fuente sellada - hugo wast

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  • BINDING LISTQCT 15 1925

  • Digitized by the Internet Archive

    in 2014

    https://archive.org/details/fuenteselladaOOwast

  • Fuente Sellada

  • Novelas de Hugo Wast

    millar 2.50

    . .85 1 2.50

    T /""> ... i_ f~S ... 1 _ 4. _. . 30 2 50

    Lindad 1 urbulenta . . . , . , v^iuuau. riicgre . . 70 2.50

    2.50

    L,a Casa de los Cuervos ,

    .

    .. 85o 2.50

    2.50

    .

    95 2.50

    Novia de Vacaciones , 27 o 2.50

    Alegre 25o 2.50

    EN PREPARACIN

    La que no perdon

    TEATRO

    Flor de Durazno (drama en tres actos) $ 1.50

  • HUGO WAST

    FUENTE SELLADA

    71. Millar

    BUNOS A RESTal!. Grf. "Bayardo" 447- Juan B. Alberd-451

    1923

  • T

  • ADVERTENCIA DEL AUTOR

    La primera edicin de esta novela, fu hecha en Pa-ris por la Librera OHendorff, en 1914.

    Circunstancias diversas, agravando mi invencible re-pugnancia por toda labor meticulosa, me impidieronprestarle la atencin a que me obligaba el inters quedespert en el pblico y la crtica.As result aquella edicin con errores inverosmiles,

    que me afligieron durante aos, porque fu estereot-pica y en cada nueva reimpresin se reprodujeron lasfallas

    .

    Recuerdo una espeluznante, en el captulo XVI: "Sin-ti una alegra infantil al ver colgados en la pared mul-titud de antiguos alumnos".El tipgrafo o 7/0 (deveras ignoro quin fu el culpa-

    ble) nos comimos la palabra "retratos", por cuya omi-sin la apacible sala de los jesutas de Santa Pe, lle-gaba a parecerse a la guarida de un reyezuelo del Da-homey

    .

    En la ltima edicin, de 1921 63. al 67. millar los errores tipogrficos no son tantos, pero en cambiohay en algunos pasajes un verdadero desbarajuste delneas, repeticiones, trabucamientos y supresiones.Los versos del captulo XVII han llegado a ser ininte-

    ligibles. Esto me ha decidido a realizar una revisacin

  • 6

    ms atenta del original y de las pruebas, dndome oca-sin de enmendar el texto en muchas partes.Todas las enmiendas han sido hechas con el criterio

    de lograr una mayor condensacin y naturalidad, que son,a mi ver, las condiciones primordiales del estilo nove-lesco .He tenido siempre un horror muy grande a la afec-

    tacin, y tendiendo a la sencillez, no siempre he podidolibrarme de la ms necia enfermedad del estilo, la afec-tacin de la sencillez.Toda simulacin es la negacin de la cualidad simu-

    lada.Durante aos, he perseguido con una tenacidad que

    no se ha fatigado an, la difcil sobriedad, que desdeanlos estudiantes de retrica, mientras les dura la crisisde la cursilera (de que muchos jams se curan)

    .

    Aspiraba por este medio, a la mayor claridad del re-lato, sin la cual se amengua la animacin, cualidad esen-cial de la novela."Cuando he escrito estos versos, explicaba Vctor

    Hugo, a alguien que le peda la interpretacin de unasmetforas slo existan Dios y yo, que pudieran com-prenderlos. Ahora, no hay ms que Dios."La mediocridad enftica, que es siempre oscura, me

    parece peor que la vulgaridad.Me siento incapaz de producir esas pginas sorpren-

    dentes, en que la frase chisporrotea, y corre en zig-zag,y cae sobre el ala, y se remonta de nuevo con las rue-das para arriba, y al terminar el prrafo hace un ono-matopyico looping-the-loop.Se me acalambra la mano de slo pensar que podra

    imponrseme una labor semejante: a Dios gracias, quetampoco entra en mis gustos.Todo artificio retrico perjudica la verdad de una

    obra, especialinente si es una novela, y prolongndose,

  • - 7

    vuelve insoportable su lectura.El autor que se deleita con sus prrafos, as como el

    orador que se escucha a s mismo, no conmueven,porque no aparecen arrebatados por su propio asunto.El lector se resiste a creer en la sinceridad de un

    autor, a quien lo sorprende "haciendo estilo", y ca-zando giros rebuscados, trastrocando el orden usual dela oracin y desenterrando arcasmos para simular rique-za de vocabulario.

    El estilo es tanto ms real, cuanto menos se sientesu presencia.Dudaramos hasta del dolor de una madre que nos

    describiera la muerte de su hijo con frase culterana

    ;

    porque lo artificioso es enemigo de lo verdadero, y sinverdad no hay emocin.No quiero decir con esto que un autor pierde el

    tiempo que emplea en labrar su estilo. Esto justamen-te significa todo lo contrario : que el estilo en litera-tura, no es una cualidad externa, visible, casi materia*!

    ,

    sino una condicin fundamental, y por lo mismo no selimita a una perfeccin diccionaresca, ni a un chispo-rroteo puramente verbal.

    Si tales proezas retoricistas fuesen estilo, tendramosque condenar como faltos de esa eminente cualidad, alos ms grandes autores antiguos y modernos, a Home-ro como a San Agustn, a Cervantes como a Shakes-peare, como a Moliere, como a Sarmiento, cuyas pgi-nas no han pasado nunca por un modelo de correccinexterna.Siempre ser buena la definicin de Buffon: "el es-

    tilo es el hombre".De lo cual se desprende que en esta materia lo pri-

    mordial es la riqueza interna de la frase, por el valorde sus conceptos, por su vigor plstico, por su clari-dad, por su vitalidad, por su inters, por su fuerza

  • emotiva; porque esas cualidades son las que denuncianla originalidad, esto es la potencia creadora de un au-tor; y si ellas no existen, si no hay un hombre detrsdel estilo, ste no vale nada, porque es vaco, aunque searetumbante o melodioso, como las campanas de un sbadosanto

    .

    Menndez Pelayo, crtico asombroso por su cienciay su buen gusto, sostiene esta doctrina, en su estudiosobre la cultura literaria de Cervantes, con las siguien-tes palabras:"Han dado algunos en la flor de decir con peregri-

    na frase, que Cervantes no fu "estilista" ; sin duda losque tal dicen confunden el estilo con el amaneramien-to. No tiene Cervantes una ' 'manera' ' violenta y afec-tada, como la tienen Quevedo o Baltasar Gracin, gran-des escritores por otra parte. Su estilo arranca, nodel capricho individual, no de la excntrica y errabun-da imaginacin, no de la sutil agudeza, sino de las en-traas mismas de la realidad que habla por su boca.El prestigio de la creacin es tal que anula al crea-dor mismo, o ms bien le confunde con su obra, leidentifica con ella, mata toda vanidad personal en elnarrador, le hace sublime por la ingenua humildadcon que se somete a su asunto, le otorga en plena edadcrtica algunos de los dones de los poetas primitivos,la objetividad serena, y al mismo tiempo el entraa-ble amor a sus hroes, vistos, no como figuras litera-rias, sino como sombras familiares que dictan al poe-ta el raudal de su canto".La obsesin del estilo, en principiantes que paladean

    los primeros sorbos de la retrica, o en escritores de cul-tura espasmdica, conduce a una singular confusin deconceptos, en lo que se refiere a su elegancia.Por ser sta una cuestin de buen gustofacultad

    ms rara de lo que se creeel dirimirla no est al al-

  • 9

    canee de todos los que plumean, como el resolver acer-ca de la elegancia de un vestido, no es de la competen-cia de cualquier modista, y nuestras damas aristocr-ticas lo saben muy bien.

    Slo puede sentarse una regla general, que abarcatodo el problema:La elegancia del estilo no consiste en la cargazn opu-

    lenta de las frases, como no estriba la elegancia del ves-tido en la abundancia de flecos y perendengues. Ay, dela que se equivoca!Las gentes de verdadero buen gusto disciernen la

    elegancia de un traje, como los buenos crticos la ele-gancia de un estilo, en la sobriedad de sus adornos yde la clsica pureza de sus lneas.Esta regla no falla nunca. Lo difcil es lograr esa

    elegante sobriedad, que es como un sello de eternidadpuesto en la obra de arte. Pero todo autor debe perse-guirla con paciencia, porque no es una cualidad ins-tintiva, sino una obra de cultura y en cierto modo dearistocracia intelectual.

    Los autores que he admirado y a quienes habra de-seado parecerme, huan de esa retrica visible, con quea menudo se disfraza la falta de una originalidad defondo

    ; y en este sentido esos autores carecan de es-tilo.

    Hablando de Maupassant, dice Faguet: "El estilo esun gesto. Un impasible, un impersonal, no hace gestos,ni tiene estilo. Maupassant no lo tena. Nada que hi-ciera decir, delante de diez lneas citadas aisladamente

    :

    "He ah Maupassant Y por eso es tan grande escri-tor. Como lo ha dicho Taine: la desaparicin del estilo,es la perfeccin del estilo".

    Ningn elogio me ha estimulado ms que el de esteaspecto de mi obra, pues me demostraba que no haban

  • IO

    sido absolutamente vanos mis esfuerzos, persiguiendoesa cualidad.Perdnese por ello a mi vanidad, (vicio del que ya he

    perdido la ilusin de librarme, si no es cuatro horas des-pus de sepultado) si aprovecho esta ocasin para men-cionar la crtica del eminente escritor peruano D. JosGabriel Cosi, acerca de mi novela "El Vengador", rin-dindole, al pasar, un testimonio de mi agradecimiento."La tcnica literaria no puede ser ms simple ni ms

    precisa; casi no hay episodios secundarios que quiteninters y animacin al asunto principal, y por muy quis-quilloso y predispuesto que

  • buscan los motivos, son los motivos que exigen las des-cripciones, para que el ambiente y el paisaje destaquentpejor los personajes y las situaciones; de aqu el ve-rismo y la realidad que campean en sus novelas. Con qusencillez y verdad pinta el novelista, al comenzar "ElVengador", la posicin y el carcter de un casero:"Cuando la luz disminua en el zagun, donde trabaja-ba haca quince aos, Basilio Cascarini, el zapatero, sa-caba a la vereda su mesita y su banqueta. Mas no lo ha-ca para seguir echando medias suelas y tacos Aban-donaba el tirapis y el martillo, atiborraba de tabaconegro su cachimbo ahumado, y con un betn que l mis-mo preparaba, y cuya frmula guardaba como un al-quimista guardara el secreto de la trasmutacin de losmetales, se pona a lustrar los botines recin remen-dados. Los alineaba luego en el umbral y prevena acuantos entraban y salan del casern: " Guarda con mhbotines". Para describir el incendio en que ardan lasjoyas y riquezas del palacio de Beatriz, la mujer deFraser, le bastan estas cinco lneas: "Las gentes acu-dan $e todos los rumbos de la ciudad a ver el espec-tculo impresionante de aquel palacio que arda comouna tea y se derrumbaba en medio de la arboleda crepi-tante, retorcida por la mano potente del fuego."

    He credo indispensable esta advertencia,1 para dis-culparme de muchos errores, propios en su mayora,pero tambin ajenos, de que he procurado librar estaadicin, por haberlos visto espontneamente, o porqueotros me los hayan hecho ver.Y al manifestar cunto me complace esta coopera-

    cin, agradezco a los que as contribuyen a mejorar mislibros, y les pido que no me tasen su ayuda.

    Buenos Aires, Enero 1. de 1923. h. w.

  • IEn la puerta de calle aguardaba mamita Rosa la lle-gada de su yerno y de su nieta.Una lmpara a kerosene, suspendida en el zagun,

    proyectaba un cuadro de luz sobre la vereda, y alum-braba dbilmente el interior de la casa, dejando en-trever el gran patio, con su aljibe de mrmol en elmedio.Aquella era la nica luz de la cuadra; los focos de

    las esquinas se haban apagado.Las otras casas del barrio, atrasado y familiar, te-

    nan cerradas las puertas, ya porque sus dueos se re-cogieran temprano, ya porque se hubieran ido a laplaza a gozar de la retreta.De cuando en cuando oanse voces de gente que pa-

    saba; y al enfrentar la casa de mamita Rosa, sta dis-tingua un grupo de nias con trajes claros, remolcan-do a una pareja de damas cautelosas.Saludaban en coro y mamita Rosa contestaba:Para servir a ustedes!Panchita, la hija solterona de mamita Rosa, afligida

    como ella, por la tardanza, y ms nerviosa o ms ocu-pada, iba y vena del comedor, donde estaba dispuestala mesa para los viajeros; pero ante la oscuridad do

  • 14 Hugo Wast

    la noche, parecale mal quedarse a la puerta.Mam, por qu no esperamos adentro?Temiendo que fuera alguna desgracia lo que as

    atrasaba el tren, Panchita se fu a su cuarto, prendiuna lmpara y gil como una ardilla, trep sobre lamesa de noche. Rebusc entre envoltorios empolvados,encima de un gran ropero de caoba, una vela bendita,y la dej encendida sobre una cmoda, frente a unaVirgen del Perpetuo Socorro.Acababa de ejecutar su devota accin, cuando oy

    el rodar de un coche. Corri a la puerta a tiempo quese detena una victoria, tirada por dos caballucos delargos pescuezos; y a la luz rojiza de los faroles, viodescender a su cuado don Pedro Rojas, de botas, conun guardapolvo de seda cruda y un poncho al brazo.Jess, hijo, que se han demorado!dijo mamita

    Rosa, abrazndolo. Ya nos tenan alarmadas.Un descarrilamiento explic Rojas, besando los

    dedos de la viejita que lo bendeca, y apretando lamano de su cuada, que esquiv el abrazo.Y la nia? pregunt Panchita.Otra voz contest desde el carruaje:Aqu viene! dormida sobre mi hombro; da pena

    despertarla!Las dos mujeres se asomaron.Al oir hablar de ella la nia se record, salt a la

    vereda y eorri a besar a la ta y a la abuelita, que laestrech largamente contra su pecho.Era una chicuela de nueve aos, vestida de luto, con

    los cabellos obscuros cortados en melenita, el color fres-co de los nios criados en el campo y la boca y los ojosalegres.

    En el zagun se detuvo admirada y medrosa, antela novedad de aquel patio que encuadraban cuatro hi-leras de columnas.

  • Fuet Sellada 15

    Juan Manuel, su compaero y amigo reciente, sobreeuyo hombro se durmiera, le apret la cabecita entre lasmanos y la bes en los cabellos.Se acab el sueo, Evangelina?S, porque he dormido mucho. Esta casa es de ma-

    mita? Es muy rica mamita?Juan Manuel se ech a reir. Una luz de inteligencia

    brillaba en su frente de veinte aos.Al contrario, es muy pobre le murmur al odo; pero no se lo digas, porque se entristece ; antesera rica.Tom en sus brazos a la nia y se la llev corriendo

    al comedor, una larga pieza, de cielo raso de lienzo conviejas pinturas.

    < ii

    Un quinqu, colgado del techo y cubierto por unagran pantalla de porcelana celeste, permita ver enun lado dos rinconeras de caoba, cargadas de diversosobjetos, y un antiguo sof de cerdas, mueble de ho-nor, donde se invitaba a sentar a las visitas. En elotro extremo haba un aparador de tres cuerpos, queguardaba la vajilla, en que an quedaban algunas pie-zas de plata, restos de la pasada prosperidad.

    Ante la mesa puesta, el sueo de Evangelina se di-sip y atac briosamente los platos sencillos de la abue-lita, el puchero con charqui-zapallo, las torrejas dearroz, el asado de marucha, y como postre, los pelonescocidos y un dulce de sanda cayota.J Tena mamita Eosa ms de setenta aos, y an con-servaba su nombrada de dulcera y amasadora.La fama de sus confituras de batatas, de sus budines

    de fuente, de sus empanadas con la pretina para arri-ba, como ella las haca, sosteniendo que as deban serporque as las fabricaban en Crdoba, su ciudad na-tal, era extraordinaria.Y no exista ejemplo de eclesistico copetudo que

  • 16 Hugo Was

    llegara a Santa Fe, as fuera el Superior de los Jesu-tas o el Arzobispo, que ella no lo mandase a saludar,obsequindole de paso, con un enorme budn, empedra-do de confites de plata, o con una hornada de pan re-galado..Sociable y culta, a la antigua, conservaba sus relacio-

    nes con regalos y cumplidos; y dos veces al ao, porSanta Rosa y por Navidad, reuna a sus parientes acomer un pavo asado, en su mesa, alargada para laocasin con tablones suplementarios.Viuda desde joven, la muerte fu barriendo a su lado

    todos sus carios: su gran casa, de enormes salones, degruesas paredes de tapia, de anchurosos patios, habasido en otro tiempo el hogar de cuantos parientes oamigos llegaban a Santa Fe. All se apeaban, alldescansaban, y all solan quedarse los aos de la vida,usufructuando su cordial hospitalidad.Algunos meses antes haba muerto su hija menor, la

    esposa de don Pedro Rojas, dejando tres hijos, un mu-chachn de diez y ocho aos, fuerte y rstico como unandubay de los bosques donde creci, una nia algomenor, de no ms finos modales,, y Evangelina, que enmedio de ellos era como una flor rara.Mamita Rosa miraba a don Pedro, que coma a la

    cabecera de la mesa sin alzar la cara del plato. Cunto haba cambiado desde el tiempo en que se

    enamor de su hija!Era un mozo a la moda, estudiaba en la universidad,

    pasaba los inviernos en Buenos Aires, y las vacacionesen la estancia que su padre posea al norte de la pro-vincia, en las selvas chaqueas; all fu donde le na-ci la aficin por el campo, que le hizo cortar la ca-rrera, y sepultarse con su hija, en plena luna de miel,en aquellos montes, que la viejita, se imaginaba po-blados de fieras y peligros.

  • Puente Sellada 17

    Raras veces volvi a verla. Poco antes de morir pre-sintiendo su fin, escribi a mamita Rosa:

    1'Mam, si muero, llgase cargo de mi Evangelina.

    Sus otros dos hermanos no querran salir de aqu don-de han nacido y tienen apegado el corazn. Ella, alcontrario, es como yo, y estas cosas no le llenan elgusto. Es muy nia, pero su carcter est ya madura-do por la vida que aqu hacemos".

    Las cartas que le cost a mamita Rosa el decidir asu yerno a que hiciera el viaje y le trajera la nia!Encontr en ella el reflejo lejano de su hija, cuando

    tena la misma edad, y su viejo corazn encendise enun gran cario.La chicuela, viendo que la miraban, interrumpi su

    conversacin con Juan Manuel. Don Pedro haba po-sado el cuchillo entre los dientes del tenedor y no ha-blaba. Panchita, al lado de mamita Rosa, silenciosatambin, dejaba rodar el pensamiento por las obras deese da.Entr la negrita con la sopera de los humeantes pe-

    lones cocidos y la abuela comenz a servir.De la plaza llegaba a retazos la sinfona de "Sem-

    ramis", tocada por la banda.No vas a la retreta, Juan Manuel? pregunt

    mamita Rosa, que tena noticias de que el joven anda-ba noviando.Juan Manuel no contest de pronto; pens en Cla-

    ra Rosa, la nia a quien festejaba, enfadada con lhaca dos das. Se la imagin paseando despreocupa-damente con el grupo de sus amigas, mirando a todoslos mozos, que las miraban, y un profundo desganoinspir su respuesta:No, mamita; prefiero quedarme aqu, con ustedes.Evangelina pareci alegrarse; y le pregunt en voz

    baja:

  • 18 Hugo Wast

    Para qu es eso que hace mamita?Juan Manuel mir a la viejita que desmenuzaba la

    miga de su pan, formando un montoncito, que invaria-blemente, al fin de la comida, llevaba a las palomas.

    El joven explic el objeto de aquella mana de laabuela

    .

    Eecogidos los platos y dobladas las servilletas, ma-mita Eosa junt las manos y rez un Padre nuestro,al que contestaron Panchita, Juan Manuel y Evange-lina. Don Pedro permaneci mudo y serio.

    Se levantaron, y mientras mamita Rosa se iba alsegundo patio, sombreado por obscuros eucaliptos y porbajas higueras, donde dorman esponjadas las gallinas,los otros se fueron al corredor, a hacer la tertulia alfresco.Evangelina eligi una sillita de paja, y acomodn-

    dose al lado de su amigo, apoy en sus rodillas la ca-becita y se durmi.La brisa perfumada en las huertas vecinas, llenas

    de naranjos en flor, llev hasta ellos el acorde finalde la sinfona de Eossini.Juan Manuel volvi a pensar en la retreta, donde

    las muchachas, en grupos bulliciosos, circulaban alre-dedor de la plaza en sentido opuesto a los jvenes.

    Habra sido la ocasin de arreglar su pleito con ClaraEosa; mas prefiri quedarse all, escuchando los re-latos de mamita Eosa.Y en aquel ambiente familiar, parecile que su alma

    floreca con un nuevo y extrao sentimiento, como sillegase hasta ella la primavera, que en los jardines abralos botones de rosa y en las huertas los azahares.

  • II

    La tarde calurosa que envolva en sopor los barriostranquilos del sur, invitaba a buscar los rincones fres-cos para dormir la siesta.Juan Manuel, sentado a la ventana de su cuarto,

    sombreado por una gran parra llena de racimos, queel buen tiempo iba dorando, luchaba contra el sueoque invada todas las cosas.Era sbado, y en esa semana slo dos veces haba

    pasado por la casa de su novia, que a esa hora le aguar-daba en el balcn.Dieron las cuatro y sali. El sol tostaba la calle

    polvorosa, no adoquinada an. Juan Manuel recordlos tiempos en que con otros pilluelos, despus de lacena, sala a revolcarse en aquellos colchones de tie-rra. Entonces viva su madye, sobrina de mamita Ro-sa, que sola ir todas las tardes de visita, y l, que gus-taba do las cosas que hacan soar, muchas veces sequedaba en el comedor oyendo sus relatos.. Mamita Rosa no vena ya a su casa, quiz porque supadre, que en el fondo quera bien a la dulce viejita,abstrado en sus negocios, no la reciba con demasiadoafecto.

    La casa de Clara Rosa no estaba lejos, oero su barrio

  • 20 Hugo Was

    era ms aristocrtico, y todo en ella, desde el zaguacon altos frisos de mrmol de San Luis, hasta los pa-tios de pulido mosaico ingls, exhiba un lujo que noacertaba siempre a ser elegante.A tal punto aquel ambiente imprimi carcter en la

    nia, que lleg a hacerla incapaz de concebir la vidafuera del marco que le haban deparado la fortuna yel abolengo de sus padres.Una oculta humillacin naca de todo ello para Juan

    Manuel; pero la soportaba, arrastrado por una co-rriente de fuerzas sutiles. Era vanidad y era costum-bre, porque desde nio conoca aquella tortura; eraquizs alguna ambicin que ni a s mismo se confesa-ba; y era, sin duda, amor.Amor, porque Clara Rosa sugestionaba a manera de

    una princesa de leyenda oriental. En aquel tiempo te-na quince aos, y como una aurora que llega impa-ciente, se anunciaba su hermosura.Esa tarde Juan Manuel la sorprendi cambiando son-

    risas con uno de sus rivales, que acababa de pasar alpie de su balcn. Tembl de celos, mas no se resolvia volverse desde la esquina, y pas tambin l. Y ella,sin duda para castigarlo, por no haber ido a la retreta,fingi no verlo

    ,y se entr, cerrando de golpe su ven-tana.En otras ocasiones todo se arreglaba publicando l unos

    versos dedicados a ella, en revistas locales, y dejandoella caer su abanico, desde su balcn, al verle llegar, pa-ra indemnizarlo con una sonrisa, cuando se lo alcan-zara.

    Pero esa vez consider seriamente que no era el amorlo que le haca rondar la calle, sino la vanidad y lacostumbre, y resolvi cortar sus festejos.Al pensarlo as, una misteriosa dulzura embarg su

    alma. Con qu otra pasin la llenara?

  • Fuente Sellada 21

    Juan Manuel camin unas cuadras hacia el ro, queestaba cerca. La orilla era barrancosa, y de trecho entrecho haba escalentas para bajar hasta el agua. Des-cendi por una, en el sitio qu hall ms solitario, yse sent al pie. Enfrente vease la isla verde baadade sol y sembrada de manchas de colores diversos, queeran los animales que en ella pacan. A su espalda que-daban los muros rodos de humedad del convento fran-ciscano, por encima de cuya torre volaban las palo-mas, moradoras de los huecos de sus paredones,

    Pequeas embarcaciones de ro, con el puente ates-tado de sandas, estaban atracadas a la margen, y sushombres, afanados en la descarga, suban y bajaban porla estrecha planchada que las una a la tierra.Ms lejos, el puerto: los grandes paquetes de ultra-

    mar y los barcos de cabotaje, de alta arboladura, y enmedio del ro algunas lanchas de paseo

    .

    Largo rato se qued mirando el ro, sentado al piede la escalera. Cuando se fu, la calle continuaba so-litaria, salvo uno que otro vecino que sacaba su sillaa la vereda.

    Sin rumbo al principio, se dirigi luego hacia lacasa de mamita Rosa, y parecile que el camino se lehaca ms largo que de costumbre.Las calles comenzaban a animarse. Pas por un la-

    do de la plaza, arbolada de tiernas palmeras dormidasal sol, y lleg a lo de la abuelita, como l la llamaba.Una impresin de paz y de frescura le envolvi al

    entrar : los paredones de tapia y las galeras sobre cuyacornisa abundaban los yuyos, defendan del calor laquieta morada.A los pasos de Juan Manuel, en el zagun embaldosa-

    do de mrmol, sali Domitila, una chinita que mamitaRosa criaba.Busca a la seora, nio? pregunt sonriendo

  • 22 Hugo Wast

    al joven. Est en el otro patio, con la nia Evan-gelina.Juan Manuel encontr a la abuelita con una panta-

    lla de palma, avivando el fuego de un braserito, dondecalentaba leche para cebar mate a la nieta; que perse-gua sus gestos con los ojos chispeantes.

    Al ver a Juan Manuel, la chicuela dio un grito ycorri a besarlo.Mamita Eosa me ceba mates de leche y me cuenta

    cuentos, le dijo.Sinti l que en aquella caricia se disolvan sus dis-

    gustos. Se sent en una sillita de paja, entre la abuelay la nieta, y acept un mate.Y qu ms, mamita? pregunt la nia, ansiosa

    de saber la continuacin del relato.No es cuento, hijita, es sucedido ; es historia del

    tiempo de Rozas, que algn da se escribir.Y aadi dirigindose a Juan Manuel: Le conta-

    ba cmo Rozas mand lancear a mi hermano Rafael.Te lo he contado alguna vez? Me han dicho que enuna historia nueva de Facundo Quiroga aparecen lascosas como no sucedieron, y por esc me interesa queme oigas. Mi hermano, un lindo mozo, de ojos azules,no fu un cobarde, como all se dice. Era yo muy nia;pero me acuerdo como si fuera hoy de la ltima vezque lo vi, una noche de invierno, en la estancia de mipadre. Porque los tiempos no eran tranquilos, pues lascampaas estaban infestadas de bandoleros con uni-forme de soldados, al caer la tarde se cerraban laspuertas. Antes de comer, como de costumbre, rezba-mos el rosario ; mi padre, hincado atrs de todos, hacacoro, y contestbamos mi madre, las esclavas y nos-otros, los nios, cuando de repente reson un aldabo-nazo, que hizo retemblar la casa.Quin es? pregunt mi padre, con su voz de

  • Fuente Sellada 23

    hombre valiente, mientras nosotrojs nos acurrucba-mos junto a mi madre, que corri a buscar en la ala-cena unas tercerolas cargadas por ella misma y siem-pre a mano para semejantes ocasiones.Omos del otro lado de la puerta la voz de mi her-

    mano.

    Soy yo, Rafael!Mi padre quit la tranca, y abri para que el mozo

    entrara.Qu sucede? qu hay? pregunt sorprendido,

    porque todos creamos que estaba en la ciudad, a trein-ta leguas de distancia.

    Rafael hizo una sea, y mi padre se call.Nada, tata, contato despus. Vamos de pa-

    so en una comisin del gobierno. Afuera estn cuatrocompaeros; esta noche deseamos hospedarnos aqu.A la luz que sala por la ventana, vimos unos bultos

    en la galera.Hazlos entrar dijo mi padre. No han comido?No, tatita.Pues a buen tiempo llegan; nosotros rezbamos el

    rosario antes de sentarnos a Ja mesa. Y si ustedes lopermiten,agreg, dirigindose a los cuatro hombresque mi hermano haba introducido ya, y cuyas fisono-mas no olvidar hasta que muera, vamos a concluir.Nada contestaron. Se quitaron los ponchos en que

    se envolvan hasta los ojos, y tomaron asiento en unestrado, en el fondo de la pieza.Mi padre enton de nuevo el rosario, con voz sonora

    y tranquila, como antes, pero slo contest mi madre,y una vieja esclava que rezaba llorando. Los demscallbamos, llenos de miedo.

    Concluido el rezo, nos sentamos a la mesa. Comieronios hombres en silencio, sin perder bocado. Deban deser gente grosera, porque ni una vez agradecieron las

  • 24 Hugo Wast

    atenciones de mi padre, obsequioso como siempre. Alacabar, uno de ellos, que vesta de militar, habl alodo de mi hermano. ste se levant, sali al patio ymir las estrellas.Podemos descansar cuatro horas, les dijo.Sin objetar nada, los cuatro hombres salieron, des-

    ensillaron los caballos, los soltaron en tin corral pr-ximo a las casas y sobre los aperos calientes se echa-ron a dormir, en un extremo de la galera.En estas andanzas pudimos advertir que llevaban

    grandes facones, y uno o dos trabucos. Rafael tenaespada y dos pistolas l cinto.Mis hermanas y yo no& pusimos a rezar las oraciones

    de la noche, antes de acostarnos.Yo no poda dormirme, desvelada por la visin de

    los cuatro emponchados, que a mi juicio, aguardabannuestro sueo para asaltar la casa. Hasta mi cama lle-gaba el rumor de las voces de mi padre y de mi herma-no, que conversaban en un rincn del comedor.No podra decir qu eternidad de tiempo pas en

    tan grande zozobra. Al lado de mi cama haba unaventana que daba al campo, sobre un corral. Sentque forcejeaban por abrirla; un sudor fro me ba elcuerpo, y me habra puesto a gritar si no hubiera odoal mismo tiempo la voz de mi padre, que me decabajito

    :

    v

    N

    tengas miedo, Rosita; somos nosotros.Me incorpor, lo abrac, y lo tuve un rato apretado

    contra m. En tanto haban abierto la ventana, y al-guien salt para afuera.No teeras miedo! me volvi a decir mi pa-

    dre, es Flix que saje

    .

    Flix era un negrito hijo de esclavos, astuto y gilcomo un ratn.Poco despus sent el tropel de unos caballos que

  • Fuente Sellada 25

    disparaban, y luego discretos golpeeitos en la venta-na que mi padre abri de nuevo, para que entrara Flix.Ya est, mi amo o que le deca con voz regoci-

    jada se alizaron los cinco y el tordillo de su mere.Mi padre se fu ; todo qued en silencio, y yo me

    dorm.Mediada la noche, me despert con susto, porque en

    la galera resonaban voces alteradas y ruido de sables.Alcanc a percibir estas palabras:Mi teniente! los caballos se lian alzado!O, baada en un sudor de muerte, que Eafael in-

    crepaba a uno de los hombres, por no haber aseguradola tranquera del corral.Mi padre se haba levantado, y se paseaba en el co-

    medor. Entr Rafael.Tata dijo, puede usted prestarme cinco ca-

    ballos ?

    Con mucho gusto, hijo. Esperen la madrugada.Tenemos que partir inmediatamente.Bueno : vayan por ellos al monte

    .

    Al monte?S ; en el corral no suelo tener ms que mi tordillo.

    . A ver ese tordillo! grit Rafael en la galera.Se ha alzado tambin, mi teniente, contest uno

    de los hombres.Hubo un momento de silencio. Habl Rafael, quien

    haca tiempo no vena a la estancia:Tata, por el camino nuevo, cunto dista eO. mon-

    te donde suelen guarecerse los caballos?Dos leguas, por lo menos, contest mi padre.

    i Mucho es! murmur mi hermano.Pero, qu apuro en partir as a la media noche?Rafael no contest. Sentanse los trancos impacien-

    tes de los cuatro hombres, y el retintn de sus lloronasy de sus armas.

  • 26 Hugo Wast

    Est Flix? pregunt mi hermano.S.Nos lo podra prestar para que nos gue hasta la

    querencia de los caballos?Si te empeas.

    .

    .

    S; algo adelantaremos.Las voces callaron. Se despert al negrito, que

    dorma en el estrado del comedor, y salieron al cam-po, guiados por l.Cuando desaparecieron en la noche, mi padre cerr

    las puertas, y comenz a pasearse. Yo adivin que laansiedad le quitaba el sueo. Lo Mam mi madre y cu-chichearon un rato, en la oscuridad de la pieza.Todas las sensaciones empezaron a hacerse vagas

    para m, y sospecho que mi padre tranqueaba an deuna a otra punta del comedor, cuando me queddormida.Mucho tiempo despus averig el misterio de aque-

    lla noche angustiosa.Mi hermano haba sido comisionado por los Reinaf,

    agentes de Rozas, que gobernaban en Crdoba, paraasesinar al general Quiroga, que aquel da, precisa-mente, en viaje a Santiago, pasara a cierta distanciade all.Faltar a la consigna era provocar la clera del tira-

    no, y morir seguramente. Obedecer, era cometer uncrimen cobarde. Mi hermano fingi acatarla y particon los cuatro sicarios que pusieron a sus rdenes, yque, ms que subordinados, eran centinelas para l.Tena el tiempo justo para llegar al lucrar en que debaperecer el famoso Tigre de los Llanos; y por eso via-jaba reventando caballos. Cuando llegaron a nuestracasa, mi hermano, de acuerdo con mi padre, urdi elplan para frustar el golpe, haciendo escapar a loscaballos. Tardaron varias horas en recobrarlos y cuan-

  • Fuente Sellada 27

    do llegaron al sitio sealado para el asesinato, habapasado ya la galera en que viajaba el general Quiroga.Mamita Rosa call. Con su pantalla se puso a so-

    plar el fuego ; una nube de ceniza volaba alrededorde su cabeza, sobre la cual haba cado la que dejanlos aos y las penas.Evangelina se agach y la bes en las mejillas, siem-

    pre frescas y rosadas.Y qu ms, mamita?Los ojos de la abuela se iluminaron de satisfaccin,

    por el inters que su historia despertaba en sus oyen-tes. Juan Manuel apretaba entre sus manos una de lania, atento como ella al relato.Mamita Rosa ceb un mate y sigui narrando

    :

    Algunos meses despus, una tarde, lleg a casael capataz de una estancia vecina. Hizo llamar a- mipadre, habl con l en secreto, y juntos partieron, acaballo, con las caras afligidas, por lo cual todos pen-samos en una mala noticia.Y era as: aquel pen que recorra el campo bus-

    cando un animal perdido, haba encontrado en el mon-te, atado a un algarrobo, el cuerpo de un hombremuerto a lanzazos. Era mi hermano Rafael, a quien Ro-zas mand matar por no haber querido asesinar algeneral Quiroga.Mamita Rosa call de nuevo

    ;junt las manos y pa-

    reci quedarse persiguiendo con la imaginacin aque-lla memoria dolorosa de los tiempos de su niez. JuanManuel y Evangelina tambin callaban: la nia con-movida por la narracin, el joven gustando en silenciola paz de aquel ambiente.En la cercana iglesia de los jesutas tocaron el "An-

    gelus", que lleg hasta ellos lento, sonoro, impregna-do de religiosa melancola.-"El ngel del Seor anunci a Mara", enton en

  • 28 Hugo Wast

    alta voz la anciana, invitando a Juan Manuel a rezarcon ella.

    Desde donde estaban, vio el joven a Panchita, arro-dillada detrs de una de las columnas del primer pa-tio, rezando tambin, con uncin sacerdotal.Aquel cuadro, bien conocido de l, le impresion

    como nunca: la galera baja del segundo patio, con te-cho de tejas acanaladas, y tirantes de palma, y pilaresblanqueados, al pie de cada uno de los cuales creca unaenredadera que la primavera iba nevando de flores;los altos y rumorosos eucaliptos, las higueras perezo-sas que arrastraban sus ramas, donde dorman las ga-llinas, y, en mitad del patio, junto a la pileta, un copo-so naranjo, que impregnaba con el perfume de sus aza-hares el aire delgado de la tarde.Mamita Rosa se haba levantado, dejndolo con

    Evangelina. La nia miraba curiosamente las cosasque los rodeaban.Juan Manuel se preguntaba qu poda pensar aque-

    lla reflexiva cabecita de nueve aos, y sin saber por qu,sentase dichoso y conmovido.En un piano de la vecindad tocaron una cancin de

    Cheminade, y una limpia voz de mujer cant: "Toi,rien que toi, toujours toi!"La nia, pregunt a su amigo qu significaba aque-

    llo, y l se lo explic.Ella se qued pensativa; despus le dijo:Juan Manuel, por qu te llamas como Rozas?No te gusta mi nombre?S, me gusta, pero me da miedo . .

    .

    Se ech a reir, se levant, lo bes y corri al primerpatio, desde donde Panchita la reclamaba.l la dej irse.

  • Fuente Sellada

    Muchos aos despus, cada vez que entraba en lacasa de mamita Rosa, vea, como en un espejo antiguo,reflejarse en su memoria el cuadro de aquella tarde,desde el mate de leche que le cebaba la abuela, hastala msica vehemente de la cancin de Cheminade.

  • III

    Aos despus, una maana, don Pedro Rojas, queera madrugador, se dirigi al corral de las vacas le-cheras a tomar dos jarros de apoyo, su desayuno ha-bitual .

    Bajo, fuerte, ancho de espaldas, los ojos encapota-dos tras unos prpados espesos, la barba encanecida,desaliado el traje, pero de rica tela, su figura imponarespeto y quiz temor, por su genio desigual y violentoa veces.

    Aunque la casa de la estaneia no era vieja, las lluviashaban ennegrecido las paredes encaladas y el techo detejas, a dos aguas.

    Construida sobre una loma, desde la galera delnorte se divisaban los alfalfares, que parecan tem-blar a la vista porque millares de maripositas blan-cas, hijas de la primavera, volaban rozando las fragan-tes flores moradas que empezaban a abrir.Aquel ao don Pedro Rojas completaba el primer

    millar de hectreas alfalfadas. Antes de l, all, en ple-no Chaco santafesino, nadie haba hecho el ensayo desembrar una chacra de alfalfa. Don Pedro mismo, du-rante quince aos explot sus cuatro leguas de campoa la antigua, con haciendas criollas, utilizando los pas-

  • 32 Hugo Wast

    tos naturales, y resignndose a perder mil vacas encada sequa.Pero haca un tiempo que entraba por los nuevos ca-

    minos de un negocio menos rutinario y ms lucrativo.Cada ao alfalfaba doscientas hectreas, reduca el n-mero de vacas criollas y refinaba ms las mestizas.Deca la gente que viva empantanado en los ban-

    cos, que sobre la estancia pesaba una fuerte hipoteca,que el mejor da los vencimientos haran humo todasaquellas mejoras; pero don Pedro dejaba decir, con-vencido de que aquellas tierras, encarecidas por la es-peculacin, no podan ser explotadas ya por los proce-dimientos vetustos que a l lo haban arruinado.La casa, envuelta por un bosquecito de naranjos en

    cuyas copas anidaban zorzales y pirinchos, en las ma-anas se perfumaba como un canastillo de flores. Unaavenida de eucaliptos, llevaba hasta el camino real, cor-tando el alfalfar del frente

    .

    .Don Pedro dio unos cuantos pasos por 1' patio detierra endurecida.A la hora en que el patrn se levantaba, ya la peona-

    da haba marchado a su trabajo, dirigida por don Pr-coro, capataz de la estancia desde haca veinte aos.Comenzaba el verano

    ; y la primavera lluviosa habavestido los campos de pastos jugosos y llenado de reto-os los rboles del monte. En oleadas llegaba hastalas casas el penetrante perfume de los aromitos en flor.Un maizal, a los rayos del sol que relampagueaba ensus anchas hojas lustrosas, mostraba por entre los car-tuchos de sus mazorcas, las barbas color de azafrn delos primeros choclos.

    Detrs de las casas quedaba la cocina, donde doaPepa, la mujer del capataz, preparaba los monumen-tales pucheros y la mazamorra de los peones; luego lashabitaciones de stos, y un poco ms all, el corral

  • Fuente Sellada 33

    de las lecheras, con el chiquero de los terneritos allado.

    Cuando don Pedro lleg al corral, cuatro o cinco va-cas echadas sobre la tierra estercolada y suelta, aguar-daban su turno rumiando cachazudamente. Todas erancriollas y negras, porque el dueo no las destinaba alecheras sin esas dos cualidales, garanta, segn l, deque su leche no tena microbios de tuberculosis.En el corral lo esperaba Mara Teresa, su hija, " apo-

    yando' ' una vaca yaguan de cuernos aserrados, la quesalud al amo, que sola darle pedacitos de galleta, conun mugido perezoso, lamindose las narices, que exha-laban dos chorros de vapor.Un ternerito, negro como la madre, luchaba desespe-

    radamente por hallar una teta que no le arrebatasenlas manos implacables de la ordeadora y mamaba conavidez, atragantndose para engullir mucho, cuando selo permitan.Concluy Mara Teresa su delicada operacin, y mien-

    tras Lucila la hija del capataz ataba el ternero,se puso a sacar el apoyo en un jarro enlozado, que he-rido por los chorros de leche, cantaba una incitantecancin de tambos.La espuma tornasol en la urea luz de la maana;

    don Pedro bebi lentamente el apoyo sabroso; montluego a caballo, y se fu a recorrer sus campos, dondeel esto infunda la vida.Aquel panorama sentaba bien a la figura de Mara

    Teresa, mayor varios aos que su hermana Evangelina.De esa nia hablaron con tristeza todas las cartas

    de la madre a mamita Rosa; porque la pobre mujer pre-senta que su hija crecera descuidada de su padre, yduea y seora de su libertad.Y as fu ; de la misma edad que la hija del capataz,

  • 54 Hugo Wast

    vesta como ella, blusa clara, pollera corta y breves al-pargatas blancas, siempre pulcras.* Pero su gusto por aquella existencia resultaba, msque de propia aficin, de un exceso de vida en su na-turaleza juvenil. Algunos das pareca cambiada, en-vuelta en cierta pereza criolla, que la tornaba soado-ra y triste. i ,

    |

    Se acordaba entonces de su madre, que vivi confi-nada en la estancia, perdida en los bosques chaqueos,alejada dos leguas del pueblito ms prximo.Y aquel da estaba as. Lucila se fu del corral y

    ella se qued en la tranquera, contemplando al alfalfarondulante y luminoso, que a la distancia se juntaba conel cielo.

    Su corazn dorma, aunque su fresca juventud habaya despertado el amor en otros.Damin, uno de los peones, hijo de don Prcoro el ca-

    pataz, estaba enamorado de ella. Habase criado vin-dola crecer, sirvindole de juguete, cuando nia, y aho-ra la senta alejarse de su compaa y su amistad.

    Adivin ella aquel amor discreto? A Damin le fal-taba el nimo para decirle nada, comprendiendo quepor su mal, haba puesto los ojos demasiado arriba, ytena que expiar su pecado

    .

    Contentbase con vivir, lleno el pensamiento de ella,unas veces cerca, colmndola de atenciones, otras ve-ces lejos, atisbndola y sufriendo torturas cuando ellahablaba con otro hombre, cualquiera que fuese.Los rudos trabajos del campo no le sentaban bien, y

    don Pedro le haca confeccionar y componer los arreosde los caballos, para lo que tena una singular habi-lidad.Agradbale esa tarea, que le permita quedarse en las

    casas, aunque, por otra parte, lo deprima, porque erasedentaria y de menos prestigio ante aquella gente.

  • Puente Sellada 35

    Habra preferido ser el domador, que todas las maa-nas ensillaba en el corral un pingo rebelde, parta comouna exhalacin por la ancha avenida de los eucaliptos,

    y volva a)l caer las doce, con la bestia sometida y su-dorosa.Trabajaba en una mesita, a la sombra del naranjal,

    frente a la ventana del cuarto de Mara Teresa, queiba y vena por la casa, sin acercrsele nunca, sin ha-blarle, mientras l la segua con e

  • 36 Hugo Wast

    agujereaba las suelas o trenzaban sus manos los tien-tos, casi tan finos como las cuerdas de su guitarra!Antes trataba a la nia de vos, porque durante aos

    haba sido un hermano para ella. Ahora tratbala deusted, y maldeca su timidez, que le haca perder pocoa poco los derechos de su amistad.Esa maana estuvo ella un rato afirmada en la tran-

    quera del corral, observando el alfalfar, como si no lohubiese visto nunca. Fuese luego hacia las casas, y noencontrando a ninguno de los peones pidi a Daminque le trajera su caballo, un zaino oscuro, alto y brioso.Damin lo encontr bebiendo en una lagunita, de

    la que se levant, al llegar l, una bandada de chor-litos; lo mont de un salto, en pelo, y regres al ga-lope.

    Se lo ensillo, nia!No; nadie lo hace mejor que yo, contest ella,

    ensillando el caballo a la vista de Damin.Cuando parti, Damin se qued mirndola alejarse

    camino del pueblo.A dnde ibafDon Pedro Eojas criaba a sus hijos en la ms amplia

    libertad. A cambio de que no se preocuparan de el,que andaba por vas tortuosas, poco se preocupaba lde ellos. As Mara Teresa, acostumbrada a guiar co-ches y a montar como una amazona, rara vez mandabalos peones al pueblo. Ataba un tilbury o ensillaba sucaballo, y acompaada de Lucila parta a hacer susdiligencias.Pero de tiempo atrs, prefera salir sola. Quien la

    conoca, difcilmente hubiera imaginado que herva enel fondo de su temperamento una levadura novelesca.El ejemplo de su hermano Mario, volviendo tarde en

    la noche, con el rostro encendido, la mirada alegre yla boca llena de alusiones a sus aventuras amorosas ; el

  • Fuente Sellada 37

    mismo ejemplo de su padre ; su soledad, su juventud quese expanda como un resorte nuevo, la naturaleza encuyo contacto viva, an las canciones inflamadas deDamin, la envolvan en una malla de ensueos; y de as-piraciones cambiantes y bravias.

    A medida que galopaba, el vientecito que despeinabasus cabellos castaos, defendidos por un sombrero depaja, la torn a las cosas reales.A qu iba al pueblo? Las casas blanqueaban, a lo

    lejos, entre la obscura arboleda. Haba llegado al lin-de del alfalfar, donde conclua el campo labrado y em-pezaba el monte. El camino segua serpenteando porentre los algarrobos que le daban sombra, como gran-des paraguas desgarrados.

    Suerte para ella que nadie le haba preguntado a quiba al pueblo, porque ni siquiera tena inventada larespuesta. A nada! Sinti deseos de correr a baarseen el sol y en el aire, y a eso iba, sin saber nada ms,aguijoneada por su fantasa.Pens en la ciudad lejana, de donde Evangelina le

    escriba llamndola. No. no ira; no era la idea de laciudad, que apenas conoca y que imaginaba ms abu-rrida que el campo, con sus interminables filas de ca-sas iguales, y sus calles derechas y sin rboles, lo que lallenaba de una ansiedad indefinible.

    Contuvo el caballo y march al paso por el caminoque entraba ya en el monte.

    El sol de la maana, oblicuo todava, jugaba entreel follaje de los rboles, arrojando chorros de luz, queheran el suelo

    . A veces, en la mancha dorada que pro-yectaba, agitbase un pjaro, y era una calandria, oun boyero, o una palomita de la Virgen, que buscababichitos en 1$ tierra hmeda. Algunos animales, en

  • 38 Hugo Wast

    los que observ la marca de su padre, arrimbanse alcerco, con su curiosidad de bestias ariscas. Despushundan de nuevo el hocico en el pasto tierno, nacido ala sombra.El caballo tascaba el freno, llenndose de vana es-

    pura, y de pronto relinch.Mara Teresa vio que del lado del pueblo vena ha-

    cia ella un hombre, entre remolinos de polvo. Slocuando lo tuvo cerca lo reconoci, y el corazn le laticon violencia. Castig al caballo; pero el jinete se de-tuvo en medio de la senda, y ella tambin, emociona-da, plida, comprendiendo ahora que aquel encuentroque la amedrentaba, era lo que haba ansiado en elsecreto de su corazn.

  • En aquel tiempo tena Julin Darma algo menos detreinta aos, y era un buen mozo, que procuraba sacarel mejor partido de su gallarda apostura y de su na-tural viveza. Nacido en Buenos Aires, hurfano, igno-rando quines fueron sus padres, criado por un buenseor que lo mand a la escuela, no concluy sus estu-dios, porque un da se le present la ocasin de ocuparen provincias un puesto bien rentado. Le dur poco, ycuando se agot esa fuente, anduvo a sallto de mata,sin hacerle asco a ningn trabajo, hasta que una com-paa explotadora de quebracho, lo emple en su ad-ministracin, situada en el pueblo, a dos leguas dela estancia de Eojas.

    Habra llegado a tener amistad con sto, si no hu-bieran surgido entre Kojas y la compaa agrias desave-nencias, por un alambrado que Darma tuvo que cor-tar.

    Aquello le vali la inquina del estanciero, cuandojustamente acababa de conocer a Mara Teresa y sentanacer el deseo de conquistarla.

    Casi a diario iba la nia al pueblo; y l, que tena su

    oficina en la calle principal, sala a la puerta para verlapasar, acompaada de Lucila, con el rostro enceric-

  • 40 Hugo Wast

    do y los ojos chispeantes por la alegra de la salud yde la sangre agitada.La primera vez que las vio, pens que cualquiera

    de las dos vala la pena de ponerse en campaa, por-que vestidas ms o menos lo mismo, no conoci la di-ferencia que haba entre la una y la otra. Torcise elbigote en honor de ambas, que lo miraron con curio-sidad. Las dos se rieron de l; mas parecile que enlos ojos de una de ellas haba brillado una luz de ad-miracin candorosa. Era Mara Teresa, que volviendodas despus, se puso el traje con que algunos domin-gos vena a la misa del pueblo.Darma apreci el cambio y la prefiri.Generalmente se detenan a la puerta de un almacn,

    prximo a su oficina, surtido de todas las cosas delmundo que puede necesitar un campesino. Ataban loscaballos en unas argollas fijadas en el cordn de la ve-reda y entraban a hacer sus compras. Penetraba pri-mero Lucila, indiferente y seria, y luego Mara Teresa,despus de mirar a Darma, quien desde el umbral lesonrea

    .

    Al principio habl con Lucila del buen mozo, que lassaludaba al pasar. Ms adelante prefiri saborear S3-cretamente su recuerdo, como una cosa prohibida; yun dial se anim a ir sola al pueblo, llevada por la an-siedad de verlo, cuando se encontr con l en el ca-mino

    .

    Detvose el mozo y la salud,, y ella, aturdida, sinresponder, se puso a acomodar los pliegues de su po-llera

    .

    l le explic, con palabras finas, que iba a la estan-cia a hablar a su padre por el asunto del alambrado

    ;

    pero que hallndola en el camino, preferira desandarlo andado, acompaarla al pueblo, y volver cuandoella volviese.

  • Fuente Sellada 41

    Qu contest ella? Nunca lo supo. Slo l hablabay sus palabras eran como un viento que entraba en sualma, avivando un fuego que ya arda.Fuera por el reciente galope, fuera simplemente por-

    que al salir no apretara bien la montura, ello es queDarma observ que el caballo de la joven traa floja lacincha y se brind a arreglarla. Ech pie a tierra, yaunque ella bajaba siempre de un salto, esa vez prefi-ri apoyarse en la mano de l

    ; y una vez subsanado eldesperfecto, l la ayud a subir.Cmo lata el corazn de la nia, cuando l le to-

    m el pie, para acomodrselo en el estribo, y le alcanzla fusta!Anduvieron al tranco, sin decirse nada, sin sentir

    el sol que caa sobre ellos, ni la voz del esto que llena-ba de rumores la selva, cortada por el camino blanco depolvo, donde las iguanas estampaban su ancha huella ylas perdices la delicada impresin de sus patitas gi-jar!

    El comenz a hablar de amor, y ella no supo quresponder.Cuando divis las primeras casas de'l pueblo, tuvo

    vergenza de llegar, se lo dijo a l? con una timidez,que era una confesin, y los dos se volvieron.Entonces ella record que su padre estaba ausente;

    por lo que habra sido intil su visita.Como la cuestin del alambrado no urga ya, l se

    despidi en el deslinde del alfalfar ; le dio la mano y ledijo que se llevaba el alma entristecida porque la! de-jaba, y alegre porque haba hallado ocasin de decla-rarle su amor.

    Mara Teresa, as que lleg a la estancia, llam aDamin con una dulzura que ya no sola tener para lY le entreg el caballo, y se encerr en su cuarto has-

  • 42 Hugo Wast

    ta la hora de almorzar, saboreando la inefable sensacinde aquel encuentro.Despus vinieron los das ardientes de su vida. Ca-

    mino del pueblo se encontr algunas veces con Julin.Marchaban un rato, buscando algunos de los grandes al-garrobos que nacan junto a la senda y la cubran consus ramas. Abranse stas a tan poca altura, que eradifcil quedarse a caballo a su sombra. Julin echabapie a tierra, y se acercaba a ella, y la hablaba, jugandocon su rebenque o acariciando la crin del zaino.El camino, de costumbre solitario, no era, sin em-

    bargo, lugar a propsito para citas de amor. De un mo-mento a otro poda sorprenderlos alguien y llevar lanoticia a don Pedro Rojas, que estaba Heno de rencorescontra Darma.Aunque a l, en efl fondo, no le importaba gran cosa

    que lo vieran, porque era vanidoso y le halagaba elque se supiera el ascendiente que tena entre las mu-jeres, finga participar de los temores de la nia.Algunas vacas que pacan en el monte, mugan a

    veces tan cerca del camino, que ellos las habran vistoa no ser por lo intrincado de la selva. Con alejarse,pues, unos cuantos pasos, entre la arboleda, estaran acubierto de todas las miradas.

    Julin pareca desear aquello ; Mara Teresa prefe-ra quedarse a la vera del camino.Pero pronto aquellas citas seran imposibles. Ya va-

    rias veces haba perdido l maanas enteras galopandodel pueblo a la estancia, sin hallarla, porque ella nopoda salir sola.

    Lucila, celosa, quizs recordando que las primerasmiradas del mozo fueron para ella, comenzaba a sospe-char de aquellos paseos a que la joven no la invitaba;y sta no saba hallar excusas.En la primera ocasin en que volvieron a verse, co-

  • Fuente Sellada 43

    mo ella le contara sus tristezas, l le dijo

    :

    Y si nos encontrramos en tu casa, de noche,cuando todos duermen?

    Ella mene la cabeza.Pap algunas veces vuelve tarde.Y cuando no vuelve tarde, a qu hora se acuesta?En seguida de comer. Esos das a las diez de la

    noche todos duermen en la estancia. Pero los perrosson bravos y no dejaran acercarse a nadie. Imposibleeso, ms imposible que nada!

    Se qued triste; l volvi a hablar.Tu hermano, a qu hora vuelve?Al alba, casi siempre. Se acuesta a esa hora para

    levantarse a almorzar.Bueno! si los das en que tu pap se queda, me

    mandaras a buscar con uno de los peones que me acom-paase, los perros no me desconoceran.Es verdad! pero con quin?Callaron. Todo a su alrededor, en el verano lujoso,

    que envolva con su pompa el bosque entero, incitabaa proseguir su romance de amor.El viento tibio, que pasaba entre los rboles, cargado

    del perfume de los aromos en flor, era como un incien-so que nublaba las cosas. Julin, que estaba a pie,junto a ella, le tom las manos y se las apret.Era la primera vez que lo haca ; ella cerr los ojos,

    parecindole que el monte daba vueltas en torno suyo,y sinti que su voluntad se disolva en una impetuosacorriente

    .

    Bueno, bueno; dijo retirando sus manos, tehar avisar.Y haciendo un esfuerzo, parti al galope, aturdida

    y gozosa.El se qued mirndola.Es ma! pens. Se sonri a la idea de que don

  • 44 Hugo Wast

    Pedro Rojas ignoraba que su enemigo le enamoraba lahija; mont a su vez, y al trotecito, tom para el pue-blo, ocupando la imaginacin en otros asuntos.Cuando Mara Teresa lleg a las casas, su padr'e no

    haba vuelto del campo.Damin, frente a la ventana del cuarto de la nia,

    'trenzaba unos tientos, confeccionando un talero parael patrn y simul no verla, temeroso de sus desaires.Damin! grit ella; quers ayudarme a ba-

    jar!' Damin acudi sorprendido y receloso. La tom delas manos y la ayud a saltar. Cmo le palpitaba elcorazn

    !

    Se ocupaba ya en desensillar el caballo, cuando ellale dijo:

    i Vamos a baarlo, Damin?El la mir con agradecimiento, no sabiendo qu de-

    cir, ni qu pensar de aquella bondad desusada.De pronto se puso triste, triste en extremo

    ;sospe-

    ch que algo iba a pedirle, relacionado con sus paseosmisteriosos, de que la gente empezaba a murmurar.Pero gust una extraa dulzura al sentirla acercarse

    a l.

    Frente al corral haba un gran pozo, con un bnldevolcador, que un muchacho, montado en un petizo, ha-tea funcionar todas las maanas hasta llenar los be-bederos de los animales, largos y estrechos tanques defierro, fijados en la tierra.

    Alll baaron al caballo. Damin lo tena del bozal,junto al pozo; mientras ella, con un baldecito, arre"mangada hasta el codo, echaba el agua fresca sobre ellomo sudoroso del caballo.Damin la observaba, y sentase inquieto, porque la

    alegra de la muchacha naca de lo que era motivo desu pen&.

  • Fuente Sellada 45

    Cuando ella le confes que tena un novio, y queraque l la ayudase en su aventura, no tuvo ninguna sor-presa, sino un gran dolor, que se le clav en un costa-do, y que le dur toda la vida.Y qu puedo hacer yo, nia Mara Teresa? le

    pregunt mansamente.Mara Teresa se sent en el brocal, buscando la som-

    bra de un sauce que all creca. Ei solt el caballo yla mir sin miedo, como nunca.Qu puedo yo hacer por ust? . volvi a pre-

    guntar, saboreando la dulzura de sufrir por eKa.De vos depende todo! exclam la joven, envol-

    vindolo en una mirada suplicante.Bueno; si es as, cuente conmigo, nia.Ya saba yo que no te ibas a negar.

    iY por qu saba eso? se atrevi l a pregun-tarle, sonriendo con inconsciente irona.Mara Teresa no contest. En un segundo de silen-

    cio, vio los largos das tristes a que haba condenadoal mozo, y por primera vez midi la inmensidad deaquel amor que as la inundaba. Pero, qu culpa te-na de que l hubiera puesto en ella sus ojos?Por qu saba, nia? , insisti.Porque vos sos como un hermano, ms bueno que

    un hermano para m, contest fingiendo no haberadivinado la esencia del cario de Damin.

    Pero como la joven escondiera los ojos, huyendo delos de Damin, comprendi ste que le menta. Mor-dise el labio para matar un suspiro, y se acerc mspara saber lo que ella tramaba.Y esa noche, a la luz de la luna, indiferente y serena,

    parta Damin al pueblo en busca del novio de la mu-jer que amaba desde nio.Humilde y simple, sinti que se habra muerto de

  • 46 Hugo Wast

    celos si ella hubiera confiado a otro su secreto. Llegal pueblo y busc a Darma.Lo hall de visita en una casa, jugando a las prendas

    con un grupo de muchachas, y quizs hablando de amora una que tena al lado, rstica y linda. Media horams tarde, los dos galopaban por el camino del monte,sin cruzarse una palabra, pregustando Darma su aven-tura, y Damin comenzando a sentir que los celos lemordan como perros rabiosos.

    Slo se oa el sordo rumor de los cascos de los caba-llos hiriendo la tierra, que sonaba a hueco.Cuando llegaron a las casas, una nube ocult la lu-

    na, y la sombra se espes en el naranjal.El diablo me ayuda, dijo para s Darma.Aperonse y ataron los caballos al palenque. La-

    draron los perros, pero acalllos Damin.Era ms de media noche, y, slo Mara Teresa ve-

    laba ansiosa, tras de sus postigos.Darma se acerc, y Damin se alej un poco, y se

    ech sobre unas caronas, y escondi la cabeza entrelos brazos, para no ver si el otro permaneca afuera oentraba.As aguard hasta que Darma le llam, golpendolo

    en el hombro, para que lo acompaase de nuevo.Y durante un largo mes sucedi lo mismo. Pero un

    da la compaa quebrachera hizo cambios en el per-sonal.) Darma sali del pueblo y no volvi ms a laestancia.Damin no se alegr, y llev a su ama la primera

    noticia.Pero, es cierto? pregunt ella consternada.S, nia.Para no volver?Damin, haciendo rayas en el suelo con el pie, se

    anim a decir:

  • Fuente Slulda 47

    Y a qu haba de volver?

    Ella lo mir fijamente, los ojos chispeantes de ira,y para que alzara la cabeza le hiri el brazo con unavarita de mimbre.Entonces, no me quera?A l le doli el ademn como un latigazo en la carne

    desnuda; pero no, contest.iDecime! le grit la muchacha, cuya clera iba

    creciendo no me quera?El alz la cara serena, iluminada por un gran amor.No, nia; no la quera!Y como ella se quedara silenciosa, se atrevi a agre-

    gar :Si por m hubiera sido, ft la habra querido ms

    que yo.Ella se estremeci al oir aquello* le tom la mano,

    y le pregunt acercndosele

    :

    Me quers ms que l?Damin ech atrs la cabeza.Oh, nia Mara Teresa! clam, no lo saba

    ust ; no lo haba adivinado ? .. . y hace tanto tiempo !

    Y si yo te pidiera djole ella bajando la voz,con una contenida vehemencia, si yo te pidiera quelo mataras, lo mataras?S, nia.Mara Teresa se ech a reir, con una spera risa, que

    a l lo martiriz.Bah! No te creo, no te creo! le dijo; y en una

    racha de locura, le escupi en la cara, y corri a en-cerrarse en su cuarto, rindose siempre de Damin,quien, plido como un mrmol, en medio del patio de-sierto, senta trocarse en rencor su habitual manse-dumbre

    .

  • Fu un inexplicable desencanto la primera impre-sin que la ciudad caus a Juan Manuel, que volva des-pus de un viaje de tres aos.*E1 tren acababa de entrar bajo la bveda sonora de

    la estacin, y ya sentase l como enervado en aquelambiente, que no obstante amaba. Acostumbrado aJa batahola de los grandes pueblos, en que la gentese distrae, arrastrada por la corriente de las cosas ex-teriores, la calma de aquella estacin, el aspecto de losque en el vasto andn aguardaban a alguien, llamandoa los viajeros por sus nombres, todo, hasta el olor dela ciudad, causle una sensacin de disgusto.

    \

    All, donde tena parientes y amigos, le pareci queiba a quedarse ms solo y acosado por sus pensamien-tos.

    Reconoci en dos mujeres vestidas de negro a Del-fina, su joven madrastra, y a Margarita, su hermana,enlutadas por la muerte reciente de su padre.Al verle dieron un grito

    .

    Juan Manuel!La seora se ech en sus brazos sollozando; la her-

    mana lo abraz y lo bes en silencio, mostrando en elestupor de sus lindos ojos, la profundidad de una pe-

  • 50 Hugo Wast

    na que a)l lado del hermano pareca agrandarse.Durante unos momentos formaron un pequeo gru-

    po aislado.Acercse un viejo changador paraguayo, de barba

    blanca, a quien Juan Manuel conoca, porque era elque su padre haba ocupado siempre.Nio Juan Manuel. . . le dijo con sincera emo-

    cin, yo he sentido mucho la muerte del finado . .

    .

    Juan Manuel le estrech la mano y dej a cargo suyoel equipaje; y abandon la estacin, aliviado al huir delias numerosas caras conocidas que lo rodeaban.Con el automvil de Delfina, pronto dejaron atrs el

    reguero de coches de plaza, que entraban en la ciudad,haciendo tronar el empedrado de aquella larga calledesolada, con sus ruinosos tapiales y sus sitios baidos de-vorados por los yuyos, y las pobres mujeres que seasomaban a las puertas a espiar el desfile de los viaje-ros de Buenos Aires.Juan Manuel apenas se acordaba ya de la nueva ca-

    sa en que vivan los suyos. Poco tiempo antes de quel partiera para Europa, su padre, enriquecido por unnegocio de tierras, haba vendido su vieja casita colo-nial, para comprar un gran casern que a pocas cua-dras, ms al sur, edificaron unos ingleses.Juan Manuel conoca desde nio aquel sitio. Era

    una manzana entera, rodeada por una pared sombray verdosa. En medio de un bosque de grandes eucalip-tos, se alzaba la casa, de tres pisos.Alguna leyenda se haba formado alrededor de ella.

    Juan Manuel la conoci cerrada siempre, desde queunos de sus dueos se suicid, arruinado por la crisisdel 90, y el otro se ausent para no volver.Recordaba que en su infancia sola ir, al volver de

    la escuela, a recoger los trompitos que las altas ramasde los eucaliptos sembraban en la vereda.

  • Fuente Sellada 51

    Y se acordaba tambin de que por nada del mundose habra quedado en sus cercanas a la hora del cre-psculo, cuando sonaban en las torres las campanadasdel Ave Mara. Conoca algo de la historia de sus due-os y crea que en la sombra arboleda vagaba el almaen pena del suicida.Aqueilla impresin de niez durle hasta grande. Y

    al anunciarle su padre que haba comprado por unprecio irrisorio la hermosa propiedad, no pudo librar-se de un terror supersticioso.

    Sin embargo, cuando se trasladaron a ella, y ocu-p un cuarto, sintise a gusto en su tranquila soledad,que se prestaba al ensueo.Esto fu en los ltimos tiempos, antes de su

    viaje a Europa. Su hermana Margarita estaba enel colegio ; su padre, viudo desde el nacimientode esa nia, se haba casado.Acostumbrado a respetar la voluntad paterna, nunca

    objet aquel matrimonio, aunque le pareciera desacer-tado. A los cincuenta y cinco aos, por bien que se loslleve,, siempre es una imprudencia embarcarse para unanueva travesa de la vida, con una mujer joven.

    Delfina Gross, hija de ingleses, cuya magnfica her-mosura pareca madurar a los rayos de un sol muyargentino, era casi de la edad de Juan Manuel.Desde el primer momento, ste la quiso y la cuido

    como a una hermana; pero un instintivo recelo le im-pidi hacerla confidente de las cosas que en aquellostiempos llenaban su alma.

    Clara Rosa ! . .

    .

    A pesar de su resolucin de un da, volvi a feste-jarla, y a hacer versos en su honor, y durante aos fusu vida bulliciosa y vaca como un cascabel.Un da, bruscamente, la familia de Clara Eosa se

  • 52 Hugo Wast

    ausent a Buenos Aires y poco despus a Europa, y lla sigui.En los salones europeos, puntos de cita de los sud-

    americanos, llev ella una existencia triunfante. Y lavida de l fu una jornada de humillaciones, indemni-zadas con raras sonrisas y con el ttulo de novio . Si al-guna vez ella lo quiso, su amor se evapor, y ella mis-ma se lo dijo, con una llaneza que l tuvo que agrade-cerle .Nunca el hombre acaba de conocerse: "yo no hara

    tal cosa", se dice, y un da la hace; "yo no podra ol-vidar"; y un da olvida.Juan Manuel, que se crea incapaz de vivir sin Cla-

    ra Eosa, prosigui, sin embargo, la misma vida fati-gosa y egosta, hasta que se fu a viajar, para disiparsu hasto con las sensaciones de otros pases.

    Detrs de l, de ciudad en ciudad, peregrin largotiempo una carta, en la que le anunciaban la muertede su padre.Como un barco que una ola ha tumbado y que otra

    ola levanta, con aquel golpe que le pareci incompara-blemente ms doloroso e irremediable, su corazn sealz de la inercia en que se hunda.Y emprendi la vuelta, sintiendo que a espri-

    tus como el suyo, les hace bien la conciencia de un in-eludible deber.Juan Manuel pens en su hermana, cuyo nico apo-

    yo iba a ser. Cuando parti para Europa tena treceaos y era, segn decan, la imagen de su madre cuan-do nia. El adoraba su dulzura, su aristocracia amabie,su genio alegre, su espritu encendido como una estre-lla

    . Y al volver a la patria, llevaba la ilusin de verla,con sus tres aos ms de colegio, con su cabeza oscura,peinada de seorita, con sus nuevos modales.Acompaado de ella comenz a recorrer la casa. En

  • Fuente Sellada 53

    todo hallaba un recuerdo viviente de su padre, y eso loentristeca.Quieres verlo? pregunt Margarita a su her-

    mano.

    Lo llev al escritorio.Una impresin intensa lo clav en el umbral, y con

    los ojos llenos de lgrimas, vio a su padre en un granretrato, arriba del silln que sola ocupar. Era l, vivo,sus ojos azules, endulzando la severidad de su rostronublado, de su frente amplia, de su gran bigote blanco,de su gesto decidido.Es de Cerny dijo Margarita; a duras penas

    conseguimos que se dejara retratar. No alcanz a ver-lo concluido; lo trajeron el da que muri.Estaba el escritorio en la planta baja de la casa, y

    reciba la luz por un ancho ventanal que daba a lahuerta, cuya quietud invitaba al trabajo o al ensueo.A alguna distancia, sobre la avenida Urquiza, que en-

    tonces comenzaba a poblarse, vease la mansarda grisde un palacete.Margarita explic:Es el chalet del doctor Darma, sabes? el que se

    cas con Evangelina Rojas... Te acuerdas?Este nombre produjo una singular emocin en Juan

    Manuel, que fu a sentarse en un silln, en la penum-bra.Ah, s!Lo sabas? No puede ser.Saba lo del casamiento replic l ; lo supe en

    Montevideo, por los diarios..

    .

    No dijo nada ms. La nia mir a su hermano, quepareca ms deseoso de soledad que de compaa. Erala siesta clida e incitaba al sueo.Quieres dormir? Sabes que sta es la pieza ms

    fresca? Te dejo.

  • 54 Hugo Wast

    Ella sali, y l se tendi sobre el sof, recibiendo elfrescor que pasaba a travs de la cerrada celosa, bajola sugestin del hermoso retrato que pareca iluminarla habitacin.Juan Manuel tena en aquel tiempo veintiocho aos.

    Los deportes y los viajes haban desarrollado bien sufsico

    ;pero no causaba la impresin de un hombre fuer-

    te, porque el detalle mrbido de sus ojos tristes deno-taba un temperamento sentimental, si no enfermizo.Haba hecho el viajo de regreso a su tierra con ale-

    gra, porque ansiaba suavizar en el ambiente hospita-lario de Santa Fe, las asperezas dejadas en su alma poraquellos tres aos de inquietudes.Adems, l, que se crey curado del amor, empez a

    acariciar una ilusin hacia la cual se orientaba su vida.Asista a su nacimiento, sorprendido de no haber

    adivinado antes qu hondas, qu indestructibles raceshaba echado en su propio corazn un sentimiento ca-si olvidado.Y todo cambi en la ltima etapa de su viaje. Cuando

    el vapor fonde en la hermosa baha uruguaya, y sucubierta se vio inundada de muchachos que voceaban"La Nacin" y "La Prensa' ' de Buenos Aires, el solonombre de los diarios conmovi a Juan Manuel, quecompr algunos, sin fijarse en las fechas, para leerlotodo, an las crnicas sociales, que antes desdeaba,interesndose por nombres, indiferentes para l, y queen tal ocasin le parecan de antiguos amigos.Y en una de esas crnicas, trasmitida desde Santa

    Fe, hall la breve relacin del casamiento de Evangeli-na Kojas con el doctor Julin Darma.Leyla dos veces, repitiendo el nombre de ella, que

    le trajo el perfume de un paisaje lejano.Se acord de aquella Evangelina que, aos antes, le

    consagrara una singular y devota amistad.

  • Fuente Sellada 55

    iCunto tiempo haba pasado! Como una estrella, en

    su memoria cansada de los recuerdos se alz la ima-gen de la dulce chiquilla, cuya gracia haba de turbarsu alma para siempre.Con una precisin admirable, se le agolparon las sen-

    saciones de los das en que llebaga a casa de mamitaRosa, siempre a la misma hora, para que Evangelinasaliera a recibirle, y la besaba en la frente o en los ojos,y se sentaban juntos, emla mesa del comedor, o juga-ban al ajedrez o a las damas, o simplemente permane-can callados, mientras una corriente de afectos pro-fundos cantaba en sus almas una cancin que l no com-prenda

    .

    Cuando estaba cerca de ella, sntase sin ganas dealejarse, feliz porque vea todo a travs de su inocen-cia y de su alegra.Y sin embargo, cuando estaba lejos, se olvidaba de

    ella, entregado a sus amores de grande.Oh, qu mal comprenden los grandes las almas pre-

    coces de los nios

    !

    Cuando alguna de ellas florece antes del tiempo, enque arbitrariamente se les ha fijado la primavera, tandelicado es su perfume, que no llegan a sentirlo.Evangelina tena noticias, como todo el mundo, del

    noviazgo de Juan Manuel con Clara Rosa, aunque suamigo nunca le hablara de ella, y hasta alguna vezquiso prestarle su ayuda discreta.Juan Manuel volvi a verla en su memoria como en

    los primeros das en que la conoci, con sus cabellos re-beldes cortados en melenita, las mejillas rosadas, losojos chispeantes, la boca fresca, riendo y comunicandoa los otros su risa y su alegra.Y la vio de nuevo, en el ltimo da, cuando ella sa,-

    li a la puerta a despedirle; y aunque a los catorceaos era ya una seorita, su vieja amistad se atrevi

  • 56 Hugo Wast

    a dejar un beso sobre aquella^ frente pura, en que l,ciego para todas las cosas de sa vida, no vio la nubede lo irreparable.

    Recordaba que al doblar la esquina de su casa, ba-jo la impresin de que ella lo segua mirando, volvila cara y alcanz a verla en el umbral.Por primera vez

    ;ella tuvo vergenza de l y se en-

    tr, dejndole como un rastro de luz en el alma su ul-tima, indefinible sonrisa.

    T ahora, sus miradas, sus sonrisas, toda ella, an suspensamientos, eran de otro.Como pudo ser aquello?En qu circunstancias se haba hecho la boda y

    quin era aquel Julin Darma?Sinti un agudo dolor en la carne.Comenzaba a sospechar que a fuerza de vivir consigo

    mismo, acabara por no conocerse.Haba errado su senda y ahora lo vea ; en su incons-

    ciente egosmo crey que poda a su gusto beber en to-das las corrientes, porque ella sera siempre la fuentesellada que guardara su agua pura y fresca para cuan-do su corazn sediento la deseara.Como en un libro abierto, ley su destino. El des-

    aliento que se abati sobre el enjambre de misteriosasilusiones, que durante el viaje vena incubando, hzolecomprender que de todas las semillas que vientos di-versos sembraran en su corazn, slo una haba arrai-gado, iY era su amor! Su amor que haba pasado del alma

    de ella a la de l, sin que l lo supiera; su amor tran-quilo y fuerte, mezcla perfecta de ideal y realidad,que germinaba oculto a los ojos de todos, cuando po-da haber crecido a la luz del sol3 como un* gran r-

  • Fuente Sellaba 57

    bol a cuya sombra se amparara su vida, y que ahoradeba esconder hasfa de sus propios ojos.Y esa ltima noche de viaje, muy tarde, mirando des-

    de su camarote, por el ojo de buey, las olas del ro dela Plata, que se abran en lejanas madejas de luz bajolos rayos de la luna, se durmi con un nuevo pensa-miento :Y ella? Habra errado tambin su senda?

  • VI

    No bien se supo la llegada de Juan Manuel, mami-ta Rosa, arrastrando sus aos, fu a saludarle. No re-zaban con ella las reglas sociales, pero amaba al jovencomo si fuera su nieto,1 y haca tiempo que lo aguarda-ba con una gran impaciencia.Juan Manuel experiment un escalofro cuando anun-

    ciaron su visita, porque se le agolparon recuerdos quelo hacan sufrir.Apenas haba cambiado nada en el traje, ni siquie-

    ra en el fsico de la anciana. Igual era el corte del granchai negro que llevaba sobre los hombros, igual la tocade gasa, coquetamente prendida sobre los cabellos blan-cos, ms ralos tal vez, pero peinados de idntica ma-nera.

    Haba en la mirada profunda de sus ojos una nieblade angustia, y cuando hablaba, sus manos un poco tr-mulas hacan un ademn medroso, como si la persi-guieran peligros que ella sola vea.Cuando se fu. Juan Manuel subi a su cuarto para

    ocultar la impresin y la extrafieza que la anciana lecaus. Ella, que era informadora prolija de cualquiersuceso, y que hallaba manera de juzgarlos sin lastimara las personas, apenas le haba hablado de la familia,

  • 60 Hugo Wast

    y ni una palabra de Evangelina, cuyo nombre esperabaoir el joven a cada rato, con un estremecimiento en lacarne.

    Desde la ventana de su cuarto, que estaba en el ter-cer piso, divisbanse las elegantes agujas del chalet deDarma.Algunas golondrinas rayaban el cielo a su alrededorQu inexplicable cosa resultaba la vida!Vean algo ellas de lo que l no vea?Sinti que llamaban a su puerta; cerr la ventana

    por donde entraba el sol, caldeando la pieza, y fu aabrir

    .

    Era Delfina que tena un asunto serio que tratarcon l. Juan Manuel mirla cuando ella le habl de un" asunto serio", parecindole imposible que nada ver-daderamente serio pudiera albergarse en aquella cabe-za encantadora.

    Ella se ri, al explicarle l su desconfianza.Y, sin embargo, es muy serio. Se trata de un ne-

    gocio de muchos miles de pesos.Sentronse los dos en un divn, a los pies de la ca-

    ma, y ella posando sobre la cara de Juan Manuel, queestudiaba cada rasgo de su fisonoma, su mirada tran-quila, comenz a hablarle:Conoces a don Pedro Kojas?S, ' contest l, que vio acercarse la conversa-

    cin temida.Pero no fu as.Le deba tu padre, continu ella, cincuenta

    mil pesos.Tantos?S; los negocios de ese hombre deben andar mal.

    Hoy ha venido a anunciarme que no podr pagarnos.Cuando le dije que habas llegado, pareci hallar unasolucin y yo lo cre as. Quiere vender su estancia.

  • Fuente Sellada 61

    Tiene encima una hipoteca respetable, y con cien milpesos ms, segn me dijo, nos aduearamos de ella.Y qu haramos con la estancia?

    i Hombre ! cuando cortaste tus estudios de derecho,no le dijiste a tu padre que te haras estanciero?Juan Manuel record que era verdad. Hubo un tiempo

    en que aburrido de la vida mundana, concibi el pen-samiento de huir al campo.Pero su vocacin de estanciero se mantuvo mientras

    duraron los desdenes de Clara Kosa, y se esfum consus primeras sonrisas.Ahora, que se anunciaban otras angustias, por qu

    no buscar la calma en la vida campesina? A lo menosdeba visitar la estancia, para conocer los sitios en quehaba corrido la niez de su amiguita de antao, ydonde muchas cosas evocaran su silueta infantil.Tu padre, prosigui Delfina deca que yo

    tena ojo para el negocio; yo, pues, te digo que se esun negocio. Compraremos a cien pesos la hectrea al-falfada, y a cincuenta la de pastoreo.Y habr dinero para pagarlo?No conoces los asuntos de tu padre?Juan Manuel sacudi la cabeza. Nunca se haba pre-

    ocupado de ello.Bueno; Juan Manuel, somos ricos. T solo, po-

    dras comprar dos estancias como la de don Pedro Ro-8 jas.

    Juan Manuel se levant para acompaar a su ma-drastra que sala.Esta noche vendr por la contestacin; qu le di-

    rs?El joven vacil.Lo que quieras, dijo al fin.Que s! contest ella, que s! Vers qu fi-

    bra de estanciero tienes, Juan Manuel.

  • 62 Hugo Wast

    Se fu, y Juan Manuel se qued pensando en ella.Que poda interesarle en aquel negocio? Siempre lahaba credo incapaz de resoluciones graves; y ahoraveala empeada en propsitos que plegaban la volun-tad de l, caprichosa y ondulante, a la voluntad deella, definida, pero incomprensible.Cuando esa noche vino don Pedro Rojas, volvi a

    recelar que la conversacin se despease por las alusio-nes que deseaba y que tema. Tena ansias de saber deEvangelina; mas parecale que todos los ojos iban aleer su pensamiento. Pero nadie dijo de ella una pala-bra.Qu era lo que la haba alejado as de los suyos?Limitronse a discutir el negocio. Despus, cuando

    hubieron convenido en que Juan Manuel ira a ver elcampo con don Pedro, ste comenz a hablar de polti-ca, que en aquellos das, los ltimos del gobierno deCrespo, preocupaba hasta a los menos aficionados.Y ust, qu piensa de todo esto?Yo, nada! contest el joven con aire de aburri-

    miento. Yo nunca he actuado en poltica; me des-corazona de antemano la pobreza de ideales de casitodos los polticos. Qu quieren? Qu persiguen?El gobierno, caramba! contest Rojas.Y para qu?Para mandar; para tener el sartn por el mango. Gran cosa ! Me explico esa ambicin cuando un

    hombre tiene ideas y mira el gobierno como un mediode realizarlas. Pero subir sin ideas, para tener el sartnpor el mango, y puestos que dar a los amigos, y gozarde la pueril vanidad de pasearse en el automvil colora-do del gobernador, para que la gente lo mire y unossaluden sacndose el sombrero, y otros se encojan dehombros y se ran no le parece estpido, don Pedro?Don Pedro se mordi el bigote. Qu vbora lo ha-

  • Fuente Sellada 63

    ba picado a Juan Manuel, para que dijera tales pa-vadas ?

    Se qued callado, pensando en que si el gobierno fe-deral mandaba una intervencin, para aclarar el bo-drio santafesino, vendran nuevas elecciones y l podra,embanderado en cualquier partido, pescarse una ban-ca de senador, por su lejano departamento del norte.No le preocupaba gran cosa el "para qu" formula-

    do por su joven amigo. Para qu sera l senador? Laverdad es que no se le alcanzaba lo que tena que ha-cer, ni lo que podra hacer. Pero eso dejbalo para mstarde.Dos das despus, al entrar la noche, cuando en las

    casitas campesinas comenzaban a encenderse las luces,llegaron ambos a la estancia, en un breack guiado porMara Teresa, que haba ido a esperarlos a la esta-cin.No era ya Mara Teresa la rstica y esquiva paisa-

    nita de aos antes.Se haba marcado ms su belleza personalsima y ori-

    ginal, y causaba una impresin confusa.Juan Manuel, sentado junto a ella en el pescante, la

    miraba guiar un tronco de potros, que trotaban llenan-do la tarde con el golpe sonoro de sus cascos. Como siaquella tarea le impusiera algn trabajo, apretaba loslabios, y cada vez que haca chasquear la fusta, se di-bujaba un pliegue en su frente amplia y de un purodibujo.De cuando en cuando se diriga a su compaero con

    una frase breve y audaz, que asombraba al joven.Somos primos, verdad? pero no nos tuteemos aho-

    ra: sera demasiado pronto, no le parece? Como usted quiera ! respondi Juan Manuel, que

    comenzaba a tutearla, y para disculparse, pronuncipor primera vez, temblndole el corazn, el nombre

  • 64 Hugo WasT

    de la hermana. A Evangelina yo la trataba as!Ella se volvi rpidamente a observarlo. Sus ojos ful-

    guraron de un modo tal, que Juan Manuel pens si suvoz lo habra traicionado.Usted la conoca? pregunt ella, y l asinti

    con la cabeza.Y a l, al marido.

    . .lo conoce?

    No lo conozco respondi simplemente; . yusted?El profundo silencio de la vasta campia pareci es-

    pesarse ms.Haba en aquella parte del camino, que cruzaba ya

    los alfalfares de don Pedro, una gruesa capa de polvoen que los cascos de los caballos se estampaban sin rui-do. Hacia el poniente destease la barra de oro queel sol haba dejado al entrarse, y se acumulaban algu-nas nubes tormentosas.Hacia el este, apareca como un globo de fiesta, una

    ancha luna llena y en el cielo, que la noche iba puri-ficando con su soplo, volaban dos o tres gaviotas veni-das de lejanas lagunas.Don Pedro, amodorrado por el balanceo del coche, se

    espabil. \Hemos llegado? pregunt, cogiendo el sombre-

    ro que haba puesto al lado.Mara Teresa se ech a reir, y Juan Manuel la mir

    sorprendido de su risa, que pareca fingida, y mscuando not de nuevo en su frente el ceo denunciadorde un interno digusto.La joven volvi la cara al lado opuesto, hizo chas-

    quear el ltigo y lanz a los caballos en una carrerainnecesaria, estando tan cerca de las casas que ya sevean.En pocos minutos lleg el tronco cubierto de sudor

  • Cuente Sellada 8S

    ante la puerta, que clausuraba la avenida de eucalip-tos. Un pen les aguardaba all para abrirles.Juan Manuel no se fij en la mirada de ansiosa cu-

    riosidad que le ech encima, ni en el desdeoso gestocon que Mara Teresa le pidi que se apartara para pa-sar.

    Llegaban a los sitios en donde haba corrido la infan-cia de Evangelina, y sus ojos buscaban en las cosas in-diferentes, esfumadas por el crepsculo, algn rasgoque evocara su figura. Nada hallaba, pero su coraznse funda en un enternecimiento que le nublaba la vis-ta, pensando que a la sombra de aquellos naranjos ha-ba jugado ella a los juegos, cuyos relatos saba l dememoria. Senta de nuevo su voz, ponderndole laabundancia de los azahares con que la primavera sahu-maba el patio, y contndole cmo, en las siestas, se es-capaba para irse al naranjal a armar trampas a los pa-jaritos.Mi primo, hemos llegado! le dijo Mara Tere-

    sa, golpendole familiarmente el brazo.Descendieron y Juan Manuel entr en la casa escu-

    driando siempre para encontrar los objetos de queella le haba hablado; la mesa del comedor con su huleblanco, el gran quinqu pendiente dei los tirantes deltecho, la pantalla de porcelana, como la de mamita Ro-sa, que tena en su guarda de bronce gruesos rubes devidrio

    ;?el aparador al frente, la mquina de coser jun-

    to a la ventana de la galera, y en las paredes, tres ocuatro oleografas, desteidas por la luz, inmortalizan-do escenas de Rigoletto

    .

    Todo lo reconoci, porque ella le haba hablado detodo, y su palabra era expresiva y fiel para describirlo que amaba.Al rato de llegar, sentronse a la mesa. Como de

    costumbre, don Pedro comi sin alzar la cara del pa-

  • Hugo Wast

    to, sorbiendo la sopa a grandes cucharadas sonoras; ycuando acabaron, se levant y se fu a dormir, dejandoa su hija que hiciera la tertulia al husped.Juan Manuel compar aquella cena, con las de ma-

    mita Rosa.Qu distintas, Dios mo

    !

    Se acord de Mario y pregunt por l.Mi hermanito? contest Mara Teresa con des-

    dn; vaya una a saber el paradero de esa alhaja!No viene nunca?S; de cuando en cuando.Se quedaron callados los dos. El silencio pensativo

    de Juan Manuel, acab por llamar la atencin de lajoven.No le gusta el campo, primo?S, contest l, pero me pone triste.Ella pareci reflexionar un momento, y luego dijo,

    como hablando consigo misma:La tristeza en el campo es la vida del alma.El volvi a mirarla, chocado como antes, de la ex-

    presin que daba a ciertas frases;pero desganado de

    hablar, no pregunt qu haba querido decir.Un rato despus se levant ella

    .

    Buenas noches, Juan Manuel; usted est con sue-o, no es cierto?No, estoy cansado.Venga conmigo; lo llevar a su cuarto.Salieron a la galera, donde la claridad de la luna

    se derramaba plcidamente, proyectando sus sombrasen el piso.En un extremo, una habitacin formaba un recua-

    dro. Mara Teresa entr en ella guiando a su primo,No hay necesidad de lmpara, dijo mostrando

    la luna y si no la enciende, no tendr mosquitos.Era una pieza independiente, con una cama en uno

    de sus ngulos, cubierta por un amplio mosquitero blan-

  • IFuente Sellada 67

    co. Un ropero de pinotea con espejo, y una mesa en unrincn completaban el moblaje; por la ventana unaenredadera extenda hacia adentro algunos gajos flo-ridos.

    Parecile a Juan Manuel que alguna vez, en sueosquizs, haba visto aquello, cuando Mara Teresa leexplic

    :

    Este era mi cuarto y el de ella. Quin ? . .

    .

    Ella... Evangelina. .

    .

    Ah! contest ansioso de que la joven se mar-chara para dar libertad a sus recuerdos.Mara Teresa se fu y l cerr la puerta. Encendi

    la lmpara y corri a buscar detrs del mosquitero uncuadrito de la Virgen, de que Evangelina le haba ha-blado muchas veces.iQu ruda evocacin de aquella poca, hundida ya

    en la eternidad!All estaba el cuadrito, una deliciosa reproduccin

    en seda tejida, de la Virgen de la Silla, de Eafael. Ello conoca sin haberlo visto. Lo descolg, le sacudi etpolvo de los aos y del olvido, y lo beso, pensando queella tambin lo haba besado.Lo escondi debajo de la almohada, apag la luz y

    se durmi soando, mientras la luna, la misma lunacariosa de otro tiempo, velaba su sueo, y por la ven-tana abierta entraba el amargo perfume del naranjaldonde ella antao jugaba.

  • VII

    Cuando despert, el sol, por la ventana abierta, pin-taba un gran cuadro refulgente en la pared blanquea-da, y a la algaraba de los pjaros del naranjal, y alchirrido de las chicharras, mezclbase el rumor de lasconversaciones.Juan Manuel se imagin que aos antes, a esa hora y

    en maanas como aqulla, la gracia de Evangelina po-na una nota ms en la alegra de las cosas

    .

    Sacudi su pereza y se levant de prisa, como si fue-se a verla; en la galera encontr a un pen que loaguardaba. Era delgado y plido, de bigote incipiente,de mirar dulce y arisco ; vestido con cierto esmero, am-plia bombacha y camisa de franela gris.Buen da, dijo, tocndose apenas el sombrero.Buen da, contest Juan Manuel.La nia me manda a despertarlo. Dice que lo

    aguarda en el corral, para convidarlo con apoyo.Su voz, al par sumisa y nerviosa, choc a Juan Ma-

    nuel.Qu nia?El esfuerzo en la respuesta fu visible.Ella, la nia Mara Teresa!Los dos se encaminaron hacia el corral,

  • 70 Hugo Wast

    Cmo te llamas? pregunt Juan Manuel alpen, que iba callado, como un nio triste.Damin, contest l, y no Hijo ms.En el corral, quit la tranquera y se qued mirando

    con ansiedad la cara alegre de la joven, que ofreci aJuan Manuel un jarro de leche.Buenos das, primo ; lo mand despertar porque

    aqu todo el mundo madruga. Me disculpa no es cier-to? Quiere un jarro de apoyo?Mostraba en la plena luz los ojos leonados, que de

    noche parecan negros.Ella observ que l la miraba gustoso; pero no adi-

    vin que buscaba en sus facciones los rasgos de "laotra". En nada se parecan. La hermosura de Ma-ra Teresa, no tena aquella incomparable dulzura dela imagen que Juan Manuel guardaba en su memoria.Mas, como la joven se quedara silenciosa y distra-

    da, l descubri en su frente, imperceptiblemente ple-gada, el ceo, el mismo ceo adorado de Evangelina,cuando algo la disgustaba. Haban pasado muchosaos sobre aquel recuerdo y, sin embargo, al evocar-lo, tembl.En qu piensa? le pregunt Mara Teresa, to-

    mndole el jarro vaco.En que es usted muy bonita contestle l son-

    riendo. y en que no s cmo se resigna a viviraqu y. .

    .

    Y a hacer lo que hago? continu ella, notandosu vacilacin. Me levanto a las seis, y a veces an-tes ; ordeo tres o cuatro vacas, que no se dejan sa-car la leche sino por m; y despus me voy a recorrerel campo a caballo. Si pap me pagara, yo ganara msque el capataz. No hay da que no haga algn hallaz-go : unas veces es un ternerito embichado ; otras unanimal muerto que debemos cuerear o un potrillo que

  • Fuente Sellada 71

    se enred en el alambrado; siempre tengo algo que or-denar cuando vuelvo.Y va sola? interrog l.S; antes, cuando la hija del capataz viva aqu,

    salamos juntas; ahora salgo sola...Y no tiene miedo?No respondi ella encogindose de hombros.Y as . . . es feliz

    ?

    La mirada fogosa de Mara Teresa se pos en JuanManuel, que aguard su respueesta mirndola tam-bin, interesado en saber qu pasaba en aquella alma,creyendo quizs que al acercarse a ella se acercabatambin a la otra, suyo desesperante enigma lo aco-saba.Es feliz? repiti l en voz baja.Y ella le contest en voz ms baja aun como una

    confidencia.No!Se quedaron callados, siguiendo cada cual su pen-

    samiento.

    Al cabo de un rato, Mara Teresa, que haba con-cluido ya de ordear las vacas, invit a su primo asalir a caballo.Quiere conocer el campo? Pap no lo va a acom-

    paar; l tiene sus cosas y le gusta andar solo; yase ha marchado. Pero yo puedo ir con usted, si leconviene.Lo dijo con coquetera, mientras Juan Man