo descrip-ciones devastadoras de los zapatistas, cuestionan-do sus motivos y alcances. Aunque es de llamar la atención el hecho de que acepta que el Plan de San Luis “ha sido un engaño para quienes lo ayuda-ron”, y que el presidente Madero había incumplido las promesas de restitución de tierras. Popoca se preguntaba: “¿Y por qué esos feroces asesinos del Estado de Morelos se han hecho llamar zapatistas? […] al grito de Viva Zapata comienzan el saqueo, el incendio de las fincas, y los cobardes asesina-tos de gente indefensa […] ¿Y por qué, Emiliano Zapata, si al principio de la pasada revolución se lanzó a la lucha por defender el establecimiento de un gobierno democrático, por qué permite, por qué acepta, que hordas desenfrenadas de salvajes, tomen su nombre para mancharlo con las más viles infamias de cafres?”.45 Popoca sugería que Zapata exigiera a su gente el rigor de las armas, pues “las pobres víctimas, que dedicados al trabajo honrado,

44 Popoca, Historia, 1912, p. 92.45 Popoca, Historia, 1912, p. 94-95.

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no pueden ser responsables de las mentiras de la política, ni de las falsedades de sus hombres”.46

Don Lamberto, como una conclusión de su trabajo, sugería retomar la experiencia histórica que llevó a la extinción de los Plateados para repetirla con los zapatistas. Un plan de acción que articularan, como entonces, hacendados, autoridades, jefes decididos y vecinos en armas: “No debe prolongarse más una situación tan desastrosa para la industria, para el comercio, y para la tranquilidad general de dicho Estado. Si el Gobierno es impotente para remediar tantos males y dar garantías a esa Entidad, ármense los vecinos del Estado, con acuerdo del Gobierno; ayuden los hacendados con todos los elementos que puedan y buscando jefes [como los que exterminaron a los Plateados] emprendan tenaz persecución contra los bandidos hasta exterminarlos”.47

Lamberto Popoca y Palacios dio por terminado su relato poco más de un mes después de la promulgación del Plan de Ayala, aunque no hace mención alguna del documento fundamental del zapatismo. La evidencia histórica arroja un balance distinto al que plantea Popoca. Las fuentes nos hablan de unos Plateados históricos ciertamente cercanos a las luchas nacionales, pero alejados del halo de nobleza y la visión romantizada en el que insiste Popoca para desacreditar al zapatismo.48 Plateados y Zapatistas,

46 Popoca, Historia, 1912, p. 95.47 Popoca, Historia, 1912, p. 98-99.48 Véase Barreto Zamudio, Rebeldes y bandoleros, 2012.

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aunque operaron en el mismo espacio en épocas de profunda crisis social, fueron grupos distintos, sólo comparables en la órbita del descrédito.

Pero más allá de su marcado antizapatismo, que puede generar reservas, el libro de Lamberto Popoca y Palacios es una obra fundamental. Representa una fuente básica para la comprensión histórica del estado de Morelos y del país en momentos clave del siglo XIX y en los albores del XX. El hecho de que se haya hecho de cara al estallido revolucionario y su impredecible desarrollo posterior potencia su dimensión. De ahí la enorme importancia y el significativo acierto que cobra la decisión de hacer esta reedición. La perspectiva del autor resulta inmejorable, pues representa el punto de vista de un hombre que vivió en carne propia -como un protagonista regional en Morelos, Guerrero y Puebla-, las circunstancias de una compleja transición entre dos siglos.

Detalle. Ataque a una diligencia. M. Serrano Castro, lit.Col. “México y sus alrededores”. Litografías Decaen.

Editor Portal del Viejo Coliseo.

CAPÍTULOSASUNTOS DE ESTA OBRITA

(Contenido)

Prólogo. ¡Ayer como ahora!

Capítulo I. El debut de un bandido.

Capítulo II. Un rapto por cuenta ajena.

Capítulo III. Los imitadores de “Luigi Vampa”.

Capítulo IV. Bandidos y Sátiros.

Capítulo V. “Los Plateados “como Auxiliares en la guerra con Francia.

Capítulo VI. “Los Plateados” matan cien soldados imperialistas.

Capítulo VII. Un adulterio que divide a “Los Plateados” en “Charros” y “Catrines“.

Capítulo VIII. Entra en campaña Don Rafael Sánchez, de Mapaxtlán.

Capítulo IX. Mapaxtlán, pueblo pequeño, que se hace grande y fuerte, defendiéndose de los bandidos.

Capítulo X. Mueren los terribles jefes de “Los Plateados”. Su extinción.

Capítulo XI. Época actual de Vandalismo, o cincuenta años después, ¡comparaciones ¡ y modo de exterminarlo.

OBRA ESCRITA POR LAMBERTO POPOCA Y PALACIOS

Hacendado mexicano. Dibujo de Claudio Linati (segunda mitad del siglo XIX).

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PRÓLOGO

Consecuencia del licenciamiento de las fuerzas auxiliares liberales, en 1861.

¡Ayer, como ahora!

n los comienzos del año de 1861 ocupó el Señor Presidente D. Benito Juárez la Capital de la República, después de la batalla de

Calpulalpan en la que fue derrotado el General Miramón por las fuerzas liberales fronterizas al mando del General Don Jesús González Ortega.

Una de las disposiciones del nuevo gobierno fue el licenciamiento de las fuerzas auxiliares de los estados que habían cooperado al triunfo de la Constitución; pero no con los miramientos y atenciones con las que actualmente se ha licenciado a las fuerzas que ayudaron al triunfo del Señor Madero, no. Aquellos valientes no recibieron cuarenta pesos cada uno en cambio de una carabina vieja, ni los despidieron ofreciéndoles promesas ilusorias. No había millones en las reservas del tesoro nacional para derrocharlas, había necesidades; y el gobierno, que juzgaba que los soldados auxiliares habían cumplido con su deber defendiendo la ley se limitó a dar una orden general, dando las gracias a todos aquellos patriotas que voluntariamente se afiliaron en la defensa de

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los principios liberales y quienes podían volver a sus hogares y dedicarse a sus trabajos habituales, que tenían antes de la guerra.

La recompensa era dura, pero necesaria para las circunstancias económicas por las que atravesaba el país.

Aquellos que habían sido trabajadores de las haciendas del estado de Morelos -3er Distrito de México entonces-, no se conformaron con volver a sus primitivas ocupaciones; se habían acostumbrado a la vida agitada del guerrillero, habían cobrado amor a las buenas armas, al buen caballo y a los latrocinios revolucionarios, y en consecuencia, muchos de ellos quedaron en armas con sus respectivos jefes a la cabeza, dedicándose al bandidaje.

Lo mismo ha pasado ahora con los llamados zapatistas en el mismo estado de Morelos, sin embargo, de que el Gobierno les dio dinero porque se pusieran en paz, y fue a suplicárselos el mismo Señor Madero.

Aquellos habían sido trabajadores honrados antes de ser revolucionarios, mientras que la mayor parte de los zapatistas, son criminales excarcelados exentos de todo sentimiento noble, de bandidos valientes. Aquellos, respetaban altamente a sus jefes; había garantías relativamente, en medio de aquel caos; bastaba un pequeño servicio hecho a cualquiera de aquellos bandidos, para que los

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jefes diesen un salvoconducto al benefactor y ordenara a todos los cabecillas el respeto a su persona e intereses. Aquellos robaban, plagiaban y mataban cuando lo exigía su defensa personal; los zapatistas o bandidos de ahora, no respetan a jefe ninguno; asesinan sin piedad a gente indefensa; roban y destruyen lo que no se pueden llevar, y lo que es peor, incendian y vuelan con dinamita las habitaciones de pacíficos ciudadanos. Si aquellos fueron leones, estos son chacales; si aquellos fueron bandidos estos son cafres salvajes, y la vergüenza para México en pleno siglo XX.

Sin embargo, de que aquellos tenían muchos jefes, pues eran muchas las gavillas de ellos y se llegaban a reunir hasta mil hombres, todos respetaban y temían al famoso y temerario Salomé Plascencia, quien como guerrillero, en la toma de Cuautla el 8 de Junio de 1860 a las 5 p. m., por las fuerzas liberales fue el primero que con un grupo de quince de los suyos, asaltó las trincheras de la calle real, sobre los disparos de la artillería y entre una nube de fuego y balas que los quería contener. Se tomó la ciudad en esa hora. Las caballerías lo arrollaron todo, perecieron los jefes reaccionarios que la defendían; salvándose solamente el Coronel D. Francisco Lemus a “uña de caballo”, con unos pocos de los suyos y gracias a la confusión y a su valor temerario también.

Después de Salomé Plascencia, que era el más audaz, el más noble y el más arrojado, seguían en segundo orden otros muchos, como José

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Mondragón, Felipe “El Zarco” y Severo su hermano, Epifanio Portillo, Silvestre Rojas, Pablo Rodríguez, Juan Pliego (a) “Joyaipa,”. Pantaleón Cerezo, Epitacio Vivas, Juan Perna (a) “El Chintete”, etc. Por la Sierra Fría, merodeaban Francisco Villa, Ignacio Rodríguez (a) “El Mosco” y otros más; pero todos sin excepción temían y respetaban como jefe supremo a Salomé Plascencia. ¡Mucho había de valer este hombre entre tanto desalmado, entre bandidos tan terribles, para temerlo y respetarlo!

El bandidaje imperó, pues, en el estado de Morelos (extendidas sus depredaciones a los estados de Veracruz, de Puebla y de Guerrero), después del licenciamiento de las fuerzas auxiliares liberales en 1861.

Veremos en el curso de esta obrita todo aquello de que eran capaces esos hombres terribles. Sus costumbres, sus hazañas, sus amores y sus venganzas.

PRIMERAPARTE

“El Chinaco” de Juan Moritz Ruguendas. Óleo sobre tela. Neoclasicismo e Independencia.

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CAPÍTULO 1

El debut de un bandido.

a plaza de Yautepec ha sido siempre de importancia mercantil en el estado de Morelos. Concurren a ella de todos los

contornos y haciendas a verificar sus compras y ventas y vienen también, hasta de muy lejos, a realizar sus mercancías y proveerse de cuanto les es necesario.

Una tarde de marzo de 1859, cinco comerciantes ganaderos de sur habían realizado a buen pecio una gran partida de reses procedentes de Iguala, y se regresaban contentos a su rumbo, ajenos de todo peligro de robo en el camino, pues todavía no se alteraban por completo la seguridad y garantías de los viajeros. Llevaban nuestros caminantes tres mil pesos, producto de la venta de su ganado; montaban regulares caballos, iban perfectamente bien armados siguiendo el camino que conduce a Tlaltizapán y que pasa por Xochimancas, Ticuman y Barreto.

Acababan de pasar una barranquilla y al llegar a una pequeña meseta del terreno, vieron a su

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derecha a un hombre a caballo, que a distancia de doscientos metros corría por la falda del cerro poniente entre los breñales, y paralelamente al camino que llevaban nuestros comerciantes, como si tratase de ganarles distancia sobre el mismo derrotero que seguían.

No les llamó la atención aquel jinete, que tenía todo el aspecto de un ranchero o vaquero de las haciendas cercanas; tanto más, cuanto que aquel hombre llevaba una reata en la mano como el que persigue a una res en el campo con intención de darle alcance y lazarla. Llevaba, sin embargo, una especie de escopeta colgada a la espalda cuyo detalle hizo que uno de los viajeros dijera: -Ese amigo, vaquero ha de ser muy afecto a los conejos, pues no larga la escopeta ni para lazar a los toros.

-Quién sabe si sea un mañoso que va a dar el soplo de que vamos aquí con dinerito- replicó otro, -y más lejos nos salgan, pues toda la gente de este rumbo son ladrones.

-¡Qué¡- agregó un tercero con desprecio -necesitaban juntarse unos diez por lo menos; vamos bien montados y armados y es difícil que tan cerca de Yautepec, nos salieran.

Otro de los comerciantes añadió: -Sobre todo, el dinero lo hemos recibido en la noche y dentro de casa, nadie nos ha visto en la calle con él, para despertarles la codicia.

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El quinto viajero terminó diciendo: -¡No hay que fiar! Toda esta gente, de veras es mala y atrevida y debemos ir prevenidos con nuestras armas; de Tlaltizapán para adelante, ya nos vamos seguros.Durante esta corta conversación de aquellos ganaderos, el hombre que corría por la falda del cerro se perdía en las sinuosidades del terreno, llevándoles ya alguna ventaja.

Caminaron tranquilamente durante algún tiempo cuando vieron de cerca que venía encontrándolos y montado en brioso caballo, con la escopeta en las manos, el hombre aquel a quien creían un vaquero. Los viajeros vacilaban en creer que un hombre solo iba a atacarlos. Llega el hombre cerca de ellos y al grito de “¡alto!”, les apunta y se oye el golpe seco del martillo de su arma, la que no había disparado, es decir, le había “mentido.” Arrienda violento su caballo, da media vuelta y corre en dirección al monte.

Tan imprevisto y rápido había sido aquel falso ataque que no tuvieron tiempo aquellos caminantes de sacar sus armas, sino hasta el momento en que lo vieron huir rumbo al cerro. Lo siguieron entonces disparándole unos cuantos tiros, y volvieron a emprender su camino luego que se les perdió en el bosque.

Parece que aquel atrevido se preocupaba más de componer su arma que de los balazos que le tiraban, pues corría inclinado sobre la escopeta

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tratando de componerla. No era en efecto una escopeta, sino una “tercerola” de chispa a la que se le había aflojado el pedernal, y aquel hombre, llevaba también en la cintura dos pistolas, de las llamadas entonces “americanas”, de un solo tiro.

Los ganaderos quedaron asombrados de la audacia y atrevimiento de aquel hombre.

Debe ser un loco –decían- cuando se atreve a salirnos solo y con una escopeta vieja nos ataca. Sin embargo, puede reunir a otros, y debemos ir con las armas en la mano, hasta que lleguemos a Ticumán. Siguieron, prevenidos en dicha actitud, y viendo atentamente a uno y otro lado del camino.Después de andar un cuarto de hora más llegaron al rancho de San Felipe, que el camino atravesaba entonces por unos corrales de piedra y palos, con sus trancas respectivas o entradas. Estaba en esos días abandonado, pues en esos parajes, solo en la época de lluvias van ahí a ordeñar unas cuantas vacas.

Apenas acababan de entrar en los corrales de aquel rancho, cuando una terrible detonación les ensordece, y cae mortalmente herido uno de aquellos comerciantes, el que iba primero, y ven saltar sobre ellos salvando la cerca de piedra al hombre aquel que hace pocos minutos les había dado el falso ataque y se había escondido en el monte. Aunque la sorpresa fue grande, todos a la vez le dispararon sus armas, pero la puntería falla con el susto y nadie le hiere.

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El hombre aquel, con movimientos rápidos, en su brioso caballo se confunde entre ellos, vuelve a disparar y cae bañado en sangre otro comerciante; arroja por el suelo la “tercerola” o escopeta de chispa, y un tercer disparo con la segunda pistola americana mata a otro viajero; evoluciona en el caballo como un relámpago, saca violento un filoso machete y carga sobre los últimos dos que ya huyen, pero la tranca de salida está puesta, les da alcance descargándoles terribles machetazos en la cabeza y en la espalda y caen también de sus caballos que corren azorados dentro de aquel corral.

Aquel bandido, sin cuidarse de que los heridos vivan o hayan muerto se baja tranquilamente de su caballo, lo ata en el palo de la cerca y comienza a coger los caballos de los comerciantes uno por uno y a desatarles de la grupa los enrollados sarapes, dentro de los cuales llevaban las bolsas de dinero bien repletas de pesos fuertes.

Una vez que las tuvo todas hizo cuidadosamente dos bultos, pues serían más de tres mil pesos; echó una ojeada a los caballos, eligió uno y le cargó sobre la silla el botín aquel de su pillaje, no sin agregarle las armas de aquellos hombres, que yacían inmóviles.

Montó en su caballo, cruzó una pierna sobre la silla y se puso a cargar pacientemente su escopeta y sus pistolas. Se alejó por fin de aquel lugar, tirando del cubrestante al caballo en que había cargado su botín, y diciendo al pasar junto de aquellos heridos

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o muertos: “Me llevo un cabal, si alguno de ustedes. vive, reclámeselo a Salomé Plascencia”.

En efecto aquel había sido el autor de tan sangrienta hazaña. Cuatro horas más tarde se presentaban las autoridades de Yautepec en el lugar de los sucesos, pues no faltó quien diera aviso. Habían muerto cuatro de aquellos ganaderos, el quinto, aunque herido gravemente pudo relatar detalladamente lo sucedido tal como lo referimos, dudando creer las autoridades tanta audacia y atrevimiento de aquel Salomé, cuyas señas precisas dio el herido, repitiendo además las palabras que aquel dijera al alejarse.

Este fue el primer robo, el primer asalto que tuvo resonancia en el rumbo, y el primero que cometía aquel hombre, que fue más tarde el asombro entre sus mismos compañeros y el terror del estado de Morelos.

Salomé Plascencia era oriundo de Yautepec, de complexión robusta, alto, fornido, color blanco o güero, y lampiño completamente, vestía sencillamente en comparación de sus demás compañeros y subalternos: camisa de bretaña de pechera bordada y aplanchada con muchas tablitas, calzonera de paño azul y botas de campana, dentro de las que siempre cargaba un par de puñales. Usaba sombrero de lana, sin adornos de los llamados “alemanes”. No lo inclinaba la miseria al robo, pues era hombre de recursos pecuniarios; era de buena familia y estaba emparentado con la mejor sociedad de Yautepec.

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Aunque era sonoro el timbre de su voz hablaba socarronamente, con ese acento de los que llamamos “payos”. Sin embargo, de su estatura casi gigantesca, tenía una agilidad asombrosa, y corría a pie con la velocidad de un caballo. Diestro en el manejo de las armas, era terrible montado en los muy briosos caballos que usaba.

Lazaba, picaba, banderilleaba y capoteaba admirablemente los más bravos toros, tanto a pie como a caballo.

Sus demás compañeros y subalternos hacían lo mismo, aunque con menos arrojo y maestría; pero todos eran unos centauros, en la agilidad asombrosa de jinetes consumados.

Con excepción de Salomé Plascencia, quien ya dijimos que vestía sencillamente, de simple camisa y calzonera, todos los demás se prodigaban un lujo escandaloso en la confección de sus trajes de charro.

Usaban pantaloneras de fino paño, con tres, cuatro y cinco vistas de abotonaduras caprichosas de plata, chaquetas bordadas con hilo de oro, y cuajados también de grandes botones y colgajos de plata maciza y flecos de galón; los sombreros cubiertos casi de galones de oro y plata; espuelas de plata; muchos de ellos; las sillas de montar, plateadas también completamente, con vaquerillos bordados de plata.

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Un derroche hacían de este metal, pues hasta en los estribos la usaban en grandes chapetones, así como en las cabezadas. No faltó quien le mandara poner a su caballo favorito herraduras de plata. Cada bandido de aquellos, el menos lujoso en su vestimenta de charro y montado a caballo, podía tener en todos sus arreos un valor de mil pesos. Este uso escandaloso de la plata por aquellos hombres, les trajo el nombre de “Plateados”.

¡Qué contraste! Los bandidos de ahora se distin-guen porque visten y montan desarrapadamente, como unos pordioseros.

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CAPÍTULO 2

Un rapto por cuenta ajena, que aprovecha el raptor.

ivía en el real de la Hacienda de Oacalco una bellísima joven que llevaba nombre de Homobona Merelo. Contaba, apenas

unos diecisiete años. Era alta, esbelta y flexible como las palmas del desierto, rubia como las vírgenes de Rafael. Sus cabellos parecían de oro, sus ojos grandes y rasgados, su nariz perfecta, su rostro ovalado y sus labios carmíneos, como la flor del granado. Todo su conjunto era hermoso y atractivo, y los dependientes de las haciendas que la veían los domingos en la plaza de Yautepec, se desvivían por obtener una mirada o una sonrisa de aquella linda joven, cuyas formas esculturales podían dar envidia a las Venus de Murillo.

Entre tantos apuestos jóvenes que la cortejaban, había obtenido la preferencia para recibir sus sonrisas Eufemio Avalos, purgador de la Hacienda de Atlihuayan, quien tanto insistió con apasionadas cartas y obsequios, que consiguió tener relaciones amorosas con la bella rubia.

V

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Vivía ésta, en compañía de la madre, de los productos de un pequeño comercio que les había dejado su esposo al morir y no sufrían ninguna clase de necesidades.

El afortunado novio de Homobona, impaciente por poseer tantos tesoros reunidos en aquella virgen, le había suplicado muchas veces, y en la forma más apasionada, que se fuera con él ofreciéndole toda clase de comodidades, en una casa que le pondría en Yautepec, pero la joven en cuyo corazón podemos decir que no había entrado el amor, se negaba terminantemente a tales proposiciones, pretextando que no abandonaría nunca a su madre. El novio insistía diciéndole, que vivirían juntos, trasladándose ambos a Yautepec; pero Homobona era firme en sus resoluciones y no transigía con las pretensiones de su novio.

Hay que advertir que en aquellos tiempos y en aquellos rumbos los verdaderos matrimonios eran pocos, pues en todas las clases sociales prevalecían las emancipaciones libres, es decir, sin preocuparse porque los enlaces tuvieran como ahora la sanción civil o eclesiástica.

Así pues, no detenían a Homobona los escrúpulos de una unión con su novio, como generalmente se acostumbraba, sino lo que ya hemos dicho: no sentía todavía amor por ningún hombre.

Algo comprendía de esto D. Eufemio Ávalos y se desesperaba terriblemente ante las negativas de su

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novia, jurando en su interior hacerla suya, aunque para ello emplease la violencia.

Pasaban los días y D. Eufemio pensaba en planes para robar a su novia, sin decidirse por ninguno. Era hombre honrado y le repugnaban los actos violentos, principalmente en amores; y sobre todo, no quería cargar con la responsabilidad o crítica de la sociedad, por más que los raptos casi eran una costumbre.

En la efervescencia de su pasión, de su amor o de sus deseos de poseer cuanto antes al ídolo de su corazón, se le ocurrió ver a Salomé Plascencia para que la robara o la hiciera robar por los suyos a condición de simular un inmediato rescate en los momentos que huyeran con la robada, y aparecer en la fingida pelea como salvador de Homobona, el mismísimo novio, D. Eufemio Avalos, quien le entregaría anticipadamente cien pesos a Salomé Plascencia, por dicho juego.

Don Eufemio pensaba que una vez en su poder la intransigente novia, la llevaría donde él quisiese y la gratitud de ella al arrancarla de las manos de los bandidos, la volverían dócil y amante para quedarse en su compañía.

Resuelto a poner en práctica este último recurso, que le pareció bueno, se dirige un día a Salomé Plascencia, le comunica sus deseos y su plan, y le suplica haga el favor con tales condiciones.

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-Bueno… amigo-, le contestó Salomé -vengan los cien pesos y mañana mismo tendrá Ud. a la joven en la misma hacienda, pues no acepto ni en chanza que mis muchachos pierdan con unos catrines y les quiten a la muchacha-, sería eso una vergüenza.

Don Eufemio se conformó acariciando la idea de que al día siguiente tendría en su poder a la dueña de sus pensamientos. Así es que contestó: -Acepto D. Salomé, acepto, y aquí tiene usted. los cien pesos, y le largó cinco monedas de oro de a veinte pesos cada una.

-Bueno, amigo volvió á decir Salomé a las seis de la tarde estaré en la hacienda con la joven, prevenga una habitación donde duerma.

Ya hemos dicho que D. Eufemio Ávalos era purgador de la Hacienda de Atlihuayán. En esa hacienda vivía comúnmente Salomé Plascencia, por las condiciones propicias para el ataque y para la fuga, que él le juzgaba; pues encontrándose al pie de los cerros al sur de Yautepec, sigue una sucesión interminable de montes sin poblado ninguno, hasta Cuautla, Villa de Ayala y Tlaltizapán, pudiendo ser también dicha hacienda un seguro e ignorado lugar de descanso, después de sus correrías por cualquier rumbo que fuese.

Volvamos al objeto de este capítulo.

Después de que se separaron nuestros contratantes, se alejó muy contento Eufemio y

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Salomé se quedó diciendo para sí: -No ha de ser cualquiera cosa la joven ésa, donde me da cien pesos el avaro de D. Eufemio porque se la robe, me dio las señas donde vive y que se llama Homobona, ya la conoceré mañana mismo.

Largo, interminable y fastidioso, fue el siguiente día para D. Eufemio. Renegaba que Salomé le hubiera puesto el plazo hasta las seis de la tarde para tener a su adorada, comió poco y de prisa figurándose que de un momento a otro podían llegar.

Desde muy temprano arregló lo mejor que pudo la habitación en que alojaría a su paloma, y con frecuencia volvía a entrar examinando todo, por si faltase algo. A las cuatro de la tarde abandonó por completo el trabajo del Purgar.

A las cinco mandó un mozo rumbo a Oacalco con la orden expresa de volverse a todo galope, luego que viera que venía D. Salomé, entre tanto volvía a subir a contemplar por décima vez el nido que había preparado a su bellísima novia, quien estaría allí a las seis, según lo convenido.

Había mandado preparar una cena apetitosa para las siete de la noche, cenarían los tres: Su novia, él y D. Salomé. Sí, lo convidaría a cenar –pensaba- era muy justo.

Dieron por fin las seis de la tarde, entró nuestro hombre en una excitación grandísima, grandísima;

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corre al portón de la hacienda, el cual no se había cerrado por su orden y no ve a nadie hasta donde alcanza su vista. -Es muy tarde- decía -y no vienen. ¡Oh! ¿Y si por desgracia D. Salomé se encontró con las fuerzas del Gobierno?- Se preguntaba. -¿Qué suerte correría mi Homobona? ¡Bah!... D. Salomé es valiente y astuto, y es muy difícil lo que pienso-, se repetía para darse ánimo y esperar tranquilo.

A las ocho de la noche mandó ensillar su caballo y ordenó que lo acompañaran dos mozos para ir a un negocio urgente a Yautepec -les dijo- pero él pensaba salir rumbo a Oacalco a informarse y auxiliar a Salomé. Sin embargo, pensó que pudo no ir Salomé esa tarde a cumplir con su encargo, y tuvo la prudencia de no ir a ninguna parte y esperar desesperado hasta el siguiente día. Pasó una noche de insomnios horrorosa, la duda era su verdugo.

Amaneció por fin, el día siguiente. La mañana estaba oscura todavía; las sombras de la noche no habían cedido por completo el imperio a la luz, y apenas rayaban el cielo los primeros fulgores de la aurora, cuando ya el enamorado D. Eufemio interrumpía con sus sonoras pisadas en los corredores de la hacienda, el silencio de aquella noche, que tan crueles pensamientos le había sugerido a su imaginación calenturienta por la pasión y el deseo de ver a su Homobona.

Bajó a los Purgares y se encaminó al cuarto de los mozos para despertarlos e informarse si había regresado el que mandó rumbo a Oacalco, en la

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tarde del día anterior. Estos le dijeron que había vuelto dicho mozo como a las once de la noche acompañando a D. Salomé, quien traía una mujer al parecer robada.

-Dónde están? Ese mozo, que me explique todo- gritó D. Eufemio.

-Está durmiendo todavía el mozo que fue, pues se desveló un poco- le contestaron.

-Pero, ¿dónde está?- volvió a gritar D. Eufemio.

-Aquí señor, aquí está durmiendo- volvieron a contestar los mozos, habían abierto la puerta de aquel cuarto y le señalaron el lugar donde dicho mozo.

D. Eufemio saltó dentro del cuarto corrió al rincón donde dormía el mozo aquel, y sacudiéndolo fuertemente por un brazo le gritaba: -¡Julián! ¡Julián! … ¡Vamos! ¿Qué ha pasado anoche? ¿Por qué no subiste a darme aviso? ¡Despierta! ¿Qué ha pasado?

El mozo se despertó sobresaltado, oyó las últimas palabras de D. Eufemio, se sentó restregándose los ojos y contestó: -Nada ha pasado. Llegamos y D. Salomé se metió a su cuarto con la robada y se encerraron… ¡Adivine usted!

Don Eufemio no contestó, no dijo una palabra, salió de aquel cuarto dando saltos, y con el semblante desencajado por la ira corrió a la habitación que

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ocupaba Salomé Plascencia. Llegó a la puerta y llamó a puñetazos, pero nadie le contestó.

Volvió a golpear más fuertemente, con igual resultado. Lanzó terribles imprecaciones y terminó diciendo: -¡La vida de los dos! La vida de los dos será mi venganza, ¡infames! Y volvió a dirigirse al cuarto de los mozos.

-Ensillen un caballo, voy a Yautepec a un negocio urgente-, les dijo con voz temblorosa- y vaya cualquiera a preguntar al portonero si ha salido ya Don Salomé.

Daban las cuatro de la mañana en el reloj de la hacienda y tocaban “a faena”, mientras le ensillaban el caballo a D. Eufemio volvió el mozo con la razón del portonero, de que nadie había salido.

No quiso D. Eufemio que lo acompañara ninguno. Montó a caballo y al pasar frente a la puerta de la habitación de Salomé, volvió a apretar los puños con rabia, repitiendo entre dientes: “la vida de los dos, por la burla que me han hecho, ¡infames!”, y salió fuera de la hacienda con dirección a Yautepec, de donde regresó hasta en la tarde.

Veamos nosotros lo que había pasado entre Salomé Plascencia y la hermosa Homobona Merelo.

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A las diez de la mañana del día que ofreció a D. Eufemio robarla, ya se encontraba en la Hacienda de Oacalco, explorando el terreno y tomando sus informes reservadamente.

Salomé quería conocer a la joven y hablarle, si era posible antes de llevársela a la fuerza, lo cual le era tan fácil, y se encontró con la noticia de que la Señora Madre de Homobona pasaba por médica en la hacienda, es decir, curandera, quien alguna vez se dignaba ir a ver a los enfermos cuando le pagaban un peso por la visita.

En el acto se le ocurrió a Salomé que un amigo se fingiera enfermo y otro fuera a suplicar a la señora pasara a reconocer al paciente, dándoles para pagar bien a la curandera por adelantado.

Ya hemos dicho que tenían un pequeño comercio en el Real de la Hacienda y naturalmente, que mientras la señora salía a sus curaciones se quedaba Homobona al cuidado y acompañada de una sirvienta.

Luego que el enviado puso dos duros en manos de la médica rogándole pasara a curar al enfermo, se apresuró y salió de su casa acompañada de aquel.

Casi inmediatamente entró Salomé en la tiendecita acompañado de otro individuo y pidieron puros y unas copas de vino, las que apuraron de un sorbo, saliéndose Salomé un momento.

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-Niña- le dijo a Homobona el individuo aquel -conozca usted. al famoso Salomé Plascencia.

-¡Oh! ¿Éste es? Pues no parece hombre malo como dicen.

-¡Oh! No es malo, niña -agregó el individuo-, al contrario, es malo cuando lo hacen enojar o se oponen a lo que él quiere.

Salomé volvió a entrar y se calló aquel hombre, quien a su vez, se escurrió fuera de la tienda dejándolo solo con Homobona.

-Joven, ¿usted se llama Homobona? Dispense usted la pregunta- le dijo Salomé con una sonrisa particular.

Ésta se puso roja como una amapola y contestó: -Si señor, soy Homobona Merelo para servir a usted.

-Bueno niña, pues no perdamos el tiempo, tengo encargo de D. Eufemio Ávalos de Atlihuayán, de robar a usted y entregársela, y me alegro que se haya dirigido a mí que puedo evitarlo si usted no lo quiere. Dígame con franqueza si estará usted contenta con él, y si usted lo ama y le ha dado palabra de casamiento y siendo así, irá usted segura conmigo y la llevaré con D. Eufemio.

-¡Jesús me valga!- exclamó Homobona -¿Yo irme con D. Eufemio? Ni lo pienso, ni lo quiero. Se ha

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encaprichado en que me vaya con él, hace ocho días, que por eso hemos terminado nuestras relaciones.

Homobona hablaba con voz balbuciente y de roja al principio se había puesto intensamente pálida. Estaba más hermosa.

-Bueno niña -agregó Salomé- no se irá usted con él, pero le diré una cosa, ya no está usted segura en esta casa, ni en ninguna otra, D. Eufemio pagará a otros hombres y éstos se la robarán a usted sin miramientos, y quién sabe si hasta la maltraten y atropellen. Sólo yo puedo ponerla en lugar seguro, si no tiene voluntad de que la lleven con D. Eufemio resuélvase usted.

-Pues no señor, no tengo voluntad de irme con D. Eufemio.

-Piénselo usted bien niña, y no olvide que otros vendrán a robarla. Si no quiere que yo la salve lo sentiré mucho, pues es usted muy hermosa-, volvió a decir Salomé.

A ésta volvió a enrojecerle el semblante y contestó: -Mire usted señor, voy a pensar lo que debo hacer y le avisaré a usted.

-¡Está bien, linda! Volveré al oscurecer para que me diga lo que haya usted pensado.

-Venga usted mejor como a las nueve de la noche que hayamos cerrado aquí y que mi mamá ya

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duerma, para que no sepa estas cosas y le resuelva yo. Reniego de D. Eufemio- terminó diciendo con un hermoso mohín.

-¡Gracias, mi vida! Estaré por aquí a la hora que usted manda.

El individuo que llegó con Salomé a la tienda volvió a entrar en esos momentos, pidieron unas cajas de sardinas, pan, queso y una botella de catalán, y Salomé sacó un puñado de pesos, como veinte o treinta. Los puso sobre el mostrador; saliéndose ambos, sin hablar una palabra más.

Debemos decir, que Salomé estuvo -dado su carácter- galante y tierno en exceso con aquella joven, y ésta más que huraña, tal vez hasta amable y dulce en su última respuesta.

Homobona veía atentamente a Salomé de arriba a abajo y pensaba en no sé qué, que no se dio cuenta del dinero que quedaba sobre el mostrador hasta que aquellos hombres hubieron salido. Entonces sintió vergüenza de su distracción, quiso gritarles para devolverles lo que sobraba del importe de lo que habían comprado, pero no pudo y se sintió clavada en su sitio. Se conformó, pensando que en la noche le devolvería el sobrante al hombre aquel, y tomó el importe de los efectos pedidos guardando el resto en un papel.

Poco después llego muy contenta la madre, de su visita al enfermo, y encontró que su hija se

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sentía un poco indispuesta y que deseaba retirarse a su pieza. La madre le examinó, dijo que era una ligera jaqueca, que se le quitaría acostándose un rato, y ordenó á Homobona se fuera a la cama.

La joven se encerró en su cuarto, pues lo que deseaba era estar sola, con los muchos y encontrados pensamientos que la asaltaban.

Por una ventanilla alta y enrejada que tenía su pieza, y que daba a un pequeño jardín, se puso a contemplar ensimismada el pequeño pedazo de cielo que podía verse, sentada en su cama.

“Qué poca delicadeza tiene ese hombre Don Eufemio que paga porque me roben y me lleven a la fuerza con él. ¡Lo creía más caballero! Si conforme no lo quiero, lo quisiera, esto que intenta de que me roben, bastaría para aborrecerlo. ¡Cuánto me alegro de haber conocido a ese Don Salomé Plascencia, de quien he oído tantos actos de valor. ¡Oh! Si de veras tuviera yo su protección”, siguió diciendo. Después se quedó pensativa un momento.

Se fue violentamente a una mesita; sacó de un cajón un pliego de papel de cartas y un lápiz y se puso a escribir. –Sí -dijo en voz alta- debo reprocharle su conducta, decirle lo que se merece y cuál es mi resolución.

En efecto, escribía una terrible carta a D. Eufemio, luego que la terminó salió de su

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cuarto violentamente y la entregó a la sirvienta ordenándole la llevara al correo de la hacienda.

Hay que advertir que la “Güera”, como le decía la gente de aquella finca, era de un carácter violento, y como todas las mujeres tenía en alto grado la mansedumbre del gato y las ferocidades de una leoncilla. En el cielo hermoso de sus ojos, fulguraban de cuando en cuando relámpagos de infierno.

Regresó a su pieza después de mandar aquella carta que ya tendremos ocasión de conocer. Volvió a sentarse en la cama, como cuando entrara la primera vez mientras externaba sus pensamientos en voz muy baja, diciendo: -¡Es horrible! Si ese D. Salomé me dice que me han de llevar donde quiera que yo esté, es porque lo sabe bien. Sé muy bien que él es el jefe de todos esos hombres y si acepta mis condiciones, puedo decirle que me proteja como me lo ha ofrecido. ¿Deberé comunicarle todo a mi madre? Sí, que sepa la verdad y que no se af lija y me dé sus consejos, si no me convienen, sobra tiempo para desobedecerlos.

-Hablaré con ella después de que cierre la tienda-, y ya más tranquila se recostó en su cama.

Pocos momentos después la madre le tocaba la puerta, diciéndole: -Abre hija, quiero ver cómo te sientes.

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Homobona se levantó lentamente y fue a abrir la puerta.

-¿Cómo te sientes hija? ¿Ya estás mejor?- le dijo entrando.

-Ya me pasó la jaqueca madre, pues me siento bien-, contestó Homobona.

-Yo creía que seguías mala y ya cerré la tienda para venir a curarte, además que la venta fue buena hoy y ya sabes hija que yo no soy ambiciosa. Encontré dentro del cajón como diecisiete pesos en un papel, ¿ésos de qué fueron que los envolviste?

Homobona había olvidado guardar en otro lugar el resto del dinero que Salomé había dejado sobre el mostrador al pagar y que pensaba devolverle.

-Madre, precisamente pensaba en contarle usted todo lo que ocurrió mientras usted fue a ver al enfermo. Ese dinero del papel es de Salomé Plascencia.

La señora dio un salto, asustada: -¿Qué dices? ¿Estuvo en la tienda Salomé Plascencia? ¡Jesús nos ampare, hija..!

-Cálmese usted madre, le contaré todo y no se alarme, pues parece un hombre bueno ese señor y

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no nos hace ningún mal, y bien puede hacernos un bien, es decir a mí.

-Cuenta, dime pronto lo que ha pasado, ¿a qué vino? ¿Lo sabes?

-Homobona refirió detalladamente todo, repitiendo exactamente cuánto le dijo Salomé y lo que le ofreció.

-Por todo esto madre, comprenderá usted mi situación y que no nos queda otro remedio que aceptar los favores que me ofrece para librarnos de peores cosas de los demás bandidos.

-¿Y si es un engaño y un plan lo que te dijo ese hombre?

-Madre -repuso Homobona- piense usted en una cosa, que ese hombre pudo venir con los suyos y llevarme por la fuerza, sin preguntarme nada, ni importarle mi voluntad. Esto revela su buena fe y sinceridad en cuanto me ha dicho. Yo no quería que usted supiera nada, para no afligirla y le dije que viniera a las nueve de la noche a mi resolución, cuando usted durmiera; pero lo esperaremos las dos a esa hora; lo conocerá usted y nos resolveremos.

-Bueno hija mía, bueno -dijo la madre-, has pensado bien, las dos le hablaremos que nos salve, ¡así lo permita María Santísima de Guadalupe!

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Siguieron censurando la acción de D. Eufemio, único culpable que había originado aquellos peligros y zozobras. Cenaron tristes y meditabundas, especialmente la madre, y se fueron a la tienda a esperar las nueve de la noche para hablar con D. Salomé. Mientras, hicieron un balance a la memoria de lo que contenía aquel tendajón, para saber lo que perderían en un robo de aquellos bandidos.

Poco antes de las nueve de la noche llegó un tropel de caballos a las puertas de la casa. La señora comenzó a temblar asustada; pero Homobona con una entereza impropia de su edad se fue a abrir una puerta, y preguntó en la oscuridad. ¿Ya está usted ahí, D. Salomé?

“¡Valiente muchacha!”, dijo una voz y Salomé adelantó el caballo agregando:

-Ya estoy aquí a sus órdenes, linda joven.

-Bájese usted del caballo y entre a la casa para que hablemos juntos con mi madre.

Salomé se sorprendió de aquel nuevo arreglo. Recordaba que ella misma le había suplicado fuera a las nueve cuando ya estuviera durmiendo la madre. Pensó en una traición, pero era hombre arrojado hasta la temeridad y así es, que sin vacilar bajó del caballo con sus pistolas, su machete a la cintura y el mosquete en la mano y entró a la

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tienda. Había dado las riendas de su caballo a uno de los que lo acompañaban, diciéndole algo en voz baja.

-Si Ud. quiere señor, que quede la puerta abierta, al fin los demás cuidarán.

Aquella especie de reproche tan dulce, quizá en relación con la desconfianza de Salomé, picó algo su amor propio, pues se volvió un paso y cerró y atrancó la puerta, diciendo: -Así estaremos más seguros, bella joven.

Tenían luz en la tienda; Salomé vio a la señora que tenía una cara espantada, y le dijo: -No se asuste usted señora, nada malo pasará a su linda hija, ni a usted.

-Señor- balbució la madre de Homobona -estoy enterada de los peligros que le busca a mi hija ese cobarde de D. Eufemio, sálvela usted, confío yo en que será usted el defensor de estas dos pobres mujeres que no le hacen mal a nadie.

Homobona sollozaba cubriéndose la cara con las manos.

Algo raro para un corazón de bandido sintió Salomé en el suyo, se había sentado sobre el mostrador y puesto ahí su mosquete, y al oír esto y ver que la joven sollozaba, saltó hacia donde estaba sentada la señora, le dio un abrazo cariñoso y le dijo: -Señora, le doy a usted palabra de hombre de que nada le pasará a

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su hija; pero quiero salvarla de otros que vengan aquí sin que yo lo sepa, pues los míos la respetarán. Me ha simpatizado y la amo, pero a nada la obligaré si ella no puede quererme.

-Haga usted lo que guste, señor, llévela y sálvela, confío en su palabra.

-Sí, vámonos- agregó Homobona -lléveme con usted adonde esté segura.

-En mi casa- contestó Salomé -y la llevaré si usted queda tranquila señora.

-Sí, quedo tranquila, pues va con usted, y ¿podré ir a verla?

-Si usted manda señora, el domingo se reunirán en Yautepec y se pasará usted a vivir allá con ella o en Atlihuayan.

-Vamos hija, llévate lo preciso y que Dios te bendiga.

Homobona entró al interior un momento y salió con una pequeña maleta en la mano y puesto su rebozo.

Antes de marchar trataron de entregar a Salomé el sobrante de su dinero, pero insistió en que se le quedara a la señora, agregando: -Nada le faltará a su hija, ni dinero ni ropa.

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Madre e hija se dieron un abrazo, despidiéndose hasta el domingo.

Montó Salomé a la joven en su caballo que llevaba preparado y emprendieron todos, rápida marcha.

Ya sabemos que a las once de la noche llegaron a Atlihauyan. Los compañeros se quedaron en las casas del “Real” y Salomé con su preciosa carga, entró a la hacienda, dirigiéndose a su cuarto.

Entregó los caballos a su mozo particular y se metió con Homobona a su cuarto.

Encendió luz, le dispuso su cama para ella; le rogó que se acostara para descansar, lo que ella aceptó pues venía magullada por el caballo, y él se retiro al rincón opuesto echándose de espaldas en un petate y con sus armas al alcance de su mano.

Esta fue la primera noche que pasó junto a la mujer que lo acompañaría toda su vida, la misma que alguna vez le curaría sus heridas, la que aprendería también el manejo de las armas para defenderlo, la que le sobreviviría muchos años.

El amor se desarrolló entre ambos. No parecía sino que había nacido el uno para el otro.

Pero al siguiente día que amaneció, cuando D. Eufemio se condenaba aceptando los pensamientos

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criminales de la vulgaridad, su ex novia se encontraba casta y pura como las vírgenes Vestales, y sin zozobra en su conciencia sin mancha, pues le había escrito los duros reproches que merecía su conducta violenta y criminal.

Salomé amó a la joven luego que la conoció, y como había comprendido la burla inicua que de ella quería hacer D. Eufemio, inclinó los acontecimientos en otro sentido, pero no faltó a su hombría de bien.

A las seis de la mañana salió de su cuarto sin hacer ruido para no despertar a la joven y se encaminó en busca de D. Eufemio, pero no quiso que se asustase su huésped y pensó esperar la ocasión, al siguiente día, para darle cuenta de su encargo.

Si hemos dicho que Salomé tenía habitación dentro del casco de la hacienda, también diremos que fuera de ella y en el Real, tenía su casa donde habitualmente vivía, así es que no apareciendo D. Eufemio regresó al cuarto encontrándose ya despierta a la joven Homobona a quien invitó al desayuno. Salieron para la casa que Salomé tenía en el Real con toda clase de servidumbre, poniendo todo esto a las órdenes de la joven y diciendo que se le sirviera en todo y la respetaran y atendieran como a él mismo.

Como a las cuatro de la tarde regresó D. Eufemio de Yautepec, con un humor negro. Había recibido la

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carta de Homobona; los duros reproches y la verdad que contenía lo habían exasperado más.

Iba a tomar informes de Salomé, cuando vio a éste que llegaba dirigiéndose hacia él.

-Lo he buscado a usted todo el día D. Eufemio, venga conmigo para que se despida de quien usted sabe; por de pronto tenga sus cien pesos y no me vuelva a hacer encargos de robar mujeres, pues también soy hombre y no me agradan mucho esas comisiones.

Esto se lo decía Salomé con tono amistoso.

Don Eufemio no contestó, sin embargo de su enojo, no se atrevía á pelear con aquel hombre terrible. Recibió los cien pesos en las mismas monedas que él diera, y le volvió la espalda, mudo de cólera, alejándose de Salomé.

Éste le dijo: -No es mía la culpa D. Eufemio, sino de quien no hace sus negocios personalmente.

Salomé salió de la hacienda con dirección a su casa en el Real.

Don Eufemio volvió a montar a caballo y se fue para Yautepec, sediento de venganza. Buscó al comandante militar de la plaza que estaba todavía en poder del gobierno reaccionario y le dijo: -Señor, vengo a comunicarle que el bandido Salomé Plascencia se encuentra en estos momentos

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en una de las casas de la Hacienda de Atlihuayan y esta noche puede usted, si gusta, apoderarse de él.

-Tengo órdenes de acabar con ese hombre y con todos los suyos, pero es preciso no alarmarlos sin conseguir el objeto. Si usted quiere un servicio a la sociedad y al gobierno, espíe usted sus movimientos y en segura ocasión deme aviso y recibirá quinientos pesos de gratificación.

-No, señor, no lo hago por interés de dinero.

Convinieron aquellos dos hombres en el pronto exterminio de Salomé. El uno obedecía al deber, sin rencores ni pasiones. El otro era impulsado por los sentimientos más viles de los cobardes.

Aunque Salomé pasaba el día fuera de la Hacienda de Atlihuayan en sus correrías, cuando dormía ahí siempre lo hacía en su cuarto, dentro del casco de la hacienda, pues el dueño de la finca había ordenado se le diera habitación y cuanto pidiese, con el fin de tener sus intereses seguros de todo peligro, como realmente lo estaban.

No habían pasado ocho días desde el ofrecimiento que hizo D. Eufemio al comandante militar en Yautepec, cuando una noche en que dormía tranquilo Salomé en compañía de Homobona, en su cuarto de la hacienda, ésta fue circunvalada por la infantería y caballería del gobierno reaccionario. Se abrieron los portones y penetraron dos compañías, que se distribuyeron

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por todas partes, dirigiéndose diez soldados y el jefe a la puerta del cuarto donde dormía Salomé, golpeando fuertemente y ordenando imperiosamente que abrieran la puerta: “A la autoridad”.

Despertose Salomé vistiéndose de prisa, pero sin sobresaltarse. Homobona se levantó también y se vistió asustada. El primero le dijo: -Son soldados del gobierno, y esto es la venganza del cobarde de D. Eufemio. Tal vez me maten; pues es difícil que me escape. Mira- le dijo señalándole una cajita- llévatela, que no te la roben, tiene quinientos pesos en oro y no tengo aquí otra cosa que dejarte, si me escapo te veré allá fuera en la casa que conoces. Ahora párate, aquí junto a la puerta para que no te toque un balazo-, y la colocó en el rincón del cuarto del lado de la puerta.

Se puso las pistolas en la cintura, cogió su mosquete en una mano y en otra su machete y se dispuso a abrir la puerta.

Durante estos rápidos preparativos de Salomé, habían seguido los golpes a la puerta furiosamente; y como la noche estaba completamente oscura tenían varias linternas diseminadas por el patio. El cuarto estaba más oscuro aún que afuera, pues a la indecisa luz de las estrellas, siempre se veía un poco.

-¡Allá voy!- Les gritó Salomé y a este grito, los soldados que apuntaban con bayoneta calada, se hicieron a un lado, como si esperasen la salida de

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una fiera. Abrió la puerta y les dijo con entereza: “¡Entren!”

Nadie se movió y el jefe ordenó que saliera pronto. Pudo Salomé desde el fondo oscuro del cuarto, distinguir en la penumbra del exterior, los bustos de varios hombres a tres o cuatro pasos de la puerta. Hizo fuego con su mosquete sobre uno de ellos, quien rodó por el suelo, e instantáneamente hicieron fuego sobre la puerta todos los demás; pero en el momento que disparó se había arrastrado por el suelo como una serpiente, y había hecho girar su machete por los pies de los soldados hiriendo a varios.

Corrió velozmente por un lado, le dispararon por otro y se armó una gran confusión entre los soldados, que corrían de acá para allá, siguiéndole la pista y disparándole sus armas sin precisar la puntería, pues apenas vagamente se distinguían los bultos a diez pasos de distancia.

Trataría de salir por un caño, pero distinguió la caballería en el exterior y se regresa, encontrándose que corrían soldados hacia ese lugar; se arroja sobre el que va más cerca de él y lo deja tendido de un machetazo en la cabeza. Gana la huerta que está por el lado del cerro, sus tapias no son muy altas, las escala con el machete en los dientes y sus pistolas en la cintura, las que no ha disparado para no indicar su pista y, por fin se arroja al campo, perdiéndose luego en el monte del cerro, cuyos breñales llegan hasta las tapias de la hacienda.

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¡Salomé se había salvado milagrosamente!

Los soldados siguieron sus pesquisas dentro de la hacienda, hasta ya muy claro el día. Todo lo registraron inútilmente, pues al perderse Salomé en la huerta, no supieron más de él.

Se llevaron presa a Homobona, quien no olvidó su dinero y a quien puso en libertad el comandante militar después de informarse de su vida y los motivos por los que vivía con Salomé.

Don Eufemio huyó del rumbo de Yautepec, yéndose a Cuernavaca y colocándose otra vez de dependiente en la Hacienda de Treinta.

Un mes después de los acontecimientos que acabamos de referir, se verifica el rapto de una joven en dicha hacienda, por cuatro “plateados”.Los vecinos y dependientes de la mencionada hacienda, unidos y armados en número de cuarenta, salieron persiguiendo a los raptores con intención de darles alcance y matar a los cuatro atrevidos bandidos que en tan corto número se habían arrojado en pleno día y en finca tan poblada a cometer dicho rapto.

Entre los perseguidores iba D. Eufemio Ávalos, sediento de matar “plateados”. Los raptores no se daban mucha prisa por huir y los llevaban siempre a la vista y no muy lejos. Intempestivamente se vieron rodeados y atacados por un gran número de bandidos (cerca de cien), quienes les habían puesto

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una emboscada a los de treinta. Éstos se devuelven en precipitada fuga, mueren como quince de ellos y varios quedan heridos; D. Eufemio queda también muerto a machetazos, por el mismo Salomé Plascencia, promotor de aquel plan de venganza.

Tras de los fugitivos vienen de nuevo los cuatro “plateados” con la joven raptada. Llegan con ella hasta las primeras casas de la hacienda, la bajan del caballo, le dan “las gracias”, y uno de ellos le arroja un cartucho con dinero, diciéndole: -Vaya chata, tenga para que se le quite el susto-, y regresan a galope a unirse con sus compañeros.

Este fue el sangriento epílogo con que terminaron las consecuencias de los arranques pasionales de D. Eufemio Ávalos por la hermosa virgen de Oacalco.

Lo llevaron sus violencias a un fin desastroso, y más que sus violencias, sus traiciones y vilezas.

Hacienda de Atlihuayán.1990. Archivo fotográfico Valentín López González.

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CAPÍTULO 3

Los imitadores de Luigi Vampa en México, y sus Maestros.

l terminar el primer tercio del siglo pasado, radicaban en el estado de Morelos dos terribles bandidos que

cometieron un sinnúmero de depredaciones, Fidemio “El Zarco” y Blas Guadarrama, este último avecinado en el pueblo de Jantetelco del hoy Distrito de Jonacatepec.

Con halagadoras promesas reclutaban gente en dicho estado, principalmente jóvenes y con el pretexto de comerciantes contrabandistas, hacían grandes correrías por los estados de Puebla y de Veracruz, cometiendo asaltos y asesinatos en el camino Nacional de México al puerto.

Robaban cuanto encontraban a su paso; dinero, mercancías, mulada y caballada, etc. Y aun compraban con valiosos obsequios a los jefes de los resguardos del contrabando del tabaco, engañándolos como comerciantes honrados.

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Vendían, distribuyendo sus cuantiosos robos por todas las poblaciones de alguna importancia, en los que hoy son los estados de Morelos y Guerrero.

En los viajes en que el tabaco y los robos en despoblado no daban las utilidades que se proponían sacar, se robaban a los hombres ricos con el pretexto de que eran sus denunciantes, y sin atender a sus protestas de que los cargos que les hacían eran falsos, les exigían cantidades de dinero “por vía de indemnización de los perjuicios que habían sufrido con el denuncio”, bajo pena de perder la vida.

Los discípulos de aquellos dos viejos maestros del bandidaje se quitaron la máscara veinte años después y sin preámbulos se limitaban a decir lacónicamente: “la bolsa o la vida”.

Era entonces una disyuntiva que indicaba a las víctimas las condiciones para seguir viviendo en este pícaro mundo, en la lucha por la existencia.

Cincuenta años más tarde, es decir, en nuestra época de progreso, saltan de las matas los degenerados, ¿qué digo?....refinados engendros de aquellos primeros discípulos y gritan al mismo tiempo que disparan: “¡La bolsa y la vida!” ¡Ya sobra la disyuntiva posible!

Los primeros maestros obraban con el “fusil de chispa”; los discípulos de aquellos maestros,

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con el mosquete; y los descendientes actuales de éstos, con el Wínchester. Cada día más violento, más rápido, más lacónico el despojo de la vida y de la propiedad.

A la vida que se deslizaba suavemente sobre la carabela, o se arrastraba trabajosamente sobre un carromato, substituyó la vida sin freno del vapor y la vida desenfrenada actual de la electricidad. ¡Oh, los eléctricos..!

Los hombres de antaño eran inocentes a los veinte años; los de hogaño (contrario a antaño) están carcomidos a los veinticinco por el asqueroso microbio de la muerte que viaja en los eléctricos.

¡En todo el divino Progreso! ¡Bendito sea el Progreso y el Adelanto!

Pero, basta la pequeña digresión y sigamos con los discípulos de Fidemio y de Guadarrama.

Fidemio el Zarco fue el padre y el maestro de dos de aquellos terribles plateados de 1860, Felipe “El Zarco” y Severo “El Zarco;” siendo este último, fusilado en la Alameda de Cuernavaca, después de tantos asaltos, raptos y asesinatos que cometió.

Felipe “El Zarco”, era el Dandy de los Plateados, un “Chucho el Roto”. Vestía decentemente, tenía un trato caballeroso, se sabía captar las simpatías de personas acomodadas de las capitales, se relacionaba con personajes de altas alcurnias;

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y cuando no los llevaba a caer en manos de sus compañeros para plagiarlos los explotaba con sus caballerosas industrias de hombre rico “empresario de Minas”, “corte de maderas”, etc.

Casi todos aquellos bandidos practicaban la compra-venta del hombre adinerado y de la mujer bonita, pues para éstos, favorecidos de la suerte o de la naturaleza, tenían precio contribucional, la vida y la honra.

Los nombres de Pablo Amado, en primer término y otros como Juan Perna, (a) “El Chintete”, Manuel Michaca, José Cortés “El Coyote”, Zacacoaxtle y “Cara de Pana” o Tomás Valladares, han llegado a nosotros como de hombres que compraban a sus compañeros, a los plagiados o a las raptadas, para ofrecerlos a los demás por mayor precio y tener utilidades.

A los plagiados les aumentaban de precio su salvación al pasar de unas manos a otras entre los bandidos. Con las mujeres raptadas sucedía lo contrario, iban disminuyendo de valor de uno a otro, hasta que el último la ponía en completa libertad.

Pero, había entre aquellos desalmados unos pocos, y como principal Salomé Plascencia, que en medio de su vida de bandolerismo conservaban cierta dignidad caballerosa, ciertos escrúpulos de carácter “de hombres”, decían ellos y nunca llegaban a las bajezas ni a las vilezas de sus subalternos.

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Ya veremos en el curso de esta obrita cómo Salomé Plascencia llegó a castigar con la muerte a varios de los suyos que cometieron vilezas e infamias.

Narremos dos hechos propios de Salomé, respecto a la manera de cometer sus plagios, y la astucia y valor que desplegaba en ellos.

Don Cipriano del Moral, administrador general de las haciendas de San Vicente y Chiconcuac en el Distrito de Cuernavaca, era hombre que dados los peligrosos tiempos que corrían, se rodeaba de todas las seguridades posibles; tomaba toda clase de precauciones cuando salía a revisar los campos de caña; haciéndose acompañar de veinte mozos bien armados, para el caso de un ataque imprevisto.

Hay que advertir que cuando visitaba los campos, primero exploraba con un anteojo de larga vista todos los sembrados y lugares que tenía que recorrer, y era por esto que se habían estrellado varias tentativas de plagio de su persona, por muchos de los cabecillas de los plateados.

Constantemente tenía vigilantes en las azoteas más altas de la Hacienda de San Vicente, donde él habitaba, y de noche entre mozos, dependientes y algunos peones, reunía cincuenta hombres armados y se fortificaba en la finca.

Una mañana se le presentó el Mayordomo diciéndole que en determinado campo, y muy

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cerca de la hacienda, habían despuntado la caña en un gran pedazo de terreno, llevándose el zacate.

No se había oído decir que anduvieran cerca los plateados y el Mayordomo culpaba a los vecinos del Real que tenían bestias.

La caña de dicho campo estaba muy crecida casi a punto “de corte” y no sufría mucho la planta con el “desmoche”. Don Cipriano quiso desengañarse y ver el perjuicio, de modo que se dispuso a salir con sus veinte mozos y el Mayordomo. Estaba tan cerca de la hacienda el campo aquel, que no quiso detenerse en explorar con su anteojo.

Estaba dicho campo en el centro de otros y se llegaba a él por largos y angostos “carriles” que formaban escuadras ligadas, hasta terminar en un ancho apantle transversal que dividía las suertes de caña y limitaba por ese lado, el campo perjudicado.

Don Cipriano examinaba el perjuicio causado cuando aparecen por la retaguardia y por los flancos un gran número de bandidos lanzando imprecaciones y gritos horrorosos, con las armas en las manos, pero sin disparar un tiro.

Saltan de los cañaverales, abriendo carriles o veredas al empuje de sus caballos. Se establece la confusión entre los mozos y se atropellan para huir por la única salida que tienen libre, que es saltando el ancho apantle que tiene de frente y sobre el cual se precipitan, sin acordarse de sus armas.

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Aquellos bandidos de caras feroces y de aspecto espantable, imponían desde luego verdadero terror, y tanto más en sus asaltos por sorpresa. Así pues, D. Cipriano y sus mozos se lanzaron sobre el “apantle” para saltarlo y escaparse.

Se apelotonan, muchos caen en el agua de aquella ancha y profunda zanja y otros son despedidos de los caballos al dar estos el gran salto. Se hace la fuga cómico-trágica, los bandidos llegan sobre ellos, pero ahora los atacan a cintarazos y a silbidos.

D. Cipriano el Administrador General ha sido de los primeros caídos; ha recibido “sendos” pisotones de los caballos de sus mozos, que corrían detrás y maltrecho y enlodado, yace a orillas de la zanja sin poderse poner en pie.

Había previsto este lance cómico, Salomé Plascencia, organizador de aquel plan para plagiar a D. Cipriano del Moral, pues se llegó a éste sonriendo, y tendiéndole la mano desde a caballo para levantarlo le dijo: -Levántese D. Cipriano ya le curaremos alguna torcedura. No tema. Somos gente buena. ¡Muchachos!—dijo a los suyos –móntenlo en un caballo manso, y en marcha cuídenmelo.

Entre dos hombres lo montaron en un caballo y lo ataron fuertemente a la silla diciéndole: -Usted es mal jinete, señor, así va bien para que no se caiga.

El dueño del caballo montó a la grupa del otro compañero, y un tercero estirando el de D. Cipriano

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que estaba atado, emprendieron al trote rumbo a los cerros cercanos. Faldearon éstos rumbo al sur y llegaron al pueblo de Tetecalita, donde quitaron las ligaduras a D Cipriano para que comiera algo. Los bandidos se proveyeron de muchos comestibles, de aguardiente y de tabaco y volvieron a emprender la marcha por la vereda que sube al cerro llevando a D. Cipriano atado y vendado.

Al caer la tarde llegaron a un rancho llamado “El Cerrado”, escondido en la cima de aquellas escabrosidades; poblado por algunas familias de indígenas y uno de los puntos en mejores condiciones estratégicas para la defensa, que más tarde sería el Cuartel General de Salomé Plascencia. Como la madera y la palma abundan en aquellos cerros había ahí construidas extensas galeras abiertas a los cuatro vientos, amplias y bajas quizá para dormitorios libres de aquellos hombres.

En las cumbres de aquellos cerros que vienen a formar la cordillera de “Las Tetillas”, la vista domina por todos los rumbos la mayor parte del estado. Al Poniente y Sur todo lo que llaman Cañada de Cuernavaca, desde los montes de Huitzilac hasta Puente de Ixtla con todos sus poblados.

Al Norte y Oriente la mayor parte del Distrito de Yautepec hasta el Mal País y Nepantla, y toda la estrecha cuenca del río de Yautepec hasta Tlaltizapán y Jojutla.

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No sin razón eligieron los plateados aquellas altas cimas para formar su guarida.

Cuando llegaron con D. Cipriano del Moral al mencionado rancho, lo metieron en la mejor casucha de paredes de piedra y lodo, y en la cual había abiertas por los cuatro costados unas pequeñas ventanillas, y a manera de troneras por las que apenas cabía el brazo de un hombre.

Le quitaron la venda y le dijeron: -Señor, está usted en su casa, ya vendrá a visitar a usted nuestro jefe “descanse”-, D. Cipriano respiró sin que el miedo le saliera fuera del cuerpo.

Dos hombres se sentaron en la puerta por la parte de afuera, sobre unas anchas piedras y con el mosquete sobre las piernas.

No cabía duda -pensaba D. Cipriano- aquella casucha era su prisión. Dio una ojeada por el interior y la encontró vacía; una mesita, una silla y un petate eran todos sus muebles.

Llegó la noche, los dos individuos que vigilaban la puerta encendieron una fogata frente a ellos que alumbraba plenamente la casucha hasta en su interior. Esta luz hacía más eficaz la vigilancia.

Como a las ocho se presentó Salomé en la puerta, entró en la casucha y dijo a D. Cipriano: -Buenas noches D. Cipriano, ¿quiere usted cenar o tomar chocolate?

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Creyó D. Cipriano que aquel hombre se burlaba de él. Sin contestar a su pregunta interrogó a su vez: -¿Usted es el jefe?

-Sí, señor, Salomé Plascencia, por la gracia de dios y para servirlo.

-Pues antes de todo- agregó D. Cipriano- deseo saber ¿qué cosa quiere usted de mí al traerme aquí?

-Allá vamos D. Cipriano, pero cene usted antes y hablaremos con calma, no corre prisa-, contestó Salomé.

-Si usted me hace favor, deseo cuanto antes saber a qué atenerme-, agregó D. Cipriano.

-Pues mire usted D. Cipriano, no queremos nada de usted, creo que todavía no es usted dueño de las haciendas que administra, y de los señores dueños es de quienes queremos un auxilio que usted nos conseguirá como principal dependiente de ellos-, dijo Salomé.

-¿Y qué caso me van a hacer los dueños?—refirió D. Cipriano– poco les importará que ustedes me maten, vendrá otro administrador. Pídanme a mí lo que pueda yo darles y estoy pronto.

-Don Cipriano, si a usted no le hacen caso los dueños de esas haciendas, a nosotros sí; escríbales una carta y dígales que si dentro de ocho días no tenemos aquí diez mil pesos, quemaremos todos los

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campos de caña que van a cortar para la próxima molienda.

-¿Diez mil pesos?—dijo asombrado D. Cipriano- ¡Diez mil pesos! –repitió- ¡Es mucho!

-Aún es poco nuestro pedido. Bien sabe usted que la molienda de las dos haciendas puede producirles unos cincuenta mil pesos o más de utilidades, y pedirles diez mil, no es ambición. Con la garantía de que durante un año no volvemos a molestarlos.

-Si nos niegan ese dinero, ya le repito a usted, les declaramos la guerra quemándoles los campos y destruyéndoles todo; y del ganado y mulada de las dos haciendas sacamos los diez mil pesos. Escríbales usted todo eso D Cipriano y hemos concluido-, terminó diciendo Salomé.

-¡Ah! ¿Cena usted?

-Deme usted lo que guste D. Salomé, pero óigame dos palabras más sobre el asunto. ¿Cuándo y dónde escribo esas cartas? Y en caso de que los dueños den el dinero, ¿dónde lo recibe usted?

-Eso es muy sencillo D. Cipriano, aquí le traerán a usted papel y tinta para que escriba después de cenar. El dinero aquí también se me traerá por los veinte mozos que tiene usted. Le advierto a usted y a los dueños una cosa: que si en México hacen escándalo y nos echan encima fuerzas del gobierno,

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será peor para todos. Las traiciones cuestan la vida, D. Cipriano.

Este comprendió todo lo razonable de los argumentos y condiciones del bandido y terminó: -Acepto por mí y escribiré D. Salomé.

Le trajeron una buena cena, que le llamó la atención, y después se puso a escribir varias cartas, pues le trajeron todos los útiles de escritorio y además dos zarapes nuevos y una almohada.

“Ya veo que este hombre, para ser bandido es bueno -decía D. Cipriano al acostarse a dormir en su petate- otro me hace dormir amarrado al aire libre y sobre las piedras. Ya he oído decir que así lo hacen”.

Casi durmió contento D. Cipriano del Moral, en su petate nuevo.

Al día siguiente, como a las seis de la mañana le trajeron una buena taza de chocolate y una jícara de leche, como desayuno. Poco después se presentó Salomé preguntándole: -¿Ya están las cartas D. Cipriano?

-Sí, señor- respondió éste- aquí están, véalas usted y dígame si están como se necesitan. Una es para el Administrador de San Vicente para que mande luego las otras a México. Que las lleve alguno a San Vicente.

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-Usted mismo las llevará D. Cipriano, tiene usted trazas de ser hombre formal y a mí me gusta tratar con hombres serios. Sé que hará usted todo lo que hemos convenido y hoy mismo lo irán a dejar a usted diez hombres, hasta donde usted les diga. Dentro de ocho días o antes, que traigan el dinero a Tetecalita y lo entreguen al Juez, he pensado no darle tantas molestias.

Don Cipriano quedó asombrado de aquel proceder, se desprendió la cadena y un reloj de oro que portaba y le dijo: -Gracias D. Salomé, es usted un buen hombre, le regalo este reloj como prueba de estimación.

-Vaya D. Cipriano, gracias también, será un bonito juguete para mi mujer.

Lo sacaron vendado los diez hombres hasta llegar al pie del cerro y D. Cipriano los llevó hasta Chiconcuac, donde les regaló cinco pesos a cada uno y le mandó a Salomé varios paquetes del mejor chocolate, sardinas, un gran queso, puros y algunas botellas de vino Jerez y de Catalán.

Ocho días después, todos aquellos plateados estaban de fiesta en sus guaridas de “El Cerrado”; Salomé le había pasado revista a más de sesenta, entregándoles a cada uno cien pesos del dinero que les había mandado la Hacienda de San Vicente; y los mandaba libres por tres días a fin de que fueran a ver a sus familias. Esa noche debían dispersarse.

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Así obraba Salomé Plascencia con sus plagiados y con sus hombres. Jamás maltrataba, ni befaba (Hacer befa o burla de algo o alguien) a los primeros, y severo con los segundos, les daba gusto y los consideraba.

Otro plagiado que se hace rico

Vivía en la plaza principal de Cuautla de Morelos, un español. D. José María Atolaguirre, comercialmente de posición mediana, quien emprendedor y listo tenía establecidas dos tiendas en dicha plaza, hacía sus viajes a México, y se le creía adinerado.

Esta creencia hacía que los plateados hubieran puesto ya los ojos en él, y más de una vez el astuto D. José les había burlado los planes que le ponían para apoderarse de él, pues siempre cambiaba de caminos en sus viajes, y pagaba bien a guías para que lo llevaran por veredas extraviadas.

Salomé lo hacía vigilar por los suyos, pero Atolaguirre los burlaba y les hacía comunicar noticias falsas; haciendo con ellas que lo esperaran en sus emboscadas cuando ya él había pasado, o que fueran a buscarlo por rumbo distinto del que llevaba.

Esto ponía a Salomé de muy mal humor y excitaba en él los deseos de apoderarse del comerciante resolviéndolo a un acto inaudito.

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Don José tenía sus tiendas en la plaza, una frente a otra y un día de “tianguis” se suscitó un escándalo en la tienda en que no estaba él, promovido por dos encamisados con uno de los dependientes. Atolaguirre salió de la otra tienda para ir a informarse del escándalo aquél, atravesando la pequeña plaza.

Iba a la mitad de dicha plaza cuando un hombre le dice al oído al mismo tiempo que lo cogía fuertemente por un brazo: -Si se resiste a ir conmigo lo mato- y le deja ver una agudísima daga que ocultaba en la otra mano, bajo la ancha manga de la camisa.

Don José sintió escalofrío pero contestó con humor: -Vamos donde quiera, hombre. No faltaba más.

Llegaron cogidos del brazo a un cercano Mesón. Le obligaron a que se pusiera en calzoncillos, y dándole un sombrero ancho de palma lo hicieron montar en un caballo ya listo, montaron otros cinco, saliendo uno por delante y diciéndole: -Me sigue usted- y emprendieron ligero galope rodeados de los otros cuatro que le azotaban su caballo.

Comprendió luego D. José Atolaguirre quiénes podían ser aquellos hombres que lo llevaban y ante lo irremediable procuró no perder su habitual buen humor, así es que dijo: -No hay que correr compañeros, dirán que llevamos miedo. Nadie nos sigue.

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Salomé Plascencia, pues éste era el que se había atrevido a sacarlo de la plaza principal, se sintió “picado” en la observación de D. José, detuvo bruscamente se caballo y gritó: -¡Alto!

Todos se detuvieron siguiendo al paso y dijo a D. José: -¿Qué usted no lleva miedo D. José?

-¡Qué miedo voy a llevar yo hombre! No sean ustedes tan tontos para hacer conmigo como con la gallina de los huevos de oro, ¡hombre!

-¿Cómo hicieron con esa gallina D. José?-, le preguntó el bandido.

-¡Oh! pues, erase que se era una gallina que ponía un huevo de oro cada día y quiso el dueño coger de una vez toda la mina; mata a la gallina para sacársela y va viendo que no tiene dentro ni huevera.

Aquellos hombres nunca habían oído el viejo cuento y rieron de buena gana: comprendiéndolo mejor cuando D. José agregó:

-Por eso digo que ustedes no harán conmigo una tontería igual. Yo estando con vida, les puedo dar y servir; si me mataran perderían ustedes más que yo.

-¿Y si es cierto que nos puede usted dar algo y servirnos, por qué entonces se ha burlado usted tantas veces de nosotros, escapándose?—, le reprochó Salomé.

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-Hombre—dijo D. José—a usted no debe molestar ese jueguito de “vivos”, ¿cuándo ha visto usted a un cordero que se vaya a meter en la boca del lobo? Hoy ya usted me sacó del redil, dígame lo que quiere y en cuanto pueda yo servirles.

-Pues queremos- volvió a decir Salomé- que nos pague usted las escapadas que se ha dado de nosotros a mil pesos cada una. Han sido seis o siete.

-Que sean siete -interrumpió el español- ¡siete mil pesos, José! -murmuraba entre dientes.

-Miren ustedes- añadió -si aceptan mis condiciones les daré doble cantidad sin más trabajo que de ir a traerlos y dejarme mi parte como buenos compañeros.

Este ofrecimiento tan espontáneo y tan singular le llamó la atención a Salomé Plascencia, y quiso una explicación a solas con aquel gachupín hablador, se decía, así que procuró abreviar la jornada.

-Bueno, ya vamos a llegar para que me diga usted sus condiciones-, le contestó.

-Pues echaremos un galope, porque con el solecillo que hace se siente bonito fresco, correr vestidos en calzoncillos y camisa como vamos. ¡Buen gusto tienen ustedes!- decía D. José.

-¿Y si dicen que llevamos miedo?- repuso Salomé.

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-¡Oh!, ya por aquí sólo las lagartijas nos ven hombre- contestó D. José.

Le iba gustando a Salomé el carácter de aquel español, y no pensaba en la proposición hecha de ir a traer catorce mil pesos, dejarle su parte. Así es que por todos motivos y para llegar a cualquier rancho comenzaron a galopar.

Habían salido de Cuautla como a las once del día y apenas eran las doce. A la una de la tarde llegaron a un rancho situado en una cañada, que contaba con seis u ocho casitas, cerca de unos manantiales. Allí estaban en espera como otros diez hombres, compañeros de los que llegaban, a quienes saludaron con grandes risotadas por el ligero traje que portaban. Ridículo para un plateado.

Desmontaron de sus caballos los que conducían a D. José, le arrojaron a éste las prendas de vestir que le quitaron en el mesón, en Cuautla, diciéndole:

-Unifórmese. Y ellos también entraron en distintas casitas para ponerse sus habituales trajes de “Plateados”.

Nadie se ocupó de cuidar a D. José Atolaguirre, pues estaba entre ellos.

Éste comenzó á ponerse su pantalón de campana, su chaleco y su chaqueta, diciendo: -Por la madre de Dios, ¡qué nunca he estado más bonito! Si me ponen unas polainas y una ancha banda roja a la

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cintura, me hubiera parecido y mi tocayo, Pepe, “el rey de Andalucía”.

Salió a poco rato Salomé Plascencia de una casita cercana dirigiéndose a donde estaba D. José, y éste le dijo al verlo: -Ahora si es usted D. Salomé y yo soy D. José, podemos tratar seriamente el asunto.

Véngase usted por aquí, hablaremos debajo de ese árbol frondoso mientras arreglan algo de comer, pues ya es la hora. Efectivamente, a unos pocos pasos estaba un frondoso amate, en cuyas salientes y nudosa raíces se sentaron aquellos dos hombres.

-Vamos a ver D. José, explíqueme usted lo que nos ofrece-, le dijo Salomé.

-¡Muy sencillo, hombre! Que si usted en vez de exigirme siete mil pesos, que no los tengo en dinero, hace conmigo pacto de amigos, mañana en la noche puede usted tener catorce mil pesos y en mis viajes a México puedo traerles todo lo que quieran: pólvora fina, cápsulas, armas de todas clases, y cuantos más encargos que me hagan.

-¿Catorce mil pesos? Hagamos pacto de amigos. D. José. Acepto como los hombres desde luego, pues me gusta su modo y lo demás que nos ofrece de México.

-Bueno -se apresuró a decir D. José-, la condición es que vayan ustedes por el dinero, está un poquito lejos.

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-Explíquese usted pues, y diga todo lo que se ha de hacer- repuso Salomé.

-Óigame bien D. Salomé, le explicaré- agrego D. José.

-Como ya usted ha visto que también sé poner mis planes y debido a ellos, ni usted ni nadie de los suyos habían podido sorprenderme en los caminos, me suplicaron los Administradores de Santa Inés, Coahuixtla, Buena Vista y Casasano, que les conduzca la introducción de dinero para rayas, desde esta semana, desde México, pagándome algo. Ya mandé decir en la forma que vendrán esas rayas, que salieron ayer de México. Vienen veinte mil pesos, cinco mil para cada hacienda dentro de unos barriles, aparentando que es Vino Jerez. Hoy debía yo haber salido en la noche, pues mañana llegan a Tepetlixpa donde debía encontrarlos y de allí conducirlos a Cuautla.

Y continuó: -Así pues, ustedes irán a encontrar ese dinero, y a traérselo. Yo me quedaré aquí o donde ustedes me dejen, pues sabiendo que estoy plagiado, no me culparán en nada las haciendas. Seguiré después con la confianza de ellos, y entonces con la protección de ustedes, para que no me perjudiquen otros, principalmente Antonio Ramírez, el terror del rumbo de Ozumba, continuaré trayéndoles sus rayas de México, cobrándoles cien pesos por cada mil, y partiendo con usted las utilidades.

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-Esto es lo que hay que hacer, yo le describiré en un papel el punto exacto donde llegará el dinero mañana en la noche, y vamos ¡D. Salomé de los veinte mil ya no quiero los siete, pues me conformo con cinco mil. Si a usted. le parecen todos mis planes hay que apresurarse, por la madre de Dios! ¡Yo también soy D. José!

Salomé había oído atentamente sin perder detalles, y sonreía de la astucia de aquel gachupín, quien tanto le estaba simpatizando. Al concluir aquel de hablar, éste por toda respuesta le tendió la mano, se la estrechó y le dijo: -Acepto todo, D. José, vamos a comer y esta noche la emprenderemos, si hay base cuente con su parte.

Se metieron en una casita, tomaron un buen caldo de gallina, huevos fritos, queso, picante, frijoles y tortillas calientes, y al terminar, dijo D. José alegremente: –Todo muy bueno- y a ustedes que les gusta el atole, ¡les voy a mandar regalar dos huacales de panela!

Todos se rieron del ofrecimiento, y desde esa vez, se hizo popular en aquel rumbo, cuando se trataba de tomar parte en algún negocio ventajoso, decían: “Yo también soy D. José”.

En la tarde se pusieron en camino para Atlihuayán, donde se quedó D. José escondido. Allí se reunieron como cien plateados, y salieron en la noche rumbo a Nepantla y Tepetlixpa al mando

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de Salomé Plascencia, y siguiendo el itinerario marcado por D. José.

Éste llegó a su casa en la noche del tercero día, quejándose amargamente del plagio con todo el mundo, pero con sus cinco mil pesos guardados.

Las haciendas lamentaron el gran robo que habían sufrido de veinte mil pesos en los límites de México con Morelos, sintiendo la coincidencia desgraciada del robo con el plagio que sufrió D. José.

Pudo notarse, no obstante, un mes después, que Atolaguirre recibía de los plateados extrañas consideraciones, hasta llegó a saberse que los proveía de armas, parque, etcétera, pero esta circunstancia la volvieron a aprovechar en sus remesas y cambio de letras, las haciendas del rumbo y sin darse otro caso de robo de rayas, le abonaban un buen tanto por ciento a D. José, por los cambios que él iba a cobrar a México, y que con esto y su comercio llegó a formar una fortuna envidiable.

D. José bendecía el paseo a caballo en calzoncillo blanco, con Salomé Plascencia, pues de ese paseo vino su fortuna.

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CAPÍTULO 4

Bandidos y SátiroSu comercio

ntre aquella plaga de bandidos, que antes como ahora, se levantara asoladora y terrible en el estado de Morelos,

descuellan nombres execrables, como Juan Meneses de Tepeojuma, que mataba por gusto, y otros como Juan Perna (a) ”El Chintete,” Pablo Amado, Silvestre Rojas, Manuel Michada, Vicente Zacacuaxtle, Tomás Valladanes (a) “Cara de pana”, y otros muchos que además de plagiaros, ladrones y asesinos, vendían indignamente al mejor postor a las pobres jóvenes raptadas.

Diremos a nuestros lectores algunos de aquellos sucesos reprochables por la humanidad y por la civilización, ya que sería preciso escribir una obra voluminosa para consignar todos aquellos crímenes, de tan feroces sátiros y bandidos.

Corridas las amonestaciones matrimoniales en la parroquia del pueblo de Jantetelco, de los jóvenes Juan Reyes y María Cerezo, y cumplidos los demás

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requisitos del rito católico, se dispusieron a unir sus destinos con los indisolubles lazos del Himeneo.

No pertenecían estos jóvenes a la clase acomodada de la sociedad, tampoco eran de las últimas, pero arreglaron sus preparativos con el entusiasmo y bullicio propio de los pueblos acostumbrados en aquel rumbo. Degüello de cerdos y de guajolotes desde la víspera, para el clásico mole, invitación de una música de viento y el instrumento favorito de David para los alegres zapateados.

Amaneció por fin el hermoso día para la realización de los sueños de felicidad de aquella pareja. La novia, bonita muchacha, gallarda y gentil con su traje de fiesta y el endomingado novio, se encaminaron a la iglesia a la hora conveniente, en unión de sus padrinos y seguidos de numeroso acompañamiento de curiosos, para recibir la bendición nupcial.

Faltaba ya corta distancia para llegar al templo cuando es alcanzado aquel grupo en que van los novios por gentes que corren, gritando: “Los Plateados”, y al mismo tiempo desembocan en aquella calle muchos hombres a caballo, también corriendo. Es Manuel Michaca con una partida de aquellos facinerosos.

El numeroso grupo en que van los novios se dispersa en todos sentidos, atropellándose por el susto. Novios y padrinos tratan de ganar la iglesia,

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y los bandidos que se han dado cuenta de que se trata de un casamiento, cargan sobre aquella gente; uno de ellos, Manuel Michaca, arrebata a la novia, la atraviesa sobre su caballo, diciendo: “Buena prenda”, y siguen a galope por toda la calle, saliendo del pueblo.

El novio ha recibido un caballazo y ha quedado tirado en medio de la calle, sin sentido, manándole la sangre de un golpe en la cabeza.

Aquella iniciaba fiesta de un casamiento, terminó en sus principios con el fatal acontecimiento antes dicho; y aunque la indignación de aquella gente fue grande, nadie se atrevió a perseguir a tan feroces bandoleros.

Durante tres o cuatro días suplió al novio de María Cerezo, el raptor Manuel Michaca; otro bandido le ofreció cincuenta pesos por ella y tuvo que deshacerse de “la prenda”. El nuevo poseedor la volvió a vender en cuarenta, después de quince días, y el tercer dueño la remató en veinticinco; a los ocho días. La habían llevado por Yecapixtla, Ocuituco y Totolapan, donde la dejaron libre, pero enferma.

Jamás volvió á saber de su novio, ni quiso regresar a su pueblo ¡Los bandidos habían impedido que se formara un hogar honrado!

Josefa Casarrubias, de la Hacienda de Casasano, era una preciosa morena, que tenía toda la sal

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y garbo de las majas andaluzas. Ojos grandes, negros, con pestañas también grandes y rizadas; frescos y carnosos labios, fino talle, pie pequeño y andar menudo y cimbreador.

Tuvo la desgracia de que la conociera uno de aquellos plateados, y desde luego pensó en sacar provecho de su hallazgo. Como se ayudaban unos a otros para cometer sus crímenes, convidó a diez de los suyos para robar a la joven Casarrubias, al mismo tiempo que citaba a otros diez más para una noche determinada a fin de presentarle a todos a la bella muchacha, para adjudicársela al mejor postor.

Vicente Zacacuaxtle, pues era este el bandido que había propuesto a sus compañeros, semejante indignidad, se encaminaron una noche con sus diez compañeros a la mencionada hacienda. Llegan a esa hora en que las luces de las casitas de los pueblos cortos y haciendas se van extinguiendo poco a poco para entregarse al descanso, después de un rudo trabajo en el campo. A esa hora en que el silencio comienza a reinar en aquellos lugares, interrumpido solamente de cuando en cuando, por los perros vigilantes de esos hogares desamparados.

Los bandidos procuran hacer el menor ruido posible. Entran muy despacio, sigilosamente, como una manada de feroces lobos que llega acechando cautelosamente a su presa, alargando el pescuezo y con las terribles fauces abiertas para caer sobre ella.

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Aquellos hombres se acercan a la casa de la simpática Josefa, se bajan dos de ellos de sus caballos y saltando la cerca baja “tecorral,” de un corral contiguo a la casa donde vive la joven, prenden fuego a un gran montón de zacate seco de maíz, hacinada cuidadosamente en un ángulo del corral. Los dos incendiarios corren a unirse con sus compañeros, montan nuevamente en sus caballos y se retiran todos de aquel lugar, escondiéndose, pero sin perder de vista la casa que acechan.

Cunde rápidamente el incendio del zacate con grave peligro de las casas próximas. Algunos vecinos, que no se habían acostado todavía a dormir, que oyen el chisporroteo de la lumbre y ven la rojiza claridad del incendio, alarman con sus gritos de “quemazón”, y sale espantada la gente de las cercanas casas. Los hombres corren a tratar de extinguir el fuego, a contenerlo, y las mujeres lloran y gritan llamando a todos los santos del cielo en auxilio de su desgracia, como tienen costumbre.

La joven Josefa Casarrubias es de las tímidas espectadoras de la “quemazón” y como en su casa no dormían aún, han sido de los primeros que salieron a los gritos de alarma. Su padre y sus hermanos se unen a los demás vecinos para procurar apagar el incendio y ella, la madre y otras mujeres, contemplan a distancia el zacate que se consume por el fuego.

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Intempestivamente se siente sujeta por un hombre que la levanta con la ligereza de una pluma, sus gritos son sofocados por los demás gritos de las gentes con el susto del incendio, pero la madre y las demás mujeres que se han dado cuenta de que se roban a dicha joven, procuran en vano advertirlo a los vecinos con la prontitud que quisieran, y los bandidos tienen tiempo de huir a galope, llevándose a la desdichada Josefa.

En una amplia y ruinosa casa del pueblo de Oaxtepec se hallaban reunidos en la noche de los sucesos anteriores, diez o quince hombres de aspecto patibulario por su desaseo. Sus rostros denegridos por la tierra y el polvo, más que por el sol la barba crecida e hirsuto el lacio cabello, cuyos mechones salen bajo los anchos y galoneados sombreros que tienen puestos.

Tienen cerrada la puerta que comunica con la calle, sus caballos ensillados están en el gran patio o corral de dicha casa, y se ocupan unos en jugar baraja, y otros en pasarse de mano en mano una botella de Catalán, de la que beben con avidez, gesticulando después horriblemente. Sobre la mesa en que juegan a la baraja, hay varias botellas llenas de licores, un gran trozo de queso, sardinas y pan.

Parece que esperan a alguien, pues uno de ellos dijo: -Si nos engaña ése y no trae “la prenda”-palabra entre ellos para designar a las mujeres- debemos aplicarle un buen castigo.

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-Lo merece -añadió un segundo- pues no estamos para perder el tiempo de balde. Yo tenía “un bolado” de importancia.

-Sí….sí… -dijeron todos-, le aplicaremos un buen castigo si no trae a la buena moza, y le cambiaremos el nombre de Zacacuaxtle por Saca…-, y completaron la frase con aquella palabra de Cambrone en Waterloo.

Oyen como a las diez de la noche un violento tropel de caballos que se acerca y todos prorrumpen en gritos: ¡Es él! ¡Es Zacacuaxtle! ¡Si viene sin la prenda, cintarazo con él!– Y otro agregó —Y si no nos gusta cintarazo con él.

-Y si quiere muy caro, ¡cintarazo con él!—concluyó otro, quizá el más avaro de aquellos hombres.

Llegó el tropel de caballos a la puerta de la casa, se detuvieron, y unos fuertes manazos llamaron diciendo ¡Abran, que aquí está la niña!

Todos los bandidos que esperaban emborrachándose en el interior de la casa aquella, se precipitan a la puerta y abren violentamente. Buscan en la sombra con ojos felinos a la joven, al mismo tiempo que gritan: “¿Dónde está esa niña, Zacacuaxtle?”. Éste ha desmontado ya de su caballo, ha bajado a la joven, a quien sostiene en sus brazos y les contesta: -Aquí está, vamos pronto para dentro.

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Entran todos en la casa, pasan los caballos de los recién llegados hacia al patio y forman un círculo alrededor de Zacacuaxtle y la joven, quienes ha quedado en el centro. “¡Viva Josefita! ¡Viva¡”, gritan aquellos bandidos que la devoran con sus miradas lujuriosas.

Ésta recorre con mirada rápida el círculo de facinerosos que la rodea. Está pálida, asombrada, llorosa, no revela abatimiento y hace un gesto de asco y de desdén hacia aquellos hombres. Le acercan una silla en la que se deja caer, cubriéndose el rostro con las manos.

-Hermosa, linda, preciosa es la morenita- dijeron varios.

-¡Al negocio!—interrumpió otro–, ¡Yo doy cincuenta pesos por ella!

-Yo doy sesenta, y dos pesos a cada uno de los que fueron a traerla- dijo otro.

-Yo doy cincuenta pesos y mi caballo que vale cien- repuso otro.

-A ver, Zacacuaxtle -gritó un tercero- ¿Cuánto quieres por ella? ¡Dilo pronto!

-Doscientos pesos, ahora mismo-contestó el interpelado– mañana se las daré por ciento cincuenta.

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-¡No! ¡No! ¡No! –Gritaron todos- ¡Ahora que se arregle!

-Propongo una cosa -gritó uno de ellos- estamos aquí veinte, saque cada uno diez pesos juntamos los doscientos entre todos, la rifamos en albures y el que les gane a todos, ése le da los doscientos pesos a Zacacuaxtle y se queda con la niña.

-Bueno! Bueno! Acepto! – dijeron todos.

-Yo también entro en la rifa –se apresuró a decir Zacacuaxtle; si les gano a todos, me quedo con los doscientos pesos y la joven, y si gana otro me da el dinero y le doy a la Josefita.

-Sí…sí-, dijeron los bandidos- pero sólo recibirás los doscientos.

Todos se dirigen alrededor de la mesa, incluso Zacacuaxtle, sacando sus diez pesos cada de ellos. Josefa se descubre la cara, lanzándoles miradas de coraje y de odio.

Los bandidos se aperciben del pan, el queso y las sardinas, y alguien dice: “Mientras que se alimente la niña”, y le llevan de todo esto, que le ponen enfrente sobre otra silla, diciéndole: “Coma chulita, y no esté triste, con nosotros se ha de dar mucho gusto”, y comienza su juego criminal, vaciando a sorbos botellas de Catalán.

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Comienzan las disputas sobre las apuestas. No quedan conformes los que pierden, y todos quieren barajar. ¡Ya están borrachos! Continúa el juego, y cada vez se acaloran más las disputas; ya lanzan gritos y palabras descompuestas. Suenan por fin las bofetadas, se produce una confusión, sacan sus armas y ruedan las botellas por el suelo a los empellones y golpes que se dan unos con otros. Poco les importa perder el dinero, pues lo tienen cuando quieren; pero nadie se conforma con perder a la bella Josefina.

Se multiplican los golpes, y algunos ya heridos van a hacer uso de sus mosquetes, cuando uno grita: “¡Traición, se han llevado a la muchacha!”

Todos suspenden azorados su rabiosa pelea y buscan á la joven por el cuarto con los ojos desmesuradamente abiertos. Efectivamente, la joven Josefa había desaparecido del cuarto, antes de que se decidiese la partida.

-Contémonos -dijo Zacacuaxtle- éramos veinte y debe faltar el traidor.

-Sí, ¡cuéntenos!- Agregó otro.

Se contaron aquellos hombres y resultaron veinticinco, en vez de veinte.

-¡No puede ser esto!-Repuso otro- A ver, yo los conozco a todos, fórmense.

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Se formaron aquellos bandidos (a quienes hasta la borrachera se les había quitado), y el que los contaba agregó: -Quedamos aquí en espera catorce, ¡a ver! Tú, y tú, y tú -y contó hasta catorce, con él.

-Yo llevé diez a traer a la muchacha -dijo Zacacuaxtle.

- A ver tú, y tú, y tú -y contó diez, y él, once.

-¡Somos veinticinco, y nadie falta!

-¡Imposible que haya huido sola! –decían- aquí está el pan y el queso, no comió nada, y alguno nos la vino a sacar por el patio pues dejamos abierta esa puerta.

Todos se lanzaron al patio con las armas en la mano, lanzando terribles imprecaciones y amenazas, pero la noche estaba oscura y no pudieron descubrir nada. Sacaron y encendieron ceras enrolladas, que siempre cargaban, y lo registraron todo sin encontrar ni las huellas de la joven.

El patio se limitaba por un lado por grandes platanares que se sucedían interminables y en ligero descenso hasta el río. No, era imposible que aquella muchacha se hubiera atrevido a fugarse sola por entre las sombras pavorosas de aquel boscaje. La cerca del patio era baja por ese lado, saltaron algunos hombres al platanar y con la luz

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de las ceras hicieron sus pesquisas por todos lados, en un gran trecho de aquella huerta, sin resultado favorable.

Volvieron al cuarto. Llenos de furia indignación resolvieron dividirse y apostarse en la misma noche en todas las salidas del pueblo, y matar sin piedad a la muchacha y a sus acompañantes si pasaban antes del amanecer, pues de lo contrario la buscarían a la luz de día por todas partes, jurando que no se les escaparía.

La hermosa morena de Casasano, la Barbosa maja andaluza, de talle cimbreador, había retado a muerte a la cuadrilla de feroces sátiros, que se la disputaban cínicamente en un albur.

Un corazoncito bien puesto, palpitaba en su pecho; no tuvo miedo de aquellos bandidos que le parecieron repugnantes, y al ver que comenzaron a jugar su desgracia, todo el fuego de su sangre morena subióle a la cabeza decidiendo morir antes que ser el escarnio de aquellos hombres.

Formada esta enérgica resolución, todos los demás peligros le parecieron insignificantes y pensó en la fuga, luego que se vio sola en el rincón del cuarto, y que los bandidos tenían, todos, fija su atención en la baraja. Se deslizó alargándose fuera de la puerta del patio: -Si me ven –pensó- diré que salgo a una necesidad.

Siguió de frente hasta encontrar la cerca baja que limitaba al patio con la huerta, subió ágilmente y se

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lanzó al otro lado sin pensar en el peligro. Una vez en la huerta, avanza en un sentido pegada a la cerca; llega a la esquina o ángulo saliente del patio que acaba de abandonar y sigue en toda su dirección por el lado exterior; toca otra esquina y continúa alejándose ahora de la casa en que están los bandidos.

Tropieza, cae algunas veces, pero camina resuelta rozándose siempre a las cercas y paredes que toca, y que son para ella el camino que se ha propuesto seguir. Encuentra por fin una abertura en una cerca, después de haber andado como una hora. Es una entrada estrecha que da a un patio.

Entra en él la joven, sigue la dirección interior y llega junto a una casita donde oye una voz de anciana que reza. Si le grito a esta señora -pensó– se asustará y puede descubrirme; esperaré aquí hasta mañana.

Se envolvió la cabeza con su rebozo, y se acurrucó en el suelo en donde al fin se quedó dormida. Se encontraba a gran distancia de la casa en que dejó a los bandidos, pues por ese lado del río se unen las huertas sin más calles que la pedregosa salida para Yautepec, única que divide al pueblo de Oaxtepec por ese lado.

Tuvo temores de que la viera a otro día la señora de aquella casa, y luego que amaneció se dirigió de nuevo a las huertas; encontró un ancho pozo, especie de zanja, se metió y se tendió dentro cubriéndose con las anchas hojas secas de los

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plátanos que había por el suelo. Sentía más miedo que en la noche.

Como a las doce del día oyó rumores de voces que pasaron cerca y se alejaron: pero ella permaneció inmóvil. En la tarde sintió hambre y sed, mas no hizo caso de ello. Volvió a oscurecerse, vino la noche y salió de su escondite procurando deshacer su camino de en la mañana. Con mucha dificultad, pudo por fin hallar la entrada del patio de la casa donde durmió en la noche anterior. Se acostó en el mismo lugar.

Sola despertó al siguiente día cuando la sacudían y le gritaban: -¿Quién es usted señora? ¿Qué está haciendo aquí?

Abrió los ojos espantada, se descubrió la cara y vio el rostro de una anciana, que era tal vez la que habitaba aquella casita.

-Señora-balbuceó Josefa- deme usted agua, me muero de sed y de hambre.

La buena mujer procura levantarla, diciéndole: -¡Oh, niña! Pero, ¿de dónde viene usted aquí? Levántese, vamos dentro y le daré todo.

Con gran trabajo se puso en pie la joven, la llevó la anciana para el interior de la casita y le dio un poco de café y pan. Después, le contó que habían estado los plateados en el pueblo todo el día; que quién sabe a quién buscaron en todas las casas y

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en las huertas, y que se habían ido, diciendo que volverían a quemar al pueblo.

-¿Y vinieron aquí? -preguntó la joven estremeciéndose.

-¡Cómo no niña! Vinieron, pero luego se fueron. Tal vez la buscaron a usted y María Santísima la hizo invisible.

Josefa le refirió los sucesos a aquella buena anciana, quien la animó a tener fe en Dios, y que nada le sucedería. Ocho días la tuvo en su casa; los bandidos no volvieron, y la joven se fue al curato recomendada por la anciana.

Los bandidos no volvieron a saber de ella. Alguien inventó que aquella joven tenía pacto con el diablo, y que él se las había quitado. Su familia la iba a ver a Oaxtepec con infinitas precauciones.

……………………………………………………………………………………………………………………

Hacía más de un año que estaban casados Anselmo Orozco y Agustina Rodríguez, contando ésta, apenas dieciocho años de edad.

Se habían radicado en Yautepec y vivían felices, sin tener todavía familia. Anselmo se dedicaba a la panadería, que trabajaba por cuenta propia en algunas tiendas y se ponía en la plaza con una mesa a expender el sobrante.

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Como el pan que elaboraban era grande y bueno, vendían mucho, y corría la voz de que tenían guardado algún dinero. Sea la codicia del dinero, sea la codicia de la mujer, pues Agustina era una muchacha muy bien parecida, llegó una noche en que el bandido Juan Perna (a) el “Chintete”, se presentó en la casa de Anselmo y con amenazas y promesas, logró que éste le abriera la puerta. Juan Perna iba con otros cuatro a pie, y le dijo a Anselmo que llevaba recado de Salomé Plascencia, de que le mandara el dinero que tenía guardado.

Hacía más de un año que estaban casados Anselmo Orozco y Agustina Rodríguez, contando ésta, apenas dieciocho años de edad.

Se habían radicado en Yautepec y vivían felices, sin tener todavía familia. Anselmo se dedicaba a la panadería, que trabajaba por cuenta propia en algunas tiendas y se ponía en la plaza con una mesa a expender el sobrante.

Como el pan que elaboraban era grande y bueno, vendían mucho, y corría la voz de que tenían guardado algún dinero. Sea la codicia del dinero, sea la codicia de la mujer, pues Agustina era una muchacha muy bien parecida, llegó una noche en que el bandido Juan Perna (a) el “Chintete”, se presentó en la casa de Anselmo y con amenazas y promesas, logró que éste le abriera la puerta. Juan Perna iba con otros cuatro a pie, y le dijo a Anselmo que llevaba recado de Salomé Plascencia, de que le mandara el dinero que tenía guardado.

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-Yo no tengo nada guardado de D. Salomé -contestó Anselmo-, pero ni mío tampoco.

-Pues entonces me llevo a usted y a su mujer, esa es la orden.

-No creo—volvió a decir Anselmo- que D. Salomé, que es un hombre bueno, quiera perjudicar a un pobre, cuando él sólo se entiende con los ricos.

-Usted me da el dinero, y es cuanto, no vengo a sufrir negativas.

-Pues búsquelo usted- a ver si lo haya, no lo tenemos- repitió Anselmo.

El “Chintete,” por toda respuesta le dispara un balazo en la frente al infeliz panadero, quien cayó muerto y bañado en sangre.

Agustina dio un grito de espanto, pero el bandido se arrojó sobre ella, diciéndole:

-Cállese porque la mato también, véngase conmigo; y ustedes busquen el dinero- dijo y al mismo tiempo arrastraba para la calle a la pobre mujer.

Aquel asesino tuvo a la joven Agustina Rodríguez, unos cuantos días, la vendió por diez pesos a otro desalmado.

Salomé Plascencia, que supo lo sucedido y que el “Chintete” había dicho que él ordenaba aquel

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miserable robo, lo condenó a muerte por asesino y cobarde, y el feroz Juan Perna (a) el “Chintete,” tuvo que alejarse, y hacer sus correrías como cabecilla de unos pocos bandidos, tan viles como él.

Este asesino sobrevivió, sin embargo, a casi todos aquellos bandidos.

Diez años más tarde cayó en poder de la justicia, y como gritara como un cobarde cuando lo iban a fusilar, se le amordazó y se le metió en un saco, llegando ya muerto al lugar de la ejecución.

SEGUNDA PARTE

Hacendado mexicano. Dibujo de Claudio Linati (segunda mitad del siglo XIX).

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CAPÍTULO 5

Los Plateados como auxiliares en la Guerra con Francia.

a Constitución de 1857, y las sabias leyes de Reforma expedidas por el Gran Juárez habían por fin obtenido el triunfo sobre el

Gobierno Conservador, de añejas preocupaciones; fresca estaba todavía la sangre derramada en los campos de batalla por los patriotas liberales que ayudaron a las victorias del Derecho, y las cenizas del vivac del soldado que se iba a descansar, calientes estaban aún, cuando unos cuantos malos mexicanos traen de nuevo sobre la Patria la injusta guerra de la Intervención francesa, que plúgole concederles el ambicioso déspota de Las Tullerías.

El Gobierno de D. Benito Juárez tuvo necesidad de ir reconcentrando las fuerzas federales para oponerse a la invasión extranjera, y esto dio lugar a que varias poblaciones del Estado de Morelos quedaran guarnecidas solamente por soldados de guardia nacional.

Los Plateados ocuparon entonces la plaza de Yautepec, y se nombró Prefecto Político al jefe respetado de todos ellos: Salomé Plascencia.

L

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Éste ya hemos dicho que tenía actos de nobleza, su carácter era generoso, era valiente hasta la temeridad; a veces obrada con justicia, pero era un bandido, y no podía ajustarse a la ley, ni ser una garantía del derecho de la vida y de la propiedad, entre tantos facinerosos y asesinos que vivían de la rapiña.

Salomé Plascencia, en otro ambiente de vida, y rodeado de otros hombres, hubiera descollado entre los grandes Generales que se batieron contra el Imperio de Maximiliano. Su vestir, su aspecto, su arrojo y valentía eran iguales a los del inmortal Galeana.

Así pues, la sociedad de Yautepec no podía vivir conforme con Salomé Plascencia como Prefecto, y siempre en constante alarma por los desmanes de los suyos. Elevó sus ruegos al Gobierno para ver si era posible remediar aquella situación, y éste nombró Prefecto a D. José María Lara, persona honorable del pueblo de Tepoztlán, y el cual estaba en armas para defenderse del bandidaje, que merodeaba por doquier.

Para darle posesión a dicho Prefecto, nombrado por el Gobierno, ocupó la plaza de Yautepec el General D. Eutimio Pinzón, con una columna de setecientos hombres, el día 17 de Mayo de 1862, a las nueve de la mañana.

En este mismo día llegó a las tres de la tarde, procedente de Tepoztlán, el Sr. D. José María Lara,

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acompañado de sesenta hombres de infantería y cuarenta de caballería, quienes se formaron en la plaza frente a la Prefectura política.

Desde que llegó el General Pinzón en la mañana, con sus setecientos hombres del Sur, comunicaron a Salomé Plascencia los suyos, que llegaría en la tarde el Prefecto nombrado señor Lara, y que era preciso salir a encontrarlo y batirlo.

-¿Para qué hemos de salir?-contestó Salomé- aquí nos veremos yo y él. No puede haber dos Prefectos y alguno de los dos se ha de morir.

En efecto, y en los momentos que formaron frente a la Prefectura los soldados de Lara, se presentó en la plaza Salomé Plascencia a caballo con cinco de los suyos y preguntó por él.

Se le acercó un hombre también a caballo y le contestó:

-“Yo soy José María Lara, ¿qué se le ofrece a Ud?”

-Yo soy Salomé Plascencia y vengo a que nos matemos, pues no puede haber dos Prefectos- añadió Salomé.

-¿Que nos matemos? ¡Bah!...¡preso este hombre—dijo Lara a sus soldados.

Rápidamente le dispara Salomé un balazo en el pecho, a quema-ropa, que lo hace caer del caballo

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mortalmente herido, y lo remata atravesándolo con su machete.

Los cinco que acompañan a Salomé, también han disparado sobre los soldados. Algunos contestan el fuego, otros se dispersan y la mayor parte se posesiona de la Prefectura, sobre los que cargan los cinco temerarios.

Cuéntase entre ellos Eugenio Plascencia, hermano de Salomé, quien entra al patio de la Jefatura atacando a los soldados de Lara. Allí dentro le matan el caballo y recibe varias heridas, y no hubiera salido ya si no entra a sacarlo Salomé entre el fuego nutrido de la fusilería, montándolo a la grupa de su caballo.

Las fuerzas del General Pinzón, que estaban acuarteladas, se acercan a toda prisa en auxilio de Lara a quien encuentran muerto, y persiguen a Salomé y a los suyos por las calles de Yautepec.

Los soldados de D. José María Lara, que se unen a los de Pinzón ven al herido Eugenio Plascencia en una Botica, donde lo ha dejado su hermano Salomé para que le curen la gran hemorragia de sus heridas, y lo arrastran a la calle acribillándole el cuerpo con más de cincuenta balazos. Dos horas después de estos sucesos, ocupan el cerro de San Juan—que está casi dentro de Yautepec—más de trescientos plateados, amenazando de nuevo la plaza.

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El cadáver del infortunado Lara -quien ni siquiera tomó posesión de su cargo de Prefecto—fue sepultado en la misma noche por orden del General Pinzón, y éste salió con sus fuerzas a la madrugada del siguiente día, para el rumbo de Cuernavaca. Al evacuarse la plaza de Yautepec por dichas fuerzas volvió a ser ocupada por Salomé Plascencia y los suyos, quien dispuso unas solemnes honras fúnebres al cadáver de su hermano Eugenio, haciéndole los honores a caballo como cuatrocientos plateados que se reunieron, llevando moños negros en el brazo.

Aquellos hombres siguieron adueñados del poder autoritario por algún tiempo en el Distrito de Yautepec, pues aunque recorrían de paso por el estado de Morelos, algunas fuerzas federales de caballería se reconcentraban en México y Puebla para repeler la intervención, y no podían ocuparse de batir a tan gran número de bandidos.

Los traidores levantaron un trono en su Patria para Maximiliano de Habsburgo, y a quien después la Patria le levanta un cadalso. Las fuerzas imperialistas, ayudadas de las huestes de Napoleón III, van invadiendo el país de Hidalgo y de Morelos, sin conseguir dominarlo, y es entonces cuando aquellos hombres, llamados “Plateados,” se unen a la buena causa defendiendo a la República, y se incorporan a las fuerzas del Gobierno y a las de voluntarios patriotas para combatir en defensa de los santos Derechos de la Nación.

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Concurren a las batallas de la “Calavera”, y del “Mal País”, pero no son soldados, no conocen la táctica y disciplina militar; se arrojan sobre el enemigo como una avalancha y la lluvia de metralla que vomitan los cañones invasores los destroza y dispersa.

No, no saben los bandidos batirse militarmente, y optan por el “albazo”, “la emboscada”, el ataque nocturno, el asalto imprevisto y la retirada de los guerrilleros, que han sido sus modos de pelear, y aquí y allá, separados de las fuerzas regulares, hostigan constantemente como feroces mastines al lobo hambriento de la invasión, a quien hieren por todas partes en los estados de Puebla y de Morelos.

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CAPÍTULO 6

Los Plateados matan cien soldados en dos emboscadas.

on por fin tomadas las principales plazas del estado de Morelos por las fuerzas imperialistas y los plateados que dominaban

en Yautepec, recorren en todos sentidos aquellas comarcas, cometiendo con más ahínco sus plagios, raptos y toda clase de depredaciones, burlando a sus perseguidores y derrotándolos distintas veces en encuentros inesperados para éstos.

Establecen sus cuarteles en las cumbres de los cerros más inexpugnables, como en “El Cerrado”, del que ya hemos hecho mención, y en otros. Son guaridas de tigres a las que no se atreven a seguirlos, que sólo ocupan algunas horas del día y que abandonan por la noche para ir en pos de sus rapiñas.

La guerra contra los imperialistas, los hechos más feroces y más sanguinarios que antes. Se han vuelto enemigos de los curas que predican que el Imperio es la salvación de México, porque es el Gobierno de Dios; y roban, plagian y asesinan a un fraile lo mismo que a un comerciante. ¡Desgraciado del imperialista que caía en sus manos!

S

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Salomé Plascencia merodea y domina en el centro y sur del estado; Epifanio Portillo, Pantaleón Cerezo y Epitacio Rivas por el norte; Silvestre Rojas, Tomás Valladares y Juan Meneses por el oriente, y todos ellos cabecillas principales, al mando de sesenta o más bandidos, se unen y pelean juntos cuando las circunstancias lo requieren contra fuerzas respetables y se separan en seguida para continuar por sus rumbos asaltando comerciantes ricos y a hombres de fortuna. Los de mediana posición les son indiferentes. Los pobres, los infelices, los desheredados, son muchas veces sus protegidos.

¡Cuántos de éstos formaron una fortuna con la protección de aquellos bandidos! Fortuna que aún existe y que disfrutan hoy los herederos.

Se sabe un día en Yautepec que han cometido un cuantioso robo en el camino de Tlaltizapán, asaltando a veinte comerciantes que procedentes de Acapulco, llegaban con un cargamento de mercancías; y se decía también que ese cargamento había sido oculto cerca de Atlihuayán.

Todo el mundo pensó que el autor del robo había sido Salomé Plascencia y los suyos.

El jefe militar de dicha población dispone que se persiga a los bandidos y se rescate el cargamento robado, ordenando que ciento cincuenta hombres del Resguardo marchen desde luego contra los asaltantes, donde quiera que se encuentren.

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Es de tarde y pronto va a ser de noche. El Comandante de dicho resguardo ha formado ya sus ciento cincuenta soldados y se dispone a marchar, cuando llega un Ayudante del Jefe Militar conduciendo a un hombre ligeramente herido y con las ropas desgarradas. Es uno de los veinte comerciantes asaltados que mal atado de manos a un árbol, como quedaron sus demás compañeros en el monte, y a la orilla del camino, pudo soltarse y seguir de lejos sin ser visto, la pista de los bandidos hasta el lugar en que han descargado el cargamento, huyendo entonces a dar parte. Este comerciante hace una relación de los sucesos y precisa el lugar cercano de Atlihuayán donde están los bandidos, ofreciéndose a ser guía de aquella tropa.

Mientras ha estado hablando este hombre, permanece acurrucado muy cerca un infeliz mendigo, con la mano extendida y los ojos fijos en el suelo. Nadie se da cuenta de él.

-Entonces -dijo el Comandante- y para que el golpe a esos bandidos sea más seguro, hay que dejarlos que duerman y a las dos de la mañana emprendemos la marcha, al fin está cerca el lugar. Quédese aquí -agregó dirigiéndose al comerciante—todo se le proporcionará, y mañana será nuestro guía.

Ordenó que desensillara la fuerza y pudo entonces notar al pobre mendigo.

-¿Y este pobre diablo, por qué entra hasta aquí?

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-Señor -le contestaron- es un infeliz sordomudo a quien se le permite la entrada para recibir sus limosnas.

-¡Vaya hombre! Toma- y le largó una moneda de plata, haciéndole señas que saliera.

El mendigo se dirigió a otros, siempre con la mano extendida; recibió otras monedas de cobre y salió a la calle comenzando a caminar de prisa.

………………………………………………………………………………………………………………

Salomé Plascencia y sus compañeros, después de que escondieron el cargamento robado, pues efectivamente, él era el asaltante de los comerciantes del sur, se dirigió a dormir a su casa de Altihuayán, distribuyendo antes a sus hombres para la vigilancia que siempre hacían por turno donde quiera que pernoctaban o descansaban, fuese de día o de noche.

Serían las once de la noche cuando por el camino de Yautepec viene un hombre a caballo y a todo galope, aproximándose ya a las primeras casas del Real de la Hacienda.

Dos hombres, también a caballo, saltan en medio del camino para detener el paso que llega, gritándole: -¡Alto! -aquel se detiene y por toda respuesta, lanza un silbido agudo y penetrante con modulaciones características.

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-¡Ah! -dijeron aquellos hombres que le interceptaban el paso- ¿Usted es tío Juan? Malas nuevas tenemos, siga adelante. Sin contestar palabra, emprendió de nuevo la carrera el hombre que venía de Yautepec. A doscientos pasos se repite el caso anterior y aquel hombre sigue hasta llegar cerca de la casa en que duerme Salomé Plascencia, donde lo reciben los últimos centinelas que lo llevan a la puerta de dicha casa.

Llaman apresuradamente, y el hombre aquel, repite el silbido agudo y penetrante.

Lo oye Salomé y se levanta apresuradamente, coge sus armas y abre la puerta, diciendo al mismo tiempo: -Pase, tío Juan, algo grave ocurre, donde viene usted a esta horas. Entra aquel hombre, quien no es otro, que el mendigo que vimos acurrucado con la mano extendida y los ojos bajos ante el Comandante del Resguardo en Yautepec, y que se hace pasar por sordomudo, pero que es un espía muy listo de Salomé, que donde quiera entra, en las oficinas, en los cuarteles, en las casas y en los mesones, dando o enviando aviso a Salomé para sus planes y sus robos. Tiene otros dos compañeros, espías como él, uno simula ser arriero y el otro comerciante.

Nuestro sordomudo, que no lo es refiere a Salomé detalladamente cuanto se dijo en el Cuartel y el plan del Comandante para atacarlo. Recibe un puñado de pesos, vuelve a montar a caballo y se regresa a escape a Yautepec.

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Salomé da sus órdenes, manda reunir a todos sus hombres, aun los que quedaron al cuidado del cargamento a una legua de distancia, y a la una de la mañana se dirigen al camino de Yautepec, tomando sus posiciones para una emboscada, y quedando Salomé con veinte hombres para atacar de frente a los del Resguardo, quienes no tardarán en llegar.

Hacía media hora que estaban los bandidos silenciosamente ocultos, cuando se percibe a lo lejos el sordo tropel de caballos.

Son los del Resguardo de Yautepec que ya vienen en persecución de los plateados; la mañana es casi clara y se ven perfectamente los bultos de los hombres. Llegan por fin al centro de la emboscada. Suena un tiro por la retaguardia que es la señal del ataque, y suena al mismo tiempo un estruendo simultáneo de mosquetería que hace caer por tierra a muchos soldados.

Repuestos de la sorpresa, los demás disparan también sus armas sobre los ocultos enemigos, quienes repiten una segunda descarga que causa más víctimas. Salomé con los veinte hombres que se reservó, y que no han disparado un solo tiro, cargan sobre la fuerza del Gobierno con una tercera descarga, la que huye en completa derrota, siendo alcanzados muchos y muertos a machetazos.

Sesenta hombres del Resguardo quedaron muertos en aquella emboscada, y ni uno solo de los bandidos.

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La sorpresa fue grande; los soldados iban confiados pues era imposible que supieran que a esa hora se les perseguiría. ¡El mendigo sordomudo había hecho el milagro!

Silvestre Rojas hace lo mismo en el Rancho de San José en los suburbios de Cuautla.

Llega con sus hombres a dicho Rancho, y destaca diez o doce sobre Cuautla, quienes entran hasta el centro de la ciudad a disparar sus armas sobre la Guardia Nacional, que para la defensa de la población ha formado de artesanos el General D. Ignacio de la Peña.

Salen sobre ellos a perseguirlos como sesenta individuos de dicha Guardia, los llevan muy cerca y al llegar al mencionado Rancho de San José, reciben los soldados una terrible y nutrida descarga de los bandidos, que están emboscados, y a la vez los acometen a machetazos, quedando muertos más de cuarenta vecinos de Cuautla que formaban la expresada Guardia Nacional, y escapando el jefe Arcadio Enciso a todo escape con pocos de los soldados aquellos.

Estos hechos causaban asombro en la sociedad temerosa de tan inauditos atrevimientos, y todos los hombres de regular fortuna se propusieron gastar una parte de ella y unidos, pagar fuerzas respetables y buscar un hombre capaz que pudiera competir con astucia y arrojo a tan terribles bandidos, y se dedicara a perseguirlos hasta su exterminio.

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Los jefes que hasta entonces los habían perseguido, D. Martín Sánchez (a) “Chagollán”, D. Aniceto López y D. Arcadio Enciso, poco o ningún éxito tenían en dicha persecución, eran derrotados con frecuencia; y estas derrotas a los jefes, que eran los únicos que podían dar garantías a la sociedad, traían el desaliento a los temores de la inseguridad, con la impotencia de los mencionados jefes.

Así pues, todos los capitalistas de Cuautla de Morelos, los hacendados del rumbo y la sociedad entera, se fijaron en el Coronel D. Rafael Sánchez, como su salvador y el único que podía competir en arrojo y astucia con el temible y temerario jefe principal de todos ellos: Salomé Plascencia.

Solicitaron a dicho Coronel Sánchez para que se pusiera al frente de todas las fuerzas para la persecución de los plateados, y dirigiera la campaña contra semejantes bandidos hasta su exterminio, pero se negó a ello contestando: “No puedo perseguir a hombres que en los mayores peligros me han acompañado a la defensa de la República y de los principios liberales; procuraré contener sus depredaciones, pero jamás destruirlos.”

Don Rafael Sánchez era un Coronel de renombre en el estado de Morelos, quien había combatido por los principios liberales en toda la guerra de “tres años”; era muy querido de sus jefes principales y vivía retirado en su pueblo de Mapaxtlán, hoy “Villa Ayala” ocupado en las labores del campo,

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pues aunque había luchado contra la intervención francesa, en sus comienzos no pudo seguir a las fuerzas de la República rumbo al norte del país.

Era alto, color blanco, usaba piocha y bigote y vestía de charro con pantalonera sencilla de dos “vistas”; hábil jinete, valiente y astuto, montaba siempre muy buenos caballos y manejaba las armas con mucha destreza, a la vez que la reata. Él y Salomé Plascencia se estimaban mutuamente con sinceridad y eran buenos amigos.

Veremos en otro capítulo los motivos que inclinaron a D. Rafael Sánchez a perseguir a Salomé Plascencia, y cuál fue la verdadera causa de la destrucción de los famosos “Plateados.”

Manera de viajar las damas en México.Dibujo de Claudio Linati (segunda mitad del siglo XIX).

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CAPÍTULO 7

Un adulterio origina la destrucción de los Plateados.

Se dividen en dos bandos: Charros y Catrines.

a hemos dicho que merodeaban por rumbos distintos los jefes principales de los Plateados, acompañados por cabecillas

secundarios, llevando cada uno su correspondiente cuadrilla de bandidos. Pantaleón Cerezo, aunque jefe principal, se unía con frecuencia a Silvestre Rojas, temporalmente, y hacía sus correrías abandonándolo después.

Conoció en una de estas veces a la esposa de Silvestre Rojas. Bonita mujer del rumbo de Ozumba; blanca, bajita de cuerpo y de color encendido, de la que se enamoró perdidamente Pantaleón Cerezo, declarándole su pasión en la primera oportunidad que tuvo de hablarle.

La esposa de Silvestre Rojas se espantó de semejante declaración, y lo rechazó desde luego. Conocía la ferocidad de aquellos hombres en quienes bastaba la sospecha de una ofensa, en

Y

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asuntos de amores, para castigar con terrible muerte a la infiel y asesinar al seductor.

Hemos visto como vendían a las mujeres, comerciaban con ellas, las cambiaban como lo hicieran con un caballo, pero mientras las tenían en su poder, y no iniciaban venta o cambio de ellas, eran sagradas y respetadas de los demás bandidos. Los que tenían mancebas, además de sus esposas legítimas, como Silvestres Rojas, comerciaban con las primeras y eran para las segundas, apasionados y feroces como el amor de un turco.

Eran espantosos los castigos que daban a las mujeres infieles aquellos bandidos, castigos que adoptaron los hombres del pueblo y que aún después de la extinción de los plateados, persistieron por varios años, sin embargo del rigor de la ley para reprimir ese salvajismo.

Nos abstenemos en describir la manera en que consistía ese castigo que daban a las mujeres; esa muerte horrible quizá invención de algún infernal inquisidor, porque hay crímenes cuyos detalles deben suprimirse en bien de las inteligencias perversas.

La esposa de Silvestre Rojas pensó en aquellos castigos y tembló ante las declaraciones amorosas de Pantaleón Cerezo. Pasó el tiempo y este seductor asiduo, tantas promesas le hizo, tantos obsequios y tantos ofrecimientos, que como todo desliz en las mujeres, la ocasión triunfó del beber. Pantaleón

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Cerezo logró sus deseos con aquella mujer y ambos rodaron por la pendiente del vicio, ofuscados con su amor criminal que no pudieron ver que se hacía pública la infidelidad de una esposa.

Silvestre Rojas tuvo por fin conocimiento de la grave ofensa que le infiriera su mujer con Pantaleón Cerezo, buscó a este, ciego de cólera le encontró, y sin decirle una sola palabra le disparó de balazos dejándolo muerto en el acto.

Varios de los jefes y plateados juzgaron este hecho como un asesinato cometido vilmente. ¡Exigían la hidalguía para matarse entre ellos!

Se encolerizaron muchos en contra de Silvestre, reprocháronle su conducta, por más que le concedían el derecho de venganza, y Salomé Plascencia, quien más lamentó el asesinato, le mandó decir que odiaba a los cobardes y que se cuidara, porque lo mataría “como los hombres”, en la primera oportunidad.

Este aviso preparó a Silvestre Rojas para el ataque, y convocó a sus más adictos partidarios para que lo acompañaran, poniéndose en guardia, pero rehuyendo un encuentro con Salomé Plascencia.

Epitacio Vivas, jefe también y amigo de Silvestre, contestó a Salomé en defensa de su amigo, desafiándolo para un encuentro en el pueblo de Ocuituco. Salomé se dirigió a dicho pueblo con solo dieciséis de los suyos, teniendo allí Epitacio

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Vivas sesenta hombres; pero éste era un valiente y tuvo la osadía de retar a Salomé a un combate singular, a caballo y en presencia de todos aquellos bandidos, quienes les formaron una gran valla.

Ya hemos dicho que Salomé tenía un valor temerario, como lo comprueban todos sus hechos, era un gran jinete y hábil tirador, así es que el resultado de aquel combate fue la muerte de Epitacio Vivas. Plascencia les arengó a los hombres de Epitacio “que los que quisieran continuaran con el cobarde Silvestre, pero que en lo sucesivo se llamarían los “catrines” y no los “charros plateados” como los suyos.

Todos se ofrecieron pasarse a sus filas desde luego, pues nunca aceptarían el título de “catrines.” Sólo Joaquín Sánchez, amigo de Epitacio, se dirigió a Salomé con las armas en la mano resuelto a vengarlo, y tuvo en el acto el mismo fin que su amigo, muriendo también a manos de Salomé.

Era Joaquín Sánchez oriundo de Mapaxtlán y sobrino del Coronel D. Rafael Sánchez, a quien dimos a conocer en el capítulo anterior. La muerte de su sobrino por Salomé, a quien consideraba como su amigo, lo decidieron a pelear contra de éste, y perseguirlo, reprochándole la muerte de Joaquín.

Desde los acontecimientos que tuvieron lugar en Ocuituco, los “charros plateados” y los “catrines” se hicieron una guerra sangrienta y sin

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cuartel. Los vencedores daban muerte inmediata a los prisioneros. Los asaltos, las sorpresas y las emboscadas de unos y otros eran frecuentes y se diezmaban mutuamente todos aquellos bandidos, con una saña y fiera “de moros y cristianos”.

Debilitados entre sí, divididos y destruyéndose recíprocamente, pudieron entonces los Jefes perseguidores del Gobierno, ir teniendo éxito y ventajas sobre los bandidos “Plateados” y “Catrines,” que caminando unidos, habían sido la poderosa avalancha destructora que ninguna fuerza osaba contener.

¡Un adulterio fue el principio de la salvación de un Estado!

Detalle. Asaltantes emboscados, 1873, Acuarela/papel. 25.5 x 40 cm.Óscar Laballe. Museo Nacional de Historia.

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CAPÍTULO 8

Entra en campaña el Coronel D. Rafael Sánchez.

espués de la toma de la capital de la República por las huestes invasoras y las tropas reaccionarias, una vez establecido

el provisional Gobierno Militar que esperaba la llegada del Archiduque, los hacendados del estado de Morelos pidieron ayuda en México para perseguir al bandidaje y contener sus depredaciones.

Mandó dicho Gobierno establecer de pronto resguardos en las principales ciudades del estado, y ya hemos visto que eran destrozados esos resguardos, y no se atrevían a emprender una formal persecución contra los plateados.

Volvieron a insistir los capitalistas de Morelos ante el Gobierno Militar, y entonces mandó tropas regulares de caballería y de infantería a que recorrieran el estado y persiguieran con tenacidad a todos aquellos bandidos que asolaban la comarca.

Entre los jefes de aquellas tropas vienen algunos contra quienes había combatido D. Rafael

D

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Sánchez, a quienes no hacía dos años les habían causado serias derrotas, cuando con el auxilio de todos los plateados, hasta en número de mil, había combatido por la Constitución y la Reforma.

Temiendo Sánchez, en aquellos tiempos de venganzas y represalias que pudiera ser perjudicado en su persona, reúne a unos cuantos de sus amigos y partidarios del pueblo de Mapaxtlán, y con su grupo de sesenta hombres se lanza a los cerros, preparando a los acontecimientos y en espera de que Salomé Plascencia, a quien había retado a la pelea por la muerte de su sobrino, fuera el primero en atacarlo.

Lo acompañan hombres resueltos y valientes como segundos jefes Atanasio Sánchez, Guillermo Gutiérrez, Efrén Ortiz, Mateo Cázares, Cristino Zapata, y otros varios.

No pasaron mucho tiempo en ser atacados por Salomé Plascencia, con esa astucia y fiereza que acostumbra en sus asaltos, pues luego que supo que D. Rafael Sánchez se había alzado en armas con sesenta de su pueblo, determinó caer sobre él y exterminarlo, pensando que Sánchez era el único enemigo peligroso que podía tener. Fracasó Salomé en su primer ataque, siendo rechazado con pérdidas de hombres, sin embargo, de la sorpresa con que lo hizo.

Otro sangriento encuentro se registró en Juatelco, después en el cerro del “Ahuacate” donde

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se le desbanda la caballada a D. Rafael y él y todos los suyos están a punto de perecer. Reúnen a los caballos cuando ya se han retirado los bandidos, y creyendo estos haberlos dejado destrozados, se alejan a descansar al Rancho de San Vicente, próximo a Moyotepec. Allí los ataca Sánchez de una manera súbita; quedan muertos numerosos bandidos, entre ellos un hermano de Silvestre Rojas, y huyen los demás en completa derrota.

Las fuerzas expedicionarias del Gobierno atacan a los plateados, a la vez que a D. Rafael Sánchez, y éste con sus pocos hombres y sin ningunos elementos, se defiende de todos y lucha desesperadamente contra todos. Ora se bate con los valientes “charros” de Salomé Plascencia, ora con los famosos “catrines” de Silvestre Rojas, y tiene mañana un encuentro con las fuerzas del usurpador Gobierno.

Su situación es crítica y no se da tregua ni reposo para atacar también y defenderse de todos -bandidos y soldados- que lo persiguen por todas partes como rabiosas jaurías.

Un día se presenta en Cuautla al Jefe Militar de las fuerzas expedicionarias del Distrito. Se pide explicaciones de la persecución que le hacen las fuerzas del Gobierno, cuando él se ha armado solamente para perseguir a los bandidos ofreciendo continuar contra ellos, siempre que no lo molesten las fuerzas regulares, para lo cual no pide ayuda, ni elementos ningunos.

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El Jefe Militar le ofrece que no volverá a ser molestado por ninguna fuerza del Gobierno y que pueda organizar la persecución de los bandidos, de la manera que lo crea conveniente.

Don Rafael Sánchez después de esta atrevida entrevista con el Jefe Militar de Cuautla, se une a los suyos, quienes lo esperaban llenos de zozobra en un cerro próximo; se dirigen a Mapaxtlán, donde son recibidos con júbilo por todos los del pueblo y se procede a preparar lo necesario para la defensa y ataque de los bandidos.

Mientras pasaba esto, se decía que Salomé Plascencia había perecido en un asalto que le dio la “Comisión” de Tlaltizapán, al mando de D. Manuel Tagle. Otros contaban que las fuerzas del Gobierno lo habían encontrado solo, en su milpa, y que allí había sido muerto.

Efectivamente, el asalto y el encuentro habían sido ciertos; pero siempre con la temeridad y arrojo que lo caracterizaban había escapado ileso de las manos de sus perseguidores.

El asalto había tenido lugar en la Hacienda de Atlihuayán, donde había una fiestecita en ese día. Dejó a los suyos en el cerro, y se bajó solo a la hacienda; llegó a su casa, montó en la cabeza de la silla a un pequeño hijito que tenía, y se encaminó a la plaza a darle nieve. Allí se encontró con su compadre D. Tomás Peralta, quien se alarmó al verlo rogándole que se fuera. No hizo caso

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Salomé, pidió la nieve y comenzaron a tomarla, y a darle al pequeño, a quien se había sentado sobre la pierna cruzada sobre la silla, para tenerla más cómodamente.

No habían terminado de beberla cuando desembocan en la plaza los rurales de la “Comisión” de Tlaltizapán, lanzándose sobre Salomé.

Éste, arroja a su hijito en los brazos de su compadre, diciéndole: “Tenga compadre y pague la nieve”, y desprende su caballo al encuentro de los Rurales, disparando sobre ellos por ser ese lado el rumbo de su salida. Le disparan también, pero ha matado ya a un soldado del primer balazo, han caído otros dos, heridos gravemente a machetazos, y sin dejar de dispararle le abren paso como a una fiesta que se escapa velozmente, internándose en el monte del cerro.

Tres días después, estaba en su milpa, también solo, dando instrucciones a su “gañán”—pues hay que decir, que poseía terrenos y los mandaba sembrar—cuando se avista muy cerca un escuadrón de caballería del Gobierno, Salomé comienza a alejarse poco a poco hacía el cerro más próximo.

Los soldados emprenden la carrera en su seguimiento mientras él faldea el cerro, y sigue por la vereda angosta de una cañada boscosa, por la que sólo pueden caminar a caballo, uno tras de otro. Cargan sobre él a todo galope y comienzan a dispararle una lluvia de balas; llegan los soldados

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a la vereda angosta y se arremolinan y se detienen los caballos enredados entre los espinos y los bejucales; pero siguen a escape de uno en uno al alcance de Salomé.

Este se detiene, dispara sobre el primero quien cae del caballo, interceptando la vereda. Saltan sobre él los que vienen detrás, y repite el disparo Salomé, cayendo muerto otro soldado. Más adelante caen otros dos más, y llegan por fin los perseguidores a un amplio cruzamiento de veredas que se internan en el bosque, sin saber por cual deben seguir a Salomé. Se regresan de allí, recogiendo a sus muertos o heridos, pues ha fracasado otra vez el centésimo intento de acabar con el famoso Jefe de los plateados.

Estos dos casos, que acabamos de relatar, fueron aquellos en que se dijo que Salomé había muerto cuando D. Rafael Sánchez entrevistaba al Jefe Militar de Cuautla, y preparaba en su pueblo la organización respectiva para la persecución de los bandidos y defensa de la población.

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CAPÍTULO 9

Un pueblo pequeño, que es grande y fuerte defendiéndose.

l pueblo de Mapaxtlán, hoy Villa de Ayala, era entonces un pequeño poblado en el que apenas podían contarse unos trescientos

hombres útiles para el servicio de las armas. Al día siguiente de la llegada de D. Rafael Sánchez y los pocos que lo acompañaban al pueblo, convocó a una junta general a todos los vecinos sin excepción, para que reunidos todos, en la plaza, deliberaran y acordaran la manera como debían organizar y hacer la defensa de sus vidas y propiedades, amagadas constantemente por los plateados.

Todos concurrieron con gusto al llamado de su querido paisano y antiguo Jefe. Les arengó exponiéndoles la peligrosa situación en que vivían todos los del pueblo con las rapiñas y ferocidades de los bandidos, y convenciéndolos sobre lo fuerte que es un pueblo unido cuando defiende sus derechos más santos: la propiedad y la familia.

Les habló también Efrén Ortiz, y con aquel carácter fogoso de su temperamento les dijo:

E

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-Muchachos, hemos retado a muerte a todos los plateados, principalmente a Salomé; si somos cobardes vendrán a degollarnos, y a llevarse a nuestras muchachas. Probemos a esos hombres que los de Mapaxtlán somos tan valientes como ellos, y si vienen aquí recibámoslos a balazos y luchemos mientras quede vivo uno de nosotros.

-Sí…sí… Los batiremos-, contestaron todos aquellos hombres reunidos.

Se procedió entonces a dividir la población en cinco manzanas o cuarteles, correspondiendo cuatro a los puntos cardinales y una al centro. Los vecinos cubrirían respectivamente el rumbo en que vivieran levantando las trincheras que fueran necesarias en las entradas del pueblo, y los domiciliados en el centro formarían en la plaza la reserva que debía auxiliar a los puntos más seriamente comprometidos en los momentos que fuera atacado el pueblo.

La vigilancia de día se haría por turnos en los cerros de la población y en la torre, y al toque de “arrebato” todos los vecinos ocurrirían armados a sus respectivos puestos. De noche se establecerían “rondas” y sólo los del centro formarían la Caballería.

Convenidos y conformes con este medio de defensa establecido por D. Rafael, levantaron las trincheras necesarias, y desde luego quedó en vigor el servicio de todos los vecinos, altamente

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entusiasmados e impacientes por batirse con los plateados.

No se limita D. Rafael Sánchez a esperar tranquilo que vayan al pueblo los bandidos. Ha ofrecido al Jefe Militar de Cuautla perseguirlos y se lanza con sus sesenta antiguos compañeros a excursiones diarias por los lugares que merodean, según noticias de los correos o espías que manda por todas partes.

Se pone de acuerdo con los anteriores jefes perseguidores Martín Sánchez (a) “Chagollán”, Aniceto López y Arcadio Enciso, para combinar asaltos y batidas a los bandidos en un radio que se señalan; pero sin abandonar a su pueblo, regresa siempre por la noche.

Silvestre Rojas se atreve a atacar a Mapaxtlán con cerca de trescientos bandidos, pero es rechazado con grandes pérdidas de hombres y huyen dispersos y acosados por los vecinos del pueblo que salen a perseguirlos hasta muy lejos del poblado.

En las excursiones que hace D. Rafael Sánchez, ha tenido tres encuentros con Salomé Plascencia y los suyos y en las tres veces los ha derrotado, haciéndoles numerosos muertos, entre ellos José María Rojas, hermano de Salomé, Antonio Michaca, y otros varios cabecillas.

Comprendió Plascencia que era preciso, para seguridad de todos ellos, acabar con Rafael Sánchez,

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único hombre que por su astucia y arrojo era una constante amenaza de sus vidas. Todos los demás perseguidores, sin ese Jefe -decía Salomé- que sólo servían para divertirlo.

Así pues, dispuso Salomé dar un asalto decisivo al pueblo de Mapaxtlán, comenzando por asesinar a Sánchez en su misma casa. La desconfianza y el temor que a éste tenía, le hizo olvidar aquella hidalguía que le era habitual en sus luchas personales y se resolvió llevar a efecto un cobarde asesinato.

Reunió más de quinientos hombres y se acercaron al pueblo “al paso de lobo,” en una noche oscura y lluviosa, poniéndole sitio. Él y cuarenta de los suyos dejaron sus caballos por el lado de Anenecuilco, al cuidado de otros, y a pie, descalzos, y con solo sus mosquetes, se metieron en el río que atraviesa al pueblo, siguieron corriente abajo y así llegaron a las huertas, a espaldas de la casa de D. Rafael Sánchez. Se detuvieron un instante a escuchar, y como no observaran ruido alguno que infundiese alarma se dirige aquel numeroso grupo a la puerta de la casa de D. Rafael y llaman violentamente con fuertes golpes.

Serían apenas las ocho de la noche, D. Rafael acababa de cenar y se disponía a salir a recorrer la vigilancia de las trincheras del pueblo, para lo cual tiene su caballo ensillado en un oscuro rincón de la caballeriza.

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Llámale la atención el modo con que han llamado a su puerta, pues aun para estos casos ha establecido entre los suyos un modo especial y contraseña. Luego se supone que son los plateados, que han podido entrar por el río a pie y que viene con ellos Salomé Plascencia, único quien puede atreverse a tanto.

Apaga la luz que ilumina la casa interiormente para acostumbrar a sus ojos a ver en la sombra, y con sus pistolas al cinto y el machete en la mano se dispone a saltar por una pequeña ventana de la casa, que da a la huerta, por el lado opuesto de la puerta. En ese momento llaman más bruscamente y se oye ese ruido seco que producen al prepararse las armas de gran calibre. Vacila un instante, pero salta por fin fuera de la ventana, y quedan dentro arrodillados, rezando y asustados sus pequeños hijos, su esposa y la madre.

Aquel hombre pudo haber huido entre la densa oscuridad de los árboles de la huerta, pero la mayor parte de los hombres de aquellos tiempos, y con especialidad los de Mapaxtlán, no conocían el miedo y se complacían con jugar con el peligro.

Don Rafael Sánchez dio vuelta a la casa buscándolos, y su grito de “¡aquí estoy bandidos!”, los hizo estremecer de espanto, pues era creencia general entre los plateados que D. Rafael Sánchez tenía “pacto con el diablo” y su aparición repentina fuera de la casa, que ninguno de aquellos conocía, los hizo temblar.

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Don Rafael dispara una de sus pistolas y rueda un hombre por el suelo. Todos le disparan simultáneamente sus mosquetes sin tocarle una bala y él acomete sobre ellos con la velocidad del relámpago repartiendo machetazos a diestra y a siniestra a fin de no dejarlos cargar nuevamente sus mosquetes. Son ya varios los heridos y vacilan en la pelea los asaltantes, en vista de no haberlo tocado ninguno de los cuarenta balazos que le han disparado, Salomé grita: “¿Dónde está ése?”, y con aquel nombre cariñoso que D. Rafael le daba cuando eran amigos, le contesta:

“¡Aquí estoy, Chonene¡”

Se arroja Salomé sobre él, pero recibe luego un puntazo en la mano en que sostiene el machete, y otro más en el pecho.

La población se ha alarmado con la descarga hecha sobre D. Rafael; el vigilante nocturno de la torre toca a arrebato y huyen aquellos facinerosos dejando un hombre muerto y yendo heridos varios de ellos, incluso Salomé Plascencia.

Don Rafael, quien ha salido ileso, monta a caballo y se lanza a la calle donde ya se encuentra con varios amigos que se dirigían a su casa. Se oye entonces el fuego nutrido en las trincheras causado por el asalto que dan los sitiadores con sus caballerías.

Se encarniza el combate por todas partes y en todos los puntos son rechazados los bandidos,

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quedando muertos muchos de ellos sobre las trincheras. La lucha se prolonga y manda D. Rafael saltar los parapetos, abrir las trincheras y cargar rudamente sobre ellos a machetazos. Los plateados huyen dispersos dejando de sus compañeros más de veinte muertos en las trincheras, y muriendo también diez o doce vecinos del pueblo.

Pocos días después se cantaban unos versos en Maxpatlán, cuyo pie decía:

“¡Qué milagro tan patente!”—“Hizo mi Padre Jesús”—“Que para matar a Sánchez”—“Trajeron balas con cruz”.

Efectivamente, algunos sacaron al siguiente día del asalto a la casa de D. Rafael, varias balas que se habían incrustado en la pared y en los árboles, y se les encontró a todas una cruz vaciada en el plomo.

Caricatura de la época.

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CAPÍTULO 10

Mueren los temibles jefes de los Plateados.

arcos Reza, hombre acomodado del pueblo de Jonacatepec, era el jefe intelectual de todos los bandidos de

ese rumbo, llamados los “catrines”, encabezados por el famoso Silvestre Rojas. Ejercía el comercio, y esta circunstancia lo ponía en condiciones de estar al corriente de los asuntos mercantiles de los demás, de sus viajes a México; de sus compras y ventas y de la carga que les venía que casi siempre era robada en el camino por los bandidos, para comprársela a éstos, Marcos Reza, a menos de la mitad de su precio.

Por las influencias que le daban su aparente posición de hombre honrado, llegó a conseguir que se le nombrara Prefecto Político de Jonacatepec, con cuyo cargo pudo dar a los “bandidos” “Catrines,” más consideraciones y garantías que a los hombres honrados, a cambio de recibir constantemente toda clase de mercancías, que aquellos ladrones robaban por distintos rumbos.

Como hemos visto que hacía D. José María Atolaguirre, de Cuautla, con Salomé Plascencia, así

M

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también lo hacía Marcos Reza con los de Silvestre Rojas; con la circunstancia, de que siendo Reza Prefecto del Distrito y quien dirigía muchas veces la manera de hacer los asaltos, era todavía más nocivo y peligroso para los comerciantes que el español Atolaguirre.

Se fue descubriendo poco a poco su conducta, manejos y relaciones íntimas con los bandidos a quienes proveía de todo, que llegó a hacerse público su traidor comportamiento con los comerciantes honrados.

Emprendió, por fin, un viaje a México; uno de esos viajes en que necesitaba ir personalmente para la compra de armas y municiones para sus compañeros, los bandidos.

Al pasar por el pueblo de Yecapixtla se encontró con D. Martín Sánchez (a) “Chagollán”, quien sin tener en cuenta su carácter de Prefecto Político de Jonacatepec, ni su posición acomodada, le reprochó su conducta y lo mandó fusilar inmediatamente.

La muerte de este hombre “Presidente Honorario”, como se diría ahora del “Círculo amigos de lo ajeno”, capitaneados por Silvestre Rojas, asombró a éstos y se desconcertaron por completo.

La situación de todos ellos vino a agravarse con la muerte de Salomé Plascencia, a consecuencias de una herida que recibió en el pecho en la última persecución que le hizo D. Rafael Sánchez.

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Desde el asalto que dieron a Mapaxtlán e intentaron asesinar a D. Rafael en su casa, dejaron pasar cerca de un mes sin que se presentaran por ninguna parte, Salomé y los suyos.

Quizá cuidaban a sus heridos en dicho asalto, lamentaban a sus muertos y descansaban un poco de sus fatigas.

Volvieron por fin un día al pueblo de Anenecuilco, muy próximo a Mapaxtlán a robarse caballos.

Avisáronle a D. Rafael Sánchez, y ocurrió desde luego con sus sesenta veteranos a darles el ataque. Eran muy pocos los hombres que robaban dichos caballos, y no venía entre ellos Salomé Plascencia. Huyeron al ver la tropa de D. Rafael, pero ésta los persigue tenazmente siguiéndolos por la empinada vereda que atraviesa el cerro de Anenecuilco.

Muchos de los hombres de D. Rafael se van quedando atrás poco a poco en la pedregosa subida de dicho cerro y sólo unos cuantos, que montan mejores caballos, forman la vanguardia que persigue de cerca a los ladrones. Llegan al Rancho de Huajoyuca donde los que huyen se incorporan con Salomé, quien está allí con unos diez o quince de los suyos; y como ven que los perseguidores son ya un reducido número de siete, precisamente los principales de D. Rafael, resuelve Salomé acabar con todos ellos, les dispara unos cuantos balazos y haciendo una falsa huída los va llamando

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bruscamente con ese grito agudo y prolongado que tienen los vaqueros del rumbo, para llamar al ganado a comer sal: “chito….chito…chito”, a fin de herirles su amor propio y los siguieran más de prisa.

Así fue, en efecto, aquellos siete valientes de D. Rafael Sánchez cargan furiosamente tras ellos hasta llegar al Rancho de San Felipe donde los bandidos ganan una “tranca” y se hacen fuertes, disparando una lluvia de balas. Se empeña el combate y los de Sánchez que comprenden el grave peligro que tienen si aquellos hombres les cargan un ataque “al machete”; procuran hacer blanco en el temible Salomé.

Logran herirlo en un brazo y ordena el ataque a machetazos sobre aquellos pocos atrevidos que tanto se habían adelantado a batirlos, pero en ese momento recibe un segundo balazo en el pecho—pues lo cazan— a la vez que vienen ya acercándose los demás hombres de D. Rafael, a toda carrera. Salomé al sentir el segundo balazo se dobla sobre el caballo abrazándose al cuello y emprende veloz fuga, seguido de sus compañeros.

Aquellos siete arrojados campeones, quedaron allí inmóviles, admirados de haber escapado de una muerte segura. Cuando llegó D. Rafael Sánchez, con todos los demás, felicitó calurosamente a sus amigos diciéndoles: -Muy bien muchachos, muy bien, el león va herido y quizá no escape! ¡Se salvaron ustedes!

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Todos se regresaron de aquel rancho llevándose el cadáver de Mateo Cáceres, que había sucumbido de los siete, en aquella lucha desigual y que no eran otros que Atanasio Sánchez, Efrén Ortiz, Guillermo Gutiérrez, Cristino Zapata y la persona superviviente que nos ha proporcionado los datos de los sucesos de que trata este libro.

Tres semanas después murió Salomé Plascencia a consecuencia de la herida en el pecho; en su Cuartel General en el cerro de “El Cerrado.” Se dijo que ya estaba de alivio, cuando la bella Homobona quiso ir a prodigarle sus cuidados causándole la muerte con sus ternuras, pues se decía también que comenzaba a serle infiel.

Con la muerte de este terrible y temerario jefe principal de todos los plateados se fue acabando rápidamente aquella plaga de hombres famosos que asoló al estado de Morelos y cuyos hechos heroicos en su mismo vandalismo, hemos consignado en esta páginas.

Silvestre Rojas fue entregado por su amasia en un rancho situado en el cerro de “La Vaquería” y fusilado por Aniceto López.

Los que no murieron se dispersaron en pequeñas partidas, saliendo algunas fuera del estado hasta ser extinguidas por completo.

Estos fueron “Los Plateados.” ¿Cómo son los llamados “Zapatistas”? ¿Qué diferencia existe

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entre los bandidos de hace cincuenta años, y los bandidos actuales? ¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué un Gobierno fuerte no puede acabar con tal situación?

Estas preguntas nos sugieren algunas consideraciones, que, para terminar esta obrita, consignamos en nuestro último capítulo, como el epílogo del vandalismo en el estado de Morelos.

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CAPÍTULO 11

¡Cincuenta años después!.

an pasado cincuenta años desde los acontecimientos que dejamos narrados en los capítulos precedentes. Se ha

extinguido casi la generación que viera los hechos sangrientos de aquella época nefasta para México, en que bajo el nombre “mochos” y “liberales”, “imperialistas” y “republicanos” tiñeron nuestros campos de púrpura al encontrado choque de la confusión de “principios”.

¡Tantos años de guerras fratricidas! En que los niños se dormían al estruendo de los cañones y al choque de los sables, con que se despedazaban “azules” y “rojos,” que debieron amamantarse hombres sin miedo, sin más educación que la guerra y sin otra manera de vivir que los latrocinios revolucionarios. ¡Era lógica la profesión de aquellos hijos de las campañas y de las revueltas!

Y cuando el Gobierno del Gran Juárez ha creído definitivo su triunfo en 1861, y manda a los escuadrones de voluntarios que vayan a vivir del rudo trabajo de los hombres, se revelan en el

H

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estado de Morelos los hijos de las campañas y de las revueltas, y hacen la guerra a los hombres ricos para saciar sus ambiciones y halagar sus vanidades de charros cubiertos de plata.

Los plateados tuvieron un pretexto: ¡la costumbre! Costumbre de la guerra; costumbre de charros bien montados y costumbre de no trabajar, como todo soldado sin cultura.

Hemos visto ya sus principales hechos de bandidos.

Han pasado cincuenta años, repetimos, y gérmenes morbosos de aquellos hombres; idiosincrasia pervertida de aquellos bandidos; revuelto fango de las enterradas cloacas de aquellos facinerosos han surgido rabiosos con los semblantes descompuestos de caínes y ¡la ferocidad salvaje de chacales!

En el mismo infortunado estado de Morelos.

No parece sino que la presión ejercida sobre el vandalismo durante treinta años por la mano de hierro de un hombre de acero, sólo consiguió contener la explosión de esos fermentos del crimen, que maduraban en las negras conciencias de esas almas negras.

¿Por qué motivo los defensores de una idea política se han cambiado en bandidos? ¿Qué causas han tenido los que se llamaron salvadores de pueblos oprimidos para que sean ahora los destructores de esos mismos pueblos?

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¿Tienen como los “Plateados” de antaño la costumbre de la guerra o la costumbre de ser charros bien montados?

¿Y son verdaderamente bandidos que sólo hacen la guerra a los ricos para saciar ambiciones de dinero? ¡Desgraciadamente son peores que los bandidos, pues son salvajes!

Todo mundo sabe los acontecimientos terribles de Cuautla Morelos por esas hordas de cafres. Robaron, asesinaron hasta a los soldados heridos que se curaban en el hospital, y destruyeron e incendiaron cincuenta y dos casas de comerciantes y vecinos de mediana posición.

¿Así se salva a los pueblos oprimidos? Incendiar y destruir las habitaciones donde se albergan familias inocentes, tiernos niños o decrépitos ancianos, son ¿hechos de “bandidos”? ¡No! Sería esa palabra un calificativo galante para quienes cometen tales actos.

Ahí está también Jojutla de Juárez hablando elocuentemente de los instintos de esos hombres, y que la prensa publicó con detalles que espeluznan, al referirse a la casa de comercio de D. Pedro A. Lamadrid.

¿Cuántos hombres de trabajo víctimas de la ferocidad de esos chacales?

¿Cuántos años de duras economías, de trabajo ímprobo y rudo, para formar esos comerciantes una

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posición mediana para sus hijos, y viene el saqueo, el asesinato y el incendio, por demonios con figuras de hombres, para no dejarles en pie ni el triste albergue donde lloren a sus desdichados padres? La dinamita arrojada por infernales manos, ha completado los cuadros sangrientos, destruyendo tranquilos hogares, que en vano han clamado misericordia las lágrimas de inocentes víctimas.

¡Ahí está Covadonga en el estado de Puebla! ¡Oh, Covadonga! Donde se viola a la esposa y se les asesina, y se les asesina y se les roba después.

¿Qué clase de enemigos terribles de esos facinerosos monstruos, son esas pobres víctimas, que dentro de sus hogares sólo se ocupan del descanso de sus rudas faenas de trabajadores?

Si la guerra se hace en el campo, en las plazas o en las calles, donde se encuentran y chocan los hombres armados que se buscan para destruirse, ¿por qué se asesina a los indefensos que se ocupan del trabajo honrado, y por qué se destruyen las habitaciones de los pueblos que labran por el bienestar y progreso del país?

Los bandidos de antaño, los famosos plateados del estado de Morelos, ¡no! ¡Jamás! Nunca llegaron a cometer hechos tan salvajes y, sin embargo, se les persiguió con tenacidad hasta destruirlos y se les trató con todo el rigor de la ley, es decir, se les fusilaba previa identificación o desde luego, al ser aprehendidos en delito infraganti.

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Se ha dicho de suspensión de garantías, ¿para qué? Para dar lugar al abuso. El salteador de caminos, el incendiario, el que mata con alevosía, ventaja y premeditación los mismos códigos les señalan pena de muerte y están fuera de la ley, desde el momento en que delinquen.

Quiere el actual Gobierno tener misericordias de Dios-Padre con los réprobos, que no conocen un sentimiento de piedad para sus indefensas víctimas.

La sociedad honrada del estado de Morelos necesita buscar, no un perseguidor de bandidos como el valiente D. Rafael Sánchez, sino un D. Rafael Ortega Arenas, (a) el “Charro Arenas”, que hace muchos años acabó también con los bandidos de Huamantla, quienes muchos de ellos portaban salvo-conducto.

El “Charro Arenas” no dejaba escapar al bandido que caía en sus manos, a pesar del salvo-conducto. “Híncate y después representas”, les decía y los pasaba por las armas, y los colgaba poniéndoles el salvo conducto en los pies.

¿Y por qué esos feroces asesinos del estado de Morelos se han hecho llamar zapatistas? Es, sin duda, porque cuando entran a un pueblo cometen sus iniquidades al grito de “Viva Zapata”, y a ese grito comienzan el saqueo y el incendio de las fincas, y los cobardes asesinatos de gente indefensa.

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Y, ¿por qué, Emiliano Zapata, si al principio de la pasada revolución se lanzó a la lucha por defender el establecimiento de un Gobierno democrático, para qué permite, por qué acepta que hordas desenfrenadas de salvajes, tomen su nombre para mancharlo con las más viles infamias de cafres? Si necesita gente que le ayude en sus proyectos de revuelta, ¿por qué no exige con el rigor de las armas, que sus compañeros respeten las leyes de la humanidad, ya que no las de la guerra?

Si el presidente Madero no le ha cumplido ofrecimientos que le hiciera, y el Plan de San Luis ha sido un engaño para quienes lo ayudaron, ¿qué culpa tienen tantas pobres víctimas, que dedicados al trabajo honrado no pueden ser responsables de las mentiras de la política, ni de las falsedades de sus hombres?

¡No! Debe D. Emiliano Zapata volver sobre sus pasos y reparar en lo posible tanta injusticia, tanto mal, tanta iniquidad cometida por los suyos, o por los que han tomado su nombre para las infamias.

Debe D. Emiliano Zapata recordar a los valientes de Mapaxtlán del año de 1860, quienes tuvieron como digno jefe a D. Rafael Sánchez. Debe recordar que su tío D. Cristino Zapata, fue uno de aquellos hombres en quienes la cobardía de matar indefensos no fue conocida.

Debe saber que en aquellos tiempos y aquellos hombres, sólo se batían personalmente cuando

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el enemigo tenía iguales armas; “cara a cara” y “frente a frente”; y como revolucionarios sólo mataban a los enemigos en el combate, y se perseguían y se exterminaban los que formaban en las tropas de unos y otros; pero jamás nunca asesinaron indefensos, ni pacíficos ciudadanos, ni los incendios de las casas y propiedades fueron las represalias contra de los pueblos, o contra de los individuos, ni por los mismos bandidos.

Guillermo Prieto no había dicho aún sus inmortales palabras: “Los valientes no asesinan”, y aquellos hombres de gran corazón, aquellos valientes tenían asco a la cobardía y a la vileza, exceptuando aquellos pocos como Silvestre Rojas, Juan Perna (a) “El Chintete” y Juan Meneses, quienes tuvieron hechos de cobardes asesinos y fueron la vergüenza de los suyos.

Era fama en aquella época que no nacían hombres cobardes en Mapaxtlán, hoy “Villa Ayala”; pero como la naturaleza tiene sus caprichos y de un sabio nace un tonto, y viceversa; y de un hombre honrado un ladrón, es muy posible que después de cincuenta años degeneren las razas por el medio ambiente y la falta de ejemplos dignos qué imitar.

De todos modos, no puede ser buena la causa que se defiende, cuando para ganarse prosélitos se ofrecen cosas imposibles y se permite como recompensa o estímulo, el saqueo, el incendio y el asesinato. Una causa defendida así, será digna de

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bandidos, porque sólo tendrá por correligionarios a los criminales.

Ahí está como ejemplo la causa del Anarquismo y del Socialismo, con sus impracticables principios; ideas que sólo acarician y defienden los locos… ¡y los locos son cerebros degenerados! ¡Y los degenerados son los criminales! Por eso son sus armas las bombas de dinamita, con las que cometen los asesinatos más cobardes y las destrucciones más infames.

Los hombres honrados, los cerebros bien puestos, luchan y perecen heroicamente defendiendo la justicia, el progreso y el bienestar de los pueblos. Los hombres criminales, los cerebros degenerados, luchan desesperadamente en pro de sus ambiciones personales, teniendo por ideal la rapiña del botín en cualquiera de sus formas.

¿A cuál de estas dos clases de luchadores pertenecen los llamados zapatistas? Indudablemente que a la segunda clase, pues los hechos que ejecutan, elocuentemente lo comprueban. Y, ¿quién sabe hasta dónde se haya comprometido D. Emiliano Zapata con sus hordas, por lo pródigo en sus ofrecimientos hechos a tantos excarcelados.

La vida costó a “Ché Gómez” de Juchitán no poder cumplir a los suyos, promesas que no estaban en su mano, y quién sabe si el pobre de Emiliano Zapata tenga pronto el mismo fin, por serle imposible repartir a sus hombres los terrenos de

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propiedad ajena en el estado de Morelos. Mientras tanto, allá va arrastrado por una avalancha de forajidos que quieren la destrucción del mundo y que se entretienen con el saqueo, con el asesinato y el incendio, en espera de la realización de aquello que le tiene ofrecido.

¿Y el Gobierno, qué hace para exterminar o contener la situación aflictiva de esos pueblos que claman justicia y piden garantías? Ha hecho mucho: ha mandado miles y miles de hombres de todas las armas habidas y por haber, pero sin ningún resultado práctico y estable en favor de esas desoladas comarcas, que no pueden ver aún el deseado momento de estar a salvo de las depredaciones.

¿Y qué diremos de los incendios de las oficinas públicas y la destrucción de sus archivos, cometidos primero por analfabetas maderistas, o más bien, por presidiarios maderistas, y después del triunfo, por criminales zapatistas?

En esos empolvados libros de las oficinas públicas, en esos voluminosos expedientes, en esos legajos que llenan los estantes como testigos sin tacha de las gestiones del derecho y del cumplimiento de las leyes, ¡cuántas honras se han inmaculado ahí de los atentados de los perversos! ¡Cuántas fortunas; grandes o pequeñas viven aseguradas del pillaje, y cuántos niños tienen legalizado su derecho al pan del porvenir! Y también…¡cuántas historias negras de esos

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vampiros de la vida y de la propiedad, para ser siempre conocidos de la sociedad honrada! ¿Y destruir esas constancias públicas, quemar esos expedientes donde el bienestar social, de acuerdo con la ley, tiene garantizados los derechos del individuo y de los pueblos, ¿no son hechos, dignos solamente de los salvajes más salvajes?

Donde se han cometido esos actos tan punibles han sido inmensos e irreparables los perjuicios causados a todo el mundo; creando grandes dificultades a la justicia y administración públicas.

Por honra del Gobierno del señor Madero, debía éste ordenar se hiciesen averiguaciones para descubrir a esos incendiarios de las oficinas públicas, y aplicarles el severo castigo que merecieren.

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El ejército libertador que siguió al señor Madero en sus luchas por la democracia, y que en menos de cuatro meses de campañas (¿) por toda la República, libertó al país de una dictadura de treinta años, no puede en seis meses libertar al pequeñísimo estado de Morelos, de un puñado de rebeldes, horda de forajidos, asesinos e incendiarios, que tan inmensos perjuicios han causado a tantos pacíficos ciudadanos.

No debe prolongarse más una situación tan desastrosa para la industria, para el comercio y

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para la tranquilidad general de dicho estado. Si el Gobierno es impotente para remediar tantos males y dar garantías en esa entidad, ármense todos los vecinos del estado con acuerdo del Gobierno; ayuden los hacendados con todos los elementos que puedan y buscando jefes como D. Rafael Sánchez, Aniceto López, “Chagollán” y el “Charro Arenas” (de aquellos tiempos); emprendan tenaz persecución contra los bandidos hasta exterminarlo, e imiten los pueblos en su defensa, al pueblo de Mapaxtlán de 1860, grande y fuerte, defendiendo sus vidas e intereses de aquellos terribles y valientes “plateados” encabezados por el noble bandido, Salomé Plascencia.

Lamberto Popoca y Palacios.

Asalto de zapatistas al tren de Cuernavaca.Grabado de José Guadalupe Posada (1852-1913)

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NOTA DEL EDITOR

a presente obra fue escrita por Lamberto Popoca y Palacios, quien diciéndose testigo presencial de los hechos y episodios

protagonizados por los Plateados desde el año de 1860, describe el arquetipo del bandido generoso respetado entre los más pobres, tal como se va delineando en las páginas de este relato, con la destreza y el conocimiento de un hombre de letras.

Sin embargo, para fines de la comprensión de su lectura, sobre todo entre los jóvenes que hayan de leer este texto, se dispuso actualizar las formas gramaticales usadas por el autor en 1912 y sustituirlas por las reglas ortográficas y de estilo comunes en este 2014; de modo que las palabras acentuadas, como el caso de las vocales: á, ó, é, así como la sustitución de “g” por “j”, entre otros casos, se hicieron respetando el sentido y la manera de nombrar de la época en la medida de lo posible, ya que también se consideró importante conservar el sabor de un idioma español que dejaba atrás la Época Victoriana del siglo XIX, para entrar de lleno al siglo XX y una Era Moderna, hacia la que se dirigían México y el Mundo.

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Impreso en Sun Arrow, S. A. de C. V.Gutenberg 25 –I. Centro. C.P. 62000.

Cuernavaca, Morelos.Captura hecha por Marcos Rodríguez Pretel.

Consta la presente edición de 1,000 ejemplares.