familia y otros cuentos

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RODRIGO HASBÚN Familia y otros cuentos

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Título: Familia y otros cuentos Autor: Rodrigo Hasbún País: Bolivia Tipo: Narrativa Año: 2008

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Page 1: Familia y otros cuentos

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RODRIGO HASBÚN

Familia y otros cuentos

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© Rodrigo Hasbún, 2008

© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2008.

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),

Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia

Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.

______________________________________________________

Impreso en: Imprenta “Magda I” Av. Oquendo 371 dpto. 2A. Cochabamba

Derechos exclusivos en Bolivia

Hecho el depósito legal: 3-1-1101-10

Impreso en Bolivia

______________________________________________________

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda

Rossi.

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VIDAS AJENAS

Las mentiras hubieran sido más dulces, no haber sabido,

haber sabido menos. Las mentiras, quizá, hubieran logrado

salvarnos. Después de un tiempo anularlas, acostumbrarnos,

creer en ellas para luego hundirlas en ese silencio de los días y

los meses y la vida. Ser capaces de sonreír de vez en cuando sin

remordimientos ni culpa. Sin esta mierda de ahora. Pero

también es por el perro y por los ojos de papá mirando al perro,

los ojos partidos de papá, los ojos llorosos. El mundo ya no es

sólo ella. Con las mentiras el mundo tal vez hubiera seguido

siendo sólo ella. Con las mentiras podríamos habernos

inventado una historia menos triste, seguiría estando y el perro

no habría enfermado jamás, aunque una y otra cosa no se

relacionen de ningún modo (sólo llegan a juntarse en mi

capricho, en la nostalgia de esta tarde quieta, los tres hermanos

juntos luego de mucho, el mayor de ellos casi igual de abatido

que su padre, a quien abraza), y no estaríamos matando al perro

y papá no tendría necesidad de ocultarnos su imperiosa

necesidad de llorar. El perro ya no puede moverse, mira el

mundo por última vez. Son los minutos decisivos que tendremos

que afrontar todos en algún momento. ¿El mundo embellece en

los ojos del moribundo? ¿El mundo adquiere un brillo inusual

antes de desaparecer? Papá no puede seguir soportando la

visión, suelta a Juan, deshace el abrazo y participa, se bota al

piso, acaricia al perro, lo besa en el hocico, en las orejas. Mario

le dice algo pero no sirve de nada, ni siquiera responde. Las

mentiras hubieran sido más dulces, menos crueles, y quizá el

perro no se da cuenta de lo que está pasando, y entonces qué

bueno por él, y entonces qué pena por mis hermanos, por papá.

Mario se acerca, intenta levantarlo. No puede, el viejo le quita

los brazos, insiste en despedirse de esa manera. Como buscando

instrucciones, confundido, mira hacia nosotros (el único que

parece haber guardado algo de la infancia es Mario, su cuerpo

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aún vigoroso, dispuesto, las mejillas rasuradas a filo, la mirada

limpia). Ni Juan ni yo decimos nada. La respiración del animal,

mientras tanto, se hace más pausada. Lo siento, murmura papá,

lo siento, pequeño, lo siento, pero insiste en no llorar. Una tarde

quieta, tres hermanos juntos luego de mucho. El padre de los

tres botado al lado de un perro que tal vez ya está muerto. Juan

me mira. Me doy cuenta recién que detrás de sus ojeras, de la

barba de semanas, que detrás de su silencio. Quiero hablar

contigo, me dice. Muevo la cabeza, no respondo.

Voy a divorciarme, pienso divorciarme, creo que quiero

divorciarme. Estamos en el auto, el perro en una bolsa sobre el

asiento de atrás. Me quedo callado, pensando que no ha elegido

el mejor momento para anunciarlo, pensando que hubiera

podido elegir muchos otros momentos, hace tanto que no venía

por casa, hace tanto que desapareció, sólo llamadas o algún

encuentro esporádico con el viejo. ¿Por qué?, pregunto. La

relación ha dejado de funcionar, supongo que ya no nos

queremos tanto. Su titubeo, las torpes oscilaciones de la voz, y

el temblor casi imperceptible de sus labios, que no le veía hace

años, tal vez desde que dejamos de ser niños, me hacen

sospechar que no me está diciendo todo, que se está guardando

los motivos. Pienso en esas calles, en esa ciudad, en los cafés a

los que ella podría estar entrando. Recuerdo su manera de

fumar. Ustedes que se querían tanto, digo. Sí, nosotros. ¿Y los

niños? No habrá problema con los niños. Empieza a oscurecer,

acelero. ¿Conoces bien el lugar? Sí, ya estamos cerca. Papá lo

amaba. Sí. Nos quedamos callados uno o dos minutos, no sé

cómo debo reaccionar. ¿Por qué me estás contando todo esto a

mí?, pregunto, ¿qué tengo yo que ver con todo esto? No creí que

te molestaría. No me molesta. ¿Entonces? Desapareces durante

meses y luego. No fueron meses. El día menos apropiado llegas

con la noticia. Juan no sabe nada de ella, Juan no va a preguntar

por ella porque no sabe nada, porque yo nunca le conté mucho,

cree que fue una más en mi vida, hacia el final de la lista. El día

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menos apropiado, por eso me quedé callado. Por el retrovisor

miro la bolsa sobre el asiento de atrás, durante unos segundos

me da la impresión de que se está moviendo. Hicimos que papá

se quedara en casa. Papá debe estar imaginándonos, imaginando

el viaje, tomándose un trago, Mario al otro lado de la mesa.

Doblo por un caminito de tierra que señala Juan, disminuyo la

velocidad. Solos, irremediablemente solos. ¿Hay algo que no

me estás contando? Se queda callado, quizás no me ha

escuchado. Me gustaría ser capaz de oírlo pensar, oír pensar a

toda la gente de alrededor. Sería terrible, casi tan terrible como

leer las cartas que le escribe el amante a nuestra novia, pero

igual quisiera. Pero igual quise. Las mentiras, haberme obligado

a olvidar, a hacerme el desentendido, hubieran. Nada, dice Juan,

la relación se ha desgastado y no estamos dispuestos a seguir

intentando. Una historia banal, dice Juan. La de siempre, la de

todos, dice, no le busques ninguna sofisticación. Detengo el auto

y apago el motor. Queda poca luz. Cavamos una fosa no muy

honda, botamos al perro, lo cubrimos de tierra, todo sabiendo

que papá debe estar imaginándonos, Mario al otro lado de la

mesa intentando distraerlo, hablándole del trabajo, de vidas

ajenas y una lluvia torrencial cuando fue de pesca el fin de

semana anterior. (Era impresionante, papá, la lluvia. Uno no

llegaba a diferenciar las gotas. Como una cortina pero ruidosa,

de agua tibia. De haber tenido más ropa nos hubiéramos puesto

a bailar. Bailar debajo de la lluvia es hermoso.)

En la cena casi no hablamos, cada uno bailando debajo

de la lluvia de sus propios pensamientos. Solos,

irremediablemente solos, y todavía más cuando recordamos o

imaginamos o soñamos, o cuando queremos desde lejos, sin

decirlo. Juan no va a mencionar su divorcio inminente. Mario ha

agotado ya todos sus recursos y está, además, un poco borracho.

Papá nunca fue muy hablador.

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INTEMPERIE

1.

No veía a Lorena hace al menos quince años, cuando yo

tenía diez y era el mejor amigo de su hijo, al que tampoco veía

desde entonces. Era una mujer alta y delgada, carismática,

siempre sonriente, y solía llevar el cabello corto.

Como supuse que sucedería, pero con aún más

certidumbre o convicción, apenas la vi me pareció avejentada y

menos hermosa, abatida, triste. Por el bien de todos, durante

unos segundos, quise dar la vuelta y salir huyendo. Pero me

quedé quieto, mirándola atravesar el jardín donde tuvo lugar un

pedazo importante de las infancias de su hijo y mía, acercarse,

preguntar a quién buscaba.

Eran las siete de la tarde de un otoño gris que todavía

persiste. Hacía unos encargos por la zona, los últimos de la

jornada antes de regresar a casa, ubicada al otro lado de la

ciudad, cuando mi auto se averió. Lo apeé a un costado de la

calle e intenté averiguar cuál era el problema, pero fue

completamente inútil, así que llamé al mecánico. Dijo que no

tenía a quién enviar en ese momento, sus ayudantes ya se habían

ido. Si dejaba el auto en la calle corría el riesgo de que se lo

robaran y llamar a la grúa, por lo que significaría a mi

presupuesto semanal, era impensable.

Tenía puesta una bata azul, arrugas diminutas rodeaban

los ojos grandes y oscuros. Podía verla a través del portón.

Verla así, constatar que nadie estaba a salvo, me desarmaba

completamente.

¿Lorena?, pregunté.

Se quedó callada, intentando reconocerme.

Soy Gabriel, amigo de colegio de Radek.

Abrió el portón y se me abalanzó encima. Gabrielito, no

puedo creerlo.

Permanecimos abrazados un rato, ahora yo era más alto

que ella.

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Disculpa que aparezca de esta manera. Se me averió el

auto a la vuelta y el mecánico no puede verlo hasta mañana…

¿Quieres dejarlo acá?

Me miraba fijamente y sonreía de una forma rara, casi a

pesar suyo. Quizá sólo se trataba de una costumbre reciente de

sus labios. No podía dejar de mirarlos y eso no estaba bien. No

estaba bien que la viera como a una mujer y no como la madre

de un viejo amigo. ¿Cuántos años tendría? ¿Cuarenta y cinco?

¿Cincuenta?

La situación me avergüenza. Empiezo a pensar que debí

buscar otra solución.

Cómo se te ocurre, Gabrielito. Ya ves, aquí hay mucho

espacio.

¿Está Radek en casa?

Siguió mirándome y no dijo nada. Evaluaba mi vida por

medio de mi cara, como si se tratara de un mapa. El mejor

amigo de su hijo ya era un hombre y quería saber qué tipo de

hombre. Empezó a lagrimear y se cubrió el rostro. Luego lloró.

La abracé y le pedí que se calmara.

Cuando lo hizo, después de un par de minutos, me pidió

que trajera el auto. No se ofrecía a ayudarme a empujarlo

porque estaba en bata, pero esperaría ahí.

2.

Me invitó un café mientras el ayudante del mecánico

revisaba el auto. Eran las ocho de la mañana, una hora después

entraba al trabajo. Lorena tenía puesta la misma bata que el día

anterior y fumaba. Había despertado recién.

Era amiga de mi madre y preguntó por ella, hace tiempo

no la veía. Mi madre se había casado algunos años atrás con un

viudo sesentón y sólo nos encontrábamos una vez por semana,

en un restaurante vegetariano al que íbamos a almorzar a pedido

suyo. Le conté que estaba feliz, a mi parecer más feliz de lo que

debía, y también pregunté por sus padres, vivían ahí cuando iba

a casa de Radek después de clases.

La pregunta volvió a hacerla llorar. Un grito del

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ayudante me ayudó a escabullirme. Salí al patio mascullando

apenas una disculpa.

El muchacho me explicó que el problema no era

mecánico sino eléctrico y que tendría que venir otro técnico.

¿Qué puede ser?, pregunté.

Yo le puedo decir lo que no es, respondió, serio.

No hubiera servido de nada, sé poco de autos.

¿Qué me recomienda?

Llame al taller y pida un eléctrico.

Lorena apareció a mis espaldas. Preguntó si todo estaba

bien, nuevo cigarrillo en mano, ojos vidriosos, y le expliqué la

situación. También le dije que no quería molestarla más. En

realidad lo que no quería era seguir presenciando el espectáculo

de una mujer en ruinas, hecha pedazos.

No hay problema que el auto se quede acá, dijo ella. Hasta

cuando sea necesario.

Pregunté a qué hora estaba en casa.

Estoy todo el día en casa, dijo.

Llamé al mecánico y le expliqué la situación. Quedamos en que

enviaría un eléctrico al final de la tarde. El ayudante se fue y

nosotros regresamos a la cocina.

Permanecimos callados mientras me preparaba otro café.

La primera en hablar fue Lorena. Mamá murió el año pasado,

dijo. Hacía esfuerzo por no llorar más y se le notaba. La extraño

demasiado, la casa se ha quedado vacía. También se refería a la

partida de Radek, que unos meses atrás se había ido al

extranjero. Papá sigue acá. Pasa casi todo el tiempo en su

cuarto, le cuesta moverse. Es mi única compañía.

Lo siento, murmuré. No sabía qué más decir, al parecer

ella tampoco. Miré de reojo mi reloj, ya eran las ocho y media,

tendría que irme pronto al trabajo.

Cuéntame tú de tu vida, Gabrielito.

Debido a la muerte de mi padre y a las deudas que dejó

pendientes, mamá se vio obligada a cambiarme a un colegio más

barato. Ahí salí bachiller y luego, mientras trabajaba, estudié en

la universidad estatal. Sólo le dije esto último, lo otro

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seguramente lo sabía de esa época.

Ahora sigo en el trabajo. Y hace algunos años vivo solo.

Igual que Radek, dijo ella. El asunto de su abuelita lo

afectó demasiado. Y también hubo otras cosas.

No pregunté a qué se refería.

¿Supiste?, preguntó.

Negué con la cabeza.

¿No supiste nada, Gabrielito?

A veces es mejor no asomarse a la vida de los otros. A la

gente que queremos, a veces, es necesario resguardarla del daño

que propician las palabras y la confesión. No estaba seguro si

necesitaba oír lo que Lorena anunciaba con tanta duda.

Nos recordé de niños, en esa misma cocina. Él tenía una

imaginación torrencial y no dejaba de lanzar comentarios

siempre interesantes, inventarse juegos, construir historias. Un

tema recurrente era la profesión de su padre, al que nunca

conoció y del que ni él ni yo sabíamos nada. Domador de

leones, decía. Presentador de televisión, fisiculturista, asesino a

sueldo.

No debería contártelo, murmuró Lorena, dándose cuenta

que no me haría bien lo que se avecinaba, la bata azul

ligeramente abierta, un pedazo de piel blanca.

Por cómo nos miramos en ese momento, aunque empecé

a sospecharlo antes, casi desde que la vi atravesar el jardín, supe

que unos días después haríamos el amor por primera vez. Unos

días después le haría el amor a una mujer en ruinas que era

madre de un amigo de infancia al que no veía hace al menos

quince años y que presumiblemente se hizo adicto a algo o

intentó matarse o una de esas cosas. Ese otoño gris que todavía

no olvido yo también me sentía solo. Cogérmela mientras

llorara y me pidiera que se lo hiciera con delicadeza también me

era necesario. Cogerme a la mujer hecha pedazos que ya no era

tan alta ni delgada ni hermosa como la recordaba también podía

salvarme un poco a mí, aliviar el peso de días difíciles en los

que ya había habido abandonos.

Lo triste sería cuando me aburriera de ella. Lo más triste

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sería cuando después de algunas semanas me agotara de su

melancolía permanente y de su cuerpo venido a menos. Cuando

su necesidad de delicadeza, como si fuera virgen o estuviera

hecha de una materia frágil, dejara de excitarme.

Cuéntame, Lorena, dije, apoyando mi mano sobre la

suya. La bata azul se abrió unos centímetros más, ella se la cerró

con la otra mano, la mirada ahora perdida. Me interesa saberlo,

quise mucho a Radek.

Intentó comenzar a decir algo y no pudo.

Apretó mi mano, nerviosa, confundida.

Hacía un poco de frío.

Cuéntame, insistí yo.

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FAMILIA

I

Hay una mujer en medio de la calle, tirada, temblando, y

a su alrededor se han agrupado cinco peatones, pero sólo uno de

ellos, también en el suelo, de rodillas, agitado, intenta hacerla

reaccionar. Quizá es médico o enfermero, aunque de lejos no lo

parece, precisamente por la agitación, por la tensión que revelan

todos los movimientos que a unos pasos todavía del gentío logro

entrever. Va de terno, al igual que dos de los del grupo de

observadores, y la mujer, más vieja a medida que me aproximo,

más demacrada y perdida en la confusión que experimenta,

todavía temblando, pero también cada vez menos, porque quizá

el corazón siente fatiga y añora detenerse, va vestida con un

grueso vestido que cubre el cuerpo entero y que seguramente

propicia, con su peso y textura, una vaga sensación de

seguridad. Esto sucede en la acera izquierda de una avenida de

ocho carriles, los conductores de autobuses y coches no se dan

cuenta de nada, pensando en la cena o la discusión, en algún

encuentro previsto, en el partido de fútbol que verán a las ocho,

y hay alrededor, envolviéndonos en su espesura, un bullicio

habitual de viernes por la noche. Un adolescente habla por su

celular. Sólo cuando larga una risotada estruendosa descubro

que no ha llamado a ningún servicio de ambulancias sino a

algún amigo al que le causa gracia oír ese tipo de historias de

gente que desfallece o muere en la ciudad. Incluyéndome e

incluyendo al adolescente ahora somos más, quizá diez o doce,

pero el único que sigue haciendo algo es el hombre arrodillado,

que se ha quitado el saco bruscamente y que luego de decidir

que es imprescindible hacerlo, intenta practicarle a la mujer

respiración boca a boca. Anochece y hay una mujer en medio de

la calle que recorro todos los días a esta misma hora, un poco

abatido siempre y dándole vueltas a las mismas preguntas y a

los mismos recuerdos, pensando también qué haré cuando

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llegue a casa y abra la puerta que da a esa pequeña sala

silenciosa sin cuadros ni muebles, cómo ocuparé el tiempo

obligándolo con esas ocupaciones a que pase desapercibido y

pese menos.

Abran campo, grita uno de los recién llegados, así no le

llega el aire, pero nadie parece oírlo, quizá porque nadie está

dispuesto a ceder unos centímetros de proximidad con esa

realidad que intentarán reproducir luego, a sus maridos y

mujeres y amigos y amantes, y que nos hace sentir un poco más

vivos, incluyéndome, porque felizmente no somos aún la que

agoniza en el suelo sino uno de los que la mira. No debería pero

pienso en mi hija justo cuando empiezan a oírse unas sirenas

que paralizan el tráfico, la mayoría de los conductores se apea

para dar paso. Miro a los que tengo cerca queriendo saber, sólo

por medio de sus gestos y miradas, cuál de ellos llamó y cuándo,

si he visto alguna vez a alguno en el restaurante, en qué

momento decidirán retomar la caminata.

El hombre que baja de la ambulancia y despeja al grupo

es menos joven de lo que se espera de esa gente, calvo y de

barba, pero se desempeña eficientemente y en lo que tarda

decirlo está al lado de la mujer, midiendo sus signos vitales. Su

compañera, una muchacha de rasgos duros y angulosos, baja la

camilla y nos pide que retrocedamos. Perdido el interés, varios

empiezan a irse y en la avenida los autobuses y coches ya

circulan con la misma furia de unos minutos atrás. Cargan a la

mujer, que no sé si sigue viva, y se la llevan pronto. El hombre

que estuvo socorriéndola se acomoda el saco, coge su maletín

del suelo y se aleja, agitado pero quizá secretamente orgulloso

de sí mismo, a pesar de no haberlo hecho bien. El adolescente

del celular, de nuevo llamando a alguien, también se va. El

gentío se dispersa y es como si no hubiera sucedido nada.

Empiezo a caminar, hacia casa pero decidiendo o

descubriendo que no quiero llegar a casa aún, evaluando la

escena, imaginando al hijo de la mujer preocupándose por la

demora de su madre, sin saber qué hacer, a quién llamar, dónde

ir, o a su marido, un anciano que ya no puede acompañarla en

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sus caminatas diarias por el barrio, o a sus gatos, varias horas

después, avasallados por el hambre que no se saciará con la

porción de alimento seco, o a una amiga vecina que no se da

cuenta de nada hasta mucho después, cuando ya es tarde y los

gatos han muerto también, si los hay, o cuando el marido ha

empezado a gritar como desquiciado desde su cama, las fuerzas

menguadas, o cuando el hijo ha querido averiguar si ella supo o

sabe algo, pero ella recién se entera.

El bar de la esquina de casa está lleno de gente, en la

televisión transmiten el preámbulo de lo que será el partido de

fútbol de las ocho. Saludo a la camarera y le pido una cerveza.

Ella la deja segundos después a centímetros de mi mano, sobre

la barra. Los demás beben y ríen y esperan que el partido

comience pronto, algunos de ellos con las camisetas de su

equipo puestas, podría armarse una batalla campal con sillas en

el aire y puñetes que no siempre llegan a destino. Antes del

silbato inicial, los jugadores dando saltitos o estirando, listos

para una nueva lucha, miles de personas mirándolos en vivo y

quizá millones en transmisión directa, en todo el mundo, aunque

en otras partes sea de día o un nuevo día, pago y salgo y llego y

abro la puerta que da a la sala vacía.

El teléfono está sonando. Sé que es Laura, antes de

contestar, y por eso dudo, pero después de cuatro timbres

contesto. Papá, dice ella, la voz ronca y rota. Laura, digo. Papá,

repite ella y se queda callada. Siempre es lo mismo, su silencio

crece y nos agobia y luego es imposible huir, dejar de pensar en

él, hacer como si no se debiera a algo, a decisiones equivocadas

y reacciones excesivas y oportunidades que se perdieron

sabiendo, nosotros, en algún rincón que fue mejor acallar, que

las perdíamos, pero tampoco era viable lo contrario. La culpa

empieza a expandirse, la siento ya por todas partes, pero no

quiero que Laura lo sepa, también guardo silencio y después de

uno o dos minutos digo que debo colgar. No responde, ni

siquiera sé si sigue ahí. Papá, dice luego, pero en ese momento

ya he dejado caer el auricular, porque Laura podría pasarse toda

la noche sin decir nada, un silencio de terror, insondable, sucio,

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y yo esta noche no estoy dispuesto a tolerarlo o enfrentarme a él.

Me asomo a la ventana, afuera está oscuro, más oscuro que de

costumbre, y en el edificio de enfrente casi todas las luces

permanecen apagadas. Si lloviera no sería capaz de verlo o daría

lo mismo. Ojalá estuviera acá, pienso, así, sin nombrarla, sin

nombrar a la mujer que me visita a veces aquí mismo. Pero está

con su marido, echados en la cama, quizá incluso cogiendo.

Vuelve a sonar el teléfono. Dudo y termino contestando,

apoyando el auricular en el hombro. Papá, dice Laura, sentada

en el suelo de una cabina pública destartalada de uno de los

peores barrios de la ciudad o en casa de alguna amiga o amigo o

novio o novia o no sé quién ni cómo exactamente, no se

perciben sonidos de ningún tipo, ni haciendo qué ni vestida de

qué manera ni exigiendo o necesitando qué respuestas.

Algo que no debe permitirse ninguna mujer es llegar al

infierno, que siempre está cerca, a un costado de lo que hacemos

o dejamos de hacer para que se desencadene el viaje que no

tiene retorno y del que nadie sale indemne, porque ese daño

siempre deja huellas y acarrea consecuencias que luego ya no

están en nuestras manos. No recuerdo cómo me enteré ni cuándo

oí las historias. En cualquier caso jamás dejé de preguntarme si

pude evitar algo, al principio, cuando todavía vivíamos juntos y

aparecieron las primeras señales de que nuestras vidas

empezaban a tambalear, pero esas señales siempre son difíciles

de ver en el momento, sólo retrospectivamente se aclaran.

Con Margo ya casi no nos dirigíamos la palabra y dor

míamos en cuartos separados cuando supimos de los primeros

cigarrillos o del olor de los primeros cigarrillos y de las

primeras borracheras y de la marihuana y de todo lo que vino

después, lo que hizo que la situación resultara ahora sí

imposible, y entonces me fui, pero de eso varios años. El

muchacho que va todos los días al restaurante a almorzar dice

que es necesario mirar al cuarto de al lado, imaginarlo al menos.

Eso, dice el muchacho al que veo todos los días, un muchacho

muy amable, automáticamente le resta sustancia y realidad al

cuarto que habitamos y lo hace tolerable, aunque sea una

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mierda.

Pero lo cierto es que no tiene ni la menor idea de lo que

es la vida, que es este cuarto y nunca el de al lado, por más que

como él quiere dejemos de verlo y nos dediquemos a imaginar

el otro. Y unos segundos después, el auricular aún apoyado en el

hombro, escucho la voz de Laura al otro lado de la línea, su voz

ronca y rota y tan distinta a como era antes, diciéndome que

necesita verme. Son más palabras de las que suele decir y

pregunto en vano para qué, se queda callada, lo único que sabe

hacer, su refugio idiota y recurrente. Para qué, pregunto, bajo,

sin abrir la boca, y poco después, desesperándome, sintiendo ya

la misma cantidad de culpa que otras veces, pregunto dónde.

Me lavo los dientes y la cara y bajo. El autobús que pasa

por la parada justo cuando llego a la parada está vacío, la

mayoría de los habitantes de la ciudad, los que no alcanzaron o

quisieron o pudieron comprar entradas, se encuentran en este

momento delante de alguna televisión. Los bares que alcanzo a

ver desde la ventanilla están repletos, con gente incluso parada

en las aceras, viendo hacia dentro y soportando el clima sin

quejarse ni darle importancia. Avanzamos rápido, el tráfico ha

desaparecido. ¿Cuántos años tiene Laura ya? ¿Diecinueve?

¿Veinte? ¿Y Margo? No he sabido nada de ella ni de su nuevo

marido ni de sus nuevos hijos ni de su nueva ciudad en meses.

El autobús se detiene en el semáforo de la esquina donde

hoy mismo, cuando regresaba a casa del trabajo, había una

mujer en la calle, tirada y temblando, y donde yo mismo me

detuve durante algunos minutos a presenciar el desenlace de la

escena, hasta que de nuevo da verde y partimos. Sólo una pareja

de jóvenes, tres filas delante, nos acompaña al conductor y a mí.

Parecen contentos aunque no hablen y cada uno mire por su

lado. Más o menos veinte manzanos más allá toco el timbre y el

conductor detiene el autobús. Resuenan en el aire algunos

petardos, lejanos pero fuertes, apenas doy unos pasos y me

adentro en una de las callecitas del barrio, que conozco bien y

no es el que imaginaba cuando hablaba con Laura por teléfono.

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La brisa me desacomoda el cabello y ese hecho, tan diminuto e

insignificante, me cerciora de que todavía seguimos vivos y de

que a pesar de todo vale la pena estar aquí, en mi caso cerca de

donde mi hija quizá aguarda ya. La recuerdo de niña y luego de

menos niña, pero son recuerdos difusos a los que se le imponen

otros, algunos falsos, como los de las fotografías que vi mucho

después y que me provocaron asco y una tristeza invencible.

Soy un hombre que va al encuentro de su hija un viernes

por la noche y que intermitentemente piensa en la mujer que lo

visita a veces, necesitándola mientras atravieso callecitas

desiertas hasta llegar al café donde alguna vez nos vimos. Está

vacío, desde la mesa que elijo le pido a la mesera que me traiga

un cortado. Lo trae y me lo tomo prácticamente de un sorbo, sin

azúcar y sintiendo el ardor en la garganta. Al otro lado de la

puerta corrediza veo a un muchacho mirando hacia dentro y, se

me ocurre por la insistencia de su mirada, intentando saber si

soy el hombre que ayudó a engendrar a Laura, su padre, uno de

los que la trajo. Mueve la cabeza, asintiendo, y aparece ella, que

entra en el café después de quedarse mirándome a los ojos

durante segundos. No puedo no fijarme en su ropa descuidada ni

en el cabello largo y sucio. Se sienta al otro lado de la mesa, sin

besarme y con la cabeza baja, pero sólo por un momento,

porque luego la levanta y clava los ojos en los míos. Como hace

por teléfono, no dice nada, ni una sola palabra que me ayude a

evaluar su estado. La mesera nos observa, presencia el silencio

espeso.

Yo, para aligerarnos a todos la molestia, saco pronto del

bolsillo unos billetes y los dejo sobre la mesa. Laura estira la

mano, rápido, y sin agradecérmelo, aún callada, se levanta

bruscamente y se va. Viejo puto, me grita su amigo o novio, que

le ha abierto la puerta, y como un eco de sus palabras vuelven a

oírse algunos petardos, ya son dos goles pero no sé de cuál de

los equipos. Todavía seguimos vivos, vuelvo a pensar con la

brisa que me golpea la cara después de que pago y salgo del

café. Esta vez tengo menos suerte y debo esperar casi media

hora en la parada iluminada. El partido ha terminado, hay más

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movimiento en las calles, varios jóvenes que vienen de verlo

suben al autobús, que se llena tres paradas después. Se los ve

contentos, debió ser un buen partido, mirándolos es fácil darse

cuenta quién ganó.

Abro la puerta que da a la sala, la cierro con llave,

avanzo sin encender la luz y me acerco a la ventana, que es

siempre lo que hago primero, a mirar hacia el edificio de

enfrente, alto e imponente en medio de la oscuridad. Ya hay más

luces encendidas. Por alguna razón extraña, como consuelo,

resulta aliviador.

II

Lo que él no sabe es que será abuelo dentro de algunos

meses, voy pensando mientras salgo del lugar y Rafael le grita

algo que no alcanzo a oír. Todo está brumoso, suspendido,

nosotros mismos estamos brumosos y suspendidos, y Rafa le

grita algo mientras salgo del lugar y voy pensando en lo que él

no sabe ni sabrá, lo del embarazo y tantísimas otras cosas. Y me

siento un poco triste, pero después ya no, y sigo caminando,

rápido, con Rafa detrás, acelerándome el paso, como si

huyéramos de un incendio, hasta llegar a la avenida y no sé por

qué razón subirnos al primer autobús que pasa y que ni siquiera

sabemos adónde va. Nos sentamos hacia el medio, donde hay

más gente, un poco también para pasar desapercibidos.

¿Hacemos una?, pregunta Rafa, bajito, al oído. ¿Ahora?, digo

yo, que sigo aturdida, encerrada en esa bruma extraña. Asiente,

sonriendo, y luego me da un beso cerca del oído y me pregunta

si prefiero comenzar yo. Bueno, respondo, y sin pensármelo dos

veces me dejo caer en el pasillo del autobús, así de golpe, como

si sucediera realmente, y sucede realmente. Cierro los ojos, me

abstraigo, no debo pensar. Pero inevitablemente pienso en papá

esperándome en el café, tan deteriorado, tan culpable, tan hecho

mierda. Los gritos de Rafa, su desesperación, me devuelven al

lugar. Alguien me acaricia la cara, alguien me busca el pulso. El

autobús, creo, sigue andando. Parece enferma, es tan flaca, dice

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una mujer que imagino mayor. Después, a pesar del ajetreo, me

adormezco. Seguramente hacen parar el autobús y Rafa me baja

y un grupo de peatones se aglomera a nuestro alrededor y a lo

mejor él se ha alejado ya y toma las fotos, rostros de

preocupación y alivio. Regresa y me dice bajito que ya terminó,

puedo recuperarme, abrir los ojos, sonreír. Eso hago. Y Rafa

agradece y la gente aplaude y nos vamos caminando abrazados,

primero lento, luego corriendo. Y reímos y nos besamos y él me

acaricia el culo. La oficina no está lejos, estamos en hora,

decidimos ir a pie. Están la vieja Berta, que nos cuenta que tuvo

que ir hasta el hospital, algún comedido llamó a la ambulancia

sin que se dieran cuenta, y Alberto, que estuvo presente, y los

dos Juanes, que hicieron tres en todo el día, y un par de chicos

más jóvenes que no dicen nada. Nosotros contamos las nuestras,

después mostramos las fotografías y vemos las de ellos. No falta

mucho para la exposición. Nos lo aclarará Dino ahora, cuando

llegue. Llega, llegan algunos más, Rafa no me suelta la mano,

ya están sudadas y no importa.

Comienza la reunión. Hay risas y humo de cigarrillo y

un cronograma de actividades para las próximas semanas. Nadie

aquí sabe que tengo algo dentro que crece y que en algunos

meses será algo distinto. Se lo diré pronto a Rafa, quizá esta

noche, todavía no sé cómo reaccionará, lo he estado tanteando,

he estado explorando el rango de posibles reacciones, puede

haber de todo. Los chicos más jóvenes hicieron algo en el

metro, los dos Juanes una en un banco y dos en restaurantes de

los que luego se fueron sin pagar, la vieja Berta y Alberto algo

en la calle, Dino una en la universidad, nosotros la del autobús.

Dino dice que ya está listo el texto que acompañará a lo demás,

fotos y videos y frases sueltas, y que revolucionaremos el

panorama, pero que necesitamos conseguir el dinero que la

galería exige como adelanto. Suelto la mano de Rafa y reviso en

mi bolsillo, toco los billetes, son más que de costumbre. Se los

entrego a Dino, sonrío, Rafa sonríe a mi lado, él lo anota en su

cuaderno. Simular la vida para que la vida verdadera luego sea

más intensa y sepamos apreciarla más. Pero la vida verdadera

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también es un poco simulada, y esto empiezo a pensarlo ante la

sonrisa de Rafa y ante la mía propia, y ante lo que crece dentro

mío y nadie sabe qué es, a lo mejor una pequeña monstruo

parecida a mí. La reunión termina, quedamos en volver a

encontrarnos dos días después, nos despedimos, salimos. Hay

un aire de júbilo en la ciudad, muchísima más gente de la que

había cuando entramos. Al parecer hubo un partido de algo y

seguramente ganó el equipo preferido y ya todo terminó y nos

quedamos quietos mirando a toda esa gente. ¿Comemos?,

pregunta Rafa, feliz, feliz quizá hasta que se entere. Mejor en

casa, digo yo. Y entonces nos vamos a casa, que en realidad es

un cuarto con baño y una pequeña cocina adjunta, y él se ofrece

a preparar algo cuando ve que yo me estoy tumbando en la

cama. ¿Crees que todo esto tenga sentido?, pregunta, ¿que de

verdad resulte significativo para alguien? Tengo los ojos

cerrados y no respondo. Hago como si durmiera y lo escucho y

él sigue preguntándome cosas que en realidad se pregunta a sí

mismo. ¿O nos estamos engañando y es un poco estúpido?, es lo

último que dice. Al parecer me quedo dormida. Vuelvo a estar

en el café con papá sentado en la misma mesa, y lo que hago

esta vez es acercarme y darle un beso en la mejilla y decirle que

lo he perdonado y que ya pronto estaré en condiciones de

retomar nuestra relación, y también le digo que será abuelo, y en

ese momento Rafael me está moviendo y abro los ojos y me

dice que la cena ya está lista. Cenamos y yo lavo los platos y

nos echamos en la cama y él me acaricia el culo.

Pienso en lo que debería decir, en las palabras que se

necesitan, lo miro a los ojos, siento que me quiere y soy feliz y

ya no digo nada. Más vale que nos durmamos rápido, dice Rafa,

mañana entro temprano. ¿Mañana trabajas?, pregunto. Me lo

pidieron, dice. ¿Por qué no me contaste?, digo yo. Debí

olvidarme, dice. Cuando se queda dormido me pongo a pensar

en lo que haré mientras él esté fuera. Quizá podría seguir a papá

y tomarle fotos y armar una exposición a partir de esas fotos. Un

hombre que camina por la ciudad y vive una vida que a lo mejor

no es la que más le hubiera gustado. Un hombre viejo y cansado

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que tuvo sus errores, que hizo cosas indebidas y ahora carga con

el peso. Deambula por la ciudad, no sé por dónde, y yo lo sigo y

encierro su vida en unas cuantas fotos. Sí, debería hacerlo,

mirarlo desde afuera, intentar saber quién es, pienso mientras

me paro a apagar la luz. Como si una y otra cosa estuvieran

vinculadas, como si una determinara a la otra, Rafa ese segundo

empieza a roncar.

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ÚLTIMAS SEMANAS

Guardaba las botellas en los basureros de los baños,

sumergidas en la piscina, colgadas de los árboles del jardín.

Luego, en los días siguientes, no dejaba una sola sin vaciar,

escuchando siempre esos discos viejos y evaluando a veces en

voz alta, para despistar a mamá, cuando mamá estaba cerca,

pero en ese tiempo mamá nunca estaba cerca, cómo haría para

conseguir nuevas botellas y dónde las ocultaría, si en el cesto de

la ropa sucia o disimuladas en medio de la ropa de ella o

enterradas en lugares que no se le olvidaran fácilmente. O en el

ropero de mi cuarto, bajo mi consentimiento, sobre todo cuando

necesitaba plata pero no sólo entonces, a mí no me molestaba

que papá se emborrachara todo el tiempo, estaba habituado a

verlo así, bailando en la sala (en los mejores momentos),

lamentándose y llorando (en los peores), estaba habituado ya a

tragarme discursos enteros que a veces podían extenderse

durante varias horas seguidas.

Tengo por lo menos trescientos muertos, dijo de pronto

esa tarde, altivo, como si algo así pudiera enorgullecerlo. Te los

cuento uno a uno, papito. Trescientos por lo menos. O

cuatrocientos. Si quieres apostamos.

Yo cuatro, dije. Y debí pensar en los abuelos y en mi tío,

pero sobre todo en Mastrono, al que tuvimos que matar ahí

mismo, en el jardín en el que papá ahora enterraba sus botellas,

las botellas nuevas que a menudo conseguía con ayuda mía.

Éste que ves es un sobreviviente, siguió él. Uno de los

que más suerte tuvo. Estoy rodeado de muertos pero sigo aquí.

Trescientos o cuatrocientos muertos, papito querido, quizá más,

toda la gente que fue importante, y yo todavía aquí, hablándote.

¿Te conté alguna vez de tu tío Eduardo?

Conocía todas sus historias de memoria. Me enternecían,

me conmovían, me alegraban. Quería a papá y me gustaba lo

que había logrado en su vida, incluida la mujer a la que

enamoró, una mujer valiente que ocupaba un cargo importante

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en un banco importante y que era la que nos permitía llevar

cierto tipo de vida. Tenía prohibido salir y cumplía mientras no

le faltaran las botellas, que también tenía prohibidas. Yo se las

facilitaba y a lo mejor mamá incluso lo sabía. La cuestión es que

pronto empezaría a estudiar, lo que quiere decir que eran mis

últimas semanas en la ciudad, mis últimas semanas en casa. Me

tenía prometido volver siempre, por lo menos una vez al mes,

pero tenía claro también que no hay nada más fácil de romper

que las promesas. No fallaría a papá, me decía a mí mismo todo

el tiempo en esas últimas semanas, obligándome a disfrutar los

detalles más insignificantes, momentos que antes hubieran

pasado desapercibidos. No dejaría que se sintiera más solo y

más abandonado, me decía en tardes como ésa, no permitiría

que su desamparo se acentuara. Yo sabía que papá necesitaba de

mí.

¿Te la conté o no?

Creo que no.

Le gustaban las putitas. En ese tiempo eran muy baratas,

así que no había semana que no le diera un polvo. Se conocía a

todas. Hasta lo saludaban por su nombre. Con cariño, porque era

un hombre bueno.

Se interrumpía para beber. Vodka con mucho hielo y una

pizca de limón. Mientras vaciaba el vaso y se preparaba otro, el

último del día, supuestamente el último del día, el que tenía que

parecer el último del día, yo miraba por la ventana. Al jardín

deshecho por sus entierros, a las aguas estancadas de la piscina.

A los árboles y al cielo que iba perdiendo intensidad, anochecía.

El problema fue que se enamoró. Y que dejó a su familia

para irse a vivir con la putita, que creo que se llamaba Miriam o

Mariam. Las personas nunca cambian. Ni por amor. Eso es lo

que tu pobre tío Eduardo nunca llegó a comprender. Y lo que yo

necesito que tu comprendas ahora, papito, para no sufrir en

vano. Estarás lejos y tendrás que ser fuerte. Y no olvidar en

ningún momento eso de que la gente no cambia nunca. Después

se resignó, tu tío. Pero por debajo le fue creciendo la tristeza, la

pena… No sé si está preparado para lo que viene luego. Es algo

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duro.

Le metió un tiro, dije simulando que dudaba, que me

aventuraba con una posibilidad radical para demostrar que ya no

era tan inocente.

¡Sí!, se sorprendió papá de que hubiera acertado.

¡Exactamente! Pero no es sólo eso. Eduardito hizo después algo

aún peor…

¿Se metió un tiro?, pregunté simulando aún más duda.

Sí, asintió papá entonces, menos efusivo esta vez. El

mierda se mató. Vi su cuerpo, vi su cabeza abierta, sus sesos

desparramados. Lo vi sin vida, muerto al lado de Miriam o de

Mariam o de cómo mierdas se llamara. Era una morena

voluptuosa y lo hacía delicioso, disculpá que te lo diga así de

crudamente, pero es que al final tu tío nos regalaba polvos, si

seguía metiéndose con medio mundo mejor con nosotros más,

con la que gente a la que amaba. En ese tiempo no había

enfermedades, papito querido, ahora hay que cuidarse.

Me miró fijamente durante algunos segundos mientras

decía esas últimas palabras, yo mantuve la mirada con esfuerzo,

había algo que daba miedo, quizá vi por un segundo mi reflejo

futuro, lo que yo también sería, y luego se puso de pie

tambaleante y llegó hasta el lavaplatos. Botó los hielos que

quedaban y lavó el vaso. Luego cogió la botella, sin decirme

nada, como si estuviera solo, desapareciendo a su hijo mientras

iba pensando en su hermano, recordándolo, intentando estar de

nuevo a su lado, y se fue a enterrarla. Yo me quedé quieto,

mirando a papá a través de la ventana. Tenía diecisiete años y no

sabía nada de la vida y pronto me iría de la casa a estudiar a una

ciudad vecina, eran mis últimas semanas en casa. Debieron

pasar dos o tres minutos así, suspendidos, él en el jardín,

enterrando su botella, yo pensando en mi partida y viéndolo

desde la cocina sin atinar a nada, imaginando lo que él estaría

recordando. Mamá llegó entonces. Me saludó y preguntó por

papá justo cuando él entraba a la cocina por la otra puerta, sus

manos llenas de tierra, la ropa sucia.

Es posible que aún así la abrazara. Es posible también

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que ella no se quejara ni dijera nada del olor a trago, de los ojos

rojos, de la tristeza evidente.

Yo, sentado a un costado, sonreí y propuse invitarlos a

cenar. Me miraron y preguntaron a dónde y si tenía plata para

hacerlo, sensibles también ante la inminencia de mi partida, que

sería el principio de algo pero al mismo tiempo el final de algo,

de lo que éramos nosotros hasta entonces.

Claro que tengo, dije, ¿cómo les suena unas pastas?

Estupendo, dijeron ellos, nos suena estupendo.

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Rodrigo Hasbún nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Es

autor del libro de cuentos Cinco y de la novela El lugar del

cuerpo (Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra

2007, distinción ya obtenida el 2002 en género cuento). Textos

suyos han aparecido en diversas antologías nacionales e

internacionales. Fue seleccionado por el Hay Festival y Bogotá

Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores

menores de 39 años más importantes de América Latina.

Recientemente, entre centenares de participantes, obtuvo el

Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve

Hispanoamericana.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las

propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la

cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora

Gabriel Pantoja, Plenilunio Vadik Barrón, iPoem

Bruno Morales, Bolivia Construcciones Carolina León, Las mujeres invisibles

Yancarla Quiroz, Imágenes Rodrigo Hasbún, Familia y otros cuentos

Claudia Michel, Juego de ensarte Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara

Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257

Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos

Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco

Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos

Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana

Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues!

Nelson Van Jaliri, Los poemas de mi hermanito