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Gran Torino (2008) Clint Eastwood El funeral por el fallecimiento de Dorothy, esposa de Walt Kowalski, y la comida posterior sirven para presentar al protagonista del relato: un inmigrante de origen polaco, jubilado de la industria del automóvil (trabajó durante 50 años en la Ford), veterano de la guerra de Corea, racista y cascarrabias, que vive distanciado de sus hijos y nueras, que no soporta a sus nietos (en particular a su nieta, muy interesada en el coche de Walt; cuando ésta, empujada por sus padres, se ofrece a ayudarle con unas sillas, el abuelo le contesta: “No, seguro que te acabas de pintar las uñas”), que desprecia a sus vecinos, también inmigrantes pertenecientes a la etnia asiática hmong (“estamos de duelo, rollito de primavera”, espeta a Thao, el vecino adolescente que le pide unas pinzas de batería) y que discute ásperamente con el sacerdote católico, al que primero llama “niñato que acaba de salir del seminario” y después “virgen de 27 años que no sabe nada de la vida”, que pretende cumplir la promesa que hizo a la difunta Dorothy, lograr que su marido se confesara. Estas pinceladas iniciales permiten entrever la profundidad del personaje, cuyo verdadero trauma procede de sus experiencias en la guerra, de haber matado a quien sólo deseaba rendirse y de haber sido condecorado por eso. Ahora, atormentado por esos recuerdos, por una conciencia que no le deja en paz, vive acompañado por su rifle, su fiel perra Daisy y su Ford Gran Torino de 1972, vehículo que él mismo sacó de la cadena de montaje, a la espera de una redención, de un sacrificio salvador, con indudables ecos religiosos, como se muestra en la resolución del conflicto. A la presentación de Walt sigue la de sus vecinos, a los que querría ver lejos de su barrio (él y la abuela se rechazan sin entenderse; bastan los gestos: ambos lo dicen todo escupiendo), quienes celebran una fiesta por el nacimiento de un niño. Y la del barrio, el escenario en que imponen su ley las bandas juveniles multirraciales. Una de ellas tiene como cabecilla a un primo de Thao. Tras salvarlo del acoso de otra banda, quieren hacerlo un hombre, convertirlo en uno

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Gran Torino (2008)

Clint Eastwood

El funeral por el fallecimiento de Dorothy, esposa de Walt Kowalski, y la comida posterior sirven para presentar al protagonista del relato: un inmigrante de origen polaco, jubilado de la industria del automóvil (trabajó durante 50 años en la Ford), veterano de la guerra de Corea, racista y cascarrabias, que vive distanciado de sus hijos y nueras, que no soporta a sus nietos (en particular a su nieta, muy interesada en el coche de Walt; cuando ésta, empujada por sus padres, se ofrece a ayudarle con unas sillas, el abuelo le contesta: “No, seguro que te acabas de pintar las uñas”), que desprecia a sus vecinos, también inmigrantes pertenecientes a la etnia asiática hmong (“estamos de duelo, rollito de primavera”, espeta a Thao, el vecino adolescente que le pide unas pinzas de batería) y que discute ásperamente con el sacerdote católico, al que primero llama “niñato que acaba de salir del seminario” y después “virgen de 27 años que no sabe nada de la vida”, que pretende cumplir la promesa que hizo a la difunta Dorothy, lograr que su marido se confesara. Estas pinceladas iniciales permiten entrever la profundidad del personaje, cuyo verdadero trauma procede de sus experiencias en la guerra, de haber matado a quien sólo deseaba rendirse y de haber sido condecorado por eso. Ahora, atormentado por esos recuerdos, por una conciencia que no le deja en paz, vive acompañado por su rifle, su fiel perra Daisy y su Ford Gran Torino de 1972, vehículo que él mismo sacó de la cadena de montaje, a la espera de una redención, de un sacrificio salvador, con indudables ecos religiosos, como se muestra en la resolución del conflicto. A la presentación de Walt sigue la de sus vecinos, a los que querría ver lejos de su barrio (él y la abuela se rechazan sin entenderse; bastan los gestos: ambos lo

dicen todo escupiendo), quienes celebran una fiesta por el nacimiento de un niño. Y la del barrio, el escenario en que imponen su ley las bandas juveniles multirraciales. Una de ellas tiene como cabecilla a un primo de Thao. Tras salvarlo del acoso de otra banda, quieren hacerlo un hombre, convertirlo en uno

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de ellos, algo a lo que se opone decididamente Sue, la hermana del chico. Casi forzado, Thao deberá pasar su “bautismo de fuego”, robar el “carro del vecino”, el Gran Torino. Otro personaje importante en la obra es el sacerdote: Walt, molesto con su insistencia, utiliza con él la ironía, el sarcasmo y el mismo lenguaje directo y brutal de siempre, sin que ello arredre al cura. Sus conversaciones sirven para poner de manifiesto las auténticas obsesiones del jubilado, para expresar en palabras la voz de su conciencia: sentados en un bar, Walt recuerda sus tres años en Corea, evoca el horror con el que convivirá hasta la muerte: En unos intensos primeros planos de ambos, reconoce que sabe más de la muerte que de la vida. Tras esta parte inicial de la película, los acontecimientos comienzan con el fallido intento de robo de Thao y la presión que la banda ejerce sobre él, que desemboca en una pelea que corta en seco Walt, armado con su rifle. Molesto por una presencia que detesta, destilando racismo, su rostro expresa odio cuando expulsa de su jardín a los intrusos. Ni siquiera lo ablandan los gestos de agradecimiento de sus vecinos (flores, comida, detalles que él llama “basura”), para quienes se ha convertido en un héroe por hacer frente a los violentos (“un puñado de niñatos amarillos”, en expresión suya), papel que se acentúa cuando intervine para salvar a Sue de las manos de un grupo de “morenos” afroamericanos. La escena es premonitoria: anticipa, por un lado, la agresión que Sue sufrirá después, esta vez a manos de gentes de su propia raza, y, por otra, Walt ensaya el gesto que repetirá después, especialmente en el momento cumbre de la película, el disparo con la mano. Particularmente duro se muestra con el chico blanco que acompañaba a la joven: lo llama “irlandés lechoso”, “marica” y “estúpido cretino”. En el coche, Sue escucha la regañina de Walt: no es recomendable andar por este barrio, y menos en compañía de ese chico. De paso ella le explica quiénes son los hmong y qué hacen en EEUU. Por fin, la conversación, mostrada ahora en primer plano, desemboca en Thao: Walt cree que el chico sufre algún retraso, pero Sue insiste en que solo está perdido, desorientado. El cumpleaños del viudo Walt trae a su casa a su hijo Mitch y a su nuera Karem, en lo que supondrá un nuevo episodio de desencuentro entre ellos. A los regalos absurdos se añade la propuesta de que abandone su casa para instalarse en una residencia. Todo ello provoca un nuevo estallido de ira de Walt, que no vemos, aunque sí sus efectos. El distanciamiento de su familia contrasta con su aproximación a los vecinos hmong: Sue lo invita a una barbacoa, lo llama Wally, y le explica algunas

costumbres propias de la etnia (no debe tocarlos en la cabeza –los hmong creen que el alma reside ahí-, no debe mirar a nadie directamente a los ojos –es un gesto de mala educación- ni hablarles a gritos), lo cual profundiza el acercamiento de Walt a quienes se convertirán en su verdadera familia (tema que aparece ya en otras cintas de Eastwood, como Million Dolar Baby). De paso, el chamán de la familia (una especie de adivino o

curandero) está interesado en mirar dentro de Walt, y encuentra que no hay felicidad en su vida, declaración que provoca en el aludido un acceso de tos con sangre que se esfuerza en ocultar. “Tengo más cosas en común con estos amarillos que con mi malcriada familia”, dirá después. Estos amarillos son, entre otros, el tímido y retraído

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Thao y la joven Youa, Yogur (Walt echa en cara a Thao que no advierte que le gusta a la joven Youa: “Se te dan peor las mujeres que robar coches”). Empujado por su familia, y aceptado en el último momento por Walt, Thao empezará a trabajar para éste como pago por el intento de robo. Ha comenzado el proceso de acercamiento entre ambos. Walt acabará siendo para Thao consejero y protector, una suerte de tutor. En paralelo, los accesos de tos con sangre llevan al jubilado al médico, donde podrá comprobar el alcance de la inmigración asiática. Con el resultado de los análisis delante, Walt telefonea a casa de su hijo Mitch. Todos buscan una excusa para no coger el teléfono: padre e hijo, sin embargo, callan lo que deben decir (eso es lo que dicen los planos de ambos, afectado el de Walt, pensativos los dos). El acercamiento entre Walt y los amarillos continúa: aquél arregla un grifo y un ventilador; después necesitará la ayuda de Thao para subir del sótano un congelador, y Sue agradece a su vecino lo que está haciendo por su hermano: Walt es un buen hombre, una buena persona, y se ha convertido para Thao en un modelo que ha permitido que el chico salga de las redes de la banda. Y, en efecto, en una escena clave el modelo ejerce como tal: “¿Qué quieres hacer con tu vida, chaval? ¿No has pensado en estudiar?”. Esta clase de preguntas, como las que podría hacer un padre a su hijo o un educador a un joven, encuentran rápida respuesta en Thao: en cuanto a lo primero le interesan las ventas (”licencia para robar”, prefiere decir Walt al recordar a su hijo mayor); sobre los estudios, cuestan dinero. Conclusión: es preciso trabajar, hacerse un hombre, en lugar de pasar el día cuidando el jardín. Thao comienza, en consecuencia, a hacerse un hombre. Para ello, Walt moviliza sus conocidos: con Martin, el peluquero, aprende a hablar y a bromear como un hombre; ante Kennedy, un encargado de obra amigo de Walt, se presenta como un chico apto para el trabajo en la construcción, y quedan citados para el lunes siguiente. Finalmente, el propio Walt le compra algunos materiales necesarios para empezar el trabajo (casco, cinturón para las herramientas). Sin embargo, este proceso ascendente queda violentamente truncado por la irrupción de la banda.

Así es, una elipsis nos lleva al lunes: Thao desciende del autobús tras el trabajo y se encuentra con la banda de su primo: es insultado y golpeado, le destrozan las herramientas y le queman la cara con un cigarro encendido. Días después, Walt descubrirá la herida en el rostro del chico y este confesará lo ocurrido. Sin embargo, no quiere revelarle dónde vive su primo.

La escena siguiente nos presenta a Walt frente a la casa del primo, que en ese momento sube en su coche con alerón trasero y se marcha. El veterano de Corea espera la salida de otro miembro de la banda. Un suave redoble de tambor nos sugiere el carácter bélico que toma la escena: Walt empuña su arma y sorprende al amarillo, lo golpea y deja su mensaje: “Aléjate de Thao”. Ha concluido su escaramuza. Llueve cuando llega a su casa. En el jardín de los hmong, Walt, feliz, ejerce de nuevo labores celestinescas urgiendo a Thao a que se declare a Youa, algo que el joven ya ha hecho. Entonces, el viejo jubilado da un paso más y les ofrece su Gran Torino para que salgan al cine y a cenar. Llegados a este momento, podemos decir que el antiguo racista ha

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abandonado sus prejuicios para hacer suya la causa de aquéllos a los que un día despreció. Desde entontes los acontecimientos se precipitan: la banda ejecuta una venganza cruel, primero con ráfagas de ametralladora sobre la casa de los hmong, que hiere ligeramente a Thao, y después con el terrible ultraje a Sue. Lo que sucede a continuación está contado en penumbra, en constantes claroscuros, con una fotografía tenebrista, aludiendo de esta manera al conflicto interior del protagonista: un movimiento circular de cámara, que arranca por detrás de Walt pasa por sus manos ensangrentadas (fuera de sí, ha descargado su cólera contra los muebles y cristales de su casa) y concluye en un primer plano de su rostro. El personaje se relaja y se duerme, la perra a su lado, pero el plano sugiere que un plan, una idea, ha tomado cuerpo en su mente, aunque en la posterior conversación con el sacerdote, de nuevo narrada en claroscuros, responde a los temores del cura con un “algo se me ocurrirá”. Y, en efecto, algo se le ha ocurrido, pues sus movimientos siguientes responden a un plan claramente trazado: por un lado, corta el césped de su jardín y toma un baño relajante (incluso se permite fumar en él, por primera vez), se corta el pelo y se afeita con navaja (un nuevo travelling de acercamiento al rostro de Walt subraya la idea de que todo ello responde al plan previsto), se hace un traje a medida y va a la iglesia a confesarse (aunque el cura le pregunta qué está tramando). Walt abandona la iglesia absuelto pero el sacerdote no se fía “de la insensatez que planea”. Por otro lado, Walt frena las ansias de venganza de Thao, en unas escenas de especial relevancia en la película: el excombatiente regala a su ahijado la estrella de plata que recibió por un acto heroico en 1952 (“conocíamos el peligro –dice- y aun así fuimos, como podría pasar esta noche”); pero el joven, excitado tanto por la estrella como por las armas, insiste en preguntarle qué se siente al matar a un hombre. Por toda respuesta, Walt realiza una maniobra para ganar tiempo: encierra a Thao en el sótano y se sincera con él. Le dieron la medalla por matar a un pobre crío amarillo que solo deseaba rendirse. No hay un solo día que no lo recuerde. Thao tiene una vida por delante, él ya no, y por eso irá solo esta noche al encuentro de los que agredieron a Sue. Continúan los gestos de despedida de Walt: encomienda a su perra a la abuela de Thao, llama a Sue y le avisa del encierro de su hermano y del lugar donde se encuentran las llaves. Finalmente, la policía retira la vigilancia de la casa de la banda. Todo está preparado: es de noche y Walt entra en pantalla de espaldas y se detiene en mitad de la calle. Su presencia no tarde en ser advertida en el interior de la casa. Walt les provoca, los insulta, les recuerda la violación de Sue, en tanto que los

vecinos se acercan a presenciar la escena. De nuevo, imita con su mano el gesto del disparo. Un redoble de tambor anuncia el comienzo de las acciones armadas. “¿Tenéis fuego?”, pregunta; llegan más vecinos ante el desconcierto de los violentos. “Yo sí lo tengo”, se responde, al tiempo que empieza a rezar y acerca la

mano al bolsillo interior de la chaqueta para sacar… ¡el mechero! A cambio, recibe una lluvia de balas. Un movimiento de cámara en grúa nos lo muestra en contrapicado muerto, en la posición de un crucificado. El veterano de Corea ha consumado su sacrificio. La idea de Walt ha quedado al descubierto: “le han disparado, pero no iba armado” -explica a Thao el agente Chang-, “hay testigos, los asesinos irán a la cárcel”. Ahora todos comprenden: Thao, Sue, el sacerdote. La lectura del testamento cierra el plan tramado por el difunto excombatiente: la familia se reúne para escuchar la última

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voluntad del finado, pero el objeto más deseado, el Gran Torino, es para Thao, que lo conduce, con la perra al lado, en el plano final. Walt Kowalski es una especie de epítome, de síntesis crítica de la historia interpretativa de Eastwood, que ha creado en algunos de sus personajes la imagen de un tipo duro, un héroe pétreo e impasible, con un implacable sentido de la justicia, que defiende el bien sin mover un músculo. Cabe recordar personajes como Harry Callahan, Harry el sucio, Bronco Billy, los personajes sin nombre y sin apenas palabras de los spaghetti western (un poncho, un sombrero, un cigarro y un revólver), o el William Munny de Sin perdón, violento pistolero redimido por su esposa que

vuelve para hacer justicia y desaparecer. Kowalski, sin embargo, da un paso más que los personajes citados. En esta película el viejo héroe es un jubilado viudo que vive solo, en compañía de sus prejuicios racistas, su bandera, su perra y sus cervezas, incapaz ya de conectar con sus hijos y nietos (problemas que ya habían aparecido en el Frankie Dunn de Million Dólar Baby). Este viejo

héroe nostálgico y crepuscular, que no soporta la presencia multirracial en su barrio y que tiende al aislamiento (su casa es un fuerte: al modo del western, es un recinto fortificado presidido por la bandera y defendido con sus armas), es ya una imagen espectral, una sombra de sí mismo: Kowalski vive atormentado por sus remordimientos (los recuerdos atroces de la guerra de Corea) a la espera de una ocasión que le permita liberarse de ellos, redimirse. Thao será esa ocasión: con el Gran Torino, él heredará los valores de Walt Kowalski (ejemplificados en el tramo final de la película, cuando enseña a Thao a hacerse un hombre, a integrarse en la sociedad a través del trabajo, la idea tan norteamericana del self made man). Se ha dicho a menudo que la narrativa de Eastwood es clásica: la suya es una cámara invisible, cuya presencia suele pasar inadvertida para el espectador, que no subraya lo que muestra ni se convierte en protagonista del relato. Sin embargo, en su narración se funden la épica y la melancolía, como en el mejor western clásico. Como sus héroes, Walt asumirá que ya no hay sitio para él en este mundo nuevo, que ha llegado el momento de la retirada, del sacrificio redentor (el del héroe sin armas, armado solo de fuerza moral). Ciertamente, las claves narrativas del western sirven para analizar esta película: el viejo héroe solitario que regresa con su pasado a cuestas para proteger a sus débiles vecinos de un enemigo cruel y violento, para lo cual no duda en empuñar un arma o en tomarse la justicia por su mano. Ahora Bien, se trata de un western urbano, que acoge a una sociedad decadente: esa que Walt observa sentado en su porche, espacio siempre presente en las casas y cabañas del viejo oeste, desde donde los vaqueros oteaban el horizonte, el lugar de donde provenía el peligro. Ahora, sin embargo, el peligro es otro: el tejido social norteamericano está cambiando. La cinta está ambientada en Detroit, gran centro de la industria automovilística (Motown), ahora en decadencia, cuya población ha experimentado cambios profundos (importante inmigración de origen europeo en la primera mitad del siglo XX, un gran porcentaje de población afroamericana, asiáticos, hispanos, entre otros) y que soporta un elevado índice de criminalidad. Todo ello supone una profunda revisión del sueño americano, de sus ideales de libertad, de igualdad de oportunidades.

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Los hmong son un miembro más de esa enorme comunidad multirracial. Procedentes de Laos, llegaron a EEUU hacia 1975 tras haber participado en la guerra de Vietnam al lado de los norteamericanos (y previamente haber colaborado con la CIA para evitar la extensión del comunismo por Asia) y haber sufrido la posterior persecución vietnamita, que diezmó dramáticamente la población de la etnia. Actualmente, se calcula que viven unos 180.000 hmong en Norteamérica. La película de Eastwood ha servido para sacar del olvido la tragedia de esta etnia, conocer su verdadera situación y reclamar a la Administración norteamericana el trato justo que han merecido.

Lo anterior convierte a la película en un repaso al último medio siglo de la historia norteamericana, a partir del hilo conductor del Ford Gran Torino de 1972. El sueño americano, si pertenece ahora a alguien, es a los inmigrantes. El antiguo empleado de la Ford vive en Highland Park, un barrio de viviendas con jardín que creció con la ciudad, donde se instaló la primera fábrica de Ford con su cadena de montaje, y que hoy es un suburbio decadente y peligroso. El Gran Torino es un coche de otra época, fabricado un año antes de la crisis del petróleo de 1973 y de la irrupción en el mercado de las marcas japonesas, por las que se interesan los hijos de Kowalski.

Si en el pasado fueron inmigrantes los que ayudaron a construir el país (el constructor irlandés amigo de Walt es un ejemplo de ello), el futuro estará en manos de nuevos inmigrantes, personificados en el joven Thao. Ese futuro deberá construirse sobre bases sólidas: el trabajo, la solidaridad y la justicia (no hay lugar para violentos como el primo de Thao o como el propio Kowalski en el pasado). Por ello, solo Thao será digno de recibir en herencia el Gran Torino, es el único que lo merece.

En fin, el coche, en cuanto hilo conductor narrativo es algo más que un vehículo. Es lo más deseado de la herencia del difunto Kowalski pero solo pertenecerá a quien sea digno de él, y esa dignidad no se otorga, se merece, como se ha indicado.

La banda del primo de Thao se mueve en un Honda Civic al que le han añadido un alerón, modificación a la que se refiere Kowalski en el testamento (“ni le pongas un enorme alerón de marica, como hacen todos los rollitos de primavera. Si puedes evitar hacer todo esto, será tuyo”). La otra banda, de origen latino, que acosa a Thao en la parte inicial de la película (y desaparece después) se mueve en un chevrolet y escucha rap. Las sucesivas apariciones de la banda irán siempre vinculadas al coche. De igual forma, el bautismo de fuego de Thao consistirá en robar el Gran Torino, que ejerce sobre ellos un poder hipnótico (como sobre la nieta malcriada de Walt).

Siguiendo la tradición del western, a la que no es ajena la película, como ha quedado explicado, hay que decir que el coche es el heredero del caballo, es el medio en que se mueven los nuevos vaqueros. Sin embargo, en este caso no se trata de un coche cualquiera: en EEUU, y singularmente en Detroit, el coche es representativo de la personalidad de su dueño, un reflejo de su modo de ser. No se trata simplemente de un artículo de consumo, que se amortiza y se cambia al cabo de cierto tiempo, sino que se mantiene y mejora para conservarlo durante muchos años. Se establece, pues, entre vehículo y dueño una relación singular, casi afectiva, mostrada perfectamente en la película tanto en el sobresalto con que Walt percibe la presencia de Thao en el garaje como en el mimo con que lo limpia y abrillanta tras el intento de robo y, desde luego, en la escena final, con el otrora ladrón a los mandos del flamante vehículo.