han cazado a la pantera

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HAN CAZADO A LA PANTERA por LOU CARRIGAN –Usted es la Montfort, ¿verdad? Brigitte Montfort, que acababa de salir del edificio del Morning News, el matutino diario neoyorquino en el que desde hacía años ejercía de directora, se quedó mirando con gesto amable al sujeto que le había hecho la pregunta de modo tan rudo e incluso grosero. Era alto, robusto, de gran cabezota redonda completamente afeitada, y dejando aparte sus rufianescos modales estaba claro que era un tipo de cuidado, pues la experta mirada de Brigitte percibió inmediatamente el contorno de una pistola en su axila izquierda, bajo la vulgar chaqueta. –Sí, en efecto –contestó, siempre amable–: soy la señorita Montfort. –Ya, ya. Entiendo. Señorita, ¿eh? Bueno, o sea, es la Montfort y eso es todo. ¿O no? Brigitte no pudo contenerse y soltó una carcajada. ¿Eso era todo? Si le hubiera explicado al zafio personaje todo lo referente a “la Montfort”, seguro que al hombre le habría crecido el cabello de repente…, aunque eso sí, una cabellera blanca debido al susto. –Sí, sí –dijo tras la carcajada–, soy la Montfort. El hombre la miraba mosqueado, con gesto amenazador. –Pues ya veremos si luego le hace tanta gracia ser la Montfort. ¿Usted sabe lo que es una pistola? «Santo Dios –pensó Brigitte–, ¿de dónde ha salido este monstruo palurdo?» –Sí señor, sé lo que es una pistola. –Estupendo. Pues mire, yo llevo una, y desde ese coche – señaló el vehículo detenido en doble fila en la calzada– dos amigos míos la están apuntando muy disimuladamente con las suyas. Y si usted no sube a nuestro coche muy tranquila

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Livro de Lou Carrigan. Uma aventura de Brigitte Montfort.

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Page 1: Han Cazado a La Pantera

  

HAN CAZADO A LA PANTERA 

por 

LOU CARRIGAN  

–Usted es la Montfort, ¿verdad?Brigitte Montfort, que acababa de salir del edificio del Morning News, el matutino

diario neoyorquino en el que desde hacía años ejercía de directora, se quedó mirando con gesto amable al sujeto que le había hecho la pregunta de modo tan rudo e incluso grosero. Era alto, robusto, de gran cabezota redonda completamente afeitada, y dejando aparte sus rufianescos modales estaba claro que era un tipo de cuidado, pues la experta mirada de Brigitte percibió inmediatamente el contorno de una pistola en su axila izquierda, bajo la vulgar chaqueta.

–Sí, en efecto –contestó, siempre amable–: soy la señorita Montfort.–Ya, ya. Entiendo. Señorita, ¿eh? Bueno, o sea, es la Montfort y eso es todo. ¿O no?Brigitte no pudo contenerse y soltó una carcajada. ¿Eso era todo? Si le hubiera

explicado al zafio personaje todo lo referente a “la Montfort”, seguro que al hombre le habría crecido el cabello de repente…, aunque eso sí, una cabellera blanca debido al susto.

–Sí, sí –dijo tras la carcajada–, soy la Montfort.El hombre la miraba mosqueado, con gesto amenazador.–Pues ya veremos si luego le hace tanta gracia ser la Montfort. ¿Usted sabe lo que es

una pistola?«Santo Dios –pensó Brigitte–, ¿de dónde ha salido este monstruo palurdo?»–Sí señor, sé lo que es una pistola.–Estupendo. Pues mire, yo llevo una, y desde ese coche –señaló el vehículo detenido

en doble fila en la calzada– dos amigos míos la están apuntando muy disimuladamente con las suyas. Y si usted no sube a nuestro coche muy tranquila y sin rechistar e incluso sonriendo la van a acribillar. ¿Me ha comprendido?

–Me parece que sí –sonrió Brigitite–. Ustedes quieren secuestrarme, ¿no es eso?–Es usted muy lista, señora. Venga, camine hacia el coche. Y tenga mucho cuidado

con lo que hace. Usted tiene que comportarse como si fuésemos viejos y buenos amigos.Brigitte alzó las cejas, todavía divertida. Del edificio del Morning News salían y

entraban varias personas, y prácticamente todas ellas la conocían de sobra y desde hacía tiempo. Aun así, muchas de ellas se hubieran sorprendido si de repente les dijeran que la bellísima, elegante y amable Brigitte Montfort era ni más ni menos que la inolvidable agente Baby, capaz de vencer a veinte cretinos como el que tenía delante sin pestañear siquiera.  Pero aún se habrían sorprendido mucho más si les hubieran dicho que la señorita Montfort era amiga de aquel sujeto, o tan sólo que tuviera algo que ver con él. Habría sido como ver juntas una rosa y una boñiga y decir que pertenecían al mismo rosal…

–Me parece bien –aceptó Brigitte, sin embargo–. Vamos al coche. ¿Cómo se llama usted, amigo?

–Carson. Y eso es todo.–De acuerdo.

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Caminaron ambos hacia el coche. Algunas personas saludaban a Brigitte, mirándola con lógica extrañeza. Ella contestaba a los saludos como si nada especial estuviera ocurriendo, y así fue como llegaron al coche. Carson abrió la portezuela derecha de atrás, y Brigitte entró en el vehículo, mientras el sujeto que había estado junto a la ventanilla con una pistola en la mano manteniéndola oculta se retiraba hacia el otro extremo del asiento.

Carson se sentó junto al conductor y dijo:–Arranca. La paloma está en la jaula.Brigitte tuvo que hacer un grandioso esfuerzo para no volver a reír. Bueno, una vez

la habían confundido con una gaviota, así que bien podían confundirla también con una paloma. Pero, ciertamente, ella no era ni una gaviota ni una paloma… A menos, claro está, que se tratase de la paloma de la paz. Entonces sí, entonces se la podía llamar paloma. Pero la muy desarrollada y fina intuición de Brigitte le decía que una vez más había topado con gente que no era precisamente partidaria de la paz…, cosa que no la alteró en absoluto. Hacía ya mucho tiempo que se había percatado de que si ella no iba a los conflictos los conflictos acudían a ella.

El coche arrancó, metiéndose a la brava en el caos de la circulación de la tarde en la amplia avenida neoyorquina. El hombre sentado a la izquierda de Brigitte dijo:

–No parece usted asustada.–¿Por qué habría de estarlo? –lo miró ella–. Si ustedes quisieran hacerme daño

podrían haberme acribillado hace unos minutos, sin que Carson hubiera tenido que molestarse en conversar de modo tan simpático conmigo. Evidentemente, se trata de un vulgar secuestro. O sea, de dinero, ¿no es cierto? Así que todos tranquilos, pues llegaremos a un acuerdo.

El conductor la miraba por el retrovisor. Carson se había vuelto en el asiento para mirarla a su vez. El tercer sujeto también la miraba, y los tres lo hacían de modo especial.

Por supuesto, la señorita Montfort no necesitaba tanto para saber sin duda alguna que no, que no se trataba de un vulgar secuestro sino de algo mucho más peligroso para ella. Pero también sabía (y esto sí la desconcertaba un poco) que no tenían intención de matarla, al menos en breve plazo. Ciertamente, eso podían haberlo hecho ya con toda tranquilidad nada más aparecer ella en la calle. Más discreto y sencillo todavía: seguro que sabían que vivía en el Crystal Building de la Quinta Avenida, frente a Central Park, y sabían que ocupaba un enorme y lujoso apartamento en el piso veintisiete desde el que se dominaba toda la verde extensión del parque; y sabían que tenía tres plazas de aparcamiento en los sótanos del Crystal Building… Sólo tenían que burlar la rutinaria vigilancia de los empleados del edificio, bajar al parking, esperar un momento en que ella llegase con su coche o se dispusiera a salir del parking, y, prácticamente a solas matarla sin ninguna complicación.

Entonces, pudiendo hacerlo así, tan discretamente y cómodamente…, ¿por qué habían convertido su secuestro en un espectáculo público en pleno centro de Nueva York?

Aunque no… No, aquello no debía de haber parecido un secuestro a ojos de los testigos, sino más bien un encuentro de amigos, como era evidente que pretendían Carson y sus compinches.

Sí, era desconcertante e intrigante en verdad, aunque no sería esto lo que asustase a Brigitte Montfort. Había pasado en su arriesgada vida por trances mucho peores que el actual. Aunque nunca se sabe…

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Circulaban con la lentitud propia de la hora de la tarde, final de la jornada laboral en Manhattan. Al poco, y cuando ya estaban cruzando el Puente de Brooklyn, Brigitte emitió un gemido y se recostó en la portezuela como si fuese a desmayarse.

–Por favor –gimió–… ¡Por favor, pare el coche!Carson se volvió hacia ella.–¿Qué le pasa? –exclamó alarmado.Brigitte se llevó una mano a la frente y cerró los ojos.–No me siento bien –murmuró con voz lastimera–. Estoy… estoy un poco

mareada… Creo… creo que voy a…–¡Eh, eh, nada de eso! –vociferó el conductor–. ¡Ni se le ocurra vomitar en este

coche! Aguante, voy a parar cuanto antes, maldita sea mi estampa.Ni siquiera tardó diez segundos en parar, en pleno puente, expuesto a todos los

riesgos que esto conlleva. Los tres hombres miraban entre irritados y alarmados a Brigitte, que tenía los ojos cerrados y la boca abierta en un gesto de angustia.

–Ya estamos parados –gruñó Carson–. ¿Y ahora que?Ella apenas abrió los ojos y murmuró:–Siempre… siempre llevo en el bolso unas grageas contra el mareo. Me pasa con

alguna frecuencia, así que suelo ir prevenida…Se dispuso a abrir el bolso, pero Carson exhibió su pistola, y dijo:–Cuidado con lo que saca de ese bolso.–Oh, por Dios –protestó Brigitte, con el tono de quien oye una tontería enorme.Aun así, Carson le arrebató el bolso, echó un desconfiado vistazo a su contenido,

gruñó algo, y se lo devolvió. Brigitte buscó brevemente en él y sacó una cápsula que mostró a Carson. Éste asintió, y Brigitte ingirió la gragea, recostó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos.

Carson la miraba como intrigado. Cierto, “la Montfort” había cumplido ya los sesenta, seguro, pero su aspecto era magnífico, saludable, ligero. No parecía de esas damas que incluso son capaces de desmayarse si alguien dice una inconveniencia o escupe en la calle. Sí, Carson empezaba a darse cuenta de que “la Montfort” era una mujer especial. Tampoco había que exagerar, no es que pareciese una jovencita, pero tenía algo… algo… Sí, especial. Por un momento, Carson se la imaginó desnuda, y casi respingó debido a los deseos e impulsos que esa visión le provocaron. Miró a sus compañeros, que también contemplaban con gran interés a Brigitte, y hubo un intercambio de miradas entre los tres hombres que no podían expresar más claramente la admiración masculina hacia aquella dama de negros cabellos suavemente ondulados y magnificados por las escasas canas que, en realidad, embellecían el encantador rostro de grandes, espléndidos, luminosos ojos azules…

–Oiga –masculló el conductor–, no podemos estar más tiempo aquí, señora, o los otros conductores nos van a asesinar.

Ella suspiró, separó los párpados, y dijo:–Sí, gracias… Ya me encuentro mejor. Es que la gragea tarda un poco en hacer su

efecto, pero siga, por favor. Lo siento.–No tiene importancia –sonrió sorpresivamente Hewitt–. Oiga, es usted guapísima,

¿sabe?–Sí, lo sé –rio Brigitte–. Muchas gracias por decirlo, de todos modos. El viaje no fue demasiado largo, y durante el mismo Brigitte pudo enterarse de que

su vecino de asiento se llamaba Sparck y el conductor Hewitt. Cuando llegaron a destino ya era casi de noche, y Brigitte sabía que habían cruzado la frontera del estado de Nueva York y que se hallaban en el de Rhode Island. La distancia recorrida

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sobrepasaba holgadamente los cien kilómetros, lo que no era ninguna barbaridad, pero tampoco era precisamente un paseo de placer por el entramado de carreteras de la zona.

Finalmente, el coche se había detenido en el amplio aparcamiento junto a un edificio blanco, de grandes dimensiones, con tres plantas y muchas ventanas, la mayoría de ellas ya iluminadas.

Brigitte supo inmediatamente que se hallaba ante una clínica privada.–Fin de trayecto –dijo ingeniosamente Carson–. Todos pie a tierra…–¿Dónde estamos? –preguntó Brigitte.–Ya lo sabrá –dijo Sparck–. Venga, salga del coche, nos están esperando.Se apearon los cuatro y caminaron hacia la entrada de lo que no era propiamente una

clínica, o al menos no era solamente una clínica. En lo alto de la amplia puerta de gruesos cristales, uno de ellos mostraba en pintura negra esmaltada la inscripción:

 C I C

CENTRO DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

 Brigitte miró con gesto intrigado a Carson, pero éste se limitó a encoger los hombros

y señalar hacia el iluminado interior. Entraron al vestíbulo, donde una muchacha muy bonita ataviada con blanca bata los miró con leve interés desde el amplio mostrador de recepción. No había nadie más en el vestíbulo. Carson hizo una seña hacia el principio de un pasillo a la izquierda del vestíbulo, la muchacha asintió, y Carson caminó hacia allí, seguido de los demás. Un minuto más tarde Brigitte y sus captores entraban en una amplia habitación lujosamente amueblada y que era evidente que se utilizaba como despacho, a juzgar por el mobiliario y los ordenadores.

Las cuatro mujeres que había allí, sentadas en sendos sillones situados en el centro frente a un gran sofá, también eran de lujo. Una bata blanca cubría sus ropas privadas, pero su belleza y su elegancia eran del todo inocultables. Las cuatro miraron a Brigitte con cierto gesto de curiosidad, y luego una de ellas miró a Carson.

–¿Algún problema? –preguntó.–No. Es una persona muy razonable, comprendió enseguida que le iría mejor

colaborando.–Habéis tardado más de lo previsto.–Ella se retrasó un poco sobre el horario que conocemos. De todos modos, en cuanto

salió de las oficinas del periódico, Crowen, que esperaba por allí arriba, nos avisó por el móvil de que ella ya había tomado el ascensor. Entonces yo avisé a Hewitt y Sparck, que esperaban dentro del coche en el parking cercano, y vinieron a recogernos. Ella tardó todavía un minuto en salir, pero pudimos mantener el coche en segunda fila sin complicaciones. Y como le he dicho, ella se adaptó enseguida a la situación, no creó ningún problema. Es una mujer lista y simpática.

–De eso se trata precisamente –dijo la mujer, sonriendo–. Me parece que vosotros no sabéis muy bien con quién habéis estado paseando en coche.

–¿Ustedes sí lo saben? –preguntó Brigitte.–¡Por favor, señorita Montfort! ¡Naturalmente que nosotras lo sabemos! Podríamos

decir que es usted la mujer más importante de Estados Unidos y una de las más importantes de todo el mundo.

–Pues estos tres… caballeros no parecen estar muy al corriente de eso –sonrió la divina.

–Pertenecen a una… esfera social un tanto peculiar, y por eso fueron elegidos para este cometido.

–¿Y cuál es este cometido? ¿Qué se proponen ustedes?

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Las cuatro sonrieron a la vez. La portavoz del grupo hizo una seña a Carson y sus compañeros, y los tres abandonaron el despacho en silencio. Brigitte iba mirando de una a otra, con preferencia hacia la que parecía ser la portavoz del grupo. Cuatro hermosas mujeres, al parecer científicas o cuando menos pertenecientes a la profesión médica. Dos rubias, una morena y una pelirroja. Las cuatro parecían tener alrededor de cuarenta años, pero conservaban un aire juvenil y eran a cuál más atractiva y de aspecto más regio e incluso prepotente.

–Digamos que se trata de un asunto en el que su periódico suele… entrometerse con bastante regularidad e insistencia.

–Si se refiere usted al Morning News –replicó Brigitte–, no es mío. Solamente soy la…

–Oh, sí –intervino otra de las mujeres–. Bueno, digamos que es prácticamente suyo. Sabemos que el Morning News es una sociedad integrada por accionistas, como tantas otras empresas. Adivine usted quién es desde hace tiempo el principal accionista del periódico y por tanto prácticamente su propietario…, quiero decir su propietaria, claro.

Brigitte volvió a mirar una tras otra a sus bellas interlocutoras. Era evidente que no sólo sabían de ella lo que sabía la gente aceptablemente bien informada del mundo, sino que habían profundizado más, la habían investigado a fondo. Pero… ¿hasta qué punto? ¿Habían llegado a saber que la señorita Montfort era la agente Baby, la mujer más peligrosa del mundo? No, claro que no. Si supiesen que ella era Baby su actitud sería muy diferente. ¿Entonces…?

–¿Me han secuestrado por algo relacionado con el Morning?–No. No, no, de veras. Digamos que el periódico contribuye muchísimo a realzar la

personalidad pública de usted…, y eso sí nos interesa, su personalidad pública, es decir la gran imagen de prestigio y credibilidad de que goza en todo el mundo Brigitte Montfort.

–Digamos –intervino otra de las bellas– que usted puede hacer lo quiera en cualquier parte del mundo sin que a nadie se le ocurra oponerse o tan sólo desconfiar de usted.

–Sí –sonrió la divina–, es cierto. ¿Y eso les puede resultar a ustedes de alguna utilidad?

–De muchísima utilidad. Pero, por favor, siéntese, y fume si lo desea.–Hace años que dejé de fumar. En cuanto a sentarme, si deseara hacerlo ya lo habría

hecho.–¿Pero no desea sentarse?–Las veo y estudio mejor estando de pie.–Ah. ¿Nos está estudiando? ¿Y qué conclusiones está obteniendo de su estudio?–Ustedes son unas criminales.Pareció que de repente la sala quedase sumida en un silencio de hielo. Las cuatro

bellas miraban fija e inexpresivamente a Brigitte, rígidas sus facciones, inmóviles sus ojos como congelados.

La portavoz del grupo fue señalando una tras otra a sus compañeras y diciendo, fríamente:

–Ellas son la doctora Annabelle Simmons, la doctora Thelma Parsons y la doctora Pamela Robinson. Yo soy la doctora Susan Whitaker. No ejercemos propiamente la medicina, pero todas tenemos el título, que nos sirve de… base para nuestra actual dedicación a labores científicas. Como es fácil comprender no encajamos en la… descripción que ha hecho de nosotras.

–Y tiene usted una lengua muy larga y agresiva –dijo la doctora Parsons.–Perdonen mi rudeza –sonrió Brigitte–. A veces se me escapan algunas

inconveniencias. Cosas de la edad.

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–¿O sea que no piensa realmente que somos unas criminales?–Ah, eso sí –volvió a sonreír la divina–. Respecto a eso no tengo la menor duda. Pero

he debido ser más discreta, menos agresiva. Más que nada por no irritar a quienes en este momento están en posición ventajosa sobre mí. Provocar a unas criminales puede tener muy malas consecuencias.

–¿Qué  pretende usted? ¿Ponernos furiosas para que la matemos ahora mismo y evitarse así cualquier posible mal rato?

–¡Caramba! ¿Les parece que morir no es suficiente mal rato? Francamente, prefiero que me digan para qué me quieren… viva.

–Ya se enterará cuando… –empezó Thelma Parsons.–No, espera –la interrumpió Susan Whitaker–. Vamos a decírselo. Eso es lo que ella

quiere, lógicamente, y por eso nos está provocando. La verdad es que nos está sorprendiendo usted, señorita Montfort, pues no es tan… mansa y sensata como ha dicho Carson. ¿Lo engañó antes a él o nos está engañando ahora a nosotras?

–¿A usted qué le parece?–Me parece –rio de pronto la doctora Parsons– que le ha tomado el pelo al pobre

Carson. Pero es lógico, debimos comprenderlo antes: una mujer sin genio y fuerza no podría dirigir un periódico de la importancia del Morning News como lo está haciendo usted. ¿Le gustaría saber en qué tema se entromete su periódico con regularidad e insistencia?

–Sí.–En el tema del terrorismo. Se percibe claramente su especial rechazo y condena del

terrorismo. Especialmente en los artículos de usted en la Sección Internacional se percibe claramente que el terrorismo es la bestia negra a combatir y destruir.

–¿Y ustedes no están de acuerdo con eso?–No. Es más, hemos pensado convertir el terrorismo en un arte.Brigitte miró en rápido vistazo una tras otra a las cuatro doctoras. De pronto sonrió 

afablemente.–Cuando menos –dijo– es una idea original: el terrorismo convertido en arte…

¿Cómo piensan conseguirlo?–Pues verá, nosotras…–Vamos, Annabelle –rio la doctora Robinson–, no seas presumida. A la señorita

Montfort debemos decirle la verdad, puesto que ella va a formar parte del espectáculo.–Tienes razón –admitió la doctora Robinson–. Pero puesto que Susan parece bien

dispuesta a dialogar…–Vayamos por partes –dijo Susan Whitaker–. Lo primero que tenemos que hacer es

no presumir, como bien ha dicho Pamela. O sea, debemos decirle a la señorita Montfort que la idea no es nuestra.

–¿De quién es? –inquirió Brigitte.–De Yong Gao y de Gao Yong.–Ah.–Ya veo que no los conoce –rio la Whitaker.–No, no los conozco…, pero me gustaría conocerlos.–No sé si estará usted a tiempo de eso, querida. Sus… servicios serán utilizados a la

mayor brevedad. Claro que eso no depende de Gao Yong y Yong Gao. Ni siquiera de nosotras. Depende de los resultados…, de la eficiencia y rapidez del equipo.

–¿Qué equipo?–Le estás dando muchas vueltas al tema, cariño –dijo Thelma Parsons–. Si de verdad

quieres explicarle el proyecto a la señorita Montfort ve al grano. Aunque no sé si es buena idea que ella sepa tantas cosas.

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–¿Qué más da? En primer lugar, no le servirá de nada. Y en segundo lugar podría ocurrir que la señorita Montfort, que sin duda es una persona inteligente y yo diría que ambiciosa…

–¿Ambiciosa? –la interrumpió Brigitte–. ¿Por qué le parece que soy ambiciosa?–Por el hecho de haber adquirido la mayoría de acciones del Morning News y

convertirse así prácticamente en la propietaria. A usted le gusta el poder y el dinero, eso está claro.

Brigitte se quedó mirando fijamente a Susan Whitaker. ¿Se lo decía? ¿Le decía los motivos por los que ella había asumido la presidencia del consejo de administración y adquirido la práctica propiedad del Morning? No. No valía la pena. No valía la pena decirles a aquellas cuatro criminales que ella dirigía el periódico con mano de hierro y había adquirido la mayoría de las acciones para evitar que el Morning News fuese destruido por los demás accionistas importantes que querían vender a cualquier precio sus acciones a un periódico rival que les complacería en determinadas exigencias nada éticas; y también acabarían por destruirlo los diferentes directivos de sección que se habían enzarzado en una lucha interna por el mando previendo una cercana retirada de ella en su labor periodística; una lucha que lo único que estaba ocasionando era debilitar al Morning y apartarlo de su línea de seriedad y honestidad de toda la vida; al menos de la honestidad y la seriedad de la vida de la periodista señorita Montfort desde que recién salida de la universidad de Columbia en Nueva York entró a formar parte del periódico… Tampoco valía la pena decirles que en cuanto a dinero podía tener todo el que quisiera, todo el dinero del mundo, con sólo chascar dos deditos. Y respecto al poder… Empezando por la L.O.U. (Love Organization Unite) que habían creado ella y Número Uno, y acabando por la C.I.A., el F.B.I., el Ejército, y el propio Gobierno de Estados Unidos, ella podía reunir tanto poder que aquellas cuatro cretinas que habían creído cazar una paloma ni siquiera lo entenderían.

Pero en aquellos momentos lo que más deseaba la señorita Montfort era saber qué estaban tramando aquellas cuatro criminales y cómo pensaban convertir el terrorismo en un arte.

–Sí, es verdad –dijo hipócritamente–: me vuelvo loca por el poder y el dinero.–En tal caso –reflexionó la Whitaker– tal vez convendría variar los planes con

respecto a usted y, en lugar de utilizarla como experiencia piloto en el nuevo terrorismo, unirla a nuestro grupo. Yong Gao y Gao Yong tienen ya muchos grupos, pero nunca está de más atraernos a quien puede aportar dinero y poder.

–A eso lo llamo yo pensar con sensatez –elogió Brigitte–. Veamos: ¿de qué va realmente todo esto?

–De actualizar el terrorismo.–Actualizar el terrorismo –repitió Brigitte en un susurro, asumiendo con calma el

significado exacto de aquellas palabras–. ¿Y eso en qué consiste, cómo se hace, cómo se logra?

–Digamos que el terrorismo actual que consiste en matar gente a lo bestia y de modo indiscriminado, incluido el que llevan a cabo los terroristas suicidas, está obsoleto. Hay que aterrorizar más. Eso de tirar unas cuantas bombas y matar unas docenas o unos cientos de personas ya no ofrece los resultados deseables, ya no impresiona a nadie. La gente del mundo entero, y sobre todo la de algunas zonas concretas, está acostumbrada. Ya no se impresionan, ya no se asustan. Censuran los hechos, gritan, gimotean, dicen que los terroristas son muy malos, que hay que acabar con ellos, y ya está. Pero después de un acto de terrorismo y tras verter unas lagrimitas por los muertos, los supervivientes se van a tomarse un helado y tan campantes. Ese terrorismo ya no los aterroriza.

–Y ustedes quieren que sí sientan gran terror.

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–Así es. Pero no sólo nosotras, sino muchos otros grupos como el nuestro aunque de diferentes características, como por ejemplo grandes industriales, partidos políticos…

–Estás hablando demasiado –advirtió Annabelle Simmons.–Ya he dicho que no le servirá de nada –rechazó la Whitaker–. Además, la señorita

Montfort es una persona inteligente y tal vez pueda aportar alguna buena idea… que nosotras trasladaríamos a Yong Gao y Gao Yong como si fuese nuestra.

–Linda astucia la suya –dijo Brigitte–. Mientras tanto, yo sigo sin saber quiénes son Yong Gao y Gao Yong.

–Pero sin duda ya lo ha entendido, ¿verdad? Son los creadores y directores del nuevo terrorismo, del terrorismo… ¿cómo diría yo?

–Ya lo ha dicho antes –apuntó Brigitte–: del nuevo terrorismo, del terrorismo artístico, ¿no es así? Por favor, dígame de una vez en qué consiste el terrorismo artístico.

–Le interesa, ¿verdad?–Imagínese. En primer lugar porque toda mi vida he luchado contra el terrorismo y la

maldad en general. Y en segundo lugar…, o quizá deberíamos decir en primer lugar, porque soy periodista. Y yo no concibo un buen periodista sin curiosidad.

–Tiene razón. Vamos a ver la tele un ratito…Diciendo esto, la doctora Whitaker señaló hacia el elegante mueble en el que había

un gran televisor de pantalla plana de plasma en el que, por supuesto, Brigitte ya había reparado, pero sin darle mayor importancia. Susan Whitaker apuntó hacia la pantalla con un mando a distancia y lo accionó.

–Será mejor que se siente –recomendó la doctora Simmons.Ahora sí, Brigitte se sentó, en el centro del sofá, mirando hacia la pantalla, que se

había iluminado. Susan Whitaker tenía ahora en las manos otro mando, más grande y complejo que el anterior. Lo accionó, y en el acto apareció en la pantalla lo que sólo podía ser un laboratorio, y en el que había varias personas, todas ellas ataviadas con bata blanca, inclinadas sobre bancos de trabajo en los que se veía microscopios, probetas…

–Ésta es la sección propiamente científica –dijo la doctora Whitaker–. Aquí, en el C.I.C., tenemos varias secciones y sus correspondientes especialistas, y hasta ahora hemos conseguido ciertos éxitos…, aunque no tantos ni tan satisfactorios como deseamos y como merece nuestro esfuerzo y nuestra inversión. Un centro como éste es carísimo de construir y todavía más caro de mantener, y como era de temer llegó el momento en que la parte financiera comenzó a fallar. Fue entonces cuando apareció el representante enviado de Yong Gao y Gao Yong y nos hizo la propuesta.

–¿Qué propuesta?–Proporcionarnos todo el dinero que fuese necesario si nos uníamos al equipo

mundial de Yong Gao y Gao Yong y, naturalmente, obedecíamos sus instrucciones, es decir, nos adaptábamos a sus planes.

–Parece que siempre tenemos que ir a parar a Gao Yong y Yong Gao.–Por supuesto. Ellos lo son todo en el nuevo terrorismo. Sin ellos no existiría nuestro

grupo ni idea alguna sobre el nuevo terrorismo. Ningún centro o empresa del grupo sabría qué hacer sin las directrices de Yong Gao y Gao Yong, todas desaparecerían, faltas de dirección y de financiación. Ellos son quienes promocionan, dirigen y financian el nuevo terrorismo y, por supuesto, quienes se servirán de él y de sus diferentes “especialidades” para sus planes en el momento oportuno…Vea otra de nuestras secciones.

Brigitte miró de nuevo a la pantalla. Las imágenes se fueron sucediendo. Era como estar recorriendo a pie las tres plantas del edificio y las diferentes dependencias del

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C.I.C., una manera muy cómoda de conocerlo y de tener bajo control visual los diferentes departamentos, sectores o laboratorios del centro. El paseo virtual duró casi cinco minutos, durante los cuales Susan Whitaker daba alguna explicación de cuando en cuando. Por el modo en que de pronto calló al aparecer determinadas imágenes, Brigitte comprendió que el paseo había terminado, que habían llegado al laboratorio principal, y que la doctora Whitaker lo había reservado para el final.

–Ésta es nuestra sección –dijo–. De nosotras cuatro, quiero decir. Las personas que ve usted ahí son empleadas del C.I.C., colaboradoras de nuestra especialidad.

–¿Y cuál es su especialidad?Las cuatro se quedaron mirándola. De pronto, Pamela Robinson sonrió y dijo:–¿Nunca se le ha ocurrido que algunas personas son tan… importantes o valiosas que

es una pena que sólo exista un ejemplar de cada una de ellas?Brigitte no se inmutó. Miró unos segundos fijamente a la Whitaker, miró luego a la

pantalla donde varias personas se afanaban en su trabajo científico, volvió a mirar a Susan Whitaker y preguntó:

–¿Están tramando algo relacionado con la clonación de seres humanos?Las cuatro científicas soltaron tal respingo y dieron al mismo tiempo tal salto que

casi cayeron de sus asientos al suelo mientras miraban a “la Montfort” con ojos desorbitados y las facciones lívidas y desencajadas.

La señorita Montfort sonrió amablemente y dijo:–No se asusten. Simplemente sucede que soy muy inteligente.–¡¿Cómo se le ha podido ocurrir…?! –jadeó Pamela Robinson.–Ya se lo he dicho: soy muy inteligente. Y díganme: ¿han pensado clonarme a mí?

¿Es por eso que me han traído aquí y se están divirtiendo conmigo?No hubo respuesta. Las cuatro mujeres seguían mirando a la señorita Montfort con

ojos desorbitados, la boca abierta… Brigitte movió la cabeza con gesto apesadumbrado.–Hace ya muchos años un chiflado intentó algo parecido, quiso hacer un duplicado

de mí, y naturalmente falló, pues ya sabemos todos que las obras de arte son irrepetibles. ¿No están de acuerdo?

La doctora Whitaker consiguió reaccionar por fin. Y lo hizo poniéndose a llamar a gritos:

–¡Carson! ¡¡¡Carson!!!La puerta del despacho se abrió casi en el acto y Carson apareció, pistola en mano y

mirando con gran sobresalto a todos lados.–¿Qué pasa? –aulló, mientras Hewitt y Sparck aparecían tras él, también pistola en

mano.Susan Whitaker señaló a Brigitte con dedo tembloroso y gritó:–¡Lleváosla de aquí y encerradla a buen recaudo e incomunicada! ¡Luego nos

ocuparemos de ella y tendrá que decirnos quién le ha dado esa información!–¿Qué información? –se interesó Carson, no poco desconcertado.De repente, fueron las cuatro científicas las que se desconcertaron. ¿Quién le había

facilitado aquella información a la Montfort? Desde luego no Carson y sus dos compañeros, pues ellos no sabían tanto como había demostrado saber Brigitte Montfort. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Cómo era posible que unos proyectos tan secretos, tan sigilosamente desarrollados estuvieran en conocimiento de aquella maldita periodista? ¿Quién los había traicionado?

–No, no os la llevéis de aquí –jadeó la Whitaker–. Aquí mismo nos lo va a decir todo… ¡Todo! ¡Sujetadla bien!

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Carson hizo un gesto, y sus compañeros guardaron las armas y se acercaron a Brigitte, que permanecía tranquilamente sentada, como quien asiste a un aburrido espectáculo.

Y una vez más quedó demostrado que los rufianes de baja estofa nunca aprenden, son incapaces de distinguir la verdad aunque ésta les esté quemando las barbas: Hewitt y Sparck asieron a Brigitte por los brazos y tiraron de ella para ponerla en pie, mientras Carson se colocaba ante ella apuntándola con la pistola.

Visto y no visto.La “anciana” dama de dulce apariencia, la inofensiva paloma, se convirtió de repente

en una pantera: siguiendo la tracción de las manos de Hewitt y Sparck en sus brazos, se puso en pie, hizo un molinete con ambos brazos desprendiéndose así de las manos de los dos cretinos, y, al mismo tiempo, lanzaba un espantoso puntapié que alcanzó a Carson en los testículos, casi matándolo. Acto seguido, veloz como un rayo, mientras Carson se desplomaba como un muñeco le quitaba la pistola de la mano y saltaba hacia delante volviéndose para apuntar a Sparck y Hewitt, que estaban momentáneamente petrificados por el pasmo y la incredulidad.

–Quietos así –susurró la divina.Retrocedió unos pasos mientras Carson terminaba de caer al suelo de bruces. En ese

momento, Sparck lanzaba un grito de rabia y llevaba la mano derecha en busca de la pistola…

La señorita Montfort extendió el brazo, le apuntó a la frente y disparó.¡Crack!, sonó amortiguado el estampido del disparo. Para entonces, la pistola estaba

ya apuntando a la frente de Hewitt, que quedó como paralizado en su intento de recurrir a su arma. Brigitte alzó las cejas en simpático gesto interrogante. ¿Qué? –pareció inquirir–: ¿Te decides o no te decides?

Muy despacio, Hewitt dejó caer los brazos flojamente.–Perfecto –elogió la espía más peligrosa del mundo–. Ahora te vuelves de espaldas a

mí, sacas la pistola muy despacio, la dejas caer al suelo, y te alejas diez pasos de ella. ¿Me has entendido?

Hewitt la había entendido, porque obedeció sus instrucciones con toda exactitud. Brigitte se hizo cargo del arma, se apoderó también de la del difunto Sparck, y ya en posesión de las tres pistolas fue a sentarse de nuevo en el sofá. Miró apaciblemente a las cuatro aterradas científicas y preguntó amablemente:

–¿Por dónde íbamos…? Ah, sí, que yo tenía que decirles todo. Pero resulta que yo no lo sé todo, de modo que ustedes van a ser tan amables de decírmelo.

–Aunque se lo digamos, va a ser igual –jadeó Pamela Robinson–, porque usted no saldrá viva de aquí.

–¿No? ¿Y cómo puede ser eso?–Hay más hombres en el Centro, encargados de la vigilancia exterior. Si usted sale

de este despacho o del Centro, la matarán, pues comprenderán que ha escapado de Carson y los otros. Y si no sale, ellos no tardarán en entrar a ver qué pasa.

–Ya. –Brigitte miró su relojito de pulsera, hizo unos cálculos, y propuso–. Pero ¿qué les parece si mientras tanto me ilustran un poco sobre esa maravilla de convertir el terrorismo en un arte? ¿No? Son ustedes unas pobres estúpidas. Vamos a ver si lo entienden: ustedes me dirán todo lo que yo quiero saber, harán absolutamente todo lo que yo les ordene. Luego, les ofreceré tres opciones sobre su futuro. Primera opción: ser ejecutadas inmediatamente y luego incineradas de modo que sus cadáveres jamás sean hallados. Segunda opción: ser llevadas a cierto lugar de África donde serán internadas en un serrallo o harén, o si lo prefieren en un  prostíbulo, donde tendrán el honor de satisfacer los… apetitos sexuales de multitud de clientes de raza negra, amarilla y

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morisca hasta que la muerte se apiade de ustedes. Tercera opción: volvemos a África… Un momento. –Su actitud fue de escuchar atentamente algo que debía de estar distante–. Me parece que ya están aquí… Sí, sí, los oigo perfectamente.

Fuese lo que fuese lo que la señorita Montfort estuviese oyendo sólo lo oía ella. Las cuatro doctoras ponían cara de estar sordas. En cuanto a los tres infelices que se las habían visto con Baby, uno de ellos era natural que no oyese nada, al menos en este mundo, y los otros dos permanecían en silencio e inmóviles. Hewitt se había sentado en el suelo junto a Carson, cuya cara era todo un poema de dolor y angustia.

Pero muy pronto sí comenzaron a oír algo. En primer lugar, el rumor de por los menos dos helicópteros, que se iban acercando y que, finalmente, tras un último rugido dejaron de oírse. Luego se oyeron disparos, voces, ruidos diversos, gritos y alaridos de dolor… Pasos, órdenes…

Al poco, la puerta del despacho se abrió de repente, y tres hombres armados con metralletas irrumpieron fieramente, apuntando a todos lados. El que iba al frente, y que era visiblemente mayor que los otros dos y el más alto, de negros ojos y rostro enérgico y virilmente atractivo, miró a la señorita Montfort y preguntó:

–¿Estás bien?–Como siempre, mi amor. ¿Tenéis problemas serios ahí fuera?–No. Son cuatro desgraciados. Los tendremos controlados completamente en un par

de minutos.–Estupendo. –Brigitte miró a las doctoras y dijo–: Él es Número Uno, y ha llegado al

mando de doce hombres de la L.O.U. en dos de nuestros helicópteros más veloces para emergencias. ¿No saben qué es la L.O.U., ni saben quién es Número Uno…? Bueno, tampoco les importa considerando las tres opciones que… Ah, sí, la tercera opción, se me olvidaba. Bueno, pues la tercera opción que les ofrezco consiste en lo siguiente: serán llevadas a África, pero no a un serrallo ni nada similar, sino a un lugar donde alguien pondrá a su disposición dinero y toda la ayuda necesaria para que construyan y dirijan en una amplia zona cuatro hospitales y centros de acogida, alimentación y educación de unos cuantos millones de negros que, ¡fíjense qué cosa tan curiosa!, son tan hijos de Dios como ustedes y yo diría que incluso más. Y no se les ocurra marcharse jamás de ese lugar, de esa zona, ni abandonar de ninguna manera sus humanitarias obligaciones, pues tan sólo con que lo intentasen volveríamos a la segunda opción. ¿Me han entendido?

Las cuatro bellas se pasaron la lengua por los labios, y eso fue todo. Parecían más que muertas, disecadas en vida. Afuera seguían oyéndose unos pocos disparos, cada vez menos, y gritos, fuertes pisadas. De pronto otro hombre armado con una metralleta entró en el despacho, mirando a todos lados; localizó enseguida a Brigitte sana y salva y saludándole con la mano, y entonces su rostro se iluminó con una grandiosa sonrisa, y luego miró a Número Uno.

–Todo controlado, señor. Ningún herido. Ningún problema.–Mantened la posición. Dentro de unos minutos lo registraremos todo y tomaremos

las medidas convenientes.–Sí, señor.Sonrió de nuevo a Brigitte, y ésta tras corresponderle dedicó de nuevo su atención a

las cuatro doctoras…, pero de pronto miró a Hewitt y Carson, que la miraban estupefactos, y les explicó:

–La gragea contra el mareo no era tal, sino una cápsula que contiene un emisor de señales que se activa con el calor del estómago. Si las señales de ese emisor en concreto llegan a nuestro centro de control cerca de Nueva York, salta la alarma: estoy en posibles apuros, así que deben localizarme cuanto antes para ayudarme. Para ello,

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instalan un localizador de señales en uno de los helicópteros y alzan el vuelo hasta localizar el punto de donde proviene la señal y lo van centrando hasta hallar el lugar exacto donde mi barriguita emite señales de presencia y existencia. Es claro, hay diferentes emisores y receptores para diferentes personas y para diferentes lugares del planeta… Bueno, dejemos eso. A mí lo que en estos momentos me interesa por encima de todo es el asunto del terrorismo artístico. –Miró una tras otra a las doctoras–. ¿Verdad que ustedes me lo van a decir todo absolutamente y luego harán todo lo que yo les diga? 

 Eran hermanos siameses.O, como decían ellos, lo habían sido, ya que en la actualidad cada uno tenía su

cuerpo para él solo. Nacieron unidos por el esternón, pero antes de que cumplieran los dos años unos médicos de Bangkok, que habían estudiado en los mejores centros médicos de Tokio y de Nueva York, y que por entonces tenían una afamada clínica en Singapur, los habían separado con éxito y sin mayores problemas de los previstos en una operación de aquella envergadura.

Para entonces ya se llamaban Gao Yong y Yong Gao, como una clara muestra del buen humor paterno, pues no sólo habían nacido unidos sino que lo hicieron de modo que estaban al revés, es decir, uno tenía la cabeza hacia donde el otro tenía los pies, y viceversa, claro está. Por eso decidieron llamarlos Yong Gao y Gao Yong. Ahora, hacía de esto casi cuarenta años, cada uno tenía su cuerpo y su cabeza, caminaba por su cuenta, y podían mirarse a los ojos ambos de pie, si bien, eso sí, en ambas cabezas bullía el mal con la misma intensidad y perfidia.

Habían ideado y puesto en práctica un plan conjunto de terrorismo por medio del cual pensaban chantajear y someter al mundo entero partiendo de sus personajes más significados y poderosos. Bien entendido, éstos no tendrían posibilidad alguna ni de negarse a participar ni de colaborar, pues todo se haría sin su conocimiento.

Imaginemos que en una sesión del Senado de Estados Unidos aparece de pronto el señor Bush, entra, se coloca en el centro de la sala, y allá, cuando más rodeado está de senadores, comete su acto de terrorismo suicida, es decir, hace explotar la carga que lleva bien disimulada bajo su ropa. Ni siquiera vale la pena calcular el número de muertes que habría en el Senado con un atentado suicida de esa envergadura. Aquí, lo importante es: ¿cómo había sido posible que el señor George Bush, presidente de Estados Unidos, aceptara convertirse en un terrorista suicida?

Muy sencillo: el señor Bush no era el señor Bush, sino una clonación del verdadero señor Bush, que mientras tanto todavía no había llegado al Senado o ni siquiera había salido de la Casa Blanca para acudir al Senado. Sin embargo, allá estaba, inesperadamente, entrando solo en el Senado. Y veamos: ¿a quién se le iba a ocurrir prohibirle al señor Bush la entrada al Senado aunque llegase antes de lo previsto? Entonces, la siguiente gran pregunta era: ¿acaso se había prestado el señor Bush a ser clonado y allá estaba su clon? Claro que no. Simplemente, en su lugar se había recurrido a una persona parecida a él en rostro, cuerpo y porte, se le había retocado el rostro por medio de la cirugía plástica y se le había enviado a la muerte, pues no sólo su rostro había sido alterado, sino también su cerebro, o sea, que en realidad el señor Bush no había sido clonado sino falsificado.

Claro que esto era complicar mucho las cosas, y por eso Gao Yong y Yong Gao habían ideado el procedimiento más simple, el procedimiento verdadero: se secuestra a la persona que, en efecto, va a ser clonada, se retira de la circulación, y cuando su clon (un ente de nula capacidad cerebral, en realidad un simple robot) está preparado es enviado a cometer el acto terrorista suicida. Cuando aparece en público, todo el mundo

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lo celebra y lo recibe con entusiasmo. Por ejemplo, desaparece el actor Richard Gere y al cabo de un tiempo impredecible reaparece, pongamos por caso en la concesión de los Premios Oscar. ¿Alguien va a oponerse a la presencia del señor Gere en ese evento tan importante de la industria cinematográfica? Claro no. Por el contrario, todos los presentes se alegrarían de su reaparición, de su presencia, y acudirían en masa a saludarle, a darle abrazos y besos, y entonces, el clon del señor Gere activa la carga que envuelve su cuerpo y…

 Mientras tanto, el verdadero señor Gere ha sido asesinado y nunca más es visto por ser humano alguno. Por tanto, queda escrito para la historia: Richard Gere ha fallecido convertido en un terrorista suicida.

Pero lleguemos al final del diabólico plan: en cierto momento se deja saber que no ha sido Richard Gere el terrorista, sino un clon del famoso y gran actor. La pregunta surge en todas las mentes mínimamente dotadas: puestas así las cosas, ¿cómo saber que los personajes célebres son los verdaderos cuando aparecen en cualquier evento, ya sea político, religioso, social, profesional…? ¿Cómo saber que son verdaderos el famoso deportista, el cantante admiradísimo por la juventud que llena estadios de muchachos gesticulantes, el político que acude a presidir un mitin, el director de orquesta que llena un auditorio, la bellísima actriz que aparece desnuda en su última película, el profesor de universidad que ha escrito un libro sobre la vida y la muerte…?

¿Cómo saber que cualquiera de estos personajes no se va a llevar al otro mundo a cientos o miles de personas que han acudido a vitorear al deportista, a tirarle besos a la bellísima actriz, a escuchar encantados la música del famoso director…?

¿Cómo poder vivir tranquilos en este nuevo mundo donde el terrorismo ha sido convertido en “arte”, donde el clon del más querido personaje puede aparecer de pronto en tu fiesta y convertirla en un drama inmenso?

¿Cómo?Pues sencillamente: de ninguna manera. Imposible vivir tranquilo, el mundo se

convierte en una jaula de locos, la vida estaría siempre pendiente de un hilo… o de la aparición de un clon cargado de explosivos. En cualquier lugar. En cualquier momento.

Dicho por fin clara y sencillamente: Gao Yong y Yong Gao se habían propuesto joder al mundo, y eso es lo que iban a hacer, costara lo que costase. ¿Por qué se habían propuesto joder al mundo? Porque lo odiaban, lo odiaban desde que en la infancia comenzaron a sentir el rechazo y el desprecio general…, sólo que no estaban dispuestos a admitir que el rechazo y el desprecio se lo merecían, no por “haber sido” hermanos siameses durante dos años, sino por haber sido siempre, siempre, siempre, unos grandísimos hijos de puta que sólo sabían hacer el mal y robar a todo el mundo y de todas las maneras, como si no fuese suficiente la inmensa fortuna que su padre, el criminal contrabandista que se había enriquecido asesinando a mansalva y traficando con todas las porquerías del mundo, les había dejado secretamente.

Sentados en la terraza a nivel de jardín de su inmensa y fastuosa quinta cerca de Bangkok, Gao Yong y Yong Gao meditaban sobre sus sádicos planes cuando apareció el helicóptero. Los siameses se quedaron mirando el aparato, que se acercó a la casa, y finalmente descendió a unos cien metros de distancia de ésta, entre la piscina y las dos pistas de tenis.

Del helicóptero descendió un hombre muy alto, y acto seguido dos más, que se alejaron un poco y quedaron en posición de descanso, mirando a todos lados. El que había saltado primero ayudó a una mujer a descender del aparato, y ella hizo un gesto hacia la casa. Acto seguido se encaminó, sola, hacia donde esperaban los siameses, que por supuesto no iniciaron el menor gesto de cortesía, como levantarse y acudir a su encuentro con gesto afable y hospitalario. Una cosa así no se les habría ocurrido ni en

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un millón de siglos. Lo que sí hicieron fue mirar hacia donde cuatro de sus hombres asistían discretamente situados a la esperada visita.

Porque Gao Yong y Yong Gao sabían perfectamente quién era aquella mujer. Y sabían que aquella mañana tenía que llegar a visitarles, pues así se indicaba en el e-mail cifrado que les había enviado Susan Whitaker desde Estados Unidos. Pero no comprendían muy bien el cambio de planes de la doctora Whitaker y sus colegas. Habían sido ellas las que habían propuesto a la señorita Brigitte Montfort como primer clon, asegurando que su popularidad, prestigio y credibilidad en el mundo entero la hacían apta para cualquier acto. Y el acto que habían elegido había sido que el clon de Brigitte Montfort visitase el Empire State Building, al parecer para realizar determinado acto muy popular al que por supuesto asistirían varios periodistas de diferentes rotativos, empezando por el Morning News, que sería el promotor y coordinador del acto, y cámaras de televisión y gran cantidad de público. Entonces, en el momento en que más daño podía hacer, “la señorita Montfort” se convertiría en el primer gran terrorista suicida que haría del terrorismo un arte, destrozando a cientos de personas y provocando el derrumbe del edificio más conocido en el mundo entero…

Éste era el plan inicialmente propuesto por la doctora Whitaker y sus tres bellas colegas, y había merecido el pláceme de los dos hermanos hijos del mal. Y de pronto, les llega el e-mail informando que han mejorado el plan con la inesperada colaboración de la muy inteligente señorita Montfort y que ésta, muy interesada en formar parte del grupo, les visitará para explicárselo a ellos personalmente con todo detalle.

Y allá la tenían, apenas a cinco pasos de ellos.De buena estatura, cuerpo espléndido, elegante, bellísima, con los ojos más azules

que el cielo fijos en ellos, mirando de uno a otro como si ambos fuesen… seres de otro mundo.

–Francamente –dijo de pronto Gao Yong, sin preámbulos ni protocolo alguno–, esperamos que en verdad su nuevo plan sea mejor que el anterior nuestro, aunque lo dudamos.

–Yo no –dijo la pantera.Abrió el bolso, sacó la renovada pistolita de cachas de madreperla, y disparó dos

veces.