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tema Filosofía Política “Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: “¿Qué te parece tener el mar sometido a pillaje?”. “Lo mismo que a ti – respondió- el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador”. Agustín de Hipona; La Ciudad de Dios ; ASIGNATURA: FILOSOFÍA (1º BACH.) IES SAN JOSÉ (CUENCA)

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FilosofíaPolítica

“Con toda finura y profundidad le respondió al célebre AlejandroMagno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó:

“¿Qué te parece tener el mar sometido a pillaje?”. “Lo mismo que ati – respondió- el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como

trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlocon toda una flota, te llaman emperador”.

Agustín de Hipona; La Ciudad de Dios;

ASIGNATURA: FILOSOFÍA (1º BACH.)IES SAN JOSÉ (CUENCA)

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POLÍTICA

PARA

AMADOR

Fernando Savater

(extractos de los libros I, II y III)

CAPÍTULO I

[...]¿No te has preguntado nunca por qué los hombres vivimos de una manera tancomplicada? ¿Por qué no nos contentamos con comer, aparearnos, protegernos del frío ydel calor, descansar un poco... y vuelta a empezar? ¿No hubiera bastado con eso? Nuncafalta algún ecologista bienintencionado que piensa aconsejable volver a la«simplicidad» natural. Pero ¿hemos sido los hombres «simples» alguna vez? Será hacemucho porque la verdad es que no guardamos recuerdo ni testimonio más que dehombres complicados. Incluso las tribus más primitivas de las que tenemos noticia estánllenas de inventos sofisticados, aunque no sean más que inventos mentales: mitos,leyendas, rituales, magias, ceremonias funerarias o eróticas, tabús, adornos, modas,jerarquías, héroes y demonios, cantos, chistes y bromas, bailes, competiciones, formasde embriaguez, rebeldías... Nunca los hombres se limitan a dejarse vivir, sin más jaleos:en todos los grupos humanos hay curiosos, perfeccionistas y exploradores. Es evidenteque lo propio de los humanos es una especie de inquietud que los demás seres vivosparecen no sentir. Una inquietud hecha en gran medida de miedo al aburrimiento:tenemos —hasta los más tontos— un cerebro enorme que se alimenta de información,de novedades, de mentiras y de descubrimientos; en cuanto decae la excitaciónintelectual, a fuerza de rutina, los más inquietos —¿los más humanos?— empiezan abuscar, al principio con prudencia y luego frenéticamente, nuevas formas de estímulo. Auno le da por subir a una montaña inaccesible, éste quiere cruzar el océano para ver quéhay al otro lado, el de más allá se dedica a inventar historias o a fabricar armas, otroquiere ser rey y nunca falta el que sueña con tener todas las mujeres para él solo.¿Dónde hay que echar el freno y decir «basta»? El ecologista del que antes hablábamospretende volver atrás, pero ¿cómo? Y ¿cómo decidir con qué debemos contentarnos, sies la inquietud la que nos caracteriza a los humanos? Se empieza haciendo cerámica debarro y se llega en seguida al cohete que va a la luna o al misil que destruye al enemigo;se parte de la magia pero se sigue a trancas y barrancas hasta Aristóteles, Shakespeare oEinstein... La inquietud nunca falta y siempre crece: ¿para qué soñar con volver atrás, ala primera y relativa sencillez, si es de atrás y de lo sencillo de donde vienen nuestras

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actuales complicaciones? ¿Por qué suponer que no volverán a traernos por el mismocamino, si fuese posible retroceder hasta ellas?A ese desasosiego, a esa inquietud, a ese miedo permanente al aburrimiento, es a loque me refiero cuando te digo que las sociedades humanas no se contentan con lasupervivencia sino que ansían la inmortalidad. Verás: para los humanos, que somoscapaces de tener la conciencia previa de la muerte, de comprenderla como fatalidadinsalvable, de pensarla, morir no es simplemente un incidente biológico más sino elsímbolo decisivo de nuestro destino, a la sombra del cual y contra el cual edificamos lacomplejidad soñadora de nuestra vida. Remedios reales y eficaces contra la muerteparece que no hay ninguno: tal como dijo el poeta Borges en una milonga, «morir esuna costumbre que suele tener la gente» y no hay modo de quitársela. En cambio, losremedios simbólicos, es decir, los que nos sirven de compensación y de cierto alivioante la certeza del morir, son de dos tipos: religiosos o sociales. Los religiosos ya losconoces (una vida más allá de la muerte, inmortalidad del alma, resurrección de loscuerpos, transmigración, espiritismo, etc..) y son cuestiones en las que no voy ameterme, que bastantes clérigos hay ya en el mundo como para hacerles yo lacompetencia. Aquí los que me interesan son los remedios sociales o civiles con los quelos hombres no sólo hemos procurado resguardar nuestras vidas sino sobre todofortificar nuestros ánimos contra la presencia de la muerte, venciéndola en el terrenosimbólico (ya que no se puede en el otro).Te digo que las sociedades humanas funcionan siempre como máquinas deinmortalidad, a las que nos «enchufamos» los individuos para recibir descargassimbólicas vitalizantes que nos permitan combatir la amenaza innegable de la muerte.El grupo social se presenta como lo que no puede morir, a diferencia de los individuos,y sus instituciones sirven para contrarrestar lo que cada cual teme de la fatalidad mortal:si la muerte es soledad definitiva, la sociedad nos brinda compañía permanente; si lamuerte es debilidad e inacción, la sociedad se ofrece como la sede de la fuerza colectivay origen de mil tareas, hazañas y logros; si la muerte borra toda diferencia personal ytodo lo iguala, la sociedad brinda sus jerarquías, la posibilidad de distinguirse y serreconocido y admirado por los demás; si la muerte es olvido, la sociedad fomentacuanto es memoria, leyenda, monumento, celebración de las glorias pasadas; si lamuerte es insensibilidad y monotonía, la sociedad potencia nuestros sentidos, refina consus artes nuestro paladar, nuestro oído y nuestra vista, prepara intensas y emocionantesdiversiones con las que romper la rutina mortificante; la muerte nos despoja de todo ypor tanto la sociedad se dedica a la acumulación y producción de todo tipo de bienes; lamuerte es silencio y la sociedad juego de palabras, de comunicaciones, de historias, deinformación; etc., etc.. Por eso la vida humana es tan compleja: porque siempre estamosinventando cosas nuevas y gestos inéditos contra las aborrecidas pompas fúnebres de lamuerte. Y por eso los hombres llegan a morir contentos en defensa y beneficio de lassociedades en las que viven: porque entonces la muerte ya no es un accidente sinsentido, sino la forma que tiene el individuo de apostar voluntariamente por lo que nomuere, por aquello que colectivamente representa la negación de la muerte. Y tambiénpor eso los hombres sienten el aniquilamiento de sus comunidades como un triunfo dela muerte más grave y terrible que cualquier muerte individual...La muerte es lo «natural»; por eso la sociedad humana es, en cierto modo,«sobrenatural», un artificio, la gran obra de arte que los hombres convenimos unos conotros (es la convención que nos reúne y también lo que más nos conviene), el verdaderolugar en que transcurre esa mezcla de biología y mito, de metáforas e instintos, desímbolos y de química que es nuestra existencia propiamente humana. Aristóteles dijoque somos «animales ciudadanos», seres de naturaleza política, es decir, seres de

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naturaleza... un poco sobrenatural. De modo que por eso estamos aquí reunidos. Ahoraya podemos empezar a preguntarnos por las formas mejores de organizar nuestrareunión y por los peligros que comprometen este congreso en que vivimos.

CAPÍTULO II

Acabé el capítulo anterior citándote la venerable opinión de Aristóteles: «el hombrees un animal cívico, un animal político» (lo cual no debe confundirse con que lospolíticos sean unos animales, como opinan algunos). Es decir, que somos bichossociables, pero no instintiva y automáticamente sociales, como las gacelas o lashormigas. A diferencia de estas especies, los humanos inventamos formas de sociedaddiversas, transformamos la sociedad en que hemos nacido y en la que vivieron nuestrospadres, hacemos experimentos organizativos nunca antes intentados, en una palabra: nosólo repetimos los gestos de los demás y obedecemos las normas de nuestro grupo(como hace cualquier otro animal que se respete) sino que llegado el casodesobedecemos, nos rebelamos, violamos las rutinas y las normas establecidas,armamos un follón que para qué. Lo que quería decir Aristóteles, tan formalito comocreíamos que era, es que el hombre es el único animal capaz de sublevarse... Qué digo«capaz»: los hombres nos estamos sublevando a cada paso, obedecemos siempre unpoco a regañadientes. No hacemos lo que los demás quieren sin rechistar, como lasabejas, sino que es preciso convencernos y muchas veces obligarnos a desempeñar elpapel que la sociedad nos atribuye. Otro filósofo muy ilustre, Immanuel Kant, dijo quelos hombres somos «insocialmente sociables». O sea que nuestra forma de vivir ensociedad no es sólo obedecer y repetir sino también rebelarnos e inventar.Pero atención: no nos rebelamos contra la sociedad, sino contra una sociedaddeterminada. No desobedecemos porque no queramos obedecer jamás a nada ni a nadie,sino porque queremos mejores razones para obedecer de las que nos dan y jefes queordenen con una autoridad más respetable. Por eso el viejo Kant señaló que somos«insocialmente sociables», no asociales o antisociales sin más. Los grupos animalescambian a veces sus pautas de conducta, de acuerdo con las exigencias de la evoluciónbiológica cuya orientación tiende a asegurar la conservación de la especie. Lassociedades humanas se transforman históricamente, de acuerdo a criterios mucho máscomplejos, tan complejos... que no sabemos cuáles son. Unos cambios intentan asegurardeterminados objetivos, otros consolidar ciertos valores, y muchas transformacionesparecen provenir del descubrimiento de nuevas técnicas para hacer o deshacer cosas. Loúnico indudable es que en todas las sociedades humanas (y en cada miembro individualde esas sociedades) se dan razones para la obediencia y razones para la rebelión. Tansociables somos cuando obedecemos por las razones que nos parecen válidas comocuando desobedecemos y nos sublevamos por otras que se nos antojan de más peso. Demodo que, para entender algo de la política, tendremos que plantearnos esas diversasrazones. Porque la política no es más que el conjunto de las razones para obedecer y delas razones para sublevarse...Obedecer, rebelarse: ¿no sería mejor que nadie mandase, para que no tuviésemosque buscar razones para obedecerle ni encontrásemos motivos para sublevarnos encontra suya? Ésta es más o menos la opinión de los anarquistas, gente por la quereconozco que tengo bastante simpatía. Según el ideal anárquico, cada cual deberíaactuar de acuerdo con su propia conciencia, sin reconocer ningún tipo de autoridad. Sonlas autoridades, las leyes, las instituciones, el aceptar que unos pocos guíen a la mayoríay decidan por todos, lo que provoca los infinitos quebraderos de cabeza que padecemoslos humanos: esclavitud, abusos, explotación, guerras... La anarquía postula una

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sociedad sin razones para obedecer a otro y por tanto también sin razones para rebelarsecontra él. En una palabra: el final de la política, su jubilación. Los hombres viviríamosjuntos pero como si viviésemos solos, es decir, haciendo cada cual lo que le da la gana.Pero ¿no le daría a alguno la gana de martirizar a su vecino o de violar a su vecina? Losanarquistas suponen que no, pues los hombres tenemos tendencia espontánea y natural ala cooperación, a la solidaridad, al apoyo mutuo que a todos beneficia. Son lasjerarquías sociales, el poder establecido y las supersticiones que lo legitiman, las queproducen los enfrentamientos y enloquecen a los individuos. Los jefes sostienen que nosmandan por nuestro bien; los anarquistas responden que nuestro verdadero bien seríaque nadie mandase, porque entonces cada cual se portaría obedientemente... pero noobedeciendo a ningún hombre falible y caprichoso sino a la verdadera bondad de lanaturaleza humana.¿Es posible una sociedad anárquica, es decir, sin política? Los anarquistas tienendesde luego razón al menos en una cosa: una sociedad sin política sería una sociedad sinconflictos. Pero ¿es posible una sociedad humana —no de insectos o de robots— sinconflictos? ¿Es la política la causa de los conflictos o su consecuencia, un intento de queno resulten tan destructivos? ¿Somos capaces los humanos de vivir de acuerdo...automáticamente? A mí me parece que el conflicto, el choque de intereses entre losindividuos, es algo inseparable de la vida en compañía de otros. Y cuantos más seamos,más conflictos pueden llegar a plantearse. ¿Sabes por qué? Por una causa que enprincipio parece paradójica: porque somos demasiado sociables. Intentaré explicarlo. Lamás honda raíz de nuestra sociabilidad es que desde pequeños nos arrastra el afán deimitarnos unos a otros. Somos sociables porque tendemos a imitar los gestos que vemoshacer, las palabras que oímos pronunciar, los deseos que los demás tienen, los valoresque los demás proclaman. Sin imitación natural, espontánea, nunca podríamos educar aningún niño ni por tanto acondicionarle para la vida en grupo con la comunidad. Desdeluego, imitamos porque nos parecemos mucho: pero la imitación nos hace cada vez másparecidos, tan parecidos... que entramos en conflicto. Deseamos obtener lo que vemosque los demás también quieren; queremos todos lo mismo pero a veces lo queanhelamos no pueden poseerlo más que unos pocos o incluso uno sólo. Sólo uno puedeser el jefe, o ser el más rico, o el mejor guerrero, o triunfar en las competicionesdeportivas, o poseer a la mujer más hermosa como esposa, etc.. Si no viésemos queotros ambicionan esas conquistas, es casi seguro que no nos apetecerían tampoco anosotros, al menos desaforadamente. Pero como suelen ser vivamente deseadas, porimitación las deseamos vivamente. Y así nos enfrenta lo mismo que nos emparienta: elinterés (etimológicamente) es lo que está-entre dos o más personas, o sea lo que las unepero también las separa...De modo que vivimos en conflicto porque nuestros deseos se parecen demasiadoentre sí y por ello colisionan unos contra otros. También es por demasiada sociabilidad(por querer ser todos muy semejantes, por fidelidad excesiva a los de nuestra mismatierra, religión, lengua, color de piel, etc..) por lo que consideramos enemigos a losdistintos y proscribimos o perseguimos a los que difieren. Hablaremos otra vez de estomás adelante, cuando mencionemos el nacionalismo y el racismo, esas enfermedades dela sociabilidad. Por el momento, te hago notar una cosa importante pero que choca conla opinión comúnmente establecida. Oirás decir que la culpa de los males de la sociedadla tienen los asociales, los individualistas, los que se despreocupan o se oponen a lacomunidad. Mi opinión, tú verás si estoy equivocado o no, es la contraria: los máspeligrosos enemigos de lo social son los que se creen lo social más que nadie, los queconvierten los afanes sociales (el dinero, por ejemplo, o la admiración de los demás, o lainfluencia sobre los otros) en pasiones feroces de su alma, los que quieren colectivizarlo

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todo, los que se empeñan en que todos vayamos a una... aunque seamos muchos, los queestán tan convencidos de los valores comunes que pretenden convertir en bueno a todoel mundo aunque sea a palos, etc... La mayoría de los verdaderos individualistas sontolerantes con los gustos ajenos porque les traen sin cuidado y, como tienen sus propiosvalores, a menudo distintos de los de la escala «oficial», no chocan frontalmente con losdiferentes a ellos, no pretenden imponerles por la fuerza las virtudes propias ni luchan azarpazos por apoderarse de algo único cuyo mayor precio viene solamente de que loquieren muchos. La gente más sociable es la que acepta el compromiso con los demásrazonablemente, o sea: sin exageraciones. Ahora que nadie nos oye te susurraré unablasfemia: ¿te acuerdas de que en el libro anterior te dije que los que mejor entienden laética son los egoístas reflexivos? Pues bien, los miembros de la comunidad que menoscontribuyen a estropearla son esos individualistas contra quienes tanto oirás predicar:los que viven para sí mismos y por tanto comprenden las razones que hacenindispensable la armonía con los demás; no los que sólo viven para los demás... y paralo de los demás.Sin embargo, no vayas a creer que el conflicto entre intereses, cualquier conflicto oenfrentamiento, es malo de por sí. Gracias a los conflictos la sociedad inventa, setransforma, no se estanca. La unanimidad sin sobresaltos es muy tranquila pero resultatan letalmente soporífera como un encefalograma plano. La única forma de asegurar quecada cual tiene personalidad propia, es decir, que de verdad somos muchos y no unosolo hecho por muchas células, es que de vez en cuando nos enfrentemos y compitamoscon los otros. Quizá queramos lo mismo todos, pero al enfrentarnos por conseguirlo oenfocar el mismo asunto desde diversas perspectivas, constatamos que no todos somosel mismo. A veces los que gustan de dar órdenes dicen: «¡Vamos, todos como un solohombre! ¡En pie todos como un solo hombre!» Menudo disparate colectivista. ¿Por quédemonios tenemos que hacer todos algo como un solo hombre... si no somos uno sinomuchos? Hagamos lo que hagamos, en armonía o discrepancia, es mejor hacerlo comotrescientos hombres, o como mil, o como los que seamos y no como uno, puesto que nosomos uno. Actuamos solidaria o cómplicemente con los demás, pero no fundidos conlos demás, confundidos y perdidos en ellos, soldados a ellos... Por cierto, ¿te suena aalgo esa palabra, soldados?De modo que en la sociedad, tienen que darse conflictos porque en ella vivenhombres reales, diversos, con sus propias iniciativas y sus propias pasiones. Unasociedad sin conflictos no sería sociedad humana sino un cementerio o un museo decera. Y los hombres competimos unos con otros y nos enfrentamos unos contra otrosporque los demás nos importan (¡a veces hasta demasiado!), porque nos tomamos enserio unos a otros y damos trascendencia a la vida en común que llevamos con ellos. Afin de cuentas, tenemos conflictos unos con otros por la misma razón por la queayudamos a los otros y colaboramos con ellos: porque los demás seres humanos nospreocupan. Y porque nos preocupa nuestra relación con ellos, los valores quecompartimos y aquellos en que discrepamos, la opinión que tienen de nosotros (esto esmuy importante, lo de la opinión: exigimos que nos quieran, o que nos admiren, o almenos que nos respeten o si no que nos teman...), lo que nos dan y lo que nos quitan...Según los hombres vamos siendo más numerosos, las posibilidades de conflictoaumentan; y también aumentan los jaleos cuando crecen y se diversifican nuestrasactividades o nuestras posibilidades. Compara la tribu amazónica de apenas un centenarde miembros, cada cual con su papel masculino o femenino bien determinado, sinmuchas opciones para salirse de la norma, con el torbellino complicadísimo en el queviven los habitantes de París o Nueva York...No es la política la que provoca los conflictos: malos o buenos, estimulantes o

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letales, los conflictos son síntomas que acompañan necesariamente la vida en sociedad...¡y que paradójicamente confirman lo desesperadamente sociales que somos! Entonces lapolítica (recuerda que se trata del conjunto de las razones para obedecer y paradesobedecer) se ocupa de atajar ciertos conflictos, de canalizarlos y ritualizarlos, deimpedir que crezcan hasta destruir como un cáncer el grupo social. Los humanos somosagresivos, como ya tendremos ocasión de comentar más adelante al hablar de la guerray la paz: a nada que nos descuidemos, llevamos nuestras discrepancias conflictivashasta el punto de matarnos unos a otros. Los otros animales que viven en grupo suelentener pautas instintivas de conducta que limitan los enfrentamientos intergrupales: loslobos luchan entre sí por una hembra con ferocidad, pero cuando el que va perdiendoofrece voluntariamente su cuello al más fuerte, el otro se da por contento y le perdona lavida; si en la batalla entre dos gorilas machos uno toma a un bebé gorila en los brazos ylo acuna como hacen las hembras, el otro cesa inmediatamente la pelea porque a lashembras no se las ataca... Etc. Los hombres no solemos tener tan piadosos miramientosunos con otros. Es preciso inventar artificios que impidan que la sangre llegue al río: senecesitan personas o instituciones a las que todos obedezcamos y que medien en lasdisputas, brindando su arbitraje o su coacción para que los individuos enfrentados no sedestruyan unos a otros, para que no trituren a los más débiles (niños, mujeres,ancianos...), para que no inicien una cadena de mutuas venganzas que acabe con laconcordia del grupo.Pero la autoridad política viene también a cumplir otras funciones. En cualquiersociedad humana hay determinadas empresas que exigen la colaboración o algún tipo deapoyo de todos los ciudadanos: se trata de la defensa del grupo, de la construcción deobras públicas de gran utilidad que ningún particular puede realizar por sí solo, lamodificación de tradiciones o leyes que han estado vigentes mucho tiempo y susustitución por otras diferentes, la asistencia a los afectados por alguna catástrofecolectiva o por esas catástrofes individuales que a todos nos importan (desvalimientoinfantil, enfermedad, vejez...), incluso la organización de fiestas y celebracionescomunales que refuercen en los miembros de la colectividad los lazos de amistad civil yla emoción de formar parte de un conjunto bien armonizado. La exigencia de instituiralguna forma de gobierno, algún tipo de puesto de mando que dirija el grupo cuandoresulte necesario, se apoya en estas justificaciones y otras parecidas que quizá a timismo se te ocurran reflexionando un poco sobre el asunto. No te he mencionado másque las de signo positivo, o sea las que tienden a construir o remediar, aunque tambiénse necesita autoridad para prevenir ciertos males que afectan a muchos pero que unoscuantos por interés miope favorecen (la destrucción de los recursos naturales es un buenejemplo) y para asegurar un mínimo de educación que garantice a cada miembro delgrupo la posibilidad de conocer el tesoro de sabiduría y habilidad acumulado durantesiglos por quienes les preceden.Los partidarios de la anarquía pueden admitir la mayoría de estas demandas y superentoriedad, pero no sin buenas razones arguyen que establecer una jefatura estatal yúnica suele crear más problemas de los que resuelve, aún peor: los jefes dan solucionesa los problemas planteados que resultan después más problemáticas que los males queintentaban resolver. Para acabar con la violencia promueven ejércitos y policías quecometen violencia en gran escala; pretendiendo ayudar a los débiles debilitan a todo elmundo con su prepotencia ordenancista; en nombre de la unidad de lo colectivoacogotan la espontaneidad libre y creadora de los individuos; inventan al Todo (patria,nación, civilización...) una personalidad sacrosanta hecha de odio a los extraños, losdiferentes, los disidentes; convierten la educación en un instrumento de sumisión a losdogmas, a los poderosos y a los prejuicios que les favorecen; etc., etc.. En resumen,

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inventan una casta privilegiada —los especialistas en mandar— y la instituyen por lafuerza como «salvadora permanente» de los demás, que por lo visto son sólo«especialistas en obedecer»...Repasando la historia, tanto la más antigua como la más contemporánea, te confiesoque llego a la conclusión de que estas objeciones contrarias a los jefes y al Estado tienenbastante fundamento. Pero también me resulta evidente que esperar el milagro de quemillones de seres humanos logren vivir juntos de manera automáticamente armoniosa ypacífica, sin ningún tipo de dirección colectiva ni cierta coacción que limite la libertadde los más destructivos o de los más imbéciles (que suelen ser los mismos), no es cosaque parezca compatible con lo que los humanos hemos sido, somos... ni siquiera con loque verosímilmente podemos llegar a ser. De modo que considero indispensablesalgunas órdenes... aunque no cualquier tipo de órdenes; ciertos jefes... aunque nocualquier tipo de jefes; algún gobierno... pero no cualquier gobierno. Volvemos así, quéquieres que yo le haga, al planteamiento inicial del asunto, de ese asunto del que lapolítica se ocupa: ¿a quién debemos obedecer? ¿En qué debemos obedecer? ¿Hastacuándo y por qué tenemos que seguir obedeciendo? Y, desde luego, ¿cuándo, por qué ycómo habrá que rebelarse?

CAPÍTULO III

En el siglo XVI, un joven hombre de letras francés amigo de Montaigne —Etiennede La Boétie— se hizo una pregunta al parecer ingenua pero si bien se mira muyprofunda: ¿por qué los miembros de cada sociedad, que son muchos, obedecen a uno(llámesele rey, tirano, dictador, presidente o jefe de cualquier clase)? ¿Por qué aguantansus órdenes, en lugar de mandarle a paseo o tirarle por la ventana si se pone demasiadopesado? Ningún jefe es tan fuerte, físicamente hablando, como el conjunto de sussúbditos, ni siquiera como cuatro o cinco súbditos echados pa'lante. Entonces... ¿porqué se le respeta y obedece, aunque sea un demente peligroso como Calígula o unincompetente como tantos que hubo, hay y habrá entre quienes mandan a los demás?¿Es por miedo a sus guardias? Entonces... ¿por qué le obedecen sus guardias? ¿Por lapaga? Pero si lo que quieren es dinero ¿por qué no le quitan todo lo que tiene yacabamos de una vez? Y ¿por qué cuando se liquida a Calígula o a cualquier pobreincompetente como Luis XVI sólo es para buscar en seguida otro mandamás no muydistinto?En el capítulo anterior hemos revisado algunas de las razones por las que renunciara parte de la libertad personal y obedecer a otro nunca nos ha parecido a los humanosmala idea, a pesar de los obvios inconvenientes. A fin de cuentas, de lo que se trata esde aprovechar al máximo las ventajas de vivir juntos, en comunidad. La principal deesas ventajas es aunar esfuerzos y así lograr objetivos que cada cual por sí mismo nuncaconseguiría. Una dirección única posibilita esa unidad de colaboración; y tal direccióndebe tener cierta estabilidad, para garantizar que la unidad social no sea cosa de un díasino algo en lo que puede confiarse. Como señaló un pensador (Federico Nietzsche, enel siglo pasado), las sociedades consisten en una serie de promesas, explícitas oimplícitas, que los miembros del grupo se hacen unos a otros. Tiene que haber alguiencon autoridad suficiente para garantizar que esas promesas van a cumplirse y paraobligar a que se cumplan. Si no, la vida en común ya no merece los fastidios quedebemos soportar unos de otros... Luego está la amenaza de que los conflictos entre losindividuos acaben en violencia incontrolable. Aunque tanto nombre propio rompa unpoco nuestro pacto de que en estos libros yo te cuento las ideas ajenas como si se me

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acabaran de ocurrir a mí, me arriesgaré a citar a otro personaje ilustre: Thomas Hobbes,un filósofo inglés del siglo XVII. En su opinión, los hombres eligieron jefes por miedo...a sí mismos, a lo que podría llegar a ser su vida si no designaban a alguien que lesmandase y zanjara sus disputas. Con una visión pesimista de los humanos (o realista,como prefieras), Hobbes pensaba que el hombre puede llegar a ser una fiera para losotros hombres: ni el más fuerte puede estar seguro, porque de vez en cuando tiene quedormir y el enemigo aparentemente debilucho es capaz de acercarse durante el sueño yapiolarle sin problemas... La vida de los individuos permanentemente enfrentados unosa otros, siempre temiendo el golpe fatal, es una existencia oscura, brutal y corta. Por esarazón prefiere cada cual renunciar a su impulso violento contra los demás y sometersetodos a un único monopolizador de la violencia, el gobernante: ¡más vale temer a unoque a todos, dice Hobbes, sobre todo si ese uno se rige por normas claras y no porcaprichos! Pero hasta un Calígula, con todo su horror, es menos malo que dejar sueltos alos mil Calígulas que todos llevamos dentro...Lo cierto es que los jefes, las personas revestidas de mando, han disfrutado siemprede un halo especial de respeto y veneración, como si no fueran seres humanos como losdemás. El hábito de obedecer todos a uno lo hemos debido adquirir a costa de muchasangre y tremendas presiones colectivas: por eso una especie de santo temor rodea atodo el que ocupa una jefatura... aunque no sea más que un alcalde de pueblo. Cualquierjefe tiene algo de tabú: en caso contrario, no dura como jefe ni un momento. Por eso losjefes se han buscado tanto parentesco con los dioses y a veces han sido consideradosdioses terrenales. Algunos reyes de la remota antigüedad no sólo eran considerados porlos súbditos responsables del orden de la sociedad sino también del de la naturaleza: susobligaciones incluían tanto promulgar leyes o ganar batallas, como igualmentegarantizar la lluvia que posibilita una buena cosecha. Tanta confianza en su poder teníaaspectos muy halagüeños para los interesados, pero también implicaciones bastantepeligrosas: si los vasallos decidían que la causa de una sequía pertinaz era la afición delmonarca a la bebida, podían llegar a cortarle la cabeza... A fin de cuentas, a ningúnhombre le gusta obedecer sin más a otro hombre: prefiere considerarle un poco más quehombre y así le obedece más a gusto, sin sentirse humillado. De ahí que suelaendiosarse a los gobernantes, rodeándoseles de admiración y privilegios; pero tambiénque cuando nos decepcionan les tratemos con saña singular. Se les concede algoespecial, un poder que excede al de los individuos corrientes y molientes; pero por lamisma razón no se les toleran debilidades que en cambio consentimos a los individuoscorrientes y molientes. La obligación de obedecer a un igual siempre se le ha hechoinaguantable a los hombres, desde hace miles de años. El jefe tenía que ser algo que losdemás no eran (un dios, por ejemplo), o tener características excepcionales que losdemás no tenían, o representar con sus órdenes algo que está por encima de losindividuos (la Ley) y que también él debe respetar. No hay nada más humano que lapretensión de que aquellos a los que obedecemos son más que humanos o encarnan algosituado por encima de las pasiones y flaquezas humanas. Nada más humano... ni máspeligroso, tanto para el interesado como sobre todo para los restantes miembros de lacomunidad.Las primeras formas de autoridad social debieron parecerse mucho a la autoridadfamiliar, pues los padres son los primeros «jefes» a los que todos los humanos hemostenido que obedecer. Al principio, los padres son como dioses para sus crías, porqueéstas dependen de ellos para subsistir. Más tarde, los hijos reconocen en sus padres lasdos primeras razones en las que se ha debido apoyar la obediencia más elemental: sonmás fuertes y saben más cosas. La fuerza física y la sabiduría, los conocimientosganados a base de experiencia, constituyen dos argumentos primitivos pero eficaces que

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hacen rentable la obediencia. Ya te he dicho antes que lo primero que buscamos en elapoyo de los demás es sobrevivir; luego, vivir con plenitud, vacunándonos socialmentecontra el desgaste de la muerte. Pues bien, la fuerza de nuestros padres (o de quienes encada caso desempeñan ese papel) nos protege de agresiones exteriores y proporcionanuestro primer sustento; su experiencia nos brinda las primeras lecciones sobre cómoevitar peligros y cómo conseguir bienes necesarios, además de enseñarnos las reglaspara comunicarnos con los otros humanos e integrarnos en el grupo. O sea que gracias asu fuerza y su sabiduría puestas a nuestro favor logramos sobrevivir a nuestrospeligrosamente débiles inicios, para empezar a vivir bajo la coraza comunitaria desímbolos, leyes y juegos. El niño requiere fuerza y conocimientos para comenzar a vivir(también necesita afecto, sentirse aceptado y querido: a su modo, los gobernantes nodejarán de jugar con esto, aunque no son las autoridades políticas quienes mejor sepangarantizar cariño); el ser humano adulto identificará la fuerza y la sabiduría como losfundamentales motivos para prestar obediencia a quienes se ofrezcan al grupo como unaespecie de «padres» de la colectividad.Naturalmente, el niño pronto aprende que en el grupo hay individuos más fuertes ymás sabios que sus padres naturales. De hecho, cada grupo, cada conjunto social, tienealgo de infantil: la unidad de muchos individuos es siempre un poco más elemental delo que llega a ser un individuo normal, es más ingenua, más impulsiva, menos madura,más antojadiza y, sobre todo, más inestable. El humano adulto que ya no necesitapadres en su vida particular, en cuanto forma parte de una tribu vuelve a sentirsepequeño, menesteroso de la fuerza y sabiduría que sólo los padres logran asegurar. Escurioso, fíjate: en ciertos aspectos, la colectividad aumenta las capacidades delindividuo; en otros, le empequeñece, vuelve a hacerle sentirse dependiente e inseguro.¿Cómo aprovechar las posibilidades de ampliación de nosotros mismos que nos ofrecela sociedad sin por ello disminuirnos personalmente más de lo indispensable? Estupendapregunta... para la que sólo tengo respuestas defectuosas. Bueno, a lo que iba: los«padres» de la colectividad también tienen que ofrecer fuerza y conocimientos parahacerse obedecer. Deben ser hábiles cazadores, feroces guerreros, brujos poderosos,grandes constructores de edificios y obras públicas, capaces de derrotar a los enemigos,prevenir las inundaciones y las sequías, zanjar las disensiones entre facciones opuestas oentre intereses individuales, y además tienen que inventar y organizar buenas fiestas enla que los miembros del grupo se sientan ligeros, libres de rutinas y de trabajos,fundidos con los demás en juergas sublimes... ¡Uf, no les falta trabajo, no, a los Padresde la Patria! Pero en fin, para eso les pagamos.De modo que allá, en los principios, cuando éramos más o menos «primitivos»,como suele decirse (la verdad es que todavía lo somos muchísimo...), solían ser jefes losmás musculosos y hábiles, ayudados por los de mayor experiencia. La importancia delos ancianos fue sin duda enorme, porque ellos representaban el tesoro de la memoria yguardaban los hallazgos del grupo, en épocas en las que aún no había escritura paraarchivarlos o la mayoría de la gente no sabía leer. Ya hemos dicho que una de lasprincipales ventajas de vivir en comunidad es que nunca se parte de cero, que podemosenterarnos de inmediato de muchos trucos y habilidades que nos hubiera llevado muchotiempo descubrir a cada cual por sí mismo... o que no hubiéramos descubierto nunca.Yo, por ejemplo, creo que hubiera tardado bastante en inventar la televisión e incluso larueda; tú, desde luego, nunca habrías logrado patentar el álgebra sin alguna ayudita delos antiguos... El Consejo de Ancianos siempre ha tenido peso de autoridad: el título delos «senadores» (que viene de senior, mayor, más viejo) así lo atestigua. La invenciónde la escritura dio a los conocimientos, recuerdos y leyendas un soporte más seguro quela memoria individual. Pero la experiencia vital de los ancianos, su madurez, su sosiego

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ante los arrebatos y pasiones, siguió determinando que la gente confiase en su liderazgo.Además, la edad es un criterio bastante objetivo de autoridad. Y así llegamos al granproblema: ¿qué criterios hay que seguir para designar a los que van a mandar?En las tribus primitivas, la cosa debió de ser relativamente sencilla. Al más fuerte sele nota que lo es, ¿no? Si el grupo vive de cazar, por ejemplo, seguirá la dirección delque cace mejor, no del más torpe. Y le seguirá mientras demuestre día tras día que es elcazador más digno de confianza: la edad o algún grave fallo pueden en cualquiermomento hacerle perder el liderazgo.Lo mismo en la guerra: cuando se trataba de combatir, había que fiarse no del más gracioso o del más cariñoso, sino del más fuerte, del más valiente, del más fiero o del más bruto. No pongas pegas: llegado el caso, también tú y yo hubiéramos aclamado al que mejor podía defendernos o guiarnos en la conquista, cuando la vida consistía en defenderse o conquistar. Además, los machos forzudos suelen proponerse a sí mismos como líderes y ¡ay del que proteste! Hasta que no surge otro capaz de disputarle el mando, no hay nada que hacer. De modo que la fuerza muscular, la capacidad de cazar o de buscar buenos asentamientos para el grupo, la experiencia que da la edad y su memoria... tales debieron ser los primeros criterios que establecieron el derecho a mandar y la posibilidad justificada de ser obedecido.

Hasta aquí venimos hablando de grupos muy simples, de pocos miembros,sometidos a una existencia bastante elemental y sin complicaciones. Pero cuando losgrupos se hicieron mayores en número y más diversos en ocupaciones, el asuntopolítico se hizo más complejo. Los candidatos a la jefatura fueron más numerosos, cadauno con sus partidarios, y las peleas por el poder amenazaban con destruir la armonía dela tribu. Por otra parte, los problemas que tenía que resolver el jefe ya no eran sólo lacaza y la guerra, sino también tomar decisiones complicadas: las tribus se asentaron enterritorios fijos al dedicarse a la agricultura y nacieron disputas respecto a ladistribución y propiedad de la tierra, las herencias familiares, las costumbresmatrimoniales, la organización de obras públicas necesarias para todos, yo qué sé... Eljefe mejor ya no era el que más guerras ganaba, sino el más capaz de lograr manteneruna paz provechosa con los vecinos para poder comerciar con ellos. Ahora oirás quemuchos abominan del comercio, del deseo de ganancia, del afán de dinero, etc.. ¡Elespíritu mercantil de los comerciantes, bah, qué asco! Pero es oportuno recordar que elcomercio fue el primer sustituto de la guerra y que los primeros pacifistas fueron losmercaderes que esperaban sacar más provecho de los vecinos por las buenas que por lasmalas. Como en otras ocasiones, se confirma así un principio sobre el que te ruego quereflexiones: como los hombres nos movemos por intereses, nunca se abandona unapráctica que produce beneficios (la guerra, por ejemplo) más que sustituyéndola poralgo que interesa más... ¡jamás predicando en contra y pidiendo arrepentimiento a losbeneficiados! De modo que en las sociedades más desarrolladas, estables y comerciales,los antiguos criterios básicos de la fuerza y el conocimiento se hicieron mucho másdifíciles de aplicar que antes: seguían valiendo, pero había que perfilarlos un poco más.Por otra parte, las leyes —o si prefieres, la Ley— planteaban también sus propiasdificultades. Las tribus más antiguas no conocieron un código legal como los queaparecen en el derecho actual. Las leyes o normas que regían los diversos aspectos de laexistencia colectiva se apoyaban en la tradición, la leyenda, el mito, en una palabra: enla memoria del grupo cuyos administradores y depositarios eran los ancianos, tal comoantes decíamos. La ley se basaba en lo que siempre se había hecho, sin distinguir entrelo que suele hacerse y lo que queremos por unas razones u otras que se haga. El mayorargumento para respetar una norma era: «siempre se ha hecho así». Y para explicar porqué siempre se había hecho así se recurría a la leyenda de algún antepasado heroico,

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fundador del grupo, o a las órdenes de algún dios. La verdad, como puedes figurarte, esque no siempre se había hecho antes lo que la ley mandaba ahora: la norma en cuestiónhabía nacido como intento de resolver algún problema concreto del grupo y luego, paraque nadie la discutiera, se aseguró que provenía de la más nebulosa antigüedad. A losmodernos, todo lo que es muy arcaico nos parece sospechoso y poco fiable: estamosacostumbrados a que la verdad más verdadera sea novedad, descubrimiento, hallazgo deúltima hora. Las sociedades primitivas creían todo lo contrario: que sólo podía unofiarse de lo ya muy probado a lo largo de los años, de lo que habían establecido los seresdel pasado, más sabios y semidivinos. Los modernos a veces desempolvamos una idea ouna teoría antigua y la presentamos como una gran novedad para que la gente seinterese por ella; los primitivos disfrazaban cada nueva idea o nueva ley que se lesocurría con ropajes legendarios de cosa que proviene de muy atrás, para que fueseaceptada. Supongo que entre los ancianos, cuya misión era recordar y repetir, y losinventores —obligados a justificar como ancestral lo que se les hubiera ocurrido ante lasdificultades del presente— debió de haber no pocas peloteras...La forma más elemental de legitimidad, es decir, de justificación de la autoridad ensociedades relativamente complejas, provenía siempre del pasado. ¿Por qué son lospadres más fuertes y más sabios que el hijo? Porque están en el mundo desde antes queél. La lógica primitiva creía que los padres de los padres de los padres debieron ser aúnmás fuertes y sabios que los padres actuales, parientes casi y colegas de los dioses. Loque ellos habían considerado como bueno, quizá porque se lo había revelado algunadivinidad, no podían discutirlo los individuos presentes, mucho más frágiles ylamentablemente humanos. Y también los jefes aprendieron a legitimarse del mismomodo. El más digno de mandar era el que provenía por línea directa de algún jefemítico, hijo a su vez de algún héroe semidivino o de un dios. La familia, la estirpe, seconvirtieron en la base del poder de faraones, caciques, sátrapas, reyes, etc.. La idea noera del todo mala porque de ese modo se reducía el número de los posibles candidatos altrono —¡abstenerse los plebeyos!— y las luchas por el poder quedaban reducidas alinterior de una o dos familias. La fuerza y el conocimiento, que antes tenía quedemostrar el candidato a jefe personalmente y día tras día, se convirtieron en atributosdel cargo o jefatura que se ocupaba: antes se era jefe por ser el más sabio o el más fuertey luego se fue el más sabio o el más fuerte porque se ocupaba el puesto de jefe. Comosiempre, de lo que se trataba era de asegurar la estabilidad y el funcionamiento de lasociedad, evitando en lo posible los trastornos políticos, los enfrentamientos civiles ylas novedades peligrosas en favor de un grupo respecto al resto del conjunto. La verdades que los resultados fueron sólo regulares, porque no pudieron evitarse lasusurpaciones, los asesinatos entre hermanos, las tiranías de monstruos llegados al tronopor casualidades del azar biológico y otras muchas desventuras. ¡Relee a Shakespeare siquieres recordarlas o simplemente hojea cualquier libro de historia!Como el poder provenía de la antigüedad mítica y de los dioses, los sacerdotes seconvirtieron en personajes importantes de la lucha política. Los sacerdotes eran losespecialistas en el pasado y los portavoces de los dioses. El que quería llegar al mandotenía que llevarse bien con ellos y buscar su apoyo, su consagración... También las leyesestaban sustentadas en razones religiosas, porque habían sido reveladas por divinidadesinapelables cuya voluntad interpretaban los curas. No había leyes humanas, todasprovenían del cielo y del pasado. Algunos jefes, particularmente ambiciosos, decidieronconvertirse a la vez en reyes y sacerdotes supremos para asegurar mejor su poder. Otrosdieron un paso más allá: se proclamaron directamente dioses ya que sus antepasados lohabían sido... o por lo menos eso había obligación de creer. Los miembros de lasociedad no contaban demasiado en el reparto del poder, salvo que los faraones y otros

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jefazos quisieran hacerles alguna concesión. Nadie podía esgrimir derechos ni hacervaler su opinión ante el poder absoluto de los que mandaban apoyados en la ley de lasangre, en la tradición y en los clérigos que hacían oír los dictados divinos en la tierra.Así vivieron las viejas sociedades en Egipto, en Mesopotamia, en China, los estados deaztecas e incas en la América primitiva, los reinos africanos, etc.. Así pudo quedarresuelta de una vez por todas la cuestión política en las sociedades humanas. Comoentre las abejas y las hormigas, unos nacían para mandar y otros para obedecer... Yentonces llegaron los griegos y con ellos, con sus ideas impías y revolucionarias, todoempezó a cambiar.

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LA IZQUIERDA Y LA DERECHA POLÍTICA

Aunque los conceptos de izquierda y derecha política no sean, según muchos autores, los idóneos para definir el espectro político, su utilización en la actualidad es frecuente para posicionar planteamientos y posturas políticas. En este trabajo se van a definir ambos conceptos superficialmente, simplificando los grandes problemas y contradicciones que tiene la susodicha conceptualización.

Durante la Revolución Francesa dos partidos se disputaron el poder en la asamblea. Por un lado los girondinos, un partido moderado que propugnaba la diferenciación de personas en función de factores económicos, políticos, religiosos, etc. Defendía el sufragio no universal, del que excluía a las clases no propietarias y apoyaba la alianza con la nobleza para establecer en Francia una monarquía parlamentaria. Por otro lado estaban los jacobinos, que defendían un sufragio universal y la instauración de una república. Estos últimos tenían el apoyo de las clases más populares, mientras que los girondinos eran apoyados por los burgueses, propietarios y algunas capas de la nobleza. En las deliberaciones de la asamblea los girondinos se sentaban a la derecha y los jacobinos a la izquierda, de aquí la división, que aún hoy perdura, de ideologías de izquierdas y de derecha.

Tanto dentro de las posiciones derechistas e izquierdistas hay pluralidad de planteamientos que en muchas ocasiones están enfrentados entre sí. Por ejemplo, el autoritarismo, antiautoritarismo o posiciones intermedias; la defensa o el ataque del capitalismo, los sistemas de propiedad, etc.

LA DERECHA POLÍTICA

Dada la heterogeneidad de las posturas de la derecha política es difícil dar una definición de este concepto que englobe a todos los movimientos derechistas. Se podría decir que los movimientos derechistas propugnan el mantenimiento de ciertas diferencias entre los miembros de la sociedad, sobre todo diferencias económicas. Se defiende la existencia de un poder (económico, político…) que ejerza el control sobre la organización social.

Se analizarán los tres movimientos de derecha más importantes en la historia reciente y la actualidad de Europa: el liberalismo, el conservadurismo y el fascismo.

EL LIBERALISMO:

Movimiento ideológico caracterizado principalmente por defender el individualismo. El núcleo fundamental de la sociedad es el individuo libre, ya que el hombre es la “gran fuerza”, es el que decide su destino y hace historia, y para ello es necesaria una libertad absoluta en el plano político y económico. La libre iniciativa y la competencia individual son los motores que crean riqueza social , por

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lo tanto el estado debe ser mínimo, con el único deber de velar por la libertad.

La libre competencia es un valor clave para el liberalismo. Del mismo modo que en el orden natural la competencia entre los seres genera un ecosistema estable y sostenible, en la economía de un colectivo la competencia entre productores permite que el mercado se amolde a la demanda y la satisfaga convenientemente. La intervención del estado entorpece este orden natural.

El liberalismo defiende que el estado no tiene la capacidad de decidir sobre los derechos individuales, que son fundamentales. Cada persona y cada colectivo tiene derecho a la propiedad privada: el estado no debe tener ninguna autoridad sobre ellos, lo que implica que no se podría erosionar estas posesiones con impuestos. Además, derechos tan de “izquierdas” como el derecho al aborto, al matrimonio homosexual o al consumo de drogas, son defendidos por el liberalismo al ser derechos individuales.

El liberalismo más extremo y muy poco usual en Europa es el minarquismo. Este movimiento propugna un estado mínimo que sirva únicamente para defender la propiedad y la libertad de los individuos. El control del estado sobre los medios de transporte, sanidad, educación o sobre el mercado debería desaparecer. En esta situación, sin apenas impuestos y sin injerencia estatal los individuos se relacionarían social y económicamente en libertad.

John Stuart Mill, filósofo utilitarista inglés, expresó el concepto liberal de libertad ciudadana:

“el único fin por el que los hombres están legitimados, individual o colectivamente, para interferir en la libertad de acción de cualquiera de ellos, es la protección de sí mismos. Esto es, que el único propósito por el que puede ser ejercido legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es para prevenir del daño a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es una justificación suficiente. No puede ser obligado a hacer algo o abstenerse de hacerlo por el hecho de que eso sería mejor para él, porque le haría más feliz, o porque en opinión de los otros hacer eso sería lo sensato, o incluso lo justo. […]. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y su propia mente, el individuo es soberano.” [J.S.Mill; Sobre la libertad]

EL CONSERVADURISMO:

Es un movimiento ideológico que defiende que la sociedad es el resultado de un “acomodamiento” de los individuos que se han mantenido unidos gracias a una serie de instituciones: el estado, la religión, la familia… Esta última es la institución central y más importante: se acentúa el papel social del individuo ya que cada persona pertenece a una colectividad ante la que es un sujeto moral responsable. Se opone a las innovaciones sociales, ya que las

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tradiciones familiares y religiosas forman uno de los principales pilares del conservadurismo, pero no por ello (excepto en extremos muy minoritarios) se opone a las innovaciones científicas y tecnológicas. Sus valores primordiales son:

-La fe ante la razón.-La tradición ante la experiencia.-La jerarquía ante la igualdad.-Los valores colectivos (familia) ante el individualismo.-La ley natural ante la ley civil.Aunque se ha visto fuertemente ligado al liberalismo, los

conservadores valoran el estado como protector de la sociedad: debe intervenir en asuntos como la sanidad, la educación, los recursos sociales básicos, y, en casos puntuales, en asuntos económicos, garantizando así la estabilidad de la familia y el orden social natural. El estado es importante para el sostenimiento de la sociedad pero también es un peligro para esta si su poder queda libre de todo control social.

El orden, el equilibrio y la cooperación son necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad, lo que instaurará sentimientos nacionalistas, defendiendo la identidad nacional del grupo social y combatiendo las innovaciones culturales foráneas.

EL FASCISMO:

El fascismo es un movimiento político considerado de extrema derecha que trata de llevar a cabo un encuadramiento unitario de una sociedad en crisis promoviendo la movilización de las masas por medio de la identificación de las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales. Esto quiere decir que el estado, que es totalitario, a través de la violencia, la represión y la propaganda, instaura el nacionalismo ferviente en los ciudadanos, provocando una apariencia de unión frente al resto de naciones, y un fuerte sentimiento de odio hacia lo extranjero. El deber del individuo hacia su patria es absoluto, siendo el engrandecimiento de la misma e incluso la conquista de otros territorios algunos de los objetivos políticos. Los derechos individuales son dependientes de los derechos colectivos y no son, en ningún caso, derechos inalienables.

Otro rasgo sobresaliente del fascismo es el autoritarismo, ya que se propone una sociedad fuertemente jerarquizada y militarizada, con unos roles sociales muy definidos y con el ejército y la vida militar como referentes para los ciudadanos. El estado interviene fuertemente en todos los aspectos, tanto económicos como sociales, buscando llegar a un “orden social nuevo” mediante la revolución social, que rompa con el anterior para crear un orden total que englobe a un cuerpo social homogéneo.

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LA IZQUIERDA POLÍTICA

Los movimientos políticos de izquierdas están caracterizados por tener como meta prioritaria la igualdad social, que todos los individuos tengan los mismos derechos, libertades y oportunidades. No debe haber privilegios de ningún tipo, sino que todos deben tener la misma capacidad de participar en las decisiones sobre la organización social. La economía debe estar enfocada al beneficio general de la población. Al igual que la derecha, la izquierda política oscila entre un mayor o menor autoritarismo, y las posturas ante el capitalismo y la democracia también son muy diversas. En este trabajo se analizarán la socialdemocracia, el comunismo y el anarquismo.

LA SOCIALDEMOCRACIA:

En el siglo XIX surgieron en Europa movimientos obreros que proponían la redistribución de la riqueza entre la población mediante la revolución social. La socialdemocracia surgió como un intento de transición pacífica del capitalismo al socialismo. Aunque el capitalismo fuese el sistema económico imperante y haya aportado beneficios al género humano, la avaricia de los ricos y la desigualdad de oportunidades hicieron que en el capitalismo sin regulación surgieran estratos de población pobre. Se pretende llegar a un capitalismo reformado mediante políticas ligadas a la participación ciudadana, la protección del medio ambiente y la integración de minorías sociales en las democracias modernas, entre otras. También se intenta llegar a la igualdad económica a través de un sistema de impuestos progresivos que permita redistribuir la riqueza.

La socialdemocracia ha sido una gran defensora del estado de bienestar, según el cual el estado debe proveer a los ciudadanos de los servicios asistenciales básicos, para cuya mantenencia es necesario subir los impuestos.

EL COMUNISMO:

Aunque ha habido teorizaciones políticas comunistas desde Platón (IV a.C.), se entiende aquí “comunismo” como la ideología política inspirada por la obra del filósofo alemán Karl Marx.

Se entiende por comunista a aquel gobierno que centra su poder en la comunidad: un partido único tiene como misión la coordinación de todo un grupo para obtener resultados en comunidad. Todo el mundo puede entrar a formar parte de este único partido existente, el partido comunista; por lo tanto no se niega la participación política a nadie. El comunismo promueve la formación de una sociedad sin clases sociales, donde los medios de producción sean de propiedad común, y para que no haya desigualdades debido a la acumulación de capital, el estado debe controlar la economía del país. Los obreros se ponen al servicio del estado y a cambio reciben de este alojamiento, comida, trabajo, etc. Este trabajo se reparte de

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forma equitativa en función de la habilidad, al igual que los beneficios se reparten en función de las necesidades.

Es un movimiento un tanto autoritario, dado que el estado provee de todo a sus ciudadanos, ejerce un fuerte poder sobre ellos, llegando a una cierta falta de respeto hacia los derechos individuales, aunque esta característica varía de unos países a otros.

EL ANARQUISMO:

El término “anarquismo” viene del griego y significa literalmente “sin autoridad”, “sin poder”. Es un movimiento que pretende llegar a la igualdad social mediante la revolución. También está basado en ideas marxistas: el objetivo principal es la eliminación del capitalismo, aunque los métodos anarquistas difieren de los de los demás movimientos socialistas. Se critica fuertemente al estado, que consideran una estructura política creada bajo la base de que unos hombres deben dominar sobre otros y dirigir sus destinos, y de este modo la igualdad social no es posible. Por lo tanto, se proponen destruir el estado y sustituirlo por comunas independientes en las que cada uno posea derecho a hablar y a votar sobre los asuntos a debatir.

El anarquismo también se caracteriza por la abolición de la propiedad, ya es considerada como un daño a la economía colectiva. El derecho a la herencia (origen del status social) ha de eliminarse y sustituirse por la colectivización de los bienes. Además, defiende la importancia de la educación. El hombre solo será libre cuando sea capaz de pensar por sí mismo y el mejor medio para conseguirlo es una esmerada instrucción.

Mijael Bakunin, uno de los líderes anarquistas, enumeró los fundamentos económicos y sociales del anarquismo:

“Nuestro programa socialista exige y debe exigir irrenunciablemente:

1. La igualdad política, económica y social de todas las clases y todos los pueblos de la tierra.

2. La abolición de la propiedad hereditaria.

3. La apropiación de la tierra por las asociaciones agrícolas, y del capital y de todos los medios de producción por las asociaciones industriales.

4. La abolición del ordenamiento jurídico de la familia patriarcal, basado exclusivamente en el derecho a heredar la propiedad, así como la equiparación de los derechos políticos, económicos y sociales del hombre y de la mujer.

5. La crianza y educación de los niños de ambos sexos hasta su mayoría de edad, entendiéndose que la formación científica y técnica, en la que se incluyen los niveles más altos de formación, será igual y obligatoria para todos. La escuela reemplazará a la

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iglesia y hará innecesarios los códigos penales, los policías, los castigos, la prisión y los verdugos.”

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FRAGMENTOS DE “EL CONTRATO SOCIAL” de Jean-Jacques Rousseau

CAPÍTULO UNO: Acerca del tema de esta obra.

El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas. El mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede imprimirle el sello de legitimidad? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella se derivan, diría: «En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, obra mejor aún, pues recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de arrebatársela." Pero el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones. Trátase de saber cuáles son esas convenciones; pero antes de llegar a ese punto, debo fijar o determinar lo que acabo de afirmar.

CAPÍTULO DOS: De las primeras sociedades.

La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia; sin embargo, los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo que tienen necesidad de él para su conservación. Tan pronto como esta necesidad cesa, los lazos naturales quedan disueltos. Los hijos exentos de la obediencia que debían al padre y éste relevado de los cuidados que debía a aquéllos, uno y otro entran a gozar de igual independencia. Si continúan unidos, no es ya forzosa y naturalmente, sino voluntariamente; y la familia misma no subsiste más que por convención.

Esta libertad común es consecuencia de la naturaleza humana. Su principal ley es velar por su propia conservación, sus primeros cuidados son los que se debe a su persona. Llegado a la edad de la razón, siendo el único juez de los medios adecuados para conservarse, conviértese por consecuencia en dueño de sí mismo.

La familia es pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, el pueblo la de los hijos, y todos, habiendo nacido iguales y libres, no enajenan su libertad sino en cambio de su utilidad. Toda la diferencia consiste en que, en la familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados que prodiga a sus hijos, en tanto que, en el Estado, es el placer del mando el que suple o sustituye este amor que el jefe no siente por sus gobernados.

[…]

CAPÍTULO TRES: Del derecho del más fuerte.

El más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De allí el derecho del más fuerte, tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿ se nos explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física, y no veo que moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no

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de voluntad; cuando más, puede ser de prudencia.¿En qué sentido podrá ser un deber?Supongamos por un momento este pretendido derecho; yo afirmo que resulta de él

un galimatías inexplicable, porque si la fuerza constituye el derecho, como el efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera, modificará el derecho. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata más que de procurar serlo. ¿Qué es, pues, un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación no existe. Resulta, por consiguiente, que la palabra derecho no añade nada a la fuerza ni significa aquí nada enabsoluto.

Obedeced a los poderes. Si esto quiere decir: ceded a la fuerza, precepto es bueno, pero superfluo.

Respondo que no será jamás violado. Todo poder emana de Dios,lo reconozco, pero toda enfermedad también. ¿Estará prohibido por ello, recurrir al médico? ¿Si un bandido me sorprende en una selva, estaré, no solamente por la fuerza, sino aun pudiendo evitarlo, obligado en conciencia a entregarle mi bolsa? ¿Por qué, en fin, la pistola que él tiene es un poder?

Convengamos, pues, en que la fuerza no hace el derecho y en que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. Así, mi cuestión primitiva queda siempre en pie.

CAPÍTULO CUATRO: De la esclavitud.

Puesto que ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad legítima sobre los hombres.

[…]

CAPÍTULO CINCO: De cómo es siempre necesario remontarse a una primera convención.

Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado, lograrían progresar más los fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Que hombres dispersos estén sucesivamente sojuzgados a uno solo, cualquiera que sea el número, yo sólo veo en esa colectividad un señor y esclavos, jamás un pueblo y su jefe: representarán, si se quiere, una agrupación, mas no una asociación, porque no hay ni bien público ni cuerpo político. Ese hombre, aun cuando haya sojuzgado a medio mundo, no es siempre más que un particular; su interés, separado del de los demás, será siempre un interés privado. Si llega a perecer, su imperio, tras él, se dispersará y permanecerá sin unión ni adherencia, como un roble se destruye y cae convertido en un montón de cenizas después que el fuego lo ha consumido.

Un pueblo -dice Grotio- puede darse a un rey. Según Grotio, un pueblo existe, pues como tal pudo dársele a un rey. Este presente o dádiva constituye, de consiguiente, un acto civil, puesto que supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual el pueblo elige un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se constituye en tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.

En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿en dónde estaría la obligación, a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más?

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Y ¿con qué derecho, ciento que quieren un amo, votan por diez que no lo desean? La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención que supone, por lo menos una vez, la unanimidad.

[...]

CAPÍTULO SEIS: Sobre el pacto social.

Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social .

Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera.

Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; en consecuencia, el estarlo natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en tiránica o inútil.

En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene.

Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: "Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo."

Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás,

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tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo [...]

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Fragmento del “Discurso de servidumbre voluntaria”

de Étienne de la Boétie

Mas ¡Oh buen Dios! ¿Qué título daremos a la suerte fatal que agobia a la humanidad?¿Por qué desgracia o por qué vicio, y vicio desgraciado, vemos a un sinnúmero de hombres, no obedientes, sino serviles, no gobernados, sino tiranizados; sin poseer en propiedad ni bienes, ni padres, ni hijos, ni siquiera su propia existencia? Sufriendo lossaqueos, las torpezas y las crueldades, no de un ejército enemigo, ni de una legión de bárbaros, contra los cuales hubiera que arriesgar la sangre y la vida, sino de Uno solo,que no es ni un Hércules ni un Sansón; de un hombrecillo, y con frecuencia el más cobarde y afeminado de la nación, que sin haber visto el polvo de las batallas, ni haber siquiera lidiado en los torneos, aspira nada menos que a gobernar los hombres por la fuerza, incapaz como es de servir vilmente a la menor mujercilla ¿Llamaremos a eso cobardía? ¿Llamaremos cobardes a los que así se dejan envilecer? Que dos, treso cuatro personas no se defiendan de uno solo, extraña cosa es, mas no imposible porque puede faltarles el valor. Pero que ciento o mil sufran el yugo de Uno solo, ¿no debe atribuirse más bien a desprecio y apatía que a falta de voluntad y de ánimo? Y sivemos no ciento, ni mil hombres, sino cien naciones, mil ciudades, un millón de hombres, dejar de acometer a Uno solo y prestarle vasallaje, mientras que éste los trata peor que infelices esclavos, ¿diremos que sea por debilidad? Todos los extremos tienen sus límites: dos y aún diez pueden temer a Uno; pero no será por cobardía el que mil, un millón, un sinnúmero de ciudades, no se defiendan de él, puesto que la cobardía no puede llegar hasta este punto, así como el valor no se extiende tampoco aque uno solo asalte una fortaleza, acometa a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué monstruosidad pues será ésta que, ni el título merece de cobardía que no halla nombrelo bastante vil, que por su bajeza se resiste la naturaleza a conocerla y la lengua a pronunciarla? Póngase cincuenta mil hombres para combatir contra otros cincuenta mil; dispóngase la batalla y llegue el momento de acometerse, los unos peleando por su libertad y los otros para arrebatársela; ¿A favor de qué partido se preve la victoria?¿cuáles irán más animosos al combate, los que aspiran al mantenimiento de la libertad en recompensa de sus sacrificios, o los que van a derramar su sangre para vivir en esclavitud? Los primeros fijan la vista en la felicidad de su vida pasada y en la esperanza de un lisonjero porvenir; tienen en nada las privaciones y penalidades inseparables de la guerra, comparándolas con los males que la servidumbre acarrearíaa ellos, a sus hijos y a toda su posteridad. A los segundos no hay cosa que los anime salvo una miserable codicia, incapaz de hacer frente al peligro y que nunca puede ser

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tan ardiente que no la apague una sola gota de sangre manada de sus heridas. Dos milaños cuentan de fecha las célebres batallas de Milciades, Leónidas y Temístocles, y las historias nos las refieren tan a menudo y con tal entusiasmo, que excitando nuestraadmiración, nos parecen tan recientes como si se hubieran dado el día anterior. Ellas aseguraron la independencia de Grecia y aún sirven de modelo a todo el mundo. ¿Y cuál fue el aliciente que pudo excitar la bravura de tan corto número de griegos e infundirles valor para enfrentarse a tan poderosas fuerzas navales, que incluso el mar no soportaba el peso, y para derrotar ejércitos tan numerosos que todo el escuadrón de los griegos apenas habría bastado para llenar las plazas de oficiales de las huestes enemigas? Fue el deseo de mantener su libertad: fue porque en aquellas gloriosas jornadas los griegos no combatieron contra los persas únicamente; en ellas triunfó la Libertad sobre el Despotismo, el Derecho sobre la Usurpación.

Admirable es el prodigio que obra la libertad en el corazón de sus defensores. Pero lo que sucede en todos los países, con todos los hombres y todos los días, que un solo hombre pueda esclavizar cien mil ciudades y privarlas de sus derechos. ¡Quién lo creyera a no haberlo oído con certeza o visto con sus propios ojos! Si se refiriera únicamente como cosa acontecida en países extraños y tierras remotas, se creería másbien ser un esfuerzo de invención que el puro idioma de la verdad. Pero ello es así, y aún más prodigioso si se considera que este tirano sería destruido por sí mismo, sin necesidad de combate ni de defensa, con tal que el país no consintiera en sufrir su yugo; no quitándole nada sino con dejar de darle. Si un país trata de no hacer ningún acto que pueda favorecer al despotismo, basta y aún sobra para asegurar su independencia. Los pueblos deben atribuirse a sí mismos la culpa si sufren el dominiode un bárbaro opresor, pues que cesando de prestar sus propios auxilios al que los tiraniza recobrarían fácilmente su libertad. Es el pueblo quien se esclaviza y suicida cuando, pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con un yugo que causa su daño y le embrutece. A ser necesario un gran esfuerzo para recobrar la libertad, no fueran tan vivas y justas mis reconvenciones. No hay cosa más dulce para el hombre que reponerse en su derecho natural, o por decirlo mejor, de bruto pasar a ser hombre. Con todo, no exijo de él tanto arrojo, acepto que prefiera no sé qué seguridad viviendo en la miseria a la dudosa esperanza de vivir a su antojo. ¿Acaso no se consigue la libertad con sólo desearla? Y si basta un simple deseo, ¿qué nación habrá en el globo que aún la considere demasiado cara, pudiéndola obtener con sólo quererla? ¿Habrá voluntad a que repugne el recobrar un bien tan precioso aún al precio de su sangre y que una vez perdido, toda persona de honor no soporta su existencia sino con tedio y espera la muerte con regocijo? A manera que el fuego de

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una pequeña chispa se hace grande y toma fuerza a proporción de los combustibles que encuentra, y con sólo no darle pábulo se acaba por si mismo perdiendo la forma ynombre de fuego sin necesidad de echarle agua; así los tiranos a quienes se les sirve yse adula cuantos más tributos exigen, más poblaciones saquean y más fortunas arruinan, así se fortifican y se vuelven más fuertes y frescos para aniquilarlo y destruirlo todo; cuando, con sólo no obedecerles y dejando de lisonjearles, sin pelear y sin el menor esfuerzo, quedarían desnudos y derrotados, reducidos otra vez a la nada de que salieron. Cuando la raíz no tiene jugo bien pronto la rama se vuelve seca y muerta.

Para conseguir el bien que desea, el hombre emprendedor no teme ningún peligro, el trabajador no escatima ningún esfuerzo. Sólo los cobardes y los perezosos no saben ni soportar el mal, ni recobrar el bien que se limitan a desear. La energía de procurárselo se la roba su propia cobardía; no les queda más que el natural anhelo de poseerlo. Este deseo, esta voluntad innata común a los sabios y a los locos, a los audaces y a los cobardes, les hace apetecer todas aquellas cosas cuya posesión les haría felices y contentos. Hay una sola que los hombres, no se por qué, no tienen ni siquiera fuerza para desearla. Es la libertad, ese bien tan grande y dulce, que cuando se pierde, todos los males sobrevienen y que, sin ella, todos los otros bienes, corrompidos por la servidumbre, pierden enteramente su gusto y sabor. Sólo a la libertad los hombres la desdeñan, únicamente, a lo que me parece, porque si la deseasen la tendrían: como si se rehusasen a hacer esa preciosa conquista porque es demasiado fácil.

¡Hombres miserables, pueblos insensatos, naciones envejecidas en vuestros males y ciegas cuando se trata de vuestra felicidad! ¿Cómo os dejáis arrebatar lo más pingüe de vuestras rentas, talar vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los muebles que heredasteis de vuestros antepasados? Vivís de manera que pudierais asegurar que nada poseéis, y aún tendríais a gran dicha el ser verdaderos propietarios de la mitad de vuestros bienes, de vuestros hijos y hasta de vuestra propia existencia. ¿De qué provendrá esta calamidad, este estrago, esta ruina? ¿Acaso de los enemigos? No por cierto: pero sí proviene del enemigo, de aquel Uno que vosotros engrandecéis,de aquel por quien os sacrificáis tan valerosamente en la guerra, ofreciendo vuestros pechos a la muerte para conservarle en su tiranía. Este poderoso que os avasalla, este tirano que os oprime, sólo tiene dos ojos, dos manos, un cuerpo, ni más ni menos que el, hombre más insignificante de vuestras ciudades. Si en algo os aventaja es en el poder que le habéis consentido de destruirnos. ¿De dónde adquiriera él tantos ojos para acecharos si vosotros no se los facilitaseis? ¿Cómo tuviera tantas manos para subyugaros si no las tomara de entre vosotros? ¿Con qué pies hoyara vuestras

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ciudades sino con los vuestros? ¿Cómo ejerciere el despotismo sobre vosotros sino mediante vosotros? ¿Cómo se atrevería a perseguiros sino estuviera de acuerdo con vosotros? ¿Qué mal pudiera haceros a no constituiros en encubridores de sus rapiñas, cómplices del asesino que os mata y traidores a vosotros mismos? Sembráis, y él recoge el fruto de vuestros sudores; adornáis las habitaciones, y él dispone de vuestros muebles; educáis hijas honestas y tímidas, y las sacrifica a su lujuria; alimentáis a vuestros hijos y él os los arrebata para llevárselos a sus guerras y conducirles al matadero después de haber servido a sus antojos y ejecutado sus venganzas: vosotros sufrís todo el peso del trabajo, y él a costa de vuestros afanes nada entre infames delicias y viles placeres; vosotros os debilitáis mientras él se robustece para mejor oprimiros. Y cuando para libraros de tanta infamia, que hasta los animales se avergonzaran de sufrirla a ser capaces de conocerla, os basta no solo con intentar libraros de él, sino con querer hacerlo ¿permanecéis no obstante indiferentes y fríos espectadores de vuestra deshonra? Resolveos a no ser esclavos y seréis libres. No se necesita para esto pulverizar el ídolo, será suficiente no querer adorarlo; el coloso se desploma y queda hecho pedazos por su propio peso, cuando la base en que se sostenía llega a faltarle.

Pero los médicos aconsejan no poner la mano en heridas incurables; y no es obrar conacierto aconsejar a los pueblos la reivindicación de la libertad que consintieron perdery ya que no notan su mal, ello muestra de sobras que su enfermedad es mortal. Indaguemos no obstante cómo pudo el servilismo echar tan profundas raíces hasta el extremo de que incluso el amor por la libertad dejó de ser un sentimiento natural.

En primer lugar es indudable que a conservar los derechos y lecciones que recibimos de la naturaleza, seríamos naturalmente obedientes hacia nuestros padres, estaríamos sujetos a la razón, y no seríamos esclavos de nadie. De la obediencia que sin más advertencias se tiene hacia el padre y la madre todos los hombres la atestiguan. De si la razón nace o no con nosotros, cuestión más que suficientemente discutida por los académicos y ventilada por los filósofos, por mi parte no creo aventurar mi juicio asegurando que hay en nuestra alma cierta semilla natural de razón, que cultivada porel consejo y la costumbre produce la virtud, y que por otra parte muere ahogada cuando los vicios la invaden. Mas, en lo que todo el mundo conviene es en que la naturaleza, ministro de Dios y gobernadora de los hombres, a todos nos ha hecho iguales y al parecer con un mismo molde, como para darnos a entender de que todos somos compañeros o todos somos hermanos. Y si en el reparto desigual de las dotes, ya del espíritu, ya del cuerpo, no ha intentado abrir un campo de batalla y no envió aquí abajo a los más fuertes ni a los más astutos como facinerosos armados en un bosque que puedan disponer a su antojo de los más débiles, más bien parece que con

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la diferencia de fortunas y de fuerzas ha querido dar lugar a ejercer el amor fraternal, concediendo a unos la facultad de dar y a otros la necesidad de recibir. Y ya que la buena madre naturaleza nos ha dado a todos toda la tierra por morada, nos ha ofrecido un mismo alojamiento y nos ha vaciado en un mismo molde a fin de que cada particular se vea representado en la persona de su semejante; ya que nos ha concedido la excelente dádiva de la voz y de la palabra para mejor fraternizar y hacer mediante la común y recíproca declaración de nuestros pensamientos, una comunión de nuestras voluntades; ya que ha tratado de estrechar nuestra alianza inspirándonos inclinación a la sociedad, ya que todas las cosas manifiestan que no nos han hecho tanto para estar unidos como para ser unos, ¿dudaremos todavía de que todos somos naturalmente libres, siendo todos compañeros? No, el entendimiento humano se resiste a aceptar que la naturaleza pueda tolerar la esclavitud habiendo grabado tan profundamente en nuestros corazones el eterno principio de la igualdad.

Pero inútil es debatir si la Libertad es natural al hombre, cuando está probado que el estado de la esclavitud es un ultraje hecho a su naturaleza y a su amor propio. Lo que falta ahora es manifestar que, no tan solo estamos en absoluta posesión de nuestros derechos, sino que también se alimenta en nosotros una vehemente inclinación a defenderlos. Si dudamos de este axioma, si somos tan brutos que llegamos hasta el extremo de desconocer nuestras necias inclinaciones, fuerza me será trataros como oscorresponde haciéndoos tomar lecciones de las bestias, y aprender de ellas exactas doctrinas sobre vuestra naturaleza y condición. A no estar tan sordos los hombres, oirían que los animales por todas partes les gritan “Viva la libertad”.

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FRAGMENTO DE

“EL POLÍTICO Y EL CIENTÍFICO” DE MAX WEBER

¿Qué entendemos por política? El concepto es muy amplio y abarca cualquier tipo de actividad directiva autónoma. Se habla de la política de divisas de los Bancos, de la política de descuento del Reichsbank, de la política por la que se rige un sindicato durante una huelga, y se puede hablar del mismo modo de la política escolar de un país o de una ciudad, de la política que la presidencia de una asociación lleva en la dirección de ésta, e incluso de la política de una esposa astuta que trata de manipular sutilmente a su marido. Naturalmente, no es este concepto tan amplio el que puede servir de base a nuestras consideraciones en la tarde de hoy. Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la trayectoria de una entidad política, aplicable en nuestro tiempo al Estado.

¿Pero, qué es, desde el punto de vista sociológico, una entidad política? Tampoco es éste un concepto que pueda ser sociológicamente definido partiendo del contenido de su actividad. Apenas existe una tarea que aquí o allí no haya sido acometida por una entidad política y, por otra parte, tampoco hay ninguna tarea de la que pueda decirse que haya sido siempre competencia exclusiva de esas entidades o asociaciones políticas que hoy llamamos Estados, o de las que históricamente fueron precursoras del Estado moderno. Dicho Estado sólo se puede definir sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia física. “Todo Estado está fundado en la violencia”, dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia, habría desaparecido el concepto de “Estado” y se habría instaurado lo que, en este sentido específico, llamaríamos “anarquía”. La violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí es su medio específico.

Hoy, precisamente, la relación del Estado con la violencia es especialmente íntima. En el pasado las más diversas asociaciones, comenzando por la asociación familiar (Sippe), han utilizado la violencia como un medio enteramente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es un elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo distintivo de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia. Entonces política significaría pues, para nosotros, la aspiración (Streben) a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados

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o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen. Esto se corresponde esencialmente con la acepción habitual del término. Cuando se dice que una cuestión es política, o que son políticos un ministro o un funcionario, o bien que una decisión ha sido “políticamente” condicionada, lo que se quiere siempre decir es que la respuesta a esa cuestión, o la determinación de la esfera de actividad de aquel funcionario, o las condiciones de esta decisión, dependen directamente de los intereses existentes sobre la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere.

El Estado, como todas las asociaciones o entidades políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es considerada como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué nexos externos se apoya esta dominación? En principio (para comenzar) existen tres tipos de justificaciones internas, para fundamentar la legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad del “eterno ayer”, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad “tradicional”, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales antiguos. En segundo término, la autoridad de la gracia (Carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad “carismática” la que detentaron los profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la “legalidad”, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la “competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor público” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.

Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y de esperanza (temor a la venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena) y, junto con ellos, también por los más diversos intereses. De esto hablaremos inmediatamente. Pero cuando se cuestionan los motivos de “legitimidad” de la obediencia nos encontramos siempre con uno de estos tres tipos “puros”. Estas ideas de la legitimidad y su fundamentación interna son de suma importancia para la estructura de la dominación. Los tipos puros se encuentran, por supuesto, muy raramente en

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la realidad, pero hoy no podemos ocuparnos aquí de las intrincadas modificaciones, interferencias y combinaciones de estos tipos puros. Esto es cosa que corresponde a la problemática de la “teoría general del Estado”.

Lo que hoy nos interesa sobre todo aquí es el segundo de estos tipos: la dominación producida por la entrega de los sometidos al “carisma” puramente personal del “caudillo”. En su expresión más alta arraiga la idea de vocación. La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra, o del gran demagogo en la Ecclesia o el Parlamento, significa, en efecto, que esta figura es vista como la de alguien que está “internamente llamado” a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia por que lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en él, y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, “vive para su obra”. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido. El caudillaje ha surgido en todos los lugares y épocas bajo uno de estos dos aspectos, los más importantes en el pasado: el de mago o profeta, de una parte, y el de príncipe guerrero, jefe de banda o condottiero, de la otra. Sin embargo, lo propio de Occidente es, y esto es lo que aquí más nos interesa, el caudillaje político. Surge primero en la figura del “demagogo” libre, aparecida en el Estado-Ciudad, que es también creación propia de Occidente y, sobre todo, de la cultura mediterránea, y más tarde en la del “Jefe de partido” en un régimen parlamentario, dentro del marco del Estado constitucional, que es igualmente un producto específico del suelo occidental.

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Fragmentos de “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo

CAPÍTULO VIII

DE LOS QUE LLEGARON AL PRINCIPADO A TRAVÉS DE CRÍMENES

Pero puesto que hay otros dos modos de llegar a príncipe que no se pueden atribuir enteramente a la fortuna o a la virtud, corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se discurra con más detenimiento donde se trata de las Repúblicas. Me refiero, primero, al caso en que se asciende al principado por un camino de perversidades y delitos; y después, al caso en que se llega a ser príncipe por el favor de los conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro contemporáneo, ilustraré el primero de estos modos, sin entrar a profundizar demasiado en la cuestión, porque creo que bastan para los que se hallan en la necesidad de imitarlos.

El siciliano Agátocles, hombre no sólo de condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los períodos de su vida; sin embargo, acompañó siempre sus maldades con tanto ánimo y tanto vigor físico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo grado por grado, pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser príncipe y obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen grado le hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con El cartaginés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al Senado, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la República, y a una señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y a los ciudadanos más ricos de Siracusa. Ocupó entonces y supo conservar como príncipe aquella ciudad, sin que se encendiera ninguna guerra civil por su causa. Y aunque los cartagineses lo sitiaron dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo defender la ciudad, sino que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a los sitiadores, con el resto invadió el África; y en poco tiempo levantó el sitio de Siracusa y puso a los cartagineses en tales aprietos, que se vieron obligados a pactar con él, a conformarse con sus posesiones del África y a dejarle la Sicilia. Quien estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus méritos muy poco o nada encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió la soberania por el favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus grados militares, que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se puede llamar virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de fe, de piedad y de religión, con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y salir triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer los acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser considerado inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de humanidad, sus crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque entre los hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que consiguió sin la ayuda de una ni de la otra.

[…]

Podría alguien preguntarse a qué se debe que, mientras Agátocles y otros de su calaña, a pesar de sus traiciones y rigores sin número, pudieron vivir durante mucho tiempo y a cubierto de su patria, sin temer conspiraciones, y pudieron a la vez defenderse de los enemigos de afuera, otros, en cambio, no sólo mediante medidas tan extremas no lograron conservar su Estado en épocas dudosas de guerra, sino tampoco en tiempos de paz. Creo que depende del bueno o mal uso que se hace de la crueldad. Llamaría bien empleadas a las crueldades (si a lo malo se lo puede llamar bueno) cuando se aplican de una sola vez por absoluta necesidad de asegurarse, y cuando no se insiste en ellas, sino, por el contrario, se trata de que las primeras se vuelvan todo lo beneficiosas posible para los súbditos. Mal empleadas son las que, aunque poco graves al principio, con el tiempo antes crecen que se extinguen. Los que observan el primero de estos procedimientos pueden, como Agátocles, con la ayuda de Dios y de los hombres, poner, algún remedio a su situación, los otros es imposible que se conserven en sus Estados. De donde se concluye que, al apoderarse de un Estado, todo usurpador debe reflexionar sobre los crímenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos todos a la vez, para que no tenga que renovarlos día a día y, al no verse en esa necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de beneficios. Quien procede de otra manera, por timidez o por haber sido mal aconsejado, se ve siempre obligado a estar con el cuchillo en la mano, y mal puede contar con súbditos a quienes sus ofensas continuas y todavía recientes llenan de desconfianza. Porque las

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ofensas deben inferirse de una sola vez para que, durando menos, hieran menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse poco a poco, a fin de que se saboreen mejor. Y, sobre todas las cosas, un príncipe vivirá con sus súbditos de manera tal, que ningún acontecimiento, favorable o adverso, lo haga variar; pues la necesidad que se presenta en los tiempos difíciles y que no se ha previsto, tú no puedes remediarla; y el bien que tú hagas ahora de nada sirve ni nadie te lo agradece, porque se considera hecho a la fuerza.

CAPÍTULO XV

DE AQUELLAS COSAS POR LAS QUE LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS

Queda ahora por analizar cómo debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.

Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es también el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos “tacaño” al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, sí puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.

CAPÍTULO XVIIDE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA, Y DE SI ES MEJOR SER TEMIDO QUE AMADO O AMADO QUE TEMIDO

Paso a las otras cualidades ya citadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia. César Borgia era considerado cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la que la volvió a la paz y a la fe. Si se examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que el pueblo florentino que, para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a Pistoya.

Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causa de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo van en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros.

Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable.

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto:

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que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues —como antes expliqué— ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se presenta, se rebelan.

Y el príncipe que ha descansado por entero en su palabra va a la ruina, por no haber tomado otras providencias; porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza de alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las puede utilizar.

Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo y no se lo pierde nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra pretextos para apoderarse de lo ajeno, y por el contrario, para quitar la vida, son más raros y desaparecen con más rapidez.

Pero cuando el príncipe está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es absolutamente necesario que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin esta fama jamás podrá tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha.

Entre las infinitas cosas admirables de Aníbal se cita la de que, aunque contaba con un ejército grandísimo, formado por hombres de todas las razas a los que llevó a combatir en tierras extranjeras, jamás surgió discordia alguna entre ellos ni contra el príncipe, así en la mala como en la buena fortuna. Y esto no podía deberse sino a su crueldad inhumana que, unida a sus muchas otras virtudes, lo hacía venerable y terrible en el concepto de los soldados; que, sin aquella, todas las demás no le habrían bastado para ganarse este respeto. Los historiadores poco reflexivos admiran, por una parte, semejante orden, y por la otra, censuran su razón principal.

Que si es verdad o no que las demás virtudes no le habrían bastado puede verse en Escipión —hombre de condiciones poco comunes, no sólo dentro de su época, sino dentro de toda la historia de la humanidad— cuyos ejércitos se rebelaron en España.

Lo cual se produjo por culpa de su excesiva clemencia, que había dado a sus soldados más licencia de la que a la disciplina militar convenía. Falta que Fabio Máximo le reprochó en el Senado, llamándolo corruptor de la milicia romana. Los locrios, habiendo sido ultrajados por un enviado de Escipión, no fueron desagraviados por este ni la insolencia del primero fue castigada, naciendo todo de aquel su blando carácter.

Y a tal extremo, que alguien que lo quiso justificar ante el Senado dijo que pertenecía a la clase de hombres que saben mejor no equivocarse que enmendar las equivocaciones ajenas. Este carácter, con el tiempo habría acabado por empañar su fama y su honor, de haber llegado Escipión al mando absoluto; pero como estaba bajo las órdenes del Senado, no sólo quedó escondida esta mala cualidad suya, sino que se convirtió en su gloria.

Volviendo a la cuestión de ser amado o temido, concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer, de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.

CAPÍTULO XVIIIDE QUÉ MANERA DEBEN LOS PRÍNCIPES CUMPLIR SUS PROMESAS

Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.

Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber

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emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.

De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforma en zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

No quiero callar uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo hombre que prometiese con tal desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mundo.

No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.

Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última. Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras.

CAPÍTULO XIX

DE QUE MODO DEBE EVITARSE SER DESPRECIADO Y ODIADO

Como de entre las cualidades mencionadas ya hablé de las más importantes, quiero ahora, bajo este titulo general, referirme brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.

El príncipe que conquista semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido por los suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que le ataquen las potencias extranjeras. De éstas se defenderá con buenas armas y buenas alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga buenas armas, así como siempre en el interior estarán seguras las cosas

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cuando lo estén en el exterior, a menos que no hubiesen sido previamente perturbadas por una conspiración. Y aun cuando los enemigos de afuera amenazasen, si ha vivido como he aconsejado sin perder la presencia de espíritu, resistirá todos los ataques, como he aconsejado que hizo el espartano Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente; pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y, como ya antes he repetido, empeñándose por todos los medios en tener satisfecho al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues son infinitos los peligros que corre el que conspira. La experiencia nos demuestra que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito. Porque el que conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que no cree descontentos; y no hay descontento que no se regocije en cuanto le hayas confesado tus propósitos, porque de la revelación de tu secreto puede esperar toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo o enconado enemigo del príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en la otra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y para reducir el problema a, sus últimos términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos, sospechas y temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad del príncipado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte.

[...]

Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe atender un príncipe.

[...]

CAPÍTULO XXICÓMO DEBE COMPORTARSE UN PRÍNCIPE PARA SER ESTIMADO

Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de ello es Fernando de Aragón, actual rey de España, a quien casi puede llamarse príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha convertido en el primer monarca de la cristiandad. Sus obras, como puede comprobarlo quien las examine, han sido todas grandes, y algunas extraordinarias. En los comienzos de su reinado tomó por asalto a Granada, punto de partida de sus conquistas. Hizo la guerra cuando estaba en paz con los vecinos, y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo con ella la atención de los nobles de Castilla, que, pensando en esa guerra, no pensaban en cambios políticos, y por este medio adquirió autoridad y reputación sobre ellos y sin que ellos se diesen cuenta. Con dinero del pueblo y de la Iglesia pudo mantener sus ejércitos, a los que templó en aquella larga guerra y que tanto lo honraron después. Más tarde, para poder iniciar empresas de mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre de la iglesia, a una piadosa persecución y despojó y expulsó de su reino a los marranos. No puede haber ejemplo más admirable y maravilloso. Con el mismo pretexto invadió el África, llevó a cabo la campaña de Italia y últimamente atacó a Francia, porque siempre meditó y realizó hazañas extraordinarias que provocaron el constante estupor de los súbditos y mantuvieron su pensamiento ocupado por entero en el éxito de sus aventuras. Y estas acciones suyas nacieron de tal modo una tras otra que no dio tiempo a los hombres para poder preparar con tranquilidad algo en su perjuicio.

También concurre en beneficio del príncipe el hallar medidas sorprendentes en lo que se refiere a la administración, como se cuenta que las hallaba Bernabó de Milán. Y cuando cualquier súbdito hace algo notable, bueno o malo, en la vida civil, hay que descubrir un modo de recompensarlo o castigarlo que dé amplio tema de conversación a la gente. Y, por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos.

[...]

El príncipe también se mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes. Asimismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes lo hagan y a quienes traten, por cualquier medio, de

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engrandecer la ciudad o el Estado.

Todas las ciudades están divididas en gremios o corporaciones a las cuales conviene que el príncipe conceda su atención. Reúnase de vez en vez con ellos y dé pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no debe faltarle en, ninguna ocasión.

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ORTEGA Y GASSET

FRAGMENTO DE LA REBELIÓN DE LAS MASAS

Como todos los demás peligros que amenazan a esta civilización, también éste que nos ocupa ha nacido de ella. Más aún: constituye una de sus glorias; es el Estado contemporáneo. Nos encontramos, pues, con una réplica de lo que en el capítulo anterior se ha dicho sobre la ciencia: la fecundidad de sus principios la empuja hacia un fabuloso progreso; pero éste impone inexorablemente la especialización, y la especialización amenaza con ahogar a la ciencia.

Lo mismo acontece con el Estado.

Rememórese lo que era el Estado a fines del siglo XVIII en todas las naciones europeas. ¡Bien poca cosa! El primer capitalismo y sus organizaciones industriales, donde por primera vez triunfa la técnica, la nueva técnica, la racionalizada, habían producido un primer crecimiento de la sociedad. Una nueva clase social apareció, más poderosa en número y potencia que las preexistentes: la burguesía. Esta indina burguesía poseía, ante todo y sobre todo, una cosa: talento, talento práctico. Sabía organizar, disciplinar, dar continuidad y articulación al esfuerzo. En medio de ella, como en un océano, navegaba azarosa la «nave del Estado». La nave del Estado es una metáfora reinventada por la burguesía, que se sentía a sí mismo oceánica, omnipotente y encinta de tormentas. Aquella nave era cosa de nada o poco más: apenas si tenía soldados, apenas si tenía burócratas, apenas si tenía dinero. Había sido fabricada en la Edad Media por una clase de hombres muy distintos de los burgueses: los nobles, gente admirable por su coraje, por su don de mando, por su sentido de responsabilidad.

Sin ellos no existirían las naciones de Europa. Pero con todas esas virtudes del corazón, los nobles andaban, han andado siempre, mal de cabeza. Vivían de la otra víscera. De inteligencia muy limitada, sentimentales, instintivos, intuitivos; en suma, «irracionales». Por eso no pudieron desarrollar ninguna técnica, cosa que obliga a la racionalización. No inventaron la pólvora. Se fastidiaron. Incapaces de inventar nuevas armas, dejaron que los burgueses -tomándola de Oriente u otro sitio- utilizaran la pólvora, y con ello, automáticamente, ganaran la batalla al guerrero noble, al «caballero», cubierto

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estúpidamente de hierro, que apenas podía moverse en la lid, y a quien no se le había ocurrido que el secreto eterno de la guerra no consiste tanto en los medios de defensa como en los de agresión; secrete que iba a redescubrir Napoleón.

Como el Estado es una técnica -de orden público y de administración-, el «antiguo régimen» llega a los fines del siglo XVIII con un Estado debilísimo, azotado de todos lados por una ancha y revuelta sociedad. La desproporción entre el poder del Estado y el poder social es tal en ese momento, que, comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno, aparece el Estado del siglo XVIII como una degeneración. El Estado carolingio era, claro está, mucho menos pudiente que el de Luis XVI; pero, en cambio, la sociedad que lo rodeaba no tenía fuerza ninguna. El enorme desnivel entre la fuerza social y la del poder público hizo posible la revolución, las revoluciones (hasta 1848).

Pero con la revolución se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones. Y no ciertamente porque no hubiese motivos para ellas, sino porque no había medios. Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adios revoluciones para siempre! Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución, no fue más que un golpe de Estado con máscara.

El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que puede evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo -vulgo-, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios.

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Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura o, simplemente, algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguir todo -sin esfuerzo, lucha, duda, ni riesgo- sin mas que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos, porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos. Pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe; que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria.

El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la maquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.

Este fue el sino lamentable de la civilización antigua. No tiene duda que el Estado imperial creado por los Julios y los Claudios fue una máquina admirable, incomparablemente superior como artefacto al viejo Estado republicano de las familias patricias. Pero, curiosa coincidencia, apenas llegó a su pleno desarrollo, comienza a decaer el cuerpo social. Ya en los tiempos de los Antoninos (siglo II) el Estado gravita con una antivital supremacía sobre la sociedad. Esta empieza a ser esclavizada, a no poder vivir más que en servicio del Estado. La vida toda se burocratiza . ¿Qué acontece? La burocratización de la vida produce su mengua absoluta -en todos los órdenes-. La riqueza disminuye y las mujeres paren poco. Entonces el Estado, para subvenir a sus propias necesidades, fuerza más la burocratización de la existencia humana. Esta burocratización en segunda potencia es la militarización de la sociedad. La urgencia mayor del Estado en su aparato bélico, su ejército. El Estado es, ante todo, productor de seguridad (la seguridad

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de que nace el hombre-masa, no se olvide). Por eso es, ante todo, ejército. Los Severos, de origen africano, militarizan el mundo. ¡Vana faena! La miseria aumenta, las matrices son cada vez menos fecundas. Faltan hasta soldados. Después de los Severos el ejército tiene que ser reclutado entre extranjeros.

¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con éstos para sostener el Estado y hay que llamar a extranjeros: primero, dálmatas; luego, germanos. Los extranjeros se hacen dueños del Estado, y los restos de la sociedad, del pueblo inicial, tienen que vivir esclavos de ellos, de gente con la cual no tiene nada que ver. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa.

Cuando se sabe esto, azora un poco oír que Mussolini pregona con ejemplar petulancia, como un prodigioso descubrimiento hecho ahora en Italia, la fórmula: Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado . Bastaría esto para descubrir en el fascismo un típico movimiento de hombre-masa. Mussolini se encontró con un Estado admirablemente construido -no por él, sino precisamente por las fuerzas e ideas que él combate: por la democracia liberal-. él se limita a usarlo incontinentemente; y sin que yo me permita ahora juzgar el detalle de su obra, es indiscutible que los resultados obtenidos hasta el presente no pueden compararse con los logrados en la función política y administrativa por el Estado liberal. Si algo ha conseguido, es tan menudo, poco visible y nada sustantivo, que difícilmente equilibra la acumulación de poderes anormales que le consiente emplear aquella máquina en forma extrema.

El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en norma. Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas.

Las naciones europeas tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que bajo el

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imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir.

Un ejemplo concreto de este mecanismo lo hallamos en uno de los fenómenos más alarmantes de estos últimos treinta años: el aumento enorme en todos los países de las fuerzas de Policía. El crecimiento social ha obligado ineludiblemente a ello. Por muy habitual que nos sea, no debe perder su terrible paradojismo ante nuestro espíritu el hecho de que la población de una gran urbe actual, para caminar pacíficamente y acudir a sus negocios, necesita, sin remedio, una Policía que regule la circulación. Pero es una inocencia de las gentes de «orden» pensar que estas «fuerzas de orden público», creadas para el orden, se van a contentar con imponer siempre el que aquéllas quieran. Lo inevitable es que acaben por definir y decidir ellas el orden que van a imponer -y que será, naturalmente, el que les convenga.

José Ortega y Gasset; La rebelión de las masas; capítulo XIII “El mayor peligro, el Estado”. texto extraído de:

http://mgarci.aas.duke.edu/cibertextos/ORTEGA-GASSET-J/REBELION-MASAS/TRANSLATE/CAP-13.HTM

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El control de los medios de comunicación. Noam Chomsky

El control de los medios de comunicación

El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los medios de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.

Una idea alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el modo y el porqué el problema de los medios de comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.

Primeros apuntes históricos de la propaganda

Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.

Entre los que participaron activa y entusiásticamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey Estos se mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.

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La democracia del espectador

Otro grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos, un importante analista político —tanto de asuntos domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan. Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.

Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total. Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegemos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos llevan a término algo más que una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario. Pero una vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.

Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.

Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación, las

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escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros de la clase especializada pueden venir y decir Puedo ser útil a sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación, no formarán parte de la clase especializada. Así, tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los hombres responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa. Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su función de espectadores de la acción, liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su disposición para elegir.

Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea. En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda. La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad de comprensión del rebaño desconcertado.

Relaciones públicas

Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que hoy día disponemos.

Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.

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Efectivamente, si hubiera muchos individuos de recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político, podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers (Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.

La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes de propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario, el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen la armonía y atenían contra el orgullo de América, y hemos de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le denominaba también métodos científicos para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en contra? Sólo alguien completamente necio.

De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta si da usted su apoyo a la gente de lowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la apoyo. Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como Apoyad a nuestras tropas es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la atención de la gente respecto de preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos juntos, en tomo a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo este tipo de cosas.

Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva de toda forma de organización para evitar así los problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en

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el momento en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si realmente está uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se puede hacer.

Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y marginarles.

Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos remontamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la población que no podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera popular. No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La verdad es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia de la democracia.

Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para ellos trabajamos.

Fabricación de la opinión

También es necesario recabar el apoyo de la población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante logro a este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones públicas de la United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar algo más que desviaciones democráticas vacías de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años. Los programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento, o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto militar —y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera generalizada— daban por supuesto que eran los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico pensar que se

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trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un individuo no encuentra la manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una rareza en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa.

Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por la sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque existían.

El rebaño desconcertado nunca acaba de estar debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada le puso el nombre de crisis de la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando en una crisis porque amplios segmentos de la población se estaban organizando de manera activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.

Después de la década de 1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de élcomo las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo.