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HUME IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14 28943 Fuenlabrada Madrid

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HUME

IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14

28943 Fuenlabrada Madrid

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA 2º DE BACHILLERATO

DAVID HUME (1711-1776) CONTEXTO HISTÓRICO, SOCIOCULTURAL Y FILOSÓFICO:

David Hume es un filósofo británico (escocés) que vivió entre 1711 y 1776. El contexto histórico en el que germina su pensamiento es, por tanto, el del siglo XVIII, y está caracterizado por la serie de profundas transformaciones que se aceleran sobre todo a partir de 1750.

Desde el punto de vista económico, la introducción y mejora de herramientas, así como la aplicación de nuevas técnicas de explotación desencadenarán una verdadera revolución agrícola en Inglaterra, Países Bajos y algunas zonas de Francia e Italia, que tendrá como consecuencia más inmediata una explosión demográfica, que multiplicará por dos la población del continente en poco más de 50 años y que, finalmente, desembocará a finales de siglo en la Revolución Industrial, cuando la máquina de vapor de James Watt (inventada en la década de 1780) sea aplicada a la producción de mercancías.

Desde el punto de vista político y social, el sistema imperante sigue siendo el sistema estamental, que divide a la sociedad en tres grandes grupos o “estamentos”: la nobleza, el clero y el denominado “tercer estado”, que incluye a los campesinos y a la incipiente (y cada vez más importante) burguesía, que controla el comercio y la industria. Este sistema estamental tiene como forma de gobierno más común la monarquía absoluta (con la excepción de la monarquía parlamentaria inglesa o los sistemas parlamentarios de Suiza, Venecia y Países Bajos), que en ciertas partes de Europa se ha convertido en un despotismo ilustrado, como es el caso de la Prusia de Federico II el Grande, la Rusia de Catalina II o la España de Carlos III. En todos estos países, en los que falta la presión de la burguesía, el Estado asume la tarea de modernización de la sociedad y lidera ese proceso, muchas veces incluso oponiéndose a los intereses de la nobleza. Tratan así de hacer “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

Sin embargo, es justamente el sistema de la monarquía absoluta, junto con la división estamental de la sociedad, el que va a quedar fuera de juego tras las revoluciones burguesas francesa y americana de finales del siglo XVIII, que fueron precedidas por las revoluciones inglesas del XVII (1642 y 1688), que produjeron la monarquía parlamentaria en Inglaterra, en la que el pueblo elige a sus gobernantes y en la que el rey debe en primer lugar reconocer los derechos de los habitantes (como hizo Guillermo de Orange en 1689) y sólo después se le reconoce a él su derecho de ser rey.

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Por otra parte, desde el punto de vista cultural, en el siglo XVIII el Barroco de la Contrarreforma deja paso al Neoclasicismo en arquitectura, escultura y pintura y al Clasicismo en música, que se podría definir como un intento de aplicar el espíritu cartesiano de racionalidad, orden y sencillez a la producción artística. Así, por ejemplo, al barroco de Vivaldi, Bach y Händel le sucederá, a partir de mediados de siglo, el clasicismo de Haydn y Mozart. En el contexto de surgimiento del empirismo hay que destacar además, por una parte, el movimiento intelectual que mejor refleja el espíritu de la época, la Ilustración, cuya característica fundamental es la ciega confianza en la razón crítica, autónoma y secularizada, que lleva implícita una ciega fe en la idea de progreso y, por otra parte, la influencia de la física moderna en la obra de Isaac Newton, que se convierte en modelo de conocimiento de todos los saberes, y que provocará el intento por parte de Hume de aplicar el método experimental de las ciencias a los asuntos morales.

Finalmente, desde el punto de vista filosófico, el siglo XVIII es un siglo marcado por la reacción a la filosofía racionalista, que, nacida en Francia con Descartes, y continuada por Spinoza, Leibniz y Malebranche, defiende la racionalidad de la realidad y, por tanto, la idea de que todo conocimiento válido ha de proceder deductivamente, tal y como proceden las matemáticas, a partir de ciertas ideas y principios que la mente posee de manera innata. El empirismo, nacido en Inglaterra en el siglo XVII, cuyos representantes más significativos son John Locke, George Berkeley y David Hume, defenderá, por el contrario, que todo nuestro conocimiento procede inductivamente a partir de la experiencia, negando así el innatismo racionalista. Según el espíritu fundamental del empirismo, sólo hay verdadero conocimiento cuando nos abstenemos de intervenir activamente en el proceso de conocimiento y dejamos que sea “la realidad” y “el mundo externo” los que imprimen su huella en nosotros. Sólo así podemos estar seguros de que nuestras representaciones se corresponden con “la realidad”. Sin embargo, al depositar exclusivamente el origen del conocimiento en la experiencia receptiva, el empirismo derivará progresivamente hacia posiciones escépticas que niegan cualquier necesidad en nuestras explicaciones de los hechos, sino simple y llanamente hechos.

HUME: VIDA Y OBRA

David Hume nació en Edimburgo (Escocia) en 1711. Estudió derecho por presión familiar, pero sus verdaderas pasiones fueron la literatura y la filosofía. Precisamente para dedicarse al estudio de estas disciplinas marcha, con poco más de 20 años, a Francia, donde pasa una larga temporada, y en el retiro del colegio de la Fléche (en el que había sido alumno Descartes) redacta, con tan

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solo veintiún años lo que será su obra fundamental: el Tratado de la naturaleza humana (“A Treatise of Human Nature”), finalizada con tan solo veinticinco años, y publicada poco después (3n 1739-1740). La obra se compone de tres libros que tratan respectivamente “Del entendimiento”, “De las pasiones” y “De la moral” y, aunque Hume tenía grandes expectativas sobre ella, su publicación resultó un fracaso total. Entonces regresa a Escocia, viviendo allí en retiro campestre con su madre y su hermano. Después de ejercer como tutor del marqués de Annandale, comienza una nueva etapa de su vida que le lleva, como diplomático y hombre de mundo, a viajar por Europa. Fue bibliotecario de la Facultad de Derecho de Edimburgo, secretario de la Embajada Inglesa en París y subsecretario de Estado de Escocia.

Respecto del fracaso de su primera y más importante obra filosófica, el propio Hume nos cuenta: “siempre había albergado la sospecha de que mi falta de éxito al publicar el Treatise of Human Nature había procedido más del modo con que fue redactado que de su contenido, y que yo había sido culpable de una indiscreción muy común, al llevarlo a la imprenta demasiado pronto”. El fracaso de ese primer escrito, por tanto, podía subsanarse mejorando el modo de exposición, y eso es lo que trató de hacer Hume: al no obtener la obra la acogida que esperaba, se propuso sustituirla ante su público potencial por un conjunto de reelaboraciones de sus distintas partes. De entre ellas, las más importantes son la Investigación sobre el entendimiento humano (An Enquiry Concerning Human Understanding) de 1748, y la Investigación sobre los principios de la moral (An Enquiry Concerning the Principles of Morals), de 1751. Ambas “Investigaciones” son reelaboración, respectivamente, de los libros primero y tercero del Tratado. Otra obra importante que debemos mencionar de Hume son los Diálogos sobre la religión natural, de 1779. No está de más recordar que, durante su vida, Hume fue conocido fundamentalmente como ensayista e historiador: su Historia de Inglaterra (en 6 volúmenes) fue un auténtico best-seller hasta bien entrado el siglo XIX. Hume murió en 1776, poco tiempo después de que los Estados Unidos de América declarasen su independencia.

LA FILOSOFÍA DE HUME: GRANDES LÍNEAS DE SU PENSAMIENTO

1. La motivación básica de la filosofía humeana: la búsqueda de un fundamento del sistema de las ciencias

La problemática general del pensamiento de Hume es, en el fondo, la misma que la del racionalismo cartesiano: la búsqueda de un fundamento sobre el que edificar el sistema de las ciencias. Este fundamento es la naturaleza

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humana misma, y por eso Hume se propone realizar una “ciencia del hombre” que investigue las capacidades y fuerzas del entendimiento humano que constituyen el núcleo de todas las ciencias. Este propósito da título a su obra fundamental, el Tratado de la naturaleza humana. Ahora bien, contra el racionalismo, el método de investigación sólo puede ser partir de lo dado por la experiencia sin interferencias ni añadidos por nuestra parte. La investigación de los principios de la naturaleza humana parte del supuesto, por tanto, de que la experiencia es la fuente y el límite del conocimiento humano.

En efecto, Descartes llevaba a cabo este proyecto asumiendo la duda metódica como el único camino para llegar a esa verdad indudable que, despejada de prejuicios de toda índole, puede hallarse al principio de nuestro sistema de conocimiento: cogito ergo sum. Sin embargo, a partir de esta primera verdad, Descartes debía admitir el carácter innato de ciertas ideas (especialmente la de Dios) para poder salir del solipsismo y garantizar que nuestras ideas representan realmente las cosas en sí mismas. Sólo de este modo logra reconstruir, sobre un fundamento sólido, el sistema de las ciencias. Al aceptar como única fuente del conocimiento la experiencia, la investigación empirista arrasa progresivamente las certezas y las relaciones necesarias que había defendido el racionalismo, desde el cogitohasta la idea misma de sustancia. Su crítica del innatismo cartesiano afecta a todo el proyecto racionalista, que deriva de la espontaneidad de la razón la inteligibilidad de lo real. Hume se mueve, desde luego, dentro de esta problemática general, y en parte asume las posiciones de Locke y Berkeley, los primeros autores empiristas, pero radicalizándolas hasta alcanzar conclusiones escépticas que limitan nuestra capacidad de conocer el mundo y revelan el carácter ficticio de nuestras creencias fundamentales. Sólo desde esta radicalidad puede comprenderse la peculiaridad de su epistemología.

2. El problema del conocimiento

El método adoptado por Hume para abordar el problema del fundamento de las ciencias es analizar los elementos últimos que constituyen el conocimiento humano, para después reconstruir y explicar así el proceso del conocimiento. Al descomponer nuestra experiencia del mundo en sus ingredientes más simples, Hume realiza una constatación básica: todo el sistema de conocimiento está constituido por percepciones, esto es, contenidos mentales. Por tanto, analizar los elementos del conocimiento es diseccionar el conjunto de las percepciones. Al hacerlo, Hume constata la diferencia entre dos tipos de percepción: impresiones o ideas. A su vez, se dividen en percepciones simples

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(que no admiten distinción ni separación) y complejas (que pueden dividirse en simples)

Las impresiones son los datos inmediatos y directos de la experiencia, fuente última del conocimiento. Estas impresiones, a su vez, pueden ser de dos tipos. Primero, impresiones de sensación, mediante las cuales se presentan las cualidades de los objetos del mundo (colores, sonidos, sensaciones táctiles, frío, placer y dolor….), y cuya causa es desconocida. Las segundas son las impresiones de reflexión, son las pasiones, deseos y emociones (ira, esperanza, temor…) en nuestro ánimo como resultado de la elaboración de las sensaciones a través de ciertas ideas.

Las ideas son la representación de las impresiones, que aparecen cuando pensamos y razonamos, esto es, mediante un acto de reflexión. Las impresiones son, por tanto, la presentación directa e inmediata de las sensaciones, pasiones y emociones. Las ideas, la reflexión sobre ellas., por ejemplo, en un recuerdo, en un concepto, o en un sueño. Una impresión es, por ejemplo, el hambre que siento; una idea, su recuerdo. Al ser mero “reflejo” o “copia”, las ideas no aportan ningún contenido que no estuviese ya dado en la correspondiente impresión, no pueden producir nuevos contenidos. Ahora bien, a pesar de ser exactamente idéntica e indistinguible en todos sus rasgos a las impresiones, existe una diferencia decisiva entre la impresión y su idea, que marca la distancia entre lo sentido y lo pensado: el grado de fuerza y vivacidad. Las ideas se presentan con más debilidad que las impresiones, son menos vívidas, y en eso consiste la distancia que separa lo vivido de lo pensado, a pesar de ser su idéntico reflejo. La vivacidad que poseen las impresiones es el único fundamento de nuestra creencia natural en su realidad.

Ahora bien, las ideas, según Hume, también pueden ser simples o complejas. Las ideas simples son las que están causadas directamente por una impresión simple, a la que representan exactamente (el rojo pensado, el frío pensado, que es idéntico al vivido, salvo por su fuerza). Las ideas complejas son las producidas mediante la conexión de ideas simples (manzana, árbol, París, un teorema matemático…).

Ahora bien, ¿cómo se produce esa asociación de ideas simples que produce nuestra experiencia del mundo? ¿cómo se produce esa transformación que lleva desde la pura presencia de la impresión a la retención y transformación en la mente que produce la idea? Según Hume, la facultad responsable de este proceso es la imaginación (en Hume, pensamiento es imaginación), alterando y recomponiendo el orden y forma de las impresiones originales al formar las

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ideas. La imaginación es la libertad de la fantasía que produce las ideas complejas.

Sin embargo, este trabajo de asociación es realizado por la imaginación con cierta regularidad. ¿Por qué, en efecto, la imaginación no produce simplemente ficción y fantasía? ¿por qué nuestra experiencia del mundo es ordenada? Porque, sostiene Hume, parece que su trabajo está guiado por ciertos principios universales. Parece como si las ideas simples poseyeran ya, en sí mismas, una especie de magnetismo por el cual tendieran a asociarse naturalmente con ciertas otras. Y esa “fuerza suave”, impresa en las ideas, guía la manera como la imaginación compone las ideas complejas: reconociendo la aptitud de unas para asociarse con ciertas otras. Este magnetismo propio de las ideas simples, principio de asociación de las ideas, constituye la ley fundamental de la imaginación. Surge de tres cualidades de las ideas de las que nacen las tres leyes de asociación. La primera es la ley de la semejanza (según la cual la imaginación pasa de una idea a otra que se le parece), la ley de la contigüidad (según la cual se pasa de una idea a otra que generalmente experimentamos anterior en el tiempo o en el espacio) y la ley de causalidad (según la cual la imaginación pasa de la idea de efecto a la idea de causa). Por tanto, el orden y regularidad de nuestra experiencia del mundo tiene como único fundamento las leyes de asociación de la imaginación que dirigen su trabajo de unificación de las ideas complejas.

El conocimiento científico consiste en ideas complejas. Sin embargo, estas pueden ser verdaderas o ficticias. ¿Cuál es el criterio de verdad que permite distinguir el conocimiento verdadero de las ficciones y errores? ¿qué garantiza las verdades científicas?

Para responder a esta cuestión, Hume distingue dos tipos de juicios que diferencian dos tipos de ciencias: relaciones de ideas y cuestiones de hecho. El conocimiento de las relaciones existentes entre las ideas constituye el tipo de conocimiento propio de las ciencias formales (matemáticas y lógica). En ambos campos, en efecto, el conocimiento no procede de la experiencia, sino de las propiedades inherentes a las ideas. Por eso, basta con analizar la relación entre el sujeto y el predicado para constatar que el juicio es verdadero. En última instancia, se trata de juicios analíticos cuyo fundamento se encuentra en el principio de no contradicción. Por ejemplo, el juicio “el todo es mayor que las partes” es verdadero con independencia de lo que pase en el mundo, de que haya todos y partes. Este conocimiento no se refiere a hechos, sino a la relación que existe entre las ideas de todo y de parte. Aun cuando estas ideas procedan de la experiencia, su relación es independiente de los hechos. Por tanto,

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su verdad es evidente, porque su contrario es imposible. Por eso, la lógica y las matemáticas son saberes bien fundados.

Ahora bien, ¿qué ocurre con las ciencias empíricas, aquellas que encuentran su origen en la experiencia? Estos saberes están constituidos por juicios que contienen cuestiones de hecho. A diferencia de las relaciones de ideas, que son puramente analíticas, las cuestiones de hecho sí que se refieren a lo que existe o no existe en el universo, y por tanto su verdad es empírica, dado que su contrario es lógicamente posible. El conocimiento que tengo de que ahora estoy escribiendo, de que hace un rato escuchaba música, de que dentro de unos instantes hervirá el agua colocada sobre el fuego, es un conocimiento factual, de hechos. Y el conocimiento sobre hechos no puede tener, en último término, otra justificación que la experiencia, esto es, las impresiones. El juicio “mañana saldrá el sol” no es una verdad lógica: su contrario (mañana no saldrá el sol) es un juicio que tiene sentido y lógicamente posible. Sólo si mañana sale el sol, dispondré de la impresión que verifique mi predicción. Si carezco de ella, tendré una creencia sin ningún fundamento. ¿Cuál es, entonces, el criterio de verdad que permite justificar la validez de este tipo de ideas? Hume afirma, tajantemente, que una idea relativa a hechos sólo es verdadera siempre y cuando podamos señalar la impresión de la cual procede. En caso contrario, se tratará de una simple ficción producida libremente por la imaginación. El límite de nuestro conocimiento son, pues, las impresiones.

Sin embargo, las ciencias empíricas aspiran a tener un conocimiento de las leyes del mundo sobre las cuales fundar predicciones con una validez semejante a los conocimientos lógicos y matemáticos. ¿Es eso posible? Actuamos y hablamos como si tuviésemos conocimiento cierto y seguro acerca de cuestiones de hecho. Afirmamos, por ejemplo, que mañana va a salir el sol, y nos comportamos como si estuviésemos seguros de ello. ¿Cuentan con un fundamento sólido esas afirmaciones? Para responder a esta pregunta, Hume analiza el principio de causalidad.

3. La crítica humeana al principio de causalidad

Aplicando el criterio que hemos obtenido más arriba, tenemos que reconocer que todo lo que sabemos con evidencia acerca de los hechos queda limitado a las impresiones actuales (es decir, lo que ahora vemos, oímos, etc.) y a los recuerdos actuales de impresiones pasadas (es decir, lo que recordamos haber visto, oído, etc.). Sin embargo, no tenemos impresión alguna de lo que sucederá en el porvenir, no tenemos impresiones de ningún tipo acerca de hechos futuros; en efecto, ¿cómo vamos a tener impresiones de lo que aún no ha sucedido?

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Ahora bien, como decimos, en nuestra vida contamos permanentemente con que en el futuro se producirán ciertos hechos. Realizamos constantemente predicciones sobre hechos futuros conforme a ciertas reglas. Si, por ejemplo, vemos que empieza a arder la moqueta de nuestra casa, corremos a apagarla, porque creemos que, si no hacemos nada para evitarlo, el fuego terminará quemando toda la casa (y a nosotros dentro). ¿En qué nos basamos al hacer estas predicciones?

Hume piensa que todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la suposición de que todos los acontecimientos físicos obedecen a una relación de causa y efecto, es decir, están sometidos al principio de causalidad, según el cual, dada la causa A, necesariamente tiene que darse a continuación el efecto B. El principio de causalidad conecta necesariamente la serie de los acontecimientos: supone la existencia de una conexión necesaria entre A y B. Que el fuego, por ejemplo, es causa del calentamiento significa que si ponemos una llama cerca de un objeto, el objeto necesariamente se calentará. Sin embargo, ¿tenemos alguna experiencia de esta conexión? Si nos atenemos a la experiencia, cuando observamos el fuego solo percibimos, primero, que arde el fuego, y después, que aumenta la temperatura de los objetos cercanos, pero nunca que haya una conexión necesaria que ligue ambos hechos. En efecto, la experiencia no nos muestra una conexión necesaria, solo una sucesión temporal: que, de hecho, todas las veces que se ha dado A, se ha dado a continuación B (no que, si se da A, tenga que darse después necesariamente B). Y eso es todo lo que podemos afirmar con evidencia. Lo único observable en la supuesta relación de causa-efecto es una sucesión constante (no necesaria).

¿Por qué, sin embargo, creemos que hay conexión necesaria donde sólo hay sucesión? Porque la repetición constante de la misma sucesión produce en nosotros una costumbre que se transforma en creencia. No es la razón, ni la imaginación, sino la simple costumbre, el mecanismo que genera las asociaciones causales. La inteligibilidad del mundo (que reside en la suposición de que todos los fenómenos están conectados por relaciones causales) deriva, por tanto, de un acto inconsciente e irracional productor de una ilusión. Tan solo la repetición incesante de acontecimientos sucesivos (siempre que se da A, se da B) produce esta “operación secreta” de la costumbre, inconsciente, que nos hace creer en la existencia de una relación causal (sólo si se da A, se da necesariamente B).

Así, no tenemos conocimiento –en sentido estricto– de las relaciones de causalidad, sino solamente una creencia ilusoria basada en la costumbre. Eso es

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todo. Y esta creencia nos basta y nos sobra para arreglárnoslas y para vivir, pero no para garantizar la validez de las ciencias empíricas. Sin embargo, aunque las ciencias no puedan alcanzar un conocimiento evidente, sí pueden tener un conocimiento probable. En efecto, las predicciones que nosotros realizamos acerca de cuestiones de hecho (por ejemplo, “mañana saldrá el sol”) no son simplemente absurdas o ilusorias, no se basan en el simple azar. No es completamente indiferente decir “mañana saldrá el sol por el este” que “mañana saldrá el sol por el norte”. Parece que hay ciertas afirmaciones que pueden ser más probables que otras y, por tanto, más verosímiles, esto es, más creíbles. No hay certeza absoluta, pero sí una creencia mayor. Ahora bien, ¿de qué deriva su mayor verosimilitud? Exclusivamente, del número superior de casos, esto es, la acumulación de repeticiones de hechos. De esto no puede derivarse una certeza, pero sí una probabilidad mayor. Del hecho de que un hecho haya ocurrido n veces no puede deducirse con necesidad lógica que vaya a ocurrir una vez más. Del hecho de que de 100 tiradas de un dado hayan salido 96 veces el nº 3 no podemos deducir que, en la próxima tirada, saldrá el nº 3, pero sí nos da derecho a conjeturar que es más probable que salga. El número superior de casos legitima la superioridad parcial de una creencia sobre otras. Cuantos más casos acumulemos, mayor grado de probabilidad. El conocimiento científico no alcanza, por tanto, la evidencia, pero sí se aproxima a ella en progresivos grados de probabilidad. Se trata de una conjetura razonable fundada en la acumulación de experiencias del mismo tipo, pero carente de necesidad.

4. La crítica humeana a la noción de sustancia

Ahora bien, el criterio de verdad señalado no destruye solamente el principio de causalidad. Sus efectos alcanzan a corroer los cimientos de la noción de sustancia, sobre la que reposa la inteligibilidad de la realidad para la metafísica racionalista. La sustancia es una suerte de fundamento permanente, de sustrato, en el que inhieren la serie de propiedades (accidentes) del objeto. Su crítica afecta a las tres realidades últimas supuestas por la filosofía racionalista: el mundo (res extensa), Dios (sustancia infinita), y el yo (res cogitans).

En primer lugar, no podemos afirmar que exista ningún sustrato corpóreo diferente de nuestras impresiones, puesto que no tenemos ningún derecho a afirmar que debajo de nuestras impresiones haya alguna entidad oculta que las soporte; de otro modo, cuando observo una manzana, nunca percibo directamente “la manzana”, sino solamente sus cualidades: un color amarillo, un olor perfumado, un sabor dulce… La unidad de todas esas sensaciones en un objeto que supuestamente está por debajo (sub-stancia),

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oculto bajo ellas, pero soportándolas y unificándolas, una especie de residuo real en el cual se anclan y se conectan todas ellas, eso es algo de lo que yo no tengo experiencia. A través de mis impresiones solamente se me dan cualidades, nunca la supuesta sustancia en la cual inhieren esas cualidades. De eso no hay impresión. Es, por tanto, una ficción. Solo es una “colección de ideas simples unidas por la imaginación” a la que, además, atribuimos un nombre particular que nos permite recordar esa colección permanentemente.

Del mismo modo, en segundo lugar, no puedo tener ningún conocimiento de la existencia de Dios, pues no existe ninguna impresión de Él, precisamente porque Dios se define como aquello de lo cual no puede haber experiencia por ser infinito. Por tanto, tan sólo podemos adoptar una postura agnóstica: la cuestión de Dios rebasa los límites del conocimiento.

Finalmente, ni tan siquiera podré mostrar que exista un yo al que se refieran todos mis fenómenos mentales. De mi “yo” tampoco tengo impresión, y por tanto su existencia es algo que solamente supongo. En efecto, todo lo que podemos saber con certeza es que aparecen ante mi conciencia una serie de impresiones sucesivas (ahora dolor, ahora placer, ahora tristeza, ahora un recuerdo, ahora un deseo…), pero jamás una impresión de algo constante e invariable que unifique todos esos fenómenos mentales en una sustancia que defina mi identidad personal. Soy solamente una colección de percepciones en constante flujo, y no una sustancia que las recoja y dé unidad. El yo es, por tanto, otra ficción.

De este modo, partiendo de la misma cuestión cartesiana (el fundamento del sistema de las ciencias), Hume, convirtiendo la razón en un poderoso bisturí escéptico para descubrir los mecanismos de la ficción sobre los que se asienta nuestra experiencia ingenua del mundo, alcanza unas conclusiones opuestas que estrechan los límites del conocimiento y nos despiertan del sueño racionalista que pretende una comprensión absoluta de lo real.

Primero, defiende una posición fenomenista, que reduce las percepciones a meros fenómenos de conciencia. De este modo, Hume responde al problema cartesiano de la representación (correspondencia adecuada de mis percepciones a la realidad extramental) encerrando al sujeto en su propia conciencia y suprimiendo el mundo extramental, que no puede ser deducido de nuestras percepciones. Sí es cierto, en cambio, que tenemos una “creencia natural” que nos hace confundir nuestras percepciones con objetos externos, y que la razón es demasiado débil para eliminar. Pero esta creencia natural es simplemente una poderosa ficción. Lo que tomamos como “realidad” son simplemente percepciones dotadas de una fuerza y vivacidad (impresiones), pero cuyo origen

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ignoramos. Esa vivacidad es el origen de esa ilusión natural que sólo una razón escéptica alcanza a desvelar.

Después, una posición escéptica: al suprimir el principio de causalidad y la noción de sustancia, aniquila los fundamentos que nos permiten organizar y articular nuestra experiencia del mundo. La costumbre se convierte en el mecanismo de producción de la ilusión de la coherencia del mundo. Pero nuestro conocimiento verdadero se limita, por tanto, a impresiones pasadas, presentes, y a conjeturas probables sobre hechos futuros.

5. El emotivismo moral: la falacia naturalista y el sentimiento moral

La segunda parte del Tratado de la Naturaleza Humana se propone fundar empíricamente una ciencia moral. Una ciencia que, adoptando el exitoso método de la física, fundamente rigurosamente nuestros juicios morales.

En efecto, todo hombre tiene conciencia de las diferencias cualitativas (morales) entre las acciones, y por eso emite juicios que expresan su aprobación o reprobación de ciertos actos. Aprobamos, por ejemplo, la generosidad y la benevolencia, y reprobamos el crimen y la opresión. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de nuestros juicios morales?

La mayoría de los filósofos, desde Aristóteles, han defendido que la diferencia entre lo moralmente bueno y malo tiene su origen en la razón: ésta puede conocer la naturaleza humana y, de ella, deducir los principios de conducta acordes con ella, que garantizan la felicidad del individuo. El conocimiento de la naturaleza humana es, pues, el fundamento de los juicios morales.

Hume defiende que el conocimiento intelectual no puede ser el fundamento de la moral porque la razón es incapaz de influir sobre nuestros actos. En efecto, parece que un conocimiento es incapaz por sí solo de despertar el deseo, de determinar la voluntad. Esto es justamente lo que la razón no puede explicar: ni por qué ciertos actos nos resultan amables u odiosos, ni por qué lo amable/odioso ha de ser querido o detestado. Los principios morales (las normas), por sí solos, carecen de efecto práctico alguno. Hace falta que otra cosa haga que yo los quiera. Por tanto, la razón, por sí sola, no puede ser el fundamento de la moral.

Cuando un filósofo afirma que la razón puede determinar la voluntad comete, de hecho, una falacia naturalista, que consiste en deducir de juicios de hechos, juicios de deber: en pasar del “ser” al “deber ser”. No hay nada en nuestros juicios sobre el mundo, en nuestra descripción de lo que ocurre, que permita deducir normas de conducta. Son dos planos completamente distintos: una cosa es ver que alguien humilla a alguien, y otra sentir repugnancia o

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aprobación. Lo primero es conocimiento, lo segundo es una valoración. Y la valoración no se deduce del hecho. Tiene un origen distinto. Sólo cuando ya hemos valorado, entonces realizamos el juicio moral (“esto es injusto”, “esto es malo”), del que, a su vez, se derivan los juicios normativos (“no se debe humillar a otro ser humano”).

Ahora bien, si la razón no es el fundamento de la moral, ¿qué otra cosa puede serlo? La respuesta de Hume es tajante: sólo ese tipo particular de impresiones que sí tiene la capacidad de influir sobre nuestra voluntad: el sentimiento moral. Sólo los sentimientos disparan nuestro deseo. Nuestro querer no deriva del pensamiento, sino del sentimiento. Nuestra voluntad no es determinada por la razón, sino por las diferentes disposiciones afectivas. Y por tanto, sólo el sentimiento puede fundar nuestros juicios morales. Esta tesis se conoce como emotivismo moral.

Pongamos un ejemplo: un alumno está humillando a otro compañero. ¿Qué ocurre? Formo un juicio de valor: “eso es injusto”, y mi querer se determina en un acto: “quiero evitarlo”. ¿Cómo ocurre? Pues no porque deduzca a partir de la naturaleza humana un principio que afirme que uno no debe humillar a un compañero; sino porque esa experiencia despierta inmediatamente en mí un sentimiento de repugnancia, del brotan un juicio de reprobación y el deseo de actuar para evitarlo.

Los sentimientos constituyen, por tanto, el fundamento último de los principios morales. En efecto, el bien y el mal son realidades afectivas que expresan el sentimiento amable u odioso que despiertan en mí ciertos hechos. Los sentimientos morales se asemejan, por tanto, al gusto (sentimiento estético) del que nace el sentimiento de belleza y fealdad: la experiencia del bien y del mal nacerían del sentimiento de “belleza moral” (amabilidad) o “fealdad moral” (odio) que experimentamos al observar ciertas conductas. En este determinado tipo de impresión que son los sentimientos morales se fundan los juicios de valor (por ejemplo: “esto es bueno”, “esto es malo”, “esto es correcto”, “esto es injusto”) que emitimos al valorar una conducta, del que se derivan los juicios normativos que rigen nuestra conducta (por ejemplo: “esto se debe hacer” o “esto no se debe hacer”). Cuando emitimos un juicio moral, como, por ejemplo, “no debes robar”, lo que en el fondo queremos decir es algo así como “me desagrada que robes”: expresamos el sentimiento de desagrado que nos produce.

Ahora bien, esto plantea un problema, porque, ¿es posible fundamentar normas universales y necesarias a partir de los sentimientos? ¿Son los sentimientos universales (idénticos para todo ser humano) o particulares

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(dependientes de la constitución y manera de ser de cada hombre)? Manteniendo la analogía con la experiencia de la belleza, Hume sostiene que la adquisición de los sentimientos morales requiere una educación y, por tanto, discernimiento. Aquí, precisamente, en este segundo nivel, tiene la razón su papel en la vida práctica. En efecto, de la misma manera que hay una “belleza natural”, inmediata, que despierta universalmente el sentimiento de lo bello en cualquiera, hay una “belleza artificial”, en la que cabe la verdad y el error, y que por tanto requiere de la razón para adquirir la disposición adecuada a la captación del sentimiento apropiado. La “belleza moral” es semejante. Es natural, pero debe ser educada. Se requiere la razón para corregir el “gusto equivocado”, que eduque y afine a la sensibilidad haciéndola capaz de apreciar correctamente los valores.

¿Y cuál es el fundamento último de nuestros principios morales? Hume parte del análisis de las cualidades que conforman el “mérito personal”: amabilidad, alegría, simpatía, inteligencia, generosidad, cortesía, etc.. La serie de “virtudes sociales” que componen un buen carácter. Son universales, porque despiertan en todos los seres humanos un sentimiento de agrado y la correspondiente aprobación: en efecto, todos deseamos que nos las atribuyan, venga el elogio de amigos o enemigos. Su posesión es, por tanto, lo que nos hace “buenos”. De este modo, mediante un método experimental (y no una especulación abstracta) podemos investigar cuál es el elemento común que hace estimables todas esas cualidades, que será el fundamento último de la ética.

Este elemento común a todas las “virtudes sociales” que constituyen un “buen carácter”, y que merecen el reconocimiento del género humano, es que nacen de una “inclinación hacia los demás”, de una generosa preocupación por los congéneres. El individuo que las posee, ejerce una influencia benigna en los demás, genera felicidad y satisfacción a su alrededor. Por tanto, sostiene Hume, aquello de lo que deriva (en gran medida) la estimación (alabanza) o la aversión (reproche) es, en última instancia, el reconocimiento de la “utilidad pública”. El fundamento de las virtudes morales reside en aquello que beneficia a toda la humanidad.

Por ejemplo, ¿es bueno dar limosna? Sólo si se ayuda al débil, pero no si se fomenta su dependencia. ¿Es bueno el tiranicidio? Sí, si libra a la humanidad de un monstruo; pero no si provoca su crueldad y recelo. ¿Es buena la generosidad de los adinerados? Sí, como signo de comprensión del desfavorecido; pero no, si solo sirve para apaciguar la mala conciencia de saber que mi buena vida depende del esfuerzo de la multitud desfavorecida.

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6. El problema de Dios: religión y sentimiento

Como hemos visto más arriba, con la crítica a la noción de sustancia, Hume critica la posibilidad de mostrar la existencia de Dios racionalmente, al no existir ninguna impresión de Él. Pero, además, Hume va a criticar la posibilidad de encontrar un principio racional a la religión misma. Se opone, por tanto, a la mayoría de ilustrados, que defienden la existencia de una “religión natural”, basada en la misma naturaleza humana, que lleva a admitir una posición deísta. Primero, sostiene Hume, no todos los hombres tienen sentimientos religiosos; después, no todas las religiones tienen el mismo núcleo común. Y es que la religión no se basa en la razón, sino que, como la moral, nace de los sentimientos y se alimenta del temor, de la ignorancia y del miedo a lo desconocido. De ahí que, de acuerdo con Hume, no haya religión natural, sino historia natural de la religión, es decir, explicación natural de la religión a partir de un conjunto de instintos y sentimientos. En esta historia natural de la religión podemos fijarnos, por ejemplo, en el paso del politeísmo (situación en la cual se veneran múltiples dioses) al monoteísmo (situación en la cual se venera un único Dios). El monoteísmo revela una cierta racionalización de la religión, pero al mismo tiempo potencia el fanatismo y la intolerancia. Cuando uno cree que sólo su Dios es el verdadero, se siente con el derecho de imponérselo a los demás. Además, la creencia en un Dios único y todopoderoso genera en los hombres sentimientos destructivos, como la humillación o la penitencia.

En cualquier caso, tampoco cabe, a juicio de Hume, dar una respuesta negativa tajante y categórica al problema de la religión y de Dios. Más bien, parece que el problema de Dios escapa a los límites del conocimiento humano y, por tanto, la postura más razonable es el agnosticismo: suspender el juicio.