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FANTASÍA Y FICCIÓN EN PEQUEÑAS DOSIS

F. J. Sanz

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Diseño de cubierta: Ana Sanz

Ilustración de cubierta: David Revoy

Título: Fantasía y Ficción en pequeñas dosis

Autor: F. J. Sanz

http://www.fjsanz.com

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Introducción

Cuando decidí lanzarme a escribir, allá por el año 1994, encaminétodo mi esfuerzo en pos de un único objetivo: publicar el libro quedesde mi ingenuidad consideré que se convertiría en mi obra solitar-ia, Ojos de Jade.

Los años transcurrieron, algunos más deprisa que otros, y prontoadvertí que a pesar de la dedicación que suponía desarrollar una nov-ela que a la postre terminaría siendo una serie de tres volúmenes, enmi cabeza bullían multitud de ideas que ninguna relación guardabancon esta trama; ni tan siquiera con el propio estilo de escritura.

Ávido lector desde que tuve uso de razón, fueron autores clásicosde la fantasía épica quienes abrieron ante mí un amplio plantel denuevos escenarios, recursos literarios y posibilidades sin fin, que notardé en querer experimentar por mi cuenta y riesgo. Y así fue que,entre capítulo y capítulo de Ojos de Jade, aparecieron otros contex-tos, guiones y personajes, a los que di vida en forma de relatos, demayor o menor extensión, concediéndole rienda suelta a miimaginación.

Ahora, a punto de publicarse mi cuarta novela, y con una quintaen su recta final, son varias las decenas de experimentos que he al-macenado en mi caótico depósito de ensayos, entre historias breves,narraciones seriadas, microrrelatos y simples notas garabateadas enun papel arrugado que el día menos pensado me decidiré a darforma.

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Fantasía y Ficción en pequeñas dosis recopila una selección dedieciocho relatos, que aborda géneros tan diversos como la épica deespada y brujería tradicional, el gótico oscuro, una visión apocalípticade la ciencia-ficción o el terror de índole paranormal. Tampoco con-viene olvidar que entre Cruzada (entre ellos el más precoz) y Blancaprórroga (el más tardío), se agolpan dieciséis años de experiencias yvivencias literarias. Así que cualquier semejanza en el estilo o laforma de expresión no puede ser otra cosa más que, simple y pura,coincidencia.

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Cruzada

Relato épico escrito en el Verano de 1997.

Sir Rowayn Vallart montaba velozmente a lomos de su soberbiocaballo de gran alzada y blanco pelaje, blandiendo en su mano dere-cha su larga espada sobre la cabeza y protegiendo el frente con el es-cudo portado en la zurda.

Su impresionante armadura dorada no mostraba mella alguna ybrillaba refulgente al incidir sobre ella los rayos solares, concediendoa la estampa del caballero una magnificencia que provocaba ad-miración en todos aquellos hombres que fijaban su mirada en lafigura del jinete.

Mas ahora sir Rowayn no se enfrentaba a seres humanos; un ejér-cito de criaturas del Averno y muertos vivientes le cerraba el caminohasta su destino en lo alto de la colina, en el Castillo de Warehall.

El blanco alazán relinchó excitado y corcoveó alzando sus cascosal frente cuando el guerrero tiró bruscamente de las bridas antes deemprender la terrible acometida. Al otro lado, las horribles criaturasexhalaban gritos y gemidos ante la inminente llegada del caballero,mezcla de anhelo por entrar en acción y de ansia por probar su cálidasangre.

La embestida del caballero fue brutal, mutilando y cercenandocon el filo de su reluciente hoja los cuerpos deformes que se amon-tonaban en su entorno. Su escudo administraba violentos golpes allídonde no llegaba su espada, en tanto el entrenado corcel se defendíaa su vez repartiendo coces a aquellos que se aproximaban demasiado.

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Los esqueletos y zombis arrastraban sus descompuestos serestratando de alcanzar al jinete, mas éste no cedía ninguna brecha ensus defensas y lanzaba profundos mandobles que seccionaban losmiembros o cráneos de los muertos vivientes. Las gárgolas y de-monios provistos de alas realizaban picados buscando la carne de-sprotegida de la cabeza del caballero, mas el escudo o la espada secruzaban invariablemente en su camino, haciendo vanos sus intentosy cobrándose bajas entre sus líneas.

Sir Rowayn volvió a espolear a su montura cuando advirtió quelas filas abismales se cerraban en torno a él, rompiendo con su acciónla intentona y atravesando al galope el terreno cruelmentecorrompido.

—¡Por Earl! —exclamó el guerrero encomendando su vida a su di-os y ofrendando la futura victoria.

El caballo, al igual que él, mostraba arañazos y cortes en su blancapiel, de los que manaba sangre con fluidez, mas no parecía querer su-cumbir al agotamiento físico y avanzaba, si cabe, aún con mayor de-cisión hacia la pétrea construcción.

Los cuernos de alarma tronaron cuando apreciaron la presenciajinete. Los ruidos y chirridos de las ruedas dentadas al girar eviden-ciaron el ascenso del paso levadizo que protegía las puertas de lafortaleza. Además, un nutrido grupo de mercenarios orcos se aprestóal frente para detener la carga del solitario guerrero.

Mas sir Rowayn Vallart no prestó atención a la formación orca. Sucaballo cruzó por medio de las apretadas filas, apartando ypisoteando los cuerpos de aquellos que no lograron apartarse atiempo, a la vez que tomaba carrera para efectuar un salto que lo el-evó sobre el foso hasta el paso de madera, mediado en su recorrido.

El caballero se apartó de su montura cuando ésta cayó a plomo ycon un sonoro chasquido al romperse el espinazo contra la piedraque recubría el suelo del Castillo de Warehall. Su mente no albergabadudas y avanzó matando y quitándose de en medio a cuantos ad-versarios se anteponían en su implacable recorrido. La oscura sangrede los orcos resbalaba por su arma hasta la empuñadura, donde

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sentía la tibieza en las manos bajo los metálicos guanteletes, e im-pregnaba su áurea armadura plasmando macabros dibujos en sudiseño.

Pero los ojos de sir Rowayn sólo contemplaban un punto, su ob-jetivo: la Torre del Homenaje.

Su brazo asestaba mortales cuchilladas que robaban la vida de losmuchos orcos que trataron de detenerle en su fijado camino; otrostantos escaparon de allí lamiéndose las heridas, sin desear conocer lamuerte aquel día.

Un grupo de arqueros defendía el torreón y desató una lluvia demuerte y destrucción con sus flechas, acabando con la vida demuchos de sus congéneres. El guerrero se tambaleó cuando un astilatravesó primero su pierna y después un segundo perforó su hombroizquierdo rodeando la defensa del escudo. Sir Rowayn extrajo fuerzasde su extrema determinación y continuó imperturbable adelante, ab-riendo la recia puerta de una patada y astillando la madera en unanube de polvo e inmundicia.

Dos enormes trolls armados con gruesos y nudosos garrotes es-peraban al otro lado del umbral y no vacilaron en atacar con sus bas-tas armas al intruso. Los inmensos trolls eran rápidos para sutamaño y mostraban un adiestrado uso de sus trancas de madera. Sinembargo, el solitario guerrero era más veloz y hábil, anticipándose alos movimientos de sus colosales enemigos. Su espada escindióprimero el brazo armado de uno de ellos a la altura de la muñeca,para chocar y quebrar el esternón de la brutal criatura. El otro trollno cedió en sus salvajes acometidas y el combate finalizó cuando unadesmesurada cabeza retumbó gravemente al chocar contra el suelo.El cuerpo decapitado quedó ridículamente arrodillado frente alcaballero, que prosiguió su avance hasta el interior de la Torre. Sumeta se hallaba cercana, en lo alto de las escaleras que daban a lagran sala central.

Sir Rowayn Vallart ascendió los tramos de dos en dos y de tres entres peldaños en algunos momentos, mas aunque mantenía todos sussentidos alerta, ningún adversario encontró en la escalinata.

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Éstas dieron finalmente a un gran portón esmeradamente labradoque exhibía un extraño galimatías de símbolos desconocidos y car-entes de sentido. Forzó el acceso con una nueva patada y penetró enuna amplia estancia refinadamente decorada. con frondosas alfom-bras cubriendo el piso y coloridos tapices colgados en las paredes.

Una única figura se hospedaba en el lugar, tranquilamente sen-tada tras un escritorio repleto de papeles y pergaminos. Vestía unalarga túnica oscura que simulaba su cuerpo y rostro, dejando sólo a lavista unas arrugadas y retorcidas manos y una afilada barbilla quesobresalía por debajo de la calada capucha.

Sir Rowayn, reconociendo en el hombre al dirigente de las tropasinvasoras apostadas en su reino, cargó con la espada en alto contraél. El individuo alzó una de sus manos semejantes a garras y cantur-reó una gutural letanía, en tanto con la otra trazaba complejos dis-eños en el aire. El caballero, indiferente a la actitud del hechicero,continuó su embestida, siendo bruscamente detenido por una ráfagade negra luz que lo golpeó violentamente en el pecho acorazado y lodejó sentado en el suelo, sin resuello. Trató de erguirse de nuevo,mas un lacerante y agónico dolor lo obligó a permanecer donde es-taba. Cuando agachó la cabeza, sus ojos pudieron observar como unancho agujero se abría en su caja torácica, por la que un chorro de vi-tal líquido carmesí escapaba a raudales y formaba un charco sobre laalfombra.

El brujo escondió sus manos bajo las mangas de sus vestiduras ybuscó de nuevo asiento en su cómoda silla, pertinaz en su tarea deconcluir el papeleo que se acumulaba en su mesa.

¡Argh! —gruñó de fastidio y enojo una sombría figura.—Tu Caballero ha muerto bajo mi Hechicero, Earl —comentó una

segunda con satisfacción. Su voz retumbaba y vibraba en la inmen-sidad del vacío—. Ahora es mi turno de mover figura.

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De noche

Relato de ambientación gótica escrito el 28 de Agosto de 2003.

Vivo de noche.Mis sentidos me describen con total precisión cuanto acontece a

mi alrededor. Todo aquello que resulta invisible a aquellos que con-viven conmigo resulta diáfano y brillante ante mi percepción.

Alzo el rostro hacia la negra bóveda celeste y exhalo un quedo sus-piro. Quizá sólo se trate de un nostálgico recuerdo de mi anterior ex-istencia, de algo que fue siempre tan natural como la propia vida yque ahora queda tan distante y olvidado, pues mis atrofiados pul-mones ignorarían lo que es un soplo de oxígeno si no fuera porquenecesito aire para hacer vibrar las cuerdas vocales que me permitenhablar.

En ese corto suspiro, esa falsa bocanada de vida, aspiro el per-fume que brota de la piel de aquella muchacha asomada en laventana, de su corto y húmedo cabello, perdida su mirada en las es-trellas, sólo un poco más arriba de donde me sitúo yo, anclado en lassombras de este desvencijado tejado. El tufo a contaminación y acubos de basura ha quedado ya anulado de mi olfato, tantos años quellevo habitando esta ciudad. Pero el terrible pestazo a fritura quecomienza a brotar de esa cocina se me está comenzando a pegar alpaladar y las nauseas se apoderarían de mi viejo estómago si no fuerapor su propio deterioro. Supongo que, si pudiera comprobar el estadoen el que se encuentra, también rompería en graves arcadas.

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No tengo hambre. O sed. Esa distinción dejó de tener sentidohace… ¿cuánto? ¿Diez años? ¿Veinte? En verdad lo ignoro, la ciudadno ha cambiado tanto como para comparar el tiempo que hatranscurrido desde que caminaba sobre aquellas calles de ahí abajo yera yo quien se sentía como una posible víctima. Aunque, pensándolode otro modo, esta ciudad no ha cambiado nada en demasiados años,y no tiene visos de que esto vaya a ser distinto ni ahora ni en unfuturo.

Algo sí es diferente. Ya no soy presa. Pero tampoco depredador.Más bien me considero un mendigo, sí, un mendigo que se ve obli-gado a robar aquello que precisa para su subsistencia y que de otromodo no podría conseguir.

No mato. No asesino a mis presas. Me alimento lo necesario ydejo que piensen que simplemente ha sido una pesadilla. ¿O un in-tenso sueño que dudan si ha resultado horrible o tremendamenteplacentero? No lo sé, pero no acabo con ellos. Sólo el hombre es tanestúpido como para destruir el medio que le da de comer. Y mi hu-manidad forma parte del pasado.

Hablando de presas… ese sonido es inconfundible. Ese rápido ta-coneo, ese roce de ropas… índica que alguien se ha metido en el bar-rio equivocado a una hora aún más errónea. Sí, ahora puedo verla,refugiada en su grueso abrigo de color pardo, aunque no tiene muyclaro si se esconde del frío de la noche o de los que moran en ella. Meinclino a pensar en lo segundo, por el modo en que se abraza a símisma con los brazos y agacha la mirada hacia el suelo.

Vaya, alza la mirada, la dirige hacia mí por un momento, aunqueno puede verme. Nada puede discernir en las tinieblas que merodean, ni en el negro guardapolvos que me cubre. Es una divertidasorpresa. Posee una intuición muy aguda, pero es una lástima, haequivocado su cazador esta noche. Yo sólo soy hoy un espectador, elverdadero peligro la espera justo cuando cruce esa esquina, la deaquella callejuela, de la que ni siquiera se ha percatado. Confío quetodo sea rápido y sin mayores complicaciones, no me gustaría que el

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aroma de su sangre llegará a mí y diera por terminada mi sosegadacalma.

Hum… Gritos. Lucha. Forcejeo.No. No ha habido suerte. Y este olor que comienza a alcanzarme

no me deja pensar con claridad. Se mete dentro y despierta sensa-ciones, instintos en mí que pugnan por liberarse y clamar por supremio.

El embrujo se ha roto. La escena ha cambiado, pese a que el dec-orado es el mismo y la luna aún brilla alta en el cielo. Tal vez mañanavuelva a ocurrir, tal vez en unos años.

Poco importa. La sangre me llama.

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Elvhay Darkbreeze

Relato de fantasía épica escrito el 3 de Julio de 2004.

Todavía soy capaz de recordar con detalle cómo se desarrolló aquelextraño encuentro.

Acababa de arribar con mi compañía al pequeño asentamientoenano. Se trataba de un afloramiento rocoso en la superficie quehacía las veces de baliza para el inmenso reino que se escondía bajotierra. En la última época, a consecuencia de la agitación creciente enlas lindes de la comarca, se había convertido en un punto de reuniónentre culturas, sirviendo de embajada para las reuniones con lasrazas élfica y humana.

El polvo del camino me cubría de pies a cabeza, el sudor cegabamis ojos y me pegaba el pelo a la cara. En aquellos momentos sola-mente pensaba en darme un revitalizador y purificador baño. Almenos, así era hasta que la vi.

Se encontraba de pie en una postura relajada, conversando conquienes debían ser sus propios compañeros; una partida de elfosprovenientes de los bosques que también habían acudido a este lugaralertados por los últimos sucesos. De mediana estatura y dotada de lanatural esbeltez de los de su raza, sus reposadas maneras hablabande una notoria seguridad y suficiencia en su quehacer habitual. Suslargos y rizados cabellos plateados descendían a partes iguales por supecho y espalda, rodeándola de un luminoso halo que contrastabacon los oscuros tonos verdes y marrones que teñían sus ropas. Unarco largo con su aljaba descansaba plácidamente sobre su hombro.

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Advertido de que estaba absorto contemplándola casi con la bocaabierta, decidí buscar un refugio desde donde proseguir con mi silen-ciosa admiración de forma más desapercibida, tras el amparo de lastiendas del campamento recién levantado. Allí me senté sobre el viejotocón de un árbol y continué en mi privada admiración.

Una pareja de enanos se había aproximado a su grupo en estelapso de tiempo. Curiosamente, era ella quien actuaba como porta-voz. Su porte había cambiado, volviéndose más recto, más sobrio,ofreciendo una sensación de serena respetuosidad ante sus anfitri-ones que no terminaba de borrar la cálida y amistosa sonrisa que sepintaba en sus finos y bien dibujados labios. Una sonrisa que alcanzósu cenit cuando una pequeña se acercó correteando y reclamando suatención hasta que ésta la acogió con cariño entre sus brazos.

No pude evitar percibir cierto parecido entre ambas: su cabello, eltono de su piel, los perfilados rasgos de su rostro… Pero no eranidénticos. Los de la niña eran más redondeados, más suaves. ¿Podríatratarse de una mestiza? ¿Una joven semielfa? ¿Se trataría acaso desu hija?

Era hacer ya demasiadas suposiciones sin fundamento, aunqueeso explicaría sin lugar a dudas lo que ocurrió después.

Mi delegación había decidido finalmente poner fin a su breve des-canso y presentar tanto sus respetos como sus credenciales. Primerofue el turno de dialogar con los representantes enanos, una reunióncorta, ruda, pero sin mayores altercados. Quedos cabeceos por ambaspartes dieron por finalizada la entrevista.

Llegó el momento de hablar con los elfos.El capitán Jan Vaun se acercó a la partida élfica mostrando el

mismo respeto que concediera antes a los enanos. Ella, Elvhay Dark-breeze escuché que se llamaba, se giró con levedad hasta quedar demedio lado y hacer así frente a la llegada de Jan Vaun. Su mentón sealzó, al igual que el gesto de su rostro mudó hasta ejemplificar in-diferencia, rayando en un nada disimulado desprecio.

Por un instante pensé que quizá se conocieran de antes yguardaran una privada rencilla entre ellos. No era así, como descubrí

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de inmediato, cuando Elvhay se giró hacia donde se hallaban situa-dos mis compañeros y les dedicó la misma arrogancia y desdeño a to-dos y cada uno de ellos. Una rabia profunda ardía en el corazón deesta mujer, una furia consagrada a los humanos. Yo no era capazsiquiera imaginar cuál podría ser la causa que la alimentaba. Una im-agen regresó a mí de improviso: ¿la pequeña mestiza?

Quizá me hallase yo a unos treinta pasos de donde Elvhay y JanVaun departían protocolariamente, mas pude sentir el duro impactode su mirada cuando la fijó severamente en mí. Ella había advertidomi particular estudio y no dudó en ofrecerme a cambio la fría inten-sidad de sus emociones. Un golpe dado por la enorme maza de unorco de ocho pies no me hubiera causado mayor impacto que laplateada luz que centelleó en sus acerados ojos grises. El mensajequedó perfectamente implícito.

Bajé contrariado la mirada al suelo, icé con tristeza mi cuerpo delviejo tocón y encaminé mis pasos al interior de las tiendas del campa-mento. Del campamento de los humanos.

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Trueque de sangre

Relato de fantasía épica escrito el 5 de Abril de 2006.

Me llamo Jinsel, y soy un oportunista.Ahora mismo estoy a punto de arreglar un asunto de lo más con-

veniente para mis negocios.A ver, comprobemos todo antes de salir. Ella aún está sin sentido.

Bien. Tiene las manos y los pies bien atados a los postes de la cama.Tiraré un poco… Sí, no se soltará. Y la mordaza. Porque no queremosque nadie pueda escucharte gritar y nos arruine la diversión,¿verdad, encanto? Y el colgante, ese precioso colgante que tanto megusta en su sitio, alrededor de tu lindo cuello.

Sí, todo correcto.Si hay suerte y todo marcha bien, es posible que para cuando

volvamos a vernos sigas viva. De no ser así, bueno, no te imaginascuánto habré agradecido tu desinteresada colaboración. La últimaduró casi una semana, toda una hazaña. Pero mejor tu cuello que elmío, encanto.

Es tarde, no estaría bien hacer esperar a mi cita de esta noche. Ytú espérame aquí, ¿de acuerdo? ¡Ja!

La gente no se hace una idea de lo peligroso que puede llegar a serdesenvolverse en mi oficio. No se muere de viejo, te lo aseguro. Oquizá sí, porque por muy bueno que seas los años no perdonan, tevuelven más lento, descuidado, y te hacen cometer errores. Yentonces, ¡pum! Se acabó. Estás muerto. Pero claro, también los hayque no pasan de su primer trabajillo.

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Yo sí lo superé. El primero, el segundo, el tercero… Pero fui listo,nunca mordí más que lo que podía tragar. Y… bueno, supongo quetuve suerte. Suerte de haber encontrado mi talismán.

Porque nunca he dicho que sea realmente bueno. En mi oficio loshay mucho mejores que yo. Más hábiles, más listos, con mejores con-tactos o compañeros. No es mi caso. Considero que tan sólo soy unomás, y encima me gusta trabajar solo. Entonces, ¿por qué sigo vivo?Porque errores he cometido muchos y seguiré cometiéndolos, seguro.Pero mientras sea cuidadoso y no me confíe demasiado, no deberíatener nada de lo que preocuparme.

Tengo demasiado aprecio a mi pellejo y pienso conservarlo vivodurante el máximo tiempo que pueda.

Seguro que Kualar ya me estará esperando, con el sucio perro falderode Miuls a su lado y la zorra de Nyan culebreando cerca. De no contara Kualar, esa puerca venenosa y huesuda sería la más peligrosa de losotros dos. El malnacido de Miuls puede convertirse en un enormeproblema si te lo encuentras de cara en un estrecho callejón o dejasque te acorrale. Pero con su limitada capacidad estratégica basada enla idea de ¡matar, matar, matar!, no resultaría muy difícil desem-barazarse de él con un poquito de sangre fría.

Pero Kualar es otro tema.Ese hijo de perra es peligroso hasta cuando está de buen humor.

Sólo tienes que meter la pata en algo que digas y ¡pum! Se acabó elpreocuparte por lo que comerás mañana. A no ser que la duda con-sista en por cuál de tus dos bocas, la vieja y la nueva, meter lacomida.

Pero todo debería marchar bien. Hice el trabajo, además, sin le-vantar demasiado revuelo. Un par de milicianos muertos, el objetivoeliminado y, bueno, también aquella vieja que apareció de repente.¿Pero qué diablos hacía esa loca a oscuras entre la basura? Ella se lobuscó, por estar husmeando por ahí como una rata hambrienta. Noestoy dispuesto a andar dejando por ahí testigos que me hayan vistola cara.

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Tampoco pienso decirle a Kualar que el muy bastardo del alcaldellevaba encima una fortuna en monedas de oro y plata. Ésas para mí,como pago por las inconveniencias sufridas. Además, me van a venirde perlas para abandonar esta asquerosa cloaca que llaman ciudad ybuscarme un nuevo sitio punto de partida. Tantos robos y asesinatosen la zona están comenzando a llamar una atención inoportuna.

Hum… Qué poco me gusta caminar por estas sombrías calle-juelas. Parece como si de cada arcada fuera a salir algún pordioserodispuesto a clavarte un cuchillo para robarte las pocas monedas quelleves encima. Aunque, bien visto, seguramente así es, pero esos im-béciles conocen lo suficiente mi reputación como para pensárselo dosveces. A nadie le apetece morir.

Y hablando de morir… Ahí la tenemos, la guarida de Kualar.Desde fuera, nadie diría que tras aquella mugrienta puerta se

esconde una de las mayores riquezas conseguidas mediante el robo,la extorsión y el asesinato. El problema es que allí dentro tambiénaguarda el malnacido que los planeó y ejecutó todos.

Bien, ahora con calma. Desde el piso de arriba, a través de laspolvorientas y desvencijadas contraventanas, seguro que habrán ad-vertido mi llegada. Ya saben que Jinsel ha vuelto. De todas formas nocreo que haya muchos más idiotas dispuestos a pasear por aquí a es-tas horas de la noche. Sólo yo. Y si no fuera por mi secretito, ni a míse me ocurriría venir a un sitio como éste. Bueno, vamos allá.

Despacio, muevo la dichosa palanca, un poquito más, hasta es-cuchar el esperado chasquido… ¡Ahí está! Ahora ya se puede abrir lapuerta. Adentro.

¿Por qué está esto siempre tan condenadamente oscuro? ¡No soycapaz de ver más allá de mis narices! Supongo que eso es precis-amente lo que pretenden, que dé la apariencia de estar abandonado.Y todo este polvo y telarañas logran el efecto a las mil maravillas.¡Qué asco! Mira que no me ando con remilgos, pero esto… ¿Pero quése puede esperar de la guarida de un semirraigan? Gentuza del de-monio… Qué ganas tengo de dar por terminado este trabajito, dios…

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Y ahora las dichosas escaleras. Sería de lo más triste encontrar ala vuelta a mi amiguita con la crisma rota por culpa de un resbalón.Aunque tampoco sería la primera vez que pasara, ¡ja! Pero no, deboser cuidadoso, cada oportunidad es única y sería una estupidez andardesperdiciándolas así como así. Nunca se sabe cuándo me podríahacer falta una víctima…

El sótano. Qué poco me gusta estar bajo tierra. Ya lo estarécuando me toque, pero mientras me sentiré mucho más feliz en la su-perficie, con el cielo sobre mi cabeza. El maldito corredor… y si no re-cuerdo mal, la primera puerta de la izquierda está cerrada, la delfondo es una trampa y por aquí por la derecha había… ¡Sí! El resortepara abrir el auténtico acceso a la madriguera de Kualar. Apretamosun poco y… la puerta se abre.

Y por lo que parece, me estaban esperando.—Vamos, camina.—Está bien, chicos, pero despacio, no me querréis arrugar el traje,

¿verdad?—¡Estúpido patán! ¡Muévete! El jefe espera.Atajo de animales, a saber de qué cueva habrá sacado Kualar a es-

tos energúmenos. Lo mismo son familiares suyos, tan bastardoscomo él mismo.

Vaya, ahí le tenemos, recostado en su cómodo diván, con la zorrade Nyan lamiéndole las botas y el feo engendro de Miuls comosiempre a sus espaldas. Muérdete la lengua, Jinsel, esta vez condiplomacia.

—Tienes buen aspecto, Kualar —así, con la mejor de mis son-risas—. Se ve que te cuidan bien.

—Déjate de palabrería, al grano.Vale, no está de humor. Con cuidado, Jinsel, con cuidado…—Está bien. El objetivo está muerto, sin líos ni complicaciones.

Un par de guardaespaldas que me salieron al paso y poco más.—Demuéstralo.Con esto le bastará.—Toma.

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¿Debería habérselo ofrecido en la mano en lugar de tirárselo?Tampoco es que sea torpe, el lanzamiento ha sido bueno y lo ha co-gido al vuelo…

—Su anillo. Lo reconocería en cualquier parte. Nunca se separabade él.

—Ajá.Bien, a salvo. Mantengamos la calma.—¿Algo más que deba saber, Jinsel?—¿Saber? No…¿Estará al tanto de lo del dinero? ¿Me estará poniendo a prueba?

Aunque así fuera, el trato era para matarle, nada de robarle. Lo de va-ciarle los bolsillos al inútil del alcalde fue iniciativa mía.

—¿Estás seguro? No me gusta que me engañen…¡Maldita sea!—Claro que estoy seguro, el tipo está muerto. Nadie se metió.

Asunto resuelto.Odio que se me quede mirando así, en silencio. Me dan miedo es-

os ojos… ¿Y tú por qué sonríes, bruja? Si te pillase a solas te iba a en-señar un par de cosas. Lo que daría porque fueras tú la próxima queluciera mi collar. Lo bien que lo íbamos a pasar, tú y yo.

—Asunto resuelto. ¿Algo más, Jinsel?Hijo de perra, era un farol. Sólo me estaba poniendo a prueba.

Pero esto no termina aquí, ahora queda lo más difícil.—Sí, una cosa más. Mi recompensa. Págame lo que convenimos y

me largaré.—¿Ves, querido? Sólo le interesa su oro.Zorra del demonio, ¿por qué no te callas?—Eso parece, Nyan. No aprecia nuestra labor.Malditos bastardos…—La cifra que acordamos fue cien monedas, ¿no? —vamos,

rápido, pagadme ya, quiero irme.—¿Fue eso lo que hablamos? Tengo mala memoria. Tú, Miuls,

¿recuerdas algo?—No recuerdo nada de eso, jefe. Creo que se lo está inventando.

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¡Se abra la tierra y te trague!—Kualar, hicimos un trato. Me encargaba del alcalde y…—Estás agotando mi paciencia, Jinsel. Yo en tu lugar me largaría

de aquí. Ya.¿Qué?—Buen viaje, Jinsel.¿Cómo?—Vamos a dar un paseo, imbécil.¡No!—¡Soltadme! ¡Me marcharé ahora mismo!¡Esto no puede estar pasando! Me han pillado desprevenido, debí

estar más atento. Estos malnacidos me tienen bien cogido, con losbrazos a la espalda poco puedo hacer para resistirme. Me están ll-evando fuera, arriba. Mira cómo sonríe el bastardo de Miuls. Ya seestá relamiendo con lo que me hará.

—¡Dejadme en paz!—Vamos a dejarte en paz, palurdo. Absolutamente en paz. ¿A que

sí, chicos?Se ríen. Malditos chacales. Están disfrutando con esto. Creo que

me he convertido en su distracción por esta noche. Y no parece quesean de los que cuidan de sus juguetes. Oh, dios, estamos llegando alcallejón. La que me espera.

—¡De rodillas!No. Si me arrodillo seré presa fácil de sus golpes.¡Buff! Ese puñetazo en el estómago me ha dejado sin aire, me

cuesta respirar. Otro en la espalda, en la nuca también. Duelen.Duelen mucho. Después de esa última tanda de puñetazos mispiernas apenas me sostienen, tiemblan como las de un viejo en su úl-tima hora.

—¡He dicho que de rodillas!Sí, de rodillas. Tras esas patadas en las corvas me tiene donde

quería, a sus pies, mendigando por conservar la vida. Al menos eso secree él. No sabe cuán equivocado está. Pero por todos los demonios,

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¡duele! Si tan sólo me concediesen un respiro, una oportunidad entregolpe y golpe para levantarme y salir corriendo…

—Encajas bien para ser tan esmirriado. ¡Más diversión paranosotros!

Sí, se lo están pasando en grande. Ese rodillazo seguro que mehabría saltado varios dientes o me habría roto la mandíbula. ¡Peroduele como si lo hubiese hecho! ¡Dios! Se me está yendo la cabeza.No puedo desmayarme, si lo hago estaré perdido. Debo aguantar,debo aguantar…

—¡Miuls! ¿Escuchaste eso?—¿Qué?—No sé, me pareció oír algo por ahí, en la esquina.¿Se han detenido? ¿Ya no me golpean? ¿De qué están hablando?

Tiempo, necesito tiempo…—Ya estás con tus tonterías, Gylam.—No, Miuls, a mí también me pareció oírlo. Una tos, o algo

parecido.—¿No nos estarán vigilando? ¿Y si es una trampa? ¡La milicia!¡Sí, la milicia! Nunca pensé que me sentiría tan feliz porque

aparecieran esos bebedores de orín de caballo. ¡Por favor, venid ya!No lo resistiré más…

—¡Bah! ¡Cobardes! De todas formas… Acabad con éste y nos lar-garemos. Ya me he cansado de él.

¿Acabar? ¿Qué vais a hacerme? ¡Bastardos!—Me toca, Vunk.—¿Con el cuchillo?—Con el cuchillo.—Pero esta vez no falles, ¿eh? ¡Ja, ja!Odio esa risa, no presagia nada bueno. Unos segundos más y

tendré fuerzas para escapar…—Mira y aprende, Gylam. Mira y aprende…

¿Hola? ¿Sigo vivo? Si me duele tanto debo estarlo, aunque ahoramismo desease que no fuera así. ¡Mi cabeza! ¡Qué náuseas! Tengo el

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estómago a punto de salírseme por la boca. Ese miserable me clavóun cuchillo en la nuca, en la base del cuello, como un matarife a unavulgar res en el matadero. Creo que el espasmo fue tan brutal queperdí el sentido. ¿Qué es esto? ¿Sangre? La boca me sabe a sangre.Tengo los labios manchados. Creo que me mordí la lengua, suertetengo de no habérmela cortado y haberme ahogado con ella. Esta veznada me hubiera salvado de morir. Mejor será que me levante y memarche cuanto antes de aquí… si es que consigo mantenerme en pie.

Estoy vivo, ¿no? ¿Qué más puedo pedir? Además el canalla de Ku-alar me cree muerto. ¡Tanto mejor! Sólo queda un cabo por atarantes de poder largarme de esta inmunda ciudad. Y en un momentodejaré resuelto ese problema.

Sí, todavía no he abierto la puerta y ya soy capaz de oler la sangredesde aquí. No creo que vaya a ser un espectáculo bonito decontemplar.

En efecto. Mira la cara, amoratada, con la mandíbula desenca-jada, los ojos entrecerrados por la hinchazón, el pómulo hundido, laceja partida… Y eso de lo que se ve. Debajo de la ropa el cuerpo debeestar hecho un poema. Menos mal que la necrofilia no forma parte deuno de mis apetitos, porque no iba a ser un plato de gusto. Con lobonita que eras, encanto, ¡y mira cómo te han dejado! Pero sólo ima-ginar que eso es lo que me hubiera ocurrido a mí…

A ver, un momento… ¡Vaya! ¡El cuello te baila hacia todos lados!¡Pues si que hundieron profundamente el cuchillo en mi cogote! Mehabrían cortado las vértebras con la estocada. Bien, ya tengo el collar,otra vez manchado de sangre. Tendré que limpiarlo bien antes depoder tentar a otra muchacha con su brillo, como hice contigo.

Pero sigo vivo y con unas cuantas monedas más en el bolsillo.Eso es lo que importa.

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Un cable suelto

Relato de ficción escrito el 18 de Octubre de 2006.

—¿Qué hay, Biff?Absorbido como estaba, analizando los datos que aparecían en la

pantalla de su portátil, no pudo menos que sorprenderse ante la ines-perada visita.

—¿Max? —se giró en la silla, sin hacer intención de levantarse.Dejó la caja abierta de pizza que tenía en las rodillas sobre un solit-ario rincón libre de la atestada mesa—. No escuché la puerta. ¿Quéhaces aquí?

—Más que nada, poner a prueba la paciencia de los técnicos de ac-ceso de la instalación.

No dudó en hacerse con otra silla y sentarse junto a su antiguocompañero. Tras un momento de silencio, continuó.

—Y… supongo que la expectación estaba pudiendo conmigo. ¿Lotienes?

Biff no contestó, sólo asintió levemente con la cabeza.—¡Lo tienes! ¿Qué es? Es… Espera —Max entornó la mirada, inse-

guro—. ¿Los sistemas de monitorización y escucha…?—Desconectados. ¿Tú te crees que soportaría estar metido en un

sitio como éste y que encima me estuvieran vigilando como si fueseun criminal? No, chicos —apuntó pasando de una mano a otra unospequeños filtros de fibra óptica—. Que trabaje con vosotros no signi-fica que trabaje para vosotros.

—Pero terminarán por darse cuenta…

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—¡Qué va! Estos inútiles son tan cuadriculados, con sus controlesy protocolos, que no me ha costado nada aprender sus secuencias derevisión —explicó divertido—. Antes de cada inspección los vuelvo acolocar y ¡listo!

—Como siempre tan confiado. Ya veríamos si no tuvieras esecerebro tuyo si te permitían que te tomases tantas libertades.

—Es posible. Pero el hecho es que esos estúpidos me necesitanmás que yo a ellos —concluyó con suficiencia—. Así que piensoaprovecharme cuanto pueda.

—Está bien, Biff, pero vamos a lo que nos interesa. ¿Has con-seguido descifrarlo?

—¿Acaso lo dudas?—Lo dudaré hasta que me demuestres lo contrario —sentenció

Maxwell.—Entonces mira esto.Biff pulsó unas cuantas teclas en su ordenador y en la pantalla

comenzaron a aparecer líneas y líneas de código en un ciclo aparente-mente sin fin.

—¿Qué demonios es todo eso?—Eso mismo pensé yo en un principio. Pero cuando le fui pil-

lando el truco, me fui dando cuenta de qué iba.—¿Y? —preguntó Maxwell con insistencia.—Bien. Si no me equivoco, creo que se trata de un monstruoso

sistema de monitorización.—¿Cómo que de monitorización? ¿Qué es lo que monitoriza?—A nosotros —respondió, encogiéndose de hombros—. Bueno, es

decir, no a nosotros concretamente, sino a todo el planeta. Resultaque no somos más que un enorme experimento.

—¿Cómo? —Maxwell no daba crédito a lo que estaba oyendo.—Lo que te digo. La Tierra no es más que una gran probeta de en-

sayo, con un gigantesco ordenador supervisando y recogiendo todocuanto ocurre en su interior.

—Debes estar de broma…

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—Pues espera a escuchar esto —declaró Biff con ligereza—. El ex-perimentó salió mal.

—Por favor, explícate.—Según he podido imaginar, y ya es mucho decir, este ensayo de-

bería haber concluido hace millones de años, antes de que los dino-saurios dominaran la Tierra. Por supuesto, mucho antes de la apari-ción del hombre.

»No deberíamos haber existido, Max —anunció, por primera vezadvirtiéndose un tono de gravedad en su voz—. Ni nosotros ni ningúnotro animal de nuestra historia. Sólo aquellos primeros protoseresdebieran haber sido sometidos al estudio de aquellos que ingeniarontoda esta maquinaria.

—Me da pánico, pero creo que estás hablando en serio, Biff.—Muy en serio.—Entonces —Maxwell fue tirando del hilo de sus enmarañados

pensamientos—, ¿por qué seguimos aquí?—Porque algo falló.—¿Y eso lo has averiguado mirando esas columnas de datos?

—señaló con el dedo la pantalla del portátil, que aún no había dejadode mostrar ininteligibles líneas de código.

Biff giró la silla y por primera vez encaró a su amigo.—¿Sabes en qué consiste el código binario?—Pues… en que puede tener dos estados, uno o cero, encendido o

apagado, pasa o no pasa corriente.—Algo así —aceptó—. Y ya has visto de lo que son capaces

nuestras maquinitas con tan sólo dos de esos estados que mencionas,¿no?

—Ajá.—Pues para que entiendas cómo va esto, piensa un momento en

este ejemplo. Imagina que desde cero a cinco voltios es un estado. Decinco a diez otro distinto. De diez a quince otro. De veinte a veinti-cinco. De veinticinco a treinta…

—¿Y así hasta cuándo?—¿Acaso hay un límite? —contestó con una sonrisa.

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—Dios santo… —Max no salía de su asombro.—No te preocupes, sí hay un límite. Como te decía antes, al con-

trario que en nuestras máquinas que interaccionan en un medio inor-gánico, éste es orgánico. Y una membrana, por evolucionada que es-té, no es capaz de soportar una corriente de intensidad infinita recor-riendo sus tejidos sin ser destruida.

—¿Entonces cuál es el límite?—No lo sé. Aún no he sido capaz de encontrarlo.Maxwell resopló, superado por la magnitud de todo aquello.—¿Y me dices que todo el sistema está programado así? ¿Cómo

has podido entender algo?—Bueno, no he dicho que todo el sistema esté programado de este

modo —confesó Biff, echando mano a una de las pocas porciones depizza que permanecían intactas—. Al parecer, existe una serie de ter-minadores encargados de llevar a cabo tareas más sencillas y rutin-arias, que no precisan de un entorno tan complejo para cumplir consu función. Sólo utilizan cuatro estados.

Max lanzó un silbido.—Siguen siendo números muy altos, Biff. ¿Cómo lo has hecho?—¿Sabes la cantidad de potentes y caros ordenadores que hay en

el mundo, en oficinas y hogares, con sistemas operativos despro-tegidos ante intrusiones, que sólo se utilizan para escribir textos,correos y navegar por Internet? Es una verdadera pena que no se em-pleen para fines más elevados.

El asombro que expresó la cara de Maxwell alimentó el insaciableego de su rebelde compañero.

—Sí, he programado un pequeño virus que me ha permitido inter-conectarlos a todos. Bueno, no a todos, pero sí a varios millones, yutilizarlos para descifrar el lenguaje de estos terminadores.

—Estás loco.—Gracias.—¿Y aún así fueron suficientes?—Ni de lejos.—¿Entonces?

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—Llámalo pericia, instinto, suerte o intuición femenina. LlámaloX. El caso es que lo he conseguido.

—Pues no sé a qué esperas para contármelo.—Bien —Biff hizo una de sus dramáticas pausas, como siempre

que se disponía a revelar algo importante—. Incluso mirándolo muypor encima resulta tremendamente complejo para mí, pero te lo ex-plicaré de una forma más fácil de entender: ¿qué es lo primero quedebe hacerse cuando das al botón de encendido de tu ordenador yéste no hace nada?

Max no necesitó pensárselo mucho.—Pues comprobar que esté enchufado.Al escuchar aquella esperada respuesta, Biff se tumbó en la silla y

cruzó los brazos frente al pecho, esbozando una enigmática sonrisacargada de presuntuosa superioridad.

—¡No! ¡No me irás a decir que este superavanzado sistema extra-terrestre ha fallado por culpa de un cable suelto!

—Para que te fíes de la tecnología… aunque sea alienígena.—Increíble…—Ahora bien —interrumpió Biff, volviendo a enderezarse en la

silla y reclamando la atención del otro—. Si estuviese en tu manopoder volver a cerrar el circuito, para que finalizase el experimento ypurgar así la probeta contaminada de una vez por todas, antes de queel virus afectase a otros ecosistemas limpios y controlados, ¿tú quéharías?

En esta ocasión, Maxwell se lo pensó mejor y tardó más tiempo encontestar. Cuando lo hizo, su voz sonó grave, casi solemne, aunqueapenas fue un susurro.

—Lo cerraría.—Menos mal, creía que de verdad se había extinguido la vida in-

teligente en este planeta.—¿Lo vas a hacer?—Ya lo he hecho —afirmó sin más—, poco antes de que entraras

por la puerta. Supongo que todavía quedarán unos cuantos minutos.—Y mientras tanto…

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—Coge un trozo de pizza. Aún está caliente.29/154

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Pureza

Relato de ficción ambientado en el universo de Warhammer 40.000, escrito el 18de Abril de 2007.

—Señor, no contestan.Mientras el grueso de la flota imperial liberaba planetas apresad-

os bajo el herético puño del Caos en la Cruzada particular del Señorde la Guerra Macaroth, el Gloria Aeterna había sido destinado acumplir labores de inspección lejos de la línea del frente. Labores queya llevaba ejerciendo desde hacía más de doscientos años. Osgothor,el almirante del Gloria Aeterna, más máquina que hombre y enter-rado en el corazón metálico del navío, asumía con calmada ira estaafrenta en su mente mecánica, pero nunca profería queja en contrade este mandato.

Era la Palabra del Emperador.Se trataba de otra figura la que daba las órdenes en el puente, in-

vestido con una divina autoridad que no dejaba lugar a réplica en elinterior del monstruo de acero. Paseaba de una pantalla a otra con elorgullo nacido de la incorruptible certeza de cumplir con su deber yde estar en posesión de toda la verdad. Estaba acostumbrado a quesu voluntad fuera obedecida al instante y las miradas de los hombresse humillaran ante él. No podía ser de otro modo, Kyllom Hanpertenecía al Ordo Xenos, en calidad de Alto Inquisidor.

Había bastado su deseo para que el Gloria Aeterna no estuvieraen aquellos instantes batallando a las órdenes de Macaroth y, en

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cambio, se hallara en el otro confín del universo conocido realizandopacíficas tareas de exploración.

Aquella marca tan lejana llevaba varios cientos de años libre de lahedionda presencia del Caos, pero blandir dicha afirmación como de-fensa para descuidar las responsabilidades suponía una presunciónque comprometía la propia seguridad del Imperio. Nada ni nadiepermanecía a salvo de la corrupción eternamente.

El próximo objetivo en su trayecto era Rigas, un mundo apartadocuya colonización había resultado improductiva y se había abandon-ado. En cambio, una pequeña comisión del Adeptus Mecánicus, encontra de todas las recomendaciones y forzando al límite los nivelesde confianza, decidió tomar tierra y construir un asentamiento per-manente de observación.

El caudal de comunicaciones se habían mantenido de forma con-stante, o al menos así había sucedido hasta que cerca de setenta añosatrás se habían interrumpido definitivamente, sin previo aviso ni ad-vertencia. El Adeptus Mecánicus, con su hermetismo habitual, nohabía informado de este misterioso silencio hasta fecha reciente.

Había sido éste uno de los motivos que había impulsado al in-quisidor a tomar cartas en el asunto e investigar el caso en persona.Además, Rigas sólo se hallaba a catorce meses de distancia de la ór-bita establecida por el Gloria Aeterna en el momento en el que dis-puso de esta información.

Ahora ya habían alcanzado su objetivo y, tal como había anun-ciado el Adeptus, no conseguían establecer comunicación con la baseen Rigas.

—¿Señor?Kyllom Han se mantenía encerrado en sus pensamientos, valor-

ando la situación y determinando el curso a seguir. Los oscuros ro-pajes con los que se envolvía dotaban a su figura de una cualidadtenebrosa, aunque eran los remaches que lo identificaban como in-quisidor quienes infundían verdadero pavor a los miembros de latripulación. Nadie le dirigía la palabra si no era estrictamente

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necesario. Hablar de más podía resultar fatal; hablar de menos…podía ser incluso peor.

El oficial de transmisiones no sabía cómo actuar. No quería con-tinuar insistiendo, pero necesitaba una respuesta. La fortuna quisoque no dependiera de él tomar aquella decisión.

—¿La señal continúa activa? —el inquisidor rompió finalmente sumutismo.

La extraña señal era la segunda de sus inquietudes.Desde que el navío estacionara su órbita alrededor de Rigas, los

instrumentos de a bordo recibían lecturas de una emisión que nohabían sido capaces de identificar, mucho menos interpretar. El ori-gen estaba bajo la superficie del planeta, muy cerca del emplazami-ento de la base del Adeptus Mecánicus. Demasiado próximo paratratarse de una mera casualidad.

—Sí, señor —comunicó el oficial—. No se ha detenido en ningúnmomento.

—¿El Crípticum ha obtenido algo?—Hasta el momento nada, señor.Que el Crípticum hubiera sido incapaz de obtener ninguna con-

cordancia en las trazas sólo podía significar una cosa: xenos. Parecíaque, después de todo, estaba justificada su presencia en aquel lugar.

—Que preparen una unidad de incursión —ordenó Han—. Vamosa bajar.

El despliegue de la Guardia Imperial se había ejecutado con admir-able precisión. Tras perforar el portón de acceso al complejo, lossoldados habían ido asegurando las diferentes vías y cámaras hastarecorrerlo por completo. Nada. El lugar estaba desierto. Nopresentaba síntomas de haber sido ocupado en mucho tiempo.

Que tampoco encontraran los cadáveres de los tecnosacerdotesdel Adeptus a cargo de la instalación resultaba aún más inquietante.

Cumplidos los protocolos habituales de desembarco, Kyllom Hanpenetró en el complejo.

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Una vez dentro, sus ojos grises examinaron minuciosamente lasplanchas de metal y engranajes mecánicos que recorrían los angostosy fríos pasajes mal iluminados de la construcción. En lugar de polvoera herrumbre lo que arañaban sus botas al caminar, acompañandosus decididos pasos de estridentes chirridos que resonaban en aquel-las cámaras como los grotescos gemidos de las almas condenadas. Seadvertían rodadas en el piso, profundos surcos que recorrían la total-idad del complejo, dando muestra de la actividad que antaño allí sehabía generado. Al inquisidor no le costaba demasiado imaginar losengendros tecnológicos del Adeptus que habían producido aquelloscarriles, monstruosidades mecánicas adoradoras del Dios Máquinacuya existencia misma rozaba la blasfemia.

Observaba todo con la curiosidad propia de alguien acostum-brado a buscar la huella de la herejía xenos en el menor de los de-talles, siempre reptando al límite de la percepción y sumergida entrelos más inocuos instrumentos. Había visitado en otras ocasionescentros del Adeptus, con sus inmensos generadores provistos derelés, los fogonazos brillando intermitentes en sus oscuros glifos y lostecnosacerdotes salmodiando sus secretas invocaciones aderezadascon zumbidos y chasquidos. En ellos todo era movimiento, dinam-ismo, presteza. La apatía que dominaba aquellas cámaras revestidasde metal hablaba del desastre que allí había ocurrido. No eran laspruebas las que lo evidenciaban, sino la falta de ellas.

—Oficial —requirió la atención de uno de los tripulantes del Glor-ia Aeterna que habían desembarcado con él. Se trataba del soldadode primera Coens, que portaba un enorme artefacto a la espalda delque brotaban numerosos cables que se hundían en su carne—. ¿Estárecibiendo la señal?

—Con nitidez. —Al instante advirtió su falta de respeto al dirigirsede aquel modo, por lo que rectificó de inmediato y rogó porque nofuera la última que cometiera en su vida—. S-sí, señor. La recibo.

El inquisidor no dio muestras de haber advertido el error del ofi-cial, abstraído en desenredar el enmarañado hilo de suspensamientos.

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—¿Puede rastrearla? —preguntó Han.—Sí, señor.—Indique la dirección.El oficial consultó en la pequeña lente que tenía implantada

quirúrgicamente frente a su ojo izquierdo y que estaba conectada alrastreador de su espalda.

—La señal procede de tres punto quince grados, inclinación…El soldado de primera Coens detuvo su diagnóstico al percibir la

extraña mirada que le dirigía el inquisidor. Para su desgracia, notardó en comprender el motivo. Sus ojos trasladaron al mundo real lalectura que segundos antes comunicaba y no le gustó lo que obser-varon. Pero, ¿le quedaba alternativa?

—Ahora mismo, señor. —Comprobó que llevaba su arma en lafunda del uniforme y entonó para sí plegarias al Emperador—. Poraquel túnel.

Si al principio el rastro los condujo por los corredores tenuementeiluminados previamente registrados por la Guardia Imperial, prontolos abandonaron para adentrarse por galerías burdamente acondi-cionadas carentes de luz. El oficial había activado los reflectores queformaban parte de su equipo y caminaba asustado con la pistola afer-rada a su mano, lanzando apresuradas miradas a su biopantalla fos-forescente para no perder la pista.

Por su parte, Kyllom Han mostraba una calma tan plena que cu-alquiera hubiera pensado que estaba caminando por el puente demando del Gloria Aeterna en lugar de por aquellas galerías olvidadasde la sagrada mano del Emperador. El bólter permanecía guardadoen la funda a su costado, y en las manos sólo portaba una pequeñalámpara con la que iba iluminando su entorno más inmediato.

Ambos permanecían en silencio; uno porque no se atrevía a hab-lar y el otro porque no tenía nada que decir. El inquisidor se limitabaa seguir al oficial, confiado en que le condujera de manera correcta,afianzado en las lecturas de su rastreador portátil. Nada le hacía

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sospechar que no fuera así, pues algo en su cerebro le decía que ibanpor buen camino.

Así se lo confirmó el discontinuo resplandor que se filtraba por lasjunturas de un acceso que había quedado cegado por la basura acu-mulada en la forma de todo tipo de artilugios y cacharros mecánicos.

—S-señor…—La intermitencia de la luz coincide con la de la señal —adivinó el

inquisidor.—Sí, señor —confirmó Coens visiblemente más asustado, así

como lo atestiguaba su mano temblorosa.—Libere el portón. Vamos a entrar.El oficial tuvo mucho cuidado a la hora de cumplir las órdenes,

pues entre los artefactos apilados yacían también oxidados punzonesy láminas de metal tiznadas de orín afiladas como cuchillas. Creyódistinguir que uno de los mecanismos articulados que había apartadoa un lado y que estaba dotado de estos peligrosos complementospodía asemejarse a un nefasto brazo, pero en favor de su propiacordura, su mente lo negó y olvidó de inmediato.

—Libre, señor —indicó el oficial una vez hubo concluido su labor.—¿Y la compuerta? ¿A qué espera para abrirla?—¡Sí, señor! ¡A sus órdenes, señor!El soldado de primera Coens no podía ver más negro su futuro, si

no era por lo que le pudiera estar esperando al otro lado de aquelportón, sería por las consecuencias de su próximo —y quizá— últimoerror.

La manija estaba atascada, pero no lo suficiente como para que nofuera capaz de girarla. Con un chasquido, seguido del lamento de losgoznes al ser forzados a doblegarse tras tantos años de inactividad, elportón concedió abrirse hacia dentro. Una cegadora luz invadió laestancia.

Han, prevenido, había entornado los párpados antes de la aper-tura, preparado para hacer frente a cualquier eventualidad quepudiese surgir. Dejando atrás al deslumbrado oficial, no esperó paracruzar el acceso e investigar lo que se escondía al otro lado.

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Para su asombro, no era metal ni roca lo que recubría las paredesdel túnel. Era cristal. Y aunque su naturaleza resultaba de lo más het-erogénea en formas y tonalidades, todos latían con el mismo pulso vi-tal. Si aquellas formaciones no eran la fuente de la extraña señal, almenos sí se encargaban de propagarla.

—¿Qué demonios es este lugar, señor?Coens había procedido a seguirlo al interior en cuanto la ceguera

pasó y se percató de la ausencia del inquisidor.—No lo sé…Sin mirar atrás, Han continuó su avance, aún insatisfecha su curi-

osidad. Aquel portón daba a entender que alguien más conocía la ex-istencia de aquel lugar y todavía no habían hallado los cuerpos de lostecnosacerdotes del Adeptus Mecánicus.

No tuvo que esperar mucho antes de que sus preguntas comen-zarán a ser contestadas.

—Por el Trono de Terra…—No blasfemes —censuró el inquisidor.—Perdón, señor, pero esto es…—Sí.Atrapados en el cristal, se alineaban en lo alto de una pared los

presuntos cadáveres de los tecnosacerdotes desaparecidos. Cadáveresera mucho decir, pues de los cuerpos sólo habían sobrevivido a ladescomposición el cráneo, aún cubierto en algunos casos por jironesde carne, y la columna vertebral, como si de grotescos renacuajos dis-ecados y expuestos en una vitrina se tratara.

Sin embargo, lo más repulsivo fue contemplar como el único ojoque conservaba uno de los cráneos giraba en la cuenca paraobservarles.

—¡Están vivos! —exclamó aterrado el oficial mientras retrocedía ybuscaba instintivamente protegerse las espaldas contra la pared op-uesta—. ¡Todavía están vivos!

—Cálmese. Permanezca en el sitio —exhortó el inquisidor sin al-terarse, pero imprimiendo un tono autoritario en su voz.

—¡Me está mirando!

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—Oficial, no retroceda más, quédese quieto. No toque el cristal.—¡Pero me está mirando! —chilló Coens fuera de sí—. ¡Todos me

están mirando!—¡Soldado de primera Coens! —gritó ahora Han, alarmado—. ¡No

se mueva!El oficial era presa del pánico y no atendía a razones. Siguió recu-

lando hasta chocar contra la pared cristalina, pero no fue hasta queapoyó la mano desnuda en su superficie que empezó a aullar comoun animal, con los ojos tratando de escapar de sus órbitas. La sangrebrotó de sus ojos, oídos y boca, pero lo que le mató fue la bala que lereventó la cabeza tras meterse el cañón de su arma en la boca y ap-retar el gatillo. Todo sucedió tan rápido que Han no tuvo posibilidadde reaccionar.

Aquel pobre infeliz había resultado un blanco tremendamente fá-cil para los poderes psiónicos que subyacían en aquel entramado decristal. Ni estaba preparado y poseía escudos mentales que lo pro-tegieran de aquella brutal descarga. Su cerebro estaba ya destrozadoantes de que el disparo lo esparciera por la cámara.

Rezó una rápida oración y confió en que sus propios escudospudieran resistir y defenderle. Tocó la pared.

Una sacudida recorrió su médula espinal tan fuerte que le hizochasquear los dientes, mientras sentía arder el cerebro dentro delcráneo. La tortura que experimentó fue tan agónica que por un in-stante la idea de empuñar su bólter e imitar el gesto del oficial resultóhasta atractiva. No obstante, las barreras que su mente había forjadodesde que ingresara en la Ordo Xenos y después en la Inquisición secombaron y temblaron, pero resistieron el empuje inicial de la in-trusión alienígena.

Superado este punto, el dolor se volvió tolerable y poco a poco fuerecuperando el control de sus habilidades motrices. Cuando creyóhaberse recobrado por completo, unas pequeñas luces comenzaron abailar ante sus ojos, poniendo en duda su precipitado juicio. Todocobró sentido cuando estos destellos dibujaron signos inteligibles enel aire. Palabras.

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Sed bienvenido, hermano.Por el modo en que giraba el ojo en el cráneo del tecnosacerdote,

supo quién le hablaba.—¿Adeptus Mecánicus? —tanteó el inquisidor.El Adeptus pertenece al pasado. Nosotros somos el futuro.—¿Vosotros? ¿Todos continuáis con vida?Sí, todos.Una vez establecida la comunicación, Han prosiguió como si de

cualquiera otra investigación se tratara. Pertenecía a la Ordo Xenos,no se acobardaría por una simple manifestación alienígena.

—¿Esta sustancia cristalina os proporciona soporte vital?Sí.—¿Qué os llevó a esta situación?Desear trascender los límites de la humanidad y de la máquina.—Buena respuesta, aunque era otro el motivo de mi pregunta

—apuntó con calma—. Me refería a qué provocó que os halléis ahoraen este estado. ¿Qué ocurrió?

Las luces danzaron nuevamente ante sus ojos y transmitieron sumensaje.

Como tecnosacerdotes del Adeptus Mecánicus, manifestábamosnuestro culto al Dios Máquina forjando nuestros cuerpos a su se-mejanza en busca de una perfecta síntesis que nos elevara sobre loshombres.

Pero no era suficiente. Nuestros ojos y nuestras mentes se abri-eron a esta verdad cuando descubrimos lo patéticamente absurdode nuestras presunciones preliminares. Ni la carne ni el metal nospermitirían alcanzar un estadio superior.

—¿El cristal?Sí, mas no simple cristal.En una de las excavaciones para la extracción de mineral, los in-

strumentos hallaron una materia que no fueron capaces de identifi-car y que, además, radiaba desconocidas trazas en los aparatos decomunicaciones.

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De inmediato, este descubrimiento se convirtió en nuestraprimera prioridad y todos nuestros esfuerzos se volcaron en él,hasta que localizamos este reducto.

Aún ahora ignoramos qué antigua civilización pudo desarrollaruna tecnología tan fabulosa.

—¿Fabulosa? —dudó Han—. Si no me equivoco, mantener convida cuerpos desmembrados y prácticamente deshechos forma partede las proezas del Adeptus Mecánicus.

No dejéis que vuestros ojos os engañen. Ésta no es más que unaetapa intermedia en nuestra absoluta ascensión. El momento en queprescindiremos de la lacra de nuestros cuerpos está próximo.

—¿Como la crisálida de una mariposa? —dijo para sí el inquisidor,pensativo—. Aunque sigo sin saber en qué consiste vuestra absolutaascensión, qué la hace tan gloriosa.

Imaginad una existencia sin limitaciones físicas, una realidadsin taras en favor del intelecto, sin necesidades, sin dolor.

Recorrer el universo a la velocidad del pensamiento supondrásólo el comienzo. Abarcarlo por completo y aprehender todos sussecretos, la meta final.

No habrá lugar para la fe ni para las creencias. Sólo el conoci-miento puro tendrá cabida.

Ninguna pregunta quedará sin respuesta.—Comprendo…Sin más, se dio la vuelta y se encaminó al exterior de la cámara de

cristales, con los ojos cerrados. No supo si el tecnosacerdote preser-vado intentó transmitirle algún otro mensaje.

Nada le impidió abandonar el lugar.

A lo largo del trayecto de regreso al complejo del Adeptus, y despuéshasta el Gloria Aeterna, Kyllom Han no alzó la mirada del suelo. Per-manecía encerrado en su voluntario autismo, reflexionando. Sin em-bargo, una vez alcanzó el puente de mando del navío de guerra sumeditabunda actitud tornó en firme determinación.

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—Oficial de comunicaciones —reclamó—. Abra una línea directacon el almirante Osgothor. Ahora.

—Sí, señor. En seguida, señor.La orden no tardó en ser cumplida a pesar de lo insólito de su nat-

uraleza. El almirante nunca era molestado, excepto en las situacionesmás críticas.

—Al habla Osgothor —vibró en los altoparlantes el timbre elec-trónico del almirante.

—Almirante Osgothor, al habla Kyllom Han, Alto Inquisidor delOrdo Xenos —se identificó con voz neutra.

—Alto Inquisidor Han. Prioridad Prima. Queda registrado.Informe.

—Evoco Exterminatus sobre Rigas.Todos los tripulante presentes en el puente aguantaron la respir-

ación al escuchar aquella petición, pero se guardaron mucho demanifestar su aprensión.

—La evocación de Exterminatus requiere confirmación, Alto In-quisidor Han —demandó Osgothor.

—Evoco Exterminatus sobre Rigas, confirmo —reiteró su apo-calíptica exigencia sin parpadear. Para sus adentros añadió ya.

—Exterminatus sobre el planeta Rigas confirmado —anunciaronlos altoparlantes—. La ejecución se hará efectiva tan pronto como losprotocolos de disparo sean aprobados. En tres. Dos. Uno.

El Gloria Aeterna se convulsionó con violencia. Gigantescosproyectiles envueltos en fuego y humo brotaron letales de las faucesabiertas de las hileras de cañoneras esculpidas con la forma detemibles gárgolas que se alineaban en los flancos de la nave.

Han, en pie a pesar de las sacudidas, no perdió de vista en ningúninstante el recorrido que trazaron los obuses en su trayectoria haciael planeta. Tampoco cuando éstos hicieron impacto, desencadenandouna vorágine de llamas que no se detuvo hasta consumir el mismocorazón de Rigas. Sus sonrisas burlonas rugían ahora con la ira delEmperador.

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No todas las preguntas debían ser contestadas, ni todos lossecretos revelados.

El dolor era imprescindible para hacer cumplir Su Palabra.

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Las manos ociosas

Relato de terror escrito el 10 de Mayo de 2007.

Todos los días acudo sin falta a la estación de La Arboleda. Así lollevo haciendo… ¿desde cuándo? ¿Quince años? No lo sé. Creo quedesde la última vez que cambié de trabajo.

Allí, detenido como siempre, el tranvía me espera con sus puertasabiertas. Sorteo con cuidado los cuerpos apiñados que me rodean yentro en el vagón, atento a salvar el pequeño espacio que lo distanciadel andén. No me gustaría dar un mal paso y romperme una pierna.

Una vez dentro, echo un vistazo a mi alrededor. La mayoría de losasientos de plástico azul están ocupados, pero no tardo en encontrarel que uso habitualmente, junto a la ventana. Está libre. Otro asuntoes alcanzarlo, dado el caos esparcido allí dentro. Un par de titubeosy… ¡listo! Sentado. Lo más difícil ya está hecho. Y sin pisar a nadie.

Odio tropezar. Ya cuando era pequeño detestaba ser objeto deaquellas miradas acusadoras. Te distraías, con la mente perdida encosas de niños, cuando de repente la máquina daba un violentofrenazo y salías despedido, chocando y rebotando dolorosamentecontra alguien. ¿De qué eras culpable? ¿De ser tan pequeño y no al-canzar a agarrarte con las manos a la barra estratégicamente fijada altecho? Pues no, hacían aquel molesto sonido con los labios, esechasquido de desaprobación, y te observaban de arriba a abajo comosi te estuvieran juzgando. Siempre eras culpable, y no había lugar arecursos ni apelaciones.

Al menos ahora eso ya no me pasa.

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Me distraigo observando a través de la ventana. Está sucia, pero elpaisaje que se esconde detrás de la porquería no me descubre nadanuevo. Es lo mismo que veo cada mañana. Nada cambia. Sería capazde describirlo de memoria, de veras. Pero no me importa. Es agrad-able no encontrarse con sobresaltos, tener todo controlado y no to-parse con desagradables sorpresas.

El titular del periódico tirado en el suelo tampoco me dice nadaque no sepa. Además, está pisoteado, manchado. Ni se me ocurreagacharme a cogerlo. Prefiero pensar, abstraerme de todo y todos,volar con la mente lejos de aquí, encontrar soluciones a mis prob-lemas y hallar problemas nuevos con los que entretenerme. Dicenque las manos ociosas son instrumentos del diablo. Imagina lo quepodría hacer ese pérfido granuja con un cerebro desempleado.

Sin embargo, hay algo a lo que nunca me habituaré.Podré hacer lo mismo y venir aquí día tras día durante los años

que sean, pero jamás me acostumbraré a este silencio. Ni siquiera elsilbido del ocasional viento que se cuela por las ventanas rotas mesirve de alivio. Hace aletear las esquinas de papel, pero no es capazde arrancar las hojas y hacerlas volar. La sangre, ahora seca y oscura,las dejó ancladas para siempre. Ni siquiera se advierte el febril movi-miento de los insectos que deberían estar alimentándose de loscadáveres. No entiendo por qué, pero los parásitos no han queridoacudir a esta cita. Y los cuerpos de los viajeros, aunque desangrados ymarchitos, no se descomponen. No se pudrirán nunca. Sus huesos nollegarán a quedar esparcidos por el suelo del vagón, pues la piel, secay apergaminada tras perder todo rastro de humedad, casi como elcuero, se estira sobre músculos y tendones, fijando la postura ymanteniendo el cuerpo unido. Mi rubia compañera de asiento per-manecerá con las piernas cruzadas y la cabeza caída a un lado. El tra-jeado de enfrente seguirá recostado contra el respaldo, olvidado elmaletín a sus pies. ¿Y aquella otra mujer del vestido rojo, abrazada albolso que reposa sobre su regazo como si la vida le fuera en ello? Quépatéticos resultan.

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Aunque pensándolo bien, al menos los que continúan en sus sitiosconservan cierto aire de dignidad.

Mira el resto, que triste, apilados y amontonados sobre el pisocomo si de ganado sacrificado se tratara. Tirados de cualquier man-era, sin orden ni concierto, tal cual quedaron al caer cuando lamuerte les sobrevino. Amorfo laberinto de cuerpos desecados que metoca sortear cada mañana al subir y bajar del vagón. Espero un día notropezar y romperme la cabeza aquí dentro. Tampoco en la vía, conlos demás. Odiaría que mi cadáver yaciera junto a estos despojos.Merezco algo mejor.

Pero continuaré viniendo cada mañana. La mortecina luz delnuevo día me encontrará recorriendo el fastidioso trayecto hasta esteinerte tranvía, que nunca me cerrará sus puertas.

No hay que perder las buenas costumbres.

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Un gato en casa

Relato de terror escrito el 10 de Junio de 2007.

Hace un año adopté un gato.Es la típica historia: chico joven y soltero, sin pareja y entregado a

su trabajo, que encuentra cada día a su regreso la casa vacía y decideponerle remedio por la vía más rápida y sencilla. Adoptando unamascota.

En realidad no estaba planeado. El sentimiento existía, pero nome había calado tan hondo como para plantearme el asunto concierta urgencia. Ocurrió de forma inesperada.

Una llamada, de camino al trabajo, apenas advertida bajo el mo-lesto traqueteo del tren. Al otro lado del teléfono un antiguo com-pañero, después de saludarme, me informaba que su gata acababa deparir una camada de cinco ratillas. A todos se los veía sanos,mimosos y juguetones, y sin contar al pequeñín con el que pensabaquedarse, todos habían encontrado un nuevo hogar. Salvo uno. Unagatita carey de ojazos verdes y oscuro pelaje esperaba encontrar al-guien que la acogiera. En el peor de los casos él estaba dispuesto aquedársela. Lástima que su mujer —a quien no tenía el gusto deconocer— no pensase lo mismo.

De ahí que se hubiese acordado de mí, de las muchas conversa-ciones sobre gatos que habíamos compartido entre copa y copatiempo atrás a la salida de la oficina.

No recuerdo por qué, qué me impulsó a hacerlo, pero dije que sí.No me arrepentí.

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La pequeña, Tari, fue un encanto desde que llegó. Reconozco queme obligó a adecentar un poco la casa y que me forzó a recuperar unaparte de mi más que olvidada disciplina. Sin ningún tipo de enfer-medad o problema de salud que la aquejase, el día a día se convirtióen una senda de reconocimiento mutuo, en la cual cada uno debíaaprender a respetar las peculiaridades del otro. Qué decir tiene queyo lo tuve mucho más fácil que ella.

Al principio todo te asusta. Corretea de un lado para otro sin or-den ni concierto, salta y asalta todas tus estanterías, trepa hasta latelevisión y juguetea con la tela de los altavoces del equipo de música.Y debes aceptar que, si le apetece, puede tener toda una vida noc-turna a la que tú no perteneces; salvo cuando el campo de juego esco-gido lo forman tu propio colchón, las sábanas y la manta.

Sin embargo, no tardó en adaptarse a mi ritmo de vida.Ahora cuando marcha a la cama se hace un ovillo a mis pies,

buscando la postura idónea mientras yo leo, para dormir plácida-mente en cuanto apago la luz. Pero lo más curioso es que satisfacesus necesidades higiénicas justo antes de que suene el despertador.No sé cómo lo hará. Diez minutos antes de que la maldita bocina in-terrumpa mi sueño, Tari, con su natural elegancia, da un brincodesde la cama al suelo y acude al baño en su visita matutina a laarena. Luego vuelve a subirse de un salto a la altura de la almohada y,ronroneando, se frota contra mí para darme los buenos días.

La perfecta compañera de piso; nunca ocupa el aseo cuando tú lonecesitas con urgencia.

Pero algo ocurre esta noche.Aún no ha amanecido. La luz mortecina de las farolas de la calle

apenas alcanza a iluminar los contornos de mi dormitorio. Una débilpenumbra me rodea. No me atrevo a moverme. Siento los músculosde las piernas rígidos, doloridos. La boca seca. Me pitan los oídosmientras una desagradable aprensión se ha adueñado de mi es-tómago de una forma tan brutal que no me permite ni vomitar.

Oigo a Tari. Está en el salón, encerrada. Ayer se portó mal y lacastigué impidiéndole dormir conmigo. Está maullando como loca.

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Jamás escuché semejantes alaridos. Se está desgañitando hasta laextenuación.

Algo acaba de saltar a la cama, a mi espalda.Y se está acercando.

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Ashirya. La Llegada

Primer capítulo de la serie Ashirya. Relato de ciencia-ficción escrito el 8 de Agostode 2009.

Y el momento llegó.Atrás habían quedado ya el pánico generalizado ante la llegada

del primer monstruoso monolito, los suicidios en masa y los ataquesnucleares preventivos. El ejemplo ofrecido al mundo por el fanat-ismo, tanto religioso como bélico, de Irán y Corea del Norte habíabastado para apaciguar los ánimos de las grandes superpotencias.Sendos cráteres humeantes donde antaño se erigían estas naciones sepodían apreciar en las imágenes concedidas por los satélites en órbitaalrededor de la Tierra. ¿La aniquilación de millones de seres hu-manos a consecuencia de las decisiones de unos pocos depravadospodía justificarse como un acto en defensa propia?

Espectacular había resultado el crecimiento de una insólitaciudad alrededor de la zona de aterrizaje del monolito, en las ardi-entes arenas del desierto subsahariano. Una ciudad habitada porhombres blancos sudorosos y con la piel quemada por el sol,abastecida por enormes camiones y aviones cisterna que per-manecían el tiempo justo para descargar su contenido antes de volvera marcharse a por más agua y combustible. Muchos eran los supues-tos eruditos que especulaban sobre la elección de aquel inhóspito pa-raje, algunos aduciendo causas sociales, otros económicas o me-dioambientales, y por supuesto había incluso quienes defendían susintereses religiosos. La proclama de África como cuna de la

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Humanidad era vitoreada por los auténticos habitantes nativos deaquellas tierras, aunque siempre estaban los que no estaban dispues-tos a perder la oportunidad de postular la idea de que quizá Áfricatambién se convirtiera en su tumba.

El Vaticano aún no se había pronunciado, aunque se habíamostrado hábil al afirmar que no podía ser si no la mano de Dios laque decidiera poner fin a los combates y trajera la Paz, con mayús-cula, a la Tierra; aunque nada mencionara al respecto de los métodosempleados. Pues allá donde había declarada una guerra, un conflictoarmado o un señor de la milicia reivindicara su autoridad a golpe degatillo, allá, una súbita explosión ponía punto y final a la contienda.Qué hermosas todas aquellas multitudinarias manifestaciones dehippies y pacifistas repartidas por todo el globo, que reían y bailaban,gritando a los cielos el nacimiento de La Nueva Era, cuando los másescépticos se estremecían ante la idea de que, quizá, con tales actosejemplares, Ellos sólo buscaran acaparar toda la atención humana.

Y así, con un mundo obligado a mantener la paz con las cadenasdel miedo, las superpotencias sólo podían limitarse a discutir. Las su-perpotencias y el resto de naciones, pues nadie quería permanecerajeno a este espectáculo. Ya fueran miembros del G-8, la ONU, laOTAN, la UE, o de la misma OPEP, todos querían su trozo del pastel.No participar en el mayor acontecimiento de la historia sería peorque desaparecer. Países como Francia, Bélgica y España, histórica-mente enzarzados en disputas políticas y territoriales, hacían frentecomún y trataban de hacer valer la opción de sus intereses coloniales,pero sus alegaciones y vehementes defensas eran tan abiertamenteignoradas como las de las propias naciones africanas directamenteafectadas por el suceso. Y las discusiones tematizaban sobre los as-pectos más variados, desde el posible impacto socio-económico de lallegada de una raza extraterrestre a la Tierra y sus posibles con-secuencias a una escala mundial, hasta zanjar el problema de losderechos televisivos de las cadenas estatales y las retransmisionespiratas que se estaban difundiendo por Internet que no revertían in-gresos líquidos controlables. Quien quisiera ver la nave gratis, que

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viajara a África, se peleara en las fronteras y aduanas y se hiciera conun potente (y caro) equipo telescópico, pues el anillo de impersonalesedificios prefabricados de varias decenas de kilómetros de radio queprotegía el monolito, así como el ciclópeo aeropuerto colindante,continuaban expandiéndose día a día a través del desierto.

Todos los dirigentes de estado habían acudido con total urgencia(pero sólo una vez que había quedado demostrado un elevado índicede relativa seguridad) a hacerse la protocolaria foto frente almonolito, en parejas, grupos o individualmente, pero pronto cadauno de ellos regresó a su país de origen una vez satisfechas las exi-gencias electorales, dejando atrás técnicos, científicos, y lo que es pe-or, ministros y burócratas a cargo del proyecto que se limitaban asonreír a las cámaras y leer las palabras ajenas a su corta compren-sión que les iban dictando desde los monitores de cristal líquido. Setrataba de marionetas muy bien adoctrinadas que ejecutaban su sen-cilla labor con un más admisible que impecable margen de error decara a los siempre próximos comicios.

Como buitres atraídos por la carnaza fácil, florecieron todo tipode franquicias y comercios en torno a la inconmensurable figura delmonolito. Nadie se atrevía a pasearse por la artificiosa ciudad sin lu-cir una camiseta —de inmediato sudorosa— con la imagen de la naveserigrafiada en colores chillones, burdos llaveros con su forma alar-gada, ni móviles que no vibrasen con las famosas notas de Encuen-tros en la Tercera Fase. Al menos, las convenciones frikis habían sidomantenidas lejos del lugar y aquellos estrafalarios individuos conorejas postizas que chapurreaban klingon no tenían más remedio quevivir la experiencia pegados a las pantallas de su ordenador.

Pero el momento había llegado.Comenzó con una vibración que en un principio pasó inadvertida

a los habitantes del plástico. Los temblores que retumbaron a con-tinuación no pudieron ser ignorados por más tiempo. El inertemonolito cobró vida en la forma de chispazos azules y brillante ra-diación que relumbró sobre su pulimentada superficie. La poblaciónestalló de diferentes maneras, bien huyendo víctimas del pánico,

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arrodillándose frente a las manifestaciones de su colérico dios o biencorriendo en busca de sus instrumentos de medición. Y cuandoparecía que la explosión era inevitable, las luces se extinguieron y lanave quedó en silencio.

Pero no por mucho tiempo.En la base del monolito, al menos en el extremo que yacía medio

enterrado en la arena, un fragmento de su superficie se derritió. Elsupuesto metal alienígena fluyó en gruesos goterones hasta dejar ex-puesto un agujero en el casco. Ni extrañas luces ni una enigmáticabruma brotó desde el interior, pero sí el material licuado fue con-formando una sencilla rampa escalonada que se extendía hasta la su-perficie. Y por ella, Ashirya descendió.

Nadie conocía aún su nombre, aunque pronto estaría en boca detodos los humanos. Cuando los presentes al acontecimiento y aquel-los que miraban aterrados y expectantes la pantalla de su televisiónadvirtieron lo que estaba sucediendo, pronto en la concienciacolectiva se filtró la imagen de hombrecillos verdes, larguiruchos hu-manoides calvos u horrendas criaturas nacidas de las más abyectaspesadillas. Todo era posible y todo era asimilable, en mayor o menormedida. Pero nadie estaba preparado para contemplarla a ella.

Sus pasos eran gráciles aunque decididos, sus delicados hombrosno necesitaban proyectarse para adelante para demostrar la vehe-mente actitud con la que acompañaba cada uno de sus precisos movi-mientos. ¿Podía tratarse tan solo de una niña? Las curvas que seadivinaban bajo los pliegues de su holgada túnica parecían las de unamujer en ciernes, apenas una adolescente, así como lo atestiguabanlas suaves líneas de sus rasgos faciales. Aquellos que oraban por unadeidad étnica de acuerdo con sus inclinaciones teológicas y raciales,sufrieron la decepcionante impotencia de observar como una joven-cita blanca, de tan caucásica que era por sus facciones, formas y tonode piel que casi se la podría creer nórdica —sus finos cabellos platea-dos no lo desmentían—, caminaba por la supraceleste escala comoquien se daba un paseo por las rebajas de unos grandes almacenes.

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Sonreía con su cara angelical, ajena a las armas de todo calibreque la apuntaban y retenían en su mira. Ésa era la esperanza de lostiradores, tropas de élite entrenadas hasta el límite y perfectamentedisciplinadas, pensar que no habían sido localizados. Porque de su-ceder lo contrario y que de todos modos fueran ignorados comosimples insectos, resultaba una idea más que preocupante.

Sus pasos aunque tranquilos, revelaban firmeza. A la rampa no lequedaban muchos más escalones. ¿Qué sucedería cuando alcanzaseel final? Pues lo que ocurrió fue que se detuvo, los pies flotando a un-os centímetros sobre la arena, y se cruzó de brazos. ¿Estaría esper-ando que pasara algo?

Vencidos los temores iniciales, los políticos surgieron de detrás delas filas de militares armados, aunque sin alejarse demasiado losprimeros de los segundos. Formando un área circular en torno a ella,aquella caterva de burócratas estalló en saludos y reverencias, genu-flexiones algunos, y un griterío de voces tratando de auparse unas aotras cada cual en su lengua abrumó a la recién llegada con susgrandilocuentes promesas de cordialidad y generosas ofertas de mu-tua colaboración. Lejos de mostrarse agobiada o incómoda, ella amp-lió su sonrisa y se inclino ante los presentes en una inesperada —a lapar que inmerecida— muestra de respeto. Cuando hizo intención dehablar, el silencio barrió la zona como un tsunami. ¿En verdad iba acomunicarse? ¿Cómo lo haría? ¿Usaría la telepatía? ¿Emplearía unaininteligible lengua alienígena?

Un brillo de diversión rieló en su mirada, capturando la atenciónde los presentes, antes de decidirse a articular palabra.

—Gracias por vuestra bienvenida. Sabed que hoy empieza unnuevo día para todos. Nada volverá a ser igual.

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Cálculo de humanos

Relato de ciencia-ficción escrito el 9 de Enero de 2010.

—Pase por aquí, señor Steinweis.La curiosa comitiva formada por un trajeado ejecutivo y técnicos

con batas blancas franqueó las puertas de policromato plásticocuando el científico y relaciones públicas del evento introdujo su bi-otarjeta y permitió que el sensor tomara una instantánea de su ret-ina. El procedimiento pareció resultar satisfactorio, pues ni saltaronlos cierres de titanio endurecido de sus anclajes, ni estallaron lasalarmas en un jolgorio de luces estroboscópicas y aullantes alaridos.

—Así que —los ojos del acaudalado hombrecillo de ralo cabelloengominado y desenfadadas maneras brillaban de ávida expecta-ción—, por fin voy a conocer al engendro metálico al que he desti-nado tantos millones de dólares.

—En realidad, señor Steinweis, no es exactamente así.La configuración de las paredes de la cámara a la que llegaron

tenía forma de dodecaedro. En su centro, un grueso nudo de resplan-decientes cables semitransparentes que nacía del techo y se perdía enel piso inferior quedaba protegido por una gruesa mampara decristal. En cada cara de la figura se repartían pantallas y más técni-cos, hombres y mujeres con los mismos amplios atuendos albos, lasatendían. Otro altar levantado al insaciable y exigente Dios Máquina.

—Como puede comprobar —hizo un gesto con los brazos como sitratara de abarcar el lugar—, desde esta sala nuestros especialistascoordinan el acceso a Aexón IX y gestionan la información, tanto de

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entrada como de salida, que tan preciada nos resulta. El espaciofísico que engloba el núcleo cerebral del superordenador llenaría estahabitación, y otras doscientas más como ésta. Por si se lo pregunta, lacriatura se halla enterrada a varios cientos de metros de profundidad,en multitud de cámaras especialmente diseñadas para su conserva-ción a menos de cincuenta grados centígrados de temperatura y con-diciones de humedad inferiores al cero coma cinco por ciento, enlaza-das entre sí por medio de una red de túneles que cubren decenas dekilómetros en su recorrido.

—Cuánto frío, ¿verdad? —sentenció Steinweis, satisfecho.—Sí, mucho frío.—Entonces, ¿qué es lo que me va a enseñar?—Esta sala —procedió a explicar— es uno de los tres puntos

neurálgicos desde donde se puede interactuar directamente con lagrandiosa mente de cristales de silicio de Aexón. Digamos que desdeestas terminales le suministramos la carga de informativa que precisay le planteamos nuestras preguntas.

—¿Preguntas dice?—Como ya sabe, el creciente éxito de nuestra corporación es la de

optimizar el rendimiento de instalaciones y espacios destinados a lasiempre en alza colonización especial. No tan importante es patentary construir un megamotor tunelador o una geocúpula gravitatoriacomo estudiar cuánta mano de obra será necesaria para fabricarla ymanejarla, y cuánto personal habrá que contratar después para real-izar las tareas de mantenimiento. Usted puede adquirir un jetprivado que le cueste sus buenos cien mil dólares, pero si luego entreel piloto que lo vuela, el personal que lo asiste durante el tránsito, losmecánicos que supervisan su puesta al día, el combustible gastado encada viaje, la adquisición de piezas de reemplazo, etc., suponen alargo plazo un gasto de varios cientos de miles, incluso millones dedólares…

—Comprendo —admitió Steinweis, pensativo. Aquellos datos síentraban en su radio de conocimiento.

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—Pues nuestra dedicación, aquello de lo que somos pioneros yque nos concede tan holgado margen de beneficios, es plantear hastaqué punto resulta económicamente viable, a medio o largo plazo, in-vertir en una empresa y hasta dónde podemos llegar para sacarle elmáximo partido —sonrió el científico con malicia. Después dio un parde palmadas a una de las pantallas encendidas—. Y para esa labor,contamos con Aexón.

—Cuénteme más.—Si le soy sincero, el valor de nuestro trabajo ha consistido en

confiar a una máquina una ingente cantidad de información, años yaños introduciendo datos de manera continuada, relativa tanto a losecosistemas que nos competen como referente al propio ser humano.Costumbres, formas de pensamiento, religión, caracteres, acción-reacción, desarrollos culturales, características de las etnias,acontecimientos históricos y sus consecuencias, condiciones climátic-as y del terreno, tendencias, ambiciones, impulsos, necesidades, ca-pacidades, anhelos… En definitiva, todo lo que hace al ser humano taly como es. Incluso los técnicos encargados de la misión de alimentara la bestia le brindaron tributo con sus propios perfiles psicológicos—bromeó—. Bueno, en realidad todos los que formamos parte deCrystalBrain Corp. hemos contribuido con un detallado informe denuestros perfiles.

—¿Lo que quiere decir —intervino el hombrecillo, absolutamenteprendido en la conversación—, es que esta máquina puede medir loque puede y no puede hacer un hombre y usar ese resultado para sumáxima explotación?

—Compruébelo usted mismo. Sólo tiene que consultar el índice debeneficios de la empresa al cierre de la última jornada. Y las posibil-idades se incrementan año tras año.

—Fabuloso.—Siéntese, por favor, señor Steinweis. Voy a hacerle una

demostración.El científico se acercó al teclado de la terminal frente a Steinweis y

procedió a ejecutar una serie de entradas en la máquina. Un pitido y

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un cambio en la apariencia de la pantalla le confirmaron que AexónIX estaba preparado para satisfacer sus demandas.

—El interfaz es uno de los detalles que más se han cuidado—comentó—. A excepción de funciones más específicas de control in-terno, la comunicación con Aexón se establece mediante consultasexpresadas por la exposición de interrogantes. Lo que antes le decíade preguntarle. Mientras la sintaxis sea precisa y correctamenteplanteada, basta con una simple pregunta para que nuestro superdot-ado amigo nos dé la respuesta que buscamos. Un ejemplo.

A medida que iba tecleando, las letras aparecían en el monitor.No fue hasta que confirmó la solicitud que el sistema comenzó a eval-uar la petición y trabajar en el resultado.

> ¿Cuánto tiempo se estima que sería necesario paraque un grupo mínimo de técnicos construyeran unaplataforma de radioamplificación solaraerosustentada modelo ZX-300?_

Pasados apenas un par de segundos, sonó un pitido y columnasde datos se deslizaron por la pantalla, no sólo precisando el períodocuestionado (de veintisiete días, catorce horas y cuarenta y nueveminutos), sino que además el informe detallaba el número ideal detrabajadores, el grado de preparación y experiencia en el terreno quedebían poseer y la función que se esperaba que desempeñara cadauno de ellos, paso a paso. Hasta incluía una relación pormenorizadade los hábitos que sería conveniente que mantuvieran durante el pro-ceso, tanto como su régimen de alimentación y de interacción social.

—Absolutamente increíble…El grado de asombro que demostraba el alto ejecutivo complació

al científico, como a un padre que se siente orgulloso de los progresosde su primogénito.

—No se puede imaginar lo que hubiese dado por un trasto comoéste cuando fundé mi imperio en el mercado de los sanitarios. Asaber las familias de cuántos vagos y ladrones he podido estar

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alimentando durante todos estos años —se lamentó asqueado. El otrose limitó a sonreír.

—Ésta ha sido sólo una mera demostración de una de las infinitascuestiones que Aexón IX puede abordar de forma plenamente satis-factoria. Y dada la astronómica, nunca mejor dicho, diversidad de de-mandas que plantea la colonización espacial, consideramos quepronto nos haremos con el monopolio del mercado como… unasimple pero indispensable consultora. ¿Quién en su sano juicio se ar-riesgaría a no disfrutar de nuestros inestimables servicios, ante laposibilidad de que la competencia sí lo hiciera?

—Al fin comienzo a alegrarme de haber invertido todo ese montónde dólares que hasta ahora creía que se perdían por el retrete.

—Por supuesto, señor Steinweis.—Y… dígame. ¿Hasta qué punto a este cacharro se le pueden

hacer preguntas? Es decir —quiso aclarar—, ¿si le preguntase qué de-berían haber hecho los generales confederados para que el Sur hu-biese ganado la guerra, me lo diría?

—Bueno, sería necesario suministrarle a Aexón datos referentes atodo lo referente a una guerra, estrategias, tácticas, poder destructivode las armas de la época, grado de instrucción de los soldados,condición socio-económica y política del momento, perfiles de losoficiales —trató de expresar lo vasto del proyecto—. Pero sí, una vezcontara con la información pertinente, se lo diría.

—Espléndido. ¿Y cuestiones más complejas, como adivinar cómoactuarían grupos de gente?

—Indíqueme un ejemplo, por favor.—Sí. Imaginemos que vamos a conquistar un planeta desde cero y

queremos saber cuánta gente deberíamos enviar allí para que todofuncione sin problemas.

El científico sonrió satisfecho, apartándose de la consola.—Expóngaselo a Aexón usted mismo, señor Steinweis.—Hum, bien, voy. Dígame si lo pongo bien.—Por supuesto.

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> ¿Cuántas personas harían falta para la completacolonización de un planeta_

—En lugar de un planeta, especifique, por ejemplo, Marte, oTitán, la mayor de las lunas de Saturno, para que sepa a qué condi-ciones deberían enfrentarse los colonos.

—Bien, bien.El hombrecillo rectificó en la terminal.

> ¿Cuántas personas harían falta para la completacolonización de Titán sin que hubiera conflictos?_

—¿Está bien así?—Perfecto, señor Steinweis. Presione confirmar.—Vamos allá.Una vez le dio a la tecla de control, la pantalla reflejó la pregunta

planteada y una pequeña raya apareció inmediatamente en la líneainferior, parpadeando, como si estuviese pensando. Los segundospasaron, sin cambios.

—Le está costando, ¿eh?—Es lógico, la cantidad de variables es enorme —intercedió el

científico, enterrando con suficiencia las manos en los bolsillos de subata.

Finalmente, se escuchó el esperado pitido y el contenido cambió.

> Error.> El resultado excede los parámetros predefinidosen el sistema.

—¿Y eso qué significa?—Déjeme un momento —solicitó, apropiándose del teclado y ac-

cediendo a otras pantallas donde procedió a ejecutar comandos en unlenguaje extraño—. Debe comprender que los baremos en los que nossolemos mover entabla plantillas de a lo sumo un par de miles de em-pleados. Para satisfacer la petición que usted ha planteado seguroque es necesaria la participación de bastante más personal. Hecho,

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he modificado las variables para que el sistema admita valores dehasta siete cifras. Repitamos la pregunta.

En esta ocasión pasaron segundos e incluso algunos minutos sinque el cursor dejara de parpadear en el monitor. El ejecutivo, algoimpaciente, comenzó a golpetear con los dedos sobre el brazo de lasilla. El otro se encogía de hombros, disculpándose por la tardanza deuna máquina a la que se le había puesto a prueba de un modo alar-mante. Cuando iba a decir algo, Aexón IX entonó su bip y las líneasse deslizaron por la pantalla.

> Error.> El resultado excede los parámetros predefinidosen el sistema.

—Parece que su juguete ha mordido más de lo que puede tragar—se regodeó el hombrecillo, recostándose en el asiento.

—Un último intento, por favor.El científico apretó convulsivamente las teclas y desactivó la im-

plementación de varios controles antes de reiterar la cuestión. Hechoesto, se plantó bien tieso frente a la terminal y se cruzo de brazos,desafiante.

—Ahora sí.—¿Se puede saber qué es lo que ha hecho? —inquirió Steinweis

con curiosidad.—He anulado los límites de consulta. Ahora los valores no están

restringidos a ningún intervalo.—Ajá. ¿Y tardará mucho?—Supongo que no.Pero no fue así. El tiempo fue pasando y la paciencia del ad-

inerado hombrecillo extinguiéndose. Consultaba el reloj continua-mente y rumiaba para sus adentros. La tensión del científico crecía,su ego cada vez más afectado.

—Creo —dio la espera por concluida Steinweis—, que podemosseguir con la visita.

Vencido, el otro claudicó.

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—Sí, señor. Por aquí, señor.Horas después, cuando los pensamientos del hombrecillo a bordo

de su limusina habían regresado a los entresijos de sus sanitarios y elcientífico descargaba su rabia contenida contra los subalternos quecometían el error de molestarle, en una sala vacía y a la tenue clarid-ad de las luces de emergencia, un pitido quebró el murmullo de losaparatos de aire acondicionado y la imagen de una pantalla cambió.

> 0.

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La leyenda de Dómino

Primero de una serie de relatos ambientados en el universo de Warhammer, es-crito el 14 de Junio de 2010.

Voy a morir.A pesar de mi corta edad y limitada experiencia, de nada he ten-

ido nunca mayor seguridad como del hecho de que mi vida está próx-ima a acabar.

Mientras camino por estas sucias callejuelas, el sonido de misbotas reverberando en mis oídos, la muerte podría estar acechán-dome justo más allá de la frontera de mis sentidos. Quizá desde losdesvencijados tejados, al doblar la siguiente esquina, al otro lado deaquella ventana tapiada con maderos. Quizá se esconda en la formade cualquiera de esos vagabundos que yacen sobre la inmundicia, oes posible que me esté siguiendo. ¿Es ruido de pisadas lo que escuchoa mis espaldas? Sí, el de las mías, que resuena en forma de atemoriz-ador eco para mis oídos.

¿Debería acudir al puerto? Entre el bullicio reinante cualquierapodría deslizar una hoja y segar mi vida antes de que nadie lo advirti-era. Pero dicen que no es así como mata. Dicen que se lo toma concalma, que saborea con deleite la agonía de su presa, que se procuraun entorno íntimo donde realiza sus nefastos rituales a los DiosesOscuros antes de entregar a su víctima en sacrificio. También dicenque se trata de un vampiro, que desangra a sus capturas para despuésdevorar las almas. ¿O lo de alimentarse con almas lo dicen aquellosque afirman que se trata de un demonio?

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Demasiadas historias, demasiados cuentos. Ya he perdido el hilode todos ellos.

Lo que sí sé es lo que he visto con mis propios ojos, y no se corres-ponde con nada de lo que narran las historias al calor del fuego detaberna, frente a una desportillada jarra de cerveza aguada.

Y todo empezó, al menos en lo que a mí concierne, cuando lleguéa Marienburgo.

No voy a recrearme relatando los fortuitos sucesos que me con-dujeron a los límites del Imperio, ni tengo intención de hablar de lasencorajinadas enemistades que me labré hasta alcanzar mi puestocomo detective.

En Altdorf, de donde yo soy, el ostensible poder del clero dificultahasta lo imposible el estudio de casos misteriosos o confusos. Ante elmenor asomo de duda, delegan la labor en uno de sus temidos in-quisidores —si antes no lo resuelve el cazador de brujas de turno— yel asunto pronto queda zanjado. Tan sencillo como declarar que sonlos Poderes Oscuros los que han extendido sus garras sobre el lugar yla solución tan rápida como quemar en la hoguera a los supuestosculpables.

No niego que haya ocasiones, no pocas, en las que tengan razón, ydichos drásticos métodos sean del todo necesarios. Sin embargo…hay veces en las que la culpa se esconde tras las bajezas más ter-renales de los hombres.

Y precisamente estos casos son los que deseo yo estudiar.No es mera creencia, una satisfacción que le quiera conceder a mi

desmedido ego al coste que sea. No, en absoluto. Sé que es así.¿Cómo explicar que, en ocasiones, tengo sensaciones, presentimi-

entos o como pretenda llamarlos, de hechos ya acontecidos? ¿Cómobasarme en esta caprichosa intuición a la hora de redactar un in-forme que avale mi investigación? Y lo que es más importante, ¿cómono convertir mi propio pellejo en carne de hoguera en el caso de lleg-ar esto a oídos no deseados?

Ya de por sí en más de una ocasión mis confrontaciones ante de-cisiones sacerdotales han estado a punto de enviarme a la pira, más

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aún dada mi inopinada situación en mis labores como detective. Me-jor no concederles más argumentos. No obstante, parece que al finalel peso del oro y de los títulos nobiliarios son los que se encargan dedecantar la balanza hacia un lado u otro.

Aún así, saltaba a la vista, no sólo para mi aristocrática familiasino incluso para mí, que debía encaminar mis pies fuera de la capitaldel Imperio, cuanto más lejos, mejor.

Por lo que, en cuanto llegaron a mis oídos las noticias que circul-aban al respecto de los extraños sucesos que se venían dando enMarienburgo, no me lo pensé más.

Al parecer, una serie de asesinatos se repetían con bastante fre-cuencia, todos ellos con un conjunto de rasgos en común. Sin em-bargo, lo más relevante del caso es que dichos crímenes eran anun-ciados con antelación. Si se podía considerar un anuncio que losnombres de las víctimas fueran exhibidos en la fachada delayuntamiento.

¿Cómo explicarlo? ¿Sabéis aquellas veces en las que os veis con lanecesidad de consultar a un —siempre ocupado— erudito y su es-cribano toma nota de vuestras señas para acordar una cita? Puessegún me explicaron gentes del lugar, aquí el procedimiento erabastante parecido.

Si tus asuntos con alguien llegaban a últimos términos sin con-ciliación posible y no deseabas mancharte las manos de sangre o ar-riesgarte a los peligros de un duelo, siempre podías recurrir a la en-calada fachada del ayuntamiento.

Bastaba con que acudieras al edificio, con un mínimo de discre-ción, por supuesto, por ejemplo a una hora tardía de la madrugada,cuando la gente de bien dormía y al resto le traía sin cuidado lo quehicieras, y escribieras con un tizón y letra clara el nombre del desa-fortunado. Y, eso sí, depositaras en la repisa de una antigua ventanaahora cegada, una bolsa que contuviera el significativo pago. LaOfrenda.

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Entonces, tras la noche siguiente, cuando los lugareños vieranque la Ofrenda había sido reclamada, todos sabrían que Dóminohabía cumplido con su parte del trato.

A pesar de mis credenciales —o quizá precisamente por ellas—, labienvenida que me dispensó la milicia local no fue en extremo cordi-al. Con fastidio y evidente desprecio en sus rostros, se dignaron amostrarme el cadáver de la supuesta última víctima de Dómino. Tuveque enfrentarme a un acólito de la capilla de Morr para que me per-mitiese analizar al sujeto durante un rato, deseoso aquél de realizarlos rituales oportunos sobre el cuerpo y apartarlo de su vista. Aunquede haber sabido lo que iba a encontrarme, es muy posible que hu-biese cedido desde un principio a sus demandas.

No tengo un estómago débil, ni me espanto por presenciar miem-bros amputados o cabezas cortadas —práctica que se había vuelto delo más habitual en otras regiones imperiales—, pero… puedo asegur-ar que no esperaba aquello.

Nada más lejos de mi intención volver a evocar dichas imágenes,pero términos tales como carnicería o masacre no alcanzan a de-scribir lo que habían hecho con la cara de aquel tipo. Al no hallar ensu cuerpo otras heridas que justificasen su muerte y por la postura enla que lo habían encontrado, todo apuntaba a que aquel… trabajo, selo habían practicado cuando aún estaba vivo.

Tragando saliva, me incliné sobre el sujeto y aparté con asco al-gunos jirones de carne. Me dio la impresión de que una zona de lapiel del cuello estaba amoratada, y al examinarla mejor descubrí loque parecía una extraña marca, como una quemadura. Apenas la rocécon los dedos.

¡Maldita mujer! ¡Eres mi esposa y como tal me respetarás! ¡Y situ marido te ordena que te pongas a cuatro patas y te abras depiernas, cerrarás la puta boca y obedecerás! ¿Me has entendido?Aprende rápido, o seguiré decorando tu linda cara con mi navaja…

Casi di un salto atrás, el corazón brincando desbocado en mipecho. Sin dudarlo un instante volví a cubrir el cadáver con el lienzomortuorio, más que satisfecho mi afán de aquel día por investigar.

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Feliz de que el seguidor de Morr por fin dispusiera de los restos,me dirigí a la posada donde me hospedaba para sumergir mi im-presión en una enorme jarra de cerveza.

Al haber sido ya enterradas anteriores víctimas, tuve que con-tentarme durante algunos días con escuchar los sórdidos y fantasio-sos relatos que me ofrecían los parroquianos del lugar. En ocasionesoía la misma historia repetida palabra por palabra. En otras, se apre-ciaba como el narrador contribuía con su granito de arena pararealzar la morbosidad del suceso. Aunque la mayoría de las veces selimitaban a emplear los mitos locales para justificar los asesinatos.Vampiros, necrófagos, demonios, abominaciones del Caos, cualquiercosa valía.

No fue hasta una semana después que un nuevo nombre aparecióescrito en la fachada. Y la Ofrenda allí descansaba, jugosa, sobre larepisa, a salvo de ladrones y oportunistas por el simple temor queejercía la leyenda de Dómino.

Aquel hombre, Friedriksen, según aparecía denominado en el ay-untamiento, resultó ser un rico prestamista que había forjado su for-tuna mediante la usura. Eso era lo que te decían si preguntabas a uncampesino medio borracho en una taberna. Estimulados por el alco-hol, también te contaban que, algunas noches, desde la calle se oíanvoces infantiles que parecían proceder del oscuro caserón. Cosa ex-traña, tratándose de un hombre viudo y sin herederos que vivía solit-ariamente recluido, con la única excepción de su rancia servidumbre.

Por contra, si consultabas a los sobrios funcionarios imperiales,éstos no dudaban en presentar al tal Friedriksen como a un diligenteempresario, uno de los pilares de la comunidad.

Nada más lejos de sus deberes para con la comunidad, aquelmezquino sujeto, tan pronto había visto su nombre en la fachada,había clausurado su mansión a cal y canto y empaquetado todas suspertenencias, dispuesto a marcharse antes de que se ocultara el sol.

Los soldados que hacían las veces de escolta todavía se mostrabanincapaces de explicar cómo habían podido descuidar su vigilancia, los

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doce. Ni tampoco el resto de sirvientes, ni los conductores de loscarros.

En resumen. Hallaron el cuerpo secándose al sol sobre un tablón,desnudo, boca arriba y con los brazos en cruz, desangrado por lasheridas que le habían infringido al perforarle ambas muñecas, delado a lado. Su rostro se había congelado en un paroxismo de dolor.

Los milicianos quisieron atribuir lo extraño de su postura a algúntipo de ritual nefasto. Para mí estaba claro y así lo comuniqué, nogranjeándome por ello las simpatías de los guardias: el asesino habíadecidido inmovilizarlo clavándole los brazos a la madera, aunqueahora faltasen los clavos o aquello que se hubiese utilizado en sulugar.

Era indudable que las incisiones habían resultado fatales, peroserían mortales sólo tras varias horas de lenta agonía. ¿Significabaaquello que Dómino había permanecido junto a su víctima hasta suúltimo aliento?

Y, al igual que en el anterior caso, una violácea coloración de lapiel se extendía por su garganta. La firma de Dómino, señalaron losmilicianos, porque ningún contrato es válido si no lleva la firma.

Sintiendo un desagradable escalofrío recorrer mi espalda, en estaocasión me abstuve de tocarla.

No hubo de transcurrir mucho tiempo hasta que alguien escribióotro nombre en el ayuntamiento, ni para que, una vez reclamada laOfrenda, se descubriera el correspondiente cadáver un día después.

Aquí Dómino volvió a dar muestras de su inventiva.Lo encontraron sentado en una silla, con los pantalones a medio

bajar y los brazos atados a la parte trasera del respaldo, en un charcode sangre. Degollado. Sólo cuando movieron el cuerpo advertí lasheridas que presentaba en las rodillas, así como los agujeros en elasiento. A éste también lo habían inmovilizado, y si no había ter-minado con los pantalones por los tobillos había sido sólo porque losclavos —¿virotes?— lo habían impedido.

Y ahí estaba la firma, clara, ineludible, por encima del corte. Mellamaba en su silencioso grito. Y yo, acudí.

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Vamos zorrita, no llores y siéntate, siéntate sobre mí. Ya te diréyo cuándo puedes levantarte…

Cuando dimos con un cuarto crimen en el mismo mes, no logrémorderme la lengua a tiempo e hice una broma delante de miscompañeros.

Admito que mi sentido del humor es de lo más negro en oca-siones, pero la situación lo justificaba. Además, para entonces, yo yaestaba de los nervios. No recuerdo muy bien lo que dije, algo sobre lapujanza económica de Marienburgo y su —confiaba que igualmentegenerosa— recogida de impuestos en nombre del Emperador, pues sisus habitantes eran capaces de desprenderse con tanta ligereza detan opíparas cantidades en la forma de Ofrendas… Supongo queaquello significó una gota más, y la jarra estaba ya que sedesbordaba.

A este último hombre lo habían matado sin remilgos, en su casa,donde vivía con su pequeña, ahora huérfana: le habían perforado elcerebro a través de un ojo. Muerte instantánea. Nada más digno demención, al menos no hasta que decidí investigar la concentración desangre que manchaba la parte inferior de su camisote y descubrí quelo habían castrado.

¿Existía una pauta? ¿Una razón que justificara aquella sucesiónde crímenes?

Si existía, yo al menos no era capaz de dar con ella.A falta de otras pruebas que ayudaran en mi investigación y

aprovechando que los otros habían salido de la habitación, aventurémis dedos sobre la única constante que dejaba Dómino en el cuellode las víctimas tras su ejecución.

¿A que no sabes quién ha venido a verte? Éste es tu tío, pequeña,¿por qué no le das un abrazo? Anda, ve a jugar con él, tiene muchascosas que enseñarte. No te preocupes, papá no se va a marchar, sequedará aquí, mirando…

Soporté con digno estoicismo que los milicianos se burlaran y vol-casen toda clase de soeces comentarios sobre mi persona; el vómito

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de mi desayuno sobre las tablas de la habitación con creces se loposibilitaba.

Dando crédito a las habladurías locales, Dómino llevaba ejer-ciendo su labor desde hacía varias décadas, siempre con la mismaeficacia y profesionalidad a la hora de cumplir sus encargos. De sercierto, debería haber iniciado sus violentos pasos a muy tempranaedad, y aún así, hoy día se trataría ya de un decrépito anciano.

¿Sería un culto? Quizá no de los Poderes Oscuros, pero sí una so-ciedad criminal que se nutriera —ya lo creo que sí— con el suculentopago de sus clientes. Porque, si no, la siguiente alternativa entrañaríaincluir en la lista a mutantes y demás seres malignos. Y para eso, yaestaban los cazadores de brujas.

Me quedé de piedra cuando, al pasar frente al ayuntamiento, vimi nombre escrito en la pared.

Axelsson.Sí, las letras coincidían, una detrás de otra, y ninguna daba lugar

al error o a la confusión. Y más terrible era contemplar la abultadabolsa que contenía el precio de mi vida.

Por un momento pensé, «¿de verdad valgo tanto?». Sí, mi pellejome es de lo más valioso para mí, pero… ¿había quien consideraba quemerecía la pena pagar tal cantidad por verme morir? En verdad quemi ego podía prescindir de tales halagos.

Los duros rostros de los milicianos me lo dijeron todo. Norecibiría ayuda de su parte. Estaba sola.

Sola con Dómino.Espera. Un momento.Miro en derredor y sólo encuentro paredes sucias, muros que se

levantan irregulares hacia lo alto, sin más camino que el que mis pieshan dejado atrás.

«¿Qué estoy haciendo aquí?»Lo último que recuerdo es que había decidido abandonar las

calles y refugiarme entre la concurrencia del puerto. No entiendocómo he llegado a lo más profundo de la ciudad vieja, entre la basuray la cochambre.

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Mi instinto chilla. ¡Atrás! ¡Atrás! Intento darme la vuelta y retro-ceder, salir a la carrera sobre mis pasos.

Pero en el fondo sé que ya es tarde.Apenas un susurro, una sensación de movimiento, un frufrú de

telas, y de pronto un cuerpo se aprieta contra mi espalda, algo seenreda en mi pierna y una mano que empuña un infame cuchillo secierne sobre mi garganta.

No puedo retroceder. Me ha atrapado.Echo la cabeza hacia atrás, tratando inconscientemente de inter-

poner la mayor distancia posible entre la hoja y mi piel, pero el brazosube y un quejido escapa de mi boca cuando el filo araña la carne.Noto como una primera gota de sangre, primero tímida, luego vivaz,mana del corte y desciende hacia mi pecho. Miro de reojo y observoque aquello que inmoviliza mis extremidades es la pierna tatuada demi captor, que se enrosca en torno a mí con la misma carnalidad queel abrazo de un amante. Tengo los brazos libres. Sin embargo, dudoque se deba a un desliz por parte del asesino. Asesina, debería decir,pues a pesar de la firmeza con la que me retiene, me basta con estudi-ar su pequeño pie, descuidadamente vendado con tiras de tela os-cura, y ascender por las torneadas líneas de su extremidad, paraadivinar que se trata de una mujer. Menuda, pues es aún más bajaque yo, tremendamente delgada, pero con unos filamentos de aceropor músculos. Dudo que mi mayor corpulencia le suponga inconveni-ente alguno.

Me sobresalto y a punto estoy de soltar un grito cuando adviertosu respiración en mi oído y alcanzo a percibir el embriagador aromaque la envuelve. No, no la envuelve. Lo exuda. Brota de su piel delmismo modo que el frío sudor perla mi frente y comienza a extender-se por mi espalda. Resultaría agradable, delicioso incluso, de no sertan intenso. Es obsceno. Inunda mis fosas nasales y empalaga mi len-gua, tanto que me obliga a boquear en busca de aire limpio. El hedorde la inmunda porquería esparcida por el callejón me ofrece un inus-itado alivio.

—Saludos, Axelsson…

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No sé si son sus labios o el hálito de su respiración, pero algo rozael lóbulo de mi oreja cuando habla. Y me estremezco.

Ni la hoja del cuchillo sobre mi cuello es tan afilada como eltimbre de su voz. Siento cómo sus palabras penetran por mi oído ycomienzan a remover cosas en mi cabeza. Sin embargo, cuando sueco se extingue, quiero más, deseo que siga hablando.

«Magia», pienso. Y es entonces cuando me gustaría sacudirme ytratar de despejar mi mente de su nocivo influjo. Ella lo nota. No soyconsciente de cómo lo sé, pero no me cabe duda de que está son-riendo, disfrutando con esto, del poder que ostenta sobre mí.

Intento hablar, decir algo. Pero mis labios están sellados, mi gar-ganta seca. Sólo logro tragar saliva. A cambio recibo una punzada dedolor y que un leve reguero de sangre fluya por mi cuello.

—Alguien… ha decidido que, tu muerte, bien justifica el pago de laOfrenda…

La cadencia de su voz asalta las puertas de mis pensamientos eimprime en mi mente libidinosas sensaciones, así como el despertarde un emergente deseo. En abierta oposición al embrujo, cierro lospuños con fuerza, las uñas se clavan en la palma de mis manos.Quiero abstraerme del ritmo de las palabras y me concentro en suentonación, en cualquier aspecto al que mi analítico cerebro puedaaferrarse para no perder la cordura. Es entonces cuando me percatode los chasquidos al pronunciar y de la extraña manera de alargar al-gunas vocales. El Reikspiel no es su lengua materna y cuando giro lacabeza para ver a mi captora espero distinguir unos pronunciadosrasgos afilados y unas características orejas puntiagudas. Elfa.

No obstante, todo cuanto el cuchillo me permite vislumbrar es unsemblante pulido, de rasgos bastos y anodinos, y tan negro como unanoche sin luna. Usa máscara.

—¿Tienes… curiosidad? —inquiere con zalamería. Noto cómo elsinuoso cuerpo de la asesina se restriega contra el mío. Para mi ver-güenza, no rehuyo el contacto. Siento el calor de su piel a través de laropa de una forma tan palpable, que por un momento imagino queestá desnuda. Al menos su pierna sí que lo está, vestida tan sólo con

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intrincados dibujos de tinta y que no deja de frotarse con el interiorde mis muslos—. ¿Deseas… verme?

—S-sí —consigo articular, perdido ya todo rastro de voluntad, concreciente excitación.

—Y me verás… mas sólo una vez haya comprobado que… —exhaloun gemido de placer cuando su lengua me roza la oreja, e ignoro laamenaza impresa en sus palabras— lo mereces.

Un segundo brazo aparece en escena.Hasta ese mismo instante no me había cuestionado su evidente

ausencia, concentrada toda mi atención en aquel que sí amenaza mivida. Delgado, de piel nívea, recorre como una serpiente mi costado yse detiene sobre mi vientre, la mano abierta. Podría fijarme en losraídos jirones de tela que rodean su muñeca y la palma de su mano,en la cuidada manicura de sus uñas o en el tatuaje que luce en el re-verso de su antebrazo, acorde con el de su extremidad inferior, perosólo me intereso en los hábiles dedos que están desatando los cor-dones de mis calzas.

Bajo los párpados. Abro la boca. Me olvido de la hoja que hiere migarganta. Jadeo. Como un depredador bajo la ropa, su mano sedesliza abarcando mi piel y privándome de los sentidos. Cruza mivello y no se detiene hasta alojarse en mi entrepierna. Siento cómolas yemas de sus dedos exploran las más íntimas depresiones de mifemineidad, primero con frugalidad, después exigentes. Dura tan sóloun instante, mis ojos cerrados, el oído ausente, el almizcle de su esen-cia saturando mi olfato, paladeo su intangible sabor, mi sentido deltacto colapsado, incapaz de abarcar a un tiempo el fruto de las cari-cias y la insoportable presencia de aquel depravado ser apretándosecontra mí. Algo estalla en mi interior; y el mundo se vuelve del revés.

Soy suya.La intrusa se retira. Casi resulta dolorosa su ausencia, aunque

hago mío cada instante que se prolonga su recorrido por mi piel,hasta que escapa de las calzas. Los cordones cuelgan olvidados. No laveo, pero oigo cómo se lleva la mano a la boca y relame con fruiciónla punta de sus dedos.

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—Mmm… qué dulce —no entiendo por qué, pero me llena de sat-isfacción saber que soy su agrado—. Aunque… no me sirves.

Antes de que una súbita congoja se apodere de mí, advierto un es-téril contacto a un lado del cuello. A continuación éste cambia, essustituido por otro, el de sus labios, húmedos, sedosos, ardientes. Y,sin embargo, de algún modo, insanamente perniciosos.

—Dulces sueños, Axelsson… —escucho, aturdida, justo antes deque libere su presa y estrelle mi cabeza contra una pared.

Camino de regreso a los muelles.La gente me mira, también lo hacen los milicianos, desconcerta-

dos, cuando me aproximo al cuartel. Y no se debe a mi errático andar,causado por la conmoción en mi cabeza de la que aún no me he recu-perado. Tampoco es porque tenga la sien inflamada y un rastro desangre seca baje por mi mejilla. O porque me acerque a la repisa de laolvidada ventana y decida reclamar para mí el contenido de la bolsacon el que habían negociado mi muerte.

No.Si todos me observan con fijeza, y algunos incluso se persignan a

mi paso, es porque ven en mi cuello, comenzando a amoratarse lapiel a su alrededor, la señal de Dómino. Su firma.

Y sigo viva.

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Ashirya. La Revelación

Segundo capítulo de la serie Ashirya. Relato de de ciencia-ficción escrito el 23 deJunio de 2010.

15 de Marzo de 2012.Bien conocida era ya esta fecha, añadida apresuradamente a to-

dos los libros de historia, sin que faltara una creciente reseña en laWikipedia. El Día del Primer Contacto. El Día de la Llegada. Inclusohabía quienes quisieron considerarlo como el Segundo Advenimi-ento, pero por fortuna a estos pocos no se les prestó ningunaatención.

La delicada imagen de Ashirya se difundía a través de los diversosmedios y a cada paso que daba se convertía en portada de revista. Encada espacio televisivo tenía cabida, bien fuera para discutirse el tonode sus escuetas declaraciones o bien para criticar su discreto sentidode la moda. Cierto era que los fatuos representantes de la prensa rosadespotricaban al respecto de las insulsas ropas con las que la jovenalienígena se envolvía, pero los más avispados diseñadores ya habíancomenzado a trabajar en su línea de ropa cósmica.

Ante el asombro de científicos y líderes mundiales por igual,Ashirya no tuvo inconveniente a la hora de abandonar su nave, el in-menso monolito, y seguir a sus atentos anfitriones a donde quisieranllevarla. La duda recayó entonces en los servicios de inteligencia:¿debían protegerla a Ella de posibles atentados, o era de Ella dequien debían protegerse?

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En un principio, Ashirya accedió a acompañar a los zalamerospolíticos en una ruta alrededor de las instalaciones que habíannacido en torno a su venida, protegidos siempre por un fuerte dispos-itivo de seguridad. Estaban aquellos que portaban tarjetas azules delmás alto nivel, con permiso para personarse ante Ella. A los quelucían tarjetas verdes en su solapa se les concedía la posibilidad deaproximarse, a tenor de que no hicieran movimientos bruscos ni so-spechosos, bajo pena de fusilamiento in situ. Los de la roja, los peri-odistas, tenían un acceso limitado, acordonado por aquellos quevestían de caqui y exhibían los más impresionantes pases. Pases enforma de rifles de asalto.

Ashirya asentía en su recorrido, expresando su aprecio por las ex-tensas y edulcoradas explicaciones que le brindaba su nutridaescolta. Sonreía, nunca dejaba de sonreír, motivo por el que era ob-jeto de burlas, por supuesto siempre a sus espaldas. Pero Ella nuncarespondía.

Sin embargo, fue otro incidente el que premió a la prensa con elansiado material por el que había rezado desde hacía días. Un mater-ial dotado con el morbo esencial para convertirlo en el grotesco es-pectáculo del momento.

Ocurrió durante la celebración de una de las grandes cumbres quetan comunes se habían vuelto por aquel entonces, una de las tantasque se organizaban desde el Día de la Llegada. En esta ocasión fueronlos líderes de la CEE (además de la ineludible presencia del presid-ente norteamericano) quienes se habían reunido en torno a lapequeña Ashirya en busca de respuestas. Sus absurdas preguntasparecían tomadas de un serial de los años ochenta. Más curiosaparecía la presencia de Gran Bretaña en el evento, que había acept-ado el Euro de manera apresurada, en menoscabo de su devaluadalibra, sólo para no quedar excluida del acto. Por supuesto, todo estotorpemente orquestado en la forma de una recepción “de Europahacia sus hermanos del Universo”. ¿Qué mejor ocasión para perpet-rar un ataque terrorista contra los infieles europeos y su blasfema ypálida ramera?

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Fue inevitable el shock inicial. Sin embargo todos los presentescomprendieron lo que estaba pasando cuando aquel individuo de tezcetrina comenzó a exclamar a voz en grito en una ininteligible jeri-gonza y se abrió la chaqueta para mostrar la bomba que le rodeaba elpecho. Con la mano en alto, el percutor a la vista de todos, no dudó ala hora de accionar el disparador y detonar la bomba.

Qué asombroso espectáculo fue el que entonces se desplegó.La gente aún chillaba y se arrojaba al suelo, buscando escudarse

en los cuerpos de los demás, cuando una burbuja, primero brillante,después ígnea, conflagró en el lugar donde antes se levantaba el ex-altado fanático. Pero sin llegar a emitir ni el menor atisbo de calor.De manera tan súbita como había aparecido, la pompa se desvaneció,liberando una pulverizada lluvia carmesí que precipitó sobre los as-istentes. No sobre todos, por supuesto. A diferencia de los carostrajes de los presentes, ahora pringosos y desahuciados, las ropas ynívea piel de Ashirya permanecieron tan prístinas como siempre.

Y la sonrisa de su rostro, imperturbable.Como el evento se difundía a través de todos los medios de comu-

nicación, una infinidad de copias fue recogida y examinada de formapormenorizada por especialistas, tanto de índole oficial comoprivada, en busca de cualquier posible aspecto que revelara qué era loque había sucedido. Y lo más importante, cómo.

La tecnología más avanzada del momento se volcó en analizar lasgrabaciones, fotograma a fotograma, con el terrible descubrimientode que Ashirya no había hecho absolutamente nada. Sí, sus ojoshabían advertido al vociferante suicida, lo había mirado de reojo,pero sus manos habían permanecido en reposo, ningún músculo desu tierno rostro se había crispado, delatando sus letales propósitos.Nada. Y saber esto resultaba pavorosamente más escalofriante que sila hubiesen descubierto manipulando algún mecanismo o lanzandorayos por los ojos.

Si alguna emoción, por vaga que fuera, podía leerse en las imá-genes de su rostro tras la patética inmolación, fue de plácidaconfirmación.

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Al contrario de lo que pudiera preverse, Ashirya negó su intenciónde refugiarse en el interior del monolito y no asistir a más aconteci-mientos públicos. Y bien fuera por el paranoico aumento de las medi-das de seguridad, o ante la evidente certeza de lo vano de cualquierotro intento, que ningún nuevo atentado se produjo; al menos, contraElla.

Ashirya no dudó en manifestar su interés referente a los avanceshumanos, en áreas de estudio tales como la tecnología, la medicina ola astronomía. Aunque mayor atención dedicó a campos como filo-sofía, ética e historia de la humanidad. No se burló de las teorías ex-istentes sobre el universo y las fuerzas que lo regían. Continuamentela bombardeaban con información, de todo tipo y clase, esperandorecibir cualquier migaja a cambio. La expectación que manifestabanaquellos hombres y mujeres al colmarla de datos y ejemplos de lasmetas que la raza humana había superado en unos míseros miles deaños, era el de unos niños aplicados anhelando el reconocimiento desus progenitores.

Y llegó el día que el mundo esperaba, cuando Ella, tras evaluar losprogresos logrados por los habitantes de la Tierra y los fines para losque se destinaban, se pronunció.

—Me sorprende cuánto habéis conseguido en tan poco tiempo—políticos e investigadores se hincharon como pavos reales al es-cuchar aquellas palabras—. Y me preocupa aún más el rumbo quehabéis tomado. Sin duda, ha llegado el momento de que seáisexterminados.

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Érase una vez

Relato de ciencia-ficción escrito el 3 de Diciembre de 2010.

Os voy a contar la historia de cómo el hombre, enfrentado a la ad-versidad y volviéndose consciente de sus facultades, logró alcanzar lacima de su perfección.

De cómo, una vez superadas las taras puramente culturales, ab-razó a sus semejantes, ignorados absurdos recelos como la raza, elsexo o la religión, hermanados por una causa superior en sí misma: elser humano.

De cómo los hombres despreciaron el egoísmo que dirigía sus vi-das y se entregaron a la labor de devolver a la Tierra todo cuanto lehabían expoliado, con la suprema promesa de que los errores del pas-ado no volverían a repetirse.

De cómo cada individuo fue capaz de comprender cuál era sulugar en la sociedad y así resultar más útil para sí mismo y para laglobalidad de sus congéneres.

De cómo el reparto equitativo de alimentos y el estudio conjuntocontra las enfermedades por parte de los pequeños y grandes labor-atorios consiguió erradicar la miseria humana del mundo.

De cómo la estrechez de miras y el exacerbado culto al carpe diemdieron paso a proyectos de futuro de sostenibilidad y desarrollo, nosólo plausibles, sino de fácil consecución.

Pero…Pero me acabo de dar cuenta de que no, no puedo. Por mucho que

lo intente me resulta del todo imposible.

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Hasta la ciencia ficción y la fantasía tienen límites que no sepueden superar.

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Ashirya. El Juicio

Tercer y último capítulo de la serie Ashirya. Relato de ciencia-ficción escrito el 9de Junio de 2011.

Ashirya permanece sola, sin más compañía que los vientos de tor-menta en cientos de kilómetros a la redonda.

Y baila.Su cuerpo menudo danza al compás de las turbulentas corrientes

de aire que hacen restallar sus níveos cabellos como los nudos de unlátigo esgrimido con violencia.

Alza los brazos con vestal majestuosidad hacia los cielos embrave-cidos, las delicadas manos juegan con las tormentas desatadas que,sin llegar a rozar su etérea figura, liberan su ácida carga sobre latierra devastada.

Los pies desnudos flotan sobre remolinos de polvo, restos atomiz-ados de un pasado que creyó considerarse civilización.

Y Ashirya baila. Baila mientras su vasto intelecto asimila la enor-midad de su fracaso. Advierte el tremendo error que supuso concedera aquellas criaturas un ápice, apenas un desdeñable segmento de susecuencia de ADN. Analiza el increíble potencial que esta brizna desu propia esencia desencadenó en la ambición de los primates, asícomo el inimaginable poder para la destrucción que manifestaron.

Afectados por un ego insaciable, no fueron capaces de servirsecon sabiduría del fabuloso don que les había sido concedido; la lo-cura se apoderó de sus acotadas mentes. Y como toda criatura

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víctima de la demencia, arremetieron contra todo cuanto les rodeaba,el hábitat en el que vivían y contra sus propios semejantes.

La declaración de Ashirya cerró un defectuoso circuito latente enlas mentes de los humanos.

Primero sufrieron desorientación, sorpresa, como el bebé que depronto es apartado de los brazos de su madre. No creían posible queaquellas fatales palabras hubieran brotado de los dulces labios de laEmbajadora de las Estrellas. Tenía que ser un error. No cabía dudade que se trataba de un error. ¿Cómo ellos, la especie dominante delplaneta, el supremo depredador de la cadena alimentaria, iban a sererradicados como simples ratas?

No se podía confiar en el lenguaje. Era un mensajero traicionerocómplice de mil y un conflictos y enfrentamientos. ¿Cuánto más,tratándose de una criatura alienígena?

Pero cuando no se produjo ninguna nueva declaración y Ashiryase recluyó en el interior del monolito sin intención alguna de aban-donarlo, las dudas dieron paso a la ira.

Los humanos se sintieron estafados.Ellos, que lo habían dado todo por su ingrata huésped, veían

cómo ahora ésta los desdeñaba sin consideración alguna. ¡No estabacumpliendo con su parte del contrato! ¿Cómo se atrevía? ¿Cómoosaba tratarlos con tal desprecio? ¡Nada menos que a Ellos! ¡LaHumanidad!

Cuando las exigencia no dieron resultado, llegaron las amenazas.Y como éstas tampoco obraron efecto alguno, la rabia cedió paso almedio.

¿Y si su declaración iba en serio? ¿Y si aquella zorra del espacio sehabía proclamado juez, jurado y verdugo en un pleito contra la razahumana y habían sido declarado culpables? ¿Qué cojones tramabaella en el interior de su nave?

Y los hombres, que por naturaleza, y tal como lo han demostradoa lo largo de su miserable historia, destruyen todo aquello que temeny no alcanzan a comprender, decidieron que serían ellos quienesdesenfundarían primero, sin esperar a dar el décimo paso.

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El masivo ataque no fue orquestado en conjunto, pero si para algopodían sincronizarse las mentes humanas era para hacer que algovolara por los aires. Poco importa quién pulsó primero el botón o laprocedencia del primer misil dotado de múltiples cabezas nucleares,pues cuando las alarmas provocaron taquicardias en los corazones delos dirigentes, para después inundarlos de adrenalina al comprobarel objetivo del arma en cuestión, nadie quiso perderse la invitación aaquella macro-fiesta.

¿África? ¿A quién le importaba que desapareciera ese sucio con-tinente, infestado de muertos de hambre y natural foco deinfecciones?

Ashirya danza acunada por los ardientes vientos cargados de radi-actividad. Su esbelta figura se observa vidriosa por los vapores que laenvuelven, fruto de la conflagración de moléculas. Sus hermosos ojospermanecen cerrados. Y lloran, no por el humo tóxico de la atmós-fera, sino por la vida que se ha extinguido.

Porque pasado el subidón del momento, la abrumadora satisfac-ción que proporciona poseer tal poder en tus manos, y usarlo,entonces acontece la terrible claridad, la consciencia de reconocer adónde te han llevado tus impulsos, el irremediable final del que ya nohay vuelta atrás.

Llegasen o no a impactar los misiles contra el monolito, tan ter-rible fue la violencia desatada que cielo y tierra sufrieron un colapso.Primero absorbieron lo que después escupirían con vengativagenerosidad.

La ola flamígera cruzó el continente, incinerando lo que la ondaexpansiva no había pulverizado ya a su apocalíptico paso. Losocéanos ardieron después y las candentes nubes de vapor calcinaronlo que sus antecesoras no terminaron por destruir. La tierra se abrió,vomitó llamas e intoxicó el aire de gases letales que se mezclaron conla radiactividad, mientras el cielo se cerraba en densas nubes de cen-iza y polvo, privando a la torturada superficie del planeta del calor delsol.

Era el invierno post-nuclear.

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Inagotables ríos surcan las pálidas mejillas de Ashirya, fruto deldolor que late en su pecho tras haber sentido la muerte del planetallamado Tierra. Pero ni una sola de sus lágrimas se debe a los hu-manos. ¿Qué importan unos miles de millones de egoístas y autode-structivos seres, en comparación con la infinita totalidad de organis-mos que consideraban este mundo su hogar, en tierra, mar o aire?

Llora por la agonía de su dolor conjunto, porque necesita darrienda suelta a este inconmensurable sufrimiento si pretende seguiradelante con su labor.

Porque posee muestras de cada especie y criatura viva, y a pesarde la suprema congoja que ahora hace presa en ella, pronto la Tierravolverá a ser lo que nunca debió dejar de ser.

Porque a consecuencia de su negligente acto, Ashirya ha apren-dido una dura lección de humildad que sofrenará en el futuro sus an-sias como visionaria y creadora.

Porque el experimento autodenominado Humanidad, dotado deuna chispa de su superior esencia, ya ha sido etiquetado como un in-justificable fracaso que jamás volverá a repetirse.

Porque el conocimiento sólo debe recaer en manos capaces ymentes preclaras que sepan cómo esgrimirlo.

Y en su ausencia, en ningunas otras.

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Bases de una futura traición

Relato de ciencia-ficción escrito el 28 de Octubre de 2012.

—Nos encontramos aquí, en este glorioso día que pronto pasará a serel primero de nuestra nueva Historia, para rendir homenaje aquienes, por su propia voluntad, se disponen a ofrecer el más pre-cioso de los regalos: sus vidas.

Un clamoroso silencio inundó la sala, expresión del más profundorespeto mostrado por las personas que allí se reunían para tanespléndida ocasión.

—Son bien conocidos los problemas a los que nos hemos en-frentado desde que nuestra nave buscó refugio en este agreste plan-eta —prosiguió desde su atrio—. Nuestra cultura, valores, principios,nuestra forma de vida a fin de cuentas, e incluso los procesos vitalespor los que se rige nuestra naturaleza, se han demostrado incompat-ibles y hasta deficitarios en comparación con las caprichosas exigen-cias biológicas imperantes en este ecosistema. Pronto lo comprendi-mos: nos enfrentábamos a la extinción total como especie.

Discretos murmullos corearon tan fatídicas palabras.—Circunstancias desesperadas obligan a medidas desesperadas.

Mentes visionarias, amparadas por nuestros estudios y conocimien-tos en los campos de la microbiología, la genética, la zoología, labotánica y la parasitología, han trabajado en armonía para trascenderuna frontera que hasta ahora creíamos insalvables. El resultado deesta agotadora y frenética labor contra el reloj de ha obrado su fruto.El nombre con el que ha sido bautizado Provecto Genoma Y.

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»Pero de nada nos serviría el mencionado Provecto Genoma Y sinlas personas que están dispuestas a sacrificar su propia existencia, suidentidad como raza, y decididas a afrontar las desconocidas implica-ciones que en sus vidas traerá consigo este definitivo experimento.Pues no olvidemos que se trata de un experimento sujeto a errores yde hasta cierto punto imprevisibles efectos.

»Su fisonomía cambiará —expresó. Su mirada se desvió por uninstante hacia las disimuladas siluetas que aguardaban en las som-bras del escenario—. El organismo se volverá más fuerte y el indi-viduo así se verá preparado para afrontar las duras pruebas a las quela salvaje fauna de este planeta nos expone de manera constante.Mutaciones hormonales afectarán a la propia naturaleza de sus im-pulsos y reconducirán el rumbo de sus instintos más primarios. Ya novolverán a albergar la vida en su interior —musitó, su voz traicionó ladesolación que sentía a causa de ello—. No obstante, el aditivo que anivel genético les será inoculado fomentará la viabilidad reproductivanecesaria en estos críticos momentos para nuestra especie.

»Pero no deseo continuar hablando —con las manos apoyadassobre el atril, estiró los brazos y se apartó ligeramente del micró-fono—. ¡Aquí están! ¡Con un fuerte aplauso, démosles nuestro mássincero agradecimiento y deseémosles, también, la mejor de lassuertes en este viaje sin retorno que traerá consigo un futuro posiblepara nuestra forma de vida!

El público allí reunido se alzó en pie y atronó el anfiteatro con unainagotable y creciente cascada de aplausos que resonó con fuerza enlos oídos de las orgullosas figuras uniformadas recién aparecidas enescena.

—Antes de dar comienzo al proceso y como portavoz de la Cámara—tomó de nuevo la palabra, dirigiéndose en esta ocasión a quieneseran objeto de tan absoluta aclamación—, permitidme tan sólo hacer-os extensible las esperanzas que laten, aún muy vivas, en el pecho detodas las representantes, tanto de las que se hallan aquí reunidascomo de las que no, así como rogaros que siempre tengáis presenteque las mejoras genéticas de las que se os dotará tienen como única y

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última finalidad el bienestar de la especie. —Un infundado y sombríopresentimiento la forzó a insistir—. Prometed que vuestra superiorid-ad puramente física no os encumbrará sobre el resto de nosotras, nios valdréis de tal eventualidad en beneficio propio. Que no os olvid-aréis de vuestros orígenes, ni renegaréis de quiénes en realidad sois.

Una de las figuras, pletórica bajo el resplandor de los focos, se ad-elantó para responder.

—Podéis confiar en nosotras.

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El patito de goma

Microrrelatos.Entre lo absurdo y lo genial, este peculiar formato de narración basado en apenas un

puñado de palabras y que pretende dejar abierta una historia para que el lector lacomplete de la manera que mejor le parezca, me asaltó una fría noche de Noviembre

del año 2012, camino a casa desde el trabajo.Tanto fue así que me planteé si me veía capaz de escribir mi propio microrrelato.

Éste fue el resultado.

—Calla. No hables —susurró ella, mientras acariciaba con la miradael pringoso patito de goma teñido de rojo. Y sonreía—. Lo sé todo.

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La oportunidad

Serie de relatos de fantasía épica, con tintes de terror, que comenzó a escribirse el8 de Noviembre de 2012.

1

Nadie se giró para mirar cuando la quejumbrosa puerta de la fondase abrió a un nuevo visitante. La atmósfera en el interior estaba sufi-cientemente cargada de humo y densos efluvios humanos para queincluso la espesa cerveza negra perdiera su sabor. Que ésta estuvieraconvenientemente aguada para favorecer los intereses del taberneroobligaba a los parroquianos a ingerir enormes cantidades de lamisma para lograr algún efecto.

El recién llegado avanzó con pericia entre el revoltijo de mesas ysillas desperdigadas por la sucia estancia, valiéndose de la pobre ilu-minación que aportaban los ruinosos cabos de unas pocas velas malrepartidas por los candeleros colgados de las descascarilladasparedes.

Las cabezas de aquellos que habían llegado antes que él al es-tablecimiento, huyendo del frío reinante en el exterior, se inclinabanlaxas sobre las desportilladas jarras, agarradas las manos a las asascon si les fuera la vida en ello, charlando en quedos susurros con suscompañeros o perdidos en sus ebrios y neblinosos pensamientos.

Aunque entre unas mesas y otras los clientes no se conocían entresí, todos estaban al corriente de las normas que regían aquel lugar:

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no molestes, no llames la atención, céntrate en tus propios asuntos yte ahorrarás una daga clavada en la espalda.

Cuando el hombre alcanzó la barra, el mesonero lo recibió con uncabeceo de reconocimiento. Sin preguntar, echó mano de una botellaen concreto que guardaba tras el mostrador y le sirvió una generosacopa del líquido ambarino.

—¿Qué opinas? —inquirió el recién llegado.—Creo que esta noche tienes suerte —respondió el tabernero—. El

grupo tiene buen aspecto: salteadores de caminos, rudos salvaguardi-as, desertores del ejército, cazarrecompensas sin escrúpulos, solda-dos de fortuna, burdos matones y cortabolsas. Me parece que hastacuentas con un veterano de la milicia, de ojos cansados pero manofirme.

—Eso pinta muy bien —apreció el hombre mientras se rascaba laperilla con los dedos.

Dio buena cuenta del contenido de su copa y se volvió para realiz-ar una estimación del posible valor de aquella recua de despojos hu-manos que se reunía bajo el humo en las sombras.

—De acuerdo. Vamos a ello.Sin pensárselo más, extrajo una raída bolsa de entre sus ropajes y

la dejó caer con estrépito sobre la barra. El inconfundible repiqueteode las monedas logró lo que no hubiese conseguido de otro modo:ganarse la atención de todos.

—Caballeros, y también damas —añadió al reconocer a una enjutalagara de cabellos pálidos entre su heterogéneo público—, tengo unapropuesta que ofreceros.

2

—Caballeros, y también damas, tengo una propuesta que ofreceros.En los ojos que lo observaron brilló la suspicacia, un franco desin-

terés o la simple codicia. Unas cuantas miradas no tardaron en re-gresar a la contemplación de sus decadentes jarras de cerveza; otras,

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prefirieron centrar su atención en el abultado saquillo que reposabasin dueño sobre la grasienta madera del mostrador.

—Mi nombre es Josquin Desprezz y no pienso andarme conrodeos —continuó—. Aquellos que guarden reservas a la hora demancharse las manos de sangre, que hagan el favor de abandonar elestablecimiento. —Un murmullo de enojo se alzó de inmediato entrelos presentes—. Se abstendrán de abonar el coste de las bebidas porlas molestias causadas, pero deberán marcharse de inmediato. Elresto, aquellos que se muestren dispuestos a correr algunos riesgosmenores a cambio de llenarse los bolsillos de buen metal, que per-manezcan en sus asientos.

Aunque no fueron pocos los que se removieron incómodos yecharon un apreciativo vistazo a la combada puerta de salida, el pesode la todavía lejana bolsa pareció tener el poder de clavarlos a sussillas.

—Para vuestra tranquilidad, he de deciros que más adelante tam-bién dispondréis de la oportunidad de abandonar el negocio. Aunqueclaro, con los bolsillos vacíos.

—¿Y qué me impide rebanarte el gaznate y llevarme la bolsa ahoramismo? —señaló el rudo heraclón de mandíbula cuadrada.

—Muy sencillo —atajó Josquin con una taimada sonrisa pintadaen los labios—. Te lo impide ganarte la enemistad de todos lospresentes, con quienes a buen seguro no habrías pensado compartirel botín. Me da la sensación de que se mostrarían tan poco remisoscomo tú a la hora de derramar sangre para conseguir, a cambio, unoscuantos Trinos Imperiales.

Las codiciosas miradas que circularon entre mesa y mesa creci-eron en intensidad al descubrir la cuantiosa naturaleza del premio.

—Aclarado este punto, proseguiré. —Con talante distendido, dioun brinco y tomó asiento sobre el mostrador, manteniendo la bolsa alalcance de su mano—. En resumidas cuentas, se trata de una misiónde recuperación. Todos conoceréis o al menos habréis oído hablar delCastillo Allard.

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—Sé lo suficiente como para no querer acercarme a él —comentóel oriundo de Garash, apoyado por el asentimiento de su torvo ca-marada. Ambos vestían aún los colores del ejército del que tiempo at-rás habían desertado.

—Mirad, al garashita le dan miedo los fantasmas —se mofó unode los desastrados llegados de la sureña Zahr, de ojos oblicuos y pielcetrina. Sus dos cofrades se unieron de buen grado a las risas, al igualque la disoluta lagara, que no dudó en sumarse a la burla desde elfondo de sus inquietantes ojos negros.

—Los fantasmas no usan hachas ni cuelgan a sus víctimas desdelas ventanas —apostilló muy serio el otro procedente de Heraclyr—.Se dice que tras sus muros se esconden aún los restos de Las HojasCalamitas, aquellos pocos que sobrevivieron al exterminio de Daxterel Resoluto y juraron que se vengarían antes de morir.

—Ni zorra tenemos de lo que hablas, heraclón —increpó unzahrko tras consultar a sus indolentes compañeros.

—¿Que no sabes quién es Daxter el Resoluto? ¿La Contienda de laMedianoche? ¿La Planicie de los Pies Inquietos? —terció el menhori,haciendo oscilar sus largas trenzas mientras negaba con la cabeza yse reía—. No hará ni cien años desde que los Territorios de la Sed seconvirtieron en escenario de una de las mayores muestras decrueldad y sadismo desatados cuando Daxter Remlor, Maestro de Co-cinas Imperial y antes conocido como Daxter el Gustoso, decidió em-puñar su cuchillo de deshuesar y alzó a las gentes al Oeste delNiblaun para arrojarse en sangrienta liza contra los despreocupadosTercios Monásticos. Pobres bastardos…

—Creo haber oído esa historia —comentó uno de los estrafalariosaventureros de Nerthoril.

—El viejo Garf nos la contó, recuerda —precisó su compañera deteñidos cabellos azulados. El nertho restante se conformó conasentir, ocupado como estaba en alisar las plumas rojizas de su cha-leco. También lanzaba miradas repletas de curiosidad al discreto in-dividuo ataviado con los distintivos de la guardia nalasse de la mesa

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del fondo, que parecía mantenerse al margen de todo cuanto se decíaen la taberna.

—Cuantos más muertos, menos gente con la que tener que re-partir el oro —sentenció el enorme jukiar, de brazos como jamones ypecho de barril.

—Bien dicho —asintió el otro de Juk, tan grande y corto de enten-dederas como su amigo.

—¿Habéis acabado? —preguntó, paciente, el organizador de todoaquello, aún encaramado a la barra—. Bien. Como os decía, este tra-bajito consiste en recuperar un objeto que se halla tras los muros delCastillo Allard. Fantasmas, Hojas Calamitas, brujas y las ventosid-ades letales de Arcaon VI. Todo eso está muy bien, si os apetece creeren ello. Pero lo que yo os ofrezco es oro, tangible y agradable al tacto,y la oportunidad de contar, cuando estéis suficientemente hartos yborrachos, la historia de todo cuanto os ocurrió y visteis entre losmuros del tenebroso fortín. A cambio, tan solo deberéis encontrar yentregarme una cosa: La Tigana Vítrea.

El silencio se adueñó de la estancia durante algunos segundos, losque tardó la curiosidad en vencer al desconcierto.

—¿Y qué es una tilana vitrina? —quiso saber un jukiar.—Tigana Vítrea —corrigió el menhori.—¿Y qué es? —le preguntó el antiguo soldado de Garash, a lo que

éste se encogió de hombros en un revuelo de trenzas.—Dejad que os lo explique —terció Josquin, temiendo volver a

perder las riendas de la conversación—. Se trata de una estatuilla decristal, de más o menos la altura de esta botella. Representa un aveen el momento de alzar el vuelo. Dudo que vayáis a encontrar otrasfigurillas de esta índole con las que os podáis confundir.

—¿Y… tenemos alguna pista de dónde puede estar escondido esemaldito pájaro? —expresó el heraclón que aún no había intervenidoen la conversación, circunspecto y práctico en sus intereses.

—Se supone que se hallará en algún lugar de honor. En una vit-rina, una hornacina, elevada sobre una columna…

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—Se supone —imprecó la sonriente lagara, recostándose en la sillay dejando que su desvaída melena se esparciera libre por el respaldo.

—Me da igual si decidís hacerlo en grupo o acometer la búsquedapor separado. Aquel o aquellos que me traigan La Tigana Vítrea seganarán la recompensa —sentenció Josquin Desprezz al tiempo quese bajaba del mostrador y recuperaba la bolsa para hacerla desapare-cer entre sus ropas—. Bebed cuanto deseéis; el gasto correrá a cuentade la casa. El tabernero pondrá a vuestro servicio habitaciones paraque paséis aquí la noche. Mañana, comenzará la búsqueda.

3

Abrosi abrió la puerta muy despacio. A su espalda aguardaban Asiumy Nejana, con las manos en sus espadas, temerosos de lo que pudieraestar aguardándoles al otro lado.

El mayor de los tres terminó de girar la hoja y se apartó paracederles el paso a sus amigos. Con mucho cuidado, éstos entraron enel amplio corredor. Cada uno se aprestó a un lado, bien pegados a lapared, en tanto Abrosi echaba mano a su lanza y en un revuelo deplumas rojizas tomaba el centro.

Aunque las primeras luces del amanecer iluminaban ya los cam-pos, los muros del Castillo Allard no permitían que se filtrase ni unrayo de claridad a su interior.

Los jóvenes aventureros aguardaron unos instantes a que sus ojosse adaptasen a la negrura reinante, atentos a escuchar algo o captar elmenor movimiento a su alrededor.

Todo en calma. Nada se había desatado a consecuencia de suintrusión.

Un gesto bastó para que Nejana tomara la delantera y se internaraunos pasos por el corredor. Asium le seguía a la zaga por el lado op-uesto, evitando tropezar con el arruinado mobiliario. A una indica-ción de la nertha Abrosi avanzó con la lanza en ristre, dispuesto aempalar lo primero que se cruzara en su camino.

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Nada ni nadie lo hizo. Cuando cruzaron el arco que daba portérmino al pasillo, un amplio salón se abrió ante ellos, tenuementeiluminado por la luz que se colaba por los carcomidos tablones quetrababan los ventanales. El polvo que sus pies habían levantadoflotaba en la clausurada atmósfera y le confería a todo cuando se ex-tendía ante sus ojos de un lúgubre carácter mortecino.

—Este sitio me da repelús —rumió Nejana.—¡Shh! —le chistaron al unísono los dos nerthos.La joven agachó la cabeza, arrepentida, aunque su aprensión res-

ultaba patente.La estancia, espartana en su mobiliario, se abría a dos alas de pu-

ertas cerradas. Al frente, una espléndida escalera resultaba pelig-rosamente tentadora, más aún si el acceso a los corredores lateralesestaba tan bloqueado como parecía. Sin embargo, si querían ser con-cienzudos en su búsqueda, debían registrar el castillo planta porplanta.

Abrosi no se lo pensó más. Acomodó el astil de la lanza en susmanos y se encaminó hacia el ala izquierda. El otro nertho, Asium, nodudó en seguir sus pasos. En cambio, Nejana se mostró reluctante aacompañarlos. Algo en su interior la impelía a afianzarse en el floridopasamanos y subir los desvencijados escalones.

Un chasquido la despertó de su ensoñación a tiempo para volverla cabeza y observar a sus compañeros que, con el acceso ya franco,hacían imperiosos aspavientos para que se reuniera con ellos.

La joven nertha lanzó un último vistazo furtivo a la escalera antesde aventurarse con los otros por el pasillo lateral.

La alfombra se deshilachaba bajo las suelas de sus botas a cada pasoque daban, mientras eran observados por los rostros enmarcados enmadera que decoraban las paredes. El lienzo de algunos dabamuestra de haberse convertido en foco de crueles maltratos. Otrospermanecían ciegos, al haberse descolgado del muro y caído bocaabajo.

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Asium pisó uno con beligerancia, incómodo por las miradas es-crutadoras de los vetustos retratos. Abrosi se sintió tentado dereprenderlo por el ruido que hizo la tela al rasgarse, mas optó pormantener la concentración en su avance.

La quietud en aquel lugar era tal que alcanzaban a oír el eco desus respiraciones. Aquel absoluto silencio los alertaría a las claras delos movimientos de cualquier agresor, pero lejos de tranquilizarlos, laagobiante sensación de estar siendo observados en todo momento sehacía cada vez más presente en sus pensamientos.

El techo descendió cuando llegaron a las cocinas, provocando queel entorno se volviera aún más opresivo si cabía. Difícilmente hal-larían un supuesto lugar de honor entre pucheros y cacerolas, así quese entretuvieron lo justo para echarte un rápido vistazo y regresar alas salas principales. El crujido de la madera los hizo volverse con lasarmas en algo y el corazón en un puño. Nada distinguieron entre lassombras. Esta vez, cuando abandonaron las cocinas, Asium permane-ció de espaldas a sus compañeros, cerrando la marcha.

Un fugaz destello cortó algo más que el aire. Un surtidor de san-gre caliente roció a la nertha, que exhaló un alarido al contemplarcómo la mano de Abrosi caía al suelo, aún empuñando un segmentode lanza. Cuando Asium se apresuró a darse la vuelta para auxiliar asus amigos se encontró escupiendo sangre, con un cuchillo clavadoen los riñones que le robaba la vida en grandes sorbos.

Abrosi todavía se mantenía en pie, recostado contra el muro yapoyado en el astil, con un rictus de agonía deformando su rostro.Nejana levantó la espada y giró sobre sí misma, en un intento pordescubrir a los asaltantes.

—Zorrita, zorrita —susurró uno de los zahrkos que conociera en lataberna el día anterior, que abandonó las sombras y hundió la irregu-lar hoja de su espada en el cuello de su compañero herido.

Con un gorgoteo, el nertho se desplomó en el piso. La madera dela lanza partida resonó con fuerza al golpear contra el enlosado.

—¡Bastardos!

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Nejana giraba sobre sus pies para mantener a la vista las armas delos tres desarrapados salteadores que ahora la rodeaban y que pro-gresivamente iban estrechando el cerco. Espadas, dagas y cuchillos.Demasiadas hojas la amenazaban desde distintos ángulos; aunquemás miedo le daban las aviesas sonrisas de los zahrkos.

Con un alarido de rabia, se abalanzó contra el malnacido de ojosrasgados que había asesinado a Abrosi y lanzó un tajo en diagonalcon la espada. El zahrko no borró la sonrisa de dientes torcidos de sucara mientras eludía sin esfuerzo la hoja de la mujer y hundía condesgana la propia en su abdomen.

Nejana abrió los ojos de par en par, perdió pie y se derrumbó enel piso cuando uno tras otro los tres hombres extrajeron de su cuerpolos filos manchados de sangre.

—La Tigana Vítrea será nuestra —anunció un zahrko dirigiéndosea los cadáveres de los aventureros.

—¡Y la recompensa también! —coreó otro.—Vamos. Sigamos buscando.

4

—¡Chicos, chicos! Mirad esto. ¡Creo que he encontrado algo!—¿Quieres cerrar esa bocaza, Lai?—¡Que te den, Dal! ¡Mirad esto!Los tres zahrkos se reunieron en torno a un enorme butacón que

en mejores tiempos tuvo que resultar de lo más mullido y confort-able. Ahora, la tela raída dejaba entrever la hacendosa labor que ratase insectos habían practicado con el relleno.

—Una maldita silla —sentenció Claven con cara de pocos ami-gos—. ¿Y?

—No me jodas, Clav —se quejó—. ¿Es que no lo ves? ¿Ni tútampoco?

—Que me corten los huevos… —exclamó Dalaner. Acto seguido seagachó a ras de suelo.

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Bien disimulado, un cable anclado a una pata del butacón desa-parecía bajo la alfombra.

—¿Una trampa? —inquirió Dalaner.—O el resorte para abrir una zona secreta.—Pues habrá que comprobarlo.Los tres cruzaron miradas entre sí, pero ninguno parecía dis-

puesto a ser el que desvelara el misterio.—¡Sola no se va a abrir! —se quejó Laiols.—¿Llevas cuerda? —le espetó Claven.—¡Pues claro que llevo cuerda! ¡Siempre llevo cuerda!—Calla y dámela.—¿Qué te propones, Clav? —dudó Dalaner.—Hum… creo que me lo huelo. Tómala.Claven cogió la soga y anudó su extremo a uno de los reposab-

razos de madera. Fue desenrollando cuerda y la hizo pasar por elhachero de la pared más cercana. Finalmente fue retrocediendo hastaalcanzar el vano de la puerta.

—¿Preparados?Los dos zahrkos asintieron y se prepararon para tirar.—¡Ahora!Tan pronto se volcó el sillón, una lluvia de flechas cruzó la hab-

itación. Sólo los reflejos de Dalaner a la hora de entornar la puerta lossalvó de recibir algún impacto. Satisfechos con el resultado, entraronde nuevo.

—Era las dos cosas, trampa y resorte —apuntó Laiols tras advertirun segundo cable enganchado a las patas—. ¡Por mis muertos! Unodisparaba las flechas y el otro… ¡pero mira lo que tenemos aquí!

Una librería se había desplazado para revelar una oquedad en lapared. El mueble debería haberse movido por completo, pero el óx-ido, la suciedad y la falta de cuidados había provocado que los en-granajes se atascaran apenas a medio recorrido.

Mientras Laiols recogía la cuerda, Claven y Dalaner se aproxima-ron para estudiar el hallazgo. Si la habitación estaba a oscuras, allídentro la negrura era absoluta.

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Sin otra opción, los salteadores que tan gustosos se movían entrelas sombras, echaron mano de una antorcha y la prendieron paradescubrir qué guardaba el pasadizo.

El limitado alcance de las temblorosas llamas reveló el paso a unestrecho túnel de paredes desnudas y suelo de pizarra que absorbíatenazmente la luz de las antorchas. Trataron de despejar la entradaempujando la librería entre todos, pero ésta se negó a ceder. Con unencogimiento de hombros, interpusieron una cuña en el recorrido decierre de mueble y se internaron en el pasadizo.

—¿Por qué no nos largamos ya? ¡Por aquí no vamos a ninguna parte!Dalaner rezongaba a cada momento, angustiado por la pringosa

sangre que manchaba la manga de su camisa.En su avance habían localizado varios disparadores en las piedras

huecas del piso, pero uno que les había pasado inadvertido bastópara arrojar un proyectil que había lacerado el brazo del zahrko.Desde aquel instante, sus ansias de aventura habían mermadoconsiderablemente.

—¡Cállate ya! —espetó Claven—. Nos largaremos cuandotengamos lo que hemos venido a buscar.

—¿Y cómo sabes que lo encontraremos aquí? ¡Éste no es unmaldito lugar para un homenaje!

—¿Quién pondría tantas trampas si no quisiese esconder algovalioso? —terció Laiols. La codicia relampagueaba en sus ojosrasgados—. Además, parece que estamos llegando a algún sitio.

Los otros dos miraron hacia donde apuntaba su compañero ycomprobaron que el suelo de pizarra terminaba en unos escalonesque ascendían y doblaban hacia la izquierda.

Si antes habían tenido mucho cuidado a la hora de pisar cada losade pizarra, ahora extremaron precauciones ante los engañosospeldaños que se extendían ante ellos.

Laiols encabezó la marcha.La escalera de caracol, además de estrecha, se inclinaba grave-

mente hacia un lado, por lo que la sensación de vértigo era

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permanente. Lo más cómodo sería apoyar a cada paso el hombrocontra la pared interior.

Pero por norma, lo más tentador solía ser lo que conducía a uno alcementerio. Así que guardaban un tremendo cuidado en desplazar elpeso del cuerpo hacia la izquierda y evitar el vértice central. Claven,que iba en retaguardia, no se percató de la parada de su compañero ychocó contra él. Dalaner mantuvo el equilibrio a duras penas, aunqueexhaló un gemido de dolor a causa de su extremidad herida.

Claven no lo logró.Ante la posibilidad de caer de bruces y rodar escalera abajo, ex-

tendió instintivamente el brazo y apoyó la mano en el muro. Su botapresionó el interior del escalón y éste cedió con un fatídico clic.

Nadie se movió. Permanecieron como estatuas a la espera del trá-gico desenlace. Pasados unos segundos se atrevieron a expulsar elaire que habían enjaulado en su pecho. Se miraron unos a otros, y fi-nalmente la atención se centró en Claven. Concretamente en su botay en el pie que habitaba dentro. Aunque dudó por un momento,Dalaner pronto se apresuró a seguir los pasos de Laiols escaleraarriba.

El mensaje estaba claro: Claven había metido la pata; que se bus-case la vida.

—¡No os vayáis! ¡Ayudadme! —gritó, no tanto encolerizado comoterriblemente asustado.

Los otros zahrkos no aminoraron el paso sino para cuidarse muymucho de dónde pisaban.

—¡Bastardos! ¡Hijos de mala madre! —vociferó, presa delpánico—. ¡Volved! ¡Volv…!

El grito murió en su garganta cuando los despojos ensangrenta-dos en los que súbitamente se convirtió su cuerpo se precipitaron es-caleras abajo.

—Tenemos que salir de aquí, Lai. ¡Tenemos que salir!—¡Que te jodan! Yo no me voy sin mi tesoro.

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La ambición que antes brillara en los ojos del zahrko había ahoraadquirido peligrosos tintes obsesivos. Por otra parte, Dalaner habíaperdido todo su interés por la empresa. Su único afán consistía en es-capar del maldito Castillo Allard con vida. El brazo le dolía horrores yla pérdida de sangre comenzaba a menoscabar sus fuerzas. Sus ojosya no se mostraban tan agudos y mantener la cabeza erguida lesuponía un importante sobreesfuerzo.

—Deberíamos haber ayudado a Claven —se lamentó—. Entre lostres hubiese sido más fácil.

—Ya vi lo mucho que quisiste prestarle tu ayuda —apuntó Laiolscon malicia, pero sin apartar la mirada de delante.

—¡Estoy herido! Pero tú sí podrías haber…—¿Muerto con él? El que la caga la guiña. Así de fácil. Calla y

escucha.Laiols se había detenido de forma súbita con la mano en alto.

Giraba la cabeza a un lado, enfocando la oreja derecha al frente.Dalaner a punto estuvo de rezongar. Sin embargo aceptó obedi-

ente y tras unos pocos segundos de atención pudo apreciar un lejanotintineo. Asintió.

El repiqueteo provenía de más allá del túnel de paredes peladas ysuelo terroso. Esta variación interrumpió su discusión y los animó acontinuar adelante, cautos pero ávidos.

Al final de la galería se toparon con un artesonado de maderascruzadas que bloqueaba el paso. Laiols no tardó en ponerse a la tareade inspeccionarlo en tanto el otro zahrko se limitaba a acunar elbrazo herido y lanzar nerviosas miradas a uno y otro lado.

En el rostro de comadreja de Laiols se pintó una sonrisa al des-cubrir las bisagras que permitían la apertura de la compuerta. Unacálida luminosidad los fue envolviendo a medida que el salteadorabatía la puerta secreta hacia el interior de la habitación a la quedaba el pasadizo.

Las botas abandonaron la gravilla para pisar una mullida alfom-bra de tintes rojizos que cubría la totalidad del piso de la estancia.Ésta, decorada con un exquisito mobiliario trabajado en maderas

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nobles debía su generosa iluminación a innumerables velas encendi-das en lo alto.

El zahrko sonrió aún más al contemplar en lo alto de una en-galanada repisa la refulgente figura de un ave a punto de alzar elvuelo.

—¡Ja! ¿No te dije que sería nuestra…?Laiols nunca pensó que al echar la mirada atrás para compartir la

alegría de su hallazgo con su quejicoso compañero se encontraría unpanorama tan adverso.

Dalaner yacía hecho un ovillo sobre la alfombra, a todas lucesmuerto. A un lado se erguía una figura de sucia casaca color marfil ygruesos pantalones de campaña. Al otro lado, con la espada goteandosangre, reconoció al garashita del que se burlara la noche anterior enla taberna.

—¡Joder, muchachos! ¡Casi hacéis que me cague en los calzones!Ante el ominoso silencio de los antiguos soldados, el zahrko con-

tinuó hablando. Mientras, evaluaba sus opciones.—¿Así que tenemos la Tigana, eh? —señaló dando unos cuantos

pasos con los que aumentó la distancia con los garashitas y se apartóde su camino hacia la figura cristalina, desentendiéndose del pre-mio—. No sé cómo lo veis vosotros, pero para mí que os las habéis ar-reglado para ser los primeros en llegar y os merecéis la recompensa.

Laiols prosiguió con su cháchara, aproximando con disimulo lasmanos a las armas que escondía a lo largo de su cuerpo.

—Pero qué bien os vendría alguien que limpiara de trampas elcamino de vuelta, ¿verdad?

Los garashitas intercambiaron una breve mirada y dieron un pasoadelante, uno con la espada, el otro con una sencilla maza que extrajodel cinturón y balanceó con la soltura que sólo se consigue conpráctica.

—¡Joder! ¡Me necesitáis!Advertido de las letales intenciones de los dos desertores, Laiols

desvió su atención por un instante hacia la estatuilla, resplandecienteen su pedestal, y apenas en un borrón de movimiento arrojó sendas

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dagas contra los otros mientras se lanzaba a la carrera hacia el accesopor el que ellos debían de haber entrado.

El delator clic no bastó para que el zahrko cambiara su rumbo. Elgrueso virote le atravesó el pecho y lo hizo volar, tirándolo de espal-das sobre la alfombra.

—Mira por dónde, al final nos resultaste de utilidad —concedió elgarashita, al tiempo que reclamaba la figurilla.

5

—Me preocupa que hasta el momento sólo nos hayamos topado conesos dos.

Grayt caminaba a su lado, atento a su entorno y con la mano firm-emente apoyada en la empuñadura de su espada. Asintió a las palab-ras de su camarada con un firme cabeceo.

—Si no recuerdo mal, en la posada había tres zahrkos —comentópensativo—. Pero por el aspecto que traían, diría que se dejaron auno por el camino.

—Aún así, convendría andarse con ojo —sugirió Raitz a la par queamoldaba el saco a su hombro.

—¿Pesa mucho?—No es tanto pesado como incómodo de llevar.—Cuando necesites te doy el relevo.—Descuida. Tú vigila el frente, que yo me encargo del fardo.El amplio corredor que ahora cruzaban rechazaba el eco de sus

voces. La luz mortecina que se colaba por las estrechas aspillerasbastaba para satisfacer un primer reconocimiento del entorno. Unaexploración más completa requeriría una imprudente cantidad detiempo. Y más hombres.

Quizá las circunstancias hubieran conducido a que aquellos dosveteranos abandonaran el Noble y Esplendoroso Ejército Real deGarash, pero el espíritu marcial corría por sus venas y se comport-aban como dos oficiales que aún continuasen sirviendo en la milicia.

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Una sutil seña y Raitz dejó el morral en el suelo. Reclamó su mazay se preparó para cargar en cuanto Grayt abriera el portón del in-menso aparador.

La figura que surgió del interior recibió el impacto del arma delgarashita. Un golpe brutal que fue acompañado del inconfundiblecrujido de los huesos al romperse.

Grayt no se molestó en lanzar estocada alguna. Aquello estabamuerto. Al darle la vuelta con el pie pudo comprobar que aunque let-al, no había sido el mazazo de su compañero el culpable de segar lavida de aquel infeliz. Sangre seca apelmazaba las plumas del costadodel hombre, que había muerto con una hoja clavada en los riñones.La vistosa indumentaria le desveló en el acto la identidad delcadáver: sin duda se trataba de uno de los nerthos de la taberna.

Lanzó un significativo gesto a su compañero. Éste asintió al re-conocerlo también.

En esta ocasión, no colgó el arma al cinturón a la hora de echarseel saco al hombro.

—¿Recuerdas este salón?Ante ellos se abría la estancia más grande que hasta el momento

habían encontrado en Castillo Allard. A pocos pasos de donde sehallaban tras cruzar las últimas puertas, una balaustrada los separa-ba de caer al piso inferior —a todas luces, un salón de baile—. A cadalado, una majestuosa escalera de doble tramo invitaba a reunirse a lamuda y delirante celebración que se festejaba en la desierta sala. Enlo alto, una lámpara de múltiples brazos, con gruesos cirios en-cendidos en sus extremos, oscilaba lánguidamente de un lado a otro,creando fantasmagóricas sombras a lo largo de su recorridopendular.

Raitz torció el gesto, visiblemente asqueado, y trazó con los dedosun supersticioso signo de protección en el aire contra los malosespíritus.

—Sigamos.

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La madera de los peldaños se hundió bajo sus pies y fue queján-dose con rencor a cada paso que daban. El pasamanos no se mostróm´s firme, por lo que optaron por caminar junto a la pared y así con-tar con una mano libre para afrontar cualquier desavenencia quepudiera surgir de manera inesperada.

Apenas más allá del alcance de sus oídos, una alegre melodía in-undaba el salón, dotando a la atmósfera del recinto cerrado de uncarácter jovial e irreverente.

Una vez sorteadas las enormes mesas, libres de comensales éstaspero con los platos, jarras y cubiertos bien dispuestos, alcanzaron elcorazón de la sala. La caprichosa luz les permitió entonces distinguirque no se hallaba tan vacía como en un primer momento habíancreído. Una oscilante bailarina ejecutaba con indolente languidez sudanza, colgada del cuello por una soga atada a los brazos de la majes-tuosa lámpara.

—Mierda, Grayt —no pudo por menos que exhalar el garashita.Sus dedos apretaron con más fuerza la empuñadura de su arma—.¿Es la chica nertha?

El otro asintió encorajinado. Reclamó una silla para sí y la acercóal cadáver de la joven en su recorrido. Por contra, su compañero nolas tenía todas consigo.

—Vamos. Ayúdame a bajarla.—¿Estás seguro, Grayt? —titubeó el otro al avanzar un paso.—Es una mujer, joder, no el maldito adorno de una verbena. —Se

aupó al asiento con decisión y esperó a que la lámpara completase elciclo—. Prepárate para cogerla de las rodillas… ¡Ahora!

El impulso era tan fuerte que a punto estuvo de arrollar a Raitz yderribar a Grayt de la silla. Sin embargo, finalmente lograron afian-zarse y sujetar el cuerpo. Grayt cortó la soga con un cuchillo, en tantosu camarada se ocupó de bajar a la exangüe joven hasta el suelo.

—¿Y ahora?—Ahora nos largamos de este condenado castillo cagando leches.—Estoy contigo —afirmó Raitz, no sin antes lanzar un último

vistazo al desmadejado cadáver cubierto de plumas.

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Si esperaba descubrir a la empalidecida mujer retorciéndose oreptando por el suelo en dirección a ellos, en sus ojos reflejados losfuegos del infierno, quedó decepcionado. Nada se movería ya más enaquella sala de baile.

—Desde que entramos, ¿cuántos pisos habremos subido?Raitz se detuvo un momento para hacer recuento con los dedos.—Subimos dos rampas —extendió el índice y el corazón—, por la

escalera de caracol y por aquella escala de mano. Pero también ba-jamos por la escalera donde estaba la lámpara —volvió a esconder elmeñique—. Deberíamos estar en la tercera planta.

—Entonces, explícame qué hacemos en los sótanos.Plantado al otro lado de la puerta y con el brazo apuntando a un

nivel inferior al frente, Grayt señalaba hilera tras hilera de enormesbarricas de madera oscura.

—Que me aspen —concedió Raitz—. ¿Después de todo cuantohemos subido, estamos en las bodegas del castillo?

—A no ser que decidieran conservar los vinos en las buhardillas,eso parece.

El antiguo soldado se alegró de pisar tierra tras descender los po-cos peldaños de madera que lo separaban del piso inferior. Un rápidoexamen con el mango de la maza les advirtió de que la primera barri-ca no contenía más que aire. La siguiente reventó hacia dentro a con-secuencia de la podredumbre que había hecho presa en la madera.Los vapores que exhaló no resultaron ser mucho más saludables. Eleco que devolvió la tercera tampoco fue nada halagüeño, así que de-cidieron dar la inspección por concluida.

Sin embargo, los estantes donde reposaban las botellas eran otrocantar.

Al vidrio templado lo cubría una enmohecida capa de polvo, masel corcho de la primera que escogieron parecía hallarse en buen es-tado. El volumen de la botella era considerable, por lo que Grayt dejódescansar el saco en el suelo y empleó ambas manos para sacarla delaparador. Echó mano de una raída gamuza que colgaba del cinturón

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para limpiar con esmero la superficie exterior. Una vez satisfecho, laalzó para contemplar su contenido a la luz.

El estrépito del cristal al romperse en mil pedazos apartó la aten-ción del otro garashita de sus propias pesquisas. Allí, sobre el barroque el líquido iba formando, yacía una mano cercenada a la altura dela muñeca.

—Juro que si salimos vivos de aquí, no volveré a probar ni unapinta de cerveza más —rezó Raitz observando aquellos dedosengarfiados.

—Salgamos entonces de una maldita vez.Al fondo de la bodega encontraron una portezuela entreabierta,

con las jambas tan deformadas que hubiera resultado imposible decerrar. La hoja basculó sobre sus maltrechos goznes con un chirridodesgarrador, y tras cruzar un sencillo pasillo carente de decoraciónalguna, pronto se hallaron en un espacioso despacho de escribano.No tenía nada de particular, salvo que ya estaba ocupado.

Dos hombres cubiertos con largas capas oscuras zarandeaban aun tercer individuo. Éste, recostado en un sillón y ataviado estra-falariamente con una indumentaria tocada de plumas rojizas, daba laimpresión de llevar muerto un tiempo. Un vistazo más atento revelóla ausencia de una mano.

—Heraclones —le susurró Raitz a su camarada.—¿Sois vosotros los que os dedicáis a esconder cadáveres en

armarios y colgar mujeres de lámparas?—Son los soldados de la taberna —comentó uno de los individuos

de mandíbula cuadrada, olvidándose por el momento del nerthomuerto.

—Los desertores —añadió el otro.—No habéis contestado —insistió Grayt.—El único cadáver que hemos visto hasta ahora es éste —replicó

el de Heraclyr, señalando el cuerpo con la punta de la bota—. Peroparece que vosotros habéis dado con otras cosas. ¿Qué llevas en labolsa?

—No es asunto tuyo.

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El modo en que el miliciano se removió para tratar de esconder elmorral reveló al heraclón todo cuanto necesitaba saber.

El conflicto estaba servido.Las armas no tardaron en abandonar sus fundas. Ambas parejas

dedicaron unos instantes a estudiar a sus oponentes, no muy seguraninguna de tener una clara superioridad sobre la otra. Grayt se de-shizo del saco y lo dejó oportunamente en el pasillo, al otro lado de lapuerta frente a la que de inmediato se interpusieron dispusieronambos.

A los heraclones no pareció importarles aquel gesto. Se apartaronlas capas hasta asegurar la completa movilidad de los brazos armadosy, con aparente desgana, se abalanzaron sobre los soldados rebeldes.

Si por algo se caracterizaba el estilo de lucha de un soldado, es porconocer cómo enfrentarse a un rugiente mar de espadas enemigas sinmás ayuda que la pericia propia y el apoyo de sus camaradas. Losguardaespaldas se ocuparon de ponérselo difícil. Cada uno seleccionóun único objetivo y se abrieron lo suficiente para que los milicianostuvieran que enfrentarse a un heraclón y no pudieran actuar comogrupo. Los garashitas advirtieron la maniobra de inmediato y cer-raron filas, perdiendo así movilidad, pero confiados en la importan-cia de mantener la formación.

No tardaron en descubrir que aquello que tiene aplicación y fun-ciona sobre el campo de batalla, no tiene por qué tener igual res-ultado entre los muros de un castillo.

Cuando Raitz quiso trabar el arma de su adversario con la cabezade la maza, éste no dejó de presionar, aún a riesgo de exponerse a ungolpe de retorno. La jamba de la puerta se encargó de bloquear elavance del arma, así que el heraclón aprovechó la oportunidad paraalcanzar el hombro del otro garashita con la punta de la espada.

La hoja no se detuvo hasta raspar hueso.Grayt soltó un gruñido. La debilidad se apoderó de su extremidad

herida y no logró interponer a tiempo la espada en la trayectoria delarma de su adversario. La hoja del de Heraclyr abrió la garganta con

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un amplio tajo. La sangre brotó de la herida como un surtidor, roja ybrillante.

Tras la caída de su camarada, la rabia y valentía con la que de-fendió Raitz su vida fue digna de encomio, pero eran dos las espadasque lo acosaban desde ángulos opuestos y el desenlace eran tan pre-visible como inevitable.

Con el cadáver de un garashita yaciendo en el piso y el otro agon-izando, los implacables escoltas reclamaron su premio.

—Hecho. Nos vamos.

6

—¿Habrá anochecido ya?—¿Y cómo demonios quieres que lo sepa?Si los sentidos no les engañaban, hacía horas que recorrían sin

descanso los innumerables corredores y pasillos de Castillo Allard.Caminaban por pura inercia, y el azar se ocupaba de tomar la

mayoría de sus decisiones. Con la estatuilla al hombro, por muygrande que fuera el edificio tarde o temprano darían con algunasalida, balconada o similar.

El eco de ruido de pisadas los alcanzó claramente desde el otrolado de la pared.

—Me estoy cansando de esto —rezongó Niur—. Si nos andansiguiendo, ¿a qué esperan?

—Ni siquiera sabemos que nos estén siguiendo —razonó Jnor sinperder la calma—. En un lugar como éste el sonido puede provenir dela otra punta del castillo y nosotros juraríamos que algo nos espera ala vuelta de la esquina. Es muy probable que ellos estén tan para-noicos como nosotros por culpa de nuestros pasos.

—Demasiada palabrería.—Uno de los dos ha de ser el que piense, hermano.El otro heraclón gruñó a modo de respuesta.—Ahí está otra vez.

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A veces eran cortas carreras lo que escuchaban. Puertas que se ab-rían y se cerraban en agónicos lamentos. Un persistente y rítmicochirrido acompañado de los acordes de una alegre melodía. Elretumbar de voces, gritos… Y lo peor era aquel rascar, como si algoreptara por encima de sus cabezas. La mejor forma de escapar de to-do aquello y no prestarle atención era cubrirlo con su propia conver-sación. Los eventuales momentos de silencio invitaban al desastre.

—¿Volverás a casa?—¿A qué te refieres?—Cuando cobremos la recompensa —aclaró Niur—, ¿volverás a

casa, con padre?Jnor reflexionó unos instantes antes de responder.—Creo que no. Si me eché a los caminos y me uní como escolta a

la primera caravana con la que me crucé fue para escapar de aquellavida. Si te soy sincero, nunca soporté la peste a mierda de oveja.

—¿Por qué crees que seguí tus pasos? —confesó el otro con unamedia sonrisa.

—Pero no es lo mismo. Tú tienes una familia que te espera. Nocreo que Lavelin se conforme con las monedas que le envías. Seguroque te echa de menos, así como la pequeña Guna, que apenas te havisto dos o tres veces desde que vino al mundo.

—Creo que no te lo dije. Lavelin está embarazada.—¿Otro crío?Niur asintió, orgulloso.—Si no me equivoco, pronto nacerá.—Pues no sé a qué esperas —replicó Jnor—. Aunque se trate de un

mendrugo, esas criaturas merecen conocer a su padre.—Este trabajo y se acabó. Lo juro.—Pues vamos. Acabemos con esto de una vez.

Tan pronto el eco de sus voces se perdió más allá de los recodos deaquel tortuoso corredor, un alarido brotó de algún lugar frente a el-los. Aunque fieros guardianes a la hora de proteger la carga de las

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caravanas que contrataban sus servicios, no pudieron evitar que seles erizara el vello de los brazos.

—Un grito de muerte —señaló Jnor.—Estamos en el Castillo Allard —zanjó su hermano, como si entre

aquellos muros no hubiera cabida para melodías más placenteras.Dieron un salto atrás y las manos volaron a las armas cuando una

bien disimulada trampilla tableteó en el muro lateral a la altura desus rodillas. Algo del tamaño de un melón rodó por el canalón y fue adetenerse a los pies de Niur. El gesto de horror que deformaba lasfacciones resultaba más aterrador que la propia cabeza decapitada. Aésta la siguieron más restos humanos descuartizados, que fueronamontonándose sobre la fina arena que cubría el piso. Sangre y otrosrepugnantes fluidos rezumaron después de la trampilla, como si deuna úlcera infectada se tratase.

—¡Válgame Kor!—Al frente, sigamos al frente —espoleó Jnor, no dispuesto a de-

jarse amilanar, aún en contra de lo que dictasen sus propios sen-tidos—. Están jugando con nosotros, Niur. No sé qué pretenden con-seguir con esto, pero no nos va a afectar. ¿Verdad que no, hermano?

—N-no…—¿Recuerdas lo que pasó cuando escoltábamos aquella caravana

hacia los prados occidentales? —continuó— ¿En Paso Stig? ¿Recuer-das cómo quedó aquel tipo abierto en canal? Era norteño, de las Mar-cas, de Dsiuldor o más allá. Se llamaba… ¿Cómo se llamaba?

—Caleque.—¡Eso es! ¡Caleque! Siempre has tenido mejor memoria para los

nombres que yo, hermano. —Jnor se esforzaba en mantener centradoa su compañero—. Se lo advertimos: no te acerques al aspa. Una yotra vez. Pero el tipo no atendía a razones. Yo puedo desatascarla,decía. ¡Y ya lo creo que la desatascó! ¿Recuerdas la cara que se lequedó cuando saltó el trozo de hueso, el aspa se puso a girar y lecortó de abajo a arriba?

—Me acuerdo de la cara de imbécil que puso —afirmó Niur, másanimado—, mirando como un estúpido cómo se le salían las tripas.

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—El muy cobarde no trató siquiera de contenerlas. Así murió, conlas tripas colgando. Qué imbécil.

Sus voces callaron. En un estrecho pero alargado ventanuco dis-tinguieron una siniestra figura levitando. O, al menos, sus pies noparecían buscar sustento en el suelo.

A medida que se aproximaron pudieron encajar las piezas del en-igma. Lejos de flotar, aquel miserable zahrko oscilaba como unmuñeco por un grueso virote que le atravesaba el pecho. Los ex-tremos del proyectil estaban sólidamente encajados en el marco de laventana, a modo de travesaño.

—¿H-has visto, eso, Jnor? Lo han… ¡Lo han espetado! ¡Jnor, lohan espetado como a un cerdo!

El heraclón estalló entonces en violentas carcajadas, con el dedoseñalando el cadáver colgado.

—¿Quieres calmarte?—¿Pero qué crees tú? ¿Que lo mantendrán ahí hasta que se desan-

gre y después lo mandarán a las cocinas, o que lo dejarán así paraque macere? ¿Eh, Jnor? ¿Tú que crees?

Al ver un atisbo de demencia en la mirada de su hermano, Jnor locogió de la pechera y lo zarandeó en un intento por acallar sushistéricas y delirantes risas. Aunque de estatura inferior y dotado deuna constitución menos poderosa, sacudió a Niur como si se tratasede una marioneta con los hilos rotos. Un bofetón, dos, tres hicieronfalta para que algo de su antiguo brillo regresara a los ojos de suhermano. Las carcajadas terminaron por ahogarse en su garganta. Lafalta de resuello lo forzó a calmarse y respirar hondo. Jnor permane-ció expectante ante otro posible ataque de locura, pero Niur logró re-cuperarse y enfocar la mirada.

—¿Cómo estás?—Mejor. Mejor, hermano. Gracias.—Olvídalo —zanjó quitándole importancia con un gesto de la

mano—. Encontremos la maldita salida.Puertas que se abrían en la lejanía. Puertas que a continuación se

cerraban a la vuelta de la esquina. Pisadas que recorrían las salas

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aledañas, también el techo sobre sus cabezas, que se cruzaban con lassuyas propias en el mismo pasillo por el que ellos avanzaban. El con-tinuo mascullar de voces en los oídos, dentro de sus cabezas. El in-confundible chasquido de una ballesta al ser amartillada. Ondulantessombras que se filtraban a través de una luz inexistente. El siemprepresente olor dulzón de la sangre…

—Aguanta, hermano. Aguanta.—No debimos entrar aquí, Jnor. No debimos entrar aquí…—Vamos, Niur, ya casi estamos. Un poco más y nos habremos

marchado. La salida tiene que estar ahí delante.Al traspasar la siguiente puerta, una intensa luminosidad los ce-

gó. Las decenas de velas encendidas creaban un fuerte contraste conlas tétricas tinieblas de las que provenían. Aquel comedor privadopresentaba todo lo necesario para afrontar una opípara cenamontada para dos comensales. El burdeos de la bebida regaba tantolas copas de cristal como el grueso tejido de los manteles. Carne rojay brillante colmaba los platos de viandas. Y el centro de la mesa lodominaba el plato principal: sobre una enorme bandeja yacía, ovil-lado y con la mirada vidriosa, el destripado cadáver de un hombre.

El heraclón se giró al punto para observar a su hermano e inter-ponerse entre él y aquella macabra escena.

Demasiado tarde.No necesitó mayor escrutinio para descubrir que algo se había

roto en el interior de Niur. Con los brazos caídos a los costados, la ex-presión ida y la boca entreabierta y temblorosa, cuando se asomó asus ojos nada en él pudo reconocer del hombre que una vez habíasido.

Un mazazo en la espalda lo derribó al suelo. Apenas logró volverla cabeza cuando una bota se enterró profundamente en su estómago.A ésta le siguieron varias patadas, a cual más violenta. Un pitido seadueñó de sus oídos y la sangre salpicó el suelo al toser en busca deun soplo de aire que llevar a sus maltrechos pulmones. Entre laneblina que enturbiaba su mirada alcanzó a ver cómo su hermano,ajeno a la paliza que le estaban propinando sus agresores, avanzaba

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despacio en dirección a la mesa, apartaba una silla y tomaba asientofrente al morboso festín. Un nuevo y brutal puntapié obligó a Jnor adoblarse sobre sí mismo.

Los dos enormes jukiar se despacharon a gusto en la piel del her-aclón antes de tomarse una pausa para retomar el aliento. Un man-otazo en el hombro y una breve consigna bastaron para repartirse lastareas.

—Ve a por el otro.El segundo individuo, tan colosal como el primero, cabeceó con

un gruñido y partió en pos de un demente Niur, que empuñando unlargo tridente tanteaba las sanguinolentas vísceras ofrecidas en lasfuentes.

El respiro para Jnor fue tan corto como insuficiente. Una enormemanaza lo agarró del cogote y, como quien coge a un cachorro, le es-trelló el rostro contra una pared, pintándola de rojas salpicaduras. Elhueso reventó y las astillas se le clavaron en la cara, mas aquella fuela menor de sus preocupaciones. Impotente, llegó a distinguir latrayectoria de la brutal rodilla que acabaría chocando contra su es-palda torcida y le destrozaría la columna.

Así quedó, hecho un guiñapo, su cuerpo recostado en un ánguloimposible contra la pared.

Satisfecho, el matón oriundo de Juk desvió la atención hacia sucompañero. Las facciones del hombretón conformaron un gesto deabsoluta imbecilidad al contemplar a su paisano inclinado sobre Niura modo de embelesado espectador, mientras éste deglutía con calma.

—¿Bek? —llamó, confuso.No fue hasta que se acercó a él que pudo distinguir el fino hilo de

alambre que, desde el techo y con un lazo, había sofocado la vida desu compañero. Levantó la cabeza y escuchó el chasquido del resortede la ballesta al ser disparada. Ni siquiera vio el virote que le atravesóel ojo y perforó su cerebro.

Con movimientos deliberadamente pausados, el menhori se liberóde los anclajes que lo sujetaban al techo de la estancia y descendió,precedido un revuelo de trenzas, hasta posar ambos pies sobre el

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mullido piso. Tanteó los cuerpos de ambos jukiar para cerciorarse deque estaban bien muertos antes de comprobar el deceso de Jnor.

No tuvo prisa a la hora de reclamar el saco caído, aunque decidióabrirlo para contemplar su contenido. Una sonrisa se abrió en sus la-bios al apreciar la cristalina figura de la Tigana. Se aseguró de aco-modarla bien de nuevo en la bolsa y la cerró para echársela alhombro.

El cazarrecompensas dedicó unos instantes a admirar, asom-brado, cómo el otro heraclón degustaba de manera pausada el con-tenido de todos y cada uno de los platos repartidos por la mesa, e in-gería de igual modo el coagulado líquido de las copas, ajeno a la real-idad que le rodeaba.

Negó con la cabeza. Se acercó a un absorto Niur y le hundió unahachuela en la nuca, poniendo así fin a sus miserias.

7

No había terminado Lacarys de limpiar su arma de la sangre del de-menciado heraclón, cuando una voz lo sorprendió a sus espaldas.

—Te desenvuelves bien.El menhori adoptó al instante una postura defensiva, con las

piernas flexionadas y una pequeña hacha sujeta en cada mano.La lagara se recostaba indolente contra el quicio de la puerta, con

los brazos cruzados frente al pecho. Al girar la cabeza para mirarle, elpálido cabello se derramó lacio sobre su hombro.

—No es oportuno sorprender a alguien de ese modo —respondióLacarys, evaluando con la mirada a la recién llegada.

—He tenido la consideración de esperar a que acabaras, antes dedecirte nada.

—Es otro modo de decir que has aguardado a que fuera yo quienhiciera el trabajo sucio.

—Es otro modo —ladina, sonrió la mujer.Durante unos momentos ambos mantuvieron su particular duelo

visual, mitad reto, mitad escrutinio. Sin embargo, la lagara optó por

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darle fin al exhalar un profundo suspiro y dejar caer la cabeza contrala jamba.

—¿Y ahora qué? —inquirió Lacarys—. ¿Lucharemos por el conten-ido del saco? Porque ni pienso compartir el premio, ni mucho menosdejarte a mi espalda. Si has llegado hasta aquí y continúas con vida esque eres más hábil de lo que pretendes aparentar.

—Vaya, gracias —contestó ella mientras se entretenía enredandolos dedos en su pelo.

—¿Y bien? —insistió.—Podríamos formar equipo. —La mujer alzó una mano concili-

adora antes de que el menhori tuviera ocasión de protestar—. Quéd-ate con el pájaro. Ya me he procurado mis propios beneficios entrelos muros de este viejo castillo. Además, ahora mismo —levantó losbrazos, provocando que su melena se deslizara por la piel y se precip-itara sobre su cuerpo—, lo que realmente me apetece es salir con vidade aquí.

—¿Y por qué debería creerte? —aceptó el juego él a su vez,divertido.

—¿Porque podría haberme limitado a tomar la estatuilla de tucadáver?

—Sólo si hubieras conseguido acercarte lo suficiente a mí sin queantes te descubriera.

—Eso, ya nunca lo sabremos.La desidia que envolvía a aquella mujer como un sudario logró

despertar el interés del avieso cazarrecompensas. Aunque en sumente algo tenía muy claro: al menor pretexto, hundiría la hoja delhacha en su perlado gaznate.

—¿Tu nombre?—Kaira.

—Vamos, por allí.Lacarys pronto advirtió que su infalible sentido de la orientación

de poco servía en el interior del Castillo Allard.

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Fácil le había resultado explorar sus salones y pasillos, sortear lasnumerosas trampas repartidas por su intrincado recorrido y servirsedel oído para eludir y vigilar al resto de visitantes. Al parecer, a ex-cepción de ellos mismos el edificio no contaba con otros residentes. Ysin embargo, tras colarse en aquel comedor y haber liquidado a partede la competencia, algo había cambiado. Escaleras donde esperabahallar largos pasillos, galerías donde antes se abrían amplias salas,ecos confusos cuando previamente reinaba una quietud absoluta…

Hombre práctico donde los hubiera, el menhori no quisoplantearse qué había llevado a aquel duro heraclón a sentarse en unamesa cuyo menú principal consistía en entrañas humanas. Muy alcontrario, al no contar con una mejor opción, había permitido que lamujer tomase la iniciativa.

Kaira disimulaba su firme determinación entre gasas de vaporosalanguidez. Cada gesto, vano y estéril, escondía un preciso interés queno había escapado a los agudos ojos del cazarrecompensas. Que sepaseara con aquella despreocupación por un entorno hostil repletode trampas letales, no hablaba en favor de su aparente fragilidad. Ocordura.

Lacarys procuraba mantenerse a la distancia mínima para evitarcualquier ataque furtivo por parte de la mujer, así como la necesariaparan lanzar su propio y definitivo ataque.

—¿Tienes claro por dónde vas?La lagara no contestó. Se limitó a exhibir aquella presuntuosa

sonrisa que mostraba siempre que el menhori le preguntaba. Conaquel inquietante gesto daba la impresión de saber mucho más de loque debería. Tal vez lo estuviese conduciendo a una celada. Bien. Ental caso no lo pillaría desprevenido.

—Lagar está muy lejos de Nalass —tanteó Lacarys.—Ajá —asintió Kaira, que se había dado la vuelta para contestarle

y ahora caminaba de espaldas hacia el final de la habitación. El recar-gado mobiliario que atestaba la estancia no daba la impresión de im-portunarla en lo más mínimo.

—¿Y bien? ¿Te trajo el azar o fue algún motivo en particular?

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—A veces, hay que caminar en la dirección que sopla el viento.—En Menhor decimos que no conviene oponerse a las mareas

—comentó Lacarys—. Pero que cuando estalla la tormenta, no haylugar más seguro que el ojo del huracán.

—¿Amenaza tormenta, marinero?Al menhori le recorría un escalofrío por la espalda cada vez que

veía aquella sonrisa reflejada en esos pozos de oscuridad que lalagara tenía por ojos. Con una hachuela bien asida en la mano, La-carys retomó la marcha, perdidas las ganas de seguir conversando.

—Sangre.Kaira se acercó a inspeccionar el hallazgo con el desapasionado

desinterés que con el que dotaba a cada una de sus acciones. Al puntolevantó el rostro para mirar al menhori y alzó una interrogativa ceja.

—Aquí mataron a alguien y arrastraron el cuerpo después —con-firmó Lacarys. La mujer se limitó a encogerse de hombros—. Y la pu-erta da a las cocinas.

Después de lo que había presenciado en el pequeño comedor,aquella breve conjunción de ideas —sangre y cocinas— logró re-volverle el estómago.

—No creo en la brujería —aseveró el menhori, quizá en un es-fuerzo por mantener la firmeza de sus creencias—. Así que debo en-tender que es alguien quien está orquestando toda esta pantomima.¿El Castillo Allard estará habitado, al fin y al cabo?

—Da la sensación de que eres uno de esos hombres que disfrutaescuchando el sonido de su propia voz —zahirió la lagara.

—Pienso mejor si reflexiono en voz alta —se defendió él.—Sigue pensando entonces. Me entretienes.Lacarys no supo si tomarse aquellas palabras como un insulto.

Finalmente lo dejó estar. No dejaría que aquella mujer lo sacara desus casillas.

Tampoco estaba dispuesto a dejarse acobardar por la escena conla que se toparon al llegar a la siguiente sala.

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Colgados de la pared se hallaban los cadáveres de los desertoresde Garash, uno del cuello y el otro de los pies, a la distancia precisade un brazo; el que tenían extendido y en contacto con su camarada,trazando con sus cuerpos un rectángulo en el muro.

En perfecta formación.—De los que entraron, ¿cuántos crees que seguirán con vida?—¿Incluyéndonos a nosotros? —señaló Kaira.—Obviamente.—Hay seis que seguro que no. Siete, si el primer plato también es-

tuvo en la taberna. La sangre podría ser suya.—¿Y cuántos éramos? Estaban los tres nerthos con sus plumas.

Los otros tres zahrkos, sucios y mezquinos. A los heraclones y jukiarsya hemos tenido el gusto de encontrarlos.

Lacarys terminó de contar con los dedos, mientras Kaira repasabamentalmente.

—¿Catorce?—Quince —corrigió ella—. Olvidas al miliciano silencioso.—Por Verdú que es cierto. Quince, pues.—Y mira por dónde…Lacarys se giró para seguir el dedo de Kaira y observar la desdibu-

jada figura del recién llegado.

8

«En qué pensaba cuando accedí a esto…»Tras terminar una ronda por los barrios más sórdidos de Nalass,

Zaincalan regresó al cuartel. Al llegar, le dieron un mensaje: el comi-sionado no sólo quería verle; le esperaba en el piso de arriba. En eldespacho.

Aterido y con los pies doloridos tras horas de insulsa caminata, elguardia de la milicia local ascendió con cierto desasosiego lospeldaños que lo separaban de su superior.

Zaincalan tenía la sensación de que ya no servía para todoaquello. Se sentía viejo. A fin de cuentas, llevaba más de veinte años

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al servicio de la ciudad portuaria. El retiro, que antes se le antojaratan lejano y deprimente, adquiría cada vez tintes más cálidos en sumente. Después de todo, el sueño de todo miliciano de a pie era pasarlos últimos años viviendo de la parca pensión y morir cómodamenteen la cama. Algo le decía que aquella inesperada reunión con el comi-sionado nada bueno le aportaría a su anodina existencia.

Golpeó con los nudillos sobre un nudo de la madera y aguardó larespuesta.

—Pase —reconoció la voz de su superior al otro lado de la puerta.Zaincalan giró con torpeza el picaporte, tan heladas tenía las

manos. Abrió una rendija, lo justo para asomar apenas la prominentenariz.

—¿Comisionado Herin?El oficial le echó un vistazo y lo invitó a entrar con un ademán.—No me andaré con rodeos, Zaincalan. Soy consciente de los años

que lleva en el cuerpo y de las cargas que pesan sobre sus espaldas.—El veterano agradeció para sus adentros que el comisionado sosla-yara el tema de su mujer—. Un ascenso le permitiría abandonar lascalles y abordar un confortable puesto de administración, entre in-formes y documentos. Además, en el momento de retirarse su pagaresultaría más generosa.

El miliciano asintió con un cabeceo, aunque en silencio pensaba:«y ahora llega el pero».

—Tengo abierta una investigación que creo que encaja a la perfec-ción con sus capacidades.

«Ahí viene».—Desde hace tiempo, de cuando en cuando y sin que ningún

motivo lo justifique, se vienen dando una serie de desapariciones delo más insólitas. Marineros, campesinos, buhoneros, mercaderes,soldados, hombres píos, mercenarios… Nadie, cualquiera que sea surango social, profesión o procedencia se muestra a salvo de esfu-marse sin más, como si se lo hubiese tragado la misma tierra. Pero elpatrón más extraño que hemos descubierto es que siempre ocurre en

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heterogéneos grupos de entre diez y veinte individuos, sin lazos encomún entre sí.

»Quiero que averigüe qué está sucediendo, Zaincalan. Larren leentregará los informes de todo lo que tenemos hasta el momento.Estúdielos bien y obtenga resultados. Eso es todo.

Y de ese modo Zaincalan se vio envuelto en una investigacióncuyas escasas pistas lo habían conducido hasta aquella mugrientataberna, donde había escuchado la tentadora propuesta del talJosquin Desprezz. No disponía de nada mejor, así que decidióprobar.

Ahora se lamentaba por ello.

Caminar en penumbras por los desangelados pasillos del Castillo Al-lard le provocaba un irritante escozor entre los dedos de los pies. Dehaber nacido gato, seguro que hubiera permanecido en un perman-ente estado de alerta, con el lomo erizado, las orejas plegadas haciaatrás y bufando a cada sombra. Pero era humano, así que debía con-tentarse con su limitada visión, la experiencia adquirida tras dosdécadas de patrullar barrios infectos y con un saludable y perennesentido de la paranoia.

Si algo había aprendido con el paso de los años era la importanciade fijarse en los detalles y evitar abstraerse por todo aquello quefuera mayor. Pararse a contemplar la bóveda celeste durante la nocheno le permitiría distinguir el fugaz brillo de una daga lanzada contrasu cuello. La ostentosa vanidad de un salón profusamente adornadode hermosos tapices, lámparas de araña de cristal y frondosas alfom-bras traídas de las marcas del Sur no le hablaría de aquel leve reguerode sangre que alguien había tratado de hacer desaparecer de la pared.Y si se hubiera quedado mirando aquella espléndida sala y la señorialescalera que ascendía hasta el piso superior, no se hubiera percatadode las huellas que sobre el polvo habían dejado tres pares de piescalzados en su camino hacia una puerta que, a buen seguro, conducíaal ala izquierda del edificio.

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Corroboró lo acertado de sus suposiciones al comprobar quehabían forzado el acceso y que, más tarde, alguien había pagado sufrustración con uno de los retratos que antes colgara de la pared. Sinlugar a dudas un combate se había librado a las puertas de las coci-nas. Diversas salpicaduras de sangre manchaban los muros, sin con-tar el enorme charco que había dejado un cuerpo al desangrarse, aligual que el evidente rastro que éste había marcado al ser arrastradoposteriormente.

Y sin embargo… Los pasos de aquellos que habían salido airososde la refriega —de nuevo tres pares, aunque las botas eran de distintamanufactura— señalaban una dirección opuesta a la del arrastre. ¿Al-guna de las víctimas habría sobrevivido al lance para tirar de su com-pañero moribundo?

Pero, a fin de cuentas, lo que a Zaincalan le interesaban eran losvivos. Así que optó por seguir el rastro de las pisadas.

En la pequeña sala descubrió los virotes clavados en la pared, y aquelque se había incrustado en la madera de la puerta, casi atravesán-dola. También allí encontró el ingenioso mecanismo basado en cablesoculto en el butacón, que había hecho tanto saltar la trampa como ac-cionar la apertura al pasadizo secreto.

De nuevo virotes y más sangre, aunque no la suficiente parapensar que alguien hubiese muerto por su causa. Apenas un levereguero que iba disminuyendo conforme a su avance.

Nada que ver con las enormes y oscuras manchas que lo espera-ban desde los primeros peldaños de la escalera de caracol. Aunque lohubiesen limpiado, el olor dulzón era inconfundible, así como el devísceras y desechos humanos. No era que en aquel lugar hubiesenmatado a nadie; lo habían destripado y desangrado. Apenas tuvo queascender unos pocos pasos para descubrir el ingenio causante deaquello, capaz de convertir a un ser humano en mera pulpasanguinolenta.

Las huellas a partir de entonces se redujeron a las de dos pares debotas.

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«Uno menos».

Seguir aquel rastro no entrañaba dificultad alguna. La capa de polvoque cubría el piso era tan densa que las marcas de las suelas parecíanbajorrelieves tallados en el suelo. Las inconstantes gotas de sangreque salpicaban el trayecto proporcionaban la nota de color.

Sorteó el remachado portón para salir a una habitación iluminaday decorada con esmero. En lo alto de una repisa, un lugar em-blemático por su disposición en la estancia, el galardón objeto detales honores parecía brillar por su ausencia. No así la sangre, quehabía teñido profusamente la alfombra en dos lugares bien distintos:a la vuelta, nada más internarse en la habitación, y en el extremo op-uesto, en las cercanías de la puerta principal.

Sin asomo de duda allí habían sido asesinados dos individuos, yotros dos habían cobrado el premio y salido por la puerta.

“A continuar”.

Sin temor a equivocarse, Zaincalan podía afirmar que el rastro queahora perseguía pertenecía a otros sujetos de andares más firmes, in-cluso marciales. ¿Habían sido los anteriores asesinados por éstos? Ylo que era más importante, ¿qué habían hecho con los cuerpos?

La confusión dio la impresión de esclarecerse al encontrar en elsuelo de la siguiente sala un cadáver caído junto a las hojas abiertasde un inmenso aparador.

Un examen preliminar le proporcionó una información contra-dictoria. Aquel nertho, pues sus emplumados ropajes lo identificabancomo uno de los jóvenes aventureros de la taberna —eran tres, ¿ver-dad?, los dos varones y la chica—, había sido muerto a punta de es-pada por la espalda, a la altura de los riñones. Sin embargo, siendo yacadáver, una maza le había reventado la cabeza y esparcido sus sesosen derredor.

¿Qué sentido abrigaba tal gesto de gratuita violencia? ¿Y para quéiban a querer meterlo a continuación en el armario, para después ar-repentirse y abandonarlo allí de cualquier modo?

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Carecía de sentido. A no ser… A no ser que lo ocurrido hubierasido justo lo contrario. Aquellos dos individuos, los desertores delejército de Garash —ahora recordaba la maza que uno portaba alcinto—, habían procedido a la apertura del sospechoso aparador y susorpresa había desembocado en aquel segundo —e innecesario—golpe.

Sí, aquello encajaba. Aunque continuaba sin saber quién —ymucho menor por qué—, había acarreado el cadáver del nertho hastala sala para meterlo allí dentro.

«Paso a paso».

El destino que habían corrido los oriundos de Nerthoril fue despeján-dose a medida que el nalasse fue recorriendo las siguientes estancias;en concreto, la silenciosa sala de baile y la arruinada bodega.

El cuerpo de la emplumada mujer, abandonado en el suelo junto ala banqueta, y el cable que colgaba laxo desde la lámpara hablaban deun gesto de deferencia por parte de los soldados. Traidores o no a supueblo, trazas de dignidad habitaban en el pecho de aquellos doshombres.

Aún así no se lo pensarían dos veces a la hora de acabar con suvida si les fuera preciso, así que Zaincalan decidió proseguir andán-dose con ojo mientras recorría aquellos peligrosos lares.

Una peregrina idea se hizo eco en su mente justo antes de queabandonara la sala de fiestas. Nerthos. Vestidos con sus extravag-antes indumentarias tocadas de coloristas plumas. Como pájaros.Uno encerrado. La otra colgada de un supuesto columpio o en unaefímera interpretación del acto de volar. ¿Tenían los asesinos acasoun macabro sentido de la escena?

«Ya estás pensando demasiado, Zain. Tú cíñete a los hechos».Como buenos soldados, los garashitas se tomaron el debido per-

miso para inspeccionar las existencias que alojaba la bodega. Pero lanaturaleza de los fondos allí expuestos no fue de su gusto. Tampocoagradaron al miliciano, que no detuvo sus pasos hasta alcanzar el

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pequeño despacho, donde halló el cadáver con la mano amputada deltercer nertho.

Pálido y con la piel cerosa, aquel desgraciado había perdido todasu sangre lejos de aquel rincón de escriba, a buen seguro a las puertasde las cocinas, junto al resto de sus compañeros. De este modo,aquellas sendas manchas pringosas de la alfombra que se extendían apocos pasos de donde él se hallaba pertenecían a dos nuevas víctimasmortales.

«¿Los desertores?»Un combate encarnizado, así lo evidenciaba el polvo removido del

suelo y las marcas en el dintel de la puerta. Y tal vez Zaincalan nofuera un rastreador arashii de las lejanas tierras fronterizas del norte,pero sabía distinguir las huellas que dejaban unas gruesas botas decampaña, de las bastas pisadas del calzado más rudimentario queempleaban aquellos que transitaban sus vidas escoltando caravanas.

Subir, bajar… Nociones como aquellas habían perdido todo su signi-ficado en el momento en que el miliciano había puesto sus pies en elCastillo Allard. La ausencia de ventanas libres de tablones remacha-dos no ayudaba a zafarse de la ilusión de que tanto podía hallarse aun tramo de las escaleras de ascenso a las almenas, como de abrir lasiguiente puerta para dar con las caballerizas.

Un objetivo muy simple le alentaba a continuar adelante: desen-trañar el misterio de los asesinatos.

Pese a tratarse de un hombre de nervios templados, aquel pasajeen concreto resultaba especialmente sombrío a sus sentidos. Lossonidos reverberaban de manera extraña contra los muros, levant-ando confusos ecos que le ponían la piel de gallina. En más de unaocasión se descubrió con la primera estrofa del Ángel Redentoracudiendo a sus labios.

Zaincalan no se consideraba un hombre piadoso. Había acudido alos oficios de sus compañeros fallecidos en acto de servicio pues eralo que se esperaba de él y no deseaba fomentar asperezas. Ni creía…ni dejaba de creer. Ni tan siquiera acostumbraba a visitar la tumba de

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sus padres. Lo que no hubiese hecho en vida, no tenía sentido tratarde repararlo después. Aunque precisamente había sido su madre,cuando él era pequeño, muy pequeño, y temblaba de miedo en lasfrías noches de tormenta, quien le enseñara aquella sencilla oración.

«Recítala siempre un número impar de veces hasta que las som-bras se difuminen», le decía su madre.

Y él así lo había hecho, tres, cinco, siete o veintinueve veces,cuantas fueran necesarias hasta que lograba serenarse, disipadas lasatemorizantes tinieblas a su alrededor.

No fue consciente de que aún recordaba sus estrofas hasta aquelinstante. Sin embargo Zaincalan había crecido e incluso había enveje-cido habiendo presenciado hasta qué punto podía mostrarse elhombre cruel con sus semejantes. En su interior ya no quedaba sitiopara los temores infantiles propios de un niño, así que desestimó lacalma de espíritu que le brindaba del Ángel Redentor; en caso deverse en problemas, sus armas le harían un mejor servicio.

Ángel de la Luz,Redentor de Sombras,

extiende tus Alas sobre míy concédeme tu Paz…”

Interrumpió la oración al tiempo que se echaba la mano al rostro.Entre náuseas, se apresuró a interponer distancia entre él y los hedi-ondos restos despedazados que tras escapar por una trampilla sehabían aglutinado de forma espantosa en el corredor.

«¡El de la escalera! ¡El de la trampa de la escalera de caracol!», in-sistió la parte más analítica de su cerebro, insensible a los esfuerzosde la otra mitad por bloquear y hacer oídos sordos a aquel nefastopensamiento.

Sus tripas dijeron basta y vomitó contra el muro su exiguo desayunoal distinguir el cuerpo del zahrko , atravesado y colgando del marcode una ventana.

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Las arcadas, a pesar de exprimir su maltratado estómago, no lo-graron cobrar mayor recompensa que bilis cuando sus ojos, esos mis-mos que creía curtidos y endurecidos, tuvieron la desgracia de to-parse con la aberrante escena expuesta en el pequeño comedor.

La sangre se había erigido como dueña y señora de la habitación,esparciendo sus tentáculos por doquier y deslizando su pegajoso con-tacto allá donde el miliciano posara la vista. En efecto se trataba delos guardaespaldas, porque allí estaba un heraclón, hecho un ovillocontra la pared, sólo que con la espalda vuelta del revés. Más allá,cerca del macabro banquete, reposaba un cadáver tan voluminosoque sólo podía pertenecer a un jukiar. El virote que sobresalía por sunuca hablaba a las claras de la causa de su muerte. Su compadre seerigía sobre él, aún erguido, sostenido por un fino cable que lo con-vertía en espectador involuntario del horrendo quehacer del heraclónrestante. Éste, con una nueva sonrisa de llenos labios carmesíesabierta en el gaznate, contribuía con su propio jugo vital a las viandasdesplegadas en la mesa.

«El tercer zahrko».Salió de la estancia y boqueó tratando de introducir aire limpio en

sus pulmones.Si la locura no había hecho presa en ellos, dudaba de que los

mirados soldados hubiesen contribuido a aquella creciente atrocidad.Así que, o allí estaban operando otras fuerzas desconocidas, o loscausantes eran el menhori y la lagara. Se trataba de los únicos de losque no había recibido noticias, y ese virote y el cable lanzado desdelas vigas cruzadas del techo bien podían tener la firma de un despi-adado cazador de recompensas.

¿Qué necesidad tenía de pensar más?Allí mismo se encontraban aquellos dos, contemplando el res-

ultado de su última obra practicada con los cuerpos de los garashitas.—Mantened las manos donde pueda verlas —ordenó Zaincalan,

echando mano a su ballesta—. Por la autoridad que me confiere laCorona de Nalass, quedáis arrestados.

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—Y mira por dónde…—Mantened las manos donde pueda verlas. Por la autoridad que

me confiere la Corona de Nalass, quedáis a arrestados.—Pues ya estamos todos —proclamó el menhori, no mostrándose

ni un ápice intimidado por la actitud amenazante del miliciano.—Soltad las armas —replicó Zaincalan, atento a sus posibles

movimientos.—Que hayas llegado hasta aquí de una pieza, sólo puede significar

dos cosas: que conoces bien el oficio, o que estás detrás de esto —conla mano señaló Lacarys el grotesco mural—. Por lo que no tengo lamenor intención de desprenderme de nada.

La lagara, silenciosa y trasluciendo una extraña ansiedad en lamirada, desplazó lentamente sus pies hasta alejarse un par de pasos.

—¡Quieta ahí!Lacarys no dudó ni un instante para aprovechar aquel momento

de distracción. Saltó rodando hacia un lateral, y de en un mismomovimiento, se libró de la preciada carga del saco y aferró suballesta. El guardia tampoco aguardó quieto. Sendos virotes cruzaronel corredor, aunque ninguno alcanzó su objetivo. Llegó el momentode decidir entre el lento proceso de amartillar el arma y la opción decambiar de estrategia; ninguno necesitó pensárselo dos veces.

Una espada corta interceptó el vuelo de las hachuelas, con el con-siguiente estrépito del metal que reverberó contra las paredes de laestancia. Probablemente el menhori contase con una destreza superi-or a la del veterano miliciano. En cambio, éste adoptó una cómodapostura defensiva que le permitía repeler todos y cada uno de losgolpes que el cazarrecompensas esgrimía contra él. No obstante, enquien Zaincalan tenía realmente puesta la atención era en la vel-eidosa lagara. Aquella maldita mujer había logrado que se le erizarael vello de la nuca y que un espasmo hiciera presa en su estómagonada más había puesto los ojos en ella. Ya en la taberna había desper-tado en él una primaria animadversión, pero entonces no le había

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concedido mayor importancia. Dio un involuntario paso atrás cuandosus miradas se cruzaron por un instante.

El menhori, acostumbrado a desenlaces raudos y frustrado poraquel infructuoso statu quo, sonrió felino al creer interpretar la reac-ción del otro hombre.

—Vamos, Kaira —alentó a la mujer que sentía a su lado—,acabemos con este patán y sigamos con nuestros asuntos.

La sonrisa se le heló en los labios cuando una punzada de hieloprimero, convertido en un estallido de fuego después, perforó sucostado y se internó nocivo en su ser. Al girar el cuello para mirar,aquellos insondables pozos de oscuridad lo observaban con total in-diferencia. La expresividad que promovían sus risueños rasgos res-ultaba de una falsedad insultante.

—De los dos, tú significabas el mayor peligro —se limitó a indicarla mujer, como si aquel simple argumento justificara la cobardía desu acción.

Con la daga aún goteando sangre empuñada en la mano, Kaira seplantó frente al sobrecogido guardia.

—Sólo quedamos tú y yo.—Pagarás por las atrocidades que has cometido, mujer —aseveró

Zaincalan, tratando de recuperar su aplomo frente a aquella mez-quina asesina.

—Déjate de estupideces y hagamos un trato: sigamos cada unopor su lado y aparentemos que nunca nos conocimos.

La desenfadada confianza que exudaba la cimbreante figura de lalagara confundía a Zaincalan. Si realmente se trataba de una letalhomicida, ¿por qué no intentaba matarlo, sin más? ¿A qué veníaaquello? ¿Acaso necesitaba valerse de argucias y engaños para ocu-parse de sus víctimas? ¿Qué ocultaba aquella ladina sonrisa?

—Ríndete y saldremos de este condenado lugar —instó el mili-ciano sin bajar su arma—. Una vez a salvo en el exterior comparecer-ás ante la justicia.

Los labios de Kaira se torcieron en una mueca de desagrado.

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—Aún no entiendes, ¿verdad? —se lamentó la mujer—. No te serátan fácil escapar de aquí.

—Tus amenazas sobran. Sea lo que sea que tengas planeado, es-taré preparado.

La lagara ahogó una carcajada y sacudió la cabeza en un revuelode pálidos cabellos.

—No es a mí a quien deberías temer. Pero, en fin, tú mismo.Accedo a tu juego. Me rindo.

Confiar en aquella mujer tenía tanto sentido como dar la espaldaa una serpiente por el simple hecho de que no te esté mirando.

—Suelta el cuchillo y levanta bien las manos, que las pueda ver.No sin antes exhalar un dramático suspiro de resignación, la

lagara dejó caer la daga al suelo y alzó las palmas aguantadas en telanegra. Sus caderas practicaron un pícaro contoneo al moverse.

—Ahora ponte contra la pared, de espaldas. Sin despegar lasmanos del muro.

—¿Y ahora qué me vas a hacer? —preguntó ella socarrona mien-tras accedía a la demanda—. Mm… ¿Me vas a cachear…? ¿Piensas at-arme? ¿Empezará ahora la diversión?

—Calla, calla de una maldita vez.Los nervios hacían presa en el miliciano, que no acertaba a ma-

nipular el cordón con los dedos. No quiso registrarla, algo en su ser leimpelía a evitar el contacto con aquella mujer. Por nada del mundodeseaba tocar su piel endrina, que le atraía y repelía por igual. Inevit-able contacto que finalmente se dio al sujetarla por la muñeca, trasotro fallido intento de anudar la cuerda.

Estaba fría, terriblemente fría.—¿Por qué pones esa cara? —se burló ella mirándole de soslayo—.

Cualquiera diría que has visto un fantasma. Pobrecito, ¿tanto miedote inspiran las mujeres?

—Zorra de los demonios… —exhaló Zaincalan, súbitamente sor-prendido por el calado de sus palabras. Sin embargo no dudó en em-plear su corpachón para inmovilizarla contra el muro.

¿Qué le estaba haciendo aquella mujer?

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—Olvida las manos —sugirió ahora, melosa—. ¿Estás convencidode que no guardo alguna hoja más en mis botas? ¿Quizá alrededor dela cintura, en el doblez del fajín? ¿Y en el corpiño? ¿Buscaste bienentre mis pechos? Aunque están bien apretados, así que seguro quedescubrirás más sitio donde esconder un arma entre mis muslos.Vamos, acércate más… Ya puedo notar la que llevas enfundada en lospantalones…

De un brusco tirón Zaincalan terminó de apretar la cuerda entorno a sus muñecas y la arrastró para girar su cuerpo y poder así en-frentarla cara a cara. Apenas una señal, un súbito centelleo, lo salvóde la hoja que silbó al cortar el aire en busca de su garganta. El golpeno erró por completo, pues pronto notó cómo una húmeda tibiezamojaba su barba enmarañada.

Cómo había llegado aquel diminuto escalpelo a las manos atadasde la lagara era algo que no atinaba a comprender. Un mero instantede confusión que a punto estuvo de suponer que la mujer lograrasortear su guardia y hundiera el filo en su abdomen. Aunque éste símordió con saña la carne de su brazo, robando de sus labios un ás-pero gruñido de protesta.

La cara de Kaira expresaba una ávida satisfacción. Era la expecta-ción de la caza, el sublime epítome en el que la presa mostraba susauténticas armas y arrebataba su momento de gloria al cazador. Si al-guna emoción podía leerse en la negrura de su mirada era el purofrenesí de la danza de la muerte, un sediento remolino de sombrasque se deleitaba anticipando la extinción de la vida de su próximavíctima.

La hoja debía de haber cortado hondo, porque cuando Zaincalantrató de interponer la espada entre la bruja y él, ésta resbaló irre-mediablemente del agarre de sus dedos flácidos.

La fugaz y postrera patada poco faltó para romperle la rodilla,mas le obligó a retroceder y trastabillar torpemente apoyado en la ex-tremidad magullada para evitar caer. Ya se encontró a la mujer en-cima para cuando quiso reaccionar.

Y con el pequeño cuchillo profundamente clavado en el pecho.

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El rostro de ella, muy cerca del suyo, esbozó una tímida sonrisa,casi un gesto de disculpa que bien podría haber sido acompañado deun ligero encogimiento de hombros, seguido de un lacónico te loadvertí.

Pero ningún sonido escapó de su boca.En cuanto extrajo la hoja, las fuerzas abandonaron el cuerpo de

Zaincalan. Las piernas no lograron sostenerle y se derrumbó de es-paldas, con un barboteo teñido de sangre.

Con una destreza propia de un artista circense, Kaira giró la hojaentre los dedos y cortó con holgada pericia los cabos que asían susmuñecas. Recuperados sus andares lánguidos e indolentes, recogiócon desgana el morral abandonado en el piso. Zaincalan pronto com-prendió que ni siquiera pretendía rematarlo. Desde su rendida posi-ción, cada vez con mayores dificultades para respirar, el milicianopudo contemplar cómo la mujer le dedicaba una última sonrisa y de-saparecía detrás de la esquina que trazaba el corredor.

Lo que Zaincalan nunca pensó es que, antes de morir, volvería a ver ala lagara.

Apenas unos segundos después, la mujer volvía a aparecer tras laesquina, retrocediendo con pasos temblorosos y el rostro contraídoen un rictus de sorpresa y dolor. Las manos, que rodeaban su pálidocuello, trataban de detener en vano el caudal de sangre que escapabacomo un torrente por la herida abierta.

Sin embargo, continuaba caminando de espaldas, al parecer máspreocupada de algo que escapaba a la vista de Zaincalan que de lapropia laceración que amenazaba su vida.

La bolsa provocó un agudo estrépito al chocar contra el suelo.Kaira terminó por desplomarse. De rodillas, permaneció aún con lacabeza alzada, sin perder la mirada de la figura que escalpelo enmano se dio a conocer ante los ojos del agonizante miliciano.

—Y aquí termina todo —sentenció Josquin Desprezz mostrandouna de sus mejores sonrisas—. Admito que vosotros dos habéissupuesto un reto inesperado. Debería decir tres, pero finalmente el

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menhori me ha decepcionado. De ti, jovencita, esperaba bastante.Has demostrado estar a la altura de la reputación de tu gente, ycréeme que lo agradezco. Aún no he decidido qué haré contigo, perono te inquietes, seguro que será digno algo de ti, espectacular incluso.

»¿Y tú, querido amigo? El único entre todos los presentes que lapasada noche intuía un mínimo de lo que aquí podía suceder. Y aúnasí implacable, firme en tu determinación, tenaz cuando mejoreshombres ya se entregaban a los oscuros temores que residían en losrincones más recónditos de sus almas. —Así se dirigía Desprezz a susdos moribundos espectadores, sin dejar de hacer aspavientos con lasmanos, en su perfecto papel de maestro de ceremonias—. Tú, amigomío, has satisfecho mis más inusitadas expectativas. Y por ello tetengo reservado un lugar de honor en el Castillo Allard, mi galeríaparticular.

Mientras hablaba, Kaira había agotado sus últimas energías yahora su cuerpo yacía sobre un charco de sangre. Una de sus manos,engarfiada como el cadáver de una araña, reposaba apenas a unoscentímetros de un morral que ya nunca lograría alcanzar.

—Ah, la estatuilla —cayó en la cuenta Desprezz al percatarse dehacia dónde desviaba la mirada Zaincalan.

Con pasos elegantes se aproximó al bulto abandonado. Sus há-biles dedos deshicieron con ligereza los nudos que cerraban la bolsapara después enterrar las manos en su interior.

—La Tigana Vítrea —anunció al revelar con honda satisfacción laexquisita figura tallada en cristal—. Hermosa, ¿verdad? Todo cuantoun artista podría soñar crear.

Los brazos del hombre se abrieron de repente y la estatuillacomenzó a caer. Incluso Zaincalan, herido de muerte como estaba, nopudo evitar que se le encogiera el corazón ante el trágico desenlaceque se fraguaba ante sus ojos y que él no podría evitar. La preciosaave estalló en un sinfín de fragmentos cristalinos, que se esparcierondolorosamente en una titilante cascada a lo largo del piso.

—Es una lástima que su misión hubiese acabado —se lamentó—. Ycon ella, evaporado su valor.

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Una taimada sonrisa acudió a sus labios al girarse haciaZaincalan.

—Creo que ya sé lo que haré contigo —comentó asiendo al mili-ciano de los pies y tirando de él fuera de la estancia—. ¿Recuerdasaquello que dijo el heraclón, eso de los fantasmas y de gente colgadade las ventanas…?

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Blanca prórroga

Relato de ciencia-ficción escrito en Marzo de 2013.

Sin duda, se trataba de la peor noche de invierno que se recordaba enaños.

El rítmico flap-flap del limpiaparabrisas invitaba a cerrar los ojosy dejarse llevar, acunados por las sinuosas ráfagas de viento queeventualmente balanceaban el vehículo.

Los algodonosos copos se amontonaban en la luna delantera, im-placablemente eliminados tras el periódico barrido de las escobillasde plástico duro; sólo para volver a enseñorearse del cristal a la es-pera de la siguiente pasada.

Frente al volante, Marko entornaba los ojos desde hacía horaspara no perder de vista los emborronados márgenes de aquella car-retera regional, con las manos tensas a las diez y diez en el supuestoreloj y tanto el cuello como los hombros rígidos a causa de la forzadapostura. A su lado, Emilie forcejeaba con los dobleces del mapa quetenía desplegado sobre las piernas, escudriñando con la limitada luzque proporcionaba el vehículo dónde podrían encontrarse en aquellamaraña de líneas que recorrían los límites de la frontera alemana.

El termómetro del coche hacía tiempo que había dejado de mar-car unos rotundos cero grados para añadir una preocupante franjahorizontal a su izquierda y acumular un pausado, pero creciente,número de víctimas. En aquel instante, ya eran cinco los grados quehabían caído bajo el empuje del frío.

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Y los hados de la noche apenas habían comenzado a desatar sufuria.

—Es posible que estemos más o menos por aquí.Marko, que no podía permitirse el lujo de apartar la mirada de la

perenne capa moteada que cubría el parabrisas, ni tampoco estabadispuesto a detenerse en el arcén, echó un fugaz vistazo al lugar queseñalaba el dedo de su mujer y gruñó a modo de respuesta.

—Sí, tiene que ser la L434 —reiteró Emilie, más convencida—.¿No ves ninguna señal que nos lo pueda confirmar?

—¿La ves tú? —replicó él.La nieve azotaba el cristal delantero con fiera determinación,

mientras que la falta de farolas impedía a Emilie divisar nada a travésde su ventanilla.

—¿Y si abro un poco el cristal?—¿Qué quieres? ¿Que nos congelemos? ¿Sabes el frío que hace

ahí fuera?—Sólo sería un momento —se disculpó ella.—Basta sólo un momento para que una racha de viento se cuele

por la ventanilla y nos eche de la carretera —acusó Marko—. ¿Es esolo que quieres? ¿Que acabamos en la cuneta, de noche y en medio deuna tormenta?

Emilie torció el gesto y decidió no decir nada más. Una súbita ráf-aga bamboleó el vehículo y Marko se vio obligado a girar el volantepara aguantar la embestida y mantener la trazada. Su orgulloso silen-cio equivalió a un satisfecho ¿lo ves? para los sensibles oídos de lamujer.

—No debimos tomar aquel desvío de la principal.Los kilómetros iban transcurriendo sin que nada cambiase en el

panorama. El termómetro reflejaba ya unos alarmantes menos sietegrados y los límites de la carretera resultaban cada vez más confusos.Más allá, árboles y más árboles cerraban el paso al horizonte.

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—A buenas horas —respondió él, retrepado como un ave de presasobre el volante—. No te pareció tan mala idea cuando creías tenerlocontrolado en tu mapa.

—Aunque no te lo creas, no siempre todo es culpa mía —se de-fendió Emilie.

—Tuya fue la idea de que este año celebrásemos el año nuevo encasa de tu hermana —continuó presionando Marko.

—Pero no teníamos por qué ir en coche.—¿Entonces qué, en avión? —se carcajeó él, sin ningún atisbo de

humor.—En tren. Anna se ofreció a recogernos en la estación.—Somos capaces de llegar por nuestros propios medios, gracias.Emilie desvió la mirada hacia la tormenta desatada fuera.Tampoco ahora añadió más.

—Tengo frío, Marko.—Emilie, hace frío. Mucho frío.—Pero tengo frío aquí dentro —insistió ella, arrebujándose en su

chaqueta.Lamentaba haberse puesto medias y falta, con lo abrigada que se

hubiese sentido enfundada en unos prácticos pantalones. Pero sehabía comprado aquel conjunto precisamente para aquella ocasión yhabía estado deseando estrenarlo desde hacía tres semanas. Bastaríacon salir del edificio, subirse al Volvo, llegar a Kerkwitz y entrar en lacasa de campo de su hermana. Sin más. Ni por un momento se habíaparado a pensar que pasaría frío durante el trayecto.

—Si subo más la calefacción se empañarán los cristales —justificóél su negativa—. Sólo nos faltaría eso.

—Pero podrías ponerla para que saliera sólo por los pies.Marko exhaló un bufido de exasperación.—El calor tiende a subir, Emilie. Aguanta un poco hasta que

lleguemos.Ella había estado esperando, kilómetro tras kilómetro, a descubrir

una señal que indicase la cercanía de un área de servicio y así ponerla

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de excusa para realizar una pausa revitalizadora en el viaje. Pero nisiquiera una simple gasolinera había aparecido al borde de aquellacarretera que parecía volverse más agreste y solitaria a medida que larecorrían.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que se cruzaran con el últimovehículo?

Los faros del coche súbitamente se reflejaron en los ojos de uncorzo que, asustado, se detuvo en su intención de cruzar al otro ladodel asfalto.

Marko dio un brusco volantazo que lo llevó a invadir el sentidocontrario. Los neumáticos perdieron agarre y resbalaron sin remediosobre la nieve. Emilie lanzó un grito mientras su marido trataba dehacerse con el coche. El Volvo continuó patinando de lado unos met-ros más, dio un brusco tropezón y comenzó a dar vueltas de cam-pana. Un poste puso fin a su loca carrera.

Allí quedó el coche, estrellado y volcado sobre la nieve del arcén.

A oscuras y con un agudo zumbido en los oídos, Marko abrió los ojos.En un primer momento no supo dónde se encontraba. Después,

un latigazo de dolor le avisó de que algo no estaba bien. Los faros delVolvo debían haberse roto tras el impacto, porque no alcanzaba a vernada a través de la telaraña en la que se había convertido la lunadelantera. Una profunda sensación de mareo y el solitario piloto queaún emitía una trémula luz en el interior del vehículo daban testimo-nio de que se hallaba cabeza abajo, anclado al asiento por el cinturónde seguridad. Tendría que haberse preocupado por las quemadurasque la correa había dejado en su torso, pero le preocupó más laagonía que recorrió su ser al tratar de mover las piernas. Agonía queprovocó que aullara de dolor.

Fue entonces cuando recordó y giró la cabeza en busca de sumujer.

Emilie colgaba inconsciente —Dios, que estuviera tan sólo incon-sciente— del dispositivo de seguridad. Del fuerte golpe que habíarecibido en la sien manaba abundante sangre.

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Intentó girarse, llegar hasta ella, pero el tormento de sus piernasle impedía incluso zafarse del agarre del cinturón. Un penetrante olorasaltó su sentido del olfato. Era gasolina. Y que pudiese olerla desdeel interior del vehículo no podía significar menos que una rotura en eldepósito de combustible. Al otro lado del parabrisas, un leveresplandor nacía del deformado capó, presagiando lo peor.

—¡Emilie! ¡Por Dios, Emilie! ¡Despierta!Sus gritos no parecieron dar fruto alguno. Torpe, desabrochó el

mecanismo del cinturón y asió la manilla de la puerta en busca de unpunto de apoyo desde el cual ejercer presión. El dolor nubló su vista ylogró que le pitaran los oídos.

Fuera, la tormenta arreciaba con fuerza.—¡Emilie! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡La gasolina! ¡Hay fuego,

Emilie! ¡Fuego!Un leve espasmo sacudió el cuerpo de su esposa. Su rostro se cris-

pó después en un gesto de angustia y poco a poco fue recuperando laconsciencia, ante los desesperados gritos de Marko.

—¿Qué…? —murmuró la mujer, echándose mano a la brecha de lacabeza.

—¡Emilie! ¡Por lo que más quieras, Emilie! ¡Reacciona!Al fin ella abrió los ojos, desorientada, incapaz de enfocar cor-

rectamente la mirada en aquel extraño entorno que la rodeaba.—¿Marko? —preguntó víctima de la confusión—. ¿Qué ha pasado?

Oh, mi cabeza…—Hemos sufrido un accidente, Emilie —explicó Marko, tratando

de serenarse pero sin dejar de apremiarla—. Escúchame. Estoyherido, no puedo mover las piernas. Apesta a gasolina y el capó se haincendiado. ¿Estás bien? ¿Puedes moverte? Tenemos que salir, Em-ilie. ¡Tenemos que salir del coche ya!

Toda aquella súbita información bombardeó el contuso cerebrode la mujer. Pero las ideas fueron calando en ella y no tardó enhacerse cargo de la gravedad de la situación.

—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! —gimió mientras forcejeaba con el cierredel cinturón de seguridad, conseguía después abrirlo y chocaba

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pesadamente contra el techo del Volvo. Aún así tuvo la suficientepresencia de ánimo para asir la manilla y abrir la puerta.

Las voces de aliento de su esposo fueron de inmediato devoradaspor el rugido de la ventisca.

Primero gateando, de rodillas y luego con pasos desmañados ytrastabillando cada dos por tres, recuperó a duras penas la verticalid-ad, mareada y buscando en todo momento con las manos el sosténque le ofrecía la helada carrocería del coche, frente a las rabiosas ráf-agas de viento. Rodeó torpemente el ancho del vehículo por la zonaposterior —la delantera estaba parcialmente incrustada en el posteretorcido—, hasta alcanzar la puerta del conductor. Marko, desdedentro, chillaba en silencio y la instaba a continuar.

El tufo de la gasolina derramada lo envolvía todo. Sobre eldestrozado capó los copos chisporroteaban al contacto con las ansio-sas llamas.

El tirador no cedió a la primera tentativa de sus dedos. Tampoco ala segunda. La manilla se movía, tanto desde el interior como desdeel exterior del vehículo, pero la puerta se obcecaba en permanecerbloqueada. Emilio tiró con fuerza mientras Marko hacía lo imposiblepor empujar desde dentro. Cuando romper el cristal y tratar de sacarel cuerpo impedido del hombre por el estrecho ventanuco parecía yala única y desesperada opción, un chasquido mecánico se hizo oírsobre el fragor de la tormenta.

La puerta se abrió de golpe y Emilie acabó sentada sobre la nieve.Ahora sí podía escuchar las voces de su marido y se obligó a un nuevoesfuerzo para levantarse y llegar hasta él.

El grito agónico de Marko cuando tiró la detuvo asustada. Élcabeceó, flojo, al borde de la consciencia. Sus labios se movieron,pero en un principio no escapó de ellos más sonido que los resuellosde su entrecortada respiración.

—Tienes que hacerlo, Emilie —repetía él con insistencia.—¡No puedo, Marko! —las lágrimas inundaban sus ojos—. ¡Te

duele mucho!

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—Escúchame —pidió él, con una calma nacida del sufrimiento—.Si no nos damos prisa, el coche explotará y ya poco me importará eldolor de mis piernas.

—Pero…—Por favor, hazlo —insistió Marko, tomándola de la mano y

tratando de esbozar una forzada sonrisa—. Y no te detengas pornada.

Sin mucho convencimiento ella acabó asintiendo. Se limpió las lá-grimas de las mejillas con los mangotes de la chaqueta y tomó unahonda bocanada de aire frío más para tranquilizarse que para reunirfuerzas.

—Vamos, ¡ahora!Y Emilie tiró. Tiró de los brazos extendidos de Marko como jamás

había tirado de nada en toda su vida. En sus oídos percutieron losalaridos de su esposo, robándole los ánimos. Pero continuó tirando.Apalancó los pies en el resbaladizo pavimento y, exhalando un chil-lido, el cuerpo de Marko resbaló inconsciente sobre la nieve.

Aunque llegados a ese punto, ahí no acababa su labor.Tambaleándose súbitamente mareada, se inclinó sobre su esposo

y dio gracias a Dios porque el hielo que cubría el piso le permitieraarrastrar un peso muerto que de otro modo jamás hubiese podidodesplazar ni medio metro.

El crepitar de las crecientes llamas quiso hacerse escuchar por en-cima de los fuertes vientos. Y finalmente lo logró, cuando la ex-plosión iluminó la blanca noche, haciendo volar metralla pordoquier.

Pero Marko se encontraba a salvo. Emilie lo había conseguido,alejándole lo necesario para no temer el estallido ni la lluvia de frag-mentos de coche que precipitó después.

Inclinada sobre él, lo abrazó con fuerza.Seguían vivos.Perdidos.De noche.En la nieve.

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—¿Has visto algo que podamos usar?Aunque de espaldas a ella, Marko reconoció el crujido de los

pasos de su mujer sobre la nieve.Lo peor de la tormenta había pasado. Los vientos habían

amainado y una extraña calma se había adueñado del paisaje, in-vitando a sumirse en un sueño reparador. Los copos, convertidosahora en apenas gruesas motas de polvo, continuaban cayendo de loscielos con una afluencia, que aunque no torrentosa, sí consistente einagotable.

Las llamas, al verse privadas de sustento, habían terminado porrendirse y sofocarse ante el helor nocturno. Y aunque la nocheimpedía distinguir las negruzcas volutas de humo que aún escapabandel vehículo calcinado, su tacto grasiento sí llegaba hasta ellos.

El peligro de congelación era muy real, así que Emilie había acu-dido al lugar del siniestro en busca de cualquier cosa que pudieranemplear para resguardarse ante el frío. Sin embargo, regresaba conlas manos vacías.

—No queda nada —lamentó al tiempo que se arrodillaba a sulado.

—¿Y mi chaqueta? ¿No viste mi chaqueta? —insistió él, temb-lando desde su postrada postura. Se sentaba sobre una maltrechalona de plástico que no lograba aislarlo del helado contacto de lanieve, con la espalda apoyada contra el suave tronco de uno de losnumerosos hayas que poblaban la zona.

Por mucho que se esforzase no lograba evitar que su vista se des-viase para admirar el grotesco modo en que se doblaban suspiernas—. ¿Y las mantas? En el maletero llevaba al menos un par demantas. ¿No las viste? ¡En el maletero!

—¡Ya no hay ningún maletero! —estalló Emilie, que se llevó unamano a la cabeza y perdió por un instante el equilibrio, ladeándosepeligrosamente.

Los brazos de Marko no pudieron proporcionarle ninguna ayudadesde donde se hallaba. No obstante, ella se recompuso y parpadeócon fuerza, en un intento de enfocar la mirada.

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—¿Estás bien? —se interesó él, superado su anterior arrebato.—Ya ha pasado —zanjó ella, apartando la mano de la magulladura

de la sien.—Pero debe quedar algo, algo que nos pueda servir —gimoteó

Marko—. Hace rato que se fue el dolor de las piernas, Emilie. Ahorasólo me dan pinchazos en la espalda. Estoy preocupado.

En sus ojos se podía leer lo que realmente sentía.Miedo.—Es por el frío —aseguró ella con un convencimiento que no sen-

tía—. Si pudiésemos calentarnos…Marko buscó algo en sus bolsillos, como si de pronto hubiese re-

cordado algo. Al poco extrajo un paquete de cigarrillos y un mechero.Con dedos torpes cogió un pitillo y procedió a encenderlo ante laatónita mirada de su mujer.

—¿Qué? —se defendió él.—Me dijiste que lo habías dejado. Que esta vez sí lo dejarías.—Y lo dejé… Por un tiempo.Él pareció encontrar una paz inmediata en las bocanadas de

humo que extrajo del cigarrillo, indiferente al gesto de incredulidadque exhibía el rostro de su mujer. La tiritera y el castañeteo de sus di-entes quedaron en segundo plano ante el alivio que le aportaba alhombre su dosis de nicotina.

—Daré otra vuelta, a ver si encuentro algo —dijo ella, levantán-dose y dispuesta a internarse sola en el bosque.

Él no la detuvo.

De la misma guisa lo encontró a su regreso.Adormilado y con los restos de un pitillo entre los dedos, Marko

permanecía recostado contra el árbol, rendido al embate del frío.Emilie tuvo que sacudirlo un par de veces antes de que con-

siguiera hacerlo reaccionar. El hombre despertó malhumorado, delmismo modo que si lo hubiesen interrumpido durante un sueño queno quisiese abandonar. Cuando al fin había conseguido sentirse enpaz, aquella mujer lo había obligado con su maldita insistencia a

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regresar a una realidad hostil, pletórica de dolor y sin esperanza al-guna. Y sin embargo ella no se mostraba dispuesta a desistir en suempeño.

—Ayúdame —pidió Emilie, agachándose a su lado—. Tenemos queirnos.

—¿Adónde? —refunfuñó él, reacio a moverse. Mucho le habíacostado encontrar una postura cómoda para sus maltrechas piernas yno la abandonaría sin un buen motivo.

—He encontrado algo —repuso críptica Emilie. Su mirada parecíaextraviada.

—¿Cómo que algo? ¿Qué significa que has encontrado algo? ¿Unrefugio de los forestales? Si se trata de un teléfono para emergencia,ve tú y avisa de dónde estamos. Luego ven a buscarme, no soy másque un estorbo. Joder, qué frío…

—Cuidado, no vayas a resbalar. Sujétate.Sin dar su brazo a torcer, la menuda Emilie aferró uno de los ex-

tremos del plástico sobre el que se aposentaba su marido y tiró confirmeza. Marko se bamboleó al perder el equilibrio y necesitó hundirlas manos en la nieve para no caer a un lado. Pese a sus protestas,ella consiguió hacerlo girar y, paso a paso, comenzó a arrastrarlosobre la blanca alfombra invernal.

No era una noche cerrada. En lo alto, la luna llena resplandecíaentre las nubes y confería al bosque una cualidad casi preternatural.Cualquiera esperaría oír el aullido de los lobos, más el único sonidoque rompía la quietud de la foresta eran las cadenciosas pisadas deEmilie y el fru-fru de la lona al deslizar.

Más de media hora transcurrió antes de que la mujer diese señales deagotamiento. Sin previo aviso, sus dedos soltaron el plástico y Emiliese derrumbó postrándose de rodillas sobre la nieve, con la cabeza li-geramente ladeada.

—¿Emilie?

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De espaldas como estaba, aquel inesperado parón en su rítmicoavance tomó a Marko por sorpresa. Como tortuga panza arriba tratóde girarse para descubrir a qué se debía aquella parada.

Ella no dio la impresión de oírle. Como una estatua habíaquedado allí arrodillada, con los brazos caídos a los lados y el cabelloagitado por la brisa.

—¡Emilie! ¡Por Dios, contesta!Como quien despierta de una ensoñación, las fuerzas reanimaron

su menudo cuerpo. No tardó en enderezarse y, con gran aplomo, ex-haló un suspiro y se volvió para mirar a su angustiado marido y dedi-carle una trémula sonrisa.

—¿Emilie?—Ya ha pasado —calmó ella—. Estoy mejor.—Deja de tirar. No estamos yendo a ninguna parte y lo único que

has conseguido ha sido agotarte. —En su mirada se apreciaba unatisbo de resignación—. Déjalo.

Déjame y sálvate tú.—No pienso dejarte —zanjó Emilie con un firme cabeceo que

afectó su sentido del equilibrio por un instante. Por la mueca quecruzó por su cara, una aguda punzada de dolor había percutido en sucabeza—. Aguanta un poco más. Ya estamos llegando.

Con implacable determinación, los fríos dedos de la mujer afer-raron el extremo de la lona y reanudó la marcha.

Detrás, entre avergonzado y culpable, Marko comenzó a rezarpara sus adentros.

—Aquí es.Marko intentó girarse para ver, esperando descubrir un refugio o

una estructura similar, pero allí no encontró más que nieve y másnieve entre las omnipresentes hayas.

—¿El qué es aquí? —preguntó.—Ahora lo verás.No comprendía de dónde extraía su esposa las energías, pero tan

pronto lo soltó Emilie se apresuró a acercarse a un tupido matorral

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situado junto a un tronco partido. Con las manos desnudas se puso aescarbar en la tierra; una tierra que Marko advirtió entonces, no es-taba cubierta por el grueso manto níveo que dominaba el entorno.

—El viento viene del Norte —expuso ella sin interrumpir sulabor—, así que el arbusto nos proporcionará algo de cobijo.

—¿Vas a enterrarme ahí dentro?—Sólo aparto la capa más superficial —dijo—. Vamos.Supuso un gran esfuerzo trasladar a Marko hasta aquella zona

despejada, pero entre ambos terminaron por conseguirlo. Despuésella utilizó la lona a modo de manta aislante sobre el cuerpo de su es-poso. Quizá no le proporcionase calor, pero le ayudaría a conservar elpoco que su cuerpo generara y lo protegería del viento.

Marko contemplaba con asombro aquel despliegue de inusitadaactividad. Si no la desconocía, al menos sí había olvidado por com-pleto aquella faceta de su esposa. Recordó, muchos años atrás,aquella época en la que disfrutaban haciendo rutas de senderismopor la montaña. Los días de acampada, las hogueras nocturnas juntoal lago. Aquellos tiempos antes de… antes de que…

Antes de que todo se fuera al Infierno.—¿Aún guardas el mechero?Aunque en su voz no se apreciaba un tono de reproche, él no pudo

evitar saltar a la defensiva.—Pues claro que lo tengo.—Eso está bien, porque nos hará falta.Con un esmero envidiable, Emilie hizo acopio de ramas, corteza

de árbol y pequeños trozos de madera, y los fue disponiendo con de-liberada intención en otro pequeño hoyo que también habíahoradado en la tierra. La estructura fue tomando paulatinamente laforma de un tipi, aquellas tiendas cónicas características de los indiosamericanos. Nutrió su corazón con raíces y hojas que había extraídodel interior del frondoso arbusto. La madera no estaba ni muchomenos seca, pero el intenso frío había evitado durante las últimas se-manas que precipitara en forma de lluvia, por lo que la leña estabahúmeda y no empapada. La guinda del pastel la puso al extraer un

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minúsculo frasquito del bolsillo de su chaqueta. Aquella pequeñamuestra de colonia quizá le proporcionaría a la hoguera la oportunid-ad de convertirse en algo más que en una vana ilusión.

—Dame los cigarrillos.Algo reluctante al principio, a Marko no le resultó sencillo dar

aquel simple paso. A su mente llegó entonces la imagen en dibujo an-imado de un muñeco de nieve vestido con su ropa y caracterizado consus facciones; y con un pitillo humeando en sus labios congelados. Leresultó tan absurda aquella idea que no pudo menos que dejar a unlado sus ansias por fumar y concederle a Emilie el voto de confianza.

Ella tomó de sus manos entumecidas el paquete de tabaco y, sindecir más, procedió a partir los pocos cigarrillos que quedaban y dis-tribuirlos entre la madera.

—¿Crees que prenderá? —musitó Marko entre castañeteos. Todasu esperanza depositada en aquel variopinto hatillo de troncos yramas.

—Dios quiera que así sea —contestó ella, dejando entrever por uninstante que tras aquel biombo de determinación subyacía uncorazón encogido ante un posible —y trágico— fracaso.

—Entonces así será —añadió él dejando asomar una sonrisa, enun intento por reconfortarla y reconociéndole así el mérito por susesfuerzos.

Emilie volvió a tantear la estructura del tipi. Movió unas ramasapenas unos centímetros, cambió la orientación de un leño de mayortamaño y hundió la mano en la hojarasca para modificar la posiciónde un cigarrillo que no lograba satisfacerla.

—Vamos, no lo pienses más.Asintió con fuerza y apretó el mechero entre los dedos. La chispa

encendió a la primera. Usando la otra mano a modo de pantalla, ar-rimó la pequeña llama a la hoguera. Precedido de un humillo blanco,la acción del mechero logró prender algunas hojillas. Acto seguido sedispuso a hacer lo mismo en otro punto de la fogata, y después enotro. Y en otro más. El vapor de agua se elevaba ahora de forma másconstante, presentando batalla a las llamas que luchaban por abrirse

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camino en la madera húmeda. Éstas titilaron por un instante,amenazando con apagarse, pero Emilie se mostró atenta y con un parde suaves y oportunos soplidos se bastó para avivar las mortecinaslenguas ígneas.

Despacio, sin asomo de prisa, el fuego fue ganando consistencia.Las ondas de calor no tardaron en acariciar sus ateridos rostros.

Satisfecha, acudió al lado de su marido y trató de cobijar a ambosbajo la exigua protección del plástico.

—Bendito fuego —alcanzó a musitar Marko.Ella no contestó, hipnotizada por la danza de las llamas.—¿Crees que nos encontrarán?—Anna dará aviso a emergencias al no saber de nosotros —aven-

turó Emilie.—Pero no saben dónde estamos, qué carretera tomamos. —Marko

se detuvo al sentir un súbito aguijonazo—. Las piernas, me duelen…—La explosión del coche, esta hoguera en medio del bosque, de

noche. Tienen que venir a investigar, ahora que la tormenta hapasado.

—No creo que pueda aguantar hasta que lleguen… ¡Maldita sea!¡El dolor!

—Debes tratar de calmarte. Es la circulación de la sangre, quevuelve a activarse por el efecto del calor. Estabas medio congelado,por eso antes no sentías nada.

—Pues entonces las prefiero congeladas.—No digas eso.—¿Por qué no? Mira cómo están. Dudo que vuelva a andar. Otra

cosa más para lo que no sirvo. Menuda joya te llevaste —se burló él.—No hables así. Eso forma parte del pasado. No saques ese tema

precisamente ahora.—Lo que es verdad, lo es tanto ahora como hace veinte años —in-

sistió—. ¿Qué sentido tiene negarlo?—Nunca te he culpado por ello —alegó Emilie—. No pudimos ten-

er hijos. No es algo que tú decidieras hacer o no, como fumar.—¡Ah! Pero del tema del tabaco sí podemos hablar, ¿no?

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—Marko, no es lo mismo… —negó ella con la cabeza—. Además,eras tú quien llevaba una cajetilla en el bolsillo cuando prometisteque no volverías a hacerlo.

—Y no lo hubiese hecho de no ser por toda la mierda que he ten-ido que tragar desde que trabajo en la oficina.

—Yo no te pedí que renunciaras a tu antiguo puesto y nosmudáramos.

—¿Entonces qué? ¿Mejor seguir viendo esa cara avinagrada queme ponías cada vez que llegaba a casa por la noche?

—Eso no tiene nada que ver…—¿Tanto te molestaba vivir en el centro? —Marko dio la im-

presión de hallar en aquel momento la espita para dar rienda suelta atodo el rencor que guardaba dentro—. Joder, Emilie, era una buenacasa, más grande de lo que realmente la necesitábamos. Estaba biencomunicada, con grandes superficies a la vuelta de la esquina yrodeados de zonas ajardinadas. Hasta la comunidad, en general, erabuena, sin esos gilipollas de los Schulze dando por culo a cada mo-mento. ¿Sabes que el martes volví a encontrarme un rayón en elcoche? Y no a causa de un roce. ¡Ese rayón estaba hecho con unallave!

»Echo de menos a Thomas y a Emma —el tono de su voz des-cendió unos grados—. ¿No te llevabas bien con Emma, Emilie? Siquedabais juntas para ir de compras, a tomar café y hablar devuestras cosas, mientras Thomas y yo veíamos los partidos de fút-bol… ¿Acaso tú no les echas de menos? Eran buenos tiempos… ¿Em-ilie? Estás llorando, ¿qué te sucede?

—¡Claro que los echo de menos! —no pudo menos que exclamarella, angustiada y dolida a partes iguales—. ¿Es que crees que no megustaba la vida que llevábamos? ¿Que fue fácil para mí romper contodo y tener que volver a empezar desde cero? ¡Allí estaba mi vida, micasa, mis amigos, mis clases de piano…!

—¡Cada vez te entiendo menos! —exhaló él, llevándose las manosa los cabellos—. ¡Entonces por qué tuvimos que irnos! ¡A qué veníaesa maldita actitud tuya, como si todo te asquease!

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—¡Porque me sentía asqueada, Marko! ¡Porque me daba ascoverte llegar tan tarde a casa, tan feliz y satisfecho, y que te metierasen nuestra cama, después de haber estado con… ella!

Él pestañeó en un par de ocasiones, confundido y con las manosaún en alto, como el actor que de repente se descubre con un libretoajeno a la obra que se está interpretando. La mirada que le dedicó asu mujer fue de total extrañeza.

—¿Qué ella? —quiso saber—. ¿Qué demonios me estás queriendodecir, Emilie? Con ella no te estarás refiriendo a Sarah, ¿verdad?

—¡No vuelvas a pronunciar su puñetero nombre! —chilló Emilie,fuera de sí.

Marko no alcanzaba a entender el motivo de su desmedida reac-ción, tan fuera de lugar en una persona tan pacífica como lo era ella.Fue entonces cuando creyó encontrarle algún sentido a lo quesucedía.

—P-pero… Emilie. ¿Crees que tuve un…? ¿Que tuve un lío con…ella? Oh, Dios. Emilie…

—¡No te atrevas a negarlo! No, no te atrevas —replicó ella ahora,no rabiosa, pero sí vehemente—. ¿Por qué, si no, os quedabais tantasnoches trabajando, solos, en el estudio?

—¡Por Dios! ¡Tú misma acabas de decirlo! ¡Trabajando! —tercióMarko, buscando templar el tono de su voz—. Sarah no era sólo unaayudante, Emilie. Tenía una gran creatividad y fue ella con sus idease infinito tesón quien sacó adelante los últimos proyectos. Tambiénfue ella quien me prestó consuelo cuando empezó a haber problemasentre nosotros.

»Y antes de que digas nada —agregó antes de que ella pudiera de-cir nada que pudiera lamentar después—, te diré que su consuelo tansólo consistió en escucharme pacientemente cuando me derrumbaba,perdía los estribos y me entraban ganas de mandar todo al garete.Sarah nunca se cansó de repetirme que me tomara las cosas concalma, que sólo debía aguardar a que la tormenta amainara y todovolviera a su cauce. Que eras una mujer maravillosa y que sería unestúpido si permitía que desaparecieras de mi vida.

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Cuando Marko le tendió una mano abierta, con una cálida sonrisade disculpa dibujada en los labios, Emilie rompió a llorar desconsola-damente, expulsando con su desaforado llanto las lágrimas conteni-das y alimentadas durante tantos años.

—¿Durante todo este tiempo, el trabajo, la casa —alzó latemblorosa mano para acariciarle la mejilla—, has estado sufriendopensando que te engañaba?

—Lo siento… Lo siento… Lo siento…—Por Dios, Emilie… —susurró Marko tirando de ella para

abrazarla.—Siento haber dudado de ti… —gimió ella, buscando refugio en su

pecho.—Y yo siento haber estado tan ciego, haber sido tan egoísta como

para no haberme dado cuenta de lo que te pasaba.Las llamas del fuego crepitaban en la nieve, bañando con su

trémulo resplandor el abrazo de una pareja de enamorados que, des-pués de más veinte años y a pesar de nunca haberse llegado a sep-arar, habían vuelto a reencontrarse aquella mágica noche.

—¿Emilie?—¿Sí, Marko?—Gracias por salvarme la vida —apuntó él, con un extraño brillo

en la mirada—. Además por tres veces.—¿Tres? —Ella se incorporó, un tanto confusa.—La primera al sacarme del coche antes de que explotara —enu-

meró él usando los dedos. La segunda cuando me trajiste hasta aquí,encendiste esta maravillosa hoguera y evitaste que me congelara.

—¿Y la tercera?—La tercera… —se hizo de rogar—. La tercera fue al devolverme la

ilusión y darme las ganas para seguir viviendo. Gracias.—¡Oh!Emilie lo abrazó de nuevo. En sus ojos otra vez vidriosos ya no

había lugar para lágrimas fruto de la aflicción.—Ya, ya, con cuidado. Mis piernas, recuerda —la advirtió él, pero

sin perder la pícara sonrisa de la que ella una vez se enamorara.

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—Marko… ¿En qué momento nos abandonamos y dejamos dedarnos las gracias por lo que hacíamos el uno para el otro?

—Nunca debió haber ocurrido.—No, nunca —convino Emilie—. Gracias por todos los sacrificios

que hiciste por intentar que me sintiera mejor.Cuando él quiso contestar, Emilie alzó la mirada hacia el hori-

zonte y prosiguió.—Creo que está amaneciendo, el cielo comienza a clarear. Tengo

mucho sueño…—Aguanta, mi niña… —susurró a la par que le ofrecía su hombro

para que descansara. De repente, algo llamó su atención y le hizo le-vantar cabeza—. ¿Has oído eso?

—¿Mm? —alcanzó a murmurar ella.—Me pareció haber oído el ladrido de un perro… ¡Sí! ¡Son lad-

ridos! —exclamó al confirmar que estaba en lo cierto—. ¡Emilie!¡Creo que es una patrulla de búsqueda!

Cada vez más cerca se oían los ansiosos ladridos de los animales,frenéticos tras haber dado con el rastro.

—¡Nos han encontrado! ¡Estamos a salvo, Emilie! ¡A salvo!Fue cuando Marko se giró para averiguar por qué motivo su

mujer no se unía a sus propios gritos de alegría, que la descubrió plá-cidamente dormida entre sus brazos.

Plácida y rendidamente dormida.—¿Emilie…?Pero Emilie no respondía a sus insistentes llamadas. Tampoco

parecía respirar. Intentó agitarla, sacudirla, hacerla reaccionar de cu-alquier modo. Las voces humanas se mezclaron con los ladridos delos canes más allá de la vista, enmarcados por los haces de las lin-ternas que ya se filtraban entre los troncos de las hayas.

Pero Marko sólo tenía ojos para Emilie, su pequeña Emilie, quecon rostro sereno se negaba a despertar.

—Permítame que me presente: soy el oficial Kähler, y éste es mi com-pañero, el agente Dohrm, del Departamento de Policía de

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Brandenburgo. Antes de nada, señor Mattheus, queremos hacerlellegar nuestro más sentido pésame.

Marko asintió, pesaroso, desde la cama del hospital donde sehallaba convaleciente.

Tan rápido como la unidad canina de la policía había dado con suparadero, Marko había sido rápidamente trasladado a Postdam, yuna vez allí había ido recorriendo diferentes salas y quirófanos, a ten-or de los importantes traumas que había sufrido en las piernas y aconsecuencia de los daños por congelación.

Había sido intervenido ya en cinco ocasiones, y no se descartabala necesidad de una sexta. Una dura rehabilitación le aguardaba al fi-nalizar el proceso, siempre con la voz de ánimo de boca de médicos yenfermeras de que la columna no había resultado afectada: volvería acaminar.

Pero aquellas palabras distaban mucho de lograr animar a aquelapesadumbrado superviviente del frío.

—Nos hacemos cargo de lo reciente que aún debe ser para ustedtodo esto —se excusó Kähler—, pero es preciso que recabemos la in-formación oportuna para redactar un informe sobre el suceso.

—Lo entiendo, agente —aceptó Marko, admirando la profundatonalidad azulada del cielo que alcanzaba a ver a través de laventana—. Adelante.

—Permítame que le exponga lo que tenemos hasta el momento yno se abstenga en corregirme si lo considera preciso. —Tras la afir-mación del paciente, continuó—. Usted y la señora Mattheus viajabandesde Berlín hacia Kerkwitz, cerca de Guben, en un vehículo Volvo,modelo V40, color gris oscuro y matrícula…

El capitán fue enumerando todos los datos que disponían refer-entes al coche, el itinerario planeado y el que, tras la confusión en eldesvío, en realidad habían seguido; al respecto de las funestas condi-ciones meteorológicas y del estado de las carreteras, el lance con elanimal —quizá se tratara de un corzo— con el que se habían topado yque a la postre había provocado el accidente; el choque con el postre

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señalizador y la posterior explosión del vehículo tras perforarse el de-pósito de la gasolina.

Todo esto fue confirmando Marko de manera paciente, a la parque corregía y añadía pequeños detalles que en el informe preliminarhabían sido pasados por alto.

—La situación es clara, poco falta por decir —aseveró el policía—.Y sin embargo… Existe algo que no llegamos a comprender—comentó, cruzando la mirada con su compañero.

Aquel curioso gesto llamó la atención de Marko, que no dudó enpreguntar.

—¿De qué se trata?—No es que dudemos de su testimonio, ni pongamos en tela de

juicio su pericia ni sus conocimientos de supervivencia —comenzóKähler—. Pero comprenda que, en su desafortunado estado, noscuesta imaginar no sólo cómo logró escapar del vehículo e internarseun par de kilómetros en el bosque, sino también cómo se las ingenióademás para preparar una hoguera en la nieve y así mantenerse convida hasta que llegasen los equipos de salvamento.

—Creo que no lo entiendo… —titubeó confuso.—Estamos francamente admirados de su coraje a la hora de

afrontar tan angustiosos momentos… —siguió el otro agente.—Lo lamento, señores, pero están muy equivocados —decidió in-

terrumpir al fin—. El mérito, todo el mérito, es de Emilie. Fue ellaquien me sacó del coche cuando estaba atrapado, quien tiró de mí enla nieve y quien encendió aquel fuego cuando lo más fácil hubierasido rendirse y morir. —En aquel punto el dolor por la pérdida volvióa ahogarlo—. Si tan sólo hubiese aguantado un poco más…

Aún entre las lágrimas que enturbiaban su visión, no le pasarondesapercibidas las miradas de extrañeza que descubrió en los rostrosde los dos oficiales.

—¿Qué sucede? ¿Por qué me miran de ese modo?—Señor Mattheus —empezó Kähler, bajando el tono, casi como si

compartiera una confidencia—. El cuerpo de su esposa fue hallado

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entre los restos calcinados del coche. La señora Mattheus nunca llegóa abandonar el vehículo.

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