fulgores un sol por d. julián garcía hernando tortosa 1934
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Fulgores un Sol
por D. Julián García
Hernando
Tortosa
1934
Puede imprimirse:
DR. VICENTE LORES
Director General de la Hermandad
Nihil obstat:
DR. PEDRO LLORENTE
Cens. Ecles.
Imprimatur:
Segovia, 6 de abril de 1951
DR. ARTURO HERNÁNDEZ
Vic. Gen.
El gran apóstol de las
vocaciones sacerdotales,
D. Manuel Domingo y
Sol, con filial afecto.
PRÓLOGO
LECTOR: D. Manuel Domingo y Sol, fundador de
la Hermandad de Operarios Diocesanos del Sagrado
Corazón y del Pontificio Colegio Español de San
José en Roma, era un santo.
Claro está que yo no intento prevenir el
juicio de la Santa Sede, al que desde ahora yo
me someto con todo mi entendimiento y todo mi
corazón. El proceso Apostólico de Beatificación
se está tramitando y la Santa Sede dirá la
última palabra, la de más autoridad y firmeza.
Pero yo, usando de las luces de mi
entendimiento y raciocinando sobre los hechos
que forman la tela de la vida de D. Manuel,
juzgo privadamente que era un santo, y un santo
muy grande, y un santo de muy galana simpatía.
¿Quieres, lector, convencerte? Lee el libro
que tienes en tus manos y verás que la vida,
toda la vida de D. Manuel, fue la de un santo.
Se llama este libro FULGORES DE UN SOL y
ciertamente cada una de sus páginas es un fulgor
y todas juntas, al fundirse todos sus f
fulgores, integran un sol de santidad admirable.
Muchas y variadísimas eran las fuerzas,
naturales y sobrenaturales, atesoradas en la
personalidad gigantesca de D. Manuel. Pues bien;
todas estas fuerzas, a lo largo de la larga vida
de D. Manuel, estuvieron en maravillosa
actividad salvando y santificando almas y
lanzándolas en unión con la propia hacia el Sol
Central de todo el Universo natural y
sobrenatural.
El lector atenúe la afirmación precedente
cuanto exija la experiencia de la pobre
naturaleza humana y las enseñanzas de la
Teología; pero por mucho que atenúe, quedará en
pie que el corazón de D. Manuel era un volcán de
amor y de paciencia y de dulcedumbre y de
sacrificios.
Quien filosofe y teologice bien en la vida de
D. Manuel, se lo explicará perfectamente. D.
Manuel es un argumento apodíctico de la energía
divina que comunica a un corazón humano la
genuina y honda devoción al Corazón Divino.
D. Manuel vivió intelectual y cordialmente la
doctrina de lx Santa Iglesia, la doctrina
auténtica. acerca de la devoción al Corazón
Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo.
Para mí es evidente que los triunfos
asombrosos del apostolado de D. Manuel no pueden
explicarse sin la intervención de las llamas
amorosas que arden en el Corazón Sacratísimo del
Rey Divino; llamas que con tanta fuerza
acariciaron y abrasaron el corazón de D. Manuel,
uno de los corazones más enamorados del Corazón
Divino y que sin duda merece figurar en el Cielo
de la Iglesia entre las estrellas de primera
magnitud por su amor al Corazón de Nuestro
Señor: Santa Margarita de Alacoque y el Ven. P.
Bernardo de Hoyos.
Lector: lee este libro y verás que cada uno
de sus breves capítulos lo presenta una faceta
de la personalidad, sencilla y sublime, de D.
Manuel, y todas reunidas lo darán casi la faz de
aquel varón insigne entre los más esclarecidos
por su amor al sacerdocio y por sus empresas
apostólicas para alcanzar la formación más
acabada de los seminaristas, los futuros
Ministros del Rey Divino.
D. Julián García Hernando, autor de este
libro, ha tenido el gran acierto de escribir
estos FULGORES DE UN SOL con materiales de mucho
precio y les ha dado forma primorosa. Lector:
sin sentir y sin cansancio irás leyendo estas
páginas y comprobarás esta predicción mía: tu
corazón se irá enardeciendo y arderás en deseos
de imitar a D. Manuel y arderás en deseos de que
sea beatificado y canonizado y arderás en deseos
de que este Sol irradie cada día más y más
fulgores para bien de España, a la que tanto amó
y para bien de la Santa Iglesia, cuyo amor le
hacia delirar.
+ANTONIO GARCÍA,
Arzobispo de Valladolid
1 de junio de 1951.
PRESENTACIÓN
No es una biografía de D. Manuel Domingo y
Sol lo que tienes en tus manos. Las hay escritas
y por plumas mejor cortadas que la mía. De ellas
he sacado gran parte de las anécdotas que forman
el presente trabajo.
"Fulgores de un Sol" lo titulo y en verdad
que no pretende ser otra cosa: fulgores o
destellos de un alma gigante; rasgos diversos
del espíritu polifacético de D. Manuel.
Su vida se halla sembrada en multitud de
empresas y actividades: conductor de juventudes
y guía de almas selectas; capellán de Religiosas
y padre de numerosas fundaciones; cura de pueblo
y ecónomo de una parroquia en la capital;
misionero popular y director acreditado de
Ejercicios Espirituales; fundador de periódicos
y revistas y apóstol de la buena Prensa;
profesor del Instituto y hábil catequista;
propagandista incansable y promotor benemérito
de Asociaciones eucarísticas y marianas...
Todo le atraía y nada le llenaba. Hubiera
querido trabajar en todos los ministerios y
llenar todas las necesidades. Pero la cruz de su
limitación pesaba sobre él, recortando
cruelmente sus ansias de apostolado
universal..., hasta que dio con la clave:
trabajar en las causas, formar sacerdotes.
Mediante ellos sus fuerzas se multiplicarían y
sus brazos de obrero evangélico alcanzarían
proporciones insospechadas. Su voz se dejaría
oír en incontables púlpitos y sus pies
incansables recorrerían los caminos variados del
quehacer sacerdotal.
Ser "padre de padres", como él decía, y dar a
su apostolado el mayor rendimiento posible fue
su sueño dorado, y a fe que lo consiguió
trabajando en el campo de la "máxima gloria de
Dios".
En una época en que a la Iglesia se la
perseguía en lo más vital que tiene, que es su
Clero, él supo dar la batalla en el terreno
sacerdotal. A su siembra fecunda se debe en gran
parte este resurgir y esta granazón que estamos
presenciando en los Seminarios de España.
D. Manuel fue un hombre de visión certera y
de mirada proyectada en el futuro. Por eso pensó
abrir en Roma, junto a la. cátedra de la verdad,
un Colegio donde se formaran alumnos escogidos
de los distintos Seminarios de España, que
fueran en su día mentores del movimiento
religioso de nuestra Patria. EL tiempo le dio la
razón. El f ruto salta a la vista.
Adelantándose a su época, él barruntó las
necesidades a inquietudes espirituales que hoy
se dejan sentir en no pocos sectores del Clero
contemporáneo, y las dio solución adecuada con
la fundación de una Hermandad sacerdotal, en la
que se pudieran recoger y unificar las ansias
apostólicas de sus miembros sin desbordar el
cauce del sacerdocio meramente secular.
Palpó asimismo la urgencia y necesidad del
apostolado social y a él se entregó con su ardor
característico fundando "Círculos Católicos de
Obreros" y "Ligas" para la mutua inteligencia de
patronos y trabajadores.
Sintió honda preocupación por las Misiones y
abrió en Lisboa con el apoyo del Patriarca, José
III, un Seminario en el que se prepararan
misioneros para las Colonias portuguesas.
Supo captar toda la hondura del problema
religioso de América, que hoy tanto priva, y
plantó su bandera en aquellas inmensas regiones
que su corazón de apóstol auguraba prometedoras
para la Obra de la "máxima gloria".
Su celo sacerdotal le bamboleó en todas
direcciones y le hizo catar todos los campos del
apostolado. En todos ellos dejó la impronta de
la santidad. fue la suya una santidad asequible,
acogedora, llena de simpatía y de naturalidad.
Por santo le tuvieron cuantos le trataron, y
¡ojalá que esta opinión de sus coetáneos se vea
pronto aprobada oficialmente por la Iglesia,
mediante su elevación al honor de los altares!
Por bien pagado me daría si a la aceleración
de ese día venturoso pudiesen contribuir estas
líneas, que no pretenden ser. como antes decía,
una biografía exhaustiva de D. Manuel, sino
cuadros fugaces de su vida, situaciones y
tonalidades variadas de su alma, motivos
diversos de su actuación sacerdotal, en una
palabra: simples pinceladas que despierten en el
lector el apetito de conocer más a fondo el
espíritu y la Obra de uno de los hombres que más
han trabajado por el bien del sacerdocio en los
últimos tiempos.
EL AUTOR
AMANECER
UN VIERNES SANTO
Tortosa dormía plácidamente tendida en sus
huertas y arrullada por su río. Solamente en una
casa de la calle del Ángel se notaba que había
gente en expectación. ¡Iba a nacer un niño!
En la rotación continua del ciclo litúrgico
se leía un nombre: Viernes Santo. Del calendario
de pared pendía una fecha. El reloj de la
Catedral, que velaba el sueño de los tortosinos,
rompió el silencio de la noche. ¡las tres de la
mañana del I de abril de 1836! ¡Viernes Santo!
En un Viernes Santo se deslizaba también por
entonces la vida de España. ¡Revoluciones!
¡Saqueos! ¡Atropellos cometidos contra todo lo
más santo! La Iglesia veía desaparecer sus
bienes injustamente arrebatados por la mano
usurpadora y sacrílega de Mendizábal. Las
Ordenes religiosas eran disueltas a inicuamente
expoliadas.
España, además, lloraba lágrimas de sangre.
La guerra civil asolaba sus campos y diezmaba su
población. Tortosa vivía con el oído atento a
los sucesos políticos de las otras regiones.
Enclavada en Cataluña y no lejos del Maestrazgo,
no tardó mucho en ver perturbada la paz
proverbial de sus canes tranquilas. Tres mil
tortosinos se alistaron en el ejército carlista,
mientras se organizaban tres compañías de
milicianos que defendían la causa del Gobierno.
¡Ambiente de alarma, de traiciones
covachuelistas, de puñaladas traperas!
Un día, como una ráfaga de odio, se corre la
siguiente noticia: han asesinado al Canónigo
Sala, al salir de la Catedral. Otro, será una
descarga cerrada la que se encargue de anunciar
que María Griñó, la inocente y anciana madre de
Cabrera, ha sido fusilada por el «grave delito»
de ser madre de un general carlista.
En este escenario de ignominia y de sangre
apareció D. Manuel. ¡Paisaje enlutado de España!
¡Era un Viernes Santo! ¿Casualidad?
¿Providencia...?
El rasgo más saliente de la vida de aquel
niño había de ser un espíritu predominantemente
compasivo y reparador de las ofensas inferidas
al Señor.
LUMEN CHRISTI
Aun resonaban en los aires de Tortosa las
campanas de la Catedral, anunciando a los cuatro
vientos con su canto aleluyático la Resurrección
del Señor. Acababa de terminar la solemnidad
litúrgica de la bendición de la pila bautismal y
no hacía mucho que el diácono, llevando en su
diestra las candelas encendidas al fuego nuevo
recién brotado del pedernal y avanzando
mayestáticamente por la nave central de la
iglesia, había cantado tres veces en tono
ascendente aquellas hermosas palabra; del Oficio
del día: ¡Lumen Christi! ¡Luz de Cristo!, cuando
por las puertas de la Catedral entraba un
pequeño grupo de fieles.
Era en la mañana del Sábado de Gloria de
1836. Una señora de cierta edad llevaba en sus
brazos un niño nacido el día anterior. A su lado
un caballero en traje de fiesta, que se llamaba
Francisco Domingo, y junto a él un sacerdote
amigo que exhibía el permiso correspondiente
para actuar de padrino. Completaban el grupo un
buen número de chiquillos que, por lo alegre del
semblante y la cara de pascuas que tenían,
denunciaban claramente, ser de los convidados al
bautizo.
No tardó en salir el párroco de la Catedral,
D. Gabriel Duch, revestido de sobrepelliz y
estola y acompañado de dos inquietos
monaguillos. Curioseaban éstos a los
circunstantes, mientras el ministro hacía las
preguntas del ritual:
-¿Cómo se va a llamar?
-¡Manuel!
-¡Manuel, ¿qué pides a la Iglesia de Dios?
-¡La fe!
-Y la fe, ¿qué es lo que lo proporciona?
-¡La vida eterna!
Se acercaron a la pila bautismal y las aguas
regeneradoras del bautismo corrieron sobre la
cabeza de aquel niño, iluminándole con las
claridades de la gracia.
«¡Manuel, yo lo bautizo en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!»
Cuando terminaron la ceremonia todas las
campanas de Tortosa respondían al canto
aleluyático de las de la Catedral. En el
presbiterio aun lucían las candelas, las mismas
que llevaba el diácono al entonar el «Lumen
Christi». El párroco se despidió afablemente de
sus feligreses sin sospechar que el niño, que
había bautizado aquel día simbólico, había de
ser en verdad ¡luz de Cristo!
Luz de Cristo por su sacerdocio, ya que todos
los sacerdotes lo son según la bella metáfora
del Señor; pero no una luz aislada que brilla en
el firmamento de la Iglesia como una estrella en
el espacio sideral, sino un verdadero sol con su
sistema planetario, en cuyo derredor giraron y
girarán multitud de estrellas, que bebieron la
luz de su sacerdocio en aquel niño, bautizado un
Sábado Santo entre el repique de campanas, el
perfume del incienso y el parpadeo incipiente
del cirio pascual.
A LOS PIES DE LA VIRGEN
PRECÍANSE los tortosinos de la antigüedad de
su fe y guardan como oro en paño la veneranda
tradición de que fue un discípulo de San Pablo,
San Rufo, el primer predicador del Evangelio que
se asomó a sus huertas y evangelizó sus campos.
De sus labios apostólicos debieron aprender
el amor a la Santísima Virgen, que prendió
pujante en aquella tierra feraz, fértil para
todo lo bello, y regada por las aguas de aquel
río que sabía ya mucho de devociones marianas y
de apariciones de la Reina del Cielo.
Lo cierto es que desde tiempo inmemorial los
habitantes de Tortosa, no contentos con venerar
a la Madre de Dios en sus iglesias y en la
intimidad de sus hogares, sembraron de
hornacinas de la Virgen las canes tortuosas y
empinadas de su ciudad y las fachadas de muchas
de sus casas. Al pasar ante ellas se descubrían
los sencillos payeses y junto a ellas se paraban
las mujercitas, para musitar una salve o
desgranar un sartal de avemarías.
Pero la manifestación principal de los
fervores marianos de los tortosinos es la
devoción profunda que profesan a su Patrona, la
Virgen de la Cinta, así llamada por la que la
Santísima Virgen entregó a un capellán de la
Catedral; al aparecérsele en la noche anterior a
la fiesta de la Encarnación del año 1178, De
entonces acá la historia de Tortosa se ha
escrito a la sombra de esta bendita imagen. Su
nombre recíbenle las niñas de la región al ser
bautizadas, y se oye por doquier entre el
tráfago de la vida ordinaria, A la Virgen de la
Cinta acuden los tortosinos en sus necesidades y
continuamente se encuentran devotos haciendo
guardia en su capilla. En este ambiente de
fervores marianos apareció D. Manuel.
Bautizado, al día siguiente de nacer, en la
Catedral tortosina, fue colocado por sus
padrinos en el altar de la Virgen, como lo
suelen hacer en muchos sitios con los recién
bautizados.
Mas no se contentó con eso D.ª Josefa Sol.
Había una antigua costumbre en la ciudad
conforme a la cual todas las madres llevaban por
sí mismas sus hijos, para presentarlos a la
Virgen de la Cinta y recabar de ella sus
bendiciones. La de D. Manuel, que en amor a
María no le iba en zaga a nadie, luego que pudo,
cumplió esta exigencia consuetudinaria,
depositando a su pequeño en el altar de la
Señora y orando ante Ella con toda el alma
mientras la ofrecía el hijo de sus entrañas.
No fueron baldías sus oraciones.
Nacido en aquel ambiente de fervores
marianos, amamantado al calor de esa bendita
devoción, trasplantado después al Seminario, y
sellado más tarde con el carácter sacerdotal,
fue un fervoroso sembrador de la devoción a
María entre seglares y sacerdotes,
distinguiéndose entre sus advocaciones
predilectas aquella bajo cuya mirada maternal se
abrieron sus ojos de niño, la de la Patrona de
su tierra: la Virgen de la Cinta.
MANOLÍN
Nueve años tenía cuando recibió el Sacramento
de la Confirmación.
Alto, gallardo, de porte airoso. Con unos
ojazos negros bailando en sus órbitas y un alma
retozona asomándose a través de sus pupilas.
Simpático y risueño, bebía su alegría en la
belleza del paisaje tortosino. Sus labios con
frecuencia se abrían para dar paso a una
sonrisa. Bondadoso y apacible como el tranquilo
desliz del Ebro. Abierto y expansivo como el
horizonte infinito del mar.
los niños del colegio se disputaban su
amistad. Los del barrio le daban preferencia en
sus juegos. En casa amenizaba la conversación y
entretenía a sus once hermanos. De él habían de
decir, siendo ya sacerdote, que era «la salsa de
todas las reuniones».
Ni diablo, ni santo desde la tuna, era
Manolín naturalmente bueno. La santidad en los
primeros años, más que en él, debemos admirarla
en su madre. Le quería con delirio y le llevaba
siempre consigo: a la iglesia, a los conventos,
a la compra. Así, con esa genialidad de artista
que Dios ha concedido a las madres, ella fue
modelando el corazón de su hijo.
Aquella dulzura y exquisitez de trato que
después había de cautivar a cuantos le veían,
aquella compasión ante las desgracias ajenas que
tanto le caracterizaron en su edad madura, aquel
dinamismo que había de consumir su vida en
innumerables viajes y empresas, aquel optimismo
que no se apagaba ante las pruebas más duras,
aquel ardor sagrado que provocó en su alma la
llama del fuego eucarístico..., todos esos
rasgos, aunque vagamente, se hallaban ya
perfilados en sus primeros años nimbando su
personilla con un halo de simpatía, realzado por
el candor a ingenuidad propios de la infancia.
EN EL TALLER DE FORJA
LA casa paterna es la gran escuela del
carácter. El hogar es el yunque en que se forja
la reciedumbre de las almas.
Ordinariamente el artista es la madre.
Mientras arrulla a su hijito o le ve crecer al
abrigo de su corazón, va trazando casi
insensiblemente en el alma virgen del niño los
rasgos fisonómicos de su vida futura.
El amor de D. Manuel a María lo bebió en el
corazón de su madre, y la devoción a la
Eucaristía no fue más que un trasiego de aquel
espíritu eminentemente reparador de D.ª Josefa.
Otro tanto debe decirse de su compasión para con
los pobres.
La casa en que vivían tenía puerta a dos
calles. Ambas se encontraban siempre abiertas
para todos los necesitados.
las vecinas, que con ojos de curiosidad
espiaban los pasos de la buena señora, más de
una vez hubieron de admirar el desprendimiento
de D.ª Josefa, cuya largueza hería su
mezquindad.
Y, con capa de suave admonición pero con
aires de reproche, se atrevieron a decirla en
una ocasión que sus limosnas eran excesivas.
D.ª Josefa, con la sonrisa en los labios, y
como si quisiera rebajar el mérito de sus
limosnas, respondía, haciendo alusión a las dos
entradas de la casa: «las limosnas salen por una
puerta y entran por otra».
Estas palabras, que descubren la aquilatada
virtud de la madre de D. Manuel, desarmaron
completamente a las atrevidas vecinas, que en
adelante no volvieron a importunarla.
CAPULLO ENTREABIERTO
Como empezó a sentir Manuel en su alma el
beso de la vocación sacerdotal?
No fue la suya una llamada extraordinaria. No
hubo una caída del caballo como la de Saulo, una
aparición de la Virgen como la de San Luis, una
invitación expresa y terminante como la de
Mateo. No fue con ocasión de una muerte, al
estilo de la del Duque de Gandía. No sintió
desjarretársele el alma mientras le serraban la
pierna como San Ignacio, ni en él, como en San
Benito, la vocación tuvo el carácter de protesta
contra la vida disoluta de sus condiscípulos de
Roma.
En Manuel no hubo nada extraordinario, nada
manifiestamente providencial. fue una cosa
natural, espontánea, sin visiones celestes, sin
caídas aparatosas, sin gestos de displicencia o
muecas de dolor.
El nacer de un arroyuelo, el despertar del
alba, el beso de la brisa, el canto del
jilguero, la sonrisa de la flor..., no tienen
tanta naturalidad como el amanecer de una
vocación en un hogar profundamente cristiano..
Dios concede a las madres un puñado de
semillas sacerdotales. Ellas consciente o
inconscientemente las siembran en el alma de sus
niños, mientras se abren en busca de una caricia
o en demanda de un beso.
La semilla a veces arraiga. Entonces la
riegan con el rocío celestial de la gracia
alcanzado a fuerza de oraciones, y la hacen
crecer al abrigo de su corazón. Llega un día en
que la semilla echa un tallo, el tallo un
capullo, el capullo se entreabre, y el niño a
los siete o diez años se da cuenta de que lleva
en sí algo especial que él no acaba de
comprender, pero cuyo valor presiente porque ha
oído que lo llaman «soplo de cielo, beso de
Dios».
Esta es la génesis de la vocación de Manuel;
la historia de tantas vocaciones de niños
angelicales que crecen, sin ruido, en el
silencio de un hogar profundamente religioso.
EL DOMINE SENA
Quien no ha oído hablar de los famosos
«dómines», constante pesadilla de los
estudiantes primerizos? Todo el mundo conoce la
caricature que del «dómine Cabra» nos dejó
Quevedo en El Buscón.
De la familia del archipobre personaje de
Quevedo debía ser el «dómine Sena» de D. Manuel,
a juzgar por lo que de él nos dice: que «era más
versado en desdichas que en versos, con serlo
mucho».
Catedrático de latín y castellano en el
Colegio de San Matías, era D. José Sena tipo
popularísimo entre la gente estudiantil
tortosina, que se divertía a costa suya,
haciendo chacota de sus simplezas. Comentábanse
picarescamente sus candorosas genialidades y sus
rarezas eran el pábulo en que se cebaba la
locuacidad de los jóvenes.
Conocía a las mil maravillas el célebre
aforismo de los antiguos « la letra con sangre
entra», y creyendo como dogma de fe en su valor
educativo, cumplíalo al pie de la letra.
Gesto displicente, mirada hosca, voz de
trueno con amagos de tormenta, cara, más que de
juez, de verdugo... Con esa decoración entraba
en escena. El palo al alcance de la mano, y una
sarta de improperios dispuesta a lanzar sobre la
no siempre inocente víctima.
El alumno, a regañadientes, iba repitiendo
las declinaciones, mientras media con los dedos
el último chichón que acababa de propinarle la
maldita vara.
Regaños, pescozones, palos, encerronas...
eran el marco ordinario de aquellas clases
interminables de dos horas en que, si no se
dormían los chicos, era por los gritos
descompasados del profesor o el lloriqueo
frecuente del alumno a quien había preguntado la
lección.
En este ambiente empezó a estudiar D. Manuel.
¡Halagüeña perspectiva! Pero, ¡caso raro!; entre
todos los jóvenes que escuchaban las
explicaciones del «dómine Sena», él fue el único
que no cató los palos del «insigne maestro».
Comentaba después D. Manuel esta excepción
singularísima de no haber sido objeto de los
castigos de que fueron víctimas cotidianas todos
sus compañeros. Pero no nos da, al menos
claramente, la solución. No dice si sería por su
comportamiento ejemplarísimo y su aplicación
nada común, o más bien por los «sustanciosos y
frecuentes regalos que su madre, según añadía él
mismo, como queriendo dar la clave del misterio,
acostumbraba a llevar al terrible dómine».
En el pecho generoso de D. Manuel siempre se
conservó vivo el , rescoldo de la gratitud a su
querido maestro. Años después, compadecido de la
triste situación económica en que se hallaba la
familia de D. José Sena, abrió una suscripción
pública entre los antiguos alumnos pare
remediarla.
NADANDO EN EL EBRO
El cuidado y solicitud de D.ª Josefa por la
perfecta educación de su hijo era tan
extremadamente delicado, que llegaba a
sacrificar la satisfacción natural de tenerlo
junto a sí ante el peligro de que perdiera la
vocación al contacto con el mundo. Por eso aun
en las vacaciones de verano le hacía vivir en el
internado del Seminario; y él ingenuamente
confesaba que gozaba allí de más libertad que en
su propia casa.
Manuel pasaba una temporada deliciosa dentro
y... fuera del Seminario con los pocos alumnos
que en él quedaban; pues la elasticidad del
reglamento en vacaciones daba amplio margen a
sus travesuras infantiles.
Libre de la pesadilla de las clases, sin
libros obligados de texto que aguasen sus
vacaciones, cansado de jugar en los patios del
internado, planeaba con los fámulos del
Seminario una escapatoria, para zambullirse en
las tranquilas aguas del Ebro.
¡Qué felices aquellas tardes interminables de
julio y agosto bajo un cielo plomizo y un sol
abrasador que se encargaba de calentarles el
agua del baño! ¡Qué hermoso se le antojaba
entonces el paisaje tortosino, cuando el sol se
ocultaba dejando entrever su aureola anaranjada
entre las ondulaciones de los montes!
¡Batallas navales! ¡Apuestas! ¡Desafíos...
sobre quién pasaba el primero a la otra orilla o
atravesaba algún bodón peligroso!
Caía la tarde. Salían del agua. Y se alejaban
del río, comentando los incidentes del día. Lo
hemos pasado estupendamente; decía uno. Tengo un
hambre piramidal, replicaba otro. Y Manuel, con
aires de victoria y dejos de suave reconvención,
añadía, haciendo alusión al peligro de los
bodones: «si lo supiera mi madre, no volvía a
veranear fuera de casa».
UN MES DE MAYO EN EL SEMINARIO
El mes de mayo es lo más hermoso en los
anales del Seminario. Ninguna estampa del álbum
escolar se presenta a los ojos del seminarista
tan risueña y atrayente, como la del mes de las
flores. Ni la Navidad con su derroche de
alegría, ni Semana Santa con la solemnidad de
sus funciones, ni Pascua con sus jubilosos
aleluyas, ni las vacaciones de verano con su
cortejo de ilusiones y de planes..., nada
apasiona tanto como el mes azul, el mes de
María.
«¡Oh, hijos míos! -decía en su edad madura D.
Manuel a sus colegiales de Tortosa-. Hace aún
muy pocos años yo me encontraba como vosotros.
Anhelábamos la venida del mes de mayo en el
Seminario, que en mi época fue cuando se
introdujo; y todos los días y cada año con más
fervor se repetía.»
Era en 1854. Manuel había cumplido los
dieciocho años. La vida se extendía ante él como
un abanico de ilusiones y de esperanzas.
Paisajes nuevos, perspectivas de horizontes sin
fin se columpiaban ante la visual de su dorada
juventud.
¡Qué hondamente se siente el mes de mayo a
los dieciocho años, cuando el canto de las
aflores» arranca suspiros del corazón y orea
mimosamente todos los repliegues del alma!
Manuel corría a galope tendido por el camino
de la virtud, cuando tropezó con este mes de
mayo, que marca un paso decisivo en su ascensión
hacia la santidad.
Ya antes se había distinguido por su amor a
la Virgen. «A los quince años, dice uno de sus
compañeros, tenía ya alma y obras de apóstol.
Recorría los corrillos de sus condiscípulos para
hablarles de María.» Pero fue entonces cuando
comenzó la devota costumbre de escribir la lista
de los obsequios que ofrecía a la Virgen en su
mes. «Guirnalda de flores» la titula. «Guirnalda
de flores reunida por mí, Manuel Domingo,
grandísimo pecador, para ofrecer a la Virgen
María.» A continuación escribe los obsequios:
privarse de un recreo, de un plato en la comida,
jaculatorias, comuniones espirituales,
mortificaciones interiores, cilicios, ayunar,
hacer tres cruces con la lengua en la tierra,
llevar la imagen de María y apretarla a menudo
contra el pecho diciendo: «Yo os entrego para
siempre, Virgen Santa, mi corazón...»
El amor es fuego que no puede permanecer
oculto. Manuel ardía y, por tanto, quemaba. El
apóstol es una llama que prende en los demás.
Manuel sacaba copias de estas listas de
obsequios
y las repartía entre sus compañeros. Les
hablaba de la Virgen. Les contaba ejemplos
relacionados con Ella y terminaba contagiándoles
su mismo fervor.
Mayo pasaba alegre y rápidamente, como un día
de asueto, como un día de campo. Llegaba el 31,
la despedida de la Virgen. El altar engalanado
con los mejores adornos. El ambiente saturado
con perfume de rosas. Las velas y flores
llorando de emoción los ángeles aupándose para
contemplar más de cerca a su Señora. La Virgen,
más hermosa que nunca, sonríe en un mar de luz.
A sus pies unas cartas se estremecen con temblor
de gratitud. En el corazón del seminarista se
apretujan los sentimientos. Una lágrima humedece
sus ojos y sus pupilas se clavan en la Virgen de
sus amores, para robarle la última mirada, la
última sonrisa, mientras los cantores con triste
voz de despedida entonan el «Adiós, Madre,
adiós, Virgen querida, otro año esperamos
volver...»
La función de las «flores» termina. La
iglesia queda vacía. El corazón del seminarista
continúa cantando, mientras las filas se
deslizan perezosamente por los claustros del
Seminario:
«Adiós, Reina de cielos y tierra,
casta Madre del más bello amor;
al besar hoy lo mano, pedimos
nos bendigas, oh Madre de amor.»
Mayo se fue; pero en el alma de Manuel quedó
clavado aquel mes como una flecha de su amor a
María. Años después aun lo recordaba con viva
emoción y se regodeaba con el saboreo de tan
dulces recuerdos. «Entonces fue, decía, cuando
yo experimenté lo que vale la devoción a la
Virgen Santísima.»
AMOR DE MADRE
Le amaba con locura. Cierto que en el corazón
de aquella madre cristiana cabían holgadamente
todos sus hijos; pero D.ª Josefa sentía cierta
predilección por Manuel, su pequeñín. No sabía
estar sin él. Le llevaba consigo a todas partes,
sufría cuando por cualquier motivo tenía que
alejarse de su presencia.
Cuando aun era jovencito y estudiaba en el
Seminario Menor, hizo un viaje a Morella,
aprovechando las vacaciones de verano. Durante
su breve estancia en la capital del Maestrazgo
no se le ocurrió escribir unas letras a casa
relatando las primeras impresiones de su
llegada.
D.ª Josefa esperaba impaciente día tras día
la hora del correo, por ver si había carta de su
seminarista, pero en vano. Aquel breve tiempo
antojósela un siglo, y así se lo dijo a su
Manuel, cuando éste regresó a Tortosa:
-Pero, hijo, ¿por ,qué no has escrito
comunicando lo llegada? ¡He estado
preocupadísima por tu salud! ¡Creí que te había
pasado algo!
-Me pareció que no merecía la pena, habiendo
sido tan corta mi ausencia-repuso él-; y, sobre
todo, no supuse que usted pudiera estar
impaciente.
Mucho la costó desprenderse de él cuando,
siendo ya sacerdote. le envió el Sr. Obispo a
Valencia para que se graduara en Sagrada
Teología. Un curso entero tuvo que pasar en la
ciudad del Turia, lejos de su hogar y de su
familia.
D.ª Josefa le escribía a menudo, y quería que
él correspondiese con la misma frecuencia.
Sabíalo D. Manuel y, como buen hijo, procuraba
satisfacer los deseos de su madre contestando
con regularidad, aun en medio de las tareas
escolares.
La alegría que recibía ella siempre que el
cartero llamaba a la puerta de su casa, para
entregarla una carta con el matasellos fechado
en Valencia, era indescriptible. También el
cartero participaba de su regocijo, pues sabía
que por cada carta que la entregara de D.
Manuel, recibía una peseta de propina.
No faltó quien alguna vez echase en cara a
D.ª Josefa su extremosa generosidad y tachase de
excesiva a injustificada la paga que daba al
cartero, a lo que ella, llevada del cariño
extraordinario ,que profesaba a su, hijo,
replicaba: «¿Excesiva? ¡Qué ha de ser! ¡Si aun
me parece pequeña!»
EL REPROCHE DE SU HERMANO
No sólo era su madre la que le amaba con
locura, sino todos los de su casa. Sus hermanos,
más que afecto fraternal, sentían para con él
verdadera devoción.
Andando los años, cuando las múltiples
ocupaciones y la multiplicación de sus
ministerios le robaban toda su actividad y le
obligaban a hacer frecuentes y prolongados
viajes fuera de Tortosa, su hermano mayor, José,
se quejaba de aquellas repetidas y largas
ausencias que les privaban de su grata
presencia: «No me he casado yo, decía, por vivir
en su compañía y apenas si nos deja disfrutar de
ella.»
PRIMERAS ESCARAMUZAS
Con el correr de los años iban creciendo en
su corazón generoso las ansias de entregarse
cuanto antes a la salvación de las almas.
Aun no había salido del Seminario, cuando
encontró ocasión oportuna de desarrollar su
ardoroso celo en la «Asociación de la Doctrina
Cristiana», que acababa de fundar su Prelado y a
la que. por disposición del mismo, habían de
pertenecer todos los sacerdotes y seminaristas
de Tortosa, que hubiesen recibido la Tonsura.
Manuel, que por aquel entonces estaba ya
ordenado de Subdiácono, recibió la grata noticia
con visibles muestras de profunda alegría, y
desde el primer momento se entregó con toda el
alma a la formación catequística del grupo de
niñas que le encomendaron en la Iglesia de San
Antonio, bajo la dirección del hábil pedagogo D.
Benito Sanz y Forés, su querido Profesor del
Seminario.
La catequesis fue siempre una de sus
preocupaciones predilectas.
El bisoño apóstol preparaba de antemano y con
escrupulosa minuciosidad las lecciones y
advertencias que había de hacer a sus pequeñas
catecúmenas, y se valía de mil medios para
atraer a la gente menuda a sus explicaciones de
catecismo: premios, estampas, medallas, juguetes
y... ¡hasta caramelos! De todo cuanto podía
echaba mano su celo ingenioso.
Su táctica solía ser ésta: empezaba dando
para atraer con sus regalitos a los niños, pero,
cuando ya les tenía ganado el corazón y su trato
exquisito y delicadísimo les había totalmente
engolosinado, entonces les pedía a veces lo que
antes les había dado, para con ello cazar a
otros.
Así lo cuenta una religiosa cuya vocación
brotó al calor de las instrucciones
catequísticas de D. Manuel.
«Cuando me presenté por primera vez al
catecismo, tenía sobre once o dote años. Al
principio, como no conocía a nadie, estaba un
poco asustada. Se fijó D. Manuel en mí y, al
notar mi turbación, me dio una estampita.
las otras niñas, sintiéndose un poco
preteridas, al ver que me Baba la estampa, le
dijeron con aire de desaprobación: «Mosén Sol, a
ésta no; que no viene nunca a la catequesis.» Y
él contestó con aquella amabilidad tranquila que
me robó el corazón para dárselo a Dios: «¡Ya
vendrá, ya!»
Desde entonces continuó dándomelas todos los
días y, cuando ya me tenía segura, entonces me
pedía lo que yo tenía para dárselo a otras.»
No se contentaba con una explicación fría y
rutinaria del catecismo. El ponía en todas sus
cosas fuego y entusiasmo de apóstol. A las
mayores les daba lecciones provechosas de moral
y a unas y otras las aficionaba a la práctica de
la virtud, invitándolas a visitar a la Virgen
por turno, cada una durante una hora al mes,
sugiriéndolas. obsequios que ofrecer en el mes
de mayo, y aconsejándolas que todos los domingos
fueran por grupos a obsequiar a las niñas
recogidas en el hospital.
los resultados fueron excelentes. La
catequesis de sus primeros años se convirtió en
un vivero fecundo de vocaciones religiosas.
A LAS PUERTAS DEL SACERDOCIO
Por los años en que D. Manuel cursó la
carrera eclesiástica dejaban bastante que desear
los Seminarios, debido al ambiente de
inestabilidad política que entonces se respiraba
en España. La disciplina estaba bastante
relajada a causa de los continuos trastornos y
frecuentes revoluciones, que necesariamente
repercutían en los centros de formación
eclesiástica.
La preparación espiritual era deficientísima,
pues, como dice el mismo D. Manuel, no tenían
más que una plática de formación e instrucción
religiosa en todo el año. No sabían lo que era
dirección espiritual ni, por consiguiente, la
practicaban. No se había introducido aún la
costumbre de practicar anualmente los Ejercicios
Espirituales. Y los que hacían como preparación
inmediata para la Ordenes, dice él que eran aun
juguete, cosa de niños».
En este ambiente de tibieza y disipación
resalta más la virtud aquilatada de aquel
seminarista, que sabe luchar contra la corriente
en que se mueven muchos de sus compañeros, para
llevar una vida digna y fervorosa, saturada de
espiritualidad y aureolada ya entonces con
vastos proyectos de empresas y obras de celo.
Sus propósitos de Ejercicios de Ordenes son
un programa magnífico y completo de vida
sacerdotal: silencio, recogimiento interior y
exterior, generosidad, modestia, mortificación,
desprendimiento, buen ejemplo, pureza de
intención, dirección espiritual, devoción a
María y trabajo sin cicaterías ni regateos.
Para cumplir mejor estos propósitos, se
consagró a la Santísima Virgen, inscribiéndose
en la Congregación de Nuestra Señora de los
Dolores.
Templado con los Ejercicios y enfervorizado
con el ambiente del mes de mayo, le llegó por
fin el día ansiado de su ordenación sacerdotal.
La recibió con extraordinarias muestras de
fervor de manos de su Obispo, Excmo. Sr. D.
Miguel José Pratmans, el día 2 de junio de 1860,
en la iglesia parroquial del Jesús, de su ciudad
natal.
PRIMAVERA SACERDOTAL
LA PRIMERA MISA
Amaneció un día espléndido. El sol se asomó
puntual a la huerta tortosina iluminando la
belleza de su exuberante vegetación. La
primavera había vestido de alegría la campiña y
saturado el ambiente con perfume de rosas. Era
el 9 de junio de 1860.
En la iglesia de San Blas se notaba un
movimiento inusitado. Las campanas tocaban a
placer, sembrando en los corazones de los
tortosinos notas de regocijo. En el interior se
daban los últimos retoques al adorno de los
altares. Velas sin estrenar lucían la esbeltez
de su talle y flores de mil tonalidades
diferentes ostentaban orgullosas sus variados
colores a la luz de un sol madrugador, que se
asomaba entre las cristaleras de los ventanales.
El sacristán pasaba revista a los objetos que
se habían de necesitar para la ceremonia, y los
monaguillos, vestidos de gala, discurrían
inquietos por el templo yendo de la sacristía a
la calle y de aquí al interior, esperando
impacientes la hora de su actuación.
Llegó ésta, por fin, cuando D. Manuel entró
en la iglesia rodeado de nutrida escolta de
sacerdotes y seguido de sus familiares y
convidados. El nuevo presbítero avanzaba a lo
largo del templo en medio de un mar de cabezas
que se inclinaban a su paso.
Empezó la misa, que celebró con una emoción
indescriptible. Llegado el momento debido, subió
al púlpito el Lectoral de Tortosa, M. I. Sr. Dr.
D. Benito Sanz y Forés, ,quien en sentidas
frases y vibrantes párrafos cantó las glorias
del sacerdocio a hizo breve historia de la
vocación de aquel misacantano, a quien él amaba
entrañablemente desde que le conoció en las
clases del Seminario.
los padres de D. Manuel lloraban lágrimas de
gozo, arrancadas al contacto de las palabras
emotivas del predicador, y sus hermanos hacían
otro tanto abrumados por el peso de las
emociones.
Terminada la misa, empezó el besamanos. Todo
el barrio desfiló por delante del nuevo
sacerdote, besando sus manos recién ungidas.
Muchos eran los invitados al cantamisa, pues D.
Manuel siempre quiso que estas ceremonias
estuvieran rodeadas de toda la pompa y esplendor
posibles. Y otros muchos acudieron atraídos por
el ansia de oír la primera misa de aquel que ya
de seminarista les había dado tan buenos
ejemplos.
En tan solemne acontecimiento ,quiso hacer
particioneros a otros muchos de la alegría en
que se derretía su corazón. A los pobres de la
parroquia les repartió abundantes limosnas y
recibió de ellos muestras sinceras de verdadera
gratitud. Las niñas de la catequesis, con
quienes él había hecho sus primeros ensayos de
apostolado, fueron todas a felicitar a su
querido catequista convertido ya en otro Cristo,
y salieron de su presencia con el corazón
esponjado, el rostro sonriente y acariciando
entre sus manos cada una un cucurucho de
caramelos.
Con aquel día se pasaron las ilusiones de la
primera misa; pero en el alma de D. Manuel se
conservó siempre vivo el recuerdo de aquella
mañana radiante de primavera en que estrenó su
sacerdocio.
Todos los que asistieron a aquella primera
misa conservaron durante toda su vida impreso en
la retina del alma «el edificante espectáculo
que les ofreció, con su juvenil y extraordinaria
hermosura, su interesante figura, su angelical
modestia y su gravedad en el Altar, el
misacantano. ¡Pareció a todos aquella la primera
misa de un sacerdote santo!...»
¡VOLUNTARIOS!
Corría el año 1861 cuando el Vicario General
de Tortosa, D. Ramón Manero, hizo un llamamiento
al clero de la diócesis. ¡Voluntarios!
Necesitaba voluntarios que se sintieran con
vocación de misioneros, vanguardistas que
desinteresadamente se ofrecieran a trabajar por
los intereses de Dios.
Se pretendía fundar un colegio de misioneros
diocesanos y lanzarlos por los pueblos a dar
misiones, para contrarrestar los efectos
desastrosos de la revolución.
En seguida alistóse D. Manuel. Y el 22 de
diciembre de aquel mismo año recibía de manos
del Vicario General el nombramiento de
misionero, con el encargo de asistir el día 29 a
la solemne inauguración de la Casa de Misiones y
Ejercicios de la Diócesis.
En aquella fecha, como en todas las ocasiones
transcendentales de su vida, para purificar su
espíritu de los afectos menos legítimos c
intenciones interesadas que pudieran malearlo,
hizo al Señor la oblación completa de su
persona. En ella, después de consagrarse
enteramente a Dios, le pide un celo ardiente
«como el de vuestro Apóstol San Pablo; un
espíritu encendido, como el de San Juan
Bautista; unos labios puros, como los del
profeta Isaías. Dadme también, Salvador mío, la
ciencia necesaria para el desempeño de mis
obligaciones, a fin de que pueda convertir a
todos mis hermanos y conducirlos por el camino
de la salvación y del amor de Dios. Dadme al
mismo tiempo, Jesús mío, si es de vuestro
agrado, la salud suficiente para recobrar con mi
diligencia presente mis negligencias pasadas y
dedicarme mejor al ministerio sagrado, hasta el
momento que sea vuestra voluntad disponer de
mí».
Con la cruz de misionero sobre el pecho, en
los labios siempre dispuesta la semilla de la
divina palabra, y el corazón hirviendo de amor a
Jesús, recorrió, en compañía de otro venerable
eclesiástico, D.. Mariano García, varios pueblos
de la diócesis, quedando en todos ellos la gente
maravillada por la unción con que predicaba
aquel joven sacerdote.
ANTES DEL ALBA
Dotado de un temperamento naturalmente
activo, y acuciado además por el celo de la
gloria de Dios, costábale enormemente a D.
Manuel el tener que ceder a las exigencias de la
naturaleza, dedicando al sueño un tiempo
precioso que hubiera podido emplear en sus
ministerios sacerdotales. Si era esclavo de la
naturaleza en este particular como todos los
mortales, no lo era del regalo o de la
comodidad, pues regateaba al sueño todas las
horas que podía.
Aun acostado pasaba largos ratos rezando
oraciones litúrgicas, recitando jaculatorias, y
dejando escapar de su corazón suspiros
encendidos en amor de Dios. Esto solía
acontecerle con frecuencia, sobre todo estando
medio dormido en estado de semivigilia.
los familiares reprendíanle porque no dormía.
A lo que él contestaba que las horas aquellas
eran las que más le costaba perder.
A no ser que alguna enfermedad le retuviese
en cama, abandonaba el lecho antes de amanecer y
salía en seguida de casa, dirigiéndose por
aquellas canes laberínticas de Tortosa al
convento d, Santa Clara. La ciudad, arropada en
un profundo silencio, dormía aún plácidamente.
En el cielo lucían todavía las últimas
estrellas. Y como el alumbrado público de gas
dejaba no poco que desear, y los faroles de las
esquinas con harta frecuencia no lucían, llevaba
D. Manuel una linterna de mano, que dejaba a la
entrada del convento, en unos bancos de piedra
que hay en el pórtico exterior. Cuando amanecía,
pasaba la criada de casa y recogía la linterna
de Mosén Sol, que guardaba hasta el día
siguiente.
Mientras D. Manuel, hincado de rodillas ante
el Sagrario, pasaba largos ratos, horas enteras,
hablando amigablemente al Señor de sus planes,
de sus empresas, y consolándole con actos de
reparación por las ofensas de los hombres.
Pegado al Sagrario permanecía hasta que venía el
día y con él empezaban a llegar las primeras
devotas, que acudían a su confesonario.
EL CURA Y EL SACRISTÁN DE LA ALDEA
Recibió D. Manuel el nombramiento de regente
de La Aldea el 7 de marzo de 1862.
No era ciertamente ésta ninguna cosa
apetecible en el humano modo de enjuiciar el
valor de las parroquias. Situada a tres leguas
de Tortosa, era La Aldea un pequeño caserío de
reducido vecindario y cuyos habitantes se
hallaban además diseminados por el campo. No
tenía, por tanto, muchos pretendientes. Tanto es
así, que después del nombramiento de D. Manuel,
el Sr. Obispo de Tortosa se vio precisado a
publicar en el «Boletín Eclesiástico» una
circular en la que invitaba a los sacerdotes a
que voluntariamente se ofreciesen a servir la
coadjutoría de La Aldea, ofreciéndoles en cambio
la asignación de tres mil reales, intenciones de
misas, casa rectoral, y considerar su estancia
en La Aldea como méritos especiales para
ulteriores ascensos.
Cuando D. Manuel fue nombrado regente de
aquel caserío no tenía ninguno de estos
alicientes humanos y sí todas las desventajas.
Recibió, no obstante, con júbilo el
nombramiento, por ver en él expresa la voluntad
de Dios, y marchó en seguida a su nuevo destino,
anheloso de ponerse cuanto antes en contacto con
sus feligreses.
Se conserva entre sus escritos el sermón de
presentación que les dirigió, lleno de santo
celo y fuego apostólico. En él les dice entre
otras cosas: «Siempre estaré dispuesto a
recibiros y escucharos con toda la caridad que
el Señor me inspire, de día y de noche; y
procuraré al mismo tiempo corregiros, ya en
público ya en privado, deseando asimismo que, si
alguna cosa observareis vosotros en mí no del
todo buena o sospechosa, me lo advirtáis,
estando seguros de que no sólo no he de
enfadarme, sino que os lo agradeceré en lo más
íntimo de mi alma y os pagaré encomendándoos al
Señor muy encarecidamente.»
Encantado quedó D. Manuel de la asistencia
con que habían respondido sus feligreses a su
primera actuación en la Vicaría de La Aldea;
pero pronto hubo de ver que no era su
religiosidad lo que les había congregado en la
iglesia del pueblo, sino la novedad del caso. En
días sucesivos quiso invitarles a que cuanto
antes hicieran el cumplimiento pascual, pero con
gran sorpresa suya vio la iglesia casi vacía.
Entonces, sin desalentarse, decidió cambiar
de táctica y visitar a sus feligreses casa por
casa, como lo hizo llevando a todos los hogares
su aliento paternal, incluso a los de los
payeses diseminados por la huerta tortosina.
Realmente en aquel período de su estancia en La
Aldea trabajó con toda el alma, pudiendo muy
bien decir que uno descansaba ni dormía».
Todos los vecinos de aquel pueblo le cobraron
verdadero cariño en los seis meses escasos que
estuvo entre ellos; mas no todos secundaron
plenamente los deseos de su celoso Pastor; lo
cual le hacía andar hondamente preocupado, como
él mismo lo deja entrever en las palabras que
solía decir, cuando se encontraba a alguno de
sus antiguos feligreses: «Rogad a la Virgen por
el que tantas lágrimas vertió ante su presencia
en la soledad de aquella iglesia.»
En su labor de apostolado encontró D. Manuel
un obstáculo serio donde menos podía
sospecharlo. Tenía un sacristán chocarrero y
burlón, el cual con sus bufonadas y pullas
alejaba de la iglesia a los sencillos payeses.
Huían éstos de él como del demonio; y de tal
hacía el oficio, porque les apartaba de la
recepción de los santos sacramentos.
D. Manuel, no pudiendo de momento deshacerse
de él, procuraba esquivar sus burlas. A los más
inclinados a dejarse llevar del respeto humano,
esperábales muy de madrugada en la iglesia, para
que en aquellas horas intempestivas cumpliesen
sus deberes religiosos, antes de que pusiese el
pie en ella el chancero sacristán.
LA COMUNIÓN Y EL DESAYUNO
El día 1 de junio de 1863 recibía D. Manuel
el nombramiento de ecónomo de la parroquia de
Santiago de Tortosa.
Al hacerse cargo de aquella feligresía estaba
ésta casi en completo abandono. El párroco era
ya muy anciano y el coadjutor se hallaba casi
siempre enfermo. No es de extrañar, por tanto,
que aquello marchara muy mal. Irregularidad en
las funciones litúrgicas, descuido en las
ceremonias, suciedad en los objetos de culto,
todo lo cual se traducía en una falta de
asistencia de los fieles y en un continuo vacío
en la iglesia.
D. Manuel no estuvo más que cinco meses al
frente de la parroquia de Santiago, pero lo
suficiente para cambiarla por completo. La
limpió y adecentó. Sacudió la conciencia
adormilada de sus feligreses con el anuncio de
novenarios y triduos solemnes en los que
predicaban oradores de talla. Abrió la
catequesis de niños y niñas. Empezó a trabajar
con los jóvenes de ambos sexos. dio regularidad
al horario de los cultos y vida a las funciones
litúrgicas. Hizo la visita domiciliaria a los
enfermos. Predicaba incansablemente y pasaba
cada día largas horas en el confesonario,
esperando primero, hasta que la gente se fue
acostumbrando, y confesando después a su
numerosa clientela.
Un buen día en que se hallaba en la
sacristía, revistiéndose para empezar la santa
misa, entró una señora muy pobre que quería
hablar con él.
-¿Qué desea, buena mujer?-preguntó D. Manuel.
-Venía a ver si en esta iglesia se reparte
también la comunión.
Sin duda la pobre en alguna ocasión no había
hallado facilidad de comulgar allí.
Sonrió un poco extrañado D. Manuel, y
contestó al punto:
-¡Sí, señora! Aquí también distribuimos la
sagrada comunión, y como en pocos sitios.
¡Créalo! ¡Como en pocos sitios! ¿Usted es
forastera, verdad?
-¡Sí, señor! Soy de Uldecona y he venido
pidiendo a Tortosa. ¡Oiga, Mosén!, ¿y cómo dice
que dan ustedes la comunión?
D. Manuel la miró de arriba abajo y al verla
tan mal trajeada, compadecido de ella, la dijo:
-¿Es usted pobre, verdad?
-¡Sí, señor, soy pobre! Ya le he dicho que he
venido a Tortosa para mendigar.
-Pues mire usted, hija: en esta iglesia,
además de la sagrada comunión, se da almuerzo a
quien lo necesita y carece de medios para
adquirirlo.
Y la pobre mendicante, además de la Sagrada
Eucaristía, recibió de manos de aquel bondadoso
sacerdote un suculento y sustancioso desayuno.
DESAYUNO DE LOS SANTOS
Aquel mismo año el Sr. Obispo de Tortosa
envió a D. Manuel a la Universidad de Valencia,
para que hiciera el doctorado en Sagrada
Teología.
A pesar de su ocupación primordial, que por
entonces la constituían los libros, no abandonó
sus empresas de apostolado por medio de cartas,
sermones, confesonario, etc.
En la capital levantina tuvo ocasión de
desplegar su celo con las Religiosas Adoratrices
que, como todas las Congregaciones cuando se
hallan en sus principios, estaban pasando una
crisis aguda de sufrimientos y tribulaciones.
Aquel bondadoso sacerdote se captó en seguida
las simpatías de las jóvenes recogidas en el
convento, a ,quienes confesaba y de las Madres,
a las que alentaba con sus fervorosos consejos.
En Valencia conoció y trató a la Madre
Fundadora, Santa Micaela del Santísimo
Sacramento. Un día, en que fue por el convento a
celebrar la santa misa, le invitó ésta a
desayunar, y al notar en él cierta timidez, le
atajó las excusas que pudiera poner, diciendo:
«Para que no le dé vergüenza, voy a tomar el
chocolate con usted.»
Y así lo hicieron, platicando de cosas
espirituales mientras tomaban aquel sencillo
refrigerio, pudiendo decirse que aquél fue en
realidad el desayuno de dos santos.
PROFESOR DEL INSTITUTO
Por febrero de 1864 y a propuesta del Sr.
Obispo de Tortosa, Dr. Vilamitjana, el Rector de
la Universidad de Barcelona daba oficialmente a
D. Manuel la cátedra de Religión y Moral del
Instituto de Tortosa, la cual regentó con
unánime aplauso hasta que, al estallar en
septiembre del 68 la revolución, suprimieron del
plan de estudios aquella asignatura.
No se contentaba D. Manuel con cumplir
exactamente sus deberes de catedrático. Quería
ser, además de maestro, educador. Por esto
aprovechaba cuantas ocasiones se le brindaban
para sembrar la semilla del bien en sus alumnos.
Queríanle éstos con locura, no sólo por su
competencia, sino por su virtud, a íbansele
aficionando casi insensiblemente con gran
provecho de sus almas. Algunos hasta se
confesaban con él. Cuando llegaba alguna fiesta,
reunía a los profesores y alumnos del Instituto
y hacíales sentidas pláticas y sabrosos
fervorines, incitándoles a la práctica de la
virtud.
Hasta de paseo salía muchas veces con sus
discípulos. Les animaba y estimulaba en sus
juegos, ofreciendo premios a los campeones y
terminaba obsequiando a vencedores y vencidos
con dulces y golosinas.
Durante el mes de mayo, a la salida de las
clases, reunía a todos los alumnos y juntos
hacían, en obsequio a la Virgen, el Ejercicio de
las Flores en la iglesia de San Antonio, frente
al altar de la Inmaculada, y terminaban el mes
con una comunión general.
los resultados fueron altamente
satisfactorios, a juzgar por lo que deja
entrever en una frase, en extremo lacónica, de
sus apuntes, que dice así: «Instituto: afecto a
los chicos y resultado».
Fueron éstas las primicias de su actuación
con la juventud; apostolado que le entusiasmó
siempre y en el .que trabajó con todo el ahínco
de su alma, hasta el punto de que. ya cargado de
años, pudo decir con toda verdad: « La juventud
ha sido el ideal de mi vida.»
LA CALAVERA DEL ARMARIO
Fue exactísimo siempre en el tiempo dedicado
a la oración mental. Hacíala con bastante
frecuencia sobre las verdades eternas, a la luz
de las cuales se afianzaba cada día más y más en
su convicción de la vanidad del mundo y de la
vaciedad de las cosas terrenas.
El pensamiento de la muerte le era familiar y
frecuentemente echaba mano de él, cuando debía
tomar alguna decisión importante en su vida.
Para que esta idea calara más hondamente en su
alma, tenía guardada en un armario una calavera
auténtica, que no enseñaba a nadie, y que sólo
sacaba para ponerla encima de la mesa y hacer de
cuando en cuando su meditación ante ella.
LE ENCONTRÉ ABRAZADO A UN POBRE
Se dirigió en cierta ocasión al convento de
Santa Clara, en busca de D. Manuel, una de sus
criadas, para darle un recado urgente de parte
de su hermana.
«Eran ya las nueve de la mañana, dice ella,
cuando al entrar en la iglesia del convento, me
dirigí al confesonario, donde le encontré
abrazando a un pobre, al cual consolaba en voz
alta.
Lloraba a lágrima viva el pobre viejo, y D.
Manuel, con aquel corazón de madre que Dios le
había dado, le estaba acariciando y apretando
contra su pecho.
Yo, al ver que le tenía tan cerca de él, y
viendo, por otra parte. que el anciano tenía
nevada la cabeza y el pelo bastante largo, tuve
una sospecha y no me equivoqué..
Efectivamente, cuando el domingo por la
mañana recogí las mudas, vi en la de D. Manuel
un parásito, que sin exagerar era como un grano
de cebada.
Se lo dije a su hermana y le dio a ella por
ver si había más; y al abrir la camisa vio algún
otro.
¡Ay, su hermana, qué disgustada! Empezó por
decir: ¿Qué dirán las lavanderas?
En esto llegó D. Manuel, y su hermana, sin
esperar a más, se desahogó diciendo: «Mira,
Manuel, qué gente nos has traído.»
«No te enfades, María, la contestó su
hermano, son viejecito que vienen a confesarse,
y ¡son de aquellos barrios... !
Y ella, que estaba en antecedentes de lo
ocurrido por la criada, le respondió con aires
de recriminación, pero vencida por la virtud de
su hermano: «¡Sí, es verdad, pero no te los
acerques tanto!»
LADRÓN DE MONJAS
Dios le había concedido el don de gentes. Su
trato engolosinaba a las almas y cautivaba los
corazones. Por eso no es de extrañar que al
contacto con D. Manuel muchas de ellas se
sintieran llamadas al estado religioso.
Reparando en esto murmuraba a veces la gente
sobre que las jóvenes que confesaba D. Manuel
todas solían terminar en el convento. Hasta no
faltó quien se lo dijo a él mismo, a lo cual
contestó sonriendo: «No digan eso; no digan que
todas las que se confiesan conmigo se meten
religiosas, sino al revés, que todas las que
quieren hacerse religiosas vienen a confesarse
conmigo.»
No faltaron padres que prohibieron
terminantemente a sus hijas acercarse al
confesonario de D. Manuel. Otras, al contrario.
eran ellas mismas las que se apartaban alarmadas
por el terror a caer en las mallas de sus redes.
A una de éstas la escribía años después D.
Manuel: «Aun recuerdo, hija mía, cuando con
tanta ingenuidad me decías que no querías venir
a confesarte conmigo, porque no lo hiciera
monja.»
Más de una vez, a pesar de las insistentes
invitaciones que le hacían, resistióse cuanto
pudo para no ir a visitar la villa de San Mateo,
porque, cuando él llegaba al pueblo, una oleada
de miedo lo recorría de una punta a otra. «las
madres de la piadosa villa del Maestrazgo, lo
mismo que las de Milán cuando aparecía en
aquella ciudad el melifluo y celestial
panegirista de la virginidad, San Ambrosio, se
alarmaban por el terror de que D. Manuel hiciese
a todas sus hijas monjas.»
A veces llegaron hasta a llamarle
públicamente y a grandes gritos «¡ladrón!»,
«¡robador de almas buenas!».
A lo que él por todo comentario replicaba
sonriente: «Tienen razón. Mosén Sol es un
ladrón, y aun no saben todas sus mañas.»
Y SALIÓ PISTOLA EN MANO
Ocasiones hubo en que había más que palabras.
Los padres de las muchachas, enfurecidos ante la
constancia de sus f hijas, salían en busca de D.
Manuel en plan de amenaza.
«El jueves último, escribía comentando uno de
estos dramáticos incidentes, entró en el
convento Fulana... Y hubo una tempestad
horrorosa al saberlo, y su padre quería matar a
Mosén Sol y mis pobres monjitas me aconsejaban
que me escondiera. Pero ya se ha pasado un poco
la tormenta.»
Ocasiones hubo en que la tormenta no pasó tan
de prisa.
Confesaba D. Manuel a una joven que tenía
vivos deseos de ingresar en Religión, mas no
podía realizarlos por la oposición enorme que
hallaba en casa. El padre, viendo que ni con
ruegos ni con amenazas podía doblegar la
voluntad de su hija y suponiendo que la causa de
lo que él creía testaruda obstinación, era el
confesor que secretamente la alentaba. un día,
en que su excitación había llegado al paroxismo,
cargando su revólver salió en busca de D. Manuel
dispuesto a cometer cualquier barbaridad.
Le halló por fin, a increpándole duramente,
le puso el revólver en el pecho, mientras le
disparaba una ráfaga de insultos, que terminaron
con esta conminación: «¡Bueno, y si no aconseja
usted bien a mi hija, le pego un tiro!»
«Ya puede usted disparar, contestó D. Manuel
con una tranquilidad pasmosa, que yo no puedo
aconsejarla otra cosa que lo que Dios me inspire
y crea ser de provecho espiritual de ella.»
Y puso tal emoción en sus palabras que aquel
hombre, hondamente impresionado, empezó a
deponer su actitud agresiva, convirtiéndose más
tarde en amigo íntimo de D. Manuel, a intimando
también con las religiosas en cuyo convento no
dejaba ingresar a su hija. Terminó por darla el
permiso, y se trocó luego en un admirador tan
entusiasta de aquella observante Comunidad que,
aun separándole una distancia de diez horas de
camino, no dejaba pasar ninguna semana sin
hacerlas al menos una visita.
LOS CIELOS DE UN VICARIO
Habiendo empezado a tratar a las religiosas
de cierta Comunidad, quedaron éstas desde el
principio tan prenda-. das de su virtud que
todas sin excepción querían confesarse con él.
Llevólo muy a mal el pobre capellán del
convento, que había desempeñado muchos años
aquel cargo con gran aceptación de las monjas.
Cogió por ello un odio mayúsculo a aquel
advenedizo que, al parecer, pretendía
suplantarle en el confesonario, y no se recataba
de manifestar privada y públicamente su
antipatía siempre que tenía ocasión.
Cuando D. Manuel tuvo noticia de aquel
enfado, se dolió mucho de ello y quiso cortarlo
del mejor modo posible. Para mostrar al buen
sacerdote que procedía desinteresadamente en el
desempeño de su ministerio, y al mismo tiempo,
como muestra del aprecio y estima en que le
tenía, acudía al confesonario del resentido
capellán y ante él se acusaba humildemente de
sus faltas, quedando por ello el anciano vicario
satisfecho y gratamente impresionado.
CATADOR DE ESPÍRITUS
Celebró en un pueblo de Levante su primera
misa un sacerdote, a quien D. Manuel tenía en
gran estima y protegía. El recién ungido
ministro de Dios invitó a su querido protector a
aquel acto, sin duda el más importante y
trascendental de su vida. D. Manuel aceptó
complacido la invitación y hasta llevó la capa
de honor.
Después de las ceremonias religiosas,
sentáronse a la mesa. D. Manuel ocupó el sitio
de preferencia junto al neosacerdote.
«Entre las jóvenes amigas de la familia del
misacantano, dice D. Antonio Torres, había una
que llamaba la atención por la pulcritud con que
realizaba los oficios de buena y diligente
Marta, y todavía más por su modesto continente.
También D. Manuel se fijó en la improvisada
sirvienta y, aunque no la había visto ni hablado
nunca, penetró sin duda en el interior de tan
noble criatura y vio los amorosos designios que
tenía Dios sobre su alma.
Aquel mismo día por la noche, mientras en la
iglesia parroquial se celebraba con asistencia
de todo el pueblo una solemne función religiosa,
D. Manuel, con aquel espíritu de apóstol que no
desaprovechaba ninguna oportunidad, se estuvo
sentado en el confesonario estudiando
detenidamente la vocación de la joven que
conoció durante la comida, y dirigiendo con sus
luces y consejos a otras que se acercaron al
confesonario.
A los pocos meses esta joven entraba en un
convento, llevando en él una vida muy ejemplar.
De las otras, una al menos consiguió aquella
misma noche permiso de sus padres para entrar en
el claustro. »
A VECES SE EQUIVOCABA
Vivía en Arenys, pueblecito de la provincia
de Teruel, una muchacha que tenía sumo interés
en ir a Tortosa para ver la procesión del
Domingo de Ramos. Consiguió, por fin, el permiso
de su madre, y llena de Bozo se dirigió a la
ciudad del Ebro.
Al día siguiente de llegar tuvo el gusto de
oír cantar a las religiosas de convento de Santa
Clara. vio en el confesonario un sacerdote, se
acercó y se confesó con él. Era D. Manuel.
Terminada la confesión, la dijo:
-¿Tú eres forastera? ¿De dónde eres?
-De Arenys.
-¿Del pueblo donde está Mosén Descarrega?
-Sí, señor.
-Pues él y yo éramos condiscípulos. ¿Y cómo
has venido a Tortosa?
-Pues a ver la procesión y pasar aquí las
Pascuas.
-Entonces ya subirás otro día y hablaremos...
La muchacha quedó un poco preocupada,
pensando qué la querría aquel sacerdote a quien
hasta entonces nunca había visto. Fiel a la
cita, al día siguiente, a la misma hora, se
presentó en Santa Clara. Nada más verla D.
Manuel la preguntó:
-¿Te gusta Tortosa?
-Mire si me gustará, que siempre me estaría
aquí.
-¿Y cómo deseas estar?, inquirió Don Manuel
preparando el terreno.
-De cualquier manera.
-¿Quieres ser monjita?-la dijo, mientras con
dulce sonrisa la animaba a responder
afirmativamente.
-Sí..., pero no tengo dote.
-¿Times padres?
-El padre le perdí a los once años; sólo
tengo madre.
-Pues escríbela y, si lo deja entrar, vendrás
a mi casa y aprenderás...
-¿Y qué aprenderé?
-El solfeo y cuando sea hora serás monja
cantora.
-Pues bien, escribiré al Sr. Cura, porque mi
madre no sabe leer ni escribir.
A los tres días recibió la respuesta. Ella,
llena de Bozo, a toda prisa se dirigió a Santa
Clara.
-¡Mosén Sol, mire la contestación de mi
madre!
-¡Chica, qué bien!; pues mira, a allá a las
doce te vas a mi casa.
Así lo hizo. Recibióla D. Manuel y al
presentarla a su hermana
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la dijo: «Esta joven estará con nosotros, que
te ayude a limpiar la casa e irá a aprender
música.»
A los pocos días la mandó a dar clase de
solfeo con el Maestro de Capilla de la Catedral.
Así pasaron varios meses, corriendo todos los
gastos a cargo de D. Manuel.
Cuando ya estaba impuesta en el canto se
quedó sin voz. Ante este imprevisto contratiempo
aquel bondadoso sacerdote no se amilanó, sino
que acariciando a la pobre muchacha con una
mirada compasiva, dijo: «Y ahora, ¿qué haremos
de ti?»
Y se le ocurrió una idea: Que aprenda piano y
así podrá entrar de organista. Y como lo pensó
lo hubiera hecho, no reparando en gastos, con
tal de ser de la gloria de Dios. Pero el Señor,
que no quería ,que aquella joven le sirviese en
la Religión, la envió la enfermedad del tifus,
quedando así frustrados todos los planes del
celoso bienhechor.
NO HAY OTRO COMO EL DOCTOR SOL
Residían en Tortosa tres hermanas de familia
distinguida, no sólo por su posición económica,
sino más aún por su acendrada sólida piedad. Se
confesaban y dirigían las tres con D. Manuel.
Un día le dijeron que tenían una cantidad
respetable de dinero y querían emplearlo en
obras pías, preferentemente en la erección de un
convento, sin prefijar condiciones de lugar,
orden religiosa, etcétera, dejándolo todo a la
elección de su director espiritual.
Trató éste el caso con la Abadesa de las
monjas de Vinaroz, a la que no tardó en
convencer de que el convento a fundar fuera de
su Instituto y que se erigiera en Vall de Uxó.
Habló de la conveniencia de decirlo cuanto antes
al Prelado, recabar su aprobación y bendición, y
les insinuó que el mismo Sr. Obispo debía
decirles la persona que les había de allanar el
camino y resolver cuantas dificultades pudieran
surgir.
Siguiendo las recomendaciones de D. Manuel,
la Madre Providencia, en agosto de 1890 escribió
al Sr. Obispo proponiéndole todos estos planes,
y pidiéndole que designara una persona de su
confianza y de toda solvencia, :que les llevara
adelante tan ardua empresa.
Y el Sr. Obispo les contestó sin titubear:
«Para estas empresas, en las que escasean los
medios humanos, no hay otro como el Doctor Sol.»
BATALLANDO POR SUS MONJAS
Al estallar la revolución septembrina de 1868
y apoderarse del poder un Gobierno
revolucionario, acababa de ser nombrado D.
Manuel capellán y confesor ordinario de las
monjas franciscanas del convento de Santa Clara,
Tristes eran las perspectivas que se cernían
sobre las comunidades religiosas: saqueos,
atropellos, violaciones, asesinatos,
expulsiones... Esas y otras parecidas eran las
noticias con las ;que los periódicos llenaban
cada día sus columnas.
A esto vinieron a añadirse los horrores de la
guerra que no tardó en estallar viéndose los
tortosinos entre los fuegos de los
gubernamentales y de los carlistas.
Habiéndose incautado la Junta revolucionaria
de Tortosa del convento de los jesuitas, del
Seminario y del Colegio de Santiago, y
considerando insuficientes estos locales para
las necesidades del momento, decretaron también
la expulsión de las monjas de Santa Clara para
proceder a la incautación de su convento y
convertirlo en hospital de sangre.
Aquella noticia hirió profundamente el
corazón ardoroso de D. Manuel, que amaba
hondamente a sus dirigidas, y empezó a moverse
cuanto pudo para hacer revocar la orden. Visitó
a personas influyentes, escribió vibrantes
artículos en la Prensa, emprendió numerosos
viajes, hizo promesas y no pocas dádivas; pero
sobre todo redactó unas cuantas cartas que,
firmadas después por la Abadesa, dieron el
resultado apetecido. Se conservan algunas de las
muchas que debió de escribir con este motivo.
Todas ellas rezuman santidad y transpiran una
prudencia exquisita, al mismo tiempo que una
fluidez encantadora de estilo. Los
destinatarios, enrollados en las mallas de
aquellos irrebatibles razonamientos salpicados
de estudiado afecto, terminaban por acceder a
sus peticiones, admirando las cualidades
extraordinarias de aquella Abadesa, que en sus
cartas sabía decir cosas tan persuasivas al par
que tan atinadas.
Misivas de esta índole fueron dirigidas,
entre otras personas, a la esposa del más tarde
Presidente de la República, D. Estanislao
Figueras, y a éste, cuando quedó viudo, y a D.ª
Francisca Agüero, Condesa de Reus y esposa del
General Prim; la cual intervino eficazmente ante
su marido, logrando que las pobres religiosas de
Santa Clara no fueran en adelante molestadas.
NO LO PIENSES MÁS Y OBEDECE
La confianza que infundía en sus dirigidos
cuando les daba un consejo era tal, que, aun
contrariando a veces sus gustos, le obedecían
sin chistar.
Había una joven que quería ingresar en
Religión, sin determinarse por convento alguno
en particular, aunque sentía especiales
atractivos hacia la vida del claustro. Como
sabía que D. Manuel tenía predilección por las
monjas de clausura, creía facilísimo obtener su
permiso y bendición. Pero ¡cuál no sería su
sorpresa! cuando, al hacerle conocedor de sus
deseos y de sus inclinaciones hacia la vida de
clausura, la respondió el varón de Dios con todo
aplomo: «El buen Jesús lo quiere religiosa de
enseñanza; y, aun más, lo quiere en Jesús
María».
La pobre joven, que no había oído ni hablar
de tales religiosas, quedó sumamente
sorprendida. D. Manuel, convencido de que era
ésa la voluntad de Dios, tuvo la delicadeza de
acompañarla desde Tortosa a Valencia donde
tenían un Colegio, para que las conociera.
Llegaron, en efecto, a la ciudad del Turia, y se
entrevistaron con las religiosas en cuestión,
hablando ya como de cosa hecha de la entrada de
la visitante. Incluso D. Manuel la comprometió a
volver dos días después y, para probar mejor su
vida y reglamento, consiguió que pudiera pasar
con ellas un día entero.
Alegráronse sobremanera las religiosas, pero
no así la forzada postulante ,que, si bien en
presencia de las otras no se atrevió a
contradecir los planes de D. Manuel, una vez
fuera del locutorio, la faltó tiempo para
expresarle la impresión desfavorable que la
habían causado y que estaba dispuesta a no poner
más el pie en aquel convento que tanto la
repugnaba.
«Sin embargo Dios lo quiere en Jesús María»,
repitió él.
Como la muchacha insistiera manifestando su
displicencia, al día siguiente tuvo la paciencia
de acompañarla, a pesar de sus muchas
ocupaciones, a otros dos o tres conventos de
clausura, donde tenía también monjas conocidas.
Algunas la gustaron y así se lo indicó a D.
Manuel, diciéndole que no tendría reparo en
vestir su hábito.
El empero insistió convencido: «Yo veo claro
dónde lo quiere el Señor; pero mañana en el
santo sacrificio de la misa se lo preguntaré de
nuevo.»
Pasó la noche sin conciliar el sueño la pobre
muchacha, víctima de las impresiones del día
anterior. A la mañana siguiente, muy de
madrugada, fue anhelosa de saber el resultado a
D. Manuel, el cual la dijo muy decidido: «No lo
pienses más y obedece. Jesús María es lo lugar.»
Volvieron al día siguiente a estas
religiosas, como lo habían prometido, y entonces
la produjeron una impresión completamente
distinta de la primera, de modo que muy a gusto
se hubiera quedado entre ellas en aquel mismo
momento. Ingresó poco después, viviendo
felicísimamente y dando infinitas gracias a D.
Manuel por haberla dado tan acertado consejo.
EL CÓLERA
Era en los tristes días del cólera, allá por
el año 1870. Una ráfaga de tristeza nublaba los
cielos de España, vistiendo de luto a numerosas
familias. Tan funesta epidemia se apoderó
también de la ciudad de Tortosa, cuyos
habitantes veían consternados entrárseles la
muerte por la puerta de las casas y llevarse a
racimos a los miembros más queridos de la
familia.
La gente huía despavorida de las ciudades a
los villorrios, creyendo así escapar de tan
cruel azote.
D. Manuel era en aquel entonces vicario del
convento de Santa Clara, a cuyas monjas atendía
con cuidados exquisitos y mimos de madre. La
muerte le rondaba por doquier. Sin embargo, su
celo ardoroso chocaba con la ligereza de las
gentes, que ofrecían el triste espectáculo de
una desbandada general ante el peligro del
cólera. Hasta la propia familia de D. Manuel,
que en otras ocasiones similares no había huido,
abandonó por entonces la ciudad.
Tal sería la desbandada que llegó a preocupar
seriamente a las autoridades, las cuales
empezaron a pensar en soluciones posibles para
cortarla de una manera terminante y eficaz.
D. Manuel, hallándose solo en casa, se
presentó un día al Sr. Obispo, Excmo. Sr.
Vilamitjana, el cual al verle se alarmó,
creyendo que aquel novel capellán de monjas
también quería ausentarse y para ello venía a
pedir la venia de Su Ilustrísima.
Nada más lejos del pensamiento de D. Manuel
que el dejar desatendidas a aquellas esposas de
Jesucristo, a quienes él amaba con todo su
corazón, por ser la porción de la Iglesia que el
Señor le había confiado. Y así respondió
admirado a la extraña sospecha del Sr. Obispo
que le preguntaba si también él se quería
marchar: «No, de ninguna manera, Excmo. Señor.
Deseo sólo licencia de Vuestra Señoría
Ilustrísima para que se me arregle una
habitación en el convento y de ese modo no
tendré que abandonarlas ni estar lejos de
ellas.»
El Prelado, emocionado ante aquel arranque de
generosidad y de celo sacerdotal, accedió
gustoso a lo que se le pedía.
ECLIPSE DE NUESTRO SOL
Su corazón generoso y desprendido le
conquistó una pléyade de amigos y de
admiradores, que se preciaban de su amistad y le
correspondían amándole con toda el alma.
El, a su vez, les trataba con cariño tan
verdadero y profundo, que cada uno de ellos
sentíase particularmente amado y se ufanaba de
esta singular predilección.
«Y es que, como afirma uno de ellos, D.
Manuel era come algunas imágenes, que parece que
miran a todos con cariño singular. Cualquiera
que le. tratase, quería convencerse de que le
amaba con preferencia.»
Por eso no es de extrañar que las almas se
engolosinasen con su trato y no pudieran
soportar sus ausencias, añorando su palabra
siempre confortante y, sobre todo, aquellos
acertadísimos consejos desgranados en la
intimidad del confesonario, y saturados siempre
de piedad y de fervor.
«¿Qué día piensa regresar Vuestra
Reverencia?», le escribían unas religiosas a
quienes el corazón no les permitía soportar
tanta tardanza. Y añadían a renglón seguido:
«Venga pronto, que ya estamos cansadas de
este eclipse total de nuestro Sol.»
EL CHISPAZO
Días aciagos para la Iglesia española los que
siguieron a la revolución del 1868. Requisados
los Seminarios por la Junta revolucionaria, los
Sres. Obispos hubieron de presenciar el triste
espectáculo de dejar marchar a sus seminaristas
hacia sus patrios lares sin posibilidad de
marcarles la fecha de regreso.
Privados de los centres oficiales de
formación sacerdotal, algunos Obispos, come el
de Tortosa, dispusieron que al curse siguiente
se abrieran las clases en casas particulares.
Pero esta disposición, por otra parte tan
acertada, no era suficiente para atajar los
efectos de la revolución, que en seguida se
dejaron sentir. El número de seminaristas en
esta diócesis bajó de 400 al centenar, y no
había grandes esperanzas de que el ingreso de
años sucesivos contrarrestara el déficit, pues
la campaña de difamación contra el clero, tan
hábilmente urdida por los revolucionarios, ahogó
en su cuna no pocas vocaciones.
«Pero la Divina Providencia que, come dice D.
Manuel, no deja de poner remedio a las
necesidades de cada época», también lo puso y
muy cumplido en la suya. Y ya que los ataques de
la revolución iban arteramente dirigidos contra
lo más vital de la Iglesia, que es su
sacerdocio, Dios puso el dedo en la llaga a
inspiró una Obra dedicada primordialmente al
fomento y sostenimiento de las vocaciones
eclesiásticas.
El chispazo fue come sigue:
Era en el año 2873. El seminarista tortosino
Ramón Valero salía de dar clase en el Palacio
Episcopal, donde la tenían todos los alumnos de
Filosofía. En un portalón típico de Tortosa,
llamado del Romeu, se encontró con D. Manuel,
que iba en dirección opuesta. Mal trajeado y
peor alimentado, se acercó con una cara de
hambre atrasada a besar la mano al bondadoso
sacerdote... Pero dejemos hablar al mismo Valero
que nos ha descrito la escena con un lenguaje
ingenuo y chispeante:
«Llamaba la atención mi irregular modo de
vestir, digo, la falta de uniformidad en las
prendas de mi indumentaria, pues como el sastre
no me tomaba las medidas, cuando el chaleco me
venía corto, sobraba ropa a la chaqueta, y, si
al difunto no le habían sobrado un par de
zapatos, iba yo con alpargatas, y mis calcetines
eran siempre del color de la carne, ¿qué extraño
que Mosén Sol se fijase un día en mí y quisiera
saber mi vida y milagros?
-¿A dónde vas ahora?
-Voy, le contesté, a comprar un cuarto de
cerilla a casa Barjau, porque el catedrático nos
ha señalado para mañana una lección más larga
que de ordinario y si no estudio esta noche me
temo que no la podré aprender.
-¿Y sin la cerilla no podrías estudiar?
-No, señor, porque en la mesa en donde
estudian los otros no hay sitio para todos, y
otros dos y un servidor quedamos fuera, porque
no podemos contribuir a pagar el gasto del
petróleo.
-¿Cuántos estudiantes sois en la casa en que
tú estás?
-Somos ocho: cinco ricos, a quienes la señora
Eulalia prepara la comida, y tres, pobres, que
vamos a la sopa a casa de Mosén Boix.
-Y ¿qué tal os va? ¿Tenéis bastante que
comer?
-Nos va medianamente, porque con lo que nos
dan en la casa de Mosén Boix no tenemos apenas
para la comida de mediodía; sin embargo, como
dispongo para la cena de las sobras de unas
señoras que viven en los pisos de abajo, podría
ir tirando si tuviese bastante pan; ya nos dan a
mediodía, pero es demasiado pequeño, demasiado
blando y demasiado blanco, y resulta que no
tenemos para empezar.
-Y ¿cuánto necesitaríais para pasarlo bien?
-Con un pan cada tres días tendríamos
bastante, pero había de ser moreno.
-Pues bien, con la ayuda de Dios, todo se
arreglará. Mañana, a las once, vendréis los tres
a mi casa.
Rebosando alegría, le beso de nuevo la mano,
él deposita en la mía una limosna, que fue la
primera de una serie interminable,
puesto que desde aquel feliz día ya no volví
a conocer lo que es necesidad.
Al día siguiente, a la hora señalada, fuimos
los tres a casa de Mosén Sol, y después de un
ratito de conversación, en la que procuró
informarse del género de vida que llevábamos,
nos dijo que fuésemos a buscar el pan, que cada
tres días nos daría el P. Mariano García. Este
señor, aunque de carácter muy serio, nos recibió
con manifiestas pruebas de cariño y nos entregó
el pan moreno, como lo deseábamos, y que
recibimos sumamente agradecidos y muy contentos.
Nuestras visitas al P, Mariano continuaron
durante el curso y muy pocas veces ocurrió el
que la caridad del pan no fuese acompañada de la
caridad de los buenos consejos, que harto los
necesitábamos, viviendo como vivíamos a nuestras
anchas y más libres que los pájaros en el aire y
los peces en el mar.
Entretanto, aunque el encargado de darnos el
pan nuestro de cada tres días era el P. Mariano,
no por esto nos olvidábamos de Mosén Sol, antes
al contrario, íbamos de vez en cuando a su casa
para darle las gracias de todo; él nos recibía y
hablaba con el mayor afecto y hubo vez que nos
encargó, con gran extrañeza por nuestra parte,
encomendásemos a Dios la realización de un
proyecto sobre el que estaba meditando, que, de
realizarse, había de ser de gran utilidad para
los aspirantes al sacerdocio y, sobre todo, de
mucha gloria de Dios y bien de la Iglesia, pero
sin manifestarnos en qué consistía.
Terminado el curso, fuimos a hacerle la
visita de despedida, y entonces ya nos dijo
claramente: «Hasta el octubre, hijos míos, que
entonces ya estaréis mejor.»
Durante las vacaciones recibió el señor cura
de mi pueblo, como supongo lo recibirían los
demás de la diócesis, una especie de carta
circular firmada por D. Manuel Domingo y Sol, en
la que en sustancia se le decía: Que se abría en
Tortosa una Casa, llamada de San José, para dar
albergue y la sustentación conveniente a los
estudiantes pobres, y que para su sostenimiento
se le suplicaba cooperase a tan importante Obra
con alguna limosna. Me la enseñó el reverendo
Sr. Cura, a inmediatamente dirigí a Mosén Sol mi
carta solicitud, y fui admitido.
Terminadas las vacaciones, y a medida que
íbamos llegando a Tortosa, después de la
oportuna presentación a Mosén Sol, y mediante un
volantito de éste que indicaba nuestra
personalidad, éramos recibidos por el Superior
de la Casa, con expresivas muestras de alegría y
cariño de parte de los que habían llegado antes,
hasta que completamos el número de veintidós,
que era el número de los que habían solicitado y
sido admitidos.
Y así quedaba fundada la casa de San José;
era al principiar el curso de 1873 a 74.»
Al año siguiente tenía ya carácter oficial,
contaba con la aprobación del Sr. Obispo y
llevaba el nombre de Colegio de San José.
D. Manuel tuvo ,que improvisarlo todo, porque
en aquel incipiente Colegio no se contaba con
nada, sino con la buena voluntad de sus
organizadores y con los tesoros de la Divina
Providencia.
Aun hay en el convento de Santa Clara de
Tortosa alguna religiosa que, por haberlo
presenciado a oído a testigos oculares, cuenta
con voz añeja y subterránea los apuros de D.
Manuel en los comienzos de su obra en pro de los
seminaristas necesitados.
«Un día, dice, se veía con el agua al cuello,
sin saber qué presentar a sus chicos en la mesa
ni con qué condimentarles la comida, y acudió a
nosotras, para que le sacáramos de aquel apuro.
-No tengo ni una gota de aceite; a ver si me
prestáis algo.
-¿Cuánto necesita?... Y ¿en qué lo va a
llevar?
-El caso es que tampoco tengo envase en que
llevarlo, de modo que si pudierais prestarme
también la tinaja, y... ¡puestas a regalarme
cosas, quizá también tengáis una sartén que no
os haga falta!...
Y nosotras, riéndonos de él al verle metido
en tan extraña aventura, le dimos todo cuanto
pidió, pues que nada podíamos negar a aquél que
con su virtud se había ganado el aprecio de
todos nuestros corazones.»
ES TACHADO DE VISIONARIO
«Principios quieren las cosas», dice el
adagio; que, si son de Dios, ya se encargará El
de llevarlas adelante.
De Dios era la empresa acometida por D.
Manuel para favorecer a los seminaristas
necesitados, y por eso de día en día iba
adquiriendo mayores proporciones, empujada por
el soplo de la gracia divina.
En cuatro años el número de seminaristas que
se habían acogido a la caridad de D. Manuel
había subido de 24 a 190. Los pisos alquilados
en un principio resultaron insuficientes y
tuvieron que cambiar en poco tiempo varias veces
de domicilio. El curso del 77 al 78 muchos
solicitantes no pudieron ser admitidos en lo que
ya por entonces llevaba el nombre de Colegio de
San José, por resultar insuficiente para
albergarles a todos.
D. Manuel sufría enormemente con estas
negativas. Y con aquel corazón tan grande, que
el Señor le había dado para que lo pusiera al
servicio del más hermoso ideal, empezó a
elaborar en su mente el proyecto de un edificio
grandioso, capaz al menos para 300 alumnos.
Su plan chocó en seguida con no pocas
dificultades. Señal clara de que era cosa de
Dios. Algunos sacerdotes y canónigos de la
ciudad lo motejaban de locura, de empresa
descabellada, audaz y hasta casi temeraria, pues
que pretendía sacar de la nada un edificio
costoso, en una época en que el elemento oficial
era hostil, el ambiente del Seminario entre el
pueblo, desfavorable, y el aprecio de la
vocación sacerdotal entre los fieles, casi nulo.
La dificultad arreció cuando sus mismos
colaboradores, los que hasta entonces le habían
ayudado tan generosamente en la labor de
protección a los seminaristas necesitados, se
dejaron contagiar del ambiente derrotista, que
cada día hacía más prosélitos entre los
eclesiásticos de Tortosa.
D. Manuel continuaba viendo claramente que
era coca de Dios; .mas para no pecar de tozudez
y tener por otra parte el testimonio autorizado
de otra persona de solvencia, determinó
consultar el caso con el celoso y prudente
párroco de Villafranca del Cid, don Manuel
Ferrer, a .quien apreciaba mucho por su valía y
su virtud.
«¡Adelante!, le contestó éste, que es
pensamiento y cosa de Dios.»
Con esta solución ya no pensó D. Manuel más
en las dificultades. Compró el terreno para
levantar el edificio. Mas le parecía
insuficiente. El soñaba con un local amplio y
grandioso, que pudiera dar cabida a todos los
seminaristas que lo solicitaran, y así se lo
dijo confidencialmente a su íntimo, D. Mariano
García.
«Es usted un visionario, fue la respuesta de
éste; se forja usted demasiadas ilusiones.»
Es la incomprensión de los hombres hacia los
planes grandiosos de los santos; que todos los
santos han tenido algo de visionarios y de
soñadores. Pero Dios encarga al tiempo que les
dé la razón, como se la dio a D. Manuel, pues
años después hubo necesidad de adquirir todo el
terreno que él ya antes había deseado comprar.
PLATICA DE LADRILLOS
Cuantos quebraderos de cabeza hubo de sufrir
hasta que vio terminadas las obras del Colegio
de San José de Tortosa!
El tenía que preocuparse de todo, porque de
nada disponía, fuera del apoyo, que podemos
llamar descarado, de la Divina Providencia. El
planeaba con los arquitectos, presupuestaba el
coste de la piedra y se encargaba de buscar los
ladrillos, todo ello combinándolo con una vida
de piedad intensa y de actividad verdaderamente
apostólica.
Algo de estas sus preocupaciones deja
entrever en una charla que tuvo con las monjas
de la Purísima de Tortosa:
«Esta mañana, les decía, he llegado a tener
tentación de predicar, pero he desistido, porque
no tengo en mi cabeza más que piedra, cal,
pozos, madera, etc., etc., y por consiguiente
creo que saldría una plática de ladrillos. Hagan
que se acabe pronto el Colegio de San José y
después les haremos sermones.»
«No me acordaba ya de su fiesta, ni casi de
su nombre, escribía por aquella fecha a una
religiosa de Vinaroz. Estoy tan metido entre
piedra, cal, arena y pozos que no sueño otra
cosa; y de ahí es que hasta estoy disipado en mi
espíritu. Pídele, pues, a Jesús que no me sirva
de estorbo para amarle esta vida que traigo de
negociante.»
No sólo no era para él ocasión de disipación
aquella vida tan ajetreada que llevaba, sino
fuego que avivaba más el rescoldo del amor
divino en que se quemaba su alma. Por eso
termina su carta a la antedicha religiosa con la
siguiente apostilla: «Y el caso es que por ahora
no tengo intención de enmendarme.»
COLECTAS EN ESPECIE
No terminaron las preocupaciones de D. Manuel
con ver acabado su Colegio de Tortosa. Los
seminaristas que en él ingresaban venían con muy
buena voluntad, con muchas ganas de estudiar y
de aprovechar espiritualmente. Pero los más se
presentaban con los bolsillos vacíos y con un
apetito feroz, aguzado por los estudios y por la
edad.
D. Manuel se preocupaba de que no les faltara
el alimento necesario y a veces les costeaba
hasta el ajuar y los libros. Con un tacto
exquisito, perfumado de santidad y abnegación,
escribía y hablaba a sus amigos y conocidos,
mendigando para sus hijos víveres y dinero.
El fue un gran organizador de lo que hoy
llamamos colectas en pro del Seminario, haciendo
recaudaciones en metálico y en especie.
Cuando no podía ir personalmente a visitar a
determinadas familias de posición desahogada,
movilizaba el ejército de sus hijas
espirituales, a las que distribuía por las canes
de Tortosa con un billetito firmado por él, en
que indicaba el motivo de la visita. Hoy día en
muchas diócesis se emplea el mismo procedimiento
con las jóvenes de Acción Católica. Las chicas
recogían cuanto les daban: pan, huevos,
hortalizas, etc.
D. Manuel entretanto, cual otro Moisés, se
preocupaba del resultado feliz de aquellas
colectas llamando con sus fervorosas oraciones a
las puertas del cielo, para que el Señor se
dignara mover los corazones y los bolsillos de
los fieles.
«Mientras yo repartía las cartas, dice una de
sus enviadas, Cinta Curto, quedábase D. Manuel
de rodillas, como una estatua de mármol, con los
brazos caídos, ante el sagrario de la capilla de
comunión de la Catedral, hasta que llegaba yo
con los resultados.»
DE PUERTA EN PUERTA
Don Manuel, que había gastado generosamente
sus bienes en la construcción del Colegio de San
José, para con él remediar la escasez de clero
que se padecía en la diócesis de Tortosa, se
encontró no pocas veces con verdaderos apuros
económicos para sostenerle, de los que
únicamente pudo salir gracias a la Divina
Providencia y a su habilidoso ingenio, aguzado
por el duro estímulo de la necesidad.
No desaprovechaba ninguna oportunidad de las
que se le presentaban para sablear santamente a
los que nadaban en bienes de fortuna. Y la de
Navidad era una ocasión inmejorable. Enviaba
entonces un grupito de sus colegiales a casa de
los bienhechores del Colegio, para felicitarles
en su nombre las Pascuas. Solían llevar éstos
además un Niño Jesús, recostado en la cuna, con
una coplilla en caracteres bien visibles, que
decía:
«El Hijo de San José saluda a sus
protectores, y les ofrece este día mil celestes
bendiciones.»
los felicitados les entregaban un donativo
que depositaban en una bolsita, que pendía de
uno de los brazos del Niño. Así iban de puerta
en puerta recorriendo una en pos de otra todas
las casas que les había señalado D. Manuel,
hasta que, cumplida su misión. volvían al
Colegio con lo recaudado.
«Confieso, dice el P. Tena, S. I., que la
primera vez que fui yo con la comisión tuve
vergüenza al ver la bolsa y advertir las
bromitas que sobre ella se hacían. Pero, al
pensar que un hombre de la posición y
condiciones de D. Manuel no reparaba en pedir
estas limosnas, me animé y, por decirlo así, me
desvergoncé, pidiendo por amor de Dios limosna
para nuestro Colegio de San José.»
SABLEANDO
Se encontraba D. Manuel en uno de aquellos
frecuentes apuros económicos en que le ponían
sus obras de celo y, no encontrando solución de
momento, acudió, como solía, al Señor plenamente
confiado de que sus oraciones serían debidamente
atendidas.
Se dirigía en aquella ocasión de Tortosa a
Valencia. Al llegar el tren a la estación de
Alcalá de Chivert, vio a través de la ventanilla
a su amigo Mosén Reverter, el cual andaba
paseando tranquilamente por el andén.
-¡Mosén Reverter...!
-¿ ?
Después de los saludos de rúbrica y los
consiguientes apretones de manos le dijo D.
Manuel: ¡Oye! ¡Dios lo ha traído!
-Usted dirá por qué.
-¡Sí, hombre! ¿Cuánto dinero tienes en casa?
El buen sacerdote, un poco extrañado ante
aquella inesperada pregunta que le abría
curiosamente su caja de caudales, pero con la
sonrisa en los labios porque se trataba de D.
Manuel, le contestó: ¿Por qué lo pregunta usted?
-Necesito entregar mil quinientas pesetas que
teníamos recibidas en depósito y que me piden
con urgencia, y no tenemos un céntimo. Al salir
de viaje he pedido al Señor que me proporcionara
una persona que me sacara del apuro. Y esa
persona eres tú.
-Pues bien, D. Manuel, cuente con ellas; ya
sabe que puede disponer incondicionalmente de
todas mis cosas y de mi persona.
Dos días después volvía D. Manuel de regreso
de Valencia. En la estación de Alcalá de Chivert
le esperaba su buen amigo Mosén Reverter para
entregarle la cantidad que le había pedido.
PEREGRINO DE SU IDEAL
Terminaba el año 2885 con un déficit enorme,
que pesaba sobre el Colegio de San José, y no
había esperanza de que menguara a lo largo del
curso. Había que poner remedio a aquella
situación desesperada y desesperanzadora. Pero,
¿cómo hallar la solución?
A D. Manuel le pareció que podría encontrarse
en una rifa gigantesca a la que contribuyeran,
por lo menos, todos los pueblos de la diócesis
tortosina. ¡Dicho y hecho! No era él hombre de
elucubraciones abortadas o de propósitos
incumplidos. Antes de lanzarse a realizarlos,
acariciaba detenidamente sus proyectos en
presencia del Señor, y, una vez que obtenía el
plácet divino, no había fuerza humana que le
hiciese desistir.
Lo puso en conocimiento de su Prelado, Excmo.
Sr. D. Francisco Aznar y Pueyo, que aprobó su
idea y la recomendó a cuantos sacerdotes le
visitaron por aquellos días.
Obtenida la aprobación del Prelado, se dedicó
a buscar los premios ,que habían de rifarse. No
tardó en conseguir los tres principales, regalo
del Sr. Obispo, de D.ª Magdalena de Grau y de la
Excma. Sra. Marquesa de la Roca, además de otros
muchos de menor importancia donados por otras
personas.
El éxito de la rifa naturalmente dependía de
la propaganda que de ella se hiciera. D. Manuel
se dio maña para interesar a los párrocos de
todos los pueblos. Organizó un plan de campaña y
movilizó cuantos recursos estaban a su alcance,
para conseguir todos sus objetivos. Se entregó a
este asunto en cuerpo y alma y no se dio a sí
mismo lugar de descanso. Hacía excursiones a los
pueblos, donde predicaba a las muchedumbres,
hablándoles de la escasez de sacerdotes, de los
problemas gravísimos que planteaba esta penuria
de clero, de la Obra de las vocaciones
sacerdotales, del estado del Colegio, y del
deber de todo diocesano de contribuir
económicamente a su sostenimiento.
Con este fin recorrió personalmente más de
cincuenta pueblos, algunos de ellos varias
veces. Días hubo que predicó hasta en tres
localidades distintas, como cuando lo hizo en
Villarreal, Nules y Burriana. Hacía sus viajes
en todos los medios de locomoción; unas veces en
coche, otras en caballería o a pie; por sitios
inaccesibles, en plena montaña; en verano y en
invierno; sin temor al frío ni al calor. Pero lo
arrostraba todo con gusto porque iba, peregrino
de su ideal, sembrando semillas de sacerdocio en
aquellas tierras, que ponía en tempero su ardor
sagrado y su fuego de apóstol.
El resultado, aparte del reguero de santidad
que dejaba su paso y el entusiasmo que provocaba
en los pueblos, además de las muchas vocaciones
que despertaban sus sermones y su ejemplo,
fueron 40.000 pesetas libres, con las que pudo
sanear por entonces las cuentas del Colegio.
FARÁNDULA AMBULANTE
Uno de los recursos más ingeniosos que se le
ocurrieron para su plan de propaganda de la
rifa, fue organizar un amago de compañía teatral
vocacionista con algunos chicos del Colegio de
Tortosa.
Estos artistas improvisados, como los
antiguos «cómicos de la legua», recorrían los
pueblos en compañía de D. Manuel y le servían de
eficaz ayuda para sus planes propagandísticos.
Daban veladas en las que nunca podía faltar el
discursito de saludo, las poesías, las piezas de
música y, por fin, alguna representación de tipo
festivo que excitaba la hilaridad y arrancaba
aplausos sinceros a los espectadores.
D. Manuel preparaba con meticulosidad estas
actuaciones. Primero escogía escrupulosamente a
los ,que, por sus buenas cualidades o por sus
defectos físicos, le venían mejor para el
acoplamiento exacto en la distribución de
papeles, El mismo sacrificaba sus recreos y
gastaba no poco tiempo en los ensayos. Corregía
faltas, hacía observaciones, quitaba tonillos,
daba aire y nervio a la actuación de sus noveles
declamadores.
Con ello conseguía que sus chicos se formaran
bien en el arte de la declamación, que tanto les
había de servir después para el ministerio de la
divina palabra, que perdieran el miedo a actuar
en público y, sobre todo y éste era el fin
inmediato y principal, provocar en las gentes el
entusiasmo por el Colegio y por las vocaciones
sacerdotales, hacer ambiente de sacerdocio en
una época en que al clero se le enrarecía la
vida y se le quería asfixiar en una atmósfera de
odios. Y lo consiguió D. Manuel de una manera
sencilla, acomodada al carácter de las gentes
del pueblo y, al mismo tiempo, amena y
atrayente, porque se presentaba ante ellos
arropado con la simpatía de unos chicos,
sumamente interesados en darle a él gusto,
haciendo reír a las gentes del lugar.
En todas .partes se les recibía con los
brazos abiertos y en todos los pueblos los
amigos de D. Manuel se sentían honrados con
poder sentar a su mesa al director y actores de
aquella improvisada compañía de comediantes. Los
ancianos de Artana, Cintorres, Benicarló y
Villafranca aun recuerdan con cariño aquellas
campañas vocacionistas tan originales, en que un
sacerdote santo les caldeaba desde el púlpito de
la iglesia y unos simpáticos seminaristas les
recreaban santamente desde un tablado levantado
en la plaza del pueblo.
Y lo debían de hacer a las mil maravillas,
pues las gentes les aplaudían con entusiasmo y
comentaban admiradas la lograda intervención de
aquellos avispados alumnos de D. Manuel,_ Al
cual, como él mismo dice, «se le caía la baba de
satisfacción” , cuando escuchaba los aplausos, y
más aún, cuando oía los comentarios sinceros y
espontáneos de aquellas gentes en alabanza de
sus chicos.
SANTAMENTE AMBICIOSO
Hay almas gigantes y almas enanas, corazones
que en seguida se llenan y corazones en los que
el mundo cabe muy holgadamente. Los santos son
hombres de grandes ambiciones y de grandes
ideales y, por tanto, de almas gigantescas, ya
que el ideal es la horma que delimita la
estatura moral de las almas.
Entre éstas está catalogada la de D. Manuel.
Hombre de grandes ideales, no se saciaba con
migajas de realidades, ¡era santamente
ambicioso!
Llegaron las Pascuas de Navidad D. Manuel
solía ir todos los años a felicitar al Sr.
Obispo llevando consigo un grupo de colegiales.
Así lo hizo también en aquella ocasión. El Sr.
Obispo dirigía la conversación que,
naturalmente, recayó sobre cosas del Colegio:
número de alumnos, aplicación de los mismos,
estado v porvenir de la Obra... D. Manuel iba
respondiendo a Su Excelencia con toda clase de
detalles y el Sr. Obispo gozaba al oír de labios
del Fundador noticias tan halagüeñas.
-¿No es verdad que no esperaban que el
Colegio ascendiera a tanto?
-¡Ah, Sr. Obispo, sí lo esperábamos!, porque
el Señor favorece las cosas que son de su
gloria.
El Prelado se hizo el desentendido, y la
conversación siguió su cursor pero al cabo de un
rato volvió a insistir en la misma idea:
-¿No es verdad que el Colegio ha excedido sus
esperanzas?
-¡Ah, no, Ilustrísimo Señor; aun habrá más!
Este forcejeo entre ambos se repitió alguna
otra vez durante aquella entrevista, quedando en
pie la tesis de D. Manuel de que aun no había
colmado sus esperanzas el Colegio de San José.
El cual, poco después de su muerte, había dado a
la Iglesia cerca de ochocientos sacerdotes,
aproximándose al millar en la actualidad, además
de un centenar de religiosos, algunos Prelados
insignes y un crecido número de mártires en la
revolución roja de 1936.
EN EL CONCILIO VATICANO
Mucho tiempo hacía que venía acariciando D.
Manuel la idea de visitar la ciudad de Roma. No
obstante espolearle tan intensamente sus deseos,
se hallaba perplejo en el momento de la
decisión, según se columbra a través de las
cartas que se conservan de aquel entonces. El
terreno político aparecía resbaladizo. Las
circunstancias se presentaban desfavorables.
Era en los días ominosos del año 1870.
Francia se desangraba en una guerra con Prusia,
cuyo resultado calamitoso para la primera ya se
preveía. En Italia se respiraba un ambiente de
inestabilidad y de anarquía, provocado por los
partidarios de Garibaldi y de Mazzini, que
terminaron por entrar en los Estados Pontificios
y despojar al Papa sacrílegamente de las
posesiones que le había dado la Historia y que
habían reconocido todos los pueblos de la
Cristiandad.
Después de meditarlo detenidamente en la
presencia del Señor, se decidió por fin a
emprender el viaje. Acompañado de su entrañable
amigo D. Enrique de Ossó, salió de Tortosa el 29
de mayo de 1870. Pasó por Barcelona y Gerona.
Entró en Francia y se dirigió a Marsella, donde
embarcó en dirección a Civitavecchia, llegando a
Roma el 3 de junio.
Intensa fue la emoción que experimentó al
pisar aquella tierra santificada con las huellas
de tantos santos y mártires. En Roma gozó
intensamente su espíritu, al poder celebrar cada
día en una de aquellas iglesias tan cargadas de
recuerdos históricos y, sobre todo, de ejemplos
heroicos de santidad. El 20 de junio, junto con
los demás peregrinos españoles, fue recibido por
el Papa Pío IX, de cuya audiencia salió
hondamente emocionado.
Visitó en la Ciudad Eterna a su Prelado y a
su gran amigo, entonces Obispo de Oviedo, Excmo.
Sr. Sanz y Forés, que se hallaba en Roma con
ocasión del Concilio Vaticano, a alguna de cuyas
sesiones asistió también D. Manuel, y en las que
debió gozar a raudales su alma al ver allí
reunidos junto a la silla de San Pedro y al
resguardo del amor del Papa, dignísimos
representantes de la Iglesia Católica, venidos
de todas las panes del mundo.
Con aquel espectáculo de universalismo y
aquel ambiente de catolicidad, se dibujó más
claramente en su corazón lo .que siempre fue uno
de los rasgos más marcados de su espíritu: el
amor a la Iglesia y al Papado, amor que le
llevaba a decir que no debía haber ningún
sacerdote que no conociese personalmente a su
Caudillo, el Papa.
ENCUENTRO DE TRES SANTOS
A los dos días de su llegada a Roma, D.
Manuel y D. Enrique de Ossó salían de una de las
sesiones del Concilio Vaticano, acompañando a su
Obispo, Excmo. Sr. Vilamitjana. Los tres
tortosinos formaban uno de los grupos en que, a
la salida de las reuniones, se segmentaba en
amigable y animada conversación la masa
imponente de Obispos y Padres conciliares.
Hablaban entretenidos del desarrollo de la
sesión cuando, al desembocar en la Plaza de San
Pedro se toparon con San Antonio María Claret,
que por aquel entonces andaba también por la
Ciudad Eterna. El Sr. Obispo de Tortosa, con
términos altamente encomiásticos, hizo la
presentación de aquel insigne vicense, gloria de
España y gran apóstol de los tiempos modernos.
El Padre Claret recibió las palabras
elogiosas del Sr. Obispo con la humildad que
siempre le caracterizó, no levantando para nada
los ojos del suelo, y comportándose con tanta
gravedad y modestia, que sus interlocutores
quedaron inmejorablemente impresionados.
Bien podemos decir que en aquella plaza
grandiosa, que ha oído la voz de tantos varones
preclaros por su virtud, se encontraron un 5 de
junio de 1870 tres santos españoles: San Antonio
María Claret, fundador de los Misioneros Hijos
del Inmaculado Corazón de María; D. Enrique de
Ossó, fundador de la Compañía de Santa Teresa, y
D. Manuel Domingo y Sol, fundador de la
Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos y
gran apóstol de las vocaciones sacerdotales.
LA VISIÓN DE LEÓN XIII
La juventud católica, de Barcelona organizó
en octubre de 1878 una peregrinación a Roma de
carácter nacional, como homenaje al Papa León
XIII, en la que se inscribieron más de 2.000
peregrinos. De ellos unos 800 hicieron el viaje
por mar, entre los que se encontraba el poeta
catalán Jacinto Verdaguer. El 10 de octubre
salieron de Barcelona y el 12 llegaban a
Civitavecchia.
Después de unos días de estancia en la
capital del mundo católico, el Papa les recibió
el 17, a las 12,30 de la mañana. Apareció en la
Sala Regia rodeado de diecisiete Cardenales, de
Príncipes y Prelados, entre los que figuraban
los Obispos de Urgel y Plasencia. El de Huesca
tuvo un discurso de presentación, vibrante y
ardoroso. Terminado el cual, se levantó el Papa
para darles las gracias, quedando todos
hondamente impresionados ante la energía y
vigor, revestidos de una amable dulzura, que se
ocultaba en aquel anciano venerable, de cabello
blanco, delgado de rostro y con las señales
evidentes del sufrimiento en su expresión.
«Aquella figura angelical que descollaba sobre
los demás, dice D. Manuel, y en aquella actitud,
con los brazos abiertos, parecía una visión.»
D. Manuel, que llevaba la representación
oficial de la diócesis tortosina, se acercó al
Papa vivamente emocionado para entregarle la
limosna de sus condiocesanos. El Romano
Pontífice le dio las más rendidas gracias por su
donativo y le estrechó efusivamente las manos,
con lo cual subió de punto su emoción y
contento.
Otra vez se dignó recibirles el Vicario de
Cristo. Esta entrevista, que se hizo por
diócesis y que duró dos horas, tuvo lugar en día
19. Todos los peregrinos tuvieron la dicha de
besar las manos del Papa, «y todos, dice D.
Manuel, sacamos la convicción de que era un
santo».
Consiguió entonces dos autógrafos del Papa,
uno para los alumnos del Colegio de San José, y
otro para la juventud católica tortosina, y la
facultad de dar a sus queridos colegiales la
bendición apostólica.
Antes de regresar a España hizo una excursión
por Italia. Visitó Foligno, Asís, Perusa,
Florencia, Pisa, Bolonia, Padua, Venecia, Milán,
Turín y Génova; excursión de la que conservó
siempre gratísimos recuerdos y de la que, de
regreso ya en Tortosa, decía en una carta: «He
visitado el sepulcro del Padre San Francisco y
de la Madre Santa Clara; el de San Antonio de
Padua, y he besado su lengua. He tocado las
manos de Santa Catalina de Bolonia y hasta le he
dado en ella golpecitos...»
CASTIGO MERECIDO
Incansable andariego al estilo de Santa
Teresa, estaba continuamente sobre el «carril» ,
como él decía. Y esta vida de movimiento rimaba
perfectamente con su carácter, dinámico y
activo, hasta el punto de que los médicos
repetidas veces no encontraron para remedio de
sus achaques medicina más eficaz que el mandarle
hacer alguna excursión.
Sin embargo, a pesar de hallar verdadera
satisfacción en estas correrías, era escrupuloso
en no emprender viaje ninguno, si en él no
vislumbraba motivos de la gloria de Dios. Y si
alguna vez, por complacer a los compañeros con
quienes viajaba, o por formar parte de
peregrinaciones numerosas, se veía precisado a
recorrer lugares y ciudades, que, más que de
centros de devoción, parecían tener carácter de
meta obligada de excursiones turísticas, él en
todas partes procuraba sacar provecho espiritual
para su alma y para, la de los demás.
Viajaba una vez por Italia a su regreso de
Roma, en compañía de otras personas las cuales,
aunque él pretendía disimularlo, notaron
perfectamente la distinta impresión que le
producía la visita de las diversas ciudades por
donde pasaban.
Mientras anduvieron por Asís, Bolonia y
Loreto, veíasele feliz y a veces casi hasta
ensimismado. En cambio estaba medio aburrido en
Venecia y otros lugares por el estilo, porque en
ellos no encontraba ambiente religioso.
Hallándose en esta última ciudad tuvo necesidad
de afeitarse. Entró en una barbería, y el
barbero, por falta de pericia o de delicadeza,
le trató bastante duramente e incluso le llenó
de cortaduras. Notáronlo sus acompañantes. y al
salir del establecimiento se lo indicaron a D.
Manuel. El cual se limitó a contestar: «Casi lo
merezco, porque no teníamos necesidad de
detenemos aquí». Como si sintiera remordimiento
de haberse parado en aquella hermosa ciudad que,
si bien es centro obligado de excursiones
turísticas, no lo es de peregrinaciones
religiosas.
SE CAE POR UN BARRANCO
El párroco de un pueblo de Levante escribió a
D. Manuel una carta dándole cuenta de las
disensiones que se habían originado en su
parroquia y de las chinchorrerías de alguno de
sus feligreses, incluso de gente beata.
Terminaba su carta el celoso pastor de almas
expresando a D. Manuel los deseos que tenía de
acabar con todas aquellas hablillas y
chismorreos, y diciéndole que no se le ocurría
otro remedio más eficaz que el que se pusiera
cuanto antes en camino y, con el fervor y la
elocuencia que el Señor le había dado, templara
aquellos espíritus rencorosos en un triduo
solemne que para este fin había planeado.
Ni corto ni perezoso, le contestó en seguida
D. Manuel, aceptando la propuesta. Apenado de
que tales miserias pudieran darse en gente
piadosa, y ofreciendo al Señor por esa intención
el primer sacrificio que se le presentara,
emprendió el viaje.
Como no había automóviles ni trenes, viajaba
en el medio de locomoción más rápido que se
conocía por aquellos pueblos: una diligencia. De
trecho en trecho tenían que pararse para cambiar
de caballos. Hiciéronlo una vez en un lugar
denominado «La venta de la Serafina». Era ya de
noche, la del q de diciembre del 1886.
Mientras se cambiaban los tiros, la gente
entró en la venta para estirar las piernas,
calentarse un poco y mojar la boca.
D. Manuel prefirió quedarse fuera y retirarse
un poco. Como era ya tarde, la noche cerrada, y
el lugar desconocido, cuando quiso darse cuenta,
se hallaba en el fondo de una hondonada, adonde
llegó dando vueltas por una larga pendiente. A
tientas y como pudo se incorporó y logró subir a
la diligencia. Nada dijo a ninguno de sus
compañeros de viaje.
En la parada de los coches le esperaba el
párroco del pueblo, a quien saludó diciendo: «Da
por resuelto el asunto, pues Nuestro Señor me lo
ha dado a entender», haciendo alusión a la caída
y a la aceptación que Dios había hecho de su
ofrenda, mas sin indicar nada de esto al señor
cura. Herido como estaba predicó el triduo con
el ardor de siempre, sin sospechar nada sus
huéspedes, regresando a Tortosa el día 8
extenuado y con fiebre.
Llegado que hubo a casa, se metió en la
cocina, y, para que no se extrañaran sus
familiares, que jamás le habían visto en ella,
les dijo que estaba frío, que quería calor y que
necesitaba tomar algo. Después se retiró a
descansar, mas sin decir nada a los de casa ni
ellos poderse suponer lo que le había ocurrido.
Pasan unos días y se presenta la lavandera
toda alarmada con la ropa de D. Manuel empapada
en sangre, y les dice a sus hermanas:
-¿Qué le pasa a D. Manuel? ¡Mirad!
¡Pobrecito! ¡Está herido!
las hermanas van corriendo a la habitación
donde éste se halla trabajando, el cual las
recibe sonriendo y con toda tranquilidad las
explica detalladamente lo ocurrido, cómo se
había caído junto a la venta y cómo por este
motivo, después de estar tres días en Morella,
tuvo que volverse a Tortosa, sin haber llegado a
Cinctorres, que era el final de su viaje, pero
que no se preocuparan, porque él mismo se estaba
curando y marchaba ya muy bien.
EN EL CENIT DE SU CARRERA
LA OBRA DE LAS OBRAS
Dios le había dado un corazón de apóstol. Su
celo le bamboleaba en todas direcciones. Quería
trabajar en todos los campos, catar todos los
ministerios, remediar todas las necesidades.
Sentía, por otra parte, el peso abrumador de su
limitación, y esta misma impotencia le torturaba
cruelmente, envolviéndole en mil dudas y
perplejidades.
Con visión genial logró, por fin, comprender
que la raíz del problema religioso se hallaba en
el clero, y se espantó al ver la escasez de
sacerdotes que padecía España, y más aún la que
amenazaba caer sobre ella. Quiso remediar tamaño
mal en su diócesis de Tortosa, y no tuvo reparo
en gastar su hacienda en la construcción del
Colegio de San José.
Pero él andaba pensando en el modo de dar
estabilidad y permanencia a su obra. Muchas
cavilaciones y ratos de insomnio le había
ocasionado este asunto, hasta que un día
memorable, el 29 de enero de 1883, a las siete y
media de la mañana, mientras daba gracias
después de la misa en el convento de Santa
Clara, tuvo «una verdadera inspiración
sobrenatural, en la que Jesús Sacramentado le
inspiró la Obra de la Hermandad».
Desde el primer momento aparecieron
completamente definidos su naturaleza, objeto y
fines: reunión de sacerdotes seculares, unidos
para el fomento de las vocaciones eclesiásticas
y de la piedad en la juventud, mediante la
predicación y práctica de la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús y a la Eucaristía.
Había dado por fin con la solución. En primer
lugar, con la del problema espinoso y
trascendental del apagamiento del fervor
religioso en el pueblo cristiano, que él
intentaba atajar dando a la Iglesia muchos y
santos sacerdotes y además había logrado aventar
de su espíritu aquella zozobra a inquietud que
le consumía. Había hallado el modo mágico y
maravilloso de poder actuar en todas direcciones
y trabajar en todos los campos y catar todos los
ministerios; pues dedicándose a la formación del
clero, daría una transcendencia verdaderamente
envidiable a su apostolado y adquirirían
resonancias insospechadas sus obras. Se
multiplicaría en todos los sacerdotes que él
formara y, mediante ellos, llegaría al campo de
acción que su labor aislada hubiera sido incapaz
de tocar. En una palabra, «trabajaría en las
causas, y se movería en el campo de la máxima
gloria de Dios».
EN EL DESIERTO
Concebida la Hermandad, D. Manuel no escatimó
fuerzas ni recursos en buscar colaboradores. Mas
no le resultó cosa fácil. Unos le negaban su
cooperación, Otros se excusaban como podían. Y
no faltaron quienes se le declararon enemigos
abiertos de sus planes, aun entre los que hasta
entonces le habían ayudado generosamente en sus
empresas de celo.
Su propio Prelado, que había visto con tan
buenos ojos el establecimiento de la Hermandad,
cuando se trataba de dar permiso a algún
sacerdote para el ingreso en la misma, ponía
serias dificultades. Comenzaba D. Manuel a subir
la cuesta del Calvario.
Habiendo logrado cinco candidatos, se reunió
con ellos el 29 de diciembre de 1885 en el
convento que los Padres Carmelitas tienen en el
Desierto de las Palmas, cerca de Castellón de la
Plana. Es un lugar pintoresco y delicioso,
poblado de ermitas y sembrado de pinos. En aquel
ambiente de recogimiento carmelitano, pasaron
aquel día de retiro.
El 30 tuvieron algunas reuniones, en las que
trataron diversos asuntos relativos a la
incipiente Obra. El 31 celebró D. Manuel la
santa misa en la ermita de Santa Teresa, a media
legua de distancia del convento de los Padres
Carmelitas, donde tenían sus reuniones,
«haciéndolo con tal fervor, dice el que le
ayudaba, y con el rostro tan resplandeciente que
yo no sé qué sentí, y decía para entre mí: así
desearía yo celebrar la santa misa».
A la mañana siguiente, 1 de enero de 1886,
hicieron todos su primer voto trienal de
obediencia, firmando después el acta, juntamente
con los que habían actuado de testigos.
He aquí los nombres de los Operarios que
pusieron la primera piedra del edificio de la
Hermandad: D. José García, D. Francisco Osuna,
D. Vicente Vidal, D. Francisco Ballester y D.
Elías Ferreres.
GENERAL SIN SOLDADOS
El mismo día de la fundación canónica de la
Hermandad y de la emisión trienal del voto de
obediencia por parte de todos sus miembros,
después de cantar solemne Te Deum de acción de
gracias por tan fausto acontecimiento,
celebraron la primera Junta, en la que por
unanimidad eligieron a D. Manuel como Director
General.
Algunas fechas más tarde escribía éste desde
Valencia a un antiguo amigo dándole cuenta del
caso con su acostumbrado gracejo y buen humor:
«El 1 de enero del año de gracia de 1886 hicimos
nuestra consagración a Jesús...» Y terminaba:
«Puede usted disponer en todo y para todo de la
Hermandad de Operarios Diocesanos y de su primer
General... sin soldados...»
SENTANDO PLAZA DE PERIODISTA
Siempre sintió D. Manuel un atractivo
especial por el apostolado entre los jóvenes.
Más de una vez se leen entre sus escritos frases
como éstas: «La juventud es mi ideal». « El
salvar a la juventud ha sido por muchos años mi
sueño dorado».
A los jóvenes, en efecto, consagró gran parte
de su vida, no sólo cuando, como fundador de la
Hermandad, delineó y dio impulso a una
asociación de sacerdotes encargados de formar a
la juventud levítica, sino antes ya, cuando
estuvo dedicado de lleno, en cuerpo y alma, a la
Congregación de San Luis Gonzaga.
Fundada ésta en 1886 por los Padres jesuitas
del Jesús, pasó a manos del Canónigo D. Juan
Corominas, al ser aquellos desterrados de
Tortosa por la Revolución. Y cuando éste marchó
a Tarragona acompañando al Excmo. Sr.
Vilamitjana, se pensó en D. Manuel como en el
hombre más capacitado para su dirección,
extendiéndosele el nombramiento a primeros de
noviembre de 1880.
No estaba D. Manuel satisfecho de los
resultados hasta entonces obtenidos por las
Congregaciones Marianas, y lo atribuía a su
actuación esporádica a individualista, a la
falta de un vínculo coordinador de actividades y
promotor de entusiasmos, y anheloso de poner
remedio cuanto antes a esta situación
desventajosa, lama en noviembre de 1880 una
circular a todas las Congregaciones de España,
proponiendo la publicación de una revista que
sostuviera la llama del entusiasmo juvenil,
«Pero creyéndolo superior a sus fuerzas, indicó
a los Padres jesuitas de Tortosa que se hicieran
cargo de ella. Mas, por haberlo éstos rehusado,
a la vejez, como él dice, hubo de sentar plaza
de periodista; y cábele la gloria de ser el
fundador del primer periódico de las
Congregaciones Marianas.
Salió el primer número en diciembre de 1881,
con el título de «El Congregante de San Luis»,
bien presentado y con veintidós páginas de
texto. fue tal la aceptación que tuvo desde el
principio, que, al semestre de nacido, era leído
con fruición y esperado con avidez en toda la
Península, Islas Baleares, Canarias y en
Hispanoamérica. Dirigible al principio el mismo
D. Manuel y le encomendó más tarde al celo y
competencia de los Operarios D. Andrés Serrano y
D. Joaquín García Jirona, hasta que en 2887,
cargado de méritos, hubo de desaparecer para
hacer lugar a otra revista titulada «El Correo
Interior Josefino».
LA CATEDRAL JOSEFINA
Asegurada y aplaudida su Obra en Tortosa,
empezó a soñar con otras diócesis donde
implantarla. Comenzó por la de Valencia. En
seguida trató de levantar de nueva planta un
grandioso edificio, con la misma finalidad que
el de Tortosa y al :que bautizaría con el mismo
nombre de «Colegio de San José».
Después de varios años de preocupaciones y
sinsabores, vio por fin terminadas las obras del
Colegio de Vocaciones de Valencia. El 2 de
febrero de 1901 se inauguraba la magnífica
iglesia del mismo, a la que D. Manuel, por sus
bellas proporciones, solía llamar con orgullo
«la Catedral josefina».
Lleno de Bozo se hallaba por tan singular
acontecimiento, cuando vino a enturbiar su
alegría un extraño suceso que pudo ser de
trágicas y fatales consecuencias.
Era en aquellos tiempos revolucionarios en
que los ánimos se exaltaban a las órdenes de
agitadores profesionales de masas, y las huelgas
se prodigaban con una facilidad pavorosa. El
mismo día de la inauguración solemne de la
iglesia, acertó a pasar una de tipo blasquista
por las inmediaciones de la misma. Las turbas,
que iban engrosando a medida que atravesaban
calles y plazas, avanzaban en dirección al
Colegio de San José, sabedoras de la función que
en él se había celebrado por la mañana y de la
que se preparaba para la tarde.
los huelguistas vociferaban y se desataban en
improperios contra todo lo más santo. Llegados a
la altura del Colegio, no se contentaron con
palabras, sino que, pasando a las obras, en un
momento levantaron el empedrado de la calle,
dejándole limpio de cantos, que arrojaron a
porfía sobre la recién estrenada capilla, la
cual acusó el efecto de aquella pedrea en sus
puertas y ventanas.
No tardó en presentarse la policía en el
lugar del suceso. Al someter a un ligero
interrogatorio a los que parecían cabecillas de
aquel movimiento, se excusaron éstos diciendo:
-Nosotros íbamos calle arriba gritando y
cantando, pero sin molestar a nadie y no
hubiéramos apedreado el Colegio, si uno de los
criados del mismo no nos hubiera insultado al
pasar.
No creyeron los agentes del orden público
calumnia tan burdamente tramada; mas para
desenmascarar a aquellos agitadores, hicieron
salir a su presencia a toda la servidumbre del
Colegio.
-¿Cuál de éstos ha sido?-les interrogaron.
-¡Ese del medio!-respondió el más
caracterizado de los huelguistas; resultando que
el señalado era mudo de nacimiento, lo cual,
conocido por todos los circunstantes, no
pudieron contener la risa que desarmó por
completo a aquellos infelices.
D. Manuel debió llevarse su correspondiente
susto y se le quedó bien impresa aquella famosa
pedrea, a juzgar por lo que dice en una carta de
aquellos días a un amigo sacerdote: «Estuve en
Valencia en la inauguración de la grandiosa
capilla, y tuvimos por la tarde una pedrea de
los sectarios masones.» Y haciendo alusión a los
tiempos difíciles que atravesaba también
entonces la Hermandad en Portugal, añade: «Ahora
nos están apedreando en Lisboa a los «paes
españoles» que cuidan del Colegio de aquella
capital. Se conoce que el diablo ha llegado a
penetrar la «malicia» de nuestra Obra.»
EL REBUZNO DEL SEMINARISTA
Ambiente de algazara el que se respiraba en
el Colegio de San José de Valencia. Libres de la
pesadilla de las clases y sin la carga diaria de
las lecciones que aguasen su nativa jovialidad,
los seminaristas valencianos se entregaban con
toda el alma al disfrute de unos días de asueto.
Sonajas y zampoñas resonaban por doquier. Los
más variados villancicos se oían de continuo
canturreados por voces juveniles. Los colegiales
con cara de pascua hormigueaban por el patio del
Colegio cual inquieta colmena, dando a la vida
del mismo un aire de inconfundible sabor
navideño. Eran las vacaciones del año 1898.
Entre los distintos pasatiempos que los
superiores del Colegio tenían organizados para
alegrar la vida de sus discípulos, merecían
mención especial las representaciones teatrales,
tenidas al caer de la tarde. dada día subían a
las tablas de un rudimentario escenario,
levantado en el balconcillo del patio,
improvisados actores y consumados artistas de
los más afamados entre los alumnos mayores.
Reían todos, chicos y grandes, las habilidades
de los unos y las simplezas de los otros,
mientras les asaeteaban con sus miradas desde el
patio central del Colegio.
Pero aquel día había algo especial. Y es que
se hallaba entre ellos el Superior General de
los Josefinos, Rvdmo. D. Manuel Domingo y Sol.
Los artistas de turno ensayaban y repasaban su
comedia, dando los últimos retoques a sus
papeles y afiligranando hasta en sus últimos
detalles lo que llamaban «su pieza de
lucimiento». Era ésta un majísimo sainete,
original de D. Carlos Arniches, titulado «los
aparecidos».
Llegada la hora de la representación,
acomodóse cada uno en su asiento bajo la
presidencia de D. Manuel. Los comediantes, entre
bastidores, ultimaban sus preparativos. Dada la
señal para empezar, descorrióse el telón y
fueron desfilando uno en pos de otro todos los
personajes del sainete, que procuraban superarse
y que realmente bordaron aquella pieza. Rieron a
mandíbula batiente los espectadores, y los
aplausos se sucedían con excesiva frecuencia,
sobre todo cuando el papanatas de Perico hablaba
del alma del tío Lechuza, o en aquella
comicísima escena en que el alcalde y
autoridades aparecen con un miedo cereal a los
difuntos.
Tenía el papel de Comendador Pepín, un
seminarista de esos que nunca faltan en las
comunidades, habilidoso y activo, simpático y
espabilado. De esos que ya se tienen ganados al
público con sólo aparecer en escena. Estuvo,
como siempre ¡insuperable!
Por que nada faltara en la representación de
aquella tarde y resultara ésta lo más natural
posible, sacaron al escenario un borrico del
panadero de casa, el cual debía de estar muy
bien educado, pues nada más presentarse en
público saludó a los espectadores con un sonoro
rebuzno que atronó los aires levantinos,
provocando en aquella patulea una ráfaga de
carcajadas.
Hecho el debido silencio, se oyó la voz de un
guasón, que dijo: «¡Que rebuzne Pepín!» Era ésta
una de sus muchas habilidades. Una explosión de
aplausos refrendó la petición, y el buen Pepín,
sin hacerse rogar dos veces, lanzó un tan
atildado rebuzno, que muy bien pudiera ser
envidiado por machos asnos.
Lo que allí sucedió fue indescriptible.
Rieron hasta las orejas los seminaristas durante
largo tiempo y corearon esta actitud con su
sonrisa los superiores. Uno de éstos, convencido
de obtener una respuesta satisfactoria, le
preguntó a D. Manuel: «¿Qué le parece, D.
Manuel?» Y él, sonriente para no aguar la
fiesta, pero poniendo los puntos sobre las íes,
contestó: «Muy bien, me gusta que los burros
rebuznen, pero que los colegiales lo hagan, no!»
EL OFICIO DE TINIEBLAS
Otro día aquellos simpáticos seminaristas
iban a representar «El puñal del godo», del
insigne vallisoletano D. José Zorrilla. Habían
preparado magníficamente la decoración para que
la escena resultara lo más tétrica posible, y
tenían además dispuesta toda una colección de
instrumentos para remedar los truenos que en su
obra exige el dramaturgo castellano.
Se descorre el telón y aparece en escena un
monje encapuchado que después, de asomarse a la
puerta del foro, comienza su actuación dejando
caer pausadamente estas palabras:
«¡Qué tormenta nos amaga!»
Aun no las había terminado, cuando los
«elementos» que estaban entre bastidores se
desatan enfurecidos y empiezan a tocar panderos,
pitos y bombos. Y hacían un ruido tan estridente
golpeando las puertas y pataleando sobre la
tarima del escenario, que los espectadores
creían que con tanto trueno se desplomaba, «la
bóveda celeste» .
Intervino por fin D. Manuel indicando a uno
de los superiores: «Digan que no hagan tanto
ruido, porque eso no es una tormenta, sino el
final del Oficio de Tinieblas.»
Cesó por fin de tronar, y el monje acurrucado
junto a las brasas, pudo continuar su
soliloquio:
«¡Qué noche! ¡Válgame el cielo!
Esta, lumbre se me apaga... »
Pero no fue así, sino que al hurgar en el
rescoldo del brasero, en vez de apagarse la
lumbre, comenzó a arder uno de los bastidores de
papel, junto a los que el ermitaño había
colocado su lumbre.
Armóse el jaleo consiguiente entre los de
dentro y comenzaron a gritar los de fuera al ver
el fuego, que no tardó en ser sofocado,
continuando sin más incidentes la función, entre
el reír de la patulea, que no cesaba de comentar
el susto morrocotudo que se había llevado el
pobre ermitaño; al cual, por lo visto, no le
hacía mucha gracia el morir vestido, ni siquiera
con el hábito franciscano.
LAS AGUSTINAS
Había en Valencia dos hermanas que conocían a
D. Manuel desde 1862 en que, por encargo de su
Prelado, se trasladó a la ciudad del Turia para
hacer el doctorado en Sagrada Teología.
Hospedóse en su casa durante aquel año de
estudios y trabó tal amistad con ellas que,
hasta que después levantó el Colegio de San
José, fue aquella casa para D. Manuel asilo
obligado durante sus frecuentes visitas a
Valencia, y aun después continuaron las buenas
señoras siendo eficaces auxiliadoras de sus
empresas de celo. Llamábase la mayor de ellas
D.ª Agustina Ragé, pero los Operarios, llevados
de la confianza que les tenían, las llamaban
cariñosamente a las dos «las Agustinas».
Querían de veras a D. Manuel y le veneraban
como a un santo ya desde sus primeros años de
sacerdocio. No obstante, fue creciendo su
aprecio de día en día a medida que tenían
ocasión de conocerle, más a fondo, y se lo
manifestaban en el recibimiento cariñoso que
hacían a él y a todos los Operarios, cuando
llamaban a la puerta de su casa.
Como paga de todos estos servicios, D.ª
Agustina le pedía al Señor la gracia
singularísima de ser asistida en sus últimos
momentos por aquel sacerdote santo, a quien ella
tenía la dicha de conocer y de tratar. Era ésta,
al mismo tiempo ;que súplica continua en sus
labios, esperanza fundada en su espíritu y como
presentimiento cierto en su corazón.
Enfermó varias veces, y D. Manuel, conocedor
de sus deseos, no escatimó sacrificios ni tiempo
para trasladarse desde Tortosa a Valencia,
siempre que le daban noticia de su enfermedad.
Pero cuando parecía que la muerte avanzaba en
serio y a pasos agigantados hacia ella,
hallábase D. Manuel muy lejos; estaba en la
Ciudad Eterna. Insistía la buena señora en sus
preces al Señor y no podía apartar de su mente
la halagüeña ilusión de verse asistida en sus
últimos instantes por la palabra reconfortante
de aquel santo sacerdote.
Pasaba el tiempo, la enfermedad seguía su
curso y parecía evidente que las esperanzas de
D.ª Agustina iban a quedar fallidas. Todos
estaban desesperanzados, menos ella. Y triunfó
su confianza en la Providencia divina.
Pisó, por fin, D. Manuel tierra española, de
regreso de su viaje a Roma, sin saber nada. Al
llegar a Tortosa, alguien de los que le
esperaban en la estación le habló del estado de
gravedad en que se hallaba D.ª Agustina.
Entonces él, en un arranque de generosidad y
llevado del aprecio que en justa correspondencia
profesaba a su protectora, dejó las maletas en
la estación y sin entrar en Tortosa, a donde
tenía tantísimas ganas de llegar, continuó viaje
en el mismo tren hasta Valencia.
Indescriptible fue el gozo de las buenas
señoras y de cuantos las rodeaban, al ver
entrárseles por la puerta de la casa la figura
venerable de aquel sacerdote tan ansiado, a
quien Dios indudablemente había conducido a
presencia de la paciente, para que recogiera su
postrer suspiro.
Así fue. Confortada con los santos
sacramentos y con los consejos encendidos en
amor de Dios de D. Manuel, no tardó en volar al
cielo el alma de su insigne bienhechora.
TRESCIENTOS ALELUYAS
Trabajaba incansablemente D. Manuel por la
apertura de un nuevo Colegio de San José en
Murcia por el mes de mayo de 2888. Se le veía
particularmente interesado en llevar a
cumplimiento cuanto antes sus hermosos proyectos
en beneficio de aquella diócesis, a la que tenía
cariño especial por la falta de clero que estaba
padeciendo.
El recibimiento que se hizo, tanto a él como
a los Operarios que le acompañaban, por parte
del Sr. Rector del Seminario y de algunos otros
sacerdotes prestigiosos de la ciudad, fue
cariñoso y cordial.
Con su valiosa ayuda pudieron hacer
propaganda de la Obra de las vocaciones
sacerdotales y llevados de su mano fueron
tanteando terrenos, donde levantar el Colegio y
visitando casas donde instalar provisionalmente
a los chicos, en tanto que aquél estuviese
terminado.
El Prelado, que seguía con suma complacencia
todos los movimientos de los Operarios dentro de
su diócesis, le preguntó a D. Manuel una de las
veces en que fue a visitarle:
-¿Cómo va esa Obra de las vocaciones?
-¡Viento en popa!, señor Obispo. Pero no
podrá desplegar toda su actividad hasta que no
tengamos un local amplio y espacioso, como el
que estamos proyectando.
-Cuando esté terminado, ¿con cuántos alumnos
cree usted que podrá contar?
-En muy pocos años pasaremos de los
trescientos.
El Prelado, saltando de gozo por el porvenir
halagüeño que con ello se cernía sobre su
diócesis, pero al mismo tiempo un poco receloso
de que no fuera fácil de realizarse aquel
hermoso sueño, añadió:
-Si esto fuese, tendríamos que cantar
trescientas aleluyas.
D. Manuel estaba convencido de ello y
convencidos estaban también sus colaboradores,
entre los que se contaba el Rector del
Seminario, el cual, al despedirse de D. Manuel
le dijo emocionado: «Oremos, oremos, para que el
diablo no dé un rabotazo a todo».
Muy pronto pudieron cantar los trescientos
aleluyas porque, terminado el Colegio, las
solicitudes de ingreso no tardaron en rebasar la
capacidad de admisión en el mismo.
ENSEÑANDO COSAS BUENAS
Recién fundado el Colegio de Orihuela, por el
año 1889, hizo una visita D. Manuel a aquella
ciudad. Trasladáronse desde Murcia Para
saludarle dos superiores del Colegio murciano:
D. Remigio Albiol y D. Juan Calatayud.
Tenía éste un hermano, llamado D. Gonzalo,
que era maestro nacional en un grupo escolar de
uno de los arrabales de Orihuela. D. Manuel
quiso saludar a la familia Calatayud, y allá se
encaminó una hermosa tarde acompañado de los dos
Operarios murcianos.
los visitados les recibieron con los brazos
abiertos, como era de suponer, y les agasajaron
cuanto pudieron.
«Pero el héroe de la fiesta, como cuenta el
mismo protagonista, fue un renacuajo de cuatro
años, hijo del maestro, el cual con grandes
encomios se le presentó a sus queridos
visitantes. Y por mandato suyo empezó en seguida
la serie de gracias del muñeco.
Su padre le había enseñado la siguiente
coplilla, que el chico repetía, viniera o no a
pelo..., como sucedió aquella tarde:
Mañana me voy al campo
a preguntar al romero
si el mal de amor tiene cura...
si no la tiene me muero.
Daban vis cómica al cantarcillo padre a hijo
entablando el siguiente diálogo:
-¿A dónde vas mañana?
-Al campo.
-¿A qué?
-A preguntar al romero.
-¿Qué le preguntarás?
-Si el mal de amor tiene cura.
-Y ¿si no la tiene?...
Y el pequeño, entornando los ojitos, juntando
las manos y alargando desmayadamente la «e»
gemía:
-Me mueeero.
Todos celebraron la ingeniosa habilidad del
renacuajo... Todos, ¡menos D. Manuel!, el cual
le dijo:
-Te voy a enseñar una cosa muy bonita:
Bendita sea lo pureza
y eternamente lo sea...
El chico se la aprendió y en pago D. Manuel
le regaló una medalla de la Virgen y le mandó
que repitiera todos los días la nueva
«coplilla».
Pasaron siete años, y aquel rapazuelo ingresó
en el Colegio de San José de Valencia para
seguir la carrera sacerdotal. Un día se encontró
con D. Manuel de quien ya no se acordaba.
Reconocióle éste y acordándose de la visita a
Orihuela, le llamó aparte y le dijo:
-Oye, ¿qué copla recuerdas mejor, la del
romero o la de la Virgen?
-¡las dos -contestó el avispado latinillo,
que cayó en seguida en la cuenta de quién era el
que le hablaba-, pero la de la Virgen la repito
todas las noches!
-Muy bien, hijo, que Ella lo bendiga y tú no
dejes nunca, nunca, de invocarla.
UNA CORAZONADA
Así llamaba el P. Xercavins, S. I., a
aquellos accesos de extraordinaria caridad y
generoso desprendimiento tan característicos en
D. Manuel.
Conocía por carta y por los hermosos
artículos que de cuando en cuando le había
enviado para la revista «El congregante de San
Luis», al joven seminarista de Ciudad Real,
Andrés Serrano. Había seguido mediante la
correspondencia epistolar el curso de su
vocación y la había ido cultivando con cariño
verdaderamente maternal.
Pero un día recibe de Serrano una carta en
que le decía:
«Ahora para concluir, tengo que decirle que
soy quinto del actual reemplazo y que, si la
suerte no me da un número algo favorable, tendré
que ser soldado de los ejércitos españoles. No
la deseo, pero tampoco la temo a la vida
militar. Si hay necesidad, como la habrá, porque
soy útil por todos conceptos, de echarse al
hombro el fusil, lo llevaré gustoso, acordándome
de San Martín. ¿Qué será que ya se me enciende
la sangre al tratar de las Carolinas?... ¡las
soltarán!... ¡Vaya si las soltarán!»
D. Manuel miraba las cosas desde otro punto
de vista y temía que con ello se malograra tan
hermosa vocación. Sabía por el mismo Serrano que
en su casa no podrían redimirle del servicio por
ser carpintero su padre y tener once hijos, y su
tío, Maestro de Ceremonias de la Catedral,
tampoco disponía de recursos suficientes.
Entonces tuvo una de esas corazonadas tan
frecuentes en su vida. Le contestó a vuelta de
correo, diciendo:
«No quiero que vaya usted al servicio; que no
le conviene. Si le toca a usted la suerte mala y
no tiene medios y está resuelto a seguir la
carrera eclesiástica, se vendrá a nuestros
colegios de Valencia o de Tortosa, y estará
gratuitamente. Y aunque estamos de deudas hasta
la cabeza, le buscaremos los 7.000 reales para
la redención del servicio, y estará con nosotros
y nos ayudará a trabajar por la máxima gloria de
Dios. Y cuando usted llegue a ordenarse, seguirá
con entera libertad el camino que Dios le
inspire y el campo que sea más propio para su
actividad. Con que, dicho está ya, debe usted
obedecer.»
En seguida contestó Serrano aceptando la
invitación de D. Manuel, pero como al fin de la
carta dejara entrever un poco de morriña por
tener que alejarse tanto de la familia, D.
Manuel con mimos de madre le contestó a correo
seguido:
«Mi amadísimo hijo en Jesús: No tema usted la
dilatada ausencia; que ya le dejaremos hacer una
correría de vez en cuando para respirar los
aires de la Mancha... y va un billete de
doscientos reales para, ayudarle para el viaje.»
En octubre de aquel mismo año el seminarista
manchego, vencido por la amabilidad de D.
Manuel, se trasladó al Seminario de Tortosa,
donde cantó su primera misa en enero del 1891.
ESPÍRITU FRANCISCANO
Como San Francisco de Asís, estaba D. Manuel
altamente enamorado de las bellezas de la
naturaleza. «Si en las noches de cielo
estrellado, dice D. Juan Estruel, se hablaba de
las maravillas del Creador, se veía precisado a
decirnos: «¡Callad, callad!», porque era tan
intensa la emoción sensible que experimentaba
que le hacía sufrir.
Estando en Benicasim salían de paseo por los
alrededores del pueblo llamándole poderosamente
la atención la multitud de campanillas que
alfombraban el suelo y a su familiar le hacía
poner señales, para convencerse de que cada .día
las renovaba el Señor.
Agradábanle en extremo estas y otras
florecillas, que le hacían recordar la frase de
San Francisco de Paula cuando, tocándolas con su
bastón les decía: «¡Callad, callad, que ya os
oigo!»
Cada año ofrecía un premio al primero que le
diese la agradabilísima noticia de que las
acacias de la huerta habían echado ya sus
primeros brotes. Conocía uno por uno todos los
árboles de su Colegio de Tortosa. No permitía
que se cortaran, y si el aire arrancaba alguno o
la pertinaz sequía les agostaba, experimentaba
verdadero dolor y en seguida les hacía sustituir
por otros.
En un ángulo de la montaña del patio del
Colegio hizo plantar un huerto cerrado con
naranjos, limoneros, vides, eucaliptus,
granados, cedros, nísperos, melocotoneros...
para que hubiese mucha variedad, mucho ramaje,
mucha sombra..., mucha poesía franciscana.
LAS TÓRTOLAS Y EL LORITO
Su corazón era tan grande que no se agotaba
su amor, aun cuando lo derramaba a torrentes
sobre cuantos se le cruzaban en el camino de la
vida, quedándole siempre afecto y cariño para
desmigarlo entre los mismos seres del reino
animal. Bien lo sabían el lorito y los palomos
del jardín, porque lo habían experimentado
repetidas veces, y con muestras de
extraordinario regocijo daban claramente a
entender que conocían perfectamente la silueta
inconfundible de D. Manuel, luego que asomaba
por la huerta.
«Con una máquina fotográfica, dice un testigo
presencial, se hubieran tenido ocasiones sin
cuento de impresionar bonitas películas. Armado
de su inseparable paraguas, encamínase
pausadamente al jardincillo, párase ante el
jaulón que hay en medio de él, y buscando algo
en su bolsillo, dirige dulces palabras a las
tórtolas que allí habitan. Atraídas éstas por la
dulzura de su llamamiento y por la visión de lo
que les ofrece por entre las mallas de la jaula,
picotean lo que torpemente pueden sostener ya
aquellos dedos. La actitud de las tórtolas
parecía decir: «¡Qué bueno eres!»
No cambia mucho el cuadro al verle agasajar a
los palomos. Acuden ellos presurosos, y con su
bullicioso saltar y continuo corretear buscando
lo que se les reparte, dan a su manera muestras
de gratitud al bienhechor.
¿Y el lorito? Siempre había algo para él.
Conocía perfectamente a D. Manuel. Este escondía
un algo que fuese, apretándolo con su dedo
corazón contra la mano, le llamaba, y apenas le
oía y se daba cuenta de que en aquella mano se
escondía alguna cosa para él, en seguida, con su
andar tambaleándose, adelantaba por el antepecho
de la azotea, y haciendo contorsiones con su
cuello, pronto su pico daba con lo que había en
el escondite.»
EL ENFADO DE LAS MONJAS
Era en junio de 1885. Le había llegado a D.
Manuel el 25 aniversario de su Ordenación y
andaba pensando en el modo de celebrar las bodas
de plata de su primera misa.
No quería, por una parte, hacerlo público,
porque le molestaban grandemente las fiestas
que, aunque de carácter religioso, suelen tener
casi siempre cierto tinte de profanas, y le
alarmaban también los dispendios inútiles que
tendrían que hacerse, habiendo tantos motivos de
gloria de Dios en que emplear el dinero. No se
resignaba, por otra parte, a que tan fausta
fecha pasase desapercibida para sus queridas
monjitas por los beneficios espirituales que de
ella podrían reportar.
Dudaba en qué convento celebrarlo, entre los
varios que se creían sus predilectos, y andaba
sopesando las razones y preparando los ánimos
para que no se molestaran las religiosas
preteridas. Por fin se decidió a hacerlo en el
de la Purísima, de Tortosa, no sin antes dar
explicaciones a las demás; explicaciones que
revelaban el afecto verdaderamente entrañable
que todas le profesaban.
El 8 de aquel mes, víspera del día
aniversario de su primera misa, escribía a una
religiosa del convento de San Juan: «Ayer eché
bastante rato sobre si iría a celebrar mis bodas
de plata diciendo misa en San Juan, por la razón
de que de todas mis hijas (las que lo eran ya
aquel día de mi primera misa) casi sólo estás
tú, pues las demás se hallaban fuera. Pero, al
fin, me resolví a hacer un poquito de fiesta en
mis primogénitas, las Puras...
las Claras están en Ejercicios, que, si no,
allí lo hubiera hecho, y aun así se enfadarán de
que no lo haga allí. Creo que tú tampoco lo
enfadarás de que no lo haga ahí... Ya lo
celebraremos otro día u otro año; y si no,
cuando celebremos las bodas de oro, esto es, a
los cincuenta años, que tú tendrás más juicio y
yo seré un Padre jubilado.»
En seguida, elevándose al piano sobrenatural
en que siempre se movía, añade: «Pero ha de ser
a condición de que yo haya levantado cincuenta
colegios y otros tantos conventos, y que tú
entonces no seas aún muy viejecita. Conque, que
pases bien el día de tus cuarenta años...»
Y para que ella participara en algo de la
fiesta, pone punto final a la carta con la
promesa de una cosa sustanciosa: «Va un queso
rancio. No tengo más», como solía hacerlo
siempre aquel generoso corazón que no sabía más
que repartir de continuo beneficios y regalos.
EL CARTERO DE BENICASIM
Una de las actividades que más admiran en la
vida de D. Manuel fue la de la correspondencia
epistolar. Eran verdaderos montones de cartas
las que a veces se almacenaban en su mesa de
trabajo. Y eso que procuraba estar siempre al
día, no reparando para nada en el tiempo hermoso
que había de gastar en contestarlas.
«D. Manuel ha escrito en su vida millares y
millares de cartas, dice el Cardenal Plá y
Deniel, actual Primado de España. Sentía
necesidad de escribir como el apóstol de
evangelizar. Y tal vez el mayor apostolado de D.
Manuel sea el de sus cartas. Sólo las escribía
de un carácter completamente ascético y
espiritual, cuando circunstancias especiales lo
requerían; y entonces se descubría la riquísima
vida espiritual de su alma, su íntima unión con
Dios, sus dones de consejo y discernimiento de
espíritus. Mas, ordinariamente, sus cartas eran
familiares y hasta joviales. Leedlas, sin
embargo, y percibiréis siempre el suave olor de
Cristo, siempre se os representará aquel plácido
rostro que hacía la santidad amable a inspiraba
por doquier la virtud.»
Solía retirarse todos los años a descansar
durante una breve temporada al simpático pueblo
de Benicasim, en la costa del Mediterráneo, y
hasta allí le perseguía un verdadero ejército de
cartas. El cartero de la localidad quedaba
pasmado al ver tal cantidad de correspondencia
dirigida día tras día a una misma persona.
D. Manuel, para ganarse la voluntad de aquel
hombre y aliviarle el peso y las molestias que
su mucha correspondencia le ocasionaba, al final
de la temporada añadía una buena propinilla a la
cuota ordinaria asignada a cada carta.
El cartero, loco de contento, no cesaba de
ponderar ante sus convecinos la esplendidez de
aquel sacerdote y hasta, un poco
hiperbólicamente, les decía que de tener unos
cuantos parroquianos como Mosén Sol, tendría
asegurado el pan del verano y de casi todo el
invierno.
EL FONÓGRAFO DE DON MANUEL
Consideraba la alegría no sólo como virtud,
sino como vivero de virtudes cristianas. Por eso
procuraba difundirla en torno suyo.
Había en Benicasim un asilo de religiosas
Redentoristas, en el que se hospedaba D. Manuel
durante su temporada de veraneo en aquel pueblo.
Se preocupaba extraordinariamente de las jóvenes
asiladas y procuraba hacerlas la vida lo más
llevadera posible. Las dirigía pláticas y daba
días de retiro. Las costeaba extraordinarios en
la comida. rifaba regalos y alguna vez las
sorprendía gratamente con pasteles y refrescos.
No se contentaba con hacer él solo semejantes
obsequios. Invitaba a sus acompañantes a seguir
su ejemplo, diciendo: «¿Quién les paga hoy el
principio? ¿A quién le toca ahora regalar el
postre?» Más de una vez se le vio buscando
limosnas para ellas, y utilizar sus influencias
para proporcionarlas trabajo y mejorar con ello
su situación económica.
Tenía en Tortosa un magnífico gramófono para
esparcimiento de los seminaristas en los días en
:que, por lo crudo del invierno o porque
amenazaba lluvia, no podían salir éstos de
paseo. Más de una vez hizo cargar con el aparato
a alguno de sus estudiantes, ducho en el manejo
del gramófono, y llevarlo desde Tortosa a
Benicasim, junto con la colección de los mejores
discos, con el fin exclusivo de divertir y hacer
pasar unos ratos agradables a aquellas pobres
asiladas.
Hasta estos detalles descendía la caridad
inagotable de D. Manuel, que no sabía vivir sino
derramando alegría por todas partes y endulzando
la vida de cuantos le rodeaban.
EN LISBOA
las ambiciones santas de D. Manuel no se
encontraban satisfechas en ninguna parte. Donde
quiera que veía una necesidad, allí hubiera
deseado volar para remediarla. Y cuanto más se
prodigaba, más horizontes se le abrían. Ahora
era Portugal, la nación hermana, la que le
atraía fuertemente y le daba grandes voces para
que fuera a establecer su Obra en aquel país
necesitado de clero.
Al ser trasladado Mons. Vico, con quien le
unían a D. Manuel relaciones de estrecha
amistad. de la Nunciatura de Madrid a la de la
capital portuguesa, recibió de éste el encargo
de hablar al Patriarca de Lisboa de los fines de
la Hermandad y de su deseo de extender su
benéfica influencia al país luso. No tardó mucho
Monseñor en contestar diciendo que había tratado
el asunto con el Patriarca, el cual había visto
con Buenos ojos las actividades de la Hermandad
y que deseaba hablar personalmente con alguno de
sus miembros para tratar en fume de la apertura
de un Seminario Menor en Lisboa, pues el Mayor
estaba en Santarem.
El 19 de abril de 1895 salía de Madrid D.
Manuel en dirección a la capital portuguesa, a
donde llegó al día siguiente. «Es una ciudad
singularísima, decía. Unas cuestas más empinadas
que las del Castillo (Tortosa), que no sé cómo
bajan los caballos, ni aún cómo suben. Algunos
tranvías funiculares; pero, sobre todo, coches.
Se asemeja a Génova, pero más cuestas y muchas
más distancias.»
El estado moral de la ciudad le impresionó
vivamente. Y más aún la dejadez y apatía del
clero, que ni siquiera se atrevía a ir por las
canes con sotana. Todo lo cual le movía a
trabajar con más interés por levantar el
espíritu religioso de los sacerdotes, y,
mediante ellos, el de Portugal entero.
Desde allí escribía recabando oraciones, para
que el Señor se dignara bendecir sus ardorosos
planes de apostolado. «Es éste un campo muy
vasto y muy necesitado, y se necesitan apóstoles
y muchas oraciones. Conque, al Corazón de Jesús,
a San José, a San Antonio de Lisboa (que dicen
aquí) y Santo Ángel de España, para que
multipliquen la Obra de nuestras manos y podamos
llenar este país de sacerdotes santos y de
misioneros, que hagan retornar la piedad antigua
de Portugal, y haya muchas almas que reparen a
Jesús, pues en esta ciudad no se conocen las
obras de Reparación, y hemos de ponerlas, y
pronto estableceremos la Vela Nocturna, si
podemos, y luego otras cosas.»
En las reuniones de D. Manuel con el
Patriarca, José III, y con el Nuncio de Su
Santidad, convinieron en fundar un Seminario
Menor dependiente del de Santarem y .que se
llamaría «Colegio de San José y de San Antonio
de vocaciones eclesiásticas y para misioneros de
las Colonias portuguesas».
El Sr. Cardenal quería que estuviese
emplazado en Lisboa, en su mismo palacio y,
mientras éste se habilitaba, se abriría
provisionalmente el Seminario de Farrobo, que
era una posesión estupenda a muy corta distancia
de la capital.
Así se hizo en efecto. Quedó abierto aquel
año el Seminario en Farrobo y se matricularon
sesenta alumnos. D. Manuel quería que los
seminaristas vistiesen sotana, para que se
acostumbraran a llevarla ya desde pequeños, y
luego de párrocos no tuviesen inconveniente en
lucir por la calle el traje talar.
Al curso siguiente, el Seminario fue
trasladado a Lisboa, junto al magnífico palacio
del Sr. Cardenal.
RETIRADA GLORIOSA
Seis años llevaban actuando los Operarios al
frente del Seminario Menor de Lisboa, en medio
de incontables dificultades de muy diversa
índole. A todos estos contratiempos internos
vinieron a añadirse las convulsiones externas y
amenazas sociales, hijas de la debilidad de un
Rey que, para afianzar su posición política, no
dudaba en hacer demasiadas concesiones a los
revolucionarios.
Regía entonces los destinos de Portugal el
Rey Carlos I, hombre débil y apocado que, para
ganarse las simpatías de los corifeos de la
revolución, dio algunas disposiciones sectarias,
entre ellas una expulsando de Portugal a los
religiosos.
los periódicos empezaron a bambolear la
noticia y hacer ambiente entre la gente baja.
Aunque la orden no atañía estrictamente a la
Hermandad por no ser sus miembros religiosos, no
obstante, percatados de la trascendencia
capitalísima de la Obra, empezaron a hacer
campaña en contra de ella. El 9 de marzo de 1901
un periódico de Lisboa lanzaba como nota
alarmante la noticia de que en el Palacio
Episcopal, donde estaba el Seminario, había
frailes españoles que «eran de cuidado, y a los
que se debía perseguir con más odio aún que a
los jesuitas».
El Cardenal, alarmado ante el cariz que iban
tomando los acontecimientos, para evitar el
asalto al Seminario, avisó al Gobierno de lo que
pretendía la chusma. El Ministro del Interior
envió un piquete de Caballería para garantizar
el orden a impedir que las masas, exacerbadas
por los dirigentes masones, cometieran
violencias y atropellos. Pero sintiéndose
impotente para contener la avalancha
revolucionaria que iba aumentando por momentos,
más por falta de voluntad que por falta de
recursos, el Ministro dio un plazo de ocho días
para que salieran de Portugal los sacerdotes
españoles. Al mismo tiempo el Presidente del
Consejo escribía al Cardenal para que acelerasen
cuanto antes la salida, pues no podía él
responder de lo que pudiera ocurrir.
Aquel mismo día los Operarios abandonaban
Portugal.
D. Manuel, previendo lo que después sucedió,
decía:
«Si la Providencia de Jesús quisiera que
saliéramos por motivo de los masones, sería una
salida muy gloriosa. Sería una bendición.» Y
después de consumado el hecho, añadía: «La secta
nos ha arrojado. Se conoce que el diablo ha
llegado a penetrar la «malicia» de nuestra
Obra.»
PLUMA EN RISTRE
Aunque humildísimo por virtud, no era D.
Manuel de esos que esconden la luz bajo el
celemín. El quería aprovechar los talentos que
el Señor la había dado y negociar con ellos en
pro de la buena causa.
Habiendo nacido y vivido en una época de
revoluciones y luchas políticas, Dios le dio un
espíritu batallador. Supo hacer frente al mal
donde quiera que le encontraba. La libertad de
prensa había engendrado un aluvión de periódicos
detestables, de folletones indecentes y de
publicaciones obscenas, que hacían horribles
estragos en las almas, principalmente en la
juventud.
Para contrarrestar efectos tan perniciosos,
comenzó a publican en 1871, en compañía del
fundador de las teresianas, D. Enrique de Ossó,
un periódico semanal que se titulaba « El Amigo
del Pueblo, y por el año 1878 publicaba otro
periódico, «El Bien Público», en colaboración
con el publicista D. Luis Bernis.
Para poder dedicarse más de lleno al
apostolado de la pluma, renunció por aquellas
fechas a una cátedra que le habían ofrecido en
el Seminario Diocesano, y aceptó en cambio el
nombramiento de director de «El Apostolado de la
Prensa», que se acababa de establecer en Tortosa
con el fin de divulgar la lectura de libros
buenos.
En su afán de difundir la buena prensa,
planeó el establecimiento de una Editorial con
el nombre de «Imprenta Católica de San José»,
que después no se pudo llevar a cabo.
Fundó la primera revista de las
Congregaciones Marianas «El Congregante de San
Luis», y la sostuvo durante muchos años. El fue
también el fundador de «El Correo Josefino», que
salió por primera vez en enero de 1897, como
mensajero de noticias a intercambio de
impresiones entre los distintos colegios de
vocaciones dirigidos por la Hermandad y que en
la actualidad, rebautizado con el nombre de
«Sígueme», es la publicación que sirve de lazo
de unión entre todos los seminaristas españoles
y algunos Seminarios de Hispanoamérica.
EN LAS COMUNIDADES NO ENSEÑES TUS
HABILIDADES
Convencido de la importancia del apostolado
de la pluma, sabía D. Manuel apreciar en su
justo valor las cualidades literarias que a
veces el Señor regala a las almas. Por eso se
alegraba sobremanera, cuando las descubría en
alguno de sus colaboradores, y, para que no se
quedaran enmohecidas, les ponía en ocasión de
escribir.
A D. Andrés Serrano, cuyas dotes de escritor
apuntaban ya en sus primeros escarceos
literarios, le decía: «Haga usted examen de
conciencia, para dedicar un espacio de tiempo
cada día a ese ministerio tan del agrado de Dios
y provecho de las almas.»
Y a D. Esteban Ginés le escribía donosamente
en otra ocasión: «Ya está usted apañado. En las
Comunidades no luzcas tus habilidades. El
trabajo de usted me ha gustado, y desde luego es
de temer que la obediencia le sacrifique algún
día, arrinconándole en una mesa de redacción.»
El pronóstico de D. Manuel se cumplió y, por
cierto, con gran fruto.
¡ESTA USTED PERDIDO !
Fue una tortura continua para sus planes de
fundador la escasez de Operarios con que hubo de
tropezar durante toda su vida. La mies se le
ensanchaba cada vez más y el número de
colaboradores no aumentaba en la misma
proporción.
«Mándenos un Operario más, porque estamos
agobiadísimos», le pedían en un Seminario.
Y él respondía:
«No lo haré, por aquello de aquel gobernador
que no hizo salvas al llegar el Rey, por treinta
y nueve motivos y el primero era que no había
pólvora.»
Y el motivo de la falta de personal no era
precisamente el que no hubiera solicitantes.
Habíales y ¡muchos! «De la diócesis de X, decía
D. Manuel, quiere venir a la Obra medio clero,
estoy espantado de dar tantos nones. Van dos en
dos días...»
Es que, percatado de la importantísima misión
de la Hermandad, exigía cualidades excelentes en
sus miembros. Hacía suyo el pensamiento de Santa
Teresa respecto a sus novicias, «que la que se
tomara, cada una había de ser para priora, y
cualquier oficio que se le ofreciese».
Por eso, cuando se acercaba a las puertas de
la Hermandad solicitando ser admitido alguno
según sus exigencias, saltaba de Bozo y de
satisfacción.
«Estoy dudando sobre si entrar o no en la
Hermandad, escribía a D. Manuel un alumno de un
Seminario. Sus fines me atraen y la excelencia
de su ideal me cautiva, pero temería meterme sin
ser llamado. Ruégole que me diga si tengo o no
vocación.»
«En manos de mal consultor se ha puesto
usted, le contestó D. Manuel. Parte interesada,
enamorado de su propia Obra de máxima gloria de
Dios, ambicioso de cazar almitas buenas que se
le pongan a tiro... ¡Está usted perdido!
Véngase, pues. Le llevaremos como canastillo de
flores. El trabajo le sobrará, pero no le
faltarán consuelos. No es necesario resolución,
ni aun vocación de parte de usted; basta que la
tenga yo; pues a nuestra Obra de Jesús no vienen
los que tienen vocación, sino los que antes que
ellos la tenemos nosotros. Y, si no entiende
estas filosofías, ya las entenderá a su tiempo.
Nada sabía usted y, no obstante, estaba usted en
la lista a los pies de Jesús Sacramentado.»
El ingenuo consultor siguió los consejos de
D. Manuel y llegó a ser un miembro distinguido
de la Hermandad.
EN TODOS LOS GUISOS
Destinado por Dios para ser un gran educador
y modelo de educadores, recibió del Supremo
Hacedor, entre otras cualidades, una amabilidad
exquisita y delicada. Simpático por temperamento
y complaciente por virtud, puso como mote de su
vida la consigna heroica de San Pablo: «Hacerse
todo para todos, con el fin de ganar a todos
para Cristo». Por eso la tónica de la pedagogía
de D. Manuel fue el amor. Introdujo en los
colegio y seminarios calor de hogar y vida de
familia, desterrando para siempre de ellos el
gesto avinagrado de unos superiores aéreos a
quienes no se veía más que de Pascuas a Ramos,
cuando se trataba de la expulsión de algún
alumno o de echarles una sonada reprimenda. Y
;quería que esta misma amabilidad resplandeciera
en todos los Operarios en su actuación con los
seminaristas.
«Debemos amar a la infancia y a la juventud,
decía a uno, como Jesús las amó, porque en esto
está verdaderamente el secreto de educar a los
jóvenes y volverles felices y buenos. San
Francisco de Sales nos da la norma segura a que
ha de amoldarse nuestra vida de Operarios : «ir
a la conquista de los corazones por medio de una
constante amabilidad» .
«Peque usted más, añadía a otro, por
amabilidad que por corrección. No abrume a los
alumnos con demasiados pecados. Deles a Cristo
guisado en todos los guisos, y verá qué bien le
ha de ir.»
BUSCANDO ADORADORES
Visitó frecuentemente la parroquia de San
Mateo, hermoso pueblo de la diócesis de Tortosa,
enclavado en la región del Maestrazgo.
Por el mes de Julio de 1886 se hallaba D.
Manuel con otro Operario en esta villa
predicando un triduo de sermones, con el fin de
preparar los ánimos de aquellos buenos vecinos,
y establecer el «Apostolado de la Oración» y la
«Adoración Nocturna». Para el Apostolado reunió
diecisiete celadores y 622 socios. Con mayores
dificultades tropezaba para encontrar almas que
quisieran sacrificar el reposo de la noche y
hacer vela a Jesús Sacramentado. Y como no le
pareciera suficiente el número de los que
espontáneamente dieron sus nombres, no tuvo
reparos en ir de casa en casa como un
pordiosero, mendigándole adoradores al Señor.
Llamaba a las puertas, y con tal unción hablaba
a sus moradores de las excelencias de la obra de
la Adoración Nocturna, de las maravillas de la
Eucaristía, que no tardó en conseguir los turnos
que pretendía. Le acompañaban en esta búsqueda
de adoradores algunos hombres de los más
destacados entre el elemento católico de San
Mateo, y dice uno de ellos que estaban
verdaderamente embobados, viendo el espíritu
apostólico y el candor angelical de D. Manuel.
¡CURARÁ USTED!
Más para una empresa difícil y costosa como
la de la Adoración Nocturna necesitaba un alma
de empuje que lograra contagiar sus entusiasmos
a la incipiente sección adoradora. Quería un
presidente modelo que, consciente de su misión,
supiera cumplirla a las mil maravillas.
Le hablaron de un señor distinguido, adornado
de excelentes cualidades, que podría desempeñar
aquel cargo a la perfección. Pero había una
seria dificultad. Padecía desde hacía tiempo una
enfermedad que se había hecho ya crónica en él,
y no había esperanza fundada de que pudiera
salir de ella. No obstante, D. Manuel,
haciéndosele el encontradizo, le propuso sus
planes y deseos.
-Con mil amores lo haría, repuso el
caballero, pero esta enfermedad que me aqueja
desde hace tiempo me inutilizaría para
desempeñar dignamente el cargo, y no haciéndolo
decorosamente, no lo puedo aceptar.
-No se preocupe usted, le dijo con todo
aplomo D. Manuel, y dando un acento de profunda
convicción a sus palabras, añadió:
-No se preocupe usted, porque curará.
Así sucedió en efecto ; aquel señor curó de
su dolencia, y continuó viviendo y desarrollando
una vida activísima en medio de la admiración
general de todos sus convecinos, particularmente
de sus familiares, que ya le daban por
desahuciado y hasta tenían poco menos que
contados los días de su existencia.
EN LA BOCA DEL INFIERNO
Uno de los ministerios sacerdotales que le
proporcionaba más consuelos era el de los
Ejercicios Espirituales.
La primera vez que fue a San Mateo iba a dar
Ejercicios a las religiosas Agustinas. Fueron
innumerables las tandas que dirigió en aquel
pueblo a toda clase de personas, y notorios los
frutos que cosechó tanto dentro como fuera del
convento. Se entusiasmaba, más bien diríamos,
que se encendía en amor de Dios. Hablaba con una
convicción. más que insinuante, aplanadora.
Tenía momentos felicísimos en los que dejaba
traslucir una unción que arrebataba a las almas.
Una vez, en uno de esos arranques, se le
escaparon estas ardorosas palabras, propias de
un apóstol:
«Ponme, Jesús mío, a la puerta del infierno,
para que no caigan más almas en él.»
Y como un alma sencilla, llena de candor a
ingenuidad, dijera espontáneamente:
«Yo, Padre, no quiero estar en la boca del
infierno.»
El contestó:
«Estar por Jesús en la boca del infierno es
estar en el cielo.»
BOCAS CERRADAS
Era voz común en San Mateo que jamás se
habían hecho Ejercicios Espirituales con tanto
fervor y aprovechamiento como los que dirigió D.
Manuel a las jóvenes teresianas.
Caldeado con el fuego del amor divino y
abrasado por la preocupación continua de la
salvación de las almas, en todas sus pláticas y
meditaciones estuvo a la altura de un verdadero
apóstol. Pero en la meditación sobre la oración
de Jesús en el Huerto se emocionó de tal manera,
que contagió su emoción al auditorio,
convirtiéndose aquello en un mar de lágrimas.
los frutos obtenidos fueron verdaderamente
notables. La mayor parte de las chicas empezaron
una vida intensamente piadosa. Aun en el aspecto
exterior consiguió verdaderas maravillas. Las
calles de San Mateo parecían galerías de
convento o claustros de monasterio, pues las
jóvenes iban por ellas en absoluto silencio. Y
en la iglesia ya desde las tres de la mañana
había colas enormes, cogiendo la vez para
confesarse con aquel santo director de
Ejercicios.
LA BENDICIÓN DE UN SANTO
No es extraño que, después de tan magníficas
actuaciones en su pueblo y de palpar los frutos
positivos de santidad que éstas producían, los
habitantes de San Mateo adoraran a D. Manuel, le
tuvieran por santo y le atribuyeran cosas
extraordinarias que ellos no se recataban en
llamar milagros.
Hubo un año en que la cosecha de trigo se
presentaba deficientísima y no había esperanza
fundada de posible mejora por lo avanzado del
tiempo y la pertinaz sequía. La gente hacía sus
comentarios pesimistas. Por todas partes se
veían caras alargadas de descontento. Los
labradores andaban aterrados ante la triste
perspectiva de un año tan escaso.
Llegó la fiesta del Corpus y D. Manuel, que
estaba comprometido para predicar en tan grande
solemnidad, se presentó en el pueblo. Lo hizo
con el fervor y el celo de siempre, y como
siempre también con el aplauso general y la
admiración de cuantos le oyeron.
Pasaron los días. El verano se echó encima.
Los campesinos aprestaron sus hoces y se
dedicaron a sus faenas. Pero he aquí que la
cosecha que hasta entonces se había presentado
escasísima, resultó abundante en extremo, como
pocas veces se había conocido.
los sencillos labradores no sabían a qué
atribuir cambio tan inesperado como consolador,
y uno de ellos, expresando el sentir general,
decía refiriéndose a D. Manuel:
«¡Ese Santo que predicó el día del Corpus nos
bendijo y aumentó la cosecha!»
LAS ENVIDIAS DE LA GENTE
Había en San Mateo una señora de inmaculadas
costumbres, a quien todo el pueblo tenía en gran
aprecio por lo intachable de su vida y su
obsequiosidad para con los pobres.
Enfermó gravemente, y avisaron al Sr. Párroco
para que la confesara, diera el Santo viático y
ayudara a bien morir. Llegaron a la casa
parroquial los familiares de la señora en tan
buena coyuntura que se hallaba allí D. Manuel.
El Sr. Cura, sabedor del aprecio que le tenía
toda la gente del pueblo, y estimando que le
recibirían con los brazos abiertos en casa de la
enferma, le invitó a que hiciera sus veces y él
mismo la confesara y consolara.
Así se hizo. Y todos los que acompañaron al
santo viático a casa de la enferma y cuantos
después supieron lo ocurrido, llenos de Santa
envidia comentaban el caso diciendo:
«¡Qué bueno es Dios, pues ha premiado la
bondad de esta mujer, dándole por confesor en su
última hora a Mosén Sol!»
FORMANDO COLA
La epidemia de la gripe cubría de llanto y
desolación toda la región tortosina allá por el
1890. Mas no era sólo la mortandad tan elevada
que ocasionaba lo que hacía abominable aquel
cruel azote.
Un número considerable de huérfanos, sin pan
que llevarse a sus bocas famélicas, pululaba por
doquier. Por si esto fuera poco, una escasez
terrible sembraba la avitaminosis y el
raquitismo, con otra serie de enfermedades a las
que éstas dan paso, entre la infancia y la
juventud.
Se abrieron suscripciones públicas para
atajar este mal. Hombres de temple apostólico se
dedicaron con toda el alma a remediarlo con
cuantos medios estaban a su alcance. Al frente
de aquel movimiento de salvación, como alma y
motor del mismo, actuaba el Sr. Obispo de
Tortosa y bajo su alta dirección se debió hacer
cuanto se hizo, pero la mano organizadora y el
espíritu que todo lo alentaba era D. Manuel.
Aparte de otras importantes aportaciones en
metálico y en especie, ofreció
desinteresadamente el Colegio de San José, para
convertir una de sus dependencias en comedor de
los pobres, Cada día acudían a él más de
trescientos necesitados, a los que se servía, no
una sopa ligera como se pensó en un principio,
sino una verdadera comida, sana y abundante.
Algunos, que no se quedaban allí a comer,
sino que preferían repartir su alimento con sus
familiares, recibían su correspondiente ración
en unos recipientes, que para esto ya llevaban
dispuestos. Y todos, cuantos se quedaban y
cuantos marchaban, salían prendados de la
caridad exquisita de aquel sacerdote, que
atendía a todos los detalles para que nada
faltase, y que para todos tenía, además de la
comida, palabras de aliento y de cariño.
LA PAGA DE UN PREDICADOR
Tan desprendido era y tan desinteresado, que
no quería aceptar nunca nada por sus pláticas y
sermones. Por eso no es de extrañar que
respondiera en cierta ocasión a un sacerdote,
que le decía con segundas intenciones:
-Fíjese, D. Manuel, en la paga de mi
sermonata. Después de desgañitarme a predicar,
me dan de propina unos pañuelos.
-Si a los pañuelos, contestó él, acompañan
muchas oraciones, ¡ya podrá ser buena paga de
sermones!
LA BANDERA DEL DIABLO
Andaba D. Manuel por la Ciudad Eterna en
octubre de 1890 con la intención de levantar un
colegio para los jóvenes españoles que quisieran
cursar la carrera eclesiástica junto a la
Cátedra misma de San Pedro.
Era realmente una vergüenza el que España, la
nación católica por excelencia, no tuviera en
Roma un colegio, cuando otras muchas naciones,
con menos título de ejecutoria católica y más
pequeñas, ya por entonces los tenían.
El Papa lo deseaba, y en España la mayor
parte de los Prelados lo esperaban con verdadera
ansiedad, aunque veían que la empresa estaba
erizada de dificultades. Pero D. Manuel no
reparaba en ellas, cuando veía de por medio
motivos de gloria de Dios.
En Roma se hallaba desde hacía algún tiempo
llevando una vida aburridísima de largas esperas
en las antesalas de los grandes personajes
eclesiásticos y civiles. No se conjugaba bien
aquello con su vida de actividad y continuo
movimiento. Escribiendo desde allí a alguna de
sus religiosas, decía:
«Estamos visitando Embajadas y gente gorda,
que para un confesor de monjas toda su vida, es
la penitencia mayor. No es esto regañar a
monjas, sino andar muy estirados y graves, para
que nos tengan por personas importantes, ya ,que
no lo seamos.»
Y después, impresionado por el triste estado
de Roma en aquellos años de euforia
revolucionaria, su corazón de sacerdote y
español sufría hondamente a la vista de los
escándalos públicos, de los entierros civiles y
de las manifestaciones amenazadoras de la
revolución triunfante.
«Apena el estado de esta población, escribía,
los escándalos de la impiedad con entierros
civiles y otras manifestaciones malas. Ayer
mismo enterraron un impío, que había sido
diputado, y fueron las sectas con banderas, una
de ellas la bandera del diablo, al cual venera
aquella logia y le canta un himno. ¡Habíamos de
venir los españoles con un ejército y echar a
estos garibaldinos!»
318 ESCALONES
Se hallaba en Roma con motivo de la fundación
del Colegio Español y tuvo que visitar más de
una vez al Emmo. Cardenal Rampolla, Secretario
de Estado del Papa, en sus habitaciones del
Vaticano. Se conoce que le impresionó la altura
del piso en que vivía, pues en su
correspondencia de aquellos días a sus amistades
de España habla en dos o tres ocasiones de estas
visitas y dice : «Tuvimos que subir 318
escalones, 104 más de los que hay en la torre
del Miguelete de Valencia.
En aquellas imponentes subidas, sin
ascensores ni escaleras eléctricas, debía de
quedar rendido, sobre todo la primera vez que
subió, pues llevaba además media arroba de
libros para el Sr. Cardenal, de parte del Sr.
Nuncio de la Santa Sede en España, Monseñor Di
Pietro. «Cuando llegué arriba, dice, ya casi no
me quedaba respiración.»
Bien merecía la pena aquella visita, pues el
Cardenal le recibió complacido y le animó, una
vez enterado del objeto de su viaje, para que no
desistiera hasta ver convertido en realidad su
magnífico proyecto de abrir un Colegio Español
en Roma.
LA MIRRA DE JESÚS
Indecibles son los sufrimientos, penalidades
y tribulaciones de todo orden que hubo de
soportar hasta que vio abierto su anhelado
Colegio Español en Roma. Cerca de dos años de
continuas idas y venidas, visitas, cartas,
tramitaciones oficiales y luchas subterráneas
hubieran sido capaces de amilanar a un hombre
que no tuviera el temple de D. Manuel.
Andaba agenciando la adquisición de una casa
en Via Condotti, propiedad de los Padres
Trinitarios, que estaban a punto de extinguirse,
y de la que se apoderaría el Gobierno italiano
en caso de no haber mediado venta del edificio a
alguna entidad antes de la muerte del Padre
Martín, que era el único superviviente de la
benemérita Orden y contaba ya 84 años de edad.
Como tanto por el emplazamiento del edificio,
como por condiciones de venta, era aquella una
ocasión realmente tentadora, hubo algunas
Congregaciones religiosas que pretendían la
casa, entre ellas los Padres Misioneros del
Corazón de María, los Dominicos para un colegio
de misioneros en Filipinas, la Reina regente la
quería también para las religiosas inglesas de
Santa Isabel, que intentaban establecer allí un
colegio de enseñanza.
A estas dificultades hemos de añadir las
dilaciones y evasivas del Padre Martín, un tanto
sospechosas, la tardanza en llegar de los
informes de los Obispos españoles requeridos
para la formalización de los contratos... Todo
lo cual le hizo saborear a D. Manuel ratos
amarguísimos durante los dos años eternos que
hubo de esperar, hasta que vio logrados sus
deseos.
En su diario de notas tiene frases como
éstas, que revelan toda la hondura de sus
sufrimientos: «Malísimas impresiones, día
triste, mala noche.»
Desde España le escribían que no faltaban
quienes se burlaban de la empresa en que se
había metido, y para colmo de sus males; su
compañero, D. Vicente Vidal, no cesaba de
importunarle, diciendo que quería volverse a
España.
«En fin, escribía D. Manuel, contando sus
amarguras, que Jesús nos quiere para mirra.»
En medio de tantas tribulaciones, él jamás se
desalentó, antes permanecía firme orando y
«haciendo ofrecimientos a Jesús Sacramentado y
propósitos de confianza y promesas a los Santos,
para cuando llegara la hora del triunfo».
Con razón pudo decirle un día Mons. Vico:
«Pertenece usted a una raza de hombres que
difícilmente se acobardan ante las
dificultades.»
POR QUE DUDAS, HOMBRE DE POCA FE ?
Se hallaba en la Ciudad Eterna tramitando la
consecución del convento de Trinitarios para
convertirle en Colegio Español. Subía un día D.
Manuel por la magnífica escalera del Vaticano
que desemboca en las oficinas de la Secretaría
de Estado. Le acompañaba D. Vicente Vidal, el
cual, más que servirle de consuelo en aquellas
horas de continuas contradicciones, le resultaba
una tentación y una prueba más; porque,
desesperanzado de obtener feliz resultado en
aquella empresa de Roma, de cuando en cuando le
proponía a D. Manuel el regreso a España.
En uno de los descansillos de la escalera, se
pararon para coger fuerzas. Levantando D. Manuel
los ojos, vio colgado de la pared un hermoso
cuadro en el que aparecía San Pedro, hundiéndose
en las aguas y Nuestro Señor recriminándole su
falta de fe.
Creyó D. Manuel que aquello era un aviso para
ellos y una lección gráfica que el Señor quería
darles, para que no desmayasen en la empresa
comenzada. Y volviéndose a D. Vicente, que no
había reparado en el cuadro, le dijo, mientras
le daba unas palmaditas en el hombro:
«¡Mira, mira! Modicae fidei, quare dubitasti?
hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?»; con lo
que se reavivaron un poco las esperanzas de su
apesadumbrado compañero.
¿EN QUE PUEDO SERVIRLE?
Preparaba D. Manuel una magna peregrinación a
Roma de jóvenes españoles, pertenecientes a las
Congregaciones Marianas, para conmemorar el
tercer centenario de la muerte de San Luis
Gonzaga. El Papa León XIII, por conducto de
Monseñor Merry del Val, había enviado una
bendición especial para los organizadores de la
misma, entre los que se contaba el Sr. Obispo de
Tortosa.
En vísperas de su salida para la Ciudad
Eterna, recibió D. Manuel de su Prelado el
encargo de visitar a Monseñor Merry y darle las
gracias más rendidas por aquella bendición que,
por conducto suyo, el Papa se había dignado
mandarles.
Llegado a Roma, ,quiso cumplir cuanto antes
el encargo de su Obispo. Enterado de que
Monseñor Merry vivía en la Academia de Nobles
Eclesiásticos, en la plaza de Minerva, allá se
dirigió. Al entrar en el Palacio se encontró con
un sacerdote alto, fino, de porte airoso, de
formas aristocráticas, aunque modesto y
sumamente complaciente.
-Dispense un momento. ¿Vive aquí Monseñor
Merry del Val?
El joven sacerdote, con una sonrisa bondadosa
en los labios, respondió:
-¿En qué puedo servirle?
Dados a conocer, Monseñor invitó a D. Manuel
a pasar a su despacho. Una vez allí le expuso
éste el motivo de su visita, le habló largamente
de su Obra y de sus andanzas por Roma para la
fundación de un Colegio Español.
Recibió con sumo agrado todas estas noticias
el que después había de ser Cardenal Secretario
de Estado durante el pontificado de Pío X, y se
convirtió desde aquel momento en gran amigo de
D. Manuel y entusiasta protector del Colegio.
D. Manuel se encariñó tanto con él que le
llamaba su «angelical Merry» y decía que era «la
providencia visible de Dios y el ángel tutelar
de la anhelada fundación».
OBSERVANDO TRAS LAS CELOSÍAS
Había regresado de Roma en diciembre de 1890
con promesas bastante esperanzadoras respecto a
la consecución del convento de los Padres
Trinitarios para la fundación del Colegio
Español.
D. Manuel, no obstante, no las tenía todas
consigo; y así oraba y hacía orar, para que el
demonio no se metiera en medio y echara a rodar
todos sus proyectos.
Para descanso y olvido de todos los
sinsabores sufridos durante la primera etapa de
su estancia en Roma, emprendió una de sus
excursiones apostólicas.
Estando un día en Vinaroz fue a visitar a sus
monjas. Las contó todas sus andanzas por la
Ciudad Eterna y las instó a que redoblaran sus
súplicas ante el Sagrario a hicieran penitencias
especiales por su intención.
Aquel día celebró la misa en el convento.
Terminada la cual, se. arrodilló ante el altar
para dar gracias. Después de un rato prudencial
la comunidad se retiró a sus quehaceres. Mas la
Madre Superiora y otra religiosa se quedaron
junto a la reja espiando a D. Manuel, movidas,
más que por curiosidad femenil, por la fama de
santidad de que éste gozaba.
D. Manuel, creyéndose solo, comenzó a
desahogar su espíritu ante el Señor con aquella
ingenuidad y aquel candor un tanto atrevido que
caracteriza a los santos.
las religiosas veíanle encendido de fervor
como un serafín, mover con frecuencia las manos
como si hablara con alguien, otras veces parecía
que contaba por los dedos, y a veces se quedaba
ensimismado cruzándolas delante del pecho.
Terminada la acción de gracias, fue al
locutorio a saludar a las religiosas, y la
Madre, con risa un tanto burlona, le dijo:
-Padre Sol, ¿qué? ¿Reñía a Nuestro Señor? ¿A
que le acierto lo que le estaba usted diciendo?
El se echó a reír, un poco corrido con
aquella sonrisa bondadosa que siempre tenía a
flor de labios, y respondió:
-¿A que no lo aciertas? ¡Si lo adivinas,
tendré que llamarte bruja!
-¿A que sí? ¿A que se lo acierto? Era lo del
Colegio de Roma, ¿verdad?
-Pues, ¿cómo lo sabes? ¡Sí! ¡Eso era, en
efecto!
ROMEROS DE ESPAÑA EN ROMA
Se cumplía el tercer centenario de la muerte
del angelical joven San Luis Gonzaga el 21 de
junio de 1891. Para conmemorar tan fausto
acontecimiento tuvo D. Manuel la feliz idea de
organizar en España una peregrinación de
carácter nacional, que condujera a la Ciudad
Eterna el mayor número posible de jóvenes
militantes bajo las banderas de las
Congregaciones Marianas.
Tres años antes había lanzado la idea en la
revista por él fundada «El Congregante de San
Luis», y fue acogida con entusiasmo en todos los
rincones de nuestra patria. Trabajó cuanto pudo
por darla cuerpo y no regateó sudores ni fatigas
por encandilar el espíritu de la juventud
española con motivo de la peregrinación. Otros
personajes y publicistas le ayudaron a hacer
ambiente desde las páginas de sus revistas o
periódicos respectivos, entre ellos el insigne
escritor Sardá y Salvany.
D. Manuel, por su parte, se movía cuanto
podía. Organizó un triduo solemnísimo en honor
de San Luis en su ciudad natal de Tortosa y una
procesión gigantesca en la que participaron más
de 3.000 niños que recorrieron sus canes entre
el tremolar de banderas y el tronar de cánticos
triunfales. Mandó imprimir 25.000 estampas del
Santo que repartió profusamente por todas las
parroquias de la diócesis y organizó una velada
a la que asistieron numerosas personalidades.
La noticia de la peregrinación, bamboleada
por la prensa nacional, trascendió las fronteras
de nuestra patria. Se la aplaudió con cariño en
el extranjero y proyectaron cosa parecida en
América, Italia y otras naciones de Europa.
El 14 de septiembre salieron de Barcelona los
peregrines en tren especial. El 15 se detuvieron
en Marsella para oír misa y visitar la ciudad.
El 17 estuvieron en Pisa, llegando el mismo día
a Roma, donde les esperaba una representación de
la juventud católica italiana además de la
colonia española en la Ciudad Eterna.
Después de unos días de gratísima estancia en
Roma, que aprovecharon para visitar los
monumentos de la ciudad y durante los que fueron
muy agasajados por la juventud italiana, el día
23 oyeron misa celebrada por Su Santidad en la
Sala Ducal y poco después fueron recibidos por
el Papa en la Clementina. Les agradeció
vivamente aquellas demostraciones de fervor
hacia el sucesor de San Pedro y les dio a besar
la mane a todos los peregrines. Aquel mismo día
el Papa recibió en audiencia privada al Sr.
Obispo de Tortosa y a D. Manuel por haber sido
el organizador de la peregrinación.
Para conmemorar tan fausta fecha los
peregrines españoles ofrecieron a su Santo
Patrono un magnífico candelabro de plata de
cinco brazos y en medio un corazón, en cuyo
interior iban escritos los nombres de todos los
que habían aportado sus donativos pare
costearlo.
A D. Manuel le cupo la suerte de hacer la
entrega oficial del candelabro en nombre de
todos los peregrines. Y a él le cabe también la
gloria de haber conducido a los pies del Papa la
primera peregrinación nacional de las
Congregaciones Marianas.
ESTE SACERDOTE ES UN SANTO
No era la primera vez que se oía semejante
expresión. Pero en esta ocasión no salía de
labios de alguna de aquellas muchas almas
chifladas por D. Manuel. ¡No! No la pronunció
ninguna de sus dirigidas y devotas. Ni siquiera
tuvo lugar en España; fue en Roma y formulada
por un extranjero, que ni le conocía ni había
oído jamás hablar de él.
Corría el año 1891. Había conducido D. Manuel
a la Ciudad Eterna la magna peregrinación
nacional de jóvenes congregantes españoles, para
conmemorar el 300 aniversario de la muerte de
San Luis. Llevaban ya tres días los peregrinos
en la Ciudad de los Papas. El 20 de septiembre
organizaron una solemne función religiosa en la
iglesia de San Ignacio, cabe el altar donde
descansan los restos mortales del Santo Patrono
de la juventud. Celebró la Santa misa y les
dirigió unas vibrantes palabras el Sr. Obispo de
Tortosa.
Pero antes de terminar el acto D. Manuel se
levantó para hablar a los peregrinos. Lo hizo
con tal unción y fuego apostólico, que todos
seguían sus palabras con los ojos fijos en él,
de hito en hito y sin pestañear. Hubo momentos
en que todo el auditorio, hondamente conmovido
por las palabras de aquel ardoroso predicador,
derramaba lágrimas de arrepentimiento y de amor.
Los sacerdotes españoles que iban en la
peregrinación, al verle tan encendido y al mismo
tiempo tan insinuante, se hacían lenguas de él y
no se cansaban de pregonar sus virtudes.
Y un extranjero, que casualmente acertó a
entrar en la iglesia durante los actos
religiosos, hondamente conmovido al oír a aquel
desconocido predicador hablar con tanto fuego,
quedó tan impresionado que se vio forzado a
exclamar:
«¡Este sacerdote es un santo! ¡Un santo!»
HACIENDO DE ENTONADOR
Eran las cuatro de la tarde de aquel mismo
día. Los jóvenes españoles se habían reunido de
nuevo en la iglesia de San Ignacio para celebrar
la función vespertina en honor de San Luis.
Rezaron el rosario y cantaron el «Trisagio».
Hubo también sermón que predicó D. Vicente
Munera, Canónigo de la Colegiata y Arcipreste de
Lorca.
Tampoco podían faltar los actos eucarísticos,
y además los peregrinos necesitaban desahogar su
espíritu entonando algunos cánticos en la
hermosa lengua de Cervantes. El órgano de la
iglesia, que aun no había recibido las caricias
de un ventilador eléctrico, había de ser movido
a mano. Pero, por lo intempestivo de la hora y
no haber sido avisados, o por no haber llegado a
tiempo, el caso es que no se veía por allí
monaguillo alguno que moviera los fuelles del
órgano.
Entonces D. Manuel, que por la mañana había
arrancado del corazón de aquellos peregrinos
raudales de lágrimas con sus palabras
encendidas, sin que nadie apenas se diera
cuenta, se metió en el cuarto de dar aire y
durante todo el tiempo que fue preciso, estuvo
humildemente haciendo de entonador, como el más
fiel y cumplido monaguillo.
EL ELOGIO DE UN PONTÍFICE
Fue con ocasión de la peregrinación de
jóvenes españoles t, a Roma. Ocupaba entonces la
Sede Pontificia el Papa León XIII, el cual les
recibió a todos en audiencia pública el día 23
de octubre.
Después de una salva atronadora de aplausos,
que estallaron al ver por primera vez al Vicario
de Jesucristo, y hecho el debido silencio, el
Sr. Obispo de Tortosa, que iba al frente de los
peregrinos, comenzó su discurso de presentación
haciendo resaltar el amor respetuoso y la
obediencia ciega que han prestado siempre los
españoles a las consignas del Papa. El Romano
Pontífice contestó emocionado con unas palabras
de agradecimiento hacia aquellos jóvenes
intrépidos, que desafiando las risas y burlas de
los impíos, habían ido a rendir pleito homenaje
de lealtad a la tumba de San Luis y a los pies
del Papa. Alabó a los organizadores de la
peregrinación y tuvo párrafos elogiosos para
España.
Un representante de cada diócesis hizo
entrega al Papa del regalo que le ofrendaban sus
condiocesanos, desfilando después todos los
peregrinos delante del Padre Santo; el cual tuvo
la delicadeza de darles a besar a cada uno su
mano y de propinarles además algunas palabras de
aliento y cariño.
A las dos y media de la tarde de aquel mismo
día el Sr. Obispo de Tortosa y D. Manuel eran
recibidos en audiencia privada. Después de
concederles bendiciones especiales y numerosas
indulgencias para ellos y para todos los
peregrinos, al enterarse el Papa de que D.
Manuel había sido el promotor de aquella magna
peregrinación, le dio las gracias más expresivas
y le elogió encarecidamente, porque sus trabajos
en pro de la peregrinación se habían visto
felizmente coronados.
¡EN BUSCA DE UNA CANONJÍA !
Nunca faltan espíritus raquíticos, almas
achicadas, que juzgan las obras de los otros a
través del prisma de mezquindad con que ellos
proceden en las suyas.
Fue característico en la vida de D. Manuel
una actividad portentosa y un dinamismo a veces
agobiador. Y todo lo hacía con pureza de
intención, por el solo motivo de la gloria de
Dios.
Esto no obstante, empezó a correrse el bulo
de que lo que pretendía con tanta peregrinación,
con tanta revista y tanto movimiento, con tantas
idas a Roma, no era otra cosa que la obtención
de una pingüe canonjía en la Catedral de
Tortosa.
¡Pobre D. Manuel! ¡Al hombre de talla, al
hombre de cualidades excelentes, de buena
posición económica, de gran prestigio dentro y
fuera de su diócesis, al hombre, más bien que
querido, adorado de miles de almas por sus
muchas virtudes... al hombre que había consumido
generosamente su juventud, su dinero, su vida
toda en pro de sus obras apostólicas, suponerle
a sus años moviéndose subterráneamente para
conseguir una canonjía!
No tardó mucho en saber lo que se murmuraba
de él, y con aquella bondad tan suya, incapaz de
ofenderse, se rió muchísimo porque le cayó en
gracia tan peregrina ocurrencia, Y a uno, que le
preguntaba si había algo de cierto en los
rumores que corrían en algunos sectores del
elemento eclesiástico, contestó:
«No hubo, ni podía haber fundamento ninguno.
Fue sin duda una especie que saldría de algún
despreocupado o, para hacerle menos disfavor, de
algún apasionado por mí. Mi nombre es may
desconocido, por fortuna. No una canonjía. Lo
que pretendo con ello es macho más. Pretendo
nada menos que conseguir el cielo.»
EL GOLPE DE ESTADO
Tras no pocas dificultades para la apertura
del Colegio Español en Roma, cuando el cielo
parecía más nublado y el porvenir menos
esperanzador, D. Manuel, confiando en la Divina
Providencia, se decidió a llevar a Roma los
primeros seminaristas, levadura de aquel Colegio
que había de reportar frutos tan ubérrimos a la
Iglesia española.
El 26 de marzo de 1892 salía para Italia con
D. Benjamín Miñana y once alumnos seleccionados
entre los de los colegios de la Hermandad. El 29
llegaba a la Ciudad Eterna, Aquella misma mañana
fueron a visitar la Basílica de San Pedro. Al
Príncipe de los Apóstoles encomendó D. Manuel
aquella su pequeña obra, que empezaba como un
grano de mostaza, pero que crecería con pujanza,
a juzgar por el riego abundante de sufrimientos
y penas que él Señor le había exigido. Allí
mismo hicieron todos la profesión de fe y se
encomendaron al patrocinio de los Santos
Apóstoles.
los días siguientes los dedicaron a visitas.
Entre los personajes que visitaron se contaban
los cardenales Rampolla, Parochi, Mazzella y
Mons. de la Chiesa, que después sería Papa con
el nombre de Benedicto XV. Todos les recibieron
con los brazos abiertos, ofreciéndose
incondicionalmente para cuanto necesitaran.
Felicitaron asimismo al capuchino Rvdmo. P.
Llevaneras, que poco después recibió el Capelo
Cardenalicio. Este, como estaba en antecedentes
de lo mucho que había luchado D. Manuel por
conseguir el convento de Trinitarios para
Colegio Español, al ver que ahora, no pudiendo
hallar otra solución, se instalaba
provisionalmente en Monserrat, dio al intrépido
fundador un abrazo cordialísimo y le felicitó
efusivamente por haberse decidido a ir a Roma
contra viento y marea y haber dado lo que él
llamaba «el golpe de estado».
EN EL JANÍCULO
Vida de familia era la que hacían los alumnos
del Colegio Español, bajo la mirada paternal de
D. Manuel. Este les mimaba cuanto podía para
hacerles más llevadera la ausencia de la patria,
sobre todo durante los primeros meses de su
estancia en Roma. Se ingeniaba y aprovechaba
cuantas ocasiones se le ofrecían, para
enfervorizar y distraer santamente a sus chicos.
Tan pronto les hablaba de cosas espirituales con
aquel fuego que quemaba y contagiaba, como les
sacaba de paseo y les divertía con su
conversación salada y amenísima.
Poco después de llegar a la Ciudad Eterna, el
Domingo de Pasión, cogió a sus seminaristas y
con ellos se fue a la iglesia de San Francisco,
donde celebró la Santa misa. Comulgaron en ella
los alumnos y después les dirigió un fervorín,
que les encantó sobremanera. Les habló de la
pobreza, sencillez y humildad del Santo, tomando
como punto de partida la piedra donde reclinaba
la cabeza para descansar San Francisco y que
allí se conserva, sacando de su plática
provechosas y atinadas conclusiones prácticas.
Y como sabía hilvanar hábilmente lo serio con
lo festivo, y quería que la vida de los
colegiales estuviese continuamente chorreando
alegría, les llevó desde allí al monte Janículo,
en cuya cumbre, después de departir
amigablemente con ellos durante un buen rato,
les convidó a comer una ración de pernil que
había mandado llevar para obsequiarles.
los colegiales pasaron una mañana deliciosa,
saboreando el trozo de jamón que a cada uno le
tocó, pero paladeando, sobre todo, la delicadeza
de trato de aquel varón que se desvivía por
distraerles y hacerles lo más grata posible su
estancia en Roma.
CALAVERADAS DE JOVEN
Por los días que estuvo en la Ciudad Eterna
solía salir de paseo con los alumnos del Colegio
y con frecuencia les acompañaba en sus
excursiones; más bien que por solazar su
espíritu que, por otra parte, harto lo
necesitaba, lo hacía por agradar a sus chicos,
pues sabía que su presencia daba animación e
interés a las excursiones. A veces, llevado de
sus buenos deseos, se excedía de lo justo a iba
más allá de lo que permitían sus años y sus
fuerzas.
«Hacemos algunas excursiones por estos
lugares, decía escribiendo a Tortosa. Hoy me han
engañado, y he hecho lo que no había hecho en
las seis veces que he estado en Roma, esto es,
he subido con ellos a la cúpula de San Pedro,
desde donde la gente de la plaza se ve como
niños. Me he cansado bastante. ¡Calaveradas de
joven!»
Calaveradas de joven, que le proporcionaban
cansancio y le robaban energías, pero él daba
por muy bien empleadas, porque sabía que
contribuían a aumentar la alegría en sus
colegiales.
EL NIETO Y LOS BIZNIETOS DEL SEÑOR
CARDENAL
Acababa de ser nombrado Cardenal de la Santa
Iglesia su íntimo amigo, el Arzobispo de
Sevilla, Sr. Sanz y Forés. El 6 de Julio de 1893
llegaba a Roma, para recibir de manos del Papa
el Capelo Cardenalicio, hospedándose en el
Colegio Español, que todavía se hallaba
provisionalmente en Montserrat.
El Emmo. Sr. Sanz y Forés había sido desde
siempre uno de los más entusiastas y decididos
colaboradores de D, Manuel en todas sus empresas
de celo y particularmente en la fundación del
Colegio de Roma. Tenía, por tanto, sumo interés
en aprovechar la ocasión de su estancia en la
Ciudad Eterna para dar un empujón a la obra del
Colegio, hablando con el Cardenal Rampolla y con
e! mismo Romano Pontífice.
Para enterarse bien de todo lo relativo al
Colegio, de la marcha de las negociaciones para
la solución definitiva de aquel asunto, de los
posibles contratiempos y de las probabilidades
de éxito, quiso conferenciar secretamente con
las personas que estaban más al tanto y así
poder hablar al Papa con mayor conocimiento (le
causa en la entrevista que al día siguiente
habría de celebrar con él. Reuniéronse el 9 de
junio en las habitaciones del Sr. Cardenal D.
Benjamín Miñana, Rector del Colegio, los
Monseñores Merry y De la Chiesa, más tarde
Cardenal Secretario de Estado el primero, y Papa
el segundo con el nombre de Benedicto XV.
Tomó la palabra el Sr. Cardenal Sanz y Forés,
el cual dirigiéndose a Mons. Merry le dijo:
«¡Cuánto me alegra ver a usted y cuánto deseaba
esta entrevista! Quiero mucho a la Hermandad. Es
mi hija. D. Manuel fue mi discípulo y ha
descansado poniendo siempre en mis manos todas
sus cosas. Este picarín, y se dirigía a Don
Benjamín allí presente, es mi nieto. Los
colegiales, mis biznietos.» ¡Con qué fruición
repetía aquellas palabras: «¡Amo de veras a la
Hermandad!» Así era en efecto. Por eso al día
siguiente, después de su entrevista con el Papa,
le faltó tiempo para comunicar lo que el Padre
Santo le había dicho: que «tenía en el corazón
al Colegio Español»; así como las palabras del
Cardenal Rampolla: «Que desde el primer día le
había llamado la atención la idea de la
Hermandad, y ;que la creía necesaria para la
Iglesia en estos tiempos» .
D. Manuel gozaba a torrentes al oír tan
efusivos y autorizados elogios y hacía esfuerzos
por reprimir la emoción que le embargaba y que
quería salir al exterior en forma de lágrimas.
EN LA CUMBRE DEL CALVARIO
Después de mucho batallar durante dos años
consecutivos en que hubo de gastar toneladas de
paciencia, saborear acideces de mil cálices
diferentes, emprender numerosos y largos viajes,
perder tiempo en inútiles visitas, y hacer no
pequeños dispendios, hubo de renunciar a abrir
en la casa de los Padres Trinitarios el anhelado
Colegio Español.
Tuvo, es cierto, buenos patrocinadores de su
causa, como los Secretarios de la Nunciatura en
España y de la Congregación, Monseñor Merry del
Val, Camarero Secreto de Su Santidad, el
Cardenal Mazzela con los PP. de la Gregoriana.
Tenía en cambio, en contra al P. Martín, de
quien era la casa, al Conde de Benomar,
Embajador ante el Quirinal, al Gobierno español,
y a los Dominicos, con el Cardenal Zigliara al
frente, el cual había ido personalmente al Papa
a pedirle aquel edificio, diciéndole que era
cosa de vida o muerte para la Orden Dominicana,
que no tenía ninguna casa independiente en la
Ciudad Eterna.
D. Manuel, que había hecho cuanto estaba en
sus manos por salir airoso de aquella empresa,
al ver el cariz desfavorable que iba tomando, no
encontraba otra explicación que su poca destreza
y sus muchos pecados.
«Mis pecados, dice, tienen sin duda la culpa
principal, y mi falta de paciencia me hace pedir
a Dios que se abrevie este estado violento
mediante una a otra solución. Pero, si quiere
que se alargue este sufrimiento, no quiero por
mí abreviarlo... Jesús aun está serio. Verdad
que no merezco más que látigo... Si, después de
todo, Jesús quisiera humillarnos a inutilizar
nuestros proyectos en Roma, inclinaríamos
nuestra cabeza, no pudiendo ofrecerle más que
una conformidad llena de amargura.»
Monseñor Merry fue el encargado de decir a D.
Manuel que el Pleito había sido fallado en
contra suya. Y, al expresarle su sentimiento por
este motivo, le consuela diciendo: «Ya que sus
perseverantes esfuerzos no han obtenido la
recompensa que merecían, hay que pensar que por
alguna razón desconocida de los hombres acabó el
asunto de esta manera. En la aparición
inesperada de tantos obstáculos como han
desbaratado sus proyectos a inutilizado su
tesón, encuentro la señal de la mano de Dios,
que seguramente llevará a buen fin la fundación
del Colegio Español en Roma, obra tan necesaria
para la victoria de la Iglesia en nuestra
nación.»
D. Manuel estaba tranquilísimo en medio de su
tribulación. «Nuestro asunto debe de ir bien,
cuando nos va tan mal; es señal de que Dios
quiere amasarlo mucho. Abandono de las
criaturas, celos, desprecios, desconfianzas,
calumnias, todo ha llovido sobre los Pobres
Operarios. Hemos perdido a Condotti (¡Gracias a
Dios!) Nos despacharán de Monserrat (¡Así sea!)
Nos buscaremos un modesto Belén (¡Amén!) y allí
vendrán los ángeles a entonar el Gloria in
excelsis Deo...»
COMIENZA A ESCAMPAR
Así fue en efecto. «Desde el día del fallo de
la causa en favor de los Dominicos, el Padre
Santo consideró como cosa suya el naciente
Colegio Español». Empezó por pedir al Gobierno
de España que permitiera a los colegiales
permanecer en Monserrat hasta tanto que se
encontrara edificio definitivo para Colegio.
Terminó aquel curso con una audiencia del
Papa el 2 de julio, que duró media hora, en la
que el Vicario de Cristo acarició y bendijo a
los alumnos y les expresó su deseo de que «el
español fuera el primer Colegio de Roma».
Por ello trabajaba D. Manuel, el cual a su
regreso a España. empezó una campaña de
propaganda en pro del Colegio, enviando a todos
los Obispos españoles una circular en que se les
hablaba de su finalidad, y se les invitaba a que
mandaran a él algunos chicos escogidos entre sus
seminaristas. Le ayudó notablemente en esta
labor propagandística su amigo Sardá y Salvany,
que escribió varios artículos sobre el tema del
Colegio en su «Revista Popular». Fruto de esta
campaña fueron los 32 alumnos que al curso
siguiente 1892-93 pudo presentar D. Manuel, que
llamaron poderosamente la atención y que fueron
el gozo de los incansables patrocinadores del
Colegio, que iban también en aumento de día en
día.
Noticia fausta para D. Manuel fue el
nombramiento de Embajador cerca del Vaticano en
favor del padre de Mons. Merry. El cual desde el
primer momento, así como todos los demás
familiares, se puso del lado de D .Manuel, hasta
el punto de que poco después escribía Mons.
Merry a D, Benjamín Miñana, primer Rector del
incipiente Colegio, esta misteriosa carta:
«Mi muy amado D. Benjamín: Imponiéndole la
mayor reserva, le suplico no vaya a acostarse
esta noche sin rezar un Te Deum de todo corazón;
y mañana, si tiene la intención libre, que
ofrezca el Santo Sacrificio en acción de
gracias. Estamos al final de nuestras penas. No
puedo más. La reserva y la emoción me obligan al
silencio.»
La causa del Colegio iba siguiendo su curso,
viento en popa, aunque de cuando en cuando
alguna nube se interponía en el horizonte. Pero
no había que desconfiar, porque evidentemente
era cosa de Dios.
«No es malo, escribía a D. Manuel el Cardenal
de Sevilla, que patee un poco el diablo y quiera
armar cizaña, ¡Patrem habemus!... No hay que
temer...»
No podía ya temer D. Manuel una vez que el
asunto estaba en tan buenas manos. «las noticias
de Roma nos llenan de tanto consuelo, que nos
causan espanto. ¡Ver tres o cuatro Cardenales,
no sólo interesados, sino «conspirando», junto
con otros personajes del Vaticano por el éxito
de la empresa!...»
El Papa hizo donación del palacio Altemps
para Colegio Español en carta dirigida a los
Obispos de nuestra Patria el 25 de octubre de
1893. Mientras el palacio Altemps se ponía en
condiciones de habitabilidad, el mismo Romano
Pontífice les alquiló como morada provisional
parte del palacio Altieri, que era uno de los
más espléndidos de Roma. Allí permanecieron
aquel curso hasta que el 16 de octubre de 1894
tomaron posesión oficial del palacio Altemps,
celebrándose la instalación del Santísimo con
una gran fiesta en la que ofició el mismo D.
Manuel el ir de noviembre, con asistencia de los
Padres Homs, Angelini y Panadero, Mons. de la
Chiesa, Merry y Perea, toda la familia Merry, el
personal de la Embajada y la colonia española.
Antes de volverse para España, D. Manuel.
Reno de gozo, hizo un viaje a Loreto y Asís,
para dar gracias a la Virgen y a su querido San
Francisco por el feliz resultado de la empresa
del Colegio.
«LOS UMBRELLATI»
Generalmente en casi todas las capitales de
diócesis la maliciosa perspicacia de la
chiquillería se complace en propinar a los
seminaristas un apodo, en consonancia
ordinariamente con lo que les llama más la
atención del uniforme .que visten. Por las
calles y afueras de nuestras ciudades se ven con
frecuencia algunos de esos arrapiezos
canturreando detrás de las filas de los
seminaristas piropos tan sabrosos como éstos:
«¡Grajos, pavitos, cangrejos!»
Se ve que esto es un fenómeno general que,
por lo tanto, se da en Roma lo mismo que en
España.
Salieron por las calles de la Ciudad Eterna
los alumnos del Colegio Español luciendo por
primera vez su flamante uniforme: sotana con
esclavina y fajín azul. Al ver aquella
indumentaria, hasta entonces desconocida, entre
los distintos uniformes que pasean por las
calles romanas, no faltó algún satírico que
lanzó una palabra: «¡Umbrellati! ¡los del
paraguas!», por la esclavina con puntas que
llevaban. ¡Ya estaban bautizados! ¡Se quedaron
para siempre con el mote, como los del Colegio
Germánico venían desde antiguo soportando el
sambenito de «gambericotti» (cangrejos cocidos),
por vestir sotana roja.
Cuando lo supo D. Manuel, no le agradó. «Mal
apodo nos han puesto, decía. Eso de «paraguas»
es muy prosaico, «Peregrini o Gotici» hubiera
estado mejor.»
LOS CARAMELOS DEL PAPA
Frecuentemente le llegaban a D. Manuel
noticias del buen espíritu de los alumnos del
Colegio Español y de su aprovechamiento
ejemplar.
Todos cuantos visitaban aquella casa de
formación sacerdotal quedaban encantados del
orden que allí reinaba y del ambiente de piedad
que se respiraba en ella. «La Obra de ustedes es
encantadora, decía por aquel entonces el Obispo
de Málaga. Yo vengo enamorado de nuestro Colegio
de Roma, y entiendo que lo mismo ocurre a todos
los Prelados que lo visitan.»
Ya no necesitaba D. Manuel hacer propaganda
hablada ni escrita del Colegio. Era el mismo
Romano Pontífice el que, empeñado en que cuanto
antes el número de sus alumnos igualara al del
Colegio más numeroso de la Ciudad Eterna,
mandaba al Cardenal Satolli, Prefecto de la
Sagrada Congregación de Seminarios, que en su
nombre escribiese a los Prelados de España, para
que amasen y favoreciesen al Colegio Español y
enviasen todos a él alguno de sus alumnos.
El Papa León XIII llevaba muy dentro de su
corazón a los colegiales españoles. Así lo
demuestra la delicadeza verdaderamente paternal
de que quiso hacerles objeto en la víspera de la
fiesta del Dulce Nombre de Jesús del año 1898.
En casa se hallaban los colegiales, cuando el
Rector del Colegio recibió un paquete. Lo abrió
en presencia de todos y con general admiración
vieron una buena cantidad de dulces con que el
Papa les obsequiaba, para que celebraran
alegremente tan hermosa fiesta y como premio de
su buen comportamiento en la Universidad.
El 2 de febrero de aquel mismo año,
festividad de la Purificación de Nuestra Señora,
siguiendo la costumbre de los precedentes,
fueron a presentar la tradicional vela al Romano
Pontífice. Al hacer la entrega del cirio, el
Rector agradeció al Papa, en los términos más
expresivos, el rato tan feliz que les había
deparado al obsequiarles con caramelos. El
Pontífice, lleno de contento, se volvió a los
circunstantes y, como queriendo darles una
explicación, les dijo: «Es que he enviado unos
dulces a mis queridos españoles.» Y después,
cogiendo de la mano a D. Benjamín y
estrechándosela efusivamente, le preguntó:
-¿Cuántos colegiales hay?
-Sesenta, Santísimo Padre.
-Pocos; son pocos. Veremos si al año que
viene llegamos a ochenta y después a ciento.
Y LLEGO A SER MAGISTRAL
Visitaba D. Manuel en cierta ocasión su
querido Colegio de Roma. Entre los alumnos que,
procedentes de distintas diócesis, cursaban sus
estudios en la Ciudad Eterna, había uno, Rogelio
Chillida, oriundo del Colegio de Tortosa. Era
éste en lo físico muy poca cosa: fino, flacucho,
bajito, con unos ojos retozones en sus órbitas
que denunciaban ser muy vivaracho de carácter y
agudo de ingenio. Cultivaba ya entonces sus
aficiones literarias y escribía con desenvoltura
en prosa y en verso. En los estudios era un
alumno aventajado. Profundizaba en las más
intrincadas cuestiones de teología y prometía
mucho su futuro sacerdotal.
Pero entre tantas y tan buenas cualidades
tenía también un defecto de consideración. Con
harta frecuencia se ponía nerviosillo y su
lengua daba un sinfín de tropezones antes de
pronunciar las palabras. ¡Seria dificultad! ¡Era
tartamudo!
D. Manuel estaba preocupado con la dificultad
de expresión de aquel chico, que iba avanzando
en los estudios y no se corregía de aquel
defecto. «¡Vamos a ver qué tal va!», dijo a los
Superiores del Colegio.
-¿Qué tal, Rogelio? ¿Cómo estás?
-Pu... es, bien. D. Ma... Ma... Ma... nuel!
¡Gracias a.. a... Dios!
Hecha la prueba y habiendo dado resultado
negativo, D. Manuel le despidió más pronto de lo
que fuera su deseo, por no sufrir oyéndole
tartamudear.
«¡Pobre Rogelio!», decía después D. Manuel al
Rector. «¡Pobre chico! (¡El caso es que es
listo! Pero con ese defecto de la lengua
seguramente que no llegará a ser Magistral. Mas
con tal de que se haga un santito, lo daremos
todo por bien empleado.»
¡Pero Chillida llegó a Magistral!
Enterado por el mismo Rector del Colegio de
Roma de los augurios pesimistas de D. Manuel
respecto a su persona, se empeñó en ser
Magistral y consiguió dominar tan perfectamente
su defecto, que, ordenado de sacerdote, hizo
oposiciones a la Magistralía de la Catedral de
Valencia, y la ganó tras brillantes ejercicios.
Y en 1926, al trasladarse los restos de D.
Manuel del cementerio de Tortosa al Templo de la
Reparación, lució el Dr. Chillida sus dotes de
orador elocuentísimo, pronunciando una oración
fúnebre, acabadísima en su género.
Mas si no se cumplieron los pronósticos de D.
Manuel respecto a la carrera sacerdotal del
joven estudiante, sí se cumplieron sus deseos de
que llegara a ser santo, pues, detenido por los
rojos durante la persecución de 1936, sufrió
heroicamente un martirio espantoso en Silla
(Valencia), por el solo delito de ser sacerdote.
PASANDO EL CHARCO
Todos los hombres tienen su flaco. El de D.
Manuel era el anhelo de trabajar por la gloria
de Dios. Si se le atacaba por este punto
vulnerable, no podía resistir; arriaba la
bandera y se rendía.
Al principio del año 1898 le llegaron
noticias de que el Obispo de Chilapa (Méjico),
enterado por el Colegio Español de Roma de la
finalidad de la Hermandad, tenía interés en
llevar a los Operarios a su vasta y necesitada
diócesis. Esta noticia, al par que le agradó a
D. Manuel, le llenó de inquietudes y temores.
Por una parte un motivo de tanta gloria de Dios
le estimulaba a dar el brinco al otro mundo y,
por si esto fuera poco, tenía el aguijoneamiento
continuo de los Operarios jóvenes que le
invitaban a que aceptara; mas, por otra, le
torturaba la escasez de brazos disponibles para
atender a tantas cosas.
«Estos chicos nuestros no pueden aguantarse,
empezando por el grave D. Elías, y quieren se
vaya a América. Yo estoy espantado por la falta
de personal y se me cubre el corazón. Ventajas:
el nombre de la Obra. Tomar posesión de un campo
tal vez vastísimo con el tiempo para los
intereses de la máxima gloria de Dios... pero,
¿y el personal? Miro la tela... y no da para
tanto...»
En esta tesitura, luchaba su espíritu entre
dos tendencias contrarias: la de la cabeza y la
del corazón, y temía que viniera el Obispo de
Chilapa y le convenciera. Y el Obispo mejicano,
Excelentísimo Señor Don Ramón Ibarra, llegó y le
habló de las necesidades de su diócesis y le
pintó al vivo el problema agudísimo de la
escasez de clero en todo el continente
americano, y D. Manuel no pudo menos de
capitular.
Firmó las bases de aceptación del Seminario
de Chilapa. Poco después se hallaba en Barcelona
para pasar los últimos días con los cuatro que
habían sido elegidos para «pasar el charco»,
darles los últimos consejos, prepararles las
maletas, aposentarles en los camarotes,
agasajarles y mimarles con el cuidado y cariño
de la más tierna de las madres.
Todo lo hizo con gran contento de su alma y
consuelo de sus Operarios. Con ellos estuvo
hasta el momento de la despedida, y cuando el
barco partía y la silueta de sus hijos se
desdibujaba en el horizonte, como última
caricia, antes de perderles de vista, trazó
:obre ellos la señal de la cruz.
LA VOZ DE AQUEL BARÍTONO
Celebrábase con toda solemnidad la festividad
del Corpus en la villa de San Mateo. D. Manuel
había sido invitado a predicar en aquella
ocasión y lo hizo con el fervor y el entusiasmo
de siempre. Hubo además misa cantada con
acompañamiento de orquesta. En el Communio la
Schola interpretó maravillosamente un «Christus
vincit» a varias voces. Entre todos los cantores
se distinguió un barítono que cantó
primorosamente el «solo» que le correspondía.
Toda la gente estaba encandilada al oír aquel
torrente de voz, moderado por la unción y el
buen gusto. D. Manuel, que vibraba de emoción
siempre que veía alguna cosa buena puesta al
servicio del Señor, gozaba a raudales al
escuchar el «Christus vincit».
Terminada la función, se retiraron los
sacerdotes a la casa rectoral. Al señor que
había tenido «el solo» en la misa le entraron
ganas de saludar y estrechar la mano de aquel
fogoso predicador, que tenía fama de santo. Al
saber D. Manuel que con este motivo llamaba a la
puerta del párroco, le salió al encuentro con
los brazos abiertos y estrechándole fuertemente
contra su corazón, exclamaba, mientras tiernas
lágrimas corrían por sus mejillas: «¡Christus
vincit!... ¡Sí, amigo mío, Christus regnat!...»
Aquella escena inesperada y aquella
espontánea explosión de amor conmovieron tan
profundamente al barítono, que desde aquella
fecha comenzó a llevar una vida sólidamente
piadosa, no pudiendo olvidar nunca el abrazo ni
las lágrimas de Mosén Sol.
QUEMANDO SUS NAVES
Uno de sus más ardientes deseos era el de
tender por toda España una red de almas
reparadoras y abrir en todas las ciudades un
templo donde el Señor, continuamente expuesto,
fuera desagraviado de las injurias recibidas en
el sacramento del amor.
Pero pasaban los años, y sus deseos no se
veían realizados.
«¡Templos de Reparación!» , exclamaba. «¡No
querrá Dios que los vea!»
Mucho había trabajado por levantar y abrir
uno en Tortosa, que fuera, no sólo el lugar en
donde desagraviar al Amor ofendido, sino «una
especie de refugio adonde pudieran acudir con
facilidad las almas buenas»; pero montañas de
dificultades de todas clases le habían salido al
paso, contándose entre ellas la oposición que
hallaba entre sus mismos colaboradores. El, no
obstante, veía tan claro que era cosa de Dios,
que no dudó en afirmar al Vicedirector de la
Hermandad, D. José García, que era uno de los
que más se oponían: «Mi entusiasmo por esta idea
es tan fijo, que tendría remordimiento de no
realizarla antes de morir; y si los nuestros se
hubiesen opuesto, les habría pedido me lo
dejasen realizar como cosa mía, con o sin el
apoyo de la Hermandad; y sólo habría pedido se
dignara la Hermandad estar a la mira y dirigirlo
y ser dueña.
Por fin quemó sus naves, y contra viento y
marea se decidió a levantar un Templo de
Reparación. El 21 de junio de 1900 visitaba a su
Obispo, Excmo. Sr. D. Pedro Rocamora, para
pedirle que le cediera para aquel fin la iglesia
de la Merced. El bondadoso Prelado debió
prometerle la donación gratuita del patio y
solar de la Merced, no haciéndole la entrega
oficial hasta el 20 de noviembre de aquel mismo
año.
Había dado ya el primer paso, mas no estaba
todo conseguido. Contaba con el lugar donde
levantar su anhelado Templo de Reparación, pero
¿cómo construirlo? «Necesito buscar de primera
intención de diez a doce mil duros para este
objeto, y Jesús me hace vislumbrar esperanzas
por donde menos lo pensaba, cuando las tenía
todas perdidas o agotadas.»
El Señor iba llenando prodigiosamente todas
sus necesidades.
«La víspera de San José, a las ocho de la
noche, recibíamos en casa de una señora
desconocida los primeros dos mil duros para la
Reparación... »
Con esta cantidad insignificante se lanzó a
empezar el templo, convencido de que una vez
empezado, el Señor, para no dejarle en mal
lugar, movería los bolsillos de los católicos
tortosinos y podría él verle totalmente
terminado. Con júbilo indescriptible de su alma
escribía por aquellas fechas: «El día primero
del mes que viene iré por la mañanita, a las
cinco, a un local de aquí y haré un pequeño
hoyo, y pondré una piedrecita y la bendeciré
para que brote pronto el Templo de Reparación de
Jesús Sacramentado.»
En efecto, el día 1 de abril de 1901 fue para
D. Manuel uno de los días más felices de su
vida, porque, al poner la primera piedra de
aquel templo, vio que empezaba a realizarse su
sueño dorado.
YENDO AL DESTIERRO
Habían comenzado las obras, pero no iban al
compás de sus deseos. Frecuentemente eran
interrumpidas, unas veces, porque se acababan
los donativos y no había dinero para comprar los
materiales; otras, porque las huelgas, tan
frecuentes en aquella época revolucionaria, las
paralizaban. En ocasiones el tiempo de lluvias o
los trastornos atmosféricos se encargaban de
poner lentitud en la construcción, y el
reblandecimiento del terreno las retrasaba unos
días para consolidar los cimientos; cuando no
era la disconformidad de pareceres entre los
Operarios, sobre si hacer cripta o no; y hasta
las discrepancias entre el arquitecto y el
maestro de obras repercutían en la marcha del
templo.
La Reparación iba surgiendo, aunque con
lentitud. D, Manuel seguía detalladamente toda
su marcha ascensional, preocupándose de la
calidad y coste de los materiales, del número de
obreros, de la fecha posible de inauguración...
«Ya ha llegado la campana para nuestra
Reparación, escribía con gozo indescriptible a
los de Roma; pero aun me fatiga abril con sus
calmas y me troncha los cálculos de fecha, y los
apuros aumentan. Pida a Jesús me lo deje ver
terminado, si es de su agrado, pues será una
capilla muy linda, digna de ser central del
movimiento de reparación a Jesús Sacramentado. »
La vio terminada, y él mismo señaló para el
22 de noviembre de 1903 la fecha de su solemne
inauguración. Pero hubo de añadir otro
sacrificio más a los muchos con que había
ayudado la construcción del edificio. « No ha
tenido el consuelo de que fueran sus lágrimas
las primeras que regaran esta ara santa, decía
el Magistral de Tortosa que predicó en aquellas
solemnes fiestas, ni ha podido ser el primero en
adorar a Jesús Sacramentado en el Templo de
Expiación que su amor le ha levantado.»
Temerosos los médicos de que el corazón de D.
Manuel, tan pasional y tan encendido en amor
divino, no pudiera soportar aquellas emociones,
le desterraron a Valencia hasta que pasaran las
fiestas.
«Mañana se inaugura nuestra iglesia de
Reparación, decía él desde su destierro, No han
querido que presenciara las fiestas por temor de
que las emociones perjudicaran mi salud. Jesús
les pague la caridad, y a su amor ofrezco el
sacrificio.»
FELICES ENSUEÑOS
Con gran consuelo de su alma vio terminado el
Templo de Tortosa y encarrilada por fin la obra
de Reparación, que durante tanto tiempo había
venido planeando.
Pero no estaban satisfechas sus ambiciones.
El hubiera querido tener la satisfacción de,
antes de morir, ver «al menos, una docena de
Reparaciones y otras tantas Cortes de amor y
expiación».
Le visitaba una de sus dirigidas de San
Mateo. Después de llevar un rato largo hablando
con ella de cosas espirituales, recayó la
conversación sobre el templo de Tortosa
recientemente inaugurado. Dijo D. Manuel que por
medio de él esperaba conseguir muchas gracias
para su ciudad y que tenía una gran pena de que
el tiempo pasara tan de prisa tronchando sus
planes.
-Me vuelvo viejo, decía con hondo
sentimiento. ¿A que no sabes qué haríamos si
fuésemos jóvenes?
Ella, encogiéndose de hombros, contestó:
-¡Yo qué sé! ¡Tiene usted tantas cosas en la
cabeza!
Y D. Manuel, medio transportado por la
emoción y dando una viveza extraordinaria a sus
palabras, añadió:
-Haríamos un templo de Reparación en cada
pueblo, para reparar a Jesús de las muchas
ofensas que recibe.
Quedó después un momento en silencio, como
saboreando la hermosura de aquellos planes que
ya no podría ver realizados.
EL APURO DE LAS FACTURAS
Era por el año 1903. En el pueblecito de
Flix, de la provincia de Tarragona, había un
señor de fama intachable y de bastantes bienes
de fortuna, el cual enfermó de gravedad no
habiendo esperanza de posible curación, según el
dictamen de los médicos.
Dándose cuenta de la gravedad de su estado,
pidió los Santos Sacramentos, que recibió con
plena lucidez mental y con muestras sensibles de
gran fervor. De cuando en cuando llamaba al
coadjutor de aquella parroquia, Rvdo. Sr. D.
Simón González, para que le sugiriera piadosas
consideraciones y le hiciera más llevadero el
peso de la enfermedad.
Un día, que debía de ser el 8 de mayo de
aquel mismo año, el enfermo envió a una de sus
sirvientas para que con toda urgencia avisara a
D. Simón y le hiciera éste la recomendación del
alma.
Hízolo así el celoso coadjutor, hablando
después un buen rato de cosas espirituales con
aquel enfermo que tanto le edificaba por su
piedad, y que, a pesar de estar amenazado de
muerte de un momento a otro, discurría aún con
plena lucidez de juicio y estaba en el use
perfecto de sus facultades mentales.
-¿Cuál le parece a usted la obra más grata a
Dios?
Un poco perplejo quedó el buen sacerdote ante
esta inesperada pregunta; pero como había oído
hablar tanto de Mosén Sol y de la empresa que
este santo varón llevaba entonces entre manos,
de levantar el Templo de Reparación, casi sin
pensar otra cosa respondió medio
instintivamente:
-Me parece la obra más grata la de levantar
al Señor templos de Reparación, donde estar
siempre expuesto a la pública adoración de los
hombres.
-Bien ha respondido, contestó el enfermo. Su
respuesta es inspirada. Tome esta llave, y saque
dos mil pesetas de ese cajón y usted se
encargará de entregar a D. Manuel esta cantidad.
Cogió el dinero el coadjutor y, sin perder
tiempo, escribió a D. Manuel diciéndole que
tenía a su disposición dos mil pesetas y que le
indicara el modo de enviárselas. No tardaron
mucho en llegar a manos de Mosén Sol, pues a los
pocos días pasaba por aquel pueblo un Operario
que se hizo cargo de la cantidad, tan
generosamente donada por D. Luis de Castellví.
Pasaron algunos meses y el coadjutor de Flix
fue a Tortosa a practicar los Ejercicios
Espirituales, y aprovechó aquella ocasión para
visitar a D. Manuel. Recibióle éste con la
amabilidad de siempre y después de darle una
estampita como recuerdo de aquella visita, le
dijo:
-¿Tú no sabes lo que sucedió con aquellas dos
mil pesetas que me mandaste?
El coadjutor se encogió de hombros, no dando
importancia al asunto porque D. Manuel se
merecía eso y mucho más; y respondió que él no
tenía mérito en aquella acción, pues no había
hecho otra cosa que cumplir la voluntad de un
moribundo.
-Pues mira, las obras de la Reparación habían
sufrido un paréntesis, a causa de tener algunas
facturas por pagar, y yo estaba cansado de
molestar a las buenas personas que me merecían
confianza. Dos días antes de recibir lo carta
vino un señor a cobrar dos facturas que
ascendían a dos mil pesetas. Yo, por dignidad,
no podía decir que no se las podía pagar, sino
que volviese dos o tres días después. Al
despedirme de aquel señor reuní a los Superiores
del Colegio y les recomendé que pidieran a San
José nos sacase de aquel apuro. Así fue; pues al
día siguiente recibimos tu carta, anunciándonos
la limosna de las dos mil pesetas, que era
precisamente lo que importaban las dos facturas.
LA SIEMBRA DE LOS BOTONES
Se hallaba reunido D. Manuel en agradable
tertulia con un buen número de amigos. La
conversación deslizábase sobre cosas
intrascendentes: el estado del tiempo y el cariz
de los últimos acontecimientos políticos, ya que
la reunión aquella no tenía otro objeto que el
de pasar un buen rato de sana y santa
camaradería.
D. Manuel frecuentemente tomaba parte en el
diálogo salpicándolo con anécdotas y casos
amenos. Mas no contento con dar aire de alegría
a aquella animada charla y llevado del espíritu
de obsequiosidad que en él constituía una
verdadera pasión, se levantó, y saliendo de la
habitación, volvió al instante con una bandeja
de dulces y pastas. Fue acercándola a cada uno
de los contertulios e invitándoles a tomar
mientras alargaba además a cada uno una hermosa
medallita.
D. Andrés Serrano, que presenciaba la escena
y era uno de los que tomaban parte de aquel
amistoso ágape, viendo a D. Manuel en plan de
camarero, y yendo más allá de lo justo en la
apreciación de sus intenciones, no pudo contener
por más tiempo su mal disimulada risa, a la que
dio suelta en medio de la admiración de los
circunstantes.
-¿De qué te ríes, picarín?, le increpó D.
Manuel mientras dejaba la bandeja en la mesa.
-¡De nada! ¡Si no tiene importancia!,
respondió el interpelado.
-¡Vamos, no nos lo ocultes!, insistió D.
Manuel, mientras los ojos de los demás hacían la
misma pregunta con sus miradas escudriñadoras.
-Pues bien, ya que se empeña se lo voy a
decir. Me reía de usted, del obsequio con que
nos ha regalado y del reparto de la medalla.
-Pues no veo por ningún lado el motivo de tu
risa.
-Es que cuando usted andaba repartiendo las
galletas, me acordaba yo de un caso que cuentan
en mi pueblo.
-¿ .. ?
-Dicen que antiguamente había un señor que
tenía la habilidad de sembrar en el jardín de su
casa botones ordinarios, y no mucho después
recogía magníficas camisas de seda, ya hechas y
a la medida. Y no sé si me he ido demasiado
lejos en mis apreciaciones, pero me parecía que,
como el hombre del cuento sembraba botones y
recogía camisas, así usted hace un momento
sembraba galletas y medallas, para después
recoger billetes con que continuar sus obras de
celo.
Rieron todos la peregrina ocurrencia de D.
Andrés, de la que salió D. Manuel beneficiado,
pues, terminada la tertulia, se levantaron todos
prometiéndole cada uno su apoyo incondicional
para todas sus empresas de apostolado.
EL PAPA SOL Y EL PAPA LUNA
Sus atrevidas empresas felizmente llevadas a
cabo y su fama de santidad le habían granjeado
un justo y merecido renombre en toda España y en
el extranjero, pero particularmente en Tortosa y
su comarca, Decían de él que llevaba a feliz
cumplimiento cuanto planeaba y que no había
dificultad que no se le allanara cuando él ponía
a contribución de lo emprendido su influencia y
su tesón.
Precisamente por este prestigio de que gozaba
y el ascendiente que tenía entre los demás, no
faltó quien diera en llamarle «el Papa Sol»,
extendiéndose rápidamente este cariñoso mote
entre cuantos le conocían.
No le desagradó del todo a D. Manuel
semejante apelativo, y así a veces echaba mano
de él, como cuando, a punto de emprender un
viaje a Roma, les decía un poco humorísticamente
a las religiosas de Vinaroz:
«Si se les ofrece a ustedes alguna cosa para
el Papa Blanco, está a su disposición el Papa
Sol que las bendice a todas y suplica redoblen
sus oraciones!»
No debió saber este Papa Sol las relaciones
que le unían con el Papa Luna, pues no hizo
nunca alusión a ellas, a pesar de ser tan amigo
de semejantes juegos de palabras.
Del jardín del famoso Papa Luna, Benedicto
XIII, había sido trasladado a la Catedral de
Tortosa un magnífico surtidor de una fuente
artísticamente decorado con primorosos relieves
de diferentes motivos, en medio de los cuales
campeaba el escudo del antipapa Benedicto XIII,
sostenido por dos ángeles alados.
Trasladado a la Catedral, sirvió de pila
bautismal, y en ella recibió D. Manuel las
regeneradoras aguas del bautismo.
Nunca hizo la menor alusión a tal cosa. Pero
quizá hayamos de achacar semejante silencio, mas
bien que a ignorancia, difícil de suponer en D.
Manuel, tan amante de la historia de su patria
chica, al amor acendrado que él profesaba a la
persona augusta del Romano Pontífice y al odio
que, por consiguiente, sentía a cuanto tuviera
resabios de cisma.
EL LLANTO DE UNA VELA
Uno de los medios de apostolado más
frecuentes y más eficaces que usó durante su
ministerio sacerdotal, fue el de la predicación,
siempre cálida y entusiasta.
Apóstol y misionero, dejó oír su voz en
muchas regiones de España, en casi todos los
pueblos de la diócesis de Tortosa y en no pocos
repetidas veces. Fue propagandista incansable de
la Adoración Nocturna, del Apostolado de la
Oración, de las Congregaciones Marianas, de la
Buena Prensa, de las Vocaciones Sacerdotales.
dio infinidad de tandas de Ejercicios
Espirituales a toda clase de personas y
pronunció innumerables pláticas, triduos,
sermones, conferencias y fervorines. Solía
escribir todo lo que iba a predicar y, cuando no
le quedaba tiempo para otra cosa, se contentaba
con hacer un borrador, alguno de los cuales está
escrito con caracteres irregulares y con líneas
torcidas, indicando claramente haber sido
trazadas al compás del vaivén del tren.. Tenía
una memoria tan privilegiada que ordinariamente
repetía literalmente sus composiciones, sin
necesidad de repasarlas, aconsejando a los suyos
que, si la memoria les fallaba un poco, tuvieran
paciencia de «apretar su cabeza y enjaular en
ella párrafos completamente aprendidos de
memoria ad litteram como Bossuet, porque no le
gustaban los predicadores repentistas y
desaliñados».
De sus pláticas y sermones salía todo el
mundo encantado.
Iba a profesar una dirigida suya, Sor Dominga
Jimeno, y D. Manuel había sido invitado a
predicar en tan solemne acto.
-Mira, lo voy a hacer un sermón muy largo, la
dijo antes de empezar.
-No le haga usted muy largo, contestó ella,
por terror de cansarse o cansar a los
circunstantes.
-Sí, sí, replicó él, que lo quiero
enfervorizar.
En efecto, predicó con tanto fervor y con
tanto celo, que tenía completamente absortos a
todos los oyentes, hasta tal punto que a la
pobre religiosa se la derritió completamente la
vela que tenía en la mano, sin ella notar nada y
estuvo además en grande peligro de quemarse.
Lloró cuanto quiso y la emoción fue tan profunda
que no pudo cantar el «Pater meus» , según
exigen las rúbricas y sólo a duras penas pudo
recitarlo.
Terminada la profesión, D. Manuel se reía de
ella diciendo que había estado tan embobada que
casi se deja quemar.
Y un sacerdote que estuvo allí presente, tío
de la recién profesa, decía excusando a su
sobrina y ponderando el fervor de la plática
-No es extraño que la haya ocurrido eso.
¡Motivos más que suficientes para ello ha
tenido!
MAESTRO CONSUMADO
Aunque se ejercitó D. Manuel en todos los
géneros de la elocuencia sagrada, sobresalió
principalmente en la predicación de fervorines.
En ellos es donde su corazón enamorado de Dios
se desbordaba en torrentes de fervor santo y de
unción apostólica, que impresionaban
profundamente y conmovían a cuantos tenían la
dicha de oírle. Su mirada se iluminaba, su
rostro se encendía, su voz adquiría tonalidades
especiales y toda su persona ,quedaba nimbada
con un halo de santidad que cautivaba y atraía.
El M. I. Sr. D. Rafael García, Magistral de
Tortosa, hablando de los fervorines de D. Manuel
cuenta el siguiente caso, ocurrido durante sus
años de estudiante en el Seminario de aquella
ciudad:
«Solíamos ejercitarnos en la cátedra de
oratoria en ensayos prácticos de los diversos
géneros de predicación, y tocó su turno a la
plática y al fervorín. El condiscípulo designado
para actuar fue el avispado sacristán de un
convento de monjas, del que D. Manuel era
confesor. Al confiarle el trabajo nuestro
catedrático, hombre competentísimo y de gusto
refinado en materias de elocuencia, le dijo, no
sin cierta aparatosa solemnidad: «De propósito
he designado a usted, entre todos, para este
ejercicio, porque time un maestro consumado en
casa.
Usted habrá oído con frecuencia los
fervorines de Mosén Sol a las monjitas; vea de
imitarlo y, si lo consigue, no podrá menos de
hacerlo muy bien; D. Manuel es el mejor modelo
que he oído jamás.»
Y volviéndose luego a los alumnos, nos hizo
un cumplidísimo elogio de él, puso de relieve
sus condiciones excepcionales para este género
de oratoria, y terminó diciéndonos: «No pierdan
ocasión de oírle sus fervorines. Aprenderán
mucho de él, y se lo propongo como perfectísimo
modelo.»
El concepto que todos teníamos de los
fervorines de D. Manuel, quedó solemnemente
sancionado por el respetabilísimo dictamen de
nuestro profesor, que en plena cátedra le
proclamaba «maestro consumado de fervorines.»
EL PESO DE LA MOCHILA
Aquel granito de mostaza sembrado en el
desierto de las Palmas había ido creciendo hasta
convertirse en árbol frondoso, cuyas ramas se
extendían por España, Portugal, Italia y
América.
La predicción de D. Manuel se había cumplido.
Con el crecimiento de la Hermandad habían
aumentado las preocupaciones, que no debían ser
pocas ni pequeñas en una Congregación recién
nacida que se iba abriendo camino entre mil
dificultades de todo género.
Cada día le llovían cuestiones delicadas,
asuntos espinosos de difícil a inmediata
solución: peligros en los de Portugal,
extrañezas en los de Méjico, murmuraciones y
hablillas en España, desmayos en unos,
excentricidades en otros, apuros económicos,
apremios de los Obispos, falta de personal..., y
todo repercutía en el corazón de D. Manuel que,
aunque joven siempre de espíritu, no en vano
sentía ya el peso de los años y empezaba a soñar
con el día venturoso en que, libre de aquellas
fuertes ataduras de la Dirección General,
pudiera dedicarse tranquilamente a preparar sus
cosas para el viaje a la eternidad.
«Vivimos de milagro», decía. «Desearía que no
faltaran todavía cinco años para poder dejar la
carga y poner la «mochila» en algún joven, como
confío obtenerlo de los nuestros, si vivo.»
Pasaron los cinco años; pero, a pesar de sus
deseos en contra, fue reelegido por unanimidad y
únicamente la muerte le liberó del peso de la
Dirección General.
PERFUME DE SUS VIRTUDES
ESPLÉNDIDA LIMOSNA
Sufría enormemente cuando oía, alguna injuria
lanzada contra Dios, o veía algo que fuese en
menoscabo de la gloria divina.
Iba un día de fiesta por la calle y vio a un
hombre que, con escándalo de cuantos por allí
pasaban, estaba trabajando y violando, por
tanto, el tercer precepto del Decálogo.
D. Manuel no pudo aguantar aquel desaire a la
piedad de los fieles, que entonces precisamente
se dirigían a oír la santa misa, y acercándose
al trabajador le preguntó con dulzura y energía
al mismo tiempo, por qué trabajaba en día de
fiesta, sabiendo que estaba prohibido.
«Porque no tengo qué comer», repuso el
interpelado.
Y D. Manuel, pensando que quizá aquel infeliz
dijera la verdad, pero viendo por otra parte que
no convenía que continuara en su faena al menos
por razón del escándalo, añadió en un arranque
de generosidad, brotado al contacto del celo por
la gloria de Dios en que se consumía su alma,
mientras le brindaba una espléndida limosna:
«Tome usted y no trabaje; que dará mejor ejemplo
a su familia y a los que le ven».
LA EXPLOSIÓN DE UNA BOMBA
La casa donde nació D. Manuel estaba situada
en la plazuela del Ángel, lugar obligado de paso
y centro de reunión de hombres de toda condición
social, sobre todo payeses y gentes del campo,
comerciantes y tratantes. A veces la falta de
formación religiosa y cívica junto con el
ambiente de sectarismo reinante en la época,
hacían proferir a algún deslenguado palabras
fuertes y malsonantes, incluso blasfemias.
Cuando alguna de éstas llegaba a los oídos de
D. Manuel, producía en él el efecto de una
bomba; quedaba como desencajado y aturdido, pero
reaccionaba al instante, se ponía el manteo y el
sombrero y bajaba precipitadamente las escaleras
de la casa en medio de la admiración y susto de
sus familiares, que a veces le seguían por si le
ocurría alguna cosa.
Aparecía D. Manuel en la plaza y en seguida
alguien daba la voz de alarma, que se corría
rápidamente como un relámpago: «¡Mosén Sol!
¡Mosén Sol!», quedando en un instante la plaza
libre de gente y en completo silencio.
Tal era el respeto que aun los más
deslenguados y descreídos le profesaban.
«Llegado a la plaza, daba unos pasos indecisos,
dice un sacerdote que presenció más de una vez
esta escena, miraba a todas partes como quien no
sabe a dónde va, y regresaba a su aposento
solitario bendiciendo y alabando el Santísimo
nombre de Jesús, /que espontáneamente se
escapaba sin cesar de sus labios.»
DERRAMANDO ABUNDANTES LAGRIMAS
Fue un día festivo del año 1897. Regresaba D.
Manuel de celebrar el santo sacrificio de uno de
los conventos de Tortosa, cuando, al atravesar
la plaza del Rastro, vio un grupo de hombres
que, con las herramientas al hombro y en traje
de faena, se dirigían a trabajar en día
prohibido.
Profundamente apenado al ver públicamente
conculcado el precepto dominical, sintió un
escalofrío de pena en su alma sensibilísima y no
pudo impedir el que abundantes lágrimas
afluyesen a sus ojos. Hondamente emocionado
llegó al Colegio, llamando con más fuerza que de
costumbre a la puerta del mismo.
Estaba entonces encargado accidentalmente de
la portería un alumno de edad ya avanzada, que
más tarde fue Párroco de la diócesis tortosina,
y al oír que llamaban con tanta insistencia,
corrió presuroso a ver quién era. Su sorpresa
fue enorme al abrir y toparse con D. Manuel,
que, completamente inmutado y llorando a lágrima
viva, le invitaba a salir a la calle y le
señalaba con la mano los hombres aquellos, que
en un día de fiesta se dedicaban a trabajos
serviles y añadía: «Mira, hijo mío, mira cómo se
ofende al buen Jesús; pídele al Señor que se
conviertan esos pobrecillos que no le conocen».
Y entrando en el Colegio y con las lágrimas
aún en los ojos empezó a desgranar los
versículos del Miserere, mientras subía
pausadamente los peldaños de la escalera.
«LOS TRES MOSQUETEROS»
Nacido en una época de lucha política y
religiosa, vivió D. Manuel en toda su crudeza
los estragos de la mal llamada libertad de
Prensa. Al abrigo de tan nefasta libertad
publicábanse en España periódicos de ideas
avanzadísimas, folletones pornográficos, novelas
obscenas, y toda una gama de producciones
literarias de tipo revolucionario, amén de otra
infinidad de obras extranjeras, que, traducidas
al castellano, tenían entrada franca en el
mercado español.
D. Manuel, que había combatido con todas sus
fuerzas la mala Prensa y había publicado con
este motivo artículos vibrantes y había fundado
y dirigido dos periódicos, y había organizado
bibliotecas públicas de obras escogidas y
conocía como pocos el influjo desastroso que las
malas lecturas ejercen, sobre todo en la
juventud, supo cierto día que un joven tortosino
de familia distinguida estaba tan chalado por
las producciones novelescas que esperaba con
verdadera impaciencia la llegada del periódico,
porque iba publicando diariamente en un folletón
la novela de Alejandro Dumas titulada «Los Tres
Mosqueteros», que después él recortaba y
archivaba para leerla a satisfacción, cuando
hubiera terminado de salir toda ella.
Sintió vivamente las aficiones de aquel
muchacho y determinó arrebatarle como fuera
aquella novela peligrosa. Un día que le pilló
con las manos en la masa, leyendo ávidamente los
recortes de su periódico, sin pedirle permiso se
los arrancó de la mano y los rasgó en su
presencia. Mirábale atónito el chico sin casi
explicarse el por qué de aquella decisión de D.
Manuel, cuando vio que éste le regalaba en
cambio el libro «Pequeñeces», del P. Coloma,
mientras le decía con el semblante un poco
serio: «¡Toma, y sales ganando, al menos
moralmente. Y en adelante sé más cauto con las
lecturas!»
TRABAJANDO POR SU ALMA
Había en cierto pueblo del Maestrazgo una
mujer que llevaba una vida poco edificante,
siendo ocasión de escándalo para el resto de la
gente. Pusiéronlo en conocimiento de D. Manuel,
el cual empezó a interesarse por aquella
pecadora pidiendo al Señor su conversión. Poco
después le dijeron que se había fugado de casa
con un hombre que no era el suyo y que, a no
tardar, viéndose completamente abandonada, había
vuelto al pueblo.
Noticias tan alarmantes conmovieron
hondamente el corazón de D. Manuel, el cual
comenzó a trabajar directamente por ver si
lograba apartarla de sus extravíos. Valiéndose
de sus amistades, se ofreció a pagarla el viaje,
si se decidía a marchar a Tortosa para
confesarse. Aceptó la mujer la oferta y recibió
el dinero, pero cuando iba a ponerse en camino,
avergonzada de su vida, no se atrevió a ir y se
negó.
No se cansó por eso D. Manuel de trabajar por
la salvación de aquella alma. Consiguió que un
Padre jesuita fuera a dar Ejercicios
Espirituales a aquel pueblo, recomendándole de
modo especialísimo a aquella oveja descarriada.
El Padre no echó en olvido el encargo de D.
Manuel, y valiéndose de las amistades que éste
tenía en aquella localidad, consiguió por fin
que se confesara, cambiando completamente de
vida, y convirtiéndose más tarde en un alma
piadosa y de comunión diaria.
SAN MANUEL EL REPARADOR
Quizá la nota más saliente de la vida de D.
Manuel sea el espíritu de reparación. Es
testimonio unánime de cuantos le conocieron. Su
íntimo amigo y colaborador en empresas
eucarísticas, D. Antonio Sánchez y Santillana,
Presidente de la Adoración Nocturna Española.
dice de él a este respecto: «Es una lástima que
no nos haya quedado ninguna imagen o fotografía
suya tomada en aquellos momentos, en que se
hablaba delante de él de ofensas inferidas a
Dios Nuestro Señor o a las personas o cosas
sagradas. ¡Qué mudanza en aquel rostro! Nube de
melancólica tristeza le empañaba
instantáneamente. La sonrisa se le helaba en los
labios. Sus ojos se cerraban, como quien sufre
un dolor intenso, y así permanecían hasta el
descorrer de sus párpados, que en alguna ocasión
daban paso a las lágrimas... Aquel recogimiento,
aquella mudanza, aquella transfiguración del
rostro por el dolor, duraban instantes; pero yo
los sorprendía admirado, adivinando que el golpe
dirigido contra Dios, repercutía siempre en el
corazón de su siervo.
Entonces veía yo surgir otro D. Manuel, que
no era el D. Manuel angelical, plácido,
tranquilo, niño, de todos los días; sino el D.
Manuel mártir, paciente, víctima; el D. Manuel
con la nota que me llamó más la atención en vida
y que es la flor que yo quiero colocar en su
sepulcro y la virtud que yo creo le habrá sido
premiada en el cielo; aparecía nuestro D. Manuel
reparador.»
Y añadía después que si algún día la Iglesia
le elevara a los altares proponiéndole como
modelo que imitar, él por devoción, entre todos
los nombres posibles, le daría el de «San Manuel
el Reparador».
PRESIENTE A JESÚS SACRAMENTADO
Era en mayo de 1905. Viajaba en compañía del
beneficiado de la Catedral de Tortosa, D. Manuel
Juan Marco. No pudiendo ir a pie por lo avanzado
de su edad y más aún por la afección cardíaca
que padecía, D. Manuel alquiló un coche para
poder hacer los encargos .que habían motivado
aquel viaje.
Su conversación siempre amena y edificante,
se veía con frecuencia entreverada con
jaculatorias y saludos al Santísimo Sacramento.
Esto, aunque desde un principio llamó
poderosamente la atención de su acompañante, fue
atribuido al amor abrasador de aquel corazón,
que de cuando en vez necesitaba desahogarse de
aquel modo. D. Manuel Juan no podía suponer otra
cosa, porque era casi imposible darse cuenta de
las calles y sitios que atravesaban.
La conversación seguía su curso y los saludos
a Jesús Sacramentado no cesaban. Entonces empezó
a sospechar el buen beneficiado que D. Manuel
presentía a Jesús Sacramentado, y para cimentar
sus sospechas asomábase a la ventanilla siempre
que D. Manuel decía alguna jaculatoria o lanzaba
algún suspiro, viendo con profunda admiración,
después de haberlo comprobado varias veces, que
los saludos a Jesús coincidían con el paso por
alguna iglesia.
«Entonces dije para mí, afirma el repetido
señor, este varón de Dios presiente la real
presencia del augusto Sacramento. Así lo creí
entonces y continué creyéndolo siempre.»
ENTRE TREN Y TREN
Tal era el amor a Jesús Sacramentado y el
aprecio que tenía de la santa misa que jamás la
dejaba, a no ser que mediara una verdadera
imposibilidad, quedando en este caso hondamente
apenado.
«Aun no me dejan comulgar», solía decir
quejándose dulcemente cuando le impedían la
comunión ante el peligro de que su corazón
enfermo no pudiera soportar los afectos
vehementes que experimentaba al recibirla.
«Hoy he comulgado ya», decía con indecible
gozo cuando, pasado el peligro, los médicos le
levantaban tal prohibición.
Para poder recibir al Señor durante la Semana
Santa, trasladábase cada año a Vinaroz o Vall de
Uxó para celebrar los Oficios con sus amadísimas
religiosas.
Cuando iba de viaje combinaba las fechas y
los itinerarios de modo que le fuera posible
celebrar todos los días.
Haciendo los Ejercicios Espirituales con el
clero, cuando aun era costumbre entre los
sacerdotes ejercitantes no celebrar durante los
días que duraban los Ejercicios, D. Manuel se
levantaba muy de madrugada para decir la santa
misa antes de que la campana tocase para empezar
los actos comunes de reglamento.
En una ocasión había emprendido un viaje
obligado con peligro de no poder celebrar. El
tren, aun llegando a su hora, no estaría en el
sitio de destino antes de terminar el tiempo
hábil para decir la misa. Pero había una
probable solución. Tenía que apearse en un
empalme para transbordar y allí estaría una hora
de espera; pero la iglesia más inmediata se
hallaba a una distancia respetable, imposible de
salvar a pie en tan poco tiempo.
En previsión, por si se le presentaba
solución posible, había pasado toda una mala
noche sin beber sorbo de agua ni probar bocado.
Llegado a la estación-empalme, se apeó
inmediatamente y encontrando un coche
desalquilado le ofreció al cochero una
espléndida propina para que le llevara
rápidamente al pueblo más cercano, con el fin de
celebrar la Santa misa.
Salió el vehículo disparado y volvió un rato
después a la misma velocidad trayendo a D.
Manuel satisfecho por haber podido acariciar en
sus manos a Jesús Sacramentado y haber regresado
antes de la salida del tren.
¡QUE ENVIDIA LE TENGO !
Por enero de 1897, moría el ilustre Operario
Excmo. Señor Dr. D. José María Caparrós, Obispo
de Sigüenza. Murciano de nacimiento, hizo la
camera eclesiástica en el Seminario de su
ciudad, hasta que se trasladó al Metropolitano
de Toledo, donde se doctoró en Sagrada Teología
y Derecho Canónico. Después de ejercer la cura
de almas durante casi veinticinco años, pasó a
Madrid, en cuya Catedral ocupó la canonjía de
Arcipreste. En la capital de España fue el
reorganizador del «Centro Eucarístico» y
director de la «Confraternidad de Sacerdotes
Adoradores» y de la «Hermandad de la Obra
Nacional por el restablecimiento de la unidad
católica en España». Fue uno de los
organizadores de los Congresos Católicos
Nacionales y ponente en los de Zaragoza,
Valencia, Sevilla y Tarragona, además de asesor
de la Embajada española en el Vaticano.
En agosto de 1892 ingresaba en la Hermandad,
y propuesto aquel mismo año para el Obispado de
Zamora, renunció a él por consejo de D. Manuel.
En cambio, en 1896 le aconsejó que aceptara el
nombramiento con que había sido favorecido para
ocupar la sede de Sigüenza. Asistió el mismo D.
Manuel a su consagración, A los cuatro meses de
su entrada en la diócesis moría el Sr. Caparrós
en el santuario de Nuestra Señora de la Luz
(Murcia), donde había ido por indicación de los
médicos, que le habían aconsejado un clima
templado. D. Manuel, por petición del Sr.
Obispo, tuvo el inefable consuelo de asistirle
en los últimos momentos, y de cerrarle los ojos
después de muerto. Al ser depositados sus restos
en el santuario de Nuestra Señora de la Luz,
junto al altar mayor, D. Manuel, dominado por la
emoción, no se pudo contener, y exclamó
dirigiéndose a uno de los Operarios que le
acompañaban: «¡Qué envidia le tengo por estar
enterrado cerca del Sagrario!»
El Señor satisfizo sus deseos. Después de
muerto, fue trasladado D. Manuel al Templo de la
Reparación, y depositado junto al presbiterio de
aquella hermosa capilla, que él había construido
para que en ella estuviese continuamente
expuesto a la veneración de los fieles Jesús
Sacramentado.
AQUELLA IGLESIA DE MADRID
Atraíale entre todas las de la capital de
España. En los numerosos viajes que hizo a
Madrid, unas veces para tratar con las altas
jerarquías eclesiásticas y civiles sobre el
establecimiento del Colegio Español en Roma,
otras cuando planeaba la erección de un
monumento al Santo Ángel de España en el Cerro
de los Ángeles, cuando no era para acariciar más
de cerca sus proyectos de establecer un Colegio
de Vocaciones o un Templo de Reparación en la
gran urbe madrileña, o como lugar obligado de
paso a través de todas las rutas que enhebran
las distintas provincias de España..., «siempre
que se paraba en Madrid, dice el actual
Patriarca de las Indias, Excmo. Sr. Dr. D.
Leopoldo Eijo Garay, encontraba unos minutos
para visitar la iglesia del Corpus, sita en la
plaza del Conde Miranda».
No era sólo lo que allí le llevaba el
ambiente de recogimiento que se respiraba en
aquella iglesia, en contraste con el vértigo y
ruido de la calle, ni el ansia de saborear un
rato de silencio ante un Sagrario para
desquitarse de la vida de aturdimiento en que le
hacían rodar sus empresas de celo, ni siquiera
la fama de santidad de que gozaba la Comunidad
de Madres Jerónimas, ni la salmodia acompasada y
tranquila de las religiosas que convidaba a las
efusiones del alma; otras iglesias recogidas
hubiera hallado y otros conventos con bisbiseos
musicales de monjas rezadoras. Lo que le movía a
buscar aquella entre todas las iglesias de
Madrid, era el que allí, a cualquier hora del
día, podía encontrar solemnemente expuesto al
Amor de sus amores, por quien él trabajaba y
viajaba y sufría.
En sus largos ratos de oración ante aquel
Sagrario, alguna vez cruzó su mente, tentadora a
insinuante, la idea, más bien la ilusión, de
convertir aquella iglesia en Templo de
Reparación y Expiación a Jesús Sacramentado. No
lo pudo conseguir en la tierra. Ni tuvo tiempo
para intentarlo siquiera. Sus actividades fueron
reclamadas por otros ministerios y su vida se
derramó en otros campos.
Pero lo ha conseguido desde el cielo. Cuando,
después de muchos años, sus hijos quisieron
establecerse en Madrid, la Providencia les ha
deparado precisamente la iglesia predilecta de
D. Manuel, que la autoridad eclesiástica ha
puesto a su disposición para convertirla en
Templo de Reparación y Expiación de los ofensas
inferidas al Señor, cumpliéndose así en Madrid
los deseos de aquel incansable andariego que
quería levantar en cada pueblo un Templo de
Reparación a Jesús Sacramentado.
Y LE ENCONTRABA ARROBADO
Había caído enfermo durante su estancia en la
ciudad de Burgos, en junio de 1904. Llevaba ya
varios días en cama y sufría tremendamente por
no poder celebrar la santa misa ni visitar a
Jesús Sacramentado.
Llegó la fiesta del Corpus y durante los días
de su octava le acrecieron los deseos de visitar
al Señor, pero, como no podía realizarlo por sí
mismo, mandaba con frecuencia a la Sierva de
Jesús que le asistía, que lo hiciese en su
nombre, mientras lo suplía él con comuniones y
visitas espirituales.
Obedecíale la religiosa por terror de
contrariarle, pero lo hacía con mucho miedo y
llena de preocupación, pues los médicos le
habían dicho que no dejara solo al enfermo ni un
instante, porque corría el peligro de sufrir un
ataque cardíaco en cualquier momento.
Volvía sobresaltada la Sierva y al entrar en
la habitación dice que «le encontraba arrobado y
fuera de sí, completamente extático. Yo, llevada
por la emoción que sentía, me ponía a
contemplarle y cuanto más le contemplaba más me
parecía estar en la mansión de los justos...”
DON MANUEL DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO
Con toda razón pudiera llevar ese nombre
aquel que anhelaba consumirse delante del
tabernáculo como la lamparilla del altar y
quería ser como una enredadera plantada en torno
al Sagrario, para refrigerar con su presencia al
Amor de los amores, y soñaba con establecer en
todas partes la Adoración Nocturna y fundar en
todos los sitios la Asociación de Camareras del
Santísimo Sacramento y levantar en todas las
ciudades y pueblos importantes un Templo de
Reparación.
Vida intensamente eucarística la suya. Toda
ella giraba alrededor del Sacramento del Altar.
Al sonar el reloj, enviaba al Sagrario los
afectos más tiernos de su alma por medio de
comuniones espirituales. Cuando despertaba por
la mañana, le ofrecía al Señor las primicias de
su corazón, y cuando se desvelaba por la noche
le enviaba un saludo de cariño a su sagrado
tabernáculo y durante el día le visitaba varias
veces en su prisión sacramental.
Por todos estos motivos, además de las muchas
obras de celo que él emprendió, relacionadas con
la Sagrada Eucaristía, bien pudo un alma de las
que le conocieron de cerca llamarle «D. Manuel
del Santísimo Sacramento», y decir: «¡Sí, ese es
su nombre! El mismo que escogió otra alma
enamorada de la Eucaristía, la Vizcondesa de
Jorbalán, que no quiso ser llamada con otro
nombre que con el de Madre Sacramento, También a
él con toda razón podríamos llamarle «Manuel del
Santísimo Sacramento».
LO MAS IMPORTANTE
Locamente enamorado de la devoción al Corazón
de Jesús, solía decir de ella que proporciona a
las almas el mayor de los bienes. Siendo la
esencia de esta devoción el amor del Corazón del
Rey Divino y exigiendo como consecuencia lógica
en las almas que a ella se entregan un ansia
viva de reparar las injurias que se infieren al
Señor, quería D. Manuel ,que sus imágenes
reflejaran estos dos sentimientos: caridad y
dolor.
En cierta ocasión un sacerdote, que le había
oído hablar muchas veces de las dos cualidades
que debían reunir las imágenes del Sagrado
Corazón, compró una que le satisfacía
plenamente, En la primera ocasión que tuvo fue a
ver a D. Manuel para darle cuenta de la
adquisición de la imagen. Oyóle éste con mucho
agrado la pintoresca y detallada descripción que
aquel enamorado sacerdote hacía de su Corazón de
Jesús, pero desconfiando un poco de que
respondiera plenamente a las dos condiciones
antedichas, le contestó que no había nacido aún
el escultor a ;quien Dios le inspirara esa doble
idea del amor y del dolor.
Insistió el sacerdote y D. Manuel, para darle
gusto, a pesar de sus muchas ocupaciones,
accedió a ir personalmente a la parroquia y ver
la imagen en cuestión. Después de haberla
examinado atentamente dijo:
-¡Bien! ¡Muy bien! Pero sólo expresa el amor.
Es más un Salvador que un Corazón de Jesús. ¡Aun
no ha nacido el escultor!...
Volvió a insistir el sacerdote, llevado por
la confianza que tenía con D. Manuel, pues había
sido alumno suyo en el Colegio de Tortosa, y le
decía que se fijara bien y vería cómo en
realidad expresaba maravillosamente los dos
sentimientos de amor y de dolor. Entonces D.
Manuel, dándole un golpecito en la cabeza,
añadió:
-¡Mira, mira; haz buena fiesta, y lleva mucha
gente a la comunión, que es lo más importante!
-Bueno; mas para que todo resulte bien, ha de
quedarse usted aquí y celebrar la misa solemne
y... predicar en ella.
-Aceptado, contestó D. Manuel, Y aquel día,
en la iglesia de Vall de Uxó, se vieron lágrimas
en muchos ojos, arrancadas por el fervorín
encendido del predicador.
EL JESÚS DE SU SAGRARIO
Se hallaba en cierta ocasión en Valencia, en
el colegio de la Compañía de Santa Teresa,
hablando con la Superiora General de las
Teresianas.
Conocedora esta Madre de la devoción de D.
Manuel al Corazón de Jesús, quiso darle una
grata sorpresa, enseñándole una imagen grande y
hermosísima del Corazón Divino ,que acababa de
adquirir. Le llevó a la capilla y,
mostrándosela, le dijo llena de satisfacción y
esperando una respuesta de plena aprobación y
complacencia:
-¿Qué le parece a usted, D. Manuel? Es
hermosa, ¿verdad? ¿Le gusta?
Y él con una sonrisa en los labios, para que
no se molestara la religiosa, pero con un gesto
de indiferencia semidibujado en su rostro,
contestó:
-¡Psch! Tengo un Corazón de Jesús tan
precioso en el Sagrario que no puede gustarme
ninguna imagen suya!
FERVORES MARIANOS
Un corazón tan afectuoso y tierno como el de
D. Manuel no podía menos de amar ardorosamente a
la Reina de los Cielos. Bebió este amor a la
Virgen en el regazo de su madre y en el ambiente
de su pueblo, saturado todo él por el perfume de
la devoción a Nuestra Señora de la Cinta. Nutrió
este amor durante sus años de seminario con la
práctica de los obsequios que en honor de la
Señora hacía todos los sábados y particularmente
en el mes de mayo.
Propagó y contagió sus fervores marianos,
hablando de María a sus compañeros durante su
vida de seminarista, y después de sacerdote,
cuando estuvo al frente de la Congregación de la
Inmaculada y San Luis Gonzaga, de Tortosa, a la
que dio vigoroso impulso. Siendo profesor del
Instituto cogía a sus alumnos al salir de clase
en las tardes del mes de mayo y con ellos iba a
una iglesia para hacer juntos el ejercicio de
las flores. Reunía a profesores y alumnos en las
principales festividades marianas y les dirigía
sentidas pláticas sobre las virtudes de la
Señora. Siendo Director de la Hermandad, sembró
en todos los seminarios y colegios la semilla de
esta bendita devoción propagando la solemne
celebración del mes de mayo, la conmemoración
mariana del sábado y el rezo de la felicitación
sabatina.
En todas las fiestas de la Virgen celebraba
la misa en su honor. EP día del Carmen buscaba
un altar a Ella dedicado. Si en esa fecha se
hallaba en Valencia, como en el resto de las
iglesias de la ciudad se conmemora el Triunfo de
la Santa Cruz, se iba a la iglesia de los PP.
Carmelitas para poder celebrar la misa de la
Virgen. fue muy devoto de María bajo el misterio
de su Concepción Inmaculada, pero la advocación
que más le llenaba era la de Nuestra Señora del
Sagrado Corazón.
Nombres marianos jalonan las fechas
principales de su vida. A la Virgen de la Cinta
le presentó su madre recién nacido, siguiendo la
bendita costumbre de las mujeres tortosinas. En
vísperas de su sacerdocio, y como preparación
para recibir la ordenación sacerdotal, profesó
en la Congregación de la Virgen de los Dolores.
A los pies de la Virgen de la Aldea, planeó sus
primeras labores apostólicas. Bajo la mirada
maternal de la Virgen venerada en la hornacina
del Arco del Romeo, surgió en su mente, como un
chispazo, la idea de dedicarse al problema de
las vocaciones sacerdotales. Una imagen de la
Virgen presenció la inspiración de la Hermandad
en la iglesia de Santa Clara. En un convento
mariano, el de los PP. Carmelitas del Desierto,
se puso la primera piedra de este benemérito
Instituto, que nació y se desarrolló bajo el
patronazgo de la Inmaculada Concepción.
En los momentos de apuro siempre acudía a
María. Cuando en septiembre de 1890 se disponía
a marchar a la Ciudad Eterna, para empezar a
tratar personalmente sobre el establecimiento
del Colegio Español, se dirigió a Zaragoza, para
poner bajo la protección de la Virgen del Pilar
un asunto de tanta trascendencia para el futuro
espiritual de España. Y antes de emprender los
viajes que hubo de hacer a Roma por este motivo,
además de sus frecuentes visitas a la Virgen de
la Cinta, iba a la ermita de Nuestra Señora de
la Petja, cerca de Tortosa, a la que tenía mocha
devoción; para encomendarla lo que él llamaba
«la colosal empresa».
En 1891, cuando se hallaba en Barcelona,
camino de Roma, con la entusiasta peregrinación
de jóvenes de las Congregaciones Marianas que él
había promovido, antes de salir de la Ciudad
Condal hizo celebrar una función solemnísima
como homenaje de despedida a la Virgen Santísima
en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced.
Después de muchos contratiempos y
dificultades de todo género, se abrió el Colegio
Español el 1 de abril de 1892, primer viernes de
mes y cumpleaños de D. Manuel, En aquella fecha
memorable quiso que la Virgen, que había sido la
abogada de aquella empresa, recibiera sus
obsequios y los de sus hijos, los primeros
alumnos del Colegio Español. Reunióles para este
fin en el templo del Sagrado Corazón y celebró
la primera misa en el altar de Nuestra Señora
del Sagrado Corazón.
Y cuando hizo su último viaje a la Ciudad
Eterna, a pesar de sus muchos achaques, no quiso
dejar de ir a dar las gracias a la Reina del
Cielo y celebrar la santa misa en aquella
iglesia de Santiago de los Españoles, que
conservaba tantos recuerdos, en el altar de
Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
Amor mariano, en fin, rezumaba su dirección
espiritual. Entre sus dirigidas formaba coros
para la «Corte de María». «Siempre que hablaba
de la Virgen se paraba para saludarla
mentalmente» .
Con viva emoción recomendaba el escapulario
de la Virgen del Carmen, que él llevó durante
toda su vida y vestido con él murió, conforme a
los deseos formulados en aquellas palabras: « El
escapulario es mi escudo, mi defensa, mi
esperanza, porque representa el amor, la
protección y las promesas de mi madre.»
«¡Yo lo venero y lo estrecho contra mi
corazón, escapulario amado! Yo ruego a mis
parientes y amigos que no lo separen de mi pecho
jamás; que me dejen morir con él y lo sepulten
conmigo, porque quiero que adorne mi cuerpo
muerto la condecoración de que hice más estima
en mi vida.»
JOSEFINISMO
En nuestra patria, dice D. Antonio Tomes, en
su «Vida de Don Manuel», desde Santa Teresa para
acá pocos han contribuido tan eficazmente como
D. Manuel a extender y arraigar entre los fieles
la devoción a San José.»
Devotísimo siempre del glorioso Patriarca, su
amor a él «Creció a raíz de su dedicación al
apostolado de las vocaciones sacerdotales. A él
acudía cuando en su ministerio tropezaba con
alguna dificultad, y para prevenirlas empezaba
por poner .bajo su patrocinio todas sus empresas
vocacionistas.
Los días 19 de cada mes le ofrecía
invariablemente la Santa misa, además de otras
muchas entre año, sobre todo en momentos de
apuro. Durante el mes de marzo acostumbraba
obsequiar al Santo con «ramilletes espirituales»
, ya desde sus primeros años de sacerdocio.
Ni se contentaba con practicarla él sólo.
Habiendo catado los resultados admirables de
esta bendita devoción, aconsejaba a sus
colaboradores que echasen mano de ella como de
seguro talismán en todas su angustias y
tribulaciones. A uno de ellos le recomendaba que
pusiera todos sus asuntos en manos de San José,
«que el Santo tiene travesuras que sorprenden
más de una vez, para los que son humildes». Y a
otro le decía: « Veo eso del Seminario.
Encomiéndelo a San José; que el Santo hace de
las suyas en asuntos de vocaciones. En Valencia
está triunfando...»
Por eso todas las casas que fundaba las ponía
bajo el patronazgo del glorioso Patriarca y las
daba a conocer con el nombre de «Colegios de San
José» . Así el de Tortosa, Valencia, Murcia,
Orihuela, Plasencia, Lisboa, Burgos, etc. ¡Con
qué fruición recordaba a los colegiales de
Tortosa, ya en el ocaso de su vida, que la mano
bendita de San José había amparado desde su cuna
a la Obra de las Vocaciones Sacerdotales!
«A la sombra del árbol de San José han
brotado miles de vocaciones, y las ramas de este
árbol se han extendido más allá de los límites
de nuestra Patria, hasta América, y bajo su
sombra se han reunido de todas partes jóvenes
que no se conocían allá, junto al Tíber, para
entonar un himno que les era ignorado y allí
cantar también:
«¡Oh José, de la Iglesia Patrono,
Padre amante de su Fundador !
No la dejes en triste abandono !
¡Sálvala del impío furor... !»
Y este himno se canta en lengua portuguesa
por corazones juveniles, que no se avergüenzan
de llamarse josefinos, y que se convierten en
pregoneros de San José y de su Obra...»
Pocas veces hablaba a los seminaristas sin
,que mentara al glorioso Patriarca, de cuyo
culto y devoción se había ofrecido ya en 1868
como incansable propagador. Y a fe que lo logró.
Difundió en los colegios y seminarios la
práctica de los Siete Domingos de San José, que
él hacía ininterrumpidamente durante todo el
año, así como el ejercicio de la «Felicitación
Josefina» en los miércoles, principalmente en
los del mes de marzo.
Estampó su espíritu en las Constituciones y
lo transmitió a la Hermandad que cada año
organiza sus campañas pro Seminario bajo la
protección de San José, y contagió sus fervores
a sus hijos, los Operarios, los cuales por ello
han merecido el glorioso nombre de «Josefinos»,
y mediante ellos ha saturado de josefinismo los
seminarios que dirigen o han dirigido en España,
Roma, Portugal y Repúblicas Americanas.
LOS 150.000 DUROS DE SAN JOSÉ
De su fe ciega a ilimitada confianza en el
valimiento de San José hay numerosos casos.
En noviembre de 1892 andaba D. Manuel por
Roma, ocupado en buscar una casa para instalar
definitivamente su Colegio Español. Había
visitado bastantes y hasta tanteado la compra de
alguna. Entre todas había una que le llenaba de
momento y por la que le pedían 150.000 duros.
No era D. Manuel hombre a quien intimidase la
cuestión del dinero, cuando veía alguna
conveniencia para los objetos de la gloria de
Dios. Entonces no disponía del capital necesario
para adquirir aquella casa, pero tenía confianza
de que San José se lo había de mandar.
«Lo único que nos falta es la cuestión del
edificio, pues el movimiento está dado ya. De
modo que haga empezar los Siete Domingos de San
José a los colegiales, para que el Santo nos
envíe una bolsa de 150.000 duros que vale el
edificio predestinado para Colegio y tal vez nos
le den por 100.000.»
Los 150.000 duros no llegaron, pero las
súplicas a San José no fueron estériles. Llegó
otra cosa mejor. El Papa León XIII le entregó
para Colegio Español el Palacio Altemps, que
seis años antes había comprado él por 1.300.000
liras.
Y además San José le regalaba otra cosa: una
carta oficial del Cardenal Secretario de Estado,
en la que alababa a la Hermandad y manifestaba
ala satisfacción del Santo Padre por ver
asociado a la reciente fundación del Colegio
Español de Roma el nombre de una Hermandad tan
benemérita».
UN BELLÍSIMO DESATINO
Fue tan devoto de los santos ángeles y
propagó de tal manera el culto a estos
celestiales espíritus que con razón se le ha
podido llamar «el apóstol de la devoción a los
santos ángeles en el siglo XIX».
A ellos les encomendaba todos sus asuntos. Al
pasar por las parroquias saludaba a los ángeles
custodios de ellas, y mandaba a sus Operarios
que todos los días rezasen a los ángeles
encargados de las diócesis donde trabajaban,
encomendándoles el éxito de sus empresas de la
máxima gloria de Dios. Cuando emprendía un
viaje, tenía buen cuidado de rezar al Ángel de
la Guarda, para que le llevase a buen fin y le
evitase todo peligro en el camino.
Algunas veces estos celestiales espíritus
premiaron de manera portentosa la confianza que
en ellos depositaba.
Por los años 1902 ó 1903 andaba el Cardenal
Sancha, Arzobispo de Toledo, proyectando la
fundación de una especie de Congregación
religiosa o, al menos, un internado donde formar
lo que él llamaba «Camareros para sacerdotes» .
Creíalo de urgente necesidad para la mejora del
clero; pero como él, abrumado por el peso de su
inmensa diócesis, no se podía dedicar de lleno a
esta Institución, habló con los Operarios de
Toledo para que se encargaran de ella,
presentándosela como complemento de su Obra de
formadores del clero. De la cuestión económica
les dijo que no se preocuparan, pues todos los
gastos corrían de su parte.
No les satisfizo a ellos la idea o, al menos,
no pudieron convencerse de la necesidad de
aquella Obra, y menos de la conveniencia de
lanzarse a una empresa que necesariamente les
había de restar personal y fuerzas, cuando
precisamente sufrían una escasez abrumadora de
Operarios. No se atrevieron, sin embargo, a
oponerse abiertamente a los planes del Sr.
Cardenal, y, como esperaban ver a D. Manuel por
Toledo en aquel mismo curso, prefirieron no dar
una respuesta definitiva hasta su llegada.
Llegó por fin D. Manuel a Toledo. El Cardenal
Sancha le esperaba impaciente para hablarle
largamente de su pretendida fundación. Los
Superiores del Seminario pusieron en
conocimiento de D. Manuel los planes del Sr.
Cardenal, antes de que fuera a visitarle, y
tampoco le gustaron; de tal modo, que dijo .que
trataría de convencer al Sr. Cardenal de lo
descabellado de su proyecto, y en caso de que
éste insistiera, que estaba dispuesto a no ceder
ni un ápice en este punto.
Enterado de la llegada de D. Manuel a Toledo,
invitóle a comer el ilustre purpurado, movido,
según la apreciación de todos, no sólo del
afecto que le profesaba, sino del deseo de tener
ocasión de hablar más despacio sobre el asunto
de los Camareros.
Cuando salía D. Manuel del Seminario para
dirigirse al Palacio Arzobispal, no faltó quien
le preguntó un poco burlonamente:
-¿Va usted preparado?
-¡Sí, hombre! ¡No tengo que decide más que
es... un bellísimo desatino!
-¡Por Dios, D. Manuel, vea usted cómo se lo
dice...! ¡Está encariñadísimo!
-¡Bueno, bueno! Lo encomendaremos durante el
camino al Ángel de la Guarda del Sr. Cardenal...
-¿Qué? ¿Qué? ¿Qué ha pasado, D. Manuel? -le
preguntaron cuando volvió a casa. ¿En qué ha
quedado con el Sr. Cardenal?
-Pues en nada; lo encomendé a su Ángel. Hemos
estado allí más de dos horas, entre la comida y
la sobremesa. Hemos hablado largo y tendido de
infinidad de cosas, y, como si el Ángel se lo
hubiera borrado de la memoria con una esponja,
no ha tocado para nada el tema de los Camareros.
¡AL HABLA CON EL ÁNGEL DE LA GUARDA !
Ni era él sólo el que encomendaba sus cosas a
los ángeles. Algunas almas, que se dirigían con
él y que de sus labios habían aprendido la
hermosa y provechosa devoción a estos espíritus
celestiales, hacían a veces lo mismo.
Era D. Manuel Capellán de las monjas de Santa
Clara. En aquel convento no sólo atendía a las
religiosas, sino a otra infinidad de almas que,
atraídas por el perfume de sus virtudes, acudían
a su confesonario.
Una de estas dirigidas de D. Manuel testifica
que repetidas veces la ocurrió lo siguiente:
Iba de madrugada a San Clara para confesarse,
y D, Manuel, que solía ser puntualísimo,
entretenido en otros quehaceres, tardaba a veces
en llegar. El tiempo se la pasaba a la joven y
la hora de sus inaplazables ocupaciones se la
echaba encima. Cuando ya no le restaban más que
unos minutos disponibles para la espera,
conocedora de la familiaridad con que D, Manuel
trataba a su Ángel de la Guarda, acudía a él con
plena confianza diciendo:
-Ángel de mi Padre Sol, dile que venga.
Y en seguida se presentaba D. Manuel, que sin
aire de enfado, antes con la sonrisa en los
labios, la reprochaba su atrevimiento con estas
palabras:
-¡Qué importuna eres en llamarme por mi
Ángel!
Y luego se sonreía, como no dando importancia
a aquel hecho, y la confesaba.
EL ÁNGEL CUSTODIO DE ESPAÑA
Como cifra y compendio de su acendrado amor a
España, fue D. Manuel devotísimo del Santo Ángel
Custodio de nuestra Patria a incansable
propagador de esta bendita devoción. Ideó
primero y mandó dibujar después a un famoso
artista catalán una hermosa estampa del Santo
Ángel de España, en la que aparece éste en el
centro sosteniendo el mapa de la Península y
defendiéndole de los embates del demonio. A sus
lados. la Inmaculada, Santiago y Santa Teresa de
Jesús, y encima, el Sagrado Corazón de Jesús con
esta inscripción: «Reinaré en España».
En menos de un año hizo repartir más de
85.000 de estas estampas y 90.000 hojas
volanderas, estableció en todos los rincones de
la Patria la «Pía Unión de oraciones al Santo
Ángel de España» , que dio a conocer por primera
vez en un artículo publicado en el «Correo
Interior Josefino», habiendo logrado poco
después establecer catorce Centros Diocesanos de
dicha Unión y obtenido para ella la bendición a
indulgencias de numerosos Prelados. dio a
conocer además este proyecto por medio de
artículos publicados en algunos periódicos, amén
de una hoja doble que con este fin exclusivo
editó y divulgó profusamente por toda España. En
su labor propagandística le ayudaron no poco la
«Revista de Santa Teresa» y la «Revista
Popular», de Barcelona.
Para dar mayor realce y vitalidad a sus
planes, llamar más poderosamente la atención de
los españoles hacia el Santo Ángel Tutelar de su
Reino, a implorar con más eficacia el patrocinio
del celestial espíritu sobre España, pensó
levantarle un grandioso monumento en el Cerro de
los Ángeles, centro geográfico de nuestra
Patria.
Con este fin hizo un viaje a dicho Cerro el
día 21 de abril de 1902. De aquella visita dice
uno de sus acompañantes:
«Divisamos desde allí (estación de Getafe)
perfectamente, allá en la llanura, el suspirado
Cerro. A su vista la cara de D. Manuel se animó
y alegre vivacidad se apoderó de toda su
persona. dio orden de emprender allá la marcha a
pie, sin guía alguno y sin que le arredrase la
fatiga. fue en esto engañado bienhechoramente
por el efecto de la perspectiva. Parecíanos el
montículo coronado de una esbelta iglesia
dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles, como
si estuviera allí, al alcance de la mano, como
si no distase más que un kilómetro...
D. Manuel dio orden de rezar vísperas y
completas para llenar el tiempo del camino. Pero
acabamos este rezo, y con asombro nos percatamos
de que el Cerro parecía tan distante como al
principio de la caminata. Recemos, pues. los
maitines y laudes, dijo D. Manuel. Y los tres
otra vez manos al Breviario y ¡hala, hala!, un
nocturno tras otro, y el Cerro, como si jugase
con nosotros, siempre alejándose.
Rezamos los laudes, y entonces ya pareció que
el montecillo se paraba a esperarnos. D. Manuel,
por si acaso, echó todavía mano del rosario y lo
empezamos juntos, y ¿quién diría que el dichoso
Cerro aun nos dio tiempo de acabarlo antes de
que llegásemos a su cumbre? Subimos, por fin, a
ésta y..., para poder penetrar en la iglesia y
poder saludar a la imagen de María que da título
al santuario, fuimos primero a la casa del
santero o ermitaño, quien, ni corto ni perezoso,
se puso a nuestra disposición. Descubriónos el
nicho del altar mayor, donde Aquél time su trono
y nuestro D. Manuel, enardecido de fervor al
verla, «cantemos la salve», dijo, y los tres a
coro cantamos la sublime antífona, diciendo D.
Manuel al fin la oración.»
Aquella tarde D. Manuel, acompañado del
Operario D. Joaquín García Girona y del celoso
sacerdote madrileño D. Luis Iñigo, recién salido
del Colegio Español de Roma, echó las primeras
líneas del anhelado proyecto que sus repetidas
enfermedades le impidieron realizar, aunque no
le pudieron guitar sus ilusiones, pues tres
meses escasos antes de morir escribía a D. Luis
Iñigo: «Del Ángel de España tengo ganas de
hablar con usted despacio».
La muerte vino a tronchar sus planes, pero
antes de expirar dejó la encomienda de levantar
el referido monumento a D. Luis, el cual había
trabajado tanto por su realización juntamente
con D. Manuel. El prestigioso sacerdote
madrileño no se dio punto de descanso por
cumplir el encargo de D. Manuel, pero habiendo
surgido el proyecto de dedicar aquel Cerro al
Sagrado Corazón de Jesús, «se guardó mucho de
entablar competencia piadosa», dejando aquel
asunto en manos de la Divina Providencia.
Sin embargo de no lograrse el proyecto del
monumento, no fue infecunda la labor de D.
Manuel en pro de la devoción al Santo Ángel de
España.
En 2917 salía a luz una novena al Santo Ángel
Custodio de España, escrita por uno de sus hijos
predilectos, Excmo. Sr. D. Leopoldo Eijo y
Garay, actual Obispo de Madrid-Alcalá y
Patriarca de las Indias. Es un hermoso compendio
teológico-patrístico-escriturario acerca de los
Santos Ángeles, que el autor dedica a la santa
memoria de D. Manuel Domingo y Sol.
«De ti, amado Padre, dice, aprendí a venerar
y amar al Santo Ángel Custodio de España. En el
Pontificio Colegio Español de San José, de Roma,
con fervor piadoso y con patriótico ardimiento,
nos inculcabas a todos los alumnos esta santa
devoción. Por lo amor salgo a propagarla. ¡Que
lo venerada memoria cubra desde su primera
página mi pobre trabajo! Mejor que antes en la
tierra, puedes ahora desde el cielo lograr que
se extienda y arraigue.»
Esta novena llegó a manos del Rey Alfonso
XIII, el cual propuso la fundación de una Real
Asociación Nacional del Santo Ángel Custodio de
España y encargó a la Infanta Isabel que formara
la Junta Central, estableciéndose dicha
Asociación en la iglesia de San José, de Madrid,
en el 1919.
Dos años más tarde conmemorábase solemnemente
el segundo aniversario de tan gloriosa fecha,
predicando en aquella solemnidad otro hijo
predilecto de D. Manuel, el entonces
Penitenciario de Málaga y hoy Arzobispo de
Valladolid, Excmo. Sr. D. Antonio García y
García, que habló en aquella ocasión del Rvdmo.
D. Manuel Domingo y Sol, al que llamó «el gran
apóstol en nuestros tiempos de la devoción al
Santo Ángel de España». «¡Ah! ¡Cómo desde el
cielo gozará viendo que las semillas por él
derramadas ya se convirtieron en arbolillos
esparcidos por España y en árbol corpulento que
se yergue en la Corte misma del Reino».
En la dedicatoria de su sermón, que después
imprimió, decía D. Antonio: «Este folleto, sin
vacilación alguna, debo dedicarlo y lo dedico al
Rvdmo. Dr. D. Manuel Domingo y Sol. fue él un
propagandista ardiente y constante de la
devoción al Santo Ángel
de España, y a él se debe la restauración de
la simpática y sustanciosa devoción en nuestros
días.»
Así es en realidad. D. Manuel comunicó su
espíritu a la Hermandad de Sacerdotes Operarios.
A través de ella se propagó notablemente la
devoción al Santo Ángel Patrono de España en los
seminarios españoles. Los sacerdotes salidos de
ellos la llevaron a los pueblos, y hoy día son
incontables las parroquias de nuestra Patria
donde todas las tardes se invoca al Ángel
Custodio de España, al menos con un Padrenuestro
en el rezo del Santo Rosario.
EL TOQUE DEL ÁNGEL
Amante de todas las glorias de su patria
chica, profesó Don Manuel una tierna devoción al
Santo Ángel Patrono de Tortosa. Según las
«Crónicas Dertosenses», decía D, Manuel a sus
paisanos, tratando de reavivar en ellos el
rescoldo del amor al Santo Ángel, créese que su
patronazgo se debe a un grande beneficio que
recibió esta ciudad en una peste devastadora,
que cesó al invocar su protección, «pues se vio
aparecer al Santo Ángel hacia la parte de la
ermita de la Providencia, teniendo una espada en
la mano) con la que quería ahuyentar aquel
azote.
El culto al Santo Ángel es antiquísimo en la
ciudad, remontándose el primer documento escrito
al año 1356, según el cual un Arcediano de la
Catedral de Tortosa costeó en dicho año una
imagen de plata del Santo Ángel, que es sin duda
la más antigua de las existentes en dicha
Catedral.
D. Manuel debió de profesar singular devoción
al Santo Ángel de Tortosa, no sólo por
tortosino, sino por haber nacido en la llamada
Plaza del Ángel y junto a la capilla que le
habían dedicado en aquella plazuela, y más aún
por haber visto la luz primera en una casa que
lleva muy marcada la protección de este espíritu
celestial.
Hay una piadosa tradición que se remonta a un
tiempo inmemorial y que se confunde con los
orígenes de la devoción al Santo Ángel en
Tortosa, según la cual, cuando este celestial
mensajero se apareció sobre la ciudad para hacer
cesar la peste ,que la azotaba, tocó con la
punta de su espada en una casa de determinada
calle que, más tarde, y precisamente por este
hecho, fue llamada «la calle del Ángel».
En aquella casa, milagrosamente tocada, vino
a nacer siglos después D. Manuel. Esta tradición
se transmitió de padres a hijos y aun se
conserva entre los vecinos del barrio.
Sea de esto lo que fuere, lo cierto es ,que
D. Manuel fue devotísimo del Ángel de Tortosa,
como lo demuestran los siguientes hechos: Pagaba
con su dinero el aceite de la lámpara que estaba
continuamente ardiendo delante de su imagen en
la capilla del Ángel. Contribuía a sufragar los
gastos de su fiesta, que se celebraba con toda
solemnidad. Todos los años. aparte de otros
días, le dedicaba la misa en su festividad.
Editó y propagó a costa suya numerosas estampas
del Ángel de Tortosa. Reeditó, también a sus
expensas, una antigua novena al Ángel. Y dejó
una fundación para que con su renta se costeara,
después de su muerte, una misa cantada todos los
años el día de la fiesta del Ángel en su
capilla.
EL TESORO
Dedicado de lleno a la formación del clero,
sabía D. Manuel apreciar en su justo valor el
tesoro que para la Iglesia supone un sacerdote
ejemplar y Santo. No regateaba él sacrificios ni
sudores porque fueran competentes y dignos todos
los que salían de sus colegios.
Celebrábase en uno de ellos gran fiesta por
la ordenación sacerdotal de un nutrido grupo de
sus alumnos. Los recién ordenados eran
continuamente agasajados por sus compañeros de
estudios, que ase morían de envidia» al verles
ya sacerdotes, y esperaban con impaciencia el
día feliz en que ellos pudieran tener la misma
dicha. D._ Manuel gozaba a torrentes viendo el
júbilo desbordante de los unos y las
impaciencias ardorosas de los otros, mientras
obsequiaba, según costumbre, a cada uno de los
ordenados con un libro titulado «Regla del
Sacerdote», en el que había escrito de su puño y
letra una expresiva y cariñosa dedicatoria.
En esto llegó la hora de la despedida. Los
neosacerdotes iban a dejar el colegio para
dirigirse cada uno a su pueblo y cantar la
primera misa en sus parroquias respectivas.
D. Manuel, que les había recibido de niños y
les entregaba a la Iglesia convertidos ya en
otros Cristos, no sabía separarse de ellos.
Hubiera querido multiplicarse para acompañarles
a todos en los momentos emocionantes de su
primera misa. Les hablaba. Les daba consejos.
Les hacía las últimas advertencias. Les precavía
de tales y tales peligros, y les hacía parar
mientes en los obstáculos con que habrían de
tropezar en su futuro ministerio.
Les acompañó hasta la puerta de la calle y,
después de haber acomodado a cada uno en la
«diligencian, con el cariño previsor de la más
amante de las madres, se adelanta al cochero y
le dice con mucha insistencia:
-¡Oiga, tenga mucho cuidado, no vaya a
volcar, porque lleva un tesoro!
Arrancó el coche y se perdieron en el espacio
los adioses y los ademanes de despedida, pero al
sencillo cochero se le grabaron tan
profundamente las palabras que le había dicho
aquel sacerdote venerable con los ojos
enternecidos y la voz temblorosa, que jamás
pudieron borrársele de la memoria:
-¡Oiga, tenga mucho cuidado, no vaya a
volcar, porque lleva un tesoro!
LOS LLAMADOS Y LOS ESCOGIDOS
Su interés por despertar en el alma de los
niños la vocación sacerdotal era extraordinario,
y el cariño con que los mimaba, una vez que
habían traspuesto el umbral del colegio, era en
extremo exquisito.
«Toda mi vida fue mi director espiritual,
dice un sacerdote cuya vocación brotó y se fue
desarrollando a la sombra bienhechora de D,
Manuel. Además a él le debo, después de Dios, mi
vocación de sacerdote.
Era mi padre muy conocido de D. Manuel, que
se interesaba mucho por nuestra familia. Todavía
era yo un mal chicuelo, y ya Mosén Sol me seguía
la pista. En más de una ocasión le preguntó a mi
padre si había yo manifestado deseos de ser
sacerdote. Por esto se puede comprender la
grande alegría que tuvo cuando, acompañado de mi
padre, fui a Tortosa con ánimo de comenzar los
estudios de seminarista. Por aquel entonces se
abrió el Colegio de San Rufo, que por los días
en que yo solicité el ingreso estaba ya replete
de colegiales. No habiendo manera de que se
arreglara mi admisión, al día siguiente nos
presentamos de nuevo mi padre y yo en casa de D.
Manuel, a manifestarle con grande sentimiento
que nos volvíamos al pueblo, pues, según nos
dijo el sacerdote encargado de recibir y
aposentar a los alumnos, no había en San Rufo un
palmo de lugar disponible para un nuevo
colegial,
-¿Cómo es eso?, repuso D. Manuel; el niño no
se vuelve. Usted se queda aquí, me dijo
acariciándome. Vamos todos al colegio.
Pasamos revista a los dormitorios, que
estaban materialmente llenos; pero su corazón de
padre no tardó en encontrar un arbitrio para no
dejarme escapar, según me dijo. «Traiga usted su
colchón y extienda aquí su camita, dijo cerrando
un ala de la puerta de su dormitorio. Dentro de
pocos días estará usted más desahogado, pues
muchos son los llamados, mas pocos los
escogidos; y usted debe ser de los escogidos».
En su claro discernimiento de las vocaciones
conoció que con el tiempo había de ser yo
ministro del Altísimo. Seguramente que si Mosén
Sol no se toma la molestia de buscarme
personalmente un lugar en el colegio, y llego a
volverme con mi padre, come ya era crecidito, no
pensara yo más en ser seminarista. Así que a D.
Manuel le debo mi vocación de sacerdote.»
MI PRINCIPIO SE LO DAIS TAMBIÉN
Su amor para con los ministros de Dios era
algo extraordinario. Jamás consentía que se
dijera que no había comida a ningún sacerdote,
aunque llegara tarde al colegio.
Más de una vez repartió caritativamente su
comida sin que el huésped lo notara para no
herirle lo más mínimo, y ocasiones hubo en que
el mismo D. Manuel se salió de su habitación
para cederla a un recién llegado.
«Tenga paciencia con los sacerdotes, decía al
Director de uno de sus colegios. ¡Por Jesús! ¡No
diga usted que prohibamos venir huéspedes
sacerdotes! ¡Ojalá vinieran todos los cojos y
mancos a guarecerse a nuestras casas! Molestias
darán; pero son sacerdotes, y la nota
característica de nuestra Obra ha de ser el amor
al sacerdocio en lo espiritual y en lo temporal,
Jesús lo recompensará. Hagan que se les atienda
bien en todo lo que sea conforme al reglamento.»
Y como lo aconsejaba, lo practicaba él mismo.
Había llegado tarde aquel día D. Manuel al
colegio y estaba empezando a comer, cuando
entreabriendo un poco la puerta del refectorio,
se oyó una voz cascada que decía: «¿Se puede
pasar?».
Uno de los fámulos salió en seguida a ver
quién era el que llamaba y se topó con un
sacerdote ya muy entrado en años, párroco de un
pueblo de la diócesis de Tortosa.
-¿Qué desea, señor cura?
-Pues verás; yo soy el párroco de Orcheta, es
decir lo era, porque, como ya las canas no me
permiten atender debidamente a mis feligreses,
vengo de Palacio de decir al Prelado que nombre
un regente que se encargue de aquella parroquia,
He estado esperando mucho tiempo en la antesala
y otro buen rato en las oficinas de Palacio
además del tiempo que estuve con Su Excelencia.
Comprendo que es ya un poco tarde; pero como soy
tan anciano y ando tan mal de la vista, no me
atrevo a ir a comer a una fonda y he venido aquí
al colegio.. De modo, rapaz, que si...
-El caso es que ya es muy tarde. Hemos
servido ya la segunda mesa, y no queda nada. Lo
que se dice absolutamente nada, y además se ha
marchado ya hasta el cocinero.
D. Manuel, que estaba terminando de tomar su
plato de sopa y había seguido el diálogo que se
desarrollaba a la puerta del comedor entre el
anciano sacerdote y el joven seminarista,
levantóse de su asiento diciendo:
-Vamos a ver lo que dais al señor cura y sin
hacerle esperar; mientras le llevaba consigo a
la mesa y le hacía sentar a su lado.
El fámulo, un poco alarmado ante aquel gesto
de generosidad de D. Manuel, ,que les iba a
poner en un apuro, repuso:
-¡Pero, D. Manuel, si no queda nada!
-¿Cómo que no hay nada? ¿No hay huevos,
escabeche, fruta, en fin, alguna cosa?
-¡Lo tiene todo guardado el cocinero y
dispuesto para la cena!
-,¡Bien! Pues preparad en seguida una
tortilla. Y volviéndose hacia el fámulo que
tenía al otro lado, porque no lo oyera su
comensal, añadió: Y el principio que ibais a
servirme a mí, se lo dais también, y además un
poco de queso, fruta... ¡En fin, lo que haya! Y
para la noche, Nuestro Señor proveerá.
El buen párroco de Orcheta quedó prendado de
la amabilidad de aquel sacerdote, y más hubiera
quedado de haber sabido que D. Manuel se quedó
aquel día sin principio, porque se lo sirvieran
a él.
EL CURILLA DEL REGIMIENTO
Era recluta de aquel año, y verificado el
sorteo, le había tocado a Cádiz. El pobre
seminarista teólogo, que apenas había salido de
casa sino para ir al Seminario, tenía no pocos
reparos de emprender un viaje tan largo como el
que se necesitaba hacer para trasladarse desde
Tortosa al Estrecho de Gibraltar, y sobre todo,
el tener que ponerse en camino por tal motivo.
La víspera de la partida llamaba un tanto
nerviosillo en la habitación de D. Manuel.
-¿Qué quieres, hijo?
-Pues vengo a despedirme de usted, porque
mañana he de salir para Cádiz, donde se halla de
guarnición el Regimiento al que he sido
destinado.
Mediaron unos consejos oportunísimos de padre
que siente amargamente la partida del hijo, y
que terminaban así:
-Y cuando te presentes en el cuartel no te
avergüences de decir que estudias para
sacerdote.
Un beso sonoro estampado en la mano bendita
del Superior rubricó la promesa que acababa de
hacer el novel soldado.
-¡Sí, señor; así lo haré!
Llegó a la ciudad andaluza el 3 de diciembre
de 1895, con otros quince muchachos de la
provincia de Tarragona.
Llegados al cuartel y recibidas las primeras
impresiones de la vida militar, les llamaron
para tomarles la filiación. Puestos en fila ante
la puerta de la oficina iban pasando de uno en
uno por orden de llegada. Un capitán gordinflón
y rechoncho, achaparradete y tostado, con
señales claras en la mejilla derecha de haber
jugado con las balas y unos mostachos
kilométricos decorando su rostro, era el que les
interrogaba. A su derecha tenía de amanuense a
un cabo veterano, cansado de comer chuscos y
hacer relevos. Y en derredor, unos cuantos
oficiales con ganas de curiosear la pinta que
tenían los quintos.
Nuestro seminarista temblaba de pies a cabeza
y una batalla terrible se libraba en su
espíritu, porque no sabía qué hacer, si decir
que era aspirante al sacerdocio, como le había
prometido a Don Manuel, exponiéndose a las
cuchufletas de aquellos militares, o librarse de
aquel probable bombardeo pullesco diciendo que
estudiaba para inspector de Higiene.
En estos cavileos andaba, cuando le tocó el
turno.
-¿Cómo se llama usted?
-Francisco Forés.
-¿Qué oficio tiene?
-Soy seminarista.
-¿De modo que estudias para cura? Y saltó una
ráfaga de carcajadas que corearon a placer sus
conmilitones. Hasta el cabo chusquero, que se
había reenganchado dos veces y no acababa de
ascender nunca a sargento, dejó a un lado la
pluma y se puso a inspeccionar a aquel curita en
ciernes.
-Ya no tendremos necesidad de que venga el
páter al cuartel, porque desde hoy tenemos en
casa un cura que nos diga misa. ¡Bueno, bueno,
ya se puede usted retiran!
Salió el pobre seminarista completamente
apabullado, creyendo ,que iba a ser la irrisión
de oficiales y soldados. Mas no fue así. Todo el
mundo se enteró en seguida de que estudiaba para
sacerdote, y empezaron a llamarle «el curilla
del regimiento». Pero a aquel curilla le
respetaban todos, jefes y subalternos, por su
conducta intachable y su carácter simpático y,
además, porque el capitán aquel, que era un poco
juerguista, pero muy buen cristiano, le escogió
para escribiente en su oficina, y le permitía
asistir mañana y tarde a las clases del
Seminario.
Antes de saberlo le escribía D. Manuel,
preocupado por su situación: «No conozco en
Cádiz ninguna persona a quien poderte
recomendar. Con todo, si algún día necesitas
algún apoyo, no tendría inconveniente en
escribir al Sr. Obispo en favor tuyo».
Mas no lo necesitaba ya el buen seminarista,
a quien el consejo de D. Manuel había colocado
en un lugar privilegiado. Lo que sí necesitaba
eran libros para proseguir sus estudios. Súpolo
el varón de Dios y envióle los tres tomos de la
Suma de Santo Tomás,
De cuando en cuando le mandaba cartas
cariñosas, en las que le daba atinados consejos:
«Acude con frecuencia al sagrario, y hazte
superior a todos los respetos humanos,
conservando tus convicciones, que, si lo haces
digno, no dejarán de respetarte todos».
Entraba y salía del cuartel el seminarista
soldado.
Mientras sus camaradas hacían la guardia o
cumplían el servicio cotidiano, él se dirigía al
Seminario Diocesano, para continuar sus estudios
de Teología. Nadie le molestó en los tres años
de «mili», porque supo ser fiel a su vocación,
gracias a la ayuda de Dios y al cuidado paternal
de D. Manuel.
LA COSECHA DEL DIABLO
Como padre amantísimo velaba D. Manuel y
hacía que sus colaboradores estuviesen siempre
alerta, atentos a procurar el bien espiritual y
aun temporal de sus alumnos.
Sabedor de los grandísimos peligros que
encierra para la vocación sacerdotal el período
de vacaciones, por hallarse los seminaristas
fuera de la vigilancia paternal de los
superiores, lejos del abrigo del Seminario, sin
el control del reglamento y moviéndose en un
mundo erizado de escollos, procuraba aminorarlos
en cuanto podía con sus frecuentes cartas
saturadas de cariño y de unción sacerdotal, y
dirigidas especialmente a los alumnos que él
creía más necesitados.
Mas como este medio no resultaba siempre tan
eficaz como él hubiera deseado, andaba
acariciando la idea de dar con otro, cuya
efectividad fuera más duradera y decisiva, y
proyectaba suprimir en todo o en parte las
vacaciones de los aspirantes al sacerdocio en el
seno de sus familias.
Así lo dejan entrever aquellas palabras
suyas, referentes a una hermosa finca que se
quería poner a disposición de la Hermandad: «El
soto no nos serviría para el desarrollo de la
Obra; sólo podría servir acaso, un día, que por
hoy está lejano, si resolviésemos que los chicos
pasasen con nosotros las vacaciones en algún
sitio agradable.»
Y en otra ocasión, a los mismos alumnos del
Colegio de Tortosa: «Pedid hoy por la concesión
de otro local delicioso, que sirva un día para
pasar parte de vuestras vacaciones».
Esta palabra, cuyo solo recuerdo es
suficiente para alegrar el corazón y llenar de
ilusiones y planes la mente de los incautos
estudiantes, tenía para D. Manuel dejos de honda
tristeza y amargores de profunda melancolía.
«¡Ah, vacaciones! ¡Nombre que él sólo me
horroriza! Si aun para los que han empleado bien
las gracias de Dios, es tan fatal este nombre,
¿qué no será para los otros? Si yo pudiese, si
la estación lo permitiera, yo sería el primero
que trabajaría por abolirlas. Los estudiantes de
carrera eclesiástica son el pasto del demonio.
¡Las vacaciones son la cosecha del diablo!»
¡SI USTED LOS HUBIERA DE GOBERNAR !
Había sido una providencia para Tortosa el
Colegio de San José. No sólo impidió que fueran
aumentando las bajas en las filas del clero
tortosino, sino que con las levas que cada año
iba sacando consiguió que el número de
sacerdotes de la diócesis de San Rufo rebasara
las cifras anteriores a la revolución.
Es lo, que de suyo era una gratísima
realidad, constituía sin embargo una seria
preocupación para el Secretario de Cámara del
Obispado, M. I. Sr. D. Ramón Fedó, el cual no
sabía qué hacer de tantos sacerdotes
disponibles. Las parroquias estaban debidamente
atendidas, las coadjutorías todas cubiertas. Los
conventos y colegios todos con su capellán y sin
embargo había siempre un número determinado de
neosacerdotes esperando colocación.
Devanábase los sesos el pobre Secretario con
el mapa de la diócesis encima de la mesa,
combinando fichas para encontrar modo de acoplar
debidamente todo su clero. Y a veces no veía con
muy Buenos ojos el que el Colegio de San José
llevara aquella marcha de superproducción y
ocasiones hubo en que dejó escapar su deseo de
que también el número de sacerdotes estuviera
sometido a la ley de las restricciones.
D. Manuel, por el contrario, no sentía
preocupación por el número, sino por la calidad,
No temía, antes la deseaba, «una inundación
sacerdotal». Ahora, que los quería santos y
competentes. Por muchos que diera el Colegio de
San José, nunca llegaría a convertirse en
realidad su aspiración de «tener un sacerdote en
cada familia». «De modo que, decía, formemos
buenos sacerdotes, y no nos apure lo de su
colocación».
«Muchos y buenos», decía el uno. «Buenos,
pero no excesivos», decía el otro. A pesar de
tener criterios distintos sobre este punto,
siempre se entendían D. Manuel y D. Ramón, los
cuales, por sus respectivos cargos, hubieron de
tratarse con mucha frecuencia.
Siempre que se presentaba ocasión, el Sr.
Secretario hablaba al fundador del Colegio sobre
este asunto, diciendo que las nóminas no daban
para tanto, y que, siguiendo aquel ritmo, la
abundancia del clero iba a constituir un serio
gravamen para el erario diocesano.
Resolvía D. Manuel ésta y otras dificultades
con razones de orden espiritual; y respondiendo,
unas veces de bromas y otras en serio, pero
siempre con exquisita prudencia y cortesía,
salía airoso de aquellos encuentros con el Sr.
Secretario, el cual solía siempre terminar
diciendo:
«¡Sí, desde luego, tiene usted razón, tiene
usted razón; pero si usted, D. Manuel, los
tuviera que gobernar, es fácil que se contentara
con unos cuantos sacerdotes menos!»
LAS BIBLIAS PROTESTANTES
Si siempre era sumamente delicado en su trato
con los sacerdotes, extremaba hasta lo increíble
su delicadeza cuando se trataba de algún
despechado o extraviado, no sosegando hasta
volverle al buen camino, o al menos hasta agotar
todos los medios que tuviera a su alcance para
conseguir tal fin.
Había por aquel entonces un sacerdote
desviado, que viéndose en la miseria, se echó en
manos de los protestantes. Recibiéronle éstos
con bombo y platillo y le comisionaron para que
se dedicara a vender o repartir biblias y
folletos, propagadores de las ideas
pseudorreformistas.
Cayó una vez este desgraciado sacerdote,
casual propagandista del error, pero habitual
esclavo del vicio, en Tortosa, cargado con su
bagaje de publicaciones protestantes y dispuesto
a engañar a sus incautos y sencillos vecinos.
Alguien le llevó en seguida la noticia a D.
Manuel. El cual se levantó al instante de donde
estaba, como herido por un rayo, y encomendando
el asunto al Señor, se dirigió calle abajo no
parando hasta dar con el infeliz ministro de
Dios, convertido en satélite del diablo. Con muy
finos modales y mejores razones, nuestro apóstol
le convenció por el momento de que cesara en su
nefanda tarea, y con un gesto de caridad
verdaderamente apostólica, le convidó a comer
con él. Le mimó durante la comida cuanto pudo, y
con el corazón inflamado en amor de Dios y en
caridad hacia aquel hermano desviado de su
sacerdocio, le habló de su tristísima y
lamentable situación y del peligro en que se
hallaba de perder su alma.
No sabemos si logró su conversión. Pero aquél
fue en verdad un golpe certero para su
conquista. Se incautó de los libros que llevaba,
que el mismo D. Manuel se encargó de arrojar al
fuego. Le acompañó después a la estación, y
despidiéndose de él le ofreció su amistad y
humildes servicios, logrando al menos de él
promesa formal de que no volvería a Tortosa con
tan malignas intenciones.
ENCUENTRO DE TRES SOLES
«A su lado, dice el P. Messeguer, S. J.,
parecía que no era posible la tristeza ni el
pecado». D. Manuel, en efecto, no sólo aconsejó
y predicó la virtud de la alegría, convencido de
su alto valor educativo y de su virtualidad
santificadora, sino que él mismo fue un ejemplo
vivo del más sano y puro optimismo .
El Cardenal Sanz y Forés, que le trató muy de
cerca y muy frecuentemente, afirma que «nunca le
abandonaba el buen humor» . En todas las
reuniones sacerdotales se le esperaba con
impaciencia y era aplaudida con entusiasmo su
llegada. «Siempre que, con motivo de la venida
de Mosén Sol, afirma un párroco, había reunión
de sacerdotes y seminaristas en casa de Mosén
Maspons, se producía en todos los corazones una
paz y un agrado tan marcados, que más de una vez
me ha hecho meditar.»
En sus frecuentes idas y salidas hacía gala
de un ingenuo chispeante para amenizar la
conversación, y, una vez se había ganado la
confianza de sus compañeros de viaje,
encarrilarla por derroteros espirituales.
Subían en Tortosa a una diligencia una mañana
primaveral del año 1885 un sacerdote y dos
jóvenes recién casados, que después fueron
padres del seminarista que contó esta anécdota.
Comenzaba a salir el sol. Entre los viajeros
entablóse animada y alegre charla.
-Tenemos un tiempo estupendo, dijo uno, y hoy
nos va a hacer un día espléndido, a juzgar por
la placidez de la mañana y este hermoso
despertar del sol.
-Bueno, señores, dijo D. Manuel, debo
advertirles que, aunque la mañana no fuese tan
clara ni hubiera madrugado tanto el día,
hubiéramos ido igualmente alumbrados.
-¿Será posible?, preguntaron ellos admirados.
-¡Indudable! El sol no nos hubiera faltado
pues le llevamos en nuestra compañía. ¡Tengo...
por apellido Sol!
Rieron todos la peregrina ocurrencia y
entonces la señora repuso:
-Pues vamos acompañados de tres soles: El que
nos entra por la ventanilla, el de usted... y el
mío.
-¡ ... ?
-¡Sí!, es que yo me llamo Sol-devila...
UNA JOTA ARAGONESA Y UN CHISTE
EPISCOPAL
Alguien dijo de él que era «la salsa de todas
las conversaciones». Y lo era en efecto, sobre
todo en aquellas sabrosísimas a inolvidables
reuniones de después de comer, que él mismo
provocaba y en las que invitaba a sus Operarios
a amenizarlas lo más posible, haciendo cada uno
gala de sus habilidades.
Y era, no ya interesante, sino hasta
edificante el ver a aquellos venerables
sacerdotes, cómo se esforzaba cada uno en
distraer santamente a sus hermanos, sacando a
relucir lo más lucido de su repertorio. Uno
relataba anécdotas interesantes de su vida, otro
contaba chistes regocijados de buen tono; éste,
al no saber otra cosa, recordaba cuentos
antediluvianos que hacían reír por ser de todos
archisabidos, y aquél salía por peteneras
cantando coplillas de sus Buenos años.
En estas reuniones no solían faltar los
números de música, y voces abaritonadas y graves
de bajo se mezclaban con otras cascadas por los
años, que entonaban cánticos en honor de la
Santísima Virgen y del Sagrado Corazón de Jesús.
Los más atrevidos se lanzaban con sus «solos»,
como aquel mañico que a pleno pulmón cantaba su
consabida cuarteta alusiva a la Coronación
canónica de la Virgen del Pilar:
«Te han ponido una corona
De oro, plata y pedrería ;
Y nosotros te pondremos
Nuestros pechos algún día. »
Y lo hacía con tal afinamiento y con tanto
gusto, que D. Manuel se la mandaba repetir para
paladear más despacio las bellezas de la música
y los primores de su voz.
Terminaban aquellas inolvidables reuniones
con la rifa de algunos objetos, que D. Manuel
tenía siempre dispuestos para este fin. Antes se
les hacía esperar y adivinar, y después él mismo
procedía al sorteo de los regalos que entregaba
al que acertara un número o sacara una cifra
determinada de un recipiente, donde habían sido
previamente colocadas. AL hacer el reparto de
los premios añadía siempre una enseñanza
espiritual o una moraleja a propósito con el
regalo.
A una de estas rifas asistió en cierta
ocasión el Excmo. Sr. Don Salvador Castellote,
Arzobispo preconizado de Sevilla. D. Manuel
presentaba los objetos, que entonces fueron dos:
Una hermosa estampa de San Juan Nepomuceno y un
pequeño crucifijo, y el Sr. Arzobispo sacaba la
enseñanza moral de los objetos rifados.
Al entregar el primero de los dos premios al
agraciado, habló Su Excelencia del santo mártir
del sigilo de la confesión. Echaron suertes del
segundo y le tocó a un Operario muy voluminoso;
el cual, lleno de vergüenza tuvo que levantarse
a ir por el premio y besar el anillo del Sr.
Arzobispo entre las risas mal contenidas de sus
compañeros, que acaso nunca como entonces se
fijaran en su descomunal obesidad.
Postróse por fin a los pies de Su Excelencia
quien, al entregarle el crucifijo, hizo este
comentario: «El crucifijo tiene dos panes, una
ocupada por el Señor y otra vacía para
crucificar al agraciado». Y añadió aludiendo a
la parte vacía: «Por consiguiente, o hay que
aumentar el tamaño del crucifijo, o disminuir el
volumen del crucificado», riendo todos la feliz
ocurrencia del Sr. Arzobispo.
CON CARA DE PASCUAS
Tan entregado estaba en los brazos de la
divina Providencia que, con igual satisfacción
recibía las noticias prósperas que las adversas.
Había sido confiado a la Hermandad el año
anterior el Seminario de Chilapa, en la
República Mejicana, y se hallaba D. Manuel
preparando una segunda expedición de Operarios
que se hicieran cargo del magnífico Templo
Nacional de San Felipe de Jesús, situado en la
más importante calle de la capital de la
República.
Embarcaron éstos el 27 de Octubre del año
1899 y, después de una feliz travesía y arribo a
la costa mejicana, al mes exacto de su partida,
llegaron a Méjico. En la estación les esperaban
dos hermanos de patria y de ideal, quienes,
después de los consiguientes abrazos, de las
preguntas de rigor y de un aluvión de noticias
que les dieron en un momento, para ambientarles
un poco, les dijeron lo siguiente: «También nos
ha ofrecido el Seminario de la capital y estamos
esperando la contestación de D. Manuel al
cablegrama que le hemos puesto».
«¡Estupendo!», comentaron alegremente unos y
otros; apero D. Manuel tardará en contestar,
añadieron los recién llegados, pues por estas
fechas no debe estar en Tortosa, sino en Roma.»
En realidad era una buena ocasión para la
Hermandad. pues se trataba del Seminario Mayor
en la ciudad de Méjico, que gozaba entre todos
los de la República del mayor prestigio en el
orden intelectual. Esto, que para la Hermandad
era no pequeña ventaja, ocasionaba también un no
pequeño gravamen, porque habría de enviar allí
bastantes Operarios para tenerlo debidamente
atendido.
Los de América insistían y volvían a insistir
en las conveniencias de la pronta aceptación y a
la petición de los de Chilapa unían la suya los
recién llegados a Méjico. Los cuales el 29 de
noviembre, es decir, dos días después de pisar
tierra mejicana, ponían también su
correspondiente cablegrama que terminaba con
estas palabras:
«Personal dispuesto.»
D. Manuel iba dando largas al asunto mientras
lo pensaba y estudiaba detenidamente, antes de
dar una respuesta definitiva. De cuando en
cuando alentaba sus esperanzas, enviándoles
frases como éstas: «Son ustedes unos valientes,
me admira su valor.»
Movido, más que por los ruegos de los suyos,
por el peso de su corazón que le impulsaba a
lanzarse a aquellos países tan necesitados de
clero, dio por fin su aceptación que fue
recibida por los de América con extraordinarias
muestras de regocijo. Preparados se hallaban
éstos para instalarse en el Seminario de la
capital mejicana, cuando supieron que la
Autoridad Eclesiástica, mal informada por
quienes estaban interesados en que los Operarios
no ocuparan aquel Seminario, acababa de
cerrarles sus puertas.
Aplanados por aquella noticia y
desconocedores entonces de aquella misteriosa
urdimbre, que en pocas horas había cambiado tan
radicalmente el parecer del Sr. Arzobispo, los
Operarios escribieron descorazonados a D. Manuel
dándole la triste nueva. Este, en cambio, no se
impresionó lo más mínimo al saber la noticia, al
contrario, recibióla «con tanto contento y
conformidad, como si le hubieran dicho que
habían tomado solemnemente posesión del
Seminario».
La maledicencia le cerró las puertas de aquel
Seminario, pero la fama bien ganada de sus hijos
le abría poco después las de los de Cuernavaca y
Puebla de los Ángeles, en la misma República
mejicana.
LA MONJA FLAUTISTA
No es extraño que D. Manuel, que trató en el
confesonario a tanta gente y dirigió
espiritualmente a tantas almas, se topara de
cuando en cuando con alguna atacada de
escrúpulos: Como perito director de conciencias,
se daba buena maña para irlas curando poco a
poco de tan terrible enfermedad.
Una de éstas, religiosa de clausura, contaba
en una visita los apuros de su espíritu hasta
que D. Manuel halló para ella un remedio tan
eficaz como pueril.
«Entré en religión hace mucho tiempo. Todo
iba a pedir de boca hasta que el diablo hizo una
de las suyas. ¡Me entraron unos atroces
escrúpulos!... Que si tenía o dejaba de tener
vocación...; que si allí no hacía falta... ; que
si el confesor y la Madre no me atendían ni me
entendían...; si me disipaba...; si el rezo...;
si... Aquello era un verdadero purgatorio.
Varias veces escribí a D. Manuel. quien
pacientemente contestaba mis cartas mandándome
que obedeciera y que me alimentara. Pero... ¡que
si quieres! Los escrúpulos iban en aumento,
menudeaban mis cartas... y tardaban más las
contestaciones. Llegó el día de Navidad y Mosén
Sol, ,que nos quería entrañablemente, nos mandó
un cajoncito con turrón, pastas, medallitas,
estampas y una flautita y un tamborcito de los
que venden en las ferias para delicia de los
chiquitines y tormento de los mayores.
Con la cajita vino una carta y en ella este
saladísimo párrafo:
«Para Sor Providencia (así me llamaban) este
pito y este tambor. Si el diablo la molesta con
lo que ella sabe, que salga al jardín y ahuyente
al enemigo con música.»
El día que recibimos la carta era el mismo
día de Inocentes.»
Y como el visitante preguntara a la monja con
un poco de guasa: «Y ¿qué, Sor, tocó usted mucho
la flauta?», respondió ella:
«No hubo necesidad; se me curó la enfermedad
de los escrúpulos como por ensalmo. No me quedó
más que un resquemorcillo cada vez que alguien
me preguntaba:
«¿Qué, Sor, no toca vuestra Caridad el pito y
el tambor?»
¡Santo remedio!, y muy parecido al que dio
San Juan Bosco a un dirigido suyo, que se
quejaba de lo mismo:
«Mira, hijo, cuando lo asalten esas dudas y
esas impertinentes manías..., lee «Bertoldo,
Bertoldino y Cacaseno» .
EL DIA DE INOCENTES
Relacionado con tantas religiosas, a muchas
de las cuales ayudó a dejar el siglo y a todas
aupó en su ascensión hacia la santidad, y
conocedor de la alegría un tanto burlona, aunque
ingenua, que reina en los conventos el día de
Inocentes, contribuía él también a aquella santa
algazara con lo que llamaba su «inocentada
epistolar».
Escribía en aquella ocasión camas
sabrosísimas a interesantes, saturadas de gracia
y humor, pero al mismo tiempo llenas de amiga»,
provechosas a instructivas, como la que dirigió
un día de Inocentes a las religiosas de San
Juan, y que dice así:
«A las reverendas Madres Carolinas, Rosas,
Dolores, Alcoverros, Piñols, Jardíns, y demás
presentes y futuras hijas benditas y demás
inocentes. Muy Reverendas en los Santos Juanes:
He recibido la comunicación oficial de vuestro
nombramiento de Inocentes; y, a decir verdad, si
yo hubiese sido nombrado Obispo en este día,
hubiera anulado tal elección por faltarle la
condición especial de inocencia, pues, a lo que
se ve, todas y cada una de ustedes reúnen más
picardías que las raposas de treinta años. La
única inocentada que han cometido es la de
dirigirse a mí, que soy tan candoroso, inocente
y bendito, y en esto han tenido fortuna.
Me piden ustedes ayuda y consejos. En cuanto
a lo primero, soy tan generoso, que desde hoy
pueden disponer de todas las deudas que tengo. Y
ya pueden estar contentas de que hoy por hoy no
sean más ,que ocho mil duros, que luego me
figuro serán más, y los réditos
correspondientes. Y para satisfacer estas deudas
que yo les cedo, las daré la bolsa de la
Providencia, y, además, mi crédito, que, como
tan lleno de deudas, ya pueden pensar que será
grande, pues, como suele decirse a lo moderno:
cuanto más se debe, más crédito hay. ¿Están
ustedes contentas? Pues convenido.
En cuanto a los consejos, como soy tan
candoroso a inexperto, apenas sabré decirles
algo. Pero ya que las veo a ustedes en el apuro,
del nuevo cargo, y que ustedes han de ir
formando a la futura comunidad, me atrevo a
sugerirles unos consejos que encontré en un
pergamino viejo.
En primer lugar, procuren que las que hayan
de admitir no se hagan muy monjas, esto es,
aferradas a lo de «siempre se ha hecho», y
aquello de «tijeretas han de ser».
Voy a contarles un ejemplo. Un Provincial de
Agustinos fue a visitar un convento, no sé si de
sanjuanistas, y al entrar en la iglesia oyó a
las monjas que rezaban el salmo « Quam dilecta
tabernacula tua», y que, en lugar de esto,
decían: «Candileta tabernacula tua... » El
Provincial les advirtió que no lo hacían bien y
que no se decía candileta... Volvió a los tres
años, y encontró que lo decían como el primer
día, y llamó a la Priora para reprenderla, y la
madre Priora contestó: « ¡Ay, Padre Provincial!
Candileta ha sido, candileta es y candileta
será; y no se ponga con monjas, que no saldrá».
Con que, no las críen candiletas y tijeretas,
sino dóciles a la voluntad de Dios.
También convendría que a las novicias que han
de recibir, sin perjuicio de que lo practiquen
ya las de hoy, no se las acostumbre a ser
confeseras; y la Madre Maestra debe enseñarles a
saberse confesar, y decir lo que deben decir, y
no decir lo inútil. Y voy a decirles otro
casito. Aunque ustedes, como mujeres sabidas, ya
quizás lo sabrán.
Un bienaventurado confesor de monjas, no
confesaba más que a una, y le tenía aburrido y
malhumorado. Un compañero suyo, que tenía más
gramática parda, lo comprendió y le dijo que,
cuando se marchase fuera se ofrecía él a
confesar a aquella monja, si ésta no tenía
inconveniente. Vino el caso ,que aquel confesor
debía marcharse unos días, y propuso a su
penitenta si quería confesarse con su compañero,
que era bellísimo sujeto, y la pobre monja
accedió. Llegó el día señalado, y la monja
comenzó su acostumbrada perorata, gastando en
ello una hora de reloj. Cuando había acabado, el
confesor empezó a bostezar, y le dijo: «Mire,
hermana, dispénseme, he pasado la noche con un
enfermo, y tenía sueño y me he dormido, y no he
oído lo que usted ha dicho. Habrá de repetirlo».
La monja accedió, bondadosa, y empezó otra vez
su arenga, y ya no le costó más que media hora
acabarla; y al terminar, el pobre confesor le
repitió: «Mire, hermana, habrá de dispensarme
otra vez: pines aun me he dormido». «¡Ay, pobre
Padre!, le dijo la otra. No se apure usted; ya
le diré la sustancia, y concluiré en seguida».
«¡Ay, hija mía! La sustancia, la sustancia, esto
es lo que estoy esperando hace hora y media, y
aún no ha venido. No me había dormido, no; pero
aguardaba la sustancia; y de aquí en adelante
cuidado que no me diga usted más que la
sustancia»
Conque, ustedes, reverendas Madres, no las
acostumbren a confesarse sin sustancia.
También debían cuidar de que no se volviesen
viejas, aunque entren en la edad de los años,
pues como decía una religiosa distinguida: «¡Si
las monjas muriésemos jóvenes, iríamos al cielo
derechitas; pero esto de hacernos viejas!...»
No vendría mal el precaver a las presentes y
futuras de aquello de «me toca» y «te toca» y
«la toca», que estas son «tocas» fatales. Y
sobre todo, les contaría un cuento aragonés, de
mucha sal y mucha jota; pero lo dejaremos para
otro año de inocencia. Y aquello de aquel pobre
vicario de monjas, que dijo: «Que si en los
tiempos de Job hubiese habido monjas, Job
hubiera perdido la paciencia...» y aquello que
sucedió al último Cardenal de Valencia; que
todas son cosas muy sabrosas y de buenos
consejos, etcétera, etc.
Pero ¡alto!, que esto no lo digo yo, sino que
lo encontré en aquel pergamino viejo, que tiene
ya lo menos cuarenta y siete años; y así, no
tengo yo la culpa. Y deben confesar que son
inocentadas, y no venga alguna a decir que esto
se dice por aquello de «a ti te lo digo Juan,
para que lo entiendas, Pedro». No, no: yo me
lavo las manos y «qui possit capere, capiat».
Conque basta de postres por esta vez, Cuando
tenga necesidad de más, ya veremos si queda en
aquel cajón del pergamino.
Pero no sea todo inocentadas. En cambio de
estos postres, y del principio, dos pagas muy
fáciles de pagar: 1.ª, han de alcanzar del Niño
Jesús que me mande, cuanto antes, doscientos mil
duros, que éstos y muchos más necesita la gloria
de Dios; y 2.ª, que entre Vuestras Reverencias y
yo hemos de salvar todas las almas del mundo,
sin dejar ni una: Vuestras Reverencias con sus
oraciones, penitencias... y sacrificios; y yo,
siendo un apóstol del Corazón de Jesús. ¿Lo
harán?...
El mayor de los inocentes
MANUEL DOMINGO Y SOL.»
SU AMOR A LOS POBRES
Entre todos los rasgos de su fisonomía
espiritual se destaca la caridad para con el
prójimo. La de dar era la pasión dominante de D.
Manuel. No sólo predicaba esta virtud: «habrá
ocasiones, decía, en que es preciso socorrer una
necesidad, y apenas se puede; pues...
remediarlas sin poder; hacer este imposible, en
la seguridad de que la Providencia acudirá, pero
muy visiblemente...», sino que la practicaba
encontrando en su ejercicio uno de sus mayores
consuelos.
Visitaba con demasiada frecuencia el Colegio
de San José, de Tortosa, un pobre en demanda de
limosna. Como D. Manuel tenía mandado que no se
despidiera con las manos vacías a nadie que
llamase a las puertas de aquella casa implorando
socorro, el administrador no se atrevía a
contravenir sus órdenes, pero no veía con buenos
ojos que aquel pobre, por su atrevimiento y
desvergüenza, saliese ventajosamente favorecido
sobre los otros, quienes, por tener un poco más
de miramiento, no iban sino alguna que otra vez
entre semana.
El buen mayordomo quiso regular un poco la
caridad de su Superior reglamentando las visitas
de aquel menesteroso. Pero antes de dar un paso
en firme quiso consultarlo con el mismo D.
Manuel. fue a su habitación y le pintó el caso
con el más negro colorido que pudo. Escuchóle
éste con toda serenidad y calma; por lo que el
previsor mayordomo creía que sus gestiones
habían de obtener éxito, y cuando esperaba la
confirmación de sus planes por parte de su
Superior, recibió de él la siguiente inesperada
respuesta, que le dejó completamente
desconcertado: «No hay remedio, hijo, debemos
practicar la caridad cuantas veces sea
conveniente, y, una vez convencido de la
necesidad, socorrerla, aunque para ello nos
veamos en el trance de vender hasta la camisa».
LA CASA DE LA PROVIDENCIA
Si Mosén Sol se hubiese contentado con ser
solamente un buen sacerdote, decía un señor muy
respetable, no habría en Tortosa ninguno de su
clase que pudiera darse mejor vida». Pero
prefirió emplear su dinero en obras de celo y de
caridad. Si se juntasen todos los donativos ,que
hizo, sumarían un capital respetable. Además de
las limosnas de ocasión que hacía y que eran
numerosísimas, tenía otras con, carácter de
periódicas. Se conservan todavía cuadernos en
los que apuntaba donativos de este género a toda
clase de personas: seminaristas, religiosas,
enfermos, viudas, y ordinariamente son elevadas
para aquellos tiempos: de 5 pesetas, 30 y hasta
de 50.
A otros les pasaba una especie de pensiones
fijas y a veces se daba el caso curioso de que,
a pesar de ser plenamente gratuitas y
voluntarias, si por haber estado ausente o por
inadvertencia no les pagaba en la fecha que
solía, se presentaban los interesados a D.
Manuel y hasta con exigencias, como si se
tratara de una obligación de justicia. El varón
de Dios se reía por lo cómico del caso y se
disponía a lo que él llamaba «saldar sus
deudas».
A veces, para evitar celos y envidias, hacía
sus donativos por terceras personas, a quienes
enviaba a remediar las necesidades de
determinadas familias, comprándoles cuanto
necesitaban: ropas, zapatos, medicinas. Eran
muchos los menesterosos a quienes pagaba el pan,
el alquiler de la casa, etc.
En ocasiones sus limosnas las hacía en forma
de préstamos, que después perdonaba en todo o en
parte.
Objeto particularísimo de su caridad eran las
Comunidades religiosas. El pobló de monjas los
conventos de su región, aparte de las
fundaciones nuevas que hizo; y son innumerables
las almas a quienes ayudó con su peculio
particular o buscó por otros medios la dote para
,que pudieran ingresar en Religión.
Su casa era indudablemente, como él decía, la
casa de la Providencia.
«Al salir cierto día de la comida, cuenta el
después Director General de la Hermandad, D.
Joaquín Jovaní, esperaban a la puerta de la
plazoleta del Colegio varios pobres para pedir
limosna. Me permití indicar que bien podrían
venir en otra ocasión, o no pasar de la puerta
de la calle; y D. Manuel me respondió con mucha
suavidad:
«¿No sabes que esta es la casa de la
Providencia?».
ESCABULLÍANSE POR LAS ESCALERAS
No deja de ser curioso el que las religiosas
de Santa Clara, sin él saberlo, recogían cuantas
monedas podían de las de cincuenta céntimos, de
plata, que entonces estaban en circulación, y
con ellas pagaban a D. Manuel sus servicios de
Capellán. Como conocían su excesiva longanimidad
y sabían que si no encontraba en su bolsillo
medias pesetas, las daría enteras, las buenas
monjitas velaban por la economía de su Padre,
evitándole, sin él darse cuenta, lo que
estimaban dispendios excesivos.
Tenía, en efecto, este flaco: el de dar. Los
pobres lo sabían y bien que lo explotaban. A
veces se llegaban hasta la puerta del Colegio y,
aprovechando un momento de descuido del portero,
escabullíanse escalera arriba hasta la misma
habitación de D. Manuel. Este les recibía
sonriente, y les preguntaba cómo les había sido
posible llegar hasta allí, sin haber sido
detenidos por algún criado o fámulo, y dándoles
su limosna, les despedía con buenos consejos.
Otros no se atrevían a acercarse al Colegio,
porque los criados más de una vez, al verles tan
pesados, les habían echado con cajas
destempladas; pero sabían muy bien a qué hora
solía salir de casa, y sobre todo cuándo volvía
de celebrar de la Purísima y entonces le
asaltaban, y «había que ver, dice un testigo,
cómo afluían de las bocacalles».
A todos les recibía con cariño y para todos
tenía el consuelo de unas palabras cariñosas y
el alivio de una buena limosna.
BOLSILLOS INAGOTABLES
«Mis bolsillos son inagotables», solía
exclamar complacidísimo, cuando, al encontrarse
con una persona, se llevaba a ellos las manos
para sacar alguna cosa con que obsequiarla.
Dentro de casa tenía un lugar destinado para
despensa, que se encargaba de tener bien
provisto la generosidad de sus amigos, y que él
se cuidaba de vaciar obsequiando a todos cuantos
iban a visitarle. Jamás marchaba nadie con las
manos vacías de casa de D. Manuel. Cuando se le
anunciaba una visita, lo primero en que pensaba
era en el objeto que había de regalar al
visitante. Y antes de despedirle, como colofón
de las muchas atenciones que le había
dispensado, repetía D, Manuel la consabida
muletilla: «¿Qué regalaré a esta almita?», y
dirigía sus pasos al almacén de cosas, y era un
encanto verle cómo iba de acá para allá buscando
un librito, un crucifijo, una estampa, un algo
que dar.
Y no sólo en casa; al salir de ella proveíase
bien de objetos que regalar, para poder salir
airoso en cualquier encuentro fortuito. Los
chicos de la calle ya lo sabían y no
desperdiciaban ocasión de hacérsele el
encontradizo. Para todos y siempre tenía D.
Manuel, junto con la palabra de aliento y el
encanto de una sonrisa, el gozo de un regalo.
POR LAS CALLES DE BURGOS
Acababa de salir de una enfermedad que le
sorprendió en Burgos, allá por el año 1902.
Durante el tiempo de convalecencia, solía salir,
al caer de la tarde, a dar un paseo por las
afueras de la ciudad. Antes de pasar el umbral
de la puerta, consultaba el estado de sus
bolsillos, y si no estaban a tono con su
generosidad, se daba media vuelta y hacía buena
provisión de dinero para sus pobres. Estos, que
sí están faltos de bienes de fortuna, no lo
están de olfato para calar la liberalidad de las
personas, una vez que probaron la de D. Manuel,
le esperaban todos los días a la puerta del
Colegio, hacia la hora del paseo.
Un día iba acompañado de varios Operarios y
algún sacerdote más; y un pobre, que por primera
vez se incorporó a la cuadrilla de los
habituales socorridos de D. Manuel, tomando la
delantera, se acercó a pedir limosna a uno de
los compañeros de Mosén Sol, hasta que otro de
los antiguos mendicantes le dijo con aire de
superioridad:
«¡No, hombre, no; a esos no! ¡Al del medio!»,
señalando con el dedo a D. Manuel.
LOS MAS NECESITADOS
Otra vez, y también en Burgos, regresaba D.
Manuel del Convento de las Esclavas al Colegio
de San José; y en la calle, a cierta distancia,
vio a una pobre mujer sentada junto a una verja
de hierro.
Fijóse D. Manuel ya antes de llegar a la
altura de ella y dijo al que le acompañaba: «Esa
mujer es pobre y hay que darla limosna».
El acompañante le respondió: «Creo que no, D,
Manuel, porque aunque parece pobre, no es
mendicante» .
Mas él, no haciendo caso de la respuesta, se
acercó a ella, y la alargó una limosna, que
recibió sumamente agradecida.
«¿Ves?, añadió, a esta clase de pobres es
preciso entenderlos, porque ellos no se atreven
a pedir. Suelen ser los más necesitados.
Vosotros no los conocéis todavía.»
POR TERCERA VEZ
A veces los pobres, sin miramiento alguno,
abusan de su caridad, pidiéndole repetidas
veces. El, no obstante, aunque se daba cuenta de
todo, les atendía con cariño y con generosidad.
Había en Burgos una pobre, ya bastante
ancianita, que era una de las que habitualmente
le esperaban a la salida del Colegio de San
José, cuando se disponía a dar su paseo
cotidiano.. Cierto día, no contenta con haber
recibido ya la primera limosna, se fijó por
dónde iba D. Manuel, y dando un rodeo por una de
las bocacalles, se le hizo de nuevo la
encontradiza. D. Manuel, al verla por segunda
vez, se sonrió y la dio de nuevo sin decirla
nada. Pero, habiéndola salido bien la segunda
tentativa, hizo la pobre una tercera, logrando
alcanzarle, ya de regreso, poco antes de que
entrara en el Colegio. D. Manuel la reconoció y
con la sonrisa en los labios, para no herirla, y
la limosna en las manos, la dijo donosamente:
«Pero, mujer, ¿cómo se las arregla para
correr tanto? Parece usted más vieja que yo, y a
todas partes llega antes...»
Recibió la limosna y se retiró un poco
apesadumbrada, y sin duda con el propósito de no
abusar más de la caridad de tan generoso
bienhechor.
EL CHOCOLATE DEL PADRE ESPIRITUAL
Un joven de humildísima posición solía.
confesarse con D. Manuel, atraído por el imán de
su santidad y la fama de sus virtudes y... no
sé, si en parte también, por el predicamento que
tenía de generoso y limosnero.
D. Manuel, que siempre se manifestó
desinteresado en el ejercicio de su ministerio
sacerdotal, en este caso salía hasta empeña. do.
Conocedor de la situación apurada de la familia
de su joven dirigido, no sólo cumplía con él el
oficio de maestro dándole sabios consejos, y el
de padre haciéndolo siempre con cariño, sino el
de bienhechor, pues terminaba siempre la
confesión con una buena propina.
Un día se acerca el joven al confesonario,
después de haber celebrado la miss el confesor.
D. Manuel se lleva instintivamente las manos a
los bolsillos y ¡cosa rara! los encuentra
vacíos.
-¡Mira chico, dispensa! Hoy no puedo darte
nada, porque me encuentro sin una perra. Lo he
dejado todo en casa.
-No se preocupe, D. Manuel, Esté usted
tranquilo.
No lo estaba el generoso confesor y pensando,
pensando, dio en seguida con una magnífica
solución.
-¡Oye, ven conmigo a la sacristía!
Entraron en ella los dos. Las religiosas
sacaron el desayuno para Mosén Sol, que
consistía en una taza de chocolate y una
rosquilla. D. Manuel la cogió, dio la mitad a su
penitente, y del mismo modo se repartieron el
chocolate entre los dos, con la protesta
consiguiente de las pobres monjitas, que le
decían a grandes gritos que esperara y harían
para el inesperado comensal otro des. ayuno.
D. Manuel no quiso esperar, porque no tenía
tiempo; pero sí le tuvo suficiente para dar un
ejemplo de verdadera caridad a aquellas
religiosas y una prueba de amor sincero a aquel
joven, el cual quedó más contento que si hubiera
recibido la acostumbrada propina, por haber
tenido la dicha de participar del chocolate de
su Padre Espiritual.
HUEVOS Y LONGANIZA
Si con todos se mostraba generoso, éralo
sobre todo con las religiosas, por estar
consagradas al Señor, y de una manera especial
con aquellas que se dedican a las obras de
beneficencia. Trabajó cuanto pudo y ayudó
económicamente a las Oblatas del Santísimo
Redentor, para que se establecieran en Tortosa,
y después fue Director Espiritual de la
Comunidad durante bastantes años.
Mucho saben estas buenas religiosas del
espíritu de obsequiosidad de D. Manuel. Siempre
.que se presentaban a pedir en su casa, las
recibía lleno de gozo y con frecuencia entablaba
con ellas el siguiente diálogo:
-¿De dónde vienen las monjitas?
-Pues, Padre, venimos de pedir por las calles
de Tortosa, del barrio del Jesús o de Roquetas.
-Bueno, bueno, ¿y dónde habéis comido?
-Ya hemos comido, Padre; no se preocupe.
-No lo creo, no lo creo; no me engañaréis.
Y llamando inmediatamente al fámulo, le
mandaba que bajase a la cocina y que el cocinero
les friese unas longanizas y un par de huevos
para cada una.
Cuando ya estaba todo preparado, después de
haberlas entretenido santamente con su amena
conversación, las invitaba a ir con él al
comedor y una vez que había bendecido la mesa.
como aun entonces ellas se excusasen, las decía:
«¡Hala, hala, lejos de melindres; comed y
callad». Y se marchaba para que comiesen con más
libertad.
EL CERDO DE LAS MONJAS
Fueron a felicitarle en otra ocasión el día
de su santo las mismas religiosas; y después de
convidarlas como él sabía hacerlo, las dijo:
-Os voy a regalar un cerdo grande, pero le
voy a matar en casa, no sea que la Superiora
tenga necesidad de dinero y lo venda.
No fue un cerdo el regalo de su santo de
aquel año, porque supo después que habían matado
ya tres, pero en cambio las obsequió con una
buena cantidad de judías y arroz, además de un
saco de harina, que agradecieron de veras las
pobres asiladas.
BIENVENIDAS SEAN
En el año 1873 las Hermanitas de los Pobres
paseaban las canes de Tortosa yendo de puerta en
puerta y pidiendo limosna para sus queridos
asilados. Aun no habían fundado ninguna casa en
aquella ciudad.
D. Manuel, que se hallaba todavía en la
primavera de su sacerdocio, salió de su
domicilio para cumplir un deber de su sagrado
ministerio. Cuando vio de lejos a aquellas almas
caritativas, que tan generosamente se entregaban
al amor de Dios por medio de una vida heroica de
asistencia maternal a los pobres, sintió un
chispazo de alegría y le dio un vuelco el
corazón.
Llegado que hubo donde ellas se encontraban,
se paró y dirigiéndolas la palabra con aquella
cortesía y delicada amabilidad que robaba los
corazones, las dijo: «¡Bienvenidas sean! ¿Vienen
a fun. dar a Tortosa?»
Y habiendo recibido una respuesta negativa,
continuó: «¡Bueno! Ya tendrán la bondad de
pasarse por mi casa esta misma tarde!» Y
entregándolas su dirección, las despidió con una
ligera sonrisa.
Pasmadas quedaron las buenas religiosas al
ver la finura de trato y la santidad que
respiraba aquel joven sacerdote, a quien hasta
entonces no habían tenido el gusto de conocer.
Pero esta admiración subió de punto cuando, a la
tarde, fueron a visitarle como le habían
prometido, y, después de darles una buena
propina para sus pobres, las hizo tomar
chocolate, y las habló con un fervor
indescriptible de la bondad de Dios y de las
excelencias de la vida religiosa.
Salieron de aquella casa haciéndose cruces de
la obsequiosidad de su dueño, convencidas además
de que habían tenido la dicha de hablar con un
santo.
EL RESULTADO DE LA LOTERÍA
Cada uno de los Superiores del Colegio de
Tortosa jugaba aquel año una peseta a la
lotería, que les había regalado un amigo, y
tuvieron la suerte de que fuera premiado el
número que llevaban. Les tocó la pedrea,
correspondiendo, por tanto, a cada peseta un
duro.
Comentaban jocosamente el caso, en medio de
la alegría general, en una de las sabrosas
reuniones de después de comer, y hacían las más
disparatadas cábalas respecto al destino que
habían de dar al importe del premio.
-¿Qué os parece que hagamos de las cinco
pesetas?, preguntaba D. Manuel.
Cada uno iba dando su opinión y manifestando
con ello sus gustos.
-Compremos una buena ración de caramelos y
tendremos para dar y para chupar durante largo
tiempo, decía uno.
-¡No!, repuso otro. Mejor será emplearlas en
unas docenas de pasteles, que en amigable charla
podremos pasar con la ayuda de una sabrosa
copilla, a invitaremos a D. Fulano y a D.
Zutano.
-Yo creo, añadió un tercero, que con estos
duretes debemos reforzar la providencia para
casos imprevistos.
Y así, uno en pos de otro, fueron todos
diciendo sus respectivos pareceres, resultando
distintos y confirmándose una vez más el adagio
latino «Quot capita, tot sententiae». Tantos
pareceres como individuos.
Intervino en último lugar D. Manuel diciendo:
-En vista de que no os ponéis de acuerdo, si
os parece, me entregáis a mí el dinero, y yo ya
sé qué hemos de hacer de ello.
Asintieron todos y fueron depositando cada
uno su duro en manos de D. Manuel; el cual
compró con ellos un saco de legumbres para las
pobres religiosas Oblatas, que andaban por
entonces muy necesitadas, quedando todos los
agraciados por la lotería satisfechos y
contentos con la solución tan acertada de D.
Manuel, y más aún las buenas religiosas que,
comentando después el caso, decían:
«Esto sí que es maravilloso, que nos toque la
lotería sin haber echado.»
LA PAGA DEL DENTISTA
No era la justicia su virtud característica,
sino la esplendidez. Nunca se contentaba con dar
a sus servidores la paga estipulada o los
honorarios pedidos. Tenía la pasión de dar, y
siempre añadía a lo estrictamente debido una
buena propina.
Fue repetidas veces por el Colegio de
Tortosa, para arreglarle la dentadura, un
dentista de la localidad. Terminada su labor, se
despidió afablemente de D. Manuel, el cual quiso
pagarle al momento sus servicios. Excusóse el
dentista alegando las razones que en semejantes
casos suelen aducirse entre amigos: «No tenga
usted prisa. No se preocupe, que ya le pasaré la
factura».
Pero D. Manuel, que era extremadamente
escrupuloso tratándose de cuentas y a quien la
conciencia no le permitía ir el menor tiempo
posible cargado con deudas, no quiso esperar en
su casa la visita de la factura; y así, al día
siguiente dio dinero a su amigo D. Salvador Rey,
para que, al pasar junto a ella, entrara en la
casa del odontólogo y «le pagara religiosamente
lo que pidiera, y un duro más».
Rehuía el dentista el exceso del jornal,
alegando que ya estaba bien pagado.
«¡No, no!; yo le doy a usted lo que él me ha
entregado, decía D. Salvador. Y fíjese el
disgusto que proporcionaría a Mosén Sol si
dijera que no lo ha querido usted aceptar.»
Recibiólo por fin el estomatólogo, por no
contrariar a D. Manuel, al que quería muy de
corazón; y mientras tendía la mano a su amigo en
plan de despedida, no cesaba de repetir, como
queriendo excusarse:
-Este D. Manuel es imponderable, siempre el
mismo, siempre el mismo.
EL SOBRE DE LAS QUINIENTAS PESETAS
Que apuros pasaba aquella buena familial Se
hallaba casualmente enredada en un lío tremendo,
del que no se podría ver libre sino adelantando
una buena cantidad de dinero. ¡Por lo menos, mil
pesetas! En casa no tenían ni cinco céntimos
disponibles, y el horizonte no se les presentaba
cargado de esperanzas.
En tan difícil situación acudieron a un
sacerdote amigo, el cual se puso desde luego
incondicionalmente a su disposición con cuanto
tenía, mas no era esto suficiente. Estrujando
mucho sus bolsillos pudo prestarles quinientas
pesetas. ¿Y la otra mitad?
Este sacerdote, a quien llamaban Mosén
Reverter, era a su vez muy amigo de D. Manuel y
además sabía por repetidas y propias
experiencias que el fundador de la Hermandad se
prestaba a sacar de estos y otros apuros
semejantes, siempre que estaba en su mano el
poder hacerlo.
Ni corto ni perezoso, le escribió una carta a
Tortosa, exponiéndole la triste situación en que
se hallaban aquellos sus conocidos y cómo él
había ,querido remediarla, pero que su cartera
no había podido llegar hasta donde su voluntad
llegaba y se había quedado precisamente a la
mitad del camino.
Contestó D. Manuel a vuelta de correo
diciéndole que con aquella misma fecha había
escrito también a la señora en cuestión.
rogándola que saliese al día siguiente a la
estación de Castellón de la Plana, donde
residía, pues él tenía que pasar por allí de
viaje hacia Valencia.
En efecto, aquella buena y atribulada señora
recibía una carta de D. Manuel, en la que decía
lo siguiente:
«Doña Dolores: Mañana, sábado, voy a Valencia
en el tren de mediodía. Quisiera saludar a usted
en la estación.
Es de usted afmo. capellán, Manuel Domingo y
Sol, Tortosa, viernes, 15.»
Antes de la hora de la llegada del tren
esperaba aquella mujer en la estación para ver
qué la quería D. Manuel.
Después de unas breves palabras de saludo a
través de la ventanilla, la entregó un sobre con
quinientas pesetas que era la cantidad que le
había indicado Mosén Reverter.
Pasados unos meses tuvo éste que hacer un
viaje a Tortosa. Se dirigió al Colegio para
saludar a D. Manuel y hacerle entrega de las
quinientas pesetas, que tan generosamente había
prestado,
-Tome lo suyo, le dijo, mientras le alargaba
cinco billetes de cien pesetas cada uno.
-¿Qué dinero es ese?
-Los dos mil reales que le pedí yo, para
sacar de apuros a D.ª Dolores.
Y D. Manuel, sonriéndose y mostrando con un
ligero meneo de cabeza su inquebrantable
decisión de no recibir aquella cantidad, repuso:
«¡Pero, hombre, qué goloso eres; lo quieres todo
para ti. Mira, vamos a hacer esta obra de
caridad entre los dos.» Y no hubo medio posible
de que aceptara los cuartos prestados.
¡QUIEN FUERA MONAGUILLO !
Jamás dejaba sin obsequiar a quienquiera que
entrase en su habitación. Incluso los fámulos
que, por razón de su oficio, habían de hacerlo
con mucha frecuencia, siempre que entraban o
salían recibían de él alguna cosa.
Uno de ellos dice que, cuando, después de
haber hecho algún servicio a D. Manuel, se
disponía a abandonar su habitación, éste
infaliblemente le detenía diciendo: «Oye,
espera; que no lo he dado nada. Siquiera una
peladilla...»
Los alumnos del Colegio se rifaban las misas
de D. Manuel. Todos querían ayudarle en el santo
sacrificio; por lo cual hubo de establecerse un
turno riguroso de acólitos. La semana que a cada
uno le tocaba, la pasaba felicísimamente,
disfrutando el placer inmenso de ver la devoción
con que D. Manuel celebraba la santa misa, y
además por la costumbre que éste tenía de
obsequiar a sus simpáticos monaguillos. Después
de dar gracias les subía a su habitación y allí
les endulzaba la vida con algún sabroso
«amarguillo».
;
LA CONFESIÓN DE UN CHAMARILERO
Su caridad se extendía no sólo a los pobres
mendicantes, sino que alcanzaba también a los
que, sin ser pobres de solemnidad, arrastraban
una vida mísera dedicados a la venta de algunas
chucherías. A éstos les tenía verdadera
compasión.
Iba una tarde por las canes de Roma, y se le
ocurrió entrar en la iglesia de San Claudio,
para adorar al Santísimo. Cerca de la puerta vio
a una viejecita que con su nieta al lado vendía
castañas asadas y manzanas. La niña se acercó a
ofrecerles su mercancía. El compañero de D.
Manuel, sin dejarla siquiera arrimar, la dijo:
«Déjanos en paz, que no queremos nada.» Y
entonces D. Manuel, movido a compasión y viendo
que ya la quedaban pocas, repuso: «¡Anda,
cómpraselo todo! ¡Pobrecitas!»
No podía soportar que se regateara nada en el
precio a estos pobres vendedores ambulantes.
Sobre todo los que apostaban su telonio a la
puerta de las iglesias, y mandaba que se les
diese por sus chucherías cuanto pedían.
Sabedor de ello y barruntando por este gesto
de D. Manuel la ardiente caridad de su corazón,
uno de aquellos chamarileros ambulantes de Roma
exclamaba: «¡Ah! ¡D. Manuel e molto buono, molto
buono!» «¡Ah! ¡D. Manuel es muy bueno, muy
bueno!»
LOS APUROS DE UN PAYES
Sufría enormemente cuando veía que no se
trataba a los humildes con el debido respeto.
«Todos somos hijos del mismo Padre, decía, y
redimidos por la misma sangre de Jesucristo».
Viajaba D. Manuel en dirección a Benicasim,
acompañado de otro Operario, el cual sacó para
los dos billete de segunda clase. Entraron en su
departamento y entre otras personas encontraron
un viajero que, por su traje, parecía de
condición muy humilde, obrero del campo.
El tren comenzó a rodar entre la hermosa
huerta levantina, lamiendo en su veloz camera la
orilla del Mediterráneo. Antes de llegar al
punto de destino, el revisor les exigió la
presentación de los billetes. Al hacer el buen
payés la del suyo y ver el empleado que éste
viajaba en un asiento de clase superior a la que
le correspondía, porque llevaba billete de
tercera, y atribuyendo a más fe lo que sin duda
era efecto de la ignorancia, se encolerizó y
propinó al pobre hombre una sarta de insultos:
«Usted es un gorrista, que viaja en sitio que
no le corresponde. ¿Cómo ha subido usted aquí?»
Y otras lindezas por el estilo...
Acoquinado ante aquel inesperado chaparrón de
improperios, el hombre quedó como petrificado;
sin saber qué responder, manifestando en su
mirada y en su semblante que se había llevado un
susto morrocotudo.
«¡Bueno, bueno; ha de pagar usted la
diferencia de precio!»
Echó el payés mano a la bolsa que llevaba
entre la faja, para pagar el exceso del billete,
y mientras sacaba el dinero de su no muy
atestada faltriquera, el revisor hacía
maliciosos y burlones guiños a otra persona que
viajaba en aquel departamento y que hirieron
profundamente el ya resentido corazón de D.
Manuel.
Entraba entonces el tren en Benicasim y vio
éste con honda alegría que aquel pobre payés,
humillado y corrido, se bajaba en la misma
estación que él.
Cuando hubieron puesto el pie en tierra le
llamó aparte, y llevándole detrás de un árbol
corpulento, para que nadie se enterara, le dijo
frases de aliento y de cariño, que harto las
necesitaba el infeliz, y le entregó la misma
cantidad que él había pagado por el exceso de su
billete. Con una palmadita en el hombro y
recomendándole que fuese siempre buen cristiano,
se despidió de él, sin darle tiempo para
reaccionar ante la fuerte impresión, que le
había producido la caridad extraordinaria de
aquel sacerdote desconocido.
LA OCASIÓN LA PINTAN CALVA
Pasaba D. Manuel por Plasencia, camino de
Orihuela. En la bella ciudad del Jerte le
visitaron unos conocidos que tenían un hijo
seminarista, por nombre Cayetano, el cual se
hallaba accidentalmente en el Colegio de San
José, de Orihuela.
Los padres del chico, entre otros encargos
que dieron a D. Manuel, le entregaron para su
hijo un magnífico embutido extremeño.
Prometióles D. Manuel con toda formalidad que
llegaría a su destino.
Pero en el camino tropezó con no se qué
compromiso de alguna monta, y no teniendo a mano
ningún otro obsequio digno de aquella ocasión,
dispuso buenamente del embutido placentino.
Llegó a Orihuela y, llamando a su querido
Cayetano, en seguida le puso al corriente de la
triste realidad. «Pero no lo apures, le dijo,
que ya te lo compensaré yo con otra cosa mejor.»
En efecto, pasaron los días y cuando ya el
chico no se acordaba de la pérdida de sus
chorizos, recibe un paquete con su dirección. Lo
abre en presencia de sus compañeros y con
admiración de todos vio que en él venía, bien
envuelto, un magnífico salchichón de Vich.
No tardo en darse cuenta de lo que se trataba
y de ver que D. Manuel había cumplido su promesa
de compensarle la pérdida del embutido con otra
cosa mejor.
LAS NÍSPOLAS DEL HUERTO
Todavía cursaba latín aquel seminarista. Una
tarde de paseo se había quedado sin salir de
casa para repasar los programas, pues era en
vísperas de los exámenes, aunque con el fin, más
que de eso, de jugar y triscar a sus anchas por
ala montaña», tentador esparcimiento para los
que habían pasado el curso recluidos en las
cuatro paredes del patio.
Se encontraba echando migajas a los peces del
jardín, cuando vio acercarse a D. Manuel
acompañado de otro colegial.
-¿Por qué no has salido de paseo?, le
preguntó.
-Me he quedado para repasar los programas.
-¡Y ya los debes de saber, pues veo los
libros cerrados... !
-¡Sí, señor!, dijo el pobre chico por
responder alguna cosa. -Pues si es así, ven con
nosotros.
Y pasando él delante, le siguió en compañía
del otro rapazuelo, a quien interrogó por lo
bajo: -¿A dónde vamos?
-¡No sé...!
Entraron con D. Manuel en el departamento
adjunto al jardín y se detuvieron junto a uno de
los nísperos. El fruto empezaba a madurar y
algunas níspolas estaban completamente
amarillas. D. Manuel fue indicando con su
inseparable paraguas las níspolas que se habían
de arrancar. El uno las cogía y mientras el otro
las
iba almacenando en su blusa, amenizando D.
Manuel la labor de ambos con graciosas palabras
y sabios consejos.
Cuando hubieron reunido docena y media
subieron a la habitación de D. Manuel. Dejaron
las níspolas encima de la mesa. AL verlas
exclamó D. Manuel:
-¡Qué buenas y lindas las hace San José!
Les dio unos papeles de lujo a hizo que en
ellos envolviesen las «golosinas» de su huerto.
Terminada esta faena, D. Manuel las cogió y
añadiendo otros objetos: hojas piadosas,
estampas, medallas, rosarios..., formaba
montoncitos que iba distribuyendo, mientras
decía:
-Este para D. Fulano, para la Sta. X, para
D.ª N...
Una vez que hubo concluido, añadió:
-¡Dios os lo pague, hijitos!
Los chicos hicieron entonces ademán de
retirarse; pero al notarlo D. Manuel, les detuvo
con una sonrisa, mientras de sus labios se
desprendían estas palabras:
-Pero, ¿es que no queréis la paga?
Los seminaristas no supieron qué contestar.
Por toda respuesta se contentaron con un
encogimiento de hombros.
-¡Qué chicos tan vergonzosos! La paga nunca
se rechaza, y cuando conviene... se exige! Y les
presentó una colección de estampas para que
escogieran la que más les gustara.
No se contentó con eso. Abrió después el
cajón de la mesa, invitándoles a tomar una yema,
mientras les acariciaba dulcemente con aquellos
ojazos grandes, en los que se reflejaba la
bondad inmensa de su amoroso corazón. Le besaron
la mano, y les despidió diciendo:
-¡Adiós, chiquitos!
En cuanto se hallaron en el corredor dieron
pasaporte a la yema y guardaron la estampa, sin
que se les ocurriera ni aun comentar lo
ocurrido. Niños entonces, nada de particular
adivinaron en el fondo de la acción que habían
presenciado.
Sin embargo, las personas a quienes él
dirigía sus regalitos estimábanlos como si
fueran de verdadero valor; porque, más que en el
objeto, de suyo insignificante, se fijaban en el
cariño que con ello les mostraba D. Manuel, y el
aprecio de éste lo estimaban como un verdadero
tesoro.
SOLICITUD MATERNAL
No sólo de santidad, sino también de
generosidad y desprendimiento iba dejando D.
Manuel una estela por donde pasaba. Su íntimo
amigo, el Dr. Corominas, dice de él que «su
obsequiosidad era incorregible».
En cierta ocasión tenía que emprender un
viaje y había de pasar por Vinaroz, de donde era
una seminarista de segundo de latín de los que
estaban internos en el Colegio y que, por
cierto, se hallaba entonces enfermo de viruelas.
La enfermedad apenas se había iniciado y
parecía que no había de presentar caracteres
alarmantes, por lo que los Superiores del
Colegio no habían avisado a la familia del
enfermo,
Súpolo D. Manuel y quiso darle un alegrón al
pobre chico, mandándole a su casa, para que allí
tuviese el consuelo y los mimos de la madre, que
entonces tanto necesitaba.
Sacó billete para los dos y juntos fueron a
la estación. Le cuidó durante el viaje con
solicitud verdaderamente maternal y, al llegar
al pueblo, como él tenía que continuar en el
tren, buscó una persona de toda confianza que le
llevara a su casa.
UN DIA DE CONFESIONES
Un día de confesiones en el Colegio de
Tortosa. Estaba la capilla poblada de
seminaristas, D. Manuel, desde el confesonario,
oía que un chico frecuentemente tosía.
Cuando se acercó a D. Manuel para confesarse,
éste le preguntó:
-Eres tú el que tosía, ¿verdad?
-Sí, D. Manuel.
-Bueno, después, cuando hayamos terminado, te
pasas por mi cuarto.
Acabadas las confesiones, el muchacho llamaba
en la habitación de D. Manuel; el cual, después
de hacerle un minucioso interrogatorio, le dijo
que se abrigara bien, que se lo dijera al
enfermero y que procurara sudar aquella noche.
Mas no se aquietó con esto la preocupación de
D, Manuel. Después de acostados los alumnos, y
por si el enfermero no lo había hecho, le llevó
él mismo un vaso de leche bien caliente a la
cama, repitiendo este gesto de amor paternal
durante todo el tiempo que el chico estuvo
enfermo en el Colegio.
Obligado a marcharse a casa por la
enfermedad, le mandó al despedirle que le
escribiese con frecuencia, para estar al
corriente del curso de la misma.
COMO MADRE CARIÑOSA
Cuando iba a Barcelona hospedábase en una
fonda de la calle La Canuda, llamada «Casa
Manso». Sus dueños le trataban como si fuera de
la familia, y él estaba allí como en su propia
casa. Cuando D. Manuel llamaba a aquella puerta,
un estremecimiento de gozo se apoderaba de todos
sus moradores, desde los dueños hasta el último
de los sirvientes, pasando por los hijos del
fondista. Tal era el prestigio de D. Manuel y la
fama de santidad de que gozaba entre aquella
buena gente.
Por lo menos una vez cada año se dirigía a
Barcelona, para acompañar desde allí hasta Roma
a los nuevos contingentes de seminaristas
reclutados en diversos seminarios de España que
se encaminaban a la ciudad de los Papas, para
engrosar las filas del Colegio Español. A veces
no podía acompañarles hasta Italia, habiendo de
contentarse con despedirles en la estación o en
el puerto de la Ciudad Condal.
Concentrábales a todos en «Casa Manso» y era
de ver el cuidado y solicitud con que atendía a
todas las necesidades de sus encomendados,
descendiendo hasta detalles harto significativos
sobre el cuidado de los equipajes, preparación
de la merienda de los seminaristas, sin
olvidarse jamás de darles los avisos oportunos
sobre las precauciones que habían de tener en el
viaje.
Entretenido en estas santas ocupaciones se
hallaba un día, cuando supo que uno de los que
se hospedaban en aquella fonda, viajante de
telas, se había acostado por hallarse algo
indispuesto.
Nadie dio importancia a aquella
indisposición, creyéndola todos pasajera. D.
Manuel, en cambio, aun en medio de aquel
aturdimiento y ajetreo de cocas en que estaba
metido, no pudo arrojar de su mente el
pensamiento de aquel hombre que había enfermado
lejos de su casa y del calor de la familia.
Llevado de aquel corazón tan compasivo que el
Señor le había dado, cuando ya la casa estaba en
silencio y todos se habían acostado, se dirigió
a la habitación del enfermo, y después de
saludarle cordialmente, le preguntó cómo se
hallaba.
Hacía ya un buen rato que D. Manuel llevaba
distrayendo con su conversación fácil y amena a
aquel pobre viajante, cuando éste se creyó en la
obligación de decir a aquel sacerdote, tan
simpático como edificante, Que se retirara a
descansar.
No lo consintió D, Manuel, antes le manifestó
claramente su propósito decidido de no hacerlo
en toda la noche, para asistirle a él
debidamente, ya que no podía tener las
atenciones de la esposa o de los hijos por
hallarse lejos de su hogar.
Hubo un forcejeo entre uno y otro,
insistiendo el viajante en que se acostara y D.
Manuel en no hacerlo; triunfando por fin la
caridad del sacerdote, que pasó la noche entera
a la cabecera del enfermo, mimándole cuanto pudo
y atendiéndole en todas sus necesidades como la
más cariñosa de las madres.
Gracias a Dios, la indisposición se le pasó
pronto; y aquel buen hombre, acostumbrado a
tratar tanta clase de personas, se hacía lenguas
entre todos los de la casa de la santidad
exquisita y de la delicadeza con que le había
regalado aquel sacerdote para él desconocido.
UNA NOCHE DE TORMENTA
Frecuentemente se registran en Tortosa,
durante el invierno y primavera fuertes
vendavales que, siguiendo el curso del Ebro,
soplan desde las montañas hacia el mar. Durante
todo aquel día se había dejado sentir un
vientecillo en esa dirección, que, amainando un
poco al caer de la tarde, se había recrudecido
notablemente entrada ya la noche. Fuertes
ráfagas de aire, resbalando por «la montañeta»,
rebotaban en las vetustas murallas, para
deshacerse en caprichosos remolinos en la plaza
del Rastro.
En medio del silencio de la noche el viento
zumbaba amenazador, desafiando a la sólida
construcción del Colegio. De cuando en cuando el
aire deslizábase por entre las rendijas de las
ventanas y azotaba bruscamente alguna de las
puertas, que siempre suelen quedar mal cerradas
en los edificios donde hay tantas,
estremeciéndose violentamente a sus golpes toda
la casa.
Mediada la noche, el vendaval se resolvió en
fuerte aguacero y una terrible tormenta
amenazaba desencadenarse sobre la huerta
tortosina. Los truenos aturdían el espacio,
agrandados por el eco de las montañas, y los
relámpagos rasgaban las nubes, alumbrando con su
luz zigzagueante la tenebrosidad de aquella
noche oscura.
Todos dormían tranquilamente en el Colegio o,
cuando menos, se disponían a presenciar
cómodamente el desenlace de aquella tormenta
amenazadora con el gusto con que se ve llover
desde la cama, o nevar cuando el espectador está
al abrigo de unos cristales y arropado con la
agradable temperatura de una calefacción
confortable.
D. Manuel, en cambio, no podía sosegar. Algo
apartado de él dormía uno de los Prefectos del
Colegio, D. Francisco Bartomeu, cuya habitación
daba a un paredón que se hallaba en malas
condiciones y amenazando ruina. El miedo de que
aquella pared se desplomara y pudiera sepultar.
entre sus escombros al joven Operario le traía
desasosegado. Y, cuando el vendaval se convirtió
en lluvia, temiendo que el paredón se
reblandeciera por la humedad y se viniera abajo,
no pudiendo contenerse por más tiempo, se
levantó y se dirigió a la habitación del
Prefecto por ver si le había pasado algo.
Arrullado, mas bien que alarmado, por el
fragor de la tormenta, dormía éste a pierna
suelta lo mejor del sueño de aquella noche y
sólo despertó ante la insistencia de los golpes
que D. Manuel daba en la puerta.
¡Tan! ¡Tan!... ¡Francisco...!
-¿Quién?
-¿No lo ha pasado nada?
-¡Nada, D. Manuel!
-¡Ay, hijo, qué susto; creí que por efecto de
la lluvia la pared de enfrente se había caído
encima de ti!
-¡Pues no he sentido nada!
-Bien; si hubiese alguna cosa me avisas en
seguida.
-Descuide, D. Manuel, que no pasará nada.
Y gozoso de verle sano y confiado, se retiró
D. Manuel a su habitación, pero no pudo
conciliar el sueño hasta que la tormenta hubo
completamente desaparecido.
SU MUCETA DE DOCTOR
Por mayo de 1906 se estaban celebrando
oposiciones a la canonjía magistral de la
Catedral de Tortosa. Entre los opositores se
hallaba el después Canónigo de Valencia, Don
Gaspar Archent, que se hospedaba en el Colegio
de San José.
«Se me preparó la habitación, dice el
interesado, en el segundo piso, en el mismo
andén en que D. Manuel vivía, ;quedando
instalado así enfrente de su celda; pues, como
me dijo repetidas veces, quería tenerme cerca.
Casi todos los días me hacía subir y estar
con él y demás Superiores en los breves minutos
de recreación que suelen tener, a
invariablemente a las cinco había de tomar
chocolate con él en la sala de la biblioteca.
Los cuidados de una madre tierna para con su
hijo enfermo no igualarían sin duda a los que él
me prodigaba, estando yo sano y robusto.. A este
«piscolabis» de la tarde concurrían de ordinario
todos los Superiores. Era la hora del recreo.
¡Qué ratos tan agradables se pasaban en aquella
biblioteca!... Sólo falté a este acto una tarde.
por haberla dedicado a visitar el magnífico
observatorio del Ebro. Cuando regresamos era de
noche... y me estaba esperando. «¿Qué has hecho
hoy, hijo mío?», me dijo, «¿Te has perdido?
¡Todo el día sin verte!»... ¡Qué bueno era D.
Manuel!
Pero cuando redoblaba sus atenciones y
cuidados era en la víspera de los días en que
tenía que actuar en la Catedral. Se desvivía
porque nada me faltara. El buscaba a los
colegiales o fámulos para que me trajeran
libros, llevasen recados, me subieran una taza
de caldo. A media mañana, él mismo colocaba
sobre mi mesa. vino, pastas y otros utensilios
todavía más sustanciosos para que me alimentase
bien en día de tanto trabajo. Todo lo tenía
previsto; y aun así, no pasaba una hora sin que
asomara por la puerta entreabierta su faz
venerable, preguntándome con voz suave y
cariñosa: «Necesitas algo?», y se alejaba de
puntillas, sin hacer ruido para no distraerme..
.
Se había dispuesto que los opositores
predicasen la homilía con muceta de doctor, y en
cuanto lo supo D. Manuel, me llamó para decirme:
«No busques muceta. Te pondrás la mía». Y allí
fue el Rvdo. Estruel, revolviendo armarios y
cajones para buscarla, pues estaba muy
escondida. AL fin apareció; y, si mal no
recuerdo, estaba nueva, pues la había usado muy
poco. Creo ;que D. Manuel ni la miró siquiera.
¿Qué significaba aquello para él? Yo sí me la
puse con satisfacción, y prediqué con ella la
homilía; y hoy me siento orgulloso. ¡Quiera Dios
inflamar mi corazón con aquellos ardores en que
se abrasaba el que otras veces había latido
debajo de aquella muceta!...»
LIMPIÁNDOLE LOS ZAPATOS
Su caridad ilimitada para con los pobres
corría parejas con un amor extraordinario a la
santa pobreza. Esta virtud fue la que le hizo
renunciar a una vida fácil y cómoda, encerrarse
en la habitación humilde de un pobre colegio,
donde todo respiraba sencillez.
Refiriéndose a la vida que él llevaba, el Sr.
Obispo de Segovia, D. Julián Miranda y Bistuer,
preguntaba a unos sacerdotes tortosinos si «D.
Manuel continuaba viviendo tan more apostólico».
Excesivamente preocupado por que a los demás
no les faltara nada, era riguroso consigo mismo
en todo lo referente a ropa, régimen de
alimentación, utensilios y ajuar personal.
Costaba un triunfo hacerle estrenar una prenda
de vestir, y cuando se le argüía que ya estaba
en mal estado la que tenía puesta, respondía
invariablemente: «Esto, remendándolo, aun lo
puedo llevar».
Cuando murió no tenía más que un par de
zapatos usados, que tuvieron que limpiarle los
colegiales antes de que le colocaran en el
ataúd.
A PRECIOS ABUSIVOS
En su trato personal evitaba todo gasto
extraordinario, como lo demuestra el caso
siguiente:
Se hallaba en Roma, con motivo de la
fundación del Colegio Español, y salió un día a
la calle para tramitar ciertos asuntos. Llevaba
andando largo trecho a pie, por no gastar
injustificadamente el dinero, a pesar de que su
acompañante, en atención a él, había intentado
repetidas veces alquilar un coche.
Excesivamente cansado, y queriendo visitar
todavía la iglesia de San Lorenzo, no tuvo más
remedio que llamar a un cochero. Al pagarle
pidió éste doble o triple de lo que le
correspondía según la tarifa de precios.
D. Manuel, que no podía ver que nadie en su
presencia regateara, ni él lo hizo en aquella
ocasión, ni permitió al que le acompañaba que lo
hiciera.
Pagó religiosamente lo que se le había
pedido, pero dándose cuenta de que era un precio
abusivo, dijo a su compañero, a quien no había
hecho mucha gracia tanta liberalidad y
protestaba por ello:
-¡No lo apures, hombre! Volveremos a pie y
ahorraremos lo que hemos pagado de más.
Y a pie volvieron, llegando rendidos al
Colegio, «porque la pobreza no permitía el lujo
de pagar el coche tres veces» .
LA VOCACIÓN DEL CARTUJO
La escena tuvo lugar en agosto del año 1897.
Se hallaban los Operarios practicando Ejercicios
Espirituales en el Colegio de San José, de
Valencia.
Ambiente de oración y recogimiento el que se
respiraba en aquella santa casa. A la luz de las
verdades eternas y al ejemplo de la vida
admirable de Nuestro Señor Jesucristo, aquellos
sacerdotes templaban su alma en el yunque del
sacrificio, para los pruebas del nuevo curso,
que pronto iba a empezar.
Con ellos estaba su director, Rvdmo. D.
Manuel Domingo y Sol. Como un general moviliza
imaginariamente su ejército sobre unos pianos en
la mesa de estudio, como un ajedrecista mueve
sus piezas en el tablero del ajedrez, así D.
Manuel dedicaba aquellos días de descanso a
hacer combinaciones posibles entre sus hombres a
fin de acoplarlos convenientemente según las
exigencias de cada casa.
¡Cuántos sinsabores en esta distribución del
personal! ¡Cuántas eran las necesidades y qué
escasa la gente disponible para atenderlas!
Por si esto fuera poco, de continuo llovían
sobre él nuevas peticiones, para que se hiciera
cargo de otros seminarios, y se le abrían nuevos
campos de apostolado aquende y allende los
mares, y no pocos obispos de América le
convidaban a trabajar en sus diócesis
respectivas; y el corazón generoso de D. Manuel
quería lanzarse a todas estas empresas, pero la
escasez asfixiante de personal se lo impedía.
En el silencio recoleto de aquellos
Ejercicios Espirituales ¡cómo martilleaban
cruelmente sus oídos con su tristísima
actualidad las palabras del Evangelio: «La mies
es mucha, pero los operarios pocos...»!
Mas no todo se le iba en planes y
combinaciones. Dedicaba también parte del día a
recibir las consultas de sus hijos y a llamarles
él mismo para darles sabios consejos y
dirigirles palabras de aliento y orientación.
-¡Oye, muchacho!, dijo a uno de los fámulos
del Colegio, llama a D. Fulano y dile que venga
a mi habitación.
Joven aún el Operario en cuestión, llevaba
todavía poco tiempo en la Hermandad y daba
esperanzas fundadas de ,que había de ser un
miembro digno de ella. Recibido el aviso, se
dirigió con celeridad y lleno de emoción al
lugar donde se hallaba D. Manuel.
-¡Ave María Purísima!, pronunciaron
maquinalmente sus labios, mientras con los
nudillos de la mano golpeaba levemente la puerta
de la habitación.
-¡Sin pecado concebida, y adelante!, contestó
desde dentro D. Manuel, mientras al abrirse
pausadamente la puerta, le envolvía en una
ligera sonrisa.
¡Siéntate!, que vamos a hablar un poco.
El pobre Operario, que llevaba un mundo de
problemas bullendo en su alma, echóse a temblar,
no de miedo, pero sí de preocupación.
Hacía algún tiempo que le perseguía la idea
de hacerse cartujo, y aunque procuraba
rechazarla, le asaltaba por todas partes hasta
convertirse en una verdadera obsesión. En la
capilla, en la celda, en el rezo, en todas
partes le asediaba. Además lo había estudiado
detenidamente y le habían dicho que era
verdadera vocación. Pero... ¡cómo dar esta
noticia a D. Manuel precisamente en aquel
momento, más que de apuro, de terrible agobio de
personal en que se hallaba!
Mas la pregunta de D. Manuel le puso la
respuesta en los labios.
-¿Qué? ¿Cómo andan esos ánimos? ¿Muchas ganas
de continuar trabajando en aquel Seminario?
Un momento de silencio que se le antojó un
siglo y, por fin, la confesión un poco paliada,
como si quisiera dar diluido a D. Manuel aquello
que él estimaba triste noticia.
-Mire, D. Manuel, no sé, pero creo que tengo
vocación de cartujo. Lo he estudiado
detenidamente, y me han dicho que sí, que es
cosa de Dios.
Levantó tímidamente sus ojos para ver el
efecto que sus palabras producían en su Superior
y quedó gratamente sorprendido al ver que no
sólo no se enfadaba, sino que su rostro se
iluminaba con el resplandor de la alegría,
mientras sus labios se abrían levemente para
pronunciar esta frase que retrata de cuerpo
entero toda la magnitud de su heroico
desprendimiento:
-¡Hombre! No lo sentiría; al contrario, lo
vería con muy buenos ojos, para que en el
claustro pidiera a Dios por nosotros.
Completamente esponjado salió aquel Operario
de la presencia de D. Manuel al escuchar
respuesta tan generosa, y aunque de momento no
pudo satisfacer sus deseos de ingresar en la
Cartuja por razones que no son del caso, contó
desde entonces con la aprobación y el aliento de
su Superior, realizándolo más tarde en el 1908;
y desde aquella fecha hasta el presente no ha
dejado ningún día de cumplir el encargo del
varón de Dios: de pedir desde el claustro por la
Hermandad.
¡PUES VETE A LA COMPAÑÍA !
¡Cuanto gozaba, cuando algún seminarista,
dotado de buenas prendas, de aquellos con
quienes él o sus hijos trabajaban, llamaba a las
puertas de la Hermandad para solicitar su
admisión en ella!
Pero si en lugar de ser su Obra, era un
Instituto religioso a donde Dios destinaba al
joven seminarista, D. Manuel no por eso se
incomodaba; al contrario, mostró siempre un
desprendimiento y una generosidad tal, que
únicamente pueden darse en almas que sólo y en
todo buscan la mayor gloria de Dios.
Andaba uno de sus queridos colegiales de
Tortosa angustiado con dudas sobre su vocación,
no sabiendo dónde inclinarse, si a la Hermandad
o a la Compañía de Jesús.
D. Manuel le amaba con ternura, no tanto por
su cualidades intelectuales, que no eran
escasas, como por la belleza de su alma, y veía
en él un futuro Operario que podría dar mucho
fruto, si se dedicaba a «la empresa de la máxima
gloria de Dios», No obstante, nunca le empujó en
este sentido, ni siquiera cuando el chico subía
a su habitación, para manifestarle el estado de
su alma y pedirle su orientación y consejo. D.
Manuel le hablaba con toda imparcialidad,
limitándose a exponerle las bellezas de una y
otra Institución.
Durante una de estas consultas, queriendo
proceder con el mayor desinterés posible, en un
arranque de generosidad, le preguntó a su
dirigido:
-¿Harás lo que lo mande?
-¡Sí, señor!
-¡Pues... vete a la Compañía!...
Descansando plenamente en la decisión de D.
Manuel, ingresó en la Compañía de Jesús, viendo
con honda satisfacción de su espíritu que, en
efecto, era aquel el sitio a que Dios le
destinaba.
ADMIRABLE DESPRENDIMIENTO
Ese es el título de un artículo que, a raíz
de la muerte de D. Manuel, publicó el insigne
escriturista P. José María Bover, S. I., y que
dice así:
«D. Manuel era fundador, y como tal,
naturalmente, deseaba vocaciones que secundasen
su Obra. Y no le faltaron. Dióle el Señor aquel
aspecto venerable y apacible, aquella mirada
comunicativa, penetrante, subyugadora, aquel
corazón grande y bondadosísimo, aquella entereza
blanda, actividad asombrosa, ánimo generoso y
emprendedor; en fin, aquella santidad tan sólida
como tierna; y con estas bellísimas prendas de
naturaleza y gracia se conquistó muchos
compañeros de sus apostólicas empresas.
Pero aconteció no pocas veces que algunos,
que estaban ya para asociarse a su Obra, los
llamaba Dios a la Religión. Doloroso había de
ser el sacrificio; mas el noble desinterés es el
sello de las almas grandes. D. Manuel, sin
quejas, sin repugnancias, sin dilaciones, daba a
Dios lo que Dios le demandaba. Y llegaba a tanto
su generoso desprendimiento, que él mismo tomaba
a su cuenta el dirigir, asegurar y llevar a
feliz término estas vocaciones religiosas. Saben
nuestros lectores .que no hablo de oídas. Si no
fuera indiscreto hablar de sí propio y revelar a
las miradas curiosas de los hombres los secretos
caminos por donde Dios se llega al alma y la
trae a Sí y la guía a la vida religiosa, podría
descubrir pormenores edificantes que pondrían de
manifiesto el heroico desinterés de D. Manuel.
Sólo diré que, debiéndole yo atenciones y
beneficios singularísimos, cuando ya parecía que
se los iba a pagar, consagrándome a su Obra,
entonces el Señor me llamó a la Compañía de
Jesús. ¿Qué hizo D. Manuel cuando le descubrí mi
pensamiento? Jamás puedo recordarlo sin profunda
emoción y gratitud. Desde que vio ser vocación
de Dios, no vaciló un instante en desprenderse
de mí: ni aun la más ligera reflexión me hizo,
no digo para disuadirme, pero ni siquiera para
poner a prueba mi vocación. Y lo que es más,
después de llevarme consigo a Loreto, él me
acompañó de Roma a España, él me presentó y
recomendó a los Superiores de la Compañía, y él,
en fin, me ayudó para conseguir el beneplácito
de mis padres.
«Dios se lo pague a quien a mí tanto bien me
hizo», puedo exclamar como el Beato Padre Ávila
en ocasión no muy distinta: Y desde entonces
hasta su muerte, jamás se olvidó de su prófugo:
al contrario, a medida que me veía, con los
años, más confirmado en mi santa vocación,
mayores muestras me daba de paternal amor y aun
cariño.
Para concluir, sólo añadiré que lo que hizo
conmigo y con otros muchos, no fueron hechos
aislados, sino fruto natural y espontáneo de su
elevado espíritu. Y este espíritu de generoso
desprendimiento lo ha dejado impreso y como
encauzado en sus Constituciones, y lo que vale
más, lo ha sabido infiltrar en sus hijos, dignos
continuadores de su Obra. ¡Hermoso ejemplo de
abnegación apostólica! Sólo con esa pureza y
rectitud de miras, seremos aptos para dilatar el
reino de Cristo, que es reino de cruz, paz y
caridad.»
NO DIGAS NADA
Rehuía por virtud todo lo que significaba
distinción.
Tenía en el Colegio un seminarista a sus
órdenes para los avisos y encargos de dentro de
casa. A pesar de ello y de servirle el chico con
la mejor voluntad del mundo, llegaba a tal
extremo su humildad que nunca tocó la campana,
para que el alumno acudiera a su habitación,
sino que, cuando necesitaba sus servicios, él
mismo se levantaba y, llamando en el cuarto del
colegial, le daba los recados.
No consentía que los criados le arreglaran la
habitación, sino que él mismo lo hacía todo,
incluso el tirar las aguas.
Hallábase una vez en Barcelona. de paso para
Burgos, y estaba aún en la convalecencia de su
primera enfermedad. El mismo, no obstante, se
ocupaba de la limpieza de la habitación hasta en
los menores detalles. Un buen día se dio cuenta
la dueña de la casa donde se hospedaba, y le
dijo. un poco avergonzada de no haberlo echado
de ver antes:
«D. Manuel, yo creí que la muchacha le
arreglaba la habitación. No puedo consentir que
lo haga usted. ¡Eso no puede ser!»
Y él la respondió: «¡Silencio! ¡Déjalo estar!
¡No digas nada!»
ESTE NO SOY YO
Fue en una de las visitas que hizo al Colegio
de San José, en la ciudad de Burgos. AL ir a
ocupar la habitación que le habían asignado,
tropezaron sus ojos con una ampliación de un
retrato suyo que, junto con otro del Papa,
adornaba la entrada de su cuarto. Aquello hirió
notablemente su humildad. Una sacudida de
contrariedad se registró en su rostro. Mas,
disimulan. do el disgusto que se había llevado,
se limitó a decir:
«¡Este no soy yo! Benjamín me engañó en Roma,
y está mal sacada. »
No dijo más.
Cuando todos se hubieron retirado a sus
habitaciones, descolgó el cuadro y, llamando
secretamente a un Operario, se le entregó con el
mandato expreso y terminante de que lo
escondiera en sitio donde nadie lo pudiera ver.
Amaneció el día siguiente y el cuadro había
desaparecido.
«Le pregunté, dice el Rector del Colegio.
Volví a insistir, y después de muchas súplicas,
al ver mi insistencia machacona; me lo hizo
entregar, pero con la promesa formal de que no
había de volver a ponerlo jamás en público.»
LOS SANTOS NO SE HACEN TAN A POCA
COSTA
Una religiosa de las que le atendían en sus
enfermedades, prendada de su santidad y de la
paciencia heroica que manifestaba en medio de
sus achaques y sufrimientos, tuvo un día la
debilidad de decide que era un Santo, a lo que
él contestó inmediatamente y un tanto molestado:
«Calla, hija, no disparates; que los santos
no se hacen tan a poca costa.»
EL SERMÓN DE SAN MANUEL
Celebrábase con extraordinario esplendor y
entusiasmo en todos los Colegios levantados por
D. Manuel la fiesta de San José, bajo cuyo
glorioso patrocinio les había colocado su
fundador.
Era un 19 de marzo en uno de dichos Colegios.
Las campanas habían anunciado a los cuatro
vientos la gran festividad, y los seminaristas
se preparaban para asistir a la misa solemne en
honor del Santo Patriarca. El sermón aquel año
estaba a cargo de un sacerdote recién ordenado y
altamente enamorado de D. Manuel y de su Obra.
El novel predicador comenzó hablando del
significado de aquella fiesta íntima, y pasó a
tocar el tema de la escasez tremenda de clero
que padecía España, y de la maravillosa solución
que el Señor se había dignado deparar a nuestra
Patria, inspirando la Obra del Fomento de
Vocaciones Sacerdotales a aquel sacerdote
tortosino, a quien todos los oyentes conocían.
Dedicó buena parte del sermón a ponderar las
cualidades y virtudes del fundador de la
Hermandad, particularmente su amor acendrado al
bendito Patriarca y su continuo afán de
infiltrarlo en los alumnos.
Escuchaba D. Manuel, sin ser visto, desde el
coro de la iglesia aquella desentonada soflama,
aguantando la lluvia de piropos que sobre él
caían; y, disimulando como si nada hubiera oído,
no hizo alusión ninguna durante todo el día a la
predicación de la mañana.
Mas poco después se encontraron en una de las
galerías del Colegio predicador y panegirizado,
y D. Manuel quiso reprender el atrevimiento y
ligereza de su entusiasta admirador; pero al
mismo tiempo queriendo hacer la reprensión con
la dulzura con que solía, le dijo mimosamente
para que no se molestara:
-Oye, ¿qué tal el sermón del otro día? Tú
crees que has predicado de San José, y el sermón
ha sido de San Manuel.
Y sin decir más, cambió de conversación no
tocando para nada en adelante aquel asunto, que
indudablemente le molestaba.
APRECIACIONES TONTAS
Sumamente delicado era D. Manuel en guardar a
todo el mundo las debidas consideraciones y en
no herir en lo más mínimo la susceptibilidad de
nadie, cuando tenía que tratar algún asunto
enojoso. Hasta en la intimidad de las cartas era
meticuloso en buscar la palabra que, expresando
lo que él quería con la mayor precisión,
posible, fuera al mismo tiempo la menos
punzante, cuando el deber le obligaba a
justificarse de las quejas infundadas, lanzadas
contra él o contra los Operarios. A veces
gastaba mucho tiempo en hallar la frase que le
llenara, borrando y volviendo a borrar en alguna
ocasión hasta diecisiete veces lo anteriormente
escrito.
Se hallaba en Valencia en el Colegio de San
José. Le anunciaron que una religiosa, muy
conocida suya, Madre Rosalía del Niño Jesús,
quería saludarle.
La recibió con su característica amabilidad;
y, como era una visita de mero cumplimiento y
sin objetos especiales a tratar, la
conversación, dando brincos sobre distintos
temas, vino a recaer en las varias obras de celo
que por entonces se llevaban a cabo en la ciudad
levantina y en las personas o Institutos que las
promovían.
D. Manuel fue exponiendo su parecer,
manifestando su opinión y preferencias, y
diciendo que algunos no le gustaban tanto por
creer, y dejó escapársele esta expresión, «que
carecían del fuego devorador del amor divino».
No debió darse cuenta de la trascendencia que
podían tener las palabras que salían de sus
labios, hasta que las visitantes hubieron
traspuesto el umbral del Colegio; pero después,
pensando en la posible desedificación de
aquellas sencillas religiosas a causa de su
imprudente locuacidad, empezó a sentir gran
remordimiento de espíritu, hasta el punto de que
se decidió a coger la pluma y escribir a la
Madre Rosalía una carta en la que pedía perdón
por el mal ejemplo que la había dado, y que
terminaba con estas palabras reveladoras de su
humildad:
«Yo, que soy un haragán y el que menos ha
trabajado en la viña del Señor, me he
entretenido en pasar el tiempo con apreciaciones
tontas. Ruegue por mí y no tome mal ejemplo;
.que ya me confesaré antes de celebrar la santa
misa.»
Las buenas religiosas, que no habían
encontrado malicia alguna en las palabras de D.
Manuel, quedaron altamente edificadas con la
humildad de aquella carta, en que resplandecía
la delicadeza de su espíritu.
SU TEMA FAVORITO
Tan clavado en el corazón llevaba el deseo de
ser santo; y estaba tan profundamente convencido
de la necesidad que tienen todos los sacerdotes
de serlo, que no sólo andaba continuamente
suspirando por alcanzar él la santidad, sino que
siempre que hablaba a los seminaristas tocaba
éste que él llamaba «su tema favorito» , con
insistencia verdaderamente machacona.
«Si queréis dar fruto, les decía, sed santos.
No basta con ser buenos. Os lo repetiré hasta la
saciedad. Fijémonos en que no tenemos otro
remedio que ser santos. El que no desea ser
santo, no llega a ser bueno. Si no os dicen
santos, no estéis tranquilos. Los años que os
faltan, los necesitáis. No esperéis a ser santos
el último año, que no lo seréis. Nada hay tan
desagradable como un sacerdote que no sea santo.
Más le valdría no haber llegado al sacerdocio.»
Y percatado de su responsabilidad enorme de
formador del clero, añadía frases tan tremendas
como éstas:
«No queremos que los sacerdotes formados en
los Colegios de San José den ninguna espina a la
Iglesia. Antes, que se desplome el edificio; que
Jesús envíe rayos y abrase todos nuestros
Colegios.»
PREPARANDO LA HORCHATA
Fue siempre de espíritu delicado, rayano a
veces en escrupuloso. Algo de escrúpulos. en
efecto, debió sufrir en los albores de su vida,
cuando su alma se consumía en ansias de
perfección, a juzgar por lo que él graciosamente
contaba a una religiosa atacada de esta misma
enfermedad:
«Yo también sufrí de escrúpulos cuando estaba
en el Seminario con Mosén Cinto Dolz. Teníamos
los dos, por confesor al P. Antonio Sena,
cartujo, y ambos entreteníamos tanto al pobre y
paciente Padre, que mientras el uno se confesaba
el otro le hacía la horchata...»
Esta delicadeza de espíritu la conservó
durante toda su vida. Solía confesarse con el
Operario D. Bernardo Curto, el cual todas las
noches salía del Colegio de San José en
dirección a una casa aneja al Templo de la
Reparación, en la que dormía para estar más al
cuidado de dicha iglesia.
Muchísimas noches, antes de salir D.
Bernardo, se acercaba hasta él humildemente D.
Manuel y le preguntaba:
-¿Qué haremos?, indicando si quería que se
confesara.
Y D. Bernardo, que conocía perfectamente la
delicadeza de su alma, le contestaba:
-¡Mañana, mañana!, quedando D. Manuel con su
respuesta completamente aquietado.
DÉJELO ESTAR
La escena tuvo lugar pocas fechas ante de
morir. Habíase reunido aquel día la Junta de la
Hermandad, para deliberar acerca de la admisión
de un individuo que había solicitado el ingreso
en la misma. D. Manuel, siempre tan exigente en
la selección de los Operarios, expuso su opinión
que era negativa, basándose en poderosas y
fuertes razones.
Terminó el día, y los Operarios se retiraron
a descansar. D. Manuel, que ya estaba enfermo,
no podía sosegar ni conciliar el sueño, pensando
si estaría él equivocado, si los otros tendrían
más razón; si las que él había apuntado serían
lo suficientemente fuertes para convencerles o
más bien se habrían aquietado por el terror de
disgustarle; si habría faltado a alguno dándole
mal ejemplo por lo que él creía insistencia y
terquedad.
No pudo contenerse, y llamó a D. Juan
Calatayud, que ya estaba acostado. Levantóse
éste al punto, y fue a ver qué le quería su
Superior. Expúsole D. Manuel el desasosiego de
su espíritu motivado por la escena de aquel día.
Le contestó D. Juan que no convenía que se
intranquilizara con aquellas o parecidas cosas,
pues le sería perjudicial para la salud... En
fin, que ellos resolverían...
-Así pues, ¿puedo estar tranquilo?
-Tranquilísimo, D. Manuel! -contestó D. Juan.
¡Déjelo estar!
Con esto volvió la paz a su alma, quedándose
en seguida profundamente dormido.
EL PESO DE LOS BENEFICIOS DE DIOS
Muchos, en efecto, había recibido del Señor.
En los últimos años de su vida, cuando aún
estaba en plena convalecencia de una de sus
enfermedades, hallábase D. Manuel en la
Biblioteca del Colegio de Tortosa sentado ante
la mesa de despacho.
Entró la Sierva de Jesús que le asistía a ver
si necesitaba algo, y le halló con las manos
cruzadas sobre la mesa, encima de ellas
reclinada la cabeza, el rostro sudoroso, con un
algo especial en toda su persona que indicaba
claramente que se hallaba orando, pero en una
oración que no parecía tener nada de regalos ni
consuelos, y sí mucho de abatimiento y
turbación.
La pobre hermana se alarmó al verle de
aquella manera, y, sin saber qué hacer, le
preguntó casi instintivamente
-D. Manuel, ¿qué le pasa?...
El no se dio cuenta de estas palabras y menos
de la presencia de la religiosa, y continuó en
la misma postura suspirando de cuando en cuando
y pronunciando frases entrecortadas.
Convencida de que estaba orando, la discreta
monjita creyó prudente no interrumpir aquel
coloquio entre un alma enamorada y su Dios, y se
retiró con el mayor sigilo posible para no
distraerle, pero antes de salir oyó que Baba un
gran suspiro, mientras decía:
-¡No, no me espantan mis pecados, sino el
peso de los beneficios de Dios !
LA IMPRESIÓN DE UNA PALABRA
De la abundancia del corazón habla la boca.
Por eso los santos, cuyo corazón hierve a
borbotones en amor divino, tienen continuamente
en sus labios el nombre de Dios.
D. Manuel no escapó a esta ley universal de
la expansión amorosa de las almas santas, antes
al contrario constituyó ésta una de las notas
más salientes de su vida espiritual. A cada paso
hablaba de Dios, oyéndosele exclamar con mucha
frecuencia: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Divino Jesús
Sacramentado!»
Solía repetir varias veces seguidas el nombre
de Jesús, saboreándolo como si encontrase en él
un dulzor especial, a indefectiblemente cuando
lo hacía, inclinaba ligeramente la cabeza en
señal de respeto.
Con este nombre bendito realizó no pocas
maravillas a hizo un gran bien a muchas almas.
Siendo aún casi niño el que después fue
Párroco de Amposta, Reverendo D. Francisco
Omedes, fue a confesarse una vez con D. Manuel.
Desde el primer momento le impresionó el cariño
y amabilidad con que le recibió, quedando
asimismo prendado de la dulzura que chorreaban
los consejos que le iba dando.
Pero sobre todo le oyó pronunciar una vez el
nombre de Jesús con tal afecto y tan intenso
cariño, que se le grabó profundamente en el alma
; de modo que, cuando él lo contaba a muchos
años ya distancia, lo recordaba perfectamente
como si aquel mismo día se lo hubiera oído, y
decía que aquel sólo recuerdo le estimulaba a
ser santo.
SUS PESADILLAS
Hasta en sueños repetía frecuentemente el
nombre dulcísimo de Jesús.
Dirigíase a Roma en compañía de D. Manuel el
Operario D. Sebastián Bover. Detuviéronse ambos
en Barcelona por razón de unos asuntos.
Hospedados como de costumbre en «Casa Manso» de
la calle «La Canuda», hubieron de dormir en dos
habitaciones contiguas. Con gran sorpresa suya
oyó D. Sebastián que D. Manuel de cuando en
cuando repetía el nombre de Jesús en voz alta y
esto durante toda la noche, que él pasó entera
sin dormir por la impresión profunda que le
hacían estas quejas amorosas de su amado
Superior.
«Durmiendo, dice D. José María Tormo, se le
oía exclamar con gran fervor: «Corazón de
Jesús», y soñaba con misiones y proyectos de
gloria de Dios. Tales eran sus pesadillas. Luego
las contaba.
«Y es curioso el que además daba distinta
entonación a sus palabras, según lo requería la
distinta naturaleza de sus afectos : de cariño,
adoración, súplica... ; y a veces semejaba una
queja.»
TOCANDO LOS CORAZONES
Ardía en su corazón tan vivamente el fuego
del amor divino, que a veces bastaba una sola de
sus palabras para tocar y conmover los
corazones.
Hablaba un día D. Manuel con cierta persona
que, si bien no era francamente mala, no se
distinguía tampoco por excesiva piedad.
En el decurso de la conversación preguntó D.
Manuel así amaba mucho a Jesús». Pero puso tal
viveza en sus ojos, tal expresión en su
semblante, tal timbre en su voz y tal emoción en
todo su ser, que aquella persona, tocada por la
gracia divina brotada al contacto de las
palabras del sacerdote, empezó a llorar
amargamente, convirtiéndose en un mar de
lágrimas entremezcladas de sollozos, de modo que
no pudo terminar la conversación.
D. Manuel dejó que durante unos momentos el
llanto empapara aquel espíritu hasta entonces
endurecido. Le calmó después lo mejor que pudo y
le aconsejó que no olvidara nunca aquellas
lágrimas, tan sincera como espontáneamente
brotadas al contacto de sus palabras.
Prometiólo muy de veras el pobre hombre, y el
tiempo se encargó de probar la sinceridad de su
promesa.
¡QUE CARA DE SANTO!
Alguien ha dicho que la santidad es un tesoro
que no se puede mantener oculto en el cofre del
corazón. La santidad se predica aun
involuntariamente; se transpira a través de las
palabras, de los consejos, de los modules y
hasta del mismo silencio.
D. Manuel por dondequiera que pasaba iba
dejando una estela de santidad, de cuyo perfume
quedaron prendadas no sólo las personas que
habitualmente le trataban, sino hasta las que
casualmente se tropezaban con él.
Yendo una vez por Andalucía en uno de sus
frecuentes viajes, acompañado de otro sacerdote,
acertaron a caer en un departamento del tren en
que viajaba una señora con su hija, ya
mayorcita. Entablóse entre los viajeros animada
conversación, que D. Manuel encauzó por
derroteros espirituales.
Algo extraordinario debieron de hallar en
aquel sacerdote desconocido, pues en los
intervalos de silencio y aprovechando las
ocasiones en que D. Manuel no podía darse
cuenta, medio a hurtadillas mirábanle de hito en
hito señora a hija, dando la chica con el codo a
su madre mientras la decía en voz casi
imperceptible, pero no tanto que no lo oyera el
Operario que acompañaba a D. Manuel.
«Fíjate, mamá, qué cara de santo tiene ese
sacerdote.»
LA IMPRESIÓN DE AQUEL FILOSOFO
Una tarde de agosto del año 1898 llamaban a
la puerta del Colegio de San José de Burgos dos
Padres jesuitas. Querían ver las obras del
edificio, que aun no estaba terminado. Un
Operario les acompañó, enseñándoles las
distintas dependencias de la casa y haciéndoles
ver la distribución general.
Mientras se dirigían de un sitio a otro, iban
hablando de D. Manuel. El más caracterizado de
los dos visitantes empezó a hablar de Mosén Sol
en términos tan encomiásticos, que llamó
poderosamente la atención del buen «cicerone», a
quien se le caía la baba al oír tratar de
aquella manera a su Padre fundador.
Dijo que le había conocido casualmente en un
viaje, y que desde el primer momento quedó
prendado de su trato y de la santidad que
transpiraba su persona, que le había hablado con
un entusiasmo desbordante de su Obra, la
Hermandad, y que, en fin, la impresión que había
sacado de aquella entrevista era inmejorable y
en absoluta conformidad con las referencias que
tenía de él.
El Padre jesuita daba tal acento a sus
palabras y a su gesto tal expresión, que se veía
claramente que aquellos no eran elogios forzados
o de compromiso, sino totalmente espontáneos y
salidos del corazón. Y al tender la mano en plan
de despedida, añadió:
-Cuando le escriba usted a D. Manuel, mándele
mis recuerdos más sinceros y afectuosos.
- ¡Con mucho gusto!, pero... ¿de parte de
quién?
Y el visitante contestó en voz baja, casi
imperceptible, mientras cruzaba el umbral de la
puerta:
- ¡De parte del Padre Urráburu!
LA CURIOSIDAD DE UN MONAGUILLO
Tiernamente enamorado de la Sagrada
Eucaristía, no podía ocultar D. Manuel sus
fervores cuando, por hallarse enfermo de
consideración y no poder celebrar el Santo
Sacrificio, había de comulgar en la cama.
«Cuantas veces tuve la dicha de darle la Santa
Comunión, dice un Operario, temía no le diera un
síncope, por lo delicado de su salud, al recibir
al Señor con aquellos afectuosos suspiros que le
hacían latir el corazón con violencia» .
Lo mismo ha decirse de su compostura y
modestia en la celebración de la Santa Misa. Se
emocionaba de tal manera durante ella que
contagiaba con su fervor a los circunstantes.
Sobre todo después del momento solemne de la
consagración, en que se estaba durante un largo
rato mirando y contemplando las especies
consagradas, como queriendo descorrer con sus
pupilas los velos eucarísticos, para hartarse
con la contemplación de Aquél que constituye las
delicias de los ángeles en el cielo.
Corría la fama, sobre todo entre los alumnos
del Colegio de San José de Tortosa, de que D.
Manuel veía corporalmente a nuestro Señor
durante el Santo Sacrificio. Por eso, aquellos
buenos seminaristas se disputaban el honor de
ayudarle a Misa.
Cierto día le tocó la vez a uno, despierto y
despabilado, que aun vive en una ciudad populosa
de España. Lleno de satisfacción se vistió la
sotana y la sobrepelliz, por creer que él
también iba a ser particionero de tan
sobrenaturales regalos.
Llegado el momento de la Consagración, el
inquieto monaguillo de cuando en cuando se
levantaba del lugar que le correspondía, y
hurtando el ser visto de D. Manuel, pero no
importándole un bledo ni las rúbricas ni lo que
los asistentes dijeran al ver aquellas posturas
tan poco litúrgicas, estiraba cuanto podía el
cuello y, con unos ojos desorbitados miraba y
remiraba, por ver si sorprendía a Nuestro Señor
en una de sus manifestaciones corporales.
No lo consiguió el curioso rapaz, aunque
repitió varias veces su faena durante la Misa,
saliendo de ella con la convicción de que aun no
era él lo suficientemente bueno para merecer
tales favores, y con el propósito serio de
emprender a galope tendido una alocada carrera
hacia la santidad, para, al menos cuando llegara
al Sacerdocio, ser digno de los favores con que
sin duda el Señor regalaba a D. Manuel.
¡SI TODOS FUERAN COMO MOSEN SOL !
No eran sólo sus devotos y admiradores los
que reconocían y pregonaban su acrisolada
santidad, sino que hasta en los sectores
apartados de la Iglesia se le consideraba como
un hombre íntegro y de un vida inmaculada.
Cuando entre uno y otro campo surgía la
discusión, y los enemigos de la Religión echaban
mano del tópico manoseado y huero de la conducta
poco digna de algunos clérigos, midiendo a todos
los demás por el mismo rasero, el contraataque
solía consistir en poner ante sus ojos el
ejemplo de D. Manuel a lo que invariablemente
respondían los primeros:
«¡Ah! ¡Es que si todos los sacerdotes fueran
como Mosén Sol, sería otra cosa!»
Lo cual, sin mermar en nada la santidad de
los demás sacerdotes, por ser un argumento
tendencioso además de infundado, demuestra que
era de tales quilates la virtud de D. Manuel y
tan arrollador el influjo de su santidad, que
ante ella habían de rendirse hasta los mismos
anticlericales.
YA PASA DON MANUEL
Queríanle extraordinariamente sus paisanos
por la fama de santidad de que gozaba, hasta el
punto de que, cuando iba por cualquiera de las
canes de la ciudad, con frecuencia se oía
exclamar a la gente : «¡Ya pasa Mosén Sol, ya va
Mosén Sol ! » Y todos salían a las puertas de
las casas para verle.
Este grito y esta actitud, no eran otra cosa
que la paladina manifestación de los
sentimientos de alegría que provocaba su paso.
Los mayores le saludaban sin distinción de
clases sociales, y los niños le rodeaban para
besarle la mano y pedirle estampas. Había días
en que por este motivo, y siendo la distancia
cortísima, tardaba media hora larga en llegar
desde el Templo de la Reparación al Colegio de
San José.
LA JUBILACIÓN DE UNA SILLA
Sufría D. Manuel terribles dolores de muelas,
que le impedían conciliar el sueño por la noche
y no le permitían trabajar a satisfacción
durante el día. No tuvo más remedio que
dirigirse a casa del odontólogo para sacárselas.
Le examinó éste detenidamente la dentadura y
sin decirle palabra le arrancó una muela y un
diente; pero la extracción debió ser tan difícil
y dolorosa que quedó el paciente atontado.
Visitaba más tarde la misma clínica el
Presbítero D. Manuel Pascual. Mientras el
dentista preparaba los aparatos necesarios para
la operación, el sacerdote sentado en el sillón
del suplicio pasaba revista a todos los objetos
existentes en la habitación, cuando toparon sus
ojos con una silla, idéntica a la en que él se
hallaba sentado que pendía del techo, en uno de
los ángulos de la estancia.
¡Qué cosa más rara!, dijo para sus adentros,
y no pudiendo resistir la tentación de
curiosidad que le asaltó, preguntó al dentista
-Oiga, doctor, ¿cómo es que ha jubilado usted
esa silla, si parece que está todavía en buen
uso, y por qué ha tenido usted la peregrina
ocurrencia de colgarla del techo?
-Le extraña, ¿verdad? Pues la razón es la
siguiente: En esa silla extraje a Mosén Sol una
muela muy difícil, y fue tanta la calma,
serenidad y extraordinario valor de que dio
pruebas, que tuve la convicción de haber operado
a un santo, y desde entonces no he consentido
que nadie más se siente en ella ; y ahí la tengo
a la vista de todos para recuerdo y edificación
de cuantos visiten mi clínica.
Y allí conservó el dentista durante mucho
tiempo la silla, como si fuera la reliquia de un
santo.
¡ES USTED UN SANTO !
Fue en la estación de Madrid. Estaba D.
Manuel acomodado en un departamento del tren
aprovechando el tiempo, mientras llegaba la hora
de la salida.
De pronto interrumpe su lectura una visita
inesperada. ¡Era D. Alfonso Merry, más tarde
Embajador de España en Londres! Un fuerte
apretón de manos y un saludo efusivo que a D.
Manuel le supo a poco, pues el distinguido señor
salió inmediatamente del vagón.
D. Manuel casi no acertaba a explicarse
aquella visita relámpago. Pronto le sacaron de
su asombro dos señoras jóvenes y de porte
finísimo, que preguntaban por D. Manuel Sol.
-Servidor de ustedes, repuso éste. ¿En qué
puedo serles útil?
-Vamos a tener el gusto y la honda
satisfacción de verle y de besarle la mano.
D. Manuel estaba un poco aturdido; porque, en
efecto, mientras le besaban la mano, no dejaban
de mirarle y remirarle con los ojos siempre
fijos en su rostro.
-Queremos además que nos tenga usted siempre
presentes en sus fervorosas oraciones, pues nos
acaban de decir que es usted un santo.
- ¡Pobres señoras! ¿Quién las ha engañado a
ustedes de ese modo ?
-Nos lo ha dicho quien no miente; y tampoco
miente su cara de usted. Ruegue usted por
nosotras.
Sonó la campanilla de la estación. Era el
momento de la salida. Las señoras, entre risas y
peticiones de plegarias, besaron de nuevo la
mano a D. Manuel y desaparecieron, dejándole
confundido.
Llegó entonces D. Alfonso Merry a despedirse
y entró en el departamento con cara de pascuas y
sonriendo un poco picarescamente. D. Manuel, al
darle la mano, le echó una cariñosa reprimenda
por el afecto excesivo que le había demostrado.
LOS APUROS DE UN BARBERO
Los alumnos del Colegio de San José de
Tortosa, con quienes convivió durante tanto
tiempo y que tuvieron, por consiguiente, ocasión
de conocerle tan de cerca, tenían formado de él
un altísimo concepto. Frecuentemente se les oía
exclamar : ¡D. Manuel no tiene cara de hombre!
¡Parece un ángel! ¡Es algo extraordinario! ¡Es
un ser superior! Y no se cansaban de mirarle,
cuando se ponía al alcance de sus ojos.
Tan convencidos estaban de su santidad, que
hasta los inquietos latinillos con frecuencia le
hacían objeto de sus conversaciones, llegando
algunos en su ingenuidad infantil a decir que
tenían ganas de que se muriera pronto, para
cuanto antes verle hacer milagros y poderle
venerar en los altares.
De esta fama de santidad nacía la veneración
y el respeto que le profesaban, como lo
demuestra el siguiente caso, contado por el
mismo protagonista:
«Era yo barbero de los alumnos y de los
Superiores del Colegio de Tortosa. Para D.
Manuel iba un barbero de la ciudad. Un día no
pudo éste ir y me avisaron para que afeitase yo
a D. Manuel. Lo hice. Pero, como le mirábamos
como una cosa sagrada, me vi apuradísimo para
cumplir mi misión. ¡Qué sudores y trasudores los
míos, y eso que... era invierno!...»
Menos mal que D. Manuel, notando su
turbación, le propinó unas cuantas palabras de
cariño que devolvieron la tranquilidad al
turbado barbero.
COSAS DEL CHANTRE
Gozaba fama de santidad no sólo entre
personas seglares, entre sus devotos y
dirigidos, sino entre el elemento eclesiástico,
sacerdotes y altos dignatarios de la Iglesia,
quienes, por sus cargos y formación, no suelen
ser tan pródigos en formular juicios favorables
respecto a la santidad de las personas, o en
propinar epítetos laudatorios.
Esto no obstante, hay múltiples ocasiones en
la vida de D. Manuel en las que sacerdotes y
religiosos no se avergonzaban de manifestar
públicamente el aprecio que le tenían y la
veneración que le profesaban.
Ocupaba la Chantría de Burgos el prestigioso
y sabio sacerdote D. Manuel González Peña ; el
cual, siempre que D. Manuel paraba en la capital
de Castilla, no perdía la ocasión de saludarle
para gozar de su agradable conversación y de sus
edificantes ejemplos.
El Sr. Chantre pasaba largos ratos
contemplando a D. Manuel, de quien decía que
jamás había visto cara más parecida a la de un
santo que la suya. Y era tal la veneración que
por él sentía, que siempre que le era posible le
besaba la mano con mucho respeto.
D. Manuel solía ponerse en guardia y no se la
dejaba besar. Pero a veces, en un momento de
descuido, el buen canónigo satisfacía sus
deseos.
Y entonces D. Manuel, para que los
circunstantes no formaran de él un concepto
elevado al ver a un sacerdote, tan benemérito
como aquel, darle. tan significativa muestra de
respeto, decía sonriendo, mientras movía un poco
la cabeza:
«¡Bah, bah! ¡Cosas del Chantre, cosas del
Chantre!»
LA PLATICA AQUELLA
Hizo un viaje a Toledo por el mes de mayo de
1899. El mismo día de su llegada quiso saludar a
los seminaristas. Estos, que nada sabían de la
venida de D. Manuel, se vieron gratamente
sorprendidos por la voz de la campana que les
invitaba a ir a la capilla.
Fueron rellenándose las hileras de bancos.
Cientos de ojos, después de contemplar la mesa
de pláticas preparada a aquella hora
intempestiva, se clavaron en la puerta de la
sacristía, ansiosos de saber quién era el orador
que allí les había congregado.
Salió, por fin, D. Manuel con su paso lento,
su aire acompasado y su porte atrayente. Rezó
delante del sagrario con mucho fervor, imploró
el auxilio de los santos ángeles con un timbre
de voz tan especial y unos dejos de unción
sagrada tan marcados, que no pudieron menos de
llamar poderosamente la atención de aquellos
chicos.
Entre los de segundo de Filosofía se sentaban
juntos dos alumnos, de los cuales uno era un
seminarista ejemplar y fervoroso y el otro un
seminarista aseglarado y mundano, más bien un
seminarista malo.
Todos seguían el desarrollo de la plática con
un interés extraordinario y una atención
admirable en medio de un silencio sepulcral. El
primero de estos dos seminaristas estaba
completamente absorto, escuchando con sumo
deleite de su espíritu aquellas cosas tan
sublimes que le sabían a cielo, salidas de
labios de aquel sacerdote endiosado que
necesariamente tenía que ser un santo.
En estas cavilaciones y pensamientos andaba
sumido, cuando vino a distraerle la voz ronca de
su compañero del lado, el cual, sacudido
fuertemente por el fervor que destilaban las
palabras del orador sagrado, se vio precisado a
exclamar, mientras despertaba de su
ensimismamiento a su condiscípulo con un codazo
- ¡Chico, éste es un santo! . . .
- ¡Ciertamente! ¡Así es! -contestó el
primero, dándose entonces perfecta cuenta de los
quilates de santidad que atesoraba D. Manuel,
más que por los efectos de entusiasmo que habían
provocado en su espíritu las palabras del
fundador de la Hermandad, por los efectos que
habían producido en el alma siempre insensible
de su compañero.
El seminarista primero, que conservó durante
toda su vida el recuerdo del primer encuentro
con D. Manuel, llegó más tarde a ser hijo
esclarecido de la Hermandad, Superior general y
protomártir de la misma: D. Pedro Ruiz de los
Paños.
¡ES LO QUE MAS ME GUSTA !
Mortificadísimo en todo lo era
particularmente en lo referente a la comida,
hasta el punto de poder decir justificadamente
en cierta ocasión a un Operario, a quien el solo
olor del vino le molestaba: «¡Mira, yo, basura
que me sirviesen, tomaría!»
No sólo se mostraba indiferente ante los
platos, ignorando sus comensales cuáles eran los
de su preferencia, sino que, yendo hasta el
extreme en la mortificación de la gala, daba
muestras sensibles de placer cuando le
presentaban algún manjar que le repugnaba.
Cuando le servían carne, infaliblemente se
quedaba con los huesos, y si la comida era
pescado, para él se reservaba las cabezas. Y
esto lo hacía con tanta sencillez y naturalidad,
que la gente llegaba a persuadirse de que, en
efecto, era aquel su plato favorito.
Estando una vez en Barcelona, uno de sus
comensales que le quería de veras, viendo que se
quedaba casi sin comer, porque siempre que
ponían pescado se servía las cabezas, se atrevió
a decirle
-D. Manuel, sírvase usted más, que siempre se
pone las cabezas y se ha de quedar con hambre.
-No, respondió él, es lo que más me gusta.
Y le salió tan espontáneo y dio tal énfasis
de convicción a sus palabras, que despistó
completamente a cuantos le rodeaban, haciéndoles
creer que, en efecto, aquella era la parte del
pescado que más le gustaba.
¡ESTO NO PUEDE SER !
Ni aun en medio de las enfermedades, cuando
con las dolencias del cuerpo suele tornarse más
quisquilloso el espíritu, ni aun entonces, D.
Manuel se dejó llevar jamás del gusto. Seguía
con meticulosidad las prescripciones del
facultativo. Nunca se quejaba de que le
presentaran la leche sin azúcar o fría, o de que
las medicinas resultaran demasiado amargas.
El mismo día en que le dio el ataque de su
última enfermedad, pasado el primer acceso, se
presentó al toque de la campana en el refectorio
con los demás Superiores, no permitiendo que le
sacaran nada especial, y contentándose con la
comida de todos.
Cuando se hallaba comiendo, le vino un
segundo accidente, y tuvieron que retirarle y
meterle en la cama. Estando ya en ella y vuelto
en sí, le sirvieron un trozo de carne tan mal
preparado, que se necesitaba todo el apetito de
un famélico para poderlo hincar el diente.
D. Manuel lo recibió sin dar muestras de
desagrado, pero el médico que le asistía, Dr.
Vilá, y que se hallaba entonces presente,
exclamó enfadadísimo, no sólo por la mala
preparación de aquella comida indigna de un
enfermo, sino por la paciencia supina de D.
Manuel:
- ¡Esto no puede ser! ¡Imposible! ¡No puede
continuar así! ¡Avisen que venga en seguida a
servirle una Sierva de Jesús!
Y como notara ciertos reparos en D. Manuel,
añadió
- ¡Ea, lo dicho, que no puede ser!
EL ACEITE DE LA LÁMPARA
Muchas ocasiones tuvo de refrenar su carácter
impetuoso y su temperamento vivo, y de poner en
práctica el consejo que él daba a sus Operarios:
«Procura que los disgustos no te pasen de la
ropa o de la piel, y ten en cuenta que paciencia
se tiene más cuanto más se gasta.»
Era un día de Jueves Santo. Se hallaba D.
Manuel arrodillado junto al presbiterio de la
iglesia de Santa Clara, preparándose para la
celebración del Santo Sacrificio. Absorto en su
meditación, no advirtió los movimientos del
monaguillo, que junto a él estaba preparando la
lámpara del Santísimo.
Alguien entró precipitadamente en la iglesia
y el buen rapaz clavó instintivamente sus ojos
en la puerta de la entrada, dejando al mismo
tiempo caer el vaso de aceite sobre el magnífico
manteo que vestía D. Manuel.
Dióse cuenta éste del tremendo desaguisado
cometido por el monaguillo cuando, después de
sentir que rodaba por sus espaldas el vaso del
aceite, se vio el enorme lamparón que le había
echado encima.
El manteo había quedado inutilizado. No
obstante, D. Manuel se contuvo sin decirle nada
al atolondrado acólito y continuó su oración
mental. Acabada la misa y cuando ya en la
sacristía el pobre rapaz se temía una
reprimenda, D. Manuel se limitó a decirle,
mientras le alentaba con una mirada paternal:
«¡Qué chicos, qué chicos!»
Acto seguido se dirigió al locutorio de las
monjas para ver si aquello tenía remedio. AL
enterarse las religiosas, aunque lo sintieron,
no pudieron menos de reír la aventura del
aceite. Limpiáronle el manteo lo mejor que
pudieron, pero no consiguieron hacerlo como
hubieran deseado. Al saber D. Manuel que su
manteo, después de aquella ligera escaramuza,
había de pasar a la reserva, no se incomodó lo
más mínimo, al contrario, hasta tuvo humor para
bromearse de las monjas, que no eran capaces de
limpiar debidamente aquella pieza, recién
estrenada y puesta fuera de combate de una
manera tan tonta.
UN CAMARERO IMPROVISADO
En otra ocasión fue una sopera llena la que,
escapándose de las manos de un improvisado
camarero del Colegio de Tortosa, vino a dar aún
caliente encima de D. Manuel.
Uno de los comensales, al ver que la sotana
de éste había quedado poco menos que inservible,
se creyó en el deber de propinar al incauto
seminarista una regañina de las que hacen época.
Aguantaba cabizbajo el pobre estudiante
aquella lluvia de improperios, dirigidos contra
su precipitación y descuido, hasta que la cortó
D. Manuel diciéndole, mientras le dirigía una
mirada compasiva: «¡Ay, chiquito, chiquito!»,
palabras que para el apenado seminarista, más
que de reproche, tenían dejos de suave caricia.
LA OVEJA ROÑOSA
Amante de todas las virtudes, no podía menos
de ser Don Manuel un enamorado de la virtud
angélica: la castidad sacerdotal. Ejercióla en
alto grado y de muy diversas maneras. Llevaba
continuamente la vista recogida y un halo de
encantadora modestia regulaba todos sus gestos y
movimientos.
Hasta en dar a besar su mano ungida se
mostraba reservado, no permitiendo que le
tocasen de ninguna otra manera. En su última
enfermedad no consintió «que le cortaran las
uñas de los pies, a pesar de las insistencias
que se le hicieron, por el amor extraordinario
que profesaba a la Santa virtud de la pureza».
La predicó durante toda su vida con su
palabra y con su ejemplo. «No quiero tener en
mis colegios, decía, ninguna oveja roñosa». Y
dirigiéndose a los colegiales añadía : «Sobre
todo, ¡ay!, evitad aquel pecado que no quiero
nombrar. Si alguno fuese tan degenerado a
hiciese tal cosa, que no se acerque al Oratorio
ya, porque excitaría la ira de Jesús. Que se
marche enseguida aunque sea con la blusa, sin
despedirse de los Superiores. Si viene aquí, él
sólo robaría las gracias a los demás. ¡Oh, no,
no! Que el Corazón de Jesús le arroje, antes que
uno pueda servir de tropiezo a otro, ni con
palabras, ni con obras».
Es curioso y admirable el que, a pesar de
haber tratado con personas de toda edad y
condición, sobre todo con jóvenes del otro sexo
y religiosisas de mil Congregaciones diferentes,
a nadie ni siquiera a sus mismos enemigos se les
haya ocurrido acusarle contra esta virtud. Lo
cual prueba lo acrisolado de ella, y lo
inmunizada que estaba su fama, pues una calumnia
de ese género no hubiera adquirido cuerpo entre
sus paisanos, los tortosinos, que estaban
convencidos de la pureza de vida y rectitud de
intención con que D. Manuel procedía en todas
sus cosas.
Y tanta era la estimación que en este sentido
gozaba entre sus colegiales, que algunos de
ellos, como el después jesuita, P. Artemio
Colón, para resistir las tentaciones contra la
castidad, invocaban el nombre de su antiguo
Superior uniéndole a los de los tres santos
personajes de la Sagrada Familia, y diciendo:
«¡Jesús, María, José y D. Manuel!», se veían
libres de tales tentaciones.
Y DON MANUEL SE HIZO EL SORDO
Visitó en cierta ocasión a una señora
tortosina, ya de alguna edad, que vivía con una
hija suya, también entrada en años. Ambas eran
dirigidas de D. Manuel y entusiastas
bienhechoras de todas sus obras de celo.
- ¡Pase, pase, D. Manuel!, respondieron a dúo
y llenas de gozo señora y señorita, al saber
quién era el huésped que llamaba a la puerta.
Como le trataban con tanta confianza, aunque la
hija estaba peinando a la madre, no tuvieron
reparo en introducirle en la habitación en que
se hallaban.
Antes de que él tuviera tiempo de despegar
los labios para exponer el objeto de su visita,
la joven por vía de introducción y para hacer
una caricia a su madre, que estaba completamente
chocha porque, a pesar de los años, conservaba
una envidiable y bien cultivada cabellera,
dirigiéndose a D. Manuel, le dijo:
«¡Mire, mire, D. Manuel, qué pelo más hermoso
tiene todavía mamá!»
Pero D. Manuel, a quien habían hecho poca
gracia tan imprudentes palabras, se hizo el
sordo, y como si estuviera distraído, se puso a
mirar por el balcón de la casa, hasta que sus
hijas espirituales terminaron la faena en que se
hallaban ocupadas.
EL RECUERDO DE AQUEL VAPOR
Se hallaba en la ciudad de Valencia y fue
invitado juntamente con D. Enrique de Ossó y
otras personas a visitar un magnífico
trasatlántico que había fondeado en el puerto.
Accedió D. Manuel, más bien que por
satisfacer la curiosidad natural de ver un vapor
recién construido según las últimas exigencias
de la técnica náutica, por el placer de secundar
los deseos de un amigo que tan cariñosamente les
había invitado.
Estuvieron en los camarotes y curiosearon los
salones; vieron las máquinas, subieron a
cubierta y bajaron hasta las bodegas; lo
recorrieron todo de popa a proa, gozándose en
Dios que por medio de los hombres hace esas
maravillas flotantes de los grandes
trasatlánticos modernos.
En un ángulo de una de aquellas estancias
había sobre elegante peana y como objeto de
adorno una estatuilla indecorosa, que
necesariamente hubieron de ver los visitantes.
Los ojos de D. Manuel, que no esperaban
tropezarse con semejante objeto, pasaron
rápidamente sobre él y se escondieron
instintivamente tras los párpados, entornados
para no mirar lo que habían visto.
Pero su amor a la virtud de la santa pureza
era tan exquisito, que durante mucho tiempo
conservó un triste recuerdo de aquel vapor, no
porque la conciencia le acusara de pecado, ni
siquiera por efecto de escrúpulos, que no había
lugar a ellos pues sus ojos habían tropezado
casualmente con aquella imagen y habían pasado
por ella como gato sobre ascuas, sino por la
preocupación de haber dado quizás mal ejemplo a
los que le acompañaban o a los que, conociendo
ya el barco y cuanto encerraba, le habían visto
entrar o salir de él.
¡ESO SI QUE NO LO VERÁN TUS OJOS!
Tuvo que hacer un viaje a Valencia, y se
decidieron a acompañarle en plan de excursión,
entre otros familiares, una hermana suya con la
que iba además una hija y una amiga de ésta. D.
Manuel se desvivió por atenderlas lo mejor que
pudo, sin reparar en tiempo ni en gastos. Hizo
que vieran cuantos monumentos y cosas notables
hay en la ciudad del Turia. El las acompañaba en
aquellas visitas turísticas y, cuando no
encontraban quien desempeñase este papel, él
mismo hacía de «cicerone». Con tan buen guía
pudieron contemplar el Miguelete y las torres de
Cuarte, la catedral y el santuario de Nuestra
Señora de los Desamparados, la Lonja y el
puerto.
De las iglesias más importantes pocas dejaron
de ver, pues cada día las citaba en una de ellas
para oír la misa que él celebraba y comulgar,
haciendo que, acto seguido, el sacristán les
enseñase cuantos objetos de valor figuraban en
el relicario, o les acompañara por el templo
para mostrarles las imágenes de algún valor.
Todos los excursionistas estaban encantados
de las bellezas que encierra Valencia, y no
menos de la condescendencia y atenciones
derrochadas por D. Manuel en favor suyo durante
aquellos días.
Basándose en esto, y más aún movida por la
insistencia machacona de su hija y de la
amiguita de ésta, se atrevió la hermana de D.
Manuel a pedirle que, pues les había enseñado
tantas y tales cosas, para que el regocijo fuera
completo y pudieran decir las niñas que lo
habían visto todo, les permitiera asistir, ya
que él no querría acompañarlas, a una sesión de
teatro en uno de los mejores salones de la
capital levantina.
Como una bomba le sentó a D. Manuel aquella
petición de su hermana. El, tan afable y
obsequioso siempre con todos sus familiares, se
mostraba intransigente cuando sus
condescendencia pudiera ponerles en peligro de
quebrantar los mandamientos divinos y las normas
de la Iglesia. Por eso no la permitió continuar
aduciendo razones especiosas en favor de su
petición, sino que, cortándola al punto,
respondió con una energía rayana en la emoción y
con una convicción que no dio lugar a réplicas:
«¡Ah, no! ¡De ninguna manera! ¡Eso sí que no
lo verán tus ojos, mujer!»
Y desde aquel momento nadie volvió, no ya a
mentarlo, pero ni siquiera a pensar en ir al
teatro.
COLEGIOS DE CAÑAS
Poseen los santos una fe ciega en Dios y una
confianza ilimitada en los designios amorosos de
su Divina Providencia.
De una y otra virtud dio pruebas
extraordinarias D. Manuel.
«Cuando hay necesidad de una cosa, se hace,
sin preocuparse del dinero...» Esa era su
consigna. Así lo hacía y así lo aconsejaba, como
lo hizo en cierta ocasión a un Superior que
andaba perplejo, viendo por una parte la urgente
necesidad de un local habitable para biblioteca
en uno de sus colegios, y por otra, la falta de
recursos con que levantarle.
«No tema por los empeños, decía a otro.
Busque dinero, que luego San José y su apurada
situación sacarán las habilidades.»
Hasta tal extremo llegaba su confianza, que
decía: «Con gusto haría los colegios de cañas
para veinte años, y luego la Providencia se
encargaría de ellos», dando a entender que
cuando los negocios de gloria de Dios se ponen
en sus manos divinas, él se interesa por ellos,
y no hay peligro de que no salgan a flote a no
ser que la desconfianza humana les eche a pique.
D. Manuel la ponía toda en Dios, y por eso
todas sus cosas llegaban a feliz término. Cuando
se hallaba en Valencia en los comienzos del
Colegio de San José, decía: «Aquí un movimiento
excesivo. Tenemos entrando 240 chicos, y no
tenemos ni agua ni fuego ni luz ni local: pero
se va remediando todo».
El Señor lo remediaba valiéndose como de
instrumento de su actividad y celo portentoso,
caldeado con el fuego de una confianza ilimitada
que trascendía al exterior y le ganaba entre la
gente la fama de ser un hombre de Dios, y por
eso, insustituible en la favorable solución de
cuestiones desesperadas.
«Sujetaré mis fervores hasta la venida de
Vuestra Reverencia, le escribía a Roma la
abadesa de un convento de Vinaroz, cuando traía
entre manos la construcción de otra casa
religiosa en Vall de Uxó; porque es Vuestra
Reverencia el destinado por Dios para llevar a
feliz término estas empresas de pocos cuartos».
DIOS ES EL AMO
Gastó todo su rico patrimonio en llevar a
feliz término las obras que le sugerían su celo
por la gloria de Dios. Había vendido por ese
motivo dos huertas preciosas, una en la Estación
y otra en el Rastro, dos molinos de aceite, una
plana enorme, y algunas montañas, y cuando ya no
le quedaba de su herencia más que la casa natal,
pensó en venderla también para hacer frente a
los enormes dispendios que le ocasionaba una
empresa que entonces traía entre manos.
Sentía en el alma tener que enajenar aquella
casa, legado de sus mayores, que guardaba tantos
recuerdos de su infancia, y de la que únicamente
salió cuando la guadaña de la muerte había
abierto hondas brechas entre los miembros más
queridos de su familia. Pero la necesidad le
obligaba a desprenderse de ella. No veía otra
solución en el horizonte de las posibilidades, y
los motivos de la gloria de Dios le urgían con
insistencia cada vez más apremiante. No había
duda: ante el dilema que le planteaban el
espíritu y el corazón, vencería el primero al
segundo; sacrificaría el gusto de conservar su
casa pairal por la satisfacción de proporcionar
al Señor nuevos motivos de gloria.
Sin embargo, no todos pensaban como él. No
faltaron allegados y amigos que, con un amor
bastante descalificado y movidos por una
prudencia demasiado humana, creyéronse en el
deber de disuadirle de su propósito, y hasta se
atrevieron a indicarle que la empresa en que se
hallaba empeñado era, además de descabellada,
imposible de realizar.
-Mira, Manuel, le dijeron. El negocio que lo
ocupa no puede prosperar de ningún modo. A todas
luces se ve que va a pique y que de un momento a
otro se vendrá abajo. De modo que nos sentimos
en la obligación de decirte que no sólo es
imprudente, sino temerario el que vendas la casa
de tus padres, para emplear su importe en la
empresa a que nos referimos, pues, deshecha
ésta, como sucederá, y sin otros medios de
subsistencia, lo verás en la precisión de ir a
un hospital.
A lo que D. Manuel, que miraba las cosas
desde un punto de vista más sobrenatural,
respondió con dignidad y entereza, después de
haberles dado delicadamente las gracias por el
interés que por él mostraban: «Si Dios permite
que se hunda la Obra, lo sentiré, pero Dios es
el Amo. Y si yo tengo que ir a parar a un
hospital, no me importa, estoy conforme con su
divina voluntad».
SI YO FUERA OBISPO, LE ORDENARÍA
Por su madurez de juicio, sus dotes
naturales, su vida sobrenatural y su experiencia
nada común, era D. Manuel un consejero ideal.
Gentes de toda condición social acudían a él en
demanda de orientación en su vida y empresas. No
pocos Prelados, hallándose en momentos apurados
y en ocasiones difíciles, le confiaban a D.
Manuel sus asuntos, aquietándose plenamente con
la solución que él les daba.
Un seminarista de la diócesis de Tortosa
había solicitado el subdiaconado. Hechas las
publicaciones de las Ordenes en los lugares
debidos, cierta persona que le quería mal, le
denunció al Sr. Obispo acusándole de que era
liberal.
El Sr. Obispo, para quien el acusador debía
de ser persona de toda solvencia, negó las
Ordenes al seminarista. Este, al enterarse de la
causa de la negativa, se personó ante el Prelado
tratando de convencerle de que le habían
informado mal, de lo infundado de la acusación y
de la animosidad que para con él sentía desde
hacía mucho tiempo el denunciante.
Nada consiguió a pesar de su insistencia.
No faltó, sin embargo, quien se interesase
por el citado ordenando y fuese a interceder por
él ante el Sr. Obispo, con resultados también
negativos. Al saber que todas las tentativas
anteriores habían resultado fallidas, el Dr.
Marchancoses, persona de prestigio en la
diócesis, se lo comunicó a D. Manuel.
Enterado D. Manuel del caso, envió a D.
Andrés Serrano para que hablara de él al Prelado
y le dijera en su nombre:
«Si Vuestra Excelencia tiene resuelto el no
ordenarle, está bien. Pero si yo fuese Obispo,
le ordenaría.»
Pesaron tanto en el ánimo del Sr. Obispo
estas palabras, que sin esperar a nuevas
consultas ni hacer otras indagaciones, le ordenó
en seguida, con la consiguiente admiración de
todos, que no acertaban a explicarse el
repentino cambio de parecer del Prelado.
TU SERÁS MONJA
Hallábase dando Ejercicios Espirituales a las
jóvenes de San Mateo. Entre ellas había algunas
fervorosas y otras un tanto ayunas de verdadera
piedad. En un momento propicio llamó a una de
éstas, la estuvo aconsejando y amonestando, la
hizo ver cómo la causa de su poco adelantamiento
en la vida espiritual no era otra que la
compañía de amigas frívolas y ligeras, la mandó
que las dejase, pues de lo contrario no pasaría
de ser una simple «beata», y la indicó otras
compañeras que la podían hacer mucho bien.
Después de estas prudentes admoniciones, añadió
con la seguridad de quien dice algo de lo que
está completamente convencido
«¡Tú has de ser religiosa!»
La chica, un poco extrañada porque nunca
había pensado semejante cosa, al volver a casa
se lo contó todo a su madre: «He estado con
Mosén Sol, y me ha dicho que tengo que ser
religiosa.»
La madre, que tenía cariño extraordinario, y
más que cariño veneración, a D. Manuel, y estaba
contentísima porque su hija hacía con él
Ejercicios Espirituales, respondió
emocionadísima: «¿Qué puedo yo negarle a ese
Santo? Dile, hija mía, que disponga de ti, de mí
y de todo lo mío.»
No necesitó la joven hacer más exploraciones
sobre su vocación; basándose únicamente en las
palabras de D. Manuel, no tardó en solicitar el
ingreso en el Convento de Madres Agustinas de su
mismo pueblo, siendo admitida en él poco
después.
EL ASPIRANTE A CANÓNIGO
Acostumbrado a trabajar siempre por motivos
de pura gloria de Dios, tenía D. Manuel
verdadero horror a todo lo que significara
distinciones y puestos elevados. El mismo se
había cerrado todo acceso a puestos y dignidades
eclesiásticas con el propósito de no aceptar
jamás cargos colativos. Gozaba cuando le
hablaban de algún sacerdote de prendas
excepcionales que se entregaba
desinteresadamente al cumplimiento de su sagrado
ministerio, sin ambición de recompensas humanas,
con la mira únicamente puesta en Dios, y hablaba
a veces con cierta compasión de algunos que él
decía «atacados de canonjitis».
Presentóse ante él en cierta ocasión un joven
subdiácono, lleno de vida y de ilusiones, con
muchos pajarillos en su cabeza y no menos planes
en su mente. Acababa de hacer brillantemente el
doctorado en Sagrada Teología, y le faltó tiempo
para comunicárselo a D. Manuel.
Queríale éste de veras, no sólo por sus
buenas dotes naturales, sí que también por las
relaciones de verdadera amistad que le unían con
alguno de los miembros de su familia.
«¡Bien, hombre, bien! o, le decía,
felicitándole, mientras le acariciaba con su
mirada paternal y le envolvía en una sonrisa
llena de afecto sincero. «Y ahora, ¿qué piensas
hacer?»
El novel doctor, con cierto aire de
despreocupada indiferencia, pero dejando
claramente entrever que ya le había preocupado
este asunto y tenía dispuestos sus planes, dejó
como caer las siguientes palabras,
encuadrándolas en un movimiento significativo de
hombros:
-¡Psch...! ¡Casi no sé! Quizá haga
oposiciones a castrense y me vaya al Ejército.
D. Manuel, al oír esta respuesta, no pudo
contener un gesto de desagrado; lo cual,
advertido por el avispado subdiácono, que no
quería desagradarle en lo más mínimo, se
apresuró a cambiar de camino y añadió
-Tampoco me desagrada el coro. Ahora que hay
vacante una canonjía, quizás haga oposiciones a
canónigo.
No disminuyó la extrañeza y el desagrado de
D. Manuel, que entonces le dijo:
-¡Pobre hombre! ¡También tú atacado de
canonjitis!
El pobre subdiácono con su doctorado sin
estrenar, no sabía por dónde salir, pues veía
todos sus planes en tierra, y creyendo
tontamente que para estar al frente de una
parroquia no merecía la pena haberse graduado,
dio otro paso en falso diciendo:
-Pues entonces, profesor de la Normal.
-Y ¿por qué no ir a una parroquia?-repuso,
por fin, D. Manuel-.¡Con tanto bien como puede
hacerse en ellas!
-Pues bien, iré a parroquia-contestó decidido
el joven doctorado, para quien los deseos de D.
Manuel tenían fuerza de imperativo-. Iré a
parroquia.
Había hallado, al fin, su vocación
específica, donde él no la buscaba. Y desde
entonces no volvió a pensar más que en la cura
de almas, siendo en la actualidad un dignísimo y
benemérito párroco de una capital de España,
cargo que viene ejerciendo desde hace mucho
tiempo con aplauso de, sus superiores
jerárquicos y satisfacción general de sus
feligreses.
¿SERÉ YO DE LOS ÚLTIMOS ?
Lo cuenta el Excmo. Sr. Dr. D. Leopoldo Eijo
y Garay, actual Obispo de Madrid Alcalá y
Patriarca de las Indias.
«Un amigo mío, cuyos secretos no lo son para
mí, andaba hacía tiempo muy preocupado
estudiando el negocio de su vocación y creyendo
que el Señor le llamaba a estado más perfecto.
Su Director espiritual y el Superior creían que
no. Sus relaciones familiares, su pensión
diocesana, su carácter y el conjunto de
circunstancias que constituyen la voz fría de la
realidad, que no por ser fría es menos voz de
Dios que los vehementes deseos y los encendidos
fervores piadosos, parecían indicar que no. Pero
¡eran tan claras las voces internas con que Dios
llamaba!
-Consúltalo con D. Manuel-le dijo D.
Benjamín, el Rector del Colegio Español, y allá
fue mi amigo.
D. Manuel le recibió lleno de afecto, y
cuando se enteró del asunto, elevó sus ojos a lo
alto, como si pidiera a Dios luces, escuchó,
preguntó, volvió a escuchar, y después de una
breve pausa, poniendo su mano sobre la cabeza de
mi amigo y toda la fuerza persausiva de su
autoridad y de su afecto en las palabras, le
dijo: -Mira, hijo, el secreto de la
correspondencia a la vocación está en una sola
cosa: obedecer. Obedece a tus directores y
habrás atinado.
-¡Ese es mi deseo, D. Manuel, y esa es mi
norma. Obedecer a mil Superiores por Dios. Pero
como son contradictorias sus voces. obedezco
siguiendo las indicaciones de la voz más clara,
la del Superior; mas, me consumo interiormente
no pudiendo seguir la voz que de Dios me parece.
-No digas que son contradictorias, aunque
tales las creas. En negocio tan capital, si con
corazón a intención pura se acude a Dios, Dios
no deja que se engañen sus encargados de
guiarnos al cielo.
-Entonces, D. Manuel, ¿serán ilusiones
mías?...
-No, chico, no; yo creo que Dios lo llama; y
creo también que tienen razón tus Superiores, al
menos por ahora. Pero, para que veas que no hay
contradicción en esto, fíjate bien, y no olvides
lo que lo voy a decir. Dios llama a los jóvenes
a la vida religiosa de tres maneras: a unos los
llama para que entren y se queden; son los que
constituyen los Institutos Religiosos; a otros
los llama para que entren y se salgan. ¿No
conoces la vida del Venerable Padre Claret? y a
otros los llama...¡para que no entren! ¿Te
sorprende?, pues esa es una prueba de amorosa
providencia del Señor; con esa idea el joven
vive enfervorizado y observante, atento sólo a
Dios, despegándose por él de todo afecto
terrenal, ganando con su deseo grandes méritos,
y sobre todo, defendido de los peligros de la
juventud.
-¿Y seré yo de los últimos?
-No lo sé, ni lo conviene saberlo. Ponte por
entero en manos de tus Superiores, y no creas
que su voz está en contradicción con la del
Señor... Más adelante, ya veremos; tal vez ellos
cambien... tú no tengas voluntad propia.
Así lo hizo aquel seminarista, viéndose en
adelante libre de tales dudas, porque descansó
plenamente en las palabras de D. Manuel.
CONFIANZA DE LA FUNDADORA
Corría el año 1905. Hallábanse las Siervas de
Jesús edificando el hermoso edificio que
actualmente poseen en Tortosa, en cuya
construcción intervino tan directamente D.
Manuel.
A pesar del sesgo favorable que llevaban las
obras no estaba el siervo de Dios satisfecho,
porque en las proximidades del nuevo convento
había unos lavaderos públicos, y sabido era que
a ellos acudía gente poco recatada, que con sus
gritos estentóreos y sus palabras insolentes
podrían turbar la paz de las humildes
religiosas.
Preocupado por aquel asunto no sosegaba,
queriendo darle una solución favorable.
Un día le dice todo resuelto a su colaborador
D. Buenaventura Pallarés
-¡Oye, Ventura, eso no puede seguir así! Hay
que comprar todo el terreno que circunda los
lavaderos públicos.
-¡Sí, hombre, no ves que vendrán las
lavanderas a lavar y, como son tan libres en la
lengua, van a molestar a las monjas!
-¡Pero si no es posible! ¡Si acaban de
comprar la casa y han tenido que pedir dinero
prestado! ¡No es posible!
-¡No importa, hombre, no importa! ¡Hay que
hacerlo! ¡Hay que comprar esos terrenos y
levantar una tapia!
D. Buenaventura, apremiado por la insistencia
de D. Manuel, se lo dijo a la Superiora, Madre
Asunción Eguiluz, y ésta, que tomaba las
decisiones de D. Manuel como si fueran de un
santo, sin esperar más, lo puso en conocimiento
de la Superiora General y fundadora del
Instituto, Rvma. Madre María del Corazón de
Jesús, con quien a D. Manuel le unían relaciones
cordiales.
Aquella religiosa al saber que éste había
tornado camas en el asunto y que aquella era
decisión suya, sin pararse a pensar en las
ventajas o inconvenientes, escribió
inmediatamente a sus hijas diciendo: «Si es cosa
de D. Manuel, háganlo», y las mandó que se
presentaran cuanto antes en Barcelona, para
hablar con D. Francisco Marchenat que era el que
las había proporcionado el terreno para la
construcción de la casa que estaban levantando.
Empujadas por la obediencia, pero con cierto
reparo por tener que dar un nuevo asalto a la
bolsa de D. Francisco, emprendieron el viaje
hacia la Ciudad Condal.
Llegadas a Barcelona se dirigieron a la
residencia del Sr. Marchenat, el cual, al
enterarse del motivo de la visita y saber que el
proyecto era cosa de D. Manuel, sin permitirlas
que continuaran exponiéndole los motivos que
avalaban sus planes, las dio el dinero que
necesitaban.
Llenas de alegría regresaron a Tortosa, y las
faltó tiempo para comunicárselo al Siervo de
Dios; el cual, dando gracias al Señor por la
solución satisfactoria de aquel enojoso asunto,
mandó que inmediatamente mandaran levantar la
tapia de circunvalación del convento.
LISTA DE FICHADOS
Era por los últimos años de su vida, cuando
él andaba ocupado en propagar entre sus paisanos
la devoción al Beato Gil de Federich. Quería
levantarle una estatua, y no contaba con
recursos para ello. Mas no paraba mientes en las
dificultades económicas que pudiera ofrecer una
empresa, cuando la creía de la gloria de Dios.
Pensando en el medio de salir de aquel apuro
se hallaba, cuando se le presentó el que después
fue Superior General de la Hermandad, D. Joaquín
Jovaní, para decirle que aquel mismo día salía
con dirección a Tarragona, por si se le ofrecía
algo.
-¡Sí, hombre; me vienes al pelo. Siéntate y
escribe.
-¿Y qué he de escribir?
-Lo siguiente: Corominas 10 pesetas; Mosén
Cucala, 10 pesetas... y así fue diciendo muchos
nombres hasta formar una lista respetable, para
sacar el dinero que se había propuesto en
Tarragona. Y se la has de llevar tú.
-¿Y si alguno se opone o se excusa?
-¡Ca!, ¡no lo harán!, diles que es cosa de
Mosén Sol.
El encargado de la póstula cumplió
perfectamente las recomendaciones de D. Manuel,
viendo con gran asombro suyo que todos los
fichados entregaban sin dificultad la cantidad
que se les asignaba en la lista, cuando se
enteraron de que era cosa de D. Manuel.
DUEÑO ABSOLUTO
A veces no encontraba en sus bolsillos lo que
buscaba, y disponía libremente del de sus
amigos.
Pasaba en cierta ocasión por la estación de
Alcalá de Chivert y acudieron algunas personas
del pueblo a saludarle, entre ellas dos niñas,
hermanas de un seminarista. Quiso hacerles un
obsequio. Registró minuciosamente todos sus
bolsos y con gran sorpresa suya vio que se había
olvidado del dinero, pero volviéndose a unos
señores que tenía al lado, les dijo:
«Mis bolsillos están vacíos, ¿me hacen el
favor de los suyos? “ Varios de ellos echaron
mano de sus cameras, que generosamente
ofrecieron a D. Manuel, el cual, cogiendo la del
más diligente, sacó unas cuantas pesetas y se
las entregó como propina a aquellas niñas,
devolviendo después satisfecho el portamonedas a
su dueño.
¡HOY RENOVAMOS LOS VOTOS, HÁGALOS
USTED
Influía extraordinariamente en aquellos a
quienes trataba. Como consejero era una cosa
acabada. Los pusilánimes a su lado se tornaban
enérgicos, y los indecisos o atormentados por la
duda quedaban totalmente aquietados con sus
decisiones.
Era un sacerdote que estaba preocupado con el
negocio de su vocación. Quería ingresar en
cierta Congregación religiosa y ya había dado
los primeros pasos para entrar en el noviciado,
pero no acababa de decidirse, porque tenía una
dificultad bastante seria.
Consultó el caso con D. Manuel, y éste, en
una de aquellas resoluciones tan suyas, que no
por ser rápidas dejan de ser fundadas, le dijo
con todo aplomo
«¡Hoy renovamos nosotros los votos. hágalos
usted! “
«Y sin ocurrírseme reparo de ninguna clase,
dice el interesado. los hice descansando
plenamente en el parecer de D. Manuel, y viendo
después en el correr de los años que aquella
era, en efecto, la voluntad de Dios.»
¡MIRE QUE LE REGAÑARÉ!
Estaban de tertulia en la casa de un capellán
de monjas un buen número de sacerdotes, entre
los que se encontraban el cura más anciano de la
población y D. Manuel.
Animados unos con otros empezó cada uno a
contar retazos de su vida, empezando por las
trapisondas de los primeros años, y terminando
por las últimas aventuras que les habían
acaecido en el desempeño de su ministerio
sacerdotal: éste de vicario y aquél de capellán
de monjas, el uno en sus predicaciones y el otro
en su cátedra de profesor. Ni faltó quien
comenzó a relatar su vida y milagros abriendo el
libro de su historia por las travesuras que
hacía ya en el Seminario y los malos ratos que
hacía pasar a profesores y superiores.
D. Manuel gozaba viendo la jovialidad de
aquellos compañeros que, sin faltar a la
caridad, respiraban alegría y optimismo, y
ponderaba los quilates de su virtud que, aun en
medio de las cruces que continuamente les
deparaba su vida sacerdotal, sabían ver siempre
el lado bueno de los acontecimientos.
En esto, intervino el sacerdote, en cuya casa
se desarrollaba la escena, cargado de años y de
desengaños:
«¡Bah, bah! Vosotros todavía sois jóvenes, no
sabéis lo que es la vida. Yo he vivido mucho.
Cuando tengáis mi experiencia y mis años,
respiraréis de otra manera.» Y empezó a nublar
aquel cielo de santas ilusiones con las sombras
de un negro pesimismo.
«Mas no había pronunciado dos docenas de
palabras. dice uno de los interlocutores, cuando
se vio atajado por Mosén Sol. Pero...¡de qué
manera tan hábil, tan dulce, tan insinuante, tan
graciosamente apremiante! , como si Mosén Sol se
hubiera convertido en la madre más cariñosa y el
anciano cura fuese un tierno infante, le dijo
estas palabras, que voy a transcribir, pero que
no lo repetirán todo, porque les faltará el
acento y el espíritu que en ellas puso el santo:
«No quiero que se diga esto.¡Mire que le
regañaré!... “ Quedando con ello encarrilada de
nuevo la conversación por los derroteros del más
sano optimismo.
¿QUE SERIA ?
Además de ser devotísimo del Sagrado Corazón
de Jesús, fue un apóstol incansable y un
propagandista fervoroso de esta bendita
devoción. Llevaba siempre junto al suyo el
escapulario del Sagrado Corazón, que prendía en
la parte interior del chaleco. El escapulario
tenía la conocida inscripción: «¡Detente el
Sagrado Corazón de Jesús está conmigo! »
Cada noche, después de besarlo repetidas
veces con muestras muy sensibles de gran afecto,
lo ponía debajo de la almohada para mayor
tranquilidad y por la facilidad de poder besarlo
siempre que se despertaba.
Estas muestras interrumpidas de afecto le
valieron en cierta ocasión en favor del
Sacratísimo Corazón de Jesús, que debió ser
verdaderamente extraordinario, pero que él se
cuidó muy bien de ocultar.
Sólo una vez en que, después de haber pasado
mala noche, besaba con mayor fervor aún que el
ordinario en presencia de D. Juan Estruel su
querido detente, para justificar sus ósculos
encendidos y no llamar la atención de aquél, le
dijo con mucho misterio: «Este me ha dado un
gran consuelo, que yo me callaré...», y fue tal
el acento que imprimió a sus palabras y la
emoción que se retrató en su semblante, que
parecía cierto que se trataba de un hecho
plenamente sobrenatural.
ESTE NIÑO SERRA SACERDOTE
Fue en Villafranca del Cid. Se hallaba
incidentalmente D. Manuel en aquel pueblecito de
la provincia de Castellón, cuando se le acercó
una señora, que llevaba un niño en brazos, a
hablarle de ciertos asuntos.
El pequeñín jugaba con la cara de su madre,
mientras ésta charlaba con el sacerdote.
-¡Hay que crío tan juguetón! -murmuró la
madre-.¡Es más trasto...! ¡Si el Señor le
llamara al sacerdocio, qué feliz sería yo!
-Esté usted segura-repuso D. Manuel-. Este
niño llegará a ser sacerdote.
Y lo fue, en efecto. Ingresó en la Compañía
de Jesús. Todo el mundo conocía al P. Francisco
Tena, en Tortosa, de cuyo Seminario fue varios
años profesor de Moral. Lo que no conocía todo
el mundo era la predicción de D. Manuel respecto
a su futuro sacerdocio.
PINITOS DE PROFETA
Habiendo enfermado de gravedad una dirigida
suya y siguiendo la enfermedad su curso
ascendente, llegaron a temer sus familiares por
una solución desfavorable y al parecer pronta.
No faltó una persona impresionista que, al
enterarse del cariz alarmante de la enfermedad,
lanzó la especie de que se hallaba en estado
preagónico, y recogida esta noticia por una
segunda persona, tan alarmista como la primera,
dijo que la joven aquella era ya cadáver.
Lo oyó un amigo de D. Manuel que se dirigía
al Colegio de San José y, al encontrar allí a
Mosén Sol, le faltó tiempo para lanzarle a
bocajarro tan infausta nueva. Recibióla éste sin
alterarse ni afectarse en lo más mínimo; al
contrario, con toda tranquilidad y aplomo, y,
con una seguridad tal, que dio mucho que pensar
después a su amigo, le contestó:
«¡No. Cinta no morirá hasta que no lo pace
todo! “
Cuarenta años más tarde y algunos después de
la muerte de D. Manuel, la presunta cadáver
comentaba este suceso que a ella le contaron
luego de ocurrido, como la mejor medicina que
pudieron dada en su enfermedad, y añadió: «Ya
entonces lo tuve y continúo teniéndolo ahora
como una verdadera profecía de Mosén Solo
Y DEL CUERPO SALÍA CIERTO RESPLANDOR
La escena tuvo lugar poco después de la
fundación de la Hermandad, cuando todavía D.
Manuel vivía con su familia en la casa de la
calle del Ángel.
-Oye, Roberto, ¿querrás ir a las cuatro de la
tarde a mi casa?; porque tengo que hacer una
visita y quisiera que tú me acompañaras-decía D.
Manuel a un colegial de Tortosa, al
encontrársele en uno de los pasillos del
Colegio.
-¡Sí, señor; descuide, que a esa hora estaré
a su disposición
El seminarista no echó en olvido la
invitación. Diez minutos antes del tiempo
señalado subía las escaleras de la casa de D.
Manuel, pensando en quién sería el señor a quien
habían de visitar.
-¡Tan, tan!...
-¿Qué quieres, muchacho?
-Me ha mandado venir Mosén Sol a esta hora
para acompañarle a una visita.
-¡Ah, muy bien, pasa, que él está ahí en esa
habitación!
Entró el colegial, y cuál no sería su
admiración al encontrar a D. Manuel orando ante
una imagen de la Virgen, o más bien hablando con
Ella en voz clara y perceptible y ver que del
cuerpo de D. Manuel salía cierto resplandor que
alumbraba toda la habitación de suyo oscura y
que además tenía las ventanas medio entornadas.
-¡Buenas tarde, D. Manuel! -murmuró en plan
de saludo el atemorizado muchacho. Pero aquél,
abstraído en sus coloquios con la Santísima
Virgen, no se dio cuenta de que le llamaban.
-¡D. Manuel! -repitió con más fuerza el
colegial.
Levantóse rápidamente al oírle y, viendo al
seminarista, le dijo:
-Ah, ¿eres tú? ¡Bien hombre! ¡Qué puntual has
sido! ¡Tan pronto no lo esperaba! Y cogiendo el
sombrero y el manteo, salieron al punto sin
mentar D. Manuel para nada aquel suceso, ni
atreverse el muchacho a preguntar coca alguna
sobre él.
UNA VISIÓN
Se hallaba convaleciente de una de sus
enfermedades y le asistía una Sierva de Jesús.
Para pagar de algún modo las atenciones de la
buena religiosa y hacerla pasar un rato ameno,
la contaba anécdotas de su vida, siempre
ejemplarísima e interesante.
Seguía la monjita con verdadero interés el
relato de D. Manuel, cuando en un momento de
silencio dijo éste:
-Si no dices nada a nadie, lo contaré otra
cosa...
-Nada, D. Manuel, contestó inmediatamente sor
Adolfina, que así se llamaba. creyendo por el
prólogo de D. Manuel que se trataba de algo
excepcionalmente interesante.
-¿Me lo prometes de veras?
-¡Sí, sí! , prometido.
-Pues, mira, empezó diciendo mientras
perfumaba sus palabras con una leve sonrisa.
Estaba yo en Santa Clara, donde acostumbraba a
celebrar la santa misa, y empecé a ver muchos
sujetos vestidos con roquetes blancos y a un
venerable anciano, con su cayadito, que iba con
ellos...
Entonces se oyeron pasos, un golpecito en la
puerta, y la figura de D. Juan Calatayud, que
penetraba en la estancia para preguntar por la
salud del enfermo. Al verle D. Manuel,
interrumpió su relato. Después de unos momentos
salió de la habitación el importuno interruptor,
aunque caritativo visitante. La monja ardía en
deseos de que D. Manuel continuara hablando.
Pasaron unos minutos de silencio, que por fin
se atrevió a romper la religiosa, diciendo, como
para dar ocasión a D. Manuel de que reanudara su
grata conversación
-Don Manuel, ¿esa gracia sería estando
celebrando?
Y él, como arrepentido de su ligereza en
haber estado a punto de revelar el regalo con
que el Señor le había mimado, se limitó a
contestar
-No, no fue en la misa; fue dando gracias...
Sor Adolfina, aunque quemada por el deseo de
saber aquel misterio, ya no se atrevió a
preguntar más viendo a D. Manuel dispuesto a no
rasgar el velo del secreto.
Y LE VIO LEVANTADO EN ALTO
Tuvo lugar el caso en Tortosa y lo cuenta el
que fue coadjutor de Roquetas, D. Glicerio
Gamundi Vicente: «D. Manuel Domingo y Sol fue un
día a celebrar en las religiosas de Santa Clara,
acompañado de un estudiante, íntimo mío, quien
le ayudó la santa misa. Una vez terminada ésta,
despidióse el estudiante y D. Manuel púsose de
rodillas para dar gracias. El seminarista, en
vez de marchar inmediatamente, se detuvo un
ratito en un rincón, arrodillado, v de momento
ve que D. Manuel se levantó en alto, de rodillas
como estaba, y así permaneció mucho rato. Y el
chico, altamente impresionado y curioso, esperó
a ver en qué paraba todo aquello. Y como si nada
hubiera ocurrido, se levantó D. Manuel de dar
gracias, y al marcharse, nota que el estudiante
estaba en la iglesia y nadie más había. Le llamó
y díjole con severidad: «No digas nada de lo que
has visto.¡Cuidado con decir nada! “
El hecho ocurrió cuando nadie había en el
templo. Sólo el estudiante que Mosén Sol creía
haber marchado. Este seminarista, como éramos
tan íntimos, que no teníamos secretos, con toda
reserva y con riguroso sigilo me lo comunicó. Y
he guardado hasta hoy el sigilo. Hoy, que me es
permitido el comunicarlo, o mejor, es
obligatorio manifestar lo ocurrido, ya que tal
estudiante murió hace unos dos años de desgracia
de un auto en Zaragoza, siendo sacerdote y
párroco en Todolella, lo declaro.
Y como dadas las buenas cualidades de aquel
mi amigo; que era de los más buenos del Colegio,
es fácil que habría guardado el secreto
prometido a Mosén Sol, y haya muerto sin saberlo
nadie más que yo; por lo mismo, créome más
obligado en conciencia a dar noticia del hecho.
El estudiante se llamaba José Mampel y murió
siendo cura de Todolella.
El hecho calculo que ocurrió aproximadamente
entre los años de 1898 a 1900.»
CESA EL VIENTO Y EL MAR SE CALMA
Fue a bordo de un vapor de la matrícula de
Asturias. Había embarcado en Almería al
atardecer del 28 de abril de 1898 y se dirigía a
Cartagena en compañía de otros dos Operarios.
Cuando se habían alejado de la costa y se
hallaban ya en alta mar, el Mediterráneo, de
ordinario tan tranquilo, empezó a alborotarse.
Soplaba un viento impetuoso y se desencadenó una
tempestad horrible. El barco parecía juguete de
los elementos. Bailaba como una paja, subiendo y
bajando al compás de las olas.
D. Manuel, medio mareado, bajó con los suyos
al comedor, donde se acomodó en un sofá, para
ver si pasaba el temporal. Al contrario, cada
vez era más fuerte la tempestad. Los oficiales
del barco andaban alarmados de una parte a otra,
sin esperanza alguna de que aquello amainara,
porque las indicaciones barométricas eran cada
vez más alarmantes.
Hacia las doce de la noche arreció
furiosamente el viento y hubo un momento en que
creyeron naufragar. Al verse en aquel apuro, D.
Manuel exclamó con todo el fervor de su corazón:
«¡Señor, compadeceos de nosotros! A lo menos,
que no perezcan estos dos que son jóvenes aún...
Yo soy viejo...¡¡Jesús, estos angelitos!! ».
Dios oyó su clamor desinteresado y aquellos
gemidos salidos del fondo de su espíritu, y en
medio de la admiración de todos, particularmente
de los marinos, que no se explicaban el caso, el
viento se calmó, desapareció la tempestad,
volvió la serenidad al mar y a aquellos
corazones atribulados, gracias, según creían, al
poder de intercesión de las oraciones del siervo
de Dios.
LUCES DE OCASO
VIVIENDO DE MILAGRO
Don Manuel, fisiológicamente, fue siempre un
anormal», es afirmación de su médico de
cabecera, Dr. Vilá, el cual, a su vez, las
recogió de su padre, que le había tratado
durante muchos años.
«Siendo yo todavía muy niño, dice, recuerdo
que mi padre se preocupaba por el más
insignificante trastorno que sufría Mosén Sol.
Estudiando los últimos cursos de mi carrera,
fueron muchas las ocasiones en que mi buen padre
me hablaba del anómalo y raro organismo de D.
Manuel. En las excursiones que el benemérito
sacerdote realizó a los distintos colegios por
él fundados, cuando, por cualquiera
indisposición que sufría se llamaba al médico,
éste, si por primera vez le asistía, no podía
menos de alarmarse al observar un caso tan raro
y tan poco observado en la práctica; pues la
constitución del ilustre enfermo y el
funcionamiento de su organismo tenían ciertas
particularidades que sorprendían a todos los
médicos, extrañándoles cómo de aquella manera
podía vivir. La particularidad principal de
aquel organismo era, indudablemente, la
bradicardia, tan rata, que son contados los
casos en que se presenta un caso igual al del
Dr. Sol. Su corazón, algo hipertrofiado, mas sin
soplo alguno que demostrase lesión orgánica en
orificios ni válvulas, latía de una manera
perfectamente rimada, pero con una frecuencia de
treinta y seis sístoles por minuto.»
Habla después el Dr. Vilá de los trastornos a
que debieron dar lugar éstas y otras
anormalidades fisiológicas: atonía de vigor
físico y, sobre todo, del cerebro. Sin embargo,
«nada de esto ocurría, pues resistía un trabajo
cotidiano capaz de fatigar a cualquier individuo
joven y perfectamente organizado... No se
trataba de un individuo enclenque y enfermizo
que arrastrara una vida pobre y artificiosa; por
sus manifestaciones exteriores, su cerebro
percibía clara y distintamente las sensaciones y
las graduaba; su ideación era de las
privilegiadas; su memoria, envidiable; su
voluntad queda manifiesta en los actos por él
realizados: las obras por él emprendidas y
desarrolladas demuestran lo gigantesco de sus
facultades psíquicas... ¿Cómo se explica que un
cerebro tan pobre, tan sujeto a los continuos
embates de congestión a izquemia y tan mal
nutrido, pudiera soportar un trabajo intelectual
tan grande como el que ejecutaba? ¿Cómo cabe
comprender que un corazón tan vulnerable pudiera
resistir los continuos sufrimientos que le
proporcionaba el desarrollo de aquellos
maravillosos proyectos por él realizados? ¿Cómo
un ser que tenía sus dos órganos principales
expuestos a enfermar, pudo resistir hasta la
edad de setenta y tres años con una inteligencia
clara y una voluntad firme, como si se tratara
de un hombre en plena y perfecta salud, de un
organismo privilegiado? El porqué y la
explicación de todo ello, ingenuamente confieso
que no acierto a comprenderla ni adivinarla.
¿Eran todos sus actos y todas sus obras hijas de
sus propias energías y de sus facultades? Creo
que no: Pues obsérvase una gran desproporción
entre su constitución, así como su funcionalismo
físico, y las obras por él emprendidas y
realizadas. ¿Existía algo extraño a su
organización que le impulsaba a planear y
ejecutar las obras por él llevadas a cabo?¡Así
lo creo! Pues si tales fenómenos no se explican
racional y humanamente, no es aventurado afirmar
que D. Manuel mereció y obtuvo gracias
abundantes y especialísimas del Supremo Hacedor
para concebir y realizar las múltiples y
sorprendentes obras ligeramente apuntadas».
Esta era también la convicción de D. Manuel.
Y así lo afirmó más de una vez diciendo que «su
vida era un milagro de Jesús Sacramentado».
EL EMBARQUE DE LA NARANJA
Su salud empezaba a resquebrajarse,
reblandecida por su extremada actividad. fue por
el 1902 cuando tuvo una de las primeras amenazas
serias de derrumbamiento.
Estaba en el coro de la capilla de Tortosa,
mientras los alumnos cantaban solemnemente el
Magnificat por hallarse aquel día, 8 de
noviembre, en vísperas de la fiesta del
Reservado. Tuvo un ataque de anemia cerebral,
que le derribó al suelo sin sentido. No tardó en
volver en sí, pero poco después se repitió el
ataque.
El médico le mandó reposo absoluto durante
una temporada. Le prohibió decir misa, que no
pudo celebrar hasta el 2 de mayo del año
siguiente. Repuesto un poco, le permitió
trasladarse a Valencia, donde le redujo a la más
absoluta inactividad. No podía rezar el oficio
ni celebrar la santa misa, ni recibir ni
despachar correspondencia, ni admitir visitas ni
preocuparse de ninguna cosa.
Esto era un verdadero martirio para el
temperamento de D. Manuel, acostumbrado a una
vida de vértigo apostólico; pero ofrecía a Jesús
su «vita abscondita» por los intereses de su
gloria.
Sólo le permitió el doctor durante su
estancia en la ciudad del Turia salir a dar un
paseo por el Grao, para ver cómo embarcaban la
naranja. Y allí iba D. Manuel acompañado de D.
Juan Estruel con frecuencia, se entretenía
viendo el mar y los barcos, y de cuando en
cuando dejaba volar un poquito su imaginación
para pensar en sus hijos que, allende los mares,
se hallaban promoviendo los intereses de la
máxima gloria de Dios.
¿COMO VIVE ESTE HOMBRE ?
Consumíase D. Manuel durante su larga
enfermedad pensando en la inactividad a que se
hallaba reducido, y añorando los días en que
podía planear a sus anchas y moverse con
libertad, decía: «No sé cómo se me pasa el día
sin hacer nada y, sobre todo, nada bueno. Jesús
me quiere muerto y mortificado, y yo quisiera
vivir para maniobrar, y me mortifica no poder
hacer ni siquiera mis Oficios de Semana Santa
tan queridos.»
En 1904 la enfermedad amainó; y tan pronto
como le dieron licencia los médicos, emprendió
un viaje de visita a sus Colegios y Seminarios,
pasando por Valencia, Murcia, Orihuela, Toledo,
Cuenca, Madrid, Sigüenza, El Escorial, Astorga y
Burgos, admirándose él mismo de sus fuerzas y de
la protección del Señor para con él, pues, a
pesar de haber pasado en el tren dos noches sin
dormir, no sentía malestar alguno.
Pero ya no podía hacer pinitos. El 8 de
junio, hallándose en Burgos, sintióse mal y se
metió en la cama. Hubo consulta de médicos.
Además del Colegio, que ya le había visitado en
otras ocasiones, se avisó al del Sr. Arzobispo,
que gozaba fama de ser el mejor de entre todos
los de la ciudad; el cual, al hacer las primeras
auscultaciones, tomar el pulso, y ver la
alarmante bradicardia que padecía, volviéndose
espantado a los circunstantes, exclamó
«¡Cómo vive este hombre! ¿Cómo no piensan en
darle el Viático ?¡Está muy mal, y para morirse!
» Y no se explicaba cómo le permitiesen que
anduviera por el mundo hallándose en tal
peligro.
Subió aún su admiración cuando, interviniendo
el médico del Seminario, le dijo que ese era su
estado habitual, y que él había sufrido la misma
impresión al reconocerle por primera vez,
rubricando los dos galenos con un encogimiento
de hombros su ingnorancia ante un fenómeno tan
raro, como inexplicable.
EL CANTO DEL CISNE
Tenía lugar la escena en el locutorio de un
convento el día de la Ascensión del Señor.
-¿Qué tal les ha sabido a ustedes el fervorín
de Don Manuel en la misa de comunión?,
preguntaba a las religiosas un sacerdote que
también le había oído.
-¡Ah!..., suspiraron a coro las buenas
monjitas que, emocionadas por el fervor del
predicador, aun no habían dejado de llorar.
-¿Qué tal les ha sabido a ustedes el sermón
de D, Manuel?, volvió a insistir el curioso
visitante.
-A mí, dijo una, rompiendo el ensimismamiento
en que parecía estar continuamente sumida, me ha
parecido oír al buen Jesús platicando
sabrosamente con la Samaritana sobre el brocal
del pozo de Jacob.
-Yo, añadió otra, creía oír al divino Maestro
cuando, apareciéndose resucitado a María
Magdalena, prorrumpió en aquella extática
exclamación: ¡María!
-Pues a mí, contestó una tercera, las
palabras de D. Manuel me parecían como los
rumores de las alas de los ángeles que velaban
los místicos sueños del prisionero del sagrario,
batidas sobre nuestras cabezas para despertarnos
de nuestras soñolencias espirituales.
Y así una en pos de otra, todas las
religiosas fueron desgranando las frases más
laudatorias que pudieron hallar en su
repertorio, para expresar la inmejorable
impresión que les había causado el fervorín de
D. Manuel.
Y cuando hubo terminado la última, atrevióse
la Superiora a preguntar a su vez:
-¿Y a usted, señor Magistral, que tan atento
le escuchaba arrodillado en el presbiterio, qué
le ha parecido?
-Sencillamente, que a D. Manuel le sucede lo
que al cisne...
-¿Y qué le sucede al cisne? , preguntaron
varias voces a un mismo tiempo.
-Al cisne le pasa que canta más suave cuanto
más se acerca la hora de su muerte. Hacía tiempo
que no había oído a D. Manuel ningún
fervorín.¡Anda el pobre tan quebrantado de
salud! Pero, al oírle esta mañana, me ha gustado
más que nunca. Me ha parecido un nuevo profeta
de los salmos. cantando a la puerta del sagrario
los himnos que el David auténtico cantaba
mirando al cielo.
En aquel momento llegó al locutorio D.
Manuel, que hasta entonces había estado en la
iglesia dando gracias después de la celebración
de la misa; y al enterarse de aquel florilegio
de frases hermosas deshojadas en su honor,
bajando humildemente los ojos al suelo, limitóse
a repetir con admiración de todos su cantinela
favorita
«¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dulce Jesús
Sacramentado! »
UNA CALAVERADA A LOS SETENTA AÑOS
Arrullada su cuna al compás de las tranquilas
aguas del Ebro. desde pequeño fue un entusiasta
«tomador de baños». Andando el tiempo los mismos
médicos, para combatir los humores herpéticos
que padecía, le habrían de aconsejar el ambiente
refrescante de la playa. Esa y no otra fue la
razón de sus idas periódicas a Benicasim.
Sucedía muchas veces, dice un Operario que le
acompañó más de una vez, quedar D. Manuel
completamente inútil para todo lo que fuera
trabajo mental, y esto le apenaba, porque había
de intervenir como elemento principalísimo en
asuntos que no admitían dilación ni espera. Pues
en estas circunstancias, salir de Tortosa en el
tren del mediodía, llegar a media tarde a las
playas de Benicasim, zambullirse en el mar,
calmarse los nervios de D. Manuel y sentirse
entonado su organismo, era todo uno; tanto, que
aquella misma tarde podía ya despachar la
correspondencia de asuntos ordinarios y dejar en
turno para el día siguiente la de más
compromiso.»
Una tarde de verano estaba en la playa de
Benicasim con Don Julián Ferrer, Canónigo de
Tortosa. Se hallaban indecisos sobre tirarse al
mar o no, porque estaba un poco revuelto y,
sobre todo, porque el cielo amenazaba tormenta.
Para salir de esta indecisión preguntó D.
Manuel: «¿Qué hacemos?» Recibida respuesta
afirmativa, ambos se metieron en el agua.
Mientras se estaban bañando, se desencadenó un
tremenda tempestad junto con un fuerte aguacero.
Salieron del mar y se refugiaron en las casetas
de la playa, pero aun allí dentro se mojaron, y
hasta el calzado se les había empapado de agua.
Como pudieron, y con las ropas completamente
caladas, llegaron a casa; y D. Manuel, con
ingenuidad y candor propios de un niño,
exclamaba: «¡Ay, chico, chico, no digas a nadie
que Mosén Sol ha hecho a los setenta años esta
calaverada! »
¿QUIÉN ES ESE OBISPO?
Sucedió en la estación de Valencia, momentos
antes de coger D. Manuel el tren para regresar a
Tortosa. Habían acudido a despedirle, además de
los Superiores del Colegio levantino, un buen
grupo de sacerdotes amigos.
Uno de ellos estaba ocupado en colocar las
maletas y encargos de D. Manuel en el
departamento correspondiente, cuando se le
acercó un señor, bien trajeado y de porte
distinguido, que con mucha amabilidad le
preguntó
-¿Tendrá usted la bondad de decirme quién es
ese Obispo?
-¿Qué Obispo?, contestó, lleno de admiración
y mirando a todas partes el interrogado.
-¡Ese señor Obispo que está ahí rodeado de
sacerdotes!, y señaló a D. Manuel.
-No se trata de ningún señor Obispo, pues no
es más que lo que usted ve, un sacerdote.
-No me entiende usted; me refiero a ese más
fuerte que está en medio de todos, insistió el
desconocido señor,;que no había quedado
satisfecho con la primera respuesta, y se acercó
hasta casi tocar el grupo de sacerdotes con la
mano.
-Le repito, señor mío, que no es ningún
Prelado, que se trata de un simple sacerdote y
nada más. Es de la diócesis de Tortosa y se
dirige a esa ciudad.
-Es inútil que usted trate de ocultarme que
aquí viaja un Prelado. Ese señor que le digo,
sin duda que es un Obispo que, para pasar de
incógnito, no lleva anillo ni pectoral, ni algún
otro de los atributos que pudieran delatar su
condición episcopal; porque su fibra tan
venerable, sus modales, su manera de hablar, la
impedimenta que lleva, el cariño con que le
trata todo ese grupo de sacerdotes, en fin...
todo ello está pregonando a voz en grito su
dignidad...¡'.Mire, le suplico de nuevo y
encarecidamente que me diga su nombre y la
diócesis que rige! ¡Es lo único que me interesa!
-¡Pues, no señor! Está usted completamente
equivocado...
En vista de que no había obtenido respuesta
satisfactoria, como de último recurso echa mano
a la cartera y enseña el título de redactor de
«La Correspondencia de Valencia».
- ¡Ah! ¿De modo que es usted periodista?
Ahora me explico su insistencia. Pues ese señor
no es Obispo; es D. Manuel Domingo y Sol,
Fundador de la Hermandad y Director General de
los Operarios Diocesanos; el que ha puesto en
marcha la Obra de los Colegios de Vocaciones; el
que...
-¡Ya, ya! ¡Mosén Sol! ¡Acabáramos! ¡Pues eso
debiera haberme dicho usted!
Y mientras sacaba la pluma para tomar nota,
añadía:
-Ya decía yo que ese sacerdote era algo
especial, Obispo o... cosa parecida, pero algo
especial.
ES MAS QUE OBISPO
Durante su estancia en Vinaroz acostumbraba
D. Manuel salir un rato de paseo con D. Esteban
Monfort y Mosén Falcó.
Estos dos buenos sacerdotes, prendados de la
virtud y de la valía de D. Manuel, cuando se
quedaban a solas no sabían cómo ponderar a aquel
hombre extraordinario que, por otra parte, se
les presentaba tan sencillo; y con frecuencia
entablaban entre ellos diálogos como el
siguiente
-¡Cuántas veces, decía uno, reflexiono lo que
vale este hombre y veo que no le sabemos
apreciar debidamente en la diócesis cuando es
una lumbrera que tendrá fama nacional! Si fuera
de otra diócesis nos admiraría más.
-Es cierto, añadía el otro. Es una gloria de
Tortosa, ¿Qué lo parece, vale más que Ossó?
-Tal vez sí, aunque no haya escrito tantos
libritos como él. Son dos glorias de la
diócesis.
-¿Por qué no han de hacerle Obispo?
-¡No, hombre! ¡Eso sería achicar su figura!
¡Es más que Obispo!...
Y al día siguiente volvían a admirar las
virtudes de D. Manuel y a apreciar su valer en
un rato de conversación íntima en que éste
desfogaba su corazón, sin sospechar las
cavilaciones que, cuando estaban a solas, se
traían aquellos dos buenos amigos y entusiastas
admiradores.
LA VISITA «AD LIMINA»
León XIII, aquel glorioso Pontífice que tan
generosamente se había portado en la fundación
del Colegio Español, moría el 20 de Julio de
1903.
Sucedióle Pío X, elevado al Pontificado el 4
de agosto del mismo año. No le fue en zaga a su
antecesor en obsequiar y mimar a los colegiales
españoles. Ya el 22 de diciembre les recibió en
audiencia particular. Durante casi media hora
les habló de la necesidad de ser aplicados y
virtuosos. Terminadas sus palabras, los chicos
aplaudieron al Papa con aquel entusiasmo y aquel
fervor que siempre ha caracterizado a los
españoles.
Pío X les miraba sonriendo de gusto, y al fin
exclamó: « ¡O come sono terribili questi
spagnoli! ¡Sono bollenti!... »¡Qué terribles son
estos españoles! ¡Son ardorosos!
D. Manuel no pudo asistir a aquella
audiencia, en la que tanto hubiera deseado
hallarse, para ponerse a los pies del nuevo
Romano Pontífice, ofrecerle humildemente el
obsequio de reverencia y veneración de la
Hermandad entera con sus Colegios y Seminarios,
y recabar de él para sus empresas su benéfica
bendición.
Preguntó el Papa por él, y al contestarle que
una larga enfermedad le había impedido acudir a
Roma, le bendijo con bendición especial, y
expresó al Rector del Colegio sus deseos de que
cuanto antes curase, para que fuera a hacer su
visita «ad limina», porque tenía muchas ganas de
verle.
EL ULTIMO PINITO
Con la notable mejora que experimentó a
primeros de 1907, empezaron a reverdecer en su
imaginación los deseos de volver a Roma. Era el
mismo Romano Pontífice el que le invitaba a
ello. Le atraían enormemente las noticias que
recibía del Colegio, y por si estos motivos no
bastaran, le estaban empujando desde España a
que emprendiera el viaje.
El, no obstante, tenía sus reparos. «Para
primer vuelo o pinito, me parece mucho. Tengo
aprensión.» Por fin se decidió, saliendo de
Barcelona el 10 de mayo y llegando a Roma el 12.
Los alumnos del Colegio le recibieron con un
aplauso cerrado. Hicieron en su honor una
sentida velada, a la que asistieron los
Cardenales Vives y Casañas. D. Manuel se atrevió
a decides la misa, darles la comunión y no pudo
resistir la tentación de dirigirles la palabra,
contra la severísima prescripción médica que
tenía clausurados sus labios hacía ya cuatro
años.
«El Señor, en sus bondades, me ha concedido
el consuelo, que no confiaba ya, de visitar otra
vez esta amada Casa, de tantos recuerdos para
mí... ¿Cómo, pues, no dirigiros un saludo
afectuoso, y deciros unas palabras, siquiera
Sean breves, lo que desde hace cuatro años me
tienen prohibido los médicos, y son las segundas
que dirijo, pues sólo he saludado brevemente y
por primera vez a los seminaristas de Barcelona?
¿Qué os diré, pues?» Les habló de la necesidad
de la santidad para el sacerdote. «Os obliga a
ser santos, no solamente buenos, el haber sido
llamados a Roma. Porque es una elección
especial».
El 18 le recibió el Papa en audiencia
privada, de la que salió satisfechísimo y
sumamente consolado. Le impresionó notablemente
la sencillez y asequibilidad de Pío X, que
contrastaba con la majestad y dignidad de su
predecesor León XIII.
Con el presentimiento de que era su última
visita a Roma, se despidió de aquel querido
Colegio, que le había costado tantas penas y
tantos desvelos, pero que él, en sus atisbos de
fundador, veía que había de dar a la Iglesia
española sazonados frutos de santidad
sacerdotal.
LA TÍA BARANA
Era muy famosa en el mundo estudiantil
tortosino y sólo se la conocía por el apodo de
«la tía Barana».
Hacía de «ordinario» entre Vinaroz y Tortosa
y llevaba al Seminario y Colegio de San José los
encargos que para los estudiantes vinarocenses
la daban sus respectivas familias: talegos de la
ropa, libros que suelen quedarse olvidados y, de
cuando en cuando, golosinas y alguna cosilla de
comer, de esas que vienen tan bien a los jóvenes
y... a los viejos.
Tenía la tía Barana un carro destartalado y
un mulo de segunda mano que ella había comprado
por cuatro cuartos, cuando el primer dueño le
quiso vender por haberle llegado la edad de la
jubilación. Ella, no obstante, estimaba a
entrambas prendas como a la niña de sus ojos,
porque eran el único sostén de su vida.
El caso es que allá por los últimos días de
octubre del año 1907 se desbordó el Ebro
anegando en sus aguas, además de casi toda la
ciudad de Tortosa, su riquísima vega. Estaba
entonces allí la tía Barana y solía parar en una
posada situada en la calle del Mercado, cercana
al río, y que por consiguiente fue una de las
primeras a las que llegó el agua.
Al ver la tremenda crecida del río y
barruntar el peligro que se avecinaba, se dio el
grito de «sálvese quien pueda», y desde el
posadero hasta el último viajante, todos tomaron
«las de villadiego», para ponerse en salvo;
todos... menos la tía Barana, la cual, al ver
que no podía llevarse consigo su carro y su
mulo, se quedó ella sola para guardarlo con el
mismo cariño con que se guarda un tesoro.
La riada subía y era muy fuerte el ímpetu de
la corriente, que de momento en momento iba
ganando en velocidad. Tapias y terrados se
hundían reblandecidos por las aguas. El río,
cada vez más crecido, arrastraba utensilios y
árboles que había arrancado en su camera.
La pobre señora esperaba que de un momento a
otro la llegara su última hora, como la hubiera
sucedido, de no haber acertado a pasar por allí
una de las barcas que el Ayuntamiento había
mandado equipar, para salvar a las personas que
se hallaban en peligro y que dieron con la tía
Barana. Gruesos lagrimones corrieron por sus
mejillas al tener que separarse de sus tan
queridas prendas, que sin duda quedarían
enterradas de agua y perecerían en la
inundación.
En efecto: el carro quedó hecho un guiñapo y
el mulo murió ahogado. Cuando lo supo la tía
Barana, lloró a lágrima viva la muerte de aquel
animal que la ayudaba a ganarse el pan de cada
día. Y no se recataba en ocultar su llanto, al
contrario, hacía de él un magnífico medio de
propaganda. Decidida a continuar con el mismo
empleo, visitaba a las personas conocidas de
Tortosa pidiéndoles una limosna para comprarse
otro jamelgo. Uno la daba una peseta, otro un
duro, y para enternecer el corazón y ablandar el
bolsillo de los donantes, entre lágrima y
lágrima, la tía Barana les contaba el triste
episodio de la muerte de su machito.
También fue a pedir a D. Manuel, a quien
conocía por sus frecuentes visitas al Colegio de
San José para llevar los recados de los chicos.
La recibió con su característica amabilidad y la
alargó una buena propina de 20 pesetas. Y
también a él le debió de espetar la triste
historia de la catástrofe fluvial; porque él
mismo describía después le pena hondísima que
había afligido a aquella mujer, y la
extraordinaria alegría que había experimentado
al ver la respetable limosna que la daba.
«Hasta me parece, decía D. Manuel, que habrá
perdido mérito delante de Dios mi limosna por la
satisfacción que me produjo ver la alegría con
que la recibía.»
TIRANDO DEL CARRITO
Nació para trabajar y no descansaría sino
después de muerto. El último período de su vida
fue de plena lucidez y de gran actividad. Estaba
ya al borde del sepulcro, y todavía se sentía
con bríos para remover a Coda Tortosa.
A fines de 1908 hallábase empeñado en
propagar entre sus paisanos la devoción al
tortosino Beato Gil de Federich, a quien el Papa
acababa de beatificar. El mismo se ofreció
voluntariamente al Cabildo para adquirir una
hermosa imagen del Beato, con la única condición
de que le buscasen un sitio acomodado en la
Catedral para poder exponerla a la pública
veneración de los fieles.
Aceptada esta condición por los capitulares,
D. Manuel se dedicó con el brío de sus años
juveniles a hacer ambiente en torno al Beato.
Reunió a los periodistas, les animó y documentó
lo mejor que pudo, sugiriéndoles temas a
publicar en sus periódicos respectivos. Se ganó
por su medio el ambiente público. Organizó con
este motivo grandes fiestas. Comprometió a dos
predicadores de fama, que no pudieron rehuir la
invitación por tratarse de D. Manuel, a quien
amaban con delirio. Trabajó en la impresión y
corrección de pruebas del oficio y misa del
Beato Federich. Quiso hacer una tirada numerosa
de estampas y hojas volanderas de propaganda en
honor del mártir. Mandó esculpir su imagen,
encargando encarecidamente al artista que
hiciera una cosa digna y devota. Le presentaron
el boceto y, no fiándose de sus propios
conocimientos ni de su gusto artístico, lo
enseñó a unos técnicos, y únicamente se aquietó
cuando éstos le dieron su aprobación y visto
bueno. Pero no pudo verla terminada. La muerte
le andaba rondando. Poco antes de sentir el
mordisco de su última enfermedad, había escrito
al Obispo de Málaga, expresándole los deseos que
tenía de verle cuanto antes. Y con aquella
jovialidad que conservó hasta el último momento,
le decía que estaba hecho una ruina, y que no
podía hacer otra cosa que «ir tirando del
carrito, aunque con la cabeza de joven».
Llegó en efecto, a edad avanzada, con la
cabeza y corazón rebosando juventud, ya que su
alma de apóstol no supo nunca nada de desmayos
ni abatimientos seniles. Días antes de morir aun
soñaba con obras de celo y su imaginación volaba
por los campos de la gloria de Dios.
«Al recibir peticiones de personal, y ante el
vasto campo que se abre aquí y ahí (Méjico) me
contristo, y quisiera lanzarme a abrazarlo todo;
pero, puesto en la presencia de Dios me quedo
tranquilo, porque ya ve El que no podemos...»
Palabras que expresan los sentimientos de aquel
corazón enamorado de Dios que hervía de celo a
borbotones.
PRESINTIENDO LA MUERTE
Fue pocos días antes de meterse en cama,
vencido por la enfermedad que le llevó al
sepulcro.
Iba por una de las canes de Tortosa, y se
encontró con una señora de la que había sido
director espiritual por los tiempos en que se
hallaba de ecónomo en la parroquia de Santiago.
Después de saludarla atentamente la dijo muy
quedo y con mucho misterio «Quiero que vayas a
verme al Colegio; pues deseo regalarte una
cosa.»
La buena señora, llena de contento, no se
hizo invitar dos veces, y tan pronto como tuvo
ocasión se presentó en el Colegio de San José
preguntando por D. Manuel. Hablaron largo y
tendido de cosas espirituales, que era
probablemente lo que él pretendía. Entonó a
aquella alma, la dio los últimos consejos, y
como recuerdo de aquella conversación y
cumplimiento de la promesa que la había hecho,
sacó un crucifijo y se lo entregó, diciendo:
«Mira, toma este regalo y guárdatelo siempre,
pues será el último que lo haré.»
A los pocos días se puso enfermo D. Manuel y
no tardó en morir. Aquella señora acordándose
del aplomo y seguridad con que la dijo que sería
el último obsequio que la había de hacer,
exclamaba: «Mosén Sol presentía ya su pronta
muerte. Estoy tan contenta de poseer este
crucifijo, que no lo cambiaría por todas las
riquezas que hay en el mundo... »
Y por nada del mundo lo cambió, pues lo
conservó durante toda su vida con el afecto y
veneración con que se guardan las reliquias de
los santos.
TRES HORAS ANTES DE MORIR
Hasta el último momento conservó la serenidad
de espíritu, la lucidez de entendimiento y la
alegría de carácter.
Era el último día de su vida, 25 de enero de
1909; tres horas antes de morir. Hablando con la
Sierva de Jesús que le atendía, contaba algunas
anécdotas en las que abundaba su ajetreada vida
de apóstol, viniendo a parar la conversación en
los no pequeños inconvenientes que le habían
ocasionado los distintos nombres con que la
gente le conocía.
«¡Sí, no todos me llaman lo mismo!
Cuando voy por la calle y oigo que me llaman
Mosén Manuel, seguro que es alguna devotita; los
nuestros me llaman D. Manuel; si me dicen Mosén
Sol, o son antiguos discípulos, colegiales o
tortosinos; si oigo Dr. Sol, ya sé que el que me
llama o es catalán o educado en Cataluña; Mosén
Domingo no me lo dicen más que los amigos
contemporáneos y condiscípulos; Pare Vicari...,
sin duda que se trata de algún vecino del pueblo
de la Aldea o del barrio de Santa Clara».
Y la buena religiosa para no herir su
humildad y no excitarle en los últimos momentos,
no se lo decía a él, pero pensaba para sus
adentros:¡Distintos nombres! ¡Qué importa!
¡Mejor! Cada uno busca el que más le llena y el
que le parece más apto para expresarle su cariño
y veneración.
¡HA MUERTO UN SANTO!
Ese fue el grito que, al saberse la noticia
de la muerte de D. Manuel, resonó en todos los
rincones de nuestra patria. «¡Ha muerto un
santo!», decían con grandes titulares los
periódicos de muy diversos puntos de España,
como si se hubieran puesto de acuerdo para
rotular del mismo modo sus primeras páginas.
«¡Ha muerto un Santo!», decían llorando los
pobres que de él recibieron tantas limosnas, las
monjas que le conocieron, los seminaristas que
le trataron, los religiosos, los sacerdotes, los
Obispos... Los altos y los bajos, todos decían
profundamente apenados: «¡Ha muerto un santo!»
De todas partes empezaron a llover sobre
Tortosa telegramas y cartas de pésame,
redactados todos en el mismo tono, de
sentimiento por su muerte, pero de jubilosa
exaltación de sus admirables virtudes.
«El luto ha de ser general, escribía al
Superior del Colegio de Tortosa el P. Ludovico
de los Sagrados Corazones, C. D. La Iglesia
española pierde el sacerdote que más ha hecho
por ella. El clero secular, un modelo de eximias
virtudes, ocultas con el velo de la modestia más
grande. La Congregación ha perdido... a D.
Manuel. Usted sabe muy bien que en esta palabra
subrayada está contenido todo lo que puedo
decir. D. Manuel era un padre, un corazón tan
grande como su fe».
Por santo, en efecto, le tenían cuantos le
trataron. El insigne moralista P. Juan Bautista
Ferreres, S. I. , dice: «Juraría que D. Manuel
es hombre de virtudes heroicas». Lo mismo afirma
el no menos ilustre P. José M.ª Bover, S. I.:
«¡Cuánto he deseado la introducción de su causa
de beatificación. Porque D. Manuel era hombre, a
todas luces, de virtudes heroicas».
Hermoso florilegio el que se podría formar
con las frases que hombres eminentes, sobre todo
del sector eclesiástico, ofrendaron en la tumba
de D. Manuel.
Valgan por todas, las palabras del entonces
canónigo de Sevilla, D. Federico Roldán: «Yo,
que podría escribir todo un libro de lo que
siento acerca del venerable sacerdote, gloria de
España y prez de la ilustre ciudad de Tortosa,
en estos momentos de angustia y de aflicción,
apenas sé decir otra cosa que era un Santo. En
su semblante exterior, yo no me lo imagino más
dulce, más venerable, más atractivo, más
revelador de un alma grande, llena de Dios, en
un San Alfonso María de Ligorio, en un San José
de Calasanz, en un San Felipe Neri, en un Beato
Bernardino Realino... en todos esos santos, cuyo
exterior dulce, suave, apacible, es proverbial
en la Iglesia, y abona bastantemente para poder
decir el que contempla sus venerandas
imágenes:¡era un Santo! y el que, después de
haber visto a D. Manuel Sol hubiera tenido la
dicha de tratarlo, aunque no más que a la
ligera, hubiera salido de su presencia, diciendo
para sí:¡Es un santo!... Sí, D. Manuel Domingo y
Sol ¡era un Santo!"
EL SIEMPRE ME DABA
Toda la ciudad de Tortosa, el día de su
muerte, desfiló ante el cadáver de D. Manuel,
expuesto en la capilla ardiente del Colegio de
San José. Los ricos porque le querían y
veneraban como a un santo, y los pobres porque
le miraban como a un padre, a quien podían
siempre acudir en todas sus necesidades.
Bajaba llorosa de besar por última vez
aquella mano que tantas limosnas había
depositado en las suyas, una pobrecita mujer de
un barrio tortosino. En el pasillo se topó con
un Operario que se trasladaba de prisa de un
sitio a otro, y le pidió limosna.
No eran, por cierto, aquellos los momentos
más oportunos, y éste se excusó diciendo que no
tenía tiempo entonces para satisfacer los deseos
de la pobre señora; la cual, acordándose en
seguida de la generosidad de D. Manuel, exclamó
toda afligida
«¡Ah, si hubiera sido él! » «¡El siempre me
daba! »
HASTA DESPUÉS DE MUERTO
Consagrado de por vida totalmente a la
salvación de las almas, parece que, hasta
después de muerto, interpone su valimiento para
conseguir la conversión de los pecadores.
Una religiosa del convento de Sancti-Spíritus
de Astorga se hallaba santamente empeñada en
obtener la mejora de vida de un alma empecatada
que la habían encomendado. El pecador en
cuestión era un hombre ya de edad y hundido en
el vicio. Hacía veinte años que se había casado
y desde entonces no se había vuelto a acercar al
sacramento de la penitencia ni cumplía tampoco
con el precepto dominical. Y si alguno le
recriminaba su conducta poco edificante, le
echaba con cajas destempladas, de modo que no le
quedasen ganas de repetir su oficio de
sermonero.
La religiosa oraba y oraba, ofrecía
sacrificios y hacía alguna penitencia particular
por esta intención. Durante un año consecutivo
había estado encomendando aquel asunto a la
Virgen del Perpetuo Socorro, con resultado
negativo. Así las cosas, oyó un día hablar de D.
Manuel y de las gracias obtenidas por su
intercesión y se la ocurrió la idea de ponerlo
todo en manos del varón de Dios. Le hizo tres
novenas a este fin y prometió publicar la
gracia, si la obtenía, en la revista «La
Reparación».
Al poco tiempo, un mes escaso, se verificó la
transformación de aquella pobre alma. Confesó y
comulgó con la admiración de todo el pueblo, que
se hacía lenguas del caso no sabiendo cómo
explicárselo, y se convirtió en un católico
fervoroso, fiel cumplidor del precepto
dominical.
No contento desde entonces con cumplir las
obligaciones de todo buen cristiano, para
deshacer el mal ejemplo que había dado, empezó a
realizar no pocas obras de supererogación. Aquel
año sufragó él solo todos los gastos de la
solemne función sacramental que anualmente se
celebraba en el pueblo y cogió la santa
costumbre de asistir a misa muchos días entre
semana, siempre que se lo permitían sus
ocupaciones.
EL TIC TAC DEL RELOJ
Se hallaba el Sr. Párroco de Llácoba, D. José
Mampel, profundamente apenado porque, después de
unos días de dolores intensos, había perdido
completamente el oído quedando con ello en parte
inutilizado su ministerio sacerdotal.
Los remedios que le recetó el médico del
pueblo, y que no fueron pocos, no habían
producido ningún efecto positivo. En vista de lo
cual terminó por aconsejarle que fuera a un
especialista. Una noche, en que le molestaba más
que de ordinario y el dolor era intensísimo,
estaba el buen párroco medio desesperado sin
saber qué remedio tomar, cuando se le ocurrió
ponerse al oído una estampa de D. Manuel, de las
que se habían editado en recuerdo de su funeral.
Invocó al varón de Dios confiando en su
valimiento y prometiendo que, si curaba, lo
publicaría para glorificación suya.
El dolor se le calmó, en efecto, y se quedó
profundamente dormido. Y,¡oh, sorpresa! , al
despertarse observó que oía perfectamente el tic
tac del reloj de la habitación, que hacía ya más
de un mes que no podía oír.
Lleno de satisfacción por la mejoría lograda
se marchó a Morella a un especialista que gozaba
de mucha fama. Le expuso el caso y le dijo que
el médico del lugar le había recomendado que
cuanto antes fuese a un especialista, pero
haciendo caso omiso de todo lo relacionado con
D. Manuel.
El especialista le miró detenidamente, y
después de haberle hecho un examen minucioso
terminó por decide
«No sé cómo el médico de su pueblo le ha
mandado aquí, pues no tiene usted nada en el
oído. Está completamente sano.”
Volvió a casa el párroco y, ante el temor de
ser tachado de visionario y excesivamente
crédulo, no cumplió el propósito que había hecho
a D. Manuel de publicar el caso, si le curaba.
Pero pasó el tiempo y, al hacer cabalmente el
año, empezó otra vez el oído a molestarle y a no
oír bien.
Pidió perdón a Mosén Sol por el
incumplimiento de la promesa y la renovó de
nuevo, si desaparecía aquella dolencia que otra
vez se iniciaba, como sucedió en efecto,
quedando completa y definitivamente
restablecido.
AFINANDO EL OÍDO
Llamada para declarar en el proceso de
beatificación de D. Manuel Sor Adolfina Sierra,
tenía no pequeños reparos por el rubor natural
que sienten ciertas personas a tener que actuar
en público, y, sobre todo, a presentarse delante
de un tribunal. Aumentaba las dificultades la
enfermedad que hacía tiempo venía padeciendo, de
ser bastante tarda de oído.
Citada para actuar al día siguiente, pasó
aquella noche en un estado de semivigilia. Por
una parte tenía vivos deseos de decir cuanto
sabía, y ¡no era poco! sobre la santidad de D.
Manuel.¡Le había conocido tan de cerca! ¡Había
palpado tantas veces su fervor y percibido sus
afanes de perfección! Ella era una de las
Siervas de Jesús que le habían asistido en sus
enfermedades y habían visto la alegría con que
las soportaba. Mas por otra las dificultades
antedichas amenazaban convertir en veleidades
sus deseos. El pensamiento de D. Manuel la
asaltaba de continuo en aquella noche de
insomnio y parece que la echaba en cara su
cobardía y sus reparos en ir a declarar.
El temor de mostrarse desagradecida a tantos
beneficios como de él había recibido, la movió a
decidirse por fin. Pidióle a D. Manuel que,
puesto que tan empeñado estaba en que fuera a
declarar, la quitase la sordera, al menos
durante el rato que estuviese sometida al
interrogatorio del tribunal.
Llegó la mañana siguiente y empezó la
actuación. Sor Adolfina, aunque confiaba en que
D. Manuel atendería su petición, temblaba de
pies a cabeza al verse en presencia de los
jueces. Comenzaron éstos a preguntarla y ella,
no sólo siguió con todo detalle y sin
entorpecimiento alguno el interrogatorio
oficial, sino que hasta captaba los comentarios
que de cuando en cuando hacían los jueces entre
sí. Se maravillaban éstos de que respondiera tan
fácilmente a las preguntas que ellos la hacían,
sin necesidad de levantar la voz. Y oyó que en
cierta ocasión uno decía a los demás
«¿Pues no decíais que estaba sorda? ¿Cómo oye
con tanta naturalidad?¡Llevará algún aparato
acústico!»
Un encogimiento de hombros fue la respuesta
de sus compañeros de tribunal, con la que
manifestaban su extrañeza ante aquel fenómeno
que no acertaban a explicarse.
No a un aparato, sino a la protección de D.
Manuel atribuía Sor Adolfina el haber podido
seguir el interrogatorio con tanta facilidad, y,
como la petición de aquella gracia había sido
hecha para solo el tiempo que estuviese en
presencia del tribunal, para ese tiempo le fue
concedida, pues llegada al convento, volvió el
oído a su dureza habitual.
INTERPRETANDO SU PENSAMIENTO
Se distinguió D. Manuel por el amor
ardentísimo que profesaba a la Sagrada
Eucaristía, y entre todos los matices
eucarísticos sobresalía en él el de la
reparación.
«Si algún día la Iglesia le eleva al honor de
los altares, decía poco después de su muerte su
entrañable amigo a inseparable colaborador en
empresas eucarísticas, D. Antonio Sánchez
Santillana, el título que yo le daría sería
éste: «San Manuel, el Reparador».
Locamente enamorado de Jesús, heríanle
profundamente a D. Manuel las injurias inferidas
al Señor y particularmente las que recibe en el
sacramento del Amor. De ahí que todo su
apostolado lo enfocara a través del prisma de la
reparación. Con ese fin recorría las calles de
San Mateo buscando adoradores, a intentaba
llamar a sus Sacerdotes Operarios «Reparadores
del Corazón de Jesús», y quería levantar un
Templo de Reparación en cada ciudad... No es
extraño, por tanto, que pensara también en
publicar una revista destinada a sembrar estas
inquietudes eucarísticas, que hormigueaban en su
corazón.
No lo pudo realizar él. Era empresa reservada
a uno de sus hijos predilectos, el distinguido
Operario D. Juan Bautista Calatayud. Fundóla
éste poco después de la muerte de D. Manuel, y
consiguió hacer de ella una cosa tan lograda y
perfecta en su género, que era ávidamente leída
por todos aquellos a cuyas manos casualmente
llegaba, y encomiásticamente alabada por todos
los que periódicamente la recibían, entre ellos
el Papa Benedicto XV.
En sus viajes a Roma, en compañía de D.
Manuel, había intimado el fundador de la revista
con el entonces Mons. Della Chiesa. después Papa
con el nombre de Benedicto XV. Aquellas
relaciones de amistad, aunque matizadas de
reverencia y de respeto, no se apagaron al subir
a la Silla de San Pedro Mons. Della Chiesa, y un
día, en que, por celebrar las bodas de plata de
su sacerdocio y rumiar a solas las finezas del
Señor para con él, se había retirado D. Juan
Bautista al Desierto de las Palmas, le llevó el
cartero una carta venida de Roma y con membrete
pontificio.
Era una caricia del Papa, el cual,
acordándose de aquella fecha tan fausta para D.
Juan, le enviaba hasta aquel rincón del Desierto
una bendición especial y un sartal de piropos,
sinceros por venir de donde venían, para su
revista.
En aquella carta, guardada como oro en paño
por su sobrino, el actual párroco de la de San
Sebastián de Valencia, hasta que la revolución
roja de 1936 se la llevó con todas sus cosas, en
aquella carta le decía el Papa que estaba
complacidísimo del enfoque de la revista, que no
se podía decir más sobre temas eucarísticos en
tan corto número de páginas, ni con mayor
precisión. «Que la leía con verdadera fruición
desde el título hasta el pie de imprenta.»
Y terminaba diciendo: «Creo que interpreta
usted maravillosamente el pensamiento de D.
Manuel, que la verá complacido desde el cielo».
LOS AMIGOS DE D. MANUEL
Dime con quién andas y lo diré quién eres»,
dice el adagio queriendo significar el influjo
decisivo que suele ejercer la amistad en la
configuración moral de los individuos.
Si no falla el refrán castellano, algo debió
pegársele sin duda a D. Manuel en su trato
frecuente con amigos tan santos como los que le
rodearon, sobre todo en los últimos años de su
vida, cuando su prestigio y su fama le abrían
los corazones de cuantos le trataban.
Empezando por los más caracterizados, podemos
hablar de la amistad que le unía con el Papa Pío
X, que de cuando en cuando le enviaba
bendiciones especiales y caramelos para sus
seminaristas de Roma, y le regaló profusamente
en la última visita que hizo a la Ciudad Eterna
en 1907.
Como a Padre cariñoso le trataban los
Purpurados curiales romanos, Cardenales Merry
del Val y Vives y Tutó. Del primero decía D.
Manuel que era un verdadero Operario auxiliar,
porque sufría y trabajaba por la Hermandad como
el más fervoroso miembro de la misma. Otro tanto
hubiera podido decir del Eminentísimo Cardenal
Vives, aquel insigne Capuchino que desde que le
fue conferida la Púrpura cardenalicia vivió en
el Colegio Español, sirviendo de edificación a
todos los colegiales, y el cual, en lenguaje
semiestudiantil, pero salpicado de cariño, solía
llamar a D. Manuel «nuestro venerable Patriarca»
y «nuestro queridísimo Rector Rectorum».
Lazos de verdadera amistad le unían a otros
insignes fundadores, entre ellos D. Enrique de
Ossó, su paisano y amigo íntimo, Padre de la
Compañía de Santa Teresa, en cuya fundación le
ayudó cuanto pudo. Con razón se ha dicho de
estos dos insignes tortosinos que formaban un
solo corazón.
El Padre Carlos Ferrís, fundador de la
Leprosería de Fontilles, le amaba
entrañablemente y le profesaba verdadera
devoción. Conservaba como preciada reliquia un
gorro que había usado Don Manuel, el cual se
ponía en la cabeza como medio de inspiración,
cuando había de resolver algún asunto difícil y
espinoso.
La fundadora de las Adoratrices, Santa María
Micaela del Santísimo Sacramento, le conoció en
sus primeros años de sacerdocio y saboreó ya
entonces la dulzura del trato de D. Manuel y la
madurez de sus consejos, tan preciosos en
aquella ocasión para el naciente Instituto de
Adoratrices, que atravesaba por entonces la
crisis de los tiempos primerizos, y para gozar
más tiempo de su presencia ejemplar y de su
palabra edificante, le invitaba a desayunar con
ella.
En Valencia conoció también a la fundadora de
las Oblatas del Santísimo Redentor, Madre
Antonia de Oviedo, a donde se trasladó para
tratar de la instalación de dichas religiosas en
Tortosa. Cuando la nueva fundación fue un hecho
y las Oblatas se instalaron en aquella ciudad,
bañada por el Ebro, la Madre Superiora se
dirigió a Tortosa para ver en sus comienzos la
marcha de la nueva casa. Entonces palpó de cerca
la obsequiosidad extraordinaria de D. Manuel,
como se lo cuenta en una de sus cartas al
ilustrísimo Padre Serra, O. S. B., Obispo de
Daulia y cofundador de las Oblatas. La carta
termina así: «El Dr. Sol nos ha proporcionado
una criadita, quien, cuando se la da dinero para
la compra, lo devuelve y trae cestos llenos de
cosas; de modo que no me deja pagar nada».
Cordiales eran también las relaciones que le
unían con la Reverendísima Madre María del
Corazón de Jesús, fundadora de las Siervas de
Jesús, la cual tenía tanta confianza en D.
Manuel que. cuando en cierta ocasión sus hijas
la pedían consejo sobre una fundación en la que
se hallaba interesado el varón de Dios, no supo
responder otra cosa que estas palabras,
altamente expresivas del aprecio en que le
tenía: «Si es cosa de D. Manuel, háganlo.»
De su amistad se preciaban otros insignes
varones, como el Padre Xercavins, S. J., el cual
ocupó altos cargos en la Compañía. Este Padre
decía entusiásticamente: «Su Obra es preciso que
prospere, porque es obra de un santo.»
De igual modo le piropeaba su íntimo amigo y
consejero, el Cardenal Sanz y Forés: «Santa es
su Obra y Dios la bendecirá. Me avergüenzan
trabajando tanto por la gloria de Dios y les
envidio. Sea Dios bendito por haberla inspirado,
y benditos ustedes porque les ha escogido.»
Lazos de verdadera amistad le unían también
con D. Antonio Sánchez Santillama, director
nacional de la Adoración Nocturna, con quien
colaboró tan estrechamente en propagar la
devoción a la Sagrada Eucaristía. Siempre que le
escribía, el saludo obligado era éste: «Mi
querido D. Antonio, mi operaria y mis
operarines», refiriéndose a su esposa a hijos.
Íntimamente le trataron y quedaron prendados
de su valía el ilustre escritor Sardá y Salvany,
que tenía siempre su pluma puesta al servicio de
D. Manuel, de quien decía que «él solo bastaba
para honrar a Cataluña entera», y el no menos
prestigioso a infatigable publicista Clavarana,
fervoroso admirador de la Hermandad, de quien
son estas palabras: «Yo, que conozco bastante a
fondo esta Obra, entiendo que en ella estriba
quizá el porvenir del sacerdocio en España y aun
en otras partes, desde el momento que vayan a
sus manos los seminarios.»
A éstos podrían añadirse, entre otros, los
nombres de los famosos pensadores, Cardenal
Mazzella y Padres Urráburu y Ferreres, que se
expresaron en términos parecidos a los
precedentes.
Por ese trastocando un poco aquella frase que
las gentes decían de San Francisco de Sales:
«Cuán bueno debe ser Dios, cuando Francisco es
tan bueno» , podemos decir: «Cuán bueno debió
ser D. Manuel cuando tenía tan buenos amigos.»
Algo se le debió pegar en su trato con personas
tan santas y prestigiosas, pero algo debieron
éstas recibir a su vez de D. Manuel cuando le
quedaron tan unidas de por vida, y cuando aquel
amor que viviendo le profesaban, se convirtió en
devoción después de muerto.
Como todos los santos, D. Manuel ejercía un
poder de imantación sobre cuantos le trataban,
una fuerza de atracción inexplicable, pero real,
como la que movió a D. José María Caparrós a
dejarlo todo, siendo canónigo arcipreste de la
Catedral de Madrid y a renunciar a la sede
episcopal de Zamora para ingresar en la
Hermandad o la que le atrajo a D. Vicente Vidal
Mompó, el cual, cuando le preguntaron cómo,
siendo abogado, fiscal del Tribunal eclesiástico
y profesor del Seminario de Valencia, y teniendo
un porvenir tan brillante y esperanzador, se
decidía a seguir a D. Manuel para llevar una
vida de ocultamiento en un seminario, respondía
sonriendo: «Es que con este hombre se va derecho
al cielo.»
GOZO Y CORONA
Su paso por la tierra fue realmente fecundo.
La principal de sus obras, la Hermandad de
Sacerdotes Operarios Diocesanos; la cual, si
bien hasta el presente casi no ha podido abarcar
más que uno de los objetos que el fundador se
propuso al instituirla, ha cosechado, no
obstante, frutos en abundancia.
Los Romanos Pontífices repetidas veces la han
bendecido y alabado.
Durante su coma existencia ha dado ya a la
Iglesia de Dios más de veinte mil sacerdotes
formados en los Seminarios de España, Italia,
Portugal, Argentina, Méjico y Uruguay, donde ha
trabajado.
Pasan del millar los mártires que,
amamantados a sus pechos, supieron teñir sus
vestiduras sacerdotales en la sangre del
Cordero.
Solamente del Colegio Español de Roma han
salido dos Cardenales, un Patriarca, seis
Arzobispos, treinta Obispos y una pléyade de
esclarecidos sacerdotes, que dirigen en gran
parte los destinos espirituales de nuestra
Patria.
¡He ahí su gozo y su corona!
Don Manuel tuvo la ilusión de sembrar el
cielo de almas y la Iglesia de sacerdotes.
Soñó con sec "padre de padres", pares dar a
su actuación apostólica la mayor trascendencia
posible, y sus sueños no resultaren fallidos.
ÍNDICE GENERAL
PROLOGO
PRESENTACIÓN
I. AMANECER
UN VIERNES SANTO
LUMEN CHRISTI
A LOS PIES DE LA VIRGEN
MANOLÍN
EN EL TALLER DE FORJA
CAPULLO ENTREABIERTO
EL DOMINE SENA
NADANDO EN EL EBRO
UN MES DE MAYO EN EL SEMINARIO
AMOR DE MADRE
EL REPROCHE DE SU HERMANO
PRIMERAS ESCARAMUZAS
A LAS PUERTAS DEL SACERDOCIO
II. PRIMAVERA SACERDOTAL
LA PRIMERA MISA
¡VOLUNTARIOS!
ANTES DEL ALBA
EL CURA Y EL SACRISTÁN DE LA ALDEA
LA COMUNIÓN Y EL DESAYUNO
DESAYUNO DE LOS SANTOS
PROFESOR DEL INSTITUTO
LA CALAVERA DEL ARMARIO
LE ENCONTRÉ ABRAZADO A UN POBRE
LADRÓN DE MONJAS
Y SALIÓ PISTOLA EN MANO
LOS CIELOS DE UN VICARIO
CATADOR DE ESPÍRITUS
A VECES SE EQUIVOCABA
NO HAY OTRO COMO EL DOCTOR SOL
BATALLANDO POR SUS MONJAS
NO LO PIENSES MÁS Y OBEDECE
EL CÓLERA
ECLIPSE DE NUESTRO SOL
EL CHISPAZO
ES TACHADO DE VISIONARIO
PLATICA DE LADRILLOS
COLECTAS EN ESPECIE
DE PUERTA EN PUERTA
PEREGRINO DE SU IDEAL
FARÁNDULA AMBULANTE
SANTAMENTE AMBICIOSO
EN EL CONCILIO VATICANO
ENCUENTRO DE TRES SANTOS
LA VISIÓN DE LEÓN XIII
CASTIGO MERECIDO
SE CAE POR UN BARRANCO
III. EN EL CENIT DE SU CARRERA
LA OBRA DE LAS OBRAS
EN EL DESIERTO
GENERAL SIN SOLDADOS
SENTANDO PLAZA DE PERIODISTA
LA CATEDRAL JOSEFINA
EL REBUZNO DEL SEMINARISTA
EL OFICIO DE TINIEBLAS
LAS AGUSTINAS
TRESCIENTOS ALELUYAS
ENSEÑANDO COSAS BUENAS
UNA CORAZONADA
ESPÍRITU FRANCISCANO
LAS TÓRTOLAS Y EL LORITO
EL ENFADO DE LAS MONJAS
EL CARTERO DE BENICASIM
EL FONÓGRAFO DE DON MANUEL
EN LISBOA
RETIRADA GLORIOSA
PLUMA EN RISTRE
EN LAS COMUNIDADES NO ENSEÑES TUS HABILIDADES
¡ESTA USTED PERDIDO !
EN TODOS LOS GUISOS
BUSCANDO ADORADORES
¡CURARÁ USTED!
EN LA BOCA DEL INFIERNO
BOCAS CERRADAS
LA BENDICIÓN DE UN SANTO
LAS ENVIDIAS DE LA GENTE
FORMANDO COLA
LA PAGA DE UN PREDICADOR
LA BANDERA DEL DIABLO
318 ESCALONES
LA MIRRA DE JESÚS
POR QUE DUDAS, HOMBRE DE POCA FE ?
¿EN QUE PUEDO SERVIRLE?
OBSERVANDO TRAS LAS CELOSÍAS
ROMEROS DE ESPAÑA EN ROMA
ESTE SACERDOTE ES UN SANTO
HACIENDO DE ENTONADOR
EL ELOGIO DE UN PONTÍFICE
¡EN BUSCA DE UNA CANONJÍA !
EL GOLPE DE ESTADO
EN EL JANÍCULO
CALAVERADAS DE JOVEN
EL NIETO Y LOS BIZNIETOS DEL SEÑOR CARDENAL
EN LA CUMBRE DEL CALVARIO
COMIENZA A ESCAMPAR
«LOS UMBRELLATI»
LOS CARAMELOS DEL PAPA
Y LLEGO A SER MAGISTRAL
PASANDO EL CHARCO
LA VOZ DE AQUEL BARÍTONO
QUEMANDO SUS NAVES
YENDO AL DESTIERRO
FELICES ENSUEÑOS
EL APURO DE LAS FACTURAS
LA SIEMBRA DE LOS BOTONES
EL PAPA SOL Y EL PAPA LUNA
EL LLANTO DE UNA VELA
MAESTRO CONSUMADO
EL PESO DE LA MOCHILA
IV. PERFUME DE SUS VIRTUDES
ESPLÉNDIDA LIMOSNA
LA EXPLOSIÓN DE UNA BOMBA
DERRAMANDO ABUNDANTES LAGRIMAS
«LOS TRES MOSQUETEROS»
TRABAJANDO POR SU ALMA
SAN MANUEL EL REPARADOR
PRESIENTE A JESÚS SACRAMENTADO
ENTRE TREN Y TREN
¡QUE ENVIDIA LE TENGO !
AQUELLA IGLESIA DE MADRID
Y LE ENCONTRABA ARROBADO
DON MANUEL DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO
LO MAS IMPORTANTE
EL JESÚS DE SU SAGRARIO
FERVORES MARIANOS
LOS 150.000 DUROS DE SAN JOSÉ
UN BELLÍSIMO DESATINO
¡AL HABLA CON EL ÁNGEL DE LA GUARDA !
EL ÁNGEL CUSTODIO DE ESPAÑA
EL TOQUE DEL ÁNGEL
EL TESORO
LOS LLAMADOS Y LOS ESCOGIDOS
MI PRINCIPIO SE LO DAIS TAMBIÉN
EL CURILLA DEL REGIMIENTO
LA COSECHA DEL DIABLO
¡SI USTED LOS HUBIERA DE GOBERNAR !
LAS BIBLIAS PROTESTANTES
ENCUENTRO DE TRES SOLES
UNA JOTA ARAGONESA Y UN CHISTE EPISCOPAL
CON CARA DE PASCUAS
LA MONJA FLAUTISTA
EL DIA DE INOCENTES
SU AMOR A LOS POBRES
LA CASA DE LA PROVIDENCIA
ESCABULLÍANSE POR LAS ESCALERAS
POR LAS CALLES DE BURGOS
LOS MAS NECESITADOS
POR TERCERA VEZ
EL CHOCOLATE DEL PADRE ESPIRITUAL
HUEVOS Y LONGANIZA
EL CERDO DE LAS MONJAS
BIENVENIDAS SEAN
EL RESULTADO DE LA LOTERÍA
LA PAGA DEL DENTISTA
EL SOBRE DE LAS QUINIENTAS PESETAS
¡QUIEN FUERA MONAGUILLO !
LA CONFESIÓN DE UN CHAMARILERO
LOS APUROS DE UN PAYES
LA OCASIÓN LA PINTAN CALVA
LAS NÍSPOLAS DEL HUERTO
SOLICITUD MATERNAL
UN DIA DE CONFESIONES
COMO MADRE CARIÑOSA
UNA NOCHE DE TORMENTA
SU MUCETA DE DOCTOR
LIMPIÁNDOLE LOS ZAPATOS
A PRECIOS ABUSIVOS
LA VOCACIÓN DEL CARTUJO
¡PUES VETE A LA COMPAÑÍA !
ADMIRABLE DESPRENDIMIENTO
NO DIGAS NADA
ESTE NO SOY YO
LOS SANTOS NO SE HACEN TAN A POCA COSTA
EL SERMÓN DE SAN MANUEL
APRECIACIONES TONTAS
SU TEMA FAVORITO
PREPARANDO LA HORCHATA
DÉJELO ESTAR
EL PESO DE LOS BENEFICIOS DE DIOS
LA IMPRESIÓN DE UNA PALABRA
SUS PESADILLAS
TOCANDO LOS CORAZONES
¡QUE CARA DE SANTO!
LA IMPRESIÓN DE AQUEL FILOSOFO
LA CURIOSIDAD DE UN MONAGUILLO
¡SI TODOS FUERAN COMO MOSEN SOL !
YA PASA DON MANUEL
LA JUBILACIÓN DE UNA SILLA
¡ES USTED UN SANTO !
LOS APUROS DE UN BARBERO
COSAS DEL CHANTRE
LA PLATICA AQUELLA
¡ES LO QUE MAS ME GUSTA !
¡ESTO NO PUEDE SER !
EL ACEITE DE LA LÁMPARA
UN CAMARERO IMPROVISADO
LA OVEJA ROÑOSA
Y DON MANUEL SE HIZO EL SORDO
EL RECUERDO DE AQUEL VAPOR
¡ESO SI QUE NO LO VERÁN TUS OJOS!
COLEGIOS DE CAÑAS
DIOS ES EL AMO
SI YO FUERA OBISPO, LE ORDENARÍA
TU SERÁS MONJA
EL ASPIRANTE A CANÓNIGO
¿SERÉ YO DE LOS ÚLTIMOS ?
CONFIANZA DE LA FUNDADORA
LISTA DE FICHADOS
DUEÑO ABSOLUTO
¡HOY RENOVAMOS LOS VOTOS, HÁGALOS USTED
¡MIRE QUE LE REGAÑARÉ!
¿QUE SERIA ?
ESTE NIÑO SERRA SACERDOTE
PINITOS DE PROFETA
Y DEL CUERPO SALÍA CIERTO RESPLANDOR
UNA VISIÓN
Y LE VIO LEVANTADO EN ALTO
CESA EL VIENTO Y EL MAR SE CALMA
V. LUCES DE OCASO
VIVIENDO DE MILAGRO
EL EMBARQUE DE LA NARANJA
¿COMO VIVE ESTE HOMBRE ?
EL CANTO DEL CISNE
UNA CALAVERADA A LOS SETENTA AÑOS
¿QUIÉN ES ESE OBISPO?
ES MAS QUE OBISPO
LA VISITA «AD LIMINA»
EL ULTIMO PINITO
LA TÍA BARANA
TIRANDO DEL CARRITO
PRESINTIENDO LA MUERTE
TRES HORAS ANTES DE MORIR
¡HA MUERTO UN SANTO!
EL SIEMPRE ME DABA
HASTA DESPUÉS DE MUERTO
EL TIC TAC DEL RELOJ
AFINANDO EL OÍDO
INTERPRETANDO SU PENSAMIENTO
LOS AMIGOS DE D. MANUEL
GOZO Y CORONA
ÍNDICE GENERAL